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Comer higos frescos

Walter Benjamín

Quien siempre comió con moderación nunca experimentó lo que es una comida,
nunca sufrió una comida. Así a lo sumo se conoce el placer de comer, pero no la voracidad,
el desvío desde la llana avenida del apetito hacia la selva de la gula. Porque en la gula se
juntan ambas cosas: la desmesura del deseo y la uniformidad de aquello con que se lo sacia.
Comer desaforadamente es ante todo: comer cualquier cosa, sin distinción. No caben dudas
de que se penetra con mayor profundidad en lo deglutido que mediante el placer. Eso
sucede cuando se muerde la mortadela como si fuera un sándwich, cuando uno se hunde
en el melón como en una almohada, lame caviar del papel crujiente y simplemente olvida
todas las demás cosas comestibles en presencia de una horma de queso holandés.

¿Cuándo experimenté eso por primera vez? Fue ante una decisión sumamente
difícil. Tenía una carta que podía despachar o destruir. Hacía dos días que la llevaba
conmigo, pero desde algunas horas atrás ya no pensaba en ella. Porque había subido hasta
Secondigliano en el ruidoso tren de trocha angosta a través del paisaje carcomido por el sol.
La única huella del domingo disipado eran las varillas en las que habían ondeado aros
luminosos y se habían encendido fuegos artificiales. Ahora estaban allí, desnudas. Algunas
tenían un cartel a media altura con la figura de un santo de Nápoles o de un animal. Las
mujeres estaban sentadas en los graneros abiertos, seleccionando maíz. Yo recorría mi
camino, aturdido, arrastrando los pasos, cuando vi un carro de higos en la sombra.

Fue ociosidad el acercarme, derroche el comprarme media libra por unos pocos
soldi. La mujer pesaba con generosidad. Pero una vez que los frutos negros, azules,
verdosos, violetas y marrones estuvieron en la bandeja de la balanza de mano, sucedió que
no tenía papel para envolverlos. Las amas de casa de Secondigliano traen sus propios
recipientes y la mujer no estaba preparada para atender a un trotamundos. Pero yo me
avergonzaba de dejar los frutos librados a su suerte. Y así sucedió que me fui con higos en
los bolsillos del pantalón y del saco, con higos en ambas manos extendidas, con higos en la
boca.

En ese momento ya no podía parar de comer, tenía que intentar librarme tan
rápidamente como me fuera posible de la masa de frutos redondos que me había invadido.
Pero ya no era comer, sino más bien darme un baño, tan penetrante se introducía el aroma
resinoso en mis cosas, se pegaba a mis manos, viciaba el aire que yo atravesaba con mi
carga. Y después llegó la cumbre del sabor, desde la cual, una vez vencida la saciedad y la
repugnancia, últimos obstáculos, se abre una vista hacia un insospechado paisaje del
paladar: una avidez creciente, insípida, ilimitada, verdosa, que ya no conoce otra cosa que
el movimiento desmechado y fibroso de la pulpa abierta, la transformación total del placer
en costumbre, de la costumbre en vicio.

Subía en mí el odio hacia estos higos, tenía apuro por liquidarlos, por liberarme, por
acabar con todo esto que rebosaba y estallaba, comí para aniquilarlo. El mordisco había
recuperado su voluntad original. Cuando arranqué el último higo del fondo de mi bolsillo,
llevaba pegada la carta. Su destino estaba sellado, también ella debía ser víctima de la gran
depuración, la tomé y la partí en mil pedazos.

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