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Reflexiones sobre el olvido

Yosef Hayan Yerushalmi*

Preludio en vals de hesitación

Hace varios meses me informaron que se iba a realizar un coloquio en Paris,


coincidiendo con una estada mía en esa ciudad. Falto de más amplias precisiones, no
tardé en olvidarlo...

La invitación oficial me llega a Nueva York en momentos en que, una vez


concluido mi semestre en Columbia, me preparo para conducir por primera vez un
seminario en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales.

“Usos del olvido”.


No, no he leído mal el título...

Se sugiere primero el tema: “Hipertrofia de la memoria; olvido de la historia”.


Debo rechazarlo, a menos que sea: “Atrofia de la memoria; hipertrofia de la historia”.
Pero prefiero más bien no tener ningún título, o el más indeterminado posible. En
realidad, anhelo secretamente que Jacques Le Goff, por quien siento un inmenso
respeto, hable, mientras yo lo escucho. Por desgracia, no será el caso. Por haber
escrito sobre la memoria, parece que en lo sucesivo debo expiar este acto de
presunción, tratando del olvido. Acepto mi suerte no sin emoción. ¿Qué puedo decir
que no haya escrito ya, por lo menos implícitamente?1 Pues bien, Eric Vigne traducirá
mi exposición al francés -exposición que temo deshilvanada- y será ya un consuelo...

Mi inquietud inicial se ve también, en cierto modo, mitigada por una


coincidencia que prefiero interpretar, a la manera de un supersticioso, como un
augurio favorable.

*
En: Yerushalmi, Y.; Loraux, N.; Mommsen, H.; Milner, J. C. y Vattimo, G. Usos del Olvido, Segunda
edición, Nueva Visión, Buenos Aires, 1998, pp. 13-26.
1
Y.H. Yerushalmi, Zakhor: Jewish History and Jewish Memory, Seattle-Londres, University of Washington
Press, 1982; trad. francesa, Zakhor: historie juive et mémoire juive, trad. Eric Vigne, París, La Découverte,
1982.

1
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Unos días antes de que me llegara la invitación a este coloquio había


comprado y devorado dos obras del gran psicólogo ruso Alexandr Romanovich Luria.
La primera lleva el título inglés de The Man Wuth a Shattered World: the History of a
Brain Wound; la otra The Mind of a Mnemonist; a Little Book About a Vast Memory,2 ya
traducida al francés con el título de Une prodigieuse mémoire.3 Estos dos libros -
ustedes quizá lo sepan- son estudios de casos clásicos en la literatura psiquiátrica.
Uno es el reflejo invertido otro. “Bien, me dije, aquí tengo sobre qué ponerme a
reflexiona en el avión a París..

El hombre al que el mundo se le hizo añicos había sufrido una herida de bala
en la cabeza durante la Segunda Guerra Mundial, batalla de Smolensk. Si bien
sobrevivió, perdió por decirlo así la memoria y casi la facultad de recordar. Por el solo
empeño de su voluntad y al precio de un esfuerzo increíble, acometió la labor de
escribir algunas frases por día, y lo hizo todos los días durante y veinte cinco años.
Lentamente, penosamente, se puso en condiciones de recobrar jirones de su pasado,
pero también de ponerlos en orden y de darles un amargo de sentido. Si bien esta
actividad le tejía un tenue lazo con la vida, este hombre no podía llevar una existencia
normal. En cierta página exclama: “¡No me acuerdo de nada! ¡Unas pocas migajas de
información…y nada más! No sé nada de ningún tema. ¡Mi pasado se desvaneció!”

El “Mnemonista”, por su parte, mostraba desde la infancia una memoria tan


prodigiosa que llenaba de asombro a los psicólogos que se interesaban en su caso, y
luego al público que acudía a sus exhibiciones en el escenario.

La tragedia del herido de Smolensk no nos sorprende; habitualmente


consideramos la amnesia como una patología. Pero el Mnemonista no era menos
patológico. Si el hombre del cerebro herido no podía recordar, el Menmonista no podía
olvidar. También a él le resultaba difícil leer: no porque, a semejanza del hombre de
Smolensk, olvidara el sentido de las palabras, sino porque, apenas leía, otras palabras

2
A.R. Luria, The Man with a Shattered World, trad. Lynn Solotaroff, pres. Oliver Sacks, Cambridge
(Mass.), Harvard University Press, 1987, y The Mind of a Mnemonist, trad. Lynn Solotaroff, pres. Jérome
Bruner, Cambridge (Mass.), Harvard University Press, 1987.
3
A.R Luria, Une prodigieuse mémoire; étude psycho-biographique, tra. Nina Rausch de Traubenberg con
la colaboración de las señoras Chaverneff, Neuchátel, Delachaux y Niestlé, 1970; no seguimos esta
traducción.

2
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y otras imágenes surgían del pasado hasta sofocar las palabras del texto que tenía
ante sus ojos. Refiriéndose a nuestro Mnemonista -al que llama “S.”- Luria resume
pertinentemente el problema:

La mayoría de nosotros se dedica a mejorar su memoria; nadie se plantea el problema


de saber olvidar. En el caso que nos preocupa, el de S; sucedía precisamente lo
contrario. El gran problema para él, y el más penoso, era aprender a olvidar.

Esto es algo que nos retrotrae irresistiblemente a Nietzsche, quien, ya en 1874,


proclama la crisis del historicismo en términos de enfermedad: “todos nosotros
sufrimos de una fiebre histórica devoradora y por lo menos deberíamos reconocer que
la sufrimos.”4 Y añade: “Sobre todo, es absolutamente imposible vivir sin olvidar.”5 De
estas contundentes premisas, Nietzsche concluye con sobriedad:

[…] se trata de saber olvidar adrede, así como sabe uno acordarse adrede; es preciso
que un instinto vigoroso nos advierta cuándo es necesario ver las cosas históricamente
y cuándo es necesario verlas no históricamente. Y he aquí el principio sobre el que el
lector está invitado a reflexionar: el sentido no histórico y el sentido histórico son
igualmente necesarios para la salud de un individuo, de una nación, de una
civilización.6

Con toda seguridad. Y el lector moverá la cabeza afirmativamente ante una


verdad tan primaria como banal. El hombre sano, nos veríamos tentados a decir, se
ubica en algún punto entre el Mnemonista y el hombre de Smolensk. Pero el problema
no queda por esto resuelto: si tanto tenemos necesidad de recordar como de olvidar,
¿dónde debemos trazar la frontera? Aquí Nietzsche nos es de alguna utilidad. ¿En qué
medida tenemos necesidad de la historia? ¿Y de qué clase de historia? ¿De qué
deberíamos acordamos, qué podemos autorizarnos a olvidar? Preguntas que, como
tantas, hoy como ayer, continúan sin respuesta. Simplemente, se han vuelto más

4
“[…] wir alle an einem verzehrenden historischen Fieber leiden und mindestens érkernnen sollten, das
wir daran leiden”. F. Nietzsche, “Vom Nutzen und Nachteil des Historie für das Leben”, Unzeitgemässe
Betrachtungen, II, in Werke in drei Banden, ed. por Karl Schlachta, Bd. I, Munich, Carl Hanser Verlag,
1966, p. 210. No seguimos aquí ninguna de las traducciones francesas actualmente disponibles, ni la de
Geneviéve Bianquis (Aubier), ni la de Henri Albert (Flammarion).
5
Werke, p. 213: “[…] es ist aber ganz und gar unmöglich, ohne Vergessen überhaupt zu leben”.
6
Werke, p. 214: “[…] davon, dass man ebenso gut zu rechten Zeit zu vergessen weiss, als man sich zur
rechten Zeit erinnert; davon, dass man mit kräftigen Instinkte herausfülht, wann es nötig ist, historisch,
wann unhistorisch zu empfinden. Dies gerade ist der Satz, zu dessen Betrachtung der Leser eingeladen
ist: das Unhistorische und das Historische ist gleichermassen für die Gesundheit eines einzelnen, eines
Vokes und einer Kultur nötig”.

3
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urgentes. Y yo dudo, por razones que mencionará más adelante, que podamos
responderlas ahora ni en un futuro cercano.

II

Pero nos hemos adelantado demasiado. Nuestra terminología básica todavía


no está afinada. No se puede hablar con pertinencia de “olvidar” sin interrogarse al
mismo tiempo sobre el sentido que damos a “recordar”. Por lo tanto, haré una
distinción provisional entre la memoria (mnemne) y la reminiscencia (anamnesis).
Llamaré memoria a aquello que permanece esencialmente ininterrumpido, continuo.
La anamnesis designará la reminiscencia de lo que se olvidó. A la buena manera
judía, tomé estos términos de los griegos y particulamiente de Platón, donde remiten
no a la historia si no al conocimiento filosófico de las Ideas eternas. Con excepción de
esos pocos y raros individuos cuya alma ha conservado huella de los recuerdos
prenatales del mundo de las Ideas, todo conocimiento es anamnesis, todo verdadero
aprendizaje es un esfuerzo por recordar lo que se olvidó. Existe en el Talmud (Tratado
Niddah, 30b) un curioso paralelo: ahí se dice que el feto conoce toda la Tora y que
puede ver el mundo de un extremo a otro. Pero justo en el momento de nacer aparece
un ángel y le toca la boca (una leyenda tardía pretende que se la besa) y el pequeño
olvida inmediatamente todo. Deberá -¡ay!- volver a aprender la Tora. Como hay
aquí colegas que conocen a los griegos mucho mejor que yo, comenzaré de acuerdo
con mi costumbre, por tratar de los judíos, y luego ampliaré mi exposición a
perspectivas más generales.

III

Usos del olvido: en la Biblia hebrea, no existen. En toda la Biblia sólo se hace
oír el terror al olvido. El olvido, reverso de la memoria, es siempre negativo; es el
pecado cardinal del que se derivarán todos los demás. El locus classicus se encuentra
quizá en el Deuteronomio, VIII:

Guárdate bien de olvidarte de Yavé, tu Dios, dejando de observar sus mandamientos,


sus leyes y sus preceptos, que hoy te prescribo yo... [No sea que...] te
ensoberbezcas en tu corazón y te olvides de Yavé, tu Dios, que te sacó de la tierra de
Egipto, de la casa de la servidumbre... Si olvidándote de Yavé te llegaras a ir tras otros
dioses y les sirvieras y te prosternaras ante ellos, yo doy testimonio hoy contra vosotros
de que con toda certeza perceréis (Deuteronomio. VIII, 11, 14, 19).

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Esta premisa asombrosa –la de que todo un pueblo puede no sólo ser
exhortado a recordar, sino también considerado responsable de olvido- se presenta
como si cayera por su peso. Pero el olvido colectivo es seguramente una noción tan
problemática como la de la memoria colectiva. Si la encerramos en una acepción
psicológica, pierde virtualmente todo su sentido. Estrictamente, los pueblos y grupos
sólo pueden olvidar el presente, no el pasado. En otros términos, los individuos que
componen el grupo pueden olvidar acontecimientos que se produjeron durante su
propia existencia; no podrían olvidar un pasado que ha sido anterior a ellos, en el
sentido en que el individuo olvida los primeros estadios de su propia vida. Por eso,
cuando decimos que un pueblo “recuerda”, en realidad decimos primero que un
pasado fue activamente transmitido a las generaciones contemporáneas a través de lo
que en otro lugar llamé “los canales y receptáculos de la memoria” y que Pierre Nora
llama con acierto “los lugares de memoria”;7 y que después ese pasado transmitido se
recibió como cargado de un sentido propio. En consecuencia, un pueblo “olvida”
cuando la generación poseedora del pasado no lo transmite a la siguiente, o cuando
ésta rechaza lo que recibió o cesa de transmitirlo a su vez, lo que viene a ser lo
mismo. La ruptura en la transmisión puede producirse bruscamente o al término de un
proceso de erosión que ha abarcado varias generaciones. Pero el principio sigue
siendo el mismo: un pueblo jamás puede “olvidar” lo que antes no recibió.

De esto modo, aunque el hombre de Smolensk y el Mnemonista nos hayan


servido de metáforas introductivas, no debemos ver en ellos verdaderas analogías. Así
como “la vida de un pueblo” es una metáfora biológica, del mismo modo “la memoria
de un pueblo”es una metáfora psicológica; a menos que hagamos del grupo un
organismo dotado de una psiquis colectiva cuyas funciones se corresponderían
estrictamente con las del individuo; en otros términos, a menos que decidamos leer la
historia con Freud y asumir las consecuencias de un psico-lamarckismo ya totalmente
desacreditado.8

7
Y.H. Yerushalmi, Zahkor, op. cit ; cap. 4; Pierre Nora (dir.), Les Lieux de la mémoire, Paris, Gallimard,
1984-1987(4 vol.). Véase su introducción: “Entre mémoire et historie: la problématique des lieux”, ibid.,
vol. 1, XVII-XLII.
8
S. Freud, Totem et tabou, Malaise dans la civilisation y sobre todo L’ homme Moïse et la religion,
nonothéiste. Véase asimismo el texto “metapsicológico” de 1915 que se había perdido y fue publicado
recientemente bajo el título Ubersicht der Ubertragungsneurosen: Ein bisher unbekanntes Manuskript,
edición establecida por llse Grubrich-Simitis, Francfort, S. Fisher Verlag, 1985. La crítica de la marckismo
en general y del psico-lamarckismo de Freud en particular fue objeto de una vasta literatura. Para lo
esencial, véanse Stephen Jay Gould, Onthogeny and Phylogeny, Cambridge (Mass), Harvard University
Press, 1977, pp. 155-161 y passim; Frank J. Sulloway, Freud, Biologist of the Mind, New York, Basic
Books, 1979, p. 274 y ss; 439 y ss. (trad. francesa: Freud biologiste de L’esprit, Paris, Fayard, 1981).

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IV

Lo que llamamos olvido en el sentido colectivo aparece cuando ciertos grupos


humanos no logran -voluntaria o pasivamente, por rechazo, indiferencia o indolencia, o
bien a causa de alguna catástrofe histórica que interrumpió el curso de los días y las
cosas- transmitir a la posteridad lo que aprendieron del pasado. Todos los
mandamientos y órdenes de “recordar” y de no “olvidar” que se dirigieron al pueblo
judío no habrían tenido ningún efecto si los ritos y relatos históricos no se hubiesen
convertido en el cánon de la Tora -torah, lo recuerdo, significaba literalmente
“enseñanza”, en el sentido más amplio- y si la Tora a su vez no hubiese cesado de
renovarse como Tradición.

Primer texto
Moisés recibió la Tora en el Sinaí y la transmitió a Josué y Josué a los Antiguos y los
Antiguos a los Profetas y los Profetas la transmitieron a los Hombres de la Gran
Asamblea.

Así se inicia la Mishnah Abot, revelando la “Cadena de la tradición” (Shalshelet


ha-qabbalah) farisea. A la larga, esta cadena iba a tenderse, a través del período
talmúdico, hasta el final de la Edad Medía. Por lacónico que sea, este pasaje me
parece encerrar la quinta esencia de la memoria colectiva definida como movimiento
dual de recepción y transmisión, que se continúa alternativamente hacia el futuro. Este
proceso es lo que forja la mnemne del grupo, lo que establece el continuo de su
memoria, lo que forma una cadena de eslabones en lugar de desenrollar de una sola
pieza un hilo de seda. Los judíos no eran virtuosos de la memoria; eran receptores
atentos y soberbios transmisores.

Segundo texto
Cuando nuestros Maestros penetraron en el Viñedo de Jabneh, dijeron: la Tora está
destinadas a ser olvidada en Israel, como está escrito [Amós, VIII, II]: Vienen días -soy
yo, Dios e Señor quien habla- en que mandaré hambre sobre la tierra. No hambre de
pan ni sed de agua, sino el hambre y la sed de la Palabra (Talmud de Babilonia,
Tratado Shabbat, 138a).

Este oscuro pasaje es inesperado, y hasta nos extraña. No se lo puede explicar


como la exégesis inevitable del versículo de Amós. En realidad, tenemos que
comprenderlo dentro del contexto temporal y espacial en que lo colocó la tradición: el
“Viñedo de Jabneh” remite a la academia que el rabino Johanan ben Saccai estableció

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durante la destrucción del Segundo Templo por los romanos, ese templo que fue
“lugar de memoria” judío por excelencia. Jabneh era la fortaleza erigida contra el
olvido. En él se salvó, estudió y ordenó la tradición para asegurar su perpetuación para
los tiempos por venir. No sé de nada que ilustre mejor el formidable poder de Jabneh
que cierto gesto realizado por Freud casi dos mil años después. Freud el psicólogo
rechazó “la cadena de la tradición” en provecho de la cadena de la repetición
inconsciente; pero Freud el judío sabía aún y sentía lo que podía significar este
episodio ancestral. En agosto de 1938, tras escapar de su Jerusalén vienesa
inmediatamente después del Anschluss, se volvió por instinto hacia el ejemplo de
Jabneh para encontrar en él una palabra de consuelo que hizo llegar, por intermedio
de Anna Freud, a la diáspora psicoanalítica reunida en París con motivo del XV
Congreso Internacional:

Los infortunios políticos sufridos por la nación [judía] le enseñaron a valorar


debidamente el único bien que le quedó: su Escritura. Inmediatamente después que
Tito destruyó el templo de Jerusalén, el rabino Johanan ben Saccai solicitó el permiso
de abrir en Jabneh la primera escuela para el estudio de la Tora. Desde entonces, el
pueblo disgregado se mantuvo unido gracias a la Sagrada Escritura y al interés
espiritual que ésta suscitó.9

Justamente. En consecuencia, es por lo menos extraño que la sombría


predicción de que la Tora iba a ser olvidada haya sido enunciada por los mismos que
echaron los fundamentos de su transmisión ulterior. Ellos, seguramente, ignoraban
qué duración y continuidad iba a tener su esfuerzo. Este pasaje me parece en realidad
menos una predicción que una proyección de su propia angustia del momento, la de
que la Tora corría peligro de caer en el olvido.

¿Qué era entonces la Tora para los sabios de Jabneh? La enseñanza incluye
una buena parte de historia. Sin embargo, como lo revela el próximo pasaje, la
angustia de los Sabios no es que se olvide la historia, sino la halakhah, la Ley. Las
prioridades están fijadas: aquí, la Ley es lo primero.

9
Freud, demasiado viejo y enfermo para asistir al congreso, envió a Anna Freud para que leyera un breve
extracto de la tercera parte de una obra que todavía no había publicado: Der Mann Moses und die
monotheistische Religion (III.2.C: “Der Fortschritt in der Geistigkeit”), L’homme Moïse et le monothéisme.
La cita está tomada de este texto. Véase Internationale Zeitschrift für Psychoanalyse und Imago, N° 24
(1939), pp. 6-9, y el programa del congreso en Korrespondenzblatt (ibid; p. 363 y ss.).

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En consecuencia, lo único que la memoria retiene es aquella historia que


pueda integrarse en el sistema de valores de la halakhah. El resto es ignorado,
“olvidado”.

Tercer texto
[…] en el tiempo antiguo, cuando en Israel se olvidó la Tora, Esdras llegó de Babilonia
y la estableció. [Una parte] de ella fue olvidada de nuevo y R. Hiyya y sus hijos llegaron
y la establecieron (Talmud de Babilonia, Tratado Sukkah, 20 a).

La Tradición conoce, pues, tres ocasiones en las que la Tora fue, en su


totalidad o en parte, realmente olvidada y luego restaurada. El sentido general de este
pasaje está muy claro: aquello que el pueblo “olvidó” puede, en ciertas circunstancias,
ser recuperado. El primero de los tres ejemplos de olvido es el más célebre e
igualmente el más significativo. En el capítulo VIII del libro de Nehemías, Esdras reúne
a su pueblo en la plaza de la Puerta del Agua, en Jerusalén, para un ejercicio
dramático de rememoración nacional. Pero como sucede siempre en cualquier
anamnesis colectiva, lo que vuelve a la memoria está también metamorfoseado. Por
primera vez, durante los siete días de los Tabernáculos, Esdras y sus compañeros
leen toda la Tora -es decir, en este caso, los cinco libros de la ley de Moisés- como un
“libro” (sefer) continuo, públicamente, ante todo el pueblo reunido, mientras los levitas
van explicando su sentido. Por primera vez en la historia un libro sagrado se convierte
en propiedad común de un pueblo y cesa de ser patrimonio exclusivo de los
sacerdotes. Así nació la Escritura. Así nació la exégesis. Así, de la religión del antiguo
Israel nació el judaísmo, y Jabneh se hace posible.

No estamos nosotros, señoras y señores, reunidos en la Puerta del Agua, sino


que estamos en Royaumont y no me perdonaría aburrirlos mucho tiempo más con
textos antiguos. Si me permití evocarlos ante ustedes fue por su condición de
paradigmas, seguramente parciales, del funcionamiento de la memoria colectiva, de
una crisis de olvido, de una anamnesis colectiva; todo lo cual se inscribe en una
tradición singular que otorgó siempre un lugar privilegiado al problema de la memoria y
del olvido. Nuestros textos son limitados; por sí solos no pueden abarcar todo el
campo del olvido. Por ejemplo, hay una clase de olvido cuya naturaleza era tal que las
fuentes jamás podían mencionarlo. Pues recaía sobre cosas en ocasiones de una gran
potencia, que fueron real y absolutamente olvidadas, es decir que hasta su olvido se

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olvidó. Por ejemplo, cuando en el antiguo Israel echó raíces el monoteísmo, todo el
vasto y rico mundo de la mitología pagana del Cercano Oriente cayó en el olvido, de
suerte que lo único que quedó de ella fue la caricatura que nos legaron los Profetas: la
pura idolatría, el culto de “maderas”y “piedras” inanimadas.

Nuestros textos son paradigmáticos, lo afirmo, porque los problemas que


suscitan y de los que tratan van más allá de su contexto judío; porque la
fenomenología de la memoria y del olvido colectivos son esencialmente los mismos en
todos los grupos sociales; sólo los detalles cambian. No hay pueblo para el que ciertos
elementos del pasado -sean históricos o míticos, y a menudo una mezcla de los dos-
no pasen a ser una “Tora”, oral o escrita, una enseñanza canónica, compartida,
necesitada de consenso. Si esta “Tora” puede sobrevivir, es sólo en la medida en que
se convierte en una “Tradición”. Cada grupo, cada pueblo tiene su halakhah, pues la
halakhah no es la ley, nomos, en el sentido alejandrino y después paulínico. La
palabra hebrea viene de halakh, que significa “marchar”; halakhah es, por lo tanto, el
camino por el que se marcha, el Camino, la Vía, el Tao, ese conjunto de ritos y
creencias que da a un pueblo el sentido de su identidad y de su destino. Del pasado
sólo se transmiten los episodios que se juzgan ejemplares o edificantes para la
halakhah de un pueblo tal como se la vive en el presente. El resto de la “historia” -
arriesguemos la imagen- va a dar a la zanja.

En ciertas circunstancias, grupos o pueblos son igualmente capaces de


proceder a la anamnesis aunque la iniciativa no corresponda al grupo como tal sino a
individuos que se salen de lo común o a élites -Esdras y los levitas- si ustedes lo
prefieren. Cada “Renacimiento”, cada “Reforma” regresa a un pasado a menudo
distante para recuperar episodios olvidados o dejados de lado para los cuales hay un
súbito acuerdo, una empatía, un sentimiento de gratitud. Las anamnesis transforman
inevitablemente su objeto: lo antiguo se convierte en nuevo; inexorablemente, ellas
denigran el pasado intermedio, decretándolo apto para el olvido. Pero lo resultante de
estas anamnesis, si no se muestra efímero, deberá convertirse a su vez en una
tradición, con todo lo que ello comporte.

La historia que practican los historiadores de oficio podría mover a engaño y


hacer creer que combina mnemne y anemnesis por partes iguales. En realidad, esta
historia no es ni una memoria colectiva ni un recuerdo en su sentido primario. Es una
aventura radicalmente nueva. Casi siempre, el pasado que recompone
constantemente es apenas reconocible para lo que la memoria colectiva retuvo. El

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pasado que esa historia restituye es en realidad un pasado perdido, pero no aquel de
cuya pérdida nos lamentamos. He tratado ampliamente este punto en Zakhor; no me
voy a extender sobre él.

En un principio, el historiador no rompió amarras con el grupo y su memoria. En


el siglo XIX emprendió su labor cuando aún se hallaba apresado en las redes de la
vida orgánica de su pueblo, pero también en las de una cultura paneuropea
compartida. Era entonces un moldeador, un afinador, un restaurador de la memoria.
Más que hombre de ciencia y autor de la historia, él mismo se sentía, no sin razón,
actor de la historia. Pero pronto descubrió que gracias a sus métodos podía practicar
una anamnesis mucho más profunda que lo que jamás podría hacerlo una
colectividad. Todo el pasado se convirtió en objeto accesible a sus métodos de
averiguación. La tentación de restaurar el pasado total se volvió irresistible.
Paralelamente, su creciente aspiración a la objetividad científica parecía exigirle un
desprendimiento cada vez mayor de los objetos inmediatos del grupo y también del
propio tema que trataba. Este doble movimiento nos parece hoy retrospectivamente
ineluctable. La historia se convierte así en una disciplina independiente, de rápidos
progresos y dotada de su propio momento. Entonces aparece Nietzsche,
diagnosticando la malignidad y diciéndonos que la cura se ha convertido en la
enfermedad. Pero es sólo el primero en emitir este diagnóstico, el primero de la larga
serie.

El problema que planteábamos al comienzo -¿en qué medida nos hace falta
recordar y olvidar?- no puede encontrar respuesta en el marco de la disciplina
histórica, pues el objetivo al que ésta apunta no es la memoria colectiva. Eso no quiere
decir que la historia no sea selectiva, sino más bien que sus principios de selección
son internos a la disciplina: el estado alcanzado por la investigación, la coherencia de
los argumentos, la estructura de la exposición. En principio, desde la perspectiva
propia de la disciplina, no hay aspecto del pasado que no sea digno, hasta en el menor
de los detalles, de ser profundizado y publicado. Pues si lo que perseguimos es el
conocimiento del pasado, ¿quién decidirá a priori sobre el valor potencial de un
hecho? Enfrascado en su labor, ¿qué historiador no encontró en alguna oscura
monografía, sin vida ni carne, el minúsculo detalle decisivo que hizo de eslabón
necesario para conducir a una indagación más vasta? Para el historiador, Dios mora
en los detalles. Pero la memoria se subleva, denunciando que los detalles se han
transformado en dioses. No hay solución para este antagonismo, pues el problema es
otro.

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Nuestro verdadero problema es que ya no disponemos de una halakhah. Como


Josef K. en El proceso de Kafka, deseamos con ansia el acceso a la Ley, pero ella no
nos es accesible. Lo que durante mucho tiempo se llamó crisis de historicismo no es
sino reflejo de la crisis de nuestra cultura, de nuestra vida espiritual. Si hay malignidad,
tiene su fuente no en la búsqueda histórica sino en la pérdida de una halakhah que
quiere saber de qué debe apropiarse y qué debe dejar de lado, una comunidad de
valores que nos permitiría transformar la historia en memoria. El historiador no puede
hacer esto solo. Puede, ciertamente, volcarse a una historia todavía no escrita del
olvido -de haberlo decidido, hoy les hubiese podido aportar un breve capítulo-, pero no
puede decirnos lo que debería ser olvidado, porque eso es prerrogativa de la
halakhah.

Epilogo disonante

Llegado a este punto me detengo bruscamente y me pregunto por qué me


resultó tan difícil redactar mi alocución, por qué fue para mí una especie de lucha
constante. La presión del tiempo y la transición de Nueva York a París no bastan para
explicarlo. Entonces, como ya lo he hecho tantas veces, me repito el título del
coloquio. Y súbitamente creo comprender de dónde proceden mis fuertes reticencias.
Asumo el riesgo de revelarlas a ustedes.

Usos del olvido. Es un título encantador, provocativo incluso por lo que tiene de
paradójico, tal vez con un toque de afectación, seguramente original. Pero demasiado
tarde comprendo que en lo más profundo de mí hay algo que estuvo protestando todo
el tiempo contra el tema de este coloquio. Denme por tema “Historia del olvido” o
“Fenomenología del olvido” y no tendré ningún problema. Pero ¿“Usos” del olvido?
Una voz interior me cuchichea: “¿Te puedes imaginar la celebración de un coloquio
con este título, en Praga o en Santiago de Chile?”... Y, para mi consternación, acabo
preguntándome si involuntaria e indirectamente yo mismo no he contribuido a la
aparición de este tema, al que por otra parte opongo semejante resistencia.

Al final de Zakhor, tomé de Jorge Luis Borges, para leer en él la parábola de los
excesos de la historiografía moderna, la figura de Funes el memorioso -ese Funes
que no olvidaba nada- hermano gemelo en la ficción del Mnemonista de Luria.
Después tomé conciencia de que algunos de mis lectores, quizás a causa de esta
parábola, creyeron oportuno interpretar mi trabajo como un rechazo de la empresa

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histórica en sí, o como la expresión de una nostalgia de los modos premodernos del
conocimiento histórico. No era ésa, se entiende, mi intención. Hasta tuve el cuidado de
decirlo expresamente. Procuré, con Zakhor, distinguir claramente entre la memoria
colectiva y la historiografía, y subrayar la hipertrofia de esta última. No me desdigo de
nada de lo que escribí; pero en un coloquio consagrado a los “Usos del olvido” debo
agregar, para un mejor esclarecimiento, este breve post-scriptum.

La historiografía -es decir, la historia como relato, disciplina o género con


reglas, instituciones y procedimientos propios-, no puede, vuelvo a insistir, suplantar a
la memoria colectiva ni crear una tradición alternativa que se pueda compartir. Pero la
dignidad esencial de la vocación histórica subsiste, e incluso me parece que su
imperativo moral tiene en la actualidad más urgencia que nunca. En el mundo que hoy
habitamos, ya no se trata de una cuestión de decadencia de la memoria colectiva y de
declinación de la conciencia del pasado, sino de la violación brutal de lo que la
memoria puede todavía conservar, de la mentira deliberada por deformación de
fuentes y archivos, de la invención de pasados recompuestos y míticos al servicio de
los poderes de las tinieblas. Contra los militantes del olvido, los traficantes de
documentos, los asesinos de la memoria, contra los revisores de enciclopedias y los
conspiradores del silencio, contra aquellos que, para retomar la magnífica imagen de
Kundera, pueden borrar a un hombre de una fotografía para que nada quede de él con
excepción de su sombrero, el historiador, el historiador solo, animado por la austera
pasión de los hechos, de las pruebas, de los testimonios, que son los alimentos de su
oficio, puede velar y montar guardia.

Faltos de una halakhah, no estamos en condiciones de trazar la línea divisoria


entre lo “excesivo” y lo “demasiado escaso” de la investigación histórica. Bien. Por mi
parte, si me es dado elegir, me pondré del lado del “exceso” de historia, tanto más
poderoso es mi terror al olvido que el temor de tener que recordar demasiado.

Si ésa es la elección, que los datos acumulados no cesen de aumentar; que


crezcan las olas de trabajos y monografías, aunque sólo los especialistas se regodeen
con ellos; que los ejemplares jamás leídos ocupen, hasta donde se pueda, los
anaqueles de innúmeras bibliotecas, de modo que si algunos desapareciesen o fuesen
retirados, queden siempre otros; de modo que quienes lo necesiten encuentren que tal
o cual personaje ha existido de veras, que tales o cuales acontecimientos sucedieron
realmente, que tal o cual interpretación no era la única. De modo que quienes

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www.cholonautas.edu.pe / Biblioteca Virtual de Ciencias Sociales

establecerán quizás un día una nueva halakhah, puedan pasar las cosas por el tamiz y
recuperar lo que busquen.

Poco tiempo antes de dejar Nueva York, mi amigo Pierre Birnbaum me hizo
llegar un sondeo publicado por el diario Le Monde sobre la necesidad o no de que se
juzgara a Klaus Barbie.10 La pregunta principal estaba formulada así:

¿De las dos palabras siguientes, olvido o justicia, cuál es la que mejor caracteriza su
actitud frente a los acontecimientos de este período de la guerra y de la Ocupación?

¿Habrán revelado los periodistas, como al pasar, algo cuya importancia no habrían
calibrado del todo? ¿Es posible que el antónimo de “el olvido” no sea “la memoria” sino
la justicia?

He escrito mis reflexiones, señoras y señores, de un tirón y en soledad. Tal vez


estén demasiado alejadas de la idea que los organizadores se habían hecho de este
coloquio. Si éste es el caso, que pase entonces ya mismo entre ustedes el Ángel del
olvido.

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10 Le Monde. Sábado 2 de mayo de 1987, p. 9.

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