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4un Extrano en El Puerto PDF
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Javier Vásconez
A Iván Oñate
1.
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me servía otro whisky, cosa que sucedía a menudo, imaginaba el rom-
peolas y el faro que completaban junto con las gaviotas el bosquejo
minucioso del puerto. Fue cuando advertí que un hombre caminaba a
paso ligero hacia la taberna, y mirando furtivamente a los lados, como si
temiera que alguien lo estuviera vigilando, buscó y extrajo un sobre del
abrigo.
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oficinas de inmigración, pero nadie está ahí para recibirlo a pesar de que
ha venido arrastrando su infortunio desde Praga.
–No, tiene a los abuelos. Supongo que para ellos es una carga.
Primero se fue con un inglés que andaba con un gato por la Amazonas.
Luego con un cantante a quien le llaman el Siciliano.
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sobre el espejo retrovisor. Se pintó los labios con pulcritud, reiterando
una alianza inexistente entre ella y yo.
Esa noche fui a comer solo al París. Volví tarde a casa. Luego
estuve despierto hasta la madrugada, mirando la sombra del árbol
sobre la pared del estudio y escuchando los ruidos que provenían de la
calle. Temblando de frío, con el abrigo cerrado hasta el cuello, caminé
hacia ese local abierto hasta la madrugada, donde sirven un apetitoso
caldo de gallina. El lugar era ruinoso y tenía en el interior la misma
temperatura, la misma suciedad que la llovizna. Detrás del mostrador
un hombre dirigía con ojos fatigados a los meseros. La música era
arrojada con violencia hacia la calle, donde se extinguía entre el brillo
de los autos al pasar.
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viento que golpeaba infatigable mi ventana. Afuera la luna derramaba
sus entrañas sobre la noche interminable. Sin embargo, pensé que debía
encajar con suavidad y destreza en el relato.
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–¿Escribes cartas?
–El tipo del banco actuó como si yo fuera una apestada –dijo
María agitando las manos gordas, lentas, enlazadas con angustia sobre
la mesa–. El muy idiota fue y llamó al manicomio.
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–Imagínese, poner un perro a la entrada.
–Y el Siciliano ese...
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–¿Quieres comer algo? –pregunté.
–Las sopas son para los viejos –afirmó–. Mis abuelos toman
un plato de sopa antes de irse a dormir. ¡Qué horror!
–No –dijo María con ardor–. Usted es más joven que papá.
Aunque hace tiempo que no lo veo.
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completar su vida. Afuera la lluvia y la luz del farol se reflejaron sobre el
árbol, mientras un lejano rumor empezaba a adormecerme.
–¿Está de paso?
–No exactamente...
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Así que continué de un extremo a otro de la historia, sin enten-
der qué hacía el médico en el puerto. Ahora parecía ser un exiliado de sí
mismo, vaciló un momento y se puso a caminar en dirección a la puerta,
solitario, obedeciendo al deseo de seguir adelante, como si volviera
al mismo punto de partida de donde nunca se había alejado, porque
seguiría dando vueltas, empeñoso, hasta completar el círculo. Fue como
seguir a un hombre a través de unos prismáticos, y cuando al fin había
pasado la tensión, me sentí molesto con la sola idea de haber olvidado
algo. Tal vez la forma un tanto sospechosa con que sujetaba el portafolio
mientras el policía lo interrogaba.
2.
–¿Qué voy a hacer? –dijo con voz fingida la señora Maruja,
cuando una tarde entré a la tienda para abastecerme de cigarrillos y
whisky–. Viene cada mañana, se come una bolsa de higos. Y no para de
hablar. Me trata como si yo fuera su mamá. Y viene trayendo un dolor
tan antiguo como las arrugas de la abuela.
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como servilletas–. Al parecer le prometió escribir, pero la carta
nunca llegó. Y la pobre se pasa suspirando. Además está el tal Siciliano
que arrendó el cuarto de atrás donde los abuelos.
–Hace cuatro años que se largó –dijo bajando la vista. Tenía los
ojos fijos en la tijera y el montón de papeles dispuestos sobre la revista
Vistazo–. Nadie le quiso tanto a María como ese hombre, y sin embargo
tuvo que irse. Estaba sin trabajo. Los abuelos viven del arriendo de ese
cuarto y de los ahorros.
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–¿Ese tipo es siciliano?
–No, es de Ibarra.
–El tipo era un vago –me dijo dos días más tarde la señora Maruja,
mientras colocaba latas de atún sobre las estanterías–. Ella sólo tenía
diecisiete años y ya había agregado un problema a su vida.
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–Puede que a ella le gustara compartir con él esos hoteles
–le dije.
–Quizá fue el amor por ese hombre –le objeté, sacando un ciga-
rrillo del paquete.
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legiada ceremonia. Ella debía odiar esos espasmos. Ya vienen, se diría,
in atreverse a gritar desde el umbral del miedo.
3.
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tarde estaba perdida, ya que María no iba a volver. Ella no tenía por qué
darme lo que mi fantasía deseaba, una ilusión pueril, ya que todo había
quedado sepultado en el instante en que mis labios la besaron.
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