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En nuestra vida estamos constantemente tomando decisiones. Muchas de ellas son irrelevantes, las
tomamos de forma inconsciente, como cuando voy conduciendo hacia el trabajo y tomo por una
calle o por otra distinta mientras voy oyendo la radio o conversando con el compañero de viaje. La
elección de una dirección u otra se ha hecho automáticamente. En estos casos el sistema de toma de
decisiones funciona muy bien.
Sin embargo, en otras ocasiones parece que nos vemos imposibilitados a tomar una decisión incluso
aunque seamos conscientes de la necesidad de elegir. Algo nos frena o nos imposibilita la toma de
decisiones.
Todo proceso de toma de decisiones se basa en dos aspectos interrelacionados. Uno es emocional e
intuitivo. El otro es racional y lógico. Cuando ambos aspectos coinciden en la valoración de la
situación resulta muy fácil llegar a una conclusión que resuelva la decisión.
Si las consecuencias emocionales de las distintas opciones de una decisión son irrelevantes,
tampoco es relevante tomar una opción u otra. El coste emocional va a ser mínimo o, al menos,
soportable, y la decisión se toma de forma automática y rápida.
Las opciones lógicamente claras de bajo coste emocional permiten una rápida toma de decisiones.
Solo tengo que elegir entre A o B, o entre A, B y C, entre SÍ o NO, dependiendo del tipo de
decisión.
Sin embargo, a veces la vida nos coloca en situaciones en las que las opciones no son tan claras.
Elegir A tiene consecuencias negativas, y elegir B igualmente tiene consecuencias negativas.
Cualquiera de las dos opciones va a resultarnos dolorosa. En estos casos se suele