Está en la página 1de 8

Marco Aurelio Denegri, MAD, un loco en su sano

juicio

Por Claudia Victoria Arenas

Misántropo, elitista y erudito, Marco Aurelio Denegri, ni


casado, ni hijos, es el sexólogo más excéntrico del
medio. Tiene un programa en televisión nacional en el
que ha declarado abiertamente s
u aversión por la especie humana y que en realidad el ser
humano no debería ser calificado homo sapiens sino
homo stupidus, término que él mismo creó. Muy pocos
saben realmente como es y él lo prefiere así. Detesta la
idea de volverse popular.

UNO

Son las tres y cuarenta y dos de la tarde de un miércoles cualquiera. La señora del
puesto ambulante de la esquina de la cuadra tres de la avenida Petit Thouars me ha dicho que
siempre ve salir al señor Marco Aurelio Denegri en un taxi tico amarillo por el lado derecho de
la calle. Desde mayo del 2001, Denegri llega a las cuatro en punto de la tarde a la cuadra diez
de José Gálvez, en Santa Beatriz, para la grabación de su programa ‘La función de la palabra’
en Televisión Nacional del Perú, canal 7. Hago mis cálculos. Dada la cercanía entre su trabajo
y su hogar, es probable que a esta hora aún se encuentre en su casa y hacia allá me dirijo. Doy
con la calle y el número. Un auto Tico espera en la puerta. Es una casa angosta, antigua, de
tres pisos que, según los pocos que han podido ingresar, está repleta de libros, desde el garaje
hasta la azotea. Y hay quienes aseguran que en ella se encuentra la biblioteca de sexología más
grande del Perú. Espero afuera.

Alfredo, un moreno ya mayor, aguarda dentro del Tico. Lee un periódico chicha. Es el
taxista oficial del doctor Denegri desde hace doce años. Fue despedido de una empresa de
seguros de la misma calle y esto lo obligó a pararse varias semanas en la misma loseta, muy
cerca de la casa de Marco Aurelio, en espera de su gratificación. Con lo conseguido, alquiló un
Volkswagen, lo estacionó en la esquina de Velarde y comenzó a hacer taxi a sus ex jefes y
antiguos compañeros de trabajo. Una mañana de 1993, el señor Marco Aurelio salió de su
casa, convinieron precio y salieron rumbo a la San Marcos, alma mater donde Denegri estudio
cursos de derecho, una carrera que nunca llegó a terminar.

Desde entonces, Alfredo lleva al señor Denegri casi a todos lados. A pesar de los años
y kilómetros juntos solo puede –o quiere– decirme más o menos lo mismo que me comenta
el portero y el supervisor del canal.

—Es un hombre reservado, serio pero amable. Usted sabe que es cultísimo, respetable.
No lo hace esperar más de lo necesario para una carrera. El señor Denegri solo habla
si uno es quien le inicia la conversación, pero Alfredo no le dice nada porque cada vez que
piensa hacerlo, mira por el espejo retrovisor, lo nota pensativo y cree que podría incomodarlo.
Es difícil saber qué decirle a alguien que te considera parte de una especie genéticamente
condenada a la extinción por el embrutecimiento al que nos lleva el uso dependiente de la
tecnología. Con solo escuchar dos palabras, Denegri sabe que no perteneces al escaso
porcentaje de personas cultas del mundo y mucho menos al 1.3% de extrema sapiencia del que
él, por supuesto, se siente parte. Si no lo eres, simplemente eres una pérdida de tiempo, lo
aburres.

Mientras espero el momento en que Denegri abra la puerta de su casa, recuerdo la


primera vez que lo vi. Fue en el lobby del Canal 7. El Chato Grados, célebre cantante
folklórico, se encontraba hundido en un sillón que lo hacía ver aún más pequeño. A su lado
estaba la también folklórica Amanda Portales, en jeans y taco aguja, con la que el Chato
conversaba sobre las elecciones presidenciales. Marco Aurelio bajó del taxi tico y subió la
escalera de la entrada. Hizo un saludo rápido con la mano a los mismos de siempre, a la
recepcionista y al guardián, miró de reojo a los dos personajes por un instante para
desaparecer luego por un pasillo largo, amarillento y desierto. Fueron menos de diez segundos,
pero suficientes para notar su caminar presuroso, su postura ligeramente encorvada y una
excesiva limpieza general percibida en la estela fresquísima que dejó. También noté que, al
lado suyo, una mujer iba siguiéndolo como un satélite constante. Pero ahora estoy en su calle,
ya llevo una casi una hora parada y el sexólogo no aparece.

—Si quieres hablar con él, no lo esperes aquí en su casa, ten por seguro que no te va a recibir
–dice Alfredo.

Doy la vuelta y pienso tomarme dos horas para abordarlo luego de la grabación a la
salida del canal.

DOS

Marco Aurelio fue el único hijo del tardío matrimonio Denegri-Santa Gadea. Ella
profesora, él sub-director del colegio Guadalupe. Recibió su nombre de Marco Aurelio
Denegri Cox, su abuelo, quien había muerto casi veinte años antes del nacimiento de su nieto.
Desde muy pequeño, Marco Aurelio merodeaba por la biblioteca de su padre, por el que tenía
gran admiración y a quien, hasta ahora, le recuerda algunas frases que cita en su programa
cuando menos uno se lo espera. De él heredó el gusto por la lectura, pero recibió también las
primeras lecciones de un peculiar vínculo de géneros. Julio Denegri y Leonor Santa Gadea, al
parecer, dormían en camas separadas. Leonor era la clásica esposa, serena, atenta y
complaciente. Del padre Denegri cuentan hasta hoy que fue un hombre que no rendía cuentas
a nadie.

Es difícil encontrar familiares o amigos que recuerden la celebración de algún


cumpleaños del pequeño Marco. El 16 de mayo de cada año eran un día normal. Tampoco
recuerdan haberlo visto cantar, fumar o bailar. Todos coinciden en que, si bien era un chico
gracioso e inquieto cuando quería, siempre fue bastante reservado. Con los años, fue
alejándose de amigos y familiares. Con los años, pasó más tiempo en su biblioteca leyendo o
analizando, como audiófilo, la calidad del sonido de un disco en su equipo profesional. Su
interés por la cultura y las ciencias lo llevó a investigar diversos temas, desde Budismo Seng
hasta gallística y cajón peruano. Se acostumbró a leer más de cuatro horas al día y, cuando se le
acabaron las palabras para tantas ideas, decidió crearlas. Ha llegado a decir, en más de una
oportunidad, que la Real Academia de la Lengua está mal informada.

La altura de sus conocimientos lo hizo no sólo reservado, sino un ser arisco y ermitaño
hasta con sus seres más cercanos. Un amigo suyo cuenta que, cuando le dio el pésame por la
muerte de su padre, Marco Aurelio dijo:

—Ya estaba viejo.

TRES

A bordo de un viejo Oldsmobil guinda, tres jovencitos imberbes de clase alta limeña
estaban a punto de llegar al clímax de sus primeras citas. Era una noche de julio de 1952.
Luego del cine, las parejas se dirigieron rumbo a El salto del fraile, cerca a playa la Herradura.
El futuro oftalmólogo William Olivos, único del grupo que podía gorrear el auto de su padre a
los diecisiete años, iba al volante. Apagó el motor, bajó el volumen de la radio y reclinó su
brazo en el respaldar del asiento para acariciar el lazo que adornaba el cabello de su chica. Al
lado de ella, Mario Martínez tarareaba una canción de moda para su respectiva pareja. En la
parte de atrás, iba Marco Aurelio Denegri. Lo apodaban ‘Moviloil’ por sus inquietos
movimientos pero que, en ese preciso instante, tomaba de la cintura a C., una chica delgada
que había conocido esa misma noche. Olivos recuerda muy bien aquella salida. Fue la única
vez que vio a su amigo, el hoy reputado y excéntrico sexólogo, intentando provocar a una
mujer. El oftalmólogo recuerda el diálogo así:

—Marco, no te he dado confianzas –susurró Celia mientras miraba avergonzada el espejo


retrovisor.
—Pero si sólo te tengo de la cintura… –dijo Marco Aurelio fingiendo sorpresa y
aprovechando para acercarse a ella un poco más.
—Oye, te he dicho que no te he dado confianza.
—¿Acaso tú no sabes que las caricias son el precedente del ósculo?
—¿Qué es ósculo?
—Mira querida, confórmate con saber que quiero darte un beso, ¿puedo o no?

A los pocos días, Marco Aurelio pasaba la voz a sus amigos para ir a jirón Haitica,
célebre barrio rojo de La Victoria cerrado cuatro años después y del que Denegri escribiría un
relato titulado ‘Recuerdos huatiqueros’. Marco o MAD, como también lo llamaban sus amigos
del Colegio San Andrés, haciendo referencia a las iniciales de su nombre (pero también por su
conducta inquieta e impredecible), merodeaba el barrio de prostitutas desde los catorce años.
Sabía muy bien que las meretrices de las dos primeras cuadras cobraban dos soles; las de la
tres, cinco, y las de la cuatro, diez soles. Ahí le gustaba andar. La cuadra cuatro era cotizada
porque en ella se encontraban las putas más guapas e inclusive podían servirse de cubanas,
francesas y españolas. En las cuadras cinco y seis, atendían homosexuales y una que otra mujer
ya pasada de años. Marco Aurelio no sólo disfrutaba ir para tomar el servicio luego del
descanso del almuerzo, sino que también era visto apoyado en las ventanas, conversando con
las prostitutas sobre las dificultades, bondades y secretos de su oficio.
—Si nosotros íbamos seis veces al mes, Marco iba alrededor de veinte al mes. Debe haber
estado con todas o casi todas las putas.

Su interés por el sexo iba más que un deseo exploratorio común en cualquier
adolescente de hormonas revueltas. Era habitual encontrarlo en el recreo leyendo, a
escondidas, libros en inglés de sexología humana, como The Kinsey Report (El informe Kinsey),
una publicación de estudios de conducta sexual escrita por el entonces célebre investigador
norteamericano Alfred Kinsey. Era frecuente escuchar a Denegri jactarse del éxito obtenido
gracias a las recomendaciones de dicha instrucción y hacer las cosas como se debe. Marco
Aurelio organizaba debates con profesores acerca del tema, e incluso recolectó firmas para la
creación de un curso-taller de orientación sexual para los alumnos, un pedido que, por
supuesto, las autoridades desestimaron rápidamente.

CUATRO

Su única pareja conocida fue una rubia platinada que se paseaba por jirón de la Unión
con insolencia. Vestía faldas largas, llevaba el cabello suelto y usaba abrigos oscuros durante el
invierno. Era 1972, Marco Aurelio tenía treinta y cuatro años y solía llevarla del brazo por las
tardes al Club la Unión para tomar café con el amigo, cineasta y narrador Armando Robles
Godoy. Olivos recuerda los cariños y bromas de la pareja. Marco Aurelio solía acariciarle la
barbilla mientras todo el cuerpo de ella se reía. A los conocidos, todo aquello les parecía
increíble. Según los que recuerdan esta historia, MAD se divorció de la poligamia por casi tres
años y compró un auto que apenas llegó a conducir. Dicen que aquella rubia estilo Marilyn
Monroe lo sacó de las bibliotecas a tomar, conversar de temas triviales y mezclarse con gente
alegre y ligera que él siempre repudió. Pero el enamoramiento fue fugaz, una comprobación
práctica de lo que él siempre ha visto como la esencia teórica del sentimiento amoroso: el
amor es un fenómeno perecible y finito, un ‘trámite breve’. Hubiera sido una rareza que le
haya durado. Cuentan que la argentina desapareció de su vida sin saberse más de ella.

Pero tiempo antes Marco ya tenía una mujer que lo seguía a todas partes. Rosa.
Pequeña, trigueña y regordeta, Rosa lleva hoy el cabello teñido de castaño recogido en una
cola, camina ligero, y al igual que hace más de treinta años, va detrás de él. Le lleva los libros,
le abre la puerta, lo atiende. Lidia Alvarado de Denegri, prima mayor de Marco, recuerda
haber visto a Rosa por primera vez hace veinticinco años en una de las pocas reuniones
familiares a la que MAD asistió. Al principio, todos los Denegri de la sala pensaron que se
trataba de su pareja. Después de todo, él nunca había llevado a una mujer a la casa y si ahora
lo hacía ‘debía ser por algo’. Pidieron a la sirvienta traer algo de beber para la señorita y
presentes. Marco se recostó sobre el sillón, cruzó las piernas y apoyó su mano sobre el brazo
del mueble. Al ver aparecer a la sirvienta con la bandeja, Rosa se puso de pie y no solo se
sirvió, sino también al resto de los invitados y no paró hasta entrar a la cocina para ayudar con
la comida. Los Denegri pensaron que se trataba de alguna amiga rara de su excéntrico familiar.
Lidia y Elena de Saravia, otra prima de MAD, entendieron diez años después este hecho
cuando asistieron a una conferencia de Marco Aurelio en el Club Miraflores, donde él sostuvo
que solo habría de tener una mujer si esta era bella, le despertaba arrechura o lo atendiera
perpetuamente.

—Es un señor serio pero se sonríe y me saluda cuando me acerco. Le gusta el olorcito de Max
Factor –dice Clotilde Chávez, la maquilladora del programa, refiriéndose al polvo compacto
para la cara que aplica a Marco Aurelio previa base líquida. Ella suele pasarle la esponjita por
el rostro cinco minutos antes de comenzar la grabación, y le da una repasada en cada corte que
marca la productora del programa, Samantha Chau.

La primera vez que Samantha lo vio, fue en el programa ‘Vivamos’ que Ricardo
Belmont conducía en canal once, allá por 1987. Tema de la noche: la pornografía. Los
panelistas: Armando Robles Godoy, escritor; Luis Giusti de la Rosa, profesor de Medicina de
la San Marcos; Ana Maria Portugal, feminista; monseñor Ricardo Durand, obispo del Callao,
y, al lado de tan célebre dignatario católico, MAD. El sexólogo se divertía con el público
haciendo morisquetas cada vez que monseñor Durand decía escandalizado “es una cosa
monstruosa”. Al final, Belmont llamó a consulta popular: pidió al público votar a mano alzada
y decir así con cuál de los panelistas estaban de acuerdo. Solo un asistente apoyó a Marco
Aurelio.

La segunda vez que Samantha lo vio, en enero de 2002, MAD parecía molesto y ella
estaba nerviosa. Trabajarían juntos por los próximos cinco años y ella sería algo así como su
jefa. Desde entonces lo llamaría ‘Don Marco’, porque así se siente cómoda. Quedaron en que
iría a visitarlo a su casa una vez por semana, antes de la grabación del programa. Quedaron
también en que ella se encargaría de recibir los e-mails de los televidentes: le haría llegar los
más interesantes y los respondería siguiendo instrucciones precisas.

—Nunca lo he visto sin terno, anda así hasta en su casa.

Comenta de él lo que muchos: serio, cumplidor y puntual. Pero también carajeador y


sumamente divertido. Lo primero, cuando llega al set y se da cuenta que las cosas aún no están
listas. Lo segundo, luego de las grabaciones, cuando se lanza a contar algunos chistes. Ella
procura seguir el ritmo, ríe con él pero al mismo tiempo no incumple ninguno de los pedidos
especiales de Don Marco, entre ellos, no dejar entrar a ninguna persona fuera del equipo
técnico al set. No autoridades del canal, no practicantes, no periodistas. Sólo a Rosa, que desde
una esquina, sentada en una banquita, espera la señal luego del tercer bloque, para ponerse de
pie y llevar hasta la mesa de conducción los libros que MAD destruirá en críticas durante la
emisión del programa.

CINCO

Al fondo de la sala del chifa Ho Wha de la cuadra cuarenta y dos de la avenida Paseo
de la República, la promoción Carlos Benavente Zavala de 1955 del Colegio San Andrés se
reúne para almorzar cada mes.

—Él, por supuesto, no vendrá –dice el pequeño Jorge Best, compañero de colegio de MAD
atrapando con el tenedor un trozo de chicharrón.

La última vez que MAD decidió aparecerse en una de estas reuniones fue hace seis meses. Fue
luego de varios años de desaparición.

—Le dije que si venía a comer con nosotros, le tendría de regalo: un libro de mi colección,
uno de crónicas de viaje que data de 1759 –dice Best–. Y vino, solo así viene.
En medio del almuerzo, Jorge Queirolo se pone de pie y dice “Ser o no ser, he ahí la
gran duda’, ¿saben que quiere decir esto plebeyos?”. Todos se ríen y dicen “no, no sabemos mi
estimado ‘Moviloil’’. “Sarta de plebeyos entonces”, parafrasea Queirolo. Cuentan que Marco
Aurelio llegó a clase una vez y recitó entero aquel famoso acto tercero de la primera escena de
Hamlet. Fue toda una lección de expresión teatral, un espectáculo de ademanes y gestos. Pero
nadie reaccionó. ¿Qué le pasaba a MAD? Al no recibir comentario final, dijo:

—Ah, no dicen nada, eso es porque esto es algo que nunca entendería la plebe.

Así llamaba al resto. Y así lo querían y lo siguen queriendo algunos pero así ya no lo
quieren tanto otros. Para muchos, hace tiempo que Denegri dejó claro que, si existen altares
especiales para los que piensan mejor, él ya se instaló allí hace mucho. Aquello que él ve como
defecto en los otros puede ser el motivo por el que ya no asista a las reuniones. La impresión
que tienen sus compañeros es que MAD siente que está muy por encima de ellos, que se
aburre. Y eso parece dolerles. Quizás llega a recordarles las épocas escolares en que el niño
Marco Aurelio, a pesar de vivir muy cerca del colegio, casi nunca los invitaba a entrar a casa.

Es la hora del postre. Los chicos de la promo se ven ya viejos, aunque alguno intente
ocultarlo con tinte oscuro y cuidadas sonrisas. Al verlos, me recuerdan a esos señores que una
encuentra en el café Haití: maduros, colorados. Los había visto antes, mucho menores, en una
antigua revista del colegio San Andrés. Aparecía toda la promoción 1955. Javier Polastri era el
encargado de caricaturizar a cada estudiante. En el dibujo, MAD viste saco, corbata y levanta
la mano. La mano está flotando en un ademán que parece un salto.

—Era su tembladera –aclara Polastri. El amigo habla de un tic que en ese tiempo les llamaba
la atención: lo describe como un rápido movimiento de brazos en el que Marco Aurelio deja
caer sus largas manos, como si las muñecas estuvieran en huelga. Así una y otra vez, para
luego agachar la cabeza y mostrar la coronilla. Es una orquesta de ademanes que ha
sobrevivido en el tiempo: cualquiera puede observar los mismos movimientos al verlo unos
minutos en televisión argumentando cualquier cosa.

El dibujo de Polastri tiene detalles. Regados a alrededor del personaje, hay libros de
biografías como la de Machiavello. Debajo, una breve reseña del ‘sin par Denegri’: un hidalgo y
quijotesco personaje de la promoción, es uno de los más inquietos que se caracteriza por las oportunas salidas de
clase que tiene. Persona con gran facilidad de palabra aunque de palabreo bárbaro, dando muchas vueltas para
llegar a su esencia. Quizás por eso era favorito para exposiciones como las de la conmemoración
de la batalla de Dos de mayo, las Bodas de Plata del Colegio o la ceremonia del Día del
Maestro, en donde representó al quinto de secundaria en un discurso dirigido al director.

Por aquellos días, también, se tomaron la típica foto de clase para el recuerdo. Tres
filas de chicos de pie y, en las esquinas, los respectivos profesores. En el extremo derecho de
la fila del medio, el joven Marco llevaba solapas y grandes orejas, terno y corbata azul. Tenía la
basta del pantalón a la altura perfecta, contenía una sonrisa pero permanecía erguido, como un
cadete a punto de estallar a carcajadas. Semanas después, preparaba una de sus últimas
aventuras de colegio: secuestrar al único compañero virgen de cuarto de secundaria y llevarlo a
Huatica. Me cuentan orgullosos que lo amarraron al asiento del auto de Olivos, y lo llevaron a
la fuerza a debutar.
SEIS

Hago caso a Alfredo, el taxista y espero a MAD a la salida del canal antes de las seis de
la tarde de un miércoles. Samantha, la productora, me ha repetido que él no desea que nadie
más que el equipo técnico esté en el estudio de grabación. Marco Aurelio Denegri no es una
estrella. Digamos, no es precisamente famoso. Para preguntar por él en los locales cercanos a
su trabajo, tuve que volver con una fotografía suya impresa en una hoja, como alguien que
busca a un pariente perdido. Sin embargo, MAD sí tiene fans. Conocí uno que estudia
psicología (veinticinco años, anteojos) y que guarda en su casa una colección privada de más
de cuarenta casetes en los que aparece el sexólogo, en diversos programas, facetas, ademanes.

Ahora aguardo al lado del taxi que lo espera cerca de la esquina. Y allí está. Aparece en
terno azul, botones dorados y camisa a cuadros. Detrás, Rosa carga los libros que MAD, como
de costumbre, ha deshecho en críticas durante la grabación del programa. Mientras lo veo
llegar, recuerdo la edición en la que precisó haber encontrado ciento veintisiete errores en uno
de los libros de Rodolfo Hinostroza, para luego arrojarlo a un lado y decir que se trataba de
algo “inadmisible”.

Nos encontramos en la vereda frente a frente. Me mira con fastidio, sabe que me
acercaré a él. Recuerdo la recomendación que me hizo la actriz y periodista Denise Arregui,
que lo entrevistó en el 2003 para el programa ‘Sentidos’: “tienes que soltarte, trátalo con
confianza pero también recuerda que él es el erudito, aprovecha eso”. Llego hasta él, me
presento y se me acerca con demasiada velocidad (más de lo que había previsto), trazando
entre nuestras miradas una línea de ángulo muy inclinado, una perspectiva atemorizante.

—¿De qué universidad me dices?, ya bueno, ven.

Avanza hasta el taxi. Rosa abre la puerta, ingresa y él se queda afuera. Agacha la cabeza
dirigiéndose hacia ella y, al verme, hace un gesto de ‘bueno puessss’. Se reincorpora, apoya una
pierna y un brazo en el marco de la puerta. Se ve más pálido que en la televisión. Logro ver sus
dientes tan ordenados, tan blancos, tan derechitos. Parece no tener rastro de haber llevado
barba alguna vez. Solo algunos puntitos en la zona de los bigotes.

Responde a mis preguntas con evasivas. Sugiere que todos los temas son amplios y
que, por si acaso, no habla de sí mismo. Trato de concentrarme en su cabello ralo para
controlar los nervios. Apenas algunos filamentos capilares cuidadosamente ordenados –por un
peine de dientes muy juntos– no llegan a ocultar la forma extraña de su cráneo. Es un cráneo
con forma de foco de luz. Reparo en que debajo de esos mechoncitos hay un cerebro que
domina la lexicografía, gramática, religiología, sexología, etología, ludología, cinesiología,
gallística y otros asuntos.

—No me gustan las personas, me alejo de ellas por cuestión de higiene– dice mientras me doy
cuenta de que mira mis zapatos.

Recuerdo que las empleadas del restaurante ‘La Estrella’, a frente del canal, me
comentaron una vez que MAD bebe café pasado muy de vez en cuando con chicos que
parecen hacerle entrevistas, y que suelen hacerlo reír. Pero conmigo está muy serio. Sigue
respondiendo con evasivas. Le preguntó sobre la soledad.
—Antes tenía ganas de hacer más cosas… Mire, yo doy entrevistas pero todo es cuestión de
sentirse cómodo. Ud. puede estar cómoda pero quizás yo no o puede que, al revés, usted se
encuentre incomoda y yo no. ¿Cuántos años tiene me dijo? ¿Pero está interesada en algún
tema en especial o en mí?
—Tengo veintidós y estoy interesada en un tema pero sobre todo en usted. ¿Por qué me
pregunta mi edad?
—Porque no parece. Mmmm, yo elegí ser apersonal, la soledad activa, es decir, yo elegí la
soledad, nadie me abandonó.
—¿Pero acaso no tiene instantes, pequeños momentos en los que sienta alguna ausencia?
—No, porque los que eligen la soledad activa, eligen estar solos. ¿Cuáles son tus honorarios?

No creí oír mal, aunque puede ser. Recordé de golpe todas las historias de Marco
Aurelio Denegri y las chicas de Huatica y otras incursiones suyas por antros y burdeles, la
forma en que él ha hablado de todo eso con absoluta naturalidad, sin cargas morales ni
inhibiciones. Temí que la conversación pudiera tomar un giro lamentable. Total, ¿qué puede
pensar un hombre como MAD de una chica que se le planta en el taxi? La situación me
dominaba. Me sentí estúpida y pequeña por quedarme sin palabras.

—¿Perdón?
—Que cuáles son tus horarios.
—Ando libre por las tardes, desde medio día.
—Mmm, en algún momento nos podemos encontrar entonces. Yo comprendo el interés de la
gente, pero ahora me tengo que ir. Le agradezco mucho.

Espero que se vaya y camino hacia una barbería antigua frente al canal. Pido permiso
al señor que atiende para sentarme. Le digo que espero que me vengan a recoger. Me hace un
gesto similar al de Denegri de ‘bueno pues’ y me señala un asiento con la mirada. Luego de
tomar apuntes de lo que dijo MAD, me paro y decido entregarle una revista nueva que tenía
bajo el brazo para no verlo tan gruñón, para simpatizar. “Esto es una peluquería, como puede
ver hay muchas revistas, no necesito más, gracias”, responde el barbero.

Salgo del local con el rostro pálido. Recuerdo el gesto de fastidio de los chicos del Ho
Wha por la arrogancia de MAD, el como él miró mis zapatos, el andar apuradito y nervioso de
Rosa cargando todos esos libros y pienso de nuevo en la caricatura de Denegri en la revista
escolar: alguien que disfrutas como personaje, que celebras mientras lo ves despreciar al
mundo de los comunes, pero a quien siempre verás con la sospecha de que a él no le importas
demasiado. Porque ningún ser humano importa mucho. Porque no hay nada más estúpido que
despedirse por televisión de gente que no ves, y por eso él nunca lo hace con una sonrisa y
mirando de frente. Porque no hay nada más absurdo que hablarle de ti a una chica que no
conoces y divulgaría algo de ti cuando tu solo quieres que nadie te recuerde.

También podría gustarte