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El capitalismo es una construcción social, no es un orden natural que esté por encima de la
voluntad de la humanidad. Se basa en la apropiación, por el capitalista, de la riqueza producida
por el asalariado mediante su trabajo. La acumulación de capital requiere no sólo de la
explotación del trabajador en la empresa sino que también de la explotación del trabajo
doméstico, realizado por hombres y mujeres en pos de la reproducción de su fuerza de trabajo (la
prevalencia del trabajo doméstico por las mujeres ha venido relativizándose en sociedades donde
su mano de obra más barata le ha significado incorporarse a los procesos productivos y/o del
sector servicios de la economía).
Frente a esos tránsitos, cuyo vector, cuya dirección dominante proviene del primer mundo rico,
no queda sino levantar la bandera de la preservación de la diversidad cultural. La valía o riqueza
de una cultura no puede medirse desde los parámetros de la cultura dominante, con su lógos y
cosmovisión, su racionalidad, sus saberes legitimados. Por el contrario, el patrón de medida debe
ser el humanismo, la armonía con la naturaleza, la valoración de diversas formas de interacción
comunitaria, con su particular lógos de respeto y promoción de la diversidad.
Entre la política y la ética existe una particular relación, en la cual es posible distinguir
analíticamente procesos de continuidad y cambio.
La continuidad de una ética que se despliega en una cosmovisión en desarrollo, por tanto
histórica, que orienta, guía o se plasma en diversos, y por tanto cambiantes proyectos políticos,
los cuales al mismo tiempo, con su desarrollo impactan reestructurando y resignificando la propia
cosmovisión.
No dar cuenta de la historicidad de los proyectos políticos significa entenderlos como esencias
que pueden prescindir de las contingencias. Así vistos poco o nada puede hacer la voluntad
social. En consecuencia, su carácter histórico es lo que nos previene de concebirlos (y vivirlos)
sea como religión o expresión de un orden natural.
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Esa concepción es la que nos permite identificar diacrónicamente -a lo largo de esa misma
historia- a un sinnúmero de seres que han compartido dicha ética, encarnándola en particulares
(históricos) procesos políticos. No somos, en consecuencia los primeros esclarecidos o preclaros
que levantan proyectos de transformación revolucionaria.
En esa incapacidad vemos la debilidad cultural del socialismo históricamente construido para
arrinconar y superar a un capitalismo que durante el siglo XX no sólo debió hacer frente a las
consabidas crisis cíclicas inherentes a su naturaleza, sino que fue capaz de extraer lecciones y
lanzar la contraofensiva planetaria que todavía cubre con su manto la vida de la humanidad toda.
Por sobre las declaraciones acerca de la historicidad, del predominio de sus visiones historicistas
respecto del desarrollo de los procesos societales, por tanto, el perpetuo movimiento de cambio,
en su seno cristalizaron enfoques virtualmente metafísicos, esencialistas, verdades reveladas
que, colocadas por sobre la complejidad de la contingencia histórica, representan una nueva
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manera naturalista de explicar y comprender la dinámica social y natural, todo lo cual termina por
ahogar el ímpetu revolucionario tanto de la ontología, la epistemología y la metodología con que
Carlos Marx interpeló a la humanidad secularizada.
Quienes somos