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MONOGRAFÍAS
La dimensión ética
de la función pública
Jaime Rodríguez-Arana
INAP
INSTITUTO NACIONAL DE ADMINISTRACIÓN PÚBLICA
LA DIMENSIÓN ÉTICA
DE LA FUNCIÓN PÚBLICA
LA DIMENSIÓN ÉTICA
DE LA FUNCIÓN PÚBLICA
Jaime Rodríguez-Arana
Catedrático de Derecho Administrativo. Universidad de A Coruña
Presidente del Foro Iberoamericano de Derecho Administrativo
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SUMARIO
Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 187
7
CAPÍTULO I
INTRODUCCIÓN: ÉTICA Y ÉTICA PÚBLICA
9
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ciones que han sumido también a los intelectuales y a los pensadores en una
profunda incertidumbre. Efectivamente, la sociedad del conocimiento y de la
información, la caída del marxismo, los problemas del hambre, la conforma-
ción estática del Estado de bienestar, la crisis de la regulación pública especial-
mente en el ámbito financiero, el consumismo insolidario o la versión más
salvaje del capitalismo, han dibujado un nuevo panorama que solo puede enten-
derse con una perspectiva global y con una metodología de interdependencia en
la que perspectiva ética es cada vez más relevante.
Se habla mucho de los derechos humanos y, sin embargo, nos invade un
mundo en el que avanza la desigualdad, sobre todo en estos momentos de crisis
en el llamado mundo occidental. Se habla mucho del problema del hambre,
pero desgraciadamente no disminuye. Se insiste tanto en la protección ambien-
tal y, sin embargo, falta todavía una sensibilidad elemental. Se habla, en fin, de
los derechos de la mujer y, sin embargo, el panorama general no deja de ser
francamente desalentador. Se habla mucho de responsabilidad social corporati-
va y nunca las empresas, sobre todo en el ámbito financiero, han exprimido más
a los ciudadanos con tal de obtener pingües beneficios. El urbanismo, otrora
uno de los sectores más propicios para la racionalización en el uso del suelo, es
hoy el principal espacio para la corrupción.
Cada vez los pobres son más pobres y los ricos son más ricos. Si a este alar-
mante dato se le añade la injustificable pasividad de la Comunidad Internacio-
nal ante tantos tristes acontecimientos de muerte y opresión, la verdad es que
cuesta entender para qué tanto desarrollo científico, o tanta expansión económi-
ca. En el fondo, mientras no se avance en sensibilidad social y mientras no se
sientan como propios los constantes oprobios y humillaciones que todavía su-
fren una buena parte de los habitantes del planeta, aún queda mucho por hacer.
En este contexto, frente a los ídolos caídos ha surgido la Ética como una po-
sible solución. Sí, es verdad. Pero en mi opinión, esa Ética de la que todos habla-
mos, exige que la nueva sociedad mundial que estamos alumbrando sea una so-
ciedad a escala humana en la que prevalezcan la libertad, la igualdad y la
solidaridad. Realmente, es bien importante que los poderes públicos sean más
sensibles ante los derechos humanos y, por ello, que asuman una referencia ética
en su actividad. Sin embargo, como nos recuerda Adela Cortina, los dirigentes
públicos no son agentes de moralización en una sociedad pluralista1 como tam-
poco es el Estado el guardián de la Ética. Sin embargo, es necesario que políticos
y funcionarios tengan, como regla, un comportamiento profesional y personal
íntegro e irreprochable por razón de ser los representantes de los ciudadanos en
el primer supuesto y, en el segundo, los encargados de ejecutar la Ley.
Los cambios económicos se han acelerado, ha crecido la globalización de la
economía y la interdependencia entre las naciones, la natalidad baja mucho en
1
A. Cortina, Hacer reforma: la Ética de la sociedad civil, Madrid, 1994, p. 78.
10
introducción: ética y ética pública
A finales del siglo pasado, tampoco hace tanto tiempo, la revista norteame-
ricana The Public Interest –primavera de 1993– publicaba un interesante estu-
dio de la profesora Sommers, catedrática de filosofía entonces en la Clark Uni-
versity, sobre la función de la enseñanza de la Ética. Entre otras cosas, esta
profesora señalaba que la responsabilidad de los profesores va más allá de in-
formar sobre las diversas teorías éticas y hacer que los alumnos desarrollen sus
habilidades dialécticas: «he llegado a convencerme –escribía– de que el método
de los dilemas carece de fuerza constructiva (...), en un dilema no es evidente
qué está bien y qué está mal, qué es vicio y qué virtud, un dilema puede atraer
intelectualmente a un alumno, pero apenas mueve sus emociones y su sensibi-
lidad moral (...), la mayor parte de los alumnos se sienten naturalmente atraídos
por la idea de desarrollar una personalidad virtuosa (...).» La profesora Som-
mers confiesa en su artículo que buena parte de sus conclusiones fueron moti-
vadas al escuchar de labios de sus alumnos de primer curso una típica formula-
ción relativista: «la tortura, matar de hambre o humillar puede estar mal para
usted o para mí, pero ¿quiénes somos nosotros para decir a otros qué está mal?».
Gran pregunta.
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2
A. Cortina, op. cit., p. 18.
3
Ibidem.
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rechos humanos?, ¿por qué no disminuyen las guerras?, ¿por qué aumenta la
miseria?, ¿por qué aumentan las metodologías de la difusión de la violencia?,
¿por qué la promoción de la cultura de la muerte? En fin, ¿por qué el mundo
parece que va perdiendo esa dimensión humana tan necesaria para la plena
realización de la persona? No son preguntas fáciles pero tienen mucho que ver
con la dimensión ética de la actuación de los dirigentes y del sello ético impre-
so en las más variadas y relevantes políticas públicas.
La Ética, es bien sabido, se apoya en la distinción entre lo que se puede hacer
y lo que se debe hacer, porque, es un principio básico, no todo lo posible es ético,
no todo lo que se puede hacer se debe hacer. Más bien se debe hacer todo aque-
llo, en el ámbito de la rectoría y dirección de los asuntos públicos, que implique
promoción de los derechos de la persona, todo lo que traiga consigo el fortaleci-
miento de los valores democráticos, todo lo que suponga, en una palabra, seguir
correctamente los dictados del servicio objetivo al interés general.
A lo largo de la historia del pensamiento encontramos esta cuestión de for-
ma constante4. En efecto, el idealismo platónico aspiraba a la búsqueda de lo
ideal, que es considerado el bien ético. En cambio, para el realismo aristotélico
la Ética es la ciencia práctica del bien y, por tanto, se debe actuar para alcanzar
el bien; es decir, vivir según la razón y a través del ejercicio de las virtudes5. La
Ética estoica propugnó, por su parte, como ejemplo de vida ética, la vida con-
forme a la «naturaleza», sin que nada inquiete o perturbe. Los epicúreos, es
bien sabido, promovieron la idea, hoy tan extendida, de que el hombre debe
hacer lo que más le agrade, lo que le produzca mayor placer. Más adelante,
Kant configuró la Ética a partir de imperativos categóricos con una impronta
formalista. También el «psicologismo» de Adam Smith tuvo, y tiene, su interés,
sobre todo en lo que se refiere a la vida económica. En fin, muchos adeptos si-
gue teniendo el utilitarismo de John Stuart Mill al señalar que el objetivo de la
Ética es la mayor felicidad para el mayor número posible de personas.
Es sabido que la primera exposición razonada y coherente de las disposicio-
nes operativas que constituyen lo que los clásicos denominaban «vida lograda»
se encuentra en Aristóteles, quien la bautizó con el término «Ética». Término
que de designar la morada habitual pasó a significar la disposición estable o el
conjunto de hábitos y costumbres que fundamenta nuestra acción y la dirige.
Con variantes, el panorama ético actual, como es lógico, tiene su explica-
ción en la evolución de las distintas aproximaciones a la Ética que, con el paso
del tiempo, se han ido produciendo. De todos modos, hoy no parece haber otro
4
En este sentido, resulta interesante tener en cuenta, entre otros, los siguientes trabajos: J. Vives,
De la inteligencia socrática a la intolerancia platónica, Libro-Homenaje a J. Alsina, Barcelona, 1969;
F. Rodríguez-Adrados, «La Ética griega desde sus comienzos a su elaboración por los sofistas y Pla-
tón», Revista de Occidente, nº 35, 1984 y E. Leites, «Las epístolas de Séneca a Lucilio», Revista de
Occidente, nº 113, 1990.
5
Vid. E. Lledó, Memoria de la Ética, Madrid, 1994, pp. 45 y ss.
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Podríamos seguir multiplicando los ejemplos, pero pienso que los referidos
son suficientes para lo que quiero ilustrar. Todos estos movimientos, todas es-
tas reivindicaciones, todos estos sentimientos, son una manifestación social,
una reacción del hombre a su propia experiencia, a la realidad que percibe, a lo
que pasa en el mundo. Constituyen también una oportunidad para que abramos
los ojos a esa misma realidad. También aquí es verdad el dicho de que cuatro
ojos ven mejor que dos. Es más, casi todos los analistas detectan que o todos
estos problemas –y tantos otros– encuentran una respuesta adecuada –y en al-
gunos casos incluso urgente– o su desarrollo pondrá en grave riesgo la misma
civilización humana. No se trata de ser catastrofistas, pero sí de ser responsa-
bles, de responder de nuestra propia condición de hombres.
Ahora bien, si no podemos siquiera esbozar las nuevas relaciones, las nue-
vas estructuras que el hombre debe crear, sí podemos tal vez apuntar los valores
desde los que ese cambio debe ser abordado, o algunos aspectos del sentido que
debemos proponer a ese cambio.
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6
Vid. J. Dalla Costa, El imperativo ético. Por qué el liderazgo es un buen negocio. Madrid,
1999.
7
Vid. T. Melendo, Las claves de la eficacia empresarial, Madrid, 1990.
8
J.L. Fernández Fernández, Ética para empresarios y directivos, Madrid, 1994, p. 29.
23
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9
A. Llano, «La empresa, motor de cultura», Expansión, 25-V-1993, p. 38.
10
Ibídem.
11
Vid. A. Sen, Sobre Ética y economía, Madrid, 1999.
24
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12
Vid. J.M. Urgoti, Ética: una visión desde la banca, documentos, Fundación ETNOR, Valen-
cia, 1995.
13
Ibídem.
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En este sentido, los principios de Ética pública deben ser positivos y capaces
de atraer al servicio público a personas con vocación para gestionar lo del co-
mún, lo de todos. Han sido muchos los estudiosos que han tratado de sintetizar
los principios esenciales de la Ética pública. El repertorio que a continuación
reproduzco es uno más de estas listas (en este caso un decálogo), cuyos princi-
pios pertenecen al sentido común y traen su causa de las exigencias del servicio
público.
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Son en definitiva los propios empleados públicos los que deben asumir
como propios los principios éticos, y aplicarlos a su actuación profesional y a
sus relaciones con los ciudadanos. Ello sin duda modificaría la imagen peyora-
tiva de la Administración y ayudaría a su revitalización moral. En resumen,
contribuiría decididamente a recuperar la tan difuminada idea de servicio públi-
co tanto en el ámbito privado como en el público.
La Administración Pública es, como bien sabemos, una organización com-
puesta de personas que gestionan intereses públicos. Así, el artículo 103 de
nuestra Constitución dispone con toda solemnidad que «la Administración Pú-
blica sirve con objetividad los intereses generales y actúa de acuerdo con los
principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordi-
nación con sometimiento pleno a la Ley y el Derecho». Por tanto, los funciona-
rios públicos realizan fundamentalmente una tarea de servicio público, llevan a
cabo trabajos orientados a la satisfacción de las necesidades sociales. De ahí
que, en la función pública, las consideraciones éticas o deontológicas constitu-
yen algo connatural en la medida en que la Administración Pública es, funda-
mentalmente, una forma de servicio a la sociedad.
Efectivamente, la Ética aplicada a la función pública tiene su eje central en
la idea de servicio. Esta idea, que es central, interesa subrayarla desde el prin-
cipio, pues explica el contenido mismo de los planes de estudio de Ética para
funcionarios públicos. Ética, pues, como ciencia de la actuación de los funcio-
narios orientados al servicio público, al servicio de los ciudadanos, al compro-
miso con el bienestar general del pueblo, con el interés general. En una palabra,
la Ética de la función pública es la ciencia del servicio público en orden a la
consecución del bien común, del bien de todos haciendo, o facilitando, el bien
de cada uno de los miembros de la sociedad.
La sociedad, como es lógico, contempla la actividad administrativa con espe-
ranza porque es consciente de la envergadura y calado del servicio objetivo al in-
terés general. Además, como consecuencia del Estado social y democrático de
Derecho, los ciudadanos exigen servicios públicos cada vez de mayor calidad. Los
ciudadanos, en otras palabras, son conscientes de lo importante que es que «su»
Administración Pública funcione bien y de verdad. Por ello, esperan una mayor
dosis de «exigencia ética» del funcionariado público que del trabajador del sector
privado. Y no solo de los altos cargos de la Administración pública, que son quie-
nes toman las decisiones, sino de todos los funcionarios, pues todos son imprescin-
dibles para sacar adelante los intereses colectivos y todos tienen la obligación de
crecer en el compromiso de servicio a la colectividad en la que viven14. Es impor-
tante no perder de vista que la Administración Pública, en democracia, es de los
ciudadanos y, por tanto, trabajar en las instituciones presupone disponibilidad para
ocuparse y solucionar los problemas reales que afectan al interés general, al interés
de todos y cada uno de los ciudadanos en cuanto miembros de la comunidad.
14
Vid. O. Glenn Stahl, Public Personnel Administration, New York, 1983, Capítulo XXI.
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15
Vid. A. Rejoinder, «Heroes in the public service», Administration and Society, vol. núm. 23,
pp. 194 y ss.
16
Cfr. W. J. Siffin, «A political perspective on bureaucratic corruption», en Dinamics of Develo-
pment: An International Perspective, tomo I, Delhi, 1978, p. 505. Además, vid. La comunicación de A.
Mattio de Mascias, Ética y valores: el Estado y la ciudadanía en la lucha contra la corrupción, al
congreso del CLAD celebrado en República Dominicana en noviembre del 2000.
17
Así, el profesor John A. Rhor afirma que «a través de la discrecionalidad administrativa, los
burócratas participan en el proceso de gobierno de nuestra sociedad; pero en una sociedad democrática,
gobernar sin tener responsabilidades ante el electorado plantea para los burócratas una seria cuestión
ética», en Ethics for Bureaucrats: An Essay on Law and Values, New York, 1978, p. 15.
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Vid. algunos párrafos de la traducción del discurso en Blanco y Negro, 23 de junio de 1991.
19
Cfr. G.E. Caiden – N.J. Caiden, Administrative Corruption, Tel Aviv, 1983.
20
Vid. el informe «Watergate: Its implications for Responsible Government», Washington, marzo
de 1974, preparado por una comisión de la National Academy of Public Administration a petición del
Senado sobre las actividades de la campaña presidencial.
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21
Vid. Sobre la codificación ética en la Administración Pública, M. Feria, Aplicabilidad de las
normas éticas en la Administración Pública gallega, Santiago de Compostela, 1999, pp. 211 y ss.
22
Es entonces en 1975 y, como reacción, cuando surge el grupo de trabajo sobre Ética en la Ad-
ministración Pública en el seno de la «Association of Schools and Institutes of Administration».
23
En EEUU, como señalan los profesores Kernaghan y Dwivedi, durante 1984 se habían aproba-
do Leyes de Ética en más de 40 Estados. Sobre el particular, R.G. Terapak, «Administering Ethics
Laws: The Ohio experience», en National Civic Review, febrero de 1979, pp. 82-84; o M.G. Cooper,
«Administering Ethics Laws: The Alabama experience», Ibid. pp. 77-81.
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CAPÍTULO II
GOBIERNO Y ADMINISTRACIÓN ÉTICA
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mos, a diferentes aproximaciones que están presentes en todas y cada una de las
categorías, instituciones y conceptos que componen esta rama del Derecho Pú-
blico que se llama Derecho Administrativo.
El propio Consejo de Estado, en la introducción de su citado rapport de
1999 reconoce que ambas concepciones del interés general están en la base de
dos distintas concepciones de la democracia: individualista o voluntarista. Para
la primera, el espacio público se erige en la garantía de la coexistencia y convi-
vencia de diferentes intereses que representan las varias dimensiones presentes
en la vida social. Para la segunda, vinculada según el Consejo de Estado a la
tradición republicana francesa, el espacio público es el ámbito idóneo para tras-
cender los puros intereses particulares y situarse en el ejercicio de la suprema
libertad de conformar y construir una verdadera sociedad política en su más
noble expresión. En este sentido, el Conseil d’État se confiesa partidario de
entender el interés general más allá del arbitraje entre diferentes, y a veces con-
trapuestos, intereses particulares, inscribiéndose en la tradición voluntarista del
interés general. Probablemente, entre la concepción individualista y la volunta-
rista, sea posible encontrar una tercera vía, con sustantividad propia, con carac-
terísticas propias, que explique el interés general desde los valores del Estado
social y democrático de Derecho proyectados en la realidad concreta, en la co-
tidianeidad. Es decir, una visión del interés general que, sin huir de los funda-
mentos, sea recognoscible por los ciudadanos como expresión y compromiso
de la mejora permanente de las condiciones de vida de las personas.
El principio de supremacía del interés general sobre el interés particular ha
sido censurado en algunas ocasiones recurriendo al peligro que se cierne si tal
supremacía no se concreta adecuadamente, sino se apoya en el Ordenamiento
jurídico, si simplemente se usa, con ocasión y sin ella, para la dominación
política y social. Algo que lamentablemente, en Europa también, ha aconteci-
do en el pasado. Sin embargo, si el interés general se argumenta conveniente-
mente y se ampara en el Ordenamiento jurídico, ningún problema tendría que
existir en orden a afirmar la superioridad moral del interés general así consi-
derado sobre el o los intereses individuales. Esta pretendida supremacía en
manera alguna contraría, como reconoce la profesora Cassía Costadello,
que ambos intereses público o general, y particular, no puedan entenderse
complementariamente, incluso armónicamente. Cuándo así acontece pode-
mos afirmar que el interés general es más legítimo pues es capaz de abrazar
de forma abierta, dinámica y compatible los intereses particulares o indivi-
duales que, de esta forma, alcanzan su plena realización en un Estado social
y democrático de Derecho.
En una situación como la actual, de profunda desafección de la ciudadanía
en relación con los asuntos públicos, la revalorización del interés general, en-
tendido como el interés de todos y cada uno de los ciudadanos en cuanto miem-
bros de todo el cuerpo social; si se quiere adquiere una singular relevancia. El
Estado, pues, no se puede desentender de esta tarea y debe reflejar en su que-
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Afirmar que existe un interés general por encima de los intereses particula-
res, que existe un interés social, del conjunto, de todos, que es superior moral-
mente a los intereses de las diferentes partes, es la tarea que debe presidir el
quehacer administrativo del Estado y de los Entes territoriales que lo compo-
nen, entre nosotros Comunidades Autónomas y Corporaciones locales funda-
mentalmente.
El concepto mismo de interés general, así entendido, sigue siendo pertinen-
te. La crisis económica y financiera que ha asolado el mundo en este tiempo así
lo atestigua. El interés general en este tiempo de turbulencias, o bien ha sido
secuestrado, o bien ha mudado su rostro para comparecer ante todos nosotros
travestido de la suma de determinados intereses particulares. No es que los in-
tereses particulares sean indignos o incompatibles con el interés general. De
ninguna de las maneras. La cuestión, como apuntó el Consejo de Estado en las
reflexiones sobre el interés general en su rapport de 1999 adelantándose en el
tiempo, reside en mantener un concepto de interés general en que se puedan
integrar los diferentes intereses en juego bajo el supremo criterio del bien gene-
ral de los ciudadanos.
En el Estado social y democrático de Derecho, tal y como ha señalado el
Tribunal Constitucional español por sentencia de 7 de febrero de 1984, el inte-
rés general no puede entenderse desde una perspectiva unilateral en manos del
Estado. Más bien, debe definirse a través del pensamiento complementario.
Esto es, teniendo presente la integración o articulación de lo público y lo priva-
do. O, como dice textualmente el supremo intérprete de la Constitución españo-
la de 1978, a través de la intercomunicación entre los poderes públicos y los
agentes sociales.
El interés general, desde una aproximación democrática, es el interés de las
personas como miembros de la sociedad en que el funcionamiento de la Admi-
nistración Pública repercuta en la mejora de las condiciones de vida de los
ciudadanos fortaleciendo los valores superiores del Estado social y democráti-
co de Derecho. Por eso, nada más alejado al interés general que esas versiones
unilaterales, estáticas, profundamente ideológicas, que confunden el aparato
público con una organización al servicio en cada momento de los que mandan,
del gobierno de turno.
Por ejemplo, ahora que estamos en una aguda y dolorosa crisis económica
y financiera que afecta a Europa especialmente y a Estados Unidos de Améri-
ca, los Gobiernos ponen en marcha, a través de la Administración Pública,
diferentes medidas para intentar sanear unas cuentas públicas maltrechas, al
borde de la bancarrota. En este sentido, algunas decisiones para aliviar el ele-
vado déficit público que aqueja a no pocos países consistentes en elevar los
impuestos son, sin duda, eficaces, pero profundamente desvinculadas del inte-
rés general. En estos casos, es posible que el interés público secundario se al-
cance pues el Ministerio de Hacienda cumple los objetivos de reducción del
déficit, pero no cabe duda alguna, al menos para quien escribe, que subir los
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causa del interés general sin que sea suficiente invocar genéricamente su posi-
ción de gestor ordinaria de los asuntos comunes.
Esta obligación que grava sobre la Administración Pública se explica de una
manera muy sencilla. La Administración actúa, unilateral y bilateralmente, a
través de actos y contratos que traen causa en las normas administrativas. Esa
actuación en algunos casos requiere del ejercicio de poderes y potestades
atribuidos por el Ordenamiento jurídico en sentido amplio. Esos poderes y po-
testades deben estar justificados, motivados, razonados de acuerdo con la di-
mensión concreta del interés general. Es más, en estos supuestos en que la
Administración actúa en régimen de exorbitancia es menester que el interés
general concreto en que se amparan esos poderes o potestades se argumente
sobre la realidad y de acuerdo con la razón. Es decir, cuando la Administración
va a expropiar un bien privado debe exponer de forma argumentada cuáles son
las razones de utilidad pública o interés social que concurren en ese caso. Y esa
motivación podrá ser considerada insuficiente o inadecuada por un tribunal o
juez administrativo si jurídicamente esas explicaciones son endebles, débiles
o no proporcionadas a la magnitud e intensidad de la potestad a ejercer por la
propia Administración.
Ciertamente, esta consideración acerca de la obligación de motivar en
cada caso la existencia del interés general legitimador de su actividad es tra-
sunto de la titularidad de la soberanía que al pueblo, en su conjunto e indivi-
dualmente considerado, corresponde. El pueblo es el titular de la soberanía,
del poder público. Los funcionarios y autoridades lo que hacen, y no es poco,
es administrar y gestionar asuntos que son de titularidad ciudadana en nom-
bre del pueblo de forma temporal explicando periódicamente a los ciudada-
nos la forma en que se ejercen dichas potestades. La motivación de las deci-
siones administrativas es, probablemente, la principal proyección ética del
servicio objetivo al interés general que debe distinguir el entero quehacer de
las Administraciones Públicas.
Este es un tema de palpitante y rabiosa actualidad que explica hasta qué
punto la crisis por la que atravesamos trae también causa, y de qué manera, del
proceso de apropiación del poder en que han incurrido deliberadamente no po-
cos políticos y altos funcionarios. Con una sagacidad e inteligencia dignas de
encomio, y gracias al consumismo insolidario imperante, se ha convencido a no
pocos sectores de la población de que para los asuntos del interés general de-
bían confiar en los dirigentes públicos, que saben muy bien lo que deben hacer.
Incluso se ha intentando, a veces con notable éxito, presentar a la ciudadanía
desde la tecnoestructura argumentos y razones para justificar tal posición tiñén-
dola a veces de caracteres pseudocientíficos. Las consecuencias de este modo
de proceder a la vista de todos están: politización de la Administración Pública,
conversión del interés general en interés o intereses particulares o individuales.
Y, lo más grave, desnaturalización de la democracia que está dejando de ser el
gobierno del pueblo, por y para el pueblo
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para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo
con sus propias convicciones». Precepto que expresa la dimensión de la liber-
tad educativa proyectada sobre los padres, sus titulares. Garantizar el ejerci-
cio de un derecho fundamental, siguiendo el artículo 9.2 de la Carta Magna,
implica una disposición activa de los poderes públicos a facilitar la libertad.
Es decir, se trata de que la Administración establezca las condiciones necesa-
rias para que esta libertad de los padres se pueda realizar con la mayor ampli-
tud posible, lo que contrasta, y no poco, con la actividad de cierta tecnoes-
tructura que todavía piensa que el interés general es suyo, encomendando el
ejercicio de dicha libertad a órganos administrativos. Promover, proteger,
facilitar, garantizar o asegurar las libertades constituye, pues, la esencia de la
tarea de los poderes públicos en un Estado social y democrático de Derecho.
Por ello la actuación administrativa de los poderes públicos debe estar presi-
dida por estos criterios.
Más intensa, todavía, es la tarea de garantía y aseguramiento de los princi-
pios rectores de la política económica y social, principios de inequívoca dimen-
sión ética que afecta sobremanera a la gestión pública. En este sentido, el artí-
culo 39 de la Constitución española señala en su párrafo primero que los
poderes públicos aseguran la protección social, económica y jurídica de la fa-
milia. Es decir, el conjunto de los valores y principios rectores de la política
social y económica, entre los que se encuentra la familia, deben ser garantiza-
dos por los poderes públicos, ordinariamente a través de la actividad legislativa
y, sobre todo, desde la función administrativa. Protección de la familia, promo-
ción de las condiciones favorables para el progreso social y económico y para
una distribución de la renta regional y personal más equitativa (artículo 40).
Garantía de un sistema público de Seguridad Social (artículo 41), protección de
la salud (artículo 43), derecho al medio ambiente (artículo 45), derecho a la
vivienda (artículo 47)… En todos estos supuestos se vislumbra una considera-
ble tarea de los poderes públicos por asegurar, garantizar, proteger y promover
estos principios, lo que, pensando en el Derecho Administrativo, supone un
protagonismo de nuestra disciplina desde la perspectiva del Derecho del poder
para la libertad, insospechado años atrás.
El artículo 53 de la Constitución dispone lo siguiente: «el reconocimiento,
el respeto y la protección de los principios reconocidos en el capítulo tercero
(de los principios rectores de la política social y económica) informarán la le-
gislación positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos».
Pienso que para un profesor de Derecho Administrativo no debe pasar inadver-
tido que dicho precepto está recogido bajo la rúbrica de la protección de los
derechos fundamentales, lo cual nos permite señalar que en la tarea de promo-
ción, aseguramiento y garantía de los principios rectores de la política social y
económica, los derechos fundamentales tienen una especial funcionalidad. Es
decir, la acción de los poderes públicos en estas materias debe ir orientada a que
se ejerzan en las mejores condiciones posibles todos los derechos fundamenta-
les de los españoles.
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Esta reflexión enlaza perfectamente con el sentido y alcance del interés ge-
neral en el Estado social y democrático de Derecho, en la medida en que, como
señalé con anterioridad, hoy el interés general tiene mucho que ver con los de-
rechos fundamentales de las personas. En efecto, el Tribunal Constitucional no
ha dudado en reconocer «el destacado interés general que concurre en la protec-
ción de los derechos fundamentales» (sentencia de 16 de octubre de 1984), por
lo que, lógicamente, la acción netamente administrativa de los poderes públicos
debe estar orientada a que precisamente los derechos fundamentales resplan-
dezcan en la realidad, en la cotidianeidad del quehacer administrativo. En este
sentido, una parte muy considerable del Derecho Administrativo que denomino
Constitucional debe estar abierto a proyectar toda la fuerza jurídica de los dere-
chos fundamentales sobre el entero sistema del Derecho Administrativo: sobre
todos y cada uno de los conceptos, instituciones y categorías que lo conforman.
Obviamente, la tarea comenzó al tiempo de la promulgación de la Constitución,
pero todavía queda un largo trecho para que, en efecto, las potestades públicas
se operen desde esta perspectiva. Ciertamente, las normas jurídicas son muy
importantes para luchar por un Derecho Administrativo a la altura de los tiem-
pos, pero las normas no lo son todo: es menester que en el ejercicio ordinario
de las potestades, quienes son sus «titulares» estén embebidos de esta lógica
constitucional, pues, de lo contrario, se puede vivir en un sistema formal en el
que, en realidad, pervivan hábitos y costumbres propios del pensamiento único
y unilateral aplicado al interés general.
En este contexto, se entiende perfectamente que el ya citado artículo 9.2 de
la Constitución implique, no solo el reconocimiento de la libertad e igualdad de
las personas o de los grupos en que se integran sino que, y esto es lo relevante
en este momento, demanda de los poderes públicos la tarea de facilitar el ejer-
cicio de las libertades removiendo los obstáculos que impidan su realización
efectiva, lo que poco tiene que ver con una Administración que se permite, nada
más y nada menos, que interferir en el ejercicio de determinadas libertades pú-
blicas y derechos fundamentales.
Del preámbulo de la Constitución de 1978, pienso que podemos entresacar
algunos conceptos jurídicos indeterminados que la soberanía nacional ha queri-
do que quedaran para la posteridad, tales como «orden económico y social jus-
to», «imperio de la Ley como expresión de la voluntad popular», «proteger a
todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos huma-
nos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones», o «asegurar a todos una
digna calidad de vida». Expresiones todas ellas de evidente raigambre ética que
vinculan las políticas públicas.
Por lo que se refiere al artículo 9 de la Constitución española, señalar que en el
parágrafo primero se consagra el sometimiento pleno y total de la actividad de los
poderes públicos a la Ley y al resto del Ordenamiento jurídico, eliminando cual-
quier vestigio que pudiera quedar de la etapa preconstitucional en relación con la
existencia de espacios opacos al control judicial o exentos del mismo, tal y como
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ción de su bien general específico. Por ello, el poder político en su sentido más
propio está vinculado esencialmente al bien común, al interés general, por lo
que si se usa en beneficio propio o de grupos determinados se hace una utiliza-
ción ilegítima, ilícita, contra las reglas de la recta razón, del poder público. Las
potestades públicas, lo sabemos bien los administrativistas, se justifican en
cuanto sirven objetivamente, justamente, al interés general.
El poder público es encomendado por los ciudadanos a los políticos, no solo
para que realicen una mera y automática ejecución de la ley, sino para que diri-
jan la comunidad política en orden al bien común, a la preservación del interés
general. Aquí radica precisamente la diferencia entre administrar y gobernar.
Es más, el poder público en el marco de la ley se encuentra vinculado por el
bien común.
La función fundamental del Estado se encuentra en la realización del bien
común, del interés general, que no es, ya lo hemos comentado, la suma de los
bienes o intereses individuales. Es más, se trata de un nuevo valor específica-
mente distinto del bien o interés individual y de la suma de los bienes o intere-
ses particulares. El bien común, el interés general en términos jurídico-adminis-
trativos, se fundamenta en el respeto a la dignidad de la persona. De ahí que el
Estado no debe ver en el hombre únicamente el ciudadano, porque el hombre es
algo más, bastante más que un ciudadano: es un ser humano con unos derechos
fundamentales que surgen de su propia dignidad y que debe realizarlos para
desarrollar en plenitud, en libertad solidaria, su personalidad.
La persona se constituye, pues, en centro de la acción pública. No la persona
genérica o una universal naturaleza humana, sino la persona, cada individuo,
revestido de sus peculiaridades irreductibles, de sus coordenadas vitales, exis-
tenciales, que lo convierten en algo irrepetible e intransferible, en persona.
Cada persona es sujeto de una dignidad inalienable que se traduce en derechos
también inalienables, los derechos humanos, los derechos fundamentales, que
han ocupado, cada vez con mayor intensidad y extensión, la atención de los
diferentes políticos de cualquier signo en todo el mundo.
Recuperar el pulso del Estado social y democrático de Derecho y fortalecer-
lo, significa entre otras cosas recuperar para el Estado los principios de su fun-
cionalidad básica que se expresa adecuadamente –aunque no solo– en aquellos
derechos primarios sobre los que se asienta nuestra posibilidad de ser como
hombres. Entre ellos el derecho a la vida, a la seguridad de nuestra existencia,
el derecho a la salud.
Ciertamente, los logros del Estado del Bienestar están en la mente de todos:
consolidación del sistema de pensiones, universalización de la asistencia sani-
taria, implantación del seguro de desempleo, desarrollo de las infraestructuras
públicas. Afortunadamente, todas estas cuestiones se han convertido en punto
de partida de los presupuestos de cualquier gobierno que aspire de verdad a
mejorar el bienestar de la ciudadanía.
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Así las cosas, bien someramente descritas, la reforma del llamado Estado
del Bienestar no ha sido tarea de un liberalismo radical como algunos han pre-
tendido hacer creer. No hay tal cosa. La necesidad de la reforma ha venido
impuesta por una razón material y por una razón moral. La reforma del Estado
del Bienestar ha sido, es todavía, una exigencia ineludible impuesta por el fra-
caso de una concepción desproporcionada. Dicho de otra manera, la reforma
del Estado del Bienestar ha sido exigida por la realidad, por las cuentas, por su
inviabilidad práctica. Y, en el orden moral, por la grave insatisfacción que se ha
ido produciendo en las generaciones nuevas que han visto reducida su existen-
cia –permítaseme la expresión– a una condición estabular que no podía menos
que repugnarles.
Pues no es así. Denunciar el hecho comprobado de la inviabilidad del Estado
del Bienestar en su versión estática, reivindicar la necesidad de las reformas
necesarias, se hace en mi caso desde la convicción irrenunciable de que no solo
el bienestar público es posible, sino necesario, y no solo necesario sino insufi-
ciente en los parámetros en los que ahora se mide. Es decir, es necesario, es de
justicia, que incrementemos los actuales niveles de bienestar –si se puede ha-
blar así–, sobre todo para los sectores de población más desfavorecidos, más
dependientes y más necesitados. Insisto, es una demanda irrebatible que nos
hace el sentido más elemental de la justicia y que no se puede ocultar por muy
elevado que sea el déficit público.
Los sectores más desfavorecidos, los sectores más necesitados, son los más
dependientes, y las prestaciones sociales del Estado no pueden contribuir a au-
mentar y agravar esa dependencia, convirtiendo, de hecho, a los ciudadanos en
súbditos, en este caso del Estado, por muy impersonal que sea el soberano, o que
tal vez por ser más impersonal y burocrático es más opresivo. En esta afirmación
está implícita otra de las características de las reformas que tendrán que implan-
tarse en el futuro: la finalidad de la acción pública no es el bienestar, el bienestar
es condición para la promoción de la libertad y participación de los ciudadanos,
estas sí, auténticos fines de la acción pública. Así el bienestar aparece como
medio, y como tal medio debe ser relativizado, puesto en relación al fin.
Tal cosa se traduce en que el bienestar no solo no está reñido con la austeri-
dad, sino que no se puede ni concebir ni articular sin ella. Austeridad no puede
entenderse como privación de lo necesario, sino como ajuste a lo necesario, y
consecuentemente limitación de lo superfluo. Si no es posible realizar políticas
austeras de bienestar tampoco lo es implantar un bienestar social real, equitati-
vo y progresivo, capaz de asumir –y para todos– las posibilidades cada vez de
mayor alcance que las nuevas tecnologías ofrecen. Insisto en que austeridad no
significa privación de lo necesario. Políticas de austeridad no significan por
otra parte simplemente políticas de restricción presupuestaria. Políticas de aus-
teridad significan la implicación de los ciudadanos en el recorte de los gastos
superfluos y en la reordenación del gasto. Sin la participación activa y cons-
ciente de una inmensa mayoría de los ciudadanos considero que es imposible la
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aproximación al Estado del Bienestar social que todos de una manera o de otra
anhelamos. Es necesaria por parte de la ciudadanía la asunción de la responsa-
bilidad política en su conducta particular, para hacer posible la solidaridad, la
participación, que es meta de la acción política.
En este sentido, las políticas austeras son compatibles con una expansión del
gasto. Porque la expansión del gasto es necesaria, porque no son satisfactorios
aún los niveles de solidaridad efectiva que hemos conseguido. Pero expandir el
gasto sin racionalizarlo adecuadamente, sin mejorar las prioridades, sin satisfa-
cer demandas justas y elementales de los consumidores, es hacer una contribu-
ción al despilfarro. Y aquí no me detengo en una consideración moralista de la
inconveniencia del gasto superfluo, sino que me permito reclamar, alzando un
poco la mirada, que vayamos más allá y comprendamos la tremenda injusticia
que está implícita en el gasto superfluo o irracional cuando hay tantas necesida-
des perentorias sin atender todavía. Es decir, si el gasto público es eficiente,
podrá ser equitativo, atendiendo coherentemente a los sectores más desfavore-
cidos de la sociedad.
Situémonos, por ejemplo, en el sector sanitario. La sanidad española es ex-
presión, a mi parecer, del profundo grado de solidaridad de nuestra sociedad en
todos sus estamentos. Solo se puede explicar su entramado, ciertamente com-
plejo, avanzado técnica y socialmente –y también muy perfectible– por la ac-
ción solidaria de sucesivas generaciones de españoles y por la decidida acción
política de gobiernos de variado signo. Pienso que en este terreno hay méritos
indudables de todos. Sobre bases heredadas a lo largo de tantos años, hemos
contribuido de modo indudable al desarrollo de una sanidad en algunos senti-
dos ejemplar. Y con el desarrollo autonómico se han desenvuelto experiencias
de gestión que suponen ciertamente un enriquecimiento del modelo –en su plu-
ralismo– para toda España.
Pero si afirmamos que el modelo es perfectible estamos reclamando la nece-
sidad de reformas, que deben ir por el camino de la flexibilización, de la agili-
zación, de la desburocratización, de la racionalización en la asignación de re-
cursos y de su optimización, y de la personalización y humanización en las
prestaciones. Que en muchos sentidos el modelo sea ejemplar, no quiere decir
que sea viable en los términos en que estaba concebido, ni que no pueda ser
mejor orientado de cara a un servicio más extenso y eficaz.
La asistencia sanitaria universal no puede ser una realidad nominal o conta-
ble, porque la asistencia debe ser universalmente cualificada desde un punto de
vista técnico-médico, inmediata en la perspectiva temporal, personalizada en el
trato, porque la centralidad de la persona lo exige. Y además debe estar articu-
lada con programas de investigación avanzada; con innovaciones de la gestión
que la hagan más eficaz; con una adecuación permanente de medios a las nue-
vas circunstancias y necesidades; con sistemas que promocionen la competen-
cia a través de la pluralidad de interpretaciones en el modelo que –eso sí– en
ningún caso rompan la homogeneidad básica en la prestación, etc.
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CAPÍTULO III
EL MARCO JURÍDICO EN ESPAÑA
Y EN LA UNION EUROPEA
EL MARCO ESPAÑOL
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En cualquier caso, puede afirmarse que en el punto primero del anexo dedi-
cado a los principios básicos se encuentran los principales principios que han
distinguido, distinguen y seguirán distinguiendo al buen gobierno y a la buena
administración de las instituciones públicas. Quizás, en este sentido, hubiera
sido mejor comenzar el repertorio de los llamados principios básicos por el de
servicio objetivo al interés general, o, en todo caso, haber hecho alguna apela-
ción especial pues constituye la denominación constitucional de la función cen-
tral de la Administración Pública.
Objetividad es el primer principio de la enumeración. Es un principio básico
porque, en efecto, frente a la subjetividad propia del ejercicio del poder en el
Antiguo Régimen, la democracia trae consigo el principio de legalidad, de for-
ma y manera que las potestades públicas requieren de una previa habilitación
legislativa, lo que permite un ejercicio del poder sometido a ciertos cánones que
garanticen una razonable objetividad. Como principio que se proyecta sobre el
gobernante o alto funcionario, la objetividad requiere motivar las decisiones,
atender a los informes preceptivos, pensar en la realidad y tener bien presente
el carácter central de la persona en el sistema político y administrativo.
La integridad presume la actuación del gobernante o del alto funcionario de
acuerdo a los principios centrales de la ética del servicio público, entre los que
el más importante es el de dar a cada uno lo que en justicia le corresponde.
Además, la integridad implica atender en el ejercicio del poder al conjunto de
la ciudadanía, sin dejarse llevar por partidismos o exclusivismos que atenten
contra el sentido del interés general. Desde otra perspectiva, la integridad a
veces se identifica con la rectitud para llamar la atención sobre la necesidad de
que la actuación pública siempre se oriente de acuerdo con la satisfacción del
interés general, alejada de las tentaciones de confundir lo que es de la comuni-
dad con lo personal.
La neutralidad hace referencia a un valor específico de la función pública
que se deduce de la objetividad. Es decir, en la actuación cotidiana, los miem-
bros del gobierno y los altos cargos han de actuar desde parámetros no partida-
rios, lo cual es bien difícil, sobre todo en países como España en los que con
demasiada frecuencia no se distingue bien cuándo un ministro habla como
miembro de un partido o como miembro de un gobierno.
La responsabilidad, como es lógico, es una característica de la toma de de-
cisiones. Quien decide, es responsable de la decisión y de sus consecuencias.
Hoy vivimos en un mundo en el que se procura que la responsabilidad se sitúe
en ambientes de anonimato o en estructuras colegiadas, evitando en lo posible
que se circunscriba a una persona. Sin embargo, en la democracia es habitual
responder ante el Congreso, ante la prensa, ante la opinión pública, acerca de
las decisiones que afectan al interés general.
La credibilidad es una cualidad que no por escribirla en una norma se pro-
duce automáticamente. Son creíbles las personas que con su actuación merecen
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miento del acuerdo del consejo no deja de ser una manera bien tibia e insufi-
ciente de velar por los principios éticos del servicio público. Es necesario dar
publicidad a estos compromisos y facilitar que la ciudadanía los conozca y
pueda exigirlos, puesto que, en las democracias, los ciudadanos son los dueños
de las instituciones públicas, y sus titulares no dejan de ser empleados de la
ciudadanía ante la que tienen que rendir cuentas y responder ante sus preguntas
y sugerencias.
El segundo elemento del código del buen gobierno de la actual Administra-
ción española lo constituye la ley de regulación de los conflictos de intereses de
los miembros del gobierno y de los altos cargos de la Administración General
del Estado, publicada en el Boletín Oficial del Estado de 11 de abril de 2006.
Efectivamente, la regulación de los conflictos de interés de los altos cargos
del gobierno representa una expresión de los principios éticos establecidos en
el acuerdo del Consejo de Ministros anteriormente glosado. Se trata, fundamen-
talmente, de evitar que el interés público pueda entrar en alianzas espúreas con
los intereses privados. Para ello, los titulares de los cargos públicos han de
conducirse con arreglo a una serie de criterios que les prevengan frente a situa-
ciones de confusión o mixtura entre lo público y lo privado. El principio de la
dedicación exclusiva y una regulación estricta en orden a las actividades priva-
das y a los intereses patrimoniales ayuda a facilitar el trabajo de quienes duran-
te un período de tiempo han sido llamados a atender el bienestar integral de los
ciudadanos, que a eso se reduce en una democracia el interés general.
La ley manifiesta su vocación preventiva en el preámbulo al señalar su ob-
jeto: «El objetivo de la Ley es establecer las obligaciones que incumben a los
miembros del Gobierno y a los altos cargos de la Administración General del
Estado para prevenir situaciones que puedan originar conflictos de intereses».
En el parágrafo 1 del artículo 4, el legislador nos ofrece el concepto que tiene
de esta institución: «A los efectos de esta ley hay conflictos de intereses cuando
los altos cargos intervienen en las decisiones relacionadas con asuntos en los
que confluyen a la vez intereses de su puesto público e intereses privados pro-
pios, de familiares directos, o intereses compartidos con terceras personas». Por
tanto, para que se dé una situación de conflicto de interés es necesario, primero,
que nos encontremos ante una persona en la que recae la calificación de alto
cargo; segundo, que intervenga en determinadas decisiones caracterizadas por
su conexión entre su condición de dirigente público y sus intereses privados
particulares, o los de sus familiares directos, o incluso los que comparta con
terceros. Un alto cargo que encarga un dictamen al despacho de abogados de un
pariente directo sería un caso de manual. O el de un alto cargo que adjudica
un contrato a una empresa de su propiedad. También, sería el caso del dirigente
público que utilizara los servicios de mensajería de una empresa en la que tu-
viera determinadas participaciones accionariales.
Una pregunta que surge al hilo del precepto es si no será conflicto de interés
un asunto sobre el que decida un alto cargo en el que haya intereses públicos en
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posible colisión, por ejemplo, con los intereses propios de familiares no direc-
tos. Es decir, ¿no alcanza el conflicto de interés más allá de la condición de
familiares directos? ¿No sería más razonable extender la prevención de estas
decisiones al ámbito familiar en sentido amplio?
En cualquier caso, más adelante lo comentaremos, la Ley que ahora vamos
a glosar aspira a ser el régimen jurídico de la actuación de los altos cargos, su-
perando la mera regulación de las incompatibilidades. En mi opinión, es conse-
cuencia de los principios éticos del acuerdo del Consejo de Ministros entre los
que destaca el principio del interés público como criterio rector de la actuación
de los dirigentes públicos. Ahora, la Ley, desde esta perspectiva, tal y como
señala el preámbulo «perfeccionando el sistema de incompatibilidades, se in-
troducen nuevas exigencias y cautelas que garanticen que no se van a producir
situaciones que pongan en riesgo la objetividad, imparcialidad, e independen-
cia del alto cargo, sin perjuicio de la jerarquía administrativa».
Conviene comentar, siquiera sea brevemente, este punto del preámbulo, so-
bre todo en lo que se refiere a la naturaleza de las medidas para evitar estos
conflictos y en lo que atiende a los principios que se citan por el legislador. Las
medidas que se arbitran tienen naturaleza preventiva y sancionadora. Normal-
mente, si la prevención se hace bien, es más difícil tener que sacar a colación la
potestad sancionadora. Por el contrario, si la prevención falla, nos encontrare-
mos ante la necesidad de castigar las actuaciones merecedoras de reproche ju-
rídico. Las exigencias y cautelas que ahora se introducen buscan subrayar los
principios de objetividad, imparcialidad e independencia de los cargos públicos
sin perjuicio de la jerarquía. Quizás no haya pasado inadvertida la referencia al
principio de independencia en el marco de la jerarquía administrativa, pues la
objetividad y la imparcialidad traen causa expresamente del texto constitucio-
nal (artículo 103). Por eso, la cita del principio de independencia en el marco de
la jerarquía seguramente se circunscribirá al necesario entendimiento constitu-
cional del deber de obediencia o lealtad que mutatis mutandis también acompa-
ña a los altos cargos. Este es un tema complejo porque quien conozca el funcio-
namiento y la realidad del ejercicio del poder estará de acuerdo en que, en
ocasiones, la jerarquía no siempre cumple su función constitucional. La inde-
pendencia del alto cargo debe referirse a la capacidad de tomar decisiones en el
marco de servicio objetivo al interés general. Este es el patrón de la indepen-
dencia, pues no me explico cómo de otra forma podría entenderse si no es vin-
culada a este principio constitucional.
La Ley tiene un título preliminar titulado «objeto y ámbito de aplicación»,
un título I dedicado a los requisitos previos al nombramiento de los titulares de
determinados órganos, y un título II bajo la rúbrica de «los conflictos de intere-
ses», en el que, además de examinar el concepto y el ámbito de aplicación,
también se trata el régimen de incompatibilidades, el régimen de actividades,
las obligaciones de los altos cargos, los órganos de gestión, vigilancia y control
y del régimen sancionador. La Ley finaliza con unas disposiciones adicionales,
una derogatoria única y tres disposiciones finales.
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los familiares directos me parece insuficiente, sobre todo cuando la realidad nos
ofrece ejemplos bien patentes, por ejemplo, del papel tan importante que los-as
cuñados-as han jugado y siguen jugando en esta materia.
Por otra parte, el parágrafo segundo de este precepto confirma la voluntad
preventiva de la Ley. Si se comete la infracción, entonces la gestión y resolu-
ción de los conflictos se realizará a través de un régimen de incompatibilidades
con las pertinentes sanciones si fuera el caso.
El Capítulo I de este Título II trata sobre el principio de dedicación exclusi-
va al cargo público, las limitaciones patrimoniales en participaciones societa-
rias, del deber de inhibición y abstención y de las limitaciones al ejercicio de
actividades privadas con posterioridad al cese.
Lógicamente, los altos cargos han de tener dedicación exclusiva a la función
pública que tengan encomendada. Este es un principio elemental de la Ética
pública de nuestro tiempo. El problema radica en que si se pretende, sobre todo
para los órganos especializados, contar con buenos profesionales, las retribu-
ciones han de ser proporcionales al sector privado. Si no se paga bien a los altos
cargos, entonces se corre el peligro de no atraer a la dirección de órganos públi-
cos a algunas personas. Este es un tema delicado pero que algún día habrá que
afrontar pues en ocasiones, por estas razones, alcanzan los cargos de relevancia
pública personas con muy poca experiencia profesional y demasiada dependen-
cia, sobre todo económica, de las cúpulas de los partidos que los proponen.
La dedicación exclusiva excluye la compatibilidad, como establece el artí-
culo 5.1, el desempeño, por sí, o mediante sustitución no apoderamiento, de
cualquier otro puesto, cargo, representación, profesión o actividad, que sean
de carácter público o privado, por cuenta propia o ajena, y, asimismo, tampoco
podrán percibir cualquier otra remuneración con cargo a los presupuestos de las
Administraciones Públicas o entidades vinculadas o dependientes de ellas, ni
cualquier otra percepción que directa o indirectamente provenga de una activi-
dad privada. Se excepcionan, como en la actualidad, la administración del pa-
trimonio personal o familiar, la participación ocasional en tareas académicas, la
producción y creación literaria, artística o científica y la participación en enti-
dades benéficas o culturales sin ánimo de lucro. Evidentemente, en estos su-
puestos, estas actividades podrán realizarse en las condiciones en que establece
la Ley siempre que no menoscaben el estricto cumplimiento de sus funciones.
Un ministro, por ejemplo, que se dedicara a la administración del patrimonio
personal desproporcionadamente, estaría incumpliendo este principio de dedi-
cación exclusiva.
En otros países se entiende que la participación como profesor en tareas
universitarias es compatible con la exclusiva dedicación siempre que la docen-
cia no menoscabe el estricto cumplimiento de sus obligaciones profesionales.
Siempre he pensado que en España no debería estar prohibido que un ministro
o un alto cargo pudiera tener la dedicación mínima universitaria siempre que
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profesional como otro cualquiera aunque, eso sí, con unas notas características
que lo singularizan puesto que es un trabajo profesional que se refiere al servi-
cio objetivo al interés general. En fin, la perspectiva amplia contempla el uni-
verso de estas normas en general, sin orden ni concierto, sin una lógica que
permita el establecimiento de un sistema. En sentido estricto, este conjunto de
normas adquiere una determinada lógica que le permite adquirir una cierta uni-
dad interna a partir del elemento central: la relación de servicio.
Este es el concepto medular, la relación de servicio que, de acuerdo con los
principios constitucionales de aplicación, ha de ser una relación de servicio
objetivo al interés general. De nuevo, nos encontramos, también en esta mate-
ria, con una aproximación funcionalista al Derecho Administrativo, para la que,
en efecto, el nervio central es la propia actividad administrativa, en esta ocasión
caracterizada por su referencia a la relación de servicio objetivo al interés gene-
ral. En esta perspectiva debe entenderse, a mi juicio, este sistema.
Por ello, el Derecho de la función pública es, sobre todo y ante todo, no úni-
camente el derecho de los sujetos que trabajan para la Administración Pública,
sino el Derecho de la relación de servicio objetivo al interés general. Y, en el
marco de esa relación de servicio objetivo al interés general, nos encontramos
con determinados aspectos que modulan los derechos, los deberes y las condi-
ciones de trabajo de las personas al servicio de las Administraciones Públicas.
La siguiente cuestión que debemos plantearnos, antes de entrar de lleno en
el análisis de los deberes, se refiere a la calificación de esa relación de servicio
que la doctrina comúnmente ha entendido como una manifestación de las rela-
ciones especiales de sujeción, quizás para así poder explicar los poderes de que
goza la Administración en relación con sus empleados. Es sabido que una de las
notas esenciales a estas relaciones especiales de sujeción reside en que la ubi-
cación en la Administración de la determinación unilateral del conjunto de de-
rechos y deberes del personal a su servicio, así como de las condiciones de
trabajo. Es decir, la unilateralidad es una característica medular de estas rela-
ciones especiales que, hoy por hoy, la verdad es que ha sido modulada por la
realidad y por la proyección en el ámbito del Derecho Administrativo del deno-
minado pensamiento abierto, plural, dinámico y complementario.
En otros términos, así como en Alemania se ha abandonado esta construc-
ción teórica por incongruente con la realidad, también nosotros debemos pensar
en que los modelos teóricos que ya no sirven para explicar el régimen y funcio-
namiento de las instituciones en la cotidianeidad, apenas ya tienen sentido.
Normalmente, es la propia realidad quien condiciona la emergencia de nuevas
explicaciones.
En el caso de la función pública parece claro que la laboralización creciente
y la necesidad de que la Administración abandone el pedestal de la unilaterali-
dad están diseñando un nuevo sistema con unos contornos no siempre con-
gruentes. Es, también, la consecuencia de superar una idea unilateral del interés
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chos y el conjunto de materias a las que se refiere esta rama del derecho admi-
nistrativo.
Es sabido que durante bastante tiempo la doctrina de la relación especial de
sujeción ha sido la piedra de toque sobre la que se ha construido la especial
vinculación del personal administrativo respecto de la Administración Pública,
quizás partiendo de la importación mecánica y acrítica de una institución que
ya parece haber quedado superada a juzgar por la funcionalidad de la que goza
hoy en Alemania, país del que se importó tiempo atrás.
Es cierto que desde el principio de jerarquía se entiende bien la existencia de
un poder de supremacía de la Administración para ordenar con eficacia su fun-
cionamiento, para poder servir con objetividad el interés general. Pero también
es verdad que, junto a la necesaria garantía del interés general, los funcionarios,
el personal en sentido amplio, deben cumplir su trabajo, como se ha recordado,
a partir de las más elementales normas del código deontológico que configura
la función pública, el trabajo al servicio objetivo del interés general.
Una cuestión bien relevante se refiere al marco desde el que situarse para
explicar los deberes de los funcionarios. Esta cuestión se puede abordar funda-
mentalmente buscando una enumeración positiva de cuáles sean dichos deberes
o, por el contrario, desde la deducción a partir de las normas punitivas que
sancionan determinadas conductas de los funcionarios. Es decir, podemos tra-
bajar directamente desde el elenco de los deberes o, indirectamente, desde la
perspectiva de la sanción de los incumplimientos de las obligaciones del perso-
nal al servicio de las Administraciones Públicas. Hoy, el Estatuto básico del
empleado público simplifica sobremanera esta cuestión pues contiene elencos
de deberes, de principios éticos, y de principios de conducta. A continuación
examinemos las cuestiones que a mi juicio son más relevantes de la interpreta-
ción armónica de estos tres artículos del Estatuto básico del empleado público
referentes a la ética pública.
El acatamiento de la Constitución, más que un deber de los funcionarios
públicos, constituye un requisito para adquirir la condición de empleado públi-
co. Suele citarse entre los deberes de los funcionarios porque el contenido mis-
mo del acto de acatamiento de la Constitución implica la realización del queha-
cer público asignado de acuerdo con nuestra Carta Magna, lo cual ofrece una
dimensión de deber pues se trata de acomodar el trabajo al servicio de la Admi-
nistración Pública de acuerdo con los principios y valores constitucionales.
El artículo 52 del Estatuto básico debe leerse, es claro, desde este punto de
vista. Entonces, hasta podría afirmarse que del acatamiento a la Constitución
derivan toda una serie de deberes genéricos que encuentran su justificación en
la letra de la Constitución y muy especialmente en el precepto fundamental
desde el que hay que entender el régimen de la función pública como sistema:
la Administración Pública sirve con objetividad el interés general. Aquí radica
el centro del que dimanan el conjunto de deberes del personal al servicio de la
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gado a que su quehacer administrativo esté presidido en todo momento por los
principios y preceptos de la Constitución.
El principio de eficacia es un principio con rango constitucional, al igual que
el de jerarquía (artículo 103 CE). En virtud del primero, la Administración ha
de poder organizarse de manera que cumpla sus objetivos y, para ello, a partir
del segundo, se estructura internamente de manera que existe una cadena de
mando con superiores e inferiores, escrito sea sin ánimo peyorativo. En efecto,
la Administración Pública es una estructura organizativa jerárquica, lo que, en
los tiempos que corren, aunque pueda llamar la atención, responde a la necesi-
dad, en efecto, de que se pueda asegurar un mínimum de servicio objetivo al
interés general como parámetro ordinario de su entera actividad.
Por otra parte, la colaboración es igualmente un deber del personal al servi-
cio de las Administraciones Públicas que se deduce de la lealtad y buena fe en
el trabajo a que se refiere el artículo 53.3 del Estatuto. De ahí que la colabora-
ción sea una consecuencia de la fuerza de la ética del servicio público, de la
misma manera que, desde este punto de vista, la jerarquía no debe degenerar en
autoritarismo o en ejercicio irracional y desproporcionado del poder, como al-
gunas veces acontece.
La Administración Pública, como el Ejército y la Iglesia son instituciones
jerárquicas por esencia pues tienen, las tres, bien claros su objetivos que son de
tal trascendencia que requieren de la garantía del cumplimiento de sus fines, lo
que solo puede lograrse, de acuerdo a sus respectivas naturalezas, desde la ins-
tauración de una razonable jerarquía, a la que acompaña una también razonable
obediencia.
El superior jerárquico tiene mando en la Administración y goza de potesta-
des de dirección precisamente para asegurar mayores cotas de interés general
en el trabajo de la unidad administrativa a su cargo. En este sentido, la jerar-
quía, por obvias razones, debe reforzar la neutralidad, objetividad e imparciali-
dad de las decisiones. Es más, la jerarquía es un principio que solo se aplica en
cuanto a la consecución de los fines de interés público asignados a la unidad u
órgano administrativo de que se trate. El mando, pues, se ejerce al servicio ob-
jetivo del interés general. Cuando ello no ocurre, entonces aparece el proceloso
mundo de la corrupción con toda su panoplia de manifestaciones: mobbing,
abuso de poder, enriquecimiento personal, tráfico de influencias, uso de infor-
mación privilegiada…
En efecto, la eficacia requiere de obediencia a las órdenes del superior jerár-
quico pues, de lo contrario, estaríamos en un ambiente de indisciplina en el que
no se alcanzarían los objetivos propuestos con el consiguiente despilfarro deri-
vado de tal proceder. Así lo establece el artículo 54.3 del Estatuto en materia de
principio de obediencia. Los que mandan ejercen potestades de dirección que
se materializan a través de órdenes o indicaciones impartidas a los funcionarios
subordinados, quienes las han de cumplir en sus términos siempre que estén
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tienen asignados y nos podríamos llevar una desagradable sorpresa. Los objeti-
vos, los fines, deben definirse entre todos los miembros de la unidad atendien-
do, claro está, a los superiores intereses generales a los que debe servir el centro
directivo al que esté adscrita la unidad. Esos objetivos deben ser objeto de se-
guimiento periódico, de análisis, para ir adoptando las decisiones que procedan
en cada caso. Si no existe colaboración leal, los objetivos serán imposibles de
alcanzar.
En materia de eficacia administrativa, artículo 52 del Estatuto básico, pienso
que debe llamarse la atención sobre el peligro de absolutizar los fines. Me re-
fiero a esa tentación sutil de trascender los procedimientos administrativos, lar-
gos y pesados, para poder alcanzar los fines previstos. Además de que esta
metodología desemboca ordinariamente en la corrupción, el desprecio por los
procedimientos denota poca sensibilidad frente al principio de igualdad y trans-
parencia. Lo que habrá que hacer si se advierte que los procedimientos no son
los adecuados, es reformarlos para que, a su través, se puedan adoptar decisio-
nes de servicio objetivo al interés general. Quienes, por el contrario, piensan
que lo único importante es conseguir los objetivos, se olvidan de que la Admi-
nistración Pública no es una empresa más; es, en todo caso, una empresa cuyos
resultados han de medirse sustancialmente en función del servicio objetivo al
interés general que se desprende de sus decisiones y actuaciones.
Igualmente, absolutizar la jerarquía, ya lo hemos señalado, da lugar al auto-
ritarismo, sorprendentemente cada vez más de moda entre nosotros, quizás por
el predominio que se aprecia en las aspiraciones de no pocas personas al poder,
al dinero y a la notoriedad. La necesidad de afirmación personal, de demostrar
que se manda, de que se tienen muchos subordinados, que se dirige, ocasiona
no pocas veces un ambiente de cierta distancia entre jefes y personal que suele
distorsionar el ambiente laboral. A veces es posible, no siempre, que en am-
bientes autoritarios se consigan los objetivos a base de amedrentar y amenazar
al personal con toda suerte de estrategias.
Las Administraciones suelen contar con unidades administrativas dedicadas
a impulsar la mejora continua de los servicios. Lo que ocurre en algunos casos,
es que estas unidades no disponen del rango necesario para acometer su tarea
con racionalidad. En otros casos, su excesiva dependencia política impide
que con autonomía se pueda realizar la tarea de racionalización y moderniza-
ción necesaria para la mejora permanente.
También me parece que en el marco de la colaboración leal y la mejora de
los servicios es buena cosa facilitar al personal que presenten las sugerencias
e iniciativas que estimen por conveniente tal y como dispone el citado artícu-
lo 54.0 del Estatuto básico de 2007. Cuando se fomenta este ambiente, tam-
bién se puede apreciar la profesionalidad del personal en este punto. La mejo-
ra de los servicios, sobre todo en el tiempo que nos ha tocado en suerte, está
igualmente muy conectada con la apuesta por contribuir a una mayor humani-
zación de la realidad. Primero, porque el trabajo de servicio objetivo al interés
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los horarios se acomodarán a las necesidades del servicio, para facilitar la aten-
ción a los ciudadanos, que se podrá establecer una pausa de treinta minutos que
computa como trabajo efectivo, que la distribución anual de la jornada no podrá
alterar el número de vacaciones que señale la normativa en vigor y que dichos
horarios deben difundirse convenientemente.
Los horarios deben adecuarse al servicio, a la naturaleza del servicio público
que se presta, lo que significa que se va a tener presente a los ciudadanos usua-
rios de dicho servicio de interés general. Pero también es importante contar con
horarios razonables, humanos, adecuados a la realidad y que, en la medida de
lo posible, tengan en cuenta la conciliación de la vida familiar y profesional, lo
cual me parece relevante para el libre desarrollo de las personas.
En los códigos éticos y deontológicos profesionales suele citarse la obliga-
ción del silencio de oficio, mejor de discreción, como expresión de la discreción
que ha de caracterizar el trabajo de los profesionales. Es un deber establecido
en el artículo 53.12 del Estatuto básico que se denomina deber de sigilo (Sán-
chez Morón) en la función pública y que consiste en el deber de no revelar
determinados conocimientos de los que se dispongan por razón del cargo y que
no se refieran al bienestar general de los ciudadanos. En la historia de la buro-
cracia, como nos cuenta Sánchez Morón, el secreto era fundamental porque el
sistema estaba montado sobre el secreto del cargo en la medida en que del mo-
nopolio de las informaciones públicas se derivaba un gran poder celosamente
guardado mediante la imposición de grandes sanciones a su incumplimiento.
Frente al deber de sigilo, es necesario distinguir el deber de secreto, que impide
al funcionario revelar las informaciones o datos que conozca o posea por razón
de su cargo y que estén cubiertas por una declaración legal de secreto oficial.
Para otros, es menester diferenciar el deber genérico del deber específico de
secreto. En general, se predicaría de todo funcionario por el hecho de serlo y
con respecto a cualquier materia a la que pueda tener acceso por su condición
de funcionario. El deber específico sería el que le corresponde en concreto de
acuerdo con el puesto de trabajo que esté desempeñando, en función de su con-
tenido específico (García-Trevijano).
Ciertamente, el trabajo al servicio objetivo del interés general da lugar al
conocimiento de hechos y circunstancias que reveladas podrían dejar despro-
tegido precisamente el interés público. Por eso, es lógico que exista un deber
de silencio de oficio, mejor de discreción profesional. Ahora bien, frente a la
perspectiva tecnocrática del secreto, es necesario señalar que los conocimien-
tos e informaciones públicas de las que se disponga por razón del cargo deben
ser utilizadas únicamente para la mejor gestión del interés público. Es decir,
atrincherarse en el monopolio de determinadas informaciones, traficar con
ellas dentro de la propia organización pública para conservar o mejorar la pro-
pia posición constituye una práctica maquiavélica que impediría atender con
dedicación y lealtad los asuntos públicos con la libertad y responsabilidad re-
queridas.
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rado por el Defensor del Pueblo Europeo, que es la institución más comprome-
tida en la UE en materia de ética pública, precisamente en el año 2012 y de los
que también daremos cuenta en esta parte del curso.
La propia Carta dispone en su artículo 43 que todo ciudadano de la UE o
toda persona física o jurídica que resida o tenga su domicilio fiscal en un Estado
miembro tiene derecho a someter al Defensor del Pueblo de la Unión los casos
de mala administración en la acción de las instituciones u órganos comunita-
rios, con exclusión del Tribunal de Justicia y del Tribunal de Primera Instancia
en el ejercicio de sus funciones jurisdiccionales. Siendo el precepto impecable,
tiene un pequeño problema, que es el referido al uso del término acción para
significar las actuaciones que pueden ser objeto de reclamación por haber lesio-
nado este derecho fundamental. En lugar de acción, y para evitar problemas
interpretativos, de manera que las omisiones y las inactividades también pue-
dan desencadenar la reclamación ante el Defensor del Pueblo Europeo, debió
haberse utilizado la expresión actuación, que incluye tanto decisiones expresas,
como presuntas o inactividades, junto a vías de hecho. Esa fue, por ejemplo, la
solución que se eligió para determinar el objeto de los procesos jurisdiccionales
contra las Administraciones Públicas tal y como dispone el artículo 106 de
nuestra Constitución.
También se recuerda en la introducción que estamos glosando, que el propio
Parlamento de la UE, a través de una resolución contemporánea al mismo Có-
digo, entendió que para la determinación o comprobación de si se da un supues-
to de mala administración es preceptiva la actuación del Defensor del Pueblo,
dando con ello efecto al derecho de los ciudadanos a una buena administración
tal y como está redactado en el artículo 41 de la Carta. Es decir, el Defensor del
Pueblo es quien en principio toma en consideración las reglas y principios esta-
blecidos en el Código al examinar los casos de mala administración.
Es tal la relevancia del derecho fundamental a la buena administración, que
el parlamento Europeo solicitó a la Comisión Europea que le presentara un re-
glamento en el que se concretaran las obligaciones que para las instituciones y
órganos de la UE se derivaran de este derecho ciudadano. Tal reglamento, se
dice en la introducción del Defensor del Pueblo Europeo, sería de vital impor-
tancia pues subrayaría el carácter vinculante de las reglas y principios conteni-
dos en el Código, que así se aplicarían de forma uniforme y consistente por
todas las instituciones y órganos de la UE promoviendo así la transparencia.
Esta apreciación del Defensor del Pueblo Europeo acerca de la naturaleza
jurídica del contenido del Código me parece fundamental. Por una razón senci-
lla, si las reglas y principios del Código, de eminente carácter ético, no son de
general observancia para todas las instituciones y órganos de la UE, entonces
nos encontraríamos con unas consecuencias contradictorias en sí mismas. En
efecto, si el Código no tuviera consecuencias jurídicas, sus principios y normas
de conducta serían meras guías voluntarias para el quehacer público en las ins-
tituciones y órganos de la UE, cuando constituyen evidentes principios básicos
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hecho una extensa e intensa labor de difusión, lo cierto y verdad es que la sim-
ple opinión que existe en la ciudadanía acerca de la UE y de sus instituciones es
suficiente elocuente del conocimiento real que tienen los pueblos europeos de
este derecho fundamental y de sus consecuencias. En realidad, la mala adminis-
tración es más detectada en el seno de las Administraciones internas, sean na-
cionales, regionales o locales, que en el ámbito de la Unión.
El Código señala en su artículo 1 que las instituciones y órganos de la UE,
obviamente representados o encarnados en personas individuales o colecti-
vas, deben respetar los principios establecidos en el Código en sus relaciones
con el público. Más que respetar, lo que deben es cumplir diligentemente las
obligaciones y deberes que marca el Código, y que son corolarios necesarios
del derecho fundamental a la buena administración que asiste a todo ciudada-
no de la UE.
El Código es de aplicación, artículo 2, a todos los funcionarios y agentes de
la UE de acuerdo con el Estatuto de la función pública europea y el régimen
jurídico aplicable a los agentes de la Unión. El Código utiliza el término funcio-
nario para designar a los funcionarios de la UE en sentido estricto y a los agen-
tes de la UE a los que es de aplicación. Funcionarios y agentes podríamos de-
nominar al personal al servicio de la Administración Pública de la UE. Sin
embargo, como precisa el precepto, el Código también se extiende, es lógico, a
otras personas que trabajen para la Administración comunitaria como son los
contratados en régimen de Derecho privado, expertos de Administraciones na-
cionales en comisión de servicios así como becarios. Es decir, las obligaciones
y deberes que se derivan del derecho fundamental a la buena administración se
refieren a todas las personas que de forma directa o indirecta laboran para la
Administración comunitaria, incluso a becarios y expertos nacionales en comi-
sión de servicios. Tal extensión de las obligaciones es coherente con el alcance
y significado de estas obligaciones y deberes, que gravan la conducta de aque-
llas personas que reciben su retribución de los fondos públicos comunitarios,
con independencia de su categoría profesional.
El Código precisa, en el artículo 2, que entiende por público, por ciudadano,
por el sujeto con el que se relaciona la Administración Pública comunitaria.
Entiende por público a toda persona física o jurídica, independientemente de
que residan o tengan su domicilio en un Estado miembro. Es decir, el autor del
Código manifiesta un entendimiento muy amplio, como debe ser, del significa-
do y alcance del término público.
También en el artículo 2 precisa dos cuestiones terminológicas. Nos dice
que por institución hay que entender institución y también órgano, y por funcio-
nario, funcionario y agente de las Comunidades Europeas.
Por lo que se refiere al ámbito material de aplicación, el Código contiene los
principios generales de buena administrativa aplicables a todas las relaciones
entre las instituciones y el público en el artículo 3. Capítulo aparte merecen los
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principios que rigen las relaciones entre los funcionarios y la institución, que se
encuentran en el Estatuto de la función pública comunitaria. No se entiende
bien la mención que el artículo realiza a que tales principios generales se pue-
den dispensar si existen disposiciones específicas en la materia. Pueden ser
desarrollados, eso sí, pero disponer que son inaplicables por existir normas es-
pecíficas parece un tanto contradictorio. ¿Es que estos principios pueden poner-
se entre paréntesis o declararse inaplicables para casos específicos? ¿Es que los
principios de ausencia de discriminación, proporcionalidad, ausencia de abuso
de poder, imparcialidad, independencia, objetividad, confianza legítima, cohe-
rencia, asistencia, justicia, imparcialidad, racionalidad, cortesía, respuesta, acu-
se de recibo, identificación del funcionario competente, audiencia, motivación,
celeridad, acceso a la información…?
También el Código, como no podía ser de otra manera, prescribe el princi-
pio de juridicidad al disponer en su artículo 4 que el funcionario actuará de
conformidad con la legislación y aplicará las normas y procedimientos estable-
cidos en la legislación comunitaria. En concreto, el funcionario velará porque
las disposiciones que afecten a los derechos o intereses de los ciudadanos estén
basadas en la ley y que su contenido cumpla la legislación. Se trata, pues, de la
enunciación del principio de legalidad en su versión más formal. Salvo que in-
terpretemos el término legislación en un sentido amplio, que no es fácil, tal y
como está redactado, podríamos colegir que hay una referencia al derecho. El
principio de juridicidad se refiere a la ley y al derecho, por ejemplo tal y como
está regulado en el artículo 103 de la Constitución española.
En el artículo 5 empiezan las referencias a los principios generales de bue-
na conducta administrativa, que constituyen un corolario necesario, no se pue-
de perder de vista, del derecho fundamental a la buena administración del que
disponen los ciudadanos de la UE. El primero de estos principios generales es
el de igualdad o, en términos negativos, ausencia de discriminación. El princi-
pio se plantea en el marco de la tramitación de las solicitudes del público y en
el ámbito de la toma de decisiones. En ambos casos, el funcionario debe garan-
tizar el principio de igualdad de trato, que implica que los ciudadanos que se
encuentren en la misma situación procedimental serán tratados de igual mane-
ra, de manera similar dice el Código. En el caso de que se produzca alguna
diferencia de trato, esta deberá ser justificada, motivada convenientemente en
función, dice el Código, de las características pertinentes objetivas del caso.
Es decir, la motivación debe estar fundada sobre la realidad, sobre las caracte-
rísticas pertinentes del caso y, lo que es más importante, debe hacerse objeti-
vamente.
El contenido del principio de ausencia de discriminación, en particular, im-
plica que el funcionario evitará toda discriminación injustificada entre miem-
bros del público por razones de nacionalidad, sexo, raza, color, origen étnico o
social, características genéticas, lengua, religión o creencias, opiniones políti-
cas o de cualquier tipo, pertenencia a una minoría nacional, propiedad, naci-
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miento, discapacidad, edad u orientación sexual. Estas listas tan largas deberían
evitarse pues en el futuro no sería extraño que surja una nueva causa de discri-
minación por lo que es mejor usar fórmulas más amplias que den cabida a
cualquier forma de discriminación por la causa que fuere.
Un principio general, también del derecho, es el de proporcionalidad. El
Código en su artículo 6 lo define así: al adoptar decisiones, el funcionario ga-
rantizará que las medidas sean proporcionales al fin perseguido, evitando toda
forma de restricción de los derechos de los ciudadanos así como la imposición
de cargas cuando estas y aquellas no sean razonables con respeto al objeto per-
seguido. Además, al adoptar decisiones, el funcionario respetará el justo equi-
librio entre los intereses individuales y el interés público general. Es decir, las
decisiones deben estar en consonancia con el fin establecido en las normas que
le sirven de cobertura y con el interés general concreto. Como advertimos con
anterioridad, el interés general al que deben estar supeditadas todas las decisio-
nes de los funcionarios tiene dos dimensiones. Por un lado, los principios y
criterios del Estado social y democrático de Derecho han de estar proyectados
en las normas que sirven de cobertura a dichas medidas. Y, por otro, la realidad
concreta en que se encarna el interés general porque, como señalamos con an-
terioridad, el interés general solo tiene sentido para el Estado de Derecho si se
nos presenta de forma concreta y con la motivación y justificación que sea
menester según el grado de discrecionalidad ínsito en la potestad desde la que
se dicta la decisión. Igualmente, la referencia que se hace al justo equilibrio
entre el interés particular y el interés general debe entenderse como operación
de contraste jurídico realizada sobre el caso concreto, sobre la realidad. En
otras palabras, es muy adecuada esta expresión de justo equilibrio que utiliza el
autor del Código en esta materia porque, en mi opinión, constituye un fiel refle-
jo de una de las características que mejor define el sentido de las ciencias socia-
les en este tiempo: el pensamiento compatible o complementario.
El poder en el Estado de Derecho solo tiene sentido si ejerce al servicio ob-
jetivo del interés general. Por eso, el artículo 7 se refiere al principio de ausen-
cia de abuso de poder. Precisamente, porque el poder público es una institución
que se justifica en la medida en que se dirige a posibilitar el libre y solidario
desarrollo de las personas. La persona es el centro y la raíz del Estado y los
poderes públicos que las normas atribuyen a sus titulares, individuales o colec-
tivos, se justifican en la medida en que su ejercicio vaya dirigido a la mejora de
las condiciones de vida de los ciudadanos, no de las condiciones de vida de los
gobernantes. Por eso, el artículo 7 dispone con toda claridad que los poderes se
ejercerán únicamente de acuerdo con la finalidad para la que han sido otorga-
dos por las disposiciones pertinentes, evitando el uso de dichas potestades para
objetivos sin fundamento legal o que no estén motivados por un interés público.
Es decir, el poder debe ejercerse en función del fin previsto en la norma, que no
puede ser otro que de interés general, obviamente, y también por razones de
interés público explícitas, que obviamente habrán de argumentarse conveniente
y justificadamente. Insisto, en los casos en que el poder se funde sobre razones
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peticiones resulten impertinentes, bien por su número excesivo o por ser repe-
titivas o absurdas.
El acuse de recibo, señala el párrafo segundo de este precepto, especificará
el nombre y número de teléfono del funcionario competente para tramitar el
asunto así como del servicio al que dicho funcionario pertenece. Tal disposi-
ción permite que el derecho que asiste a todo ciudadano a conocer el estado de
los procedimientos administrativos en que sea interesado sea efectivo, pues de
esta manera los ciudadanos pueden relacionarse con el funcionario responsable
y preguntar sobre el curso de sus reclamaciones o pedidos.
El principio de servicio al ciudadano y de facilitación de los trámites se
concreta en el artículo 15 del Código, en el que se establece que si un escrito o
reclamación es dirigido a una institución que no sea competente para su trami-
tación, dicha unidad deberá ponerla en conocimiento del órgano competente
advirtiendo de tal circunstancia al ciudadano solicitante indicándole además la
identidad y el teléfono del funcionario competente al que se ha hecho llegar el
expediente. Una vez que el funcionario competente empiece la instrucción del
expediente deberá, en caso de existir errores u omisiones en la solicitud, co-
municarlo al interesado facilitándole que pueda subsanar dichos errores u omi-
siones.
El derecho de audiencia y de hacer observaciones durante el procedimiento
se encuentra reconocido en el artículo 16 del Código. El funcionario deberá
garantizar este derecho, facilitando, además, que se respeten los derechos de
defensa del interesado porque en el procedimiento administrativo, como seña-
lamos con anterioridad, rige el derecho a la tutela administrativa efectiva. El
derecho de audiencia se complementa, como corolario necesario, con el dere-
cho que asiste a todo ciudadano interesado en el procedimiento administrativo,
siempre que la decisión afecte a sus derechos e intereses, de hacer observacio-
nes y comentarios por escrito y, de ser necesario, a formular observaciones
orales con anterioridad a la adopción de la decisión administrativa.
El derecho a la buena administración del artículo 41 de la Carta Europea de
los Derechos Fundamentales incluye el derecho a que las decisiones se adopten
en plazo razonable. Por eso, el artículo 17 del Código reconoce este derecho a
la decisión en plazo razonable, sin demoras y, en caso de ser necesario, antes de
un período de dos años a contar desde el momento en el que conste la recepción
del escrito de solicitud. Este mismo derecho, sigue diciendo el precepto, se
aplica también a la respuesta a cartas de los ciudadanos dirigidas a las institu-
ciones comunitarias así como a las respuestas a notas administrativas que el
funcionario haya enviado a sus superiores jerárquicos solicitando instrucciones
relativas a las decisiones que deban adoptar. En el parágrafo segundo del artí-
culo se contemplan los casos de expedientes complejos en los que no sea posi-
ble resolver en el plazo anteriormente indicado. En estos casos, el Código dis-
pone que el funcionario competente informe al ciudadano autor del escrito en
el más breve plazo de tiempo posible, significando que en estos casos la deci-
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segundo del artículo 22, indicará a la persona afectada que formule la petición
por escrito. En caso de que la materia objeto de la información sea confidencial,
el funcionario, párrafo tercero, deberá indicar al peticionario los motivos por
los que no puede comunicar dicha información. Cuando se soliciten informa-
ciones de las que no sea competente el funcionario que reciba tales peticiones,
deberá indicar al solicitante de las mismas el nombre y teléfono del funcionario
competente y, si fuera el caso, los datos de la institución competente o respon-
sable para tratar dicha información (párrafo cuarto). Finalmente, el funcionario,
dependiendo del tema de la solicitud, dirigirá a la persona solicitante de la in-
formación al servicio de información al público de la institución competente
(párrafo quinto). El principio de servicio y de facilitación aconsejaría en este
supuesto que sea el propio funcionario el que internamente haga llegar la soli-
citud de información a donde corresponda, comunicando dicha circunstancia al
solicitante.
En el mismo sentido, el artículo 23 se refiere al acceso de los ciudadanos a
los documentos y archivos administrativos, señalando que en estos casos, di-
chas solicitudes se tratarán de acuerdo con el Derecho Comunitario.
El derecho de acceso a la información solo será efectivo si los archivos en
los que obran las informaciones están ordenados y bien tratados. Por eso, el
artículo 24 manda a los departamentos de las instituciones a mantener los ade-
cuados archivos de correspondencia de entrada y salida de los documentos que
reciban y de las medidas que se adopten.
Finalmente, cada institución procurará informar a los ciudadanos de sus de-
rechos y, cuando sea posible, lo hará electrónicamente, publicándolo en su pá-
gina web. Además, la propia Comisión Europea, en nombre de todas las insti-
tuciones de la UE publicará y distribuirá el Código entre los ciudadanos en
forma de folleto (artículo 25).
El Defensor del Pueblo Europeo es la institución competente para conocer
las reclamaciones frente a lesiones o incumplimientos establecidos en este Có-
digo dice el artículo 26, por lo que adquiere una gran relevancia en orden a la
garantía del derecho a la buena administración y a la preservación de los prin-
cipios éticos de la función pública en Europa.
El Defensor del Pueblo Europeo, que es la institución de la UE que ha toma-
do la iniciativa en materia de buena administración, que ha patrocinado el Có-
digo Europeo de Buena Conducta Europea, ha promovido en 2012 un docu-
mento muy significativo titulado Principios de la Función Pública de la Unión
Europea. El documento es muy sencillo. Consta de una introducción y de cinco
apartados que coinciden con una breve exposición del sentido y alcance de cada
uno de los cinco principios según la perspectiva del autor del documento: el
Defensor del Pueblo Europeo.
La introducción comienza, sin más preámbulos, con la enumeración de los
cinco principios. A saber: compromiso con la Unión Europea y sus ciudadanos,
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a los demás les exige ser educados, atentos, diligentes y serviciales, debiendo
hacer todo lo posible por comprender lo que dicen otras personas así como ex-
presarse de manera clara y sencilla.
Finalmente, la transparencia, que es el quinto y último principio, en cuya
virtud los funcionarios, señala el Defensor del Pueblo Europeo, deben estar
dispuestos a explicar sus actividades y a motivar sus decisiones. En este senti-
do, deben mantener registros adecuados y acoger de forma positiva el hecho
de que su conducta, incluido el cumplimiento de los principios de la función
pública, esté sometida a examen público a través de las evaluaciones corres-
pondientes.
El Estatuto de los funcionarios y el régimen aplicable a los otros agentes de
la UE, aprobado en la década de los sesenta del siglo pasado, establece en el
título II los derechos y obligaciones de este personal. En concreto, por lo que
se refiere a los deberes y obligaciones, el artículo 11 señala que el funcionario
deberá desempeñar sus funciones y regir su conducta teniendo como única
guía el interés de la Unión, sin solicitar ni aceptar instrucciones de ningún
gobierno, autoridad, organización o persona ajena a su institución. Es decir, el
interés general de Europa, como dispone el primero de los principios sentados
por el Defensor del Pueblo Europeo, es la principal referencia que han de tener
presente en su trabajo los funcionarios. De ahí que, como sigue diciendo el
artículo 11, el funcionario no podrá aceptar de un gobierno ni de ninguna fuen-
te ajena a la institución a la que pertenece, sin autorización de la autoridad
facultada para proceder a los nombramientos, ninguna distinción honorífica,
condecoración merced, donativo o remuneración, sea cual fuere su naturaleza,
salvo por razón de servicios prestados antes de su nombramiento o durante el
transcurso de la excedencia especial por servicio militar o nacional y solo por
causa de tales servicios. Como se puede advertir, la preservación de la inde-
pendencia e imparcialidad en el trabajo de los funcionarios está presente en la
UE desde el principio.
El artículo 12 limita el derecho a la libertad de expresión del funcionario
imponiéndole, es lógico, la obligación de abstenerse de todo acto y, en particu-
lar, de toda expresión pública de opinión que pudiera atentar a la dignidad de su
función. Lo cual no obsta, ni mucho menos, a que el funcionario deba comuni-
car a sus superiores jerárquicos cualquier consideración que estime pertinente
para la mejor defensa de los intereses de la UE, aunque sus apreciaciones pue-
dan ser, muchas veces lo serán, críticas en relación con determinadas políticas
públicas de la UE.
El deber de independencia se refuerza en el párrafo segundo de este pre-
cepto al disponer que el funcionario no podrá conservar ni adquirir, directa o
indirectamente, intereses de naturaleza e importancia tales que puedan com-
prometer su independencia en el desempeño de sus funciones, en empresas
sujetas al control de la institución a la que pertenece o que estén relacionadas
con ella.
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El párrafo tercero del artículo 12, también en materia del principio de inde-
pendencia, contempla la posibilidad de la dedicación parcial a otras activida-
des, para las que deberá pedir autorización, que no se concederá si la actividad
o mandato a realizar por el funcionario fueran de tal naturaleza que pudieran
atentar contra la independencia del funcionario o causar perjuicio a la actividad
de la UE.
El artículo 13, también sobre la base de preservar la independencia e impar-
cialidad del funcionario, dispone que si el cónyuge del funcionario ejerce pro-
fesionalmente una función lucrativa, este deberá declararlo a la autoridad facul-
tada para proceder a los nombramientos de su institución, quien, tras el análisis
pertinente y en todo caso tras el dictamen de la comisión paritaria, decidirá si el
funcionario es mantenido en sus funciones, trasladado a otro destino o separado
de oficio.
En el mismo sentido, el artículo 14 obliga al funcionario que deba pronun-
ciarse en relación con un asunto sobre el que tenga interés personal susceptible
de menoscabar su independencia, ponerlo en conocimiento de la autoridad fa-
cultada para proceder a los nombramientos. Esta comunicación a la autoridad
es una buena solución para objetivar la decisión que corresponda pues, como
reza el dicho popular, nadie es buen juez en causa propia.
Al término de sus tareas en la UE, los funcionarios están obligados a respe-
tar los deberes de probidad y corrección en cuanto a la aceptación de determi-
nadas funciones o beneficios. El artículo 16 establece que cada institución, pre-
vio informe de la comisión paritaria, determinará los puestos de trabajo cuyos
titulares no podrán prestar servicios profesionales durante un período de tres
años posteriores al cese.
El artículo 19 se refiere al deber de secreto profesional, también llamado
discreción, en cuya virtud el funcionario de la UE tiene la obligación del sigilo
en todo lo que se refiere a los hechos e informaciones de los que hubiera tenido
conocimiento en el despeño o con ocasión del ejercicio de sus funciones. En
especial, no podrá divulgar o comunicar por ningún medio, documentos e infor-
maciones que no hubieran sido hechos públicas a personas que no estuvieren
cualificadas para tener conocimiento de los mismos. Esta obligación se mantie-
ne tras el cese. En el caso de un proceso judicial, el funcionario tampoco podrá
revelar asuntos de los que haya tenido conocimiento por razón de sus funciones
salvo con autorización de la autoridad facultad para hacer los nombramientos.
El artículo 20 regula el deber de residencia: el funcionario está obligado a
residir en la localidad de su destino o una distancia de la misma que no entor-
pezca el ejercicio de sus funciones.
El artículo 21 se refiere al deber de asistir y aconsejar a los superiores jerár-
quicos y al deber de responder de la ejecución de los trabajos que se les enco-
mienden. El principio de responsabilidad se concreta de forma bien interesante
y coherente. El funcionario encargado de dirigir un servicio será responsable
149
la dimensión ética de la función pública
ante sus superiores del ejercicio de la autoridad que le haya sido conferida y del
cumplimiento de las órdenes que imparta de manera que la responsabilidad de
sus subordinados no les exonera de la suya. Además, cuando apreciara que re-
cibe una orden o instrucción irregular, deberá hacerlo constar al autor de la
misma, por escrito si es necesario. Si el superior la confirma debe cumplirla
salvo que sea contra la ley penal. Esta disposición es más que discutible puesto
que, para estos casos, en las unidades debe tener conocimiento de estas circuns-
tancias algún tipo de autoridad independiente que pueda impedir la consolida-
ción de actos ilegales.
El artículo 22 prevé la responsabilidad personal del funcionario cuando el
perjuicio sufrido por la UE sea consecuencia de faltas personales graves come-
tidas en el ejercicio de sus funciones. Estas decisiones, que han de motivarse,
serán adoptadas por la autoridad competente para los nombramientos previo
cumplimiento de las formalidades previstas en materia disciplinaria.
150
CAPÍTULO IV
LA DIMENSIÓN ÉTICA EN LA CONDUCCIÓN
DE INSTITUCIONES PÚBLICAS
151
la dimensión ética de la función pública
ética, grava todavía más sobre la conciencia de los gobernantes, que deben im-
primir a las políticas públicas un marchamo de sensibilidad social que hoy,
afortunadamente, no es patrimonio o sello de una determinada ideología, sino
característica común de cualquier política pública que pretenda ser profunda-
mente humana.
En segundo término, la inserción del gobierno en el marco del Estado social
y democrático de Derecho manifiesta la profunda y explícita vinculación que
debe existir en el seno de un gobierno, y de cada uno de sus componentes, acer-
ca de la realización del interés general. A este tema nos hemos referido in ex-
tenso en el epígrafe segundo de este curso, al que nos remitimos in toto. De
todas formas, conviene recordar, porque es un tema capital, que el interés gene-
ral al que debe atender un gobierno democrático, es un interés general que
siempre debe estar encarnado en la realidad y que siempre debe presentársenos
en forma razonada, motivada, justificada. Tantas veces, en tantas latitudes, la
apelación al interés general en forma abstracta esconde las más abyectas lesio-
nes a los derechos fundamentales de la persona. Por eso, en el marco del Estado
social y democrático de Derecho debemos subrayar que existe un elemento in-
disponible en el interés general, que lo hace recognoscible y que le permite su
cabal desarrollo y proyección: la promoción de los derechos fundamentales de
la persona, que no es otra cosa que la consideración central de la dignidad del
ser humano en todas y cada una de las políticas públicas.
En tercer lugar, como corolario necesario de lo señalado en el párrafo ante-
rior, podemos afirmar que otra característica de un gobierno ético es precisa-
mente la promoción y el fortalecimiento de los derechos fundamentales de la
persona. Este es un aspecto central porque el fin de todas y cada una de las
políticas públicas debe ser el pleno, libre y solidario desarrollo de las personas
en la sociedad. De ahí que el gobernante en la acción pública deba preguntarse
permanentemente, además del grado de mejora que sus políticas producen so-
bre las condiciones de vida de los ciudadanos, la intensidad con la que esas
decisiones inciden positivamente en el ejercicio de los derechos fundamentales
de los destinatarios de esas políticas públicas.
En cuarto lugar, el gobernante, que normalmente dirige equipos, que coor-
dina la acción pública de órganos colegiados, debe ser consciente de que dirige
personas, seres humanos libres con derechos. No dirige robots, ni cosas de usar
y tirar que cuando no sirven a los propósitos personales del líder deben ser
cambiadas por otras más permeables normalmente a la adulación. Ser capaz de
generar un clima laboral de cordialidad en el que todos los miembros de un
equipo se consideren importantes es fundamental para una acción de gobierno
ética. En este sentido, el dirigente público debe motivar permanentemente a sus
colaboradores, debe escucharles con atención, pedirles sus puntos de vista so-
bre las cuestiones que deba resolver. Además, debe facilitarles la conciliación
laboral y familiar, los días preceptivos de descanso. No puede ser, de ninguna
forma, que el mero hecho de ocupar una posición de relevancia pública supon-
152
la dimensión ética en la conducción de instituciones públicas
153
la dimensión ética de la función pública
154
la dimensión ética en la conducción de instituciones públicas
abierto a la publicidad por lo que las páginas web de los organismos públicos
son un buen lugar en el quehacer de conocimiento general la ejecución del pre-
supuesto.
En noveno término, un gobierno ético es un gobierno que responde de sus
decisiones. Un gobierno que repara integralmente los daños causados a los
ciudadanos en sus bienes o derechos. Un gobierno ético es aquel en el que los
malos gestores o administradores, quienes actúan con negligencia, asuman su
responsabilidad. El régimen de responsabilidad administrativa actual, objeti-
vo, universal y directo, no facilita desde luego la responsabilidad personal de
los funcionarios. Si se producen daños en la acción de gobierno, el Estado
indemniza siempre y solo cuando se comprueba que ha habido dolo, negli-
gencia o culpa grave en el funcionario se repite contra él. Algo que raramente
ocurre pues la tendencia general es que los funcionarios se esconden bajo el
amplio manto de este régimen jurídico, huyendo de cualquier responsabilidad
personal.
Finalmente, un gobierno ético es aquel que promueve la evaluación del ren-
dimiento, la evaluación en la implementación de las políticas públicas. Primero
porque la eficacia y la eficiencia en la acción de gobierno se pueden, y se deben,
medir como sistema de control del ejercicio del poder en los diversos estamen-
tos y estructuras del gobierno. Y, segundo, porque la ciudadanía tiene derecho
a conocer cómo se gastan los fondos públicos, cómo se motivan las decisiones,
cómo se contrata al personal, con qué publicidad se adjudican los contratos, los
sueldos de los dirigentes, las dietas por asistencia a órganos colegiados y, sobre
todo, si se cumplieron o no los objetivos predeterminados por las estructuras
públicas.
155
CAPÍTULO V
EL MARCO DE LOS DILEMAS ÉTICOS
EN LA FUNCIÓN PÚBLICA
157
la dimensión ética de la función pública
158
el marco de los dilemas éticos en la función pública
dimensiones, bajar a la arena y, desde allí, reflexionar acerca de cómo los prin-
cipios éticos ayudan a tomar la decisión adecuada.
La relación entre los principios y las circunstancias, entre la teoría y la prác-
tica, o entre la acción y la contemplación, constituyen conocidos pasajes de una
de las polémicas más interesantes que se presentan en materia de dirección,
administración o gobierno. También esta discusión la encontramos, por ejem-
plo, en la enseñanza, sobre todo en la universitaria, tras la famosa declaración
de Bolonia.
El doctrinarismo, la supremacía de la teoría sobre la práctica, igual que el
pragmatismo, la dictadura de la praxis sobre la teoría, o de las circunstancias
sobre los principios, están hoy más de moda de lo que podría pensarse. Proba-
blemente, porque con frecuencia asistimos a descalificaciones, más o menos
interesadas, de los principios frente a las circunstancias, que son convertidas en
la piedra de toque, por ejemplo, de la acción pública. En la enseñanza se censu-
ra, de una u otra manera, la exposición de principios por considerar que una
educación demasiado teórica no prepara personas capacitadas para triunfar en
el mercado de trabajo. Es decir, observamos, como en tantas cosas, posiciones
extremas. O teoría o práctica. O doctrinarismo o pragmatismo. Y, en realidad,
si trabajásemos desde los postulados del pensamiento abierto, plural, dinámico
o complementario, las cosas se plantearían de manera más inteligente y, sobre
todo, más propicia para resolver problemas. Veamos.
La acción política se basa en principios. En principios que deben proyectar-
se sobre la realidad. Y en su aplicación sobre la realidad los principios se mo-
dulan, se adaptan, pero siempre manteniendo su identidad propia. Si los princi-
pios se abandonaran, hasta hacerse irreconocibles, por sus dificultades para
implementarse sobre la realidad, estaríamos en presencia de una actuación in-
coherente. Los principios, desde el pensamiento complementario, son flexibles
porque son susceptibles de proyectarse sobre diferentes situaciones.
El dominio de las circunstancias sobre los principios tiene un nombre: prag-
matismo. En estos casos, lo que pasa es que las circunstancias adquieren forma,
y naturaleza, de principios, incluso hasta alcanzar la condición de dogma. Si
estos principios no le gustan, no hay problema, tengo otros. Esta conocida frase
de una famosa película de humor es tan actual como lamentable. Pareciera que
lo importante fuera mantenerse en el poder como sea, encaramarse a la poltrona
a como dé lugar. Y si para ello hay que renunciar a las convicciones, no hay
problema, porque el gran y único principio que rige la conducta de estos diri-
gentes es el de la supervivencia política y profesional.
La fuerza de los principios, de la propia razón, estriba en que tales princi-
pios, por difíciles que sean las situaciones a las que deben aplicarse, siempre se
pueden mantener. Al menos siempre es posible que la esencia del principio esté
presente. Por eso, el directivo público debe ubicarse en la realidad y desde ella
aplicar los principios de forma razonable y flexible de manera que la solución
159
la dimensión ética de la función pública
adoptada siempre pueda ser comprendida por sus destinatarios como una deci-
sión en la que brilla con luz propia la dignidad del ser humano.
Los directivos, por tanto, si quieren resolver los problemas éticos desde la
Ética, desde los principios, han de ser ejemplares en la interiorización de estos
criterios. Por ejemplo, deben ser personas transparentes, acostumbrados a justi-
ficar sus decisiones, a generar un ambiente laboral en el que resplandezca la
dignidad del ser humano, a escuchar a sus colaboradores y, sobre todo, a mane-
jarse en su vida profesional desde el compromiso con una forma de dirigir hu-
mana y solidaria.
La formación en Ética pública, como toda formación, no termina nunca. Los
directivos, especialmente, porque como decía Hume la ejemplaridad es escuela
de humanidad, deben estar permanentemente adiestrados en la materia y contri-
buir a que sus colaboradores, junto a la mejor preparación posible, asistan tam-
bién a actividades formativas en Ética pública. Con el fin, como decía Aristó-
teles, de que la Ética se practique, porque no podemos olvidar que es una
ciencia social práctica que nos enseña fundamentalmente a acertar éticamente
en la resolución de problemas. La formación en esta materia, el bagaje de cono-
cimientos que podamos adquirir está orientado, más que a disponer un amplio
y profundo acervo de conocimientos, a realizar cotidianamente todos y cada
uno de los principios que componen la denominada Ética pública.
160
CAPÍTULO VI
LA CULTURA ÉTICA
161
la dimensión ética de la función pública
162
CAPÍTULO VII
EL DISEÑO E IMPLEMENTACIÓN DE CÓDIGOS
24
En Estados Unidos se han aprobado códigos de Ética en más de 40 Estados desde 1973. En este
sentido, vid. R.G. Terapak, «Administering Ethcis Laws: the Ohio experience», National Civic Re-
view, 1979, pp. 82 y ss. o M.G. Cooper, «Administratif Ethics Laws: the Alabama experience», ibi-
dem, pp. 77 y ss.
163
la dimensión ética de la función pública
25
Vid. en general M. Feria, op. cit., pp. 211 y ss. y M. Villoria, op. cit., pp. 176 y ss.
26
G. Stahl, loc. cit., p. 24.
27
Vid. K. Kernaghan, «The Ethical conduct of Canadian Public Servants», Optimun, 4, nº 3,
1973, pp. 5 y ss. y T. Cooper-N. Wright, Exemplary public administrators, San Francisco, 1992.
28
K. Kernaghan y O.P. Dwivedi, loc. cit., p. 6.
164
diseño e implementación de códigos
venga aconsejada por motivos de interés general29. Del mismo modo, el Código
australiano dispone, en relación con estos derechos, que «cuando el comporta-
miento personal no interfiere en el cumplimiento correcto de sus obligaciones
oficiales y, cuando no perjudica a la integridad o prestigio del servicio, no es de
interés ni concierne al organismo en el que el funcionario presta sus servicios»30.
Es decir, los Códigos de Ética pública, aunque limiten la actividad de los fun-
cionarios, en realidad refuerzan su talante de servidores públicos y confirman
la vocación de gestores públicos31. Por eso, la aparente limitación se convierte
en un elemento positivo a través del cual resplandecen los auténticos valores
del servicio público. Valores que, no debemos olvidarlo, deben acompañar al
funcionario o gestor público en su actividad privada porque son valores que
dignifican al propio hombre y lo perfeccionan como persona.
Como es evidente, las normas escritas permiten conocer con objetividad los
criterios de actuación de los funcionarios o gestores públicos. Y, de otra parte,
proporcionan un importante mecanismo para la resolución de conflictos. Ade-
más, como señalan Kernaghan y Dwivedi, la existencia de un conjunto de
normas éticas por escrito impedirán, o al menos harán más difícil, la corrupción
en cualquiera de sus diferentes modalidades32. Por otra parte, en muchos casos
el Código puede servir al funcionario para rechazar formalmente determinadas
propuestas, de manera que los funcionarios saldrán reforzados del aumento de
confianza de los ciudadanos hacia la Administración que producen estas medi-
das. También la codificación permite que los directivos puedan exigir respon-
sabilidades a los empleados públicos por sus actos33.
En fin, pienso que los Códigos tienen más ventajas que inconvenientes. Se
trata de instrumentos que pueden producir una mejora ética en la actividad de
los funcionarios y que, también, podrían permitir recuperar el alto valor que
tiene el trabajo al servicio del sector público34.
En Norteamérica, la mitad de los Estados disponen de textos legales de Éti-
ca. Por su parte, el Gobierno federal se ha preocupado del tema y en 1978 se
aprobó la denominada ley de Ética en la Administración Pública. Esta norma
codificó y completó la legislación anterior y creó en la nueva Oficina de Ges-
29
Alberta, Administrative Instructions in Support of the code of conduct and ethics, Edmontor:
Personnel Administration, 1978, p. 1.
30
Cfr. Australia, Guidelines on official conduct of Commonwealth Public servants, Camberra:
Australian Government Publishing Service, 1982, p. 3.
31
Vid. M. Bustelo Ruesta, «Oncología de la evaluación: el modelo de los códigos éticos anglo-
sajones», GAPP, nº 11-12, 1998, pp. 141 y ss.
32
K. Kernaghan y O.P. Dwivedi, loc. cit, p. 8.
33
Vid. J.S. Bowman, «The management of Ethics: codes of conduct in organizations», Public
Personnel Management Jorunal, nº 14, pp. 59 y ss. y M. Lilla, «Ethos, ethics and public service»,
Public Interest, nº 63, pp. 3 y ss.
34
Sobre la codificación en Inglaterra, vid. J.A. Fuenteaja-J. Guillén, La regeneración de la Ad-
ministración en Gran Bretaña, Madrid, 1996 y A. Stevens, «Ética y códigos de conducta: cuestiones
actuales en la función pública británica», Autonomies, nº 24, 1999, pp. 65 y ss.
165
la dimensión ética de la función pública
35
O.G. Stahl, loc. cit., p. 22.
36
J. Jabbra y N. Jabbra, «Bureaucratic corruption in the thired wored: causes and remedy», en
The Indian Journal of Public Administration, nº 22, 1976, pp. 673-691.
166
diseño e implementación de códigos
4º. Que los funcionarios no hagan uso del despacho público para su exclu-
sivo beneficio privado o para ayudar indecorosamente a personas o gru-
pos determinados.
5º. Que los funcionarios aseguren que la administración de los recursos pú-
blicos se realiza de manera eficiente y eficaz.
6º. Que los funcionarios se abstengan de cualquier actividad que pueda de
sembocar en conflictos de interés y se esfuercen por fomentar la con-
fianza de los ciudadanos en los Poderes públicos.
Quizás en un momento como el actual en el que la referencia ética es funda-
mental, una cultura administrativa de servicio pudiera ayudar a orientar orgáni-
camente el comportamiento de los funcionarios37. Ciertamente, los códigos no
arreglan todos los problemas, pero son puntos de referencia importantes y per-
miten que los valores del servicio público se encuentren positivizados y al al-
cance, no solo de los funcionarios, sino también de los ciudadanos.
Desde no hace mucho tiempo, tal y como señalan Fischer y Zinke38, la Ame-
rican Society of Public Administration (ASPA) ha seguido profundizando en el
Código de Ética para la Administración Pública. Se trata de un código que se
refiera especialmente a la importancia de la responsabilidad individual de los
funcionarios y que diseña unos principios a los que los funcionarios puedan
orientar su comportamiento en la actividad administrativa. En el fondo, esta
necesaria codificación, en opinión del profesor Kass39, parte de la teoría de la
agencia. Es decir, el funcionario debe preocuparse de beneficiar a la propia or-
ganización administrativa antes que a sí mismo siempre en un marco de normas
generales de justicia universal y de acuerdo con que, en esta teoría, el «jefe»,
por decirlo así, representa a los ciudadanos y se entiende que los funcionarios
tienen claro que su actividad se fundamenta sobre todo en que hacen un trabajo
precisamente en servicio de la colectividad.
Las codificaciones, según se ha comentado, solo pueden ser útiles en mi
opinión, si incluyen principios generales que puedan guiar u orientar la conduc-
ta de los funcionarios, sobre todo en situaciones difíciles. Es claro que no serán
necesarios los Códigos si la institucionalización de la Ética en la Administra-
ción fuese una consecuencia automática de la elevada dosis de responsabilidad
y afán de servicio de todos los funcionarios40. Sin embargo, no se puede negar
la existencia, porque somos humanos, de fragilidad en la conciencia y en la
conducta humana que lleva a transgredir normas éticas, por muy elementales
37
Cfr. C.M. Mathews, Strategic intervention in organizations: resolving ethical dilemmas, Ber-
verly Hill, 1988.
38
F. Fischer-R.C. Zinke, «Public Administration and the Code of ethics: adminisrtrative reform
or professional ideology?», International Journal of Public Administration, vol. 12, nº 6, pp. 841-854.
39
H.D. Kass, «Exploring agency as a basis for ethical theory in American public Administration»,
International Journal of Public Administration, vol. 12, nº 6, pp. 949-969.
40
G.B. Brumback, loc. cit., p. 354.
167
la dimensión ética de la función pública
Preámbulo
41
K. Kernaghan, «Managing ethics: complementary approaches», Canadian Public Administra-
tion, vol. 39, nº 1, pp. 132-145.
42
P.D. Finn, «Integrity in Government», Public Law Review, nº 3, 1991, p. 243.
168
diseño e implementación de códigos
169
la dimensión ética de la función pública
170
diseño e implementación de códigos
171
la dimensión ética de la función pública
Si los directivos asumen los compromisos éticos, los códigos serán realida-
des vivas que permitirán a los ciudadanos conocer el grado de cumplimiento de
los deberes del personal al servicio de las Administraciones Públicas y, lo que
es más importante, exigirles su cumplimiento.
Si los directivos asumen los valores del servicio público, los espacios de
discrecionalidad se manejarán siempre al servicio objetivo del interés general,
cundirá un buen ambiente en la organización, se promoverá el derecho al acce-
so de la información, se seleccionará al personal con arreglo a principios de
mérito y capacidad, y se podrán instituir premios a las mejores prácticas en
Ética pública.
172
CAPÍTULO VIII
ALGUNAS EXPERIENCIAS
173
la dimensión ética de la función pública
174
algunas experiencias
los valores éticos del servicio público, una vez que no basta «hacer»; importan
también «quién» hace y el «modo» en que se hace.
En esta perspectiva, la Carta Deontológica del Servicio Público constituye
la síntesis de los comportamientos y pretende ser un modelo para la acción de
lo cotidiano, sin olvidar las limitaciones humanas de los funcionarios y su
deseo constante de perfeccionamiento y autodisciplina. Se trata de una guía
que, por ser moral, se coloca en los niveles más elevados de exigencia de las
conciencias individuales, esto es, al nivel de autoevaluación; por eso los debe-
res éticos sobrepasan los meros deberes jurídicos, dejando a estos las inciden-
cias disciplinares y reservando para los primeros la censura de la conciencia
colectiva.
La adopción de la Carta Deontológica es, así, la afirmación de la dignidad
de los funcionarios públicos que en democracia se encuentran al servicio del
Estado y el reconocimiento de que los elevados patrones éticos y de gran neu-
tralidad inherentes a su conducta profesional corresponden al reconocimiento
del eminente valor social del servicio público.
2. La Carta Deontológica del Servicio Público concierne a todos los que
trabajan para la Administración Pública central, regional y local, sean dirigen-
tes o depositarios de otras categorías: los primeros, además, como responsables
de la gestión de los servicios públicos deben crear condiciones propicias para
su observancia.
Los valores fundamentales del servicio público se concretan en deberes en
los tres ámbitos que entran en relación con la actividad profesional de los fun-
cionarios: en primer lugar, deberes para con los ciudadanos, entendidos en sen-
tido muy amplio que comprenda todas las entidades, individuales y colectivas,
que se dirigen a la Administración; deberes para con la Administración, com-
prendiendo en el mismo conjunto los deberes para con el servicio público y los
deberes para con los colegas y superiores jerárquicos; finalmente, los deberes
para con los órganos de soberanía, los órganos de gobierno propio de las Regio-
nes Autónomas y los titulares de los órganos con autonomía, titulares del poder
político, con quien los funcionarios públicos deben colaborar estrechamente,
sin olvidar, por ello, la posición privilegiada que en esta materia no puede dejar
de ser asumida por el Gobierno, dada su cualidad constitucional de órgano su-
perior de la Administración Pública.
Así, la Carta Deontológica del Servicio Público integra las siguientes reglas
y principios:
I. ÁMBITO
175
la dimensión ética de la función pública
176
algunas experiencias
177
la dimensión ética de la función pública
178
algunas experiencias
179
la dimensión ética de la función pública
asegurar que las prácticas se corresponden con los principios del sector público.
Combinando, no es fácil, los sistemas de gestión inspirados en los principios
éticos y los sistemas basados en el respeto a las normas. También, si es posible,
evaluando las repercusiones de las reformas de la gestión pública sobre los
comportamientos éticos en el servicio público. Y, finalmente, utilizando como
guía los principios que puedan favorecer la gestión de la Ética en el servicio
público.
Pues bien, el documento de la OCDE incorpora un texto, bien moderno e
interesante, sobre dichos principios para favorecer la gestión de la Ética en el
servicio público. Por su interés, a continuación comentaré el prólogo, los doce
principios y una nota explicativa. Vayamos por partes.
«Una de las cuestiones políticas esenciales para los gobiernos de los países
miembros de la OCDE es conseguir unas normas de conducta en el servicio
público». Es cierto, la Ética es también una cuestión política ya que el poder es
de la gente, está para la gente y se justifica en la medida en que su uso se encar-
dine en el bien de todos. Por eso, cuando la gente percibe que el poder se orien-
ta, no hacia la comunidad o hacia la colectividad, se produce la desconfianza de
los ciudadanos en relación con las instituciones y las personas que encarnan
poderes públicos.
Veamos, a continuación, los principios que establece el documento de la
OCDE que ahora glosamos.
Primero, las normas éticas aplicables al servicio público deben ser claras. Es
obvio, pero no fácil. Por una parte, para que los que ejercen cargos públicos
conozcan el contenido de sus obligaciones y los criterios que deben presidir su
aducción. Y, por otro lado, para que la gente también tenga conciencia clara de
lo que debe esperar de quienes ostentan cargos públicos. Por eso, es de la mayor
importancia, como recuerda el documento comentado, «un enunciado conciso y
que sea objeto de una amplia publicidad de los valores y principios fundamenta-
les que guían el servicio público, en forma de código de conducta puede crear
una concepción común en el seno de la Administración Pública y más amplia-
mente en la sociedad». Es cierto, la publicidad del Código, general quizás, es un
síntoma de madurez democrática, de transparencia, y transmite un deseo positi-
vo de disposición de los cargos públicos hacia la sociedad.
Segundo, las normas éticas deben estar inscritas en el marco jurídico. Es
este, como es bien sabido, un aspecto bien polémico y complicado. Ahora bien,
¿y si las normas o criterios éticos no se encuentran ubicados en el Ordenamien-
to jurídico?, ¿tiene sentido?, ¿es razonable establecer principios de conducta
para el servicio público sin eficacia jurídica? En este punto, me parece que la
OCDE acierta de pleno al señalar que «el marco jurídico constituye el punto de
partida para la transmisión de las normas y principios mínimos de conducta
obligatorios a todos los que ocupan un cargo público». Es más, «las leyes y
reglamentaciones deberían enunciar los valores fundamentales del servicio pú-
180
algunas experiencias
181
la dimensión ética de la función pública
nes públicas los poderes y recursos que se les confían» de forma que «el control
ejercido por el público debería facilitarse con procedimientos transparentes y de-
mocráticos, mediante el control parlamentario y el acceso a la información ofi-
cial». Pero, además, la transparencia se refuerza a través de medidas como siste-
mas de divulgación de información y reconocimiento de la función que
desempeñan los medios de comunicación activos e independientes (OCDE).
Séptimo, deben existir directrices claras en materia de relaciones entre el
sector público y el sector privado. En este campo, es fundamental preservar los
valores esenciales del servicio público allí donde convergen el sector público y
el privado, como puede ser la contratación o el acceso a la función pública, de
forma que la publicidad, la concurrencia, el mérito y la capacidad, sean siempre
características básicas de la actuación de quienes ocupan cargos públicos en
estas materias.
Octavo, los gestores públicos deben promover un comportamiento ético.
Como señala el documento de la OCDE, «un marco orgánico que fomente nor-
mas de conducta elevadas ofreciendo incitaciones adecuadas para un compor-
tamiento conforme con la Ética, así como condiciones de trabajo y una evalua-
ción eficaz de los resultados. Tendrá una incidencia directa en la práctica diaria
de los valores y las normas éticas del servicio público». Ahora bien, quizás lo
decisivo es la ejemplaridad de los cargos públicos que deben garantizar «una
dirección coherente, comportándose como modelos ejemplares en el plano de
la Ética y de la conducta en sus relaciones con los demás».
Noveno, las políticas, los procedimientos y las prácticas de gestión deben
favorecer un comportamiento de acuerdo con la Ética. Es importante también
que el marco general relativo a las políticas y prácticas de gestión, dice el docu-
mento de la OCDE, «permita demostrar la adhesión de un organismo a las
normas éticas». Es necesario que las Administraciones Públicas se doten de
estructuras que respeten las reglas de juego. Pero no es suficiente, pues como
recuerda el documento de la OCDE, los sistemas basados únicamente en el
respeto a las reglas pueden fomentar que algunos cargos públicos operen en el
límite de la conducta reprensible o reprobable argumentando que si no violan la
ley o las reglas actúan éticamente. Por eso, los poderes públicos «no deberían
definir solamente las normas mínimas, más allá de las cuales las acciones de un
cargo público no serán toleradas, sino enunciar de forma clara un conjunto de
valores del servicio público, a los que se debe aspirar».
Décimo, las condiciones de empleo propias de la función pública y de la
gestión del personal deben fomentar comportamientos de acuerdo con la ética.
En este sentido, el mérito y la capacidad deben ser los criterios básicos en esta
materia, tanto en el acceso, como en la promoción profesional, facilitando así el
principio de integridad en el servicio público.
Undécimo, deben establecerse en el servicio público mecanismos que per-
mitan la rendición de cuentas. En un sistema democrático, es lógico que los
182
algunas experiencias
cargos públicos rindan cuentas de sus acciones ante sus superiores jerárquicos
y, también, ante la gente. La rendición de cuentas debe extenderse, no solo a
aspectos contables, sino a la obtención de resultados y al seguimiento de los
principios éticos con el servicio público.
Duodécimo, deben existir procedimientos y sanciones adecuados en caso de
comportamientos culpables. El documento de la OCDE señala que uno de los
elementos indispensables de una infraestructura de la Ética, lo constituyen los
mecanismos que permitan detectar actos corruptos, así como realizar, de forma
independiente, una encuesta sobre el tema. Es lógico que esto sea así, porque si
no se sancionan las conductas antiéticas, cundiría un cierto ambiente negativo
en la función pública.
Por todo ello, es encomiable el deseo de la OCDE de instar a los países
miembros a que profundicen en la llamada infraestructura de la Ética, que trata
de armonizar las actividades de orientación, gestión y control. La orientación,
dice el documento comentado, la ofrece el compromiso fuerte de los dirigentes
políticos, mediante el enunciado de los valores bien en forma de Códigos de
conducta, bien como actividades dirigidas a la integración profesional en
la educación y la formación. La gestión, señala la OCDE, puede realizarse de la
coordinación asegurada por un órgano especial o un organismo central de ges-
tión ya existente, a través de las condiciones de empleo en la función pública y
a través de las políticas y prácticas en materia de gestión. Y, finalmente, el
control queda asegurado gracias a un marco jurídico que haga posible encuestas
y acciones judiciales independientes, gracias a mecanismos que permiten rendir
cuentas y a mecanismos de control eficaces, y gracias a la transparencia y a la
vigilancia de la gente.
La Administración y las instituciones públicas son de la gente. Es deseable
que aumente la capacidad crítica de la gente para exigir más a los políticos y
dirigentes públicos que, de una forma más clara, deben encarnar en su conduc-
ta esos valores de servicio público de integridad, neutralidad, objetividad, im-
parcialidad, servicio, etc., que tan importantes son para que lo público pueda
cumplir su función de facilitar a todos los ciudadanos el ejercicio de todos sus
derechos fundamentales.
Sin embargo, lo cierto es que las circunstancias en las que se desarrolla el
trabajo en la Administración Pública han ido evolucionando y, de esta forma,
nos encontramos hoy ante tensiones y dilemas frente a los que la Ética de ser
una forma de dar respuestas, de motivar a quienes se enfrentan a aquellas y de
orientar toda nuestra actividad hacia el fin último del servicio a los ciudadanos
del que hablábamos al inicio.
Así, conocemos que hoy existe una tensión permanente sobre los servidores
públicos, que hace que estos asuman las funciones y responsabilidades que la
sociedad demanda, contando con unos recursos cada vez más limitados. Para-
lelamente, los instrumentos con que cuenta la gestión pública se han ido adap-
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INAP ISBN 978-84-7088-820-5
P.V.P.
14,00 €
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