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Colección

MONOGRAFÍAS

La dimensión ética
de la función pública

Jaime Rodríguez-Arana

INAP
INSTITUTO NACIONAL DE ADMINISTRACIÓN PÚBLICA
LA DIMENSIÓN ÉTICA
DE LA FUNCIÓN PÚBLICA
LA DIMENSIÓN ÉTICA
DE LA FUNCIÓN PÚBLICA

Jaime Rodríguez-Arana
Catedrático de Derecho Administrativo. Universidad de A Coruña
Presidente del Foro Iberoamericano de Derecho Administrativo

INSTITUTO NACIONAL DE ADMINISTRACIÓN PÚBLICA


MADRID, 2013
Colección: MONOGRAFÍAS

FICHA CATALOGRÁFICA DEL CENTRO


DE PUBLICACIONES DEL INAP
RODRÍGUEZ-ARANA MUÑOZ, Xaime
La dimensión ética de la función pública [Texto impreso] / Jaime
Rodríguez-Arana. – 1ª ed. – Madrid : Instituto Nacional de Administración
Pública, 2013. – 193 p. ; 24 cm. – (Monografías)
Bibliografía: p. 187-193
ISBN 978-84-7088-820-5. – NIPO 635-13-012-5
1. Funcionarios-Moral profesional-España. 2. Responsabilidad admi-
nistrativa-España. I. Instituto Nacional de Administración Pública (Espa-
ña). II. Título. III. Serie
354(460)08:174
35(460).086

Primera edición: junio, 2013

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tales de la contratación pública.
SUMARIO

Capítulo I.  Introducción: Ética y Ética pública . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9

Capítulo II.  Gobierno y Administración ética . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 39

Capítulo III.  El marco jurídico en España y en la Unión Europea . . . 65

Capítulo IV. La dimensión ética en la conducción de instituciones


públicas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 151

Capítulo V.  El marco de los dilemas éticos en la función pública . . . 157

Capítulo VI.  La cultura ética . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 161

Capítulo VII.  El diseño e implementación de códigos . . . . . . . . . . . . . 163

Capítulo VIII.  Algunas experiencias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 173

Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 187

7
CAPÍTULO I
INTRODUCCIÓN: ÉTICA Y ÉTICA PÚBLICA

La referencia ética, especialmente en tiempo de crisis general como el que


vivimos, aparece ante nosotros con gran fuerza. Frente a la amarga realidad que
nos rodea, frente a lo que es, a lo que observamos en la cotidianeidad, que se-
guramente provoca el rechazo y la censura de no pocos, está lo que debe ser. Lo
que debe ser de acuerdo con los postulados de la recta razón nos interpela seria-
mente para reflexionar acerca de lo que está mal en el sistema político, econó-
mico y social de este tiempo. En efecto, hay comportamientos y conductas, no
pocas, que se separan del ideal de vida que nos transmite la referencia ética
como, por ejemplo, estafas, fraudes, cohechos, prevaricaciones… en el ámbito
público. Y también en el ámbito privado, especialmente en el de las institucio-
nes económicas y financieras, observamos comportamientos inapropiados e
inadecuados. Comportamientos, en todo caso, de personas constituidas, tanto
en el sector privado como en el público, en autoridades, en dirigentes, de los
que se espera ejemplaridad y buena administración.
En efecto, estas personas, por su posición a la cabeza del organigrama, de-
ben realizar su tarea con un plus de ejemplaridad en el desempeño de sus que-
haceres directivos. Sin embargo, en no pocos casos defraudan, y de qué mane-
ra, la confianza en ellas depositada. Por eso, la dimensión ética en este tiempo
cobra especial actualidad y nos exige, también en el plano formativo, iniciati-
vas comprometidas y coherentes acerca de la ética en la función pública.
En nuestro tiempo nadie duda de que la referencia ética es una señal confi-
guradora de un planteamiento más global. Se trata, no de una mera especula-
ción o de una erudición academicista. La referencia ética es la clave para orien-
tar los comportamientos de las personas hacia los criterios de la recta razón.
Además, debe ser una Ética para la vida, para la práctica, lo cual no es asunto
menor.
Es cierto que los últimos coletazos del siglo xx y los primeros del xxi refle-
jan un evidente déficit ético en el manejo de instituciones públicas y privadas.
Se han sucedido, a ritmo vertiginoso, toda una serie de cambios y transforma-

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la dimensión ética de la función pública

ciones que han sumido también a los intelectuales y a los pensadores en una
profunda incertidumbre. Efectivamente, la sociedad del conocimiento y de la
información, la caída del marxismo, los problemas del hambre, la conforma-
ción estática del Estado de bienestar, la crisis de la regulación pública especial-
mente en el ámbito financiero, el consumismo insolidario o la versión más
salvaje del capitalismo, han dibujado un nuevo panorama que solo puede enten-
derse con una perspectiva global y con una metodología de interdependencia en
la que perspectiva ética es cada vez más relevante.
Se habla mucho de los derechos humanos y, sin embargo, nos invade un
mundo en el que avanza la desigualdad, sobre todo en estos momentos de crisis
en el llamado mundo occidental. Se habla mucho del problema del hambre,
pero desgraciadamente no disminuye. Se insiste tanto en la protección ambien-
tal y, sin embargo, falta todavía una sensibilidad elemental. Se habla, en fin, de
los derechos de la mujer y, sin embargo, el panorama general no deja de ser
francamente desalentador. Se habla mucho de responsabilidad social corporati-
va y nunca las empresas, sobre todo en el ámbito financiero, han exprimido más
a los ciudadanos con tal de obtener pingües beneficios. El urbanismo, otrora
uno de los sectores más propicios para la racionalización en el uso del suelo, es
hoy el principal espacio para la corrupción.
Cada vez los pobres son más pobres y los ricos son más ricos. Si a este alar-
mante dato se le añade la injustificable pasividad de la Comunidad Internacio-
nal ante tantos tristes acontecimientos de muerte y opresión, la verdad es que
cuesta entender para qué tanto desarrollo científico, o tanta expansión económi-
ca. En el fondo, mientras no se avance en sensibilidad social y mientras no se
sientan como propios los constantes oprobios y humillaciones que todavía su-
fren una buena parte de los habitantes del planeta, aún queda mucho por hacer.
En este contexto, frente a los ídolos caídos ha surgido la Ética como una po-
sible solución. Sí, es verdad. Pero en mi opinión, esa Ética de la que todos habla-
mos, exige que la nueva sociedad mundial que estamos alumbrando sea una so-
ciedad a escala humana en la que prevalezcan la libertad, la igualdad y la
solidaridad. Realmente, es bien importante que los poderes públicos sean más
sensibles ante los derechos humanos y, por ello, que asuman una referencia ética
en su actividad. Sin embargo, como nos recuerda Adela Cortina, los dirigentes
públicos no son agentes de moralización en una sociedad pluralista1 como tam-
poco es el Estado el guardián de la Ética. Sin embargo, es necesario que políticos
y funcionarios tengan, como regla, un comportamiento profesional y personal
íntegro e irreprochable por razón de ser los representantes de los ciudadanos en
el primer supuesto y, en el segundo, los encargados de ejecutar la Ley.
Los cambios económicos se han acelerado, ha crecido la globalización de la
economía y la interdependencia entre las naciones, la natalidad baja mucho en

1
  A. Cortina, Hacer reforma: la Ética de la sociedad civil, Madrid, 1994, p. 78.

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introducción: ética y ética pública

los llamados países desarrollados, la conciencia ambiental y ecológica, con to-


dos sus problemas, todavía es una ilusión, y el avance tecnológico ha sido me-
teórico. Muy bien. Pero, ¿ha crecido la sensibilidad frente a la persona huma-
na?, ¿son las políticas públicas directrices de acción para promover el libre
desarrollo de los hombres?, ¿es el espacio público ejemplo y espejo del ethos
de los valores democráticos?

En este marco se está cumpliendo la terrible profecía lanzada en 1985 por el


Club de Roma en su informe anual: «podría haber un brillante y satisfactorio
futuro si la humanidad tiene la sabiduría de avanzar y enfrentarse a las dificul-
tades que le acechan y, si no lo hace, una lenta y dolorosa decadencia se produ-
cirá». Es cierto, el gran reto se encuentra en hacer una sociedad más humana,
aprovechando toda la creatividad que sea posible, y apostando de verdad por
una educación y una enseñanza en los valores humanos, que sea de calidad y
que ayude a la verdadera transformación de la sociedad. La Ética, por tanto,
como ciencia, se enmarca en estas consideraciones, y proclama una serie de
criterios, derivados de la recta razón, para la conducta, para el mejor comporta-
miento de las personas. Como ciencia docente, la Ética debe tener como priori-
dad absoluta el pleno desarrollo de todos los hombres en un contexto de solida-
ridad, de paz, de libertad responsable, de participación, de equidad, de verdad,
de diálogo y de trabajo.

La Ética parte, no conviene olvidarlo en ningún momento de la dignidad de


la persona y aspira a que podamos vivir, todos los hombres, una vida auténtica-
mente humana.

A finales del siglo pasado, tampoco hace tanto tiempo, la revista norteame-
ricana The Public Interest –primavera de 1993– publicaba un interesante estu-
dio de la profesora Sommers, catedrática de filosofía entonces en la Clark Uni-
versity, sobre la función de la enseñanza de la Ética. Entre otras cosas, esta
profesora señalaba que la responsabilidad de los profesores va más allá de in-
formar sobre las diversas teorías éticas y hacer que los alumnos desarrollen sus
habilidades dialécticas: «he llegado a convencerme –escribía– de que el método
de los dilemas carece de fuerza constructiva (...), en un dilema no es evidente
qué está bien y qué está mal, qué es vicio y qué virtud, un dilema puede atraer
intelectualmente a un alumno, pero apenas mueve sus emociones y su sensibi-
lidad moral (...), la mayor parte de los alumnos se sienten naturalmente atraídos
por la idea de desarrollar una personalidad virtuosa (...).» La profesora Som-
mers confiesa en su artículo que buena parte de sus conclusiones fueron moti-
vadas al escuchar de labios de sus alumnos de primer curso una típica formula-
ción relativista: «la tortura, matar de hambre o humillar puede estar mal para
usted o para mí, pero ¿quiénes somos nosotros para decir a otros qué está mal?».
Gran pregunta.

La profesora Cortina se pregunta en un reciente libro, como los griegos, si


la virtud puede enseñarse. Es decir, ¿es posible enseñar a alguien a ser justo,

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la dimensión ética de la función pública

honrado, bueno?2. Para mí la contestación es positiva. Como bien recuerda


Cortina «si otros seres nacen con unas formas de conducta clausuradas, guia-
das por los instintos, los seres humanos tendríamos la capacidad, a diferencia
de ellos, de ir adquiriendo un segundo carácter, una segunda naturaleza. Y este
cambio se iría produciendo tratando de adquirir hábitos buenos (virtudes) y
evitando los malos (vicios)»3.
Desde muchos ambientes se viene postulando la necesidad de una regenera-
ción ética porque, como decía Ortega y Gasset, una sociedad desmoralizada
es aquella a la que le falta el ánimo, el tono vital necesario para enfrentarse con
gallardía a los retos que se presentan y, por el contrario, una sociedad sana es
aquella a la que le sobran arrestos para desafiar el destino respondiendo además
con sensibilidad humana. Hoy, en este sentido, tenemos una gran tarea por de-
lante porque, efectivamente, el gran problema reside en la existencia de una
crisis de colosales proporciones morales que se ha cebado sobre la civilización
occidental. Una crisis en la que todos tenemos mucho que ver. Los ciudadanos
porque hemos vivido, en términos generales, bajo la seducción del consumismo
insolidario y nos hemos «olvidado» de nuestra responsabilidad cívica delegan-
do todo asunto de interés general en los dirigentes públicos. Los políticos por-
que no pocos se mueven por la obtención de votos, actividad en la que todo vale
con tal de alcanzar el poder. Y los responsables económicos y financieros, por-
que con frecuencia se han entregado, y de qué manera, a maximizar el beneficio
en el más breve plazo posible de tiempo. Al final, una crisis general en la que
es menester, si de verdad queremos salir, trabajar sobre los fundamentos del
orden político, social y económico, algo que muy pocos dirigentes se atreven a
postular, y menos a poner por obra.
En los últimos tiempos, especialmente en este contexto de crisis, parece que la
Ética se ha puesto de moda, de palpitante y rabiosa actualidad. Los políticos y
administradores promueven normas anticorrupción, los bancos impulsan Códi-
gos éticos, los colegios profesionales refuerzan sus Comisiones Deontológicas;
hasta los periodistas han tratado de los límites del derecho a la información...
En verdad, de un tiempo a esta parte la cuestión de la Ética concentra ríos de
tinta en las redacciones de los medios de comunicación escritos y tantas y tantas
palabras en los noticiarios de las televisiones. Sin embargo, la percepción social
no parece inclinarse hacia la existencia, sobre todo en los dirigentes, de una
mayor sensibilidad ética. Se habla, se debate, se conferencia, se diserta, se es-
cribe pero, ¿se practica? Este es el gran tema porque, a la larga, interesa, sobre
todo, que la Ética resplandezca en la vida de los hombres y de los pueblos.
Ciertamente, es mucho lo que se ha avanzado en el ámbito de la investiga-
ción y de la tecnología. Pero, ¿por qué todavía crecen las violaciones a los de-

2
 A. Cortina, op. cit., p. 18.
3
  Ibidem.

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introducción: ética y ética pública

rechos humanos?, ¿por qué no disminuyen las guerras?, ¿por qué aumenta la
miseria?, ¿por qué aumentan las metodologías de la difusión de la violencia?,
¿por qué la promoción de la cultura de la muerte? En fin, ¿por qué el mundo
parece que va perdiendo esa dimensión humana tan necesaria para la plena
realización de la persona? No son preguntas fáciles pero tienen mucho que ver
con la dimensión ética de la actuación de los dirigentes y del sello ético impre-
so en las más variadas y relevantes políticas públicas.
La Ética, es bien sabido, se apoya en la distinción entre lo que se puede hacer
y lo que se debe hacer, porque, es un principio básico, no todo lo posible es ético,
no todo lo que se puede hacer se debe hacer. Más bien se debe hacer todo aque-
llo, en el ámbito de la rectoría y dirección de los asuntos públicos, que implique
promoción de los derechos de la persona, todo lo que traiga consigo el fortaleci-
miento de los valores democráticos, todo lo que suponga, en una palabra, seguir
correctamente los dictados del servicio objetivo al interés general.
A lo largo de la historia del pensamiento encontramos esta cuestión de for-
ma constante4. En efecto, el idealismo platónico aspiraba a la búsqueda de lo
ideal, que es considerado el bien ético. En cambio, para el realismo aristotélico
la Ética es la ciencia práctica del bien y, por tanto, se debe actuar para alcanzar
el bien; es decir, vivir según la razón y a través del ejercicio de las virtudes5. La
Ética estoica propugnó, por su parte, como ejemplo de vida ética, la vida con-
forme a la «naturaleza», sin que nada inquiete o perturbe. Los epicúreos, es
bien sabido, promovieron la idea, hoy tan extendida, de que el hombre debe
hacer lo que más le agrade, lo que le produzca mayor placer. Más adelante,
Kant configuró la Ética a partir de imperativos categóricos con una impronta
formalista. También el «psicologismo» de Adam Smith tuvo, y tiene, su interés,
sobre todo en lo que se refiere a la vida económica. En fin, muchos adeptos si-
gue teniendo el utilitarismo de John Stuart Mill al señalar que el objetivo de la
Ética es la mayor felicidad para el mayor número posible de personas.
Es sabido que la primera exposición razonada y coherente de las disposicio-
nes operativas que constituyen lo que los clásicos denominaban «vida lograda»
se encuentra en Aristóteles, quien la bautizó con el término «Ética». Término
que de designar la morada habitual pasó a significar la disposición estable o el
conjunto de hábitos y costumbres que fundamenta nuestra acción y la dirige.
Con variantes, el panorama ético actual, como es lógico, tiene su explica-
ción en la evolución de las distintas aproximaciones a la Ética que, con el paso
del tiempo, se han ido produciendo. De todos modos, hoy no parece haber otro

4
  En este sentido, resulta interesante tener en cuenta, entre otros, los siguientes trabajos: J. Vives,
De la inteligencia socrática a la intolerancia platónica, Libro-Homenaje a J. Alsina, Barcelona, 1969;
F. Rodríguez-Adrados, «La Ética griega desde sus comienzos a su elaboración por los sofistas y Pla-
tón», Revista de Occidente, nº 35, 1984 y E. Leites, «Las epístolas de Séneca a Lucilio», Revista de
Occidente, nº 113, 1990.
5
  Vid. E. Lledó, Memoria de la Ética, Madrid, 1994, pp. 45 y ss.

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la dimensión ética de la función pública

principio incontestable que el de no «imponer la propia moral a nadie». Pues


bien, en el proceloso mundo de la Ética actual, tenemos el kantismo y sus deri-
vados, el pragmatismo, el consecuencialismo, el emotivismo, la moral de situa-
ción, el hedonismo positivista, el proporcionalismo...
En este marco han surgido estudios y análisis científicos sobre la Ética pú-
blica. ¿Por qué? Porque se percibe su necesidad y porque los ciudadanos exigen
cada vez servicios de responsabilidad pública de mayor calidad, que sean más
universales y asequibles. Asimismo, los ciudadanos esperan un trato más ade-
cuado de los servicios públicos en el que brille con luz propia la vocación de
servicio que debe ser señal indeleble del funcionamiento y actividad de todos
los servicios y, sobre todo, de las personas que en ellos laboran.
En el interés actual por la Ética hay razones circunstanciales, como pueden
ser los escándalos que la prensa diaria en todo el mundo nos sirve con mayor o
menor intensidad y frecuencia. Hay razones políticas en este interés desusado,
porque la Ética se ha convertido en un valor de primer orden, o cuando menos
–hay que admitirlo nos guste o no– como un cierto valor para el mercadeo po-
lítico. Además, hay también situaciones de desconcierto, ante las nuevas posi-
bilidades que ofrece la técnica, que exigen una respuesta clarificadora. Pero hay
una razón de fondo que pienso que justifica plenamente el interés por las cues-
tiones éticas, e intentaré ahora referirme a ella con un poco de detenimiento.
En efecto, al reto productivo, al reto técnico y al reto tecnológico, debemos
añadir el auténtico reto de fondo que es el reto ético, ya que el reto económico
y social nos conduce a enfrentarnos a la cuestión última nunca suficientemente
tratada y menos definitivamente respondida. ¿Quién o qué es el hombre?, o más
bien, en términos éticos, ¿qué debe ser el hombre?
Desde luego que si buscásemos alguna pregunta «tradicional», alguna pre-
gunta que el hombre se haya formulado con machacona reiteración a lo largo de
la historia no encontraremos posiblemente otra tan emblemática no ya de una
civilización o de una cultura, sino de la misma condición humana, como esta:
¿Qué es el hombre? Permítanme acudir a un esquema escolar que no por ele-
mental y conocido deja de ser eficaz. En las distintas fuentes de la tradición
occidental encontramos respuestas a esta cuestión, o al menos la vemos paladi-
namente planteada.
Entre los griegos, además de las célebres definiciones como «animal racio-
nal» y como «animal cívico», se le consideró como «la medida de todas las
cosas», precisamente definido así en un contexto cultural democrático. En la
tradición judaica el interrogante por la condición del ser humano lleva al sal-
mista a preguntarse «¿qué es el hombre para que te acuerdes de él?», en clara
referencia a la relación con un Dios creador y próximo. Entre los romanos, tan
poco dados –según se dice– a la actividad especulativa, podemos considerar
que el hombre queda definido por un entramado de relaciones positiva y racio-
nalmente reguladas mediante el Derecho. Y, por fin, la tradición germánica nos

14
introducción: ética y ética pública

aporta una concepción del hombre derivada o subsidiaria de su condición na-


cional. El cristianismo –con independencia de interpretaciones de escuela o de
autores– a mi entender, subraya el carácter insondable del ser humano, lo que
para mí queda ejemplificado de una manera poderosísima en aquella sentencia
de Pilato a la vista del Cristo apaleado, que la imaginería religiosa ha recogido
multitud de veces: «He aquí al Hombre». Sentencia que por cierto escogió
Nietzsche como título de una de las obras –Ecce homo– en que critica lo que
no deja de ser una imagen deformada del cristianismo. El propio Nietzsche, en
este sentido, escribió en Zarathustra que «el hombre es una cuerda que se tiende
entre el animal y el superhombre: una cuerda sobre un abismo». «¿Qué es el
hombre?». También Kant se hizo esta pregunta, cuando proclamaba la mayoría
de edad del ser humano, llegada de la mano de la Ilustración, y afirmaba que
contestar a esta pregunta es contestar a todo lo que para el hombre puede tener
interés: dónde puede alcanzar su conocimiento, cómo debe comportarse, qué
puede esperar. Se puede decir –por simplificar– que las respuestas que se die-
ron, a partir de los planteamientos ilustrados, pretendieron desvelar absoluta-
mente el ser del hombre y condujeron por un camino u otro, cuando propugna-
ban la absoluta liberación del ser humano, a su absoluto sojuzgamiento en
manos de los poderosos –en un feroz individualismo en unos casos– o bajo el
poder del Estado –en un totalitarismo más agresivo aún– en otros supuestos.
Pues bien, se puede decir, sobre todo en un momento de la historia de la
humanidad en el que la crisis ética es de colosales proporciones que hoy, segui-
mos como Diógenes, linterna en mano, buscando al hombre auténtico. Pero
hoy, cuando nos hacemos de nuevo esta pregunta, debemos volver a aquella
precavida –y al tiempo osada– actitud socrática, tan alejada de los dogmatismos
modernos como de las vacuidades posmodernas o posestructurales. Sócrates
nos explicó que sería ilusoria la pretensión de dar una respuesta completa, defi-
nitiva, absoluta –llamémosle así– a esa ni a ninguna pregunta. Sin embargo
podemos, y debemos, dar respuestas parciales, firmes e incondicionadas, sobre
las que asentar nuestra exploración y nuestra actuación. Y esa firmeza y segu-
ridad en lo parcial, nos permitirán afirmar la relatividad de los hechos humanos,
así como la dimensión inabarcable de nuestra ignorancia. En esto consiste –si
no lo he entendido mal– la sabiduría propia del hombre según el que tantos
consideran padre de la filosofía.
Si realmente estamos en el umbral de una nueva civilización, y si somos
capaces de abordar con un prudente –«razonable», se diría ahora– optimismo
los tiempos venideros, a pesar de la profunda crisis que embarga al mundo oc-
cidental, es porque tenemos cierto conocimiento de dónde estamos y a dónde
debemos dirigirnos.
Ahora bien, esta tarea de comprender al hombre exige, como señalara
Plessner, entenderlo como realidad viviente; es decir, aprender a ver al hombre
con sus propios ojos. El hombre es un explorador, podemos decir sin decir de-
masiado, pero a la vez diciendo mucho. Explorar significa aquí abrir nuevos

15
la dimensión ética de la función pública

territorios a nuestro conocimiento. El hombre es también un colono, lo que


significa que puede hacer suyos nuevos mundos, instalarse en ellos. Ahora
bien, con «explorar» y «colonizar» quiero referirme aquí también a «nuevos
modos» de ver, de tener, de ser, de actuar, de vivir. Los «modos modernos» se
nos han hecho insuficientes, o mejor, se nos han manifestado como insuficien-
tes, la experiencia histórica nos ha proporcionado esa evidencia. Pues bien, esta
convicción se nos hace presente con tanta obviedad que parece vano repetirlo,
pero hemos de considerarlo muy despacio porque creo que de aquí podemos
obtener una enseñanza muy sencilla y a la vez muy profunda.
Hoy parece que el desarrollo tecnológico no tiene límites. Es más, parece
que el problema que se nos presenta es la asunción de los adelantos que la téc-
nica nos proporciona, ya que la innovación se hace a tal ritmo que puede llegar
a antojársenos como indigerible. Pues efectivamente, tal asunción será imposi-
ble si no advertimos que el desarrollo de la humanidad no puede caminar por la
vía simplista de la extensión de su acción tecnológica, ni por la de su progresiva
intensificación, sino que es preciso abrir una vía de configuración de la acción
humana, de reorganización profunda, hasta tal punto, que hablamos de nuevos
supuestos o de un nuevo sentido en su acción. Y a alumbrar ese sentido nuevo
debe contribuir la reflexión ética.
Pero un nuevo sentido, pienso, no es un sentido ex novo. Los conceptos de
libertad, justicia, igualdad o solidaridad, siguen y seguirán teniendo vigencia.
Las relaciones personales seguirán estableciéndose sobre la base de la amistad,
de la familia o de la integración cultural. En el futuro, en cualquier futuro, la
mejor y más valiosa posesión del hombre seguirá siendo la de sus propias capa-
cidades personales –muy por encima de sus pertenencias– sustentadas necesa-
riamente en una sólida y al tiempo flexible autodisciplina. Bien, la cuestión es
que las ideas que tenemos de libertad, de familia, de autodisciplina, etc., aunque
acertadas, son insuficientes, no dejan de ser insuficientes en un mundo en el que
la dimensión ética cobra cada vez más importancia.
Una característica esencial del hombre es que es un ser en crecimiento. In-
teresante observación que muy bien puede ponerse en relación con todo lo que
hasta aquí venimos tratando. Si hoy hablamos de crisis de la modernidad tene-
mos que admitir que este estadio no se resolverá por una renovada afirmación
de la cultura moderna, es decir, por la proposición de un nuevo paradigma ab-
soluto, omnicomprensivo, cerrado y definitivo sobre el hombre. Pero tampoco
puede resolverse con un conformista escepticismo, o con la reducción de la
acción humana a la consecuencia de un entretenido y trivial juego de interpre-
taciones. Solo un impulso creativo y expansivo del hombre puede abrirnos nue-
vos cauces para un efectivo crecimiento. ¿Crecimiento, en qué? En humanidad.
Por eso hablaba antes de prudente optimismo. Quien no lo tenga, o quien se vea
obligado por su discurso o por cualquier otro motivo a renunciar a él, podría
haber entrado en una vía muerta siendo otros quienes por él abran camino. Por
eso, si no ha llegado la hora del fin del mundo y de la historia alguien abrirá
esas sendas nuevas, que bien venidas sean, vengan de donde vengan.

16
introducción: ética y ética pública

El hombre es también, sobre todo, un ser de sentido. Es un ser capaz de


descubrir el sentido de las cosas o los posibles sentidos que encierran, y, por
ello, es capaz también de dotarlas de un sentido. La exploración y colonización
de la realidad no es una pura receptividad cognoscitiva pasiva, ni una ocupa-
ción mecánica, instintiva, o evolutiva de nuevos hábitats. Se trata más bien de
acciones, no solo calculadas, sino también eminentemente ­creativas, es decir,
que ponen en juego la capacidad creadora del hombre, al concebir y aplicar
nuevos sentidos –distintos, o más plenos y más completos, o «un mejor senti-
do»– a su existencia.
Dotar de sentido a la acción es poner en juego la libertad, es elegir. Quiero
subrayar la idea de que elegir, dotar de sentido, es una elección a largo plazo,
que si es una auténtica elección exigirá de nosotros, congruentemente, coheren-
cia y autodisciplina, porque toda elección comporta de algún modo –derivada-
mente, si no es enfermiza– autonegación y contrariedad, consecuencia necesa-
ria del ser limitado del hombre. Un gerente público cuando elige una de las
varias ofertas que se han presentado a una licitación pública que cumplen los
requisitos establecidos en los pliegos, está optando, y eso significa que debe
justificar cuál es la mejor oferta a partir de su función de servicio objetivo al
interés general.
En fin, ¿cómo, pues, debe ser el hombre? Más humano, volveré a responder.
Más libre, más racional, más comunicativo y afectivo, más respetuoso con la
realidad, más innovador y creativo, o, en términos clásicos, como decía Von
Humboldt, «el hombre debe aspirar a lo bueno y grande». Y eso, en el plano de
la gestión y la administración pública puede significar, entre otras cosas, que
los valores humanos del servicio público se hagan visibles precisamente a tra-
vés de la función directiva en el sector público.
Ser más, crecer, no significa rechazar o arrasar los valores que tenemos, sino
que significa filtrarlos, purgarlos, y reconocer nuestra insuficiente comprensión
de lo que es en toda su extensión el ser humano, su dignidad, y su libertad. Por
eso, aunque probablemente nadie pueda hacer una descripción de cómo será el
mundo que nos deparará el devenir de la humanidad, el hombre seguirá dando
un sentido a su existencia, es decir, seguirá rendido a la exigencia de racionali-
dad y de libertad, o no será hombre. Si me permiten el ejemplo, el hombre que
ya no encuentra sentido, que renuncia a buscarlo, que se ve incapaz de darlo se
asemeja al corredor de fondo aficionado que, embarcado en una maratón,
se pregunta cuando los kilómetros empiezan a pesar, «pero yo, ¿qué hago
aquí?» –¿a quién no le ha pasado algo similar en alguna situación apurada de la
vida?– y se contesta: «yo aquí no pinto nada». Tal vez siga corriendo por ver-
güenza torera, pero si no recupera el sentido, allí mismo se acabó su carrera, eso
sí, aunque insista en su trote insípido, porque nada significa ya para él la meta,
el recorrido, los competidores, o el propio trote machacón.
Ser más y crecer significa solventar nuestras carencias. Para eso se nece-
sitaba atender, escuchar. Cuando nuestra civilización no es capaz de dar res-

17
la dimensión ética de la función pública

puesta satisfactoria a tantos problemas como se le plantean, tenemos una obli-


gación especial de prestar atención a las reclamaciones que desde los puntos
más dispares se le hacen, y que a mi juicio constituyen en muchas ocasiones
otras tantas llamadas a las que tenemos la obligación moral de responder. Es
decir, estamos ante la obligación moral de responder a las expectativas frus-
tradas, a las aspiraciones insatisfechas, a las reclamaciones desatendidas, y
debemos encontrar una respuesta creativa, renovadora, que abra al hombre
nuevas oportunidades de crecimiento y mejora. Hoy, en un momento delicado
por la aguda y profunda crisis económica y financiera que nos asola, es espe-
cialmente relevante que desde la gestión pública se puedan atender de la me-
jor manera las reclamaciones y reivindicaciones de los sectores más golpea-
dos, de las personas más desfavorecidas, de quienes no tienen voz, de quienes
están pagando los platos rotos por otros actores del proceso económico y fi-
nanciero. No atender estas demandas, y lo que es más grave, castigar al pue-
blo llano con la factura de lo que está aconteciendo constituye una de las más
lamentables manifestaciones de la ausencia de ética en el ejercicio del queha-
cer público.
Por ejemplo, la reivindicación feminista universalmente extendida, con par-
ticular incidencia en las sociedades occidentales, justamente donde la conside-
ración de la mujer se ha equiparado en tantos aspectos con la del varón, nos
exige encontrar soluciones. Se trata no ya solo de que se abran a la mujer todos
los campos sociales y laborales, en nuestra sociedad y en las foráneas, sino
también de hacer posible, sin prejuicios capciosos, una efectiva libertad de op-
ción para que la mujer se realice como tal de acuerdo con sus aspiraciones
propias y personales en el campo laboral o en el doméstico, y en la maternidad
y atención de la familia, cuando fuese esa su elección. E igual consideración
valdría para el varón en el entendimiento de que posiblemente para este tendrán
menos pertinencia las exigencias de maternidad.
La militancia ecologista –también– resuena permanentemente como un to-
que de atención sobre el cuidado extremado con que debemos tratar la natura-
leza, no solo la nuestra sino la de todo el mundo. Y esa exigencia se traduce en
esfuerzo y renuncia, pero también en creatividad e inventiva que deberá traer
consigo una mejora real de nuestra condición, o será una pretensión irracional.
Pero el reto va más allá, porque es universal –es lo que lo hace un auténtico
reto–: la mejora real de nuestra condición incluye una equiparación de los lla-
mados países del Tercer Mundo con el nuestro, y no solo sin merma de las
condiciones mediambientales, sino con una mejora apreciable.
El antimilitarismo creciente en sectores también cada vez más amplios de
nuestra sociedad, debemos interpretarlo –según me parece– como antibelicis-
mo, es decir, como un adiós a la guerra como recurso de persuasión, un adiós a
la guerra como industria, un adiós a la guerra como instrumento de prevención
o de prestigio. Escrito en positivo, hace falta en nuestra propia sociedad y en
nuestro entorno la aplicación de políticas de pacificación o de cimentación de

18
introducción: ética y ética pública

la paz, y el impulso de este tipo de políticas en todo el mundo. Y con políticas


pacificadoras no me refiero a intervenciones militares de pacificación –que
también– sino sobre todo a políticas de desarrollo económico y social. Pero
hablar de pacifismo y de antibelicismo no puede traducirse en el fácil expedien-
te de un entreguismo blando e irresponsable en las manos de los desaprensivos.

Las llamadas a la solidaridad y la atención a los problemas que quiebran la


espina dorsal de la humanidad en tantos lugares del mundo y que los medios de
comunicación nos hacen reiteradamente presentes, reclaman nuestro esfuerzo
continuado para hacer del mundo un lugar habitable para todos. Y eso significa
de nuevo renuncia, esfuerzo, trabajo. Cierto que no del mismo modo, pero sí
que todos debemos arrimar el hombro positivamente, y hemos de encontrar los
modos –nuevos modos– de hacerlo con eficiencia. Pero no solo con eficiencia
técnica, sino mucho más, con eficiencia humana.

Podríamos seguir multiplicando los ejemplos, pero pienso que los referidos
son suficientes para lo que quiero ilustrar. Todos estos movimientos, todas es-
tas reivindicaciones, todos estos sentimientos, son una manifestación social,
una reacción del hombre a su propia experiencia, a la realidad que percibe, a lo
que pasa en el mundo. Constituyen también una oportunidad para que abramos
los ojos a esa misma realidad. También aquí es verdad el dicho de que cuatro
ojos ven mejor que dos. Es más, casi todos los analistas detectan que o todos
estos problemas –y tantos otros­– encuentran una respuesta adecuada –y en al-
gunos casos incluso urgente– o su desarrollo pondrá en grave riesgo la misma
civilización humana. No se trata de ser catastrofistas, pero sí de ser responsa-
bles, de responder de nuestra propia condición de hombres.

¿Y cómo se articula la respuesta? No es fácil responder categóricamente.


Parece, sin embargo, que la respuesta se está articulando ahora mismo por la vía
de los hechos. En efecto, de hecho se están apuntando ya soluciones, parciales,
locales, sectoriales. Hace falta poner en juego tal vez la llamada finesse d’esprit
para saber descubrirlo en la multitud de propuestas, de experiencias, de tentati-
vas que se hacen. Ahora bien, la respuesta universal que representa una nueva
civilización solo puede darse con un compromiso masivo, abrumadoramente
mayoritario, generalizado y personalmente creativo que alcance a todos los
campos y ámbitos de la existencia y la vida humanas, y a todos los segmentos
de la población. Y ese compromiso masivo, en una época de crisis de la cultura
occidental, consecuencia de una honda crisis moral de sus principales princi-
pios y asideros, se está articulando poco a poco, con luces y sombras, a través
de una general indignación que demandará una regeneración ética básica en los
pilares del actual orden político, económico y social de este tiempo.

Ahora bien, si no podemos siquiera esbozar las nuevas relaciones, las nue-
vas estructuras que el hombre debe crear, sí podemos tal vez apuntar los valores
desde los que ese cambio debe ser abordado, o algunos aspectos del sentido que
debemos proponer a ese cambio.

19
la dimensión ética de la función pública

Fundamentalmente, la dignidad del hombre, de la persona, de cada vecino/a.


Me gusta esta expresión «cada vecino», para subrayar la condición de realidad
concreta del sujeto a que me estoy refiriendo. Ese individuo –cada varón, cada
mujer, en cualquier etapa de su desarrollo– es el portador de la dignidad entera
de la humanidad. Comentaré –aun a riesgo de ser malinterpretado– que en el
hombre concreto, en su dignidad, en su ser personal, encontramos la condición
de absoluto, o de referente de cuanto hay, acontece y se produce en el universo.
El hombre y los derechos del hombre, que se hacen reales en cada hombre
–insisto–, son para mí la clave del marco que queremos construir, y no nos exi-
me esta aseveración de la necesidad de indagar y buscar una comprensión cada
vez más cabal y completa de su significado. En este sentido, la dignidad perso-
nal del hombre, el respeto que se le debe y las exigencias de desarrollo que
conlleva constituyen la piedra angular de toda construcción civil y política y el
referente seguro e ineludible de todo empeño de progreso humano y social.
Otro punto de apoyo esencial para abordar esta tarea civilizadora, que es una
tarea ética, también afecta, y de qué manera, a la gestión pública, lo encuentro
en la apertura a la realidad. La realidad es terca, la realidad es como es, y un
auténtico explorador no debe dibujar edenes imaginarios en su cuaderno de
campo, sino cartografiar del modo más fiel la orografía de los nuevos territorios
así como el colono debe pegarse al terreno y acabar de desentrañar sus poten-
cialidades y encontrar, desde sus posibilidades locales, el mejor modo de satis-
facer sus necesidades. La apertura a la realidad significa también apertura a la
experiencia. Apertura a la experiencia quiere decir aprender de la propia expe-
riencia, y de la ajena. Quizás haya sido esta una de las lecciones más importan-
tes que nos ha brindado la experiencia de la modernidad: descubrir la locura de
creer en los sueños de la razón, que cuando se erige en soberana absoluta en-
gendra monstruos devastadores. No hay ya sitio para los dogmas de la raciona-
lidad, incluida la racionalidad crítica. La aceptación de la complejidad de lo
real, y muy particularmente del hombre, y la aceptación de nuestra limitación,
nos conducirá a afirmar la caducidad y relatividad de todo lo humano
–salvo, precisamente, el ser mismo personal del hombre– y a sustentar por lo
tanto, junto a nuestra limitación, la necesidad permanente del esfuerzo y del
progreso.
Estoy criticando una racionalidad que podríamos denominar absoluta, no la
capacidad real de la razón para conocer, aunque sea de un modo todo lo limita-
do y parcial que se quiera. Es decir, es necesaria una reivindicación terminante
de nuestra capacidad racional para conocer y, si vamos acompañados del acier-
to, para conocer progresivamente mejor la realidad. Pues bien, para que nuestro
conocimiento de las cosas progrese, para que superemos los límites que la mo-
dernidad nos impuso, al tiempo que creía que nos hacía dueños totales de nues-
tro futuro, considero que debemos desarrollar lo que se ha llamado pensamien-
to compatible. Debemos desarrollar formas de pensamiento que nos permitan
orillar las dificultades originadas por un pensamiento sometido a las disyunti-

20
introducción: ética y ética pública

vas permanentes a que nos condujo el racionalismo. El pensamiento compatible


nos permite superar esas diferencias y apreciar que en la realidad se puede dar
unido –y de hecho se da– lo que una mentalidad racional «matemática» –llamé-
mosla así– nos exigía ver como opuestos. Estimo que es un imperativo ético
hacer ese esfuerzo de comprensión.
Posiblemente nos permitirá descubrir que realmente lo público no es opues-
to y contradictorio con lo privado, sino compatible y mutuamente complemen-
tario, o que incluso vienen recíprocamente exigidos; que el desarrollo indivi-
dual, personal, no es posible si no va acompañado por una acción eficaz a favor
de los demás; que la actividad económica no será auténticamente rentable –en
todo caso lo será solo aparentemente– si al tiempo, y simultáneamente, no re-
presenta una acción efectiva de mejora social; que el corto plazo carece de
significado auténtico si no se interpreta en el largo plazo, etc. Que la norma no
se opone a la libertad, sino que si es auténtica, justa, la potencia; que debe dis-
tinguirse la valoración moral de los comportamientos –que es una exigencia
ética– del juicio moral de las personas, que es un abuso de nuestra condición
racional.
El pacifismo está tan alejado del imperio del terror de las armas –si vis pa-
cem, para bellum– como de un antimilitarismo folclórico y de salón que se
alimenta de las imágenes de soldados con margaritas en el casco y el fusil. Por
eso trato de antibelicismo y de políticas activas de paz o pacificadoras. Debe-
mos también inventar fórmulas –y experimentar, experimentar– para que la
vida productiva del hombre no se reduzca a una tensión competitiva insoporta-
ble en el periodo de su madurez entre una juventud improductiva cada vez más
irresponsable –o indolente– y prolongada, y una vejez, cada vez más temprana
y alargada, precisamente cuando ese periodo se disfruta con mejores condicio-
nes de salud física y sicológica, perturbadas principalmente por el sentimiento
de inutilidad que la organización de la sociedad impone a los mayores. Y así
podríamos continuar.
Hemos de mencionar, al menos, otro rasgo que debemos potenciar en nues-
tro acercamiento a la Ética pública: el pensamiento dinámico, que nos lleva a
comprender que la realidad –y más que ninguna la social, la humana– es diná-
mica, cambiante, abierta, y no solo evolutiva, preñada de libertad. Por eso
debemos superar la tendencia a definir estáticamente, o con un equilibrio pu-
ramente mecánico, lo real, que no resistiría tal encorsetamiento sin sufrir una
grave tergiversación. A esto vengo refiriéndome, precisamente. Sobre la afir-
mación de su ser radical, el hombre ha de desarrollar las virtualidades que allí
se encierran, tanto en lo que se refiere a su autodesarrollo personal como en lo
relativo a la realización de su ser social. Pensar en el hombre, la sociedad o la
historia, a plazo fijo, con un punto final, como un proceso cuyo cierre vislum-
bramos, viene a ser negar el mismo ser del hombre. Quizás pueda afirmarse
que ese ha sido el más grave error de la modernidad, o el de más graves y trá-
gicas consecuencias.

21
la dimensión ética de la función pública

Estas dos características del pensamiento y del conocimiento que, según me


parece, debemos desarrollar y potenciar, también en el plano de la gestión pú-
blica ética –el pensamiento compatible y dinámico–, y las anteriores referen-
cias a la dignidad del hombre y la apertura a lo real, fundamentan otro de los
valores sobre los que debemos asentar nuestra reflexión: el diálogo. No me
extenderé más en esta cuestión, únicamente apuntaré que el diálogo solo es
auténtico si se construye sobre una actitud profundamente ética. El diálogo es
una acción propia no del hombre astuto, del negociador, del habilidoso, del que
regatea en corto. El diálogo es propio del hombre bueno. Bueno no en el sentido
de «bondadoso» –ya me entienden–, en el de «torpe de buenas intenciones», ni
siquiera me inclino a aceptar lo de «bueno, en el buen sentido de la palabra»,
como se definía el maestro Machado. El diálogo es propio del hombre bueno en
el sentido fuerte que la palabra «bueno» tiene en el sentido ético.
La participación es otra condición de acción de futuro, congruente con todo
lo que venimos afirmando. En este sentido conviene recordar aquella máxima
kantiana de que el hombre no debe ser tomado nunca como medio, sino como
fin. Y si lo que buscamos es un crecimiento en libertad, en humanidad, en defi-
nitiva, solo podrá hacerse realidad ese objetivo, si cada uno se hace protagonis-
ta de sus acciones y de su desarrollo, y posibilita con su actuación que los de-
más también lo sean. Así entiendo la participación.
Tratar de ética, también de Ética pública, es tratar de bienes, de virtudes, de
hábitos operativos, de ejercicios de la voluntad, de cualidades y de normas, en
una correcta interpretación de la ética clásica. Así, para Aritöteles no nos de-
bemos conformar con saber lo que es el valor y la justicia, sino que debemos ser
valientes y justos. De la misma manera, queremos estar sanos, supongo, más
que saber en qué consiste la salud. Por eso, en el pensamiento clásico aristoté-
lico, el concepto filosófico de virtud se nos presenta con un hábito, una costum-
bre que se adquiere mediante la repetición de actos semejantes similar al proce-
so de aprendizaje, por ejemplo, para dominar un instrumento musical.
La dignidad suprema del hombre, de cada hombre concreto, en cualquier
circunstancia, en cualquier lugar, en cualquier momento, es para mí el hecho
incontestable sobre el que ha de basarse la construcción de la democracia, y,
por ende, de la gestión pública. Es más, considero que no es posible establecer
un auténtico régimen de derechos y libertades si no es sobre este fundamento.
Y ahí, en el reconocimiento de la dignidad humana, sitúo también la más radi-
cal aportación de la modernidad, que en medio de los paradójicos sistemas po-
líticos y sociales que en su nombre se han levantado, parece alzarse como talis-
mán, y también como piedra de toque, de toda construcción futura. Cierto que
no significa esto un punto final en la tarea ética. Antes parece anunciar esta
afirmación el difícil problema de la fundamentación última de esta dignidad. Y
ahí está, abierta, la senda para una tarea moral de descubrimiento personal, que
si es auténtica nunca acaba. En mi caso puedo decir que no encuentro cimiento
más sólido y firme sobre el que asentar esta convicción, lejos de los avatares y

22
introducción: ética y ética pública

las oscilaciones a los que la someterían los criterios puramente sociológicos, o


racionalistas, que un fundamento abierto a la transcendencia. Pero esta es –in-
sisto– una labor que ha de realizarse personalmente y en la que nadie puede
sustituirnos, y que, sea cual sea su resultado, en nada tiene por qué entorpecer
que trabajemos todos juntos, cada uno con sus ideas, por mejorar el mundo en
que vivimos y hacer honor a la dignidad del hombre que con tanta fuerza pro-
clamamos.
La Ética es una, sus principios son los mismos. Se proyecta sobre diferentes
ámbitos profesionales. En materia económica también debe imperar puesto que
su olvido, lo estamos sufriendo en numerosas partes del mundo, provoca funes-
tas consecuencias que a veces deben ser reparadas desde el bolsillo de los ciu-
dadanos. La Ética siempre es rentable, porque se fundamenta en la dignidad
humana y porque el crecimiento como persona es lo más importante. A veces,
esa rentabilidad puede ser a largo plazo. Pero siempre es rentable. Rentable
para la colectividad, para la sociedad y para el individuo porque la auténtica
rentabilidad se mide en la consecución de nuestro fin como hombres, no tanto
o solo en la consecución de determinados beneficios en la gestión. En el caso
de la gestión pública, la elaboración y ejecución de políticas públicas éticas
repercute considerablemente en la mejora de las condiciones de vida de los
ciudadanos. En el caso de la administración privada si un empresario se com-
porta éticamente en los negocios, aunque pueda dejar de ganar a corto plazo, el
sistema se robustece. Es más, dignificando el trabajo en la empresa, cualquiera
que sea, se dignifica la persona en la empresa. Y, lo que es más importante, la
perspectiva ética me parece que garantiza el equilibrio entre la mejora como
persona de todos los agentes del proceso económico y la obtención de razona-
bles beneficios como consecuencia de una exigente gestión empresarial6.
Las empresas, no podemos olvidarlo, son organizaciones que generan valor
añadido y contribuyen –o al menos deben contribuir– al incremento del bienes-
tar social7. Como dice Fernández Fernández, en modo alguno puede conside-
rarse a la empresa como una institución cuyo único fin sea el de ganar dinero a
cualquier precio y utilizando cualquier medio, ya sea legal o ilegal, lícito o in-
justo8. Ciertamente, la empresa ni tiene como fin específico la asunción de ta-
reas de interés social, ni solamente como diría Friedman, ganar dinero en el
marco de la legalidad. Tiene que ganar dinero, sí, pero en un contexto de per-
manente humanización.
Está de moda hablar de business ethics. Incluso está muy extendida esa
creencia protestante de que la Ética de los negocios supone ganar dinero. Sin
embargo, el empresario en su actividad se encuentra condicionado por dos im-

6
  Vid. J. Dalla Costa, El imperativo ético. Por qué el liderazgo es un buen negocio. Madrid,
1999.
7
  Vid. T. Melendo, Las claves de la eficacia empresarial, Madrid, 1990.
8
  J.L. Fernández Fernández, Ética para empresarios y directivos, Madrid, 1994, p. 29.

23
la dimensión ética de la función pública

portantísimos valores: la creatividad y la comunidad. Así lo explicaba reciente-


mente Novak en el Institute of Economics Affairs de Londres. ¿Por qué preci-
samente estos dos valores? Pues sencillamente porque la creatividad es, en
sentido profundo, un goce, una pasión, es innovar, lo contrario de repetir siem-
pre lo mismo. Y la comunidad, porque según Novak, la auténtica economía de
mercado debe llevar a la comunidad. Es más, aunque pueda parecer lo contra-
rio, capitalismo no es igual, invariablemente, a egoísmo o a individualismo. Lo
que ocurre es que el egoísmo es innato a la condición humana, pero también es
posible el egoísmo en un sistema de planificación. La cuestión es tener claro
que la empresa tiene un papel, cada vez más trascendental, de contenido social.
Por eso, creatividad y comunidad son dos valores importantes que configuran
la Ética de la empresa que, como toda Ética es fuerza; y virtud, recuerdo, quie-
re decir fuerza.
En este contexto es importante subrayar que, como muchas realidades ac-
tuales, la Administración pública, por ejemplo, la empresa también debe huma-
nizarse porque es, en sí misma considerada, un entorno de humanización que
cada vez debe ser más coherente con su funcionalidad social. Hoy, buena parte
de la operatividad empresarial viene marcada por una cultura de la emergencia
que posibilite que cada persona pueda asumir su propio destino y la propia pro-
moción de su personalidad frente a ese síndrome de la intervención que ha tra-
tado de socavar las instituciones sociales desde el poder. La empresa como
ámbito de humanización explica el sentido de la llamada «Ética de los nego-
cios» porque una Ética sin humanismo, ha dicho Llano Cifuentes9, desarraiga-
da de las personas, de sus valores y virtudes, de su cultura, es algo así como una
moralina oportunista, sometida siempre a la sospecha de que se habla de ella
por intereses momentáneos. Además, no cabe duda de que el humanismo es un
buen antídoto contra la sed de poder y riqueza que hoy nos invade porque «la
recesión económica proviene, en buena medida, del miedo general en Occiden-
te, debido a la falta de generosidad, al encogimiento de la libertad creadora»10.
Las turbulencias financieras, es verdad, han sido una característica de la
economía en los últimos años. Por una parte, la actividad económica ha visto
modificada su metodología ante la aparición de nuevos instrumentos financie-
ros, ante el creciente protagonismo de las finanzas en la actividad empresarial
y ante las recientes crisis financieras. Y, por otra parte, la Ética ha debido re-
flexionar sobre estos temas para buscar soluciones acordes con la recta razón y
los valores humanos11. Sin embargo, si hemos llegado a la situación actual ha
sido porque la Ética enseñada en las principales escuelas de formación de diri-
gentes económicos y empresariales no ha sido eficaz, quizás porque lo único
que se ha transmitido es que la clave de la empresa es conseguir, como sea, el
beneficio. Lo demás importa menos, o nada.

9
 A. Llano, «La empresa, motor de cultura», Expansión, 25-V-1993, p. 38.
10
 Ibídem.
11
  Vid. A. Sen, Sobre Ética y economía, Madrid, 1999.

24
introducción: ética y ética pública

La Ética económica ha tenido que salir al paso de estas nuevas cuestiones


partiendo del principio de solidaridad y del principio de la subordinación del
capital al trabajo. En realidad, debe cuestionarse éticamente ese fenómeno que
se viene denominando «beneficio fácil» que se produce en virtud de una evi-
dente desproporción en relación con el trabajo empleado, así como la especula-
ción en la esfera productiva12. En este contexto, las inversiones es lógico que
también atiendan al fomento del empleo.
El problema de la especulación en el ámbito financiero es especialmente
preocupante pues con frecuencia el especulador olvida la dimensión social de
la empresa y se orienta hacia esa peligrosa manifestación de la visión del hom-
bre reducida a autonomía individual. Es cierto que no se debe condenar la ca-
pacidad de utilizar más inteligentemente y rápidamente los elementos del aná-
lisis, pero ha de hacerse en un contexto en el que haya unos principios y unos
valores.
La especulación, no lo olvidemos, es una manifestación de la corrupción
pues tiene como fundamento el deseo de enriquecimiento a toda costa. Por eso,
hay que señalar que las finanzas «forman parte de esas tierras desconocidas»,
peligrosas, donde el individuo y la empresa no deben aventurarse sin que se
establezcan unos límites claros»13. Y esos límites tienen mucho que ver con el
deseo exclusivo de beneficios, con la pérdida del sentido social de la empresa,
con la negligencia de las autoridades públicas en asegurar que la especulación
no se produzca por un funcionamiento desviado del mercado, y con el desarro-
llo económico y el bien común.
En la Administración Pública, la Ética tiene hoy una importancia capital
pues en sí misma la acción pública es una actividad eminentemente ética. Por
una sencilla razón: porque la Administración Pública sirve con objetividad los
intereses generales. Y, por ello, todo el quehacer público, especialmente el de
quienes dirigen o están al frente, debe estar imbuido de esta lógica de servicio.
De servicio al pueblo, a toda la sociedad. De servicio objetivo, racional, que es
enemigo del subjetivismo y de la expresión más soberana de la ausencia de la
razón que es la arbitrariedad. Y ese servicio objetivo, como veremos a conti-
nuación, debe realizarse para la mejora de las condiciones de vida del hombre
y posibilitar así el libre y solidario desarrollo de las personas. Al servicio del
interés general, que es el interés de todos y cada uno de los miembros de la
comunidad.
El renacimiento del interés por la ética se produjo concretamente en el mun-
do de los negocios y de la empresa privada hace dos décadas, teniendo como
resultado el desarrollo, es cierto que todavía no muy logrado, de nuevas sensi-
bilidades sociales de las empresas que trasciende de lo puramente económico.

12
  Vid. J.M. Urgoti, Ética: una visión desde la banca, documentos, Fundación ETNOR, Valen-
cia, 1995.
13
 Ibídem.

25
la dimensión ética de la función pública

La aplicación de esta reflexión ética a la Administración Pública es mucho más


tardía, habiéndose fijado su nacimiento en 1978, fecha de publicación del pri-
mer libro sobre el tema (Ethics for bureaucrats, de John Rorh). Es a esta última
dimensión de la Ética, la Ética de la Administración Pública, a la que voy a
referirme a partir de este momento, tratando de proyectar sobre la organización
administrativa los mismos valores éticos que –de acuerdo con el razonamiento
que he venido desarrollando– deben regenerarse para alcanzar el pregonado
«cambio de civilización».
La Administración Pública del Estado Social y Democrático de Derecho es
una organización que debe distinguirse por los principios de legalidad, de efi-
cacia y de servicio. Legalidad porque el procedimiento administrativo no es
otra cosa que un camino pensado para salvaguardar los derechos e intereses
legítimos de los ciudadanos. Eficacia porque hoy es perfectamente exigible a la
organización administrativa que ofrezca productos y servicios públicos de cali-
dad. Y servicio, sobre todo, porque no se puede olvidar que la justificación de
la existencia de la Administración pública se encuentra en el servicio a los inte-
reses colectivos, en el servicio del bien común. Por eso, me atrevería a señalar
que una de las asignaturas pendientes de la Administración Pública de nuestro
tiempo es la recuperación de la idea de servicio y, eso sí, la necesaria profesio-
nalización de la Administración Pública que, en cualquier caso, ha de estar no
solo abierta a la sociedad, sino pendiente ante las demandas colectivas para
ofrecer servicios públicos de calidad.
Estas circunstancias, entre otras muchas, exigen un cambio sustancial en
la concepción y actuación de la Administración Pública. Los programas de
reforma y modernización de la Administración Pública deben tener como ob-
jetivo recuperar esta concepción instrumental de la Administración. Para ello,
deben incidir sobre varios elementos claves, como son la introducción de
criterios de libre competencia en la Administración, la desburocratización y
simplificación de los procedimientos, la motivación del personal, así como la
reducción del gasto público y su gestión de acuerdo con criterios de eficacia
y eficiencia.
Ahora bien, no se trata solo de poner en marcha una reforma administrativa
que camine hacia principios de eficacia y servicio. Se trata de algo más profun-
do: hacer posible que la calidad y la transparencia sean propiedades connatura-
les en la actuación de la Administración y de todos sus agentes.
Como pone de manifiesto Vargas Moniz, la idea de la Administración Pú-
blica ligada a manifestaciones unilaterales de poder y autoridad está en crisis.
El modelo tradicional constituido por una estructura jerarquizada y burocratiza-
da, fuertemente ligada al poder político, indiferente al movimiento social y a
los intereses individuales, empeñada en preservar una cierta idea de indepen-
dencia y de imparcialidad, colocándose al abrigo de intereses y presiones, y
preocupada con sus secretos a fin de mantener y cultivar el distanciamiento de
los ciudadanos, viene cediendo progresivamente el paso a una Administración

26
introducción: ética y ética pública

Pública con otra filosofía y otro comportamiento. Una Administración Pública


que sea una verdadera «casa de cristal».
Pues bien, la Administración Pública debe ser transparente en su servicio
a los ciudadanos, que son quienes justifican su existencia. Durante los últi-
mos años, la transparencia administrativa ha suscitado un interés creciente y
un amplio consenso. Por todo ello, hablar de transparencia es hablar de uno
de los valores esenciales en que se asienta la reforma y modernización de la
Administración Pública como caracterización de lo visible, accesible y com-
prensible.
El concepto de transparencia no es antitético con el de eficacia. Para obtener
esa Administración transparente es necesario programar la actividad y, por tan-
to, tomar decididamente la vía de la racionalización de los procedimientos, que
inevitablemente conduce a una mayor eficacia. Por ello, la transparencia debe
ser una prioridad, no solo en la relación ciudadano-Administración, sino tam-
bién dentro de la Administración misma, si queremos mejorar el funcionamien-
to de la maquinaria administrativa en su totalidad y si queremos disponer de un
aparato administrativo que funcione con criterios éticos.
La transformación del concepto de súbdito en el de ciudadano no solo impli-
ca ser titular de derechos e intereses frente al Estado (Estado de Derecho), sino
también que el respeto a la juridicidad pase por la salvaguarda de las posiciones
legítimas de terceros, superando la unilateralidad como forma de ejercicio de
poder y la dependencia y sujeción de los interesados. Supone este proceso, en
definitiva, la participación y la colaboración mutua de ciudadanos y Adminis-
tración en un marco de transparencia, propio de un Estado Social y Democráti-
co de Derecho. Es más, como ha reconocido solemnemente nuestro Tribunal
Constitucional en sentencia de 7 de febrero 1984, hoy los intereses públicos
deben definirse en una acción combinada entre el Estado y los agentes sociales.
En este punto, la Constitución Española es suficientemente clara, pues el artí-
culo 105 ya establece los presupuestos necesarios para la participación de los
ciudadanos en la actividad de la Administración Pública.
La identidad intereses administrativos/intereses de los ciudadanos, centrada
en la promoción del bien común, exige que la Administración Pública sea un
organismo transparente, abierto a la información, a la participación y al control
democrático por parte de los ciudadanos.
Los mecanismos de transparencia exigen numerosas medidas organizativas
y normativas. Entre ellas es fundamental la racionalización de los procedimien-
tos administrativos, ya que, como pone de relieve Gennal, la transparencia no
es un resultado que se obtenga sin haber cumplido antes la condición previa
fundamental: procedimientos claros, documentados y difundidos entre todos
los operadores internos y externos.
Pero más importante que las formulaciones normativas es la transformación
de las ideas y comportamientos del personal al servicio de las Administraciones

27
la dimensión ética de la función pública

Públicas, capaz de hacer suyas estas importantes transformaciones, dando con-


tenido concreto en la práctica a las medidas de reforma que se pretenden. Para
ello es fundamental el comportamiento ético de los funcionarios. Es fundamen-
tal la Ética pública. La Ética pública es necesaria para reforzar las condiciones
de credibilidad en la propia Administración Pública y en sus agentes, algo sus-
tancial a la transparencia administrativa que ahora analizamos. Es más, me atre-
vería a decir que las consideraciones éticas en la función pública tienen una
importancia creciente pues no se puede olvidar que el oficio público supone
una tarea de servicio a los demás.
La Ética pública, en una primera aproximación, estudia el comportamiento
de los funcionarios en orden a la finalidad del servicio público que le es inhe-
rente. Es la ciencia que trata de la moralidad de los actos humanos en cuanto
realizados por funcionarios públicos.
La Ética pública es, como la Ética en sí misma, una ciencia práctica. Es
ciencia porque el estudio de la Ética para la Administración Pública incluye
principios generales y universales sobre la moralidad de los actos humanos
realizados por el funcionario público o del gestor público. Y es práctica porque
se ocupa fundamentalmente de la conducta libre del hombre que desempeña
una función pública, proporcionándole las normas y criterios necesarios para
actuar bien.
La idea de servicio a la colectividad, a la sociedad en definitiva, es el eje
central de la Ética pública, como lo es la conservación y promoción del bien
común. Esta idea de servicio al público, a los habitantes, es el fundamento
constitucional de la Administración y debe conectarse con una Administración
Pública que presta servicios de calidad y que promueve el ejercicio de los dere-
chos fundamentales de los ciudadanos. Una Administración que se mueva en
esta doble perspectiva, debe ser una Administración compuesta por personas
convencidas de que la calidad de los servicios que se ofertan tiene mucho que
ver con el trabajo bien terminado y de que es necesario satisfacer los intereses
legítimos de los ciudadanos en los múltiples expedientes que hay que resolver.
Contribuir a la Administración Pública moderna que demanda el Estado Social
y democrático significa, en última instancia, asumir el protagonismo de sentirse
responsables, en función de la posición que se ocupe en el engranaje adminis-
trativo, de sacar adelante los intereses colectivos.
En un Estado Social y Democrático de Derecho, la Administración Pública
ya no es dueña del interés público sino que está llamada a articular una adecua-
da intercomunicación con los agentes sociales para definir las políticas públi-
cas. Desde esta perspectiva puede entenderse mejor la función promocional de
los poderes públicos, cuya misión es crear un ambiente en el que los ciudadanos
puedan ejercer sus derechos fundamentales y colaborar con la propia Adminis-
tración en la gestión de los intereses públicos. En este contexto, pienso que es-
taremos más cerca de un aparato público que oferte servicios de calidad y que
promocione los derechos fundamentales de los ciudadanos.

28
introducción: ética y ética pública

La Ética pública, como bien sabemos, se mueve en la frontera entre la Ley


y el Derecho. La Ética hace referencia a valores objetivos que trascienden a la
persona y que hacen referencia al comportamiento de los individuos. Es más,
la Ética supone la existencia de unos valores que van más allá del Derecho y
que, a la vez, le sirven de base o de presupuesto, pues sin ética no hay justicia
y sin justicia no hay Derecho. Ahora bien, a los funcionarios y a los ciudada-
nos les conviene que estén tipificadas las faltas de servicio y que se distingan
de las faltas personales porque, no todo en la función pública puede reducirse
a derechos. Por eso es importante delimitar los ámbitos respectivos del Dere-
cho y de la Ética, aunque, eso sí, no pueden ser compartimentos estancos. Pero
es también necesario recordar que en el mundo del Derecho existen toda una
serie de principios entre los que los derechos fundamentales no son los menos
importantes, que han permitido, o deben permitir, que el Ordenamiento jurídi-
co discurra siempre por una senda de profundo respeto al hombre. Por ejem-
plo, el derecho, y principio, de la buena administración tiene hoy tal centrali-
dad que bien puede decirse que su conculcación o lesión tiene verdaderos
efectos jurídicos.

El Derecho es insuficiente para cubrir toda la actuación del funcionario y


para remediar los perjuicios de lo que no es conforme a los cánones del buen
gobierno, sobre todo en un contexto de creciente complejidad en el que la efi-
cacia debe estar integrada en la legalidad y en los valores del servicio público.
De ahí la cada vez más evidente necesidad de una ética pública que se configu-
re como una «ética de máximos», fundada en principios o declaraciones univer-
sales que deben servir de guía para la reflexión, la comprensión moral y la ac-
tuación pública, en contraposición a una «ética de mínimos» basada en la mera
formulación negativa de lo que no se puede hacer.

Los principios éticos para la acción administrativa no deben ser contempla-


dos como restricciones para la actividad pública. Más bien deben ser interpre-
tados como garantías para una mejor gestión pública y como una oportunidad
importante para que los ciudadanos sean más conscientes de que la Administra-
ción es una función de servicio y que únicamente busca la satisfacción de los
intereses colectivos.

En este sentido, los principios de Ética pública deben ser positivos y capaces
de atraer al servicio público a personas con vocación para gestionar lo del co-
mún, lo de todos. Han sido muchos los estudiosos que han tratado de sintetizar
los principios esenciales de la Ética pública. El repertorio que a continuación
reproduzco es uno más de estas listas (en este caso un decálogo), cuyos princi-
pios pertenecen al sentido común y traen su causa de las exigencias del servicio
público.

En primer lugar, los procesos selectivos para el ingreso en la función públi-


ca deben estar anclados en el principio del mérito y la capacidad. Y no solo el
ingreso sino la carrera administrativa.

29
la dimensión ética de la función pública

En segundo lugar, la formación continuada que se debe proporcionar a los


funcionarios públicos ha de ir dirigida, entre otras cosas, a transmitir la idea de
que el trabajo al servicio del sector público debe realizarse con perfección. So-
bre todo porque se trata de labores realizadas en beneficio de «otros».
En tercer lugar, la llamada gestión de personal y las relaciones humanas en
la Administración Pública deben estar presididas por el buen tono y una educa-
ción esmerada. El clima y el ambiente laboral han de ser positivos y los funcio-
narios deben esforzarse por vivir cotidianamente ese espíritu de servicio a la
colectividad que justifica la propia existencia de la Administración Pública.
En cuarto lugar, la actitud de servicio y de interés hacia lo colectivo debe ser
el elemento más importante de esta cultura administrativa. La mentalidad y el
talante de servicio, en mi opinión, se encuentran en la raíz de todas las conside-
raciones sobre la Ética pública y explica, por sí mismo, la importancia del tra-
bajo administrativo.
En quinto lugar, debe destacarse que constituye un importante valor deonto-
lógico potenciar el sano orgullo que provoca la identificación del funcionario
con los fines del organismo público en el que trabaja. Se trata de la lealtad ins-
titucional, que constituye un elemento capital y una obligación central de una
gestión pública que aspira al mantenimiento de comportamientos éticos.
En sexto lugar, conviene señalar que la formación en Ética pública debe ser
un ingrediente imprescindible en los Planes de Formación para funcionarios
públicos. Además, deben buscarse fórmulas educativas que hagan posible que
esta disciplina se imparta en los programas docentes previos al acceso a la fun-
ción pública. Y, por supuesto, debe estar presente en la formación continua del
funcionario. En la enseñanza de la Ética pública debe tenerse presente que los
conocimientos teóricos de nada sirven si no calan en la praxis del empleado
público. Por eso, Mark Lilla escribió no hace mucho tiempo que la vida moral
del funcionario es mucho más que enfrentarse con supuestos delicados, se trata
de adquirir un conjunto de hábitos operativos que le caractericen como un au-
téntico servidor público, como un gestor de intereses colectivos que busca su
instauración en la sociedad.
En séptimo lugar, conviene resaltar que el comportamiento ético debe llevar
al funcionario público a la búsqueda de las fórmulas más eficientes y económi-
cas para llevar a cabo su tarea.
En octavo lugar, la actuación pública debe estar guiada por los principios de
igualdad y no discriminación. Además, la actuación conforme al interés general
debe ser lo «normal» sin que sea moral recibir retribuciones distintas, salvo caso
de compatibilidad, a la oficial que se reciben en el organismo en que se trabaja.
En noveno lugar, el funcionario debe actuar siempre como servidor público
y no debe transmitir información privilegiada o confidencial. El funcionario,
como cualquier otro profesional, debe guardar el silencio de oficio.

30
introducción: ética y ética pública

En décimo y último lugar, el interés general en el Estado social y democrá-


tico de Derecho se encuentra en facilitar a los ciudadanos un conjunto de con-
diciones que haga posible su perfeccionamiento integral y les permitan un ejer-
cicio efectivo de todos sus derechos fundamentales. Por tanto, los funcionarios
deben ser conscientes de esa función promocional de los poderes públicos y
actuar en consecuencia.
En cualquier caso, y a pesar del decálogo de valores éticos que he enumera-
do, la formulación que debemos dar en estos tiempos a la Ética no puede con-
sistir tan solo en enunciar valores deseables o atribuirles características ideales
a los profesionales (bien sean estos directivos o no). Se trata de ser capaz de
situar la dimensión ética de manera práctica y efectiva, en los procesos de fija-
ción de metas y objetivos, y desde allí impregnar toda la cultura de la organización
para que sea compartida por todos los miembros de la misma y sirva de punto
de referencia obligado para llevar adelante la gestión cotidiana.
Las Administraciones Públicas deben fomentar modelos de conducta que in-
tegren los valores éticos del servicio público en la actuación profesional y en las
relaciones de los empleados públicos con los ciudadanos, contemplando una
serie de valores éticos que han de guiar la actuación profesional de los emplea-
dos públicos: voluntad de servicio al ciudadano, eficaz utilización de los medios
públicos, ejercicio indelegable de la responsabilidad, lealtad a la organización,
búsqueda de la objetividad e imparcialidad administrativa, perfeccionamiento
técnico y profesional, etc.
La enseñanza de la Ética hace referencia a un conjunto de conocimientos
que deben convertirse en un hábito para el funcionario. No se trata de transmitir
solo ideas tan interesantes como la lealtad institucional, el principio de igual-
dad, la transparencia, el uso racional de los recursos, la promoción de los dere-
chos fundamentales de los ciudadanos, etc. Es imprescindible que la actividad
del funcionario esté presidida por un conjunto de valores humanos que están
inseparablemente unidos a la idea del servicio y que, indudablemente, facilitan
la sensibilidad ante lo público. Me refiero a cualidades tan importantes como la
laboriosidad, la solidaridad, la magnanimidad o la modestia entre otras.
Pienso que si a alguien se le puede exigir un plus especial de calidad huma-
na es a los funcionarios y responsables públicos. Por una parte, porque gozan
de una serie de potestades de las que no disponen los gobernantes y directivos
en el sector privado y, por otra, porque la gestión de intereses generales es una
de las actividades más trascendentales del horizonte profesional.
Realmente, el nivel de ejemplaridad y de altura ética que se exige al funcio-
nario hace necesario que permanentemente las Escuelas de Administración Pú-
blica presten atención en sus programas docentes a estos temas. Junto a ello,
que es muy conveniente, el propio funcionario debe hacer autocrítica sobre los
motivos que le llevan a la actuación administrativa habitualmente. De esta ma-
nera, es más fácil tener presente los criterios éticos para la acción pública y así
irá creciendo la sensibilidad colectiva de los empleados públicos.

31
la dimensión ética de la función pública

Son en definitiva los propios empleados públicos los que deben asumir
como propios los principios éticos, y aplicarlos a su actuación profesional y a
sus relaciones con los ciudadanos. Ello sin duda modificaría la imagen peyora-
tiva de la Administración y ayudaría a su revitalización moral. En resumen,
contribuiría decididamente a recuperar la tan difuminada idea de servicio públi-
co tanto en el ámbito privado como en el público.
La Administración Pública es, como bien sabemos, una organización com-
puesta de personas que gestionan intereses públicos. Así, el artículo 103 de
nuestra Constitución dispone con toda solemnidad que «la Administración Pú-
blica sirve con objetividad los intereses generales y actúa de acuerdo con los
principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordi-
nación con sometimiento pleno a la Ley y el Derecho». Por tanto, los funciona-
rios públicos realizan fundamentalmente una tarea de servicio público, llevan a
cabo trabajos orientados a la satisfacción de las necesidades sociales. De ahí
que, en la función pública, las consideraciones éticas o deontológicas constitu-
yen algo connatural en la medida en que la Administración Pública es, funda-
mentalmente, una forma de servicio a la sociedad.
Efectivamente, la Ética aplicada a la función pública tiene su eje central en
la idea de servicio. Esta idea, que es central, interesa subrayarla desde el prin-
cipio, pues explica el contenido mismo de los planes de estudio de Ética para
funcionarios públicos. Ética, pues, como ciencia de la actuación de los funcio-
narios orientados al servicio público, al servicio de los ciudadanos, al compro-
miso con el bienestar general del pueblo, con el interés general. En una palabra,
la Ética de la función pública es la ciencia del servicio público en orden a la
consecución del bien común, del bien de todos haciendo, o facilitando, el bien
de cada uno de los miembros de la sociedad.
La sociedad, como es lógico, contempla la actividad administrativa con espe-
ranza porque es consciente de la envergadura y calado del servicio objetivo al in-
terés general. Además, como consecuencia del Estado social y democrático de
Derecho, los ciudadanos exigen servicios públicos cada vez de mayor calidad. Los
ciudadanos, en otras palabras, son conscientes de lo importante que es que «su»
Administración Pública funcione bien y de verdad. Por ello, esperan una mayor
dosis de «exigencia ética» del funcionariado público que del trabajador del sector
privado. Y no solo de los altos cargos de la Administración pública, que son quie-
nes toman las decisiones, sino de todos los funcionarios, pues todos son imprescin-
dibles para sacar adelante los intereses colectivos y todos tienen la obligación de
crecer en el compromiso de servicio a la colectividad en la que viven14. Es impor-
tante no perder de vista que la Administración Pública, en democracia, es de los
ciudadanos y, por tanto, trabajar en las instituciones presupone disponibilidad para
ocuparse y solucionar los problemas reales que afectan al interés general, al interés
de todos y cada uno de los ciudadanos en cuanto miembros de la comunidad.

14
  Vid. O. Glenn Stahl, Public Personnel Administration, New York, 1983, Capítulo XXI.

32
introducción: ética y ética pública

Los ciudadanos esperan de los funcionarios lealtad institucional, eficacia,


sensibilidad ante los derechos fundamentales y tantos otros valores que tradu-
cen la noción de servicio. Por eso, cuando sale a la luz pública algún ejemplo
menos positivo, la conmoción social es mayor que cuando los medios de comu-
nicación relatan algún escándalo en el que se ve involucrado algún personaje
del sector privado. Ciertamente, casos de corrupción siempre los ha habido y,
desgraciadamente, siempre los habrá. De lo que se trata es de que la conciencia
ética de la función pública, y de cada uno de sus componentes, sea cada vez más
exigente y que poco a poco, pero sin pasos atrás, vayan quedando aislados los
desgraciados modelos de conducta que, por ósmosis, han entrado en ciertos
ambientes de la Administración. Me refiero, por ejemplo, a la insistencia en la
cultura del éxito fácil en poco tiempo, al poder de la «posesión» de toda clase
de bienes materiales, a la exaltación del fin sin tener en cuenta la moralidad de
los medios. Se trata de que los empleados públicos aspiren a la mejora también
en la calidad del servicio a la sociedad. Se trata de que los servidores públicos
puedan facilitar el ejercicio de los derechos fundamentales de todos los ciuda-
danos; se trata, en resumen, de promover un elevado nivel de sensibilidad hu-
mana y social en los funcionarios que les lleve a trabajar rectamente y con
profesionalidad. Es decir, al funcionario tienen que «dolerle» las carencias y
necesidades colectivas de los ciudadanos, lo que le moverá a la rectitud ética en
su trabajo de todos los días15 y a la aspiración de solucionar los problemas so-
ciales a los que se debe enfrentar ordinariamente.
Es un lugar común afirmar que las conductas antiéticas en el servicio públi-
co responden ordinariamente y con carácter general al nombre de corrupción,
entendida esta como la desnaturalización del poder público que se opera, en
lugar de al servicio de los demás, en provecho propio, de grupo o de facción.
Sin embargo, pienso que la «corrupción» más grave que acecha a la Adminis-
tración es el ambiente de incompetencia o mediocridad de quien no es cons-
ciente del elevado valor que tiene el servicio público, cualquiera que sea el
puesto que se ocupe en la maquinaria administrativa16.
Ciertamente, el ámbito de la Ética en el mundo de la función pública, redu-
cido a aspectos puramente negativos, se circunscribe sobre todo, aunque no
exclusivamente, a las potestades discrecionales que ejercen los altos funciona-
rios en la gestión y dirección de los organismos públicos17. En especial, me re-

15
  Vid. A. Rejoinder, «Heroes in the public service», Administration and Society, vol. núm. 23,
pp. 194 y ss.
16
 Cfr. W. J. Siffin, «A political perspective on bureaucratic corruption», en Dinamics of Develo-
pment: An International Perspective, tomo I, Delhi, 1978, p. 505. Además, vid. La comunicación de A.
Mattio de Mascias, Ética y valores: el Estado y la ciudadanía en la lucha contra la corrupción, al
congreso del CLAD celebrado en República Dominicana en noviembre del 2000.
17
  Así, el profesor John A. Rhor afirma que «a través de la discrecionalidad administrativa, los
burócratas participan en el proceso de gobierno de nuestra sociedad; pero en una sociedad democrática,
gobernar sin tener responsabilidades ante el electorado plantea para los burócratas una seria cuestión
ética», en Ethics for Bureaucrats: An Essay on Law and Values, New York, 1978, p. 15.

33
la dimensión ética de la función pública

fiero a la toma de decisiones y al uso de información confidencial, puesto que


su manejo de forma inapropiada implica la conculcación de los elementos de
los principios de la Ética pública. Porque, no lo olvidemos, el fin de la Ética
pública es la actuación del servidor público al servicio del bien común y, por
tanto, la conducta imparcial, objetiva e íntegra de los funcionarios en la gestión
de los asuntos públicos.
Hace algún tiempo, 1993, utilicé en mi libro Principios de Ética Pública
unas interesantes palabras pronunciadas por un conocido fiscal español a
quien tuve la fortuna de conocer durante mi estancia en Canarias mientras
tuve el honor de explicar Derecho Administrativo en la Universidad de La
Laguna y al que hoy recuerdo como un hombre ejemplar en su compromiso
con la dignidad de la persona tras su brutal asesinato por la banda terrorista
ETA. Entre otras cosas, el fiscal Portero destacaba las dificultades de con-
trol de la corrupción, ya sea en forma de tráfico de influencias, de fraudes o
de estafas. No hace mucho tiempo, el expresidente checoslovaco Vaclar Ha-
vel pronunció una conferencia, al recibir el Premio Sonning, sobre las tenta-
ciones de la vida pública y la exigencia moral que debe tener quien ocupe
cargos públicos18. Si nos remontamos más años atrás, a 1982, podremos com-
probar algunos hechos especialmente significativos en esta materia. Durante
este año, puede recordarse cómo en la campaña anticorrupción del general
Ríos Montt, en Guatemala, se insistió en que todos los funcionarios se com-
prometieran formalmente a ser honestos, o bien, por el contrario, que dimitie-
ran. Ese mismo año, por ejemplo, China condenó a tres mil setecientos fun-
cionarios por malversación, corrupción o contrabando19 y en los primeros
años de la década de los setenta del siglo pasado, todavía se recordaba el es-
cándalo del «Watergate»20.
La historia nos enseña que, si bien han sido numerosos los casos de corrup-
ción o de falta de ética en la actuación de los funcionarios y cargos públicos, la
realidad acredita que estos sucesos son, en términos absolutos, más bien excep-
cionales. Sin embargo, esa otra vertiente de la Ética pública que se refiere al
sentido de trabajo bien hecho, a la labor eficaz y eficiente que siempre piensa
en los ciudadanos y en una más económica utilización de los recursos, estoy
convencido que debe ser convenientemente subrayada. Como también debe
destacarse la necesidad de construir ambientes laborales en las dependencias
públicas, de sensibilidad humana, de creciente humanización de la realidad.
Como es sabido, desde el principio de las civilizaciones se ha juzgado nece-
sario establecer códigos de buena conducta referidos a los funcionarios públi-
cos. En muchos casos, la exigencia «moral» de la actuación del servidor públi-

18
  Vid. algunos párrafos de la traducción del discurso en Blanco y Negro, 23 de junio de 1991.
19
  Cfr. G.E. Caiden – N.J. Caiden, Administrative Corruption, Tel Aviv, 1983.
20
  Vid. el informe «Watergate: Its implications for Responsible Government», Washington, marzo
de 1974, preparado por una comisión de la National Academy of Public Administration a petición del
Senado sobre las actividades de la campaña presidencial.

34
introducción: ética y ética pública

co debería superar con creces la conducta de los agentes de la vida económica


privada. Así, se puede recordar, entre otros, el Código Hammurabi, la ley de
Moisés, la ley Atenea, la ley Romana, o los principios chinos sobre conducta
pública basados en las enseñanzas de Confucio. En todas esas normas llama
poderosamente la atención la sorprendente coincidencia en su contenido, lo
cual viene a confirmar la objetividad de la configuración ética del trabajo al
servicio de la Administración Pública, y la existencia de unos principios uni-
versales comunes que siempre han acompañado a la actividad de los funciona-
rios públicos21.
La década de los setenta del siglo pasado es, quizás, el momento en que
puede cifrarse la preocupación por la Ética en el desarrollo del estudio y de la
práctica de la Administración Pública. Como han señalado Kernaghan y Dwi-
vedi, el interés por la conducta ética de los funcionarios no fue solo el resultado
de una preocupación académica, sino una manifestación de sensibilidad de los
gobiernos hacia aspectos de Ética para la Administración Pública. Durante
los ochenta del siglo pasado, la cuestión fue in crescendo y en estos años de
crisis general en el mundo occidental, el olvido y lesión de los más elementales
principios de la Ética es lo que explica el conjunto de arbitrariedades perpetra-
das por tantos dirigentes del mundo financiero y también del mundo de la fun-
ción pública.
En efecto, en los años setenta del siglo pasado, la publicidad en la que se
vieron envueltas conductas inmorales de altos funcionarios norteamericanos
junto a la revelación de violaciones éticas cometidas por funcionarios de todo
el mundo, motivó en los ciudadanos una legítima preocupación por la calidad
ética de los servidores públicos22. A partir de entonces se comienza a trabajar
seriamente en estos temas, surgen publicaciones de académicos, así como estu-
dios e informes gubernamentales. En esos años se aprueban en algunos países
normas sobre distintos aspectos de la Ética para funcionarios23 que influirán
notablemente en los códigos que con posterioridad se fueron aprobando en la
mayor parte del mundo.
El ambiente moral y el eclipse de la conciencia ética de la persona es el
contexto en el que hay que explicar la Ética pública. Por eso, no es exagerado
esperar también de los funcionarios públicos alguna contribución a ese rearme
moral que necesita nuestra sociedad. Pero para ello es necesario apelar al senti-
do de responsabilidad que debe residir en el ánimo de todos y cada uno de los

21
  Vid. Sobre la codificación ética en la Administración Pública, M. Feria, Aplicabilidad de las
normas éticas en la Administración Pública gallega, Santiago de Compostela, 1999, pp. 211 y ss.
22
  Es entonces en 1975 y, como reacción, cuando surge el grupo de trabajo sobre Ética en la Ad-
ministración Pública en el seno de la «Association of Schools and Institutes of Administration».
23
  En EEUU, como señalan los profesores Kernaghan y Dwivedi, durante 1984 se habían aproba-
do Leyes de Ética en más de 40 Estados. Sobre el particular, R.G. Terapak, «Administering Ethics
Laws: The Ohio experience», en National Civic Review, febrero de 1979, pp. 82-84; o M.G. Cooper,
«Administering Ethics Laws: The Alabama experience», Ibid. pp. 77-81.

35
la dimensión ética de la función pública

servidores públicos. De ellos se espera ejemplaridad y entrega a los intereses


generales. Es el precio del trabajo al servicio de los intereses colectivos.
Hoy nos encontramos en una sociedad que «exalta» la cultura del éxito, que
«alaba» los aspectos mercantiles y que predica un individualismo feroz para el
que la Ética o la Moral no son más que el camino que lleva a la finalidad desea-
da. En la vida pública, desgraciadamente, ya no es excepcional el tráfico de
influencias, la venta de información confidencial, la discriminación por razones
ideológicas o algunos supuestos de sobornos o nepotismos. En realidad, estas
conductas traducen la idea de utilizar los cargos en beneficio propio como con-
secuencia del ambiente mercantilista en boga. Por eso, no nos debe llamar la
atención, desde esta perspectiva, que las potestades discrecionales se ejerzan no
pocas en clave patrimonial y de beneficio personal en lugar de aspirar al servi-
cio solidario de los intereses colectivos. Lo que sí debe afirmarse, a partir de lo
que nos sugiere la Ética pública, es la promoción de la lealtad institucional, el
uso racional y económico de los recursos públicos, la búsqueda de criterios de
imparcialidad y objetividad en la actuación administrativa, el efectivo estable-
cimiento de los criterios de mérito y capacidad como requisitos para acceder a
la función pública, la denuncia de la corrupción, la búsqueda constante de los
intereses generales, la promoción de los derechos fundamentales de los ciuda-
danos, el orgullo del servicio público, el deseo de mejorar la propia formación
profesional, y, en fin, la ilusión por asumir el papel de auténticos representantes
del interés general. Estos son, a muy grandes rasgos, algunos de los principios
que configuran el meollo de la Ética pública. Criterios que surgen todos de la
idea de servicio: verdadero eje de toda la actuación administrativa.
Ciertamente, si observamos la literatura reciente sobre la Ética pública, lla-
ma la atención la cantidad de libros y artículos publicados. En todos, sin excep-
ción, se plantea el gran problema de la Ética: la existencia de una serie de
principios o valores que caracterizan el nacimiento y la entera existencia de la
Administración Pública y que se resumen señalando que el funcionario, como
regla general, debe tener claro que su trabajo debe estar presidido por la noción
del servicio objetivo al interés general, de que trabaja para solucionar proble-
mas comunitarios de la ciudadanía desde una perspectiva de racional e íntegra.
Entonces, es lógico, o mejor exigible, que el gerente público esté acostumbrado
a rendir cuentas, o responder de sus decisiones, a motivar sus actos y, en gene-
ral, a implicarse decididamente en la mejora de las condiciones de vida de los
ciudadanos. Para ello, me parece que los servidores públicos hemos de ser ca-
paces de «ver» personas y problemas colectivos de personas en los expedientes,
expedientes que deben resolverse siempre con equidad y justicia. ¿Es compren-
sible, pues, que sea necesario que los expedientes se muevan en función del
interés que puedan tener determinadas personas? ¿Es comprensible que las ofi-
cinas y dependencias administrativas sean ambiente propicio para la compra y
venta de favores? ¿Es comprensible que el trabajo real de los funcionarios de-
penda del «estado de ánimo» de los jefes o de la consideración personal del
jefe? Se dirá, y se dice, y se me ha dicho en coloquios y conferencias, que la

36
introducción: ética y ética pública

Ética no supone exigir heroicidades. Desde luego. Lo que pasa, probablemente,


es que es necesario que la ciudadanía sepa lo que puede esperar de los funcio-
narios. Y, me parece, no está de más recordar que para la ciudadanía los que
estamos en la Administración Pública, estamos para contribuir al mejoramiento
de la calidad de vida de las personas.
En diciembre de 2000 se aprobó la nueva Carta de Derechos Fundamentales
de la Unión Europea que consta de 54 artículos en los que se recogen los prin-
cipios básicos de la ciudadanía europea. Por eso, no está de más recordar los
seis valores fundamentales: dignidad de la persona, libertad, igualdad, solidari-
dad, ciudadanía y justicia. Y, tampoco está de más, recordar ese nuevo derecho
que tanto tiene que ver con la Ética como es el derecho fundamental a una
buena Administración Pública. Es correlato, de la afirmación relativa a que la
Administración Pública, y sus agentes, gestionan intereses ajenos. Y esa ges-
tión debe hacerse bien, no solo técnicamente, también, y sobre todo, moralmen-
te. En concreto, el artículo 41 de la Carta señala que toda persona tiene derecho
a que las instituciones y órganos de la Unión traten sus asuntos imparcial y
equitativamente y dentro de un plazo razonable. Este derecho incluye en parti-
cular el derecho de toda persona a ser oída antes de que se tome en su contra
una medida individual que le afecte desfavorablemente (...). Toda persona po-
drá dirigirse a las instituciones de la Unión en una de las lenguas oficiales de
estas y recibir una contestación en esa misma lengua».

37
CAPÍTULO II
GOBIERNO Y ADMINISTRACIÓN ÉTICA

El gobierno ético es una modalidad de acción pública que se centra en la


toma de decisiones en orden a la mejora de las condiciones de vida de las per-
sonas. Es decir, en orden a la promoción y facilitación de los derechos funda-
mentales de los ciudadanos. En esto consiste, como ahora veremos con cierto
detalle, el sentido que tiene el interés general en el Estado social y democrático
de Derecho.
Un gobierno ético es un gobierno que toma decisiones en función de las
personas, de sus necesidades colectivas, en función del interés general. Interés
general y derechos fundamentales de los ciudadanos son los dos parámetros
que deben orientar la acción de un gobierno, sea de la ideología que sea, que
pretenda actuar con rectitud ética. Es más, los derechos fundamentales son el
núcleo indisponible del interés general. El interés general en el Estado social y
democrático de Derecho forma parte de la esencia, de la naturaleza, del alma
del interés general. Si las políticas públicas no se ordenan al interés general y
este no se orienta a la promoción de los derechos fundamentales de la persona,
estaríamos en presencia de políticas públicas, de acción de gobierno que lesiona
gravemente los postulados de la Ética, de la Ética pública.
El tema del interés general es, desde luego, una cuestión crucial de la Ética
pública, y también, cómo no, del Derecho Administrativo, así como de la cien-
cia de la Administración Pública. En la medida en que la acción de gobierno se
dirige hacia asuntos supraindividuales, colectivos, comunitarios, o públicos,
estamos trabajando en el campo, de alguna manera, de los intereses generales.
Concepto que, en mi opinión, es más amplio que los anteriormente citados por
cuanto se refiere al interés social, al interés de todos y cada uno de los ciudada-
nos como miembros de la comunidad, al bien de todos cuantos integran el pue-
blo español al que se refiere el preámbulo de la Constitución española de 1978.
En cualquier caso, como veremos, doctrina y jurisprudencia no siempre distin-
guen, por ejemplo, interés público e interés general, lo que en ocasiones condu-
ce a confusiones que afectan al corazón y al alma de lo que es el Derecho Ad-
ministrativo en el Estado social y democrático de Derecho. En Brasil, por

39
la dimensión ética de la función pública

ejemplo, la mejor doctrina ha podido diferenciar juiciosamente la diferencia


entre interés público primario (Bandeira de Mello), que sería el interés gene-
ral a que acabo de aludir, e intereses públicos secundarios, entre los que pode-
mos encontrar los intereses de colectivos determinados, de instituciones públi-
cas o, también, aunque en menor medida, de los agentes públicos.
El propio Consejo de Estado de Francia, la casa madre del Derecho Admi-
nistrativo continental europeo, dedicó el rapport del año de 1999 precisamente
a reflexionar acerca del concepto del interés general. Un concepto, como reco-
noce el Conseil d’État, que doscientos años después sigue ocupando un lugar
central en el pensamiento jurídico francés, especialmente en el Derecho Públi-
co. Es más, para el Consejo de Estado galo, el interés general es la finalidad
última de la acción pública. Lo que significa, ni más ni menos, que el sentido la
esencia de la acción del Estado está enraizada indisolublemente con este místi-
co y complejo concepto que siempre está en la base y en la finalidad del entero
quehacer del Estado y de la Administración Pública.
El bicentenario del Consejo de Estado francés, no por casualidad, sirvió a la
alta institución gala para preguntarse acerca de la actualidad de un concepto
que sigue utilizándose en todos los Ordenamientos jurídico-administrativos del
mundo y que debe ser replanteado a la luz del nuevo Derecho Administrativo
de este tiempo, especialmente como consecuencia de su inserción en el marco
del Estado social y democrático de Derecho, especialmente en este momento de
declive y crisis del esquema estático del Estado del bienestar. Probablemente,
el sentido y la funcionalidad del interés general, tal y como se alumbró en
el ambiente revolucionario de 1789, hoy estén superados. En cualquier caso, el
intento de Conseil d’État por mantener, a partir de una razonable línea evoluti-
va, la centralidad del interés general en el moderno Derecho Administrativo
demuestra los reflejos de un conjunto de grandes juristas que son conscientes
de la trascendencia de la cuestión. Especialmente, en un momento de la historia
de la Humanidad en el que el Derecho Administrativo, el Derecho Público en
general, está siendo atacado desde el poder político para convertirlo en la «jus-
tificación» de la arbitrariedad y el arbitrismo, y desde el poder financiero, para
evitar que el Derecho detenga la fuerza de un mercado dirigido únicamente por
su lógica interna: el lucro, por todo beneficio obtenido sin contraprestación.
El interés general, señala el Conseil d’État en la introducción del rapport
de 1999, es la piedra angular de la acción pública y admite, fundamentalmente,
dos aproximaciones distintas. La versión utilitaria, del Estado liberal, y la ver-
sión republicana, surgida de la Revolución francesa. En el primer caso, el
interés general se concibe como el interés común en el sentido de suma de los
intereses individuales y surge espontáneamente del juego de los agentes eco-
nómicos. El Estado, en este supuesto, no es más que un árbitro que debe poner
orden en un entramado de iniciativas e intereses de signo particular como si un
interés superior, común a los ciudadanos, al margen de la lógica del do ut des
fuese imposible de concebir. En esta perspectiva, el interés general no es más

40
gobierno y administración ética

que la necesaria articulación de las medidas regulatorias dirigidas a paliar o


corregir los fallos del mercado, que se erige en la referencia y paradigma del
sistema social.
En el caso del interés general de filiación francesa, de esencia voluntarista, su
alumbramiento no deriva, dice el Consejo de Estado galo, de una determinada
conjunción y alianza de intereses económicos incapaces de fundar establemente
la vida social. El interés como expresión de esa voluntad general, que ya muy
pronto Duguit se encargaría de desmitificar puesto que lo que existe en la reali-
dad son intereses generales concretos aunque partan de un aspecto amplio que
conecta con los grandes principio y parámetros del Estado social y democrático
de Derecho. Desde esta perspectiva, el interés general es la expresión de la volun-
tad general, que confiere al Estado la suprema tarea de atender el bien de todos y
cada uno de los ciudadanos como miembros del cuerpo social. Bien de todos y
cada uno de los ciudadanos que se refiere a aspectos tan materiales y concretos
como la educación, la sanidad, la seguridad. Desde una perspectiva equilibrada
de lo que es la regulación económica, el interés general no es la última ratio para
que el mercado camine adecuadamente. No tiene una connotación negativa. Es,
como señala Larrañaga en un interesante estudio sobre interés general y regula-
ción económica, una noción sólida e incluyente que sobrepasa esa aproximación
negativa y reactiva del interés general ante los fallos del mercado. Entendido
positivamente, como base y fundamento de la actividad regulatoria, nos permite
comprender mejor que a su través se puede fomentar el desarrollo económico de
forma complementaria con la protección de los derechos de los ciudadanos.
El problema de la visión utilitaria del interés general reside en que no resuel-
ve los agudos desafíos de la sociedad moderna. Es más, a juicio de no pocos
analistas y académicos, precisamente esta dimensión individualista del espacio
general está detrás de la profunda crisis económica y financiera que asola el
mundo en este tiempo. Por otra parte, la identificación del interés general con
la voluntad general es una operación intelectual tan perfecta como imposible de
practicar. Duguit ya lo advirtió brillantemente en su libro Las transformacio-
nes del Derecho Público puesto que en realidad la voluntad general no existe
pues, como el sarcásticamente reconoce, es la suma de las voluntades de los
parlamentarios el precipitado de la ley. En efecto, la ley como expresión de la
voluntad general es un mito. Otra cosa, desde un punto de vista voluntarista, es
el entendimiento del interés general como la expresión del interés de la socie-
dad, de todos y cada uno de sus componentes.
El debate acerca del interés general, con una perspectiva utilitaria y otra
voluntarista, es trasunto también de la diferente forma de entender la libertad.
En el mundo anglosajón, la libertad es más individual. En la tradición greco-
latina, en la matriz romano-germánica prevalece una idea más solidaria de la
libertad. Ambas dimensiones fundan Ordenamientos jurídicos con valores y
elementos distintos. Por lo que se refiere al Derecho Administrativo, el sistema
del rule of law o el sistema del droit administratif, dan lugar, como bien sabe-

41
la dimensión ética de la función pública

mos, a diferentes aproximaciones que están presentes en todas y cada una de las
categorías, instituciones y conceptos que componen esta rama del Derecho Pú-
blico que se llama Derecho Administrativo.
El propio Consejo de Estado, en la introducción de su citado rapport de
1999 reconoce que ambas concepciones del interés general están en la base de
dos distintas concepciones de la democracia: individualista o voluntarista. Para
la primera, el espacio público se erige en la garantía de la coexistencia y convi-
vencia de diferentes intereses que representan las varias dimensiones presentes
en la vida social. Para la segunda, vinculada según el Consejo de Estado a la
tradición republicana francesa, el espacio público es el ámbito idóneo para tras-
cender los puros intereses particulares y situarse en el ejercicio de la suprema
libertad de conformar y construir una verdadera sociedad política en su más
noble expresión. En este sentido, el Conseil d’État se confiesa partidario de
entender el interés general más allá del arbitraje entre diferentes, y a veces con-
trapuestos, intereses particulares, inscribiéndose en la tradición voluntarista del
interés general. Probablemente, entre la concepción individualista y la volunta-
rista, sea posible encontrar una tercera vía, con sustantividad propia, con carac-
terísticas propias, que explique el interés general desde los valores del Estado
social y democrático de Derecho proyectados en la realidad concreta, en la co-
tidianeidad. Es decir, una visión del interés general que, sin huir de los funda-
mentos, sea recognoscible por los ciudadanos como expresión y compromiso
de la mejora permanente de las condiciones de vida de las personas.
El principio de supremacía del interés general sobre el interés particular ha
sido censurado en algunas ocasiones recurriendo al peligro que se cierne si tal
supremacía no se concreta adecuadamente, sino se apoya en el Ordenamiento
jurídico, si simplemente se usa, con ocasión y sin ella, para la dominación
política y social. Algo que lamentablemente, en Europa también, ha aconteci-
do en el pasado. Sin embargo, si el interés general se argumenta conveniente-
mente y se ampara en el Ordenamiento jurídico, ningún problema tendría que
existir en orden a afirmar la superioridad moral del interés general así consi-
derado sobre el o los intereses individuales. Esta pretendida supremacía en
manera alguna contraría, como reconoce la profesora Cassía Costadello,
que ambos intereses público o general, y particular, no puedan entenderse
complementariamente, incluso armónicamente. Cuándo así acontece pode-
mos afirmar que el interés general es más legítimo pues es capaz de abrazar
de forma abierta, dinámica y compatible los intereses particulares o indivi-
duales que, de esta forma, alcanzan su plena realización en un Estado social
y democrático de Derecho.
En una situación como la actual, de profunda desafección de la ciudadanía
en relación con los asuntos públicos, la revalorización del interés general, en-
tendido como el interés de todos y cada uno de los ciudadanos en cuanto miem-
bros de todo el cuerpo social; si se quiere adquiere una singular relevancia. El
Estado, pues, no se puede desentender de esta tarea y debe reflejar en su que-

42
gobierno y administración ética

hacer y en su actuación esa dimensión abierta, plural, dinámica y complemen-


taria hoy imprescindible para recuperar un concepto, el de interés general, que
desde la perspectiva ciudadana ha perdido muchos enteros. En parte, debe re-
conocerse, por la incapacidad de las políticas públicas, especialmente en Euro-
pa, la necesidad de implementar proyectos de libertad solidaria que efectiva-
mente supongan mejoras reales y tangibles en las condiciones de vida de los
ciudadanos.
La concepción revolucionaria del interés general roussioniano, en cuya vir-
tud el Estado asume la representación total y absoluta del interés general, es a
día de hoy, inaceptable. El interés general, tal y como se plantea en las moder-
nas democracias fundadas sobre el modelo del Estado social y democrático de
Derecho, no puede definirse de espaldas a la realidad. Una realidad que nos
demuestra que el Estado debe garantizar, promover, y defender, la pluralidad de
intereses que conviven en la sociedad. Es decir, armonizar e integrar coheren-
temente ese conjunto de intereses, de diversa naturaleza, comunitaria, colecti-
va. En este sentido, como recuerda el rapport del Consejo de Estado francés
que estamos glosando en este epígrafe, compete al Estado, de forma indeclina-
ble e irrenunciable, la prevalencia del interés general, del interés de todos, sobre
los interés individuales. Por una parte, porque moralmente el interés general es
superior al interés de una parte, y, por otra, porque no hacerlo así equivaldría,
más pronto que tarde, a reducir al Estado, en parte así esta aconteciendo, a un
mero resorte del poder de las grandes multinacionales e inversores que se per-
miten, desde anular de hecho los poderes de los Entes reguladores, hasta ejercer
un dominio real sobre las decisiones de la política económica, incluso de polí-
tica general. ¿Por qué, por ejemplo, no se impide, a través de una razonable y
adecuada regulación, que determinados inversores internacionales puedan es-
pecular con las deudas soberanas estatales hasta poner a todo un Estado-nación
en jaque? ¿Por qué, por ejemplo, se rescata masivamente a las instituciones fi-
nancieras con fondos públicos sin contar con los contribuyentes?
El interés general, que ha dejado de ser monopolio natural del Estado,
tampoco puede ser objeto de apropiación por parte de grupos económicos,
nacionales o internacionales. La idea de la fragmentación del poder, de plura-
lismo, es, en un Estado social y democrático de Derecho que se precie, uno de
sus rasgos esenciales, uno de sus características más importantes. Por ello, se
debe tomar conciencia de los peligros que encierra la llamada soberanía eco-
nómica o financiera, una nueva soberanía que ha desplazado realmente al
ciudadano de su condición de dueño y señor del poder público. Efectivamen-
te, cuando la Economía domina al Derecho, cuando el Derecho Público dis-
curre varios cuerpos detrás de la Economía, cuando el Derecho, expresión de
la justicia, es desterrado de las decisiones económicas y financieras, entonces
los principales poderes económicos y financieros se enseñorean del interés
general y las notas de la racionalidad, pluralismo y justicia desaparecen al
servicio del enriquecimiento sin cuento de los principales dirigentes y propie-
tarios de estas corporaciones.

43
la dimensión ética de la función pública

Afirmar que existe un interés general por encima de los intereses particula-
res, que existe un interés social, del conjunto, de todos, que es superior moral-
mente a los intereses de las diferentes partes, es la tarea que debe presidir el
quehacer administrativo del Estado y de los Entes territoriales que lo compo-
nen, entre nosotros Comunidades Autónomas y Corporaciones locales funda-
mentalmente.
El concepto mismo de interés general, así entendido, sigue siendo pertinen-
te. La crisis económica y financiera que ha asolado el mundo en este tiempo así
lo atestigua. El interés general en este tiempo de turbulencias, o bien ha sido
secuestrado, o bien ha mudado su rostro para comparecer ante todos nosotros
travestido de la suma de determinados intereses particulares. No es que los in-
tereses particulares sean indignos o incompatibles con el interés general. De
ninguna de las maneras. La cuestión, como apuntó el Consejo de Estado en las
reflexiones sobre el interés general en su rapport de 1999 adelantándose en el
tiempo, reside en mantener un concepto de interés general en que se puedan
integrar los diferentes intereses en juego bajo el supremo criterio del bien gene-
ral de los ciudadanos.
En el Estado social y democrático de Derecho, tal y como ha señalado el
Tribunal Constitucional español por sentencia de 7 de febrero de 1984, el inte-
rés general no puede entenderse desde una perspectiva unilateral en manos del
Estado. Más bien, debe definirse a través del pensamiento complementario.
Esto es, teniendo presente la integración o articulación de lo público y lo priva-
do. O, como dice textualmente el supremo intérprete de la Constitución españo-
la de 1978, a través de la intercomunicación entre los poderes públicos y los
agentes sociales.
El interés general, desde una aproximación democrática, es el interés de las
personas como miembros de la sociedad en que el funcionamiento de la Admi-
nistración Pública repercuta en la mejora de las condiciones de vida de los
ciudadanos fortaleciendo los valores superiores del Estado social y democráti-
co de Derecho. Por eso, nada más alejado al interés general que esas versiones
unilaterales, estáticas, profundamente ideológicas, que confunden el aparato
público con una organización al servicio en cada momento de los que mandan,
del gobierno de turno.
Por ejemplo, ahora que estamos en una aguda y dolorosa crisis económica
y financiera que afecta a Europa especialmente y a Estados Unidos de Améri-
ca, los Gobiernos ponen en marcha, a través de la Administración Pública,
diferentes medidas para intentar sanear unas cuentas públicas maltrechas, al
borde de la bancarrota. En este sentido, algunas decisiones para aliviar el ele-
vado déficit público que aqueja a no pocos países consistentes en elevar los
impuestos son, sin duda, eficaces, pero profundamente desvinculadas del inte-
rés general. En estos casos, es posible que el interés público secundario se al-
cance pues el Ministerio de Hacienda cumple los objetivos de reducción del
déficit, pero no cabe duda alguna, al menos para quien escribe, que subir los

44
gobierno y administración ética

impuestos a la población cuando se reducen los salarios del sector público y se


congelan, con tendencia a la baja, las pensiones públicas, empeora sustancial-
mente las condiciones de vida de los ciudadanos lesionando, y no poco, el in-
terés público primario o interés público amplio que denominamos en este tra-
bajo interés general.
El profesor Bandeira de Mello subraya, y esto es relevante, que el interés
público no es algo etéreo, intangible o abstracto. A mi juicio debe estar concre-
tado en la norma y en el Derecho, en la ley y en el resto del Ordenamiento jurí-
dico. Si admitiéramos una concepción abstracta y genérica de interés general
estaríamos amparando actuaciones administrativas irracionales y arbitrarias,
profundamente ilegales. Por una poderosa razón: porque cuando no es menester
concretar el interés general al que ha de servir objetivamente la Administración,
esta vuelve sobre sus fueros perdidos y recupera el halo de abstracción e infini-
tud, de ilimitación y opacidad, que tenía en el Antiguo Régimen.
Es decir, el interés general debe estar concretado, detallado, puntualizado en
el Ordenamiento jurídico, en la mayoría de los casos en una norma jurídica con
fuerza de ley. La idea, básica y central, de que el interés general en un Estado
social y democrático de Derecho se proyecta sobre la mejora de las condiciones
de vida de los ciudadanos en lo que se refiere a las necesidades colectivas, exi-
ge que en cada caso la actuación administrativa explicite, en concreto, cómo a
través de actos y normas, de poderes, es posible proceder a esa esencial tarea de
desarrollo y facilitación de la libertad solidaria de los ciudadanos.
Es la Constitución, como fuente de las fuentes, y como norma de las normas,
el lugar en el que encontramos los valores y principios que han de presidir el
desarrollo del interés general en el Estado social y democrático de Derecho.
Los valores superiores del Ordenamiento, los principios del preámbulo de la
Carta Magna y, muy especialmente, los derechos fundamentales de la persona
y los principios rectores de la política social y económica, conforman, para el
caso español, las partes de la Constitución directamente vinculadas a la promo-
ción y realización del interés general. De manera especial, el artículo 9.2 manda
a los poderes públicos la creación de las condiciones para que la libertad y la
igualdad de los individuos y grupos sean reales y efectivas removiendo los
obstáculos que impidan su efectividad. La Administración Pública, pues, debe
promover, facilitar, hacer posible que cada persona se desarrolle libre y solida-
riamente removiendo los obstáculos que lo impidan.
La Administración Pública, bien lo sabemos, no dispone de libertad. Son las
normas jurídicas las que le atribuyen los poderes y, en su virtud, dictan actos y
realizan funciones de interés general. En este marco, el principio de juridicidad
nos ayuda a comprender mejor la forma en la que la norma de atribución ha de
perfilar, con el mayor detalle posible, el interés general que debe servir objeti-
vamente la Administración Pública en cada caso. Si la norma es parca o confu-
sa, los principios de racionalidad, objetividad, prohibición de la arbitrariedad,
seguridad jurídica o confianza legítima, entre otros, permitirán a la propia Ad-

45
la dimensión ética de la función pública

ministración Pública cumplir su tarea o, corresponde, ser controlada jurídica-


mente por los Tribunales de Justicia. En todo caso, cuando la Administración
opera en virtud de poderes discrecionales, el grado en que se debe concretar y
justificar el interés general está en proporción a la intensidad del margen de
decisión atribuida por la norma a la Administración Pública.
El interés general, pues, es un concepto compuesto de dos aspectos, uno
teórico o amplio y otro concreto, que están perfectamente imbricados y relacio-
nados entre sí. Ese contexto de integración entre estas dos dimensiones debe
responder a la propia realización del quehacer administrativo, que requiere una
norma y un acto. Sin norma no hay acto. Sin poder establecido en la norma la
Administración no puede actuar. La norma está basada en el interés general en
sentido amplio, y el acto descansa siempre en un interés general concreto.
Desde un punto de vista amplio, el interés general se refiere a los valores del
Estado social y democrático de Derecho, a los fines del mismo Estado, fines
que son garantizados por el propio Estado a través de normas que se concretan
en actos. Normas y actos que posibilitan la actuación de la Administración para
promover el ejercicio de los derechos por los ciudadanos por un lado, y, por
otro, para remover los obstáculos que impidan su realización.
El interés general en sentido amplio, el que es común a todas las ramas del
Derecho está definido en la Constitución. Empieza a descender en las normas y
se concreta a la realidad, se materializa en las personas fundamentalmente a
través del acto administrativo. De esta manera, podemos incluso establecer un
interés general amplio de dos intensidades. El propio del Ordenamiento del
Estado social y democrático de Derecho, y el propio de la ley o de la norma,
aplicación de los valores del Estado social y democrático de Derecho a un de-
terminado sector de actividad administrativa. El concreto, el específico, el pro-
yectado sobre la realidad cotidiana es el que lleva inscrito el acto administrati-
vo, que de ninguna manera, insisto, es autónomo o subsistente, sino que trae
causa de la dimensión amplia incardinado en la Constitución y en las normas.
Desde esta perspectiva podemos señalar que en el acto administrativo debe
estar perfectamente establecido, de manera congruente, la forma en que el inte-
rés general amplio desciende a la realidad. Esta cuestión, trascendente y funda-
mental, atiende a la motivación, a la argumentación conducente a explicar al
destinatario de la actuación las razones en virtud de las cuales se dicta tal acto
administrativo. Como es lógico, cuanto más amplio sea el poder administrativo
mayor y más intensa será la propia motivación.
Pensando en esta doble funcionalidad del interés general, como principio y
único fin del quehacer administrativo en el marco del Estado social y democrá-
tico de Derecho, podemos, con base en la Constitución española, afirmar que se
debe realizar en clave de servicio objetivo. Servicio porque el aparato adminis-
trativo está a disposición de la comunidad en la medida que es de titularidad
ciudadana pues el soberano es el pueblo no el administrador o el gestor de los

46
gobierno y administración ética

intereses de los habitantes en su conjunto, que no es, ni más ni menos, como


diría García de Enterría, que un profesional encargado de atender intereses de
la comunidad. Y objetivo, porque el ejercicio de poderes y potestades adminis-
trativas solo cabe en el marco de la razón, una razón que debe ser profundamen-
te humana por exigencias de los postulados del Estado social y democrático de
Derecho.
El interés general es principio dinámico. En efecto, el conjunto de los pará-
metros y directivas del Estado social y democrático de Derecho conforman el
presupuesto de actuación de la Administración. En sí mismos estos parámetros
y directivas tienen sentido si se proyectan sobre la vida pública, sobre el queha-
cer de los Poderes públicos y también, y como consecuencia, sobre las necesi-
dades públicas de los ciudadanos. Por tanto, en la actuación de la Administra-
ción siempre debiera encontrarse alguna relación, más o menos explícita, a estos
parámetros y directivas, puesto que constituyen el fundamento de la actividad.
El interés general es, además, y sobre todo, fin único de la Administración.
Fin que debe motivarse, que debe argumentarse para que sea legítimo en un
Estado de Derecho pues, de lo contrario, supondría un regreso al Estado autori-
tario, aquel en el que los fundamentos del poder residían en puro arbitrio y ca-
pricho del gobernante. El control jurídico de los fines a que se somete la Admi-
nistración conforma, junto al control de la legalidad administrativa y la potestad
reglamentaria, el objeto de la función judicial en relación con la Administración
Pública en España. En efecto, en nuestro país, con el artículo 106 de la Consti-
tución en la mano, el juez o tribunal puede controlar jurídicamente la legalidad
de las actuaciones y normas administrativas y los fines, que no pueden sino
ser de interés general, a que se someten.
Interesante es también el comentario del profesor Freitas do Amaral sobre
la relación interés público y ciudadanos. Para él, de acuerdo con la dicción
de la Constitución lusa, resulta que esa persecución del interés público que ca-
racteriza la actuación administrativa comprende el respeto a los derechos e in-
tereses legalmente protegidos de los ciudadanos. Es decir, el interés general en
sentido amplio, como no puede ser de otra manera, pues la protección de los
derechos e intereses legítimos son parte integrante de los postulados del Estado
social y democrático de Derecho, asume la tarea de promoción de los derechos
e intereses legítimos de los ciudadanos. Como recalca atinadamente el profesor
Hachem comentando esta opinión de Freitas do Amaral, resulta que, tal argu-
mentación, nos conduce a considerar que hay una intensa semejanza entre el
interés público en sentido amplio, escribe él, y la juridicidad administrativa. No
solo hay una obvia semejanza. Hasta podría decirse, sin exageración alguna,
que el interés general tal y como se formula en este trabajo es parte sustancial y
medular de la misma juridicidad administrativa que es, como bien sabemos, el
primero de los principios del Estado de Derecho.
En la Constitución española, la expresión interés general del artículo 103
puede ser entendida como interés público en sentido primario y originario.

47
la dimensión ética de la función pública

Como ha señalado el profesor Meilán Gil, en el proceso de elaboración de este


precepto, inicialmente redactado por nuestro maestro, aparecía el término inte-
reses colectivos, quizás a causa de su punto de vista sobre el proceso de la de-
finición del Derecho Administrativo, monografía escrita en 1968, en la que
subrayó la primacía de los allí denominados intereses colectivos. Lo cierto, sin
embargo, es que, como él mismo relata, a su paso por el Senado se sustituyó por
intereses generales explicándose en la enmienda correspondiente que con la
expresión intereses generales se incluirían no solamente los intereses colectivos
sino también los intereses perfectamente individualizados como son los de la
salud o la educación entre otros, cuya salvaguarda está encomendada al interés
general o público. Entonces, dice Nieto, para evitar una cacofonía entre Admi-
nistración Pública e interés público o intereses públicos, finalmente el precepto
quedó como está: «La Administración Pública sirve con objetividad intereses
generales…».
Una glosa de este precepto de la Constitución española permite varias re-
flexiones. El constituyente parece que maneja el concepto de interés público
como interés general en su doble conformación tal y como aquí hemos tenido
ocasión de exponer. Es decir, hay una referencia al concepto de interés colecti-
vo, de la comunidad en general y de los colectivos que la componen en particu-
lar, pero también, como reconoce la propia enmienda de sustitución, el concep-
to atiende a intereses generales concretos: sanidad o educación por ejemplo,
que son a los que se referirán las normas administrativas que sirven de soporte
y cobertura a la actuación administrativa cotidiana.
El profesor Meilán Gil parece entender esa dimensión amplia del interés
general como conformidad a la legalidad, al Derecho, del quehacer administra-
tivo. Es decir, conformidad a la juridicidad administrativa, concepto base del
Estado de Derecho que atiende a una concepción más abierta de legalidad y su-
peradora de una visión unilateral que impediría el juego de otras fuentes y prin-
cipios del Derecho. Desde este punto de vista, la Administración Pública debe
actuar de acuerdo con el Ordenamiento jurídico. Que esto es así en el Derecho
Administrativo lo demuestra, sin que se requieran mayores explicaciones, la le-
tra del mismo artículo 103 cuando establece que la Administración actúa con
sometimiento pleno a la Ley y al Derecho. He aquí la expresión más nítida del
sentido y funcionalidad del concepto del interés general en sentido amplio.
En el caso español, la Constitución es bien clara: manda a los poderes públi-
cos que promuevan las condiciones para que la libertad y la igualdad de las
personas y grupos en que se integran sean reales y efectivas removiendo los
obstáculos (artículo 9.2). Además, artículo 10.1, dispone que los derechos fun-
damentales son el fundamento del orden político y la paz social y ordena a la
Administración, artículo 53.3, que tenga en cuenta en su quehacer los princi-
pios rectores de la política social y económica. De esta manera, el texto consti-
tucional, al proclamar los valores del Estado social y democrático de Derecho,
conforma el haz de criterios que han de inspirar el interés general en su versión

48
gobierno y administración ética

amplia posibilitando que sea en el ámbito de lo concreto donde se proyecten


sobre la realidad en función del resultado de las preferencias ciudadanas reali-
zadas periódicamente en las elecciones políticas.
Es decir, el dinamismo se predica en sí mismo del interés general concreto,
que es el que define el legislador, y a partir de él, la norma y su ejecución por
antonomasia que es el acto administrativo. En el marco básico los postulados
del Estado social y democrático de Derecho conforman el espacio de juego en
el que pueden, y deben, operar los intereses generales concretos, que son la
expresión puntual de la proyección de dichos postulados sobre sectores especí-
ficos de la realidad administrativa.
El interés general concreto, a partir de esta posición, siempre debe estar
conectado al interés general en sentido amplio tal y como ya hemos señalado
anteriormente y recalcamos ahora. En realidad, esto es así porque no es que
existan dos versiones diferenciadas del interés general, sino que este se define
y existe con dos caras distintas: una amplia y otra concreta. Se trata de dos caras
de la misma moneda. Dos expresiones de un mismo concepto que trae causa,
como presupuesto, de la Constitución y que se proyecta, a su través, en la legis-
lación ordinaria hasta alcanzar su mayor grado de concreción en los actos ad-
ministrativos que son pura ejecución, pura materialidad derivada de la norma.
La característica que mejor define el concepto de interés general es el de su
destino a un fin, a un fin que es esencialmente supraindividual y vinculado
siempre a la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos. El interés
general primario, en sentido amplio, está inscrito en los valores del Estado so-
cial y democrático de Derecho. El interés general en sentido concreto atiende a
la proyección de dichos valores, de acuerdo con los procesos de deliberación
pública, en sectores de la actividad administrativa normados por leyes y nor-
mas. Y el interés general en sentido concreto se materializa en virtud de actos
que son pura ejecución de normas en el mundo de los hechos.
Por lo que se refiere al interés general concreto, el principio de finalidad es
capital. La Administración, además de aplicar la norma a la realidad, ha de se-
guir los fines de interés general en ella establecidos. Si así no lo hace incurre en
desviación de poder, que es causa de anulabilidad de los actos administrativos.
En Francia, como es sabido, hasta tal punto es esencial el concepto del interés
general, que una ley que no sea conforme al interés general puede ser declarada
nada menos que inconstitucional. La Administración no solo aplica mecánica-
mente las normas a la realidad, ha de hacerlo en función de las exigencias del
interés general, que vendrá determinado, en su doble dimensión, en el bloque
de la constitucionalidad más la normación administrativa correspondiente.
La exigencia de que el interés general en el Estado social y democrático de
Derecho se concrete en la realidad supone, como estamos razonando, que sobre
la Administración Pública recae la carga, la obligación de motivar, de alegar y
probar, como señala el profesor García de Enterría, en cada caso la específica

49
la dimensión ética de la función pública

causa del interés general sin que sea suficiente invocar genéricamente su posi-
ción de gestor ordinaria de los asuntos comunes.
Esta obligación que grava sobre la Administración Pública se explica de una
manera muy sencilla. La Administración actúa, unilateral y bilateralmente, a
través de actos y contratos que traen causa en las normas administrativas. Esa
actuación en algunos casos requiere del ejercicio de poderes y potestades
atribuidos por el Ordenamiento jurídico en sentido amplio. Esos poderes y po-
testades deben estar justificados, motivados, razonados de acuerdo con la di-
mensión concreta del interés general. Es más, en estos supuestos en que la
Administración actúa en régimen de exorbitancia es menester que el interés
general concreto en que se amparan esos poderes o potestades se argumente
sobre la realidad y de acuerdo con la razón. Es decir, cuando la Administración
va a expropiar un bien privado debe exponer de forma argumentada cuáles son
las razones de utilidad pública o interés social que concurren en ese caso. Y esa
motivación podrá ser considerada insuficiente o inadecuada por un tribunal o
juez administrativo si jurídicamente esas explicaciones son endebles, débiles
o no proporcionadas a la magnitud e intensidad de la potestad a ejercer por la
propia Administración.
Ciertamente, esta consideración acerca de la obligación de motivar en
cada caso la existencia del interés general legitimador de su actividad es tra-
sunto de la titularidad de la soberanía que al pueblo, en su conjunto e indivi-
dualmente considerado, corresponde. El pueblo es el titular de la soberanía,
del poder público. Los funcionarios y autoridades lo que hacen, y no es poco,
es administrar y gestionar asuntos que son de titularidad ciudadana en nom-
bre del pueblo de forma temporal explicando periódicamente a los ciudada-
nos la forma en que se ejercen dichas potestades. La motivación de las deci-
siones administrativas es, probablemente, la principal proyección ética del
servicio objetivo al interés general que debe distinguir el entero quehacer de
las Administraciones Públicas.
Este es un tema de palpitante y rabiosa actualidad que explica hasta qué
punto la crisis por la que atravesamos trae también causa, y de qué manera, del
proceso de apropiación del poder en que han incurrido deliberadamente no po-
cos políticos y altos funcionarios. Con una sagacidad e inteligencia dignas de
encomio, y gracias al consumismo insolidario imperante, se ha convencido a no
pocos sectores de la población de que para los asuntos del interés general de-
bían confiar en los dirigentes públicos, que saben muy bien lo que deben hacer.
Incluso se ha intentando, a veces con notable éxito, presentar a la ciudadanía
desde la tecnoestructura argumentos y razones para justificar tal posición tiñén-
dola a veces de caracteres pseudocientíficos. Las consecuencias de este modo
de proceder a la vista de todos están: politización de la Administración Pública,
conversión del interés general en interés o intereses particulares o individuales.
Y, lo más grave, desnaturalización de la democracia que está dejando de ser el
gobierno del pueblo, por y para el pueblo

50
gobierno y administración ética

El interés general, ya lo hemos explicado, tiene dos dimensiones, una am-


plia y otra concreta. En la dimensión amplia dispone de un protagonismo espe-
cial uno de los principales postulados del Estado social y democrático de Dere-
cho: los derechos fundamentales. En efecto, Meilán Gil afirma que en la
delimitación conceptual del interés general existe un núcleo irreductible que
tiene en los derechos fundamentales de la persona su sustancia permanente.
Esto es así, me parece, porque la dimensión amplia del interés general asegura
en todo momento que la dimensión concreta, que puede variar como conse-
cuencia del dinamismo social y de los legítimos cambios en el poder político,
en ningún momento pueden desconocer la esencia y el alma del interés general,
que es la centralidad que tiene para todo el Derecho la dignidad del ser humano
y los derechos que le son inherentes.
El interés general, a mi juicio, está vinculado a la razón y a la justicia. A la
razón porque el sistema del Derecho Administrativo moderno, el que surge del
Estado de Derecho es en sí mismo un monumento a la racionalidad, a la civili-
dad. Y a la justicia, porque esta es inherente a cualquier rama del Derecho pues
el Derecho, en sí mismo, es, debe ser, la expresión y realización de la justicia.
Por eso las instituciones, las categorías y los conceptos de nuestra disciplina
deben atender a la razón, a la justicia y muy especialmente al desarrollo y pro-
moción de la libertad solidaria de los ciudadanos. Tenemos, por tanto, tres con-
ceptos que están indisolublemente unidos en la que hemos denominado versión
amplia del interés general: razón, justicia y derechos de las personas vinculados
a la libertad solidaria.
Hoy, sin embargo, la aguda crisis general que asola a Occidente está demos-
trando que es posible, y de qué manera, que los intereses generales puedan
volver a estar a merced de intereses de determinados grupos, empeñados en
sacar partido, y beneficio, a un sistema de mercado montado sobre el lucro
en el que el poder político, demasiado dependiente de los poderes financieros,
ha terminado claudicando y dando paso a una cierta unilateralidad en la regula-
ción de los mercados. Es decir, volvemos a las andadas por no saber, por no
querer, colocar al interés general en el lugar que le corresponde, como piedra
angular de la regulación que debe efectuar el poder público, siempre con el
objetivo de la mejora de las condiciones de vida de todos los ciudadanos, no de
un grupo, por importante o relevante que este sea.
Frente a la perspectiva cerrada de un interés general que es objeto de cono-
cimiento, y casi del dominio de la burocracia, llegamos, por aplicación del pen-
samiento abierto, plural, dinámico y complementario, a otra manera distinta de
acercarse a lo común, a lo público, a lo general, en la que se parte del presu-
puesto de que siendo las instituciones públicas de la ciudadanía, los asuntos
públicos deben gestionarse teniendo presente en cada momento la vitalidad de
la realidad que emerge de las aportaciones ciudadanas. Por ello, vivimos en un
tiempo de exaltación de la participación, quizás más como postulado que como
realidad, a juzgar por las consecuencias que ha traído consigo un Estado de

51
la dimensión ética de la función pública

Bienestar estático que se agotó en sí mismo y que dejó a tantos millones de


ciudadanos desconcertados al entrar en crisis el fabuloso montaje de una inter-
vención pública que no dudó, en muchos casos, en formalizar alianzas estraté-
gicas, más o menos sutiles, tanto con el poder financiero como con el poder
político y el mediático.
Hasta no hace mucho tiempo, bien lo sabemos, y algunos bien lo experi-
mentaron, la sociología administrativa relataba con todo lujo de detalles las
diferentes fórmulas de apropiación administrativa que distinguía tantas veces
el intento centenario de la burocracia por controlar los resortes del poder.
Afortunadamente, aquellas quejas y lamentos que traslucían algunas novelas
de Pío Baroja sobre la actuación de funcionarios que disfrutaban vejando y
humillando a los administrados desde su posición oficial, hoy es agua pasada.
Afortunadamente, las cosas han cambiado y mucho, y en términos generales
para bien. Siendo esto así, insisto, todavía quedan aspectos en los que seguir
trabajando para que la ciudadanía pueda afirmar sin titubeos que la Adminis-
tración ha asumido su papel de organización al servicio y disposición del
pueblo. Y, para ello, quienes hemos dedicado años de nuestra vida profesio-
nal a la Administración sabemos bien que es menester seguir trabajando para
que siga creciendo la sensibilidad del aparato público en general, y la de cada
servidor público en particular, en relación con los derechos y libertades de los
ciudadanos. Hoy el interés general mucho tiene que incrustarse en el alma de
las instituciones, categorías y conceptos del Derecho Administrativo, en un
contexto de equilibrio poder-libertad que vaya abandonando la idea de que la
explicación del entero Derecho Administrativo bascula únicamente sobre la
persona jurídica de la Administración y sus potestades, privilegios y prerro-
gativas.
En este sentido, siempre me ha parecido de clarividente y pionero un tra-
bajo del profesor García de Enterría de 1981 sobre la significación de las
libertades públicas en el Derecho Administrativo en el que afirmaba que el
interés general se encuentra precisamente en la promoción de los derechos
fundamentales. Esta aproximación doctrinal, que goza del respaldo de la ju-
risprudencia del Tribunal Constitucional, está permitiendo, sobre todo en el
Derecho Comunitario Europeo, que auténticas contradicciones conceptuales
como la del servicio público y los derechos fundamentales se estén salvando
desde un nuevo Derecho Administrativo, me atrevería a decir que más rele-
vante que antes, desde el que este nuevo entendimiento del interés general
está ayudando a superar estas confrontaciones dialécticas a partir del equili-
brio metodológico, el pensamiento abierto y la proyección de la idea demo-
crática, cada vez con más intensidad, sobre las potestades administrativas. Lo
que está ocurriendo es bien sencillo y consecuencia lógica de nuevos tiempos
que requieren nuevas mentalidades, pues como sentenció hace tiempo Ihe-
ring, el gran problema de las reformas administrativas se halla en la inercia y
en la resistencia a los cambios que habita en la mentalidad de los dirigentes
de la cosa pública.

52
gobierno y administración ética

El artículo 103 de la Constitución española de 1978 debe ser el precepto


de cabecera que propicie los cambios que todavía hoy espera la Administra-
ción Pública. Cuestión que, en España, aún precisa de nuevos impulsos pues,
a pesar de que todos los gobiernos han intentado mejorar el funcionamiento
del aparato administrativo, la realidad, mal que nos pese, nos enseña que to-
davía la opinión de la ciudadanía en relación con la Administración Pública
dista de ser la que cabía esperar del marco constitucional y del tiempo trans-
currido desde 1978.
La idea de servicio tiene mucho que ver, me parece, con la crisis fenomeno-
lógica de este concepto en un mundo en el que prima ordinariamente el éxito
económico, la visualización del poder y el consumo impulsivo, que trae consi-
go esta especie de dictadura de la tecnoestructura desde la que se aspira a ma-
nejar como marionetas a los ciudadanos. Hoy, estar al servicio de los ciudada-
nos parece tantas veces algo cándido, ingenuo, angelical, propio de otro mundo,
que no reporta utilidad y que, por ello, es un mal que hay que soportar lo mejor
que se pueda. La solución del problema, insisto, es de dimensión cultural y
política: colocar en el corazón del orden económico y social la dignidad igual
de todos los seres humanos y sus derechos inalienables. Promover el valor del
servicio público como algo positivo, incardinado en el progreso de un país,
como algo que merece la pena, como algo que dignifica a quien lo practica…
constituyen reflexiones que se deben transmitir desde la educación en todos los
ámbitos. Si estas ideas no se comparten, no solo en la teoría, por más normas,
estructuras y funcionarios que pongamos en danza estaremos perdiendo el
tiempo derrochando el dinero del común. Así está aconteciendo en esta aguda
crisis económica y financiera, también de valores, que estamos sufriendo en
este tiempo. De ahí que este criterio constitucional que define la posición insti-
tucional de la Administración Pública sea central en la reforma y moderniza-
ción permanente de la Administración Pública.
La objetividad de ese servicio es otra nota constitucional de gran alcance
que nos ayuda a encontrar un parámetro al cual acudir para evaluar la tempera-
tura constitucional de las reformas emprendidas y, sobre todo, el quehacer de la
Administración Pública en su conjunto. La objetividad supone, en alguna me-
dida, la ejecución del poder con arreglo a determinados criterios encaminados
a que resplandezca siempre el interés general, no el interés personal, de grupo
o de facción. Sin embargo, a pesar del tiempo transcurrido desde la Constitu-
ción de 1978, no podemos decir que la objetividad se encuentre en una situa-
ción óptima pues todos los gobiernos han intentado, unos más que otros, abrir
los espacios de la discrecionalidad y reducir las áreas de control, por la sencilla
razón de que erróneamente se piensa tantas veces que la acción de gobierno
para ser eficaz debe ser liberada de cuantos más controles, mejor. Es más, exis-
te una tendencia general en distintos países a que el gobierno vaya creando,
poco a poco, estructuras y organismos paralelos a los de la Administración
clásica con la finalidad de asegurarse el control de las decisiones que adoptan.
En el fondo, en estos planteamientos late un principio de desconfianza ante la

53
la dimensión ética de la función pública

Administración Pública que, en los países que gozan de cuerpos profesionales


de servidores públicos, carece de toda lógica y justificación.
Por otra parte, no se puede olvidar que las reformas administrativas deben
inscribirse en un contexto en el que la percepción ciudadana y, lo que es más
importante, la realidad, trasluzcan el seguimiento, siempre y en todo caso, del
interés general como tarea esencial de la Administración Pública, valga la re-
dundancia, en general, y de sus agentes, en particular. Pero interés general no
entendido desde las versiones unilaterales y cerradas de antaño sino desde la
consideración de que el principal interés general en un Estado social y demo-
crático dinámico reside en la promoción y efectividad del ejercicio de las liber-
tades solidarias por parte de todos los ciudadanos, especialmente los más des-
favorecidos. El aseguramiento y la garantía de que tales derechos se van a poder
realizar en este marco ayuda sobremanera a calibrar el sentido y alcance del
concepto del interés general en el nuevo Derecho Administrativo.
Siendo, como es, el interés general el elemento clave para explicar la funcio-
nalidad de la Administración Pública en el Estado social y democrático de De-
recho, interesa ahora llamar la atención sobre la proyección que la propia Cons-
titución atribuye a los poderes públicos en esta consideración.
Si leemos con detenimiento nuestra Carta Magna desde el principio hasta el
final, encontraremos una serie de tareas, de profundo sentido ético, de aplica-
ción a la gestión pública de manera relevante, que la Constitución encomienda
a los poderes públicos y que se encuentran perfectamente expresadas en su
preámbulo cuando se señala que la nación española proclama su voluntad de
«proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los dere-
chos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones». Más adelan-
te, el artículo 9.2 dispone que los poderes públicos deben remover los obstácu-
los que impidan el ejercicio de la libertad y la igualdad promoviendo dichos
valores constitucionales. En materia de derechos fundamentales, también la
Constitución, como lógica consecuencia de lo dispuesto en el artículo 10 de la
Carta Magna, atribuye a los poderes públicos su aseguramiento, reconocimien-
to, garantía y protección. En el mismo sentido, por lo que se refiere a los prin-
cipios rectores de la política económica y social, la Constitución utiliza prácti-
camente las mismas expresiones.
Estos datos de la Constitución nos permiten pensar que, en efecto, el Dere-
cho Administrativo en cuanto Ordenamiento regulador del régimen de los po-
deres públicos tiene como espina dorsal la contemplación jurídica del poder
público para las libertades. Afirmación que cobra especial relieve para la Ad-
ministración Pública como uno de sus principales desafíos éticos puesto que tal
sentido del poder público lleva en sí mismo una evidente carga ética al estar
dirigido al servicio objetivo del interés general. Veamos.
Por ejemplo, en materia de derechos fundamentales el artículo 27.3 dispo-
ne que «los poderes públicos garantizarán el derecho que asiste a los padres

54
gobierno y administración ética

para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo
con sus propias convicciones». Precepto que expresa la dimensión de la liber-
tad educativa proyectada sobre los padres, sus titulares. Garantizar el ejerci-
cio de un derecho fundamental, siguiendo el artículo 9.2 de la Carta Magna,
implica una disposición activa de los poderes públicos a facilitar la libertad.
Es decir, se trata de que la Administración establezca las condiciones necesa-
rias para que esta libertad de los padres se pueda realizar con la mayor ampli-
tud posible, lo que contrasta, y no poco, con la actividad de cierta tecnoes-
tructura que todavía piensa que el interés general es suyo, encomendando el
ejercicio de dicha libertad a órganos administrativos. Promover, proteger,
facilitar, garantizar o asegurar las libertades constituye, pues, la esencia de la
tarea de los poderes públicos en un Estado social y democrático de Derecho.
Por ello la actuación administrativa de los poderes públicos debe estar presi-
dida por estos criterios.
Más intensa, todavía, es la tarea de garantía y aseguramiento de los princi-
pios rectores de la política económica y social, principios de inequívoca dimen-
sión ética que afecta sobremanera a la gestión pública. En este sentido, el artí-
culo 39 de la Constitución española señala en su párrafo primero que los
poderes públicos aseguran la protección social, económica y jurídica de la fa-
milia. Es decir, el conjunto de los valores y principios rectores de la política
social y económica, entre los que se encuentra la familia, deben ser garantiza-
dos por los poderes públicos, ordinariamente a través de la actividad legislativa
y, sobre todo, desde la función administrativa. Protección de la familia, promo-
ción de las condiciones favorables para el progreso social y económico y para
una distribución de la renta regional y personal más equitativa (artículo 40).
Garantía de un sistema público de Seguridad Social (artículo 41), protección de
la salud (artículo 43), derecho al medio ambiente (artículo 45), derecho a la
vivienda (artículo 47)… En todos estos supuestos se vislumbra una considera-
ble tarea de los poderes públicos por asegurar, garantizar, proteger y promover
estos principios, lo que, pensando en el Derecho Administrativo, supone un
protagonismo de nuestra disciplina desde la perspectiva del Derecho del poder
para la libertad, insospechado años atrás.
El artículo 53 de la Constitución dispone lo siguiente: «el reconocimiento,
el respeto y la protección de los principios reconocidos en el capítulo tercero
(de los principios rectores de la política social y económica) informarán la le-
gislación positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos».
Pienso que para un profesor de Derecho Administrativo no debe pasar inadver-
tido que dicho precepto está recogido bajo la rúbrica de la protección de los
derechos fundamentales, lo cual nos permite señalar que en la tarea de promo-
ción, aseguramiento y garantía de los principios rectores de la política social y
económica, los derechos fundamentales tienen una especial funcionalidad. Es
decir, la acción de los poderes públicos en estas materias debe ir orientada a que
se ejerzan en las mejores condiciones posibles todos los derechos fundamenta-
les de los españoles.

55
la dimensión ética de la función pública

Esta reflexión enlaza perfectamente con el sentido y alcance del interés ge-
neral en el Estado social y democrático de Derecho, en la medida en que, como
señalé con anterioridad, hoy el interés general tiene mucho que ver con los de-
rechos fundamentales de las personas. En efecto, el Tribunal Constitucional no
ha dudado en reconocer «el destacado interés general que concurre en la protec-
ción de los derechos fundamentales» (sentencia de 16 de octubre de 1984), por
lo que, lógicamente, la acción netamente administrativa de los poderes públicos
debe estar orientada a que precisamente los derechos fundamentales resplan-
dezcan en la realidad, en la cotidianeidad del quehacer administrativo. En este
sentido, una parte muy considerable del Derecho Administrativo que denomino
Constitucional debe estar abierto a proyectar toda la fuerza jurídica de los dere-
chos fundamentales sobre el entero sistema del Derecho Administrativo: sobre
todos y cada uno de los conceptos, instituciones y categorías que lo conforman.
Obviamente, la tarea comenzó al tiempo de la promulgación de la Constitución,
pero todavía queda un largo trecho para que, en efecto, las potestades públicas
se operen desde esta perspectiva. Ciertamente, las normas jurídicas son muy
importantes para luchar por un Derecho Administrativo a la altura de los tiem-
pos, pero las normas no lo son todo: es menester que en el ejercicio ordinario
de las potestades, quienes son sus «titulares» estén embebidos de esta lógica
constitucional, pues, de lo contrario, se puede vivir en un sistema formal en el
que, en realidad, pervivan hábitos y costumbres propios del pensamiento único
y unilateral aplicado al interés general.
En este contexto, se entiende perfectamente que el ya citado artículo 9.2 de
la Constitución implique, no solo el reconocimiento de la libertad e igualdad de
las personas o de los grupos en que se integran sino que, y esto es lo relevante
en este momento, demanda de los poderes públicos la tarea de facilitar el ejer-
cicio de las libertades removiendo los obstáculos que impidan su realización
efectiva, lo que poco tiene que ver con una Administración que se permite, nada
más y nada menos, que interferir en el ejercicio de determinadas libertades pú-
blicas y derechos fundamentales.
Del preámbulo de la Constitución de 1978, pienso que podemos entresacar
algunos conceptos jurídicos indeterminados que la soberanía nacional ha queri-
do que quedaran para la posteridad, tales como «orden económico y social jus-
to», «imperio de la Ley como expresión de la voluntad popular», «proteger a
todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos huma-
nos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones», o «asegurar a todos una
digna calidad de vida». Expresiones todas ellas de evidente raigambre ética que
vinculan las políticas públicas.
Por lo que se refiere al artículo 9 de la Constitución española, señalar que en el
parágrafo primero se consagra el sometimiento pleno y total de la actividad de los
poderes públicos a la Ley y al resto del Ordenamiento jurídico, eliminando cual-
quier vestigio que pudiera quedar de la etapa preconstitucional en relación con la
existencia de espacios opacos al control judicial o exentos del mismo, tal y como

56
gobierno y administración ética

ha venido ocurriendo hasta la Ley de la jurisdicción contencioso-administrativa


en relación con los llamados actos políticos. Sin embargo, lo más relevante a los
efectos de este trabajo, se encuentra en el párrafo segundo del citado artículo 9
donde se establece el llamado principio promocional de los poderes públicos.
Principio que tiene una dimensión positiva y otra negativa. La negativa se refiere
a la remoción de obstáculos que dificulten el ejercicio de la libertad y la igualdad
por los ciudadanos individualmente considerados o en los grupos en que se inte-
gren. Y la positiva alude a «promover las condiciones para que la libertad y la
igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas».
Ambas dimensiones, la positiva y la negativa, tienen tanta trascendencia
que, en alguna medida, puede decirse que ayudan a entender el sentido del nue-
vo Derecho Administrativo que la propia realidad nos exige. Primero, porque el
precepto encomienda a la Administración Pública el establecimiento de las
condiciones que hagan posible la libertad y la igualdad, comprometiéndose en
la promoción de dichos valores constitucionales. Y, segundo, porque el precep-
to establece un límite a la acción de los poderes públicos en cuanto manda a la
Administración remover los obstáculos que impidan a las personas y grupos en
que se ,integren el ejercicio de la libertad y la igualdad. En otras palabras, el
Derecho Administrativo Constitucional debe, a través de sus fuentes, facilitar
el ejercicio de los derechos fundamentales, singularmente la libertad y la igual-
dad. A la misma conclusión llegaremos a partir del artículo 53.3 de la Constitu-
ción tal y como, en algún sentido, se ha comentado ya con anterioridad.
En el artículo 10.1 CE encontramos una declaración en la que el constituyen-
te señala, con toda solemnidad, cuáles son los fundamentos del orden político y
la paz social, conceptos obviamente vinculados a lo que puede entenderse por
interés general constitucional: la dignidad de la persona, los derechos inviola-
bles que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la
ley y a los derechos de los demás. Por tanto, desde otra perspectiva, resulta que,
efectivamente, la dignidad de la persona, el libre desarrollo de la personalidad y
los derechos fundamentales se nos presentan en el mismo centro del interés ge-
neral y, por ello, deben considerarse como componentes esenciales de un Dere-
cho Administrativo concebido como Derecho del poder público para la libertad
de los ciudadanos. De esta manera puede comprenderse mejor el alcance de la
jurisprudencia constitucional citada así como algunas afirmaciones de la doctri-
na científica que no han dudado en destacar el interés general existente en la
promoción y defensa de los derechos fundamentales de la persona.
El artículo 31.2 de la Constitución dispone: «el gasto público realizará una
asignación equitativa de los recursos públicos y su programación y ejecución
responderán a los criterios de eficiencia y economía». Traigo a colación este
precepto porque desde el punto de vista jurídico establece algunos criterios
constitucionales que están muy conectados con el funcionamiento de la Admi-
nistración Pública, y por ello, del Derecho Administrativo. La equidad en la
asignación del gasto público trae consigo muy importantes consideraciones en

57
la dimensión ética de la función pública

toda la teoría de la planificación. En el mismo sentido, los criterios de eficiencia


y economía ayudan a entender el significado de determinadas políticas públicas
instrumentadas a través del Derecho Administrativo que desconocen el conte-
nido general de estos principios o parámetros constitucionales.
El bien común es un concepto filosófico que, desde otras disciplinas, puede
traducirse como bienestar general según la Sociología o interés general desde el
Derecho Administrativo. El bien común, es un dato capital, constituye la tarea
suprema de la actuación del los poderes públicos. Es más, en la medida en que
la Ética supone profundizar en la plasmación del bien común, resulta evidente
que la primacía de la «política» frente a la peligrosa preponderancia de la «eco-
nomía» en nuestro tiempo, implica que es una función trascendental de la co-
munidad política reducir, dice Messner, a su propio puesto a cada uno de los
grupos, con sus intereses particulares y sus pretensiones de poder, evitando así
la explotación de unos por otros. Los dirigentes públicos, los responsables de
los poderes públicos, pues, deben ordenar todo este entramado de distintos in-
tereses particulares o sectoriales en el proceso dinámico de la realización pro-
gresiva del bien común, del interés general. Por eso, la autoridad política tiene
que contar con el poder necesario para poder realizar el bien común, el interés
general. Es decir, el bien común en cuanto ley fundamental de los poderes pú-
blicos, fundamenta la primacía de la «política» y justifica la plenitud de la au-
toridad al servicio del bien común.
El poder es el medio que tiene el Estado para hacer presente el bien común,
para servir objetivamente al interés general diría un profesor de Derecho Admi-
nistrativo. Por tanto, en sí mismo, tiene una clara dimensión relacional y se
fundamenta en su función de crear los presupuestos para el pleno desarrollo del
ser humano (Messner). Es decir, el poder político se justifica en función de
hacer posibles los fines existenciales del hombre. Es más, el poder público se
legitima en la medida en que su ejercicio se orienta hacia este objetivo. El fun-
damento jurídico del poder público reside en la constitución natural del orden
colectivo necesario para el cumplimiento de las funciones sociales fundamen-
tales. Dicho orden, y por tanto su autoridad, se funda en la naturaleza del hom-
bre. Así se entiende perfectamente que el poder político se encuentra subordi-
nado al bien común, como afirma Messner.
El poder público, el poder de mando en cuanto tal, se fundamenta en la pro-
pia naturaleza humana y en su ordenación al bien común. Ahora bien, el poder
público de coacción parte de los elementos irracionales ínsitos en la naturaleza
humana como consecuencia de los cuales la voluntad del hombre se pone con
facilidad en contradicción con sus fines. El poder de coacción se justifica en la
necesidad de restablecer el bien común puesto en peligro por el propio hombre.
El poder público existe por y para la satisfacción plena de las derechos ciuda-
danos y de sus intereses legítimos. Tiene una dimensión de Derecho público
que se engarza con la propia finalidad de la comunidad política y se extiende,
como dice el profesor Messner, a todas las funciones necesarias para la realiza-

58
gobierno y administración ética

ción de su bien general específico. Por ello, el poder político en su sentido más
propio está vinculado esencialmente al bien común, al interés general, por lo
que si se usa en beneficio propio o de grupos determinados se hace una utiliza-
ción ilegítima, ilícita, contra las reglas de la recta razón, del poder público. Las
potestades públicas, lo sabemos bien los administrativistas, se justifican en
cuanto sirven objetivamente, justamente, al interés general.
El poder público es encomendado por los ciudadanos a los políticos, no solo
para que realicen una mera y automática ejecución de la ley, sino para que diri-
jan la comunidad política en orden al bien común, a la preservación del interés
general. Aquí radica precisamente la diferencia entre administrar y gobernar.
Es más, el poder público en el marco de la ley se encuentra vinculado por el
bien común.
La función fundamental del Estado se encuentra en la realización del bien
común, del interés general, que no es, ya lo hemos comentado, la suma de los
bienes o intereses individuales. Es más, se trata de un nuevo valor específica-
mente distinto del bien o interés individual y de la suma de los bienes o intere-
ses particulares. El bien común, el interés general en términos jurídico-adminis-
trativos, se fundamenta en el respeto a la dignidad de la persona. De ahí que el
Estado no debe ver en el hombre únicamente el ciudadano, porque el hombre es
algo más, bastante más que un ciudadano: es un ser humano con unos derechos
fundamentales que surgen de su propia dignidad y que debe realizarlos para
desarrollar en plenitud, en libertad solidaria, su personalidad.
La persona se constituye, pues, en centro de la acción pública. No la persona
genérica o una universal naturaleza humana, sino la persona, cada individuo,
revestido de sus peculiaridades irreductibles, de sus coordenadas vitales, exis-
tenciales, que lo convierten en algo irrepetible e intransferible, en persona.
Cada persona es sujeto de una dignidad inalienable que se traduce en derechos
también inalienables, los derechos humanos, los derechos fundamentales, que
han ocupado, cada vez con mayor intensidad y extensión, la atención de los
diferentes políticos de cualquier signo en todo el mundo.
Recuperar el pulso del Estado social y democrático de Derecho y fortalecer-
lo, significa entre otras cosas recuperar para el Estado los principios de su fun-
cionalidad básica que se expresa adecuadamente –aunque no solo– en aquellos
derechos primarios sobre los que se asienta nuestra posibilidad de ser como
hombres. Entre ellos el derecho a la vida, a la seguridad de nuestra existencia,
el derecho a la salud.
Ciertamente, los logros del Estado del Bienestar están en la mente de todos:
consolidación del sistema de pensiones, universalización de la asistencia sani-
taria, implantación del seguro de desempleo, desarrollo de las infraestructuras
públicas. Afortunadamente, todas estas cuestiones se han convertido en punto
de partida de los presupuestos de cualquier gobierno que aspire de verdad a
mejorar el bienestar de la ciudadanía.

59
la dimensión ética de la función pública

Sin embargo, se dirigen varias críticas al Estado del Bienestar, referidas a su


estancamiento en la consecución del crecimiento económico, a su fracaso en el
mantenimiento de la cohesión social y, sobre todo, a su estática orientación y
gestión, que tantos males ha traído consigo.
El Estado providencial, en su versión clásica, ha fracasado, ya lo hemos in-
dicado, en su misión principal de redistribuir la riqueza de forma equitativa,
hasta el punto de que tras décadas de actividades redistributivas no solo no han
disminuido las desigualdades, sino que, por paradójico que parezca, ha aumen-
tado la distancia entre ricos y pobres. Estas desigualdades han generado grupos
de población excluidos y marginados de la sociedad y no solo debido a circuns-
tancias económicas, sino también a causa de su raza, su nacionalidad, su reli-
gión o por cualquier rasgo distintivo escogido como pretexto para la discrimi-
nación, la xenofobia y, a menudo, la violencia. Evidentemente, como apunta
acertadamente Dahrendorf, esta divergencia sistemática de perspectivas de
vida para amplios estratos de la población es incompatible con una sociedad
civil fuerte y activa.
La economía social de mercado no presupone una mayor intervención del
Estado en la vida económica y social; ni tampoco exige que los poderes públi-
cos se abstengan de intervenir en la sociedad o en la economía. Lo que resulta
evidente es que el papel del Estado debe cambiar para perseguir la cuadratura
del círculo, esto es, conciliar –si ello es posible– las que, a juicio de Dahren-
dorf, eran las tres aspiraciones básicas de los ciudadanos: la prosperidad eco-
nómica mediante el aumento de la riqueza, vivir en sociedades civiles capaces
de mantenerse unidas y constituir la base sólida de una vida activa y civilizada,
y contar con unas instituciones democráticas que garanticen la vigencia del
Estado de Derecho y la libertad política de las personas.
No es fácil compatibilizar estas metas y con frecuencia la prosperidad eco-
nómica se consigue a costa de sacrificar la libertad política o la cohesión social.
Recientemente, Giddens ha creído encontrar la forma de lograrlo a través de la
denominada tercera vía, que trata de superar los planteamientos neoliberales y
socialistas. El Estado no debe retroceder ni puede expandirse ilimitadamente;
simplemente debe reformarse.
Hoy parece evidente la superación de esta visión. Las prestaciones o venta-
jas económicas no son casi nunca suficientes para producir bienestar; es ade-
más necesario promover simultáneamente mejoras psicológicas. Se trata, como
apunta Giddens, de alcanzar un bienestar positivo: en lugar de luchar contra la
indigencia se debe promover la autonomía; en vez de combatir la enfermedad
se debe prevenir su existencia promoviendo una salud activa; no hay que erra-
dicar la ignorancia sino invertir en educación, no debe mitigarse la miseria, sino
promover la prosperidad, y finalmente, no debe tratar de erradicarse la indolen-
cia, sino premiar la iniciativa.
Por lo tanto, si el Estado tiene como función primaria genérica la promoción
de la dignidad humana, se entenderá sin esfuerzo que el bienestar de los ciuda-

60
gobierno y administración ética

danos ocupe un lugar absolutamente prioritario en la actividad del Estado. Esto,


forzoso es recordarlo, no es patrimonio exclusivo de ningún grupo ni de ningu-
na instancia política, es patrimonio del sentido común, o del sentir común.
¿Para qué querríamos un Estado que no nos proporcionará mejores condiciones
para el desarrollo y el logro de los bienes que consideramos más apreciables por
básicos? Ciertamente hay todavía –y demasiados– Estados concebidos como
instrumentos de opresión o al servicio de los intereses de unos pocos, pero no
podemos olvidar que nuestra referencia es el Estado democrático de Derecho,
un Estado de libertades, que en la práctica y hasta ahora viene haciendo impo-
sible tal situación de abuso entre nosotros
Que el bienestar sea una condición para el desarrollo personal, como seres
humanos en plenitud, no es un hallazgo reciente ni mucho menos. Ya los anti-
guos entendieron que sin unas condiciones materiales adecuadas no es posible
el desarrollo de la vida moral, de la vida personal, y el hombre queda atrapado
en la perentoriedad de los problemas derivados de lo que podríamos llamar su
simple condición animal, y reducido a ella. Pero quisiera subrayar que bienestar
no es equivalente a desarrollo personal. El bienestar es la base, la condición de
partida que hace posible ese desarrollo. Por eso, el bienestar no es un absoluto,
un punto de llegada. Un ejemplo elemental ayuda a comprender esta idea: si
todos apreciamos como imprescindible el respirar bien, nadie se contentaría
con vivir solo con el ejercicio de esta función. Tal vez en esta perspectiva es
posible interpretar el fracaso del Estado del Bienestar al modo que fue interpre-
tado en su versión más estática y cerrada.
Concebir el bienestar como una finalidad de la acción pública, como una
meta o un punto de llegada, provocó una espiral de consumo, de inversión pú-
blica, de intervención estatal, que llegó a desembocar en la concepción del Es-
tado como providente, como tutor de los ciudadanos e instancia para la resolu-
ción última de sus demandas de todo orden. Este modo de entender la acción
del Estado condujo de modo inequívoco a considerar a las instancias públicas
como proveedoras de la solución a todas nuestras necesidades, incluso a las
más menudas, incluso a nuestras incomodidades, incluso me atrevería a escri-
bir, de los caprichos de muchos ciudadanos.
En esa espiral, asumida desde planteamientos doctrinarios que la historia
más reciente ha demostrado errados, el Estado ha llegado prácticamente a su
colapso, ha sido incapaz de responder a la voracidad de los consumidores que
él mismo ha alumbrado y alimentado con mimo a veces demagógico. Exigencia
de prestaciones y evasión de responsabilidades se han confabulado para hacer
imposible el sueño socialista del Estado providencia. En un Estado así concebi-
do el individuo, la persona, se convierte en una pieza de la maquinaria de pro-
ducción y en una unidad de consumo, y por ende se ve privada de sus derechos
más elementales si no se somete a la lógica de este Estado, quedando arrumba-
das su libertad, su iniciativa, su espontaneidad, su creatividad, y reducida su
condición a la de pieza uniforme en el engranaje social, con una libertad apa-
rente reducida al ámbito de la privacidad.

61
la dimensión ética de la función pública

Así las cosas, bien someramente descritas, la reforma del llamado Estado
del Bienestar no ha sido tarea de un liberalismo radical como algunos han pre-
tendido hacer creer. No hay tal cosa. La necesidad de la reforma ha venido
impuesta por una razón material y por una razón moral. La reforma del Estado
del Bienestar ha sido, es todavía, una exigencia ineludible impuesta por el fra-
caso de una concepción desproporcionada. Dicho de otra manera, la reforma
del Estado del Bienestar ha sido exigida por la realidad, por las cuentas, por su
inviabilidad práctica. Y, en el orden moral, por la grave insatisfacción que se ha
ido produciendo en las generaciones nuevas que han visto reducida su existen-
cia –permítaseme la expresión– a una condición estabular que no podía menos
que repugnarles.
Pues no es así. Denunciar el hecho comprobado de la inviabilidad del Estado
del Bienestar en su versión estática, reivindicar la necesidad de las reformas
necesarias, se hace en mi caso desde la convicción irrenunciable de que no solo
el bienestar público es posible, sino necesario, y no solo necesario sino insufi-
ciente en los parámetros en los que ahora se mide. Es decir, es necesario, es de
justicia, que incrementemos los actuales niveles de bienestar –si se puede ha-
blar así–, sobre todo para los sectores de población más desfavorecidos, más
dependientes y más necesitados. Insisto, es una demanda irrebatible que nos
hace el sentido más elemental de la justicia y que no se puede ocultar por muy
elevado que sea el déficit público.
Los sectores más desfavorecidos, los sectores más necesitados, son los más
dependientes, y las prestaciones sociales del Estado no pueden contribuir a au-
mentar y agravar esa dependencia, convirtiendo, de hecho, a los ciudadanos en
súbditos, en este caso del Estado, por muy impersonal que sea el soberano, o que
tal vez por ser más impersonal y burocrático es más opresivo. En esta afirmación
está implícita otra de las características de las reformas que tendrán que implan-
tarse en el futuro: la finalidad de la acción pública no es el bienestar, el bienestar
es condición para la promoción de la libertad y participación de los ciudadanos,
estas sí, auténticos fines de la acción pública. Así el bienestar aparece como
medio, y como tal medio debe ser relativizado, puesto en relación al fin.
Tal cosa se traduce en que el bienestar no solo no está reñido con la austeri-
dad, sino que no se puede ni concebir ni articular sin ella. Austeridad no puede
entenderse como privación de lo necesario, sino como ajuste a lo necesario, y
consecuentemente limitación de lo superfluo. Si no es posible realizar políticas
austeras de bienestar tampoco lo es implantar un bienestar social real, equitati-
vo y progresivo, capaz de asumir –y para todos– las posibilidades cada vez de
mayor alcance que las nuevas tecnologías ofrecen. Insisto en que austeridad no
significa privación de lo necesario. Políticas de austeridad no significan por
otra parte simplemente políticas de restricción presupuestaria. Políticas de aus-
teridad significan la implicación de los ciudadanos en el recorte de los gastos
superfluos y en la reordenación del gasto. Sin la participación activa y cons-
ciente de una inmensa mayoría de los ciudadanos considero que es imposible la

62
gobierno y administración ética

aproximación al Estado del Bienestar social que todos de una manera o de otra
anhelamos. Es necesaria por parte de la ciudadanía la asunción de la responsa-
bilidad política en su conducta particular, para hacer posible la solidaridad, la
participación, que es meta de la acción política.
En este sentido, las políticas austeras son compatibles con una expansión del
gasto. Porque la expansión del gasto es necesaria, porque no son satisfactorios
aún los niveles de solidaridad efectiva que hemos conseguido. Pero expandir el
gasto sin racionalizarlo adecuadamente, sin mejorar las prioridades, sin satisfa-
cer demandas justas y elementales de los consumidores, es hacer una contribu-
ción al despilfarro. Y aquí no me detengo en una consideración moralista de la
inconveniencia del gasto superfluo, sino que me permito reclamar, alzando un
poco la mirada, que vayamos más allá y comprendamos la tremenda injusticia
que está implícita en el gasto superfluo o irracional cuando hay tantas necesida-
des perentorias sin atender todavía. Es decir, si el gasto público es eficiente,
podrá ser equitativo, atendiendo coherentemente a los sectores más desfavore-
cidos de la sociedad.
Situémonos, por ejemplo, en el sector sanitario. La sanidad española es ex-
presión, a mi parecer, del profundo grado de solidaridad de nuestra sociedad en
todos sus estamentos. Solo se puede explicar su entramado, ciertamente com-
plejo, avanzado técnica y socialmente –y también muy perfectible– por la ac-
ción solidaria de sucesivas generaciones de españoles y por la decidida acción
política de gobiernos de variado signo. Pienso que en este terreno hay méritos
indudables de todos. Sobre bases heredadas a lo largo de tantos años, hemos
contribuido de modo indudable al desarrollo de una sanidad en algunos senti-
dos ejemplar. Y con el desarrollo autonómico se han desenvuelto experiencias
de gestión que suponen ciertamente un enriquecimiento del modelo –en su plu-
ralismo– para toda España.
Pero si afirmamos que el modelo es perfectible estamos reclamando la nece-
sidad de reformas, que deben ir por el camino de la flexibilización, de la agili-
zación, de la desburocratización, de la racionalización en la asignación de re-
cursos y de su optimización, y de la personalización y humanización en las
prestaciones. Que en muchos sentidos el modelo sea ejemplar, no quiere decir
que sea viable en los términos en que estaba concebido, ni que no pueda ser
mejor orientado de cara a un servicio más extenso y eficaz.
La asistencia sanitaria universal no puede ser una realidad nominal o conta-
ble, porque la asistencia debe ser universalmente cualificada desde un punto de
vista técnico-médico, inmediata en la perspectiva temporal, personalizada en el
trato, porque la centralidad de la persona lo exige. Y además debe estar articu-
lada con programas de investigación avanzada; con innovaciones de la gestión
que la hagan más eficaz; con una adecuación permanente de medios a las nue-
vas circunstancias y necesidades; con sistemas que promocionen la competen-
cia a través de la pluralidad de interpretaciones en el modelo que –eso sí– en
ningún caso rompan la homogeneidad básica en la prestación, etc.

63
la dimensión ética de la función pública

Además, precisamente por no tratarse de un problema puramente técnico o


de gestión, la política sanitaria y los desafíos del bienestar deben encuadrarse
en el marco de la política general, en ella se evidencian los objetivos últimos del
interés general en esta materia: promoción de la libertad –en nuestro caso libe-
ración de las ataduras de la enfermedad–, solidaridad –evidente como en pocos
campos en la asistencia sanitaria universal–, y participación activa. Este deber
de participación, libremente asumido, enfrenta al ciudadano a su responsabili-
dad ante el sistema sanitario, para reducir los excesos consumistas; le abre y
solicita su aceptación de posibilidades reales de elección; establece límites sub-
jetivos al derecho, que debe interpretarse rectamente no como derecho a la sa-
lud estrictamente, sino como derecho a una atención sanitaria cualificada; y
plantea también la necesidad de asumir la dimensión social del individuo bus-
cando nuevas fórmulas que dé entrada al ámbito familiar –sin recargarlo– en la
tarea de humanización de la atención sanitaria.
La persona es el centro de las llamadas políticas públicas. El bienestar: la
condición y el medio para su desarrollo de los ciudadanos a través del ejercicio
de su libertad solidaria. La atención sanitaria es, en este contexto, objetivo prio-
ritario en las tareas del Estado y de la sociedad. No me he resistido a reiterar las
coordenadas en que se encuadra esta visión de la asistencia sanitaria, porque
pone de relieve su condición de instrumento, no de fin, para hacer realidad una
sociedad cada vez más libre y solidaria.

64
CAPÍTULO III
EL MARCO JURÍDICO EN ESPAÑA
Y EN LA UNION EUROPEA

EL MARCO ESPAÑOL

El artículo 9.2 de la Constitución española de 1978 es uno de los preceptos


más relevantes del texto constitucional en orden a determinar el sentido y fun-
cionalidad de la Administración Pública en el Estado social y democrático de
Derecho. Es más, en este precepto se diseña la función promocional de los po-
deres públicos, que es la actividad dirigida a facilitar la libertad solidaria y la
igualdad de los individuos y de los grupos en que se integran. De esta manera,
además de imponer a dichos poderes públicos la obligación de remover los
obstáculos que impidan la efectividad de estos objetivos constitucionales, se
reconoce la función esencial de los poderes públicos como tarea comprometida
con la libertad y la igualdad, lo que implica que todo el quehacer administrativo
debe estar animado por esta relevante función.

Además, el artículo 10.1 de la Constitución de 1978 dispone, como ya sabe-


mos, que «la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inheren-
tes, el libre de­sarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los
demás son fundamento del orden político y de la paz social». Aquí se encuentra,
en mi opinión, la determinación constitucional del alcance del interés general en
el Estado social y democrático de Derecho. Como ha señalado García de Ente-
rría en un trabajo de 1981 titulado «La significación de las libertades públicas»,
al que nos hemos referido anteriormente, hoy el interés público reside en una la-
bor de promoción de derechos de los ciudadanos superando una versión cerrada
y casi patrimonial del interés público. Es más, si estamos de acuerdo en que la
finalidad del Estado hoy es la garantía de los derechos de los ciudadanos desde la
orientación que he denominado de la libertad solidaria, entonces podremos lla-
mar la atención sobre la función que en esta materia corresponde a la Administra-
ción Pública en general y a sus agentes en particular. Que esto puede ser así se
deduce sin dificultad de la cantidad y calidad de pronunciamientos de nuestro
Tribunal Constitucional en los que, en sede de derechos fundamentales, queda
bien claro que estos constituyen uno de los objetivos del Estado social y demo-

65
la dimensión ética de la función pública

crático de Derecho y que, por tanto, la Administración cumple su dinamismo


constitucional en la medida en que su actuación sigue estos postulados.
Por lo que se refiere al artículo 103.1 de la Constitución, debemos señalar
que en este precepto se encuentra a mi juicio el ethos constitucional que la
Norma Suprema atribuye a la Administración y a los poderes públicos en ge-
neral. No es casual que el constituyente hubiera querido seleccionar, de entre
las diferentes opciones posibles, el término servicio para caracterizar la esen-
cia de su función. En efecto, según dispone el artículo 103.1 la Administración
sirve con objetividad el interés general. Es decir, la Administración Pública
está al servicio de los intereses generales que desde esta perspectiva se nos
presentan como un concepto jurídico indeterminado que, como señalé ante-
riormente, en un Estado social y democrático de Derecho aparecen vinculados
a la realización efectiva de la libertad solidaria. Si la Administración Pública
sirve los intereses generales como persona jurídica, los agentes o empleados
singularmente considerados deben distinguirse también por el servicio en su
trabajo profesional ordinario de gestión pública, cualquiera que sea su posi-
ción en la maquinaria administrativa. Lógicamente, es diferente, en este senti-
do, la posición que pueda tener quien opera potestades públicas discrecionales
que quien realiza tareas administrativas materiales más o menos mecánicas.
Aquí se encuentra, pues, una fuerte componente ética de la caracterización
constitucional de la Administración Pública que va a permitir a los ciudadanos
juzgar acerca de la temperatura ética del aparato administrativo en general y
en particular.
El servicio al interés general, ya lo hemos indicado, ha de ser objetivo, pues
tras la victoria del principio de legalidad sobre las tinieblas del Antiguo Régi-
men, en cuya virtud el capricho y el puro deseo de dominación eran la fuente
del Derecho, hoy emerge, consecuencia de la dimensión ética de la función
pública, una nueva forma de concebir el ejercicio del poder público que requie-
re de temple, moderación, equilibrio y sensibilidad social. Si, por el contrario,
se nos presenta en clave de fuerza racionalizada, dejará de ser ese tan importan-
te que necesita la sociedad para promover la justicia y el interés general.
El acuerdo del Consejo de Ministros de 18 de enero de 2005 es el primer
instrumento normativo en el que se recoge entre nosotros el concepto de buen
gobierno aplicado al ámbito público. El tratamiento que se dispensa al buen go-
bierno se circunscribe a su dimensión ética en su proyección sobre los miem-
bros del gobierno y sobre los altos cargos de la Administración del Estado. El
buen gobierno, como estamos analizando, es algo más, pero no es menos cierto
que ciertamente la vertiente ética es quizás el aspecto más destacado y más
sobresaliente del buen gobierno de instituciones públicas en el tiempo presente.
Tras recordar las normas que vertebran el régimen de la función pública en
relación con la transparencia, la dedicación plena, la imparcialidad, la eficacia,
el propio preámbulo del acuerdo señala que «se hace necesario que los poderes
públicos ofrezcan a los ciudadanos el compromiso de que todos los altos cargos

66
el marco jurídico en españa y en la unión europea

en el ejercicio de sus funciones han de cumplir no solo las obligaciones previs-


tas en las leyes, sino que, además, su actuación ha de inspirarse y guiarse por
principios éticos y de conducta que hasta ahora no han sido plasmados expresa-
mente en las normas», aunque sí se inducían de ellas y que conforman un códi-
go de buen gobierno». Por tanto, el acuerdo del Consejo de Ministros reduce el
buen gobierno a un catálogo de deberes y obligaciones exigibles a los miem-
bros del gobierno y a los altos cargos de la Administración del Estado y que se
derivan del servicio al interés general.
Ciertamente, también es posible deducir desde la perspectiva de los deberes
de los políticos y altos funcionarios las características propias del buen gobier-
no y de la buena administración. Tarea que es la que vamos a abordar en este
epígrafe de la mano de este relevante acuerdo del Consejo de Ministros, que se
inspira en las directrices de la OCDE y otras Organizaciones Internacionales y
que trata de «definir y exponer los valores de referencia que han de regir la
actuación de los miembros del gobierno y de sus altos cargos para responder a
las demandas y exigencias de los ciudadanos en cuanto integrantes de la comu-
nidad política en la que viven y ofrecer un compromiso sólido de respeto, pro-
tección y fomento de todas las aspiraciones de los individuos en un marco de
solidaridad, libertad y justicia». La idea central del código descansa en la exis-
tencia de un compromiso de los gobernantes y altos administradores por tener
presentes las demandas ciudadanas, lo que implica colocar al ciudadano en el
lugar central del buen gobierno y reclamar que el aparato público bascule per-
manentemente hacia la ciudadanía y no hacia la propia organización.
El acuerdo dispone, además, que dichos deberes serán exigibles jurídica-
mente en los términos previstos en el Ordenamiento jurídico lo que, sin embar-
go, como sabemos, no implica que puedan sancionarse todos los incumplimien-
tos de todos los deberes que se establecen.
El acuerdo, desde la perspectiva ética del servicio público, establece unos
principios básicos, unos principios éticos y unos principios de conducta. Los
principios básicos seleccionados son: objetividad, integridad, neutralidad, res-
ponsabilidad, credibilidad, imparcialidad, confidencialidad, dedicación al ser-
vicio público, transparencia, ejemplaridad, austeridad, accesibilidad, eficacia,
honradez y promoción del entorno cultural y medioambiental y de la igualdad
entre hombres y mujeres.
La selección de los criterios básicos, sobre los que se construirán los princi-
pios éticos y los principios de conducta, tienen el común denominador del sen-
tido tradicional y moderno de la idea fuerza del servicio al interés general, o si
se quiere, por seguir la terminología constitucional española, el servicio objeti-
vo al interés general. Quizás en el preámbulo se podría haber expuesto con
mayor claridad la centralidad del artículo 103.1 de la Constitución como crite-
rio básico para la construcción de los diferentes principios que habrán de inspi-
rar el buen gobierno entendido desde la perspectiva del servicio objetivo al in-
terés general.

67
la dimensión ética de la función pública

En cualquier caso, puede afirmarse que en el punto primero del anexo dedi-
cado a los principios básicos se encuentran los principales principios que han
distinguido, distinguen y seguirán distinguiendo al buen gobierno y a la buena
administración de las instituciones públicas. Quizás, en este sentido, hubiera
sido mejor comenzar el repertorio de los llamados principios básicos por el de
servicio objetivo al interés general, o, en todo caso, haber hecho alguna apela-
ción especial pues constituye la denominación constitucional de la función cen-
tral de la Administración Pública.
Objetividad es el primer principio de la enumeración. Es un principio básico
porque, en efecto, frente a la subjetividad propia del ejercicio del poder en el
Antiguo Régimen, la democracia trae consigo el principio de legalidad, de for-
ma y manera que las potestades públicas requieren de una previa habilitación
legislativa, lo que permite un ejercicio del poder sometido a ciertos cánones que
garanticen una razonable objetividad. Como principio que se proyecta sobre el
gobernante o alto funcionario, la objetividad requiere motivar las decisiones,
atender a los informes preceptivos, pensar en la realidad y tener bien presente
el carácter central de la persona en el sistema político y administrativo.
La integridad presume la actuación del gobernante o del alto funcionario de
acuerdo a los principios centrales de la ética del servicio público, entre los que
el más importante es el de dar a cada uno lo que en justicia le corresponde.
Además, la integridad implica atender en el ejercicio del poder al conjunto de
la ciudadanía, sin dejarse llevar por partidismos o exclusivismos que atenten
contra el sentido del interés general. Desde otra perspectiva, la integridad a
veces se identifica con la rectitud para llamar la atención sobre la necesidad de
que la actuación pública siempre se oriente de acuerdo con la satisfacción del
interés general, alejada de las tentaciones de confundir lo que es de la comuni-
dad con lo personal.
La neutralidad hace referencia a un valor específico de la función pública
que se deduce de la objetividad. Es decir, en la actuación cotidiana, los miem-
bros del gobierno y los altos cargos han de actuar desde parámetros no partida-
rios, lo cual es bien difícil, sobre todo en países como España en los que con
demasiada frecuencia no se distingue bien cuándo un ministro habla como
miembro de un partido o como miembro de un gobierno.
La responsabilidad, como es lógico, es una característica de la toma de de-
cisiones. Quien decide, es responsable de la decisión y de sus consecuencias.
Hoy vivimos en un mundo en el que se procura que la responsabilidad se sitúe
en ambientes de anonimato o en estructuras colegiadas, evitando en lo posible
que se circunscriba a una persona. Sin embargo, en la democracia es habitual
responder ante el Congreso, ante la prensa, ante la opinión pública, acerca de
las decisiones que afectan al interés general.
La credibilidad es una cualidad que no por escribirla en una norma se pro-
duce automáticamente. Son creíbles las personas que con su actuación merecen

68
el marco jurídico en españa y en la unión europea

tal calificación. Normalmente, la credibilidad está relacionada con la trayecto-


ria profesional de las personas, con la coherencia y la congruencia entre lo que
se dice y luego lo que se hace.
La imparcialidad tiene mucho que ver con la objetividad y la neutralidad
puesto que supone la contemplación de lo común, de lo general, de lo público,
desde una perspectiva de integración, de equilibrio, libre de presiones y de vi-
siones parciales de la realidad.
La confidencialidad es necesaria porque, en efecto, los miembros del go-
bierno y los altos funcionarios conocen por razón de su cargo informaciones
que, por su incidencia en la seguridad o en cuestiones estratégicas, han de ser
objeto de discreción y reserva. Ahora bien, la confidencialidad ordinariamente
funciona en régimen de excepción, siendo la regla la transparencia, la motiva-
ción de las decisiones y la rendición de cuentas.
La dedicación al servicio público es una lógica condición del trabajo de
ministros y altos funcionarios, tareas que exigen unas severas normas de in-
compatibilidad que, sin embargo, debieran ser más tolerantes con la docencia
universitaria, pues este trabajo probablemente, si es en dedicación parcial, no
distrae la atención al cargo y puede ser provechoso para los alumnos conocer de
primera mano la tramitación de las principales políticas públicas del momento.
Transparencia, como consecuencia de que las instituciones públicas son de
la gente, de la ciudadanía, que tiene derecho a conocer el funcionamiento y las
decisiones del gobierno y administración de lo común, porque es de todos.
Ejemplaridad. Hume decía que la ejemplaridad es la mejor escuela. En efec-
to, cuando hay ministros y altos cargos ejemplares en su conducta y en su ac-
tuación pública y privada el ejercicio del mando es más fácil porque se ejerce
el poder desde la auctoritas.
Austeridad, porque el manejo de los fondos públicos, como son de todos,
debe hacerse conscientes de que los recursos públicos son escasos y deben
manejarse mirando cada euro que se gasta. Esta actitud no está reñida con la
dignidad. Antes al contrario, si se identifica la austeridad con la inadecuación
de los medios, no se podrá servir correctamente a los intereses generales y,
más pronto que tarde, nos encontraríamos con un aparato público ineficaz e
ineficiente.
Eficacia. El gobierno y la administración de lo público han de conseguir
resultados con sus políticas. Objetivos que normalmente están diseñados y que
se ejecutan y evalúan muy pendientes de la ciudadanía.
Honradez. Cualidad muy vinculada a la integridad y a la rectitud, y que hace
referencia al cumplimiento personal de las cualidades que definen al gobernan-
te o alto administrador en una democracia. Esencialmente, es honrado quien
sigue el interés público desde una perspectiva abierta, plural y dinámica en su
quehacer político.

69
la dimensión ética de la función pública

Finalmente, promoción del entorno cultural y mediomabiental y de la igual-


dad entre hombres y mujeres. Son dos cualidades que me parece que se han
colocado entre los principios básicos probablemente por rendir culto a lo polí-
ticamente correcto en cada momento, puesto que con facilidad pueden deducir-
se de los criterios anteriores.
A continuación, se exponen catorce principios éticos, vinculando así el
buen gobierno y la buena administración a una perspectiva netamente ética
que, si se entiende como el servicio objetivo al interés general, hasta puede
ser una metodología razonable siempre que se admita que en el buen gobierno
y la buena administración hay también aspectos jurídicos, económicos, socio-
lógicos…
El primer principio ético que se cita me parece magnífico pues se refiere a
que los altos cargos promoverán los derechos humanos. Consideración que
vengo proponiendo años atrás convencido como estoy de que el interés general
en el Estado social y democrático de Derecho ha de atender preferentemente a
la realización efectiva de los derechos fundamentales de las personas. Obvia-
mente, trabajar desde este convencimiento implica promover la igualdad y, por
tanto, evitar cualquier tipo de discriminación por cualquier causa.
El segundo principio, confuso donde los haya, señala que «la adopción de
decisiones perseguirá siempre la satisfacción de los intereses generales de los
ciudadanos y se fundamentará en consideraciones objetivas orientadas hacia el
interés común, al margen de cualquier otro factor que exprese posiciones per-
sonales, familiares, corporativas o clientelares o cualesquiera otras que pudie-
ran colisionar con este principio». La redacción de este punto no es precisamen-
te un dechado de perfección literaria y de claridad. Por ejemplo, ¿qué diferencia
hay entre intereses generales de los ciudadanos y consideraciones objetivas
orientadas al interés común? ¿Es que los intereses generales no están necesaria-
mente orientados a la ciudadanía en una democracia? Quizás se podría haber
redactado este principio ético de satisfacción del interés público como criterio
general para la adopción de decisiones públicas de manera más sencilla y más
clara. Ahora bien, lo que pretende traslucir, con esta observación, es la vincula-
ción a lo público de toda actuación o decisión pública. Pero vinculación a lo
público desde un entendimiento abierto, plural, dinámico y complementario de
lo público.
El tercer principio se refiere a los conflictos de interés, de manera que los
altos cargos se abstendrán de toda actividad o interés, que puede ser privado,
por supuesto, pero también público, que pueda suponer riesgo de conflictos de
interés con el cargo público. El acuerdo del Consejo de Ministros define la si-
tuación de conflicto de interés: «…cuando los altos cargos intervienen en las
decisiones relacionadas con asuntos en los que confluyan a la vez intereses de
su puesto público e intereses privados propios, de familiares directos, o intere-
ses compartidos con terceras personas». Quizás, la redundancia de intereses
privados propios debiera haberse evitado y, probablemente, limitar el conflicto

70
el marco jurídico en españa y en la unión europea

a los familiares directos no solucione muchos problemas reales que se plantean


en esta vidriosa materia.
Como aplicación del artículo 9.2 de la Constitución, el cuarto principio reza
así: «Velarán por promover el respeto a la igualdad entre hombres y mujeres, y
removerán los obstáculos que puedan dificultar la misma». Me pregunto, sin
embargo, por qué no se refiere el principio a promover la libertad cuando el
artículo 9.2 también a ella se refiere junto a la igualdad. Por tanto, aquí nos
encontramos con un nuevo ejercicio de uso alternativo de la igualdad.
El quinto principio ético entra a saco, si se puede utilizar esta expresión, en
los tradicionales privilegios no escritos de los que siempre han gozado las per-
sonas constituidas en autoridad pública en lo que se refiere a sus relaciones con
entidades privadas económicas o comerciales. Por ello, hemos de saludar como
un principio bien positivo que los altos cargos se sometan a las mismas condi-
ciones y exigencias previstas para el resto de los ciudadanos en las operaciones
financieras, obligaciones patrimoniales o negocios jurídicos que se realicen. En
el mismo sentido de acabar con injustificables privilegios de los que todavía
disfrutan los cargos públicos, el sexto principio dispone que «no aceptarán nin-
gún trato de favor o situación que implique privilegio o ventaja injustificada,
por parte de personas físicas o entidades privadas». En este principio se enuncia
la prohibición de privilegios o tratos de favor por parte de personas físicas o
entidades privadas, prohibición que dependerá, dada su abstracción, de las cua-
lidades democráticas y la rectitud ética del alto cargo de que se trate.
El sexto principio atiende a la necesidad de evitar que se utilice el cargo
público para conseguir determinados resultados a través del interés injustifica-
do o las presiones, más o menos intensas o explícitas, que en ese momento o en
el futuro puedan beneficiar al alto cargo en cuestión. Igualmente, se prohíbe
que ese interés en resolver o agilizar determinados asuntos afecte positivamen-
te a sus familiares a entorno social próximo, o cuando dicho interés suponga un
menoscabo de los intereses de terceros. Es menester reconocer que no va a ser
fácil en la práctica conseguir que este principio resplandezca con luz propia en
la realidad administrativa española puesto que, como se le atribuye a un famoso
pensador y escritor de mi tierra, para mucha gente la recomendación es un de-
recho humano. Sin embargo, el Consejo de Ministros ha puesto el listón muy
alto, lo que hemos de saludar positivamente. Lo difícil será evaluar y compro-
bar el cumplimiento real de estos principios, muchos de ellos vinculados a la
propia rectitud ética del alto cargo de que se trate en cada caso.
Lógicamente, la eficacia, la eficiencia y la economía, principio séptimo,
presiden, de acuerdo con el interés general, la actuación pública de los altos
cargos, pues el gobierno y la Administración han de alcanzar determinados
objetivos previamente propuestos. En este punto, sin embargo, me parece que
hubiera quedado más completo con la cita de la legalidad pues no pocas veces
se produce esa conocida tensión entre eficacia y legalidad a la hora de alcanzar
determinados objetivos.

71
la dimensión ética de la función pública

Corolario de la objetividad y de la dedicación al servicio público, el princi-


pio octavo dispone que los altos cargos se abstendrán de todo tipo de negocios
y actividades financieras que puedan comprometer la objetividad de la Admi-
nistración en el servicio a los intereses generales.
Consecuencia de la transparencia, principio noveno, es la publicidad de sus
actuaciones públicas y la accesibilidad. Obviamente, si los altos cargos no aten-
dieran a la ciudadanía y sus actuaciones fueran opacas, se resentiría gravemen-
te la calidad de la democracia.
Igualmente, el principio genérico de responsabilidad tratado en el apartado
anterior conduce al principio décimo: «asumirán la responsabilidad en todo
momento de las decisiones y actuaciones propias y de los organismos que diri-
gen, sin perjuicio de otras que fueran exigibles legalmente». Consecuencia del
principio de jerarquía y de colaboración es que, principio undécimo, «asumirán
la responsabilidad de sus actuaciones ante los superiores y no las derivarán
hacia los subordinados sin causa justa». Algo que es más frecuente de lo que
parece pues, como se dice castizamente, el jefe nunca se equivoca, y siempre
alguien ha de responder de los errores o fallos que pudieran cometer.
Lógica derivación de los principios de buena fe, neutralidad y dedicación al
servicio público es la prohibición de actuaciones, principio duodécimo, de ac-
tuaciones que, por acción u omisión, conculquen dichos principios. Quizás en
este principio pudiera encontrarse alguna repetición de los anteriores.
Finalmente, el principio decimotercero establece la obligación del sigilo, la
discreción y la reserva en relación con los datos e informes que se conocieran
por razón del cargo, siempre que, añado yo, se hubieran confeccionado de
acuerdo con el Ordenamiento jurídico y con estricta observancia de los princi-
pios éticos del buen gobierno y la buena administración de lo público.
El tercer apartado atiende a los llamados principios de conducta, que no se
sabe por qué no se establecen en el apartado dedicado a los principios éticos, en
los que, como comprobamos, hay numerosos principios de conducta pues, en sí
mismos, los principios éticos son necesariamente principios para la actuación
práctica.
En todo caso, analicemos también brevemente los denominados por el
acuerdo del Consejo de Ministros que ahora glosamos principios de conducta.
El primero, consecuencia de lo expuesto con anterioridad: el desempeño de
los altos cargos exige plena dedicación. Insisto que la docencia a tiempo parcial
debiera permitirse a los que son profesores y trabajan en materias de su especia-
lidad porque el beneficio para la universidad, especialmente para los alumnos,
en estos casos es bien evidente.
El segundo principio como declaración de buena voluntad es correcto: «el
desempeño de cargos en órganos ejecutivos de dirección de partidos políticos,
en ningún caso menoscabará o comprometerá el ejercicio de sus funciones».

72
el marco jurídico en españa y en la unión europea

Ahora bien, que un código de buen gobierno establezca un principio de este


tenor no quiere decir que por el solo hecho de estar publicado en el BOE se
cumpla automáticamente. Más bien, siendo realistas, habría que pensar que los
miembros del gobierno y altos cargos deban tener, por razones de imparcialidad
y neutralidad, más libertad para cumplir su tarea con objetividad. Cuál sea la
fórmula para conseguirlo no es sencillo. En todo caso, dependerá seguramente
del grado de ejemplaridad y rectitud del alto cargo que sea del comité ejecutivo
del partido de que se trate.
En tercer lugar, como lógica consecuencia del carácter central de los ciuda-
danos en las democracias, los altos cargos han de «garantizar el ejercicio del
derecho de los ciudadanos a la información sobre el funcionamiento de los
servicios públicos que tengan encomendados…». Este principio de conducta
equivale a promover la máxima transparencia y a motivar las decisiones admi-
nistrativas en los casos previstos en la Ley.
En cuarto lugar, se reclama que los altos cargos sean una referencia de ejem-
plaridad, lo que está muy bien siempre que periódicamente se compruebe si ello
es así a través de encuestas y de evaluaciones integrales. Muy atinada me pare-
ce, junto a la ejemplaridad pública, que se demande de los altos cargos, en pura
congruencia con lo anterior, ejemplaridad también como ciudadanos. El acuer-
do, en este punto, señala que la ejemplaridad como ciudadanos será la que
marquen las leyes, lo cual es bien confuso puesto que las leyes no establecen,
como regla general, patrones de ejemplaridad sino modelos de comportamiento
razonables. Por ello, me parece que con haber dispuesto que la ejemplaridad
será en la vida pública y la vida privada, entre las que se da, obviamente, se
reconozca o no, una lógica comunicación.
También es un principio de conducta la austeridad en el manejo de los cau-
dales públicos, lo que es congruente con la consideración escasa de los bienes
y recursos públicos y con su vinculación al interés general. Igualmente, los al-
tos cargos, se señala en el quinto principio, «evitarán actuaciones que puedan
menoscabar la dignidad con la que ha de ejercerse el cargo público». En este
sentido, los altos cargos han de tener bien presente que las instalaciones y de-
pendencias públicas y los medios que han de usar para cumplir sus funciones
han de tener la categoría necesaria, ni más ni menos, para que se pueda servir
con objetividad el interés general. Establecer ahora un repertorio de ejemplos
sería complejo y muy difícil porque las circunstancias de tiempo, de lugar, de
modelo de Estado… influyen sobremanera en esta difícil cuestión. En todo
caso, ni la ostentación ni la miseria parecen ser buenos patrones para conducir-
se en estos temas.
En el principio sexto se sale al paso de la cuestión de los regalos, que se
prohíben, evidentemente, así como los favores o servicios que desborden los
usos habituales, sociales y de cortesía. Aquí el problema está en la rectitud de
cada alto cargo, pues no todos los hombres y mujeres son iguales y es posible
que lo que vincula a una persona, no vincule a otra. Aquí un posible criterio

73
la dimensión ética de la función pública

reside en la capacidad de alterar la objetividad que el regalo, el favor o el servi-


cio produzca en la actuación del alto cargo, si bien como regla general la prohi-
bición es lógica. En el mismo sentido se prohíben los préstamos u otras presta-
ciones económicas que puedan lesionar la neutralidad e imparcialidad que se
presume de los altos cargos. Como suele ocurrir en esta materia, cuando se re-
ciben obsequios institucionales de relevancia habrán de entregarse al patrimo-
nio del Estado.
Obviamente, los altos cargos, que se deben a la ciudadanía, han de contestar
todas las solicitudes, cartas o reclamaciones que se le dirijan. En el mismo sen-
tido, el principio séptimo exige de los dirigentes públicos que estén accesibles
para los ciudadanos, debiendo esforzarse por atender, también personalmente,
las demandas y peticiones de entrevistas siempre que esté acreditado el interés
general en su realización.
En el octavo principio se suprimen los tratamientos protocolarios de exce-
lentísimo-a o ilustrísimo-a para pasar a denominarse sr. o sra. seguido del car-
go. Este tema ha traído mucha cola, más formal que real. En mi opinión, no
entiendo bien las causas de la supresión, pues no acierto a entender las bonda-
des de tal medida.
En el noveno principio se indica que «se abstendrán de realizar un uso im-
propio de los bienes y servicios que la Administración General del Estado pone
a su disposición por razón del cargo». En este punto podría tratarse la cuestión
de si es conveniente que los altos cargos dispongan de viviendas oficiales. En
mi opinión, salvo las altas magistraturas del Estado y quienes así lo requieran
por razones de seguridad, lo ordinario ha de ser que los altos cargos, incluidos
los ministros, residan en sus viviendas habituales, salvo, insisto, obvias razones
de seguridad.
El principio décimo, explicable quizás por la coyuntura política del momen-
to en que se redactó el código reza así: «la protección del entorno cultural y de
la diversidad lingüística inspirará las actuaciones de los altos cargos en el ejer-
cicio de sus competencias, así como la protección o mejora del medio ambien-
te». La pregunta que podemos formularnos al contemplar este principio es por
qué no hay otras referencias a otras cuestiones también transversales como pue-
de ser la protección de la igualdad, de la cohesión social, de la conciliación la-
boral y familiar, etc, etc, etc.
Finalmente, se establece un principio bien importante que quizás hasta el
momento no había sido tenido muy en cuenta: «garantizarán la constancia y
permanencia de los documentos para su transmisión y entrega a sus posteriores
responsables». Evidentemente, estos documentos no se refieren a la correspon-
dencia privada mantenida por el titular del cargo que cesa.
El gran problema de tan importante materia se refiere, claro está, al cumpli-
miento de estos principios por los altos cargos del Estado. Que el Ministerio de
Administraciones Públicas eleve cada año un informe sobre el grado de cumpli-

74
el marco jurídico en españa y en la unión europea

miento del acuerdo del consejo no deja de ser una manera bien tibia e insufi-
ciente de velar por los principios éticos del servicio público. Es necesario dar
publicidad a estos compromisos y facilitar que la ciudadanía los conozca y
pueda exigirlos, puesto que, en las democracias, los ciudadanos son los dueños
de las instituciones públicas, y sus titulares no dejan de ser empleados de la
ciudadanía ante la que tienen que rendir cuentas y responder ante sus preguntas
y sugerencias.
El segundo elemento del código del buen gobierno de la actual Administra-
ción española lo constituye la ley de regulación de los conflictos de intereses de
los miembros del gobierno y de los altos cargos de la Administración General
del Estado, publicada en el Boletín Oficial del Estado de 11 de abril de 2006.
Efectivamente, la regulación de los conflictos de interés de los altos cargos
del gobierno representa una expresión de los principios éticos establecidos en
el acuerdo del Consejo de Ministros anteriormente glosado. Se trata, fundamen-
talmente, de evitar que el interés público pueda entrar en alianzas espúreas con
los intereses privados. Para ello, los titulares de los cargos públicos han de
conducirse con arreglo a una serie de criterios que les prevengan frente a situa-
ciones de confusión o mixtura entre lo público y lo privado. El principio de la
dedicación exclusiva y una regulación estricta en orden a las actividades priva-
das y a los intereses patrimoniales ayuda a facilitar el trabajo de quienes duran-
te un período de tiempo han sido llamados a atender el bienestar integral de los
ciudadanos, que a eso se reduce en una democracia el interés general.
La ley manifiesta su vocación preventiva en el preámbulo al señalar su ob-
jeto: «El objetivo de la Ley es establecer las obligaciones que incumben a los
miembros del Gobierno y a los altos cargos de la Administración General del
Estado para prevenir situaciones que puedan originar conflictos de intereses».
En el parágrafo 1 del artículo 4, el legislador nos ofrece el concepto que tiene
de esta institución: «A los efectos de esta ley hay conflictos de intereses cuando
los altos cargos intervienen en las decisiones relacionadas con asuntos en los
que confluyen a la vez intereses de su puesto público e intereses privados pro-
pios, de familiares directos, o intereses compartidos con terceras personas». Por
tanto, para que se dé una situación de conflicto de interés es necesario, primero,
que nos encontremos ante una persona en la que recae la calificación de alto
cargo; segundo, que intervenga en determinadas decisiones caracterizadas por
su conexión entre su condición de dirigente público y sus intereses privados
particulares, o los de sus familiares directos, o incluso los que comparta con
terceros. Un alto cargo que encarga un dictamen al despacho de abogados de un
pariente directo sería un caso de manual. O el de un alto cargo que adjudica
un contrato a una empresa de su propiedad. También, sería el caso del dirigente
público que utilizara los servicios de mensajería de una empresa en la que tu-
viera determinadas participaciones accionariales.
Una pregunta que surge al hilo del precepto es si no será conflicto de interés
un asunto sobre el que decida un alto cargo en el que haya intereses públicos en

75
la dimensión ética de la función pública

posible colisión, por ejemplo, con los intereses propios de familiares no direc-
tos. Es decir, ¿no alcanza el conflicto de interés más allá de la condición de
familiares directos? ¿No sería más razonable extender la prevención de estas
decisiones al ámbito familiar en sentido amplio?
En cualquier caso, más adelante lo comentaremos, la Ley que ahora vamos
a glosar aspira a ser el régimen jurídico de la actuación de los altos cargos, su-
perando la mera regulación de las incompatibilidades. En mi opinión, es conse-
cuencia de los principios éticos del acuerdo del Consejo de Ministros entre los
que destaca el principio del interés público como criterio rector de la actuación
de los dirigentes públicos. Ahora, la Ley, desde esta perspectiva, tal y como
señala el preámbulo «perfeccionando el sistema de incompatibilidades, se in-
troducen nuevas exigencias y cautelas que garanticen que no se van a producir
situaciones que pongan en riesgo la objetividad, imparcialidad, e independen-
cia del alto cargo, sin perjuicio de la jerarquía administrativa».
Conviene comentar, siquiera sea brevemente, este punto del preámbulo, so-
bre todo en lo que se refiere a la naturaleza de las medidas para evitar estos
conflictos y en lo que atiende a los principios que se citan por el legislador. Las
medidas que se arbitran tienen naturaleza preventiva y sancionadora. Normal-
mente, si la prevención se hace bien, es más difícil tener que sacar a colación la
potestad sancionadora. Por el contrario, si la prevención falla, nos encontrare-
mos ante la necesidad de castigar las actuaciones merecedoras de reproche ju-
rídico. Las exigencias y cautelas que ahora se introducen buscan subrayar los
principios de objetividad, imparcialidad e independencia de los cargos públicos
sin perjuicio de la jerarquía. Quizás no haya pasado inadvertida la referencia al
principio de independencia en el marco de la jerarquía administrativa, pues la
objetividad y la imparcialidad traen causa expresamente del texto constitucio-
nal (artículo 103). Por eso, la cita del principio de independencia en el marco de
la jerarquía seguramente se circunscribirá al necesario entendimiento constitu-
cional del deber de obediencia o lealtad que mutatis mutandis también acompa-
ña a los altos cargos. Este es un tema complejo porque quien conozca el funcio-
namiento y la realidad del ejercicio del poder estará de acuerdo en que, en
ocasiones, la jerarquía no siempre cumple su función constitucional. La inde-
pendencia del alto cargo debe referirse a la capacidad de tomar decisiones en el
marco de servicio objetivo al interés general. Este es el patrón de la indepen-
dencia, pues no me explico cómo de otra forma podría entenderse si no es vin-
culada a este principio constitucional.
La Ley tiene un título preliminar titulado «objeto y ámbito de aplicación»,
un título I dedicado a los requisitos previos al nombramiento de los titulares de
determinados órganos, y un título II bajo la rúbrica de «los conflictos de intere-
ses», en el que, además de examinar el concepto y el ámbito de aplicación,
también se trata el régimen de incompatibilidades, el régimen de actividades,
las obligaciones de los altos cargos, los órganos de gestión, vigilancia y control
y del régimen sancionador. La Ley finaliza con unas disposiciones adicionales,
una derogatoria única y tres disposiciones finales.

76
el marco jurídico en españa y en la unión europea

No estamos en presencia de una Ley larga y pesada, pues tiene veintidós


preceptos y apenas un puñado de adicionales, finales con la derogatoria. En el
título preliminar, se define el objeto y ámbito de aplicación de la Ley: «por esta
ley se regulan los requisitos previos para el nombramiento de los titulares de
determinados órganos y para el nombramiento de los altos cargos en los orga-
nismos reguladores y de supervisión, así como las medidas básicas para evitar
situaciones de conflicto de intereses de los miembros del Gobierno y de los al-
tos cargos de la Administración General del Estado y de las Entidades del sec-
tor público estatal».
Estamos en presencia de una ley de ámbito estatal, dirigida a los miembros
del Gobierno de la nación y a los altos cargos de la Administración del Estado.
En relación a los requisitos previos para determinados nombramientos, el artí-
culo 1º es bien claro al exigirlos para los miembros de los órganos reguladores
y de supervisión, mientras que es menester ir al artículo 2º para saber a qué altos
cargos distintos de los anteriores se exige dichos requisitos previos. Parece ló-
gico que en los casos de órganos reguladores o supervisión se verifique que no
existen conflictos de intereses, sobre todo cuando en tantas veces estos organis-
mos está constituidos por profesionales del sector privado. El artículo 1º tam-
bién nos dice que va a señalar las «medidas básicas» para evitar los conflictos
de intereses. Esto es, cabe pensar en que en desarrollo de la ley se expliciten
más medidas, de orden más concreto, para luchar por evitar que se produzcan
dichos conflictos. Los destinatarios de la Ley, según el artículo 1º, serían los
miembros del Gobierno de la nación, los altos cargos de la Administración del
Estado y de las Entidades del sector público estatal (organismos autónomos y
entes públicos empresariales en terminología la ley de organización y funciona-
miento de la Administración General del Estado).
El artículo manda que el Gobierno, antes de nombrar al Presidente del Con-
sejo de Estado, a los máximos responsables de los organismos reguladores o
de supervisión del artículo 3.2.k, a los presidentes del Consejo Económico y
Social, del Tribunal de Defensa de la Competencia y de la Agencia EFE así
como a los directores generales de la Agencia de Protección de Datos y del
Ente Público Radiotelevisión Española «pondrá en conocimiento del Congre-
so de los Diputados el nombre de cada una de las personas propuestas para el
cargo a fin de que se pueda disponer su comparecencia ante la comisión co-
rrespondiente de la Cámara, en los términos que prevea su Reglamento». Lla-
ma la atención que no sea suficiente la referencia general a los organismos
reguladores o de supervisión, pues el artículo 3.2.k se refiere a varios de ellos
para terminar con una cláusula abierta: «así como el presidente y los miembros
de los órganos rectores de cualquier otro organismo regulador o de supervi-
sión». Quizás, la explicación resida en la necesidad de aclarar la naturaleza
reguladora o supervisora de alguno de los organismos que se citan en dicho
artículo 3.2.k: Comisión Nacional del Mercado de Valores, Comisión del Mer-
cado de las Telecomunicaciones, Comisión Nacional de la Energía o el Conse-
jo de Seguridad Nuclear.

77
la dimensión ética de la función pública

El artículo 2 prevé que podrá celebrarse, si es el caso, la comparecencia o


comparecencias que sean necesarias en la-s que la Comisión examinaran a los
candidatos propuestos. Sobre el alcance de la intervención parlamentaria el pre-
cepto se inclina por su carácter abierto pues señala que los miembros de dicha
Comisión formularán las preguntas o solicitarán las aclaraciones que crean con-
venientes. Se entiende, en cualquier caso, que las intervenciones de los diputa-
dos tendrán que estar relacionadas, al menos con carácter central, en la posible
existencia de conflictos de intereses. Al menos esto es lo que cabe deducir, en
mi opinión, del apartado 3 in fine del artículo 2º cuando dispone que «la comi-
sión parlamentaria emitirá un dictamen en el que establecerá si se aprecia o no
la existencia de conflicto de intereses».
El Título II, dedicado monográficamente al conflicto de intereses, comienza
(artículo 3) señalando, a los efectos de esta Ley, quiénes son altos cargos. Esta
es una cuestión importante porque en este asunto existe una notable impreci-
sión terminológica no exenta de interesadas interpretaciones políticas que mu-
chas veces llevan a no distinguir con claridad y, por tanto, a movernos en ese
reino de la ambigüedad en el que todo es posible. Por ello, bienvenida sea la
voluntad del legislador, de concretar este extremo.
Son, pues, altos cargos: por supuesto los miembros del Gobierno. También
los secretarios de Estado, subsecretarios y asimilados, secretarios generales,
delegados del Gobierno en las Comunidades Autónomas, en Ceuta y Melilla,
los delegados del Gobierno en las entidades de derecho público, los jefes de
misión diplomática permanente, los jefes de representación permanente ante
organizaciones internacionales, los directores generales y asimilados, el direc-
tor general del ente público Radio-Televisión Española, los presidentes, direc-
tores generales, directores ejecutivos o asimilados en entidades de derecho pú-
blico del sector público estatal vinculadas o dependientes a la Administración
General del Estado, cuyo nombramiento se efectúe por el Consejo de Ministros
o por sus órganos de gobierno. También tienen la condición de altos cargos, los
presidentes y directores con rango de director general de las entidades gestoras
y servicios comunes de la Seguridad Social, el presidente del Tribunal de Cuen-
tas y los vocales del mismo, el presidente y los directores del Instituto de Cré-
dito Oficial, los presidentes y consejeros delegados de las sociedades mercanti-
les en cuyo capital sea máxima la participación estatal, o que sin serlo, la
posición de la Administración del Estado sea dominante en el Consejo de Ad-
ministración siempre que hayan sido designados por acuerdo del Consejo de
Ministros o por sus propios de gobierno. Igualmente, a tenor de lo dispuesto en
el artículo 3 de la Ley, son altos cargos de la Administración del Estado los
miembros de los gabinetes de la Presidencia del Gobierno y de las Vicepresi-
dencias nombrados por el Consejo de Ministros y los directores de los gabine-
tes de los ministros. Hay que incluir en esta lista al presidente y los vocales de
la Comisión Nacional del Mercado de Valores, de la Comisión del Mercado de
las Telecomunicaciones, de la Comisión Nacional de la Energía, el presidente,
los consejeros y el secretario general del Consejo de Seguridad Nuclear, así

78
el marco jurídico en españa y en la unión europea

como el presidente y los miembros de los órganos rectores de cualquier otro


organismo regulador o de supervisión. Igualmente, gozan de la condición de
altos cargos los directores, directores ejecutivos, secretarios generales o equi-
valentes de los organismos reguladores o de supervisión. Finalmente, hay que
incluir, como hace la Ley, a los titulares de cualquier otro puesto de trabajo de
la Administración General del Estado, cualquiera que sea su denominación,
cuyo nombramiento se efectúe por el Consejo de Ministros.
El esfuerzo del legislador por establecer con precisión quiénes son los altos
cargos de la Administración del Estado debe ser juzgado positivamente. Para
ello, se sigue un criterio esencialmente formal: serán altos cargos quienes dis-
pongan de un nombramiento del Consejo de Ministros. Este criterio, sin embar-
go, para los casos de entidades públicas estatales ha de entenderse referido,
además de a sus titulares, así nombrados, para los directivos nombrados por el
correspondiente órgano de gobierno; y, en el caso de sociedades mercantiles de
capital público, también se consideran altos cargos los presidentes y consejeros
delegados cuando la participación pública estatal sea mayoritaria o exista una
presencia dominante de miembros de la Administración General del Estado en
el Consejo de Administración. Sin embargo, permanece alguna duda en rela-
ción con los asesores del presidente del Gobierno o los vicepresidentes que no
sean nombrados por acuerdo del Consejo de Ministros y que, de hecho, realicen
tareas de dirección o coordinación de organismos públicos. Por otra parte, bue-
na cosa sería, para evitar confusión, proceder a clarificar las diferencias termi-
nológicas existentes entre esta Ley y la llamada LOFAGE en orden a la califi-
cación de los entes públicos, pues el intento de síntesis de la Ley de 1997, no se
sabe muy bien por qué, se abandona sin más.
En el artículo 4 el legislador, más que ofrecer una definición de conflicto de
intereses, se limita a describir cuándo se producen estos comportamientos. En
este sentido, establece en el párrafo 1º que «hay conflictos de intereses cuando
los altos cargos intervienen en las decisiones relacionadas en los asuntos en los
que confluyen a la vez intereses de su puesto público e intereses privados pro-
pios, de familiares directos, o intereses compartidos con terceras personas». Por
tanto, una vez determinada la condición de alto cargo, nos encontramos con el
objeto de la actividad sancionada: intervención del alto cargo en asuntos en los
que se produce confusión de intereses públicos y privados, siendo estos intere-
ses privados o de familiares directos.
Es necesario que exista una intervención del alto cargo, que podrá ser expre-
sa o tácita, directa o indirecta, en un asunto en el que confluye su cargo público
con sus intereses privados propios o de su familia directa o con intereses com-
partidos con terceras personas. La pregunta que surge, por ejemplo, es si el
conflicto de intereses se extiende a los intereses de su pareja de hecho. Porque
parece evidente que los intereses compartidos con terceras personas se refieren
a participaciones que pueda tener el alto cargo en sociedades beneficiadas por
sus decisiones. También, como señalaba antes, reducir los intereses privados a

79
la dimensión ética de la función pública

los familiares directos me parece insuficiente, sobre todo cuando la realidad nos
ofrece ejemplos bien patentes, por ejemplo, del papel tan importante que los-as
cuñados-as han jugado y siguen jugando en esta materia.
Por otra parte, el parágrafo segundo de este precepto confirma la voluntad
preventiva de la Ley. Si se comete la infracción, entonces la gestión y resolu-
ción de los conflictos se realizará a través de un régimen de incompatibilidades
con las pertinentes sanciones si fuera el caso.
El Capítulo I de este Título II trata sobre el principio de dedicación exclusi-
va al cargo público, las limitaciones patrimoniales en participaciones societa-
rias, del deber de inhibición y abstención y de las limitaciones al ejercicio de
actividades privadas con posterioridad al cese.
Lógicamente, los altos cargos han de tener dedicación exclusiva a la función
pública que tengan encomendada. Este es un principio elemental de la Ética
pública de nuestro tiempo. El problema radica en que si se pretende, sobre todo
para los órganos especializados, contar con buenos profesionales, las retribu-
ciones han de ser proporcionales al sector privado. Si no se paga bien a los altos
cargos, entonces se corre el peligro de no atraer a la dirección de órganos públi-
cos a algunas personas. Este es un tema delicado pero que algún día habrá que
afrontar pues en ocasiones, por estas razones, alcanzan los cargos de relevancia
pública personas con muy poca experiencia profesional y demasiada dependen-
cia, sobre todo económica, de las cúpulas de los partidos que los proponen.
La dedicación exclusiva excluye la compatibilidad, como establece el artí-
culo 5.1, el desempeño, por sí, o mediante sustitución no apoderamiento, de
cualquier otro puesto, cargo, representación, profesión o actividad, que sean
de carácter público o privado, por cuenta propia o ajena, y, asimismo, tampoco
podrán percibir cualquier otra remuneración con cargo a los presupuestos de las
Administraciones Públicas o entidades vinculadas o dependientes de ellas, ni
cualquier otra percepción que directa o indirectamente provenga de una activi-
dad privada. Se excepcionan, como en la actualidad, la administración del pa-
trimonio personal o familiar, la participación ocasional en tareas académicas, la
producción y creación literaria, artística o científica y la participación en enti-
dades benéficas o culturales sin ánimo de lucro. Evidentemente, en estos su-
puestos, estas actividades podrán realizarse en las condiciones en que establece
la Ley siempre que no menoscaben el estricto cumplimiento de sus funciones.
Un ministro, por ejemplo, que se dedicara a la administración del patrimonio
personal desproporcionadamente, estaría incumpliendo este principio de dedi-
cación exclusiva.
En otros países se entiende que la participación como profesor en tareas
universitarias es compatible con la exclusiva dedicación siempre que la docen-
cia no menoscabe el estricto cumplimiento de sus obligaciones profesionales.
Siempre he pensado que en España no debería estar prohibido que un ministro
o un alto cargo pudiera tener la dedicación mínima universitaria siempre que

80
el marco jurídico en españa y en la unión europea

no perciba retribución alguna y que esas tres horas semanales no lesionaran el


estricto cumplimiento de sus obligaciones. Estoy pensando, por ejemplo, en
que un ministro de Economía pueda explicar en las aulas los principios de las
reformas emprendidas, o un director general del Ministerio de Justicia trans-
mita sus experiencias en la elaboración de una Ley relevante en materia mer-
cantil, por ejemplo.
El artículo 5, además de permitir estas excepcionales excepciones, valga la
redundancia, se refiere a determinados supuestos en que se pueden compatibi-
lizar dos actividades públicas. Lógicamente, la compatibilidad tendrá relación
con la actividad cotidiana del alto cargo. Así, por ejemplo, el artículo 9 señala
que el desempeño del cargo público es compatible con los cargos instituciona-
les que lleva aparejada su condición de alto cargo, con aquellos para los que sea
comisionado por el gobierno, con el desarrollo de misiones temporales de re-
presentación ante otros Estados o ante organismos o conferencias internaciona-
les, con la presidencia de sociedades públicas directamente relacionadas con
sus competencias, así como con la presencia, en representación del Estado, en
órganos colegiados, directivos o consejos de administración de organismos o
empresas de capital público o de entidades de derecho público. En estos casos,
evidentemente, no percibirán ninguna retribución, como no sean las indemniza-
ciones por razones de viaje, estancia o traslados que les correspondan de acuer-
do con la legislación vigente. Además, los ministros y secretarios de Estado
podrán, compatibilizar su cargo público con la condición de parlamentario. Se
presume, en todos estos casos, que dichas actividades públicas son una deriva-
ción de su trabajo habitual y, que por tanto, no han de alterar su dedicación a la
tarea normativamente encomendada. Sería el caso, por ejemplo, de un director
general de agricultura que presidiera una sociedad estatal cuyo objeto coincida
con el contenido de sus tareas como director general. En estos casos, en mi
opinión, se podría pensar hasta qué punto es razonable la coexistencia de entes
instrumentales con cargos de la Administración cuando, quizás, la superposi-
ción de tareas en algunos casos al menos aconsejaría operar con criterios de
simplicidad.
Por fin desparece la práctica de la percepción de asistencias a los consejos
de administración de empresas y sociedades públicas, que se entendía como
retribución del alto cargo desde hace muchos años. Es mejor que como regla
general se adecuen las retribuciones a la realidad y que participen en los conse-
jos de administración quienes tienen conocimientos y experiencia en el sector
de que se trate en cada caso, pues realmente no tenía ningún sentido la presen-
cia, por ejemplo, de un director general del Boletín Oficial del Estado en el
consejo de administración del Instituto de Crédito Oficial.
Junto al régimen de incompatibilidades, el Capítulo I aborda también las
limitaciones patrimoniales en sociedades societarias. El artículo 6 exige que los
altos cargos, por sí o junto con su cónyuge o persona con quien conviva o con
hijos dependientes o personas tuteladas, no tengan participaciones directas o

81
la dimensión ética de la función pública

indirectas superiores a un diez por ciento en empresas en tanto tengan concier-


tos o contratos de cualquier naturaleza, con el sector público estatal, autonómi-
co o local, o sean subcontratistas de dichas empresas o que reciban subvencio-
nes provenientes de la Administración General del Estado. En este precepto se
acoge una reivindicación tan atinada como que se extendiera la incompatibili-
dad también a las subcontratas y a las subvenciones. Las subcontratas, en con-
creto, han sido, en este marco, una figura que en no pocas ocasiones se ha utili-
zado para intentar sortear el límite de la participación social. El propio artículo
señala en su párrafo segundo que si nos hallamos ante sociedades anónimas
cuyo capital social suscrito supera los 600.000 euros, la prohibición anterior
afectará a las participaciones patrimoniales que sin llegar a este porcentaje su-
pongan una posición en el capital social de la empresa que pueda condicionar
de una forma relevante su actuación. Y, párrafo tercero, si el alto cargo poseye-
ra una participación en los términos anteriormente señalados, tendrá que des-
prenderse de ella en el plazo de tres meses contados desde el día siguiente a su
nombramiento. Si la participación se adquiriera por sucesión hereditaria u otro
título gratuito durante el ejercicio del cargo, tendrá que desprenderse de ella
desde su adquisición. Obviamente, estas participaciones y posteriores transmi-
siones deberán ser comunicadas a los registros de actividades y de bienes y
derechos patrimoniales.

Un alto cargo, además de dedicarse en exclusiva a su tarea, también ha de


actuar con imparcialidad, lo que en determinados casos le conducirá a inhibirse
o abstenerse de ciertas actividades en que podrían verse afectadas su integridad
y su imparcialidad. Es el supuesto del deber de inhibición del artículo 7, que
manda a los altos cargos inhibirse «del conocimiento de los asuntos en cuyo
despacho hubieran intervenido o que interesen a empresas o sociedades en cuya
dirección, asesoramiento o administración hubieran tenido alguna participa-
ción, su cónyuge, pareja o familiar dentro del segundo grado durante los dos
años anteriores a su toma de posesión como alto cargo». En cumplimiento de
este deber que les impone la Ley, los altos cargos han de reformular una decla-
ración, que se hará ante el registro de actividades de altos cargos, de los cargos
profesionales o de cualquier otra índole así como de las actividades profesiona-
les o mercantiles que hubieran desempañado durante los dos años anteriores a
su toma de posesión como alto cargo. La Ley exige que dicha declaración com-
prenda una relación pormenorizada de sus intereses referida a los dos años y
que si es necesario que deba abstenerse de acuerdo con la Ley, dicha absten-
ción, que será comunicada al registro de actividades de altos cargos, se produ-
cirá por escrito para su adecuada expresión y constancia y se comunicará al
superior inmediato del alto cargo o al órgano que lo designó. En este tema de la
inhibición y la abstención, el legislador ha hilado fino pues de nada serviría
la proclamación de grandes principios si no se ponen los medios para evitar que
el alto cargo pueda beneficiar desde su condición de dirigente público los inte-
reses personales o familiares o profesionales. Para ello, se establece la obliga-
ción de inhibición o abstención, según los casos. Evidentemente, para poder

82
el marco jurídico en españa y en la unión europea

verificar el cumplimiento de esta obligación, es menester declarar dichos inte-


reses al registro de actividades de altos cargos. En el caso de la inhibición, será
suficiente con declarar dichos intereses en los dos años inmediatamente ante-
riores a su toma de posesión como alto cargo.
La Ley trata, como no podía ser menos, de las limitaciones al ejercicio de
actividades privadas por las personas que hayan ocupado un alto cargo. Ahora
nos vamos a referir a determinar qué actividades privadas no puede realizar el
alto cargo en los dos años siguientes a su cese. Es lógico que se introduzcan
estas limitaciones porque podría pensarse en que un alto cargo que hubiera be-
neficiado a una empresa en su gestión pública, en ella podría recalar al cesar en
su puesto de dirección. Para evitar esta suerte de corrupción y garantizar la
imparcialidad de las decisiones de los altos cargos, el artículo 8 de la Ley
prohíbe a los altos cargos que, en los dos años siguientes a su cese, desempeñar
sus servicios en empresas o sociedades privadas relacionadas directamente con
la competencia del cargo desempeñado. A la pregunta sobre cuál es el alcance
de la relación directa, el propio legislador precisa que esta situación se produce
cuando ellos, sus superiores, a propuesta de ellos o los titulares de sus órganos
dependientes, por delegación o sustitución, hubieran dictado resoluciones en
relación con dichas empresas o sociedades. Igualmente, se da dicha relación
directa, como señala el precepto en cuestión, cuando los altos cargos hubieran
intervenido en sesiones de órganos colegiados en las que hubieren dictado al-
guna resolución en relación con dichas empresas o sociedades.
¿Qué ocurre en el caso de que el alto cargo al cese se reincorpore a la em-
presa en que con anterioridad al desempeño de la dirección pública venía traba-
jando? ¿Puede hacerlo? En estos casos, no hay incompatibilidad según la Ley
que estamos comentando siempre que su actividad lo sea en puestos de trabajo
que no tengan relación directa con las competencias del cargo público desem-
peñado.
El período de los dos años posteriores al cese se extiende a la prohibición de
celebrar contratos, por sí o a través de empresas participadas en más del 10 %,
de asistencia técnica, de servicio o similares con las Administraciones Públicas,
directamente o mediante contratistas o subcontratistas. Es decir, en los dos años
posteriores al cese, se puede decir en términos generales que la persona que
ocupó el alto cargo ha de abstenerse de celebrar contratos con las Administra-
ciones Públicas. Para facilitar el cumplimiento de esta obligación, estas perso-
nas han de comunicar a la oficina de conflictos de intereses las actividades que
se propongan realizar con carácter previo a su inicio. En estos casos, dicha
oficina se pronunciará sobre la compatibilidad de dichas actividades. Si la ofi-
cina aprecia incumplimiento de este régimen, se lo comunicará al interesado y
a la empresa o sociedad en que fuera a trabajar, quienes podrán formular las
alegaciones que estimen procedentes, resolviendo lo que proceda. Del mismo
modo, el precepto establece que quienes se reincorporen a la función pública y
presten servicios retribuidos mediante honorarios, arancel o cualquiera otra for-

83
la dimensión ética de la función pública

ma de contraprestación económica a personas físicas o jurídicas de carácter


privado, se inhibirán de todas aquellas actividades privadas que guarden rela-
ción con las competencias del alto cargo ejercido.
Tras el régimen de compatibilidades, ya analizado, el Capítulo III se refiere
a las declaraciones de actividades y de bienes o derechos de los altos. Declara-
ciones a las que ya hemos hecho referencia y que tienen sentido en la medida
que reflejan los intereses, las actividades y el patrimonio de los altos cargos.
Así, han de comunicar al registro de actividades de altos cargos las actividades
que realizaban, por sí o mediante sustitución o apoderamiento, tras tomar pose-
sión. Igualmente, ante este registro han de comunicar, en los términos examina-
dos, las actividades que vayan a realizar en los dos años posteriores al cese.
También, como se ha comentado en materia de inhibición, los altos cargos han
de comunicar al registro de actividades la relación pormenorizada de sus inte-
reses en los dos años anteriores a la toma de posesión. Las declaraciones de
actividades o intereses serán examinadas por la oficina de intereses que proce-
derá en consecuencia.
Por lo que se refiere a la declaración de derechos y bienes, hay que señalar
que una vez adquirida la condición de alto cargo es necesario formular una
declaración, una declaración patrimonial, comprensiva de la totalidad de sus
bienes, derechos y obligaciones. La Ley no exige al cónyuge o pareja dicha
declaración, que, sin embargo, puede ser aportada voluntariamente por dicha
persona. El artículo 12 establece exhaustivamente el contenido de esta declara-
ción: bienes, derechos y obligaciones patrimoniales que posean, valores o
activos financieros negociables, participaciones societarias, el objeto social de
las sociedades de cualquier clase en las que tenga intereses, su cónyuge o pare-
ja o sus hijos menores o personas tuteladas y las sociedades participadas por
aquellas otras que sean objeto de declaración con señalamiento de sus respecti-
vos objetos sociales.
En el momento del nombramiento y del cese, junto a las declaraciones de
bienes y derechos, los altos cargos han de presentar una copia de su última de-
claración tributaria correspondiente al impuesto de la renta de las personas físi-
cas y del patrimonio. Igualmente, la Ley permite la posibilidad de que el cón-
yuge o pareja pueda también presentar dichas declaraciones tributarias.
La Ley dedica un artículo, el 13, a los altos cargos que ejerzan competencias
reguladoras, de supervisión o control sobre sociedades mercantiles que emitan
valores y otros activos financieros negociables en un mercado organizado, así
como a los ministros y secretarios de Estado. Estas personas, en relación con
los valores y activos de que sean titulares ellos, sus cónyuges no separados le-
galmente salvo que su régimen sea de separación de bienes, o sus hijos menores
de edad no emancipados, han de contratar para la gestión y administración de
tales valores o activos a una entidad financiera registrada en la Comisión Na-
cional del Mercado de Valores siempre que la cuantía de dichos valores sea
superior a 100.000 euros. Durante el tiempo de su ejercicio del cargo público

84
el marco jurídico en españa y en la unión europea

no podrá impartir instrucciones a la entidad, no podrá conocer el contenido de


las inversiones que se realicen. Si la entidad en cuestión incumple sus obliga-
ciones en esta materia cometerá una infracción muy grave.
Todas estas prohibiciones, limitaciones, incompatibilidades responden a la
necesidad de preservar la integridad, honradez e imparcialidad de los altos car-
gos. Casi todas ellas surgen de la realidad y aunque parezcan muy rigurosas, es
menester pensar que los ciudadanos nos merecemos altos cargos que estén dedi-
cados a la tarea pública encomendada en régimen de exclusiva dedicación, impi-
diendo todos los posibles ámbitos en que se puedan identificar los intereses públi-
cos y los personales. A pesar de ello, la pregunta que siempre queda en el aire al
comprobar la seriedad del régimen establecido para prevenir la corrupción en la
función pública es la de si la falta de dependencia de los órganos encargados de
aplicar estas normas no hará de difícil o imposible cumplimiento estas prescrip-
ciones legales. Quizás, si el régimen sancionador quedara en manos de los jueces
o de autoridades independientes de verdad, las cosas fueran de otra manera.
El Capítulo IV se dedica precisamente a los órganos de gestión, vigilancia y
control. Se regula el régimen de los registros: el de actividades será público y el
de bienes y derechos patrimoniales reservado, publicándose en el BOE las de-
claraciones de bienes y derechos patrimoniales de los ministros y secretarios de
Estado en términos razonables. El órgano competente para la gestión de las
incompatibilidades y para la llevanza de los registros es la oficina de conflicto
de intereses adscrita orgánicamente al Ministerio de Administraciones Públi-
cas. En mi opinión, esta oficina debiera estar al margen del poder ejecutivo por
muchas razones que están en la mente de todos y porque puede ser que un régi-
men jurídico tan bien elaborado, tan exigente quede en papel mojado si no hay
garantías razonables de su cumplimiento. Va siendo hora, también en este tema,
de que la Administración Pública deje de ser juez y parte sobre todo en materias
en las que tenga, ni más ni menos, que sancionar a la sus altos cargos.
El Capítulo V termina con el régimen sancionador que es en verdad un régi-
men proporcional a la materia de que tratamos pero que, insisto, no será fácil de
aplicar desde órganos integrados y dependientes del poder ejecutivo por obvias
razones.
El proyecto de Ley de transparencia, acceso a la información y buen gobier-
no aprobado por el gobierno el 27 de julio de 2012, que completa a la referida
Ley de 2006, establece en su artículo 23, tras recordar las personas comprendi-
das en el ámbito de aplicación de la Ley, los principios éticos y de actuación.
Los principios éticos se expresan en los siguientes términos:
1º Actuarán con transparencia en la gestión de los asuntos públicos, de
acuerdo con los principios de eficacia, economía y eficiencia y con el
objetivo de satisfacer el interés general.
2º Ejercerán sus funciones de buena fe y con dedicación al servicio público,
absteniéndose de cualquier conducta que sea contraria a estos principios. 

85
la dimensión ética de la función pública

3º Respetarán el principio de imparcialidad, de modo que mantengan un


criterio independiente y ajeno a todo interés particular.
4º Asegurarán un trato igual y sin discriminaciones de ningún tipo en el
ejercicio de sus funciones.
5º Actuarán con la diligencia debida en el cumplimiento de sus obligacio-
nes y fomentarán la calidad en la prestación de servicios públicos.
6º Mantendrán una conducta digna y tratarán a los ciudadanos con esmera-
da corrección.
7º Asumirán la responsabilidad de las decisiones y actuaciones propias y de
los organismos que dirigen, sin perjuicio de otras que fueran exigibles
legalmente.
Los principios de actuación son redactados en el proyecto de ley en estos
términos:
1º Desempeñarán su actividad con plena dedicación y con pleno respeto a
la normativa reguladora de las incompatibilidades y los conflictos de
intereses.
2º Guardarán la debida reserva respecto a los hechos o informaciones cono-
cidos con motivo u ocasión del ejercicio de sus competencias.
3º Pondrán en conocimiento de los órganos competentes cualquier actua-
ción irregular de la cual tengan conocimiento.
4º Ejercerán los poderes que les atribuye la normativa vigente con la finali-
dad exclusiva para la que les fueron otorgados y evitarán toda acción que
pueda poner en riesgo el interés público, el patrimonio de las Adminis-
traciones o la imagen que debe tener la sociedad respecto a sus responsa-
bles públicos.
5º No se implicarán en situaciones, actividades o intereses incompatibles
con sus funciones y se abstendrán de intervenir en los asuntos en que
concurra alguna causa que pueda afectar a su objetividad.
6º No aceptarán para sí regalos que superen los usos habituales, sociales o
de cortesía, ni favores o servicios en condiciones ventajosas que puedan
condicionar el desarrollo de sus funciones. En el caso de obsequios de
una mayor relevancia institucional se procederá a su incorporación al
patrimonio de la Administración Pública correspondiente.
7º  Desempeñarán sus funciones con transparencia.
8º Gestionarán, protegerán y conservarán adecuadamente los recursos pú-
blicos, que no podrán ser utilizados para actividades que no sean las
permitidas por la normativa que sea de aplicación.
9º No se valdrán de su posición en la Administración para obtener ventajas
personales o materiales.

86
el marco jurídico en españa y en la unión europea

3.  Los principios establecidos en este artículo informarán la interpretación


y aplicación del régimen sancionador regulado en este Título.
El derecho fundamental a la buena administración, regulado en la Carta Eu-
ropea de los Derechos Fundamentales, trae consigo un notable cambio de orien-
tación en la consideración de la dimensión ética de la gestión pública que ha de
ser tratada convenientemente.
En efecto, el Derecho Administrativo del Estado social y democrático de
Derecho es un Derecho del poder público para la libertad solidaria, un Ordena-
miento jurídico en el que las categorías e instituciones públicas han de estar,
como bien sabemos, orientadas al servicio objetivo del interés general, tal y
como proclama solemnemente el artículo 103 de la Constitución española de
1978. Atrás quedaron, afortunadamente, consideraciones y exposiciones basa-
das en la idea de la autoridad o el poder como esquemas unitarios desde los que
plantear el sentido y la funcionalidad del Derecho Administrativo.
En este tiempo en que nos ha tocado vivir, toda la construcción ideológico-
intelectual montada a partir del privilegio o la prerrogativa va siendo superada
por una concepción más abierta y dinámica, más humana también, desde la que
el Derecho Administrativo adquiere un compromiso especial con la mejora de
las condiciones de vida de la población a partir de las distintas técnicas e insti-
tuciones que componen esta rama del Derecho Público.
El lugar que antaño ocupó el concepto de la potestad o del privilegio o la
prerrogativa ahora lo ocupa por derecho propio la persona, e ser humano, que
asume un papel central en todas las ciencias sociales, también obviamente en el
Derecho Administrativo. En efecto, la consideración central del ciudadano en
las modernas construcciones del Derecho Administrativo y la Administración
Pública proporciona el argumento medular para comprender en su cabal sentido
este nuevo derecho fundamental a la buena administración señalado en el pro-
yecto de la Constitución europea (artículo II-101), de acuerdo con el artículo 41
de la Carta Europea de los derechos fundamentales. La persona, el ciudadano, el
administrado o particular según la terminología jurídico-administrativa al uso,
ha dejado de ser un sujeto inerte, inerme e indefenso frente a un poder que inten-
ta controlarlo, que le prescribía lo que era bueno o malo para él, al que estaba
sometido y que infundía, gracias a sus fenomenales privilegios y prerrogativas,
una suerte de amedrentamiento y temor que terminó por ponerlo de rodillas ante
la todopoderosa maquinaria de dominación en que se constituyó tantas veces el
Estado. El problema, como veremos en estas apretadas líneas, reside en intentar
construir una concepción más justa y humana del poder, que como consecuencia
del derecho de los ciudadanos a gobiernos y administraciones adecuados, se
erijan en instrumentos idóneos al servicio objetivo del interés general, tal y como
establece categóricamente el artículo 103 de la Constitución española.
La perspectiva abierta y dinámica del poder, ordenado a la realización de
la justicia, a dar a cada uno lo suyo, lo que se merece, ayuda sobremanera a

87
la dimensión ética de la función pública

entender que el principal atributo del gobierno y la Administración Pública


sea, en efecto, un elemento esencial en orden a que la dirección de la cosa
pública atienda preferentemente a la mejora permanente e integral de las con-
diciones de vida del pueblo en su conjunto, entendido como la generalidad de
los ciudadanos.
El Derecho Administrativo moderno parte de la consideración central de la
persona y de una concepción abierta y complementaria del interés general. Los
ciudadanos ya no son sujetos inertes que reciben, única y exclusivamente, bie-
nes y servicios públicos del poder. Ahora, por mor de su inserción en el Estado
social y democrático de Derecho, se convierten en actores principales de la
definición y evaluación de las diferentes políticas públicas. El interés general
ya no es, como hemos comentado con anterioridad de forma monográfica, un
concepto que define unilateralmente la Administración sino que ahora, en un
Estado que se define como social y democrático de Derecho, debe determinar-
se, tal y como ha señalado el Tribunal Constitucional en la citada sentencia de
7 de febrero de 1984, a través de una acción articulada entre los poderes públi-
cos y los agentes sociales. En efecto, el interés general, que es el interés de toda
la sociedad, de todos los integrantes de la sociedad, ya no es asumido comple-
tamente por el poder público, ya no puede ser objeto de definición unilateral
por la Administración. Ahora, como consecuencia de la proyección de la direc-
triz participación, el interés general ha de abrirse a la pluralidad de manera que
el espacio público pueda ser administrado y gestionado teniendo presente la
multiforme y variada conformación social. El problema es que todavía, al me-
nos por estos lares, la ciudadanía vive un tanto temerosa de la política porque
aún no ha caído en la cuenta de que el titular, el propietario de la política y sus
instituciones es el pueblo soberano. Y, por otra parte, los políticos todavía no
aciertan a comprender que los poderes que gestionan son del pueblo y que su
función es administrar esos poderes al servicio objetivo de todos dando cuentas
permanentemente de cómo gestionan esos poderes que se les son entregados
por el pueblo soberano.
El Derecho Administrativo, tal y como ha sido concebido por un jurista
malagueño de pro como es el profesor Francisco González Navarro, es el
Derecho del poder público para la libertad ciudadana. Es decir, la Administra-
ción Pública del Estado social y democrático de Derecho ha de promover las
condiciones que hagan posible que las libertades de los ciudadanos sean reales
y efectivas superando cualquier obstáculo o impedimento que impida su des-
pliegue solidario tal y como manda la Constitución de 1978 en su artículo 9.2 a
los poderes públicos. En este contexto, el ciudadano, que ocupa un lugar estelar
en la acción administrativa, tiene un elemental derecho a que la Administra-
ción, como proclama la Constitución de 1978 en su artículo 103, sirva con ob-
jetividad el interés general. En esta idea de servicio objetivo encontramos un
presupuesto claro de la obligación de la Administración de administrar adecua-
damente los asuntos públicos. Obligación de la Administración de la que se
desprende, como corolario necesario, el derecho fundamental de la persona a

88
el marco jurídico en españa y en la unión europea

que el quehacer de las Administraciones Públicas se realice en el marco del


servicio objetivo al interés general.
Tratar sobre buena administración constituye una tarea que ha de estar pre-
sidida por los valores cívicos, y correspondientes cualidades democráticas, que
son exigibles a quien ejerce el poder en la Administración Pública a partir de la
noción constitucional de servicio objetivo al interés general. Poder que debe ser
abierto, plural, moderado, equilibrado, realista, eficaz, eficiente, socialmente
sensible, cooperativo, atento a la opinión pública, dinámico y compatible.
El nuevo Derecho Administrativo, que parte de la idea de servicio objetivo
al interés general como suprema tarea encargada a la Administración Pública,
incorpora una nueva visión del sentido de las instituciones, categorías e institu-
ciones de nuestra disciplina. Por ejemplo, los dogmas de la ejecutividad y eje-
cutoriedad de la actuación administrativa han de ser replanteados desde la luz
que proyecta el principio, y derecho fundamental de la persona, de la tutela ju-
dicial afectiva. Los poderes, denominados por el legislador privilegios y prerro-
gativas de la Administración en materia de contratos públicos, han de ser ope-
rados exclusivamente cuando así lo requiera el servicio objetivo al interés
general. Es decir, en los casos en los que sea menester ejercer la potestad de
modificar los contratos, será necesaria una previa declaración motivada, argu-
mentada, de la propia Administración explicando las razones que aconsejan en
el caso concreto tal poder. Motivación que puede ser objeto de impugnación o
de paralización cautelar. Ahora la Administración no dispone de una posición de
supremacía por definición que le permite operar en un mundo de exorbitancia.
Ahora los poderes han de estar previstos expresamente, ya no hay poderes im-
plícitos. Esto como regla general, lo que no excluye que pueda haber algún
supuesto, más motivado cuanto mayor sea la discrecionalidad, en el que sea
necesario para asegurar el servicio objetivo al interés general el ejercicio, moti-
vado y justificado, de una determinada potestad.
Tratar sobre el derecho fundamental de la persona a una buena administra-
ción significa plantear la cuestión desde la perspectiva del ciudadano: el Dere-
cho Administrativo considerado desde la posición central del ciudadano. Este
punto de vista ha sido tradicionalmente superado por la concentración de
aproximaciones y dimensiones sobre la propia Administración Pública de ca-
rácter cerrado, endogámico o inmanente, como se prefiera denominar, todavía
bien presentes en el panorama académico. La explicación no es compleja por-
que hasta hace poco tiempo, relativamente, la centralidad en los estudios y co-
mentarios sobre la función de la Administración Pública se centraba en exceso
en la propia organización administrativa, que se analizaba hasta la saciedad
desde diferentes ángulos, olvidándose, esto es lo sorprendente, del destinatario
natural y propio de las políticas públicas, de los poderes públicos: la ciudada-
nía. Por qué o cómo haya acontecido esta situación en el tiempo no es materia
para este breve comentario. Ahora solo me interesa constatar que así ha sido
durante muchos años y que, afortunadamente, en nuestro tiempo ha cobrado

89
la dimensión ética de la función pública

especial fuerza e intensidad la consideración central del ciudadano y la perspec-


tiva instrumental de la Administración Pública como organización pública de
servicio objetivo a los intereses generales en la que se incardina, como correla-
to de esta obligación administrativa de naturaleza constitucional, el derecho
fundamental a la buena Administración Pública.
En la medida en que la Administración se contempla, en efecto, como la
institución por excelencia al servicio objetivo de los intereses generales y estos
se definen de manera abierta, plural, dinámica, complementaria y con un fuerte
compromiso con los valores humanos, entonces el aparato público deja de ser
un fin en sí mismo y recupera su conciencia de institución de servicio esencial
a la comunidad. Así, de esta manera, es más fácil entender el carácter capital
que tiene el derecho ciudadano a una buena Administración Pública. Derecho que
supone, insisto, como corolario necesario, la obligación de la Administración
Pública de ajustar su actuación a una serie de parámetros y características con-
cretos y determinados que se expresan constitucionalmente en la idea de servi-
cio objetivo al interés general.
Desde este punto de vista, destaca la necesaria caracterización constitucional
del Derecho Administrativo pues desde el mismo encontramos unas sólidas ba-
ses que nos permiten pensar con cierto optimismo en la tarea que tiene todavía
por delante un sector del Derecho Público que encontró en la lucha contra las
inmunidades del poder, como diría García de Enterría, su principal seña de
identidad. En este contexto, en este marco de centralidad de la posición jurídica
del ciudadano adquiere especial sentido el denominado derecho fundamental a
la buena Administración. Derecho que desde la Constitución española, aunque
no se reconoce expresamente en el catálogo de derechos fundamentales, puede
considerarse una derivación lógica de la tarea de servicio objetivo que debe ca-
racterizar a la actuación de las Administraciones Públicas. Obviamente, las refe-
rencias al que denomino Derecho Administrativo Constitucional se harán a par-
tir de la Constitución española. En efecto, la caracterización del Derecho
Administrativo desde la perspectiva constitucional trae consigo necesarios re-
planteamientos de dogmas y criterios que han rendido grandes servicios a la
causa y que, por tanto, deben sustituirse de manera serena y moderada por los
principios que presiden el nuevo Estado social y democrático de Derecho, por
cierto bien diferente en su configuración, y en su presentación, al del nacimiento
del Estado-Providencia y de las primeras nociones sobre la conformación y di-
rección de las tareas sociales como esencial función de competencia del Estado.
Hoy, en mi opinión, la garantía del interés general es la principal tarea del Esta-
do y, por ello, el Derecho Administrativo ha de tener presente esta realidad y
adecuarse, institucionalmente, a los nuevos tiempos pues, de lo contrario, perde-
rá la ocasión de cumplir la función que lo justifica, cual es la mejor ordenación
y gestión de la actividad pública con arreglo a la justicia.
La participación de los ciudadanos en el espacio público está, poco a poco,
abriendo nuevos horizontes que permiten, desde la terminación convencional

90
el marco jurídico en españa y en la unión europea

de los procedimientos administrativos, pasando por la presencia ciudadana en


la definición de las políticas públicas, llegar a una nueva forma de entender los
poderes públicos, que ahora ya no son estrictamente comprensibles desde
la unilateralidad, sino desde una pluralidad que permite la incardinación de la
realidad social en el ejercicio de las potestades públicas.
Instituciones señeras del Derecho Administrativo como las potestades de
que goza la Administración para cumplir con eficacia su labor constitucional de
servir con objetividad los intereses generales (ejecutividad, ejecutoriedad, po-
testas variandi, potestad sancionadora…) requieren de nuevos planteamientos
pues evidentemente nacieron en contextos históricos bien distintos y en el seno
de sistemas políticos también bien diferentes. Y, parece obvio, la potestad de
autotutela de la Administración no puede operar de la misma manera que en el
siglo xix por la sencilla razón de que el sistema democrático actual parece que-
rer que el ciudadano, el administrado, ocupe una posición central y, por tanto,
la promoción y defensa de sus derechos fundamentales no es algo que tenga que
tolerar la Administración sino, más bien, hacer posible y facilitar
Frente a la perspectiva cerrada de un interés general que es objeto de cono-
cimiento, y casi del dominio de la burocracia, llegamos, por aplicación del pen-
samiento abierto, plural, dinámico y complementario, a otra manera distinta de
acercarse a lo común, a lo público, a lo general, en la que se parte del presu-
puesto de que siendo las instituciones públicas de la ciudadanía, los asuntos
públicos deben gestionarse teniendo presente en cada momento la vitalidad de
la realidad que emerge de las aportaciones ciudadanas. Por ello, vivimos en un
tiempo de participación, quizás más como postulado que como realidad, a juz-
gar por las consecuencias que ha traído consigo un Estado del Bienestar estáti-
co que se agotó en sí mismo y que dejó a tantos millones de ciudadanos descon-
certados al entrar en crisis el fabuloso montaje de intervención total en la vida
de los particulares. En Brasil, un gran país por tantos conceptos, existe una
práctica relevante de participación de la que todos podemos y debemos apren-
der para que, en efecto, el núcleo central de los intereses generales esté más
conectado con las necesidades colectivas de los ciudadanos.
Hasta no hace mucho, la sociología administrativa relataba con todo lujo de
detalles las diferentes fórmulas de apropiación administrativa que distinguía
tantas veces el intento centenario de la burocracia por controlar los resortes del
poder. Afortunadamente, aquellas quejas y lamentos que traslucen, por ejem-
plo, algunas novelas de Pío Baroja sobre la actuación de funcionarios que ve-
jaban y humillaban a los administrados desde su posición oficial, hoy es agua
pasada. Afortunadamente, las cosas han cambiado y mucho, y en términos ge-
nerales para bien. Siendo esto así, insisto, todavía quedan aspectos en los que
seguir trabajando para que la ciudadanía pueda afirmar sin titubeos que la Ad-
ministración ha asumido su papel de organización al servicio y disposición de
la ciudadanía. Y, para ello, quienes hemos dedicado años de nuestra vida pro-
fesional a la Administración sabemos bien que es menester seguir trabajando

91
la dimensión ética de la función pública

para que siga creciendo la sensibilidad del aparato público en general, y la de


cada servidor público en particular, en relación con los derechos y libertades de
los ciudadanos. Hoy el interés general mucho tiene que ver, me parece, con
incrustar en el alma de las instituciones, categorías y conceptos del Derecho
Administrativo, un contexto de equilibrio poder-libertad que se vaya abando-
nando la idea de que la explicación del entero Derecho Administrativo bascula
únicamente sobre la persona jurídica de la Administración y sus potestades,
privilegios y prerrogativas.
En fin, la crisis del Estado del Bienestar, por situarnos en fechas más próxi-
mas para nosotros, junto a las consabidas explicaciones fiscales, obedece tam-
bién a la puesta en cuestión de un modelo de Estado, que, a decir de Forsthof,
todo lo invade y todo lo controla «desde la cuna hasta la tumba». Ciertamente,
al menos desde mi particular punto de vista, la otrora institución configuradora
del orden social, como fue la subvención, debe replantearse, como todas las
técnicas del fomento en su conjunto. Este modelo estático al Estado del Bienes-
tar situó a los servicios públicos y al propio Estado como fin, no como medio
para el bienestar de los ciudadanos. De ahí su agotamiento y, por ello, su crisis.
La confusión entre fines y medios ha tenido mucho que ver con las aproxi-
maciones unilaterales y tecnoestructurales del interés general que, en este enfo-
que, se reduce a autocontrol y la conservación del status quo.
El Estado ya no es un mero prestador de servicios públicos. El Estado es,
sobre todo y ante todo, garantizador de derechos y libertades ciudadanos, para
lo cual goza de un conjunto de nuevas técnicas jurídicas que le permiten cum-
plir cabalmente esa función. El Estado, a través de la Administración, ha de
garantizar los derechos fundamentales. El artículo 53 de la Constitución así lo
señala obligando a que el quehacer de la entera actividad de la Administración
discurra en esta dirección.
El artículo 103.1 de la Constitución de 1978 resume muy bien el papel de la
Administración subrayando el ethos sobre el que debe desplegar su tarea:
«La Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales
(...) y actúa con sometimiento pleno a la Ley y al Derecho».
En primer lugar, debe subrayarse de nuevo la naturaleza instrumental de la
Administración, pues la utilización del término «sirve» alimenta esta explica-
ción sin mayores dificultades. En efecto, entre las muchas caracterizaciones
posibles, el constituyente quiso dejar bien claro que la Administración Pública
es una persona jurídico-pública que se realiza en la medida en que está al servi-
cio del interés general. Ciertamente, se pudo haber elegido algún otro término
que también encajase en la Administración en relación con el interés general:
representar, defender, gestionar…, pero la realidad es que se quiso deliberada-
mente configurar la Administración Pública desde este punto de vista.
En segundo lugar, merece la pena llamar la atención sobre la manera en que
la Administración debe llevar a efecto su esencial función de servicio al interés

92
el marco jurídico en españa y en la unión europea

general. Esto es, el servicio habrá de ser objetivo. Es decir, la Administración


Pública es una organización imparcial y neutral que se limita, y no es poco, a la
tarea de la ejecución de la Ley y al servicio objetivo al interés general. Por eso,
en materia de contratación, se rige por el principio de publicidad y concurrencia,
y, en materia de personal, de acuerdo con los criterios de mérito y capacidad. Se
trata, pues, de criterios esenciales a los que debe someterse la Administración
Pública, sea en sus actuaciones directas o a través de fórmulas instrumentales,
hoy tan de moda.
En tercer lugar, el precepto constitucional señala la finalidad pública del que-
hacer administrativo: «servicio objetivo al interés general», que, aplicado al Es-
tado social y democrático de Derecho que define la Constitución española, nos
sitúa en esa dimensión promocional y garantizadora anteriormente señalada.
En cuarto lugar, debe tenerse en cuenta que el artículo 103.1 de la Constitu-
ción de 1978 se refiere a la Administración Pública en singular, por lo que debe
entenderse que el sistema que diseña debe predicarse tanto de la Administra-
ción del Estado, como de la Administración autonómica, provincial o local.
Y, finalmente, el precepto alude a que la Administración Pública actúa con
«sometimiento pleno a la Ley y al Derecho». Ordinariamente, será el Derecho
Administrativo su matriz normativa de referencia pero, en ocasiones, el aparato
público actuará sujeto al Derecho Privado. Ahora bien, en estos casos en que su
Derecho regulador es el privado, en modo alguno significa, solo faltaría, que se
quedaran al margen los criterios esenciales de la actuación administrativa. En
otras palabras, la objetividad, que es una nota constitucional, exige que los
principios y vectores jurídicos que le son consustanciales se apliquen siempre
que estemos en presencia de fondos públicos.
Estas consideraciones constitucionales pienso que van a permitirnos enten-
der mejor el sentido que para nosotros puede tener esa expresión de la Carta
Europea de los Derechos Fundamentales de derecho fundamental a la buena
Administración, recogida ya, por cierto, en los catálogos de derechos estableci-
dos en las últimas reformas de los Estatutos de Autonomía de este tiempo.
¿Es previo este derecho a la buena Administración Pública, o es corolario
necesario de la necesidad de que los asuntos comunes, colectivos, deban ser
atendidos de determinada manera? Esta es una cuestión relevante porque de su
contestación se deducirá la naturaleza y el sentido de la función de la Adminis-
tración Pública. Existen instituciones públicas porque, con antelación, existen
intereses generales que atender convenientemente. Y existen intereses comunes,
sanidad, educación, porque las personas en conjunto, e individualmente conside-
radas, precisan de ellos. Por tanto, es la persona y sus necesidades colectivas
quienes explican la existencia de instituciones supraindividuales ordenadas y
dirigidas a la mejor satisfacción de esos intereses comunitarios de forma y ma-
nera que su gestión y dirección se realicen al servicio del bie­nestar general, inte-
gral, de todos, no de una parte, por importante y relevante que esta sea.

93
la dimensión ética de la función pública

La buena administración de instituciones públicas parte del derecho ciuda-


dano a que sus asuntos comunes y colectivos estén ordenados de forma y ma-
nera que reine un ambiente de bienestar general e integral para el pueblo en su
conjunto. Las instituciones públicas, desde esta perspectiva, han de estar con-
ducidas y manejadas por una serie de criterios mínimos, llamados de buen go-
bierno o buena administración, a los que se sumarán las diferentes perspectivas
de las opciones políticas vencedoras en los diferentes comicios electorales.
La buena administración de instituciones públicas es un derecho ciudadano,
de naturaleza fundamental. ¿Por qué se proclama como derecho fundamental
por la Unión Europea? Por una gran razón que reposa sobre las más altas argu-
mentaciones del pensamiento democrático: en la democracia, las instituciones
políticas no son de propiedad de políticos o altos funcionarios, sino que son del
dominio popular, son de los ciudadanos, de las personas de carne y hueso que
día a día, con su esfuerzo por encarnar los valores cívicos y las cualidades de-
mocráticas, dan buena cuenta del temple democrático en la cotidianeidad. Por
ello, si las instituciones públicas son de la soberanía popular, de donde proce-
den todos los poderes del Estado, es claro que han de estar ordenadas al servicio
general, y objetivo, de las necesidades colectivas. Por eso, la función constitu-
cional de la Administración Pública, por ejemplo, se centra en el servicio obje-
tivo al interés general. Así las cosas, si consideramos que el ciudadano ha deja-
do ser un sujeto inerte, sin vida, que tenía poco menos que ser enchufado a la
vida social por parte de los poderes públicos, entonces comprenderemos mejor
el alcance de este derecho.
En efecto, el ciudadano es ahora, no sujeto pasivo, receptor mecánico de
servicios y bienes públicos, sino sujeto activo, protagonista, persona en su más
cabal expresión, y, por ello, aspira a tener una participación destacada en la
configuración de los intereses generales porque estos se definen, en el Estado
social y democrático de Derecho, a partir de una adecuada e integrada concer-
tación entre los poderes públicos y la sociedad articulada. Los ciudadanos, en
otras palabras, tenemos derecho a que la gestión de los intereses públicos se
realice de manera acorde al libre desarrollo solidario de las personas. Por eso es
un derecho fundamental de la persona, porque la persona en cuanto tal requiere
que lo público, que el espacio de lo general, esté atendido de forma y manera que
le permita realizarse, en su dimensión de libertad solidaria, como persona hu-
mana desde diferentes dimensiones.
Los deberes del personal al servicio de las Administraciones Públicas cons-
tituyen un tema central del derecho de la función pública. Forma parte el esta-
tuto de la función pública, que tiene su encaje constitucional precisamente en la
referencia que hace la Carta Magna en el artículo 103. 3 a que «la Ley regulará
el estatuto de los funcionarios públicos». En el caso del personal laboral, la
fuente a la que dirigirse se encuentra en los convenios colectivos y en el estatu-
to de los trabajadores. En todo caso, en esta materia de los deberes, no debiera
haber mayores diferencias porque se trata de obligaciones derivadas del trabajo
al servicio objetivo del interés general en ambos casos.

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el marco jurídico en españa y en la unión europea

Ciertamente, en el mundo en que vivimos no está de moda, en manera algu-


na, tratar sobre deberes ya que el ambiente que nos rodea es un ambiente com-
pulsivamente centrado en los derechos, en las reclamaciones, en las reivindica-
ciones. Ordinariamente, debido quizás a la incongruencia, incoherencia o
hipocresía que caracteriza al tiempo presente, la temática que hoy nos ocupa es
contemplada desde una cierta crisis del principio de jerarquía, como si la teoría
de los deberes fuera algo propio de tiempos pasados en que la función pública
estaba inspirada en una mentalidad castrense, de naturaleza militar. Hoy, por el
contrario, es menester apostar por los derechos, por las situaciones jurídicas del
personal que les va a permitir disfrutar de determinadas relaciones jurídicas
laborales y sociales, olvidando en alguna medida la esencia de la propia función
pública: el servicio objetivo al interés general.
Por todo ello, es necesario señalar que desde el marco constitucional la fun-
ción pública es una función de servicio objetivo al interés general en la que el
personal es fundamental en orden a la consecución de este mandato constitucio-
nal. Claro, el servicio tampoco hoy está bien visto; más bien tiene una carga
peyorativa que pareciera chocar con la necesidad imperiosa de realización per-
sonal a través del ejercicio de los derechos que les son propios al personal al
servicio de la Administración Pública.
Sin embargo, bien sabemos que derechos y deberes son las dos caras de la
misma moneda. En este sentido, desde los postulados con los que acostumbro a
trabajar en mis estudios e investigaciones de ciencias sociales: pensamiento
abierto, plural, dinámico y complementario, nos encontramos que las exigen-
cias del equilibrio que habita en las instituciones de la función pública nos
conduce a tener muy presente esta necesaria ponderación entre ambos aspectos
para entender cabalmente lo que es esencial y constitucionalmente hablando la
función pública.
La Constitución, como es bien sabido, solo dedica un precepto a la función
pública en sentido estricto, el 103, especialmente en su párrafo tercero:
«La ley regulará el estatuto de los funcionarios públicos, el acceso a la
función pública de acuerdo con los principios de mérito y capacidad, las
peculiariedades del ejercicio de su derecho a sindicación, el sistema de in-
compatibilidades y las garantías para la imparcialidad en el ejercicio de sus
funciones».
Este parágrafo debe enmarcarse en la función constitucional de la Adminis-
tración Pública: el servicio objetivo al interés general, de forma y manera que
la teoría de los deberes de los funcionarios será un desarrollo armónico y lógico
de la tarea constitucional del personal al servicio de las Administraciones Pú-
blicas: el servicio objetivo al interés general. Es más, me atrevería a afirmar que
el conjunto de los deberes ha de partir de este objetivo constitucional.
Por otra parte, debe señalarse que el párrafo segundo del artículo 103 se re-
fiere, en sede de estatuto, a los funcionarios, sin citar otras modalidades de

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la dimensión ética de la función pública

personal al servicio de las Administraciones Públicas, cómo el laboral, que en-


cuentra su principal fuente en el estatuto de los trabajadores y en los convenios
colectivos concretos. Aunque, en lo que se refiere al acceso, derecho de signi-
ficación e imparcialidad el mandato constitucional no distingue entre funciona-
rios y laborales, por lo que su vinculación a dichos objetivos tendrá la misma
intensidad en atención a que ambos colectivos conforman la función pública.
El Derecho de la función pública ha adquirido entre nosotros una notable
expansión y extensión como consecuencia de la tendencia reguladora que ins-
pira la actuación de las diferentes Administraciones Públicas en relación con el
personal. Regulación de la jornada laboral, del régimen de los representantes
del personal o de la formación continua, son otras tantas manifestaciones de la
preocupación de los gobiernos por contar con un personal bien preparado, tra-
bajador y plenamente en sintonía con los objetivos constitucionales.
La función pública o, como algunos dicen ahora, el empleo público, necesi-
ta de unas reglas generales, de un estatuto que permita disponer de una única
norma jurídica en la que desarrollar las previsiones del párrafo tercero del artí-
culo 103 de la Constitución: derechos, deberes, acceso, sindicación, incompati-
bilidades, garantías para la imparcialidad… Pues bien, el Estatuto del empleado
público, aprobado por Ley de 12 de abril de 2007, sin el concurso de la oposi-
ción de entonces, es la norma vigente en la materia.
¿Derecho de la función pública o Derecho del empleo público? Baste ahora
señalar que intentar eliminar la diferencia entre funcionarios y laborales re-
quiere reformar la Constitución pues pienso que cuando el constituyente se
refiere a los funcionarios en el artículo 103 se está refiriendo, al menos, a la
concepción amplia de funcionario que, como es sabido, recoge los aspectos
esenciales de su régimen, sobre todo el que se refiere al de la estabilidad. Por
otra parte, siempre es posible deslindar la actividad propia de los sujetos que
la realizan. Desde ese punto de vista, claro que se puede distinguir el Derecho
de la actividad de función pública y del Derecho que regula el estatuto general
del personal que realiza la función pública. O, si se quiere, se puede hablar de
Derecho subjetivo de la función pública. En todo caso, se puede hablar de
Derecho de la función pública o Derecho del personal al servicio de las Admi-
nistraciones Públicas.
En fin, se trate de Derecho de la función pública o del empleo público, o de
ambos a la vez, lo que interesa señalar en este momento es que, como suele
ocurrir en general, podemos distinguir un concepto amplio y otro estricto de
Derecho, pongamos que de derecho subjetivo de la función pública, expresión
que, al menos para mí, es más propia del Derecho Administrativo.
En sentido amplio, nos hallamos ante un conjunto de normas que regulan los
derechos y deberes de las personas que prestan sus servicios en las Administra-
ciones Públicas, de las personas, seamos más claros, que trabajan en las Admi-
nistraciones Públicos. El servicio profesional de estas personas es un trabajo

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el marco jurídico en españa y en la unión europea

profesional como otro cualquiera aunque, eso sí, con unas notas características
que lo singularizan puesto que es un trabajo profesional que se refiere al servi-
cio objetivo al interés general. En fin, la perspectiva amplia contempla el uni-
verso de estas normas en general, sin orden ni concierto, sin una lógica que
permita el establecimiento de un sistema. En sentido estricto, este conjunto de
normas adquiere una determinada lógica que le permite adquirir una cierta uni-
dad interna a partir del elemento central: la relación de servicio.
Este es el concepto medular, la relación de servicio que, de acuerdo con los
principios constitucionales de aplicación, ha de ser una relación de servicio
objetivo al interés general. De nuevo, nos encontramos, también en esta mate-
ria, con una aproximación funcionalista al Derecho Administrativo, para la que,
en efecto, el nervio central es la propia actividad administrativa, en esta ocasión
caracterizada por su referencia a la relación de servicio objetivo al interés gene-
ral. En esta perspectiva debe entenderse, a mi juicio, este sistema.
Por ello, el Derecho de la función pública es, sobre todo y ante todo, no úni-
camente el derecho de los sujetos que trabajan para la Administración Pública,
sino el Derecho de la relación de servicio objetivo al interés general. Y, en el
marco de esa relación de servicio objetivo al interés general, nos encontramos
con determinados aspectos que modulan los derechos, los deberes y las condi-
ciones de trabajo de las personas al servicio de las Administraciones Públicas.
La siguiente cuestión que debemos plantearnos, antes de entrar de lleno en
el análisis de los deberes, se refiere a la calificación de esa relación de servicio
que la doctrina comúnmente ha entendido como una manifestación de las rela-
ciones especiales de sujeción, quizás para así poder explicar los poderes de que
goza la Administración en relación con sus empleados. Es sabido que una de las
notas esenciales a estas relaciones especiales de sujeción reside en que la ubi-
cación en la Administración de la determinación unilateral del conjunto de de-
rechos y deberes del personal a su servicio, así como de las condiciones de
trabajo. Es decir, la unilateralidad es una característica medular de estas rela-
ciones especiales que, hoy por hoy, la verdad es que ha sido modulada por la
realidad y por la proyección en el ámbito del Derecho Administrativo del deno-
minado pensamiento abierto, plural, dinámico y complementario.
En otros términos, así como en Alemania se ha abandonado esta construc-
ción teórica por incongruente con la realidad, también nosotros debemos pensar
en que los modelos teóricos que ya no sirven para explicar el régimen y funcio-
namiento de las instituciones en la cotidianeidad, apenas ya tienen sentido.
Normalmente, es la propia realidad quien condiciona la emergencia de nuevas
explicaciones.
En el caso de la función pública parece claro que la laboralización creciente
y la necesidad de que la Administración abandone el pedestal de la unilaterali-
dad están diseñando un nuevo sistema con unos contornos no siempre con-
gruentes. Es, también, la consecuencia de superar una idea unilateral del interés

97
la dimensión ética de la función pública

público, para situarse en postulados más abiertos y complementarios. Pero, so-


bre todo, la clave de los cambios reside en ubicarse en el concepto de la relación
de servicio objetivo al interés general. Desde esta perspectiva se puede entender
la panoplia de problemas y cuestiones que hoy rondan al llamado derecho de la
función pública.
Los deberes de los funcionarios, así como sus derechos y el marco general
de las condiciones de trabajo, han de entenderse y explicarse, no tanto desde la
unilateralidad cuanto desde el acuerdo y la idea de que el Derecho de la función
pública tiene por finalidad esencial asegurar el funcionamiento de los servicios
públicos en sentido amplio.
Intentar construir una teoría de los deberes al margen de la realidad, sin te-
ner presente que la clave de la Administración reside en el servicio objetivo al
interés general, es una tarea condenada al fracaso. Quizás, por ello, el Derecho
Administrativo sea el Derecho de la función administrativa entendida precisa-
mente como tarea de servicio objetivo al interés general. Así, el sentido de los
deberes de los funcionarios han de explicarse desde este punto de vista: desde
la concepción del servicio objetivo al interés general.
La teoría de los deberes parte, además de la legislación aplicable, ahora
del Estatuto básico de 2007, de la deontología o Ética profesional, puesto que
el trabajo en la función pública también tiene determinadas consideraciones
de orden moral a las que deben sujetarse los agentes públicos. En este sentido,
además de los deberes clásicos a que se refieren las normas sobre la materia,
debe subrayarse que el plus de responsabilidad que gravita sobre el trabajo al
servicio de las Administraciones, encierra una fuerte carga de dimensión éti-
ca. En efecto, el trabajo al servicio objetivo de los intereses generales implica
una serie de características como imparcialidad, honestidad o integridad, en-
tre otras. Del mismo modo, es menester señalar que el trabajo al servicio ob-
jetivo de los intereses generales conlleva una especial sensibilidad frente a los
derechos y libertades ciudadanas, una apuesta por el bienestar integral de
los ciudadanos y un deseo de hacer las cosas bien hechas porque los funcio-
narios estamos en contacto diario con los asuntos de todos, con los asuntos de
la comunidad.
Por otra parte, una sociedad que solo valora la consecución de objetivos,
que solo pondera el poder, el dinero y la notoriedad, es una sociedad en la que
la idea de servicio tiene carácter peyorativo ya que lo que se busca por encima
de todo es el poder, el dinero o la fama y, sobre todo, lo mensurable, lo cuan-
titativo, importando menos las dimensiones cualitativas o el trato con las per-
sonas. En este ambiente florecen, es lógico, determinadas versiones de la fun-
ción pública que terminan por condenarla a lo residual aunque sean muchos
los que busquen en ella la estabilidad soñada. Hoy, el ambiente general des-
anima los proyectos profesionales en los que no se ejerzan grandes poderes o
se ganen grandes sumas de dinero, algo que es incompatible con la dedica-
ción a la función pública.

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el marco jurídico en españa y en la unión europea

Hoy estamos en una crisis del principio de jerarquía, también en el orden


administrativo, en un momento en el que pareciera que solo existieran dere-
chos, reclamaciones y reivindicaciones. Además, desde la perspectiva de los
deberes, lo relevante para algunos es siempre despejar balones y colocar en el
tejado ajeno la responsabilidad o la tarea que sea.
Es sabido que ni el Estatuto de Bravo Murillo de 1852 ni la Ley de bases de
1918 recogen un conjunto ordenado y concreto de derechos y deberes de los
funcionarios. Habría que esperar a la Ley de 1964 para orientarnos en la mate-
ria. Ahora, con el Estatuto de 2007, disponemos de tres preceptos, 52, 53 y b54,
en que se establece un código deontológico estableciéndose los deberes, los
principios éticos y los principios de conducta.
El artículo 52 se refiere a los deberes y diseña un verdadero código de con-
ducta en estos términos:
«Los empleados públicos deberán desempeñar con diligencia las tareas
que tengan asignadas y velar por los intereses generales con sujeción y ob-
servancia de la Constitución y del resto del ordenamiento jurídico, y deberán
actuar con arreglo a los siguientes principios: objetividad, integridad, neutra-
lidad, responsabilidad, imparcialidad, confidencialidad, dedicación al servi-
cio público, transparencia, ejemplaridad, austeridad, accesibilidad, eficacia,
honradez, promoción del entorno cultural y medioambiental, y respeto a la
igualdad entre mujeres y hombres, que inspiran el Código de Conducta de
los empleados públicos configurado por los principios éticos y de conducta
regulados en los artículos siguientes.
Los principios y reglas establecidos en este capítulo informarán la inter-
pretación y aplicación del régimen disciplinario de los empleados públicos».
El artículo 53 se refiere a los principios éticos, extraídos del artículo 52:
  «1. Los empleados públicos respetarán la Constitución y el resto de nor-
mas que integran el ordenamiento jurídico.
  «2. Su actuación perseguirá la satisfacción de los intereses generales de
los ciudadanos y se fundamentará en consideraciones objetivas orien-
tadas hacia la imparcialidad y el interés común, al margen de cual-
quier otro factor que exprese posiciones personales, familiares, corpo-
rativas, clientelares o cualesquiera otras que puedan colisionar con
este principio.
  «3. Ajustarán su actuación a los principios de lealtad y buena fe con la
Administración en la que presten sus servicios, y con sus superiores,
compañeros, subordinados y con los ciudadanos.
  «4. Su conducta se basará en el respeto de los derechos fundamentales y
libertades públicas, evitando toda actuación que pueda producir dis-
criminación alguna por razón de nacimiento, origen racial o étnico,
género, sexo, orientación sexual, religión o convicciones, opinión,
discapacidad, edad o cualquier otra condición o circunstancia perso-
nal o social.

99
la dimensión ética de la función pública

  «5. Se abstendrán en aquellos asuntos en los que tengan un interés perso-


nal, así como de toda actividad privada o interés que pueda suponer un
riesgo de plantear conflictos de intereses con su puesto público.
  «6. No contraerán obligaciones económicas ni intervendrán en operacio-
nes financieras, obligaciones patrimoniales o negocios jurídicos con
personas o entidades cuando pueda suponer un conflicto de intereses
con las obligaciones de su puesto público.
  «7. No aceptarán ningún trato de favor o situación que implique privilegio o
ventaja injustificada, por parte de personas físicas o entidades privadas.
  «8. Actuarán de acuerdo con los principios de eficacia, economía y efi-
ciencia, y vigilarán la consecución del interés general y el cumplimien-
to de los objetivos de la organización.
  «9. No influirán en la agilización o resolución de trámite o procedimiento
administrativo sin justa causa y, en ningún caso, cuando ello comporte
un privilegio en beneficio de los titulares de los cargos públicos o su
entorno familiar y social inmediato o cuando suponga un menoscabo
de los intereses de terceros.
«10. Cumplirán con diligencia las tareas que les correspondan o se les enco-
mienden y, en su caso, resolverán dentro de plazo los procedimientos
o expedientes de su competencia.
«11. Ejercerán sus atribuciones según el principio de dedicación al servicio
público absteniéndose no solo de conductas contrarias al mismo, sino
también de cualesquiera otras que comprometan la neutralidad en el
ejercicio de los servicios públicos.
«12. Guardarán secreto de las materias clasificadas u otras cuya difusión
esté prohibida legalmente, y mantendrán la debida discreción sobre
aquellos asuntos que conozcan por razón de su cargo, sin que puedan
hacer uso de la información obtenida para beneficio propio o de terce-
ros, o en perjuicio del interés público».
Y el artículo 54 alude a los principios de conducta, en relación con los debe-
res y los principios éticos:
  «1. Tratarán con atención y respeto a los ciudadanos, a sus superiores y a
los restantes empleados públicos.
 «2. El desempeño de las tareas correspondientes a su puesto de trabajo se
realizará de forma diligente y cumpliendo la jornada y el horario esta-
blecidos.
 «3. Obedecerán las instrucciones y órdenes profesionales de los superio-
res, salvo que constituyan una infracción manifiesta del ordenamiento
jurídico, en cuyo caso las pondrán inmediatamente en conocimiento de
los órganos de inspección procedentes.
 «4.«Informarán a los ciudadanos sobre aquellas materias o asuntos que ten-
gan derecho a conocer, y facilitarán el ejercicio de sus derechos y el
cumplimiento de sus obligaciones.

100
el marco jurídico en españa y en la unión europea

 «5. Administrarán los recursos y bienes públicos con austeridad, y no uti-


lizarán los mismos en provecho propio o de personas allegadas. Ten-
drán, asimismo, el deber de velar por su conservación.
 «6. Se rechazará cualquier regalo, favor o servicio en condiciones ventajo-
sas que vaya más allá de los usos habituales, sociales y de cortesía, sin
perjuicio de lo establecido en el Código Penal.
 «7. Garantizarán la constancia y permanencia de los documentos para su
transmisión y entrega a sus posteriores responsables.
 «8. Mantendrán actualizada su formación y cualificación.
 «9.  Observarán las normas sobre seguridad y salud laboral.
«10. Pondrán en conocimiento de sus superiores o de los órganos competen-
tes las propuestas que consideren adecuadas para mejorar el desarrollo
de las funciones de la unidad en la que estén destinados. A estos efec-
tos se podrá prever la creación de la instancia adecuada competente
para centralizar la recepción de las propuestas de los empleados públi-
cos o administrados que sirvan para mejorar la eficacia en el servicio.
«11. Garantizarán la atención al ciudadano en la lengua que lo solicite siem-
pre que sea oficial en el territorio».
Siendo como es el estatuto de la función pública, la ordenación de los dere-
chos y los deberes de los funcionarios, estos ocupan un lugar central en la orde-
nación jurídica del sistema de la función pública. Los deberes, desde este pano-
rama, se nos presentan como aquellas cargas u obligaciones que la Administración
Pública, en el marco jurídico, puede imponer al personal a su servicio precisa-
mente, valga la redundancia, más que a partir de una relación especial de suje-
ción, en virtud del servicio objetivo al interés general, verdadero título que dis-
tingue y caracteriza la funcionalidad del trabajo público.
Los deberes, los principios éticos y los principios de conducta insisto deben
interpretarse en el marco constitucional vigente y a la luz del servicio objetivo
al interés general, que se erige en el patrón fundamental de entendimiento de
todos los deberes de los funcionarios.
La Constitución española de 1978, es menester recordarlo ahora, señala la
jerarquía como un principio básico del conjunto de la Administración Pública.
Por tanto, sobre toda la teoría de los deberes sobrevuela este principio en aras
precisamente del mejor entendimiento de la eficacia, también establecida en la
Constitución entre los principios de aplicación a todas las Administraciones
Públicas.
En la explicación de los deberes se proyecta también la metodología desde
la que últimamente intento comprender el entero sistema del derecho adminis-
trativo y de la función pública: el pensamiento abierto, dinámico, plural y com-
plementario. Los deberes no se pueden considerar como un aspecto aislado del
Ordenamiento de la función pública sino en permanente relación con los dere-

101
la dimensión ética de la función pública

chos y el conjunto de materias a las que se refiere esta rama del derecho admi-
nistrativo.
Es sabido que durante bastante tiempo la doctrina de la relación especial de
sujeción ha sido la piedra de toque sobre la que se ha construido la especial
vinculación del personal administrativo respecto de la Administración Pública,
quizás partiendo de la importación mecánica y acrítica de una institución que
ya parece haber quedado superada a juzgar por la funcionalidad de la que goza
hoy en Alemania, país del que se importó tiempo atrás.
Es cierto que desde el principio de jerarquía se entiende bien la existencia de
un poder de supremacía de la Administración para ordenar con eficacia su fun-
cionamiento, para poder servir con objetividad el interés general. Pero también
es verdad que, junto a la necesaria garantía del interés general, los funcionarios,
el personal en sentido amplio, deben cumplir su trabajo, como se ha recordado,
a partir de las más elementales normas del código deontológico que configura
la función pública, el trabajo al servicio objetivo del interés general.
Una cuestión bien relevante se refiere al marco desde el que situarse para
explicar los deberes de los funcionarios. Esta cuestión se puede abordar funda-
mentalmente buscando una enumeración positiva de cuáles sean dichos deberes
o, por el contrario, desde la deducción a partir de las normas punitivas que
sancionan determinadas conductas de los funcionarios. Es decir, podemos tra-
bajar directamente desde el elenco de los deberes o, indirectamente, desde la
perspectiva de la sanción de los incumplimientos de las obligaciones del perso-
nal al servicio de las Administraciones Públicas. Hoy, el Estatuto básico del
empleado público simplifica sobremanera esta cuestión pues contiene elencos
de deberes, de principios éticos, y de principios de conducta. A continuación
examinemos las cuestiones que a mi juicio son más relevantes de la interpreta-
ción armónica de estos tres artículos del Estatuto básico del empleado público
referentes a la ética pública.
El acatamiento de la Constitución, más que un deber de los funcionarios
públicos, constituye un requisito para adquirir la condición de empleado públi-
co. Suele citarse entre los deberes de los funcionarios porque el contenido mis-
mo del acto de acatamiento de la Constitución implica la realización del queha-
cer público asignado de acuerdo con nuestra Carta Magna, lo cual ofrece una
dimensión de deber pues se trata de acomodar el trabajo al servicio de la Admi-
nistración Pública de acuerdo con los principios y valores constitucionales.
El artículo 52 del Estatuto básico debe leerse, es claro, desde este punto de
vista. Entonces, hasta podría afirmarse que del acatamiento a la Constitución
derivan toda una serie de deberes genéricos que encuentran su justificación en
la letra de la Constitución y muy especialmente en el precepto fundamental
desde el que hay que entender el régimen de la función pública como sistema:
la Administración Pública sirve con objetividad el interés general. Aquí radica
el centro del que dimanan el conjunto de deberes del personal al servicio de la

102
el marco jurídico en españa y en la unión europea

Administración Pública o, si se quiere, aquí se encuentra el principio que per-


mitirá iluminar adecuadamente el alcance constitucional del deber del que se
trate en cada caso.
El acatamiento a la Constitución constituye, desde el punto de vista norma-
tivo, la fuente de los deberes de los empleados públicos. Por ello, la cuestión
relativa al problema que puede plantear un funcionario que jura o promete la
Constitución formalmente pero no se encuentra personalmente vinculado por
sus dictados ofrece un panorama bien complejo. Por una parte, es verdad que
para ser funcionario es menester el acatamiento a la Constitución y que dicho
acto de jura o promesa implica el cumplimiento del trabajo administrativo en el
marco de la Norma fundamental. Y, por otra, también es posible que un funcio-
nario no comparta los principios constitucionales o piense que deban ser refor-
mados. Sin embargo, siendo esto así, también lo es que la Constitución vincula
a los ciudadanos y a los poderes públicos, por lo que parece que el tenor del
artículo 9.1 aclara el problema.
Ciertamente la historia del juramento está vinculada a la necesidad de garan-
tizar determinadas lealtades, bien fuera para asuntos públicos o para negocios
privados. Como es sabido, cuando empieza a conformarse el Estado moderno y
los parlamentos comienzan su andadura el poder ejecutivo, el Rey intenta ase-
gurarse la fidelidad de los funcionarios a través de la fórmula del juramento que
se efectúa al ser nombrado para el oficio público de que se tratara y que, con
variaciones y transformaciones ha llegado hasta nosotros, si bien, evidentemen-
te, con el sentido del cumplimiento de los valores y criterios democráticos que
componen las Constituciones modernas, no con la finalidad de guardar fideli-
dad a la persona del Rey.
La pregunta de por qué el juramento o promesa de acatar la Constitución
puede contestarse fácilmente haciendo referencia a que el trabajo al servicio de
las Administraciones Públicas, en la medida en que supone o implica tareas
comprometidas con el bienestar general e integral de la ciudadanía, requiere de
un plus de responsabilidad en el que se incardina la solemnidad, mayor o menor
según los casos, de la promesa o el juramento.
Cuando se contempla el sistema de la función pública desde la perspectiva
de la relación especial de sujeción, tal y como hace el Tribunal Constitucional,
entonces, como se lee en la sentencia de 8 de noviembre de 1993, parece obvio
que tal vínculo justifique que el desempeño de la función pública vaya precedi-
do de una declaración formal de acatamiento a la Constitución. Ahora bien, el
mismo argumento, si basamos el modelo en el artículo 103.1, se puede esgrimir
si es que concebimos los cimientos del sistema de función pública a partir del
servicio objetivo al interés general.
Para terminar la glosa de este deber, debe señalarse que, en efecto, si bien se
trata de una obligación formal e inicial, como ya queda argumentado, su conte-
nido se proyecta en el tiempo, de forma y manera que el funcionario está obli-

103
la dimensión ética de la función pública

gado a que su quehacer administrativo esté presidido en todo momento por los
principios y preceptos de la Constitución.
El principio de eficacia es un principio con rango constitucional, al igual que
el de jerarquía (artículo 103 CE). En virtud del primero, la Administración ha
de poder organizarse de manera que cumpla sus objetivos y, para ello, a partir
del segundo, se estructura internamente de manera que existe una cadena de
mando con superiores e inferiores, escrito sea sin ánimo peyorativo. En efecto,
la Administración Pública es una estructura organizativa jerárquica, lo que, en
los tiempos que corren, aunque pueda llamar la atención, responde a la necesi-
dad, en efecto, de que se pueda asegurar un mínimum de servicio objetivo al
interés general como parámetro ordinario de su entera actividad.
Por otra parte, la colaboración es igualmente un deber del personal al servi-
cio de las Administraciones Públicas que se deduce de la lealtad y buena fe en
el trabajo a que se refiere el artículo 53.3 del Estatuto. De ahí que la colabora-
ción sea una consecuencia de la fuerza de la ética del servicio público, de la
misma manera que, desde este punto de vista, la jerarquía no debe degenerar en
autoritarismo o en ejercicio irracional y desproporcionado del poder, como al-
gunas veces acontece.
La Administración Pública, como el Ejército y la Iglesia son instituciones
jerárquicas por esencia pues tienen, las tres, bien claros su objetivos que son de
tal trascendencia que requieren de la garantía del cumplimiento de sus fines, lo
que solo puede lograrse, de acuerdo a sus respectivas naturalezas, desde la ins-
tauración de una razonable jerarquía, a la que acompaña una también razonable
obediencia.
El superior jerárquico tiene mando en la Administración y goza de potesta-
des de dirección precisamente para asegurar mayores cotas de interés general
en el trabajo de la unidad administrativa a su cargo. En este sentido, la jerar-
quía, por obvias razones, debe reforzar la neutralidad, objetividad e imparciali-
dad de las decisiones. Es más, la jerarquía es un principio que solo se aplica en
cuanto a la consecución de los fines de interés público asignados a la unidad u
órgano administrativo de que se trate. El mando, pues, se ejerce al servicio ob-
jetivo del interés general. Cuando ello no ocurre, entonces aparece el proceloso
mundo de la corrupción con toda su panoplia de manifestaciones: mobbing,
abuso de poder, enriquecimiento personal, tráfico de influencias, uso de infor-
mación privilegiada…
En efecto, la eficacia requiere de obediencia a las órdenes del superior jerár-
quico pues, de lo contrario, estaríamos en un ambiente de indisciplina en el que
no se alcanzarían los objetivos propuestos con el consiguiente despilfarro deri-
vado de tal proceder. Así lo establece el artículo 54.3 del Estatuto en materia de
principio de obediencia. Los que mandan ejercen potestades de dirección que
se materializan a través de órdenes o indicaciones impartidas a los funcionarios
subordinados, quienes las han de cumplir en sus términos siempre que estén

104
el marco jurídico en españa y en la unión europea

incardinadas en el marco de los intereses generales a los que sirve la unidad


administrativa de que se trate en cada caso.
Bien es verdad que por parte de los que mandan es exigible un comporta-
miento impecable en relación con los mandados, lo que no es fácil porque no
pocas veces quien manda, o no tiene el talento preciso para mandar, o confunde
la idea del mando con la de la sumisión o del sometimiento, ya felizmente su-
perada, al menos teóricamente. Los directivos deben facilitar el cumplimiento
de los deberes del personal, lo que implica que el ejercicio del mando, que es
un arte y una ciencia también, sea una tarea sumamente difícil en una Adminis-
tración democrática y que requiera una singular preparación y continua forma-
ción para que a través del poder la ciudadanía vea cada vez con mayor claridad
una efectiva mejora de las condiciones de vida de las personas como conse-
cuencia primera de la actuación administrativa.
Por ejemplo, a mí siempre me ha escandalizado, y no poco, que a veces el
derecho al trabajo que toda persona tiene pueda ser negado a algunos funciona-
rios por muy diversas causas, en ocasiones, hasta de naturaleza ideológica.
Nunca entendí bien, a pesar de haber estado ejerciendo funciones de dirección
en la Administración Pública cerca de quince años, que el derecho al trabajo de
los funcionarios pudiera estar condicionado por el mayor o menor interés que
pudiera tener el directivo en que determinada persona tuviera más o menos
papel que despachar. Quizás sean resabios de versiones patrimoniales y subje-
tivas del ejercicio del poder que todavía pululan por algunas oficinas públicas,
pero lo cierto es que, más o menos, se siguen produciendo situaciones, menos
que más, desde las que se perpetran auténticos atentados a los derechos a la
dignidad o la integridad moral de muchos empleados públicos.
Por otra parte, quien conozca bien hoy la Administración sabrá que hay más
jefes que indios, por utilizar una expresión coloquial. Esto, que es así, impide
que la jerarquía pueda desplegar toda su virtualidad al servicio de los objetivos
establecidos. Son, se dice, las consecuencias de la crisis de la jerarquía y de la
moda de la cooperación horizontal o de la coordinación. Es probable, pero lo
que sí es cierto es que la Administración debe actuar al servicio objetivo del
interés general y para lograrlo debe disponer de los medios razonables y los
poderes adecuados para que el bienestar general e integral de los ciudadanos
sea una realidad en crecimiento.
Desde luego que es relevante la promoción profesional y la carrera adminis-
trativa. Por supuesto, solo faltaría. Pero ello no es óbice, ni mucho menos, para
que decaiga la eficacia del servicio público. Carrera administrativa y eficacia
son dos conceptos que se deben entender, en mi opinión, desde la complemen-
tariedad y la compatibilidad, no desde la oposición o la confrontación.
En esta materia es una cuestión clásica la de los límites del deber de obedien-
cia o, si se quiere, si se deben cumplir las órdenes ilegales. Porque incumplir una
orden puede desencadenar un expediente disciplinario y, por otra parte, cumplir

105
la dimensión ética de la función pública

una orden ilegal puede dar lugar a un expediente de responsabilidad penal. La


solución en la teoría es bien clara, en estos casos procede la desobediencia por-
que prima el principio de legalidad. Desde otro punto de vista, hay quien defien-
de que la obediencia de las órdenes ilegítimas siempre se puede reparar desde la
postulación procesal de la obediencia debida. Sin embargo, si una orden es ile-
gal, es ilegal, y si hace falta advertirlo por escrito o dejar constancia por escrito,
es la mejor solución para evitar las consecuencias que se pueden derivar del
contenido de una orden ilegal. Se trata, pues, de una cuestión de límites, pues no
siempre, a veces sí, se puede determinar el momento en el que una decisión se
convierte en ilegítima hasta el punto de amparar la desobediencia.
Aunque no es objeto propio de este trabajo analizar monográficamente el
problema del acoso moral en el trabajo, me parece indicado señalar que el au-
mento, a veces alarmante del mobbing en la función pública, se puede deber a
un entendimiento de la jerarquía desde el autoritarismo. Un poder que tiene
miedo a la motivación, que aspira a la afirmación permanentemente, que solo
tiene ojos para la desconfianza, que aparta a los más competentes y ansía la
búsqueda de objetivos extramuros del interés general, abre las puertas al auto-
ritarismo y, por ello, a una amplia panoplia de manifestaciones de abuso de
poder o de uso de poder para fines personales en un sentido amplio y variado.
El deber de colaboración, obvio donde los haya, bien se entiende si la con-
ciencia de servicio a los ciudadanos está bien afincada en los funcionarios y
cargos públicos. Porque cuando el bien general e integral de los ciudadanos es
el espejo en que se miran las decisiones públicas, entonces la colaboración o
cooperación se produce a nivel orgánico y a nivel funcionarial. Cuando, por el
contrario, el ambiente laboral está enrarecido por las conspiraciones y la divi-
sión en bandos o cuando no se busca lo general sino lo particular o partidista,
entonces la colaboración, sea institucional o personal brillará por su ausencia.
El artículo 54.10 del Estatuto hace referencia, en materia de principios de
conducta, a la mejora del trabajo administrativo, tarea que compete a todo el
personal al servicio de la Administración Pública en los términos referidos an-
teriormente.
La obligación de la colaboración con los jefes ha de ser leal. Es decir, se
trata de tirar del mismo carro en lo que se refiere a la instauración de un am-
biente de trabajo digno de la condición humana, a dedicarse a la tarea con rigor
de acuerdo con las órdenes e instrucciones recibidas, a sugerir cambios, a ejer-
cer la iniciativa; en definitiva, a trabajar conscientes de que se está en el mismo
barco y que el capitán debe mover el timón con la seguridad de que el resto de
la tripulación está en sus puestos haciendo posible la maniobra propia de cada
momento. Hoy la lealtad es otro término que quizás no encaje bien en una men-
talidad que solo busca la realización personal y profesional, el poder, el dinero
y la notoriedad, contándose en muchos casos con episodios de deslealtad moti-
vados, quizás, en la obsesión por el ascenso al precio que sea, llegando incluso
al chantaje.

106
el marco jurídico en españa y en la unión europea

Lealtad es fidelidad a la palabra dada, y si uno ha jurado o prometido la


Constitución y el resto del Ordenamiento jurídico bien sabe cuándo está colabo-
rando con lealtad o cuándo está trabajando desde la egoísta perspectiva del per-
sonalismo, aguas abajo, por supuesto, del servicio objetivo a los intereses gene-
rales. La lealtad, según el precepto que ahora comentamos, se proyecta sobre el
superior jerárquico y también sobre los compañeros, cuestión, esta última, más
difícil que la primera. Más difícil porque si bien el jefe manda en virtud de un
poder normativamente atribuido, los compañeros no tienen potestad de mando
sobre nosotros, por lo que formalmente la colaboración o cooperación podría ser
más complicada de fundamentar. Sin embargo, para que el trabajo salga, y salga
bien, es necesario que las unidades administrativas trabajen armónicamente, y
para ello es imprescindible que reine la cooperación entre todos los funciona-
rios, sea cual sea la posición que ocupen en la maquinaria administrativa.
Es también obvio que solo habrá cooperación si existe un buen ambiente
laboral. Esta cuestión compete, aunque no solo, pero sí primariamente, a la ca-
beza de la organización. Se trata de un deber de quienes mandan que deben te-
ner siempre presente, pues una unidad administrativa donde hay buen ambiente
laboral, normalmente consigue los objetivos asignados. Y, en sentido contrario,
donde domina la división y el fraccionamiento, los asuntos o no salen o salen
mal como lógica consecuencia de falta de condiciones favorables para el traba-
jo propio de la función pública.
Es bien claro que el mejoramiento de los servicios es una tarea de toda la
unidad. Se consigue si reina el buen ambiente, si se analiza con frecuencia por
qué sí o por qué no se alcanzan los objetivos propuestos en los plazos acorda-
dos. Cuando los directivos piden sugerencias a todos los funcionarios de la
unidad sobre cómo mejorar el servicio que se presta a la ciudadanía, ordinaria-
mente se sorprenden gratamente de los comentarios del personal porque las
personas que componen una determinada unidad saben perfectamente las ca-
rencias y las virtudes de esa organización. Lo difícil es motivar al personal para
que se implique en la tarea, lo cual no es difícil cuando habitualmente el am-
biente laboral está presidido por la colaboración leal.
El objetivo de la colaboración leal, según el precepto que estamos comen-
tando, es la mejora continua del servicio que se presta a los ciudadanos. Insisto,
para que ello sea posible es imprescindible que se respire un ambiente grato y
estimulante. De lo contrario, la mejora de los servicios es imposible; todo lo
más podrán confeccionarse frías estadísticas con determinados resultados, pero
nada más.
Junto a la mejora de los servicios, la colaboración leal también propicia el
cumplimiento de los objetivos asignados a la unidad de que se trate. Es obvio
que cada unidad ha de tener unos objetivos conocidos por todo el personal, sea
cual sea el lugar que ocupen en la estructura administrativa. Sin embargo, no
por obvia implica que sea lo normal en la Administración este proceder. Podría-
mos preguntar al personal de numerosas unidades si conoce los objetivos que

107
la dimensión ética de la función pública

tienen asignados y nos podríamos llevar una desagradable sorpresa. Los objeti-
vos, los fines, deben definirse entre todos los miembros de la unidad atendien-
do, claro está, a los superiores intereses generales a los que debe servir el centro
directivo al que esté adscrita la unidad. Esos objetivos deben ser objeto de se-
guimiento periódico, de análisis, para ir adoptando las decisiones que procedan
en cada caso. Si no existe colaboración leal, los objetivos serán imposibles de
alcanzar.
En materia de eficacia administrativa, artículo 52 del Estatuto básico, pienso
que debe llamarse la atención sobre el peligro de absolutizar los fines. Me re-
fiero a esa tentación sutil de trascender los procedimientos administrativos, lar-
gos y pesados, para poder alcanzar los fines previstos. Además de que esta
metodología desemboca ordinariamente en la corrupción, el desprecio por los
procedimientos denota poca sensibilidad frente al principio de igualdad y trans-
parencia. Lo que habrá que hacer si se advierte que los procedimientos no son
los adecuados, es reformarlos para que, a su través, se puedan adoptar decisio-
nes de servicio objetivo al interés general. Quienes, por el contrario, piensan
que lo único importante es conseguir los objetivos, se olvidan de que la Admi-
nistración Pública no es una empresa más; es, en todo caso, una empresa cuyos
resultados han de medirse sustancialmente en función del servicio objetivo al
interés general que se desprende de sus decisiones y actuaciones.
Igualmente, absolutizar la jerarquía, ya lo hemos señalado, da lugar al auto-
ritarismo, sorprendentemente cada vez más de moda entre nosotros, quizás por
el predominio que se aprecia en las aspiraciones de no pocas personas al poder,
al dinero y a la notoriedad. La necesidad de afirmación personal, de demostrar
que se manda, de que se tienen muchos subordinados, que se dirige, ocasiona
no pocas veces un ambiente de cierta distancia entre jefes y personal que suele
distorsionar el ambiente laboral. A veces es posible, no siempre, que en am-
bientes autoritarios se consigan los objetivos a base de amedrentar y amenazar
al personal con toda suerte de estrategias.
Las Administraciones suelen contar con unidades administrativas dedicadas
a impulsar la mejora continua de los servicios. Lo que ocurre en algunos casos,
es que estas unidades no disponen del rango necesario para acometer su tarea
con racionalidad. En otros casos, su excesiva dependencia política impide
que con autonomía se pueda realizar la tarea de racionalización y moderniza-
ción necesaria para la mejora permanente.
También me parece que en el marco de la colaboración leal y la mejora de
los servicios es buena cosa facilitar al personal que presenten las sugerencias
e iniciativas que estimen por conveniente tal y como dispone el citado artícu-
lo 54.0 del Estatuto básico de 2007. Cuando se fomenta este ambiente, tam-
bién se puede apreciar la profesionalidad del personal en este punto. La mejo-
ra de los servicios, sobre todo en el tiempo que nos ha tocado en suerte, está
igualmente muy conectada con la apuesta por contribuir a una mayor humani-
zación de la realidad. Primero, porque el trabajo de servicio objetivo al interés

108
el marco jurídico en españa y en la unión europea

general en ocasiones puede derivar en una fría y distante relación de la buro-


cracia con los ciudadanos. Y segundo, porque no es infrecuente que en un
mundo tan cosificado como en el que vivimos, sea relevante rescatar los valo-
res y la fuerza del factor humano, que en la Administración Pública tiene
evidentes consecuencias en la construcción de una ética del servicio público
comprometida con los derechos fundamentales de las personas, en especial de
los desfavorecidos.
La mejora de los servicios implica decisiones sobre personal y medios ma-
teriales. Por eso, la colaboración leal reclama que cuando proceda se expresen
y manifiesten las necesidades objetivas de orden material o de personal que
puedan impedir trabajar en un contexto de dignidad y normalidad exigible a las
unidades de la Administración Pública.
Por otra parte, el artículo 53.4 del Estatuto básico, además de configurar
como deber el sigilo profesional, diseña una modalidad de colaboración consis-
tente en el esfuerzo en la mejora de las aptitudes profesionales y de la capacidad
de trabajo. Se trata, pues, de un deber personal del funcionario al que la organi-
zación administrativa debe prestar especial atención para facilitarlo y propiciar-
lo. Ello quiere decir, que los responsables deben tener muy presente esta cues-
tión para permitir que el personal sintonice con la filosofía de la formación
continua y pueda acudir, cuando sea necesario, a las acciones formativas que
mejoren sus aptitudes profesionales y su capacidad de trabajo.
Sin embargo, este deber que ha de ser facilitado por los responsables no solo
se refiere a facilitar el acceso a los cursos que verdaderamente mejoren las ap-
titudes profesionales y la capacidad de trabajo. En el puesto de trabajo también
debe propiciarse el cumplimiento de este deber con acciones ad hoc de conte-
nido formativo. En cualquier caso, es un deber personal y como tal ha de ser
cada funcionario quien se esfuerce por la mejora de sus aptitudes profesionales
y su capacidad de trabajo.
Los directivos en la Administración Pública tienen una tarea difícil en este
sentido. Para cumplirla con éxito han de comprometerse con lo que denomino
mentalidad abierta, metodología del entendimiento y sensibilidad social. Han
de pensar cotidianamente cómo ayudar al personal también en la mejora de sus
aptitudes profesionales y en la mejora de la capacidad profesional. Se trata, por
supuesto, de una tarea personal, de cada quien, pero también es cierto que desde
la dirección se puede, y se debe, facilitar.
Desde esta perspectiva será más fácil entender algo que me parece que está
en la entraña democrática de la Administración Pública: que en el corazón de
los expedientes existen necesidades colectivas, intereses generales de ciudada-
nos que esperan una resolución justa y humana a la vez. Este es, me parece, el
gran reto que tiene planteada hoy la Administración en las democracias pues, si
no es consciente de su compromiso con los derechos fundamentales y las liber-
tades públicas, una vez más el aparato burocrático seguirá mirándose a sí mis-
mo y a los dirigentes de siempre.

109
la dimensión ética de la función pública

Ciertamente, el deber de colaboración parte del principio de buena fe, artí-


culo 53.3 del Estatuto básico de 2007, implica la predisposición del personal
por sacar, digámoslo así, los intereses generales adelante, de acuerdo con los
mandatos y parámetros constitucionales. En este sentido, este deber comprende
también, es obvio, el buen trato a los ciudadanos. Este deber obliga a todos los
miembros de la Administración Pública, no solo a quienes atienden una oficina
de información al público. Tratar bien a los ciudadanos no es una mera consi-
deración de contenido moral general sino que es la consecuencia lógica del
papel central de los ciudadanos en relación con la Administración Pública. Tra-
tar bien a las personas que se acercan a las Administraciones Públicas no es,
insisto, una técnica, es una obligación ética en consonancia con el sentido y
funcionalidad que tienen las personas y sus derechos en el entendimiento del
interés general en el Estado social y democrático de Derecho. Nada más y nada
menos.
Desde otro punto de vista, el incumplimiento del deber de colaboración nos
sitúa ante un claro ilícito administrativo que puede ser considerado como una
falta muy grave en caso de abandono del servicio o de notoria falta de rendi-
miento que implica inhibición en el cumplimiento de las tareas asignadas.
Desde la vertiente negativa, aunque en otro sentido, siempre me he pregun-
tado cómo se debe calificar la situación del funcionario al que no se le permite
el ejercicio del derecho al trabajo sencillamente porque hay órdenes de que no
toque papel alguno. Sí, todavía queda entre nosotros resabios del viejo régimen
que se manifiestan en estas prácticas corruptas que se dan porque no está bien
determinado el contenido del derecho al trabajo de cada funcionario en aten-
ción al puesto de trabajo que ocupe, quedando esta circunstancia tantas veces a
la discrecionalidad del jefe inmediato.
Consecuencia del derecho y deber de trabajar es cumplir con una jornada
temporal que permita ejercer dicho derecho-deber. El artículo 54.2 del Estatuto
básico del empleado público, en materia de principios éticos, dispone en este
sentido que la jornada de trabajo de los funcionarios será la que reglamentaria-
mente se determine.
Para la Administración del Estado, el órgano que tiene atribuida la compe-
tencia por delegación del ministro del ramo es el secretario de Estado de Admi-
nistración Pública, a través de la famosa instrucción de jornada, en la que se
establece, oídos los representantes del personal, el calendario laboral: el instru-
mento técnico por el que se establece la distribución de la jornada y la fijación
de los horarios que debe ser aprobada antes del 28 de febrero de cada año,
previa negociación con las organizaciones firmantes del acuerdo de 13 de no-
viembre de 1992.
Con independencia de si es razonable en un sistema abierto como el nuestro
que se limite la capacidad de negociación a las organizaciones firmantes de un
acuerdo con la Administración, lo cierto y verdad es que la norma establece que

110
el marco jurídico en españa y en la unión europea

los horarios se acomodarán a las necesidades del servicio, para facilitar la aten-
ción a los ciudadanos, que se podrá establecer una pausa de treinta minutos que
computa como trabajo efectivo, que la distribución anual de la jornada no podrá
alterar el número de vacaciones que señale la normativa en vigor y que dichos
horarios deben difundirse convenientemente.
Los horarios deben adecuarse al servicio, a la naturaleza del servicio público
que se presta, lo que significa que se va a tener presente a los ciudadanos usua-
rios de dicho servicio de interés general. Pero también es importante contar con
horarios razonables, humanos, adecuados a la realidad y que, en la medida de
lo posible, tengan en cuenta la conciliación de la vida familiar y profesional, lo
cual me parece relevante para el libre desarrollo de las personas.
En los códigos éticos y deontológicos profesionales suele citarse la obliga-
ción del silencio de oficio, mejor de discreción, como expresión de la discreción
que ha de caracterizar el trabajo de los profesionales. Es un deber establecido
en el artículo 53.12 del Estatuto básico que se denomina deber de sigilo (Sán-
chez Morón) en la función pública y que consiste en el deber de no revelar
determinados conocimientos de los que se dispongan por razón del cargo y que
no se refieran al bienestar general de los ciudadanos. En la historia de la buro-
cracia, como nos cuenta Sánchez Morón, el secreto era fundamental porque el
sistema estaba montado sobre el secreto del cargo en la medida en que del mo-
nopolio de las informaciones públicas se derivaba un gran poder celosamente
guardado mediante la imposición de grandes sanciones a su incumplimiento.
Frente al deber de sigilo, es necesario distinguir el deber de secreto, que impide
al funcionario revelar las informaciones o datos que conozca o posea por razón
de su cargo y que estén cubiertas por una declaración legal de secreto oficial.
Para otros, es menester diferenciar el deber genérico del deber específico de
secreto. En general, se predicaría de todo funcionario por el hecho de serlo y
con respecto a cualquier materia a la que pueda tener acceso por su condición
de funcionario. El deber específico sería el que le corresponde en concreto de
acuerdo con el puesto de trabajo que esté desempeñando, en función de su con-
tenido específico (García-Trevijano).
Ciertamente, el trabajo al servicio objetivo del interés general da lugar al
conocimiento de hechos y circunstancias que reveladas podrían dejar despro-
tegido precisamente el interés público. Por eso, es lógico que exista un deber
de silencio de oficio, mejor de discreción profesional. Ahora bien, frente a la
perspectiva tecnocrática del secreto, es necesario señalar que los conocimien-
tos e informaciones públicas de las que se disponga por razón del cargo deben
ser utilizadas únicamente para la mejor gestión del interés público. Es decir,
atrincherarse en el monopolio de determinadas informaciones, traficar con
ellas dentro de la propia organización pública para conservar o mejorar la pro-
pia posición constituye una práctica maquiavélica que impediría atender con
dedicación y lealtad los asuntos públicos con la libertad y responsabilidad re-
queridas.

111
la dimensión ética de la función pública

Evidentemente, cuando existen declaraciones formales por las que un fun-


cionario adquiere un compromiso específico de silencio, nos encontramos en el
ámbito del secreto oficial. En estos casos, los incumplimientos son más fáciles
de conocer y las sanciones más contundentes por obvias razones.
En las democracias, como ya hemos señalado, las instituciones públicas son
de la gente, y la gente debe poder conocer su funcionamiento y las razones del
ejercicio de las potestades públicas. Ahora bien, todo ello es compatible con la
discreción de los funcionarios en lo que se refiere al conocimiento de hechos e
informaciones que, en poder de los particulares, podría romper el principio de
igualdad ante, por ejemplo, la publicidad o concurrencia en las contrataciones
públicas. Es decir, la información privilegiada, verdadera corrupción y delito
hoy ubicado en el Código Penal, es un cáncer que debe extirparse en cuanto se
pueda pues quiebra la transparencia e introduce el amiguismo, el clientelismo y
cualesquiera de las más execrables formas de corrupción.
En términos generales, podría entenderse que existe una protección penal de
la información adquirida como consecuencia del ejercicio de funciones públi-
cas en el delito de violación de secretos a que alude el artículo 417.1 del Código
Penal. La protección es más clara cuando la violación del deber está cubierta
por una especial declaración formal en ese sentido. Se trataría del caso del fun-
cionario que tras haberse comprometido por escrito de no revelar información
alguna sobre el centro para el seguimiento de crisis de presidencia del gobierno,
pone a disposición de determinados periodistas ciertas informaciones sobre el
funcionamiento interno de esa dependencia administrativa
En esta materia suele ser habitual traer a colación el problema de la presen-
cia de un funcionario como testigo en un juicio en el que se le reclama que co-
munique al órgano judicial determinada información que conoce por razón de
su cargo. En estos supuestos se arbitran dos medidas.
La primera consiste en la aplicación del artículo 1247 del Código Civil en
cuya virtud son inhábiles para la prueba de testigos quienes están obligados a
guardar secreto, por su estado o profesión, en los asuntos relativos precisamen-
te a estas cuestiones. De acuerdo, pues, con una interpretación literal del pre-
cepto, no podrían ser obligados a declarar como testigos.
La segunda trae causa del artículo 425 de la Ley de Enjuiciamiento Crimi-
nal, a cuyo tenor, cuando un funcionario no pudiera declarar sin violar el secre-
to que por razón de su cargo estuviere obligado a guardar o cuando procediendo
en virtud de obediencia debida no fueran autorizados por su superior jerárquico,
podrá declarar otro funcionario por sustitución autorizado por el superior jerár-
quico. Esta fórmula plantea graves interrogantes pues no parece razonable que
la obediencia debida tenga el alcance ilimitado que parece deducirse del pre-
cepto.
El deber de secreto, de discreción, tiene especial relevancia cuando se ad-
quiere en virtud de la Ley de secretos oficiales. Este deber en un Estado demo-

112
el marco jurídico en españa y en la unión europea

crático tiene una funcionalidad excepcional, mientras que en un Estado autori-


tario está a la orden del día. Por tanto, cuando se apela desproporcionadamente
al interés público para no dar a conocer determinadas informaciones y cuando
se esgrime frecuentemente este deber, podemos pensar razonablemente que es-
tamos ante un Estado policial.
El deber de silencio profesional, de discreción, puede también analizarse
desde la perspectiva de la libertad de expresión de los funcionarios. Es decir, de
acuerdo con la tesis tradicional, la relación especial de sujeción modula el régi-
men general del ejercicio de los derechos de quienes tienen la condición de
empleados públicos, pudiéndose imponer ciertos límites.
La doctrina entiende mayoritariamente que las relaciones especiales de su-
jeción no pueden limitar derechos fundamentales. El Tribunal Constitucional,
sin embargo, parece seguir la posición contraria. Pues bien, en mi opinión,
como ya he señalado, la clave se encuentra, no en la relación especial de suje-
ción, sino en la relación de servicio objetivo al interés general, en cuya virtud,
es posible que el contenido del derecho a la libertad de expresión pueda ser
modulado precisamente en atención al servicio objetivo al interés general al
que se deben los empleados públicos. Por tanto, se puede llegar a afirmar que
para quienes se encuentran en la función pública, su derecho a la libertad de
expresión debe entenderse precisamente en el marco del servicio objetivo al
interés general.
Para terminar este apartado relativo al código ético en el Estatuto, me pare-
ce de interés comentar algunos puntos del trabajo de la Comisión de expertos
que el gobierno nombró para la elaboración del Estatuto. Es sabido que la
Comisión de expertos entregó su dictamen el 25 de abril de 2005 y que en el
trabajo presentado encontramos en el apartado XVI la siguiente rúbrica: «Có-
digo ético y deberes de los empleados públicos». Dicho epígrafe plantea la
cuestión de los deberes desde la perspectiva de la ética, lo que me parece acer-
tado y adecuado a la propia naturaleza de la existencia y justificación constitu-
cional de los deberes mismos. A continuación se enuncia la siguiente proposi-
ción en el punto 95 del dictamen: «El fundamento ético de los deberes de los
empleados públicos y la conveniencia de establecer un listado sistemático de
deberes en el estatuto».
Para los expertos, nos encontramos ante una buena ocasión para establecer
un listado de deberes y terminar así con esa situación de relativa indefinición
que se deriva de la existencia de normas dispersas y del esfuerzo de doctrina y
jurisprudencia por ir induciendo el conjunto de los deberes y obligaciones de
los empleados públicos. Es verdad, como también señalan los autores del dicta-
men, que probablemente la ausencia de ese catálogo de deberes ha permitido
pensar más desde la garantía, desde la tutela de la posición jurídica individual
del empleado público, que desde la perspectiva de las obligaciones y deberes
inherentes a quien trabaja al servicio objetivo del interés general. De todas for-
mas, debemos operar desde el equilibrio entre ambas posiciones para evitar

113
la dimensión ética de la función pública

planteamientos desenfocados que den lugar a regulaciones descompensadas


hacia una parte o hacia la otra.
A renglón seguido, los autores del informe constatan la existencia de varios
Códigos de ética y conducta de empleados públicos en algunos Estados y Orga-
nizaciones Internacionales, con contenidos análogos pero consecuencias jurídi-
cas bien dispares en muchos casos. La OCDE y el Consejo de Europa han impul-
sado mucho de estos Códigos desde la necesidad de fortalecer la institucionalidad
y recuperar la confianza perdida entre ciudadanos y gobiernos.
En mi opinión, lo he argumentado en mis publicaciones sobre ética pública
desde 1990, la existencia de estos Códigos al menos sirve para difundir los va-
lores del servicio público en la sociedad y entre los ciudadanos y así colaborar
al respeto y prestigio del trabajo al servicio objetivo del interés general. Otra
cosa bien distinta es si a muchos Códigos, mucha ética o viceversa. La cuestión
no es baladí y enlaza con una curiosa doctrina que todavía sigue proponiendo
que la sola promulgación de la ley o la publicación de un reglamento transfor-
man inevitablemente la realidad y la conducta de los ciudadanos. A quienes
patrocinan estas taumatúrgicas versiones de la actividad de legislación en sen-
tido amplio habría que decirles que es menester para que ello se produzca una
no pequeña educación cívica y una Administración bien preparada para ejecu-
tar razonable y sensatamente el contenido de las leyes.
Como recuerdan los redactores del dictamen, estos Códigos suelen respon-
der a la idea de «buena administración» como derecho fundamental de los ciu-
dadanos tal y como la configura el Tratado por el que se instituye una Constitu-
ción para Europa. Ahora bien, derecho en garantía de sus intereses legítimos en
sus relaciones con las Administraciones Públicas. También se traen a colación
los últimos acuerdos del Consejo de Ministros por el que se aprobaron los Có-
digos de buen gobierno para los miembros del gobierno y se ordena al Ministe-
rio de Economía elaborar unas buenas prácticas para las empresas públicas y al
de Administraciones Públicas el Código de conducta para los empleados públi-
cos involucrados en la contratación.
Es verdad que mientras algunos países han creado Códigos éticos elaboran-
do un catálogo de deberes deontológico, España y los países de Derecho Admi-
nistrativo continental han seguido la tradición de la regulación legal de los de-
beres y obligaciones de los empleados públicos. Desde esta perspectiva, los
redactores del informe, entienden que el listado de los deberes debe inspirarse
en los principios de ética y conducta «aparte de otras exigencias funcionales».
Parece ser, además, que existe una amplia coincidencia entre los interlocutores
de la Comisión de Expertos sobre la aplicación de los deberes a todo el conjun-
to de la función pública, sin distinguir personal funcionario de personal laboral.
Los mismos redactores del informe entienden que los deberes han de ser los
mismos, conclusión que compartiría siempre que dichos deberes se deriven del
servicio objetivo al interés general, punto central que aúna a funcionarios y la-
borales que trabajan en el sector público.

114
el marco jurídico en españa y en la unión europea

A partir de estas consideraciones, la Comisión de expertos procede a iden-


tificar cuáles son los principios de conducta de los empleados públicos que
deben tenerse en cuenta y aplicarse en la actualidad. A partir de ellos, los au-
tores del informe entienden que podrá deducirse la tipificación de las conduc-
tas sancionables, en un proceso inverso al seguido hasta el momento. Como es
lógico, los autores del dictamen señalan que el listado de los principios puede
ser desarrollado con normas de conducta más específicas y detalladas, sin per-
juicio de la obligación, dicen, de cumplir tales deberes de buena fe aun cuando
el incumplimiento carezca de trascendencia disciplinaria, lo que no será fácil
salvo que exista una fuerte autoconciencia de servicio público y una elevada
educación cívica.
¿Cuáles son, pues, los principios de ética y conducta a tener en cuenta según
los expertos? Los siguientes: protección del interés público de acuerdo con el
Ordenamiento jurídico, la lealtad institucional, la imparcialidad y objetividad,
la integridad, la honestidad y ejemplaridad, la austeridad, la profesionalidad, la
iniciativa, la diligencia y receptividad, la responsabilidad y la transparencia, así
como la confidencialidad, cuando proceda. A partir de estos principios se esta-
blecen los siguientes deberes:
– Respetar la Constitución, los Estatutos de Autonomía y el resto del Orde-
namiento jurídico.
– Imparcialidad en el ejercicio de sus funciones y servicio objetivo a los
intereses generales.
– Promoción del respeto a la igualdad entre hombres y mujeres en el servicio
público.
– Obediencia a las instrucciones y órdenes de los superiores, salvo cuando
se trate de órdenes manifiestamente ilegales.
– Cumplimiento con diligencia las tareas que legalmente les correspondan o
se les encomienden, y, en su caso, resolver dentro de plazo los procedi-
mientos o expedientes de su competencia.
– Colaboración con los superiores y compañeros.
– Cumplimiento de la jornada y el horario establecido.
– Guardar secreto de aquellas informaciones que tengan dicho carácter se-
gún la legislación en vigor.
– Discreción en relación con aquellos asuntos que conozcan por razón de su
cargo, sin que puedan hacer uso de la información obtenida para beneficio
propio o de terceros, o en perjuicio del interés público.
– Información a los ciudadanos sobre todas aquellas materias en asuntos que
tengan derecho a conocer, así como para facilitarles el ejercicio de sus
derechos y el cumplimiento de sus obligaciones.

115
la dimensión ética de la función pública

– Tratar con atención y respeto a los ciudadanos y a sus superiores, compa-


ñeros y subordinados.
– No contraer obligaciones económicas o de otro tipo con personas o entida-
des que puedan desviarle del cumplimiento de sus deberes.
– Declarar cualquier interés público relacionado con el ejercicio de sus fun-
ciones, aunque no entrañe un conflicto de intereses.
– Abstenerse en aquellos asuntos en que tenga un interés personal conforme
a la legislación vigente.
– No utilizar los recursos y bienes de la Administración en provecho propio
de personas allegadas y deber de velar por su conservación.
– Formación profesional en los términos que se establezcan.
– Observar las normas de seguridad y salud laboral.
Sobre el principio de la protección del interés público de acuerdo con el
Ordenamiento jurídico debo señalar que estando de acuerdo en lo fundamental,
como no podía ser de otra manera, pienso que, si somos congruentes con el ar-
tículo 103.1 de la Constitución, habríamos de escribir algo así como el princi-
pio del servicio objetivo al interés general de acuerdo con la Ley del Derecho,
pues la expresión Ordenamiento jurídico podría ser interpretada desde el posi-
tivismo cerrado y excluir algunas fuentes del Derecho que, en mi opinión, cons-
tituyen la expresión del respeto a la dignidad de la persona y los derechos fun-
damentales como son los principios generales del Derecho.
En relación con la lealtad constitucional, bienvenida sea porque lo que aquí
se propone no es más que la recepción en el estatuto de algunos de los princi-
pios medulares de la reforma de la Ley 30/1992 operada en 1999, entre los que,
por cierto, estaba el principio de lealtad institucional, principio que plantea la
necesidad de la lealtad del personal a los objetivos institucionales de la organi-
zación, lo que, obviamente, excluye las perspectivas parciales y obligará a las
Administraciones Públicas a elaborar con mayor participación los objetivos de
la institución, que habrán de ser revisados periódicamente.
La imparcialidad y la objetividad son dos principios con relevancia constitu-
cional que aparecen expresamente previstos en el artículo 103 de la Constitución.
La inclusión de la integridad y la honestidad se refieren a características
esenciales que han de acompañar y distinguir al personal al servicio de las Ad-
ministraciones Públicas en la medida en que su trabajo ha de estar orientado
hacia lo público, evitando utilizar el cargo o la función para el beneficio perso-
nal, familiar o de grupo.
La ejemplaridad, muy bien traída como principio, expresa el convencimien-
to de que la gestión pública conlleva un plus de responsabilidad por cuanto el
trabajo en el sector público, sea cual sea el lugar que se ocupe en la maquinaria

116
el marco jurídico en españa y en la unión europea

administrativa, supone el manejo de lo común, de lo de todos, que obviamente


incorpora una mayor exigencia que la administración de particular. Además, en
la organización, si quienes mandan son ejemplares, es más fácil que todos cum-
plan sus deberes con mayor dedicación e ilusión.
La austeridad reclama de quienes administran fondos y recursos públicos
que sean conscientes de que son escasos y de que son de la comunidad. A veces,
precisamente la condición impersonal de esos fondos facilita que se manejen de
forma irresponsable y demasiado alegre.
La profesionalidad también se predica, claro está, de la función pública pues
es un trabajo profesional como otro cualquiera y, por tanto, debe realizarse bien
atendiendo a sus propias singularidades. Además, trabajar para el conjunto de
los ciudadanos hasta pareciera que debiera implicar un mayor esfuerzo por ha-
cer bien el trabajo en sus más pequeños detalles.
El sentido de la iniciativa es un deber que expresa la necesidad de que el
personal asuma su tarea desde una perspectiva dinámica. Es decir, cada em-
pleado debe pensar periódicamente cómo puede hacer mejor su trabajo y el de
la unidad a la que esté adscrito. En el mismo sentido, como consecuencia de la
profesionalidad, nos encontramos con la diligencia, que supone hacer el traba-
jo bien, de forma cuidadosa y laboriosa. La receptividad subraya la capacidad
de atender y de escuchar a los ciudadanos como rasgo inherente a la función
pública en general, y a cada empleado en particular. Receptividad que incor-
pora la obligación de responder a las peticiones ciudadanas sin ampararse en
el silencio administrativo, institución que refleja una grave patología adminis-
trativa que conviene curar. En este sentido, se entiende bien que se incluya la
responsabilidad puesto que es lógico que el personal no se esconda bajo el
amplio manto de la responsabilidad patrimonial de la Administración, sobre
todo cuando los daños ocasionados son consecuencia de su actuación dolosa o
culposa en forma grave.
La transparencia es un deber consecuencia del papel y funcionalidad de la
Administración en las democracias puesto que son los ciudadanos los dueños
de las instituciones públicas, de manera que sus dirigentes habrán de rendir
cuentas de manera habitual. En el mismo sentido, las situaciones de confiden-
cialidad han de estar plenamente justificadas.
Tras la enumeración de los principios, nos hallamos ante el repertorio de los
deberes ya enumerados. Para terminar, procedería efectuar algunos comenta-
rios a los deberes, que surgen de las ideas vertidas al glosar los principios sobre
los que descansan.
Por lo que se refiere al deber de respeto a la Constitución, los Estatutos de
Autonomía y al resto del Ordenamiento jurídico, me permito señalar que hubie-
ra sido suficiente la apelación a la Constitución que, como sabemos, engloba a
las otras fuentes. Así incluso se obviaría la discusión sobre los principios gene-
rales. En cualquier caso, me parece de interés destacar la opinión de los redac-

117
la dimensión ética de la función pública

tores de que este deber ha de ser entendido como la «necesidad de un compro-


miso de todo empleado público con los valores y principios constitucionales, y
muy especialmente, con el respeto y promoción de los derechos fundamentales
en su actuación profesional». Es este un punto sobre el que vengo insistiendo
desde mis primeras publicaciones de Ética pública y, ahora, al verlo reflejado
en el informe, me produce una gran alegría, no solo porque es una idea de años
atrás, sino porque es la médula de la función pública constitucional.
La referencia al deber de la imparcialidad nos exime, por su obviedad, de
mayores comentarios. Solamente comentar la idea de los autores del dictamen
sobre la posibilidad de ejercer discriminación positiva en los casos legalmente
previstos. No me parece afortunada esta consideración por cuanto la figura,
polémica donde las haya, si es que alguna vez se puede aplicar ha de ser muy
excepcionalmente y en unos supuestos muy tasados, lo que en la sociedad espa-
ñola, al menos para mí, y en los momentos presentes, es difícil de justificar. Por
supuesto que en la imparcialidad va ínsita la objetividad; es decir, la referencia
a la racionalidad y a la ponderación de los diferentes intereses en juego a partir
de un principio general de motivación de los actos administrativos, así como la
prohibición de cualquier tipo de discriminación de personas o grupos de perso-
nas. En el sentido del artículo 9.2 de la Constitución, se señala que los empleaos
públicos han de promover la igualdad entre hombres y mujeres. Muy bien,
aunque estaría mejor, por seguir con el artículo 9.2, que el mismo celo por la
promoción de la igualdad se pusiera en la libertad, pues también a ella se refie-
re dicho precepto constitucional.
El deber de obediencia se hace descansar sobre la jerarquía y también, me
parece correcto, de la lealtad a la autoridades, reconociéndose la posibilidad de
la desobediencia cuando las órdenes o instrucciones impartidas fueren mani-
fiestamente ilegales. Aquí quizás el manifiestamente está de más. Si una orden
es ilegal, es ilegal; ni es muy ilegal ni manifiestamente ilegal. El problema está
en el procedimiento para hacer valer este deber de incumplir las órdenes ilega-
les. Si solo sancionamos lo aparatosa y grandiosamente ilegal, corremos el pe-
ligro de pasar los asuntos que son «poco» ilegales, ilegales a fin de cuentas, y
que tantas veces hacen más daño que las graves y palmarias ilegalidades.
Preocupante, me parece, es la referencia, en sede de obediencia, a someterse al
deber de control de los superiores que en cada caso corresponda. Este deber de
someterse a control, así sin más matizaciones, me parece propio de un Estado
policial. Es necesario modularlo y explicar en qué materias se ejercerá ese con-
trol que, por otra parte y en lo referente al trabajo en la Administración Pública,
se presume implícito en la potestad de dirección.
El deber de trabajar con aplicación y diligencia está muy bien expresado. Me-
jor todavía, la referencia a que estos deberes incluyen también el de resolver en
plazo los procedimientos administrativos quienes tengan esta competencia. Este
es uno de los principales puntos negros de la Administración, no porque quien
tiene que resolver en plazo no lo haga, sino porque a veces nos encontramos ante

118
el marco jurídico en españa y en la unión europea

tramitaciones excesivamente largas que hacen imposible resolver en plazo. Igual-


mente, me parece acertado, aunque no sé si este es el capítulo más adecuado, que
quede claro que las tareas a encomendar sean las propias del grupo, categoría o
especialidad, salvo por razones de urgencia o interés público superior.
En el marco del deber de colaboración, se insiste en la cooperación con jefes
y compañeros y se subraya su dimensión dinámica desde el momento en que se
incluye en él la formulación de sugerencias, propuestas o iniciativas que mejo-
ren los fines y objetivos de la organización.
También el texto del informe se refiere a los deberes de cumplimiento del
horario, de profesionalidad y a los de secreto y discreción profesional. Estoy de
acuerdo con la expresión discreción en lugar de sigilo, y también es atinado plan-
tear estos deberes en el marco de la obligación general de «informar al ciudadano
(…) que obliga a los empleados a facilitar, sin ningún tipo de trabas, el acceso de
los particulares a los documentos administrativos que tienen derecho a conocer,
así como a facilitarles el ejercicio de sus derechos y el cumplimiento de sus obli-
gaciones satisfaciendo las demandas de información al respecto. Deber este que
tiene también su fundamento en un principio ético de transparencia».
El deber de integridad la Comisión de expertos lo entiende desde parámetros
amplios: «deber que impide al empleado público contraer obligaciones econó-
micas o de otro tipo con personas u organizaciones que puedan desviarle del
cumplimiento de sus obligaciones». El deber de honestidad también aparece en
el repertorio y se refiere a la obligación de declarar cualquier interés privado,
propio, que se relacione con el cumplimiento de sus funciones aunque no entra-
ñe un conflicto de intereses. Junto a la integridad y honestidad, y derivada de
ellos, surge la obligación de abstenerse en todos aquellos asuntos en los que el
empleado tenga un interés personal.
La inclusión en el catálogo del deber de austeridad me parece, también,
acertado. Este deber, en opinión de los expertos, «exige utilizar los recursos y
bienes públicos como si fueran propios, velando por su conservación y de
acuerdo exclusivamente con los intereses públicos». Obviamente, la austeridad
incluye la prohibición de usar bienes públicos en provecho propio o de perso-
nas afines.
La cuestión de los deberes del personal al servicio de las Administraciones
Públicas está hoy deficientemente tratado en la legislación de función pública.
En realidad, la función pública lleva clamando desde la aprobación de la Cons-
titución por el estatuto a que se refiere el artículo 103 de la Constitución.

EL MARCO EUROPEO

A continuación, voy a reflexionar sobre dos dimensiones de la buena admi-


nistración que me parecen básicas: la apertura a la realidad y la cuestión de la

119
la dimensión ética de la función pública

caracterización de las políticas públicas. Finalmente, se comentará brevemente


el sentido del artículo 41 de la Carta de Derechos Fundamentales, asumida en el
propio proyecto de Tratado Internacional por el que se instituye una Constitu-
ción para Europa en el artículo II-101.
Desde los postulados del pensamiento abierto, plural, dinámico y comple-
mentario, podríamos decir que la apertura a la realidad, la aproximación abierta
y franca a las condiciones objetivas de cada situación, y la apertura a la expe-
riencia son componentes esenciales, actitudes básicas del talante ético desde el
que deben construirse las nuevas políticas públicas. En ellas se funda la dispo-
sición permanente de corregir y rectificar lo que la experiencia nos muestre
como desviaciones de los objetivos propuestos o, más en el fondo, de las fina-
lidades que hemos asignado a la acción pública. Por ella, la técnica británica de
las «políticas públicas a prueba» es sumamente interesante. La buena adminis-
tración, el buen gobierno, como anteriormente se ha comentado, tienen una
deuda pendiente con la realidad, pues solo desde ella se puede mejorar el pre-
sente para construir un mejor futuro.
El derecho fundamental a la buena administración de instituciones públicas
constituye un paso decisivo en orden a garantizar unos mínimos democráticos
en el ejercicio del poder. Que el poder se use de manera abierta, plural, social,
equilibrada y humana es algo que se debe considerar el solar de racionalidad
desde el que proyectar las diferentes formas de gobernar y administrar a partir
de las distintas opciones políticas. Algo que en el tiempo que vivimos no es
fácil ni sencillo por la sencilla razón de que el ansia de poder, de dinero y de
notoriedad ciega de tal manera a tantos gobernantes y administradores que les
impide ver con claridad las necesidades colectivas, reales de los ciudadanos. De
igual manera, existe otra causa que dificulta comprender en su complejidad y
pluralidad la realidad que se cifra en la obsesión ideológica. Planteamiento que
excluye del espacio de la deliberación pública y, por ende del interés público, a
quienes no se identifican con los proyectos políticos de quien gobierna o admi-
nistra la cosa pública.
Una consideración que me parece que puede ayudar a entender mejor el al-
cance y la funcionalidad de este derecho fundamental se refiere a la estrecha
vinculación existente entre el interés general, fundamento de la Administración
Pública, y los derechos ciudadanos. En efecto, si atendemos a versiones cerra-
das y unilaterales del interés público, entonces desde el poder no se contempla-
rá la centralidad de los derechos de los administrados. Todo lo más, se pensará,
desde esta perspectiva, que los ciudadanos no son más que destinatarios de
políticas públicas de salvación que proceden del monopolio de lo bueno y be-
néfico que es la propia institución gubernamental o administrativa. Sin embar-
go, como hemos apuntado con anterioridad, el interés general en el Estado so-
cial y democrático de Derecho aparece fuertemente conectado al fomento, a la
generación de las mejores condiciones posibles que permitan el desarrollo en
libertad solidaria de las personas y de los grupos en que se integran removiendo
cualesquiera obstáculos que impidan su realización efectiva.

120
el marco jurídico en españa y en la unión europea

Desde el punto de vista normativo, es menester reconocer que la existencia


positiva de este derecho fundamental a la buena administración parte de la Re-
comendación núm. R (80) 2, adoptada por el Comité de Ministros del Consejo
de Europa el 11 de marzo de 1980 relativa al ejercicio de poderes discrecionales
por las autoridades administrativas así como de la jurisprudencia del Tribunal de
Justicia de las Comunidades Europeas y del Tribunal de Primera Instancia. Entre
el Consejo de Europa y la Jurisprudencia comunitaria, desde 1980, se fue cons-
truyendo, poco a poco, el derecho a la buena administración, derecho que la
Carta Europea de los Derecho Fundamentales de diciembre de 2000 recogería en
el artículo 41 que, como es sabido, aunque no se integró directamente en los
Tratados, se ha incorporado en bloque al proyecto de Tratado Internacional por
el que se instituye una Constitución para Europa en su artículo II-101, proyecto
que esperemos, con los cambios que sean necesarios, algún día vea la luz.
Antes del comentario de este precepto, me parece pertinente señalar dos
elementos de los que trae causa: la discrecionalidad y la jurisprudencia. En
efecto, la discrecionalidad, se ha dicho con acierto, es el caballo de Troya del
Derecho Público por la sencilla razón de que su uso objetivo nos sitúa al inte-
rior del Estado de Derecho y su ejercicio abusivo nos lleva al mundo de la ar-
bitrariedad y del autoritarismo. El ejercicio de la discrecionalidad administra-
tiva en armonía con los principios de Derecho es muy importante. Tanto como
que un ejercicio destemplado, al margen de la motivación que le es inherente,
deviene en abuso de poder, en arbitrariedad. Y, la arbitrariedad es la ausencia
del derecho, la anulación de los derechos ciudadanos en relación con la Admi-
nistración.
Por lo que respecta a la jurisprudencia, debe tenerse en cuenta que normal-
mente los conceptos de elaboración jurisprudencial son conceptos construidos
desde la realidad, algo que es en sí mismo relevante y que permite construir un
nuevo derecho fundamental con la garantía del apoyo de la ciencia que estudia
la solución justa a las controversias jurídicas.
El artículo 41 de la Carta constituye un precipitado de diferentes derechos
ciudadanos que a lo largo del tiempo y a lo largo de los diferentes Ordenamien-
tos han caracterizado la posición central que hoy tiene la ciudadanía en todo lo
que se refiere al Derecho Administrativo. Hoy, en el siglo xxi, el ciudadano,
como ya hemos señalado, ya no es un sujeto inerte que mueve a su antojo el
poder público. Hoy el ciudadano participa en la determinación del interés gene-
ral que ya no define unilateralmente la Administración Pública. El ciudadano es
más conciente de que el aparato público no es de la propiedad de los partidos,
de los políticos o de los propios servidores públicos.
Pues bien, dicho precepto dispone:
1. Toda persona tiene derecho a que las instituciones y órganos de la Unión
traten sus asuntos imparcial y equitativamente y dentro de un plazo razo-
nable.

121
la dimensión ética de la función pública

2. Este derecho incluye en particular:


    – El derecho de toda persona a ser oída antes de que se tome en contra
suya una medida individual que le afecte desfavorablemente.
    – El derecho de toda persona a acceder al expediente que le afecte, dentro
del respeto a los intereses legítimos de la confidencialidad y del secreto
profesional y comercial.
    – La obligación que incumbe a la Administración de motivar sus deci-
siones.
3. Toda persona tiene derecho a la reparación por la Comunidad de los da-
ños causados por sus instituciones o sus agentes en el ejercicio de sus
funciones, de conformidad con los principios generales comunes a los
Derechos de los Estados miembros.
4. Toda persona podrá dirigirse a las instituciones de la Unión en una de las
lenguas de los Tratados y deberá recibir una contestación en esa misma
lengua.
Una primera lectura del artículo 41 de la Carta Europea de Derechos Funda-
mentales sugiere que dicho precepto es un buen resumen de los derechos más
relevantes que los ciudadanos tenemos en nuestras relaciones con la Adminis-
tración. La novedad reside en que a partir de ahora se trata de un derecho fun-
damental de la persona, cuestión polémica pero que en mi opinión no debiera
levantar tanta polvareda porque el ciudadano, si es el dueño del aparato públi-
co, es lógico que tenga derecho a que dicho aparato facilite el desarrollo equili-
brado y solidario de su personalidad en libertad porque la razón y el sentido de
la Administración en la democracia reside en una disposición al servicio obje-
tivo al pueblo. El problema, para que sea un derecho susceptible de invocabili-
dad ante los Tribunales, reside en la exigibilidad de los parámetros que caracte-
rizan dicho derecho. Parámetros que en el precepto son claros.
Los ciudadanos europeos tenemos un derecho fundamental a que los asun-
tos públicos se traten imparcialmente, equitativamente y en un tiempo razona-
ble. Es decir, las instituciones comunitarias han de resolver los asuntos públicos
objetivamente, han de procurar ser justas –equitativas– y, finalmente, y, final-
mente, han de tomar sus decisiones en tiempo razonable. En otras palabras, no
cabe la subjetividad, no es posible la injusticia y no se puede caer en la dilación
indebida para resolver. En mi opinión, la referencia a la equidad como caracte-
rística de las decisiones administrativas comunitarias no debe pasar por alto.
Porque no es frecuente encontrar esta construcción en el Derecho Administra-
tivo de los Estados miembros y porque, en efecto, la justicia constituye, a la
hora del ejercicio del poder público, cualquiera que sea la institución pública en
la que nos encontremos, la principal garantía de acierto. Por una razón, porque
cuando se decide lo relevante es dar cada uno lo suyo, lo que se merece, lo que
le corresponde.

122
el marco jurídico en españa y en la unión europea

La referencia, la razonabilidad del plazo para resolver incorpora un elemen-


to esencial: el tiempo. Si una resolución es imparcial, justa, pero se dicta con
mucho retraso, es posible que no tenga sentido, que no sirva para nada. El poder
se mueve en las coordenadas del espacio y del tiempo y este es un elemento
esencial que el Derecho Comunitario Europeo destaca suficientemente. La ra-
zonabilidad se refiere al plazo de tiempo en el que la resolución pueda ser efi-
caz de manera que no se dilapide el legítimo derecho del ciudadano a que su
petición, por ejemplo, se conteste en un plazo en que ya no sirva para nada.
En este sentido, el Tribunal Supremo del reino de España, en una sentencia
de 3 de diciembre de 2009, se pronuncia acerca de la razonabilidad del plazo. En
concreto, se plantea si los intereses de demora son exigibles por un plazo de
tiempo cuando la Administración estuvo paralizada más allá de lo razonable. En
concreto, esta cuestión el Tribunal Supremo la conecta, como es lógico, con el
artículo 41 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, y
señala que tal exigencia de intereses por demora es improcedente cuando el re-
traso haya sido causado por la propia Administración. En el mismo sentido, otra
sentencia del Tribunal Supremo español, en este caso de 28 de junio de 2010,
entiende que «razones de justicia material nos llevan a considerar inexigibles los
intereses de demora en los casos en los que el Tribunal Administrativo no haya
resuelto el recurso interpuesto en el plazo legalmente establecido. Hay que pro-
curar una interpretación del ordenamiento jurídico tributario que tenga en cuen-
ta el sentido finalista y marcadamente evolutivo del régimen fiscal (sentencia del
Tribunal Constitucional 137/2003). No es dable olvidar el principio constitucio-
nal de eficacia administrativa, que se inspira en la indispensable diligencia que
debe presidir en la gestión de los intereses generales en su justo equilibrio con
los derechos constitucionales de los administrados. El artículo 41 de la Carta
de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, proclamada por el Conse-
jo de Niza el 10 de diciembre de 2000, desarrolla el derecho de los ciudadanos a
tener una buena Administración que trate sus asuntos de forma imparcial, equi-
tativa y dentro de un plazo razonable. La eficacia interpretativa del citado pre-
cepto está fuera de toda duda (ex artículo 10.2 de la Constitución)».
El derecho a la buena administración es un derecho fundamental de todo
ciudadano comunitario a que las resoluciones que dicten las instituciones euro-
peas sean imparciales, equitativas y razonables en cuanto al fondo y al momen-
to en que se produzcan. Dicho derecho según el citado artículo 41 incorpora, a
su vez, cuatro derechos.
El primero se refiere al derecho a que todo ciudadano comunitario tiene a ser
oído antes de que se tome en contra suya una medida individual que le afecte
desfavorablemente. Se trata de un derecho que está reconocido en la generalidad
de las legislaciones administrativas de los Estados miembros como consecuen-
cia de la naturaleza contradictoria que tienen los procedimientos administrativos
en general, y en especial los procedimientos administrativos sancionadores o
aquellos procedimientos de limitación de derechos. Es, por ello, un componente

123
la dimensión ética de la función pública

del derecho a la buena administración que el Derecho Comunitario toma del


Derecho Administrativo Interno. No merece más comentarios.
El segundo derecho derivado de este derecho fundamental a la buena admi-
nistración se refiere, de acuerdo con el párrafo segundo del citado artículo 41 de
la Carta de Derechos Fundamentales, al derecho de toda persona a acceder al
expediente que le afecte, dentro del respeto de los intereses legítimos de la con-
fidencialidad y del secreto profesional y comercial. Nos encontramos, de nuevo,
con otro derecho de los ciudadanos en los procedimientos administrativos gene-
rales. En el Derecho Administrativo Español, por ejemplo, este derecho al acce-
so al expediente está recogido dentro del catálogo de derechos que establece el
artículo 35 de la ley del régimen jurídico de las Administraciones Públicas y del
procedimiento administrativo común. Se trata, de un derecho fundamental lógi-
co y razonable que también se deriva de la condición que tiene la Administra-
ción Pública, también la comunitaria, de estar al servicio objetivo de los intere-
ses generales, lo que implica, también, que en aras de la objetividad y
transparencia, los ciudadanos podamos consultar los expedientes administrati-
vos que nos afecten. Claro está, existen límites derivados del derecho a la intimi-
dad de otras personas así como del secreto profesional y comercial o de la segu-
ridad pública. Es decir, un expediente en el que consten estrategias empresariales
no puede ser consultado por la competencia en ejercicio del derecho a consultar
un expediente de contratación que le afecte en un determinado concurso.
El tercer derecho que incluye el derecho fundamental a la buena administra-
ción es, para mí, el más importante: el derecho de los ciudadanos a que las deci-
siones administrativas de la Unión Europea sean motivadas. Llama la atención
que este derecho se refiera a todas las resoluciones europeas sin excepción. Me
parece un gran acierto la letra y el espíritu de este precepto. Sobre todo porque
una de las condiciones del ejercicio del poder en las democracias es que sea ar-
gumentado, razonado, motivado. El poder que se basa en la razón es legítimo. El
que no se justifica es sencillamente arbitrario. Por eso, todas las manifestaciones
del poder debieran, como regla, motivarse. Su intensidad dependerá, claro está,
de la naturaleza de los actos de poder. Si son reglados, la motivación será menor.
Pero si son discrecionales, la exigencia de motivación será mayor. Es tan impor-
tante la motivación de las resoluciones públicas que bien puede afirmarse que la
temperatura democrática de una Administración es proporcional a la intensidad
de la motivación de los actos y normas administrativas.
Afortunadamente, la jurisprudencia del Tribunal Supremo del reino de Es-
paña ya ha aceptado que la motivación de la actuación administrativa es una
manifestación concreta del derecho fundamental a la buena Administración Pú-
blica consagrado en el artículo 41 de la Carta Europea de los Derechos Funda-
mentales. Efectivamente, una sentencia de 19 de noviembre de 2008 señala que
«la exigencia de motivación de los actos administrativos constituye una cons-
tante de nuestro ordenamiento jurídico y así lo proclama el artículo 54 de la Ley
30/1992, de 26 de noviembre, de régimen jurídico de las Administraciones Pú-

124
el marco jurídico en españa y en la unión europea

blicas y del procedimiento administrativo común, teniendo por finalidad la del


que el interesado conozca los motivos que conducen a la resolución de la Ad-
ministración, con el fin, en su caso, de poder rebatirlos en la forma procedimen-
tal regulada al efecto. Motivación que, a su vez, es consecuencia de los princi-
pios de seguridad jurídica y de interdicción de la arbitrariedad enunciados por
el apartado 3 del artículo 9 de la Constitución española y que, también desde
otra perspectiva, puede considerarse como una exigencia constitucional im-
puesta no solo por el artículo 24.2 de la propia Constitución, sino también por
el artículo 103 (principio de legalidad en la actuación administrativa). Por su
parte, la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, proclama-
da por el Consejo Europeo de Niza de 8/10 de diciembre de 2000, incluye den-
tro de su artículo 41, dedicado al derecho a una buena administración, entre
otros particulares, «la obligación que incumbe a la Administración de motivar
sus decisiones». En el mismo sentido, la sentencia, también del Tribunal Supre-
mo, de 13 de mayo de 2009, aunque con especial referencia a la motivación de
las sentencias judiciales.
En una sentencia más reciente, de 15 de octubre de 2010, el Tribunal Su-
premo español precisa el alcance de la motivación que exige nuestra Consti-
tución señalando que tal operación jurídica «se traduce en la exigencia de que
los actos administrativos contengan una referencia específica y concreta de
los hechos y los fundamentos de derecho que para el órgano administrativo
que dicta la resolución han sido relevantes, que permita reconocer al adminis-
trado la razón fáctica y jurídica de la decisión administrativa, posibilitando el
control judicial por los tribunales de lo contencioso-administrativo». Ade-
más, tal obligación de la Administración «se engarza en el derecho de los
ciudadanos a una buena administración, que es consustancial a las tradiciones
constitucionales comunes de los Estados miembros de la Unión Europea, que
ha logrado refrendo normativo como derecho fundamental en el artículo 41
de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, proclamada
por el Consejo de Niza de 8/10 de diciembre de 2000, al enunciar que este
derecho incluye en particular la obligación que incumbe a la Administración
de motivar sus decisiones».
En el apartado tercero del precepto se reconoce el derecho a la reparación
de los daños ocasionados por la actuación u omisión de las instituciones co-
munitarias de acuerdo con los principios comunes generales a los Derechos
de los Estados miembros. La obligación de indemnizar en los supuestos de
responsabilidad contractual y extracontractual de la Administración está,
pues, recogida en la Carta. Lógicamente, el correlato es el derecho a la consi-
guiente reparación cuando las instituciones comunitarias incurran en respon-
sabilidad. La peculiaridad del reconocimiento de este derecho, también fun-
damental, derivado del fundamental a la buena administración, reside en que,
por lo que se vislumbra, el régimen de funcionalidad de este derecho se esta-
blecerá desde los principios generales de la responsabilidad administrativa en
Derecho Comunitario.

125
la dimensión ética de la función pública

El apartado cuarto del artículo 41 de la Carta de los Derechos Fundamenta-


les de la Unión Europea dispone que toda persona podrá dirigirse a las institu-
ciones de la Unión en una de las lenguas de los Tratados y deberá recibir una
contestación en esa lengua.
Por su parte, la jurisprudencia ha ido, a golpe de sentencia, delineando y
configurando con mayor nitidez el contenido de este derecho fundamental a la
buena administración atendiendo a interpretaciones más favorables para el ciu-
dadano europeo a partir de la idea de una excelente gestión y administración
Pública en beneficio del conjunto de la población de la Unión Europea.
Debe tenerse presente, también, que el artículo 41 del denominado Código
Europeo de Buena Conducta Administrativa de 1995 es el antecedente del ya
comentado artículo 41 de la Carta de los Derechos Fundamentales. Es más, se
trata de una fiel reproducción.
Una cuestión central en la materia es la referente a la autoridad que ha de
investigar las denuncias de mala administración de las instituciones europeas.
Pues bien, de acuerdo con el artículo 195 del Tratado de Roma y del Estatuto
del Defensor del Pueblo, resulta que esta tarea es de competencia del propio
Defensor del Pueblo. Una definición de mala administración nos la ofrece el
informe del Defensor del año 1997: «se produce mala administración cuando
un organismo no obra de acuerdo con las normas o principios a los que debe
estar sujeto».
Definición que es demasiado general e imprecisa, por lo que habrá de estar-
se a los parámetros jurídicos señalados en el artículo 41 de la Carta, de manera
que habrá de observarse, además de la lesión de las normas del servicio de los
principios generales que presiden la actividad de las instituciones públicas, si
efectivamente se contraviene la equidad, la imparcialidad, la racionalidad en
los plazos, la contradicción, la motivación, la reparación o el uso de las lenguas
oficiales.
Lorenzo Membiela ha recopilado en un trabajo recientemente publicado en
Actualidad Administrativa, en el número 4 de 2007, algunas de las sentencias
más relevantes en la materia, bien del Tribunal Europeo de Derechos Humanos,
bien del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas, bien del Tribunal
de Primera Instancia de las Comunidades Europeas. Evidentemente, la juris-
prudencia ha ido decantando el contenido y funcionalidad del llamado principio
a una buena administración, principio del que más adelante se derivaría, como
su corolario necesario, el derecho fundamental a la buena administración. Por
ejemplo, en el 2005, el 20 de septiembre encontramos una sentencia del Tribu-
nal Europeo de Derechos Humanos en la que se afirma que en virtud del prin-
cipio a la buena administración el traslado de funcionarios de un municipio a
otro debe estar justificado por las necesidades del servicio.
Una sentencia de 24 de mayo de 2005, también del Tribunal Europeo de
Derechos Humanos, señaló, en materia de justicia, que el principio de la buena

126
el marco jurídico en españa y en la unión europea

administración consagra la celeridad en los procesos judiciales. Expresión del


derecho fundamental a la motivación de las resoluciones administrativas lo po-
demos encontrar en la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos
de 23 de abril de 1997, en cuya virtud cualquier restricción de los derechos de
defensa debe estar convenientemente motivada. También es consecuencia de la
buena administración pública la resolución en plazo razonable de los asuntos
públicos, de manera que como dispone la sentencia del Tribunal de Justicia de
las Comunidades Europeas de 12 de julio de 2995, «la inactividad de la Admi-
nistración más allá de los plazos establecidos en las normas constituye una le-
sión al principio de la buena Administración Pública». Igualmente, por senten-
cia del Tribunal de Primera Instancia de las Comunidades Europeas de 16 de
marzo de 2005 es consecuencia del principio de la buena administración, la
óptima gestión de los organismos administrativos, lo que incluye, es claro, el
respeto a los plazos establecidos y al principio de confianza legítima, en virtud
del cual la Administración Pública, merced al principio de continuidad y a que
no puede separase del criterio mantenido en el pasado salvo que lo argumente
en razones de interés general.
Es también una consecuencia del principio de la buena administración, dice
el Tribunal de Primera Instancia de las Comunidades Europeas el 27 de febrero
de 2003, que la Administración ha de facilitar todas las informaciones pertinen-
tes a la otra parte actuante en el procedimiento administrativo. Una sentencia
del Tribunal de Primera Instancia de las Comunidades Europeas de 10 de junio
de 2004 señala, en este sentido, que el principio de la buena administración
comprende el derecho de defensa, la seguridad jurídica y la proscripción de
incoación del procedimiento disciplinario de manea excesivamente extemporá-
nea y adoptar una sanción disciplinaria sin esperar a la resolución firme del
órgano jurisdiccional penal.
En materia de Derecho Sancionador Disciplinario, el derecho a una buena
Administración, en opinión de Membiela, obliga a la propia Administración
Pública a la agilidad procedimental en la investigación de presuntas irregulari-
dades disciplinarias, violando dicho principio actuaciones disciplinarias dilata-
das en el tiempo que causan daño moral. En este sentido, una sentencia del
Tribunal de Primera Instancia de las Comunidades Europeas de 10 de junio de
2004 ha sentado que el conjunto de circunstancias que provocaron al deman-
dante un menoscabo de su reputación y perturbaciones en su vida privada y le
mantuvieron en una situación de incertidumbre prolongada constituyen un daño
moral que debe ser reparado.
La sentencia del Tribunal de Primera Instancia de las Comunidades Euro-
peas de 13 de marzo de 2003 recuerda una reiterada jurisprudencia comunitaria
en cuya virtud existe un principio general, basado en las exigencias de la segu-
ridad jurídica y la buena administración, que obliga a la Administración Públi-
ca a ejercer sus facultades dentro de determinados límites temporales, precisa-
mente en aras de la protección de la confianza legítima que en ella depositan los
administrados.

127
la dimensión ética de la función pública

Es exigencia también de la buena Administración, como señala la sentencia


del Tribunal de Primera Instancia de las Comunidades Europeas de 27 de febre-
ro de 2003, facilitar todas las informaciones pertinentes a la otra parte actuante
de un procedimiento. Ocultar informaciones que obren en poder de la Adminis-
tración durante el curso de un determinado procedimiento lesiona gravemente
este derecho fundamental y, además, puede ser también una actuación constitu-
tiva de ilícito administrativo y penal. Igualmente, una manifestación de buena
administración en materia disciplinaria, tal y como señala una sentencia del
Tribunal de Primera Instancia de las Comunidades Europeas de 6 de julio de
2000, es tratar con dignidad respetando la reputación de los interesados mien-
tras no hayan sido condenados.
En fin, el reconocimiento a nivel europeo del derecho fundamental a la bue-
na administración constituye, además, un permanente recordatorio a las Admi-
nistraciones Públicas, de que su actuación ha de realizarse con arreglo a unos
determinados cánones o estándares que tienen como elemento medular la posi-
ción central del ciudadano. Posición central del ciudadano que ayudará a ir
eliminando de la praxis administrativa toda esa panoplia de vicios y disfuncio-
nes que conforman la llamada mala administración.
La centralidad de los ciudadanos en el sistema del Derecho Administrativo
ha permitido que en la Unión Europea, la Carta Europea de los Derechos Fun-
damentales haya reconocido el derecho fundamental de los ciudadanos euro-
peos a la buena Administración Pública, concretado en una determinada mane-
ra de administrar lo público caracterizada por la equidad, la objetividad y los
plazos razonables. En este marco, en el seno del procedimiento, y con carácter
general, la proyección de este derecho ciudadano básico, de naturaleza funda-
mental, supone la existencia de un elenco de principios generales y de un reper-
torio de derechos ciudadanos que en el procedimiento administrativo adquieren
una relevancia singular. Estos derechos componen, junto con las consiguientes
obligaciones, el estatuto jurídico del ciudadano ante la Administración Pública.
En el marco del respeto al Ordenamiento jurídico en su conjunto, la Adminis-
tración Pública sirve con objetividad al interés general y actúa, especialmente en
sus relaciones con los ciudadanos, de acuerdo con los siguientes principios, que
son corolarios del derecho fundamental a la buena Administración Pública:
 1. Principio de juridicidad, en cuya virtud toda la actuación administrati-
va se somete plenamente al ordenamiento jurídico del Estado.
 2. Principio de servicio objetivo a los ciudadanos, que se proyecta a todas
las actuaciones administrativas y de sus agentes y que se concreta en el
profundo respeto a los derechos e intereses legítimos de los ciudadanos.
 3. Principio promocional, expresado en la creación de las condiciones
para que la libertad y la igualdad de las personas y de los grupos en que
se integran sean reales y efectivos, removiendo los obstáculos que im-
pidan su cumplimiento y fomentando igualmente la participación.

128
el marco jurídico en españa y en la unión europea

 4. Principio de racionalidad, que se extiende especialmente a la motiva-


ción y argumentación que debe servir de base a la entera actuación ad-
ministrativa.
 5. Principio de igualdad de trato, por el que los ciudadanos que se en-
cuentren en la misma situación serán tratados de manera igual, garanti-
zándose, con expresa motivación en los casos concretos, las razones
que puedan aconsejar la diferencia de trato, prohibiéndose expresamen-
te toda discriminación injustificada hacia los ciudadanos.
 6. Principio de eficacia, en cuya virtud las actuaciones administrativas se
realizarán en el marco de los objetivos establecidos en cada ente públi-
co. Especialmente las autoridades buscarán que los procedimientos y
las medidas adoptadas logren su finalidad y, para ello, removerán de
oficio los obstáculos puramente formales, evitarán el silencio adminis-
trativo, las dilaciones y los retardos.
 7. Principio de publicidad de las normas, de los procedimientos y del en-
tero quehacer administrativo en el marco del respeto del Derecho a la
intimidad y de las reservas que por razones acreditadas de confidencia-
lidad o interés general sea pertinente en cada caso, en los procedimien-
tos para el dictado de actos administrativos. En especial, las autoridades
darán a conocer a los ciudadanos y a los interesados, de forma sistemá-
tica y permanente, aun sin mediar petición alguna, sus actos, contratos
y resoluciones, mediante comunicaciones, notificaciones y publicacio-
nes, incluyendo el empleo de tecnologías que permitan difundir de for-
ma masiva tal información.
 8. Principio de seguridad jurídica, de previsibilidad y certeza normativa,
por los cuales la Administración se somete al Derecho vigente en cada
momento, sin que pueda variar arbitrariamente las normas jurídicas.
 9. Principio de proporcionalidad: las decisiones administrativas serán
proporcionadas al fin previsto en el Ordenamiento jurídico, se dictarán
en un marco de justo equilibrio entre el interés general y el interés par-
ticular y se evitará limitar los derechos de los ciudadanos a través de la
imposición de cargas o gravámenes irracionales o incoherentes con el
objetivo establecido.
10.  Principio de ejercicio normativo del poder, en cuya virtud los poderes
se ejercerán, única y exclusivamente, para la finalidad prevista en las
normas de otorgamiento, evitándose especialmente el abuso de poder,
bien sea para objetivos distintos de los establecidos en las disposiciones
generales o en contra del interés general.
11. Principio de imparcialidad e independencia: el personal al servicio de
la Administración Pública deberá abstenerse de toda actuación arbitra-
ria o que ocasione trato preferente por cualquier motivo y actuar en

129
la dimensión ética de la función pública

función del servicio objetivo al interés general, prohibiéndose la parti-


cipación de dicho personal en cualquier asunto en el que él mismo, o
personas o familiares próximos, tengan cualquier tipo de intereses o
pueda existir conflicto de intereses.
12.  Principio de relevancia, en cuya virtud las actuaciones administrativas
habrán de adoptarse en función de los aspectos más relevantes, sin que
sea posible, como fundamento de la decisión que proceda, valorar úni-
camente aspectos de escasa consideración.
13.  Principio de coherencia: las actuaciones administrativas serán con-
gruentes con la práctica y los antecedentes administrativos salvo que
por las razones que se expliciten por escrito sea pertinente en algún caso
apartarse de ellos.
14.  Principio de buena fe, en cuya virtud las autoridades y los particulares
presumirán el comportamiento legal de unos y otros en el ejercicio de
sus competencias, derechos y deberes.
15.  Principio de confianza legítima, en cuya virtud la actuación administra-
tiva será respetuosa con las expectativas que razonablemente haya ge-
nerado la propia Administración en el pasado.
16.  Principio de asesoramiento: el personal al servicio de la Administra-
ción Pública deberá asesorar a los ciudadanos sobre la forma de presen-
tación de las solicitudes y su tramitación.
17.  Principio de responsabilidad, por el que la Administración responderá
de las lesiones en los bienes o derechos de los ciudadanos ocasionados
como consecuencia del funcionamiento de los servicios públicos o de
interés general. Las autoridades y sus agentes asumirán las consecuen-
cias de sus actuaciones de acuerdo con el Ordenamiento jurídico. Igual-
mente, la Administración Pública rendirá cuentas de sus actuaciones y
publicará las evaluaciones de sus unidades.
18.  Principio de facilitación: los ciudadanos encontrarán siempre en la Ad-
ministración las mayores facilidades para la tramitación de los asuntos
que les afecten, especialmente en lo referente a identificar al funciona-
rio responsable, a obtener copia sellada de las solicitudes, a conocer el
estado de tramitación, a enviar, si fuera el caso, el procedimiento al ór-
gano competente, a ser oído y a formular alegaciones o a la referencia a
los recursos susceptibles de interposición.
19.  Principio de celeridad, en cuya virtud las actuaciones administrativas
se realizarán optimizando el uso del tiempo, resolviendo los procedi-
mientos en plazo razonable que, en todo caso, no podrá superar los dos
meses a contar desde la presentación de la solicitud en cualquier regis-
tro público. En especial, las autoridades impulsarán oficiosamente los
procedimientos e incentivarán el uso de las tecnologías de la informa-

130
el marco jurídico en españa y en la unión europea

ción y las comunicaciones a los efectos de que los procedimientos se


tramiten con diligencia y sin dilaciones injustificadas.
20.  Principio de transparencia y acceso a la información de interés gene-
ral: el funcionamiento, actuación y estructura de la Administración Pú-
blica ha de ser accesible a todos los ciudadanos, que pueden conocer la
información generada por las Administraciones Públicas y las institu-
ciones que realicen funciones de interés general.
21.  Principio de protección de la intimidad, de forma que el personal al
servicio de la Administración Pública que maneje datos personales res-
petará la vida privada y la integridad de las personas, prohibiéndose el
tratamiento de los datos personales con fines no justificados y su trans-
misión a personas no autorizadas.
22. Principio de ética, en cuya virtud todo el personal al servicio de la Ad-
ministración Pública así como los ciudadanos en general han de actuar
con rectitud, lealtad y honestidad.
23.  Principio de debido proceso: las actuaciones administrativas se realiza-
rán de acuerdo con las normas de procedimiento y competencia estable-
cidas en la Constitución, con plena garantía de los derechos de repre-
sentación, defensa y contradicción.
24.  Principio de cooperación: todos los órganos y entidades administrati-
vos deben prestarse asistencia mutua y respetar el ejercicio de las res-
pectivas competencias.
El derecho general fundamental de los ciudadanos a una buena Adminis-
tración Pública finalmente, se puede concretar, entre otros, en los siguientes
derechos:
  1. Derecho a la motivación de las actuaciones administrativas.
  2. Derecho a la tutela administrativa efectiva.
  3. Derecho a una resolución administrativa en plazo razonable.
  4. Derecho a una resolución justa de las actuaciones administrativas.
  5. Derecho a presentar por escrito o de palabra peticiones de acuerdo con lo
que se establezca en las normas, en los registros físicos o informáticos.
  6. Derecho a respuesta oportuna y eficaz de las Autoridades administrativas.
  7. Derecho a no presentar documentos que ya obren en poder de la Admi-
nistración Pública.
  8. Derecho a ser oído siempre antes de que se adopten medidas que les
puedan afectar desfavorablemente.
  9. Derecho de participación en las actuaciones administrativas en que tengan
interés, especialmente a través de audiencias y de informaciones públicas.

131
la dimensión ética de la función pública

10. Derecho a una indemnización justa en los casos de lesiones de bienes o


derechos como consecuencia del funcionamiento de los servicios de
responsabilidad pública.
11. Derecho a servicios públicos y de interés general de calidad.
12. Derecho a elegir los servicios de interés general de su preferencia.
13. Derecho a opinar sobre el funcionamiento de los servicios de responsa-
bilidad administrativa.
14. Derecho a conocer las obligaciones y compromisos de los servicios de
responsabilidad administrativa.
15. Derecho a formular alegaciones en cualquier momento del procedi-
miento administrativo.
16. Derecho a presentar quejas, reclamaciones y recursos ante la Adminis-
tración.
17. Derecho a interponer recursos ante la autoridad judicial sin necesidad
de agotar la vía administrativa previa, de acuerdo con lo establecido en
las leyes.
18. Derecho a conocer las evaluaciones de los entes públicos y a proponer
medidas para su mejora permanente.
19. Derecho de acceso a los expedientes administrativos que les afecten en
el marco del respeto al derecho a la intimidad y a las declaraciones mo-
tivadas de reserva que en todo caso habrán de concretar el interés gene-
ral al caso concreto.
20. Derecho a una ordenación racional y eficaz de los archivos públicos.
21. Derecho de acceso a la información de interés general.
22. Derecho a copia sellada de los documentos que presenten a la Adminis-
tración Pública.
23. Derecho a ser informado y asesorado en asuntos de interés general.
24. Derecho a ser tratado con cortesía y cordialidad.
25. Derecho a conocer el responsable de la tramitación del procedimiento
administrativo.
26. Derecho a conocer el estado de los procedimientos administrativos que
les afecten.
27. Derecho a ser notificado por escrito o a través de las nuevas tecnologías
de las resoluciones que les afecten en el más breve plazo de tiempo
posible, que no excederá de los cinco días.

132
el marco jurídico en españa y en la unión europea

28. Derecho a participar en asociaciones o instituciones de usuarios de ser-


vicios públicos o de interés general.
29. Derecho a actuar en los procedimientos administrativos a través de re-
presentante.
30. Derecho a exigir el cumplimiento de las responsabilidades del personal
al servicio de la Administración Pública y de los particulares que cum-
plan funciones administrativas.
31. Derecho a recibir atención especial y preferente si se trata de personas
en situación de discapacidad, niños, niñas, adolescentes, mujeres ges-
tantes o adultos mayores y, en general, de personas en estado de inde-
fensión o de debilidad manifiesta.
Es decir, el derecho fundamental a la buena Administración Pública trae
consigo, con todas sus consecuencias, la centralidad de la persona en el régi-
men jurídico de la Administración Pública.
El artículo 41 de la Carta Europea de los Derechos Fundamentales de diciem-
bre de 2000 es, ciertamente, la referencia normativa más importante que existe en
el seno de la UE en la materia. Hasta el punto que el Código de Buena Conducta
Administrativa de la UE, dirigido a las instituciones y a los órganos de la Unión
Europea, aprobado por resolución del Parlamento Europeo de 6 de septiembre de
2001, es un instrumento de concreción precisamente del derecho fundamental a
la buena administración. Es más, el propio Código dispone en la introducción, al
final del epígrafe titulado naturaleza jurídica, que pretende concretar en la prácti-
ca el derecho a una buena administración establecido en la Carta.
En la introducción que hace el Defensor del Pueblo Europeo al Código el
5 de enero de 2005, en el epígrafe dedicado a la naturaleza jurídica se recuer-
da literalmente el contenido del citado artículo 41 de la Carta y se recuerda
que el Defensor del Pueblo Europeo investiga posibles casos de mala admi-
nistración en las actividades de las instituciones y órganos de la Unión. La
referencia a las instituciones y órganos de la Unión debe entenderse en senti-
do amplio puesto que las decisiones y las declaraciones de voluntad de las
instituciones y los órganos se realizan, bien unilateralmente, bien colectiva-
mente o multilateralmente, de forma y manera que la buena o la mala admi-
nistración se refiere obviamente a los titulares o al titular de la potestad en
cada caso.
Según el Código, y el propio Parlamento Europeo, que se han inspirado en
el informe del Defensor del Pueblo Europeo de 1997, es mala administración la
que se produce cuando un organismo público no obra de conformidad con las
normas o principios a los que debe obligatoriamente atenerse. Obviamente, los
organismos no obran por sí solos sino bajo las directrices o indicaciones de sus
titulares. Los principios están en el seno del Código y ahora haremos a ellos
referencia y también se hallan, de forma más genérica, en un documento elabo-

133
la dimensión ética de la función pública

rado por el Defensor del Pueblo Europeo, que es la institución más comprome-
tida en la UE en materia de ética pública, precisamente en el año 2012 y de los
que también daremos cuenta en esta parte del curso.
La propia Carta dispone en su artículo 43 que todo ciudadano de la UE o
toda persona física o jurídica que resida o tenga su domicilio fiscal en un Estado
miembro tiene derecho a someter al Defensor del Pueblo de la Unión los casos
de mala administración en la acción de las instituciones u órganos comunita-
rios, con exclusión del Tribunal de Justicia y del Tribunal de Primera Instancia
en el ejercicio de sus funciones jurisdiccionales. Siendo el precepto impecable,
tiene un pequeño problema, que es el referido al uso del término acción para
significar las actuaciones que pueden ser objeto de reclamación por haber lesio-
nado este derecho fundamental. En lugar de acción, y para evitar problemas
interpretativos, de manera que las omisiones y las inactividades también pue-
dan desencadenar la reclamación ante el Defensor del Pueblo Europeo, debió
haberse utilizado la expresión actuación, que incluye tanto decisiones expresas,
como presuntas o inactividades, junto a vías de hecho. Esa fue, por ejemplo, la
solución que se eligió para determinar el objeto de los procesos jurisdiccionales
contra las Administraciones Públicas tal y como dispone el artículo 106 de
nuestra Constitución.
También se recuerda en la introducción que estamos glosando, que el propio
Parlamento de la UE, a través de una resolución contemporánea al mismo Có-
digo, entendió que para la determinación o comprobación de si se da un supues-
to de mala administración es preceptiva la actuación del Defensor del Pueblo,
dando con ello efecto al derecho de los ciudadanos a una buena administración
tal y como está redactado en el artículo 41 de la Carta. Es decir, el Defensor del
Pueblo es quien en principio toma en consideración las reglas y principios esta-
blecidos en el Código al examinar los casos de mala administración.
Es tal la relevancia del derecho fundamental a la buena administración, que
el parlamento Europeo solicitó a la Comisión Europea que le presentara un re-
glamento en el que se concretaran las obligaciones que para las instituciones y
órganos de la UE se derivaran de este derecho ciudadano. Tal reglamento, se
dice en la introducción del Defensor del Pueblo Europeo, sería de vital impor-
tancia pues subrayaría el carácter vinculante de las reglas y principios conteni-
dos en el Código, que así se aplicarían de forma uniforme y consistente por
todas las instituciones y órganos de la UE promoviendo así la transparencia.
Esta apreciación del Defensor del Pueblo Europeo acerca de la naturaleza
jurídica del contenido del Código me parece fundamental. Por una razón senci-
lla, si las reglas y principios del Código, de eminente carácter ético, no son de
general observancia para todas las instituciones y órganos de la UE, entonces
nos encontraríamos con unas consecuencias contradictorias en sí mismas. En
efecto, si el Código no tuviera consecuencias jurídicas, sus principios y normas
de conducta serían meras guías voluntarias para el quehacer público en las ins-
tituciones y órganos de la UE, cuando constituyen evidentes principios básicos

134
el marco jurídico en españa y en la unión europea

y fundamentales de la propia actuación administrativa. Su lesión y conculca-


ción, en la medida en que constituyen transgresiones de la esencia misma de la
función pública, de la función de servicio objetivo al interés general, deben ser
sancionadas. Si la dimensión ética de la función pública no tiene relevancia
jurídica, no podremos garantizar que el comportamiento de autoridades y fun-
cionarios se ajuste y se oriente a las más elementales reglas y criterios del ser-
vicio público.
En el proyecto de Tratado Internacional por el que se instituye una Consti-
tución para Europa, en el artículo III-398, encontramos la base legal para la
instauración, cuando por fin tengamos dicha Constitución en vigor, para ese
Derecho Administrativo Europeo fundado en el derecho fundamental a la bue-
na administración de todos los europeos.
En dicho precepto, como sabemos, se señalaba que en el cumplimiento de
sus funciones, las instituciones y órganos de la Unión Europea se apoyarán en
una Administración abierta, eficaz e independiente. Dentro del respeto al Esta-
tuto y al régimen adoptados con arreglo al artículo III-427, la ley europea esta-
blecerá las disposiciones a tal efecto.
Mientras formalmente no se apruebe dicho reglamento, el Defensor del Pue-
blo Europeo sigue trabajando en orden a transformar el Código en Derecho
Administrativo Europeo. Tal objetivo es de gran trascendencia pues de esta
manera existiría un cuerpo normativo uniforme para todas las instituciones y
órganos de la UE en lo que se refiere a los principios que rigen sus relaciones
con los ciudadanos. En este sentido, la elaboración en 2012, por parte del De-
fensor del Pueblo Europeo, de los principios de la función pública de la UE es
una muy buena herramienta pues ayuda a dar mayor difusión y conocimiento a
los principios básicos establecidos en el Código que se derivan del fundamental
derecho a la buena administración establecido en el artículo 41 de la Carta Eu-
ropea de los Derechos Fundamentales.
Por lo que se refiere al aludido Código Europeo de Buena Conducta, apro-
bado por el Parlamento Europeo en septiembre de 2001, poco tiempo después
de la Carta Europea de los Derechos Fundamentales (diciembre de 2000), es
necesario señalar que es un instrumento magnífico para que el Defensor del
Pueblo compruebe la existencia de casos de mala administración cuando así se
le solicite, cumpliendo cabalmente de esta manera la función de control externo
de la actuación de las instituciones y órganos de la UE que tiene encomendada.
En efecto, esta función la realiza el Defensor del Pueblo de acuerdo con el artí-
culo 195 del Tratado de la CE y con el Estatuto del propio Defensor.
La virtualidad del Código es que permite a los ciudadanos de la UE conocer
en la realidad práctica en qué consiste este derecho fundamental, qué significa
en concreto y en qué casos se lesiona por parte de las autoridades de la Unión.
Aunque el Defensor del Pueblo asegura, enero de 2005, que muchos países se
han inspirado en el Código para redactar los Códigos nacionales y que se ha

135
la dimensión ética de la función pública

hecho una extensa e intensa labor de difusión, lo cierto y verdad es que la sim-
ple opinión que existe en la ciudadanía acerca de la UE y de sus instituciones es
suficiente elocuente del conocimiento real que tienen los pueblos europeos de
este derecho fundamental y de sus consecuencias. En realidad, la mala adminis-
tración es más detectada en el seno de las Administraciones internas, sean na-
cionales, regionales o locales, que en el ámbito de la Unión.
El Código señala en su artículo 1 que las instituciones y órganos de la UE,
obviamente representados o encarnados en personas individuales o colecti-
vas, deben respetar los principios establecidos en el Código en sus relaciones
con el público. Más que respetar, lo que deben es cumplir diligentemente las
obligaciones y deberes que marca el Código, y que son corolarios necesarios
del derecho fundamental a la buena administración que asiste a todo ciudada-
no de la UE.
El Código es de aplicación, artículo 2, a todos los funcionarios y agentes de
la UE de acuerdo con el Estatuto de la función pública europea y el régimen
jurídico aplicable a los agentes de la Unión. El Código utiliza el término funcio-
nario para designar a los funcionarios de la UE en sentido estricto y a los agen-
tes de la UE a los que es de aplicación. Funcionarios y agentes podríamos de-
nominar al personal al servicio de la Administración Pública de la UE. Sin
embargo, como precisa el precepto, el Código también se extiende, es lógico, a
otras personas que trabajen para la Administración comunitaria como son los
contratados en régimen de Derecho privado, expertos de Administraciones na-
cionales en comisión de servicios así como becarios. Es decir, las obligaciones
y deberes que se derivan del derecho fundamental a la buena administración se
refieren a todas las personas que de forma directa o indirecta laboran para la
Administración comunitaria, incluso a becarios y expertos nacionales en comi-
sión de servicios. Tal extensión de las obligaciones es coherente con el alcance
y significado de estas obligaciones y deberes, que gravan la conducta de aque-
llas personas que reciben su retribución de los fondos públicos comunitarios,
con independencia de su categoría profesional.
El Código precisa, en el artículo 2, que entiende por público, por ciudadano,
por el sujeto con el que se relaciona la Administración Pública comunitaria.
Entiende por público a toda persona física o jurídica, independientemente de
que residan o tengan su domicilio en un Estado miembro. Es decir, el autor del
Código manifiesta un entendimiento muy amplio, como debe ser, del significa-
do y alcance del término público.
También en el artículo 2 precisa dos cuestiones terminológicas. Nos dice
que por institución hay que entender institución y también órgano, y por funcio-
nario, funcionario y agente de las Comunidades Europeas.
Por lo que se refiere al ámbito material de aplicación, el Código contiene los
principios generales de buena administrativa aplicables a todas las relaciones
entre las instituciones y el público en el artículo 3. Capítulo aparte merecen los

136
el marco jurídico en españa y en la unión europea

principios que rigen las relaciones entre los funcionarios y la institución, que se
encuentran en el Estatuto de la función pública comunitaria. No se entiende
bien la mención que el artículo realiza a que tales principios generales se pue-
den dispensar si existen disposiciones específicas en la materia. Pueden ser
desarrollados, eso sí, pero disponer que son inaplicables por existir normas es-
pecíficas parece un tanto contradictorio. ¿Es que estos principios pueden poner-
se entre paréntesis o declararse inaplicables para casos específicos? ¿Es que los
principios de ausencia de discriminación, proporcionalidad, ausencia de abuso
de poder, imparcialidad, independencia, objetividad, confianza legítima, cohe-
rencia, asistencia, justicia, imparcialidad, racionalidad, cortesía, respuesta, acu-
se de recibo, identificación del funcionario competente, audiencia, motivación,
celeridad, acceso a la información…?
También el Código, como no podía ser de otra manera, prescribe el princi-
pio de juridicidad al disponer en su artículo 4 que el funcionario actuará de
conformidad con la legislación y aplicará las normas y procedimientos estable-
cidos en la legislación comunitaria. En concreto, el funcionario velará porque
las disposiciones que afecten a los derechos o intereses de los ciudadanos estén
basadas en la ley y que su contenido cumpla la legislación. Se trata, pues, de la
enunciación del principio de legalidad en su versión más formal. Salvo que in-
terpretemos el término legislación en un sentido amplio, que no es fácil, tal y
como está redactado, podríamos colegir que hay una referencia al derecho. El
principio de juridicidad se refiere a la ley y al derecho, por ejemplo tal y como
está regulado en el artículo 103 de la Constitución española.
En el artículo 5 empiezan las referencias a los principios generales de bue-
na conducta administrativa, que constituyen un corolario necesario, no se pue-
de perder de vista, del derecho fundamental a la buena administración del que
disponen los ciudadanos de la UE. El primero de estos principios generales es
el de igualdad o, en términos negativos, ausencia de discriminación. El princi-
pio se plantea en el marco de la tramitación de las solicitudes del público y en
el ámbito de la toma de decisiones. En ambos casos, el funcionario debe garan-
tizar el principio de igualdad de trato, que implica que los ciudadanos que se
encuentren en la misma situación procedimental serán tratados de igual mane-
ra, de manera similar dice el Código. En el caso de que se produzca alguna
diferencia de trato, esta deberá ser justificada, motivada convenientemente en
función, dice el Código, de las características pertinentes objetivas del caso.
Es decir, la motivación debe estar fundada sobre la realidad, sobre las caracte-
rísticas pertinentes del caso y, lo que es más importante, debe hacerse objeti-
vamente.
El contenido del principio de ausencia de discriminación, en particular, im-
plica que el funcionario evitará toda discriminación injustificada entre miem-
bros del público por razones de nacionalidad, sexo, raza, color, origen étnico o
social, características genéticas, lengua, religión o creencias, opiniones políti-
cas o de cualquier tipo, pertenencia a una minoría nacional, propiedad, naci-

137
la dimensión ética de la función pública

miento, discapacidad, edad u orientación sexual. Estas listas tan largas deberían
evitarse pues en el futuro no sería extraño que surja una nueva causa de discri-
minación por lo que es mejor usar fórmulas más amplias que den cabida a
cualquier forma de discriminación por la causa que fuere.
Un principio general, también del derecho, es el de proporcionalidad. El
Código en su artículo 6 lo define así: al adoptar decisiones, el funcionario ga-
rantizará que las medidas sean proporcionales al fin perseguido, evitando toda
forma de restricción de los derechos de los ciudadanos así como la imposición
de cargas cuando estas y aquellas no sean razonables con respeto al objeto per-
seguido. Además, al adoptar decisiones, el funcionario respetará el justo equi-
librio entre los intereses individuales y el interés público general. Es decir, las
decisiones deben estar en consonancia con el fin establecido en las normas que
le sirven de cobertura y con el interés general concreto. Como advertimos con
anterioridad, el interés general al que deben estar supeditadas todas las decisio-
nes de los funcionarios tiene dos dimensiones. Por un lado, los principios y
criterios del Estado social y democrático de Derecho han de estar proyectados
en las normas que sirven de cobertura a dichas medidas. Y, por otro, la realidad
concreta en que se encarna el interés general porque, como señalamos con an-
terioridad, el interés general solo tiene sentido para el Estado de Derecho si se
nos presenta de forma concreta y con la motivación y justificación que sea
menester según el grado de discrecionalidad ínsito en la potestad desde la que
se dicta la decisión. Igualmente, la referencia que se hace al justo equilibrio
entre el interés particular y el interés general debe entenderse como operación
de contraste jurídico realizada sobre el caso concreto, sobre la realidad. En
otras palabras, es muy adecuada esta expresión de justo equilibrio que utiliza el
autor del Código en esta materia porque, en mi opinión, constituye un fiel refle-
jo de una de las características que mejor define el sentido de las ciencias socia-
les en este tiempo: el pensamiento compatible o complementario.
El poder en el Estado de Derecho solo tiene sentido si ejerce al servicio ob-
jetivo del interés general. Por eso, el artículo 7 se refiere al principio de ausen-
cia de abuso de poder. Precisamente, porque el poder público es una institución
que se justifica en la medida en que se dirige a posibilitar el libre y solidario
desarrollo de las personas. La persona es el centro y la raíz del Estado y los
poderes públicos que las normas atribuyen a sus titulares, individuales o colec-
tivos, se justifican en la medida en que su ejercicio vaya dirigido a la mejora de
las condiciones de vida de los ciudadanos, no de las condiciones de vida de los
gobernantes. Por eso, el artículo 7 dispone con toda claridad que los poderes se
ejercerán únicamente de acuerdo con la finalidad para la que han sido otorga-
dos por las disposiciones pertinentes, evitando el uso de dichas potestades para
objetivos sin fundamento legal o que no estén motivados por un interés público.
Es decir, el poder debe ejercerse en función del fin previsto en la norma, que no
puede ser otro que de interés general, obviamente, y también por razones de
interés público explícitas, que obviamente habrán de argumentarse conveniente
y justificadamente. Insisto, en los casos en que el poder se funde sobre razones

138
el marco jurídico en españa y en la unión europea

de interés general, este ha de estar perfectamente delimitado en la realidad y


argumentado en lo concreto suficientemente.
La imparcialidad y la independencia son también dos principios básicos que
deben distinguir la actuación de los funcionarios comunitarios y, por ende, a las
mismas instituciones europeas. En virtud de la imparcialidad, dice el artículo 8
que el funcionario se abstendrá de toda acción arbitraria que afecte adversa-
mente a los ciudadanos, así como de cualquier trato preferente por cualesquiera
motivos. En mi opinión, una interpretación literal, pegada a la letra de este pa-
rágrafo del precepto, nos llevaría a una conclusión absurda: que una acción ar-
bitraria que no afecte negativamente a los ciudadanos de la Unión podría ser
posible. Algo realmente contrario a la ley y al Derecho porque una acción arbi-
traria es una acción irracional y, como ya sabemos, el quehacer administrativo
de la Unión Europea, por mor del artículo 41 de la Carta, debe estar motivado.
Y una acción motivada excluye radicalmente la arbitrariedad que es, insisto,
contraria a la misma Carta y, por tanto, como más adelante comentaremos, al
artículo 18 del Código. La imparcialidad exige que no se tome partido a favor
de ninguna persona, física o jurídica, porque todas son iguales ante la ley y
hacia todas se debe ofrecer el mismo y correcto trato.
A la independencia de los funcionarios se refiere el artículo 8 en su último
parágrafo en estos términos: «la conducta del funcionario nunca estará guiada
por intereses personales, familiares o nacionales, ni por presiones políticas. El
funcionario no participará en una decisión en la que él mismo, o un familiar
cercano, tenga intereses económicos». El funcionario solo debe guiarse por ra-
zones de interés general. Además, cuando advierta que una determinada deci-
sión a la que está llamado a participar colisiona con asuntos personales o fami-
liares, deberá abstenerse.
Corolario necesario del derecho a una buena administración es el princi-
pio de objetividad. La subjetividad suele estar en la base de la mala adminis-
tración, de las decisiones arbitrarias, que son todas aquellas en las que existe
una ausencia de racionalidad. El principio de objetividad en el Código está
redactado, artículo 9, en términos de principio de relevancia, que es una con-
secuencia concreta de la objetividad: «al adoptar sus decisiones, el funciona-
rio tendrá en cuenta los factores relevantes y otorgará a cada uno de los
mismos su propia importancia en la decisión, excluyendo de su considera-
ción todo elemento irrelevante». Si entendemos que la objetividad supone
racionalidad porque lo objetivo es lo que se puede argumentar desde la lógi-
ca, lo que se puede fundar desde las más elementales reglas de la razón, el
principio de relevancia reclama al funcionario que identifique el o los asun-
tos relevantes en cada decisión, resolviendo desde esos parámetros y exclu-
yendo las cuestiones accesorias o tangenciales. Este principio tiene mucha
importancia porque hasta ahora en muchos casos los funcionarios resolvían
o dictaban medidas o decisiones administrativas basándose en argumentos
peregrinos o accesorios.

139
la dimensión ética de la función pública

Los precedentes administrativos siempre han sido muy importantes en la


praxis administrativa, así como el principio de confianza legítima, corolario
necesario del principio de buena fe proyectado sobre el Derecho Administrati-
vo. Es lógico que haya una cierta continuidad en las políticas públicas y que los
criterios de regularidad y, valga la reiteración, y de continuidad sigan fundando
el régimen de los servicios públicos así como de los llamados servicios de inte-
rés general. Las decisiones administrativas gozan de la presunción de legitimi-
dad, que exige, cuando se dictan al amparo de potestades discrecionales una
debida justificación. En otras palabras, las expresiones de voluntad de la Admi-
nistración, también de la comunitaria, generan razonables expectativas que,
salvo por acreditadas razones de interés general, habrán de ser cumplidas por
los funcionarios.
El artículo 10 del Código se ocupa de este tema al señalar que el funcionario
será coherente en su propia práctica administrativa, así como en la actuación
administrativa de la institución, lo que implica que el funcionario debe respetar
el precedente administrativo existente en la institución, salvo que existan razo-
nes fundadas, en cuyo caso deberá, dice el artículo glosado, expresar ese funda-
mento por escrito. Coherencia, precedente administrativo, racionalidad, son
términos relacionados con el quehacer de las Administraciones Públicas, que
en sus actuaciones no disponen, ni mucho menos, de la autonomía de las perso-
nas físicas, pues están vinculadas a las normas y a los procedimientos.
El principio de confianza legítima está contemplado también en este precep-
to, concretamente en el párrafo segundo: el funcionario respetará las legítimas
y razonables expectativas de sus actuaciones ante los ciudadanos. El límite de
este principio se encuentra en la legitimidad y la racionalidad de las expectati-
vas generadas. Si estas fueran ilegales o arbitrarias, nos encontraríamos con una
grave lesión de este principio, que el Código denomina «legítimas expectativas,
consistencia y asesoramiento». En los dos primeros párrafos el Código se refie-
re a la confianza legítima y en el tercero al principio de asesoramiento, que es
un principio que se deriva de la centralidad del ser humano y, por ende, del
derecho fundamental a la buena administración: si fuera necesario, el funciona-
rio asesorará a los ciudadanos acerca de cómo debe presentarse un asunto de su
competencia, así como sobre el modo en que se debe actuar mientras se trate
ese asunto.
Consecuencia de la equidad que el artículo 41 de la Carta exige a los funcio-
narios y a las instituciones en el principio de justicia, establecido en el artícu-
lo 11: «el funcionario actuará de manera imparcial, justa y razonable». Impar-
cialidad, justicia y racionalidad, tres principios que conforman el alma de la
Administración están indeleblemente unidos entre sí.
La buena administración exige un trato cortés, educado, de los funcionarios
a los ciudadanos, y viceversa también evidentemente. El artículo 12 trata este
principio denominado de cortesía, principio que es tratado en un sentido muy
amplio, pues bajo la rúbrica general de cortesía, se hace referencia a la diligen-

140
el marco jurídico en españa y en la unión europea

cia, a la corrección y a la accesibilidad a los ciudadanos. Quizás fuera más


adecuado referirse al principio de servicio al ciudadano, que es más general. La
referencia a la diligencia alude a trabajo bien hecho, al trabajo realizado con
profesionalidad, lo que nos llevaría también a enunciar, cosa que el Código no
hace, a este principio, que es desde luego un principio de ética muy importante,
que es capital y central para comprender el sentido y alcance del sentido ético
del quehacer administrativo de los funcionarios de la UE. En este punto, el au-
tor del Código ubica el deber de respuesta, que es una obligación, legal por
supuesto, pero que tiene un fuerte contenido ético. Así, podemos leer en el
párrafo primero de este artículo que al responder a la correspondencia, llamadas
telefónicas y correo electrónico, el funcionario tratará en la mayor medida po-
sible de ser servicial y responderá a las preguntas que se le plantean de la ma-
nera más completa y exacta posible. En efecto, el principio de servicio imprime
una forma de trabajar de los funcionarios a disposición de los ciudadanos, por
lo que su entero quehacer administrativo debe estar presidido por este princi-
pio, de manera que en sus relaciones con los ciudadanos, también como es ló-
gico con sus subordinados, siempre debe conducirse con este sentido de servi-
cio permanente.
Una consecuencia del principio de servicio es que al ciudadano deben aho-
rrársele todos los trámites innecesarios. El párrafo segundo del artículo 12 dis-
pone que si el funcionario advierte que un asunto sometido a su consideración
no es de su competencia, deberá orientar al ciudadano en cuestión al funciona-
rio realmente competente. Sin embargo, sería más sencillo para el ciudadano
que fuera el propio funcionario el que internamente remita el asunto al compe-
tente haciéndoselo saber así al ciudadano solicitante. Esta solución me parece
más coherente con el principio de servicio porque indicar al ciudadano a quien
debe dirigirse supone tantas veces continuar un peregrinaje administrativo, a
veces sin fin.
¿Y si el funcionario comete un error que afecta negativamente a los dere-
chos o intereses legítimos de un ciudadano? El párrafo tercero del artículo 12
viene a dar por bueno ese inteligente dicho que reza así: rectificar es de sabios.
En estos casos, el artículo señala que el funcionario presentará sus excusas,
tratará de corregir los efectos negativos resultantes de su error de la forma más
rápida posible e informará al interesado de las posibilidades de recurso de con-
formidad con el artículo 19 del Código.
En consonancia con el artículo 41 de la Carta, el Código garantiza que los
ciudadanos que se dirijan a las instituciones comunitarias en una de las lenguas
del Tratado recibirán una respuesta en dicha lengua (artículo 13). En este mis-
mo sentido, de facilitar a los ciudadanos los trámites ante la UE, el artículo 14
del Código dispone que de toda reclamación o petición de los ciudadanos ante
las instituciones de la UE se entregará a dichos ciudadanos un acuse de recibo
en un plazo máximo de dos semanas, salvo que en este plazo se pueda enviar
una contestación pertinente o salvo en los casos en los que las reclamaciones o

141
la dimensión ética de la función pública

peticiones resulten impertinentes, bien por su número excesivo o por ser repe-
titivas o absurdas.
El acuse de recibo, señala el párrafo segundo de este precepto, especificará
el nombre y número de teléfono del funcionario competente para tramitar el
asunto así como del servicio al que dicho funcionario pertenece. Tal disposi-
ción permite que el derecho que asiste a todo ciudadano a conocer el estado de
los procedimientos administrativos en que sea interesado sea efectivo, pues de
esta manera los ciudadanos pueden relacionarse con el funcionario responsable
y preguntar sobre el curso de sus reclamaciones o pedidos.
El principio de servicio al ciudadano y de facilitación de los trámites se
concreta en el artículo 15 del Código, en el que se establece que si un escrito o
reclamación es dirigido a una institución que no sea competente para su trami-
tación, dicha unidad deberá ponerla en conocimiento del órgano competente
advirtiendo de tal circunstancia al ciudadano solicitante indicándole además la
identidad y el teléfono del funcionario competente al que se ha hecho llegar el
expediente. Una vez que el funcionario competente empiece la instrucción del
expediente deberá, en caso de existir errores u omisiones en la solicitud, co-
municarlo al interesado facilitándole que pueda subsanar dichos errores u omi-
siones.
El derecho de audiencia y de hacer observaciones durante el procedimiento
se encuentra reconocido en el artículo 16 del Código. El funcionario deberá
garantizar este derecho, facilitando, además, que se respeten los derechos de
defensa del interesado porque en el procedimiento administrativo, como seña-
lamos con anterioridad, rige el derecho a la tutela administrativa efectiva. El
derecho de audiencia se complementa, como corolario necesario, con el dere-
cho que asiste a todo ciudadano interesado en el procedimiento administrativo,
siempre que la decisión afecte a sus derechos e intereses, de hacer observacio-
nes y comentarios por escrito y, de ser necesario, a formular observaciones
orales con anterioridad a la adopción de la decisión administrativa.
El derecho a la buena administración del artículo 41 de la Carta Europea de
los Derechos Fundamentales incluye el derecho a que las decisiones se adopten
en plazo razonable. Por eso, el artículo 17 del Código reconoce este derecho a
la decisión en plazo razonable, sin demoras y, en caso de ser necesario, antes de
un período de dos años a contar desde el momento en el que conste la recepción
del escrito de solicitud. Este mismo derecho, sigue diciendo el precepto, se
aplica también a la respuesta a cartas de los ciudadanos dirigidas a las institu-
ciones comunitarias así como a las respuestas a notas administrativas que el
funcionario haya enviado a sus superiores jerárquicos solicitando instrucciones
relativas a las decisiones que deban adoptar. En el parágrafo segundo del artí-
culo se contemplan los casos de expedientes complejos en los que no sea posi-
ble resolver en el plazo anteriormente indicado. En estos casos, el Código dis-
pone que el funcionario competente informe al ciudadano autor del escrito en
el más breve plazo de tiempo posible, significando que en estos casos la deci-

142
el marco jurídico en españa y en la unión europea

sión administrativa deberá comunicarse a dicho ciudadano en el plazo más bre-


ve posible.
El derecho a la buena administración del artículo 41 de la Carta incluye la
obligación para los funcionarios de motivar sus decisiones. Este derecho-deber
a la motivación de las decisiones, uno de los más importantes como señalamos
con anterioridad, está regulado en el artículo 18. En este precepto se señala que
toda decisión de las instituciones de la UE que pueda afectar desfavorablemen-
te a los derechos e intereses de los ciudadanos deberá indicar los motivos en
que esté basada, exponiendo claramente los hechos pertinentes y el fundamento
jurídico de la decisión. En este sentido, el funcionario, según dispone el párrafo
segundo del artículo, evitará adoptar decisiones basadas en motivos breves o
genéricos que no contengan un razonamiento concreto. Es decir, la motivación
de ser clara, concreta y con expresa referencia al supuesto individual al que se
refiere. Cuando las decisiones afecten a un número elevado de ciudadanos, se-
gún el parágrafo tercero del artículo 18, y no sea, por tanto, posible comunicar
detalladamente los motivos de la decisión, se procederá a partir de respuestas
normalizadas aunque el funcionario, en un momento posterior, facilitará al ciu-
dadano que expresamente lo solicite una motivación individual.
El principio de servicio a los ciudadanos incluye, es lógico, que se les faci-
lita la información relativa a los recursos y reclamaciones, con mención de las
Autoridades ante las que se deben presentar así como los plazos para hacerlo,
que están a su disposición frente a las resoluciones administrativas que afecten
desfavorablemente a los derechos e intereses de los ciudadanos, tal y como
dispone el artículo 19 del Código.
Las notificaciones de las decisiones que afecten desfavorablemente a los
derechos e intereses de los ciudadanos deberán ser comunicadas inmediata-
mente a su adopción, absteniéndose el funcionario de comunicar dichas resolu-
ciones a otras fuentes antes que al ciudadano afectado, tal y como prescribe el
artículo 20.
El artículo 21 establece el principio del respeto a la vida privada y a la inte-
gridad de las personas, a la protección de los datos personales con ocasión de
los procedimientos y decisiones administrativas, materia en la que se han de
observar las normas comunitarias dictadas al efecto, evitando el funcionario
especialmente el tratamiento de datos personales con fines no justificados o la
transmisión de tales datos a personas no autorizadas.
El acceso a la información es otra manifestación del principio y del derecho
a la buena administración. Tal materia ocupa el artículo 22 del Código, que
impone a los funcionarios el deber de facilitar a los ciudadanos la información
que soliciten, incluida la información acerca de cómo iniciar un procedimiento
en el ámbito de su competencia. Por supuesto, la información suministrada por
el funcionario debe ser clara y comprensible. Si la información se solicita oral-
mente y es demasiado complicada o demasiado extensa, el funcionario, párrafo

143
la dimensión ética de la función pública

segundo del artículo 22, indicará a la persona afectada que formule la petición
por escrito. En caso de que la materia objeto de la información sea confidencial,
el funcionario, párrafo tercero, deberá indicar al peticionario los motivos por
los que no puede comunicar dicha información. Cuando se soliciten informa-
ciones de las que no sea competente el funcionario que reciba tales peticiones,
deberá indicar al solicitante de las mismas el nombre y teléfono del funcionario
competente y, si fuera el caso, los datos de la institución competente o respon-
sable para tratar dicha información (párrafo cuarto). Finalmente, el funcionario,
dependiendo del tema de la solicitud, dirigirá a la persona solicitante de la in-
formación al servicio de información al público de la institución competente
(párrafo quinto). El principio de servicio y de facilitación aconsejaría en este
supuesto que sea el propio funcionario el que internamente haga llegar la soli-
citud de información a donde corresponda, comunicando dicha circunstancia al
solicitante.
En el mismo sentido, el artículo 23 se refiere al acceso de los ciudadanos a
los documentos y archivos administrativos, señalando que en estos casos, di-
chas solicitudes se tratarán de acuerdo con el Derecho Comunitario.
El derecho de acceso a la información solo será efectivo si los archivos en
los que obran las informaciones están ordenados y bien tratados. Por eso, el
artículo 24 manda a los departamentos de las instituciones a mantener los ade-
cuados archivos de correspondencia de entrada y salida de los documentos que
reciban y de las medidas que se adopten.
Finalmente, cada institución procurará informar a los ciudadanos de sus de-
rechos y, cuando sea posible, lo hará electrónicamente, publicándolo en su pá-
gina web. Además, la propia Comisión Europea, en nombre de todas las insti-
tuciones de la UE publicará y distribuirá el Código entre los ciudadanos en
forma de folleto (artículo 25).
El Defensor del Pueblo Europeo es la institución competente para conocer
las reclamaciones frente a lesiones o incumplimientos establecidos en este Có-
digo dice el artículo 26, por lo que adquiere una gran relevancia en orden a la
garantía del derecho a la buena administración y a la preservación de los prin-
cipios éticos de la función pública en Europa.
El Defensor del Pueblo Europeo, que es la institución de la UE que ha toma-
do la iniciativa en materia de buena administración, que ha patrocinado el Có-
digo Europeo de Buena Conducta Europea, ha promovido en 2012 un docu-
mento muy significativo titulado Principios de la Función Pública de la Unión
Europea. El documento es muy sencillo. Consta de una introducción y de cinco
apartados que coinciden con una breve exposición del sentido y alcance de cada
uno de los cinco principios según la perspectiva del autor del documento: el
Defensor del Pueblo Europeo.
La introducción comienza, sin más preámbulos, con la enumeración de los
cinco principios. A saber: compromiso con la Unión Europea y sus ciudadanos,

144
el marco jurídico en españa y en la unión europea

integridad, objetividad, respeto a los demás y transparencia. Seguramente, es-


tos cinco principios son los criterios éticos más importantes que a juicio del
Defensor del Pueblo deben tener en cuenta en sus actuaciones los funcionarios
de la UE.
El Defensor del Pueblo entiende que estos principios deben regir la función
pública de la Unión Europea. Nada que objetar. Sin embargo, la pregunta que
surge a continuación es la siguiente: ¿por qué estos cinco principios y no otros
como pueden ser el de acceso a la información, el de motivación, el de manejo
responsable de los fondos públicos, el de audiencia a los interesados u otros?
No lo explica el Defensor del Pueblo. Ha elegido estos y son a los que dedica
el Código. Buena cosa hubiera sido que explicara por qué elige estos y no
otros. Es verdad que se trata de cinco grandes principios en los que los demás
pueden hallarse comprendidos pero, insisto, nada habría pasado precisamente
por argumentar por qué se seleccionan estos y no otros. Es cierto, como dice
el Defensor en la introducción, que tanto los ciudadanos como los funcionarios
consideran que estos cinco principios deben guiar normativamente la actua-
ción de los funcionarios de la UE. A juicio del Defensor del Pueblo Europeo
estos principios pueden ayudar a los funcionarios a comprender y aplicar las
normas de forma adecuada, y guiarlos para tomar la decisión correcta cuando
deban pronunciarse.
En la introducción, el Defensor recuerda que no estamos ante principios
novedosos porque en esta materia como en otras tantas nada hay nuevo bajo el
sol. Representan, afirma el Defensor en la introducción, las expectativas de los
ciudadanos y de los funcionarios y están ya previstos, expresa y tácitamente, en
las principales normas en la materia de ámbito comunitario como son el Regla-
mento financiero, el Estatuto de los funcionarios o el Código al que anterior-
mente hemos hecho referencia concreta.
El valor que tiene este documento es de naturaleza pedagógica, pues como
escribe el Defensor en la introducción, «el valor añadido del presente documen-
to es que establece los principios de manera sencilla y concisa tras un período
de reflexión y consulta entre los Defensores del Pueblo a nivel de toda Europa
así como tras un período de consulta pública.
Para el Defensor del Pueblo Europeo, estos principios conforman un com-
pendio de alto nivel de las normas éticas aplicables a los funcionarios de la UE
que parten de esa cultura de servicio a la que se adhiere la Administración Pú-
blica comunitaria. Estos principios precisan, para su aplicación concreta, nor-
mas de desarrollo como las ya dictadas en materia de prevención y regulación
de los conflictos de interés. Los principios, dice el Defensor, no tienen por ob-
jeto sustituir las normas. Más bien, son los faros, las guías a través de los cuales
las normas adquieren pleno sentido y significado. Normas y principios no solo
son compatibles, deben existir armónicamente vinculados.
A juicio del Defensor, la redacción de las normas de desarrollo será más
adecuada si tienen como punto de referencia a los principios. Las normas, como

145
la dimensión ética de la función pública

no son inmanentes, no se interpretan ni aplican por sí solas, adquieren su más


cabal y pleno significado a la luz de los principios, sobre todo en situaciones
concretas, en las que es imprescindible la realización de un juicio de valor. Por
otra parte, es imposible dictar normas de desarrollo para todos los supuestos, ni
normas que abarquen todos los aspectos posibles. Por eso, el Defensor recuerda
los apartados tercero y cuarto del principio 1: «Los funcionarios deben desem-
peñar sus funciones de la mejor manera posible y esforzarse por cumplir, en
todo momento, las normas profesionales más estrictas». «Deben ser conscien-
tes de la función que cumplen en términos de confianza política y dar un buen
ejemplo a los demás».
Es decir, los principios facilitan elevados estándares de diligencia en el tra-
bajo de los funcionarios, mayor conciencia de la responsabilidad y proyección
de su trabajo en términos de confianza institucional y ejemplaridad. Las nor-
mas de desarrollo guiadas por estos principios, además de fomentar la reacción
adecuada de los funcionarios ante situaciones concretas, promueven o buscan
una actitud proactiva, que es lógica consecuencia de la misión de servicio desde
la que deben interpretar todo el trabajo profesional.
El Defensor del Pueblo Europeo, para ilustrar lo que está planteando en la
introducción del documento, afirma, sobre la base del principio 3, que los fun-
cionarios no deben discriminar. Según jurisprudencia consolidada, el principio
de no discriminación tiene dos aspectos: no se deben tratar de forma diferente
cosas comparables y no se deben tratar de la misma manera situaciones diferen-
tes, salvo que, en cualquiera de estos casos, dicho trato esté objetivamente mo-
tivado. Por tanto, la prevención de la discriminación no implica tratar a todo el
mundo igual, independientemente de las circunstancias. Es decir, en palabras
del Defensor, en la introducción: se requiere un juicio de valor para distinguir
las diferencias importantes de las irrelevantes.
El Defensor, al igual que se hace en el Código, explica que el uso del térmi-
no funcionario se hace en los mismos términos, precisando que también se
consideran como funcionarios los denominados consejeros especiales. Los
principios se aplican, dice el Defensor, a todos los funcionarios, no solo a los
que tengan responsabilidades de gestión o dirección, con exclusión, eso sí, de
los comisarios, los miembros del Tribunal de Cuentas y los jueces del Tribunal
de Justicia. Exclusión de la aplicación que no se comprende nada bien porque
este personal es el que debe reflejar en su actuación los más elevados patrones
de ética y profesionalidad. Quizás por eso, el propio Defensor señala en la in-
troducción del documento que estas personas pueden considerar que los princi-
pios son relevantes para ellos, como fuente de inspiración para sus responsabi-
lidades específicas.
Para el Defensor, el reconocimiento de estos principios de la función públi-
ca europea puede ayudar a crear y fijar un diálogo constructivo y permanente
entre los funcionarios, y entre estos y los ciudadanos. Unidos en la diversidad,
que es uno de los principales lemas de la UE significa, subraya el Defensor del

146
el marco jurídico en españa y en la unión europea

Pueblo Europeo, que dicho diálogo es esencial como forma de consolidar y


profundizar en el entendimiento mutuo de los valores éticos de la función pú-
blica entre los funcionarios y los ciudadanos con diferentes acervos culturales.
A continuación, el Defensor explica cada uno de los cinco principios. El
primer principio es el compromiso con la Unión Europea y con los ciudadanos.
El objetivo de la UE es, dice el Defensor, servir los intereses de la Unión y de
sus ciudadanos en el cumplimiento de los objetivos de los Tratados, objetivos
que, por tanto, deben estar siempre presentes en la actuación de los funciona-
rios. Por eso, los funcionarios deben formular sus recomendaciones y tomar
decisiones, dice el Defensor, solo para servir estos intereses. De esta manera,
sigue diciendo el documento, los funcionarios deben desempeñar sus funciones
de la mejor manera posible y esforzarse por cumplir, en todo momento, las
normas profesionales más estrictas. Es decir, deben trabajar con elevados cáno-
nes de excelencia profesional procurando no perder de vista quiénes son y para
quién laboran. Así se entiende mejor el último párrafo dedicado al primer prin-
cipio: deben ser conscientes de la función que cumplen en términos de confian-
za pública y dar un buen ejemplo a los demás.
El segundo principio, de marcado acento ético: integridad. El Defensor en-
tiende por integridad un comportamiento decoroso e impecable, adoptando en
todo momento un comportamiento que resistiría el escrutinio público más mi-
nucioso. Por si quedaran dudas, el propio Defensor matiza que para ser ínte-
gros no es suficiente con la actuación legal porque se trata de exigir un com-
portamiento ético elevado. En concreto, los funcionarios, sigue diciendo el
Defensor, no deben asumir obligaciones financieras o de otra naturaleza que
puedan influir en el buen desempeño de sus funciones, incluida la aceptación
de regalos, para lo que deben declarar inmediatamente cualquier interés priva-
do en relación a sus funciones. Para garantizar la integridad, los funcionarios
deben tomar medidas para evitar los llamados conflictos de interés y la apa-
riencia de dichos conflictos. En estos casos, el Defensor afirma que deben ac-
tuar a la mayor brevedad posible, obligación que se mantiene después de aban-
donar el cargo.
El tercer principio es el de la objetividad, que obliga a los funcionarios a ser
imparciales, estar libres de prejuicios, guiarse por las pruebas y estar dispuestos
a escuchar diversos puntos de vista, estando dispuestos a reconocer y corregir
los errores que puedan cometer. En los procedimientos de naturaleza competi-
tiva en los que deban participar, deben basar sus recomendaciones y decisiones
únicamente en los méritos y en los factores que expresamente prevea la ley. En
este sentido, el Defensor subraya que los funcionarios no deben discriminar ni
permitir que su simpatía o antipatía por una persona en concreto influya en su
conducta profesional.
El penúltimo principio es el del respeto hacia los demás. Este principio se
concreta, según el Defensor, en que las actuaciones de los funcionarios deben
realizarse respetándose mutuamente y respetando a los ciudadanos. El respeto

147
la dimensión ética de la función pública

a los demás les exige ser educados, atentos, diligentes y serviciales, debiendo
hacer todo lo posible por comprender lo que dicen otras personas así como ex-
presarse de manera clara y sencilla.
Finalmente, la transparencia, que es el quinto y último principio, en cuya
virtud los funcionarios, señala el Defensor del Pueblo Europeo, deben estar
dispuestos a explicar sus actividades y a motivar sus decisiones. En este senti-
do, deben mantener registros adecuados y acoger de forma positiva el hecho
de que su conducta, incluido el cumplimiento de los principios de la función
pública, esté sometida a examen público a través de las evaluaciones corres-
pondientes.
El Estatuto de los funcionarios y el régimen aplicable a los otros agentes de
la UE, aprobado en la década de los sesenta del siglo pasado, establece en el
título II los derechos y obligaciones de este personal. En concreto, por lo que
se refiere a los deberes y obligaciones, el artículo 11 señala que el funcionario
deberá desempeñar sus funciones y regir su conducta teniendo como única
guía el interés de la Unión, sin solicitar ni aceptar instrucciones de ningún
gobierno, autoridad, organización o persona ajena a su institución. Es decir, el
interés general de Europa, como dispone el primero de los principios sentados
por el Defensor del Pueblo Europeo, es la principal referencia que han de tener
presente en su trabajo los funcionarios. De ahí que, como sigue diciendo el
artículo 11, el funcionario no podrá aceptar de un gobierno ni de ninguna fuen-
te ajena a la institución a la que pertenece, sin autorización de la autoridad
facultada para proceder a los nombramientos, ninguna distinción honorífica,
condecoración merced, donativo o remuneración, sea cual fuere su naturaleza,
salvo por razón de servicios prestados antes de su nombramiento o durante el
transcurso de la excedencia especial por servicio militar o nacional y solo por
causa de tales servicios. Como se puede advertir, la preservación de la inde-
pendencia e imparcialidad en el trabajo de los funcionarios está presente en la
UE desde el principio.
El artículo 12 limita el derecho a la libertad de expresión del funcionario
imponiéndole, es lógico, la obligación de abstenerse de todo acto y, en particu-
lar, de toda expresión pública de opinión que pudiera atentar a la dignidad de su
función. Lo cual no obsta, ni mucho menos, a que el funcionario deba comuni-
car a sus superiores jerárquicos cualquier consideración que estime pertinente
para la mejor defensa de los intereses de la UE, aunque sus apreciaciones pue-
dan ser, muchas veces lo serán, críticas en relación con determinadas políticas
públicas de la UE.
El deber de independencia se refuerza en el párrafo segundo de este pre-
cepto al disponer que el funcionario no podrá conservar ni adquirir, directa o
indirectamente, intereses de naturaleza e importancia tales que puedan com-
prometer su independencia en el desempeño de sus funciones, en empresas
sujetas al control de la institución a la que pertenece o que estén relacionadas
con ella.

148
el marco jurídico en españa y en la unión europea

El párrafo tercero del artículo 12, también en materia del principio de inde-
pendencia, contempla la posibilidad de la dedicación parcial a otras activida-
des, para las que deberá pedir autorización, que no se concederá si la actividad
o mandato a realizar por el funcionario fueran de tal naturaleza que pudieran
atentar contra la independencia del funcionario o causar perjuicio a la actividad
de la UE.
El artículo 13, también sobre la base de preservar la independencia e impar-
cialidad del funcionario, dispone que si el cónyuge del funcionario ejerce pro-
fesionalmente una función lucrativa, este deberá declararlo a la autoridad facul-
tada para proceder a los nombramientos de su institución, quien, tras el análisis
pertinente y en todo caso tras el dictamen de la comisión paritaria, decidirá si el
funcionario es mantenido en sus funciones, trasladado a otro destino o separado
de oficio.
En el mismo sentido, el artículo 14 obliga al funcionario que deba pronun-
ciarse en relación con un asunto sobre el que tenga interés personal susceptible
de menoscabar su independencia, ponerlo en conocimiento de la autoridad fa-
cultada para proceder a los nombramientos. Esta comunicación a la autoridad
es una buena solución para objetivar la decisión que corresponda pues, como
reza el dicho popular, nadie es buen juez en causa propia.
Al término de sus tareas en la UE, los funcionarios están obligados a respe-
tar los deberes de probidad y corrección en cuanto a la aceptación de determi-
nadas funciones o beneficios. El artículo 16 establece que cada institución, pre-
vio informe de la comisión paritaria, determinará los puestos de trabajo cuyos
titulares no podrán prestar servicios profesionales durante un período de tres
años posteriores al cese.
El artículo 19 se refiere al deber de secreto profesional, también llamado
discreción, en cuya virtud el funcionario de la UE tiene la obligación del sigilo
en todo lo que se refiere a los hechos e informaciones de los que hubiera tenido
conocimiento en el despeño o con ocasión del ejercicio de sus funciones. En
especial, no podrá divulgar o comunicar por ningún medio, documentos e infor-
maciones que no hubieran sido hechos públicas a personas que no estuvieren
cualificadas para tener conocimiento de los mismos. Esta obligación se mantie-
ne tras el cese. En el caso de un proceso judicial, el funcionario tampoco podrá
revelar asuntos de los que haya tenido conocimiento por razón de sus funciones
salvo con autorización de la autoridad facultad para hacer los nombramientos.
El artículo 20 regula el deber de residencia: el funcionario está obligado a
residir en la localidad de su destino o una distancia de la misma que no entor-
pezca el ejercicio de sus funciones.
El artículo 21 se refiere al deber de asistir y aconsejar a los superiores jerár-
quicos y al deber de responder de la ejecución de los trabajos que se les enco-
mienden. El principio de responsabilidad se concreta de forma bien interesante
y coherente. El funcionario encargado de dirigir un servicio será responsable

149
la dimensión ética de la función pública

ante sus superiores del ejercicio de la autoridad que le haya sido conferida y del
cumplimiento de las órdenes que imparta de manera que la responsabilidad de
sus subordinados no les exonera de la suya. Además, cuando apreciara que re-
cibe una orden o instrucción irregular, deberá hacerlo constar al autor de la
misma, por escrito si es necesario. Si el superior la confirma debe cumplirla
salvo que sea contra la ley penal. Esta disposición es más que discutible puesto
que, para estos casos, en las unidades debe tener conocimiento de estas circuns-
tancias algún tipo de autoridad independiente que pueda impedir la consolida-
ción de actos ilegales.
El artículo 22 prevé la responsabilidad personal del funcionario cuando el
perjuicio sufrido por la UE sea consecuencia de faltas personales graves come-
tidas en el ejercicio de sus funciones. Estas decisiones, que han de motivarse,
serán adoptadas por la autoridad competente para los nombramientos previo
cumplimiento de las formalidades previstas en materia disciplinaria.

150
CAPÍTULO IV
LA DIMENSIÓN ÉTICA EN LA CONDUCCIÓN
DE INSTITUCIONES PÚBLICAS

El gobierno, la rectoría de los asuntos públicos en el Estado social y demo-


crático de Derecho, está vinculado obviamente a la mejora de las condiciones
de vida del pueblo, a la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos, de
los habitantes. Así debe ser porque las decisiones de gobierno deben enmarcar-
se en la esencia de la democracia, que es, no podemos olvidarlo, el gobierno del
pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Por eso, los gobernantes deben tener
muy claro en sus actuaciones, que se deben al pueblo y que al pueblo deben
explicar el sentido y la motivación de las medidas que adoptan. En efecto, el
verdadero titular, el dominus, el dueño y el señor del poder público, de los tres
poderes del Estado, es el pueblo. El soberano es el pueblo. El pueblo delega o
encarga a sus representantes que ejerzan el poder en su nombre dándole cuentas
permanentemente de cómo se administra, de cómo se gestiona. El gobierno,
todos y cada uno de sus componentes, deben asumir, y practicar, una perma-
nente rendición de cuentas desarrollando una acción pública transparente, efi-
caz y al servicio objetivo de los ciudadanos. Desde este punto de vista, vamos
a referirnos brevemente a algunas de las características de un gobierno que
pretenda resolver éticamente los problemas colectivos de los ciudadanos.

En primer lugar, ya lo hemos indicado, el gobierno debe comprometerse


como su principal tarea en la mejora de las condiciones de vida de los ciudada-
nos, especialmente de los más desfavorecidos, de los que menos posibilidades
tienen de desarrollar libre y solidariamente su personalidad en la sociedad. La
mejora de las condiciones de vida se refiere a aspectos materiales e inmateria-
les. Desde el punto de vista material, cada vez está más asumido que los gobier-
nos democráticos enmarcados en el Estado social y democrático de Derecho
han de garantizar un mínimo de ayuda social que permita a las personas de­
sarrollarse como tales. Antes de tomar una decisión, el gobernante debe meditar
acerca de si con esa medida se mejoran las condiciones de vida de los destina-
tarios de esa política pública porque de lo contrario habrá de rectificar y orien-
tarse en función de la mejora permanente y constante de las condiciones de vida
de las personas. En este tiempo de crisis, esta perspectiva, de notable dimensión

151
la dimensión ética de la función pública

ética, grava todavía más sobre la conciencia de los gobernantes, que deben im-
primir a las políticas públicas un marchamo de sensibilidad social que hoy,
afortunadamente, no es patrimonio o sello de una determinada ideología, sino
característica común de cualquier política pública que pretenda ser profunda-
mente humana.
En segundo término, la inserción del gobierno en el marco del Estado social
y democrático de Derecho manifiesta la profunda y explícita vinculación que
debe existir en el seno de un gobierno, y de cada uno de sus componentes, acer-
ca de la realización del interés general. A este tema nos hemos referido in ex-
tenso en el epígrafe segundo de este curso, al que nos remitimos in toto. De
todas formas, conviene recordar, porque es un tema capital, que el interés gene-
ral al que debe atender un gobierno democrático, es un interés general que
siempre debe estar encarnado en la realidad y que siempre debe presentársenos
en forma razonada, motivada, justificada. Tantas veces, en tantas latitudes, la
apelación al interés general en forma abstracta esconde las más abyectas lesio-
nes a los derechos fundamentales de la persona. Por eso, en el marco del Estado
social y democrático de Derecho debemos subrayar que existe un elemento in-
disponible en el interés general, que lo hace recognoscible y que le permite su
cabal desarrollo y proyección: la promoción de los derechos fundamentales de
la persona, que no es otra cosa que la consideración central de la dignidad del
ser humano en todas y cada una de las políticas públicas.
En tercer lugar, como corolario necesario de lo señalado en el párrafo ante-
rior, podemos afirmar que otra característica de un gobierno ético es precisa-
mente la promoción y el fortalecimiento de los derechos fundamentales de la
persona. Este es un aspecto central porque el fin de todas y cada una de las
políticas públicas debe ser el pleno, libre y solidario desarrollo de las personas
en la sociedad. De ahí que el gobernante en la acción pública deba preguntarse
permanentemente, además del grado de mejora que sus políticas producen so-
bre las condiciones de vida de los ciudadanos, la intensidad con la que esas
decisiones inciden positivamente en el ejercicio de los derechos fundamentales
de los destinatarios de esas políticas públicas.
En cuarto lugar, el gobernante, que normalmente dirige equipos, que coor-
dina la acción pública de órganos colegiados, debe ser consciente de que dirige
personas, seres humanos libres con derechos. No dirige robots, ni cosas de usar
y tirar que cuando no sirven a los propósitos personales del líder deben ser
cambiadas por otras más permeables normalmente a la adulación. Ser capaz de
generar un clima laboral de cordialidad en el que todos los miembros de un
equipo se consideren importantes es fundamental para una acción de gobierno
ética. En este sentido, el dirigente público debe motivar permanentemente a sus
colaboradores, debe escucharles con atención, pedirles sus puntos de vista so-
bre las cuestiones que deba resolver. Además, debe facilitarles la conciliación
laboral y familiar, los días preceptivos de descanso. No puede ser, de ninguna
forma, que el mero hecho de ocupar una posición de relevancia pública supon-

152
la dimensión ética en la conducción de instituciones públicas

ga descuidar la vida de familia o renunciar al descanso. Todo lo contrario, al


pueblo soberano le interesa que sus dirigentes estén en las mejores condiciones
físicas y espirituales para realizar mejor su trabajo, que en buena parte se cir-
cunscribe, como llevamos comentado, a la mejora de las condiciones de vida de
los ciudadanos promoviendo efectivamente los derechos fundamentales de las
personas.
En quinto lugar, el gobierno ético es un gobierno que trabaja sobre la reali-
dad. Un gobierno ético huye de las ideologías cerradas en la conformación de
sus proyectos o en la confección de sus principales medidas. Un gobierno ético
es un gobierno que está en la realidad, que no renuncia a conocer los problemas
reales de la calle, que se remanga y que baja a la realidad las veces que sea ne-
cesario. En este tiempo es frecuente que los gobiernos, a veces por miedo a la
realidad, se recluyan en una verborrea retórica fundada sobre modelos teóricos
inexistentes. Este es un problema ético de envergadura: el respeto a la realidad,
porque no pocas veces algunos gobiernos intentan falsear la realidad desde la
cúpula, desde la manipulación de la opinión pública para acomodar la realidad
a sus pretensiones de dominio y de conservación y mantenimiento permanente
del poder.
En sexto lugar, el gobernante debe plantearse la toma de decisiones desde el
pensamiento abierto, plural, dinámico y complementario. Los prejuicios atena-
zan la toma de decisiones en no pocas ocasiones. Los prejuicios, los clichés, los
aprioris impiden ver la realidad tal y como es porque vienen acompañados de
una previa y artificial conformación de políticas. Por eso, el gobernante debe
estar en condiciones intelectuales de liberarse de los prejuicios, que tantas ve-
ces impiden tomar decisiones racionales, justas y profundamente humanas.
Debe saber, y practicar, que ante las disyuntivas y dilemas que ha de resolver
hay diversas posibilidades. No hay soluciones únicas, siempre hay diferentes
maneras de enfocar las políticas públicas. El gobernante ha de guiarse para tales
supuestos desde las ideas que ha seleccionado mayoritariamente la población
en las elecciones pero teniendo en cuenta que el servicio objetivo al interés
general a que se debe le obliga a pensar en todos y cada uno de los ciudadanos,
no solo, ni exclusivamente, en los que le apoyaron mayoritariamente en las
elecciones. Debe, además, fomentar el pluralismo, la libre y permanente expo-
sición de ideas en el espacio público sin discriminaciones ni cortapisas. Las
soluciones a los problemas no son estáticas, cambian, como cambia la realidad.
El gobernante debe ser consciente de que una política que un día es la fetén,
puede no serlo meses o años después. Las políticas públicas no son inamovi-
bles. Cambian y el gobernante debe ser permeable a estos cambios, eso sí sin
ceder en los principios. Los principios se aplican sobre la realidad. Se aplican
de acuerdo con las circunstancia de tiempo y espacio. Es verdad. Pero eso no
significa, ni mucho menos, que se muden o transformen en función de la reali-
dad. Más bien, en la realidad se hacen perfectibles y recognoscibles. Si así no
fuera, si el gobernante cambiara de principios estaría traicionando la confianza
de los ciudadanos, que esperan que sea coherente con sus promesas o compro-

153
la dimensión ética de la función pública

misos. Es verdad que los principios se aplican con prudente flexibilidad a la


realidad. Pero ello no implica que esa prudente flexibilidad suponga la desnatu-
ralización de los principios. Finalmente, el gobernante debe practicar el pensa-
miento compatible, el pensamiento complementario. Una manera de afrontar
los problemas sociales sin ceder a los esquemas ideológicos cerrados. El mer-
cado y el Estado, por ejemplo, no son contradictorios, no son enemigos irrecon-
ciliables, no se encuentran en una permanente relación de confrontación o en-
frentamiento. Son dos conceptos complementarios porque se necesitan. A veces
las decisiones supondrán un mayor grado de intervención pública y en otras
ocasiones la intervención será mínima.
En séptimo lugar, el gobernante cuenta con el poder como medio para la
mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos y para la promoción de
la libre y solidaria realización de cada persona. El poder en democracia se debe
ejercer de forma moderada, mensurada, proporcionada a los fines de interés
general. El poder no es un atributo personal, se le entrega al gobernante previas
habilitaciones legales y debe ejercerlo a través de procedimientos administrati-
vos previamente establecidos. Es un medio, no es un fin. El gobernante, a través
del poder, puede hacer mucho bien a la comunidad. O puede retenerlo y apro-
piarse de lo que es de titularidad popular. Algo muy frecuente en este tiempo en
que vivimos y que es reflejo perfecto de la grave crisis, también política, en la
que estamos sumidos. Los gobernantes y los altos funcionarios ejercen poderes
discrecionales, poderes que les otorgan un determinado margen de apreciación
para elegir, de entre las diferentes soluciones adecuadas a derecho, la que mejor
responda al interés general concreto. Por eso, en estos casos en que se ejercen
poderes discrecionales, lo obligación de motivación, es elemental. Es más,
cuanta más intensa y extensa es la discrecionalidad, más intensa y extensa de-
berá ser la motivación de la decisión adoptada.
En octavo término, el gobernante o dirigente público debe manejar los fon-
dos y bienes públicos que se ponen a disposición para la mejor gestión pública
de la forma más equitativa, eficiente y económica posible. Son fondos y bienes de
todos los ciudadanos, no de su propiedad, y como tal ha de conducirse. Antes
de tomar decisiones que impliquen gasto público, el gobernante debe reflexio-
nar sobre la necesidad de ese gasto y sobre el importe a gastar. Para eso dispone
de colaboradores que le pueden ayudar, así como los servicios de intervención
financiera que también pueden facilitar la toma de decisiones más racional y
legal desde la perspectiva del gasto. Ahora, el proyecto de ley de transparencia
y buen gobierno establece los gobernantes que incurran en déficit serán sancio-
nados. Ya era hora de que la irresponsabilidad económica en el manejo de fon-
dos públicos vaya más allá de la responsabilidad política. La austeridad exigi-
ble en el manejo de fondos públicos nada tiene que ver con la miseria pues la
gestión pública debe ser digna en todas sus dimensiones. El gasto público debe
ser equitativo buscando la forma más justa de gastar de manera que dichos gas-
tos no se concentren en determinadas personas o grupos sino que estén siempre
abiertos al conjunto social. El gasto público debe ser transparente, debe estar

154
la dimensión ética en la conducción de instituciones públicas

abierto a la publicidad por lo que las páginas web de los organismos públicos
son un buen lugar en el quehacer de conocimiento general la ejecución del pre-
supuesto.
En noveno término, un gobierno ético es un gobierno que responde de sus
decisiones. Un gobierno que repara integralmente los daños causados a los
ciudadanos en sus bienes o derechos. Un gobierno ético es aquel en el que los
malos gestores o administradores, quienes actúan con negligencia, asuman su
responsabilidad. El régimen de responsabilidad administrativa actual, objeti-
vo, universal y directo, no facilita desde luego la responsabilidad personal de
los funcionarios. Si se producen daños en la acción de gobierno, el Estado
indemniza siempre y solo cuando se comprueba que ha habido dolo, negli-
gencia o culpa grave en el funcionario se repite contra él. Algo que raramente
ocurre pues la tendencia general es que los funcionarios se esconden bajo el
amplio manto de este régimen jurídico, huyendo de cualquier responsabilidad
personal.
Finalmente, un gobierno ético es aquel que promueve la evaluación del ren-
dimiento, la evaluación en la implementación de las políticas públicas. Primero
porque la eficacia y la eficiencia en la acción de gobierno se pueden, y se deben,
medir como sistema de control del ejercicio del poder en los diversos estamen-
tos y estructuras del gobierno. Y, segundo, porque la ciudadanía tiene derecho
a conocer cómo se gastan los fondos públicos, cómo se motivan las decisiones,
cómo se contrata al personal, con qué publicidad se adjudican los contratos, los
sueldos de los dirigentes, las dietas por asistencia a órganos colegiados y, sobre
todo, si se cumplieron o no los objetivos predeterminados por las estructuras
públicas.

155
CAPÍTULO V
EL MARCO DE LOS DILEMAS ÉTICOS
EN LA FUNCIÓN PÚBLICA

El marco, el contexto en el que debe plantearse la toma de decisiones en el


ámbito público está compuesto de diversas dimensiones, de diferentes aspec-
tos. Económicos, políticos, sociológicos y, por supuesto, éticos. En la medida
en que las decisiones públicas afectan a los derechos de los ciudadanos, en la
medida en que las decisiones públicas se conectan a cuestiones como la publi-
cidad, la transparencia, la valoración de los méritos y las capacidades para el
acceso a la función pública, en la medida en que se manejan fondos públicos o
en la medida en que las decisiones, orales o escritas, afectan a las personas, allí
podemos encontrarnos ante una cuestión que exige reflexiones éticas.
Por tanto, el componente ético de las decisiones públicas es un integrante
esencial del proceso de la adopción de medidas en el ámbito público. Hasta tal
punto que bien puede decirse que, en efecto, las decisiones públicas en sí mis-
mas son decisiones éticas pues afectan, o deben afectar, al núcleo básico de lo
que en cada caso concreto debe entenderse por servicio objetivo al interés ge-
neral. En materia de personas, en materia de bienes y fondos públicos, en ma-
teria sancionadora, en materia de contratos, sobre todo en los casos en que entra
en juego la discrecionalidad, nos hallamos ante dilemas que deben resolverse
con la apelación, además de a lo normativo, a lo ético.
En este sentido, el marco normativo lo hemos expuesto anteriormente. La
Constitución Española, las normas del Consejo de Ministros sobre principios y
conflictos de intereses, la Ley de transparencia y buen gobierno y el Estatuto
básico de los empleados públicos. En el ámbito de la Unión Europea, como
también con anterioridad expusimos, las normas a tener presentes son la Carta
Europea de los Derechos Fundamentales, el Código de buena conducta del De-
fensor del Pueblo Europeo, el Estatuto de los funcionarios europeos y los prin-
cipios de la función pública europea, también elaborados por el Defensor del
Pueblo Europeo.
Junto al marco normativo, nos encontramos con el marco de valores que
impregnan estas normas. Valores que se proyectan en principios de ética públi-

157
la dimensión ética de la función pública

ca y que están perfectamente configurados en las normas europeas y en las


normas españolas. Entre ellos, los más importantes son los de integridad, moti-
vación de las decisiones, servicio a los ciudadanos, dedicación al servicio pú-
blico, orientación al interés general, objetividad, racionalidad…
La identificación de un problema ético no es difícil cuando el marco norma-
tivo y el valorativo están suficientemente claros y no son una mera referencia
externa a los directivos públicos. Ordinariamente, la presencia de potestades
discrecionales para la toma de decisiones significa la existencia de un espacio
de determinación en el que se van a realizar valoraciones o apreciaciones que
deben operar en el marco de la objetividad y que, por ello, incorporan evidentes
connotaciones éticas. Es el caso de la selección del personal, donde hay que
valorar méritos y capacidades y, por ejemplo, es el caso de la contratación pú-
blica, en el que hay que motivar las decisiones en cuya virtud se seleccionen las
mejores ofertas técnicas más acordes con el interés general en el caso concreto.
Es decir, cuando el directivo deba tomar decisiones en las que deba realizar
procesos volitivos en relación con el interés general, la cuestión ética adquiere
peso propio. Indudablemente, hay situaciones especiales en las que la dimen-
sión ética es evidente: ¿hay que desalojar un edificio ante la amenaza de una
bomba?, ¿debe recibirse a un determinado colectivo que pretende hacer llegar
a la dirección determinada opinión sobre un concreto problema? En este senti-
do, las cuestiones en las que debe ponderarse la oportunidad de convocar una
reunión a una determinada persona para conocer de primera mano un determi-
nado asunto, la implementación e integración de las valoraciones de sistemas
de evaluación del rendimiento, la realización de un determinado viaje, etc.,
tienen también carácter ético pues están en juego los derechos de las personas
o el manejo de fondos públicos. Por ejemplo, la política de subvenciones de un
departamento, el encargo de informes o estudios, la convocatoria de expertos
para asesorar sobre un tema.
Las cuestiones de personal tienen un trasfondo ético notable. Desde el trato
que se dispensa a colaboradores y subordinados, hasta la concesión de permisos
o licencias pasando por la naturaleza de las tareas que se encargan, encontra-
mos evidentes contornos éticos.
Puede decirse que allí donde es menester motivar una decisión porque de
no hacerlo ingresaríamos al reino de la subjetividad, que es el de la arbitrarie-
dad, allí tenemos una cuestión que reclama la aplicación al caso de un princi-
pio ético.
Una vez identificado un dilema ético y sentado el marco normativo, el valo-
rativo y el personal, la aplicación prudencial de los principios de la Ética públi-
ca permitirá resolver la cuestión. No existen pócimas mágicas, no existen solu-
ciones preconcebidas, no existen prontuarios que permitan resolver todos y
cada uno de los problemas éticos que se les presenten a los directivos de forma
automática o mecánica. Es menester conocer muy bien la realidad en todas sus

158
el marco de los dilemas éticos en la función pública

dimensiones, bajar a la arena y, desde allí, reflexionar acerca de cómo los prin-
cipios éticos ayudan a tomar la decisión adecuada.
La relación entre los principios y las circunstancias, entre la teoría y la prác-
tica, o entre la acción y la contemplación, constituyen conocidos pasajes de una
de las polémicas más interesantes que se presentan en materia de dirección,
administración o gobierno. También esta discusión la encontramos, por ejem-
plo, en la enseñanza, sobre todo en la universitaria, tras la famosa declaración
de Bolonia.
El doctrinarismo, la supremacía de la teoría sobre la práctica, igual que el
pragmatismo, la dictadura de la praxis sobre la teoría, o de las circunstancias
sobre los principios, están hoy más de moda de lo que podría pensarse. Proba-
blemente, porque con frecuencia asistimos a descalificaciones, más o menos
interesadas, de los principios frente a las circunstancias, que son convertidas en
la piedra de toque, por ejemplo, de la acción pública. En la enseñanza se censu-
ra, de una u otra manera, la exposición de principios por considerar que una
educación demasiado teórica no prepara personas capacitadas para triunfar en
el mercado de trabajo. Es decir, observamos, como en tantas cosas, posiciones
extremas. O teoría o práctica. O doctrinarismo o pragmatismo. Y, en realidad,
si trabajásemos desde los postulados del pensamiento abierto, plural, dinámico
o complementario, las cosas se plantearían de manera más inteligente y, sobre
todo, más propicia para resolver problemas. Veamos.
La acción política se basa en principios. En principios que deben proyectar-
se sobre la realidad. Y en su aplicación sobre la realidad los principios se mo-
dulan, se adaptan, pero siempre manteniendo su identidad propia. Si los princi-
pios se abandonaran, hasta hacerse irreconocibles, por sus dificultades para
implementarse sobre la realidad, estaríamos en presencia de una actuación in-
coherente. Los principios, desde el pensamiento complementario, son flexibles
porque son susceptibles de proyectarse sobre diferentes situaciones.
El dominio de las circunstancias sobre los principios tiene un nombre: prag-
matismo. En estos casos, lo que pasa es que las circunstancias adquieren forma,
y naturaleza, de principios, incluso hasta alcanzar la condición de dogma. Si
estos principios no le gustan, no hay problema, tengo otros. Esta conocida frase
de una famosa película de humor es tan actual como lamentable. Pareciera que
lo importante fuera mantenerse en el poder como sea, encaramarse a la poltrona
a como dé lugar. Y si para ello hay que renunciar a las convicciones, no hay
problema, porque el gran y único principio que rige la conducta de estos diri-
gentes es el de la supervivencia política y profesional.
La fuerza de los principios, de la propia razón, estriba en que tales princi-
pios, por difíciles que sean las situaciones a las que deben aplicarse, siempre se
pueden mantener. Al menos siempre es posible que la esencia del principio esté
presente. Por eso, el directivo público debe ubicarse en la realidad y desde ella
aplicar los principios de forma razonable y flexible de manera que la solución

159
la dimensión ética de la función pública

adoptada siempre pueda ser comprendida por sus destinatarios como una deci-
sión en la que brilla con luz propia la dignidad del ser humano.
Los directivos, por tanto, si quieren resolver los problemas éticos desde la
Ética, desde los principios, han de ser ejemplares en la interiorización de estos
criterios. Por ejemplo, deben ser personas transparentes, acostumbrados a justi-
ficar sus decisiones, a generar un ambiente laboral en el que resplandezca la
dignidad del ser humano, a escuchar a sus colaboradores y, sobre todo, a mane-
jarse en su vida profesional desde el compromiso con una forma de dirigir hu-
mana y solidaria.
La formación en Ética pública, como toda formación, no termina nunca. Los
directivos, especialmente, porque como decía Hume la ejemplaridad es escuela
de humanidad, deben estar permanentemente adiestrados en la materia y contri-
buir a que sus colaboradores, junto a la mejor preparación posible, asistan tam-
bién a actividades formativas en Ética pública. Con el fin, como decía Aristó-
teles, de que la Ética se practique, porque no podemos olvidar que es una
ciencia social práctica que nos enseña fundamentalmente a acertar éticamente
en la resolución de problemas. La formación en esta materia, el bagaje de cono-
cimientos que podamos adquirir está orientado, más que a disponer un amplio
y profundo acervo de conocimientos, a realizar cotidianamente todos y cada
uno de los principios que componen la denominada Ética pública.

160
CAPÍTULO VI
LA CULTURA ÉTICA

La responsabilidad ética no la transmiten por sí mismas ni las instituciones


ni las normas. Es verdad que una organización con una amplia trayectoria de
honorabilidad y buen hacer administrativo facilita que quienes allí laboran es-
tén más sensibilizados con la práctica de los valores del servicio público. En el
mismo sentido, la aprobación de buenas normas en materia de ética pública
ayuda, qué duda cabe.
Las organizaciones serán éticas si las personas que en ellas trabajan cuentan
con elevados patrones de conducta. Sobre todo, si se trata de una organización
volcada hacia el servicio objetivo al interés general. Allí donde cala la mentali-
dad de servicio, donde se trabaja para los ciudadano y donde se actúa con racio-
nalidad motivando todas las decisiones, la temperatura ética crecerá indudable-
mente.
Las personas, especialmente los directivos, que son quienes deben asumir
un compromiso de ejemplaridad en los valores del servicio público, son la ma-
yor garantía de una organización ética. Desde esta perspectiva, la publicidad de
los objetivos de la organización y, sobre todo, de sus compromisos éticos, es un
elemento de primer orden para alcanzar una mayor sensibilidad ética.
En el mismo sentido, si estamos de acuerdo que en esta materia es posible
crecer en el tiempo, unos dirigentes preocupados porque el ambiente ético sea
cada vez de mayor calidad, promoverán acciones formativas continuadas que
contribuyan a reforzar la conciencia ética de las personas que trabajan en tal o
cual institución pública. La formación continua en esta materia es crucial. So-
bre todo en un tiempo en el que con frecuencia se difuminan los límites entre lo
ético y lo no ético. En efecto, en muchas ocasiones nos topamos con dirigentes
que piensan, y actúan en consecuencia, que el fin justifica los medios y que
pueden hacer todo los que les venga en gana, sea moral o no, siempre que esté
orientado a alcanzar determinados objetivos o a conquistar el favor de tal o cual
autoridad política. No todo es posible. Hay cosas que se pueden hacer y hay
cosas que no se deben hacer, como falsear las cuentas públicas, amañar contra-

161
la dimensión ética de la función pública

tos fraccionándolos, encargar estudios innecesarios para ganar voluntades, con-


denar al ostracismo a los no alineados…
Una organización que pretenda ser ética, debe evaluar con rigor el cumpli-
miento de sus deberes y obligaciones en la materia. Si se quiere, se puede
medir el grado real de verificación de dichos indicadores. Técnicas las hay.
Evidentemente, primero hay que medir el desempeño real de la organización,
de sus componentes. En España, sin embargo, no tenemos este hábito por la
sencilla razón de que nos cuesta mucho someter las potestades directivas a
sistemas de control como los que incorpora un exigente proceso de evaluación,
también en lo que se refiere al grado de cumplimiento del Código de Ética en
la organización.
En este sentido, promover los valores en la organización significa dotar a la
Ética de prestigio en la organización. Por ejemplo, se pueden crear premios
para distinguir las mejores prácticas.
Una organización que pretenda construir sólidos fundamentos éticos dis-
pondrá, ahora lo comentaremos, de un buen código ético y de un Comité de
Ética. Un Comité de Ética que debe estar compuesto por personas ajenas a la
organización con experiencia y conocimientos contrastados en la materia que,
obviamente, no puede ser nombrada por el titular de la institución.

162
CAPÍTULO VII
EL DISEÑO E IMPLEMENTACIÓN DE CÓDIGOS

De un tiempo a esta parte, sobre cuándo el eclipse de los valores y la crisis


moral han hecho acto de presencia con inusitada fuerza, ha crecido lógica-
mente la preocupación por la Ética en todos los ámbitos, también en el sector
público.
En 1981, la llamada Mesa Redonda de la Asociación Internacional de Es-
cuelas e Institutos de Administración Pública recomendó reforzar la codifica-
ción de los criterios éticos del servicio público. Sobre todo porque en un mundo
complejo como el actual, la gestión de los intereses colectivos, que debe enmar-
carse en el modelo de la sociedad actual, se encuentra no pocas veces precisa-
mente ante problemas éticos. Porque no solo son necesarios la competencia y
los conocimientos, hace falta que esos conocimientos, que siempre son un me-
dio, se utilicen para el bien. De ahí que en su trabajo diario los funcionarios
públicos no están exentos de seguir los dictados de su conciencia moral. Tam-
poco son, los empleados públicos, insensibles elementos de un aparato admi-
nistrativo que metafísicamente no puede hacer mal. Es más, los servidores pú-
blicos están involucrados en el poder público y están obligados a definir
objetivos sociales, a configurar políticas públicas o a seleccionar información.
Es decir, los trabajadores públicos deben ejercitar juicios éticos con mucha
frecuencia y, por ello, parece aconsejable que dispongan de un marco, más bien
general pero que oriente la acción, en el que se establezcan con claridad los
criterios rectores del servicio público24.
La verdad es que no deben existir problemas para establecer normas éticas
de servicio público de validez universal desde el momento en que, por ejemplo,
tanto dentro o fuera del servicio público se tiene una idea más bien clara de lo
que el funcionario debe hacer y de lo que no debe hacer.

24
  En Estados Unidos se han aprobado códigos de Ética en más de 40 Estados desde 1973. En este
sentido, vid. R.G. Terapak, «Administering Ethcis Laws: the Ohio experience», National Civic Re-
view, 1979, pp. 82 y ss. o M.G. Cooper, «Administratif Ethics Laws: the Alabama experience», ibi-
dem, pp. 77 y ss.

163
la dimensión ética de la función pública

La codificación de reglas éticas para el servicio público es una tarea delica-


da pero necesaria25. En un ambiente como el actual, en el que desgraciadamen-
te el dinero y la posesión de bienes tienen un innegable valor, pienso que la
codificación de la Ética pública puede suponer un elemento importante en or-
den a recuperar los verdaderos valores de lo público. Y, en nuestro tiempo,
como ha recordado Stahl, las personas bien formadas y justas probablemente
reconozcan que se espera más de los funcionarios públicos que de los hombres
de negocios26. Ello porque, y no deja de ser igualmente penoso, fuera de la Ad-
ministración Pública se dan «menos» condiciones para actuar con criterios de
objetividad o imparcialidad, de forma que los favoritismos, la compra‑venta
de información privilegiada, sucumbir ante los conflictos de intereses puede ser
algo más usual. Y, en muchos casos, este tipo de conductas que, no pocas veces,
constituyen el camino para el éxito, son presentadas como algo imitable y que
provoca una cultura del éxito y del dinero muy peligrosa. No nos engañemos,
este ambiente ha penetrado también en la Administración Pública y es el que
puede explicar las desagradables noticias, cada vez más frecuentes, en las que
aparecen involucrados algunos altos funcionarios y responsables públicos. Jun-
to a ello, sin embargo, me parece que es de justicia recordar a tantos y tantos
funcionarios que viven con verdadera pasión su dedicación a los intereses pú-
blicos y que aspiran a identificarse con el bien común antes que con algún inte-
rés económico menos recto.
La codificación, por tanto, me parece necesaria y, lejos de constituir una
reacción ante algo negativo, debe siempre presentarse como una manera de
mejorar la calidad de los servicios públicos y como una forma de garantizar
la rectitud ética de los funcionarios públicos27. Quizás el contenido y peculia-
ridades de la codificación debería ajustarse a los distintos colectivos de fun-
cionarios y plantearse con seriedad y con rigor en el marco de las exigencias
del bien común y, también, teniendo en cuenta las exigencias de los ciudada-
nos frente a la Administración. Además, como señalan Kernaghan y Dwive-
di, los Códigos de Ética pública pueden favorecer la responsabilidad adminis-
trativa28.
En la elaboración de los Códigos de Ética pública deben conjugarse elemen-
tos políticos, administrativos y legales. Porque además de asegurar conductas
éticas por parte de los funcionarios, es evidente que estas deben articularse en
perfecta sintonía con la protección de los derechos individuales de los propios
empleados públicos. Así, por ejemplo, como recuerda el profesor Alberta, en
el Código canadiense los funcionarios deben gozar en sus actividades privadas
de los mismos derechos que cualquier otro ciudadano salvo que su limitación

25
  Vid. en general M. Feria, op. cit., pp. 211 y ss. y M. Villoria, op. cit., pp. 176 y ss.
26
 G. Stahl, loc. cit., p. 24.
27
  Vid. K. Kernaghan, «The Ethical conduct of Canadian Public Servants», Optimun, 4, nº 3,
1973, pp. 5 y ss. y T. Cooper-N. Wright, Exemplary public administrators, San Francisco, 1992.
28
 K. Kernaghan y O.P. Dwivedi, loc. cit., p. 6.

164
diseño e implementación de códigos

venga aconsejada por motivos de interés general29. Del mismo modo, el Código
australiano dispone, en relación con estos derechos, que «cuando el comporta-
miento personal no interfiere en el cumplimiento correcto de sus obligaciones
oficiales y, cuando no perjudica a la integridad o prestigio del servicio, no es de
interés ni concierne al organismo en el que el funcionario presta sus servicios»30.
Es decir, los Códigos de Ética pública, aunque limiten la actividad de los fun-
cionarios, en realidad refuerzan su talante de servidores públicos y confirman
la vocación de gestores públicos31. Por eso, la aparente limitación se convierte
en un elemento positivo a través del cual resplandecen los auténticos valores
del servicio público. Valores que, no debemos olvidarlo, deben acompañar al
funcionario o gestor público en su actividad privada porque son valores que
dignifican al propio hombre y lo perfeccionan como persona.
Como es evidente, las normas escritas permiten conocer con objetividad los
criterios de actuación de los funcionarios o gestores públicos. Y, de otra parte,
proporcionan un importante mecanismo para la resolución de conflictos. Ade-
más, como señalan Kernaghan y Dwivedi, la existencia de un conjunto de
normas éticas por escrito impedirán, o al menos harán más difícil, la corrupción
en cualquiera de sus diferentes modalidades32. Por otra parte, en muchos casos
el Código puede servir al funcionario para rechazar formalmente determinadas
propuestas, de manera que los funcionarios saldrán reforzados del aumento de
confianza de los ciudadanos hacia la Administración que producen estas medi-
das. También la codificación permite que los directivos puedan exigir respon-
sabilidades a los empleados públicos por sus actos33.
En fin, pienso que los Códigos tienen más ventajas que inconvenientes. Se
trata de instrumentos que pueden producir una mejora ética en la actividad de
los funcionarios y que, también, podrían permitir recuperar el alto valor que
tiene el trabajo al servicio del sector público34.
En Norteamérica, la mitad de los Estados disponen de textos legales de Éti-
ca. Por su parte, el Gobierno federal se ha preocupado del tema y en 1978 se
aprobó la denominada ley de Ética en la Administración Pública. Esta norma
codificó y completó la legislación anterior y creó en la nueva Oficina de Ges-

29
  Alberta, Administrative Instructions in Support of the code of conduct and ethics, Edmontor:
Personnel Administration, 1978, p. 1.
30
 Cfr. Australia, Guidelines on official conduct of Commonwealth Public servants, Camberra:
Australian Government Publishing Service, 1982, p. 3.
31
  Vid. M. Bustelo Ruesta, «Oncología de la evaluación: el modelo de los códigos éticos anglo-
sajones», GAPP, nº 11-12, 1998, pp. 141 y ss.
32
 K. Kernaghan y O.P. Dwivedi, loc. cit, p. 8.
33
  Vid. J.S. Bowman, «The management of Ethics: codes of conduct in organizations», Public
Personnel Management Jorunal, nº 14, pp. 59 y ss. y M. Lilla, «Ethos, ethics and public service»,
Public Interest, nº 63, pp. 3 y ss.
34
  Sobre la codificación en Inglaterra, vid. J.A. Fuenteaja-J. Guillén, La regeneración de la Ad-
ministración en Gran Bretaña, Madrid, 1996 y A. Stevens, «Ética y códigos de conducta: cuestiones
actuales en la función pública británica», Autonomies, nº 24, 1999, pp. 65 y ss.

165
la dimensión ética de la función pública

tión de Personal una Oficina de Ética de Administración para seguir el cumpli-


miento de esta normativa. Quizás, como señala Stahl, haya faltado una sensi-
bilidad más positiva en el enfoque del tema35.
Por otra parte, en Canadá el Código de Ética es de naturaleza general ya que,
como reconocen los propios autores del Código, «cualquier intento de identifi-
car todos los posibles conflictos no es posible y requeriría una revisión e inter-
pretación constante. Por ello, se ha seguido una aproximación (...) de forma que
los principios generales son claros y las situaciones concretas deben ser anali-
zadas en función de los principios». Además, el Código sugiere que los propios
departamentos y agencias completen los principios o directrices con prescrip-
ciones más específicas relacionadas con sus propias necesidades.
En fin, los Códigos de Ética pueden ser clasificados en generales y concre-
tos. El prototipo de los generalistas, como señala Kernaghan, serían «Los Diez
Mandamientos», mientras que el representante de los Códigos detallados sería
el Código de Justiniano. Así, el modelo de «Los Diez Mandamientos» constitu-
ye una breve declaración comparativa de principios de conducta ética. En este
sentido, las diez cláusulas breves y generales del Código de Ética para el servi-
cio gubernamental de Estados Unidos fue establecido en 1958. Por el contrario,
el Código de Justiniano es un largo documento que proporciona información
comprensiva de los posibles conflictos éticos y, además, castiga las conductas
antiéticas. En esta línea, por ejemplo, el Código del Australian Public Service
Board contiene seis capítulos en el que se concreta ampliamente las conductas
antiéticas y sus consecuencias.
En los países del tercer mundo el comportamiento inmoral de los funciona-
rios y gestores públicos es, por desgracia, un fenómeno frecuente. Quizás, por
la cultura de corrupción que se puede apreciar en todos los niveles sociales. Por
eso, en estos países la instauración de un Código de conducta, como reconocen
Joseph y Nancy Jabbra, es especialmente importante36. Entre las disposiciones
de este Código, estos profesores proponen las siguientes:
1º. Que los funcionarios no están por encima de las leyes de la nación y que
no se permitan actividades privadas que desprestigien al propio funcio-
nario o a la Administración Pública.
2º. Que los funcionarios presten atención completa a su trabajo y que se
caractericen por su justicia e imparcialidad en la gestión de los intereses
colectivos.
3º. Que los funcionarios se esfuercen siempre por demostrar a los ciudada-
nos que se actúa de acuerdo con la justicia y la ecuanimidad.

35
  O.G. Stahl, loc. cit., p. 22.
36
 J. Jabbra y N. Jabbra, «Bureaucratic corruption in the thired wored: causes and remedy», en
The Indian Journal of Public Administration, nº 22, 1976, pp. 673-691.

166
diseño e implementación de códigos

4º. Que los funcionarios no hagan uso del despacho público para su exclu-
sivo beneficio privado o para ayudar indecorosamente a personas o gru-
pos determinados.
5º. Que los funcionarios aseguren que la administración de los recursos pú-
blicos se realiza de manera eficiente y eficaz.
6º. Que los funcionarios se abstengan de cualquier actividad que pueda de­
sembocar en conflictos de interés y se esfuercen por fomentar la con-
fianza de los ciudadanos en los Poderes públicos.
Quizás en un momento como el actual en el que la referencia ética es funda-
mental, una cultura administrativa de servicio pudiera ayudar a orientar orgáni-
camente el comportamiento de los funcionarios37. Ciertamente, los códigos no
arreglan todos los problemas, pero son puntos de referencia importantes y per-
miten que los valores del servicio público se encuentren positivizados y al al-
cance, no solo de los funcionarios, sino también de los ciudadanos.
Desde no hace mucho tiempo, tal y como señalan Fischer y Zinke38, la Ame-
rican Society of Public Administration (ASPA) ha seguido profundizando en el
Código de Ética para la Administración Pública. Se trata de un código que se
refiera especialmente a la importancia de la responsabilidad individual de los
funcionarios y que diseña unos principios a los que los funcionarios puedan
orientar su comportamiento en la actividad administrativa. En el fondo, esta
necesaria codificación, en opinión del profesor Kass39, parte de la teoría de la
agencia. Es decir, el funcionario debe preocuparse de beneficiar a la propia or-
ganización administrativa antes que a sí mismo siempre en un marco de normas
generales de justicia universal y de acuerdo con que, en esta teoría, el «jefe»,
por decirlo así, representa a los ciudadanos y se entiende que los funcionarios
tienen claro que su actividad se fundamenta sobre todo en que hacen un trabajo
precisamente en servicio de la colectividad.
Las codificaciones, según se ha comentado, solo pueden ser útiles en mi
opinión, si incluyen principios generales que puedan guiar u orientar la conduc-
ta de los funcionarios, sobre todo en situaciones difíciles. Es claro que no serán
necesarios los Códigos si la institucionalización de la Ética en la Administra-
ción fuese una consecuencia automática de la elevada dosis de responsabilidad
y afán de servicio de todos los funcionarios40. Sin embargo, no se puede negar
la existencia, porque somos humanos, de fragilidad en la conciencia y en la
conducta humana que lleva a transgredir normas éticas, por muy elementales

37
  Cfr. C.M. Mathews, Strategic intervention in organizations: resolving ethical dilemmas, Ber-
verly Hill, 1988.
38
 F. Fischer-R.C. Zinke, «Public Administration and the Code of ethics: adminisrtrative reform
or professional ideology?», International Journal of Public Administration, vol. 12, nº 6, pp. 841-854.
39
 H.D. Kass, «Exploring agency as a basis for ethical theory in American public Administration»,
International Journal of Public Administration, vol. 12, nº 6, pp. 949-969.
40
 G.B. Brumback, loc. cit., p. 354.

167
la dimensión ética de la función pública

que parezcan. Y, en una época como la actual, en la que se producen no pocas


faltas éticas, que pueden ser incluso legales, es conveniente una guía clara y
firme que nos recuerde a todos los funcionarios los valores del servicio públi-
cos aplicados a la realidad presente.
Ciertamente, es muy difícil encontrar el Código de Ética pública ideal. Los
principios que incluyen deben luego ser objeto, dice Kernaghan, de explica-
ciones en programas de formación41. Realmente, como nos advierte Finn, la
creciente codificación de la Ética en la Administración Pública facilitará el re-
conocimiento del fin propio de la Administración Pública: el servicio a los
ciudadanos42.
Años atrás elaboré, con fines pedagógicos y docentes, para trabajar con los
grupos en las clases de Ética pública, un proyecto de Código, Carta lo denomi-
né, acerca de las principales obligaciones y deberes que conforman el estatuto
ético de las personas al servicio de las Administraciones Públicas, que ahora
reproduzco con esta finalidad docente y académica y con el ánimo de que pue-
da servir de base para trabajar futuros códigos en la materia.

PROPUESTA DE CARTA DEONTOLÓGICA DE LA FUNCIÓN PÚBLICA

Preámbulo

La Administración Pública, dice la Constitución en su artículo 103 «sirve


con objetividad a los intereses generales (...) y actúa con sometimiento pleno a
la Ley y al Derecho». Además, de acuerdo también con lo señalado en la Nor-
ma Fundamental, el principio de eficacia vincula la actuación del aparato admi-
nistrativo –artículo 103 CE– y, desde la reciente Ley de Régimen Jurídico de
las Administraciones Públicas y del procedimiento administrativo común, el
principio de eficiencia también debe presidir la vida administrativa –artículo 12
LRJAPPAC–.
Eficacia, eficiencia y legalidad son, por tanto, criterios generales que deben
enmarcar la entera actuación de los poderes públicos en un mundo en continua
y acelerada evolución en el que es necesario, una y otra vez, aprehender lo
esencial de las instituciones y categorías para que, en definitiva, puedan cum-
plir convenientemente su papel en el contexto de nuestro tiempo.
Ciertamente, el Estado Social y Democrático de Derecho ha traído consigo
una nueva funcionalidad de la Administración Pública en la medida en que esta,
para determinar y ejecutar el muy noble cambio de los intereses públicos, debe
abrirse permanentemente a la sociedad y tener muy en cuenta las necesidades

41
 K. Kernaghan, «Managing ethics: complementary approaches», Canadian Public Administra-
tion, vol. 39, nº 1, pp. 132-145.
42 
P.D. Finn, «Integrity in Government», Public Law Review, nº 3, 1991, p. 243.

168
diseño e implementación de códigos

reales de los ciudadanos. Es decir, los intereses generales ya no son patrimonio


del aparato público sino que deben definirse en constante diálogo con los agen-
tes sociales.
Los ciudadanos, no debemos olvidarlo, esperan mucho de su Administra-
ción Pública porque, es fuerza recordarlo, el sistema democrático ha querido
que la organización administrativa esté al servicio de la ciudadanía y que la
sensibilidad hacia las necesidades sociales sea una nota dominante que debe
caracterizar la actividad y la mentalidad de todos los servidores públicos.
Por otra parte, también conviene recordar que los derechos fundamentales
vinculan directamente, por mandato constitucional, a las Administraciones Pú-
blicas. Es más, también la Administración debe colaborar en esa capital tarea
de que todos los ciudadanos puedan realizarse como personas y así poder ejer-
cer todos los derechos que le corresponden precisamente en función de la dig-
nidad que le es propia.
Desde siempre, la esencia de la función pública ha estado conectada a las
ideas y valores de servicio, honestidad, responsabilidad, objetividad y rigor.
Con frecuencia, es un dato bien patente; a lo largo de la historia, ha sido nece-
sario codificar o recopilar esta serie de valores que identifican la actividad ad-
ministrativa precisamente para que se pueda reconocer mejor la función pública
y también para que los ciudadanos sepan bien claro lo que deben esperar de la
actividad de la Administración Pública y de los miembros de esta.
La Administración Pública del Estado Social y Democrático de Derecho,
abierta al diálogo con los ciudadanos para la definición de lo público e inspira-
da en los valores democráticos de claridad y transparencia, se fundamenta,
como reconoce la Carta Deontológica del Servicio Público de Portugal, en gran
parte, en las personas que integran la maquinaria administrativa. Ciertamente,
los llamados funcionarios, servidores o empleados públicos, son la columna
vertebral de la Administración y de ellos depende en gran parte que las nuevas
respuestas que hoy se esperan de la organización pública se inspiren en los va-
lores éticos del servicio público. Valores que vinculan efectivamente el com-
portamiento de los servidores públicos y que son el presupuesto de los derechos
de los ciudadanos en relación con el aparato público.
En estos tiempos, la racionalidad y especialización técnica propia del mode-
lo weberiano deben ser completadas con los valores del servicio público porque
la finalidad de la actividad administrativa debe operarse, como siempre, en un
contexto de altura ética.
Por tanto, la Carta Deontológica de la Función Pública no es más que una
síntesis de los comportamientos que los ciudadanos esperan de todos los ser-
vidores públicos. Se trata de una guía ética que expresa los deberes éticos de
quienes trabajan en el sector público. Se explicitan, pues, los valores éticos
del servicio público que deben vincular el comportamiento de los servidores
públicos.

169
la dimensión ética de la función pública

I.  ÁMBITO DE APLICACIÓN


  1. El ámbito de aplicación de la Carta Deontológica de la Función Pública
se circunscribe a todas las personas que prestan sus servicios en la Ad-
ministración Pública.

II.  PRINCIPIOS GENERALES


 2. Los servidores públicos tendrán como referencias de su actuación y
comportamiento la legalidad, el servicio a la sociedad, la neutralidad, la
profesionalidad y la integridad.
  3. Los principios que informan la prestación del servicio público son la
verdad, el servicio, la objetividad, la efectividad, la iniciativa, la res-
ponsabilidad y la honestidad.
  4. Las actitudes que deben manifestar los servidores de la Administración
Pública han de poner de manifiesto la responsabilidad, la sinceridad, la
calidad en el trabajo bien hecho, la diligencia, la transparencia, la infor-
mación, la dedicación, la consulta, la cortesía, la amabilidad, la correc-
ción y la constante y continua preocupación por hacer efectivos los de-
rechos de los ciudadanos a los que sirven.
  5. Los valores éticos del servicio público deben hacerse efectivos a través
de la búsqueda, siempre y en todo caso, del interés general y en un con-
texto de creciente sensibilidad frente a las necesidades colectivas con
especial referencia a los más necesitados.

III.  ÁMBITO DISPOSITIVO


  6. Los servidores públicos han de esforzarse por materializar en su trabajo
diario la idea de servicio a la colectividad consciente de que a través de
su quehacer prestan un servicio relevante y socialmente debido a los
ciudadanos. El interés general debe prevalecer sobre los intereses parti-
culares o de grupo en el marco del respeto a los derechos e intereses
legítimos de los ciudadanos.
  7. Los servidores públicos deben actuar en un marco de rigurosa objetivi-
dad e imparcialidad teniendo siempre presente que todos los ciudada-
nos son iguales ante la ley y que deben ser neutrales.
  8. Los servidores públicos deben hacer gala de una conducta responsable
que prestigie a la función pública.
  9. Los servidores públicos deben adoptar una actitud profesional propia de
quien se empeña en realizar un trabajo bien hecho.
10. Los servidores públicos no pueden aceptar por su función más que la
retribución legalmente aprobada, sin que sea posible aceptar regalos,

170
diseño e implementación de códigos

dádivas u obsequios impropios de quien debe actuar con una conducta


objetiva e imparcial.
11. Los servidores públicos deben realizar su trabajo en un marco de dedi-
cación que les lleve a proponer iniciativas o sugerencias que, continua-
mente, permitan mejorar la calidad y rigor del trabajo administrativo.
12. Los servidores públicos deben dedicar tiempo a su formación perma-
nente y actualización profesional para así realizar mejor el quehacer
público.
13. Los servidores públicos, como cualesquiera profesionales, están obliga-
dos al silencio de oficio y, además, no pueden usar la información de
que dispongan por razón de su puesto de trabajo, para provecho perso-
nal o de terceras personas.
14. Los servidores públicos deben utilizar con criterios de austeridad y mo-
deración los bienes que se les faciliten para el servicio público, bienes
que deben utilizarse única y exclusivamente de acuerdo con los intere-
ses públicos sin que sea posible el provecho personal o de terceros en
dicho uso.
15. Los servidores públicos deben actuar también en función de los princi-
pios de solidaridad y cooperación, tanto en sus relaciones con los ciuda-
danos, como en sus relaciones interadministrativas.
16. En su relación con otros órganos o titulares de funciones administrati-
vas, los servidores públicos se caracterizan por la dedicación, lealtad y
facilidad para la información.
17. El servidor público es responsable de su actividad y de ello dará cuenta
interna y externamente.
La creación de un ambiente ético en la organización depende del grado de
ejemplaridad de los directivos y dirigentes de la misma. Ya se puede disponer
del mejor código, del mejor comité o de las mejores normas, que si quienes
están al frente no asumen compromisos en este tema los esfuerzos resultarán
baldíos. Por tanto, compromiso y fortalecimiento de los valores del servicio
público por parte de los directivos. Es una condición imprescindible. Si no se
da, todo lo más habrá una apariencia o una construcción formal, y artificial, que
será muy nociva pues estará dando carta de naturaleza a una cierta esquizofre-
nia institucional y en la cabeza rectora del organismo.
Si los directivos asumen, obviamente con luces y sombras porque son seres
humanos, este compromiso, las cosas serán más sencillas. La formación conti-
nua ayudará a una mejor preparación en la materia. Estará cada vez más claro
que los procedimientos y que las instituciones públicas que manejan son de
propiedad popular. La idea de que los directivos son los que mandan y, por
tanto, desde el pensamiento antiguo, son los dueños y señores de las potestades,
de los bienes y del presupuesto, será perseguida y denostada como corresponde.

171
la dimensión ética de la función pública

Si los directivos asumen los compromisos éticos, los códigos serán realida-
des vivas que permitirán a los ciudadanos conocer el grado de cumplimiento de
los deberes del personal al servicio de las Administraciones Públicas y, lo que
es más importante, exigirles su cumplimiento.
Si los directivos asumen los valores del servicio público, los espacios de
discrecionalidad se manejarán siempre al servicio objetivo del interés general,
cundirá un buen ambiente en la organización, se promoverá el derecho al acce-
so de la información, se seleccionará al personal con arreglo a principios de
mérito y capacidad, y se podrán instituir premios a las mejores prácticas en
Ética pública.

172
CAPÍTULO VIII
ALGUNAS EXPERIENCIAS

En los tiempos en que vivimos, de profundas convulsiones, de transforma-


ciones sociales, de una honda crisis general que tiene sus raíces en la ausencia
de los más elementales valores de la Ética, los gobiernos nacionales, subestata-
les, locales, e incluso las instituciones supranacionales de diferente índole,
afrontan códigos y regulaciones de Ética pública con el fin de poner coto a esta
acelerada escalada de la corrupción.
Solo con consultar en alguno de los buscadores más universales el término
Ética pública, aparecen a diario cientos y cientos de referencias que ponen de
manifiesto realmente los intentos y proyectos de códigos y estrategias en la
materia.
Tiempo atrás elaboré un documento titulado «Una estrategia integral en mate-
ria de Ética Pública» que por su interés reproduzco en este momento con el fin de
llamar la atención de la transversalidad de la Ética pública en el empeño de la re-
forma y modernización de la Administración Pública. La sintetizo en estos puntos:
1. Casi todos los programas de reforma y modernización administrativa
suelen incorporar planes integrales de formación dirigidos a facilitar a la
organización el conocimiento y ejercicio práctico de los valores y crite-
rios sobre los que bascula, orientada a subrayar los valores del servicio
objetivo al interés general y el corolario de parámetros que de ellos se
deducen: integridad, imparcialidad, neutralidad…
2. Un plan integral de formación en Ética pública es para todos los directi-
vos y empleados públicos. En especial, en el caso de los directivos, se
recomienda la preparación de un curso monográfico especialmente dise-
ñado, porque la ejemplaridad es la mejor escuela hasta ahora conocida;
aunque es obvio que las especiales características de esta colectividad
demandan atención particularizada.
3. Respecto de los empleados públicos, el plan integral de formación en
Ética pública exigiría la preparación de un módulo común y de módulos
específicos para cada grupo de trabajadores.

173
la dimensión ética de la función pública

4. Desde otro punto de vista es menester tener en cuenta que, si se pretende


que los valores de la Ética pública que se establecen en los Códigos de
conducta que se pudieran aprobar calen en la función pública y en la so-
ciedad, es necesario también diseñar, en colaboración con la sociedad
civil, todo un conjunto de seminarios orientados a que los ciudadanos
sean más conscientes de la cantidad y calidad de los derechos que les
asisten en relación con la Administración Pública.
5. En esta materia es especialmente relevante acertar en la selección de los
perfiles docentes imprescindibles para impartir con éxito los conoci-
mientos. Nuestra experiencia nos dice que en muchos casos resulta muy
positivo contar con exempleados públicos, profesores universitarios con
experiencia en la materia, profesores de escuelas de Administración Pú-
blica. Acertar en la selección del profesorado implica, en buena medida,
acertar en el objetivo que se persigue. Por eso, las acciones de formación
de formadores son, también en esta materia, esenciales.
6. Un plan integral como el que aquí se esboza ha de tener en cuenta que la
acción educativa en valores cívicos, democráticos, ha de partir de la ela-
boración de materiales didácticos, casos prácticos, lecturas y demás ins-
trumentos docentes orientados a la consecución de los objetivos que se
buscan. La metodología docente de vanguardia es asimismo esencial en
este sentido.
7. Entre otros, estos serían los puntos que configurarían el documento que
contuviera el plan estratégico de formación en Ética pública que venimos
mencionando, que lógicamente precisarían de su correspondiente con-
creción ulterior en acciones específicas, en el horizonte temporal que en
el mismo se determinase.
Por su interés voy a reproducir la Carta Deontológica del Servicio Público
aprobada en 1993, uno de los textos más importantes del Derecho Comparado
sobre la materia.

CARTA DEONTOLÓGICA DEL SERVICIO PÚBLICO PORTUGUÉS


DE 18 DE FEBRERO DE 1993

1.  La nueva Administración Pública abierta al diálogo con los ciudadanos,


inspirada en valores democráticos de claridad y transparencia y empeñada en
prestar a los usuarios un servicio de calidad, se basa, en gran parte, en los fun-
cionarios públicos.
La acentuación de la importancia de la actividad de los funcionarios públi-
cos, por ello, no puede olvidar que la tecnicidad y el racionalismo no llegan
para dar respuesta a las exigencias con que los funcionarios se ven enfrentados;
es también necesario que esas cualidades sean permanentemente inspiradas por

174
algunas experiencias

los valores éticos del servicio público, una vez que no basta «hacer»; importan
también «quién» hace y el «modo» en que se hace.
En esta perspectiva, la Carta Deontológica del Servicio Público constituye
la síntesis de los comportamientos y pretende ser un modelo para la acción de
lo cotidiano, sin olvidar las limitaciones humanas de los funcionarios y su
deseo constante de perfeccionamiento y autodisciplina. Se trata de una guía
que, por ser moral, se coloca en los niveles más elevados de exigencia de las
conciencias individuales, esto es, al nivel de autoevaluación; por eso los debe-
res éticos sobrepasan los meros deberes jurídicos, dejando a estos las inciden-
cias disciplinares y reservando para los primeros la censura de la conciencia
colectiva.
La adopción de la Carta Deontológica es, así, la afirmación de la dignidad
de los funcionarios públicos que en democracia se encuentran al servicio del
Estado y el reconocimiento de que los elevados patrones éticos y de gran neu-
tralidad inherentes a su conducta profesional corresponden al reconocimiento
del eminente valor social del servicio público.
2.  La Carta Deontológica del Servicio Público concierne a todos los que
trabajan para la Administración Pública central, regional y local, sean dirigen-
tes o depositarios de otras categorías: los primeros, además, como responsables
de la gestión de los servicios públicos deben crear condiciones propicias para
su observancia.
Los valores fundamentales del servicio público se concretan en deberes en
los tres ámbitos que entran en relación con la actividad profesional de los fun-
cionarios: en primer lugar, deberes para con los ciudadanos, entendidos en sen-
tido muy amplio que comprenda todas las entidades, individuales y colectivas,
que se dirigen a la Administración; deberes para con la Administración, com-
prendiendo en el mismo conjunto los deberes para con el servicio público y los
deberes para con los colegas y superiores jerárquicos; finalmente, los deberes
para con los órganos de soberanía, los órganos de gobierno propio de las Regio-
nes Autónomas y los titulares de los órganos con autonomía, titulares del poder
político, con quien los funcionarios públicos deben colaborar estrechamente,
sin olvidar, por ello, la posición privilegiada que en esta materia no puede dejar
de ser asumida por el Gobierno, dada su cualidad constitucional de órgano su-
perior de la Administración Pública.
Así, la Carta Deontológica del Servicio Público integra las siguientes reglas
y principios:

I. ÁMBITO

 1. Ámbito de la carta Deontológica del Servicio Público. La Carta Deon-


tológica afecta a los funcionarios de la Administración Pública. Se en-
tiende por funcionarios, a efectos de la presente Carta, todas las perso-

175
la dimensión ética de la función pública

nas que trabajan para la Administración Pública con subordinación


jerárquica, incluidos los dirigentes de cualquier nivel, bien sea con títu-
lo permanente o con carácter transitorio.
 2. Subsidiariedad. La observancia de la presenta Carta Deontológica no
impide la aplicación simultánea de las reglas de conducta propia que
respeten la actividad de grupos profesionales específicos.

II.  VALORES FUNDAMENTALES


 3. Servicio público. Los funcionarios deben ejercer sus funciones exclusi-
vamente al servicio del interés público y actuar con elevado espíritu de
misión, con la conciencia de que, con su actividad, prestan un servicio
relevante y socialmente debido a los demás ciudadanos. El interés públi-
co debe prevalecer sobre los intereses particulares o de grupo, en el res-
peto por los derechos de los ciudadanos y de sus intereses legítimos.
 4. Legalidad. Los funcionarios deben actuar en conformidad con la ley y
las órdenes e instrucciones legítimas de sus superiores jerárquicos da-
das en cumplimiento de servicio y proceder, en el ejercicio de sus fun-
ciones, de forma que se alcancen los fines señalados en la legislación
en vigor.
 5. Neutralidad. Los funcionarios deben, en todas las situaciones, regirse
por la rigurosa objetividad e imparcialidad, teniendo siempre presente
que todos los ciudadanos son iguales ante la ley. Los funcionarios de-
ben ser imparciales en sus juicios y opiniones e independientes de inte-
reses políticos, económicos o religiosos en sus decisiones.
 6. Responsabilidad. Los funcionarios deben adoptar una conducta respon-
sable que los prestigie tanto a sí mismos como al servicio público, em-
plear la reserva y discreción y evitar cualquier acción susceptible de
comprometer o dificultar la acción administrativa y la reputación y efi-
cacia de la Administración Pública.
 7. Competencia. Los funcionarios deben adoptar, en todas las circunstan-
cias, un comportamiento competente, correcto y de elevada profesiona-
lidad. La calidad de los servicios que prestan a la comunidad y la efi-
ciencia en el desempeño de sus funciones deben ser los atributos
principales de la acción de los funcionarios públicos.
 8. Integridad. Los funcionarios no pueden, por el ejercicio de sus funcio-
nes, aceptar o solicitar cualquier dádiva, presentes u ofertas de cual-
quier naturaleza. En toda su actividad, los funcionarios deben usar de la
máxima lealtad en sus relaciones funcionales, evitar generar el descré-
dito de los servicios públicos y la sospecha sobre sí mismos y sobre la
Administración Pública y esforzarse por ganar y merecer la confianza y
consideración de los ciudadanos por su integridad.

176
algunas experiencias

III.  DEBERES PARA CON LOS CIUDADANOS

 9. Calidad en la prestación del servicio público. Los funcionarios deben


desarrollar su actividad con gran calidad, transparencia y rigor, de modo
que las decisiones de la Administración sean atemperadas, debidamente
ponderadas y fundamentadas.
10. Neutralidad e imparcialidad. Los funcionarios deben tener siempre
presente que todos los ciudadanos son iguales ante la ley y gozan del
mismo derecho a un tratamiento neutral y sin favoritismos ni prejuicios
que conduzcan a discriminaciones de cualquier naturaleza.
11. Competencia y proporcionalidad. Los funcionarios deben actuar de
modo claro y competente, teniendo como finalidad garantizar plenamen-
te que los derechos e intereses legítimos de los ciudadanos sean respeta-
dos, que los deberes que les son impuestos lo son en términos justos y en
la medida adecuada y proporcional a los objetivos a alcanzar.
12. Cortesía e información. Los funcionarios deben emplear la mayor cor-
tesía en sus relaciones con los ciudadanos y establecer con ellos una
relación que, presumiendo su buena fe, contribuya a garantizar con
corrección y serenidad el ejercicio de sus derechos y el cumplimiento
de sus deberes. Al mismo tiempo, los funcionarios deben asegurar a los
ciudadanos el apoyo, la información o el esclarecimiento que les sea
solicitado sobre cualquier asunto.
13. Integridad. Los funcionarios no pueden solicitar o aceptar para sí o para
terceros, directa o indirectamente, cualquier regalo, préstamo, facilida-
des o, en general, cualquier oferta que pueda poner en duda la libertad
de su acción, la independencia de su juicio y la credibilidad de la Admi-
nistración Pública en general y de los servicios en particular.

IV.  DEBERES PARA CON LA ADMINISTRACIÓN

14. Interés público. Los funcionarios autorizados a ejercer funciones en


acumulación no deben, en ningún caso, comprometer la prevalencia del
interés público y la neutralidad e imparcialidad en el ejercicio de sus
funciones sin originar descrédito para el lugar que ocupan o para la
Administración Pública en general.
15. Dedicación. Los funcionarios deben empeñar todos sus conocimientos
y capacidades en el cumplimiento de las acciones que les sean confia-
das y utilizar la lealtad para con los colegas, superiores jerárquicos y
funcionarios de su dependencia. En esa medida, los funcionarios deben
formular propuestas y sugerencias alternativas siempre que lo entien-
dan conveniente, sin perjuicio de la obediencia de las órdenes e instruc-
ciones legítimas de sus superiores, dadas en materia de servicio, en la

177
la dimensión ética de la función pública

perspectiva de que los funcionarios están al servicio de la Administra-


ción Pública.
16. Autoformación, perfeccionamiento y actualización. Los funcionarios se
deben de asegurar el conocimiento de las leyes, reglamentos e instruc-
ciones en vigor y desarrollar un esfuerzo permanente y sistemático para
la actualización de sus conocimientos. Todos los funcionarios con res-
ponsabilidad de gestión y dirección deben, consecuentemente, propor-
cionar al personal de su dependencia el conocimiento, información y
formación necesaria a esos efectos.
17. Reserva y discreción. Los funcionarios deben usar la mayor reserva y
discreción, en orden a evitar la divulgación de hechos e informaciones
de que tengan conocimiento en el ejercicio de funciones y que no estén
destinados a ser del conocimiento público. Los funcionarios no deben,
tampoco, usar esas informaciones en beneficio personal o de terceros.
18. Sobriedad. Los funcionarios deben hacer una utilización cuidadosa de
los bienes que les son encomendados y evitar el despilfarro. Además de
eso, los funcionarios no deben utilizar, directa o indirectamente, ningún
bien público en beneficio personal, ni permitir que persona alguna se
aproveche de esos bienes al margen de su utilización oficial.
19. Ponderación exclusiva del servicio público. Los funcionarios no deben
usar para fines e intereses particulares la posición de sus cargos y de sus
poderes funcionariales.
20. Solidaridad y cooperación. Los funcionarios deben mantener y cultivar
una relación correcta y cordial entre sí, en orden a desarrollar el espíritu
de equipo y un fuerte espíritu de colaboración. En esa perspectiva, los
funcionarios deben esforzarse por promover la solidaridad entre todos y
un saludable espíritu crítico.
Las experiencias existentes parten fundamentalmente de tres áreas: la cons-
titución de comités de Ética en diferentes servicios de interés general, la forma-
ción y la implantación de códigos de conducta. Existe otro ámbito, tanto o más
importante, de más amplio calado, y se refiere al grado e intensidad de compro-
miso con los valores democráticos existente en la sociedad. Cuando la tempe-
ratura de la cultura cívica del pueblo es más alta, mayores cánones de exigencia
ética se exigen a los dirigentes públicos, y viceversa.
Óscar Bautista ha estudiado con rigor y de forma brillante las diferentes
iniciativas internacionales existentes en la materia. Así, destaca el compromiso
ético en el ámbito internacional, las normas jurídicas internacionales de natura-
leza ética, así como las experiencias de puesta en práctica de estrategias a favor
de la Ética.
Como es sabido, el Comité de Administración Pública de la OCDE lleva
tiempo trabajando sobre Ética pública y sus recomendaciones y planteamientos

178
algunas experiencias

se pueden visitar en la página web de la institución. Especial interés tiene la


Recomendación del Consejo de la OCDE sobre el mejoramiento de la conducta
ética en el servicio público o los principios para el manejo de la Ética en el
servicio público.
La OCDE también ha trabajado seriamente en esta materia. La Ética es bá-
sica en cualquier quehacer humano y, especialmente, en el desempeño de las
funciones públicas. Por ello, quisiera destacar que el esfuerzo por afirmar los
mecanismos de promoción de los valores éticos en la Administración no obede-
ce solo a una necesidad de respuesta frente a determinadas conductas negativas.
La inmensa mayoría de los empleados públicos actúan correctamente, de acuer-
do con unos principios y valores asentados en su vocación de servicio a los
demás y frente a los que quienes se aprovechan de sus puestos en beneficio
propio son una minoría nada representativa. Además, como afirma la OCDE en
su informe sobre la Ética del Servicio Público (1996), la imposición de sancio-
nes, aunque a veces necesaria, está concebida para disuadir los comportamien-
tos no deseables, más que para promover comportamientos deseables.
En efecto, hace algún tiempo cayó en mis manos un documento de esos que
es necesario leer y releer. Me refiero a la recomendación del Consejo europeo
sobre la mejora del comportamiento ético en el servicio público de 23 de abril
de 1998. Es un documento reciente, recientísimo que juzgo positivo en la me-
dida en que supone fortalecer la democracia.
En efecto, nadie duda que el comportamiento ético en el servicio público
contribuye, como reconoce el Consejo, a la calidad de la democracia, al progre-
so económico y social, a la mejora de la transparencia y, en general, a la revita-
lización de las instituciones públicas. En este sentido, el propio Consejo reco-
noce que la confianza de la gente en las propias instituciones es un problema
importante desde el punto de vista de la gestión pública y desde el plano de la
política. Además, el propio Consejo reconoce que existen problemas y solucio-
nes comunes en el marco de las normas éticas de la vida pública: que es esencial
la integridad del servicio público y que los países miembros de la OCDE nece-
sitan un punto de referencia para combinar los distintos elementos de un siste-
ma eficaz de gestión de la Ética en función de las situaciones políticas, admi-
nistrativas y culturales propias. Por esto, el Consejo de la OCDE, a propuesta
del Comité de la Gestión Pública, recomienda a los países de la OCDE que
adopten medidas dirigidas a controlar el buen funcionamiento de las institucio-
nes y sistemas destinados a fomentar un comportamiento acorde con la Ética
del servicio público.
Ahora bien, ¿cómo se pueden adoptar estas medidas? De muy diferentes
maneras. Desarrollando y examinando periódicamente las políticas, procedi-
mientos y prácticas que influyen en el comportamiento ético dentro del servicio
público. Apoyando las acciones emprendidas por los poderes públicos para
mantener normas de conducta elevada oponiéndose a la corrupción en el sector
público. Introduciendo la dimensión ética en las estructuras de gestión para

179
la dimensión ética de la función pública

asegurar que las prácticas se corresponden con los principios del sector público.
Combinando, no es fácil, los sistemas de gestión inspirados en los principios
éticos y los sistemas basados en el respeto a las normas. También, si es posible,
evaluando las repercusiones de las reformas de la gestión pública sobre los
comportamientos éticos en el servicio público. Y, finalmente, utilizando como
guía los principios que puedan favorecer la gestión de la Ética en el servicio
público.
Pues bien, el documento de la OCDE incorpora un texto, bien moderno e
interesante, sobre dichos principios para favorecer la gestión de la Ética en el
servicio público. Por su interés, a continuación comentaré el prólogo, los doce
principios y una nota explicativa. Vayamos por partes.
«Una de las cuestiones políticas esenciales para los gobiernos de los países
miembros de la OCDE es conseguir unas normas de conducta en el servicio
público». Es cierto, la Ética es también una cuestión política ya que el poder es
de la gente, está para la gente y se justifica en la medida en que su uso se encar-
dine en el bien de todos. Por eso, cuando la gente percibe que el poder se orien-
ta, no hacia la comunidad o hacia la colectividad, se produce la desconfianza de
los ciudadanos en relación con las instituciones y las personas que encarnan
poderes públicos.
Veamos, a continuación, los principios que establece el documento de la
OCDE que ahora glosamos.
Primero, las normas éticas aplicables al servicio público deben ser claras. Es
obvio, pero no fácil. Por una parte, para que los que ejercen cargos públicos
conozcan el contenido de sus obligaciones y los criterios que deben presidir su
aducción. Y, por otro lado, para que la gente también tenga conciencia clara de
lo que debe esperar de quienes ostentan cargos públicos. Por eso, es de la mayor
importancia, como recuerda el documento comentado, «un enunciado conciso y
que sea objeto de una amplia publicidad de los valores y principios fundamenta-
les que guían el servicio público, en forma de código de conducta puede crear
una concepción común en el seno de la Administración Pública y más amplia-
mente en la sociedad». Es cierto, la publicidad del Código, general quizás, es un
síntoma de madurez democrática, de transparencia, y transmite un deseo positi-
vo de disposición de los cargos públicos hacia la sociedad.
Segundo, las normas éticas deben estar inscritas en el marco jurídico. Es
este, como es bien sabido, un aspecto bien polémico y complicado. Ahora bien,
¿y si las normas o criterios éticos no se encuentran ubicados en el Ordenamien-
to jurídico?, ¿tiene sentido?, ¿es razonable establecer principios de conducta
para el servicio público sin eficacia jurídica? En este punto, me parece que la
OCDE acierta de pleno al señalar que «el marco jurídico constituye el punto de
partida para la transmisión de las normas y principios mínimos de conducta
obligatorios a todos los que ocupan un cargo público». Es más, «las leyes y
reglamentaciones deberían enunciar los valores fundamentales del servicio pú-

180
algunas experiencias

blico. y constituir un marco para definir orientaciones, realizar encuestas e ini-


ciar sanciones disciplinarias y acciones punitivas».
Tercero, los que ocupan un cargo público deben poder recibir formación en
materia de Ética. Sí, y también el resto de las personas que se encuentran en dife-
rentes puestos de la maquinaria administrativa. Ahora, sin embargo, nos referi-
mos a las funciones de dirección. En estos casos, es muy conveniente que se se-
pan aplicar correctamente los principios éticos al caso concreto. Para eso, «la
formación facilita la sensibilidad frente a los problemas éticos y puede mejorar
la capacidad de análisis ético y el razonamiento moral». Por eso, como señala la
OCDE, «deberían establecerse mecanismos de asesoramiento y de consulta inter-
nos con el fin de ayudar a los que ocupan un cargo público a aplicar las normas
éticas fundamentales en el marco profesional». En este contexto, los llamados
valores esenciales del servicio público: objetividad, integridad, imparcialidad,
neutralidad, servicio... constituyen el corazón de la reflexión ética de la vida pú-
blica, que debe tener siempre presente, pero que muy presente, que la Adminis-
tración Pública es de la gente, que las instituciones públicas son de la gente y que
deben estar para el ejercicio de los derechos fundamentales de los ciudadanos.
Cuarto, es muy importante que los que ocupan un cargo público conozcan
sus derechos y obligaciones cuando se encuentren con actuaciones reprobables.
Para eso, hace falta mejorar el sistema de la responsabilidad en el ámbito públi-
co y para eso, debe existir un clima general que permita conocer, sin especiales
problemas de autoprotección, conductas menos edificantes. Es este un aspecto
importante que solo podrá cumplirse si el ambiente ético en el ejercicio de los
cargos públicos tiene altura y puntos de referencia claros.
Quinto, el compromiso de los responsables políticos a favor de la Ética del
servicio público debe ser real, coherente y efectivo. Es más, como señala la
OCDE en el documento, «los responsables públicos tienen el deber de mante-
ner un nivel elevado de rectitud en el ejercicio de sus funciones oficiales».
Ahora bien, ¿cómo se demuestra este compromiso? De muchas formas: con el
ejemplo y con medidas de naturaleza política como puede ser «el estableci-
miento de dispositivos legislativos e institucionales que refuercen los compor-
tamientos y sancionen los actos reprobables, o facilitando medios y recursos
suficientes para las actividades relativas a la Ética en el conjunto de la Admi-
nistración así como evitando, lo cual no es fácil, la instrumentación de las re-
glas y leyes en esta materia con fines políticos exclusivamente».
Sexto, el proceso de la adopción de decisiones públicas debe ser siempre
transparente y sometido a controles. Es obvio y no merecería mayores comenta-
rios sino fuera porque nunca es insuficiente insistir en la necesidad que todas las
decisiones que adopten los cargos públicos puedan ser objeto de publicidad, sea
o no legalmente exigible. Pero no solo es importante la transparencia, también es
igualmente importante garantizar que las decisiones se tomen escuchando a todos
los sectores con intereses sociales en juego. Por otra parte, cómo recuerda el do-
cumento de la OCDE, «la gente tiene derecho a saber como utilizan las institucio-

181
la dimensión ética de la función pública

nes públicas los poderes y recursos que se les confían» de forma que «el control
ejercido por el público debería facilitarse con procedimientos transparentes y de-
mocráticos, mediante el control parlamentario y el acceso a la información ofi-
cial». Pero, además, la transparencia se refuerza a través de medidas como siste-
mas de divulgación de información y reconocimiento de la función que
desempeñan los medios de comunicación activos e independientes (OCDE).
Séptimo, deben existir directrices claras en materia de relaciones entre el
sector público y el sector privado. En este campo, es fundamental preservar los
valores esenciales del servicio público allí donde convergen el sector público y
el privado, como puede ser la contratación o el acceso a la función pública, de
forma que la publicidad, la concurrencia, el mérito y la capacidad, sean siempre
características básicas de la actuación de quienes ocupan cargos públicos en
estas materias.
Octavo, los gestores públicos deben promover un comportamiento ético.
Como señala el documento de la OCDE, «un marco orgánico que fomente nor-
mas de conducta elevadas ofreciendo incitaciones adecuadas para un compor-
tamiento conforme con la Ética, así como condiciones de trabajo y una evalua-
ción eficaz de los resultados. Tendrá una incidencia directa en la práctica diaria
de los valores y las normas éticas del servicio público». Ahora bien, quizás lo
decisivo es la ejemplaridad de los cargos públicos que deben garantizar «una
dirección coherente, comportándose como modelos ejemplares en el plano de
la Ética y de la conducta en sus relaciones con los demás».
Noveno, las políticas, los procedimientos y las prácticas de gestión deben
favorecer un comportamiento de acuerdo con la Ética. Es importante también
que el marco general relativo a las políticas y prácticas de gestión, dice el docu-
mento de la OCDE, «permita demostrar la adhesión de un organismo a las
normas éticas». Es necesario que las Administraciones Públicas se doten de
estructuras que respeten las reglas de juego. Pero no es suficiente, pues como
recuerda el documento de la OCDE, los sistemas basados únicamente en el
respeto a las reglas pueden fomentar que algunos cargos públicos operen en el
límite de la conducta reprensible o reprobable argumentando que si no violan la
ley o las reglas actúan éticamente. Por eso, los poderes públicos «no deberían
definir solamente las normas mínimas, más allá de las cuales las acciones de un
cargo público no serán toleradas, sino enunciar de forma clara un conjunto de
valores del servicio público, a los que se debe aspirar».
Décimo, las condiciones de empleo propias de la función pública y de la
gestión del personal deben fomentar comportamientos de acuerdo con la ética.
En este sentido, el mérito y la capacidad deben ser los criterios básicos en esta
materia, tanto en el acceso, como en la promoción profesional, facilitando así el
principio de integridad en el servicio público.
Undécimo, deben establecerse en el servicio público mecanismos que per-
mitan la rendición de cuentas. En un sistema democrático, es lógico que los

182
algunas experiencias

cargos públicos rindan cuentas de sus acciones ante sus superiores jerárquicos
y, también, ante la gente. La rendición de cuentas debe extenderse, no solo a
aspectos contables, sino a la obtención de resultados y al seguimiento de los
principios éticos con el servicio público.
Duodécimo, deben existir procedimientos y sanciones adecuados en caso de
comportamientos culpables. El documento de la OCDE señala que uno de los
elementos indispensables de una infraestructura de la Ética, lo constituyen los
mecanismos que permitan detectar actos corruptos, así como realizar, de forma
independiente, una encuesta sobre el tema. Es lógico que esto sea así, porque si
no se sancionan las conductas antiéticas, cundiría un cierto ambiente negativo
en la función pública.
Por todo ello, es encomiable el deseo de la OCDE de instar a los países
miembros a que profundicen en la llamada infraestructura de la Ética, que trata
de armonizar las actividades de orientación, gestión y control. La orientación,
dice el documento comentado, la ofrece el compromiso fuerte de los dirigentes
políticos, mediante el enunciado de los valores bien en forma de Códigos de
conducta, bien como actividades dirigidas a la integración profesional en
la educación y la formación. La gestión, señala la OCDE, puede realizarse de la
coordinación asegurada por un órgano especial o un organismo central de ges-
tión ya existente, a través de las condiciones de empleo en la función pública y
a través de las políticas y prácticas en materia de gestión. Y, finalmente, el
control queda asegurado gracias a un marco jurídico que haga posible encuestas
y acciones judiciales independientes, gracias a mecanismos que permiten rendir
cuentas y a mecanismos de control eficaces, y gracias a la transparencia y a la
vigilancia de la gente.
La Administración y las instituciones públicas son de la gente. Es deseable
que aumente la capacidad crítica de la gente para exigir más a los políticos y
dirigentes públicos que, de una forma más clara, deben encarnar en su conduc-
ta esos valores de servicio público de integridad, neutralidad, objetividad, im-
parcialidad, servicio, etc., que tan importantes son para que lo público pueda
cumplir su función de facilitar a todos los ciudadanos el ejercicio de todos sus
derechos fundamentales.
Sin embargo, lo cierto es que las circunstancias en las que se desarrolla el
trabajo en la Administración Pública han ido evolucionando y, de esta forma,
nos encontramos hoy ante tensiones y dilemas frente a los que la Ética de ser
una forma de dar respuestas, de motivar a quienes se enfrentan a aquellas y de
orientar toda nuestra actividad hacia el fin último del servicio a los ciudadanos
del que hablábamos al inicio.
Así, conocemos que hoy existe una tensión permanente sobre los servidores
públicos, que hace que estos asuman las funciones y responsabilidades que la
sociedad demanda, contando con unos recursos cada vez más limitados. Para-
lelamente, los instrumentos con que cuenta la gestión pública se han ido adap-

183
la dimensión ética de la función pública

tando también a estas circunstancias, de forma que, en estos momentos, son


más flexibles.
Como rasgos principales de esta adaptación podemos identificar la predomi-
nancia de valores como la eficacia y la eficiencia sobre el rigor normativo y
procedimental; el aumento de los poderes de apreciación y del uso de la discre-
cionalidad en la toma de decisiones administrativas o la descentralización pau-
latina de los poderes decisorios. También estamos siendo testigos de la apari-
ción de nuevos instrumentos de gestión con formas privadas de organización y
de control –llámense agencias, entes, empresas, etc.– o de la existencia de cada
vez mayores interconexiones entre el sector público y los intereses privados,
propia de la diversidad y la complejidad de los intereses que debe defender la
Administración –por ejemplo hoy hay organizaciones públicas que tienen fines
como «crear mercado» para determinados productos–.
Finalmente, conocemos también, como un rasgo característico de esta adap-
tación de la que hablamos, el desfase que se ha producido entre los sistemas
tradicionales de control de la actividad pública –los regímenes disciplinarios,
por ejemplo– y las funciones y actividades que los fines sociales nos exigen.
Estas circunstancias, por sí solas, no crean problemas de conductas no éti-
cas, pero sí sitúan a los empleados públicos frente a poderosos conflictos de
intereses. Es justo, por tanto, que dotemos a los empleados públicos de los
instrumentos necesarios para, en este contexto de trabajo y frente a esos con-
flictos de los que hablamos, puedan responder adecuadamente con el apoyo
pleno de la organización en la que están integrados y de la sociedad, consciente
de que la actividad pública se dirige –con transparencia y sentido de la respon-
sabilidad– al cumplimiento de los fines que la Constitución y las leyes nos tiene
encomendados.
Pero para dotarnos de estos instrumentos de «gestión ética», debemos, en
primer lugar, partir de la identificación de unos valores del servicio público.
Estos no pueden ser otros que los derivados directamente de la Constitución,
bien como principios informadores de la Administración Pública (eficacia, efi-
ciencia, servicio a los intereses generales, sometimiento a la Ley y al Derecho)
o en forma de defensa y promoción de los Derechos Fundamentales de los
ciudadanos (personales, vinculados con la libertad individual, políticos, socia-
les, etc.).
Podemos, también, recurrir a identificar un claro factor de universalidad de
esos valores y de su traducción en normas de conducta éticas, si atendemos a su
formulación en la mayoría de los países que cuentan con una Administración
Pública que sirva a un Estado de Derecho.
O podemos, finalmente, como hace Lord Nolan, entender la Ética pública
simplemente como la «elegancia» en el cumplimiento del deber, comprendien-
do que hay cosas legales que, sin embargo, no se deben hacer, por puro sentido
común y por decoro.

184
algunas experiencias

Para continuar situando el contexto que rodea a la necesidad de establecer


una Ética pública en España, es preciso tener en cuenta que, al igual que al
tiempo que en nuestro país se afronta esta preocupación, la Ética se ha conver-
tido en un auténtico pilar de las reformas del Estado y las organizaciones públi-
cas en todo el mundo.
Así, por ejemplo, en Reino Unido son conocidos los trabajos de la Comisión
Nolan, a cuyo promotor tuvimos la suerte de tener no hace mucho tiempo en
Madrid, en el Instituto Nacional de la Administración Pública, en el marco de
las Primeras Jornadas de Ética Pública organizadas por el Instituto. Los Infor-
mes de la Comisión Nolan, de 1995 –referido al Parlamento, el Gobierno y la
Administración– y 1996 –referido a las corporaciones locales– tratan, en pri-
mer lugar, de garantizar unos marcos éticos comunes que se aplique en todo el
sector público (Civil Service Code, Treasury Code of Practice) y, al mismo
tiempo, se dirigen a crear una estructura permanente que afronte la necesidad
de nuevas reflexiones éticas en el futuro de la actividad administrativa.
Por su parte, Estados Unidos es, quizá, el país con más tradición en la
preocupación por la promoción de los valores éticos en el sector público en
general. Partiendo de esta tradición, en estos últimos tiempos se aprecia, por
parte del Gobierno Federal, una acusada tendencia a «codificar» con detalle las
normas éticas. Se regulan, así, las incompatibilidades posteriores al cese en el
servicio público, o la identificación de los intereses directos de los lobbys que
pretenden influir sobre la actividad gubernamental, en un esfuerzo por cubrir
todos los resquicios por los que se pueden introducir conductas no éticas en la
Administración.
En estos países y otros países, en fin, se ha desarrollado una conciencia
de que es preciso avanzar hacia formas de promoción de los valores éticos y de
«gestión ética» del empleo público, estableciendo mecanismos que sirvan a los
trabajadores de la Administración para resolver posibles conflictos éticos y, a
la vez, que permitan a los ciudadanos conocer y, por qué no, controlar la activi-
dad de los servidores públicos, tanto políticos como funcionarios y trabajadores
de las Administraciones Públicas. Se ha buscado la forma de dotar a la Admi-
nistración de instrumentos necesarios para superar los riesgos y las contradic-
ciones entre los sistemas tradicionales de control de la actividad de los servido-
res públicos, las funciones que estos tienen hoy encomendadas y los valores
que estamos obligados a preservar.
La OCDE identifica una serie de puntos de convergencia entre los distintos
métodos de promoción de la Ética pública en los diferentes países, que pasan,
en primer lugar, por una adecuada definición de los valores de la Ética pública.
Esta definición deberá cumplir una doble misión, como forma de expresar las
aspiraciones de la sociedad respecto de la acción pública y, a la vez, como me-
dio de control de la adecuación de las conductas a los principios del servicio
público. Se deberá partir, por tanto, de los principios y valores constitucionales
(el «núcleo duro» de la idea de servicio público), y que, a la vez, tener en cuen-

185
la dimensión ética de la función pública

ta otros valores como la eficacia, el servicio al ciudadano, la relación coste/be-


neficio, el trabajo bien hecho, etc.
Otro de los elementos comunes de gestión ética en los países avanzados son
los Códigos de Conducta, en los que se suele incluir un enunciado de valores
generales del servicio público. A menudo, se completan con códigos específi-
cos por sectores y, casi siempre, son fruto de un acuerdo con los representantes
de los empleados públicos. La codificación actúa, en realidad, como cláusula
de garantía, respecto de las situaciones que se suscitan en el ámbito de la acti-
vidad del poder público y a las que la Ley, por sí sola, no puede en ocasiones
dar una respuesta adecuada y suficiente.
Otras iniciativas internacionales que refiere Óscar Bautista en su trabajo se
refieren al Encuentro Internacional sobre Ética y Desarrollo, a las Conferencias
Internacionales sobre Ética en el Gobierno, al primer Congreso Internacional
de Ética Pública, o al Programa «Integridad de la Administración Pública» del
Reino de Holanda.
Desde la perspectiva jurídica, es interesante el Código Internacional de con-
ducta para cargos públicos, las diferentes y crecientes legislaciones éticas en
todos los países, sean desarrollados o en vía de desarrollo.
Para la puesta en práctica de la Ética pública, deben consultarse las activida-
des de Red de instituciones de combate a la corrupción y rescate a la Ética pú-
blica del CLAD, así como también las actividades de la Iniciativa Interamerica-
na de capital social, ética y desarrollo.
Entre los organismos gubernamentales más activos en la materia están la
Oficina de Ética de EEUU, la Comisión Nolan de Reino Unido o la Comisión
Nacional de Ética Pública de Chile. Específicamente, por lo que se refiere a la
promoción de la Ética desde la participación social, son relevantes, y también a
ellos se refiere Óscar Bautista, el Centro de Integridad Pública y el Centro de
Información sobre Ética.
En nuestro país, conviene repasar los programas de Ética pública promovi-
dos por el INAP y el resto de escuelas de formación de funcionarios, así el
sinfín de códigos de Ética dirigidos a la mejora del comportamiento ético del
personal al servicio de la Administración Pública. En este sentido, las normas
del Estatuto de la fnción pública y el proyecto de ley de trasparencia y buena
administración son hoy, junto a las normas del Consejo de Ministros que hemos
comentado, las referencias en España más importantes en la materia.

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INAP ISBN 978-84-7088-820-5

P.V.P.
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