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Al pie de la letra

Cuadernos de Lengua
y Literatura V

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En la primera clase de Latín II en la universidad, no bien
entró al aula, el viejo Camarero se paró sobre la tarima y,
sin saludar, buscó una tiza. Casi todos ya lo habíamos teni-
do en Cultura Clásica. Era un español de Gerona, o sea, un
catalán que pronunciaba las eses bastante pastosas; medía
casi dos metros, usaba unos enormes anteojos recetados
de cristales ahumados, y el pelo blanco de sus sienes ro-
deaba una cabeza pelada y brillosa que a mí siempre me
pareció una especie de recipiente elástico sometido a altí-
sima presión interna y a punto de estallar.
Lo primero que nos dijo fue que esa clase era una suerte
de prólogo a la materia, y anotó esa palabra en el pizarrón
en el ángulo superior a la izquierda. Pro-logos, comenzó a
explicarnos, literalmente significa lo que está antes del dis-
curso, del texto. Después nos pidió que le dijésemos otros
términos que tuviesen más o menos el mismo significado.
Introducción dijo alguno; el viejo lo anotó y explicó su eti-
mología. Prefacio, dijo otro después de un rato; la palabra,
obediente, se sumó a la lista y al análisis.
¿Cuál otra?, preguntó. El silencio entre los bancos se
prolongaba más de la cuenta; entonces el viejo continuó
solo el ejercicio: proemio - prefacio - liminar - preliminar -
preámbulo…

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“Preliminar” viene de praeliminaris; allí está la raíz
liminaris que se origina en el sustantivo limen, liminis y
significa en primer término “el umbral de la puerta”, y por
extensión “casa, morada”. Entonces pre-liminar es algo
o alguien que está a las puertas del texto. El Apocalipsis,
comúnmente asociado a los horrores de los últimos días,
tiene sin embargo una de las imágenes poéticas más con-
movedoras por la humildad y esperanza, puestas en boca
de Maestro: “Yo estoy junto a la puerta y llamo: si alguien
oye mi voz y me abre, entraré a su casa y cenaremos jun-
tos” (Apoc. 3, 20).
Limen da también la palabra “eliminar” (ex-liminare),
que implica la idea primaria de echar a alguien de la casa,
y luego da a nuestro idioma “suprimir”, “exterminar”. El
umbral es ciertamente un límite entre el adentro y el afue-
ra, pero no debe confundirse aquella palabra con limes,
limitis (“límite”), cuyo primer sentido es el de un camino
o senda que atraviesa de una parte a otra. Sin embargo, es
interesante observar que limen y limes provendrían, según
algunos filólogos, de una misma raíz que se encuentra en
el adjetivo limus, a, um e implica la idea de algo que está
torcido, atravesado. Por ello la expresión limi oculi, o bien
limis oculis spectare es mirar a alguien con ojos torcidos,
envidiarlo; los paisanos en el campo dirían que está ojeado.
Cuando terminó, había pasado la mitad de la clase,
y sobre el pizarrón estaban escritas más de veinticinco o
treinta palabras en una letra inclinada y de trazo rápido.
Para muchos de mi generación, escribir en Bahía Blanca
supone todo esto.
El capitalismo puro y crudo ordenó salvajes represio-
nes en el Puerto de Ingeniero White. Los pescadores ar-
tesanales aparecieron tirados en medio de la calle boca
abajo, rodeados por agentes de la policía y la prefectura

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apuntándoles la cabeza; un charco de sangre que quedó al
pie del Crucifijo luego de que fueran a detener a los re-
fugiados en Exaltación de la Santa Cruz: estas imágenes
quedan impresas a fuego en la retina. Y esto ocurrió en la
Nochebuena del año 2009.
Lo mismo que en la dictadura.
Lo mismo que en 1907.
Y entonces, la necesidad de la filología.
Precisamente.

Filo-logos: amor a las palabras, lo que equivale a decir


también pasión por las letras.

Pro-logos.
¿Existe algo antes del logos?

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Primera parte

La maestra • Las primeras letras


(El yo)

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Hay un libro sobre el escritorio. No es gran cosa: más
bien delgado, de papel amarillento y le faltan las tapas.
Un cuadernillo alargado a lo ancho, del tamaño de un
Patoruzito.
Su contenido no es complicado. No exige un esfuerzo
de análisis o deducción lógica a partir de períodos conca-
tenados para la exposición de un argumento.
Nada más alejado de lo abstruso.
El librito es un muestrario de tipografías: un alfabeto
completo en mayúsculas y minúsculas por cada página, y
en cada página un estilo distinto.
Nada más cercano a la simplicidad de una sola idea,
sostenida desde la primera página hasta la última, exacta-
mente como el cartel de la casa iuale.
El libro está sobre el escritorio; a su lado hay una can-
tidad de hojas amarillentas con anotaciones.

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Quien se dedica al estudio toma un objeto en sus ma-
nos y lo coloca a prudente distancia de su vista y de su ce-
rebro; desde ese momento, es su objeto de estudio.
El estudiante abre las compuertas de sus ideas y ofrece
a su objeto un espacio abstracto durante todo el tiempo
que ocupa su atención; se ha consagrado a él, y la prueba
es que lo deja suspendido en medio de un vacío celeste
como la manzana del cuadro de Magritte, pura presencia
que se impone y no remite a nada más que a sí misma,
como si dijéramos que antes de posarse de nuevo en el
estante de la verdulería la manzana piensa en la manzana.
En un momento determinado de sus existencias, multitud
de cosas y seres humanos de los más variados orígenes en-
tran, sin saberlo, en cierto estado de suspensión, y flotan sin
darse cuenta porque tienen a un estudiante aplicado a ellos, y
emiten reflejos como partículas de polvo en medio de la luz.

El sujeto y el objeto guardan equidistancia.


El sujeto orbita alrededor del objeto; mis pupilas, al-
rededor de este libro de letras.
El estudiante es un satélite que produce mareas a in-
tervalos regulares.
La letra es el fruto ensimismado que atrae como causa
final.

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Los filósofos de la Antigüedad creían que el desplaza-
miento de los planetas y estrellas sobre sus órbitas crista-
linas producían una vibración que, al tomar contacto con
el éter, emitía un sonido determinado de la escala tonal,
dependiendo del tamaño del cuerpo celeste y de la ma-
yor o menor distancia con respecto a la tierra: esa era la
música de las esferas. Hoy sabemos que también algunos
objetos de este mundo, al ser sometidos a ese movimien-
to, producen sonidos y narraciones. En la playa de Monte
Hermoso, el niño Heródoto aplicaba el oído a la boca de
un caracol y registraba historias de naufragios.
Una pupila girando en torno a un alfabeto genera un
relato. Si cada rotación supone una vuelta al punto de par-
tida, acaso podría verse de nuevo el origen de las letras; no
de las primitivas inscripciones sobre piedra o barro coci-
do, sino algo más próximo. Y sí: la topografía de las ob-
sesiones se confunde con la de lo entrañable, y cuando el
ojo llega a ese punto exacto luego de incesantes circunvo-
luciones, imagina. En ese momento tiene la capacidad de
crear imágenes porque el trazo caligráfico lo ha abducido
al mundo de la interioridad. Topografía-tipografía.
Entonces, el sujeto comienza a escribir en primera
persona un relato posible.

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Mi mirada se desprende de las hojas secas y se dirige a los
otros juegos, al borde de la plaza, a la calle.
Un camión repartidor se sacude sobre las cuarteaduras
del asfalto. Está cargado hasta el límite de cajones de cer-
veza. No hace mucho tiempo, durante el verano era difícil
conseguir al menos una botella porque se daba prioridad
a los autoservicios y bares de los balnearios. Pero ahora es
un lunes a fines de abril, y el camión pasa de nuevo repleto,
reponiendo lo que se bebió el fin de semana.
Digamos que el cielo está despejado. No solamente
es posible: para nuestros fines es conveniente, y ahora el
cielo ilumina las palmeras con una luz que parece no ve-
nir de ningún lado; la mañana está fresca, aunque no tanto
como para ponerse campera. El otoño es la época climática
más estable. Durante la primavera, a los primeros calo-
res de octubre o noviembre les pueden suceder tormentas
repentinas, y luego un brusco descenso del termómetro,
cuya línea de mercurio puede llegar a niveles próximos a
la helada. El otoño, en cambio, deja atrás esos cambios de
humor casi adolescentes y, ya reposado, se siente maduro
para una lenta marcha hacia el invierno.
Los últimos racimos de uva que hayan quedado en el
parral de la casa de mi padre deben estar fermentados o con-

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vertidos en pasas apenas aferradas a un cabo marrón apenas
aferrado a la rama. Tenés que venir a juntarlas, me dice el
viejo cada vez que le hablo por teléfono. Sí, viejo, ya voy
a ir; aguantame porque estoy medio atorado de cosas. Las
abejas dieron cuenta de las últimas buenas que quedaban.
¿Venís mañana a la tarde? Sabés que no me puedo subir
a la escalera.
Sí, viejo, mañana podría ser.
Sentado abajo del parral, en esta época, uno toma aire
y siente olor a vino fuerte, casi vinagre.
Bueno, te espero; yo ya compré bolsas de consorcio
para sacar todo a la calle.

Pasan otros repartidores. El camión frigorífico baja dos


medias reses en la carnicería. A veces dejo a los chicos ha-
macándose y cruzo a comprar carne picada o bola de lomo.
Pero en este momento estoy solo. Los chicos están en la
escuela. Yo también debería estar en la mía trabajando, pero
falté porque anoche recibí un llamado.
Te espero a las 10 en los bancos contra la calle Washing-
ton, me decía. No me vas a fallar, ¿no?
No, señora, no se preocupe.

Sentado en una hamaca, me balanceo lentamente, mien-


tras trazo unos garabatos con las zapatillas sobre la tierra.
Cuando levanto la vista, ya está parada al lado mío. Tiene
los mismos lentes; el pelo entrecano y recogido hacia atrás
con un rodete y un portafolios de cuero. Está exactamen-
te igual que en la foto de primer grado. La veía vieja en ese
momento; la veo vieja ahora. La llamábamos señorita Sarita.
¿Cómo andás, hormiguita? Así te había bautizado por
lo inquieto. Siempre moviéndote; no podías estar un minuto
sentado. Parecía que tenías hormigas en el culo.

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Sigo igual, señorita. A veces siento un cosquilleo, algo
recorre mi columna, especialmente cuando estoy nervio-
so. Esas hormiguitas que invaden la mesada suben por mis
manos cuando estoy cocinando; sus patitas me producen
la misma sensación. Hasta en la heladera las encuentro.
Pero usted no lleva guardapolvo. Nunca la había imagi-
nado sin guardapolvo.
Me jubilé, ¿qué te creés? En algún momento te llega.
Pasaron muchos años desde que estuve en primer gra-
do, seño, más de treinta.
Treinta y ocho, exactamente, me dice.
Sí, en 1972.

La maestra Sarita tiene para mí solamente ese nombre,


y en diminutivo; nunca supe su apellido. Esta es una bue-
na ocasión para preguntárselo, pero prefiero no hacerlo,
como tampoco preguntarle si todavía sigue viva. Sería una
indiscreción innecesaria.

Vos vivís cerca, ¿no es cierto?


A una cuadra y media, le digo. Me mudé hace dos años.
Entonces no teníamos por qué ir más lejos. Para lo
que tengo que enseñarte hoy, este barrio es apropiado.
Aparte, esta plaza siempre me gustó. Vamos a sentarnos
en un banco. No; ese a la sombra me va a dar un poco
de frío.
Nos sentamos cerca de las hamacas.

Leí tus libros, hormiguita. Bueno, no es el tipo de


poesía a la que estoy acostumbrada. Sin embargo, algunos
fragmentos me gustaron; el título, por ejemplo: “Cua-
dernos de Lengua y Literatura”. Parece el nombre de un
manual de secundario.

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Y sin embargo, seño, es más bien al revés: son ejerci-
cios de un alumno: no el poema como algo acabado, sino
un momento provisorio del lenguaje. Algo de eso puse al
principio del volumen II.
Es cierto.
Ella arquea la espalda hacia atrás. Estira brazos y pier-
nas e inspira profundo, como si quisiese hacer circular por
su interior entumecido ese aire mezclado con luminosidad.

Durante muchos años trabajé en primer grado. Para


esta época, después de la Pascua, ya empezaba de firme
a enseñar el abecedario. Claro, todo el mundo piensa
que son solamente las 29 letras, si contamos la CH y la
LL, pero en realidad para el nene son 116: la imprenta
mayúscula, la imprenta minúscula, la manuscrita mayús-
cula y la manuscrita minúscula. Quizá ahora no te acor-
dás demasiado, pero eso lleva su tiempo. Al principio
escriben palabras omitiendo letras, o bien las escriben
al revés. Eso se llama espejo. Con los números pasa lo
mismo. Recién a fines de año están en condiciones de
escribir de corrido.
¿Y las botellitas, seño? Tengo una vaga memoria de
que nos enseñaba a sumar pasando de un lado y de otro
botellitas de vidrio de Coca Cola.
¡Ah, sí! Esas cosas las inventaban las practicantes… en
fin. Te estarás preguntando por qué te cité aquí. Te estarás
preguntando eso y otras cosas. Vamos por partes.
Ella pone su portafolios sobre sus piernas: para esta es-
cena le doy el que usaba mi hermana, y después yo mismo
durante buena parte de la escuela primaria. Le va bien. Es
enorme, de cuero marrón oscuro. Tiene dos correas ajus-
tables con hebillas y al medio una presilla de metal donde
se abre una pequeña cerradura. Nunca tuve la llavecita que

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la trabase, si es que alguna vez existió. Ahí deben caber
casi todos los cuadernos de un curso. Y no, ese portafolios
tampoco existe más.
Busca un momento entre los compartimentos, y saca
un recorte de revista. Lo pliega cuidadosamente, de modo
que solo pueda verse el extremo superior de la página.
A ver, empecemos con esto, dice cuando repasa con el
pulgar y el índice el último doblez. Decime, hormiguita,
¿qué leés en ese título?
“Un fruto mágico: el limón”, digo en voz alta.
Muy bien. Aunque, por cierto, considero bastante dis-
cutible que el limón sea la panacea para todas las enferme-
dades. Pero ¿no leés nada más?, pregunta remarcando estas
últimas palabras.
No sé, seño. No veo nada particular en estas frases,
por otra parte bastante sencillas; ni siquiera ironía o do-
ble sentido.
Es lo que me suponía, ¿y vos sos profesor de letras,
como dice la solapa de tu libro? Mirá bien ahora –insis-
te–, no lo que dice, sino mediante qué lo dice. Esas letras,
¿cómo son?
Son letras de imprenta minúsculas.
Ajá, bien, ¿algo que te llame la atención en su diseño?
Es bastante peculiar. Yo diría que se basa en una des-
proporción bien calculada: cada letra tiene un cuerpo de-
masiado grueso y compacto con relación a determinadas
líneas de sus remates, sumamente finos. En esta letra “r”,
por ejemplo. El trazo superior que casi siempre termina
en un pequeño bucle, aquí es un enorme círculo negro
pendiente de una delgada telaraña, a punto de caer; parece
una uva apenas aferrada a su cabo.
Puede ser. Ahora, contestame lo siguiente, ¿esta clase
de letras ya la conocías?

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Sí, claro.
¿Y te parece que la podés encontrar en alguna revista
actual, en alguna publicidad de esas porquerías descrema-
das que consumen ahora?
En este punto de la escena, es lógico pensar que me
pongo un poco inquieto: ¿a dónde va todo esto? Pero los ojos
de mi maestra están llenos de dulzura y esperan anhelantes
la respuesta de un alumno bastante lento. En lo alto, los
ramos de las palmeras se agitan apenas; fibrilan sus hojitas
al paso de un viento aquí abajo imperceptible.
Diría que no, continúo. Este diseño me trae imágenes
de revistas más viejas. Ese tipo de letras podría estar en
cualquiera de las que mi madre compraba en la Casa de las
Revistas cuando yo era chico.
El enorme negocio de don Bienvenido Gómez, agre-
ga ella. Ocupaba toda la esquina de Soler y Alsina. Tenía
un enorme perro de caza que lo acostumbró a una dieta
vegetariana.

Despliega el recorte y me lo entrega: lo saqué de una


revista que tenía en mi casa. Es de abril de 1972, me con-
fiesa, y en su mirada hay cierto brillo de picardía.
Vení, hormiguita, vamos a caminar un poco. Si fueras un
caballero, me llevarías el portafolios. Está un poco pesado.

El sol trepa hacia el mediodía, apenas filtrado por ho-


jas a punto de caer. Ella camina aferrada a mi brazo. Aho-
ra me doy cuenta de que renguea levemente en su pierna
izquierda. En algunos canteros de la vereda ya hay un li-
gero colchón, crocante y amarillo. No sé la hora; en poco
rato más la combi recogerá a los chicos en la escuela, y los
traerá de vuelta a casa.

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Nos detenemos ante un negocio también antiguo. Su
frente tiene la distribución típica: la puerta de acceso al
medio y las dos vidrieras que la flanquean.
Mirá hacia arriba, me indica.
A pocos centímetros por encima de la vidriera, so-
bresale a todo lo largo del frente una cornisa lo suficien-
temente ancha para que se extienda sobre ella una hilera de
letras no muy grandes, de algún material como cemento o
metal pintado de un rosa medio descascarado; forman la
frase panaderia y confiteria la primavera.

No se trata de un cartel: es una línea de letras adheridas


al borde, sobre el vacío. La maestra debió sentir un afloja-
miento en mis músculos, algún ligero temblor, y se aferra
a mi brazo con más fuerza. Siento la presión de sus dedos;
me dice algo, acaso trata de retenerme, pero ya es tarde:
acabo de terminar el café con leche y tengo acumulada a
un costado de la mesa la pila de ladrillitos de plástico. Se
llaman Rasti. Al lado, el paquete de galletitas desayuno.
¿Terminaste los deberes?, me pregunta mamá desde la
habitación de costura. Corro las migas de galletita con el

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canto de la mano; algunas quedan adheridas y las sacudo
contra el pantalón. Puedo armar una casa de rastis y una
escalerita sobre la pared exterior, que llegue hasta el techo.
Hay ladrillos de color gris, finos y alargados que sirven
para vigas. Es fácil hacer un buen techo, pero ya hice mu-
chas casas, y estoy un poco aburrido.
Te pregunté si terminaste los deberes, después a último
momento te acordás de que te falta hacer algo.
Sí, mami.
Lo que terminó recién en la tele es Viaje al fondo del
mar, y entonces desparramo sobre la mesa el juego de le-
tras de plástico. Algunos bordes se rompieron. No las jun-
tás nunca del piso, y después uno sin querer las aplasta,
me dice mamá. Está cosiendo algo en la máquina a pedal.
Mientras, el viejo también se instaló en la sala de costura,
al lado de mamá, y teclea en la Remington. No sé muy
bien qué hacen uno y otro. Alguna ropa para nosotros.
Trabajo en papel membretado. Los ruidos se superponen
y por momentos forman un continuo que se expande por
toda la casa, mezclados con el olor a querosén de la estu-
fita. Más tarde pondrán una salamandra porque a la vieja
la sofoca ese olor, que intenta disimular poniendo una lata
de duraznos con agua y hojas de eucalipto arriba de la es-
tufa. El vapor perfumado rivaliza con el tufo y el hollín
del combustible, pero en algún momento equilibran sus
fuerzas y terminan también ellos mezclados en otro con-
tinuo que podía extenderse, ya debilitado, hasta las mis-
mas habitaciones y el living de entrada en donde alguien
familiarizado con nuestros movimientos, al ingresar, con
solo recibir esa amalgama de ruidos y aromas sabría que
es la tarde de un día de semana.
Las letras son de tres colores, pero las letras no son
rojas; no son azules, no son amarillas. Habrán sido, pero

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más de una vez quedaron al sol, y ahora son celestes, rosa-
das y amarillentas. Se han marchitado; sin embargo resisten.
El viejo escribe. Más de una vez abrí sus carpetas y espié
esos papeles. Son Escrituras, me explicó. Trabajos de escri-
banía. Comienzan siempre del mismo modo. Me gusta se-
parar las letras por colores; no me gusta formar palabras de
tonos combinados. En la ciudad de Bahía Blanca, Partido
del mismo nombre, Provincia de Buenos Aires, a catorce
días del mes de agosto de mil novecientos setenta y tres,
ante mí, notario hábil… Pero no termino de entender.
Las letras que no son rojas sino ligeramente rosadas
empiezan a alinearse. Ahora me doy cuenta de que me pa-
recen iguales a otras. En algún momento vi a sus hermanas
gemelas. Si raspo los bordes de plástico sobre la mesa de
fórmica hacen un chirrido desagradable, como de uña
sobre pizarrón. No lo hago más.
Levanto los ojos; las hermanas gemelas están delante de
mí, en el paquete de galletitas. Son las mismas que forman
la marca desayuno. ¿Pero la leche que se toma a la tarde
no se llama merienda?
¿Hay galletitas merienda?
Con las gemelas rosadas formo la palabra saloon.
Aparece en todas las películas de cowboy. Y es el tecleo.
Como tienen cierto grosor, las puedo poner de pie, pero
nunca puedo formar de esa manera una palabra que ten-
ga la letra F. Y es el pedaleo. Pero las de saloon quedan
juiciosamente paradas, una al lado de otra, al borde de la
mesa. Solo hay que cuidar que la S no se balancee, no baile,
porque los aromas producen música. Lo que es ligeramen-
te rosado contra el borde blanco.
Me agacho para ver las letritas como si estuviesen ali-
neadas en una cornisa. No, mejor me tiro panza abajo en
el piso y levanto la cabeza.

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Lo que es ligeramente rosado asoma sobre el borde
blanco.
Más acá, está el vacío.
Y debajo, yo.
Al pie de la letra.
La fascinación impide la mirada porque el ojo se ha
convertido en el objeto mirado.

Un ligero parpadeo y las letras crocantes se desdoblan,


cada una vuelve a su lugar, al recuerdo unas, a la cornisa
las otras.
Bajo la cabeza. La maestra sale de la panadería.
Tomá, me dice ofreciéndome un sobre de papel ma-
dera abultado. Una docena de facturas para tus hijos. Y
además te compré medio kilo de felipes. Me pareció que
estaban pintones.
Gracias, seño.
¿Volvemos a la plaza?, y su voz se ha vuelto comple-
tamente dulce.

Ahora la escena cambia ligeramente. El movimiento de


autos es más denso. Cruzan la plaza grupos de chicos con
guardapolvos y mochilas en la espalda o arrastrándolas en
esos soportes metálicos que tienen un par de ruedas chi-
cas y producen sobre las baldosas acanaladas un estrépito
de ametralladora. La 505 pasa repleta. Nos sentamos en el
mismo banco.
Bueno, hormiguita, terminamos.
Una hilera de hormigas negras acarrean las últimas ho-
jitas antes de los fríos fuertes. Tendrán el hormiguero bien
aprovisionado, si antes no las extermina un empleado mu-
nicipal.

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