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MARTES, 25 DE AGOSTO DE 2009

CONTRATAPA

Explayar
Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO Aprovechando que –calor terrible– todos se han ido a la playa,


bajo las persianas y me explayo: voy a escribir sobre la playa, ese sitio
al que ya casi no voy, pero al que fui tantas veces durante tanto
tiempo. ¿Y cómo se llaman los cultores de la playa? ¿Playeros?
¿Playistas? ¿Playados? ¿Playones? ¿Playazos? En cualquier caso,
dando saltitos sobre la arena caliente, un rápido e inasible recorrido
por las playas a las que sigo yendo: aquella propaganda de mi infancia
en la que un bañista se ahogaba desde la subjetiva del blanco y
negro; Plinio El Viejo y Próspero el Antiguo; Faustine y Morel y los
acantilados findemundistas de “El gran Serafín”; Hemingway pescando
y Fitzgerald enterrándose; Tiburón y los cangrejos mutantes de
Corman; Melody o la fuga al futuro y Pauline en la playa o la condena
del presente y La Saraghina de 8 1/2 o la imposibilidad de escapar del
pasado; los mares de Murdoch y Banville; Ulises y el Corto Maltés;
Antoine Doinel y T. E. Lawrence corriendo hasta la orilla; Balbec y la
sombra de las muchachas en flor; “Airscape” de Robyn Hitchcock y
“Everyday is Like Sunday” de Morrisey y “Mr. Tambourine Man” de Bob
Dylan y el más atormentado que tormentoso Pacific Ocean Blue de
Dennis Wilson; el dolor definitivo del astronauta de El planeta de los
simios, la resignada desesperación de Barton Fink oyendo reír a las
gaviotas y la agonía veneciana de Gustav von Aschenbach y los blues
submarinos de Steve Zissou; El señor de las moscas y las ganas de
Viernes de llamarse Domingo; la epifanía final de “Adiós, hermano
mío” y las playas terminales de J. G. Ballard, quien alguna vez dijo: “Si
el Sol es el más importante de los canales de televisión, entonces la
playa es su programa de mayor éxito”.
DOS Y está claro que las poéticas mareas de las propias playas poco
y nada tienen con la resaca de las playas de todos. La playa es,
siempre, ese lugar que se idealiza en la distancia y que nos
decepciona en la cercanía. La playa no es lo importante. Lo que vale
es el viaje hacia la playa. Llegar a la playa equivale a enfrentarse a la
frontera insalvable del océano y a las incomodidades de cremas y
ampollas y picaduras varias. “Las playas más puras nunca son más
puras que la arena que las constituye, y la arena es cualquier cosa
menos pura. Está hecha de desechos: sobras de rocas, arrecifes,
corales, huesos, conchas, valvas, caracoles, pescados, plancton”,
apunta Alan Pauls en La vida descalzo. A lo que me atrevo a agregar
que la playa, también, está hecha –o desecha– de playeros y playistas
y playados y playones y playazos. De ese tipo de animal que bebe un
Sex on the Beach en las terrazas de luxe o se hace unos buches con
un tinto de verano. Y muchos de ellos llegan hasta las playas de
Barcelona y alrededores.
TRES “¡Vaya, vaya! No hay playa”, cantaba, durante los calores de la
Movida, una banda madrileña llamada The Refrescos. En Barcelona sí
hay playa pero, también, hay mucho ¡vaya, vaya! La playa se ha
convertido en un problema para los locales. No saben muy bien qué
hacer con ella y apenas se consuelan pensando en que, este verano,
peor la están pasando en Palma de Mallorca: destino vacacional
escogido por ETA para su “campaña de verano” y donde nigerianos y
gitanos acaban de trenzarse a patadas por unas gafas de sol o algo
así. Pero el consuelo dura poco y a Barcelona le preocupa el avance
de la playa sobre la ciudad (se estudian medidas que prohíben el cada
vez más numeroso tránsito en traje de baño o, incluso, desnudo), se
escandalizan por los servicios de masaje sobre la arena (que
concluyen, previo pago de un extra, con un “final feliz” ante los ojos de
familias de buen ver que no pueden creer lo que están viendo) y se
lucha contra el “latero” paquistaní (vendedor ambulante de bebidas en
lata que les quita clientes a los chiringuitos) o el “descuidero” magrebí
(carterista experto con toalla) o el “guiri” internacional (visitante
desbocado). Los ayuntamientos de playas cercanas –golpeados en
sus presupuestos por la crisis y comprobando que el turista de hotel
no abunda, pero cada vez son más los turistas de mochila– han
puesto en marcha un catálogo de multas altísimas que van de lo
coherente a lo delirante. Y es que no es fácil para un pueblo de 20.000
habitantes descubrir, de pronto, que tiene 100.000 visitantes en
agosto. Así, al pedido de colaboración a la ciudadanía toda para
acabar con las plagas urbanas de palomas y ratas y mosquitos tigre,
se suma ahora la caza al turista –han aumentado también las
restricciones a playas nudistas– que llega aquí para hacer todo eso
que no puede hacer en casita, durante los largos meses de frío y
gripe. Días atrás, un editorial de La Vanguardia advertía en que no era
astuto perseguir a la bolsa de dormir de hoy que dentro de unos años
podía llegar a volver como suite cinco estrellas. Y una graciosa
columna del escritor Quim Monzó titulada “Please, Don’t Come to
Barcelona” arrancaba con un “Nunca en mi vida pensé que llegaría un
día en el que sería turistófobo militante, pero vivir en Barcelona me ha
llevado a ello”. Y seguía: “Si usted no vive aquí, dé gracias a Dios por
ello. Al Dios que sea, incluso si no cree en ninguno. Pero dé las
gracias en voz baja, porque está muy mal visto quejarse”. Y terminaba
con un “¡Por favor, id a Croacia, a París, a Florencia, adonde sea!”
luego de informar de la existencia de un comando urbano que pega
carteles donde se lee “Warning: Tourist Area” y se explica: “No soy
turista. Vivo aquí. Denme un respiro”.
CUATRO Y –leo también– que la cosa se pone verdaderamente
inquietante al salir las estrellas. Como en aquel cuento de Cortázar –
donde, al subir la Luna, la inocente escuela de día se convertía en un
perturbador territorio nocturno– la playa de Barcelona se transforma
en Playa-Lobo. Un lugar en el que pasar la noche o en el que la noche
te pasa por encima. Subculturas, mutantes, zombis y sonámbulos y
cataratas de alcohol, sexo, tiros, líos y cosa golda. Tierra de nadie a la
que todos tienen acceso. El sitio al que van a dar todas las fiestas sin
ganas de final. Sólo hace falta un poco de audacia y ganas de
emociones fuertes. Y hacerse a la idea de que nadie está a salvo ahí.
Como Bob Dylan quien, días atrás, fue arrestado por caminar “with no
direction home” por una playa de Long Branch, New Jersey, al
resultarle sospechoso y “like a complete unknown” a un oficial de
policía que no supo reconocerlo.

Y es que, está claro, nadie se parece del todo a sí mismo en la playa,


en ese lugar en el que todos nos parecemos. Así, salimos cantando
“Vamos a la playa” y, una vez allí, nos morimos de ganas volver a casa
para escuchar Bringing It All Back Home.

Por eso, yo me quedé en casa escribiendo todo esto –un ex playado


explayándose, las contratapas son el protector solar que te separa de
las quemaduras de las noticias– a la espera de que todos regresen y
de que vuelva septiembre.

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