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Filosofía Del Derecho Penal y Castigo - Trabajo Final
Filosofía Del Derecho Penal y Castigo - Trabajo Final
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Siguiendo a Anthony Duff, al referirnos a los ciudadanos del Estado, entendemos este concepto de manera
amplia y sustantiva, abarcando a todos los miembros de nuestra comunidad. (Duff, 2015).
no puede justificarse a sí mismo como respuesta ante un hecho injusto, sino que su aplicación
solo resulta deseable con el fin de alcanzar algún otro objetivo y/o promover el bienestar
general.
Además de las críticas que pueden realizarse a algunas de sus sub-corrientes, la concepción
utilitarista del castigo es usualmente criticada por la forma en la que postula la utilización de
las personas meramente como medios para otros fines y porque, al considerar la culpabilidad
de la persona como una cuestión moral indiferente a la justificación del castigo, que siempre
se conecta con fines exteriores a sí mismo, permitiría justificar en determinadas
circunstancias el castigo de inocentes. En palabras de Carlos Nino. los que han delinquido
podrían legítimamente protestar “¿Por qué hemos de ser sacrificados nosotros en aras del
mayor beneficio de la sociedad, o sea, en definitiva de otros hombres? No nos digan que
porque hemos cometido delitos, porque eso, según ustedes es tan moralmente irrelevante
como nuestro color de piel. Ustedes nos están usando sólo como medios en beneficio de
otros.” (Nino, 1980, pag. 431). Esta crítica, que fue formulada originalmente por Kant,
obtiene un fuerte respaldo de la concepción deliberativa de la democracia y la filosofía
política republicana previamente desarrolladas, en tanto ellas nos imponen la búsqueda de
modelos sancionatorios no excluyentes, que buscan recuperar los vínculos dañados con la
comunidad y siempre considerando al ofensor como a un sujeto autónomo, capaz de tomar
sus propias decisiones y arrepentirse de los daños cometidos (Duff, 2015), lo cual es
incompatible con una concepción de la pena que lo reduzca a ser únicamente un medio para
alcanzar otro fin que le es ajeno.
RETRIBUCIONISMO
El retribucionismo, comúnmente asociado con Kant y Hegel pero con raíces rastreables al
pensamiento de Aristóteles, puede pensarse como una inversión de las justificaciones
utilitaristas. La pena no se justifica para minimizar los males sociales futuros, sino como
respuesta a un mal pasado, sin importar las consecuencias que su imposición pudiera acarrear.
Su justificación depende de que el agente sea responsable y de que exista una
proporcionalidad entre el mal cometido, la responsabilidad del agente y el mal contenido en
la pena impuesta. (Nino, 1980). Sin embargo el retribucionismo nos exige partir de un
presupuesto cuanto menos cuestionable: que el mal que se impone como respuesta al mal
cometido es en sí mismo un bien, sin necesidad de que esté acompañado de cualquier otro
efecto positivo.
Desde esta perspectiva, el retribucionismo parece acercarse a una venganza organizada,
simbolizada como justa, por lo que puede ser considerado una teoría acrítica, en cuanto da
por supuesto que el castigo es la respuesta adecuada al delito, sin siquiera considerar otro
tipo de respuestas no punitivas. (Petit y Braitwaite, 2015, p. 231).
Además, podríamos agregar que, aún si tomáramos por cierta la premisa del retribucionismo,
es decir, aceptando que un castigo proporcional a la falta cometida es un bien en sí mismo,
nos encontramos ante el problema de definir qué es lo que entendemos por proporcionalidad
(Gargarella, 2016). El castigo adecuado a una falta determinada puede variar enormemente
entre distintas comunidades, pero también entre distintos jueces de un mismo tribunal.
Finalmente, existen serias objeciones de carácter práctico a una concepción retributiva de la
pena, en tanto es fácilmente comprobable la manera en que no todas las conductas tipificadas
en un código penal son perseguidas por igual. Por el contrario, problemas de carácter
burocrático y presupuestario en la administración de justicia derivan en presiones sistémicas
que favorecen un tratamiento más indulgente a los delincuentes sofisticados, más allá de la
gravedad de los delitos cometidos, y un tratamiento mucho más duro e inflexible para los
delincuentes comunes que cometen delitos fáciles de demostrar. Ante las dificultades de
investigar el delito organizado, las agencias responsables de la persecución penal tienden a
volcarse hacia el delito simple y no organizado, que proporciona muchísimos casos para lucir
en las estadísticas criminales. Es más probable que se capture a los integrantes fungibles de
las bandas criminales que a sus líderes, financiadores o patrocinantes, a un delincuente
primerizo que a uno con antecedentes y profesionalismo. a un niño que a un delincuente
adulto experimentado. Por la estructura propia del sistema y la exigencia de respuestas a corto
plazo el castigo resulta más duro en donde el merecimiento es menor y suele pasar de largo
en casos sumamente graves (Petit; Braithwaite, 2015)
MINIMALISMO
Muchas de las críticas tradicionales desarrolladas en los puntos anteriores fueron realizadas
por autores como Eugenio Zaffaroni o Luigi Ferrajoli, quienes luego de desmontar una por
una todas las posibles justificaciones del castigo nos proponen un tipo particular de
justificación del derecho penal, usualmente conocido como minimalismo penal. La
concepción minimalista, al menos desde la perspectiva de Zaffaroni postula que si bien el
derecho penal no produce ninguno de los efectos positivos que normalmente se le atribuyen,
resulta necesario mantener un nivel mínimo de castigo para contener un tipo de venganza
particular que ocasionaría un daño mucho mayor al producido por las sanciones estatales. La
metáfora utilizada por Zaffaroni, de indudable claridad, lo asimila a la figura del dique, que
deja pasar determinado nivel de las aguas punitivas para evitar que la corriente desborde y lo
inunde todo (Zaffaroni, 2005).
El mayor problema de esta teoría es que sus defensores no poseen evidencia empírica
tendiente a sostener los presupuestos de su enunciado. Dado que no es posible demostrar
empíricamente que el hecho de no castigar produce necesariamente la proliferación de la
venganza privada violenta, afirmaciones tan extremas como que “hay que mantener la
venganza encarrilada, que no se salga de madre, porque si se sale de curso, esa pulsión
vindicativa crece y se va al genocidio” (Zaffaroni, 2011) lucen arriesgadas y hasta contra-
intuitivas (Gargarella, 2016) y difícilmente pueden erigirse como justificación de un aparato
punitivo cuyo funcionamiento en la práctica, por lo demás, difícilmente pueda ser descripto
como un derecho penal mínimo. Al mismo tiempo, esta concepción contenedora del derecho
penal es producto de la yuxtaposición entre dos planos ontológicos: se analizan las agencias
policiales y al sistema político desde el ser, mientras se construye una justicia ideal con una
función contenedora del poder punitivo que únicamente existe como tal en el plano del deber
ser, como un ideal a seguir (Rafecas, 2005).
Finalmente, aún si aceptáramos que la preocupación de los ciudadanos frente al delito y la
impunidad necesariamente acarrea consecuencias vindicativas, deberíamos enfrentarnos al
hecho de que las constantes crisis de legitimidad sufridas por el derecho penal no encuentran
explicación en una disminución de los niveles de castigo2. Por el contrario, en los últimos
veinte años hemos aumentado un 190 % la prisionalización sin que esto haya tenido ninguna
consecuencia en los índices de percepción de inseguridad y preocupación frente al delito, que
cada vez son más altos3. Nuestro dique cada vez deja pasar más agua y sin embargo las olas
siguen rebalsando.
En todo caso, uno podría afirmar que las reacciones agresivas y los pedidos de leyes más
duras frente al delito nacen en respuesta a la ausencia del Estado en la atención de las
víctimas, el fracaso en la prevención de los hechos delictivos y la exclusión de todo debate
público y democrático acerca del derecho penal. Si la única voz que le habla a los ciudadanos
(o al menos afirma hablar en nombre de ellos) es la de quienes defienden posturas
punitivistas, si quienes tienen posiciones más progresistas recluyen su discurso a un ámbito
académico, presuponiendo que la participación de la ciudadanía inevitablemente produce
hiperpunitivismo, no resulta extraño que algunos ciudadanos se ubiquen del lado de los
primeros, ya que nadie les ha dado razones para hacer algo distinto. Sin embargo, la
experiencia de los juicios por jurados en Argentina demuestra que cuando a los ciudadanos
se los involucra en un proceso penal, cuando tienen oportunidad de conocerlo más de cerca
y entender sus dinámicas, tienden a adoptar decisiones más equilibradas y parsimoniosas que
las de los propios jueces (Gargarella, 2016).
Por último, si estamos de acuerdo, como lo están los minimalistas, en que el castigo y las
penas no son herramientas útiles para disminuir los índices delictivos, deberíamos buscar
medidas alternativas para hacerlo y procurar una política activa del Estado que enfrente el
sentimiento de indefensión que razonablemente una parte de la población podría alegar.
CASTIGAR O REPROCHAR
Llegados a este punto, cabe preguntarse lo siguiente: ¿Pueden las sociedades reprochar las
faltas que algunos de sus miembros cometen? De todas las posiciones reseñadas, solo el
retribucionismo responde afirmativamente a esta pregunta y, al hacerlo, se acerca a otras
2
http://www.telam.com.ar/notas/201705/188815-crecimiento-presos-argentina-20-anos-1996-2015-
rocuracion-penitenciaria-de-la-nacion.html
3
https://www.infobae.com/2015/10/10/1761394-la-preocupacion-el-delito-america-latina-crecio-360-20-
anos/
posiciones, más emparentadas con la democracia deliberativa y la filosofía política
republicana, pero continua colocándonos ante la idea contra intuitiva de creer que se produce
un bien respondiendo al daño con más daño, además de las otras críticas antes reseñadas.
Efectivamente, para que la vida sea posible dentro de una comunidad de iguales, es necesario
que los ciudadanos se guarden para sí el poder de llamar a rendir cuentas a aquellos que hayan
incumplido con las normas pactadas en común.
Sin embargo, en la mayor parte de los casos y principalmente en sociedades profundamente
desiguales como la nuestra, el reproche de las faltas que algunos de sus miembros pudieran
cometer colisiona con el contexto de desigualdad, marginalización y injusticia social extrema
que grandes bloques de sus integrantes sistemáticamente padecen. Ante esta situación, el
derecho penal se erige como un recorte de un escenario particular, en el que se analiza la
conducta de uno o más individuos y se les reprocha determinada infracción, considerando
que su conducta fue injusta; de esta manera, se tienda a aplicar el castigo como una respuesta
ante una injusticia a un nivel-micro, ignorando deliberadamente que tal injusticia tiene lugar
en un contexto de injusticia-macro.
Esta cuestión ha sido profundamente analizada por Anthony Duff, quien sostiene que, en vez
de considerar a las injusticias sociales graves como a una especie de excusa absolutoria o
causa de justificación, lo que muchas veces implica considerar a la persona socialmente
excluida como a un sujeto no autónomo predestinado al delito, lo que debemos hacer como
comunidad es reconocer su autonomía y su responsabilidad por los actos cometidos, pero
asumir a su vez que aquellas injusticias sociales graves y sistemáticas que el ofensor sufrió
como miembro de nuestra comunidad pueden debilitar la potestad y autoridad moral que
como comunidad tenemos de imponerle una sanción por la falta cometida. Como bien resume
Duff, un imputado acusado de una falta podría responder: “Tal vez yo sea culpable, pero
ustedes no pueden juzgarme” (Duff, 2015). Ante esta situación, el autor propone un derecho
penal que busque la inclusión en lugar de la exclusión y sugiere que ante ese tipo de supuestos
debe preferirse la aplicación de modos de justicia que busquen restaurar las relaciones cívicas
dañadas por la injusticia social y el delito (Ibid).
Es en este contexto en el que adquieren interés las teorías comunicativas del reproche estatal,
que asumen que la tarea que le corresponde al Estado es expresar el compromiso de la
comunidad con determinas reglas y valores, asumiendo que el ofensor es una persona
autónoma que puede entender esas razones y modificar su comportamiento y teniendo
siempre como fin la reintegración del vínculo afectado entre el ofensor y la comunidad
(Gargarella, 2016). Partiendo de esta base y reconociendo el contexto de injusticia social en
el que suele producirse el llamado a rendir cuentas, el mayor aporte que este tipo de teorías
pueden dar a la práctica del derecho penal es la problematización de la noción de reproche,
entendiendo que existen una multiplicidad de formas en las que una comunidad puede
expresar su desacuerdo y sancionar a un infractor -muchas de ellas con una efectividad
resocializadora sustentada empíricamente-, alternativas a la pena de prisión, que por su
naturaleza intrínsecamente excluyente, resulta particularmente difícil de justificar en una
sociedad democrática.
BIBLIOGRAFÍA
Gargarella, R. (2016) “Castigar al prójimo: por una refundación democrática del derecho
penal”, Buenos Aires, Siglo Veintiuno.
Braithwaite, J. Y Petit, P. (2015) “No solo su merecido: Por una justicia penal que vaya más
allá del castigo”, Buenos Aires, Siglo Veintiuno.
Nino, S.C. (1980) “Introducción al análisis del derecho”, Buenos Aires, Astrea.
Stratenwerth, G (2008) “Derecho penal. Parte general I. El hecho punible”, Buenos Aires,
Hammurabi.
Rafecas, D. E. (2005) “Una mirada crítica sobre la teoría agnóstica de la pena”, Bahía
Blanca, Programma. Disponible en: <http://bibliotecadigital.uns.edu.ar/scielo.php?script
=sci_arttext&pid=S1669-86732005001100006&lng=es&nrm=iso>.