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El alma de la máquina

La silueta del maquinista con su traje de dril azul se destaca desde el amanecer hasta la noche en lo
alto de la plataforma de la máquina. Su turno es de doce horas consecutivas.
Los obreros que extraen de los ascensores los carros de carbón míranlo con envidia no exenta de
encono. Envidia, porque mientras ellos abrasados por el sol en el verano y calados por las lluvias en
el invierno forcejean sin tregua desde el brocal del pique hasta la cancha de depósito, empujando las
pesadas vagonetas, él, bajo la techumbre de zinc no da un paso ni gasta más energía que la
indispensable para manejar la rienda de la máquina.
Y cuando, vaciado el mineral, los tumbadores corren y jadean con la vaga esperanza de obtener
algunos segundos de respiro, a la envidia se añade el encono, viendo cómo el ascensor los aguarda ya
con una nueva carga de repletas carretillas, mientras el maquinista, desde lo alto de su puesto, parece
decirles con su severa mirada: -¡Más a prisa, holgazanes, más a prisa!
Esta decepción que se repite en cada viaje, les hace pensar que si la tarea les aniquila, culpa es de
aquel que para abrumarles la fatiga no necesita sino alargar y encoger el brazo.
Jamás podrán comprender que esa labor que les parece tan insignificante, es más agobiadora que la
del galeote atado a su banco. El maquinista, al asir con la diestra el mango de acero del gobierno de
la máquina, pasa instantáneamente a formar parte del enorme y complicado organismo de hierro. Su
ser pensante conviértese en autómata. Su cerebro se paraliza. A la vista del cuadrante pintado de
blanco, donde se mueve la aguja indicadora, el presente, el pasado y el porvenir son reemplazados
por la idea fija. Sus nervios en tensión, su pensamiento todo se reconcentra en las cifras que en el
cuadrante representan las vueltas de la gigantesca bobina que enrolla dieciséis metros de cable en
cada revolución.
Como las catorce vueltas necesarias para que el ascensor recorra su trayecto vertical se efectúan en
menos de veinte segundos, un segundo de distracción significa una revolución más, y una revolución
más, demasiado lo sabe el maquinista, es: el ascensor estrellándose, arriba, contra las poleas; la
bobina, arrancada de su centro, precipitándose como un alud que nada detiene, mientras los émbolos,
locos, rompen las bielas y hacen saltar las tapas de los cilindros. Todo esto puede ser la consecuencia
de la más pequeña distracción de su parte, de un segundo de olvido.
Por eso sus pupilas, su rostro, su pensamiento se inmovilizan. Nada ve, nada oye de lo que pasa a su
rededor, sino la aguja que gira y el martillo de señales que golpea encima de su cabeza. Y esa atención
no tiene tregua. Apenas asoma por el brocal del pique uno de los ascensores, cuando un doble
campanillazo le avisa que, abajo, el otro espera ya con su carga completa. Estira el brazo, el vapor
empuja los émbolos y silba al escaparse por las empaquetaduras, la bobina enrolla acelerada el hilo
del metal y la aguja del cuadrante gira aproximándose velozmente a la flecha de parada. Antes que la
cruce, atrae hacia sí la manivela y la máquina se detiene sin ruido, sin sacudidas, como un caballo
blando de boca.
Y cuando aún vibra en la placa metálica el tañido de la última señal, el martillo la hiere de nuevo con
un golpe seco, estridente a la vez. A su mandato imperioso el brazo del maquinista se alarga, los
engranajes rechinan, los cables oscilan y la bobina voltea con vertiginosa rapidez. Y las horas suceden
a las horas, el sol sube al cénit, desciende; la tarde llega, declina, y el crepúsculo, surgiendo al ras del
horizonte, alza y extiende cada vez más a prisa su penumbra inmensa.
De pronto un silbido ensordecedor llena el espacio. Los tumbadores sueltan las carretillas y se yerguen
briosos. La tarea del día ha terminado. De las distintas secciones anexas a la mina salen los obreros
en confuso tropel. En su prisa por abandonar los talleres se chocan y se estrujan, mas no se levanta
una voz de queja o de protesta: los rostros están radiantes.
Poco a poco el rumor de sus pasos sonoros se aleja y desvanece en la calzada sumida en las sombras.
La mina ha quedado desierta.
Sólo en el departamento de la máquina se distingue una confusa silueta humana. Es el maquinista.
Sentado en su alto sitial, con la diestra apoyada en la manivela, permanece inmóvil en la
semioscuridad que lo rodea. Al concluir la tarea, cesando bruscamente la tensión de sus nervios, se
ha desplomado en el banco como una masa inerte.
Un proceso lento de reintegración al estado normal se opera en su cerebro embotado. Recobra
penosamente sus facultades anuladas, atrofiadas por doce horas de obsesión, de idea fija. El autómata
vuelve a ser otra vez una criatura de carne y hueso que ve, que oye, que piensa, que sufre.
El enorme mecanismo yace paralizado. Sus miembros potentes, caldeados por el movimiento, se
enfrían produciendo leves chasquidos. Es el alma de la máquina que se escapa por los poros del metal,
para encender en las tinieblas que cubren el alto sitial de hierro, las fulguraciones trágicas de una
aurora toda roja desde el orto hasta el cénit.
Historia de Abdula, el mendigo ciego

El mendigo ciego que había jurado no recibir ninguna limosna que no estuviera acompañada
de una bofetada, refirió al Califa su historia:
-Comendador de los Creyentes, he nacido en Bagdad. Con la herencia de mis padres y con
mi trabajo, compré ochenta camellos que alquilaba a los mercaderes de las caravanas que se
dirigían a las ciudades y a los confines de tu dilatado imperio.
Una tarde que volvía de Bassorah con mi recua vacía, me detuve para que pastaran los
camellos; los vigilaba, sentado a la sombra de un árbol, ante una fuente, cuando llegó un
derviche que iba a pie a Bassorah. Nos saludamos, sacamos nuestras provisiones y nos
pusimos a comer fraternalmente. El derviche, mirando mis numerosos camellos, me dijo que
no lejos de ahí, una montaña recelaba un tesoro tan infinito que aun después de cargar de
joyas y de oro los ochenta camellos, no se notaría mengua en él. Arrebatado de gozo me
arrojé al cuello del derviche y le rogué que me indicara el sitio, ofreciendo darle en
agradecimiento un camello cargado. El derviche entendió que la codicia me hacía perder el
buen sentido y me contestó:
-Hermano, debes comprender que tu oferta no guarda proporción con la fineza que esperas
de mí. Puedo no hablarte más del tesoro y guardar mi secreto. Pero te quiero bien y te haré
una proposición más cabal. Iremos a la montaña del tesoro y cargaremos los ochenta
camellos; me darás cuarenta y te quedarás con otros cuarenta, y luego nos separaremos,
tomando cada cual su camino.
Esta proposición razonable me pareció durísima, veía como un quebranto la pérdida de los
cuarenta camellos y me escandalizaba que el derviche, un hombre harapiento, fuera no menos
rico que yo. Accedí, sin embargo, para no arrepentirme hasta la muerte de haber perdido esa
ocasión.
Reuní los camellos y nos encaminamos a un valle rodeado de montañas altísimas, en el que
entramos por un desfiladero tan estrecho que sólo un camello podía pasar de frente.
El derviche hizo un haz de leña con las ramas secas que recogió en el valle, lo encendió por
medio de unos polvos aromáticos, pronunció palabras incomprensibles, y vimos, a través de
la humareda, que se abría la montaña y que había un palacio en el centro. Entramos, y lo
primero que se ofreció a mi vista deslumbrada fueron unos montones de oro sobre los que se
arrojó mi codicia como el águila sobre la presa, y empecé a llenar las bolsas que llevaba.
El derviche hizo otro tanto, noté que prefería las piedras preciosas al oro y resolví copiar su
ejemplo. Ya cargados mis ochenta camellos, el derviche, antes de cerrar la montaña, sacó de
una jarra de plata una cajita de madera de sándalo que según me hizo ver, contenía una
pomada, y la guardó en el seno.
Salimos, la montaña se cerró, nos repartimos los ochenta camellos y valiéndome de las
palabras más expresivas le agradecí la fineza que me había hecho, nos abrazamos con sumo
alborozo y cada cual tomó su camino.
No había dado cien pasos cuando el numen de la codicia me acometió. Me arrepentí de haber
cedido mis cuarenta camellos y su carga preciosa, y resolví quitárselos al derviche, por
buenas o por malas. El derviche no necesita esas riquezas -pensé-, conoce el lugar del tesoro;
además, está hecho a la indigencia.
Hice parar mis camellos y retrocedí corriendo y gritando para que se detuviera el derviche.
Lo alcancé.
-Hermano -le dije-, he reflexionado que eres un hombre acostumbrado a vivir pacíficamente,
sólo experto en la oración y en la devoción, y que no podrás nunca dirigir cuarenta camellos.
Si quieres creerme, quédate solamente con treinta, aun así te verás en apuros para
gobernarlos.
-Tienes razón -me respondió el derviche-. No había pensado en ello. Escoge los diez que más
te acomoden, llévatelos y que Dios te guarde.
Aparté diez camellos que incorporé a los míos, pero la misma prontitud con que había cedido
el derviche, encendió mi codicia. Volví de nuevo atrás y le repetí el mismo razonamiento,
encareciéndole la dificultad que tendría para gobernar los camellos, y me llevé otros diez.
Semejante al hidrópico que más sediento se halla cuanto más bebe, mi codicia aumentaba en
proporción a la condescendencia del derviche. Logré, a fuerza de besos y de bendiciones, que
me devolviera todos los camellos con su carga de oro y de pedrería. Al entregarme el último
de todos, me dijo:
-Haz buen uso de estas riquezas y recuerda que Dios, que te las ha dado, puede quitártelas si
no socorres a los menesterosos, a quienes la misericordia divina deja en el desamparo para
que los ricos ejerciten su caridad y merezcan, así, una recompensa mayor en el Paraíso.
La codicia me había ofuscado de tal modo el entendimiento que, al darle gracias por la cesión
de mis camellos, sólo pensaba en la cajita de sándalo que el derviche había guardado con
tanto esmero.
Presumiendo que la pomada debía encerrar alguna maravillosa virtud, le rogué que me la
diera, diciéndole que un hombre como él, que había renunciado a todas las vanidades del
mundo, no necesitaba pomadas.
En mi interior estaba resuelto a quitársela por la fuerza, pero, lejos de rehusármela, el
derviche sacó la cajita del seno, y me la entregó.
Cuando la tuve en las manos, la abrí. Mirando la pomada que contenía, le dije:
-Puesto que tu bondad es tan grande, te ruego que me digas cuáles son las virtudes de esta
pomada.
-Son prodigiosas -me contestó-. Frotando con ella el ojo izquierdo y cerrando el derecho, se
ven distintamente todos los tesoros ocultos en las entrañas de la tierra. Frotando el ojo
derecho, se pierde la vista de los dos.
Maravillado, le rogué que me frotase con la pomada el ojo izquierdo.
El derviche accedió. Apenas me hubo frotado el ojo, aparecieron a mi vista tantos y tan
diversos tesoros, que volvió a encenderse mi codicia. No me cansaba de contemplar tan
infinitas riquezas, pero como me era preciso tener cerrado y cubierto con la mano el ojo
derecho, y esto me fatigaba, rogué al derviche que me frotase con la pomada el ojo derecho,
para ver más tesoros.
-Ya te dije -me contestó- que si aplicas la pomada al ojo derecho, perderás la vista.
-Hermano -le repliqué sonriendo- es imposible que esta pomada tenga dos cualidades tan
contrarias y dos virtudes tan diversas.
Largo rato porfiamos; finalmente, el derviche, tomando a Dios por testigo de que me decía
la verdad, cedió a mis instancias. Yo cerré el ojo izquierdo, el derviche me frotó con la
pomada el ojo derecho. Cuando los abrí, estaba ciego.
Aunque tarde, conocí que el miserable deseo de riquezas me había perdido y maldije mi
desmesurada codicia. Me arrojé a los pies del derviche.
-Hermano -le dije-, tú que siempre me has complacido y que eres tan sabio, devuélveme la
vista.
-Desventurado -me respondió-, ¿no te previne de antemano y no hice todos los esfuerzos para
preservarte de esta desdicha? Conozco, sí, muchos secretos, como has podido comprobar en
el tiempo que hemos estado juntos, pero no conozco el secreto capaz de devolverte la luz.
Dios te había colmado de riquezas que eras indigno de poseer, te las ha quitado para castigar
tu codicia.
Reunió mis ochenta camellos y prosiguió con ellos su camino, dejándome solo y
desamparado, sin atender a mis lágrimas y a mis súplicas. Desesperado, no sé cuántos días
erré por esas montañas; unos peregrinos me recogieron.
La ventana abierta

-Mi tía bajará enseguida, señor Nuttel -dijo con mucho aplomo una señorita de quince años-
; mientras tanto debe hacer lo posible por soportarme.
Framton Nuttel se esforzó por decir algo que halagara debidamente a la sobrina sin dejar de
tomar debidamente en cuenta a la tía que estaba por llegar. Dudó más que nunca que esta
serie de visitas formales a personas totalmente desconocidas fueran de alguna utilidad para
la cura de reposo que se había propuesto.
-Sé lo que ocurrirá -le había dicho su hermana cuando se disponía a emigrar a este retiro
rural-: te encerrarás no bien llegues y no hablarás con nadie y tus nervios estarán peor que
nunca debido a la depresión. Por eso te daré cartas de presentación para todas las personas
que conocí allá. Algunas, por lo que recuerdo, eran bastante simpáticas.
Framton se preguntó si la señora Sappleton, la dama a quien había entregado una de las cartas
de presentación, podía ser clasificada entre las simpáticas.
-¿Conoce a muchas personas aquí? -preguntó la sobrina, cuando consideró que ya había
habido entre ellos suficiente comunicación silenciosa.
-Casi nadie -dijo Framton-. Mi hermana estuvo aquí, en la rectoría, hace unos cuatro años, y
me dio cartas de presentación para algunas personas del lugar.
Hizo esta última declaración en un tono que denotaba claramente un sentimiento de pesar.
-Entonces no sabe prácticamente nada acerca de mi tía -prosiguió la aplomada señorita.
-Sólo su nombre y su dirección -admitió el visitante. Se preguntaba si la señora Sappleton
estaría casada o sería viuda. Algo indefinido en el ambiente sugería la presencia masculina.
-Su gran tragedia ocurrió hace tres años -dijo la niña-; es decir, después que se fue su
hermana.
-¿Su tragedia? -preguntó Framton; en esta apacible campiña las tragedias parecían algo fuera
de lugar.
-Usted se preguntará por qué dejamos esa ventana abierta de par en par en una tarde de
octubre -dijo la sobrina señalando una gran ventana que daba al jardín.
-Hace bastante calor para esta época del año -dijo Framton- pero ¿qué relación tiene esa
ventana con la tragedia?
-Por esa ventana, hace exactamente tres años, su marido y sus dos hermanos menores salieron
a cazar por el día. Nunca regresaron. Al atravesar el páramo para llegar al terreno donde
solían cazar quedaron atrapados en una ciénaga traicionera. Ocurrió durante ese verano
terriblemente lluvioso, sabe, y los terrenos que antes eran firmes de pronto cedían sin que
hubiera manera de preverlo. Nunca encontraron sus cuerpos. Eso fue lo peor de todo.
A esta altura del relato la voz de la niña perdió ese tono seguro y se volvió vacilantemente
humana.
-Mi pobre tía sigue creyendo que volverán algún día, ellos y el pequeño spaniel que los
acompañaba, y que entrarán por la ventana como solían hacerlo. Por tal razón la ventana
queda abierta hasta que ya es de noche. Mi pobre y querida tía, cuántas veces me habrá
contado cómo salieron, su marido con el impermeable blanco en el brazo, y Ronnie, su
hermano menor, cantando como de costumbre “¿Bertie, por qué saltas?”, porque sabía que
esa canción la irritaba especialmente. Sabe usted, a veces, en tardes tranquilas como las de
hoy, tengo la sensación de que todos ellos volverán a entrar por la ventana…
La niña se estremeció. Fue un alivio para Framton cuando la tía irrumpió en el cuarto
pidiendo mil disculpas por haberlo hecho esperar tanto.
-Espero que Vera haya sabido entretenerlo -dijo.
-Me ha contado cosas muy interesantes -respondió Framton.
-Espero que no le moleste la ventana abierta -dijo la señora Sappleton con animación-; mi
marido y mis hermanos están cazando y volverán aquí directamente, y siempre suelen entrar
por la ventana. No quiero pensar en el estado en que dejarán mis pobres alfombras después
de haber andado cazando por la ciénaga. Tan típico de ustedes los hombres ¿no es verdad?
Siguió parloteando alegremente acerca de la caza y de que ya no abundan las aves, y acerca
de las perspectivas que había de cazar patos en invierno. Para Framton, todo eso resultaba
sencillamente horrible. Hizo un esfuerzo desesperado, pero sólo a medias exitoso, de desviar
la conversación a un tema menos repulsivo; se daba cuenta de que su anfitriona no le otorgaba
su entera atención, y su mirada se extraviaba constantemente en dirección a la ventana abierta
y al jardín. Era por cierto una infortunada coincidencia venir de visita el día del trágico
aniversario.
-Los médicos han estado de acuerdo en ordenarme completo reposo. Me han prohibido toda
clase de agitación mental y de ejercicios físicos violentos -anunció Framton, que abrigaba la
ilusión bastante difundida de suponer que personas totalmente desconocidas y relaciones
casuales estaban ávidas de conocer los más íntimos detalles de nuestras dolencias y
enfermedades, su causa y su remedio-. Con respecto a la dieta no se ponen de acuerdo.
-¿No? -dijo la señora Sappleton ahogando un bostezo a último momento. Súbitamente su
expresión revelaba la atención más viva… pero no estaba dirigida a lo que Framton estaba
diciendo.
-¡Por fin llegan! -exclamó-. Justo a tiempo para el té, y parece que se hubieran embarrado
hasta los ojos, ¿no es verdad?
Framton se estremeció levemente y se volvió hacia la sobrina con una mirada que intentaba
comunicar su compasiva comprensión. La niña tenía puesta la mirada en la ventana abierta y
sus ojos brillaban de horror. Presa de un terror desconocido que helaba sus venas, Framton
se volvió en su asiento y miró en la misma dirección.
En el oscuro crepúsculo tres figuras atravesaban el jardín y avanzaban hacia la ventana; cada
una llevaba bajo el brazo una escopeta y una de ellas soportaba la carga adicional de un abrigo
blanco puesto sobre los hombros. Los seguía un fatigado spaniel de color pardo.
Silenciosamente se acercaron a la casa, y luego se oyó una voz joven y ronca que cantaba:
“¿Dime, Bertie, por qué saltas?”
Framton agarró deprisa su bastón y su sombrero; la puerta de entrada, el sendero de grava y
el portón, fueron etapas apenas percibidas de su intempestiva retirada. Un ciclista que iba por
el camino tuvo que hacerse a un lado para evitar un choque inminente.
-Aquí estamos, querida -dijo el portador del impermeable blanco entrando por la ventana-:
bastante embarrados, pero casi secos. ¿Quién era ese hombre que salió de golpe no bien
aparecimos?
-Un hombre rarísimo, un tal señor Nuttel -dijo la señora Sappleton-; no hablaba de otra cosa
que de sus enfermedades, y se fue disparado sin despedirse ni pedir disculpas al llegar
ustedes. Cualquiera diría que había visto un fantasma.
-Supongo que ha sido a causa del spaniel -dijo tranquilamente la sobrina-; me contó que los
perros le producen horror. Una vez lo persiguió una jauría de perros parias hasta un
cementerio cerca del Ganges, y tuvo que pasar la noche en una tumba recién cavada, con esas
bestias que gruñían y mostraban los colmillos y echaban espuma encima de él. Así cualquiera
se vuelve pusilánime.
La fantasía sin previo aviso era su especialidad.
Las moscas

Al rozar el monte, los hombres tumbaron el año anterior este árbol, cuyo tronco yace en toda
su extensión aplastado contra el suelo. Mientras sus compañeros han perdido gran parte de
la corteza en el incendio del rozado, aquél conserva la suya casi intacta. Apenas si a todo lo
largo una franja carbonizada habla muy claro de la acción del fuego.
Esto era el invierno pasado. Han transcurrido cuatro meses. En medio del rozado perdido por
la sequía, el árbol tronchado yace siempre en un páramo de cenizas. Sentado contra el tronco,
el dorso apoyado en él, me hallo también inmóvil. En algún punto de la espalda tengo la
columna vertebral rota. He caído allí mismo, después de tropezar sin suerte contra un raigón.
Tal como he caído, permanezco sentado -quebrado, mejor dicho- contra el árbol.
Desde hace un instante siento un zumbido fijo -el zumbido de la lesión medular- que lo
inunda todo, y en el que mi aliento parece defluirse. No puedo ya mover las manos, y apenas
uno que otro dedo alcanza a remover la ceniza.
Clarísima y capital, adquiero desde este instante mismo la certidumbre de que a ras del suelo
mi vida está aguardando la instantaneidad de unos segundos para extinguirse de una vez.
Esta es la verdad. Como ella, jamás se ha presentado a mi mente una más rotunda. Todas las
otras flotan, danzan en una como reverberación lejanísima de otro yo, en un pasado que
tampoco me pertenece. La única percepción de mi existir, pero flagrante como un gran golpe
asestado en silencio, es que de aquí a un instante voy a morir.
¿Pero cuándo? ¿Qué segundos y qué instantes son éstos en que esta exasperada conciencia
de vivir todavía dejará paso a un sosegado cadáver?
Nadie se acerca en este rozado: ningún pique de monte lleva hasta él desde propiedad alguna.
Para el hombre allí sentado, como para el tronco que lo sostiene, las lluvias se sucederán
mojando corteza y ropa, y los soles secarán líquenes y cabellos, hasta que el monte rebrote y
unifique árboles y potasa, huesos y cuero de calzado.
¡Y nada, nada en la serenidad del ambiente que denuncie y grite tal acontecimiento! Antes
bien, a través de los troncos y negros gajos del rozado, desde aquí o allá, sea cual fuere el
punto de observación, cualquiera puede contemplar con perfecta nitidez al hombre cuya vida
está a punto de detenerse sobre la ceniza, atraída como un péndulo por ingente gravedad: tan
pequeño es el lugar que ocupa en el rozado y tan clara su situación: se muere.
Esta es la verdad. Mas para la oscura animalidad resistente, para el latir y el alentar
amenazados de muerte, ¿qué vale ella ante la bárbara inquietud del instante preciso en que
este resistir de la vida y esta tremenda tortura psicológica estallarán como un cohete, dejando
por todo residuo un ex hombre con el rostro fijo para siempre adelante?
El zumbido aumenta cada vez más. Ciérnese ahora sobre mis ojos un velo de densa tiniebla
en que se destacan rombos verdes. Y en seguida veo la puerta amurallada de un zoco
marroquí, por una de cuyas hojas sale a escape una tropilla de potros blancos, mientras por
la otra entra corriendo una teoría de hombres decapitados.
Quiero cerrar los ojos, y no lo consigo ya. Veo ahora un cuartito de hospital, donde cuatro
médicos amigos se empeñan en convencerme de que no voy a morir. Yo los observo en
silencio, y ellos se echan a reír, pues siguen mi pensamiento.
-Entonces -dice uno de aquéllos -no le queda más prueba de convicción que la jaulita de
moscas. Yo tengo una.
-¿Moscas?…
-Sí -responde-, moscas verdes de rastreo. Usted no ignora que las moscas verdes olfatean la
descomposición de la carne mucho antes de producirse la defunción del sujeto. Vivo aún el
paciente, ellas acuden, seguras de su presa. Vuelan sobre ella sin prisa mas sin perderla de
vista, pues ya han olido su muerte. Es el medio más eficaz de pronóstico que se conozca. Por
eso yo tengo algunas de olfato afinadísimo por la selección, que alquilo a precio módico.
Donde ellas entran, presa segura. Puedo colocarlas en el corredor cuando usted quede solo,
y abrir la puerta de la jaulita que, dicho sea de paso, es un pequeño ataúd. A usted no le queda
más tarea que atisbar el ojo de la cerradura. Si una mosca entra y la oye usted zumbar, esté
seguro de que las otras hallarán también el camino hasta usted. Las alquilo a precio módico.
¿Hospital…? Súbitamente el cuartito blanqueado, el botiquín, los médicos y su risa se
desvanecen en un zumbido…
Y bruscamente, también, se hace en mí la revelación. ¡Las moscas!
Son ellas las que zumban. Desde que he caído han acudido sin demora. Amodorradas en el
monte por el ámbito de fuego, las moscas han tenido, no sé cómo, conocimiento de una presa
segura en la vecindad. Han olido ya la próxima descomposición del hombre sentado, por
caracteres inapreciables para nosotros, tal vez en la exhalación a través de la carne de la
médula espinal cortada. Han acudido sin demora y revolotean sin prisa, midiendo con los
ojos las proporciones del nido que la suerte acaba de deparar a sus huevos.
El médico tenía razón. No puede ser su oficio más lucrativo.
Mas he aquí que esta ansia desesperada de resistir se aplaca y cede el paso a una beata
imponderabilidad. No me siento ya un punto fijo en la tierra, arraigado a ella por gravísima
tortura. Siento que fluye de mí como la vida misma, la ligereza del vaho ambiente, la luz del
sol, la fecundidad de la hora. Libre del espacio y el tiempo, puedo ir aquí, allá, a este árbol,
a aquella liana. Puedo ver, lejanísimo ya, como un recuerdo de remoto existir, puedo todavía
ver, al pie de un tronco, un muñeco de ojos sin parpadeo, un espantapájaros de mirar vidrioso
y piernas rígidas. Del seno de esta expansión, que el sol dilata desmenuzando mi conciencia
en un billón de partículas, puedo alzarme y volar, volar…
Y vuelo, y me poso con mis compañeras sobre el tronco caído, a los rayos del sol que prestan
su fuego a nuestra obra de renovación vital.

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