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Después de almuerzo, me excusé y me fui en taxi a la cabaña de Martín, donde

habíamos quedado de juntarnos. Sentí un alivio muy grande al irme; me sentí como

liberada de un enorme peso, como si pudiese dejar de fingir y por fin pudiera

desenvolverme con soltura. Aquella sensación de relajo se acentuó aún más cuando

atravesé a pie el bosque para llegar a la cabaña, mezclándose con una excitación

creciente. Pese a que hacía mucho calor, había una agradable brisa helada que me

acariciaba el rostro; además, el camino quedaba cubierto casi en su totalidad por las

sombras de las ramas de los árboles, que tiritaban levemente al paso del viento suave,

formándose en el suelo figuras de luz que me distraían mientras avanzaba, excitando mi

imaginación.

Casi al llegar a la cabaña, me encontré con el dueño, que atravesaba el bosque usando

una rama como bastón; llevaba puesto un jockey color café claro, mismo color de sus

shorts, anchos y llenos de bolsillos. Al verme, me saludó con una energía excesiva,

alzando su mano y diciendo unas palabras que no entendí por su mala dicción y por la

distancia que nos separaba. Yo le sonreí de vuelta y alcé también mi mano, alejándome

luego con paso rápido.

Hay algo de ese señor que no me agrada; no sé muy bien qué es, pero siempre siento

cierto recelo cuando lo ve y procuro alejarme lo más rápido posible.

“Pasa, está abierto”, me dijo Martín desde adentro cuando toqué la puerta de la cabaña.

Empujé despacio la puerta, que estaba junta, e ingresé. La cerré y me quedé un rato de

pie en la entrada, observando la cabaña. Lo primero que llamó mi atención fue el

desorden. Era demasiado evidente. Había sacos de dormir en el suelo, además de

prendas de ropa repartidas por todo el living; también había muchos vasos sucios

encima de la mesa, acompañados de botellas semivacías de bebida y alcohol; incluso


había fichas de póker en la mesa y desparramadas en el suelo. No me molestaba, pero

no dejaba de llamarme la atención. Después de todo, llevaban un solo día. No pude

evitar preguntarme por cómo estaría en los últimos días.

Martín estaba recostado en su cama, leyendo un libro que era, al parecer, de medicina;

tenía un paquete de ramitas a un costado, y a veces, sin mirar, metía su mano y comía

un poco. Esa era uno de los gustos que yo le había contagiado: las ramitas. Antes no le

gustaban mucho, me decía que no tenían sabor a nada, pero desde que salía conmigo se

había vuelto, al igual que yo, adicto a las ramitas. A las azules, las normales, no las

otras. Cada vez que lo veía comiendo, lo miraba y él sonreía culposamente y asentía

dándome la razón.

No había nadie más en la cabaña, y me di cuenta casi que por el silencio que reinaba en

el ambiente. Él no había dicho nada, y yo no había querido interrumpirlo. Yo seguía de

pie en la entrada, quieta, como si esperara algo. A veces lo miraba a él. Me encantaba

verlo así, concentrado, frágil, con su rostro sin expresión, casi que infantil.

“Voy enseguida. Me falta una página”, me dijo de pronto Martín, levantando

divertidamente su cabeza por encima del libro, robándome una sonrisa. “Si quieres toma

asiento”.

Yo me acerqué al sillón (sofá), avanzando con mucho cuidado para no pisar nada

extraño, y tomé asiento. No dejaba de sorprenderme el desorden; pensaba que ni

siquiera si hubieran querido hacerlo a propósito hubieran podido lograr tal desorden.

Despegué mi vista de la cabaña y miré el paisaje a través de la ventana que estaba detrás

del sofá.

De pronto escuché cómo Martín se despegaba de la cama y venía hacia a mí. Enseguida

volteé mi cuello y lo dirigí hacia la entrada del dormitorio, mientras tragaba saliva y

sentía como mi cuerpo comenzaba a endurecerse. Comenzaba a ponerme nerviosa, y


sabía exactamente por qué. Me quedé sentada derecha, muy rígida, con la parte baja de

mi espada espalda bien apoyada en el respaldo y mis manos colocadas abiertas sobre

mis rodillas, como una obediente alumna.

Él apareció enseguida. Se quedó quieto bajo el umbral de la puerta, apoyado su cuerpo

en la muralla. Me miró y sonrió profusamente, achinándose como nunca sus ojos,

sosteniendo su sonrisa estirada en sus labios por varios segundos. Nos conocíamos bien,

ambos sabíamos perfectamente cuál era la situación en la que nos encontrábamos, y por

eso recuerdo haber pensado que esa sonrisa tenía, como casi todo lo que él hacía o

decía, una segunda intención, que en este caso era la de querer relajarme. O tal vez

relajarse a sí mismo, qué se yo. Lo cierto es que funcionó, que me relajé y pude

sonreírle de vuelta.

Despegando su cuerpo de la muralla y colocando ahí sus manos para apoyarse, pero sin

todavía avanzar, él miró rápidamente a su alrededor, inclinando su cuerpo hacia

adelante. Luego me miró y sonrió.

“Disculpa el desorden. Hice lo posible, te lo juro, pero había algunas cosas que no sabía

de quiénes eran, y por eso no sabía dónde guardarlas. Al final hice lo que pude y me

resigné a dejar el resto así. Disculpa”.

“No te preocupes, y no me pidas disculpas. No me molesta”, dije sonriendo, enternecida

por su sincero arrepentimiento.

“Aunque sea difícil de creer, créeme cuanto te digo que estaba incluso peor”.

“¿De verdad? Eso es muy, muy difícil de creer”, dije sonriendo burlonamente.

Martín asintió resignado y sonrió.

“Te lo dije. Ayer, al llegar aquí después de haberte ido a dejar a tu condominio, me

encontré con un desastre total”.

“¿Por qué? ¿Qué hicieron?”, pregunté con curiosidad, reacomodándome en el asiento.


“No satisfechos al parecer con su estadía en el bar, los demás estaban tomando y

jugando póker. Gritaban y se lanzaban fichas de un lado a otro del living. ¿Sabes lo qué

es eso? Parecía una guerra”, me dijo Martín, acercándose al sofá.

“¿Y te llegaron algunas?”, pregunté conteniéndome la risa.

“Algunas. Pero logré esquivar la gran mayoría, pudiendo refugiarme a tiempo en mi

habitación. Eso sí, tuve que quedarme un rato agachado junto a la puerta, sosteniéndola

de la manilla con ambas manos, porque había algunos que querían invadir mi territorio.

Si incluso volaron un par de sillas. ¿Te puedes imaginar lo qué es eso?”

Yo me largué a reír. Me estaba imaginando todo esa escena en mi cabeza, su rostro de

temor y sorpresa.

“¿Y no vino nadie a alegar?”, pregunté.

“No, por suerte no. Pero creo que sí seguimos así, no tardarán en llegar las quejas. Al

despertarme y ver todo esto, parecía como una escena de un crimen, como cuando en las

películas entran las fuerzas especiales a las casas de los narcotraficantes y desordenan

todo”.

Yo volví a reírme.

“¿Y dónde están todos?”, pregunté rápidamente, deslizándolo en la conversación como

si nada, dando una veloz mirada a mi alrededor para camuflar aún más la real intención

de la pregunta. Era algo que me intrigaba hace bastante, pero estaba esperando el

momento preciso para preguntarlo.

“Fueron de paseo a escalar un cerro. Llegan tarde”. Me miró fijamente al decirlo,

sosteniéndome la mirada con firmeza y sin siquiera parpadear, como queriendo dejar

bien en claro a lo que se refería. Yo sentí cómo mi respiración se aceleraba y me costaba

respirar. Él sabía que iba a preguntarlo en algún momento, que debía hacerlo, y parecía

haber preparado esas líneas con mucha antelación. Me pareció que estaba un poco
nervioso y que le costaba seguir mirándome, pero fingía muy bien y, como siempre, me

resultó muy difícil adivinar lo que pensaba.

“¿Tarde?”, pregunté luego de un breve silencio y con mi voz quebrada, como habiendo

recién procesado la respuesta de Martín. Me arrepentí enseguida de haberla formulado,

porque ya parecía estar todo muy claro, pero en ese minuto me pareció necesario

asegurarme, sobre todo por lo que había ocurrido el día anterior, que pensábamos lo

mismo.

“En algunas horas”, dijo él como si nada y bajando la vista, caminando lentamente hacia

el sofá, intentando ocultar lo obvio. Me fijé que en sus labios asomaba tímidamente una

sonrisa irónica, y eso terminó de esclarecer todas mis dudas. Tragué saliva y suspiré

profundamente.

Él se sentó a mi lado, y mis temores volvieron a apoderarse de mí. Se produjo un

silencio muy extraño e inesperado; él seguía con su mirada en el suelo, aunque a veces

me miraba de reojo, como verificando que seguía ahí. No nos tocábamos, ni siquiera

nos rozábamos. Era muy raro que un silencio entre nosotros fuese incómodo, que

pareciera alejarnos en vez de acercarnos. Pero entonces recordé que lo mismo había

ocurrido con Jorge, la segunda vez; recordé que la tensión era normal, que era un paso

previo necesario, que era solo un síntoma de lo mucho que nos queríamos, de lo mucho

que temíamos pasar a llevar al otro con nuestros propios deseos. Sin embargo, ese

pensamiento no fue suficiente para tranquilizarme.

“¿Estabas estudiando?”· pregunté casi sin querer, escapando las palabras de mis labios

sin mi consentimiento, cuando la respuesta era evidente. Me sentía extremadamente

nerviosa, y cuando estoy nerviosa hablo de más, sin pensar.


“Sí”, dijo él, con un tono firme y seco, mirando aún el suelo. Que hubiera respondido

seriamente, sin hacer ninguna broma, lo empeoró todo. Me pregunté si acaso también él

estaba nervioso, y si acaso esa excesiva seriedad no era un mecanismo de defensa.

Nos mirábamos de reojo, esquivándonos, como dos desconocidos que se sienten

espontáneamente atraídos en un vagón de un tren, pero sin que ninguno se atreviera a

alzar la voz. Aunque era incómodo y extraño, había algo de atractivo en todo aquello, en

esa tensa espera, en ese alargamiento innecesario del tiempo, en la ansiedad y la

impaciencia. Me fijé además que él comenzaba a sonreír, como si se hubiese

acomodado y lo estuviese disfrutando, como si lo estuviese haciendo a propósito. Eso

hizo que también yo comenzara a sentirme más cómoda, que incluso pudiera esbozar un

intento de sonrisa.

Recuerdo que, justo cuando ese pensamiento se posó en mi mente, sonreí avergonzada.

“Por supuesto”, pensé. “Él lo ha planeado todo. Es todo parte de su plan”.

De pronto, y como si me hubiera estado leyendo la mente, él levantó la cabeza y me

miró. Se mordía los labios para no reír y su mirada era intensa y penetrante, tanto así

que me obligó a bajar la vista, mientras sentía cómo me ruborizaba. Entonces lo

comprendí todo, terminé de comprenderlo, y sonreí para mis adentros. Él me había

acercado, me había hecho dudar, para luego, pillándome abierta y desprevenida, en un

estado de máxima alerta, clavarme su mirada en el alma, haciéndome caer rendida a sus

brazos. Martín seguía mirándome, mientras yo comenzaba a sonreír debido a mi

nerviosismo. Sentía el calor de sus ojos en mis mejillas, que parecían arder. No me

sentía capaz de poder mirarlo de vuelta, y debía contentarme con observarlo de reojo.

De repente, él se acercó a mí. Su cabeza venía directamente hacia la mía, sus labios

parecían apuntar hacia los míos, parecían querer lo mismo, pero cuando cerré los ojos

esperando el suave y dulce impacto, él dio una curva, y justo antes de que yo abriera los
ojos por la sorpresa y la decepción, escuché su voz, más relajante y seductora que

nunca, susurrándome al oído.

“No sabía que te diría esto alguna vez, pero no porque no quisiera, sino que porque no

sabía que podía ser posible: hoy estás más bella que nunca”.

Al escuchar esa frase, me quedé sin aire por un instante, y todos mis miedos

desaparecieron enseguida.

Quise agradecerle, pero no me salió la voz. Sus labios seguían pegados a mi oreja; podía

sentir su cálido aliento deslizándose por las laberínticas calles tejidas en su interior.

“¿Y sabes qué es lo que te hace más bella? Que no te das cuenta; que ni siquiera lo

sabes. Como la flor en el Principito, ¿lo recuerdas?”

Yo me estremecí de placer; un escalofrío me recorrió todo el cuerpo, sacudiéndome

violentamente, y comencé a sentir una exquisita sensación de relajo a la altura de mis

hombros, escalando por mi cuello hasta llegar a mi cabeza.Su voz, no encontrando

obstáculo en ninguna distancia, entró entera en mí, no perdiéndose nada en el camino,

llegando pura e impactando su mensaje de lleno en mi corazón, en mi alma,

removiéndome por completo.

Sus labios se quedaron unos instantes ahí, quietos, fijos, respirando anhelantes en mi

oreja, llenándome con su aire, con su vida, resonando aquellas palabras anteriores aún

en las paredes interiores de mi mente, aún llenas de significado. De pronto, él me

mordió suave y juguetonamente el lóbulo de la oreja. Escuché una risa, y también yo

reí. Luego, su lengua comenzó a descender a ras de piel, despacio, muy despacio, sin

prisa, sin levantarse, como queriendo saborearlo todo, como queriendo dejar marcas

estampadas con su sello por todo mi cuello. Y por mí estaba bien, por mí estaba más

que bien. Estaba perfecto.


Yo ya tenía los ojos cerrados; completamente entregaba, me dejaba llevar. Apareció en

mi mente el rostro de Paulina; rápidamente pasaron por mi pecho su rostro, su sabor, su

fragilidad, su ternura, su entrega. Y como un mantra se repetía en mi cabeza lo que me

había dicho en esa ocasión:

“No temas, solo déjate llevar”. Su voz me guiaba, me atravesaba, bañándome y

llenándome con su sabiduría amorosa; yo sentía que fluí sobre mí como la corriente

incesante de un río abandonado en una rincón oculto de la ladera de un cerro empinado.

Yo era el hundimiento de tierra suelta y rocas quietas, y su voz era la sustancia que poco

a poco me iba llenando; sobre mi cuerpo vacío se derramaba el agua que venía a mi

encuentro, dándome un significado.

La lengua de Martín seguía bajando por mi cuello, deteniéndose en la montaña de mi

hombro derecho; levantó sus manos y aprovechó de desnudarlos a ambos, y yo lo dejé,

lo dejé y lo ayudé, lo acompañé, juntándose nuestras manos por un instante sobre uno

de ellos, deseándose, rozándose, apretándose, montándose la una en la otra e

intercambiándose, confundiéndose, sosteniéndose. Yo ladeé mi cuello, buscándolo; le

sonreí y entreabrí los ojos, lo miré, lo miré mirándome, lo miré amándome, recorriendo

con sus labios mis hombros, turnándose, dibujándolos y rodeándolos con su lengua. Yo

seguía su trayecto con mi cuello y suspiraba cada vez que sus labios atravesaban la

cuenca que ocultaba mis pechos. Con toda mi alma anhelaba un desvío, una caída, un

resbalamiento.

Su mano derecha me acariciaba el cabello, como alisándolo, como calmándome entre

tanto placer, tanta energía. Mi cuerpo, por su parte, respondía de buena gana a todo

aquel gozo que sentía; a mi cuello siguiendo su lengua se sumaban el elevamiento y

descenso de mis hombros humedecidos y mi respiración agitada, cada vez más profunda

y elocuente. Su otra mano estaba apoyada en uno de mis muslos, deslizándose hacia
arriba y hacia abajo, despacio, muy despacio, jugando exquisitamente con los límites,

con los bordes, llegando a la cima y quedándose ahí un momento, en el éxtasis, en la

cumbre, cortando por un instante mi respiración, ilusionándome, moviendo y estirando

al máximo sus dedos, rozando apenas el cierre de mi falda, para luego descender y

empezar de nuevo, todo de nuevo, mientras yo me relamía los labios por el placer

imaginado.

Mis labios estaban mojados, expectantes, suplicando con trémulos suspiros. Mi piel

ávida parecía absorber las huellas húmedas que dejaban sus labios en su lento y plácido

recorrido, y también su caluroso aliento, que quedaba flotando en forma de pequeñas

nubes sobre mi carne, rozándola cariñosa y coquetamente. Sentía que lo incorporaba, y

que él me incorporaba; imaginé que éramos dos río que avanzaban el uno al lado del

otro, mirándose, deseándose, dirigiéndose ambos hacia el mismo destino, hacia donde

van todos los ríos, acercándose despacio, preparándose para unirse antes del salto y

transformarse en una única cascada, en un rebasamiento de agua salada. Sentía como si

mi piel respirara, como desprendiéndose desesperadamente del placer que me colmaba;

sentía que de mi cuerpo emanaba un calor que no provenía originalmente solo de éste,

que era una mezcla de dos cuerpos, de dos almas distintas.

Yo procuraba mantener los ojos cerrados, aunque a veces el placer me superaba y los

abría, quedando mis ojos fijos en la muralla; sentía que me elevaba y entonces buscaba

apoyarme en él, en cualquier parte de él, sin pensarlo, sin quererlo, solo para

sostenerme, para apoyarme en algo, para no caer; mis manos ciegas se apoyaban en sus

hombros, su espalda, su nuca, sus brazos, recorriéndolos por completo, rasguñándolos y

atravesándoles la piel. La mano de Martín que me acariciaba dócilmente el pelo fue a

dar a mi espalda, sobándola verticalmente, aún por sobre mi blusa; yo suspiraba cada
vez que su descenso se veía entorpecido por la línea del sujetador. Imaginaba, me

relamía los labios, sonreía, lo arañaba entero.

De pronto, mientras tenía los ojos cerrados, sus labios se toparon con los míos,

pillándome por sorpresa; yo me incliné violentamente hacia adelante respondiendo al

enorme placer recibido, girando mi cuerpo hacia el de Martín y tomándolo fuertemente

del pelo. Me senté con cuidado sobre él y crucé mis brazos alrededor de su cuello; me

despegué y sonreí extasiada. Él me sonrió de vuelta. Nos quedamos mirando un

momento, y por un instante me pareció verme a mí reflejada en aquel rostro.

Al igual que como me solía ocurrir cuando lo hacíamos en su departamento de Santiago,

al sentarme pude sentir cómo su miembro, que ya estaba duro y crecido, se endurecía y

creía aún más, incitándome a moverme sobre él. Sin embargo, esta vez me quedé quieta,

observándolo. Quería comerme su rostro a besos, probando cada centímetro de piel. Me

incliné y comencé por la nariz, robándole un beso fugaz en la punta; él me buscó los

labios, pero yo lo evité con una sonrisa; luego le besé el mentón y la comisura de los

labios, sin que él pudiera pillarme.

En cierto momento lo empujé despacio hacia atrás, apoyando mi dedo índice sobre su

pecho. Yo me quedé encima, quieta, tomándome el cabello con ambas manos, mientras

él sonreía y apoyaba las suyas sobre mis pechos, amasándolos despacio pero con

firmeza por sobre mi blusa, con cada vez más fuerza, reuniéndose ahí todo su deseo

contenido. Podía sentir cómo él hacía lo posible por no terminar, para aguantarse, y yo

me aprovechaba de eso para molestarlo, para jugar con él. Le besé las dos mejillas y,

cerrándole los párpados, se los besé también. Él ya no intentaba defenderse, estaba

entregado.

Pero rápidamente su rostro fue cambiando, desapareciendo su sonrisa liviana e infantil,

dando paso a una expresión mucho más seria y grave; sus manos, por su parte, se
detuvieron, reposando quietas sobre mis pechos. Yo sabía perfectamente lo que eso

significaba, pero me hacía la distraída, consciente de que, si me entregaba, ya no podría

volver atrás. Tenía miedo, y esa era mi manera de expresarlo, a través de sonrisas y

besos. Yo sabía que él percibía eso, que me quería cuidar, pero sabía también que él era

consciente que dependía de él dar el siguiente paso, y que si cedía ante ms temores tal

vez nunca lo concretaríamos.

De pronto, él se enderezó rápidamente, me besó con pasión y, tomándome de la mano,

se puso de pie. Todo lo hizo muy rápido, y para cuando quise darme cuenta, ya

estábamos en camino a su dormitorio. Él me conducía con determinación, con

seguridad. Recién entonces dimensioné lo que estaba a punto de hacer. Y me invadió un

miedo brutal; apreté su mano para hacérselo saber y para sentirlo, y él me la apretó de

vuelta, tranquilándome un poco.

Al entrar a la habitación, me fijé que estaba mucho más ordenada que el resto de la

cabaña; la cama estaba hecha y no había ropa repartida por el suelo. Recuerdo haber

pensado, dentro de esa absorbente vorágine en la que me encontraba inmersa –que

apenas me permitía pensar o respirar–, que él se había preocupado de ordenarla, y que

eso me había enternecido mucho.

Nos detuvimos frente a la cama; mis pies tiritones rozaban el borde de madera, que

parecía marcar el límite de mi valentía. Yo lo miré sin intentar camuflar mi nerviosismo,

cediendo esta vez la iniciativa, sintiéndome desconocida en ese lugar tan íntimo.

Temblaba de pies a cabeza, como una niña en su primer día de clases. Nunca habíamos

llegado tan lejos, y eso me excitaba tanto como me atemorizaba. Él me sonrió con

extrema dulzura, como lo hacía siempre que quería tranquilizarme. Comenzó también a

peinarme, reacomodando mis mechones rebeldes tras mis orejas.


“No temas”, me dijo con voz suave, y yo quise no temer, quise que de pronto fuera tan

fácil, tan sencillo, que de pronto hubiese algún camino subterráneo que uniera las

palabras con la realidad. Pero me tranquilizaba igualmente el corroborar, una vez más,

que él anteponía mi bienestar a sus propios deseos, y que, pese a lo excitado y ansioso

que debía estar, pensaba también en mí.

“¿Estás segura que quieres hacerlo? No pasa nada si no quieres”, me preguntó, con su

mirada fija en mis ojos. Yo asentí con la cabeza. Sí, quería hacerlo, estaba segura, me

sentía preparada.

“¿Segura?”

Yo sonreí y le robé un beso, apretando fuertemente su mano. Él sonrió y, apoyando su

mano en mi espalda, comenzó a inclinarse hacia adelante, empujándome suavemente

hacia atrás con el peso de su cuerpo, juntando su frente con la mía, sin apartar su vista

de la mía, a veces robándome un beso, a veces recibiendo uno. Él avanzaba muy

lentamente, y yo podía sentir el calor y el peso de su cuerpo, su dureza.

Hasta que mi espalda estuvo apoyada en la cama. Martín me besó y sonrió. Yo sentía mi

cuerpo muy rígido, muy tieso. Él acercó nuevamente sus labios y empezó a besarme el

cuello, mientras sus manos se apoyaban en las mías. Yo se las apretaba fuerte, cerrando

mis manos alrededor de las suyas. Intentaba tranquilizarme cerrando los ojos y

fijándome en mi respiración, en el peso de sus manos en las mías, y poco a poco fui

lográndolo, fui tranquilizándome.

Después de un rato, él se irguió y volvió a sonreírme. Yo le sonreí de vuelta,

sintiéndome ya más tranquila. Martín se sacó su camiseta, mientras yo lo miraba como

embobada. Una vez desnudo, su torso parecía incluso más grueso e imponente que de

costumbre. Quise recorrerlo por entero con mis manos, presionando fuertemente sus

firmes pectorales, pellizcándonos en la punta; quise enrollar mis dedos en los pocos
pelos de su pecho lampiño; quise posar encima de su abdomen mis palmas y sentir su

curvilínea y sólida textura, sentirlo respirar en mis manos y absorber todo ese calor,

todo ese deseo, dibujando mi propio anhelo en las curvaturas de sus abdominales con la

yema de mis dedos. Pero no podía moverme, congelada aún por el nerviosismo que me

embargaba, y solo podía imaginar todo aquello.

Martín se quedó un momento erguido, mirándome fijamente con una cálida sonrisa.

Pero de pronto su rostro comenzó a adoptar una extraña expresión; Martín empezó a

morderse los labios y arqueó las cejas. Poco después, no pudiendo contenerse más,

estalló en una risa incontrolable. Yo no entendía nada. No sabía por qué se reía, e

incluso llegué a sentirme ofendida. Intenté ocultar mi confusión bajo una sonrisa y le

pregunté qué le ocurría.

“Es todo esto”, dijo él, deteniendo por un momento su risa.

“¿Esto?”. Creí comenzar a entenderlo, pero quería que me lo aclarara.

“Te amo, te amo con toda mi alma, y nunca había hecho “esto” con alguien a quien

amara. La solemnidad y la seriedad de esto me parecen ridículas contigo, innecesarias.

No tiene por qué ser así. No nos merecemos esto”.

Lo sabía, sabía que a eso se debía su inesperada reacción. No podía evitar sentirme

extremadamente orgullosa, aunque por supuesto lo camuflé bajo un semblante que

reflejaba una confusión y extrañeza que ya no sentía. Eso arranque de honestidad de

Martín había terminado de confirmar mis sospechas de que ya lo había hecho antes.

Anteriormente se lo había preguntado varias veces a Clemente, pero él sonreía y no me

decía nada; también había intentado conseguir información pidiéndole a la Ame que le

preguntara a Sebastián, pero también él se negaba a hablar. Y yo sabía que, en ambos

casos, el silencio se debía a una clara instrucción de Martín.


Pero ¿Acaso había algo que quería ocultarme? ¿Acaso lo había hecho más veces de las

que se sentía orgulloso?

No creía que fuera por eso. Yo pensaba –y pienso aún– que lo había hecho para que yo

no me sintiera presionada, para que yo no pensara que, como él lo había hecho antes,

esperaba también hacerlo conmigo.

Me fijé que Martín tiritaba un poco, y su mirada tenía esa intensidad producida por la

mezcla entre temor y angustia. Son contadas las veces en que he podido verlo nervioso

o fuera de control, pero cuando se da el caso, es muy evidente. Parece como un niño

pequeño y frágil. Su nerviosismo, teniendo en cuenta que ya lo había hecho antes, me

hizo sentir aún más orgullosa, aún más única y especial. Y también me tranquilizó

mucho. Porque yo no era á única que temía, que tenía dudas.

Ambos teníamos miedo, expresándolo cada uno a su manera. Él se largaba a reír

descontroladamente y se paralizaba, y yo no podía parar de hablar y me volvía

hiperactiva. Pensé que tal vez había una forma de que los dos pudiésemos estar

nerviosos, expresando sin complejos nuestro nerviosismo, y que igualmente funcionara.

Entonces tuve una idea que me hizo sonreír y recobrar mi movilidad.

“Tengo una idea”, le dije sonriéndole con ternura, tomando la iniciativa y

sobreponiéndome a mi propio nerviosismo.

“¿Qué?”, preguntó él como con desesperación, mirándome fijamente.

“Podemos hacer lo mismo que hacíamos en el living, lo mismo que hacemos siempre,

riendo y jugando, yendo de a poco, despacio, disfrutándolo. Podemos elegir engañarnos,

fingiendo como que no supiéramos lo que va a pasar”.

Martín sonrió y, acercándose a mí, me besó con gran entusiasmo. Luego se despegó de

mí y me quedó mirando. Me fijé que sus ojos brillaban.


“Te amo, te amo tanto. Y por este tipo de cosas te amo todavía más”, me dijo antes de

darme otro beso, más corto y rápido.

“¿Estás listo?” pregunté. Él asintió, y comenzamos juntos una cuenta regresiva

partiendo desde tres. Pero, antes de llegar al cero, yo ataqué primero, comenzando a

hacerle cosquillas en su estómago, uno de sus puntos débiles. Él se quejaba y trataba de

defenderse, pero no pudo detenerme; lo tomé de las muñecas y lo giré, posicionándome

ahora yo encima. Lo miré con una sonrisa burlona y triunfante. Y fue justamente por

haberme confiado y haber cantado victoria antes de tiempo que perdí mi posición de

privilegio; él comenzó a hacerme cosquillas en el cuello, y terminó volteándome

enseguida. Ahora él sonreía.

Esa dinámica continuó por varios minutos. Luchábamos, nos revolcándonos, cambiando

de posición constantemente, aprovechando cada giro para tocarnos como si no

quisiéramos, como si el engaño hubiese logrado convencernos a ambos, como un

hechizo que de pronto, así, sin más, se transforma en realidad. De esa forma, todo se fue

acelerando, y los besos fueron cada vez más profundos y largos, las sonrisas fueron cada

vez menos y las miradas más penetrantes y elocuentes. En cierto momento, ambos nos

quedamos quietos, agotados.

Él estaba encima de mí, inmovilizándome tiernamente con sus manos. Estábamos en

silencio, sin decirnos nada, tan solo mirándonos con complicidad, sonriéndonos,

intentando ambos acompasar nuestras respiraciones. Yo percibía con cada vez más

nitidez el deseo asomado en su par de ojos cafés. De pronto, Martín posó sus manos en

mi espalda con un movimiento ágil y sorprendente, metiéndolas bajo mi blusa, y

comenzó a desabrocharme el sujetador. Sin embargo, no alcanzó a hacerlo, porque yo,

confundida entre el miedo y la excitación, me erguí violentamente, besándolo con


fervor, con pasión, engañándolo, aprovechando el movimiento de distracción para

desatarme y salir libre.

Me despegué de la cama y, volteándome con rapidez, le saqué la lengua burlonamente.

Luego fui caminando al living, con una sonrisa de oreja a oreja dibujada en mi rostro,

mientras observaba de reojo cómo él sonreía y se relamía los labios, dejando caer su

cabeza sobre la cama y dejando sus brazos estirados en el aire, tiesos, anhelantes, en

dirección, junto con su mirada, al espacio vacío de la cama que antes ocupaba mi

cuerpo, todavía tibio y arrugado.

Me detuve frente al equipo de música de living. Quería poner música, pero no sabía qué

poner, además de no saber si es que acaso había algún disco. Tal vez por eso, y sin otra

razón posible, me quedé detenida observándolo.

“¿Qué discos tienes?”, grité de pronto.

“¿Discos? No sé, no trajimos ninguno”, respondió él.

Yo comencé a buscar en los estantes y cajones del mueble, encontrando recién en el

tercer cajón algunos discos. Ninguno era de mi gusto, y terminé colocando el que menos

me molestaba: Las veinte mejores canciones de jazz y blues. O algo así.

“¿De verdad? ¿No te parece un poco cliché?”, dijo Martín cuando comenzó a sonar la

música. Yo caminé hasta el dormitorio, y cuando él me vio comencé a moverme con

una sensualidad exagerada y fingida, entornando los ojos y soplándole besos con mi

mano. Él estaba recostado de lado, con su codo estirado sobre la cama y su cabeza

ladeada apoyada en la mano su brazo doblado. Me sonrió al verme, no ocultando su

alegría y excitación.

Al llegar hasta su lado, él estiró sus manos intentando apresarme, pero yo lo detuve.

“¿Me vas a bailar?”, preguntó él de broma. Yo apoyé mi mano en sus labios húmedos.

“No sé, puede ser”, dije y comencé a alejarme bailando.


“¿Sabes cómo se baila esto?”, me preguntó Martín, y yo reí y negué con la cabeza. La

verdad es que no tenía idea, pero tampoco me preocupaba mucho. Tan solo bailaba, lo

que fuera que eso significara. Solo me movía, improvisaba sobre la marcha, bromeando

y exagerando mis movimientos, tomándome el pelo por sobre la cabeza y deslizando

mis manos por mis piernas estiradas, cantando y usando un desodorante como

micrófono, desnudando mis hombros y mi estómago; a veces me acercaba a él y le

robaba un beso, alejándome justo cuando él se disponía a lanzar sus redes alrededor de

mí, saltando de un lado a otro de la cama y corriendo por toda la habitación, perseguida

por su mirada y su deseo, y también por el mío, que, al igual que los brazos de Martín,

comenzaba a alcanzarme.

Podía sentir mi nerviosismo corriendo por mis venas como un exceso de energía y lo

utilizaba a mi favor, llevando mis demonios al campo de la ficción para poder

exorcizarlos, caricaturizándolos para poder reírme de ellos, y filtrando, entre las bromas

y la exageración, un deseo que era real, demasiado poderoso, tal vez, para ser expresado

honestamente, pero demasiado poderoso también como para callarlo.

Hasta que él de pronto pudo capturarme, tomándome delicadamente con sus brazos y

besándome, girándonos hasta que él quedó encima de mí. Sí, otra vez, solo que esta vez

yo ya no podría escapar. Tampoco quería hacerlo. Porque yo también, colmada de mi

propio deseo, había querido ser capturada. Aunque todo el mérito fue para él.

“Guau”, dije, sorprendida por la ligereza de aquel giro.

Nuestras miradas estaban unidas, adheridas la una a la otra. Recuerdo haber apoyado mi

mano en el costado izquierdo de su pecho y haber sentido la aceleración violenta de su

corazón, cómo mi mano subía y bajaba siguiendo ese ritmo impetuoso. No pude evitar

sentirme nerviosa, acelerándose también mi pecho. Estábamos ahí, más cerca que
nunca. Y él momento también estaba ahí, a la vuelta de la esquina, esperándonos con los

brazos abiertos.

“No tengas miedo”, me dijo Martín, y yo le agradecí con la mirada, pese a que ya no era

necesario que lo dijera, porque yo, aunque estaba nerviosa, ya no temía. Solo quería

tenerlo en mí, sentirlo dentro de mí, moviéndose dentro de mí.

Él me juntó sus labios con los míos, mientras sus manos comenzaban a esparcirse por

todo mi cuerpo, deslizándose especialmente por mis piernas y brazos, y su lengua se

movía enérgicamente en mi boca. Sus manos se juntaron de pronto en mis pechos; él

introdujo sus manos bajo mi blusa, y ahora sí, con una perfección que me llevó a

preguntarme por la cantidad de veces que lo había hecho antes, me sacó el sujetador,

arrastrándolo por debajo de la blusa y lanzándolo lejos. Él apoyó sus dos manos sobre

mis pechos y me miró.

“¿Puedo?”, preguntó, y yo asentí. Él me sacó la blusa, yo lo ayudé levantando los

brazos, y sus labios fueron directo a mis pechos, mientras yo le sujetaba la cabeza con

mis manos. Yo tenía los ojos cerrados e intentaba disfrutarlo al máximo. Aunque me

costaba un poco relajarme; todo iba muy rápido, quizá demasiado. Al principio había

intentado sonreír, pero cada vez me costaba más; sentía muchos estímulos al mismo

tiempo, y sentía que tenía que estar preocupada de muchas cosas.

Mientras, Martín esparcía su lengua por todo mi cuerpo, y cuando se acercaba a lugares

más lejanos, como mi frente o a mis manos, se estiraba un poco y yo podía sentir la

dureza del bulto de su pantalón golpeando sin querer mi falda. Yo tenía mis manos

estiradas hacia atrás y él me las sostenía delicadamente con las suyas. Sentía como si él

quisiera absorberme, hacerme parte de sí mismo. Yo me sentía confundida, divida entre

el placer que sentía y mi nerviosismo. Al mismo tiempo quería que siguiera y que se

detuviera; al mismo tiempo extraña su voz y su ternura y quería que no me hablara, que
siguiera con aquel ritmo vertiginoso. Era como si el placer, que era cada vez mayor y

más fuerte, quisiera arrastrarme consigo, mientras yo, por alguna razón, me frenaba,

como temiendo dejarme ir, como temiendo perderme en esa corriente y no poder volver

jamás.

Mientras sentía el roce de su lengua recorriéndome, sentía que mi piel se volvía cada

vez más sensible, como si se abriera, respondiendo con una sensibilidad diferente en

cada rincón distinto de mi cuerpo, pero otorgándome una sensación igualmente

placentera. Es algo indescriptible, imposible de traducir en palabras, realmente mágico.

Las olas de calor que atravesaban mi cuerpo iban desde la punta de mis pies hasta mi

frente, yendo y volviendo en un tránsito incesante, cada vez más violento, cada vez más

placentero. Rasguñaba el colchón por el placer, mientras de mis labios comenzaban a

brotar lamentos espontáneos; lo buscaba a él con cada vez más angustia, afirmándome

en su cuerpo y mordiéndole la piel.

Me sentía, al mismo tiempo, más ligera y más fuerte, como si en menos espacio se

concentrara la misma fuerza. Me sentía cada vez más fuera de mí, cada vez más dentro

de él. Salía de mí para entrar a él. No había vacío entremedio, no había tiempo para

dudar ni espacio para un duelo, no había separación dolorosa. Era una transición limpia,

perfecta, apenas perceptible; una unión orgánica, necesaria, y extremadamente

placentera.

En cierto momento, rebasada por el placer que sentía, abrí los ojos, y me fijé en el torso

fornido y grueso de Martín, que parecía cubrirme, moviéndose y retorciéndose sobre mí

como una gran sombra que me cuidaba, creándose una especie de refugio, de manto

protector. Sin embargo, y pese al placer que sentía, tenía una extraña sensación de que

comenzaba a perderlo, como si en cierto momento, no sabía cómo ni por qué, nos

hubiéramos soltado, separándose nuestras manos, sintiéndome yo como un vagón


desprendido de un tren en movimiento, un tren que seguía avanzando, que seguía

perdiéndose en el horizonte, dejándome sola, perdida, abandonada. Nuestro ritmo ya no

era el mismo, en algún punto habíamos perdido la sincronía, y ya no había forma de

retomarlo. Eso me aterró, y más lo hacía el no saber cómo decírselo, como hacérselo

saber. Recuerdo que en un instante de desesperación y angustia, y para acallar mis

pensamientos, cerré los ojos y me sujeté con ambas manos a su espalda, buscando sus

labios con los míos. Sin embargo, y pese a que sentía su espalda y a que sentí el roce

cálido de sus labios, no lo sentí a él, no lo reconocí, no me sentí segura. Estábamos muy

lejos, demasiado. Fue como un salto a un vacío, y al abrir los ojos sentí que seguía

cayendo; no vi un piso cuando miré hacia abajo, tampoco nada a mí alrededor para

sujetarme. Me sentí sola, terriblemente sola.

De pronto, él metió su mano bajó mi falda, y pese al placer que me produjo el sentir sus

dedos moviéndose sobre mi calzón empapado, aquello fue la gota que rebasó el vaso, y

yo lo detuve, tomándolo firmemente de la mano. Ni siquiera tuve tiempo para pensarlo,

fue más bien un impulso, una reacción espontánea. Él me miró, yo lo evité manteniendo

la cabeza gacha, y él entendió, sacó inmediatamente su mano y se alejó, saliendo de

encima con rapidez. Yo me enderece y me senté, apoyándome en el respaldo de la

cama. Me estiré ágilmente, tomé mi blusa y me la coloqué. Me sentía terrible. ¿Qué

había hecho? ¿Y por qué? Habiéndose disipado mis miedos, todo lo que antes había

pensado, carente ya de su motivo, ahora me parecía absurdo.

“Disculpa, pensé que…”, dijo él.

“Sí, yo también, pero…”, lo interrumpí.

“No importa, te preocupes”, dijo él y se levantó. “Podemos ir a caminar”, dijo

mirándome a los ojos y apuntando hacia afuera, sin ninguna convicción, solo por decir

algo, solo para zafar y sujetarse a algo, para hacer un cierre y que la negativa no quedara
ahí, a la deriva, flotando como algo definitivo, definitivo y eterno. Yo sentía que con su

brazo estirado, que parecía totalmente ajeno a él, colgando como sin vida en el aire, él

quería empujar la nube gris que se cernía sobre nosotros, cubriendo un cielo que era

antes celeste y despejado.

Yo asentí y él esbozó una sonrisa vacía, intentando ocultar tras ella su enorme

decepción. Pero yo lo conozco, lo conozco muy bien, y puedo saber, con tan solo

mirarlo, como se siente. Por eso me dolía tanto, por eso apenas podía mirarlo. Me

enterneció muchísimo que intentara hacerme sentir bien, pero también me dolió en el

alma, porque su bondad y su sensibilidad hacían que mi falta fuera aún mayor, aún más

reprochable.

“Me voy duchar, ¿me esperas entonces?”

Yo volví a asentir. Martín se acercó y me besó en la frente. Fue un beso largo, intenso;

yo podía sentir como él apretaba sus ojos y fruncía el ceño. Yo quería decir algo, o más

bien sentía que debía decir algo, pero no sabía qué, y sabía además que nada que dijera

podría arreglar lo que había hecho. Él se despegó de mí y sonrío, regalándole esta vez

una sonrisa aún más triste y vacía que terminó de hundirme. Cuando entró al baño y

cerró la puerta, yo tomé una almohada y la apreté fuerte contra mi pecho con ambas

manos.

Me sentía fatal, sentía que lo había defraudado. Lo peor de todo era que todavía no sabía

por qué me había sentido de pronto tan nerviosa. Recordé lo segura que me sentía antes,

la confianza que tenía. Estaba segura que había llegado el momento, y lo había

aceptado, sin miedo, sin dudar. Pero de golpe nos habíamos separado, sin que yo

pudiera hacer nada.

¿Qué significado tenía eso? ¿Significaba acaso que no lo amaba tanto como pensaba?

¿Significaba acaso que me había engañado todo este tiempo y que ya ni siquiera podía
confiar en mí? ¿Acaso significaba que siempre me pasaría lo mismo, y que entonces

nunca podríamos hacerlo?

Ese último pensamiento me llenó de angustia; sentía que si lo intentábamos de nuevo,

no sería capaz de pensar en otra cosa que en esta decepción. Si le había fallado una vez,

¿qué me aseguraba que no fallaría de nuevo? ¿Qué certezas me quedaban? Ni siquiera

estaba segura de poder confiar en mi misma.

Escuché el violento chorro de la ducha rebotando contra la tina; era Martín que había

abierto la llave. Imaginé ese chorro en mi mente, la imaginé como una gran cascada, la

imaginé infinita; y, como viendo mi tristeza reflejada en aquel derrame, me tapé la cara

con la almohada y me largué a llorar, despacio, con dolor; mordía la almohada y

golpeaba la cama de la enorme impotencia que sentía, de la rabia, la frustración. No

quería seguir viendo, no quería que nadie me viera Quería desaparecer, eso era lo único

que quería.

A continuación, imaginé a Martín mirando fijamente el derramamiento, quieto,

congelado, esperando resignado, sin esperanza, lleno de tristeza y decepción; imaginé

que era a mí a quien observaba, que era mi llanto lo que atraía su mirada. Eso aumentó

mis ganas de llorar, como si quisiera mostrarle lo arrepentida que estaba, lo mal que me

sentía; como si de verdad me estuviese viendo y no estuviese sola, llorando para mí

misma.

Escuché cómo el chorro se hizo menos violento, dispersándose el ruido, seguido por el

inconfundible ruido de una cortina corriéndose y de unos pasos huecos. Sí, él ya estaba

adentro, del otro lado de la cortina. Aún más lejos, aún más inalcanzable.

Recordé algunas veces en su departamento, cuando íbamos a salir a alguna parte por las

noches y yo lo esperaba en el living mientras se duchaba. Recordé cómo, pese a evitarlo

con toda mis fuerzas, no podía evitar pensar en él, en su cuerpo desnudándose poco a
poco, luego bajo la ardiente lluvia, recibiendo el potente chorro de agua hirviente en la

espalda con los ojos cerrados y sus manos masajeándose la cabeza. Pese a que miraba la

televisión, mis sentidos, aguzados al máximo, estaban puestos en lo que ocurría a mis

espaldas, en el baño, intentando relacionar todos los sonidos que de ahí me llegaban con

su posible causa, creándose imágenes cada vez más vívidas a través de ellos. Lo que

más me excitaba era imaginarme en un escenario en el que yo podía verlo a él mientras

se duchaba, pero sin que él pudiera verme a mí, actuando normal, sin ocultar nada.

Y fue justo en ese momento, mientras recordaba con nostalgia esos episodios ocurridos

el año anterior, un año que parecía mucho más lejano, que tuve un pensamiento que me

salvó la vida; o, mejor dicho, que me devolvió a la vida. Porque yo estaba muerta,

completamente resignada, entregada a mi fatídico destino. Por eso, no sé de donde

surgió; no sé de qué lugar, de entre esa oscuridad absoluta que me acogía, ni con qué

fuerzas, agotadas todas, o eso me parecía a mí, desde hace bastante.

Pero lo cierto es que ocurrió, que reviví y volvió a brotar en mi pecho la dulce

esperanza. Fue como si, asumiendo que estaba en lo más profundo, que había tocado

fondo y ya no había seguir empeorando, que en teoría no tenía nada más que perder,

volviera a la vida al ver que seguía ahí, que pese a que me sentía morir, no estaba

muerta, no, que seguía ahí, y que aquella distancia que nos separaba no era, como

pensaba antes, insondable. Por primera vez desde que lo había detenido con mi mano,

Martín dejó de parecerme como alguien inalcanzable, como un recuerdo distante y

anubarrado.

Él estaba ahí, yo estaba ahí; ambos estábamos ahí, muy cerca, separados tan solo por un

par de metros, la distancia que marcaba la realidad. Sentía que volvía a la realidad, y

que yo volvía a empaparme de esa realidad, volvía a adueñarme de mí, de mi cuerpo,

volviendo éste a unirse con mis sensaciones. No había pasado nada demasiado grave,
ambos nos amábamos, y no podíamos permitir que un pequeño tropiezo opacara todo lo

que habíamos construido juntos. Había una solución, y era simple, bastaría con solo una

mirada, sin siquiera tener que hablarnos. Con eso sería suficiente para que todo volviera

a la normalidad. Y lo único que necesitaba era verlo. Porque el poder estaba en mí, la

solución estaba en mis manos.

Y eso fue, en definitiva, lo que pensé, eso fue lo que me salvó la vida, lo que me hizo

ponerme de pie rápidamente y acercarme al baño.

Entré sin hacer ruido, empujando despacio la puerta, que estaba junta. El vapor

inundaba el baño, el espejo estaba empañado; me fijé que la ventana que apuntaba al

bosque estaba apenas abierta. Me quedé mirando a través de ella un rato, no sé por qué.

Luego miré hacia la ducha y suspiré largamente; aunque no podía ver su silueta

dibujada en la cortina como en su departamento en Santiago, no me hizo falta, no lo

necesitaba, porque sabía que estaba ahí, lo sentía, podía oírlo respirar, y porque además

que ya estaba en mi mente hace bastante.

Armándome de valor, y sin pensarlo mucho, me desnudé silenciosamente, avancé un

par de pasos y, corriendo la cortina, entré a la ducha.

quedan unidos, uqietos, abrazdos bajo chorro de agua. Pensé que podríamos ser

una estatua, desnudos ambos, yo con mi cuello estirado hacia atrás, buscándolo,

él, con su cabeza apoyada en la mía, Yo sonrío, ojos cerrados. Oídos tapados,

escucho lejano el chorro de agua, ella siente que se aíslan, abro ojos y veo agua

rebotando cuerpo frente a mí, formándose un refugio dentro de esa cascada; siento

que floto, y que él, con sus brazos gfruesos, la lleva volando a otro lugar.

Y se sentái tan bien.

. Empieza a apararsele de nuevo., lo siente en su muslo. Él evita al máximo, la

bsea cada vez más seguido en el cuello, pero no puede evitar tocárselo. Aparta las
piernas, pero ella sonríe y le hace entender que no hay problema, que no debe

avergonzarse, que no le molesta.

Ella lo toma en sus manos. No tiene que pensaro, tna solo lo siente como normal. Él

no dice nada. . Ella torpe, pero después encarila un ritmo. De pronto, viendo el rostro de

él, sus señales, se atreve y se lo mete a la boca).Él suspira al contacto de la boca( no se

lo esperaba) y termina poco después (le avisó que ve´nia, pero ella no se apartó. Luego

le sonríe mientras se blimpia la boca. Él, y acercándose con decisión a Ana, se arrodilla

y empieza a moverse. No necesitaba hacerlo, pero no parecía obligado; así como yo con

él, él parecía feliz de hacerlo, yeso me tranquilizó. Sus piernas se basren solas. (ella no

puede evitar recordar noche anterior con Paulina). No hablan, no es necesario, no

pasana nada raro, no hay espacio para la vulgaridad cuando hay tanto amor, en un

contexto tan positivo, solo se dejan llevar, se expresab su amor espontáneamente, en las

formas que se les ocurren. Comparar. Orgasmo. No aguanté mis gemidos, no me tapé la

boca, no quería hacerlo, no tenía nada que ocultar. Exploté. Vuelven a abrazarse y se

quedan ahí un buen rato.

Ella va a lavarse los dientes (no tiene cepillo), se enguaja nomás con una de esas

botellas aquafresh. )”¿es muy raro?, pregunta él. Remarcar que ella no hubiera hecho

nunca eso si no hubiera sentido confianza suficiente. Ahroa que lo escribo, em cuesta

creer que me hubiera atrevido a hacer todo lo que hice.

(Al irse de cabaña, él le regala el disco. Ella lo tiene ahí(intermedio, lo esuchca)

Él le pregunta si lo había hecho antes.

¿Por qué, fue muy mal?”


No, para nada. Fue perfecto porque fue perfecto, y porque lo hiciste tú, porque fue tu

idea, porque no fue forzado, porque quisite hacerlo. Además, Y si hubiera sido mal no

me hubiera importado.

Y tampoco me lo hubieras dicho”, dice ella riendo.

Por supuesto que no, flASA SERIEDAD.

Ella ríe.

“¿Es muy raro?”, pregunta él. Ella dice que sí y sonríe.

Dice que eso es lo que más le gusta de él. Que todo parece tan natural, tan simple, no

se complican.

Mientras bajan a playa. Yo me sentía como si caminara sobre una nube,

dirigiéndome a la mismas puertas del cielo.

“Esta tarde no fue para nada como la esperaba”. Dijo él, estrechándome contra su

cuerpo, y ambos reímos.

Yo de pronto, sinitendome aún en deuda, le dije mirándolo a los ojos. (recuerda todo

el esfuerzo que él hizo, como debía calmarla).

“Mañana, te prmeto qie mañana sí”

“Cuando estés lista. Quizá maána, quizá otro día. No importa. Será cuando estés

lista”.

“¿Martín?”

“¿Sí?”

“Te amo”. Él iba a decir aslgo, pero yo le tape la boca con las manos.

“No digas nada. Quiero ser yo la que hoy termine la frase. Hoy quiero ser la que dé

más, la que ame más”.

Él no dijo nada. Caminan en silencio. ….Ella percibe, por su mueca, que él quiere

decir algo, pero que se frena.


“Ya, dilo”

“Solo quería decir que dije eso de que podía ser cuando te sintieras lista porque

suponía yo que podríamos duchándonos juntos, ¿cierto?

Yo sonrío.

“Es decir, si siempre vamos a terminar en la ducha, yo no tengo ningún apuro”

“!Para!”, le digo, avergonzada, repitiendo las imágenes en mi cabeza. “Pero sí,

supongo que podríamos repetirlo”, dije acercándome a él, buscando, una vez mñas,

refugio en él. Habian pasado primera pruibea, más fuerte.

LE parece que pasaron mucho tiempo ahí, en esa cabaña-

(COnversacióm con Amelia no es my larga; ya hay mucha descripción. Sí lo es la

que tienen después, el último día).

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