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La tía Clara y yo

Yo no quería ir a la plaza aquella vez.


Me hubiera gustado más quedarme en la casa, dibujando en la mesa del patio. O mejor dicho,
haciendo como que dibujaba.
Pero la tía Clara insistía tanto que, pobrecita, me había dado lástima decirle que no. Sobre
todo después de que se había puesto el dedo en los labios y con los ojos abiertos de par en par
me conminaba al silencio, a la complicidad.
Pero claro ellos no sabían.
Yo también escuché el llanto de mi madre y la furia contenida de mi padre que convertía sus
gritos en un susurro grave, violento, mordiendo las palabras.
Y la tía Clara arrugaba el pañuelito bordado que olía a colonia, mirando furtiva hacia la puerta
del dormitorio, mientras yo tomaba la leche en el comedor.
Pero, insisto, los mayores no sabían.
Entonces la tía Clara descolgó la cartera del perchero, me dio mi carterita de plástico, me bajó
de la silla y haciendo siempre el gesto de silencio, abrió la puerta y bajamos la escalera sin
hablar.
Y eso que ni siquiera había terminado de tomar la leche.

Yo ya sabía que íbamos a la plaza.


La tía Clara era buena pero le faltaba imaginación.
Cada vez que quería escapar me usaba como excusa. Y siempre me llevaba a la plaza.
No es que no me gustara. Si tengo que ser sincera, ir a la plaza con tanto sol, ruido, el olor de
las garrapiñadas y la música de la calesita era un alivio.
Era como si ese paseo me rescatara de la abulia del departamento donde todo era un poco
triste y apagado. Además eso de estar fingiendo todo el tiempo, me cansaba.
Casi siempre me quedaba en el arenero o en las hamacas jugando con otros chicos a quienes
no entendía mucho aunque dóciles, se dejaban llevar. Pero la tía Clara esa vez insistió con que
tenía que subir a la calesita arguyendo los más variados argumentos, incluso esgrimió la
posibilidad de que podría sacar la sortija.
Como si fuera tan importante, había pensado.
Además, la tía Clara debía de sentir culpa después de lo que hizo.
Así que le dije que solo dos vueltas, nada más.
A mí me mareaba un poco la calesita. Tal vez si las cosas hubieran sido distintas habría podido
jugar y jugar como todos, cabalgar los caballitos de madera que subían y bajaban, manotear
inútilmente la sortija con los ojos brillantes de ilusión.
Pero como en todo, tenía que fingir.

Cuando terminó la segunda vuelta y estaba a punto de bajarme sosteniéndome todavía del
caño dorado, la tía Clara me dijo que me quedase quieta y me sacó una foto de sorpresa.
A mí mucho no me gustaba que me sacasen fotos. Siempre salía con cara de asombro. Tal vez
era mi forma de esconderme, no sé, pero esa vez me sorprendió de verdad.
Por si me tengo que ir, me dijo.

Después la tía Clara me tomó de la mano y me llevó a los bancos de la plaza sobornándome
con un copo de nieve de azúcar gigantesco que me tapaba toda la cara y me ocultaba los ojos.
No es que evitara mirarla. Lo que quería era que ella no me mirara.
Qué pena pobrecita, ella como todos los demás no entendía.
No sabía que yo sabía.
No sabía que yo ya no era una nena. En ningún sentido. Que había estado simulando todos
esos años, que dentro de mí habitaba otra cosa. No un adulto, no. Algo más.
La tía Clara no sabía que yo comprendía algunas cosas, que siempre me había dado cuenta de
la forma en que se miraban a los ojos con mi padre.
No sabía que abrí aquel día la puerta del dormitorio sin que lo advirtiesen y que entonces supe
que había crecido.

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