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Hace unos días, algunas publicaciones digitales aludían a Jay Alvarrez y Alexis Ren

como la gran pareja de Instagram. Su mérito era documentar sus viajes por el mundo.
Gracias a ello, habían convocado a decenas de miles de seguidores. Lo que sigue es un
ejercicio de ficción inspirado en sus fotografías. Porque, ¿qué es Instagram sino una
ficción?

Cuando le conocí tenía 5.000 seguidores en Instagram y unos ojos robados al Pacífico.
Inmediatamente quise formar parte de su vida.
Por entonces él tenía 18 años. Era un surfista mediocre que malvivía en Hawai. Pasaba
los mañanas surfeando y las noches de fiesta. Su vida era una sucesión de olas y
daiquiris. Todos sus amigos eran guapos y no parecía necesitar dinero. Su única
nómina eran los likes de sus seguidores en Instagram.
Esa noche dormimos juntos en mi hotel. Le pregunté si solía acostarse con hombres
tan mayores. Se rió y no dijo nada.
Volví a California. Y cada noche, cuando volvía conduciendo a casa, las palmeras me
recordaban su cabello alborotado. Luego aparcaba y besaba a mi mujer. Y nunca me
acostaba sin haberle dado un like. A su lado me sentía insignificante. Tenía 87
seguidores.
Tres semanas después, le escribí un DM. “Hola Jay. Espero que te acuerdes de mí.
Aunque entendería que no lo hicieses. Te escribo porque llevo días dándole vueltas a
una idea. Creo que podría convertirte en una estrella. Solo necesitamos Instagram.
Créeme. Llevo 25 años trabajando en la industria del entretenimiento y sé algunas
cosas de cómo funciona esto. Ven a visitarme a Los Angeles y tendré un plan
desarrollado. Lo veo muy claro. Esto podría cambiar tu vida. Espero tu respuesta”.
A los dos días, Jay cogía un avión.
No. No era una estrategia para volver a verle. Bueno, sí. Pero no solo. Creía
honestamente todo lo que le había dicho. En aquel tiempo, Instagram empezaba a
convertirse en una fuente de negocio. La fábrica de sueños ya no era Hollywood.
Ahora todo el mundo la llevaba en el bolsillo. Alguien con su magnetismo y estilo de
vida podía ser una mina. Si a mí, un ejecutivo forrado que vivía en Beverly Hills, me
daba envidia, el efecto que podía provocar sobre la gente mediocre sería devastador. Y
no hay nada más valioso en Instagram que dar envidia.
Pero colgando fotos del océano no iba a llegar a ninguna parte. Había que construir un
personaje.
Cuando Jay entró en mi oficina, Alexis ya estaba ahí. Dios, cómo la odiaba. Era la hija
de un ejecutivo discográfico con el que había trabajado hace años. La típica niñata
de Beverly Hills obsesionada con la fama. Pero cuando su padre me dijo que se había
aficionado al surf, supe que la necesitaba. Y cuando vi el modo en que miraba a Jay,
supe que había acertado.
Les conté el plan. Iban a fingir que eran pareja. Iban a viajar por el mundo de paraíso
en paraíso. Harían surf, se tirarían en paracaídas y nadarían con tiburones. Y lo
harían junto a dos personas que lo documentarían todo. Fotos para Instagram. Vídeos
para YouTube. Montajes para Vine. Les iban a enseñar al mundo lo que era una vida
perfecta. Durante medio año me ocuparía de todos los gastos. A partir de entonces
calculaba que ya podríamos estar generando los suficientes ingresos publicitarios
para que el proyecto fuese autosuficiente. Cuando hubiese beneficios, iríamos al 33%
por ciento.
A las pocas semanas, ambos ya habían ganado decenas de miles de seguidores.
La química entre ambos era perfecta.
Algunas webs empezaron a dedicarles artículos. Hablaban de un “cuento de hadas”.
Pero yo sabía que eso era imposible.

Cada vez que Jay volvía a Los Angeles, pasábamos un fin de semana en mi casa de
Malibú. Fumábamos hierba. Bebíamos tequila. Follábamos.
Y a veces a mí me entraban ataques de celos. Y le preguntaba sobre las fotos que subía
con Alexis en la cama. Y él me decía que eran las que más likes tenían. Y yo
bromeaba diciéndole que me obligaría a hacerle unfollow. Y él se reía.
Pasaron los meses y el plan empezó a dar sus frutos. Ambos estaban cerca del millón de
seguidores en Instagram. El canal de YouTube tenía casi 100.000 suscriptores. Los
números empezaban a salir.
Pero algo se había torcido. Hacía dos meses que solo hablábamos por mail. Sabía
que había estado en la ciudad y no me había dicho nada. Y sus fotos con Alexis cada
vez eran más cómplices. Sabía que lo hacían porque era lo mejor para el negocio. Y, sin
embargo, estaba intranquilo.
No sentía celos de Alexis. Estaba completamente seguro de que Jay no sentía la más
mínima atracción por las mujeres. Él mismo me lo había confesado. Pero, precisamente
por ello, su distanciamiento era preocupante. No me daba miedo que esa niñata me
quitase a un ligue. Lo que me daba miedo es que me quitase el negocio.
Ellos mismos confirmaron mis sospechas. Recibí un e-mail larguísimo de Jay. En él me
agradecía todo lo que había hecho por él. Y me anunciaba que, a partir de ese
momento, quería gestionar su carrera por sí mismo. Que Alexis y él preferían ir por
su cuenta.
Me gustaría haberle dicho lo que pensaba. Decirle que, si no fuera por mí, todavía
seguiría en Hawai muerto de asco. Compartiendo ese tugurio de 50 metros cuadrados
con esos cuatro colgados. Ligándose a tipos ricos que le subvencionasen las fiestas.
Colgando fotos del océano y mirando al horizonte sin saber cómo alcanzarlo.
Me gustaría haberle dicho que no se fiase de Alexis. Que solo le estaba utilizando. Me
gustaría haberle hecho partícipe de mi odio por esa niña consentida. Explicarle los
pocos escrúpulos que tenían esas hijas de papá. Avisarle de que acabaría dejándole
tirado.
También me gustaría haberle dicho que le echaba de menos. Pero mantuve la cabeza
fría. Y simplemente le contesté que me gustaría que nos viésemos para discutirlo mejor.
Pero me dijo que no. Que la decisión ya estaba tomada. Que lo habían meditado mucho
y que no había vuelta atrás. Que habían hablado con un abogado y que, en todo caso, él
se pondría en contacto conmigo.
Ahí fue cuando me enfadé.
Sabía que ese sábado tenían que volver a Los Angeles. Empecé a trazar mi plan.
Lo primero que hice fue cancelar las tarjetas de crédito que les había dado a cada
uno. Así no podrían pedir un Uber con antelación y tendrían que salir a la calle a
hacerlo. Ahí estaría mi conductor, preparado para recogerles. Él les llevaría a mi casa de
Malibú. Y yo les seguiría.
Desde el coche observé cómo mi conductor, que en realidad es un ex-guardaespaldas al
que recurro de vez en cuando, les hizo entrar a mi casa a la fuerza.
Una vez en la casa empezamos a discutir. Les dije que estaban muy equivocados si
creían que podrían seguir con su vida sin mí.
Que por muchos millones de seguidores que tuvieran en la vida real no eran nadie.
Que con tres llamadas podía acabar con sus carreras para siempre.
Jay agachaba la cabeza, pero Alexis no paraba de gritar. Era de esperar. Dios, cómo
odiaba a esa zorra.
Me amenazó con la influencia de su padre. Me dijo que lo sabía todo de mí. Que sabía
que estaba en esto porque no podía soportar la idea de que Jay se valiera por sí mismo.
Me dijo que me olvidara de él. Me dijo que se querían.
En ese momento se me nubló la mente. Cogí una botella de tequila y se la lancé. Le dió
un golpe seco en la cabeza. Cayó desplomada. Su melena rubia se tiñó de rojo en
cuestión de segundos.
Jay quedó paralizado. Me miró durante unos segundos y luego se abalanzó contra mí.
Le intenté detener con un abrazo. Quise besarle. Pero él no dejaba de golpearme.
Lloraba. Le dije que se calmara. Que juntos podríamos llegar mucho más lejos que con
ella. Me llamó loco. Me mandó a la mierda. Dijo que no quería saber nada más de mí
mientras andaba hacia la puerta.
Entonces me di cuenta de que la botella que le había lanzado a Alexis no estaba rota. La
cogí y me abalancé contra Jay por la espalda. Le di en la cabeza. Cuando cayó al suelo
seguía teniendo el cuello roto de la botella en la mano.
Empecé a clavárselo en la cara con todas mis fuerzas.
Una y otra vez.
Hasta dejarle irreconocible.
Esperé hasta la noche para cargar los cadáveres en la pick-up. Conduje tres horas y
media hasta llegar al desierto. Y ahí, con la ayuda del conductor, que en realidad era un
matón que me había recomendado el padre de Alexis, enterré los dos cadáveres.
Lo único que necesitaba de ellos eran sus teléfonos móviles y sus ordenadores. Y eso ya
lo tenía.
Al día siguiente colgué una foto en el perfil de Jay anunciando que iban a pasar un
mes a Indonesia.
Desde entonces he seguido subiendo una foto cada día. He contestado todos y cada uno
de los e-mails que han recibido. Todos los whatsapps. Suelo hacerlo con vaguedades.
Pero por ahora nadie parece sospechar nada. Nadie parece echarles de menos en el
mundo real. Ambos siguen ganando miles de seguidores cada día.
Sé que nunca encontrarán los cadáveres. Lo único que me preocupa es que algún día se
me acaben las fotos.

Alexis y Jay parecían vivir en un cuento de hadas. Pero la realidad es mucho más
siniestra.

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