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Jesse James, Gran Bandido

Sus proezas, su fama y su muerte


Estos días que para Nueva York fueron de fiesta, han sido de
agitación grande en Missouri, donde había un bandido de frente
alta, hermoso rostro y mano hecha a matar, que no robaba
bolsas sino bancos; ni casas sino pueblos; ni asaltaba balcones
sino trenes. Era héroe de la selva. Su bravura era tan grande,
que las gentes de su tierra se la estimaban por sobre sus
crímenes. Y no nació de padre ruin, sino de clérigo, ni parecía
villano, sino caballero, ni casó con mala mujer, sino con maestra
de escuela. Y hay quien dice que fue cacique político, en una
de sus estaciones de reposo, o que vivía amparado de nombre
falso, y vino como cacique a elegir Presidente a la última
convención de los demócratas. Están las tierras de Missouri y
las de Kansas llenas de recio monte y de cerradas arboledas.
Jesse James y los suyos conocían los recodos de la selva, los
escondrijos de los caminos, los vados de los pantanos, los
árboles huecos. Su casa era armería, y su cinto otra, porque
llevaba a la cintura dos grandes fajas, cargadas de revólveres.
Empezó a vivir cuando había guerra, y arrancó la vida a mucho
hombre barbado, cuando el aun no tenía barba. En tiempo de
Alba, hubiera sido capitán de tercio en Flandes. En tiempos de
Pizarro, buen teniente suyo. En estos tiempos, fue soldado, y
luego fue bandido. No fue de aquellos soldados magníficos de
Sheridan, que lucharon porque fuera toda esta tierra una, y el
esclavo libre, y alzaron el pabellón del Norte en las tenaces
fortalezas confederadas. Ni de aquellos otros soldados
pacientes, de Grant silencioso, que acorraló a los rebeldes
aterrados, como sereno cazador a jabalí hambriento. Fue de los
guerrilleros del Sur, para quienes era la bandera de la guerra,
escudo de rapiña. Su mano fue instrumento de matar. Dejaba
en tierra al muerto, y cargado de botín, iba a hacer reparto
generoso con sus compañeros de proezas, que eran tigres
menores que lamían la mano de aquel magno tigre.
Y acabó la guerra, y empezó un formidable duelo. De un lado
eran los jóvenes bandidos, que se entraban a caballo en las
ciudades, llamaban a las puertas de los bancos, sacaban de
ellos en pleno día todos los dineros, y ebrios de peligro, que
como el vino embriaga, huían lanzando vítores entre las
poblaciones consternadas, que se apercibían del crimen
cuando ya estaba rematado, y perseguían a los criminales
flojamente, y volvían a las puertas del banco vacío, donde
parecían aun verse, como figuras de oro que vuelan, las de los
bravos jinetes, a los ojos fantásticos del vulgo, embellecidos con
la hermosura del atrevimiento. Y de otro lado eran los jueces
inhábiles, en aquellas comarcas de ciudades pequeñas y de
bosques grandes; los soldados de la comarca, que volvían
siempre heridos, o quedaban muertos; los pueblos inquietos,
que, ciegos a veces por ese resplandor que tras de sí deja la
bravura, veían en el ladrón osado a un caballero del robo, y
dejaban latir los corazones conmovidos, cual se conmueven
siempre, cuando la buena doctrina del alma no los purifica, ante
todo acto extraordinario, aunque sea vil. Así, ante los toros que
mueren a mano de los hombres en el circo enrojecido, suelen
las damas de España lanzar al aire los grandes abanicos, y
descalzarse del pie breve, para arrojarlo al matador, el chapín
de seda, y enviarle la rosa roja que prende su mantilla, y batir
palmas! Una vez estaba Missouri en feria, y no menos de treinta
millares de hombres en la inmensa villa, todos de apuesta y de
almuerzo, todos de juegos y de carreras de caballos. Y de
súbito, corre miedo pánico. Era que Jesse James había sabido
de la fiesta, y cuando tenían las gentes puestos los ojos en las
cañas ligeras de los caballeros corredores, cayo con los suyos
sobre la casilla de la feria, dio en tierra con los guardianes, y
huyo con los copiosos dineros de la entrada. Lo que pareció a
los de Missouri crimen que debía ser perdonado por lo
hazañoso y gigantesco. Y otras veces esos malvados hundían
los codos en sangre. Alzaban en una curva del camino, los
hierros de la vía. Ocultábanse, montados en sus veloces
caballos, en el soto. Y el tren venía y caía. Y allí era matar a
cuantos hiciesen frente al robo inicuo. Allí el llevarse a raudales
los dineros. Allí el cargar a sus caballos de grandes barras de
oro. Allí el clavar en tierra a cuantos podían mover el tren. Si
había taberna rica, y bravo del lugar, a la taberna del lugar iban,
a armar guerra los bandidos, porque no se dijese que fatigaba
caballo ni manejaba armas, hombre más bravo que los de
James.

Si se danzaba en las villas Texanas con las hermosas del


partido, con el cabo de sus pistolas llamaba Jesse James a la
casa de la fiesta, y como de él era la mayor bravura, de él había
de ser la más hermosa. Enviaron a cazarle espía famoso, y con
un cartel sobre el pecho, atravesado de balazos, hallaron al
espía; el cual cartel decía que así habían de morir los que
enviaran a la caza. Es aquella de las apartadas comarcas de
esta tierra, vida singularísima que desenvuelve en los hombres,
en la selva libre, todos los apetitos, todas las suntuosidades,
todos los impulsos y todas las elegancias de la fiera! Bien es
que el cazador de búfalos, hecho a retar al animal pujante, y a
sentarse, como en su propio asiento, en los hijares de la gran
res vencida, deje crecer y colgar por los hombros su cabello
largo, y tenga el pie robusto hecho a hollar troncos, y la mano a
doblarlos, y el corazón a la tempestad, y los ojos empapados de
esa mirada solemne y triste de quien mira mucho a la naturaleza
y a lo desconocido.
Mas, ¿dónde hallan, cómo quieren hallar diarios y cronistas,
hazañas de caballero manchego en ese ensangrentador de los
caminos? Bien es que le mató un amigo suyo por la espalda, y
por dineros que le ofreció para que le matase, el Gobernador.
Bien es que merezca ser echado de la casa de Gobierno, quien
para gobernar haya de menester, en vez de vara de justicia, de
puñal de asesino. Bien es que da miedo y vergüenza que allá
en la casa de la ley, cerca de puerta excusada y en noche
oscura, ajustaran el jefe del Estado y un salteador mozo el
precio de la vida de un bandido. ¿Pues, que respeto merece el
juez, si comete el mismo crimen que el criminal? Sombra era la
del soto en que aguardaban a los trenes que habían de robar
los de la banda de James, y sombra la del gabinete de gobierno,
en que el guardador de la ley ajustó el precio del caudillo de la
banda. Y los corregidores que le persiguieron en vida, le
sepultaron en féretro suntuosísimo, que de su bolsa pagarán, o
de la del Estado: el cadáver fue a ser puesto en tierra de la
heredad materna, en tren especial, y no en tren diario: llevaban
los cordones del féretro del bandolero los corregidores del lugar
y millares de personas, con los ojos húmedos de llanto,
acudieron a ver caer en la fosa a aquel que rompió tantas veces
con la bala de su pistola el cráneo de los hombres, con la misma
quietud serena con que una ardilla quiebra una avellana. Y los
empleados de la policía del lugar quedaron arrebatándose la
yegua veloz en que montó el bandido.

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