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Cuando terminó la segunda vuelta y estaba a punto de bajarme sosteniéndome todavía del
caño dorado, la tía Clara me dijo que me quedase quieta y me sacó una foto de sorpresa.
A mí mucho no me gustaba que me sacasen fotos. Siempre salía con cara de asombro. Tal vez
era mi forma de esconderme, no sé, pero esa vez me sorprendió de verdad.
Por si me tengo que ir, me dijo.
Después la tía Clara me tomó de la mano y me llevó a los bancos de la plaza sobornándome
con un copo de nieve de azúcar gigantesco que me tapaba toda la cara y me ocultaba los ojos.
No es que evitara mirarla. Lo que quería era que ella no me mirara.
Qué pena pobrecita, ella como todos los demás no entendía.
No sabía que yo sabía.
No sabía que yo ya no era una nena. En ningún sentido. Que había estado simulando todos
esos años, que dentro de mí habitaba otra cosa. No un adulto, no. Algo más.
La tía Clara no sabía que yo comprendía algunas cosas, que siempre me había dado cuenta de
la forma en que se miraban a los ojos con mi padre.
No sabía que abrí aquel día la puerta del dormitorio sin que lo advirtiesen y que entonces supe
que había crecido.