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En aquellos días en los que las relaciones no estaban azul estrangulado, como las arterias ramificadas en las
digitalizadas y no podían simplemente borrarse, tenías que muñecas de una persona mayor. Todo me recuerda a la
arrancar las fotos de la pared dejando solamente esos bordes muerte.
pegados con cinta que se burlarían de por vida como
Tomo un taxi hasta su casa. Tengo mi patineta entre mis
fantasmas desgarrados y diminutos.
manos cuando toco el timbre. Mi cara es grasienta y mis
En medio de un viaje de ácido, mi novia me dijo que su papa labios están agrietados. Dejo escapar unas cuantas
la molestaba. exhalaciones de autoconvencimiento y me preparo.

“Molestaba?” Pregunté. Jeff abre la Puerta y se inclina sobre mí, es unas cuatro o
cinco pulgadas más alto que yo. Mi amenaza telefónica lo
Sus ojos se ponen grandes, por las drogas o la vergüenza.
puso en guardia, me esperaba. Ondeo mi patineta pero me la
“Él solía… tocarme. Cuando hacía calor en el verano y yo me
arrebata con facilidad. Mi agarre se atrofió gracias al
tendía en la cama con él, me decía que el calor era
insomnio eléctrico causado por el LSD.
insoportable, que debería quitarme la ropa …”
Me golpea y la patineta me abre la cabeza. Mi pelo se enreda
Llamo a su padre. Jeff. Lo amenazo. Robo la tarjeta de
y se atasca en una de las ruedas. Me enrosco mientras el
crédito de mi mamá y tomo un vuelo desde Los Ángeles hasta
resto de mi cuerpo es apedreado. Pasa a los puños y siento
Boston. Salgo sin nada más que mi monopatín. Voy allí a
que mis huesos crujen y mis dedos se hinchan al instante.
matarlo.
Lloro mientras veo las gotitas de sangre y entiendo que
En el avión, todavía sigo en las drogas. La ventana ovalada realmente me ha hecho daño. Puedo sentir la lija de su barba
me deja ver que es de día. El cielo es sombrío con un tono al inclinarse y susurrarme justo en mi cara.
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“No me conoces”, dice Jeff. “No la conoces. Simplemente Uno de los policías dice simplemente “Invasión a la
piensas que es así. Así que te sugiero que te largues de propiedad privada”.
nuestras vidas antes de que suceda algo peor.”
Me llevan a la estación de policía. Tengo que repetirle
Lanza el monopatín al piso. Escupo saliva ensangrentada constantemente al policía que me escolta a través del edificio
mientras lo observo. Mi cabeza resuena como un tambor. Mis que mis costillas están rotas, que puedo sentir hasta el más
costillas también están rotas. mínimo movimiento.

“Ya saca tu culo drogo de mi propiedad” dice. Me llevan a un salón de interrogatorios. Hay una mesa con
sillas plásticas a lado y lado.
Cojeo hasta una escuela primaria cercana. Tengo la palma de
mi mano sobre la herida en mi cabeza, la sangre rueda por El efecto del ácido ha pasado casi por completo. Estoy en
mis dedos chuecos y sobre mi camiseta. Los niños me miran una realidad tan fría como el aire de esta habitación.
como si fuera un carnicero en un albergue de cachorros.
“Soy el detective Liddell. Siéntese por favor”.
Algunos maestros salen y se llevan a los niños al patio de
“¿Qué estoy haciendo aquí? He sido atacado”.
recreo. Me traen toallas para calmar el sangrado y me
preguntan qué pasó al mismo tiempo que un auto de policía “Según el señor Carter, usted lo llamó anoche y lo amenazó
ingresa al estacionamiento. de muerte. Luego procedió a tomar un vuelo desde la Costa
Oeste y se apareció en su casa con una jodida patineta con
“Fui atacado”, le digo al policía.
la que trató de atacarlo. Naturalmente, él se defendió. Yo no
“Ponga las manos detrás de su espalda ¡Ahora!”. sé cómo los tipos como usted hacen las cosas pero acá en
Massachusetts tienes el derecho a proteger tu casa. Y él
“¿No me ha escuchado? ¡Me atacaron!”.
insistió en presentar cargos, dice que usted es un adicto a la
Me esposan y me leen mis derechos. heroína y lo quiere bien lejos de su hija”.
“¿Por qué putas me están arrestando? Yo soy la victima “Él violó a su propia hija”, digo.
aquí. ¡Míreme!”.
“Disculpe”.

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“Él violó a su propia hija. Yo no sé cómo los tipos como usted Es por la tarde cuando estoy de vuelta en su casa. La sangre
hacen las cosas aquí pero allá en Los Angeles esta mierda es en la entrada se ha ennegrecido por el sol, haciéndola ver tan
inaceptable”. calmada e inofensiva como los alrededores del vecindario.

“Continúe”. Me introduzco por la puerta trasera y espero en el salón de la


sala. Tengo la patineta a mi lado. Veo una foto de familia
“Él empezó cuando ella era muy pequeña, antes de que
enmarcada: mi novia, su madre y su padre; sonriendo,
pudiera defenderse por sí misma. Y al crecer pasó de tocarla
congelados en un mundo de fantasía, un lugar más seguro
a violarla en toda regla. La embarazó a los 12 años, el hijo de
perturbado únicamente por los secretos que existen en los
puta la llevó a México para someterla a un procedimiento
movimientos de la vida real.
clandestino”.
Ahora tengo claro lo que debo hacer. Robo la foto y salgo de
“Se da cuenta que Jeff Carter es uno de los abogados
la casa. Voy a una fotocopiadora y escaneo la foto de familia.
defensores más poderosos en todo Massachussets ¿cierto?”
Hago un panfleto en el computador con el nombre completo
Me está costando mucho creerle más a un adolescente
de Jeff, su dirección y el número telefónico. Agrego
drogadicto que a él. Él es un abogado digno ¡por Dios!”.”
“Reconocido pedófilo en su comunidad”. Hago 300 copias y
“Usted llámelo” digo “Dígale que si no retira los cargos, todo compro una pistola de engrapado.
el mundo va a enterarse que también es el pedazo de mierda
Los pego en todas partes. Los panfletos decoran todos los
más pedófilo de todo Massachussets”.
arboles del vecindario, la entrada de su club de golf y el centro
Me liberan una hora más tarde, los cargos se retiraron bajo la comercial. Ahora todos conocerán las atrocidades que este
condición de que yo sea escoltado por la policía de vuelta al monstruo ha cometido y se hará verdadera justicia.
aeropuerto y tome el primer vuelo de regreso a Los Ángeles.
Los panfletos se pueden arrancar. Pero siempre quedaran
Me dejan en el aeropuerto y tan pronto como los policías se pequeños bordes de papel en los árboles, fantasmas
van, tomo un taxi y vuelvo directamente a su casa. No vine diminutos y desgarrados que le recordaran al barrio las
aquí para nada, voy a matarlo. pesadillas que alguna gente vive a puerta cerrada, mucho

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después de que el silencio se apodera del vecindario y todos
los demás duermen.

****************

Traducción de Daniel Cardona bajo el permiso de Ryan


Leone.

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Es el día más feliz de mi vida.
Estoy situado en la primera fila de la escena en la que Ozzy nos va a reventar los
oídos.
Falta poco, el grupo telonero no lo hizo mal, la gente está como loca.
El tío que está a mi lado me dice que si tuviera una pistola la vaciaría en la cabeza
de Ozzy y luego se metería un tiro en la sien.
Pensándolo bien, es la mejor manera de despedirse de este mundo.
Las luces se apagan.
Una oscuridad total se apodera del lugar.
Es el preámbulo, el momento que todos esperábamos.
Los corazones se aceleran. Gritos van, gritos vienen.
Ozzy, Ozzy, Ozzy!!
De repente las luces se encienden. Llamaradas aparecen sobre el escenario. Ozzy
las atraviesa como si fuera el mismo demonio. La estrella sonríe y nos bombardea
con las notas de Paranoid. Una lluvia de panties y brasieres alcanzan al señor
Osbourne.
No pretendo quedarme atrás. También he preparado algo especial para él.
No son mis pantaloncillos ni nada por el estilo.
Es un pedazo de papel enrollado en forma de bola.
Se lo lanzo y le pega en la cabeza.
Detiene la canción al recibir el impacto. Toma el misil de papel y lo desenrolla.
Un silencio sepulcral invade el coliseo. Mi corazón se quiere salir del pecho.
Empieza a leer en voz alta lo que he escrito para él.
La emoción lo embarga y empieza a llorar como una magdalena.
La gente no entiende bien lo que sucede. La verdad es que yo tampoco. Sólo sé
que no he necesitado una pistola para matar a mi ídolo.
Acabé con él con un pedazo de papel.
La imagen de Ozzy llorando a cántaros no es bien acogida por su público.
El tío que está a mi lado me señala.
- La culpa la tiene este.
Miles de ojos se posan sobre los míos. Ojos furiosos. Ojos asesinos.

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Cuando niño era muy bajito. En primaria hasta mis maestras se reían de mí. Me decían Betico el chiquitico. Ellas
pensaban que yo no escuchaba, como si ser bajo fuera sinónimo de sordera y estupidez. Yo odiaba a todos. A
mis compañeros, a mis maestras e incluso a mis papás. Mi mamá me trataba como si yo fuera de porcelana y
mi papá me miraba con rabia, como dudando de que realmente yo fuera su hijo. Él, que medía 1.90, no podía
entender cómo tuvo un hijo enano. E-na-no, así me decía, separando y acentuando cada sílaba. Mi mamá lo
regañaba, pero él seguía diciéndome así, mirándome como si yo fuera un perro chandoso. Un día mi papá y yo
estábamos jugando escondite, y él, cuando me encontró metido en uno de los muebles bajos de la cocina, le
puso llave. Estuve ahí una hora y solo me sacó porque escuchó que mamá estaba abriendo la puerta de la casa.
Mientras yo salía de ese cajón, mi mamá entró y me vio llorando y medio asfixiado. Esa misma noche mi papá
se fue de la casa, pero antes de irse, escuché que le dijo a mi mamá ese enano no es mi hijo. Nunca más lo
volvimos a ver.

Cuando mi papá se fue las cosas se pusieron duras para mi mamá. Ella estaba muy triste y no le gustaba estar
en la casa. Salía temprano a trabajar y volvía tarde. Para mí las cosas eran más bien felices. Yo tenía nueve años.
Aprendí a cocinar con un libro de recetas de mi mamá y todas las noches me hacía el almuerzo del día siguiente.
Luego leía o jugaba con mi nintendo. Tenía un reloj despertador que hacía la función de levantarme todas las
mañanas y antes de irme para el colegio le picaba fruta a mi mamá para que tuviera que desayunar.

Siempre la veía cuando yo iba de salida. Me decía, hola, hijo y ponía a hacer café. A veces me quedaba hablando
con ella y otras salía disparado para el colegio. Un día me dio una taza de café que me bebí como si fuera agua
y que hizo que todo el día estuviera acelerado y ansioso. Tanto que no aguanté que me dijeran Betico el
chiquitico. Esa tarde escuché a una de las maestras decirme así y yo le dije que más chiquito su pingo. El chiste
ni siquiera fue bueno, pero a ella le ofendió tanto que le puso la queja al rector del colegio. Este, un cincuentón
que tenía un bigote lleno de mocos, me dijo aquí entendemos que estés pasando por un mal momento niño,
pero tus maestras se preocupan por ti, no puedes tratarlas así; además, niño, las mujeres no tienen pingo. Otra
vez pensaban que por ser chiquito era estúpido.

Así estaban las cosas en el colegio. Ya no era solo Betico el chiquitico, era Betico el chiquitico y huerfanito.
Después de lo del pingo las maestras dejaron de ser amables conmigo. Ahora ni se esforzaban por ocultar mis
apodos. Pero a mí no me importaba, estaba contento, ya no sentía que me tuvieran pesar. ¿Pesar por qué? Si

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era un niño libre. Mi papá ya no me molestaba y mi mamá ya no era sobreprotectora. Mis compañeros seguían
diciéndome cosas como chichón de piso o hijo del lechero. Pero tampoco me importaba. Es lo más libre que me
he sentido en mi vida. En el colegio me quedaba en un rincón dibujando y en la casa hacía lo que se me daba la
gana. Estaba solo. Era feliz.

A veces, cuando salía del colegio, no me iba directo para mi casa. Prefería dar una vuelta por el barrio y entrar
a los almacenes de cámaras a ver qué tenían de nuevo. Aunque mi mamá nunca estaba en casa siempre me
debaja plata para mis cosas, así que cuando logré ahorrar lo suficiente me compré una cámara, de esas de rollo.
Yo tomaba fotos y las llevaba a imprimir a los estudios fotográficos. Para poder costear los rollos y las
impresiones le decía a mi mamá que tenía que comprar útiles para el colegio o que no había nada en la nevera
para mi almuerzo, y ella, sin decir nada ni verificar lo que yo estaba diciendo, me daba la plata.

Los primeros meses le tomaba fotos a todo: al cielo, a los árboles, a los columpios, a mis compañeros, a mis
maestras. No le tomaba fotos a mi mamá. Me hubiera gustado, pero siempre que me decidía a hacerlo, me
arrepentía. Era mejor que cada uno viviera su vida, con la menor intervención del otro. Yo no me metía en su
vida y me gustaba que ella no se metiera en la mía. Sí, yo era un niño, y no cualquier niño, un niño enano, un
niño que tenía nueve años y medía menos de un metro. Sin embargo, yo estaba bien. La que no lo estaba era
ella. Ya no era la misma. Antes me cuidaba, se preocupaba por la casa, le gustaba cocinar, cantaba en la ducha.
Cambió cuando su esposo la dejó porque tuvo un hijo enano. Ese enano no es mi hijo, esas últimas palabras la
debían atormentar. Era verdad que yo era un niño muy bajito y en eso me diferenciaba de mi papá, pero de
resto éramos muy parecidos. Al igual que él soy rubio y tengo los ojos azules. Ahora, que ha pasado tanto
tiempo, me veo en el espejo y me siento como él. Y, en ocasiones, me odio tanto como lo odio a él.

Me gustaba tomar fotos. En el colegio ya no me quedaba en el salón dibujando. Salía al patio de juegos y me
hacía en un rincón, buscaba los mejores ángulos y tomaba fotografías. Unos días me concentraba en mis
maestras, otros en mis compañeros. Algunas veces me gustaba capturar las piedras, los juegos que ningún niño
quería usar, los rincones abandonados, esas cosas que, al igual que yo, eran un mero adorno. Y que estaban
bien, ahí, sin que nadie las notara.

Cuando cumplí 11 años algo inesperado me empezó a pasar. Comencé a crecer. Mis maestras me preguntaban
si estaba haciendo algún tratamiento. El cambio era demasiado grande para no mencionarlo. A los 12 años
seguía siendo flaco pero ya medía 1.50. Cada vez me parecía más a mi papá. Mi mamá, que de vez en cuando
comentaba algo sobre mi nueva altura, se puso rara. No le gustaba verme. Las conversaciones de la mañana

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fueron cada vez más escasas. Cuando nos encontrábamos antes de irme para el colegio y yo la saludaba, ella
me respondía pero nunca me miraba. Siempre encontraba algo con que distraerse.

Alberto, la plata de la semana está en la mesa, tal vez no alcancemos a vernos mucho estos días, estoy muy
ocupada, entonces mejor te la doy toda de una vez, me dijo una mañana mientras buscaba algo del estante
donde mi papá me había encerrado. Este estante… este estante nos trae recuerdos, ¿no? ¿Por qué te escondiste
aquí, cariño?, continuó, al mismo tiempo que metía la cabeza. Está muy sucio, yo no lo limpio hace mucho. ¿Tú
lo has hecho? Eres un niño, que te van a preocupar esas cosas. Después hizo algo raro en ella: me miró a los ojos.
¿Sabías que eres igual a tu papá? Dime, mi amor, ¿por qué no creciste hace dos años? Tal vez él no se hubiera
ido. Yo no dije nada, pero se me aguaron los ojos y mi corazón empezó a latir fuertemente. Bueno, hijo, vete,
vas a llegar tarde al colegio, dijo y se dio la vuelta para comer la fruta que yo le había picado.

Ella no mentía. Esa semana no la vi más. Pero sabía que estaba bien porque me dejaba una nota todos las
mañanas. Todas las notas decían lo mismo pero estaban escritas con un marcador de color diferente. Decían:
Hijo, llegué muy tarde y tuve que salir muy temprano. Portate bien, Alberto. Nos vemos en la noche. Sin embargo,
nunca la veía. No la veía desde el lunes y ya era viernes. Ese día decidí esperarla en la sala, mientras revisaba
unas fotografías que había tomado. Había capturado una pelea de unos niños del colegio donde hubo muchos
golpes, sangre y maestras gritando. Fueron mis mejores fotografías de esa época.

Pasaron un par de horas y yo seguía en la sala. Ya no veía las fotos. Estaba sentado en un lado del sofá, quieto,
mirando por la ventana a la calle, esperando que mi mamá entrara por la puerta. En algún momento me quedé
dormido y me desperté a las siete de la mañana por unos golpes en la puerta. La abrí y eran dos policías, una
mujer y un hombre. La mujer me habló dulcemente y me preguntó si mi papá estaba en casa. Le dije que él se
había ido de la casa hace años y que ahí solo vivíamos mi mamá y yo. La policía se puso nerviosa. ¿Tienes algún
familiar al que podamos llamar?, me dijo. Y yo le dije que no. Que solo éramos mi mamá y yo, que si quería la
podía esperar. Los policías se miraron. Ella fue a la moto e hizo una llamada. A los pocos minutos volvió y me
dijo que una trabajadora social quería hablar conmigo, que llegaba en una hora. Luego el policía fue a la
panadería y me trajo un pan con chocolate para que desayunara. Yo no tenía hambre pero de todas formas
comí.

La trabajadora social llegó a las nueve de la mañana. Se sentó en el comedor y me pidió que me sentara en la
silla de al lado. Puso un gran cuaderno encima de la mesa y comenzó a preguntar cómo me llamaba, cuál era mi
edad, sobre mi padre, mi madre, mis familiares, y a anotar todo. Lo siento mucho, mi amor, a tu mamá la pisó
un carro y no sobrevivió, dijo finalmente. Yo no dije nada. No tenía nada que decir. Sentí un nudo en la garganta

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y un peso en el pecho, pero seguí sin decir palabra, sin llorar siquiera. Ahora sí soy un huérfano de verdad, era
lo único que pensaba. Te vamos a llevar a Bienestar Familiar y allá te van a buscar una casa donde te quieran y
te cuiden mucho, continuó. Lo siento, me dijo la policía mientras se agachaba para abrazarme. Cuando cumplí
18 años me contaron la verdad. A mi mamá la encontraron tirada en un pastal en la salida de Manizales hacia
Pereira, con un tiro en la sien.

Han pasado muchos años. Esos días están muy lejos. Recuerdo a mi padre, a mis maestras, a mis compañeros,
incluso mis primeras fotografías. Pero no recuerdo a mi madre. No recuerdo su altura, ni su color de piel, ni el
largo de su cabello. Solo sé que se llamaba Beatriz. Toda ella está fragmentada, en recuerdos incompletos y
facciones borrosas. Tal vez la recordaría si le hubiera tomado una fotografía. Pero nunca me animé a hacerlo.
Quizá si se lo hubiera pedido, ella me hubiera dicho que sí.

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JORGE ELISSALDE

La niña de ojos verdes, mirada piadosa, manos cálidas, se acercó al condenado a muerte. Rodeó la cabeza
preparada debajo de la guillotina y le habló suavemente.

-Te he traído una flor.

El condenado intentó infructuosamente girar el cuello y mirar a quien le hablaba. La escena le resultaba
como una pesadilla de mal gusto. Su conciencia naufragaba sabiendo que en cualquier momento caería la
hoja cercenando su cuello, pero allí estaba esa niña, hablándole.

-¿¡Quién eres!? -preguntó con voz grotesca, casi quebrada por la proximidad de la muerte.
A pocos metros de distancia estaba la muchedumbre ansiosa, sedienta por presenciar el macabro
espectáculo.

-Soy la niña que violaste, mutilaste y asesinaste.

-¡¡Mentira!! -rugió apenas conteniendo la saliva-, ¡Anastasia está muerta, yo mismo la enterré!

La madera que sostenía la guillotina crujió levemente. El verdugo verificó la hoja de acero y apoyó su mano
en el mecanismo de liberación. La niña acercó su cara a la del hombre, enfrentado sus ojos verdes a los ojos
rojizos que la miraron acuosamente. El hombre crispó sus manos aprisionadas por el cepo.

-¡No es posible, no es posible, no es posible! -repitió desesperado.

La multitud contuvo el aliento al tiempo que el redoblante inició su golpeteo marcial anunciando el pronto
desenlace.

-Disfrutaste violándome, ¿verdad? -le susurró la niña al oído.

La hoja cayó con un silbido agudo. La cabeza rodó dando un par de golpes secos contra el cadalso.

La niña descendió las escaleras alejándose del paroxismo de la multitud. Lejos de las miradas indiscretas sus
ojos perdieron el color verde. Las manos se volvieron ásperas, rígidas. Su cuerpo creció hasta transformarse
en una aberración deforme. El monstruoso ser se volvió para observar a lo lejos la columna de humo donde
quemaban los restos del hombre.

-Si no llego a tiempo, este infeliz se habría arrepentido -dijo escupiendo las palabras y mirando al cielo.

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Los chicos más grandes jugaban al fútbol en la cancha de tierra.
Una quebrada era el límite de la cancha del lado izquierdo.
Los habitantes de la cooperativa arrojaban desperdicios a la quebrada; agallas de pescado,
vísceras de pollo, excremento de animales, etc. En las tardes abrasadoras, la fuerza del sol
descomponía con rapidez aquellos desperdicios y todo el lugar apestaba a podrido.
En la parte superior, al lado derecho a la cancha, los más pequeños se divertían jugando a las
bolichas.
Era una pendiente que colindaba con la carretera de asfalto, donde los automóviles cruzaban
a velocidad hacia la ciudad. Sus madres estaban dentro de casa echadas en las camas después
de las tareas caseras, con los vestidos sucios y sudadas, rascándose una tapa de la nalga y
comiendo alguna sobra del almuerzo. Todas sin excepción viendo el talk show de Laura en
América o alguna telenovela mexicana.
Uno de los muchachos mayores pateó con suerte hacia la portería hecha de caña. Una hilera
de polvo se levantó en el aire, la bola fue a clavarse en la esquina superior izquierda, el aquero
no tuvo nada que hacer. ¡Gooooooool!

En el terraplén la cosa era distinta, el mayor de los menores se había abalanzado sobre el
círculo que contenía las bolichas, y se las había robado, gritando: ¡Pigra! Un muchachito
zambo y barrigón sin camiseta berreaba por sus canicas.
—Hijueputa, devuélveme mis bolichas. Mamaverga, maricón, chucha e’ tu madre.
Ellos eran menores pero sabían que no hay insulto peor que el que te mienta a la madre. El
mayor de los menores se lanzó sobre el inconforme.
—Por qué me puteas la madre –le metió un guantazo en la oreja, y lo hizo rodar por el suelo.
El pequeño se levantó llorando pero, aún más rabioso, le dijo:
—Maricón, le voy a decir a mi hermano para que te parta la cabeza, chucha e’ tu madre. Y
bajó corriendo hacia la cancha donde estaba jugando su hermano mayor.
—Fredy, Fredy —gritaba.
El juego de fútbol se detuvo.
—¿Qué te pasa?
—El hijueputa de Benito me robo las bolichas y me dio en la cabeza.
—Chucha e’ su madre.

Fredy tiene 13 años, es el mayor de sus cinco hermanos. Corre hacia su casa y saca un machete
de debajo del lavandero; lo envuelve en una camiseta y corre al terraplén. Su madre está
viendo la televisión y no se da cuenta de nada. La presentadora del programa sale en la
pantalla vociferando que pase el infeliz este: un hombre trigueño, rechoncho y de pelo
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chuzudo entra al set.
Cerca de la pendiente se escucha el zumbido de los automóviles, Benito no se ha movido del
lugar, y ahora juega de nuevo a las bolichas. El sol se pierde de vez en cuando entre las tupidas
nubes. Fredy llega al terraplén con el machete todavía envuelto en la camiseta. La
circunferencia se encuentra llena de canicas otra vez, los chicos ríen; y entre ellos está su
hermano que juega otra vez con Benito como si nada hubiera pasado.
Fredy se acerca a su hermano.
— ¿Te devolvió las bolichas?
—Sí —dice el chico.
—Me haces salir del partido por las huevas. Otro día…
De repente se escuchan gritos e insultos provenientes de la cancha, todos los chicos se
arriman para ver hacia abajo, incluido Fredy. Son dos muchachos que se han trenzado a
golpes en medio de una ronda de bulliciosos… Uno de los que pelean agarra una lata de caña
con punta y se la incrusta en la barriga al otro. Los autos pasan por la carretera, el sol pega
fuerte. La hediondez de los desperdicios subiendo desde la quebrada llega hasta ellos.

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EL MUCHACHO QUE SOLO QUERÍA TOCAR BATERÍA.
25 AÑOS DE RODRIGO D NO FUTURO.
(Tomado del blog El Ateneista – Autor desconocido).

El fantasma de su madre todas las noches viene a atormentarlo. Es ella la que no lo deja dormir. Afuera
están las calles llenas de cicatrices, las casas a medio construir, la ciudad abajo cubierta de una nata espesa
de smog que la impermeabiliza del dolor que sienten los habitantes de la comuna. Rodrigo ya no tiene
ganas de hablar, la única manera que tiene para extirpar el dolor es la música. Quisiera tener una batería
pero no hay plata para eso. Si acaso logró juntar doscientos pesos para comprarse unas baquetas. Con
cuerdas de ropa y baldes de plástico intenta improvisar una batería, pero de ese esperpento difícilmente
saldrá una melodía.

Al muchacho le gusta el punk. Tiene en sus manos un cassete de Sex Pistols, la voz de Johnny Rotten
grita que ya ni con drogas ni con alcohol tiene más satisfacción. Las piernas son su batería, sobre ella
choca sus manos y consigue un par de notas. La idea no es hacer música, la idea es sacar de adentro todo
eso que le duele. No quiere cambiar el mundo, Rodrigo tan solo necesita una batería. Una batería para
no matarse.
Los muchachos del barrio hacen lo que pueden. Desde chiquitos estuvieron acostumbrados a usar armas.
El más duro es el que vive y se sabe que a los treinta años ya eres un anciano. Que pereza vivir tanto,
mejor vivir rápido y dejar un cadáver hermoso. Cuando se reúnen en las ruinas de una antigua mansión
donde logran tener un instante de paz, entre bareto y bareto reflexionan sobre la muerte. Todos están
conscientes de que en cualquier momento una bala los borrará para siempre. Por eso es inútil tener paz,
allí al lado de la piscina, mientras Rodrigo estalla sus baquetas en un muro sacándole música a las paredes
ruinosas, los muchachos se divierten peleando con sus navajas. Hasta en el descanso intentan llamar a la
señora vestida de negro que no cesará de buscarlos.
Todavía hay gente que insiste en clasificar a Rodrigo D como pornomiseria. Se sienten incómodos con
esos ambientes asfixiantes, con esas imágenes tortuosas del infierno. Paran la película a los diez minutos

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porque es que es muy cansón eso de escuchar una y otra vez tantas veces la palabra Hijueputa o
Gonorrea. Se sienten más cómodos viendo a gente bonita en cine y prefieren cerrar los ojos a la realidad,
a la dura poesía que muchas veces destila la realidad.

Cuando en el 2003 la infame Ciudad de Dios impresionó a los incautos, más de un crítico puritano comparó
la obra de Meirelles con la de Gaviria. Acusaban a este de que a diferencia del brasilero “No dominara la
técnica” y entregara una película sucia, borrosa, casi inaudible. Además de que la representación de la
favela en Ciudad de Dios mostraba aspectos positivos del Brasil, permitía el optimismo y no explotaba
hasta la saciedad el morbo de los “Desposeídos”.
Se equivocan de cabo a rabo. En Ciudad de Dios se maquilla la pobreza, en Rodrigo D se muestra tal y
como es. La sociedad de Medellín se ofendió cuando vio el estreno. Esa no era “La tacita de plata”, le
sucedió algo parecido a lo que le pasó a Buñuel con la premiere de Los olvidados; incluso una señora muy
respetada intentó agredir con sus uñas al realizador aragonés por mostrar un México distinto al que ella
concebía. Víctor Gaviria pagó el precio de mostrarle al monstruo su reflejo en el espejo. Tuvo que esperar
dos años hasta que su selección en Cannes, en 1990 le abrió las puertas de la distribución nacional e
internacional. Ahora sí el creador de Los músicos era un genio digno de las montañas de Antioquia, ahora
si los micrófonos de los noticieros estaban abiertos para él. Víctor no los usó. Todo lo que quería decir
estaba en la película.
Los niños bien de Medellín fueron a verla atraídos por la leyenda negra de que la casi totalidad de los
actores habían sido asesinados antes del estreno. Me imagino verlos salir con la cabeza gacha, no porque
se sintieran cómplices de un sistema excluyente que había alejado definitivamente a los muchachos de
las comunas de la verdadera ciudad, sino porque su sed de sangre y morbo no había sido saciada en sus
noventa minutos.

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Sin embargo es muy difícil verla. Todo es opresivo, los rostros apenas los vemos en la oscuridad de la
noche. Son muchachos normales, tienen noviecitas, una que otra ilusión, ganas de sacar a su familia
adelante y que, como no, le tienen miedo a la muerte. Víctor Gaviría los muestra tal y como son,
muchachos que se diferencian del resto solo porque tienen un arma y necesitan usarla si quieren abrirse
un camino, el camino que ellos no eligieron sino el camino que la misma sociedad de consumo les ha
obligado a tomar.
Las risas que a veces pueden despertar algún diálogo se ahogan ante el horror. Sin embargo ese poeta
que es Víctor Gaviria no te manipula, simplemente te muestra la cotidianidad de los muchachos para
entenderlos mejor. Con eso es suficiente.

Veinticinco años después de haber sido rodada Rodrigo D no ha envejecido un fotograma. Con cada
proyección sigue despertando indignación y admiración a la vez. Hay imbéciles que todavía lo consideran
un explotador del dolor ajeno, un cineasta empeñado en mostrar la peor cara de Colombia. Víctor fue el
primero en la acartonada era de Focine en quitarnos la máscara y mostrarnos tal y como somos. No pudo
salvar a los actores, como tantos taimados se quejan, él no es el estado, es tan solo un cineasta
independiente. No los pudo salvar pero les dio vida eterna. Ellos vivirán cada vez que volvamos a ver su
película, por noventa minutos cada noche saldrán de sus tumbas y se instalarán en nuestra conciencia.
Nosotros estuvimos cerca de ser esos jóvenes.
El legado de ellos vivirá para siempre y eso, eso no es poca cosa.

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Epílogo

¿Todo vale?

La mañana del cuatro de septiembre de mil novecientos ochenta y uno, Tarántula (quien no
era detective, sino contador público titulado) despertó tras un sueño intranquilo. A su lado,
su esposa Catarina le observaba con actitud maternal.
- ¿Dormiste mal, gordo? Toda la noche te la pasaste hablando y dando vueltas en la cama.
- Sí, tengo la sensación de haber tenido pesadillas, aunque ahora mismo no recuerdo
exactamente de que trataban.
- Estuviste balbuceando no sé qué acerca de un escarabajo y una gitana.
- Es verdad. Ahora comienzo a recordarlo. Soñé que eras adivina y te llamabas Susana.
- ¿Susana? Que raro suena. Ni siquiera es nombre de persona.
- Ya sé. Y por si fuera poco, te gustaba presentarte como “la poderosa Cassandra” y tenías la
habilidad de revivir a los muertos.
- Pffff, estás loquito. ¿Ya ves lo que te pasa por cenar pesado?
- Y yo era un detective privado, tratando de resolver un caso que tenía que ver insectos
mecánicos. Y había un científico loco y un escarabajo mágico que podía hablar.
- Ay gordo, tú y tus cosas. Mejor ya levántate que es tarde y hay que hacerle el desayuno a las
niñas para que vayan a la escuela.
- ¿A la escuela?, ¿pues qué no es sábado?
- ¿Sábado? Eso quisiera. No, todavía es viernes.
- Bueno, pues ni hablar. A levantarse – concluyó Tarántula y se dispuso a continuar con su
vida. Con esa vida que él creía real, pero que al fin y al cabo, era tan inventada como sus
aventuras de la noche anterior. Como otro de esos recurrentes sueños con Monica Bellucci en
París.
***

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Lázaro se acomodó el cuello de la camisa y dio un par de golpes secos en la puerta.
- Un momento, voy para allá – le contestó una voz femenina desde el interior.
Por unos instantes se sintió fuera de lugar. Hacía ya varios meses que no veía a la pareja, y
aunque ir de visita no era precisamente su estilo, la naturaleza del vínculo afectivo que los unía
era tal que jamás se hubiera perdonado dejarlo perder por culpa de la rutina. Por eso habían
quedado por teléfono esa noche, para cenar juntos los tres y ponerse al corriente sobre el
transcurso de sus respectivas vidas.
- ¡Lázaro! Qué bueno que vienes – lo saludó efusivamente Valeria abriendo la puerta – Pásale,
pásale, allá adentro está Jeremías.
- Órale Vale, qué bien te ves – dijo Lázaro mientras se acercaba a besar la mejilla de su anfitriona.
- ¿Yo? ¡Qué va! ¡Si estoy enorme! - rió ella señalando su evidente panza de ocho meses de
embarazo – Por lo menos ya pasaron las peores épocas de nauseas.
- Como no sabía qué traer, pasé al súper por un vinito – dijo Lázaro entregándole una botella a
la chica – Pero ahora que lo estoy pensando mejor, quizás no fue tan buena idea.
- Naaa, ni te preocupes, esa se la toman ustedes dos durante la cena, y yo los acompaño con un
vaso de jugo. Pero pasa, por favor. Te estábamos esperando.
El departamento era pequeño y se veía ligeramente desnudo. Tan sólo una mesa de pino con
tres sillas y un par de huacales llenos de libros amueblaban la minúscula sala de estar. La puerta
de la cocina se abrió y Jeremías entró con una olla de peltre repleta de tallarines a la boloñesa.
- Qihúbole, mi hermano. Pásale a lo barrido, la cena está lista.
- Huele delicioso.
- Y espérate a probarlo. No es por nada, pero me quedó de campeonato.
- ¿Y qué tal les ha ido últimamente? – preguntó Lázaro para hacer plática, mientras Valeria
servía el vino en un par de tazas y jugo de manzana en un vaso de plástico.
- Bien, bien. ¿Ya te contó Jeremías que ya no trabaja en el carrito de hamburguesas?
- Algo me había dicho, sí.
- Ahora soy representante de ventas de una compañía farmacéutica – corroboró Jeremías – Es
más chamba, pero el sueldo está mejor, y con lo de la renta y el nuevo miembro de la familia
en camino, viene bien cualquier ayuda.
- No pues, eso sí.
- ¿Y tú Lázaro? ¿qué tal andas?

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- Pues bien, yo sigo en lo mismo. Eso sí, desde que terminamos la historia de Tarántula, me
ha dado flojera publicar en el blog. Ya va para medio año que no subo nada, pero no he dejado
de leer y hacer apuntes para mi próxima novela.
- Yo también he seguido escribiendo – dijo Jeremías – principalmente poesía.
- Que bien.
Finalmente se sentaron a la mesa. Los tres tenían bastante hambre y de la olla salía un aroma
exquisito. Todavía no habían probado el primer bocado, cuando tocaron a la puerta.
Levantándose con esfuerzo de la silla por su voluminosa barriga pero solícita como buena
anfitriona, Valeria fue a atender. A duras penas pudo contener un grito de sorpresa al abrir. En
el umbral se encontraba un niño de unos ocho o nueve años con cabeza de hormiga sobre un
cuerpo por demás aparentemente humano.
- Sólo vine a decirles que finalmente ha llegado el Apocalipsis – dijo el niño con calma, y en ese
momento comenzó a llover fuego, mientras un terremoto derribaba el edificio de
departamentos desde sus cimientos.
- No se vale – exclamó Jeremías – Apenas íbamos a cenar.
- Esto no está pasando, esto no puede estar pasando – fue lo último que alcanzó a pensar Lázaro
antes de disolverse en la nada.
- Claro que puede estar pasando – dijo en voz alta Jorge Jolmash desde su escritorio – Después
de todo, esta es mí novela y yo decido qué es lo que puede pasar y qué no.
Y sonriendo, tecleó las tres letras fatales:

FIN

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