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HABLAN DE

MONSEÑOR ROMERO

Roberto Valencia López


Hablan de MONSEÑOR ROMERO
Roberto Valencia López

Primera Edición: Marzo de 2011.


Autor: Roberto Valencia López
Editor: Fundación Monseñor Romero
Diagramación: William López
Impresión: Impresos Continental
Diseño de Carátula: Arq. Jaqueline Sorto

Esta edición consta de 1000 ejemplares.


Se terminó de imprimir en marzo de 2011

Pedidos: Fundación Monseñor Romero


Colonia Médica Av. Dr. Max Bloch casa 1018,
San Salvador, El Salvador, C.A.
Tel.: (503) 2226-0934
fundacionmonsenorromero@hotmail.com
www.fundacionmonsenorromero.org.sv

Reservados todos los Derechos


“Cada uno de nosotros tiene su grandeza,
no sería Dios mi autor si yo fuera una cosa
inservible. Yo valgo mucho, tú vales mucho,
todos valemos mucho, porque somos
criaturas de Dios, y Dios ha hecho derroche
de maravillas en cada hombre… Porque la
iglesia aprecia al hombre y no pude tolerar
que una imagen de Dios sea pisoteada por
otro que se embrutece pisoteando a otro
hombre”

(Homilía 4 de septiembre 1977, 23° Dom. Tiempo Ordinario)


CONTENIDO Prólogo de Monseñor Gregorio Rosa Chávez...........................................1

Prólogo del autor........................................................................................7

Datos biográficos sobre Monseñor Romero...............................................10

1. Héctor Dada Hirezi, el político..............................................................12

2. Ricardo Urioste, el vicario general.........................................................27

3. Salvador Barraza, el amigo……………….............................................37

4. Eva Menjívar, la monja…………………...............................................45

5. María de la Luz Cueva, la superiora……...............................................54

6. Víctor Hugo Rivas, el artista……………...............................................65

7. Orlando Cabrera, el obispo…….............................................................73

8. Niña Elvira y Niña Noy Chacón, la familia............................................82

9. Roberto Cuéllar Martínez, el abogado…..............................................91

10. Su pueblo…………………………….….............................................104

Bibliografía.................................................................................................111
PRÓLOGO

“EL ESPÍRITU DEL SEÑOR ESTÁ SOBRE MÍ”

Este no es un libro más sobre Monseñor Romero, sino una guía segura
para acercarse al auténtico Monseñor Romero. Los testigos que han sido
entrevistados nos entregan valiosas claves para conocer al ser humano,
al discípulo de Jesús y al pastor que llega hasta la ofrenda de su vida. Por
sus páginas desfilan gentes muy cercanas a Monseñor, como Salvador
Barraza, las hermanas Chacón, el actual obispo de Santiago de María, y
monseñor Urioste, quien estuvo siempre a su lado en San Salvador;
hombres muy conocidos como Héctor Dada Hirezi y Roberto Cuéllar;
dos religiosas -la hermana Lucita y la hermana Eva-, y un joven artista que
nos pone en contacto con el lenguaje y la visión de la juventud de hoy.
Cada uno y cada una van trazando pinceladas que nos permiten conocer
y comprender mejor al salvadoreño más conocido y más amado en el
mundo entero. Completa el cuadro un mosaico multicolor de voces del
pueblo que, desde la cripta de Catedral, nos dicen por qué creen que
Monseñor Romero es santo.

Roberto Valencia es un talentoso periodista vasco-salvadoreño que ha


logrado penetrar con el corazón y la inteligencia en el misterio de Monseñor
Romero y en la complejidad del contexto en el que le tocó ser pastor
de un pueblo martirizado. Con perspicacia ha visto en el Diario de
Monseñor Romero -que recoge las memorias de los dos últimos años de
servicio como arzobispo de San Salvador- “una herramienta imprescindible
para conocer al ser humano”. En sus páginas, “no solo incluyó grandes
brochazos de su quehacer, sino que lo enriqueció con sensaciones y
sentimientos, sobre todo en los últimos meses de vida”. El lector interesado
en comprobar la veracidad de lo que aquí se cuenta encontrará en el
Diario elementos seguros para no perderse.

¿Usted cree que Monseñor Romero es santo? La pregunta surge, a veces


de forma brutal, en los labios del periodista que, con maestría y conocimiento
del tema, la formula a cada entrevistado o entrevistada. Al juntar las
diferentes respuestas queda en evidencia que aquí estamos ante una forma
más bien inédita de santidad. Algunos llegan incluso a expresar su temor

1
de que la figura que se nos proponga como modelo de santidad no sea
el verdadero Monseñor Romero, y por eso no se muestran muy interesados
en el proceso de canonización.

El libro que me honro en presentar pone en nuestras manos un material


precioso para desmitificar la figura de Monseñor Romero. En una ocasión
él dijo a un grupo de alumnas de un colegio católico que en San Salvador
se tienen dos imágenes muy diferentes del arzobispo: “Para unos, es el
causante de todos los males, como un monstruo de maldad; para otros,
gracias a Dios, para el pueblo sencillo sobre todo, soy el pastor. ¡Y cómo
quisiera que ustedes hubieran sido testigos de la acogida que dan a mi
palabra, a mi presencia sobre todo en los pueblos humildes!” (Diario,
11.04.78).

Conocí al padre Romero cuando yo era seminarista menor y, después de


mis estudios de Filosofía, colaboré con él un año entero como su asistente
en seminario menor de San Miguel. En su Diario habla de mí “como amigo
que lo ha sido desde tanto tiempo y muy de fondo” (Diario, 18.05/79).
Por eso me siento muy contento de poder escribir algunas palabras
introductorias a esta obra inspirada e inspiradora.

¿Por dónde comenzar? Quisiera detenerme en primer lugar en los


testimonios de Salvador Barraza y de las hermanas Chacón, porque allí
se retrata de manera fresca el talante del hombre Óscar Romero,
remontándonos incluso hasta sus tiempos de sacerdote en la diócesis de
San Miguel.

Barraza nos sorprende cuando afirma que él no era el motorista de


Monseñor Romero -la película Romero nos había hecho creer lo contrario-
; sino su amigo: “Para cosas de confianza me buscaba, y también yo me
encargaba de que saliera a distraerse porque tenía mucha tensión”.

Por su parte, Elvira y Eleonor Chacón describen con sencillez que su casa
era para Monseñor una verdadera Betania: “Él venía aquí con el afán de
descansar, de olvidarse de sus cosas. Aquí no se hablaba de D'Aubuisson
ni de los obispos ni de nada de eso. Su idea era… ¿Cómo decirlo? Sentirse
en familia”, recuerda Eleonor. Me consta que Monseñor Romero llegaba

2
con toda confianza, incluso a altas horas de la noche y con varios
acompañantes, a este hogar en el que la mesa siempre estaba servida. El
solía decir que allí se cumplía el dicho popular “cayendo el muerto soltando
el llanto”. Con la misma confianza llegaba también a la casa de la familia
Barraza.

Otro testigo excepcional de esa época anterior a los azarosos años en


que le tocó pastorear la arquidiócesis de San Salvador es monseñor Rodrigo
Orlando Cabrera, quien fue uno de sus más cercanos colaboradores en
la diócesis de Santiago de María. Repite aquí lo que ha afirmado en otras
ocasiones: que se ha exagerado al afirmar que Monseñor Romero abrió
las puertas de la casa episcopal para albergar a los cortadores de café. Una
perla de esta entrevista en la afirmación de lo que tantos hemos comprobado:
“Es curioso. Monseñor Romero siempre se sentía mejor cuando estaba
con los pobres. Se le notaba. Siendo obispo aquí, ocurría a veces que
cuando iba de visita, algunos padres le preparaban almuerzo o la cena.
Pero cuando lo mandaban a buscar, lo encontraban en el atrio, compartiendo
tamales o un café con gente muy humilde”.

Un dato de inapreciable valor -confirmado por Barraza, las hermanas


Chacón y monseñor Cabrera- es que Monseñor Romero, después de
volver de su paseo al mar y antes de la misa del día en que fue asesinado,
le pidió a Salvador que lo llevara a Santa Tecla a confesarse con el padre
Azkue, su director espiritual. ¡Vaya manera de prepararse para ofrecer en
el altar la máxima prueba de su amor a Jesucristo!

Los testimonios de Roberto Cuéllar y Héctor Dada Hirezi nos acercan


al hombre que vivió con pasión la defensa de la dignidad de los pobres y
perseguidos, y acompañó a gente clave que soñaba, como él lo hacía, con
un país diferente.

El nombre de Roberto Cuéllar aparece con frecuencia en el Diario de


Monseñor, siempre ligado al tema de los derechos humanos o a la
preparación de la homilía dominical del pastor. Impresiona su descripción
de la autopsia del cadáver del obispo asesinado y los datos acerca del
origen y la evolución del Socorro Jurídico del Arzobispado. Pero destaco
el pasaje cuando se refiere a Reynaldo Cruz Menjívar, el militante demócrata-
cristiano que permaneció más de nueve meses en una cárcel clandestina
de la Policía de Hacienda, sometido a las más brutales torturas; al leerlo,

3
uno se siente horrorizado. Monseñor, en su Diario, menciona el caso en
una forma sumamente discreta, pero el relato de Roberto Cuéllar arroja
luz sobre el corazón del pastor: “Me impresionó, francamente se lo digo,
que fuera el propio Monseñor Romero el que lo trató. Él no quería que
nadie se enterara de que lo tenía escondido en el arzobispado, porque ahí
pasó unos pocos días, y él mismo le daba las medicinas”.
Quienes conocemos a Héctor Dada Hirezi sabemos de su clara identidad
cristiana y de su valiente compromiso iluminado por la doctrina social de
la Iglesia. El Diario no deja a este respecto ninguna duda: ya se trate su
calidad de dirigente democristiano, de canciller de la primera Junta surgida
después de la insurrección militar del 15 de octubre de 1979, o de integrante
de la segunda Junta, la confianza y la estima de Monseñor Romero hacia
él son incuestionables. Es particularmente valiosa la insistencia de Héctor
en recalcar que Monseñor Romero fue un hombre honesto: “Creo que
ninguno habíamos valorado la absoluta honestidad humana y religiosa de
Monseñor Romero, una conjunción de honestidades que lo llevaron a
comprometerse en cosas que nadie esperábamos que se comprometiera”.

La visión de dos laicos metidos en el mundo se completa con la mirada


de dos religiosas. La primera es madre Lucita, conocida en el mundo entero
por su cercanía con Monseñor Romero, a quien le dio la sorpresa de
entregarle una casita como regalo el día en que él cumplía 60 años; y la
segunda es la hermana Eva, quien nos cuenta de primera mano cómo vivió
Monseñor Romero la muerte de su amigo, el padre Rutilio Grande, al
contemplar su cuerpo acribillado en el templo de Aguilares.

La madre Lucita -al igual que las Hermanas Chacón- puede afirmar que
para Monseñor Romero, el hospitalito “era su Betania”. Ella supo -y no
fue la única- de los arrebatos del carácter de Monseñor Romero, pero no
duda de su santidad: “No tengo dudas… Porque lo conocí y sé que quiénes
hablan mal de él no lo conocieron. Era un hombre de una fe y de una
oración muy profundas, y todo lo que hacía lo consultaba con Dios antes,
arrodillado, para que le diera sabiduría y le dijera qué tenía que hacer. Fue
un santo muy humano”.

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Hay que agradecer a la hermana Eva Menjívar -una religiosa Carmelita de
San José que dejó su congregación, junto con varias compañeras para
asumir un trabajo de acompañamiento bastante arriesgado-, su vivencia
de esa noche tan densa de la velación del padre Grande y de sus dos
compañeros. Ella tampoco duda de la santidad de Monseñor Romero: “La
veo en sus grandes valores. El hombre era muy humilde y de mucha
oración, muy profundo. Si uno se fija en sus homilías, en cómo las iba
ordenando, dan pie a pensar que Monseñor no sólo iba a hablar, sino que
hacía profundas reflexiones, y no solo hacia fuera. Fue una profunda
reflexión decirse a sí mismo en un momento muy importante de su vida:
ahora me toca cambiar a mí. Y así nos lo dijo algunas veces: esto nos lo
han enseñado así, pero tenemos que hacer esto otro…”.

El nombre de monseñor Ricardo Urioste es el que con más frecuencia


aparece en el Diario de Monseñor Romero. Pero, más allá de la estadística,
tenemos que rendirnos ante la invaluable contribución del hombre que
ha gozado de la confianza de los tres arzobispos más importantes de
nuestra historia arquidiocesana: monseñor Luis Chávez y González,
monseñor Arturo Rivera Damas y Monseñor Romero. Este lo menciona
en las primeras páginas del Diario como uno de sus acompañantes -junto
con Monseñor Rivera- en un importante viaje a Roma para hace contrapeso
a otra delegación que había viajado al Vaticano para mal informar al Papa
y pedir su destitución. Le vemos luego a su lado como vicario general,
como vicario pastoral, como administrador y como la persona con la que
siempre puede contar. Le encomienda misiones delicadas ante personajes
del Gobierno, del mundo de la política o de la empresa privada; y pide su
consejo constantemente para saber discernir la voluntad de Dios en la
dramática historia de la Iglesia y de la patria.

Quienes conocen a monseñor Urioste no se sorprenderán al leer esta


afirmación: “Monseñor Romero fue el hombre que más conoció el magisterio
de la Iglesia en este país, y nadie después ha podido conocerlo tan bien”.
O cuando se refiere a la acusación de que el arzobispo fue manipulado:
“Si, ¡claro que Monseñor fue manipulado! Lo manipuló Dios, que hizo con
él lo que le dio la gana. Yo de eso estoy convencido, pero convencidísimo,
como dogma de fe”.

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Concluyo este rápido recorrido con la palabra de un joven artista que
nació seis años después de la muerte de Romero y que ganó el concurso
de pintura organizado el año pasado por el Gobierno de El Salvador.
Cuando se le pregunta a Víctor Hugo Rivas qué opina sobra la decisión
del presidente de la República, Mauricio Funes, de declarar a Monseñor
Romero como guía espiritual de la nación, responde con franqueza: “Guía
espiritual no se es porque alguien te nombre, sino porque uno se lo ha
ganado. Y la imagen de Monseñor Romero se respeta en la actualidad,
pero no porque alguien lo haya nombrado guía, sino por lo que hizo y por
lo que dijo. De él a mí me impacta el simple hecho de que, siendo la
máxima autoridad de la arquidiócesis, llegara a los cantones más perdidos
y hablara con las personas más humildes. Y cuando visitás donde él vivía,
podés darte cuenta de que vivía en la austeridad. La gente aprecia esas
cosas, y por eso Monseñor Romero sigue siendo recordado hoy. Él solo
se ganó el respeto que tiene”.

Espiando entre las homilías dominicales de Monseñor Romero, un florilegio


de pensamientos retrata su corazón de pastor. Entre ellos he escogido el
siguiente para concluir esta presentación: “¡Qué distinto es predicar aquí,
en este momento, que hablar como amigo con cualquiera de ustedes! En
este instante, yo sé que estoy siendo instrumento del Espíritu de Dios en
su Iglesia para orientar al pueblo. Y puedo decir, como Cristo: 'El Espíritu
del Señor está sobre mí, a evangelizar a los pobres me ha enviado'. El
mismo Espíritu que animó a Cristo y le dio fuerza a aquel cuerpo nacido
de la Virgen para que fuera víctima de salvación del mundo es el mismo
Espíritu que a mi garganta, a mi lengua, a mis débiles miembros le da
también fuerza e inspiración”. (Homilía, 16.07.78)

Mons. Gregorio Rosa Chávez


San Salvador, marzo de 2011

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PRÓLOGO DEL AUTOR

Monseñor Romero se ha convertido en algo tan grande que aspirar a


condensarlo en un puñado de páginas resultaría un acto de vanidad. Este
libro, pues, no tiene vocación biográfica, ni pretende ser un manual de
historia, ni revelar verdades nunca antes contadas sobre su teología o
sobre las sombras que aún envuelven su asesinato.

Hace más de tres décadas que dejó de estar entre nosotros, pero su figura
no hace sino crecer: siguen apareciendo documentales, libros, conversatorios,
estatuas y homenajes en el ámbito académico-cultural, pero sus palabras
y su rostro proliferan también en murales y camisolas tanto en cantones
ignotos del territorio salvadoreño como en cosmopolitas ciudades de
Europa y Norteamérica. No es ninguna exageración afirmar que Monseñor
Romero se ha convertido en un referente mundial.

A inicios de noviembre de 2010 trascendió una noticia que apenas tuvo


eco en la prensa salvadoreña. La Asamblea General de Naciones Unidas
(ONU) proclamó el 24 de marzo, fecha de su asesinato, como el Día
Internacional del Derecho a la Verdad en relación con Violaciones Graves
de los Derechos Humanos y de la Dignidad de las Víctimas, para su
conmemoración en todo el mundo. Conviene tomarse unos segundos
para leer cómo la ONU justificó esta decisión: “Reconociendo también
los valores de Monseñor Romero y su dedicación al servicio de la humanidad,
en el contexto de conflictos armados, como humanista consagrado a la
defensa de los derechos humanos, la protección de vidas humanas y la
promoción de la dignidad del ser humano, sus llamamientos constantes
al diálogo y su oposición a toda forma de violencia para evitar el
enfrentamiento armado, que en definitiva le costaron la vida el 24 de
marzo de 1980”. Eso se dijo en Naciones Unidas sobre un salvadoreño.

Conviene explicitar, sin embargo, que su grandeza no comenzó a edificarse


sobre su memoria. A pesar de ser arzobispo de un minúsculo país
tercermundista, Óscar Arnulfo Romero Galdámez fue reconocido en vida
por universidades de Estados Unidos y Bélgica con dos doctorados Honoris
Causa, y el Parlamento británico lo propuso a finales de 1978 como

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candidato al Premio Nobel de la Paz. Algún día el Vaticano quizá lo
beatifique, para dicha de la feligresía católica, pero, ocurra o no, su figura
brilla tanto ya que estoy convencido de que las numerosas biografías,
recopilaciones, películas y noticias periodísticas que han visto la luz siguen
siendo pocas.

El librito que tiene entre sus manos surge con la única aspiración de
aportar, con mucha humildad, un granito que contribuya a recopilar,
ordenar y -si cabe- difundir aún más su vida. La Fundación Monseñor
Romero y quien suscribe estas líneas coincidimos en que, dentro de lo
mucho y variado que se ha escrito, su lado humano es quizá el menos
explorado. De Romero, por ejemplo, se sabe que defendió a los pobres
y que pronunció valientes homilías, pero no se conoce tanto si era tímido
o extrovertido, callado o dicharachero, o si le gustaban el fútbol, el teatro
o los frijoles.

Para intentar conocerlo mejor, hablamos con un racimo de personajes


que lo conocieron bien. El guión es muy sencillo: realizar semblanzas de
cada de estas personas para con todos esos perfiles configurar, como si
fuera un rompecabezas, una semblanza de Monseñor Romero. Todo, eso
sí, concebido, reporteado y redactado desde la trinchera del periodismo,
con la entrevista de profundidad como principal herramienta de trabajo,
aunado a una intensa labor de documentación. Dicho esto, resulta obvio
que la materia prima de esta obra son los testimonios que amablemente
brindaron los entrevistados, casi siempre en largas sesiones que en algunos
casos se prolongaron por varios días. Desde aquí, un sincero agradecimiento
a Héctor Dada Hirezi, Ricardo Urioste, Salvador Barraza, Eva Menjívar,
María de la Luz Cueva, Víctor Hugo Rivas, Orlando Cabrera, la familia
Chacón y Roberto Cuéllar Martínez. Sin su paciencia este esfuerzo nunca
podría haber llegado a puerto alguno.

El tiempo pasa, y ese pasar de los años termina siendo uno de los principales
problemas a la hora de reconstruir escenas, al menos cuando se escribe
con la ética como Norte. La memoria humana tiene limitaciones, y tampoco
hay que descartar los lógicos riesgos de idealización cuando se habla de
alguien como Monseñor Romero. Ya he señalado que este libro se ha
escrito desde la trinchera del periodismo, lo que anula por completo la
consciente invención o manipulación de datos o testimonios, pero creo
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que no está de más señalar que en el reporteo quedaron sin respuesta
muchas preguntas, que se revelaron respuestas que tenían mal planteada
su pregunta, y que hasta se hallaron respuestas falsas que, a fuerza de
repetirse, muchos las consideran verdades.

Así, los testimonios recogidos ponen en duda axiomas como que el calibre
de la bala utilizada para asesinarlo era .22, o como el lugar desde el que
se disparó el fusil en la capilla, o como la influencia que tuvieron en la
metamorfosis de Monseñor Romero los dos años que pasó como obispo
de Santiago de María. Esos mismos testimonios también revelan como
falsas algunas aseveraciones en torno a su figura, como la del reverendo
William Wipfler, quien erróneamente se atribuye ser la última persona en
recibir la comunión de manos del arzobispo; o como esa otra versión, tan
extendida como errada, que asegura que el proyectil impactó en su pecho
durante la consagración.

En fin, se trata de aportes mínimos pero novedosos a su vida y a su muerte,


que surgieron mientras intentábamos satisfacer la principal misión que nos
habíamos propuesto: realizar un honesto retrato de Monseñor Romero
como ser humano, no solo como el mito casi inalcanzable en que se ha
convertido. En estas páginas el obispo mártir reirá, sufrirá, se enojará,
tendrá miedo, comprenderá y pedirá comprensión, contará chistes, regañará
a sus amigos, se equivocará… como nos ocurre a todos.

En lo personal, agregar como conclusión que, cuando lo asesinaron, yo


apenas tenía 3 años de edad, por lo que celebro sobremanera la oportunidad
que la Fundación Monseñor Romero me concedió de conocerlo ahora.
De todo corazón agradezco a quienes me abrieron las puertas de sus vidas
para intentar comprender la vida de Monseñor Romero. Y a usted, amigo
lector, espero que leer este libro le deje la misma sensación de estar ante
un personaje inigualable que me dejó a mí escribirlo.

Roberto Valencia, periodista


robertogasteiz@yahoo.com
Marzo de 2011

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DATOS BIOGRÁFICOS

1917, 15 de agosto. Óscar Arnulfo Romero Galdámez nace en Ciudad


Barrios, al norte del departamento de San Miguel
1930. Ingresa en el seminario menor de San Miguel.
1942, 4 de abril. Es ordenado sacerdote en Roma en plena II Guerra
Mundial.
1943, agosto. La guerra le obliga a interrumpir sus estudios en la
Universidad Gregoriana.
1943, diciembre. Regresa a El Salvador después de haber permanecido
algunas semanas preso en Cuba.
1944, 4 de enero. Oficia su primera misa en el país en la iglesia de
Ciudad Barrios.
1944-1967. Tras un breve paso por la parroquia de Anamorós (La
Unión), durante más de dos décadas tiene una intensa vida pastoral en la
diócesis de San Miguel.
1967, 8 de junio. Es nombrado secretario de la Conferencia Episcopal
de El Salvador.
1970, 21 de abril. La Santa Sede lo nombra obispo auxiliar de la
arquidiócesis de San Salvador.
1970, 21 de junio. Fastuosa fiesta de consagración a la que asiste incluso
el presidente de la República. Un grupo de sacerdotes redacta un manifiesto
en su contra.
1974, octubre. Es notificado de su nombramiento como obispo de
Santiago de María. La toma de posesión se realiza el 14 de diciembre.
1975, diciembre. Clausura el Centro de Promoción Campesina Los
Naranjos, administrado por los padres pasionistas en Jiquilisco.
1976, 6 de agosto. En una concurrida homilía en Catedral metropolitana
Monseñor Romero critica con dureza al clero progresista.
1977, 22 de febrero. Toma posesión máximo responsable de la
arquidiócesis de San Salvador.
1977, 12 de marzo. Asesinato del sacerdote jesuita Rutilio Grande,
su amigo personal.
1977, 20 de marzo. Monseñor Romero desoye al nuncio y celebra en
Catedral metropolitana una misa única.

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1977, 30 de marzo. El papa Pablo VI recibe a Monseñor Romero en
Roma y le muestra su apoyo a la línea pastoral del arzobispo.
1977, mayo-junio. El Ejército salvadoreño se toma la ciudad de Aguilares,
incluida su iglesia. Tres sacerdotes jesuitas son expulsados del país.
1977, 1 de julio. El general Carlos Humberto Romero asume la
Presidencia de la República. Monseñor Romero rechaza la invitación al
evento.
1978, 14 de febrero. La Universidad de Georgetown le concede el
título de Doctor Honoris Causa.
1978, noviembre. El Parlamento británico propone a Monseñor Romero
como candidato al Premio Nobel de la Paz.
1979, 7 de mayo. Monseñor Romero se reúne con el papa Juan Pablo
II, quien de forma explícita cuestiona su línea pastoral.
1979, 15 de octubre. El Movimiento de la Juventud Militar da un golpe
de Estado de corte progresista que es visto con buenos ojos por Monseñor
Romero.
1980, 3 de enero. La primera Junta Revolucionaria de Gobierno,
respaldada tácitamente por Monseñor Romero, llega a su fin con la renuncia
masiva de funcionarios.
1980, 22 de enero. La marcha convocada por la Coordinadora
Revolucionaria de Masas se convierte en la manifestación más multitudinaria
de la historia del país.
1980, 2 de febrero. La Universidad Católica de Lovaina (Bélgica) le
concede el Doctorado Honoris Causa.
1980, 17 de febrero. Monseñor Romero lee en la homilía la carta
escrita al presidente de Estados Unidos, Jimmy Carter, para pedirle que
suspenda la ayuda militar.
1980, 23 de marzo. En la homilía hace un llamado a que las bases del
ejército desobedezcan las órdenes de sus superiores.
1980, 24 de marzo. Una bala pone fin a su vida mientras celebra misa
en la capilla del Hospital Divina Providencia.
1980, 30 de marzo. El masivo funeral de Monseñor Romero termina
en un baño de sangre.

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HÉCTOR Dada Hirezi

El político

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La honestidad es prima-hermana de la bondad, de la verdad, de la integridad.
Decirle honesto a alguien es decirle mucho, a pesar incluso de que se ha
convertido en una de esas palabras que pronunciamos a la carrera, sin
reparar en su trascendencia. Al mundo le iría mejor si la honestidad
estuviera más extendida. Pues bien, Héctor Dada Hirezi no se cansará de
retratar a Monseñor Romero como alguien honesto. Lo repetirá una y
otra y otra vez.

-Creo que ninguno de nosotros habíamos valorado su absoluta honestidad


humana y religiosa -dice Héctor cuando intenta explicarse a sí mismo por
qué de un día para otro el preferido de la oligarquía se convirtió en voz
de los sinvoz-, una conjunción de honestidades que lo llevaron a
comprometerse en cosas con las que nadie esperaba que se comprometiera.

Héctor lo conoció muy bien, desde niño, desde cuando llegaba a la casa
de su tío Emilio Simán y lo hallaba reunido con un joven cura migueleño
llamado Óscar Arnulfo Romero. Ambos, Emilio y el padre Romero,
mantenían encuentros esporádicos como directores que eran de Criterio
y Chaparrastique, los semanarios de la arquidiócesis de San Salvador y de
la diócesis de San Miguel respectivamente. Ahí empezó todo. Con los
años, devinieron incontables las veces que Héctor y Monseñor Romero
estuvieron juntos.

-Y usted -pregunto a Héctor-, ¿cree que Monseñor Romero es santo?


-Totalmente, pero ¿qué es la santidad en una teología sana? Hay que
recordar que los dos grandes fundadores de la Iglesia fueron Pedro, que
negó a Cristo, y Pablo, que perseguía cristianos; y los dos son santos. Los
santos son seres humanos que cometen errores, como todos, pero que
cumplen con los principios de honestidad, de bondad, de entrega a los
demás, de cumplimiento de la palabra de Jesús de Nazareth… Y eso fue
él.
-¿Esa plena conciencia de su santidad la tuvo después o antes del asesinato?
-En vida ya sentía que era un cristiano ejemplar. Si algo yo le respetaba
es que hacía lo que él creía, y lo hacía con sanidad de espíritu. Nunca le
encontré una mala intención, y que no estuviéramos siempre de acuerdo
no quiere decir que uno no respetara su total honestidad.

Su total honestidad, dice.


***

Héctor Miguel Antonio Dada Hirezi nació el 12 de abril de 1938 al interior


de la vivienda familiar, ubicada muy cerca del Campo de Marte, en el
Centro Histórico de San Salvador. Sus apellidos son de origen árabe. Los
dos abuelos nacieron en Palestina, y ambos llegaron a El Salvador después
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de pasar unos años en Nueva York, pero por caminos separados. Su padre,
Cristo Miguel Dada, era un médico formado en Francia, cristiano ortodoxo,
creyente en Dios pero poco amigo de los templos. Su madre, Graciela
Hirezi, nació y se crió en Zacatecoluca, donde la familia era propietaria
del principal almacén de la ciudad; era católica y religiosa en el sentido
más tradicional de la palabra.
-Pero mi formación católica se la debo a los jesuitas -dice.

En una época en la que aprender a leer y a escribir estaba al alcance de


pocos, Héctor estudió en la institución de educación secundaria más
prestigiosa del país: el Externado de San José, administrado por la Compañía
de Jesús. Los Dada Hirezi no eran oligarquía ni mucho menos, pero vivían
con holgura.
-Puedo decir que tuve una infancia muy feliz, con mucho cariño en mi casa.

Los estudios superiores los realizó en la Universidad de El Salvador,


Ingeniería civil, y fue en esos años, en la segunda mitad de la década de
los 50, cuando comenzó a coquetear con la política. Se convirtió en
dirigente estudiantil -llegó incluso a presidir la ACUS, Acción Católica
Universitaria Salvadoreña-, y participó en la fundación del Partido Demócrata
Cristiano (PDC). No aparece en el listado de fundadores tan solo porque
estaba fuera del país el día de la inscripción en el tribunal electoral. En
1966, con apenas 28 años, ocupó una curul en la Asamblea Legislativa.

A finales de los 60 decidió estudiar Economía. Serias discrepancias con la


dirigencia del partido por la guerra contra Honduras lo convencieron de
hacerlo en el extranjero, y en 1970 se instaló en Bélgica. Para entonces
estaba ya casado con Gloria Sánchez Chévez, la madre de sus cuatro hijos:
Héctor, Rodrigo, Carlos y Gloria. De Europa se regresó definitivamente
a inicios de 1977, conoció desde las entrañas -participó en la primera y
en la segunda Junta Revolucionaria de Gobierno- la efervescencia política
y sus consecuencias, y tres años después tuvo que irse de nuevo, esta vez
a México y amenazado de muerte. Durante la guerra civil hizo consultorías
y trabajó para institutos de investigación y para Naciones Unidas, y cumplió
a rajatabla su decisión de no involucrarse con ninguna de las partes en
conflicto.

-Me lo pidieron varios amigos -recuerda-, pero no me metí al FDR (Frente


Democrático Revolucionario) porque nunca he creído en la lucha armada
como medio de hacer política.

Tras la firma de los Acuerdos de Paz, los Dada-Sánchez regresaron a El


Salvador. La política pronto llamó a la puerta de Héctor: concejal en San

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Salvador, regreso a la Asamblea como diputado, ministro… Su rostro es
hoy por hoy uno de los más conocidos de la política salvadoreña, y quizá
uno de los más respetados.

-Pero El Salvador aún está como está, don Héctor. ¿Cómo duerme después
de haberle entregado tanto al país?
-El mundo no es perfecto, y este país es más imperfecto que lo que debería
ser. Yo aprendí hace tiempo que uno tiene que hacer todo lo que pueda
para cambiar las cosas en la dirección que uno cree que es la correcta,
pero Roberto, también aprendí que uno no tiene toda la responsabilidad.

***

La primera vez que Monseñor Romero tuvo que mirar a los ojos de
familiares de víctimas de una masacre perpetrada por la Guardia Nacional
fue el domingo 22 de junio de 1975, seis meses después de haber tomado
posesión como obispo de Santiago de María. Sucedió en el cantón Tres
Calles del municipio de San Agustín, departamento de Usulután, lugar en
el que el día anterior unos 40 agentes se habían presentado a la 1 de
madrugada y habían asesinado a sangre fría a seis campesinos -José Ostorga,
sus tres hijos, dos vecinos- de una comunidad eclesial de base. La noticia
había llegado a oídos de Monseñor Romero el propio sábado, y el domingo
se desplazó hasta Tres Calles. Tras verificar en persona lo sucedido, decidió
escribir dos cartas para explicitar su inconformidad: una dirigida al presidente
de la República, su amigo el coronel Arturo Armando Molina; y la otra,
a los obispos salvadoreños. Pero se negó a denunciar públicamente lo
ocurrido.

La noticia de la tragedia se regó por todo el país, y se coló en la agenda


de la Comisión Nacional de Justicia y Paz, un organismo consultivo
conformado por laicos y religiosos del que tanto Monseñor Romero como
Héctor formaban parte.

-Tuvimos una gran discusión ese día, bastante fuerte, porque nosotros
decíamos que había que denunciar la masacre, y él sostenía que no, que
la Iglesia tenía que actuar por caminos más discretos -dice Héctor.

Esa actitud timorata ante la represión se desvanecería tras la toma de


posesión como arzobispo de San Salvador, y Monseñor Romero hoy es
recordado en todo el mundo como un referente incuestionable en materia
de derechos humanos. Esa metamorfosis, que algunos llaman conversión,
fue años después motivo de conversación. “Hoy entiendo muchas de las
cosas que ustedes nos decían en la Comisión de Justicia y Paz”, le dijo a
Héctor en alguna ocasión.

***
15
Héctor amaneció el 18 de marzo de 1977 en Bélgica, donde vivió varios
años y cosechó una licenciatura y una maestría en Economía por la
Universidad Católica de Lovaina. Abordó un avión y cruzó el océano
Atlántico junto a toda su familia, esta vez con la firme intención de radicarse
definitivamente en El Salvador. Eran años sin internet ni televisión por
satélite, pero Héctor se había esforzado por no desconectarse de la
realidad salvadoreña. Sabía que a Óscar Arnulfo Romero, un viejo conocido
suyo, lo habían nombrado arzobispo de San Salvador hacía un mes. La
elección no le había hecho gracia porque él era de los convencidos de que
el indicado para el puesto era monseñor Rivera Damas.

La última escala del vuelo fue en el aeropuerto de La Aurora, en Ciudad


de Guatemala. Allí subió otro viejo conocido suyo: monseñor Emanuele
Gerada, el nuncio apostólico para Guatemala y El Salvador. Entonces había
menos formalidad en los aviones y, como varios asientos estaban vacíos,
apenas despegó la aeronave, el nuncio Gerada y Héctor se sentaron juntos
para platicar.

-Usted me tiene que ayudar a convencerlo -le dijo el nuncio Gerada-, lo


que está haciendo Monseñor Romero es una locura.
-¿Y qué es lo que está haciendo? -preguntó Héctor, sorprendido de que
estuvieran hablando de la misma persona tradicionalista y sumiso a la
jerarquía eclesiástica que él conocía.
-¡Quiere cerrar las iglesias!

Seis días antes de aquel encuentro en las alturas habían acribillado al padre
Rutilio Grande. Reunido el martes 15, el clero había aprobado en asamblea
y de forma abrumadora la idea de oficiar en Catedral metropolitana una
misa única. Monseñor Romero respaldó la petición, algo que escandalizó
sobremanera al Gobierno del coronel Molina y a Gerada, quien apenas
unas semanas atrás había sido su principal promotor.

Al día siguiente de su llegada a El Salvador, en la víspera de la misa única,


Héctor se acercó a las oficinas del arzobispado, situadas en el segundo
piso del seminario San José de la Montaña. Le dio el pésame por lo del
padre Grande y le comentó su conversación con Gerada, pero no trató
de convencerlo de nada. Al contrario, se puso a sus órdenes.

-La relación con monseñor Gerada era tensa -recuerda-, creo que porque
él nunca entendió lo que pasaba en este país ni la honestidad de Monseñor
Romero. Él era de ese sector de la Iglesia para el que la tranquilidad es
lo más importante, sin importar el costo.

***
20
El 22 de enero de 1980 las calles de San Salvador acogieron la manifestación
más multitudinaria jamás vista en el país. Héctor se atreve a calificarla
como la más grande jamás vista en Centroamérica. Estimaciones
conservadoras cifraron en 250,000 las personas que respondieron a la
convocatoria realizada por la Coordinadora Revolucionaria de Masas, el
más firme intento por unificar el crisol de movimientos sociales en que
estaba fraccionada la izquierda salvadoreña.

-Nunca se había visto algo así -dice-, y yo, honestamente, pensé que con
esa manifestación iban a intentar tomarse Casa Presidencial.

Fue tanta la afluencia que mientras algunos aún esperaban salir desde el
monumento al Divino Salvador del Mundo, otros estaban ya frente a la
catedral, donde se dice que comenzaron los disparos. Monseñor Romero
registró sus impresiones en su diario personal: “A la altura del Palacio
Nacional se inició un tiroteo que desbandó esta preciosa manifestación -
preciosa manifestación, dice-, que era una fiesta del pueblo”. Para finales
de enero su apoyo tácito a las organizaciones populares, y por extensión
a sus reivindicaciones, tenía a la base el desencanto acumulado hacia la
Junta Revolucionaria de Gobierno, de la que en ese momento Héctor era
uno de los cinco integrantes. Aquel día, los principales funcionarios de
Gobierno siguieron los acontecimientos encerrados en Casa Presidencial.
Después de que las radios reportaron el tiroteo, Héctor y Monseñor
Romero hablaron por teléfono.

-Monseñor, esos disparos no son de soldados -le aseguró Héctor-. Acabo


de consultar y me han garantizado que se cumplió nuestra orden de que
no hubiera ningún agente de seguridad ni ningún soldado en el camino.
-Pero hay gente en catedral que los está viendo disparar desde el Palacio
Nacional.
-No puede ser, Monseñor.

Sí pudo ser.

Cuando confirmó por otras vías la veracidad de la versión, Héctor se


levantó en medio de una reunión de gabinete y pidió explicaciones al
ministro de Defensa, el coronel Guillermo García, que encarnaba la línea
dura dentro de la Fuerza Armada. La nueva versión era que en efecto
habían dejado unos guardias para custodiar el Palacio Nacional y que se
pusieron tan nerviosos que dispararon, pero sin órdenes de sus superiores.
Hubo más disparos y más muertos en más lugares. Trece años después,
la Comisión de la Verdad cifró entre 22 y 50 los fallecidos entre los
manifestantes, además de un centenar de heridos.

21
-Yo soy una persona muy tranquila, pero verdaderamente reaccioné con
mucha violencia ese día -dice-. Creo que los militares nos estaban viendo
la cara.

Al día siguiente, 23 de enero, la tensión se mantuvo. Tras lo ocurrido en


la víspera, unas 40,000 personas se habían refugiado en la Universidad de
El Salvador, y el Ejército, desplegado en los alrededores, amenazaba con
ingresar con el pretexto de que escondían armas. Monseñor Romero se
presentó en Casa Presidencial para solicitar que levantaran el cerco militar,
y esa visita fue el detonante para otro violento choque verbal entre las
antagónicas visiones que había dentro del gabinete.

Con el paso de los días la situación, lejos de calmarse, se tensó más:


asesinatos, atentados, huelgas, ametrallamientos, tomas de fábricas,
secuestros… En la madrugada del 23 de febrero un escuadrón de la muerte
irrumpió en la vivienda de Mario Zamora, procurador general de la
República y máximo exponente de la línea progresista al interior del PDC,
con la que Héctor se identificaba. Lo ametrallaron en un baño de la casa.

-Y ese sí ya fue el fin.

Solo entonces se convenció de lo que ya sabía pero se negaba a admitir:


que las fuerzas que empujaban el país hacia la guerra abierta eran más
poderosas que las que trataban de evitarla. También al interior la Junta
Revolucionaria de Gobierno de la que formaba parte.

***

La conclusión a la que llegó esta comisión, después de haber oído testigos


presenciales fidedignos y de haber platicado con numerosos corresponsales
extranjeros que se encontraban en el lugar de los hechos, es la siguiente:
1.) La manifestación convocada por la Coordinadora Nacional de
Organizaciones Populares de Masas se estaba realizando en una forma
pacífica y ordenada. Esta actitud desde un principio contrastó con la actitud
provocadora de la derecha, a la que la misma Junta de Gobierno culpó
como causante del desorden. 2.) Antes de que se iniciara la balacera desde
una avioneta se estuvo arrojando veneno contra los manifestantes. […]
4.) Hay una gran convergencia de opiniones en señalar a estos guardias
nacionales del Palacio Nacional como los responsables de la balacera. 5.)
Algunos de los manifestantes defendieron a sus compañeros disparando
también con armas de fuego. […] 7.) Aunque sí hubo posteriormente
acciones de repudio por parte de algunos miembros de las organizaciones
populares (quema de algunos autos, saqueos), la mayoría no se dejó
provocar como tal vez hubieran deseado los de la derecha, sino que se

22
refugiaron en templos o edificios cercanos y varios miles sin dispersarse
se fueron a proteger ordenadamente en el recinto de la universidad
nacional. […] 9.) Toda la información radial de estos acontecimientos fue
controlada por el Gobierno, quien ordenó que se mantuvieran por más
de 48 horas las emisoras de radio en cadena nacional, difundiendo solo
la versión oficial. 10.) La prensa nacional publicó solo fotografías de los
manifestantes que andaban armados, pero no de las actitudes de la derecha
y de la Guardia Nacional que los agredió.

(Monseñor Romero, homilía del 27 de enero de 1980)

***

Durante finales de los sesenta y en buena parte de la década de los setenta


Héctor tuvo una intensa actividad política como militante de la democracia
cristiana. Tras el golpe de Estado del 15 octubre de 1979, se desempeñó
como canciller durante la primera Junta Revolucionaria de Gobierno e
integró la segunda Junta tras la recomposición de enero de 1980. Mantuvo
además una privilegiada relación con Monseñor Romero, que terminó
convertido en un actor político trascendental del trienio 1977-1980. Héctor
tiene mucho que decir sobre lo ocurrido en esos años, pero aún no se
anima.

-Desde hace mucho tiempo tengo el guión hecho para escribir un libro
algún día, pero debo confesarte, Roberto, que me cuesta mucho hablar
de estas cosas.

***

Convencido de que nada podía detener la guerra civil, y sabedor de que


era objetivo prioritario de los escuadrones de la muerte, el 3 de marzo
de 1980 Héctor renunció a su cargo en la segunda Junta y decidió abandonar
de inmediato el país. Pero antes visitó a Monseñor Romero.

-¿Él no le pidió que se quedara? -pregunto.


-No, le di las explicaciones de mi decisión y le dije: esto, Monseñor, no
va hacia ningún lado.

En realidad, el país sí fue hacia algún lado: directo a un precipicio del que
tardaría más de una década en salir. Héctor se exilió, y desde la lejanía
vivió el principio del fin: tan solo durante el primer año de exilio asesinaron
al arzobispo, asesinaron al rector de la Universidad de El Salvador, violaron
y asesinaron a cuatro religiosas estadounidenses, torpedearon cualquier
posibilidad de diálogo con la tortura y el asesinato de seis dirigentes del
FDR, la guerrilla lanzó la Ofensiva final, se creó el Batallón Atlacatl…
23
Socorro Jurídico del Arzobispado cifró en más de 28,000 los asesinatos
de civiles tan solo en 1980 y 1981.

Tras aquel último encuentro, Héctor voló hacia México, solo, y nunca más
volvió a ver a Monseñor Romero. Pero su esposa Gloria sí visitó al
arzobispo el 12 de marzo y le facilitó el número de teléfono de la casa en
la que se hospedaba su marido. También ella le pidió consejo: la Policía
de Hacienda ya había ido a buscarla a su lugar de trabajo.

-Gloria, también usted debe de irse -le aconsejó-. Si se queda aquí, la van
a matar.
-El que está en peligro de que lo maten es usted -le respondió.
-Pero usted está casada y tiene hijos, y yo soy obispo. Usted tiene que
irse, y yo me tengo que quedar.

Gloria también voló a México, lo hizo con boleto de ida y vuelta. Los hijos
se quedaron en principio en El Salvador. El jueves 20 de marzo, Monseñor
Romero tomó el número telefónico que la esposa le había dejado y lo
marcó.

-Héctor, ¿está allá su señora? -le preguntó secamente.


-Sí, Monseñor.
-Pues quítele el pasaporte y el boleto de avión, y que se quede con usted.
Si regresa, la van a matar.
-Sí, mi señora me contó que usted le recomendó eso.
-Es que así son las cosas. Su señora se tiene que quedar en México.

Monseñor Romero le colgó el teléfono. Pocas veces Héctor lo sintió tan


imperativo, pero no hubo ninguna otra ocasión para preguntarle el porqué.
A los cuatro días, ese mismo aparato volvió a sonar en torno a las 7 de
la tarde. Esta vez el que preguntaba por él era Djuka Julius, un periodista
de Tanyug, la agencia de noticias estatal de Yugoslavia, al que Héctor había
conocido unos días atrás.

-Me acaban de hablar de San Salvador -le dijo-, solo cuelgo y lo llamo a
usted. No le puedo dar detalles porque ahora no sé más, pero acaban de
matar a Monseñor Romero.

Héctor sintió como si le dispararan en el pecho.

***

El asesinato Héctor lo interpretó como una operación de guerra desde


un inicio, como un intento por deshacerse de la única persona que tenía

24
la autoridad moral para llamar al diálogo. Quienes lo mataron quisieron
matar la voz de la conciencia de un país entero. Quisieron matar la
honestidad.

-Algunos sectores al inicio culparon a los grupos insurgentes, ¿usted llegó


a dudar?
-En absoluto. Cuando ocurre algo así, la primera pregunta que uno debe
hacerse es quién gana con eso, y la derecha en El Salvador fue tan torpe
que permitió que la izquierda recibiera los frutos de la popularidad de
Monseñor Romero, a pesar de que él criticaba con dureza todo tipo de
lucha armada. También Estados Unidos necesitaba una solución rápida, y
yo no sé cuánto se involucró el grupo de asesores norteamericanos, pero
el asesinato me parece que fue una acción que pretendía forzar a lo que
los norteamericanos me dijeron a mí el 14 de febrero de 1980: que la
guerra la podían ganar en no más de seis meses.

Cuando escuchó ese argumento en boca de un alto representante de la


embajada de Estados Unidos, Héctor sonrió y le respondió que al fin oía
un punto en común con el pensamiento de la guerrilla en ciernes: que la
guerra sería corta.

_Había una obsesión entre los estadounidenses de que podían derrotar


a la guerrilla así -y chasquea sus dedos- si les soltaban las manos. Y
Monseñor Romero era la persona que les amarraba las manos.

***

La Comisión concluye lo siguiente:

1. Existe plena evidencia de que:

a. El ex-Mayor Roberto D'Aubuisson dio la orden se asesinar al


arzobispo y dio instrucciones precisas a miembros de su entorno
de seguridad, actuando como “escuadrón de la muerte”, de organizar
y supervisar la ejecución del asesinato.
b. Los capitanes Álvaro Saravia y Eduardo Ávila tuvieron una participación
activa en la planificación y conducta del asesinato, así como Fernando
Sagrera y Mario Molina.
c. Amado Antonio Garay, el motorista del ex-capitán Saravia, fue
asignado y transportó al tirador a la capilla. El señor Garay fue testigo
de excepción cuando desde un Volkswagen rojo de cuatro puertas,
el tirador disparó una sola bala calibre .22 de alta velocidad para
matar al arzobispo.
25
(De la locura a la esperanza. La guerra de 12 años en El Salvador. Informe
de la Comisión de la Verdad para El Salvador. Naciones Unidas, San
Salvador/Nueva York 1992-1993)

***

El jueves 15 de febrero de 2007 la Asamblea Legislativa, en sesión plenaria,


debatió una propuesta para nombrar a Roberto d'Aubuisson Arrieta Hijo
Meritísimo de El Salvador. Ese día el llamado primer órgano del Estado
se asemejó más un estadio de fútbol que a la sede del Poder Legislativo.
Militantes y simpatizantes de Alianza Republicana Nacionalista (ARENA),
el partido fundado por D'Aubuisson, llegaron a la sesión, pero eran minoría
frente al nutrido grupo que llegó a oponerse al homenaje con carteles que
explicitaban su rechazo. “D'Aubuisson, hijo meritísimo de la muerte”,
decía uno. “No al asesino de Monseñor Romero”, decía otro. De entre
todos los diputados, Héctor, representante entonces de un pequeño
partido de centro-izquierda llamado Cambio Democrático, era el que más
y mejor lo había conocido.

-No era la primera vez que se discutía sobre Monseñor en la Asamblea.


De vez en cuando los de ARENA se lanzaban a hablar pestes de él, y
muchas veces me tocó decirle a alguno: usted nunca lo conoció, yo sí, y
lo conocí lo suficiente como para decir que usted está mintiendo.

Pero aquel 15 de febrero optó por la prudencia. Incluso hubo un momento


en el que, en medio de la discusión, subió a pedir calma a detractores y
partidarios de D'Aubuisson. Cuando solicitó la palabra, habló poco pero
sustancioso.

-En esa ocasión solo les dije quién era Roberto d'Aubuisson.
-¿Y quién era Roberto d'Aubuisson? -pregunto.
-También lo conocí bien. Era un poquito menor que yo y siempre fue un
pistolero, desde que tenía 16 años, borracho y pistolero. Y siguió siendo
borracho y pistolero toda su vida.

26
Ricardo URIOSTE Bustamante

El vicario general

27
Aquella mañana Monseñor Romero y sus dos acompañantes llegaron con
tiempo a la plaza de San Pedro y se mezclaron entre la multitud. Era 25
de junio de 1978, su último domingo en Roma antes de que los tres
emprendieran viaje de regreso a El Salvador. No se habría perdonado
dejar de rezar el Ángelus junto al papa Pablo VI, que cuatro días antes lo
había recibido en una cálida audiencia privada. El Papa se asomó al balcón
cuando aún faltaban unos minutos para mediodía y sorprendió a todos
con unas sentidas palabras sobre Mauro Carassale, un niño de 11 años
secuestrado dos meses atrás.

-Querido Mauro -dijo Pablo VI en italiano-, tú eres el símbolo, pequeño


cordero, de la bondad inocente, y tu gesto se eleva como ejemplo para
todos, invitando al heroísmo del sacrificio de sí en favor del hermano que
sufre.

El caso de Mauro, un niño de un pequeño pueblo llamado Olbia, en la isla


italiana de Cerdeña, había conmocionado al país entero. Cuando a finales
de abril los secuestradores llegaron a la casa, se quisieron llevar al hermano
mayor, Enrico, pero Mauro les hizo saber que él estaba enfermo y se
ofreció a cambio.

-Nosotros invocamos a la Virgen -agregó el Papa-, la compasiva por sublime


excelencia, para que venga desde el cielo en tu socorro y en el nuestro.

Monseñor Romero escuchó con atención las palabras de Pablo VI, las
rumió en silencio, y concluyó que el mensaje iba de alguna manera dirigido
a él. Fiel a su parquedad, no comentó nada a sus acompañantes: el obispo
de Santiago de María, Arturo Rivera Damas; y Ricardo Urioste, el vicario
general de la arquidiócesis.

-Era muy perspicaz, se fijaba en todo -responde Urioste cuando le pregunto


por esta anécdota tres décadas después.

Cuando estuvo a solas, Monseñor Romero se desahogó ante la grabadora


en la que registraba su diario. Narró con detalle lo ocurrido aquella mañana,
y finalizó con un paralelismo entre su admirado Pablo VI -quien fallecería
seis semanas después- y su labor como arzobispo de San Salvador: “Me
llenó de satisfacción esta denuncia del Papa, porque mi modo de predicar
coincide con este gesto de comprensión con el sufrimiento humano. Le
doy gracias a Dios de encontrar aquí una nueva motivación para seguir
adelante en mi trabajo pastoral”.

Y Monseñor Romero siguió adelante.

***
28
Ricardo Urioste Bustamante nació el 18 de septiembre de 1925 en San
Salvador, en una casa situada sobre la avenida Independencia, que entonces
era una elegante calle que servía como puerta de entrada a la capital. Hijo
de Adrián y de Amada, y hermano menor de sus dos hermanas, la familia
Urioste no nadaba en la abundancia, pero tampoco pasaba apuros, ni
siquiera cuando en 1928 falleció Adrián, un aplicado contador que trabajaba
para la International Railways of Central America, la empresa que operaba
el ferrocarril.

Amada era muy religiosa, fue terciaria franciscana, y Urioste desde niño
se vio tentado por la idea de convertirse en sacerdote. La posibilidad se
presentó casi por casualidad cuando tenía 11 años, en un día de clases
cualquiera en el colegio marista donde estudiaba.

-Entró el hermano Manuel -recuerda-, que era el director, y llamó a cuatro:


a Salvador López, un muchacho que era muy bueno con el acordeón, a
Matialena, a Mario Eloy Guerrero y a mí. Afuera estaba un viejito vestido
de sotana que resultó ser monseñor Belloso, el arzobispo. El hermano
Manuel le dijo: monseñor, estos son los que quieren ir al seminario. Pero
ninguno de nosotros había nunca hablado de eso.

Urioste ingresó en el Seminario San José de la Montaña el año en que se


inauguró: 1938. Siete años después, con 20, marchó hacia España a estudiar
Teología. Para ser ordenado sacerdote tuvo que pedir dispensa ya que el
Derecho Canónico lo impide antes de los 24. La ordenación fue el 18 de
julio de 1948, con 22 años y 10 meses. Un día después viajó a Nueva York,
ciudad en la que ofició su primera misa. De allí a California, donde residían
madre y hermanas, y a las pocas semanas voló de nuevo desde Estados
Unidos a Europa para en septiembre iniciar sus estudios en Derecho
Canónico en la Universidad Gregoriana de Roma.

Estando en Roma, un día de 1950 recibió una carta con matasellos de El


Salvador. La firmaba el padre Óscar Arnulfo Romero, director del semanario
Chaparrastique. El 1 de noviembre de ese año el papa Pío XII haría público
el dogma de la Asunción de la Virgen María, y cuando el padre Romero
se enteró de que en Roma había un sacerdote salvadoreño, se le ocurrió
pedirle un artículo. Urioste lo escribió y se lo envió.

-Aún recuerdo que terminaba diciendo: “El obelisco de granito de la plaza


de San Pedro parecía cantar con nosotros ¡Cristo vence! ¡Cristo reina!
¡Cristo impera!”.

La relación ahí quedó. Urioste ni siquiera recibió algún tipo de comunicación


de agradecimiento o para confirmar que el artículo había llegado a San
Miguel. De hecho, nunca ha sabido si se publicó o no.
29
Urioste regresó a El Salvador cuando concluyó sus estudios a finales de
1951. El arzobispo, monseñor Chávez y González, lo acogió con los brazos
abiertos y de inmediato lo puso a trabajar con él. En 1957 le asignó su
primera parroquia: la de San Francisco, en el centro de San Salvador,
donde permanecería hasta que en octubre de 1977 Monseñor Romero
lo llamó para convertirlo en vicario general.

Pero antes de eso, en 1968, acaeció el primer encuentro personal con el


padre Romero. Ocurrió en San Miguel, y más que encuentro fue
encontronazo. Urioste llegó a la Perla de Oriente invitado por el obispo,
Lorenzo Graziano, a dar una charla a los sacerdotes. Al final de la conferencia
buscó al padre Romero, cuyo nombre ya sonaba en todo el país por su
laboriosidad y dedicación, pero también por su tradicionalismo y por sus
conflictos de personalidad con otros sacerdotes. Lo halló recostado en
una hamaca, y se acercó para comentarle uno de los discursos sobre la
doctrina social de la Iglesia del papa Pablo VI. Con las palabras justas, ni
una más, y no sin cierto grado de altanería, el padre Romero se incorporó
para hacerle varias correcciones. Cuando regresó a San Salvador, Urioste
releyó sus revistas y confrontó su interpretación original con la que había
hecho el padre Romero, y terminó dándole la razón.

-Fue el hombre -reflexiona Urioste- que más conoció el magisterio de la


Iglesia en este país, y nadie después ha podido conocerlo tan bien.

Entre 1967 y 1974 Monseñor Romero vivió en San Salvador, pero los
contactos entre ambos fueron mínimos, por no decir nulos. “Él vivía como
aislado, no se mezclaba mucho con el clero”, recuerda Urioste ese período.

***
“¿Quieres café o no?”, me pregunta Urioste. Es esta una mañana de agosto
de 2010, y estamos sentados en el jardín de su casa, en la colonia Roma
de San Salvador, alrededor de una vieja mesa forjada. La espesura que nos
rodea la preside un vigoroso palo de aguacate. Por el tronco, salpicado
de musgo, ayer descendieron dos ardillas, miraron con descaro a los
intrusos y se subieron. “Son muy trabajadoras, hasta los cocos de esas
palmeras han aprendido a abrir”, comentó Urioste al percatarse de mi
asombro.

Además del recipiente con café y de las tazas, sobre la mesa forjada hay
un cenicero con cabuyas -a sus 84 años conserva el vicio del cigarro- y
un montón de revistas y libros apilados. Dos llaman mi atención: uno es
Don Quijote de la Mancha; el otro, una edición en inglés de El precio de la
gracia, de Dietrich Bonhoeffer, un teólogo alemán que también fue asesinado
por la intransigencia; en su caso, encarnada por el nazismo. Bonhoeffer y
30
Monseñor Romero tienen en común algo más que la admiración de Urioste.
A los dos les erigieron una estatua en la Galería de los Mártires del Siglo
XX que decora unos de los pórticos de la abadía de Westminster, en
Inglaterra. Están el uno junto al otro, como si alguien hubiera querido que
se contaran sus intimidades para toda la eternidad.

-Y usted -pregunto a Urioste-, ¿cree que Monseñor Romero es santo?


-Yo no tengo la más mínima duda, pero ni la más mínima. Incluso tengo
la certeza de que está en el cielo desde el primer momento, con Dios, y
creo también que, ante tantas acusaciones que se hicieron y aún se hacen
en su contra, me imagino que el Señor le estará diciendo: no te aflijás,
Oscarito, tú aquí estás conmigo. No hagás caso de lo que dicen allá abajo.

***

Urioste está convencido de que Dios inspiró a Monseñor Romero en


todas y cada una de las decisiones tomadas. Esa es la razón, dice, por la
que se comprometió a seguirlo.

-Muchos lo admiran por su defensa de los derechos humanos, y yo también.


Por su defensa de la vida, por su cercanía con los pobres, por su amor
por ellos, y todo eso es muy correcto, pero yo -y enfatiza el yo- lo admiraba
más por su búsqueda de Dios y su afán de comunicarse con él, porque de
ahí arrancaba todo lo demás.

Admiración que suena muy sincera, a pesar de que en esta larga entrevista
por momentos me dará la impresión de que la relación entre ambos nunca
abandonó el ámbito de lo estrictamente profesional.

-¿Alguna vez llegó a considerarlo su amigo? -pregunto.


-Pues depende de cómo entendamos la palabra amigo. Si se trata de decir
amigo en el sentido de: mire, Monseñor, ¿no quiere que vayamos a comer
hoy? O vamos hoy al cine, Monseñor, ¿le parece? Pues no. Yo creo que
en ese sentido él solo tenía un único amigo: Salvador Barraza.

***

Como le ocurrió a la gran mayoría de los religiosos y religiosas de la


arquidiócesis, Urioste no se alegró cuando la Santa Sede designó a Monseñor
Romero. Y el descontento no era porque en la capital se desconociera
quién era este migueleño. Entre 1970 y 1974 se había desempeñado como
obispo auxiliar en San Salvador, en una atípica y mal avenida terna de
mando integrada por monseñor Chávez y González como arzobispo y por
monseñor Rivera Damas también como auxiliar. Ambos simpatizaban con

31
las ideas progresistas surgidas del Concilio Vaticano II y de la conferencia
de obispos latinoamericanos de 1968 en Medellín, Colombia.

-Recuerdo -me dice- algo que monseñor Rivera Damas me confió antes
de morir: poco tiempo antes de que en Roma decidieran quién sería el
arzobispo, a él le dijeron que necesitaban a alguien menos crítico con el
Gobierno, y por eso escogieron a Romero. Yo siempre digo que cuando
la Iglesia se deja llevar por motivaciones humanas, el Espíritu Santo hace
otra cosa, ¿verdad?

Urioste lo admite: hay un antes y un después en su relación con Monseñor


Romero. En los primeros días de febrero de 1977, cuando ya se rumoraba
quién sería el sucesor de monseñor Chávez y González, no ocultaba su
disconformidad. Pocas semanas después, a finales de marzo, fue el único
que lo acompañó en el primer viaje a Roma. Algo ocurrió en ese intervalo
de tiempo. Al teólogo jesuita Jon Sobrino le gusta usar la palabra conversión
para definir la transformación, y señala como detonante el asesinato del
padre Rutilio Grande. Urioste prefiere hablar de un proceso; para ilustrarlo,
recurre al evangelio de San Marcos.

-Monseñor fue alguien que siempre, desde joven, fue viendo qué es lo que
Dios pedía de él, y poco a poco Dios lo fue llevando por los caminos que
lo llevó. Yo siempre comparo esto con lo que ocurre con Jesús y el ciego
de nacimiento al que cura en Betsaida. El Señor le toca los ojos -y Urioste
gesticula como si fuera él quien está sanando-, y le pregunta que si ve, y
el ciego le dice: veo a los hombres como árboles que caminan; o sea, que
no estaba viendo bien. Entonces, el Señor le vuelve a tocar los ojos y le
pregunta de nuevo que si ve. Y el ciego le dice: ahora veo perfectamente.
Algo así ocurre en la vida de Monseñor. Él fue siempre muy cercano a los
pobres y con una gran sensibilidad, pero los veía como personas a las que
había que tratar paternalmente. Pero el Señor le va tocando los ojos para
que vaya viendo por qué son pobres, por qué están en esa condición,
cómo hay que escucharlos y verlos.

-¿Y cuándo le tocó los ojos al punto de cambiarle de forma tan radical?
-Yo creo que se los va tocando desde San Miguel, y sobre todo cuando
es obispo de Santiago de María. Considero que esos años en Santiago de
María le sirvieron muchísimo para ir viendo de otra manera a los pobres,
a tal grado que cuando regresa a San Salvador nosotros ignorábamos la
apertura que había tenido.

***
32
Enviado por la Santa Sede, el cardenal brasileño Aloísio Lorscheider aterrizó
el último día del año 1979 en el aeropuerto de Ilopango en calidad de
visitador apostólico. Monseñor Romero y Urioste fueron a recibirlo.
Lorscheider llegaba con la misión expresa de investigar quién era el causante
de la tensa relación que se vivía al interior de la Iglesia. Para ello se marcó
una apretada agenda de entrevistas con distintos personajes, tanto defensores
como detractores de Monseñor Romero. “Eran muchos los que no lo
soportaban, entre ellos también hombres de Iglesia”, escribiría años después
Lorscheider.

El 1 de enero se celebró en el Hospital Divina Providencia un encuentro


entre Monseñor Romero, Lorscheider y uno de los integrantes de la
primera Junta Revolucionaria de Gobierno.

-Yo estaba también en la reunión -dice Urioste-. Empezaron a hablar,


hablar y hablar, y de repente, Monseñor se excusó y salió.

Ese encuentro era realmente importante. Monseñor Romero había tenido


en mayo su primera audiencia con Juan Pablo II, en la que el nuevo Papa
no se mostró con él tan comprensivo como su predecesor. En cuanto a
la presencia del funcionario, basta decir que la reunión fue apenas dos días
antes de la renuncia masiva que puso fin a la primera Junta de Gobierno,
en la que Monseñor Romero había depositado sus esperanzas para evitar
la guerra civil.

-Pasaban los minutos, y Monseñor no volvía. Ellos dos se pusieron a platicar,


pero yo dije: bueno, estos señores no han venido a verme a mí, voy a
buscarlo.

Urioste se dirigió a la casa pero no lo halló. Después fue a la sala de las


visitas, y tampoco. Probó en el jardín y hasta en el cafetín, pero nada. Ya
se regresaba a la sala en la que se encontraban los invitados cuando se le
ocurrió entrar en la capilla.

-Y ahí estaba él, solo, hincado en la tercera banca del lado izquierdo. Yo
me acerqué y le dije: Monseñor, los señores le están esperando. Sí, ya voy,
me dijo. Pienso que fue a consultar con Dios qué contestarles.

No fue un caso anecdótico o aislado. Urioste está convencido de que


nunca tomó una decisión importante sin consultarla antes con Dios.

***
Finalmente, un llamamiento a la oligarquía. Les repito lo que dije la otra
vez: no me consideren juez ni enemigo. Soy simplemente el pastor, el
33
hermano, el amigo de este pueblo que sabe de sus sufrimientos, de sus
hambres, de sus angustias, y, en nombre de esas voces, yo levanto mi voz
para decir: no idolatren sus riquezas, no las salven de manera que dejen
morir de hambre a los demás. Hay que compartir para ser felices. El
cardenal Lorscheider me dijo una comparación muy pintoresca: hay que
saber quitarse los anillos para que no le quiten los dedos. Creo que es
una expresión bien inteligente. El que no quiere soltar los anillos se expone
a que le corten la mano, y al que no quiere dar por amor y por justicia
social se expone a que se lo arrebaten por la violencia.

(Monseñor Romero, homilía del 6 de enero de 1980)

***

El 24 de marzo de 1980 Urioste lo pasó recluido en su casa de la colonia


Roma. Se sentía mal. Unas úlceras en sus piernas que lo han acompañado
media vida le exigían reposo con frecuencia, y aquel fue un lunes de dolores.
Si no había podido salir de casa durante el día, mucho menos estaba entre
sus planes hacerlo de noche. Pero una llamada de teléfono de la secretaria
del arzobispado en torno a las 6:35 lo cambió todo. Habían atentado
contra Monseñor Romero. Escuchó noticia, colgó el teléfono y al poco
lo volvió a descolgar para llamar al nuncio apostólico, Emanuele Gerada,
que ese día se encontraba en Guatemala.

-Le dije lo que había ocurrido y punto.

Decir que la relación entre Monseñor Romero y el nuncio Gerada era


tensa es decir poco. Se tensó desde el inicio del arzobispado, cuando el
recién nombrado arzobispo celebró la misa única para condenar el asesinato
del padre Grande, y el distanciamiento no hizo sino acrecentarse con el
paso de los años. Monseñor Romero, un hombre respetuoso como pocos
de la jerarquía eclesiástica, llegó a escribir sobre el nuncio Gerada lo
siguiente: “La figura del nuncio representa al Papa, pero no siempre lo
representa nítidamente”.

Tras la llamada, Urioste se dirigió en carro al Hospitalito. Alcanzó a ver


la sangre en el suelo, pero el cadáver ya se lo habían llevado a la Policlínica
Salvadoreña. No había mucha gente. Unos periodistas se le acercaron y
le pidieron unas palabras. Accedió, pero apenas sabía nada de lo ocurrido.
Después marchó hacia la Policlínica, donde al fin pudo ver el cuerpo inerte,
y ahí mismo se tomó la decisión de embalsamarlo.

Urioste pasó a ser el vicario capitular, algo así como el administrador


apostólico, y a él le tocó organizar la misa-funeral del 30 de marzo.

34
-¿Le afectó su muerte? -pregunto.
-Si me preguntas que si lloré cuando lo vi muerto, la respuesta es no, no
lloré. Lo sentí mucho, me impactó enormemente, estaba tristísimo, pero
en cierto sentido, como yo estaba seguro de que su sucesor iba a ser
monseñor Rivera, eso me alentó mucho.
-¿Cómo estaba tan seguro si la decisión dependía de Roma?
-No quiero entrar en detalles de las gestiones que hice como vicario
capitular, pero en ese momento pensé que el país necesitaba con urgencia
un obispo con todos los poderes. Entonces, fui con el nuncio y le dije:
mire, monseñor, yo estoy dispuesto a dejar de ser el vicario capitular y
sugiero a monseñor Rivera como obispo encargado mientras la Santa Sede
nombra a alguien. Y accedió, escribió a Roma para proponerlo, y se aprobó.

Arturo Rivera Damas, obispo de Santiago de María, el único entre los seis
que integraban la Conferencia Episcopal que no se había opuesto a
Monseñor Romero, tomó las riendas de la arquidiócesis a las pocas semanas,
con la venia del nuncio Gerada. En febrero de 1983, pocos días antes de
la visita del papa Juan Pablo II, fue nombrado arzobispo de San Salvador,
con lo que se cerró el plan diseñado por Urioste.

***

-¿Sabes de qué me arrepiento? -me pregunta-. Pues me arrepiento de no


haber llevado nunca un diario, de no haber sido tan diligente como
Monseñor.
-Nunca es tarde, padre.

Me responde con una mirada y una risotada sorda, y saca su agenda, una
del tamaño de una cajetilla de cigarrillos, para ver qué otro día podemos
continuar la entrevista. Pero antes le pido que por favor me aclare algo
importante.

-¿Cuándo siente que Monseñor Romero lo cambia a usted?


-En vida yo le admiraba su proceder, su altura espiritual, su disponibilidad,
su trabajo, su entrega. Me llamaban la atención su actitud ante Dios, su
respeto…
-¿Pero cuándo fue consciente de que estaba ante una persona excepcional?
-A partir de las primeras semanas de arzobispo empecé a notar algo en
su vida personal, en su predicación. Para mí era algo nuevo escuchar a
alguien como Monseñor, porque normalmente, cuando uno oye a un
sacerdote que empieza a contar cosas, uno piensa: va a seguir por tal otra,
luego por tal otra y va a terminar de tal modo. Pero con Monseñor no
era así, siempre era algo nuevo.

***
35
-¿Que si lo manipularon? Sí, ¡claro que Monseñor fue manipulado! Lo
manipuló Dios, que hizo con él lo que le dio la gana. Yo de eso estoy
convencido, pero convencidísimo, como dogma de fe.

Su vicario general fue uno de los más firmes soportes dentro de la curia
arzobispal durante el agitado trienio al frente de la arquidiócesis. No era
amistad lo que los unía, pero sí una relación basada en el respeto y en la
confianza. Urioste cree tener identificado el momento que simboliza su
cambio de talante hacia Monseñor Romero. Fue durante el viaje a la Santa
Sede que emprendieron los dos solos a finales de marzo de 1977 para
explicar la polémica decisión de la misa única. Recién llegados a Roma, se
hospedaron, y al poco Monseñor Romero golpeó la puerta de su habitación
para invitarlo a dar un paseo. Ni el cansancio acumulado le impidió negarse.
Llegaron a la basílica de San Pedro y, frente al altar de la confesión, el
arzobispo se arrodilló, y Urioste hizo lo mismo.

-A los cinco minutos, más o menos, me levanté. Lo miré, y lo vi en una


tan profunda oración, con sus ojos cerrados, empapado de Dios, que en
ese momento me dije: a este hombre hay que seguirlo, porque él está
siguiendo a Dios.

Después del asesinato, la relación curiosamente se estrechó aún más.


Repasó sus homilías, leyó su diario y sus apuntes espirituales, y Urioste
se convenció de lo que ya estaba convencido. En el año 2000, siguiendo
el ejemplo de una asociación similar que unos conocidos habían formado
en Estados Unidos, promovió el nacimiento de la Fundación Monseñor
Romero, que preside desde entonces. Los objetivos que se propusieron
eran recordar su obra, dar a conocer su pensamiento y conmemorar los
aniversarios del asesinato y del natalicio.

-Pero, monseñor Urioste, ¿esa labor no debería de haberla hecho la Iglesia


católica como institución?
-Pues pienso que sí, pero de hecho no se hacía ni se hace. En algún
momento incluso tuvimos alguna fricción con el arzobispo Sáenz Lacalle.
Así que nos tocó a nosotros llevarlo adelante.

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SALVADOR Barraza Ascencio

El amigo

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Aquel sábado Monseñor Romero estuvo reunido en el Hospital Divina
Providencia con dos de sus más estrechos colaboradores, el padre Rafael
Moreno y el padre Francisco Estrada, jesuitas los dos. Primero había
atendido a dos coroneles de la Fuerza Armada en una conversación cordial
pero en la que no faltaron reproches, para luego quedarse solos los tres,
ordenando ideas para la homilía del día siguiente. Estaba claro que no sería
una más, que el país entero estaría más pendiente que lo acostumbrado
de sus palabras. Era 20 de octubre de 1979, y la homilía que afinaban iba
a ser la primera después del golpe de Estado.

A las 11 de la noche los sacerdotes se retiraron. Cuando ya se habían ido,


Monseñor Romero se percató de que el padre Rafael Moreno se había
llevado por error los papeles en los que había anotado las ideas que se
disponía a dar desarrollar. El toque de queda iniciaba a las 12, y necesitaba
que alguien fuera hasta la residencia de los jesuitas, en Santa Tecla, para
recuperarle sus anotaciones. Era un favor de esos que solo se piden a
personas de entera confianza, y llamó a Salvador Barraza.

No lo tuvo que repetir dos veces. Salvador se vistió, manejó su carro hasta
Santa Tecla, recogió los papeles, desde allí se dirigió hasta el Hospitalito,
se los entregó a su amigo, y se regresó a la casa, cerca de la Terminal de
Occidente, sin que ocurriera inconveniente alguno. Salvador volvió a la
cama, y Monseñor Romero siguió trabajando en soledad hasta las 4 de la
madrugada.
***

Salvador vive hoy en la colonia Buenos Aires del barrio San Jacinto de San
Salvador. El dinero que entra en la casa es poco, muy poco, y casi todo
lo aporta su esposa Marta. Él trabaja como vendedor de mobiliario escolar,
pero gana a comisión, y la venta está mala, nula en los últimos meses.

-Don Salvador, ¿y usted no tiene su pensión?


-No. Yo trabajé mucho, pero por mi cuenta, y uno de joven no piensa que
algún día le faltará el trabajo.

Su casa es larga y estrecha. La sala es lo primero cuando se entra desde


la calle. Está pintada de azul celeste, pero la humedad se ha encargado de
ennegrecer algunas partes. No tiene techo falso, y el mobiliario es escaso:
una mesa y sillas, dos sofás cubiertos con sábanas desteñidas, y un pequeño
mueble de madera sobre el que descansa un televisor. Lo que singulariza
esta sala es el montón de fotografías familiares que cuelgan de las paredes,
algunas tomadas en los tiempos de la prosperidad, hace 30 o 40 años. Hay
una fotografía ligeramente apartada del resto que es la que Salvador más
estima.
38
-Ahí estamos en México -me dice.

La fotografía es en blanco y negro, y en ella aparecen sentados, en un


plano corto, él y Monseñor Romero. La tomaron durante una de las
funciones del Gran Circo Unión, en la capital mexicana, mientras los dos
miraban un número de funambulistas. Sonríen. Monseñor Romero viste
de civil y nada permite suponer que sea un arzobispo. Sin la explicación,
lo que cuelga en la pared azul celeste ennegrecida es una imagen de dos
amigos, sin más.

***

Salvador Barraza Ascencio nació el 31 de diciembre de 1936 en un mesón


del barrio Candelaria, en el centro de San Salvador. La infancia ocupa hoy
muy pocos de sus recuerdos. Ni siquiera se acuerda si eran siete u ocho
los hermanos que resultaron del matrimonio entre Manuel y Virginia, sus
padres. Fueron, eso sí lo tiene presente, años de dificultades que lo
obligaron desde muy joven a trabajar para complementar los ingresos
familiares. Empezó como ayudante en una gasolinera.

La primera vez que dice haber visto a Monseñor Romero fue en una misa
vespertina en la catedral de San Miguel, ciudad a la que viajaba con frecuencia
a petición de los padres redentoristas, para los que trabajaba. En una
ocasión, recién llegado desde San Salvador, Monseñor Romero le ordenó
que se durmiera un rato porque en unas horas saldría de regreso a la
capital.

A inicios de los setenta, y animado por su esposa, Salvador pasó a ser su


propio patrón. Nació Zapatitos Nenes, un negocio de venta de zapatos
para niños que no tardó en convertirse en una saludable fuente de ingresos.
Fueron los tiempos de la prosperidad, los tiempos que le permitieron, por
ejemplo, viajar a Europa por puro placer.

-El negocio iba bien, tenía clientela hasta en Guatemala y Honduras -dice
ahora con nostalgia-, pero luego se puso duro. Con el terremoto del 86
y con la guerra muchos negocios desaparecieron, y eso también le pasó
al mío.

Ese trabajo le dejaba mucho tiempo libre, circunstancia que contribuyó


a solidificar su amistad con Monseñor Romero: casi siempre estaba
disponible para él. Se los veía juntos desde antes incluso de la consagración
como obispo, y cuando salían en carro rara era la vez que no manejaba
Salvador.

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-Pero yo no era su motorista -aclara, consciente de que muchas veces lo
han presentado equivocadamente así-. Como arzobispo él tenía su motorista
asignado, pero para la cosas de confianza me buscaba a mí, y también yo
me encargaba de que saliera a distraerse, porque tenía mucha tensión.
Íbamos seguido al mar, siempre andábamos hamacas en el baúl.

Se hicieron compadres, literalmente. Monseñor Romero es el padrino de


María Virginia, la mayor de los cinco hijos que Salvador procreó con sus
dos esposas: Eugenia, la ex, con la que tuvo tres; y Marta, la actual, con
la que tiene dos.

Tras la quiebra de Zapatitos Nenes le tocó hacer casi de todo, pero


siempre en el área de las ventas. Vendió camisas, vendió pastas Robertoni,
vendió su carro… Pero nada volvió a ser igual. De los tiempos de la
prosperidad queda tan solo la amistad con Monseñor Romero que, a su
manera, aún cultiva desde el anonimato. Cada domingo, a pie o en un bus
de la ruta 22, se desplaza hasta Catedral metropolitana para escuchar la
misa de las 9 junto al mausoleo donde yacen los restos de su amigo.

-Y usted -pregunto a Salvador-, ¿cree que Monseñor Romero es santo?


-Claro. Y no es solo que lo crea, sino que lo viví a la par de él. Tan solo
ver esa convicción con la que entraba en las iglesias… Con Monseñor
llegué a tener una confianza de hermanos, de buenos hermanos.
-¿Notó diferencia en él antes y después de ser arzobispo?
-Lo mismo. Yo igual lo llevaba a mi casa, igual jugaba con mis hijos, igual
se acostaba en la haragana…
-Algunos hablan como si se tratara de dos personas distintas.
-No, nada que ver. Lo que sí es que tenía un carácter fuerte, pero eso
antes y después. Como migueleño, pues. Carácter fuerte, pero también
la otra cosa: la dulzura, la forma respetuosa de tratar, era bien mielita.
***
El nuncio apostólico para Guatemala y El Salvador en 1970 era el italiano
Girolamo Prigione. Poco antes del atardecer del 21 de abril, monseñor
Prigione habló con Monseñor Romero y le comunicó la decisión de la
Santa Sede de nombrarlo obispo y el cargo asignado: obispo auxiliar de
la arquidiócesis de San Salvador. Le pidió que lo meditara y que le
respondiera en no más de 24 horas. Aceptó.

La consagración se celebró dos meses después, el 21 de junio. El propio


Prigione fungió como consagrante principal, y los co-consagrantes fueron
monseñor Chávez y González y monseñor Rivera Damas, arzobispo de
San Salvador y obispo auxiliar respectivamente. El cardenal Mario Casariego
viajó desde Guatemala para el evento, además de los obispos salvadoreños

40
y de otros llegados de distintos países de la región. Como maestro de
ceremonias eligió a su amigo, el padre Rutilio Grande. La celebración se
realizó en el gimnasio del Liceo Salvadoreño y fue realmente multitudinaria.
Entre los cientos de invitados estaba Salvador, pero apenas pudieron
hablar.

-Llegó una buena cantidad de gente. Incluso el Tapón estaba allí.

El Tapón al que se refiere es el entonces presidente de la República, el


general Fidel Sánchez Hernández, que se sumó al largo listado de diputados,
ministros y generales que asistieron. El grueso de las familias acomodadas
de San Miguel, Ciudad Barrios y Santiago de María viajó en tropel a la
capital. Hubo música, banquete, vino, discursos… Para el clero que estaba
más en sintonía con las directrices consensuadas por los obispos
latinoamericanos en la ciudad de Medellín dos años antes, la fastuosa fiesta
fue la confirmación de que era un títere de la oligarquía. Un grupo de
sacerdotes incluso firmó un comunicado para criticarle con dureza.

***

Monseñor Romero tenía un carácter fuerte, explosivo a veces. Cuando


se molestaba, algo que ocurría con relativa frecuencia, su locuacidad se
convertía en un ariete contra el causante de su enojo, sin importar si este
era un ser querido y sin medir la contundencia de sus palabras. A alguien
que había hecho de la palabra su herramienta de trabajo nada le costaba
ser hiriente. Y lo lograba. Luego, más calmado, le tocaba pedir disculpas.
Se me fue la albarda de lado, le gustaba decir.

Ese carácter suyo le dio problemas durante las más de dos décadas que
trabajó en la diócesis de San Miguel, sobre todo con los demás curas. En
1967 lo trasladaron a San Salvador para trabajar en la Conferencia Episcopal
y, salvo el caso paradigmático del padre Grande, tampoco logró entablar
grandes amistades con sacerdotes en la capital. Los siete años hasta su
partida hacia Santiago de María se recuerdan como años de escasa
interactividad en los espacios comunes del seminario, donde residía, e
incluso años de recelos y fuertes confrontaciones públicas con otros
religiosos, en especial con el numeroso grupo de jesuitas aglutinados en
torno a la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA).

Salvador no se libró de los arrebatos. Una vez que tenían que mañanear
para viajar a Guatemala, Monseñor Romero se presentó temprano en la
casa de su amigo para comprobar que aún no se había despertado. Salvador
saltó de la cama cuando su esposa le dijo que lo esperaban en la puerta,
se vistió en un santiamén y sin desayunar siquiera se subió en el carro y

41
lo puso en marcha. Sobre la carretera Panamericana, a la altura del municipio
de El Congo, obligó a Salvador a detener el carro en una gasolinera y le
ordenó que se bañara.

-Lo bueno es que con Monseñor era como cuando los cipotes se pelean,
que rápido se les olvida. Él no ocupaba su cabeza en esos pleitos.

No solo en esa ocasión Salvador lo comparará con un niño. Dirá: se reía


puro niño. Dirá: nunca he visto otra persona que mantenga la sencillez de
un niño. Dirá: nunca dejó lo de niño. Dirá: tenía muchas cosas de niño.
Dirá: su corazón era como el de un niño.

Un niño, eso sí, con un carácter fuerte, explosivo a veces.

***

Pasan las 11 y media de la mañana de un viernes de septiembre, y Salvador


y yo esperamos en el portón de la escuela a Martita, su hija pequeña. Su
esposa Marta trabaja, y a él le toca traerla en la mañana y recogerla a
mediodía. Juntos caminan dos veces al día los más de 10 minutos que
separan el centro escolar de la casa. Platicando sobre Monseñor Romero
la espera de hoy se hace más corta. Llovizna. La puerta metálica se abre
a cada rato y por él salen niños y niñas uniformados. En una de estas,
queda entreabierta y al fondo, sobre una pared, aparece la inconfundible
efigie.

-Mire -comento a Salvador-, ahí tienen a Monseñor Romero pintado.


-Ah, ¿sí? -mira curioso-, pues es la primera vez que me fijo… Pero a él
no le gustaba eso.
-¿Que lo dibujaran?
-No, la fama. No le gustaba la fama, ni siquiera que le tomaran fotos.

***

Jamás me he creído líder de ningún pueblo, porque no hay más que un


líder: Cristo Jesús. Jesús es la fuente de la esperanza, en Jesús se apoya
lo que predico, en Jesús está la verdad de lo que estoy diciendo. Sí, yo
sería un loco, queridos hermanos, queridos radioyentes, querer ser yo,
frágil, mortal, que voy a acabar como todos ustedes, muerto, quererme
hacer yo el sostén de todo un pueblo y de toda una esperanza.

(Monseñor Romero, homilía del 28 de agosto de 1977)

***

42
Era madrugada, pero Monseñor Romero seguía despierto en su casa del
Hospitalito cuando escuchó en el techo unos ruidos a los que en un
principio no dio mayor importancia. La cosa cambió cuando, amplificado
por el silencio de la madrugada, un golpe seco estremeció toda la casa, y
esta vez sí que se asustó como se asustaría alguien que está amenazado
de muerte.
A Monseñor Romero no le gustaba hablar más de lo necesario sobre las
amenazas que recibía. Ni siquiera con su amigo Salvador. Ni siquiera cuando
estaba solo frente a su grabadora. Pero fueron muchas y variadas, y cada
cual más explícita. “Usted, monseñor, está a la cabeza del grupo de clérigos
que en cualquier momento recibirán unos 30 proyectiles en la cara y en
el pecho”, decía una nota firmada por un grupo paramilitar llamado
FALANGE en mayo de 1979. “Esta unión patriótica lo condena a muerte,
igual que hemos matado a tanto cura comunista”, decía otra carta, apadrinada
esta por la Unión Guerrera Blanca, también escuadroneros.

Para septiembre de 1979 la certeza de que su vida corría peligro era tal
que incluso el Gobierno del general Humberto Romero, con quien
Monseñor Romero nunca tuvo contacto alguno para explicitar su rechazo
a la represión de los cuerpos de seguridad estatales, le ofreció guardaespaldas
y hasta un carro blindado. No los aceptó: “Sería un antitestimonio pastoral
andar yo muy seguro mientras mi pueblo está tan inseguro”.

-Vaya, hoy sí que ya estuvo -debió pensar tras escuchar los ruidos en su
techo.
Asustado pero firme, salió de la casa para averiguar qué ocurría. Respiró
aliviado cuando vio unas ardillas que habían dejado caer unos aguacates
del palo que hay junto a la casita. Agarró del suelo un par de los aguacates
y se refugió. A la mañana siguiente, antes del desayuno, contó lo ocurrido
a las hermanas carmelitas.
-Mire, madre Lucita, fíjese que casi no pude dormir en toda la noche, pero
aquí le traigo el cuerpo del delito -y le entregó los aguacates y una sonrisa.

Apenas tuvo a Salvador delante también le contó su encuentro con las


ardillas, y los dos rieron como niños traviesos. Todavía hoy, cuando lo
recuerda, Salvador ríe como quien cuenta una travesura.
***
-¿Me permite una fotografía? -pregunto a Salvador antes de encaminarnos
juntos hacia Catedral metropolitana.
-Claro, pero me va a dejar cambiar de camisa. Tengo una que es de
Monseñor, ¿me la pongo?
43
-La que usted quiera.
-Es que como hemos hablado tanto de Monseñor Romero… Ya regreso.

Salvador desaparece y reaparece al instante enfundado en una camisola


que alguna vez fue blanca y que tiene el cuello roído. En el pecho, el rostro
impreso en blanco y negro, con una única franja horizontal roja a la altura
del ombligo sobre la que hay una inscripción: 24 de marzo de 1980-2001.
Es una camisola sin secretos, similar a las que a diario se venden en las
entradas de la catedral, pero esta se pagó en colones.

-Hoy sí, tómeme la foto -dice Salvador, el orgullo en la mirada.

***

La última misa completa a la que asistió Monseñor Romero no fue, obvio,


aquella en la capilla del Hospitalito que no finalizó porque un disparo le
perforó el tórax. Tampoco fue la misa en la basílica del Sagrado Corazón
del día anterior, esa en la que pronunció la histórica homilía en la que, en
nombre de Dios y del sufrido pueblo salvadoreño, suplicó, rogó y ordenó
el cese de la represión. No. Monseñor Romero celebró su última misa
entre campesinos, en una humilde iglesia consagrada a la Virgen de Lourdes
en el cantón Calle Real, ubicado en el área rural del municipio de Delgado,
a mitad de camino entre San Salvador y Apopa.

Fue Salvador quien lo llevó hasta Calle Real, y en esa ocasión los acompañó
Eugenia, la esposa. Ellos tres más los tres hijos de la pareja habían almorzado
antes en la casa, habían visto juntos televisión y hasta había sobrado algo
de tiempo para que el invitado durmiera un rato la siesta. Al cantón llegaron
cuando faltaban unos minutos para las 4, justo para el inicio de la misa en
la que confirmaron a un buen número de jóvenes. Al finalizar, hubo pláticas
con los campesinos, entrega de víveres para el Hospitalito y se tomó
alguna que otra fotografía con los recién confirmados.

Entre unas cosas y otras les atardeció en el cantón Calle Real. Se despidieron
de los pobladores, se subieron al carro, Salvador lo puso en marcha y los
tres regresaron a la casa familiar. Allí cenaron sin saber que sería la última
cena.

44
Eva del Carmen Menjívar, EVITA

La monja

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Es sábado, casi domingo, pero el parque central de Aguilares es un
hervidero. Parece que todos quieren ver de cerca los tres cadáveres que
yacen en un pasillo del convento, cerca de la iglesia El Señor de las
Misericordias. Los ametrallaron poco antes de las 5 de la tarde, cuando
se dirigían en un Volkswagen Safari blanco hacia El Paisnal, un pequeño
pueblo a no más de diez minutos en carro desde aquí. Nelson Lemus era
un acólito de apenas 16 años al que le gustaba repicar las campanas y del
que se dice que sufría ataques de epilepsia; tiene cinco balazos. Don Manuel
Solórzano, el mayor de los tres con sus 72 años, era uno de los más activos
colaboradores de la parroquia; presenta 10 perforaciones. El tercer cuerpo,
de un hombre fornido de 48 años de edad, es el del párroco, y los 18
orificios de bala son la prueba de que se ensañaron con él. Se llamaba
Rutilio Grande, el padre Rutilio Grande.

Entre la multitud está la hermana Evita, una carmelita de San José. Ha


llegado desde Guazapa pasadas las 8, en bus, junto al padre José Luis
Ortega, jesuita, como jesuita también era el padre Grande. Es tanto el
gentío que les ha costado acercarse hasta el convento y más aún acceder
al pasillo donde están los cuerpos.

A los tres los tienen sobre unas mesas y semi-envueltos nomás con sábanas
blancas, para que todos los vecinos de Aguilares, de sus cantones y de los
cantones de los pueblos vecinos vean qué les han hecho. Una de las balas
atravesó el cráneo del padre Grande y, aunque han transcurrido casi siete
horas, todavía sangra. A la hermana Evita le parece demasiado, pide una
toalla al padre Salvador Carranza, otro de los jesuitas presentes, y comienza
a pasársela por la cabeza. En ese momento el silencio se torna más
silencioso. Entran dos obispos. Uno es Monseñor Romero y aparece
vestido de riguroso negro. El sacerdote que está acribillado sobre la mesa
es su amigo. Se acerca ensimismado, desconcertado, y de inmediato
reconoce a la mujer que limpia el rostro con delicadeza, como si limpiara
la estatua de un santo.

-Si hoy no cambiamos, no habrá cuándo, ¿verdad, hermana? -le dice


Monseñor Romero.

La noche recién comienza.

***

Eva del Carmen Menjívar Brizuela nació 30 de enero de 1939 en La Laguna,


un pequeño y enmontañado pueblo del departamento de Chalatenango,
cerca de la frontera con Honduras. Su padre, Simeón Menjívar, fue un
inquieto agricultor al que su esposa le enseñó a leer y escribir. Su madre,

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Secundina Brizuela, fue una maestra de escuela profundamente religiosa
a la que el matrimonio confinó en su hogar. Eva del Carmen, Evita, tuvo
cuatro hermanas y cinco hermanos, toda una prole que le garantizó juegos
en la infancia, pero que no impidió que, en la transición a la adolescencia,
La Laguna le pareciera un lugar demasiado rural como para labrarse un
futuro allí. Solo se podía estudiar hasta tercer grado y, en un hogar en el
que el dinero no sobraba, una de las pocas opciones reales para huir era
hacerse monja. Con 15 años llegó a la ciudad de Santa Tecla a conocer
el colegio Belén, que administraban y sigue administrando las Hermanas
Carmelitas de San José.
-Son la única congregación de aquí, salvadoreña, y a mí eso me llamó la
atención -dice Evita.

Se consagró joven, apenas 21 años. Su primera década como religiosa la


pasó recluida en centros educativos de las carmelitas en El Salvador y en
Honduras. Pero en 1972 surgió la oportunidad de realizar trabajo pastoral
social en la parroquia de Ciudad Barrios, el pueblo natal de Monseñor
Romero. Pasó más de cuatro años entre comunidades eclesiales de base,
ayudando a crear algo así como una sucursal del polémico Centro de
Promoción Campesina Los Naranjos que los padres pasionistas tenían en
Jiquilisco.
Tanto Ciudad Barrios como Jiquilisco pertenecen a la diócesis de Santiago
de María, de la que Monseñor Romero fue nombrado obispo a finales de
1974. Por tratarse de una diócesis tan pequeña -apenas una veintena de
parroquias-, el contacto con él era fluido. Todos los meses se organizaban
reuniones del clero con su obispo en el colegio Santa Gema, situado no
muy lejos de la sede episcopal.

En diciembre de 1976 la congregación trasladó a Evita a Guazapa, muy


cerca de Aguilares, un sector donde los jesuitas, con el padre Grande a
la cabeza, llevaban años de intenso trabajo con las comunidades. A mediados
de 1979 hubo profundos cambios en las Hermanas Carmelitas de San José,
y tanto la superiora general como el resto de autoridades se replantearon
la línea pastoral, que hasta entonces había sido anuente con las ideas
progresistas bombeadas desde Medellín. Inconforme con los nuevos
lineamientos, Evita renunció.

-¿Por qué dejó la congregación? -le pregunto.


-No fui yo sola. Las que pensábamos igual éramos unas 15, aunque al final
solo ocho nos salimos. Nos fuimos porque era muy difícil estar amarradas
a las estructuras de una congregación. En un primer momento la congregación
tuvo su razón de ser, pero después, cuando conocimos los problemas del
país, comenzamos a cuestionarlo. Y la madre superiora nos lo planteó así:

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o dejábamos la labor pastoral o nos salíamos. Además, nos lo pidieron
cuando más dura estaba la represión. Irme de Guazapa habría sido lo más
fácil, pero…
-Optó por salirse.
-Sí, aunque no fue tan sencillo. Lo hablamos mucho con Monseñor, nos
pidió que lo meditáramos, incluso hicimos un retiro en Apulo. La decisión
nos tomó meses, pero él siempre nos apoyó.

En la tarde del sábado 16 de febrero de 1980 Monseñor Romero presidió


una misa en Guazapa que sirvió para presentar ante los líderes comunales
la atípica decisión tomada por Evita y las otras hermanas. En la homilía
preguntó a los presentes qué les parecía que las hermanas no vistieran ya
como carmelitas. El hábito no hace al monje, le respondió un catequista.

Estallada la guerra civil, ni el asesinato de Monseñor Romero ni una bomba


en la casa en la que vivían en Guazapa evitaron que Evita se involucrara
aún más en comunidades eclesiales de base. De entre las hermanas que
salieron de la congregación surgió, de hecho, la semilla que en 1990 germinó
en un pequeño grupo llamado Biblistas Populares de El Salvador (BIPO),
que hoy trata de revivir, mediante lecturas comunitarias, talleres de
formación bíblica y modestas publicaciones, ese espíritu organizativo que
tanto se diluyó durante la guerra y la posguerra. Voluntariado en estado
puro.

Evita nunca se casó ni tuvo hijos.


***
Faltan 11 días para que lo asesinen.

El padre Grande ha salido esta mañana temprano de Aguilares. Se dirige


a Domus Mariae, unas instalaciones que el arzobispado tiene en Mejicanos,
y se ha detenido en Guazapa para recoger a Evita y a otras hermanas.
Como cada primer martes de mes, toca reunión del clero de la archidiócesis.
Hoy es 1 de marzo de 1977, y entre los alicientes está que será el bautismo
del nuevo arzobispo en este tipo de encuentros.

-Pónganse en oración, hermanas, que tenemos que hacer que nuestro


obispo cambie -comenta el padre Grande en algún punto de la carretera
que conduce hasta San Salvador.

La hermana Evita conoce bien a Monseñor Romero, desde Santiago de


María, donde lo vio hacer cosas que en San Salvador ni siquiera se sospechan,
como cuando se presentó solo en la delegación de la Guardia Nacional
de Ciudad Barrios para pedir que liberaran a dos catequistas que estaban

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siendo torturados; sin embargo, el nombramiento también fue una decepción
para ella.

Monseñor Romero tomó posesión una semana antes, el martes 22 de


febrero, y acude a la reunión consciente de que hay un sentimiento
generalizado de hostilidad hacia su persona. En el salón del Domus Mariae
son mayoría los que en cierta manera lo siguen viendo como un usurpador
del cargo que correspondía a monseñor Rivera Damas. Por si fuera poco,
el ambiente político de estos días también contribuye a crispar los ánimos.
El 20 de febrero hubo elecciones presidenciales y las ganó el candidato
oficialista, el general Humberto Romero, pero las denuncias de fraude son
sonoras y están organizadas. El domingo hubo una multitudinaria
concentración en el parque Libertad de la capital. En la madrugada del
lunes, cuando la cifra de manifestantes bajó a unos 6,000, la Fuerza Armada
ordenó el desalojo. Ante la negativa, se abrió fuego a discreción. La iglesia
del Rosario, a un costado del parque, se convirtió en el improvisado
refugio. Al amanecer hubo más enfrentamientos en todo el centro de la
ciudad. Todo eso ocurrió ayer, pero la información aún es escasa a esta
hora de la mañana por la férrea censura implementada por el Gobierno.
Con el tiempo se sabrá que el número de masacrados fue de entre 40 y
60; algunos reportes elevarán la cifra hasta los 300.

El ponente principal de la reunión del clero es el padre Grande, y la idea


inicial es hablar sobre el trabajo pastoral que realizan en Aguilares. Pero
la agenda se cambia por completo cuando el padre Alfonso Navarro, uno
de los presentes ayer en el parque Libertad, toma la palabra y comienza
dar algunos brochazos que permiten hacerse una idea de lo ocurrido.
Monseñor Romero propone crear 14 grupos para debatir realidad nacional,
cada uno integrado en función del departamento de nacimiento. El tono
de las discusiones está marcado por la preocupación, y las conclusiones
convergen en la idea de que la Iglesia no debería permanecer pasiva ante
tanto atropello. Monseñor Romero habla poco, prefiere escuchar. Al final
se muestra condescendiente pero cauteloso con las ideas planteadas.

-Por favor -les pide-, ayúdenme, porque yo solo no puedo.

De regreso a Aguilares el padre Grande maneja satisfecho. Él ha visto un


cambio que invita al optimismo.

-Es una señal -le hace saber a Evita y a las demás.

***

-Y usted -pregunto a Evita-, ¿cree que Monseñor Romero es santo?


-Yo sí creo.
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-¿Dónde ve esa santidad?
-La veo en sus grandes valores. El hombre era muy humilde, de mucha
oración. Si uno se fija en sus homilías, en cómo las iba ordenando, dan pie
a pensar que Monseñor no solo iba a hablar, sino que hacía profundas
reflexiones, y no solo hacia fuera. Fue una profunda reflexión decirse a
sí mismo en un momento muy importante de su vida: ahora me toca
cambiar a mí. Y nos lo dijo algunas veces: esto nos lo han enseñado así,
pero tenemos que hacer esto otro.
-¿Le parece que fue alguien comprometido?
-El compromiso que asumió en sus últimos años fue muy sincero, desde
la verdad, y él no se quería equivocar. Que alguna vez se equivocara como
humano, tal vez, pero siempre escuchaba. En sus homilías no denunciaba
por denunciar, pero lo hacía cuando uno le llevaba todos los datos y
testimonios, y hasta mandaba gente a investigar cuando tenías dudas.
-¿Usted se convenció de su santidad antes de que él muriera?
-Yo siempre admiré que tuviera ese cambio tan radical, algo que no es tan
fácil a sus años y en su puesto. ¡Todo un arzobispo! No es tan fácil cambiar.

***

Noche cerrada, pero Monseñor Romero aún no ha salido hacia Aguilares.


Está tratando de digerir la noticia del asesinato cuando le avisan de que
el presidente de la República, el coronel Arturo Armando Molina, quiere
platicar con él. Se conocen desde hace años, son amigos, y la llamada se
enmarca dentro de la lógica. El coronel Molina le da el pésame y le promete
una investigación seria y un informe oficial.

Es casi medianoche cuando Monseñor Romero llega a Aguilares. Lo


acompaña monseñor Rivera Damas. Entra en el convento, mira los tres
cadáveres, mira a la hermana Evita con la toalla ensangrentada en sus
manos, y mira al nutrido grupo de jesuitas encabezados por su provincial,
el padre César Jerez. Pronto sabrá que las armas utilizadas son pesadas
(calibre .45 o .51) y que la ausencia de las autoridades para investigar ha
sido tan notoria que los jesuitas han traído a su propio médico forense.
La sospecha de que los asesinos son miembros de la Guardia Nacional ya
se ha apoderado de Aguilares.

En junio de 1975, cuando una matanza similar ocurrió en el cantón Tres


Calles, Monseñor Romero escribió una carta al presidente Molina: “Con
esta misma limpia intención pastoral ruego al Señor Presidente su decisiva
intervención a fin de que retorne al cantón Tres Calles la paz de los
hogares, perdida ante la amenaza y el temor, y se haga justicia a las víctimas
del atropello y se restituya, de alguna manera, a las familias, por la pérdida
de quienes eran su sostén”.

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Dentro de dos días escribirá una carta también al presidente Molina, pero
el tono será este otro: “Me dirijo a usted para manifestarle que surgen
en torno a este hechos unas serie de comentarios, muchos de ellos
desfavorables a su Gobierno. Como aún no he recibido el informe oficial
que usted me prometió telefónicamente el sábado por la noche, juzgo de
suma urgencia que usted ordene una investigación exhaustiva de los hechos.
[…] La Iglesia está dispuesta a no participar en ningún acto oficial del
Gobierno mientras este no ponga todo su empeño en hacer brillar la
justicia sobre este inaudito sacrilegio que ha consternado a toda la Iglesia”.

Algo está ocurriendo esta noche. El padre Jon Sobrino, también presente
en la vela del padre Grande, describirá años después muy gráficamente
lo que a su juicio hoy le sucederá a Monseñor Romero. Se le cayó la venda
de los ojos, dirá.

***

Si hacemos a un lado los sectores de ultraderecha que promovieron o


celebraron su asesinato y a sus ahijados políticos, cuesta en la actualidad
encontrar a alguien que critique en público a Monseñor Romero. El paso
de los años lo ha convertido en un referente mundial de lucha contra la
desigualdad, de compromiso con los más desprotegidos, de respeto a los
derechos humanos, de promotor de la verdad como premisa para la
reconciliación, de… Pero no siempre fue así. Hubo un tiempo en el que
muchos de los que hoy le aplauden lo criticaron con dureza. En la calentura
por convertir El Salvador a cualquier precio en una república socialista,
Monseñor Romero también fue cuestionado por muchos compas. Tras el
apoyo expreso al golpe de Estado de octubre de 1979, lo llamaron viejo
burgués, lo acusaron de olvidarse del pueblo, lo presentaron como un
promotor de los intereses gringos. “Hubo un tiempo en que buena parte
de la dirigencia de las organizaciones populares estaba convencida de que
se había cambiado de bando”, me dijo, bajo condición de anonimato, un
entrevistado.

Cuando uno plantea hoy este tema, hay quien prefiere pasar de puntillas,
quizá para evitar retratarse como lo que fueron: personas que durante
semanas o meses creyeron que Monseñor Romero era un traidor. Por
eso, como periodista se agradece tanto la naturalidad con la que Evita
admite que la izquierda política cometió con él gruesos errores, errores
que algunos ahora tratan de ocultar o redimir con estatuas y palabras de
falsa admiración.

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-Con eso de la Junta de Gobierno -admite Evita-, hubo organizaciones que
le mandaron cartas fuertes. Le decían que cómo era posible que estuviera
apoyando eso.

Monseñor Romero lo llamaba fanatismo. Y lo criticó, fiel a sus convicciones,


en repetidas ocasiones. “Ilusionados por esa misma tentación del poder
-dijo en su homilía del 30 de diciembre de 1979, cuando arreciaban las
críticas-, están cometiendo muchos errores también los grupos de izquierda
y las organizaciones populares que pierden de vista el objetivo legítimo
de sus presiones, que debe ser el bien común del pueblo y no el fanatismo
de su grupo o la obediencia de consignas extranjeras”.

Fanatismo hubo, hay y quizá nunca deje de haberlo en El Salvador.

***

La noche recién comienza.

Entre los presentes persisten dudas sobre cómo actuará Monseñor Romero
ante los tres cadáveres, y seguramente él también las tiene. Es la máxima
autoridad eclesiástica presente en Aguilares, pero su actitud se limita a
escuchar sin proponer. Una pregunta atormenta su cabeza: ¿qué debe
hacer la Iglesia después de esto?

Pasada la medianoche se decide oficiar una misa. Trasladan los cuerpos


del convento a la iglesia, y los colocan frente al altar. A pesar de la hora,
son cientos los presentes. Tras la misa, Monseñor Romero propone que
todos los sacerdotes y religiosas, Evita incluida, se reúnan en privado,
reunión a la que invitan a un pequeño grupo de líderes comunales. ¿Qué
debe hacer la Iglesia después de esto? Entre las respuestas que escucha
están las que podrían considerarse lógicas, como publicar un comunicado
de condena o exigir al Gobierno que esclarezca el caso. Pero también se
plantean dos medidas que, de ser aceptadas, supondrán un puñetazo sobre
el tablero. Por un lado, se pide a Monseñor Romero que no asista a ningún
acto oficial del Gobierno hasta que se esclarezcan los asesinatos. Por otro,
se propone que, para evidenciar qué significa perder a un párroco, se
cierren todas las iglesias de la arquidiócesis un día y se convoque a una
misa única en Catedral metropolitana.

La reunión termina sin decisiones firmes. El sol asoma cuando Monseñor


Romero emprende el camino de regreso a San Salvador.

Las ideas propuestas se llevarán el martes a una reunión extraordinaria


del clero en el Seminario San José de la Montaña. Monseñor Romero está

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consciente de que lo planteado redefiniría el rol de la Iglesia en una sociedad
tan polarizada como lo es la salvadoreña, y quiere escuchar las opiniones
de todas las tendencias que hay en el seno de la Iglesia, no solo las de los
jesuitas.

Pero llegado el día, no habrá marcha atrás. El domingo 20 de marzo


Catedral metropolitana acogerá, en contra de la voluntad de Emanuele
Gerada, el nuncio apostólico, un hecho sin precedentes en la historia de
El Salvador: una única misa.

***

La misa está recuperando en este momento todo su valor; porque quizá,


por multiplicarla tanto, la estamos considerando simplemente, muchas
veces, como un adorno y no con la grandeza que en este momento está
recobrando. […] Estamos en la primera parte precisamente, la palabra de
Dios, llamando a los hombres para que comprendan que en su palabra
está únicamente la solución de todos los problemas: políticos, económicos,
sociales, que no se van a arreglar con ideologías humanas, con utopías de
la tierra, con marxismos sin horizontes, con ateísmos que prescinden de
la única fuerza. La única fuerza que puede salvar es Jesús, que nos habla
de la verdadera liberación. […] Mi corazón siente alegría profunda al tomar
posesión de la arquidiócesis y sentir que mi propia debilidad, mis propias
incapacidades, encuentran su complemento, su fuerza, su valentía, en un
presbiterio unido. Queridos sacerdotes, permanezcamos unidos en la
verdad auténtica del evangelio, que es la manera de decir, como Cristo,
el humilde sucesor y representante suyo aquí en la arquidiócesis: el que
toca a uno de mis sacerdotes a mí me toca…

(Monseñor Romero, homilía en la misa única, el 20 de marzo de 1977)

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María de la LUZ Cueva Santana

La superiora

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El arzobispo de San Salvador no vivía rodeado de mármoles importados
ni de sedas ni de fijas vajillas ni de oro. La casa en la que pasó sus últimos
años, ubicada en los terrenos del Hospital Divina Providencia, eran apenas
tres cuartuchos sin estridencias, de paredes repelladas y baldosas humildes,
sin esculturas ni cuadros ostentosos, con clósets en vez de armarios, con
ducha en lugar de tina. El mobiliario de su dormitorio-oficina era parco:
un colchón individual, un viejo escritorio sobre el que descansaba una
máquina de escribir, un gavetero, su infaltable radio-grabadora y una fea
mecedora metálica. Lo más cercano al lujo que había en ese hogar era una
hamaca, que a Monseñor Romero le gustaba cruzar de esquina a esquina
en el cuartucho de la entrada.

Pero antes las comodidades eran menos.

En la casa comenzó a vivir el 15 de agosto de 1977. Hasta ese día llevaba


meses en el Hospitalito, pero dormía en un cuarto liliputiense ubicado
junto a la sacristía de la capilla, reservado para el inexistente capellán. Ahí
se amontonaban un camastro, una mesita de noche, dos sillas y un arzobispo.

-Entre todas decidimos construirle la casita porque, cuando recibía visitas,


lo hallaban en ese cuarto. Lo hicimos sin decirle nada. Fue una sorpresa.

Monseñor Romero cumplía 60 años aquel lunes 15 de agosto. Salió


temprano para oficiar misa en Catedral metropolitana y pasó la tarde en
el arzobispado. Cuando al anochecer regresó al Hospitalito, las hermanas
y un grupo de enfermos lo esperaban junto a la que sería su nueva casa.
Madre Lucita, la superiora, le entregó las llaves con una sonrisa en los
labios.

-Alguna vez -recuerda madre Lucita- nos dijo que este Hospitalito era su
Betania.

Betania era la aldea en la que, según señala el Nuevo Testamento, residían


Marta, María y Lázaro, tres hospitalarios amigos de Jesucristo.

***

María de la Luz Cueva Santana nació el 30 de abril de 1923 en Tecolotlán,


un pequeño pueblo situado en el estado de Jalisco, México. Sus padres
sabían leer y escribir. Ella, Fermina Santana, llevó el peso de la crianza de
los ocho hijos de la pareja, cuatro y cuatro. Él, Lucio Cueva, fue un
esforzado agricultor que en el hogar se caracterizaba por ser estricto y
protector en exceso con sus hijas. La infancia de Luz transcurrió en los
años del México pos-revolucionario, marcados, entre otras cosas, por las

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tensiones entre la Iglesia católica y un Estado de vocación laica. La Guerra
Cristera, que en la segunda mitad de los años 20 enfrentó al Gobierno
contra milicias que cuestionaban las medidas para restringir la autonomía
de la Iglesia, tocó a la familia Cueva-Santana: Lucio sufrió persecución por
sus simpatías hacia la causa cristera. Sin embargo, ni esta activa militancia
logró que le entusiasmara la idea de que Luz y otra hermana menor
quisieran ser monjas. Eran otros tiempos, antes del Concilio Vaticano II,
y vestir un hábito era con frecuencia sinónimo de despedirse de por vida
de la familia. Para evitarlo, Lucio hizo a un lado su faceta de sobreprotector
y a las dos las envió a Tijuana, a casa de la hija mayor, casada ella, con la
idea de que salir de Tecolotlán les hiciera abandonar su vocación.
-Pero no se pueden burlar los planes de Dios -dice madre Lucita-, y allá
adonde nos mandó para que conociéramos mundo, allá conocí la
congregación.
Muy cerca de la casa de la hermana había un convento de las Carmelitas
Misioneras de Santa Teresa. Fue cuestión de tiempo que sus deseos
cristalizaran, y el 10 de marzo de 1952, a los 28 años de edad, María de
la Luz Cueva se convirtió en la hermana Luz Isabel.

A El Salvador arribó en 1964. Las carmelitas de Santa Teresa atendían en


esa época el Hospital San Rafael, en Santa Tecla, y la hermana Luz Isabel
se unió. Sin embargo, no se sentía cómoda con la labor pasiva a la que
relegaban a las monjas, en especial en la atención de los enfermos de
cáncer, considerada en aquella época una enfermedad contagiosa.

-Yo soy algo rebelde y en el San Rafael no teníamos libertad, así que me
propuse hacer un lugar para atenderlos con mayor dignidad.

La idea pronto tomó forma y, gracias al aporte de benefactores, a inicios


de 1966 arrancó la construcción del que terminaría llamándose Hospital
Divina Providencia. Ni siquiera esperaron a levantar por completo el
edificio para recibir a los primeros pacientes, atendidos por un voluntarioso
pero reducido grupo de carmelitas. La hermana Luz Isabel se convirtió en
la madre Lucita. La obra le permitió además entrar en contacto con
Monseñor Romero, con quien pronto entabló una relación de amistad y
respeto mutuo. Eran dos personalidades fuertes que, a su manera,
congeniaron.

Tras más de una década como superiora en el hospital, madre Lucita se


embarcó, siempre bajo el paraguas de la congregación, en otro ambicioso
proyecto de beneficencia: la construcción de un centro concebido en
principio para los huérfanos que dejaba el cáncer. El Hogar para Niños
Divina Providencia comenzó a recibirlos a mediados de los 80.

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Tanto el hospital como el orfanato son hoy las dos principales cartas de
presentación en El Salvador de las Carmelitas Misioneras de Santa Teresa.
Madre Lucita no oculta su satisfacción cuando los menciona, quizá porque
todavía son parte de su vida; ni su avanzada edad es un obstáculo para
seguir pendiente de lo que ayudó a realizar. Las entrevistas para esta
semblanza, de hecho, me las concede en el Hogar para Niños, donde ella
vive. Con 87 años, la osteoporosis le obliga a auxiliarse de una silla de
ruedas cuando quiere desplazarse, pero mantiene una mirada poderosa
y una lucidez envidiable.
***
Madre Lucita es la última entre las carmelitas que más convivieron con
Monseñor Romero. Falleció ya la hermana Virginia, la cocinera conocedora
de un sinfín de remedios caseros a los que el ilustre inquilino se sometía
con frecuencia. También la hermana Socorro, la principal responsable del
cuidado de los enfermos; y la hermana Francisca, la que después de la
homilía dominical solía llevarle un termo con té de hojas de naranjo.
También murió la hermana Teresa, algo así como su secretaria y confidente
ocasional, dicen que la más cercana, la que tantas veces tuvo que soportar
la tosquedad de Monseñor Romero.
-Como seres humanos, siempre habrá un momento en que manifestemos
flaquezas.
-Y usted -le pregunto a madre Lucita-, ¿cree que Monseñor Romero es
santo?
-No tengo dudas.
-¿Por qué tan convencida?
-Porque lo conocí y sé que quienes hablan mal de él es porque no lo
conocieron. Era un hombre de una fe y de una oración muy profundas.
Todo lo que hacía lo consultaba con Dios antes, arrodillado, para que le
diera sabiduría y le dijera qué tenía que hacer. Fue, además, un santo muy
humano.
-Que se enojaba, como nos ocurre a todos…
-Cristo, que era Dios y hombre a la vez, también tuvo sus momentos de
enojo, como cuando tiró las ventas de los mercaderes, les regañó y les
gritó. Ahí se ve que, como humano, nadie se escapa de tener reacciones
negativas, si es que se pueden calificar así.
La dualidad en su carácter. Por un lado, la persona áspera y de trato difícil.
Por el otro, el altruismo y la bondad infinitas, que madre Lucita ejemplifica
en las horas incontables que pasaba en compañía de los internos del
Hospitalito, casi todos ellos enfermos terminales de cáncer. Para todos
tenía una palabra de aliento. Le gustaba recurrir a una comparación entre

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su situación y la de Jesucristo crucificado. La cama era como la cruz, les
decía antes de pedirles que ofrecieran sus dolores por la paz del mundo
o por la conversión de los pecados.
***
Aquella noche regresó radiante al Hospitalito.

Después de tres semanas fuera del aire, Radio YSAX, la emisora del
arzobispado, volvía a escucharse en todo el país. Monseñor Romero lo
supo cuando retornaba desde Jucuapa, Usulután, adonde había ido a oficiar
la misa de cuerpo presente por el padre Abdón Arce, un colaborador de
su época en Santiago de María. Resultó un domingo agitado aquel 17 de
junio de 1979. A las 8 de la mañana, misa en Catedral metropolitana;
luego, el largo viaje en carro a Jucuapa, para regresarse rápido a San
Salvador porque a las 4 tenía la misa de Corpus Christi. En esa segunda
homilía anunció que Radio YSAX volvía a escucharse, y lo hizo con tanto
entusiasmo que fue correspondido con una sonora ovación.
No es un secreto que Monseñor Romero se sentía cómodo delante de
un micrófono o de una grabadora. Basta señalar que su diario no era
escrito, sino que lo grababa en casetes. Introvertido y reservado en el
trato personal, se agigantaba cuando tenía que hablar en público, y quizá
ahí radicaba la importancia que otorgaba a los medios de comunicación
en general, y a la radio en particular. YSAX era la niña de sus ojos, y sufría
sobremanera cuando suspendía emisiones, algo que ocurrió con frecuencia
ora por atentados, ora por sabotajes mediante interferencias. El cierre
de mediados de 1979, sin embargo, se debió a problemas técnicos.

Radiante pues regresó al Hospitalito aquella noche. Las hermanas ya sabían


de la buena noticia y, tras comprobar el ánimo inusualmente alegre de
Monseñor Romero, madre Lucita propuso un brindis, idea que fue recibida
con entusiasmo. Se descorchó una botella de vino y se alzaron los vasos.

-Salud, Oscarito -a madre Lucita le salió del alma.

Un incómodo silencio se apoderó de la sala. Fue un instante nomás, pero


suficiente para que se arrepintiera de haber pronunciado esas palabras.
Es cierto que se conocían desde hacía más de una década, pero el trato
era respetuoso, sin margen para ese tipo de confianzas. Se quedó esperando
la regañada.

-Me enterneció usted -le respondió amablemente Monseñor Romero-.


Así es como me decía mi mamá. Oscarito.

***
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El 24 de noviembre de 1979 Monseñor Romero recibió una carta con
matasellos de Bélgica: la Universidad Católica de Lovaina le informaba que
le concedían el doctorado Honoris Causa. “Creo que debo aceptar, ya
que no se trata solo de un honor personal, sino un estímulo a una causa
que en la Iglesia necesita mucho apoyo”, consignó en su diario. La ceremonia
estaba fijada para el 2 de febrero de 1980.

Con el país partido en dos, la tensión no hizo sino incrementarse según


se acercaba la fecha, al punto que consideró muy seriamente suspender
el viaje, en especial tras la masacre durante la gigantesca manifestación
que la Coordinadora Revolucionaria de Masas organizó el 22 de enero.

-Nosotras le animamos a ir -recuerda madre Lucita-, pensamos que le


serviría un poquito de descanso, para que viera otras cosas en vez de tanta
represión que estaba ocurriendo en El Salvador.

Monseñor Romero recortó cuanto pudo su estancia en Europa y el lunes


28 de enero, a las 8 de la mañana, abordó por última en su vida un avión
en el aeropuerto de Ilopango. Antes, al alba, había rezado salmos en la
capilla del Hospitalito junto a algunas hermanas. “Que el Señor apaciente
a su pueblo”, le dijo madre Lucita a modo de despedida. Aterrizó en Roma
al día siguiente, después de hacer escalas en Guatemala, Miami y Madrid.
El miércoles en la tarde fue recibido por el papa Juan Pablo II, quien en
esta ocasión mostró una actitud menos intransigente que en la visita
anterior, cambio motivado seguramente por el positivo informe elaborado
por el cardenal Lorscheider. A la mañana siguiente, el jueves 31 de enero,
Monseñor Romero voló hacia Bélgica, y en la tarde del 2 de febrero leyó
el discurso de agradecimiento por el doctorado, un texto muy meditado
que para distintos estudiosos condensa su visión sobre el papel que debe
jugar la Iglesia en relación a la pobreza.

-En el mundo de los pobres -dijo ante una audiencia entregada- hemos
encontrado a los campesinos sin tierra y sin trabajo estable, sin agua ni
luz en sus pobres viviendas, sin asistencia médica cuando las madres dan
a luz y sin escuelas cuando los niños empiezan a crecer. Ahí nos hemos
encontrado con los obreros sin derechos laborales, despedidos de las
fábricas cuando los reclaman y a merced de los fríos cálculos de la economía.
Ahí nos hemos encontrado con madres y esposas de desaparecidos y
presos políticos Ahí nos hemos encontrado con los habitantes de tugurios,
cuya miseria supera toda imaginación y viviendo el insulto permanente de
las mansiones cercanas. En ese mundo sin rostro humano, sacramento
actual del siervo sufriente de Yahvé, ha procurado encarnarse la Iglesia
de mi arquidiócesis. Y no digo esto con espíritu triunfalista, pues bien
conozco lo mucho que todavía nos falta que avanzar en esa encarnación.

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Pero lo digo con inmenso gozo, pues hemos hecho el esfuerzo de no pasar
de largo, de no dar un rodeo ante el herido en el camino sino de acercarnos
a él como el buen samaritano.

Por todo habló unos 40 minutos, y el aplauso fue tan extraordinario que
Monseñor Romero se sintió abrumado.

***

Salvo viaje al extranjero o compromiso verdaderamente ineludible, el


primer día de cada mes, en la capilla del Hospitalito, Monseñor Romero
presidía la Hora Santa, casi siempre a las 5 de la tarde, casi siempre en
compañía de madre Lucita. Era un evento abierto en el que se invitaba a
orar, a reflexionar, a ser caritativos. “Allá, junto a los enfermos -definió
la Hora Santa en cierta ocasión-, al mismo tiempo que hacer un acto de
fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía y ejercitar nuestra oración
por las grandes necesidades de la patria, de la Iglesia, de las familias,
podemos también hacer un acto de caridad: visitar a los enfermos y ayudar
a esa obra que verdaderamente tiene un nombre que no es solo nombre
sino realidad: la Divina Providencia”. Monseñor Romero se trasladó a vivir
al Hospitalito en 1977, pero la Hora Santa la realizaba desde mucho antes,
quizá porque ese hospital que comenzó a visitar a finales de los 60 era un
lugar que le permitía canalizar en silencio su empatía innata hacia los más
desfavorecidos de la sociedad.

***

En este momento sonó el disparo…

A madre Lucita le pareció como si hubiera estallado una bomba. Han


pasado ya más de tres décadas, pero aún no le ha hallado explicación a
por qué el disparo se oyó tan fuerte. Especula con que el sistema de
sonido, las lámparas de vidrio o las ventanas amplificaron la detonación,
pero es solo eso: especulación, como tanto de lo que se ha escrito sobre
lo ocurrido el fatídico 24 de marzo de 1980 al filo de las 6 y media de la
tarde.

Cuando sonó el disparo, madre Lucita estaba sentada en una de las bancas
ubicadas entre el altar y la puerta lateral izquierda, a apenas 10 metros
de donde cayó Monseñor Romero. No había mucha gente: la capilla del
Hospitalito es pequeña y la inmensa mayoría de los asientos estaban
desocupados. La misa era por el aniversario de la muerte de Sara Meardi,
madre de Jorge Pinto, director del periódico El Independiente. Un evento
familiar, pues. Los testigos directos del magnicidio fueron pocos.

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Justo antes del estruendo, Monseñor Romero hablaba: “Unámonos pues,
íntimamente en fe y esperanza a este momento de oración por Doña
Sarita y por nosotros”. En este momento sonó el disparo… Su última
palabra fue “nosotros”. Estaba parado detrás del altar, a punto de iniciar
el ofertorio. Había comenzado a extender el corporal. Delante tenía la
copa con las hostias aún sin bendecir. El balazo lo hizo caer fulminado.
Apenas le dio tiempo para agarrarse con una mano al mantel. Lo arrastró
en la caída. La copa se volcó. Las hostias se desperdigaron sobre el altar
y el suelo. Cuando tiempo después pudo meditarlo, madre Lucita concluyó
que Dios ese día no quería el pan consagrado, sino su vida. El cuerpo
quedó tendido a los pies del Jesucristo crucificado. Casi nadie se acercó
de inmediato. Los más optaron por esconderse entre las bancas o huir
al sector derecho de la capilla. Algunas hermanas que estaban en el comedor
situado frente a la entrada principal corrieron hacia el altar. Madre Lucita
también se acercó. Lo vio boca arriba, inconsciente, la sangre saliendo a
borbotones por boca y nariz.

-Yo no sentí miedo, sentí indignación -dice-. Y lo que hice en ese primer
momento fue tratar de identificar al asesino entre los presentes.

Un grupito de hermanas y un par de hombres fueron los primeros en


auxiliarlo. La hermana Francisca entró en trance y, arrodillada junto al
cuerpo agonizante, comenzó a gritar: “La sangre de Cristo se ha derramado”.
Madre Lucita se dirigió a las oficinas administrativas, situadas muy cerca
de la puerta lateral izquierda, y llamó a un médico. Fue en vano. Cuando
regresó a la capilla ya habían cargado el cuerpo en volandas hasta la cama
de un pick up, para llevarlo a la Policlínica Salvadoreña.

Alguien, madre Lucita no recuerda quién, cayó en la cuenta de que había


fotógrafo merodeando. Desconfió. Ordenó a dos empleados del Hospitalito
que lo retuvieran y le quitaron la cámara hasta que se cercioraron de que
no estaba involucrado. La anécdota ilustra el desconocimiento generalizado,
incluso entre los presentes, de lo sucedido en la capilla. Hoy sigue habiendo
dudas y versiones que no por mucho repetirse son lo que realmente
sucedió. Madre Lucita, por ejemplo, está convencida de que el francotirador
estaba dentro de la capilla, que escuchó toda o casi toda la misa. Otras
versiones ubican a la persona que haló el gatillo en la puerta principal, y
otras aseguran que disparó desde el interior del Volkswagen rojo que el
comando usó para llegar y para huir. Roberto Cuéllar, quien se apersonó
en el Hospitalito después de la autopsia, añade como posibilidad que el
asesino se acercara al altar por el exterior del edificio, en su flanco derecho,
y disparara a través de uno de los ventanales o desde la puerta lateral.

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Quizá nunca se despejen esas dudas, como quizá nunca se sepa con certeza
quién disparó el arma. Pero ese disparo y ese momento forman,
indiscutiblemente, parte de la historia de El Salvador, de esa historia escrita
con tinta indeleble.

***

En cambio, el que se entrega por amor a Cristo al servicio de los demás,


este vivirá, como el granito de trigo que muere, pero muere aparentemente.
Si no muriera, se quedaría solo. La cosecha es porque muere, se deja
inmolar en la tierra, deshacerse y solo deshaciéndose produce la cosecha.

(Monseñor Romero, homilía del 24 de marzo de 1980)

***

El cadáver llegó a la Policlínica Salvadoreña sobre la cama de un pick up


Toyota. Se demoró lo mínimo, pero ya no había nada que hacer. La noticia
del asesinato se extendió por el país como una mancha de aceite, y la
entrada y las inmediaciones del centro asistencial, sobre la 25.ª avenida
Norte de la capital, se convirtieron en un vaivén de gentes. En cuestión
de pocas horas, el juez autorizó la autopsia, y después comenzaron a
embalsamarlo. Fue entonces cuando surgió la duda de qué hacer con las
vísceras que se extraen cuando se prepara un cuerpo. Un padre carmelita
se acercó a madre Lucita y le sugirió que las carmelitas las pidieran.

-A nosotras nos sentían como las personas más cercanas -dice-, y todos
creían que nos atenderían cualquier súplica.

Regresaron al Hospitalito bien entrada la madrugada. Llevaban consigo el


corazón y otros órganos de Monseñor Romero dentro de una gran bolsa
que a su vez estaba dentro de una caja de cartón. ¿Qué hacer con esto?,
se preguntaron al llegar. Decidieron sepultarlo junto a la casita, cerca de
una rosa blanca que había en el jardín, bajo un palo de aguacate. Y así
permaneció casi tres años.

A inicios de 1983 se anunció que Juan Pablo II viajaría a El Salvador en


marzo. Madre Lucita pensó que el Papa quizá querría visitar la casa de
Monseñor Romero y ordenó algunos arreglos mínimos. En el jardín se
levantó una pequeña estructura rocosa con forma de gruta que aún hoy
sigue en pie, coronada por una estatua de la Virgen de Lourdes. A sus
pies, bajo una gran roca, abrieron una cavidad para depositar lo que quedara
de las vísceras.

62
-Entonces les dijimos a los obreros dónde estaban enterradas y, al sacarlas,
vimos que la caja de cartón se había destruido pero que la bolsa de plástico
estaba intacta. Cuál va siendo nuestra sorpresa que, al abrirla, ni mal olor
tenía. Y el color era como que acabaran de hacer una cirugía, hasta rosadito
se veía.
-¿Usted eso lo vio o se lo contaron? -le pregunto.
-No solo yo. Allí estábamos varias. Asombradas, incluso cortamos un
pedacito, lo pusimos en un frasco y se lo llevamos a monseñor Rivera
Damas. Luego supimos que se destruyó cuando el terremoto de 1986.

***

Es una ironía que invita a la reflexión, o cuanto menos a la sonrisa.

-Yo creo -me dice madre Lucita- que Monseñor ha trascendido tanto por
su sencillez. A él no le gustaba que se ocuparan de su persona ni que
hablaran de él ni que lo elogiaran ni nada de eso. Está ocurriendo -y ríe
levemente- lo que a él no le gustaba, que se está dando a conocer por
todo el mundo.
-Y siendo él como era, ¿cree que le hubiera gustado su canonización?
-No, por su humildad no le hubiera gustado, pero nadie imaginábamos la
trascendencia que iba a tener su muerte. Así son las cosas, Dios se encarga
de ensalzar a los humildes.

No es solo madre Lucita. Quienes lo conocieron bien creen que a él no


le haría gracia alguna que lo llamaran San Romero de América, mucho
menos sin que el Vaticano haya aún dado el visto bueno al proceso de
canonización.

***

El Hogar para Niños Divina Providencia está en la colonia Quezaltepec


de Santa Tecla. Allí la imagen de Monseñor Romero es omnipresente: en
el gran mural de la entrada, en un busto, en fotografías y cuadros de todos
los tamaños y colores…

-Es que él nos animó con esta obra.

A mediados de 1979 Monseñor Romero comenzó a hacer llamados en


sus homilías para promover las donaciones que permitieran la compra del
terreno; él mismo donó los 10.000 dólares que entregaron junto al
doctorado Honoris Causa por la Universidad Católica de Lovaina. Aun
con todo, la guerra civil ralentizó la obra, que no se inauguró sino hasta
marzo de 1984. Pero antes, algún día indeterminado de 1983, cuando aún

63
no recibían niños pero se había construido lo suficiente como para que
se pudiera vivir allí, Monseñor Romero llegó a platicar con madre Lucita.
Ocurrió como las 11 de la mañana.

-No fue un sueño -dice entusiasmada y temerosa a la vez de mi reacción-


. Primero lo vi desde la ventana, caminando. Lo vi natural, como en aquella
foto en la que está en el campo, con su sotana blanca. Y luego hablé con
él, y cuando le conté que no teníamos fondos para continuar la obra, me
dijo con su mismo tono de voz: madre, tenga fe, que va a venir una persona
y le va a solucionar.

A los pocos días llegó una persona con un cheque generoso que evitó la
paralización de las obras.

-Monseñor intercedió -dice madre Lucita, los ojos vidriosos, como quien
cuenta algo de lo que está realmente convencido.

64
Víctor HUGO RIVAS

El artista

65
Hugo Rivas recuerda el día que la guerra tocó la puerta de su casa. Sucedió
en noviembre de 1989 durante la ofensiva Hasta el Tope. En el área
metropolitana de San Salvador los combates se sintieron con una intensidad
nunca antes conocida, siquiera sospechada, y la colonia Tazumal de
Cuscatancingo, donde Hugo Rivas residía junto su padre, su madre, sus
dos hermanos y su abuela, se convirtió en primera línea de frente. Tuvieron
el tiempo justo para escapar, primero a casa de unos familiares en la
colonia La Rábida de San Salvador, y desde ahí a un pueblo en la cordillera
del Bálsamo llamado Comasagua, donde permanecieron hasta que la Fuerza
Armada neutralizó la ofensiva. Hugo Rivas recuerda con detalles ese primer
encuentro con la guerra, a pesar de que era un niño de apenas 3 años de
edad.
Víctor Hugo Rivas Escobar nació el 17 de mayo de 1986, cuando Monseñor
Romero llevaba seis años enterrado en uno de los costados de Catedral
metropolitana. No trató con él, nunca lo vio en persona ni tampoco pudo
escuchar sus homilías por radio, pero de alguna manera el obispo mártir
no ha dejado de estar presente en su vida. Licenciado en Artes Plásticas
por la Universidad de El Salvador, Hugo Rivas es un joven artista y diseñador
con mucho que decir sobre Monseñor Romero. “La juventud tiene un
montón de problemas, y no me refiero a aspectos económicos, sino sobre
todo a aspectos familiares: la familia es una onda bien destruida”, me dirá
durante la entrevista cuando le pregunte por la falta de valores en la
sociedad salvadoreña. De sus palabras se infiere que un acercamiento
honesto -realmente honesto- a Monseñor Romero, a su obra y a su
ejemplo, podría contribuir a revertir esta situación.
-Vos naciste seis años después del asesinato, ¿de dónde te viene el interés?
-Creo que para un salvadoreño es casi imposible no haber oído sobre
Monseñor Romero alguna vez. Yo tuve la suerte de que en mi propia casa
siempre ha estado presente de una u otra forma: de pequeño mi papá me
echó la historia, y mi hermano Carlos, que es cinco años mayor y que está
muy empilado con Monseñor y tiene varios libros sobre él, también me
ayudó mucho a conocerlo.
-¿Y fuera del hogar?
-Forma parte de El Salvador, su rostro está pintado en paredes y todo
eso. Uno crece viendo su imagen, pero con un conocimiento muy superficial.
Salvo que uno se interese, creo que los de mi edad hemos crecido sabiendo
de Monseñor Romero como también se sabe que hubo una guerra, pero
sin que nadie en realidad nos hay explicado las causas y las razones.
-¿Cuándo diste vos ese paso? ¿Cuándo comenzaste a interesarte?
-Durante el bachillerato comencé a leer algunas de sus homilías.
-¿Ese interés es común en tu generación?

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-Dentro del arte sí he encontrado gente que se ha interesado, pero son
excepciones. Lo que sí pasa es que algunos que se consideran de izquierda
hablan mucho de Monseñor Romero, pero normalmente es una visión
muy panfletaria.
-¿Monseñor Romero es tema de conversación entre jóvenes?
-No, al contrario, creo que se percibe como una onda tri-aburrida. En
general, hay una especie de rechazo hacia todo lo relacionado con cualquier
iglesia.
-¿Creés que un joven tiene algo que aprender de Monseñor Romero?
-Yo también pasé por esa etapa en la que las cosas de la Iglesia me parecían
aburridas pero, ahora que tengo más compromiso en lo espiritual y que
he leído e investigado sus planteamientos, una de las cosas que más me
impacta es su compromiso. Yo he escuchado a muchas personas, tanto
católicas como evangélicas, que solo dan importancia a lo ritual, pero sin
vivir realmente lo que predican. Y Monseñor Romero lo vivía…
-¿El compromiso no debería definir a cualquier hombre o mujer de iglesia?
-Sí, debería. Alguien que dirige espiritualmente a otras personas debería
estar comprometido, pero eso no ocurre tan seguido.
-El Salvador es un país de memoria colectiva corta. ¿Cómo te explicás que
siga siendo un referente?
-Es curioso que la figura de Monseñor Romero siga vigente a pesar tantos
años de oposición oficial. Y el fenómeno, lejos de disminuir, sigue creciendo.
-¿Esa masificación no puede desembocar en banalización, como le sucedió
al Che?
-Quizá ya esté pasando eso, porque a mí no me parece que los valores y
el compromiso que él defendió estén hoy vigentes en el país tanto como
lo está su imagen, ni siquiera entre las personas que llevan puestas camisolas
con su rostro. En El Salvador rara es la colonia en la que no hay un mural
suyo, pero creo que en algunos casos su imagen se usa casi como una
decoración, algo estético, que se coloca sin detenerse a reflexionar sobre
los valores que él proponía. Tanto la Iglesia como el Gobierno deberían
reflexionar sobre si la simple promoción de una imagen genera o no
valores.
-En tu caso personal, ¿qué valorás en Monseñor Romero?
-Ya dije que, en primer lugar, su compromiso. Y en el aspecto netamente
cristiano, yo recuerdo una homilía en la que él se preguntaba en voz alta
por la devoción a la Virgen María, y él mismo se respondía diciendo que
la verdadera devoción no era rezarle tanto, sino incorporar su ejemplo
de rectitud en nuestras vidas, encarnar a Jesús en nuestra propia vida,
decía. Eso me impactó mucho, porque a mí me da a entender que él
prefería los cambios verdaderos a la devoción de rezos y oraciones.

***

67
La Virgen María es el modelo y hacia ella, a parecerse a ella, se orienta el
trabajo de la Iglesia. El día en que cada católico se propusiera parecerse
a María como miembro de la Iglesia, ese día tendríamos la Iglesia soñada,
la Iglesia ideal.

(Monseñor Romero, homilía del 15 de julio de 1979)

***

La Virgen María fue venerada con devoción por Monseñor Romero desde
sus años en San Miguel. En su habitación del Hospital Divina Providencia
la decoración era mínima pero, colgado en una de las paredes, justo sobre
el escritorio en el que tenía su máquina de escribir, mandó colocar un
cuadro con una fotografía de la Virgen de la Paz. El culto y el respeto a
la madre de Jesucristo han terminado convertidos en uno de los principales
elementos diferenciadores entre la Iglesia católica y las distintas iglesias
evangélicas. El evangelicalismo minusvalora a la Virgen y también a los
santos, los ve como elementos que interfieren en el diálogo con Jesucristo.
Hugo Rivas nació en el seno de una familia católica, pero durante su
adolescencia optó por hacerse evangélico, hecho que le añade un ingrediente
adicional de peculiaridad a su relación con Monseñor Romero.

-¿Cómo fue el salto al evangelicalismo?


-Un amigo me invitó al Tabernáculo Bíblico Bautista cuando tenía unos 16
años. Desde pequeño yo era súper católico, y en el Tabernáculo me pasó
que muchas de las cosas que escuchaba en las predicaciones me parecían
locuras, pero había otras que tenían su punto de razón. Estuve como un
año yendo al Tabernáculo, pero solo porque me gustaba, sin haber aceptado
a Cristo, y al final no me terminó de convencer. Como a los 18, otros
amigos me invitaron a orar en la Iglesia Cristiana Cuadrangular (pentecostal),
una muy pequeñita, y es en la que sigo ahora.
-Y vos, Hugo Rivas, ahora que sos cristiano, ¿creés que Monseñor Romero
es santo?
-Claro que creo en su santidad, pero en ese asunto hay distintos puntos
de vista. Yo concibo la santidad como el deseo explícito de una persona
de dedicarse a Dios. Cualquier persona puede adquirir santidad cuando
se aparta de determinadas situaciones, y su deseo es agradar a Dios y
hacer crecer la obra de Dios, como literalmente lo planteó Jesucristo.
-Tu concepto de santidad no está ligado a lo que determine el Vaticano.
-No, no creo en una santidad institucional: yo me pregunto si él realmente
habría querido ser canonizado, porque leo sus homilías y sus escritos, y
a mí me da la impresión de que hasta él se habría opuesto.

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-Pero tu visión de la santidad convertiría en santos a miles.
-Exacto. Hay mucha gente que vive en cantones y que nunca sale en
televisión, pero que vive en santidad. Yo así lo creo. La santificación
institucional quizá en sus inicios tuvo a la base la sana intención de ensalzar
vidas ejemplares, pero el problema, bajo mi punto de vista, es que al final
se venera a esas personas tanto o más que al propio Jesucristo.
-¿La canonización sería a tu juicio contraproducente?
-Contraproducente no, porque muchísima gente no ha esperado a lo que
diga Roma, y ya se venera como santo. Es un hecho. Pero yo siempre veo
el riesgo de que se deje a un lado lo principal, que es tener a Dios como
guía y como centro de todo.

***

Monseñor Romero ha estado presente en la obra de numerosos artistas,


reconocidos y desconocidos. Puede apreciarse en Catedral metropolitana
o en la Abadía de Westminster, pero también en muros anónimos de
infinidad de humildes colonias a lo largo y ancho del territorio salvadoreño.
Para Hugo Rivas también ha sido motivo de inspiración: un cuadro suyo
al que bautizó Secreto a voces ganó el primer lugar en el certamen de
pintura que en 2010 el Gobierno de El Salvador organizó con motivo del
XXX aniversario del martirio.

-¿Cómo y cuándo surge Secreto a voces?


-La hice para el certamen. Es una pintura pequeña, en formato de 45 por
35 centímetros, y la técnica que utilicé es lienzo preparado y pintado con
acrílico. El fondo, que es más o menos abstracto, es un collage que armé
en la computadora y que, cuando se mira de lejos, se ve el rostro de
Monseñor Romero. Eso lo transferí a una serigrafía, lo imprimí sobre el
lienzo, y con solventes empecé a remover la tinta que no me funcionaba,
y con acrílico definí más los sectores que me interesaba resaltar, como
el ojo, la nariz, la boca.
-¿Qué significa para vos?
-La pieza tiene un nombre muy explícito. Traté de darle una lectura
conceptual sencilla precisamente por eso, porque la imagen de Monseñor
es muy popular a pesar de que oficialmente, hasta este Gobierno, se trató
de tapar. La idea es simple porque es un retrato conmemorativo, en el
que lo más importante no es el parecido físico, sino el trasfondo, los
hechos, que es lo que en lo personal más me llama la atención de él. Lo
que hizo es menos conocido que su martirio, por eso el retrato está hecho
con pequeñas fotos de su vida.
-¿Monseñor Romero había estado antes presente en tu obra?
-No, en mi trabajo artístico, no, pero lo volverá a estar. Ya tengo algo en
mente: como conservo la matriz de la serigrafía, quiero hacer más versiones

69
de la misma pieza para donarlas a instituciones que trabajan por la memoria
histórica de Monseñor, como la Fundación Monseñor Romero o la
pinacoteca Roque Dalton de la Universidad de El Salvador. No serán
iguales, variarán algunos fragmentos del rostro y quizá los colores.
-¿Valorás positivamente haberte acercado a él también como artista?
-Sí tengo mucho que agradecer al hecho de haber ganado este certamen.
La imagen se movió un resto en las actividades del XXX aniversario. Me
sorprendió mucho, por ejemplo, verla impresa gigante en una presentación
de la Orquesta Sinfónica Nacional.

***

Durante la plática surge el nombre de Joseph Beuys, un artista alemán


considerado uno de los más influyentes de la segunda mitad del siglo XX.
Falleció en 1986, el año en el que nació Hugo Rivas. Beuys formó parte
de las Juventudes Hitlerianas y fue piloto de la Luftwaffe. Destinado en la
península de Crimea, al sur de la Ucrania actual, su avión fue abatido en
marzo de 1944 y cayó en las montañas del centro de Ucrania. Décadas
después Beuys contó que, tras el accidente, una tribu local lo recogió
moribundo de la nieve, y que lo mantuvieron con vida embadurnado de
grasa animal y cubierto con fieltro, dos materiales recurrentes en toda su
obra. Esa experiencia fue el punto de inflexión en la vida del artista. “El
concepto de su obra era que la humanidad tenía que regresar a sus raíces,
a los orígenes, antes de que todo se institucionalizara”, dice Hugo Rivas.
Historiadores y artistas aún debaten la veracidad del testimonio de Beuys
sobre lo ocurrido en las montañas ucranianas, pero nadie discute que su
obra estuvo en sintonía con esa concepción de un ser humano menos
institucionalizado y más apegado a sistemas de organización social simples
y genuinos. A Hugo Rivas su caso le sirve para hacer un paralelismo con
Monseñor Romero.

-Disculpame, pero no termino de ver la comparación.


-En Hechos de los Apóstoles se dice claro cómo los primeros cristianos
se reunían y aportaban lo que tenían para compartirlo, pero, una vez se
institucionalizó la cosa, todos esos valores se vinieron abajo. Beuys creía
en ese rollo, y Monseñor Romero, creo yo, también promovía esa esencia,
impulsaba un catolicismo menos ritualista y más como forma de vida.
-¿Dios está presente en tu generación?
-Hay bastante presencia, pero el problema es que muchos de los que
somos practicantes estamos metidos dentro de las iglesias, cuando
deberíamos estar más en las calles, sobre todo si lo que se pretende es
un cambio social.
-¿A qué te referís con estar más en la calle? ¿Más obras de caridad?

70
-No, nada que ver. Hay una situación real, y esto no es solo algo de los
jóvenes ni mucho menos, y es que se confunde la labor cristiana con la
caridad, pero ese es un mal enfoque. En la Biblia está ese conflicto entre
Pablo, que prioriza la fe, y Santiago, que dice que la fe sin obras de poco
sirve. Las iglesias no deben quedarse solo en los rituales, en los cultos,
algo que es muy importante, lo principal quizá, pero una iglesia no puede
callar ante la hipocresía de alguien que ora todos los días pero se desentiende
de los problemas de sus vecinos. Estoy convencido de que las iglesias
pueden hacer mucho más que caridad, mucho más que regalar un pan
dulce.
-¿Los jóvenes temen a Dios en este país?
-De todo hay. No creo que sea algo que se puede responder con un sí
o un no. Muchas veces se teme a Dios cuando uno está dentro de la iglesia,
pero afuera es otro rollo.
-¿Creés que muchos sentimientos nobles de juventud se pierden en la
medida que uno va cumpliendo años?
-Monseñor Romero fue muy explícito en ese punto. Si se tiene un
compromiso sincero con Dios, uno está dispuesto a hablar de Dios tanto
en un lodazal como en un hotel de lujo. En esos detalles es cuando la
gente aprecia si en un líder espiritual existe un real interés de ayudar.

***

En la larga homilía del 23 de marzo de 1980 en la basílica del Sagrado


Corazón, Monseñor Romero dijo algo que creí conveniente llevar anotado
para la entrevista con Hugo Rivas. Dice así: “¡Qué fácil es denunciar la
injusticia estructural, la violencia institucionalizada, el pecado social! Y es
cierto todo eso, pero ¿dónde están las fuentes de ese pecado social? En
el corazón de cada hombre. La sociedad actual es como una especie de
sociedad anónima en la que nadie se quiere echar la culpa y todos son
responsables”.

-Han pasado 30 años, pero ¿no suena como si se hubiera pronunciado


esta misma mañana?
-Claro. Y las iglesias son también responsables.
-¿Cómo te explicás que un país en el que sigue vigente su figura sea al
mismo tiempo tan violento?
-En El Salvador las iglesias están llenas, mucho más que en otros países,
pero al mismo tiempo somos un país violento. Yo tengo mi propia lectura,
y es que en realidad el país no es tan devoto a sus prácticas religiosas, sino
que es un país de supersticiosos. Además, pertenecer a una u otra iglesia
a veces tiene que ver con la imagen, con los deseos de aparentar, mientras
que lo esencial queda a un lado.
-¿Te atreverías a llamarlo doble moral?

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-Sí, pasa mucho. Hay personas para las que estar en una u otra denominación
es cuestión de orgullo, y miran con superioridad a los demás.
-Partidos, gobiernos… ¿No creés que de alguna forma tratan de aprovecharse
del jalón que tiene Monseñor Romero?
-¡Por supuesto! Incluso nosotros, los artistas, muchas veces lo que hacemos
tiende a ser absorbido por ese mismo rollo. Pasa, pero ¿qué podemos
hacer?
-El presidente Mauricio Funes lo llamó guía espiritual de la nación.
-Guía espiritual no se es porque alguien te nombre, sino porque uno se
lo ha ganado. Y Monseñor Romero se respeta en la actualidad por lo que
hizo y por lo que dijo. De él a mí me impacta el simple hecho de que,
siendo la máxima autoridad de la arquidiócesis, llegara a los cantones más
perdidos y hablara con las personas más humildes. Y cuando visitás donde
él vivía, podés darte cuenta de que vivía en la austeridad. La gente aprecia
esas cosas, y por eso sigue siendo recordado hoy. Él solo se ganó el
respeto que tiene.
-De la misma sociedad de la que surgió Monseñor Romero también
surgieron sus asesinos.
-Cuando se tiene un grado de compromiso con Dios como él lo tuvo, no
se pueden dejar de señalar las injusticias, y el sector que se beneficia de
esas injusticias siempre va a sentirse señalado. Eso es inevitable, y sigue
pasando hoy: quizá ahora no asesinen a los que levantan la voz, pero
siempre se les trata de callar.
-¿Pensás que su mensaje sigue vigente?
-¡Claro! Y ojalá no fuera así, porque podría ser señal de que se hubieran
superado algunas situaciones de injusticia, pero el país es todavía muy
desigual. La guerra terminó, pero ni con la guerra se lograron superar las
injusticias.
-¿Creés que tus nietos vivirán en un mejor país que el que vos conocés?
-Para serte sincero, si yo tuviera la oportunidad de emigrar, lo haría. El
país ha tenido algunos avances, pero bastante primitivos. Los salvadoreños
aún estamos muy acostumbrados a la anormalidad en muchos aspectos,
y eso es algo terrible. Espero que sí, que mis nietos conozcan un país
menos desigual y sin tanta pobreza, un país que se parezca más al que
Monseñor Romero tenía en mente.

72
Rodrigo ORLANDO Cabrera

El obispo

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La casita en la que Monseñor Romero vivió sus últimos años es hoy un
pequeño museo que alberga muchas de las pocas pertenencias de su
inquilino. Junto a la cama hay un archivero que cumple funciones de mesita
de noche, y sobre el archivero, un pequeño retrato del papa Pablo VI. No
deja de ser curioso verlo ahí si uno sabe que para cuando asesinaron a
Monseñor Romero el papa Juan Pablo II iba camino de cumplir 18 meses
de pontificado.

No es ningún secreto que Pablo VI y Juan Pablo II tuvieron actitudes


radicalmente distintas hacia Monseñor Romero. A cada uno lo visitó en
un par de ocasiones, y mientras en Pablo VI encontró apoyo y sosiego,
de Juan Pablo II recibió cuestionamientos e incomprensión. Pablo VI lo
animó cuando convirtió a los pobres en el motor de su línea pastoral. Juan
Pablo II le dio la espalda cuando más amenazado estaba, y algunos incluso
creen que desde el Vaticano se movieron los hilos para que en 1979 no
le concedieran el Premio Nobel de la Paz. Es más, hay quien sostiene que
Monseñor Romero no habría muerto en marzo de 1980 si Pablo VI hubiera
vivido unos años más. Monseñor Orlando Cabrera, el actual obispo de
Santiago de María, no ve descabellada esa opinión.

-¿Y en qué se basa usted para creer algo así? -pregunto.


-Porque Pablo VI lo hubiera ascendido. Él lo estimaba mucho y le dio
mucho ánimo la primera vez que lo visitó, cuando fue a explicar lo de la
misa única.

Quizá tenga razón. Quizá la muerte de Pablo VI evitó un cardenal Romero


con una jubilación dorada en Roma. Quizá. Pero lo cierto es que Pablo
VI falleció en agosto de 1978 y Juan Pablo II fue nombrado Papa en octubre.
Que uno lo apoyó más y el otro lo apoyó menos. Y que cuando asesinaron
a Monseñor Romero, en su habitación aún permanecía el retrato del Papa
que más lo apoyó.

***

Vuelvo de Roma como Pablo volvía de Antioquía, con el testimonio de


que vamos por un buen camino. No duden de mi palabra, queridos
hermanos, no la desfiguren. Muchos andan diciendo que yo soy presionado
y que estoy predicando cosas que yo no creo; pero hablo con convicción,
sé que les estoy diciendo la palabra de Dios. He confrontado su palabra
con el magisterio y creo en mi conciencia que voy bien.

(Monseñor Romero, homilía del 15 de mayo de 1977, tras su primer


encuentro con Pablo VI)

74
Este momento es que la Biblia hoy nos ha dicho: “Pablo subiendo a Jerusalén
y hablando con Pedro...” se realizaba en mi pobre vida, también yendo a
Roma y platicando con el nuevo Papa. Debió ser lo mismo que sacaba San
Pablo: tenemos que ir a sufrir, tenemos que ser malinterpretados, tenemos
que enfrentarnos con audacia a situaciones muy difíciles, pero vamos unidos
en esa comunión que nos conecta con aquel que ha sido puesto para ser
la autenticidad de la doctrina que Cristo ha traído al mundo.

(Monseñor Romero, homilía del 13 de mayo de 1979, tras su primer


encuentro con Juan Pablo II)
***
Rodrigo Orlando Cabrera Cuéllar nació el 14 de marzo de 1938 en
Teotepeque, departamento de La Libertad.

-Soy paisano de Farabundo Martí -dice, y acompaña la frase con una sonora
sonrisa.

Enclavado en la vertiente sur de la cordillera del Bálsamo, Teotepeque era


a mediados del siglo XX un pueblo difícil -no había calle de acceso
pavimentada-, que replicaba a pequeña escala la estructura social imperante
en El Salvador: muy pocos tenían mucho, y muchos tenían muy poco. En
ese reparto, la familia de Orlando cayó en el lado de las adineradas. Su
padre, Tomás Telmo Cabrera, era el dueño de una productiva hacienda
que garantizaba un elevado nivel de vida a toda la familia, conformada por
la madre, María Cuéllar, y ocho hijos, entre los que Orlando era el tercero.

Pudo haber elegido otra profesión más lucrativa, pero sintió desde muy
joven que quería ser hombre de Iglesia y sus estudios de secundaria los
cursó en el Seminario San José de la Montaña. Los primeros recuerdos
sobre Monseñor Romero son precisamente en el seminario, cuando el
entonces padre Romero viajaba desde San Miguel para reunirse con los
seminaristas de su diócesis. Orlando pudo complementar su formación en
Chile y Argentina, donde estudió Teología y Filosofía gracias al apoyó
económico que le brindó la familia. Joven también, antes incluso de cumplir
los 24 años, tuvo lugar su ordenación, que se celebró el 6 de enero de
1962 en Santiago de María, ciudad a la que prácticamente ha estado
amarrado desde esa fecha.

Orlando empezó desde abajo. Estuvo al frente, entre otras, de la parroquia


de Alegría, de la de Ciudad Barrios, de Santa Catalina de Usulután, de San
Martín de Porres en Santiago de María y de la de Jucuapa; luego lo
nombraron vicario general, y esa dedicación a la diócesis santiagüeña
obtuvo como recompensa su nombramiento como obispo en diciembre

75
de 1983. Orlando sucedió en el cargo a monseñor Rivera Damas, quien
a su vez había sucedido a Monseñor Romero.

-Justo aquí donde estoy sentado -me dice en un momento de la entrevista-


es donde se sentaba él.

***

-Sobre ese punto que me plantea, ¿cómo dice el dicho castellano? Honor
a quien honor merece, ¿no? -responde Orlando.

La pregunta plantea algo que debería conocer bien, después de haber


entregado casi medio siglo a la diócesis de Santiago de María: ¿es cierto,
como se ha publicado y republicado, que Monseñor Romero fue el primer
obispo en interesarse por los jornaleros que durante la corta del café
inundaban esa ciudad y dormían a la intemperie? Orlando responde que
no. El interés primigenio por mejorar las condiciones de los cortadores
se lo atribuye a monseñor Castro Ramírez, el antecesor, interés que se
concretó en unas galeras que en la mayoría de las fincas se construyeron
para que los trabajadores pudieran al menos dormir bajo un techo.

-Monseñor Castro fue siempre un anticomunista, y muy tradicional, pero


sí hizo denuncias serias. Creo que con Monseñor Romero se ha exagerado
mucho ese punto de los cortadores -concluye.

Orlando no suena pretencioso, ni mucho menos a querer restar méritos


a la labor que Monseñor Romero realizó al frente de la diócesis.

-Y usted -pregunto a Orlando-, ¿cree que Monseñor Romero es santo?


-Sí. Fue un hombre de mucha oración, muy preocupado por su purificación
interior. Antes de que lo asesinaran, él fue al mar, y cuando regresaron,
¡qué curioso! salió hacia Santa Tecla para confesarse. Yo creo en su
santidad, claro que sí; se le notaba. Él tenía sus limitaciones humanas, pero
bien dicen que ni los santos son perfectos.
-¿Usted sería otra persona si no hubiera conocido a Monseñor Romero?
-El contacto con él, aunque uno no lo quiera, influye. Su testimonio de
pobreza, su sencillez, su humildad, su capacidad de pedir perdón… eran
admirables.

***

Monseñor Romero llegó a las pantallas de cine antes incluso de que


finalizara la guerra civil. Protagonizada por Raúl Juliá y dirigida por John

76
Duigan, en 1989 se estrenó Romero, una película de producción
estadounidense que aspiraba a recrear sus últimos años de vida. Una de
las escenas muestra el momento en el que Monseñor Romero es notificado
de su nombramiento como arzobispo. Juliá aparece en su cuarto vestido
con sotana blanca y se dispone a lavarse la cara cuando un obispo alto y
canoso, que al menos en un plano teórico debería encarnar al nuncio
Emanuele Gerada, llama a la puerta y entra en la habitación. Tras un breve
intercambio de palabras, Monseñor Romero lo invita a tomar asiento.

-Creo que el que debería sentarse eres tú -le dice Gerada-. Te han
nombrado arzobispo.

Monseñor Romero permanece callado unos segundos antes de responder.

-No soy el más indicado.


-El Vaticano confía plenamente en ti. Y yo te apoyo.
-Otros no.
-Vivimos tiempos difíciles.

La plática es más larga, pero redundante en la idea de que la elección fue


inesperada y completamente ajena a su voluntad. La realidad, sin embargo,
es otra. Orlando y el grupo de sacerdotes con el que más se relacionaba
estaban convencidos de que, prácticamente desde que puso sus pies en
Santiago de María, Monseñor Romero se esmeró por llamar la atención
del nuncio Gerada.

-Lo invitó varias veces a la diócesis -dice Orlando-. Recuerdo que lo llevó
a San Agustín y también a su pueblo, a Ciudad Barrios.

Un día de 1975, cuando Orlando era párroco en la iglesia de Santa Catalina,


en la cabecera departamental de Usulután, Monseñor Romero le llamó
para pedirle que organizara con especial dedicación su siguiente visita,
porque llegaría acompañado del nuncio Gerada. Le extrañó porque no
eran fiestas patronales ni ninguna fecha especial, pero cumplió con creces
la petición. El almuerzo, generoso, se realizó en el Casino usuluteco, y
para la organización contó con la ayuda de una feligresa que prestó su
elegante vajilla. Orlando está convencido de que tanto el nuncio Gerada
como Monseñor Romero se fueron satisfechos de Usulután. Ese almuerzo
también alimentó las sospechas.

-Son suposiciones nuestras, pero daba la impresión de que algo buscaba


Monseñor.

***

77
Los poco más de dos años que Monseñor Romero permaneció en Santiago
de María son un período lleno de contradicciones. Conoció la injusticia
y se solidarizó con los sufrientes, pero nunca quiso denunciar públicamente
la represión estatal, ni siquiera tras la masacre que la Guardia Nacional
cometió en el cantón Tres Calles. Implementó una pastoral social para
toda la diócesis, algo inexistente hasta su llegada, pero clausuró Los
Naranjos, el emblemático centro de formación de agentes de pastoral que
funcionaba en Jiquilisco. Cerró Los Naranjos porque se impartían enseñanzas
“avanzadas”, pero a su director, el padre pasionista Juan Macho, lo promovió
a vicario de pastoral. Se mostró reacio a todo lo que tuviera relación con
las ideas que surgieron en Medellín en 1968, pero envió a uno de sus
párrocos, a Orlando, a estudiar Teología pastoral precisamente a Medellín.
Cuestionó con dureza las cristologías progresistas en la importante homilía
del 6 de agosto de 1976 en Catedral metropolitana, pero organizó unas
jornadas de estudio sobre la reforma agraria con expositores de la
Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, la universidad de los
jesuitas.

Con este abanico de acciones aparentemente contrapuestas, concentradas


además en un corto lapso de tiempo, no es de extrañar que sus años en
Santiago de María aún sean motivo de discusión entre historiadores,
estudiosos y biógrafos. ¿Qué tanto influyeron en su evolución posterior?
Argumentos parece haber para respaldar interpretaciones antagónicas.
Pero hay un elemento importante y pocas veces tenido en cuenta: la
opinión de los que trabajaron esos años cerca de él.

-¿A usted le sorprendió que lo nombraran arzobispo? -pregunto a Orlando.


-No, no me sorprendió, pero casi todos esperábamos que monseñor
Rivera Damas fuera el sucesor de monseñor Chávez.
-Pero estaba junto a él en Santiago. ¿La apertura mostrada allí no había
sido suficiente?
-Lo que sucede es que monseñor Rivera ya tenía años de lucha. Tenía más
credenciales que Monseñor Romero.

Orlando no fue, ni mucho menos, el único que pensaba así entre los
sacerdotes, religiosos y religiosas progresistas de la diócesis.

***
-Es curioso -dice Orlando-. Monseñor Romero siempre se sentía mejor
cuando estaba con los pobres. Se le notaba. Siendo obispo aquí, ocurría
a veces que cuando iba de visita, algunos padres le preparaban el almuerzo
o la cena. Pero cuando lo mandaban a buscar, lo encontraban en el atrio,
compartiendo tamales o un café con gente muy humilde.
-El famoso voto de pobreza, ¿no?
78
-Él era un hombre muy eclesial, nunca se salió de la doctrina social de la
Iglesia, del magisterio. Pero eso no ocurre siempre: uno nota quién ama
a los pobres, porque incluso dentro de la Iglesia no falta quien se llena la
boca con los pobres, pero que a la hora de la verdad…
-Y él era de los que amaba de verdad a los pobres.
-Sí, sin lugar a dudas, tanto que dio la vida por ellos. Y murió pobre.
***
En la tarde del sábado 1 de diciembre de 1979 a Monseñor Romero lo
llevaron en carro a Santiago de María, más de dos horas de viaje. Al llegar,
la ciudad entera celebraba las fiestas jubilares por los 25 años de existencia
de la diócesis. Ese sábado era el día consagrado al segundo de los obispos,
Monseñor Romero, y él celebró una multitudinaria misa en catedral, en
la vieja, en la que caprichosamente se botó durante la guerra. Saludó, entre
otros, al padre Orlando, quien entonces era párroco de catedral. También
a monseñor Rivera, al padre Majano, al padre Rodas y a un sinfín de laicos
que le brindaron cariñosas palabras de bienvenida. La noche la pasó en
unas de las habitaciones de la sede episcopal, pero durmió poco por dos
motivos: primero, porque le pasó factura el frío por la altura a la que se
encuentra la ciudad; y segundo, porque un grupo de compas del Bloque
Popular Revolucionario se echó buena parte de la madrugada cantando
y arengando en el parque central.

Esta reconstrucción de lo ocurrido en un día cualquiera de hace más de


tres décadas no tiene a la base suposiciones, ni se trata de confianza ciega
en la memoria de los testigos, ni muchos menos son licencias narrativas
del autor. Monseñor Romero plasmó todos esos detalles en su diario, un
documento que no solo incluyó grandes brochazos de su quehacer, sino
que lo enriqueció con sensaciones y sentimientos, sobre todo en los
últimos meses de vida. Su diario está huérfano de profundas reflexiones
teológicas, pero es una herramienta imprescindible para conocer al ser
humano.

Nadie sabía que escribía un diario. En realidad no lo escribía, sino que lo


grababa en casetes, en las noches, y presumiblemente no todos los días,
ya que las grabaciones concluyeron el 19 de marzo de 1980. Tampoco
arranca con su nombramiento como arzobispo, sino que lo comenzó el
31 de marzo de 1978, cuando llevaba más de un año al frente de la
arquidiócesis.

El porqué de la existencia del diario me lo contó el vicario general,


monseñor Ricardo Urioste. Un día, en una reunión de la curia arzobispal,
Monseñor Romero encargó a un sacerdote que levantara él un diario de
lo que ocurría tanto en el país como en la Iglesia. Al siguiente mes,

79
Monseñor le preguntó por el diario, y el cura que había adquirido el
compromiso le admitió que, por desordenado, ni siquiera lo había
comenzado. Visiblemente enojado, Monseñor Romero golpeó la mesa y
dijo algo así: “¡Con la Iglesia no se puede ser desordenado! Y ahí quedó
todo. El tema no volvió a mencionarse en ninguna reunión y, solo tras su
asesinato, cuando fueron a su casita y buscaron entre sus pertenencias,
tuvieron la grata sorpresa de hallar una caja llena de casetes.

No suena muy aventurado afirmar que la dejadez de un colaborador


permitió no solo que se pueda afirmar con certeza que en la madrugada
del 2 de diciembre de 1979 sintió frío, sino que el mundo entero disponga
de un invaluable y detalladísimo registro sonoro de los dos años más
importantes de la vida de Monseñor Romero.

***

El día del funeral de Monseñor Romero, sobre el portón principal de una


Catedral metropolitana a medio hacer, se colgó una gigantesca pancarta
que rechazaba expresamente la presencia de tres de los seis obispos que
en 1980 integraban la Conferencia Episcopal de El Salvador (CEDES):
monseñor Álvarez, obispo de San Miguel; monseñor Revelo, obispo auxiliar
de San Salvador; y monseñor Aparicio, obispo de San Vicente. Mucho se
ha escrito sobre la tensa relación que Monseñor Romero mantuvo con
el resto de los obispos, y es sabido que en la CEDES solo monseñor Rivera
Damas lo apoyaba. Orlando fue nombrado obispo de Santiago de María
en diciembre de 1983 y cuando llegó, Álvarez y Revelo aún permanecían
en la conferencia.

-Sí, yo coincidí con ellos, y fueron años duros -Orlando vuelve a sonreír
sonoramente-. Chocábamos en mentalidad. Eran cerrados, sí.
-Tras el asesinato, dicen que el nuncio Gerada sí tuvo un cambio de actitud
hacia Monseñor Romero, una especie de arrepentimiento. ¿No ocurrió
lo mismo con ellos?
-Monseñor Álvarez sostenía que los jesuitas le habían lavado el coco, así
decía, y nadie logró sacarlo de esa idea. Pero alguna vez sí dijo que si el
Papa lo canonizara, sería el primero en rendirle culto.
-¿Y monseñor Revelo?
-Revelo era un hombre que tenía sus momentos de buen carácter y otros
en los que se le veía enojado, molesto. Me gustó un gesto de él: cuando
el Papa pidió la lista de los que habían dado la vida por la fe, él dijo que
el primero que tenía que aparecer era Rutilio Grande.
-¿Pero usted notó arrepentimiento en su comportamiento?

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-No, pero es que ni siquiera se hablaba mucho del tema, porque hablarlo
significaba encender la llama. Ellos no estuvieron de acuerdo con la línea
de Monseñor Romero ni antes ni después de que lo asesinaran, y murieron
convencidos de que los jesuitas lo manipularon.
-¿Usted cree que se han magnificado esas diferencias o realmente existieron?
-Existieron, existieron y en tiempos de Monseñor Romero fueron algo
escandaloso.
-¿Luego cambió?
-La Conferencia Episcopal salvadoreña nunca ha estado unida, nomás que
ahora ya no expresamos nuestras diferencias públicamente.

La sociedad salvadoreña está fracturada desde la década de los 70, y para


nadie es un secreto que la Iglesia católica, como parte del entramado social,
no resultó ajena a esa polarización. Ocurrió de forma explícita en tiempos
de Monseñor Romero y siguió ocurriendo de forma implícita tras su
asesinato. La beatificación sigue siendo un asunto delicado. Hay quien cree
que pasarán muchos años, incluso generaciones enteras, antes de que el
Vaticano se atreva a dar el paso. “Lo peor que ahora podría pasar para la
causa de su canonización es que un partido utilizara su figura, su martirio
o su muerte a su favor”, me dijo en mayo de 2009 el arzobispo emérito
de San Salvador, Fernando Sáenz Lacalle. Otros creen que no, que, ante
el avance de las iglesias evangélicas, a Roma le urge tener de su lado una
figura como la de Monseñor Romero. “Les conviene tener en América
Latina un obispo mártir santo”, me dijo en marzo de 2008 el teólogo
brasileño Leonardo Boff, quien incluso se atrevió a vaticinar que se realizará
durante el pontificado de Benedicto XVI. Como sucede con casi todo en
la vida, el tiempo será el que termine ubicando a cada quien en el lugar
que merece.

81
Elvira y Eleonor CHACÓN

La familia

82
Frijoles volteados al estilo Chacón.

De la olla de frijoles previamente cocidos apartar la cantidad deseada en


función del número de comensales.
Escurrir los frijoles, licuarlos y agregarles poco a poco pequeñas cantidades
de su propio caldo hasta conseguir una consistencia pastosa.
En un sartén aparte echar un chorro de aceite y freír cebolla cortada en
finos aros.
Retirar la cebolla cuando se haya dorado.
Sofreír los frijoles licuados en el aceite usado para dorar la cebolla.
Remover constantemente mientras los frijoles se van haciendo masa,
agregando más aceite si nota que comienzan a pegarse.
Servir en plato plano.
Se recomienda acompañar con plátano frito y cuajada o requesón.

***

El 11 de febrero de 1980 resultó un lunes complicado. Catedral metropolitana


amaneció tomada por enésima vez, y Monseñor Romero afrontaba como
mediador sendas negociaciones para liberar al embajador de Sudáfrica,
secuestrado semanas atrás por las Fuerzas Populares de Liberación (FPL),
y al embajador de España, rehén de las Ligas Populares 28 de Febrero (LP-
28) desde la semana anterior. Incluso estando así las cosas, predicó a
primera hora en la iglesia del cantón Lourdes, municipio de Colón, que
entonces era como ir al interior del país, y en la tarde recibió primero al
embajador de Nicaragua, luego a un asesor venezolano del Partido
Demócrata Cristiano, más luego a un ingeniero que buscaba mediación
porque las LP-28 también se habían tomado su fábrica, y por último, a un
seminarista de La Unión víctima de la represión estatal.

Entrada la noche, subió a su Toyota Corona y manejó hasta la colonia Las


Delicias, en Santa Tecla, a la vivienda de Alfonso y Carmen Chacón, un
hogar y una familia que en los últimos años se había convertido en una
especie de refugio espiritual para él. La visita la consignó en su diario: “Fui
a visitar a la familia Chacón y convivir también estos sentimientos humanos
de familia, que son tan necesarios en estas horas de tantas tensiones”.

-¿Se puede o no se puede? -preguntó desde el umbral de la puerta.

Ya se había vuelto costumbre, y raro es que se consumiera un mes entero


sin repetirse la escena. Llegaba sin avisar y su carta de presentación era
siempre la misma pregunta retórica: ¿se puede o no se puede? Siempre
se podía.

83
En el hogar de los Chacón aquellas visitas hoy se recuerdan como cenas
en familia, como pláticas sobre temas intrascendentes, como sentadas
colectivas frente al televisor o como tardes de anécdotas y chistes.

-Él venía aquí -me cuenta Eleonor Chacón- con el afán de descansar, de
olvidarse de sus cosas. Aquí él no hablaba de D'Aubuisson ni de los obispos
ni nada de eso. Su idea era… ¿cómo decirlo? Sentirse en familia.
-¿Y ustedes le preguntaban por sus problemas?
-No, tampoco.

Pues bien, aquel lunes 11 de febrero se presentó solo, sin sotana, con una
camisa azul de manga larga y un alzacuello que se soltó al poco haber
entrado. Cenaron, hablaron, rieron. Casi al final, René Quijano, uno de
los yernos de Alfonso y Carmen, sacó una cámara fotográfica y pidió a sus
cuñadas que se colocaran junto al invitado, quien no era un entusiasta de
posar. Tantos años de venir a esta casa, y nunca nos hemos tomado una,
le argumentó René. Accedió, pero antes pidió unos segundos para colocarse
bien el alzacuello.

René tomó varias fotografías: en una Monseñor Romero aparece junto a


Elvira Chacón, una imagen que durante años estuvo celosamente guardada
pero que hoy ocupa un lugar destacado en la casa; en otra aparecía junto
a Eleonor Chacón, pero su esposo la quemó cuando se corrió la voz de
que los escuadrones de la muerte matarían a los que tuvieran imágenes
del arzobispo.

En la que se conserva, Monseñor Romero aparece sentado y sonriente,


las manos cruzadas sobre la mesa. Enfrente tiene un vaso metálico con
cebada.

-¿Lo que consumía lo pagaba en el momento o acá tenía cuenta abierta?


-pregunto, más por rigor periodístico que por convicción.
-¿Pagar? -me mira extrañada Elvira Chacón-. No, él no pagaba nunca nada,
él era un amigo de la casa.

***

La familia Chacón nació el 5 de noviembre de 1924 en San Julián, Sonsonate,


día en el que contrajeron matrimonio Carmen Herrera y Alfonso Chacón.
En los primeros años todo marchaba sobre ruedas, incluso pudieron
mandar a la mayor de las hijas a estudiar en un internado en Sonsonate.

84
No eran una familia adinerada, pero tenían más que el promedio: una casa
rural amplia con techo de tejas, un río cerca que les facilitaba el agua, un
terrenito, gallinas, gallos, tuncos, vacas. Más que lo necesario para vivir.
Fueron años buenos.

Con el paso del tiempo llegaron los hijos, muchos, y también comenzaron
los apuros. En la década de los 40, los Chacón se vieron poco a poco en
la obligación de vender primero una vaca, luego otra, una parcelita acá,
otra allá… Agobiados y con expectativas poco halagüeñas, a mediados de
siglo vendieron lo poco que les quedaba y se trasladaron desde San Julián
a Santa Tecla, con la idea de apostarle como negocio a algo que todos
conocían bien: las habilidades culinarias de Carmen.

-Mi mamá desde chiquita llevaba adentro el amor por la cocina -dice Elvira
Chacón-. Todas sus comidas son invento de ella, nunca nadie le enseñó
nada, solo probando y probando, hasta que le salían.

Don Alfonso Chacón -don Foncho, como lo llamaba Monseñor Romero-


falleció en 1986, y Carmen de Chacón, en 1995. Pero el fruto de su
esfuerzo pervive en un negocio llamado “Las delicias de las Chacón”,
donde aún se come igual de bien que cuando abrió sus puertas hace más
de medio siglo.

Sobreviven ocho de los trece hijos que tuvieron, pero las más vinculadas
al negocio y a la vieja casona familiar son dos hermanas, las que mayor
contacto directo tuvieron con Monseñor Romero. Por un lado, Elvira
Chacón -Niña Elvira a partir de ahora-, nacida en 1927 y con quien el
arzobispo entabló una sincera relación de amistad. Por el otro, Eleonor
Chacón -Niña Noy-, nacida en 1938, la que más secretos de cocina se
dejó enseñar y la responsable directa de que en la vida familiar irrumpiera
el padre Romero.

Niña Noy y Raúl Romero -el apellido es pura coincidencia- se casaron el


9 de noviembre de 1963, un sábado lluvioso. El padre Romero viajó
expresamente desde San Miguel a Santa Tecla para celebrar la boda porque
Raúl, migueleño también, había sido acólito suyo y le guardaba aprecio.
La ceremonia fue en la iglesia de la colonia Las Delicias; la fiesta, en casa
de los Chacón; y el banquete, responsabilidad de Carmen.

-Mi mamá desde ese momento sintió un gran cariño por él -dice Niña
Noy-, y le hizo, como decimos nosotros aquí, su tambache: incluso le
preparó pavo para que se lo llevara a San Miguel.

85
A partir de entonces, los encuentros entre Monseñor Romero y la familia
Chacón se hicieron cada vez más asiduos. Con los años, el padre Romero
que conocieron se hizo monseñor -primero así, con minúscula-, el monseñor
se convirtió en obispo, el obispo se transformó en arzobispo, y el arzobispo,
en Monseñor Romero. Pero para esta familia no hubo cambios radicales
en este proceso. La manera de ser de la persona que comenzó a visitarles
en 1963 poco difería de la que asesinaron en 1980. En esta casa se conoció
al Monseñor Romero menos publicitado: el ser humano que reía y contaba
chistes, que veía novelas frente al televisor, que platicaba temas
intrascendentes y que disfrutaba las cenas en familia. Platos sencillos, pero
preparados con amor.

-Todo lo que preparábamos aquí le encantaba, pero la preferencia de él


eran los frijolitos volteados -confiesa Niña Elvira.
***

Don Foncho era novelero. No le importaba pasar horas mirando novelas


de esas de antes, en las que el beso entre los protagonistas se hacía esperar
capítulos y capítulos. Y si el patriarca las miraba, ¿cómo no iba a hacerlo
el resto de la familia? No pocas veces Monseñor Romero llegó y encontró
a todos sentados frente al televisor, y no pocas veces él se integró al grupo
con interés.

-Y usted -le preguntó Niña Noy en una ocasión-, ¿qué dice? ¿Es bueno o
no es bueno ver novelas?
-Mire, ustedes vean las novelas si quieren, pero lo que tienen que hacer
es tomar lo bueno que hace la gente, no lo malo.

Eso es lo que pensaba de las novelas de la década de los 70. Sería interesante
conocer su opinión sobre las de ahora, con títulos tan explícitos como
Sin tetas no hay paraíso o El cartel de Los Sapos.

***
En verdad fue especial aquella misa vespertina del 25 de febrero de 1975.
Monseñor Romero era obispo de Santiago de María, pero no se lo pensó
dos veces cuando los Chacón le pidieron que se acercara hasta Santa
Tecla, fuera de la diócesis, para celebrar la misa de 30 días por Juan Alberto
Chacón, uno de sus hijos.

Juan había muerto en un accidente de tránsito ocurrido en Venezuela el


23 de enero. Vivía desde hacía años en una ciudad llamada El Tigrito, en
el estado de Anzuátegui, y trabajaba en los campos petroleros manejando
maquinaria pesada.

86
En uno de los viajes se salió de la carretera por no llevarse por delante
un carro y perdió la vida.
-Era buldocero -dice Ángel, Angelito, el menor de los Chacón.
Cuando ocurrió el accidente, él también estaba en Venezuela, a donde lo
había llevado su hermano para que probara suerte en tierra ajena.
Apenas supieron de la tragedia en El Salvador, la matriarca viajó de urgencia
hasta El Tigrito. Tuvieron que velar el cuerpo tres noches, pero llegó a
tiempo para despedirlo. Se quedó allá unas semanas más en compañía de
Angelito, de la nuera y del nieto. Aún estaba en Venezuela para cuando
se celebró aquella misa vespertina del 25 de febrero.
La iglesia de Las Delicias acogió la ceremonia, íntima, y luego todos cenaron
en la casa frijoles volteados y pollo. A alguien se le ocurrió que a Ángel y
a Carmen les haría ilusión recibir un mensaje de aliento de Monseñor
Romero, y le propusieron grabarlo en un casete para enviárselo a Venezuela.
Se sentó y comenzó a hablar.
-Querido Ángel, me han pedido unas palabras para grabártelas y enviártelas.
Con mucho gusto. Estamos aquí en la casa de papá, con tus hermanos y…
No se despegó de la grabadora durante más de ocho minutos. Habló
mucho y bien. Sin guión, sin titubeos, sin silencios incómodos, sin nervios...
como si fuera una más de sus homilías. De entre todo lo que dijo aquella
lejana noche de 1975 una frase hoy suena visionaria: “Muchos de mis
queridos amigos ya difuntos para mí siguen siendo fuente de inspiración,
de confianza y hasta en momentos de apuro, yo los invoco y me animan;
sé que están conmigo”. Con el pasar del tiempo, él ha terminado convertido
ante los ojos de miles en ese amigo querido fuente de inspiración.
***
¡Qué hermosa consideración hace San Agustín!: “La voz es el ruido que
llega hasta el oído, pero en esa voz va la palabra, el verbo, una idea”. En
esta misma mañana esto está sucediendo aquí, en catedral, y a través de
la radio. Escuchan la voz, pero la voz, una vez que deja de emitirse, termina.
Es un ruido. Pero queda una palabra, la palabra es la idea. Esta sublime
filosofía en el lenguaje de San Juan el Evangelista quiere decir: todos los
que predican a Cristo son voz, pero la voz pasa, los predicadores mueren,
Juan Bautista desaparece, solo queda la palabra. La palabra queda y este
es el gran consuelo del que predica: mi voz desaparecerá pero mi palabra,
que es Cristo, quedará en los corazones que lo hayan querido recoger.
(Monseñor Romero, homilía del 17 de diciembre de 1978)

***
87
Le gustaban los chistes. Los disfrutaba como niño. Tenía incluso su propio
repertorio, y este es uno de los que él contó en casa de los Chacón: “En
un convento de monjas pasaba que en las noches desaparecía de la
refrigeradora toda la comida, y no sabían quién se la llevaba. Cansada de
los hurtos, la madre superiora decidió escarmentar a la culpable. Para ello,
se cubrió el rostro, se puso unos cachos de un venado en la cabeza y se
escondió detrás de una cortina en el cuarto donde estaba la refrigeradora.
Así, pensó, la monjita ladrona se daría cuenta de que el diablo mismo era
el que la estaba tentando. En la madrugada, cuando llegó la monjita, la
madre superiora salió de la cortina con los cachos, se acercó silenciosa,
y le dijo al oído: 'Soy el diablo'. La monjita se sobresaltó, pero rápido dio
media vuelta y le respondió: 'Ufff, menos mal, pensé que era la madre
superiora'”.

-Él nos lo contó -dice Niña Elvira con una voz a medio camino entre la
alegría y la nostalgia-. Y Monseñor imitaba la voz del diablo: ¡¡¡sooooooy
el diaaaaaablo!!!

Niña Elvira sonríe risueña, como si en este momento escuchara la voz de


un amigo.

***

“Tráigale al joven una cebadita, que la pruebe”, dice Niña Elvira a Ana
Gladys, la mujer de su sobrino, que atiende en el mostrador a la clientela.
La cebada que se prepara y se vende en esta casa es la misma desde hace
al menos 40 años, la misma que tenía en Monseñor Romero a uno de sus
más entusiastas defensores. Al poco, Ana Gladys se acerca con un vaso
metálico lleno de una cebada de color rosa intenso y en la que a simple
vista se le aprecia una mayor espesura. Sabe realmente bien.

El sabor de la cebada no es lo único por lo que parece no haber pasado


el tiempo en este hogar. El sofá, las mesas, las sillas, el armario del fondo
y algunos de los cuadros que cuelgan de las paredes son los mismos que
estaban cuando llegaba Monseñor Romero.

-Fácil que en esta silla en la que estoy también se sentó él -comento.


-Sí, seguro -dice Niña Elvira-, ¿quiere un pastelito de piña con la cebada?

La casa de las Chacón transpira catolicismo. La sala la preside un gran


Corazón de Jesús, y sin importar a qué rincón se mire, uno encuentra
cuadros o figuras de la Virgen, de la Última Cena, crucifijos. Los lugares
más destacados los ocupan las fotografías en las que aparece Monseñor
Romero.
88
-Y ustedes -pregunto a las dos-, ¿creen que Monseñor Romero es santo?
-Sí -responde con firmeza Niña Noy-, a él se le veía la santidad en su modo
de ser, en sus obras, era muy dado a la gente. Usted sabe, no todos los
obispos ni todos los sacerdotes son así, porque hay algunos que tienen
rencores, que tienen odios. Muchos lo odiaban, pero a él nunca se le oyó
decir: fulano de tal es así o así. Nuuuunca.
-¿De su santidad se convenció después del o asesinato o en vida?
-En vida, en vida.
-Cuando él llegaba y se sentaba a comer frijoles volteados o a tomarse
una cebada, ¿ya creían estar junto a un santo?
-Ajá -interviene Niña Elvira-, es que a él le gustaba lo sencillo. Mire, en
Santiago de María él nos preparaba la comida. Sentaba al motorista, sentaba
a la sirvienta y todos los empleados comían con él, con su hermana y
conmigo también, como seis en la mesa.
-Pero yo veo eso y pienso: qué persona tan buena. Pero de ahí a ser
santo…
-¿Qué más prueba de santidad que su martirio? -retoma la palabra Niña
Noy-. Él sabía que de un momento a otro lo iban a matar y no se escondía.
Las últimas veces acá vino solo, porque decía que así, si lo mataban por
el camino, una sola familia quedaría de luto.

En el Vaticano, la Congregación para las Causas de los Santos tiene sobre


la mesa la solicitud para la canonización desde 1997, pero en hogares como
el de la familia Chacón su santidad no se discute. Es. Preguntarlo es
preguntar por una obviedad tan obvia que cuesta responderla, como cuesta
responder por qué amanece cada día. Roma está lejos, demasiado, pero
en lugares como este no hay dudas. Quizá porque es donde mejor lo
conocieron.

***
89
Aquel lunes sintió la necesidad impostergable de confesarse. No lo hizo
en la mañana, a pesar de que la pasó en la playa en compañía de un grupo
de sacerdotes. Del mar regresaron en torno a las 3 de la tarde y, aunque
sabía que a las 6 debía oficiar una misa en la capilla del Hospitalito y que
la tarde la tenía saturada de compromisos -incluida una visita al otorrino-
, prefirió apretarlo todo y sacar el tiempo para visitar a su confesor habitual,
el jesuita Segundo Azkue. Monseñor Romero hizo venir a su amigo Salvador
para que lo llevara desde San Salvador a la residencia de los jesuitas que
está junto a la iglesia El Carmen, en pleno centro de Santa Tecla.

Raúl Romero, el acólito que terminó casado con Niña Noy, también estaba
aquella tarde en El Carmen, acompañado por su hijo mayor. Por las prisas,
apenas pudieron intercambiar un saludo antes de despedirse. Pasaban ya
las 5 de la tarde. Raúl y su hijo regresaron a casa y comentaron el casual
encuentro.

-Hemos estado con Monseñor -dijo Raúl a su esposa y a su suegra apenas


cruzó la puerta.
-Ah, pues cuando está por Santa Tecla siempre viene a cenar -dedujo
Carmen.

Monseñor Romero nunca avisaba de sus visitas, pero Carmen había


aprendido que solía hacerlas coincidir con viajes a Santa Tecla. Sin dudarlo,
ordenó preparar la mesa y se puso a cocinar frijoles volteados, a la espera
de que en cualquier momento alguien se asomara por la puerta e hiciera
la misma pregunta retórica: ¿se puede o no se puede?

Oscurecía cuando el teléfono sonó. Niña Elvira respondió. Era Silvia, una
cuñada. Le contó lo que acababa de escuchar en la radio. Niña Elvira no
terminó de creérselo. Colgó. Al instante apareció en la puerta de la casa
René, otro cuñado. Le repitió la misma noticia. Niña Elvira comenzó a
llorar. A su llanto se le sumaron poco a poco el de otros familiares, como
si fuera un coro. Sobre la vieja mesa de madera, en el lado en el que a él
le gustaba sentarse, quedaron unos cubiertos y un plato vacío que esperaba
una ración de frijoles volteados.

90
Roberto Cuéllar Martínez, BETO

El abogado

91
Ni Águila ni FAS ni Club Deportivo Santiagüeño, mucho menos Barça o
Real Madrid. Ni siquiera la Selecta. A Monseñor Romero no le gustaba el
fútbol. Lo veía, palabras suyas, como una actividad que embrutece a los
hombres. Con tanto balonazo en la cabeza, bromeó en alguna ocasión,
uno se pone más tonto.

A Beto Cuéllar, uno de sus más cercanos colaboradores, le apasionaba -


le apasiona- el fútbol: verlo y aún más practicarlo. Marcó goles para el
equipo del Externado de San José y también para el de la Universidad
Centroamericana José Simeón Cañas (UCA). Tanta es su pasión que admite
sin reparos que no escuchaba las homilías de su jefe porque reservaba la
mañana de los domingos para jugar con sus amigos.

Esta disparidad de gustos hizo que, salvo en contadísimas ocasiones, nunca


se hablara de fútbol entre ellos dos. Una de las excepciones ocurrió en
las semanas previas al asesinato. Por su cargo de director de Socorro
Jurídico del Arzobispado, Beto también estaba amenazado por los
escuadrones de la muerte, pero ni esa circunstancia le impedía calzarse
sus tacos y exponerse en un lugar tan vulnerable como una cancha.

-No vaya a jugar, Beto -le advirtió en aquella excepción Monseñor Romero-
. ¿Sabe qué le va a pasar? Que un día le van a pegar un balazo en el estadio,
lo van a cazar como a un conejo.

Un balazo, le dijo. Ya han transcurrido más de tres décadas desde esa


advertencia, pero sigue retumbando con su eco de trágica ironía.

***

Es alguien importante: viaja mucho y lejos, su opinión es buscada y valorada,


y desayuna seguido entre presidentes y otros mandamases. Beto Cuéllar
es la máxima autoridad ejecutiva del Instituto Interamericano de Derechos
Humanos (IIDH), una institución con sede central en Costa Rica y oficinas
regionales en Colombia y Uruguay. Creado en 1980, el IIDH es una pieza
del sistema interamericano de protección de los derechos humanos, junto
a la Corte Interamericana de Derechos Humanos y la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos. En su página electrónica, la IIDH
se define como uno de los más importantes centros mundiales de enseñanza
e investigación sobre derechos humanos, con énfasis en los pueblos de
América. Beto está en Ligas mayores.

92
Y sin embargo.

-¿Sabe qué es Cuéllar? ¿Sabe dónde queda? -le pregunto, pura curiosidad.
-Sí, algo me contó Javier Pérez de Cuéllar. Cuando trabajé con él para
estructurar todo el proceso de paz en Centroamérica, él me dijo: mire,
nosotros venimos de una región de España que se llama Segovia, y somos
pocos en América. Luego supe que en Cuéllar tienen buena carne de
chancho, buenos jamones.

Un salvadoreño promedio puede enumerar sin problemas tres jugadores


del Barça, ha oído hablar de Paris Hilton e incluso sabe el color de los
alienígenas de Avatar, pero desconoce que un paisano suyo se sienta con
el secretario general de Naciones Unidas para platicar sobre los orígenes
de sus apellidos.

***

Roberto Cuéllar Martínez nació el 17 de abril de 1952 en San Salvador.


Fue el primogénito de una familia acomodada, clase media-alta, propietaria
de una amplia casa de dos plantas en la colonia Flor Blanca, a un par de
cuadras del estadio homónimo que por aquel entonces era el más grande
del país. Hijo de Lidia Margarita Martínez Sandoval y de Roberto Emilio
Cuéllar Milla, tuvo cinco hermanos, todos varones y con una peculiaridad:
el bautizado como Benjamín no es el menor.

-Él iba a ser el último, pero llegaron dos más -dice.

Su padre, el doctor Cuéllar Milla, fue uno de los abogados más respetados
de su época, fundador del Partido Demócrata Cristiano (PDC) y secretario
general de la Universidad de El Salvador (UES). Literalmente sufrió en
carne propia la primera ocupación del centro de estudios, la de 1960,
durante el Gobierno del teniente coronel José María Lemus. El doctor
Cuéllar y Monseñor Romero se conocían, y Beto reconoce en su padre
a una de las pocas personas que anticipó que sería un arzobispo que daría
de qué hablar.

Beto creció pues en un hogar denso, políticamente hablando, y quizá eso


también contribuyó a que madurara deprisa. Estudió Derecho en la UES
y Psicología en la UCA, y aún no se había licenciado cuando se sumó al

93
Socorro Jurídico Cristiano, la plataforma que en marzo de 1977 le permitió
entrar en contacto con Monseñor Romero. Los tres años que pasó a su
lado lo marcaron de por vida, al punto que hoy, incluso cuando escribe
un mensaje navideño, parece que lo hace pensando en él.

Se casó joven y tuvo tres hijos. Juan Carlos, el segundo, lo bautizó Monseñor
Romero en abril de 1979 en la capilla del Hospital Divina Providencia.

-Me tardé bastante -dice Beto-, y Monseñor siempre me reclamaba: ¿cómo


es posible que un servidor de la Iglesia no tenga bautizado a su hijo? En
alguna ocasión hasta se molestó conmigo. Yo le respondía que la culpa
era suya, por hacernos trabajar 30 horas al día.

Ocho meses después del asesinato se exilio en México, y cinco años


después recaló en Costa Rica, país en el que reside en la actualidad.
Marcado a fuego por lo vivido junto a Monseñor Romero, su vida laboral
en las tres últimas décadas ha estado casi siempre relacionada con la
protección de los derechos humanos.

-Pero mire, francamente se lo digo: los tres años más felices de mi vida
fueron los que trabajé con él. No han sido los organismos internacionales,
con todo respeto para los organismos, ni tampoco andar de arriba abajo
con diplomacia, con políticos, con promoción…

***

-Lo impresionante de la autopsia fue ver cómo le partían el esternón,


porque aquellos eran métodos rudimentarios, sin las motosierras ni el
instrumental eléctrico que se utilizan ahora. Con Romero tuvieron que
usar una especie de cincel. ¡Pa, pa, pa! -Beto imita el martilleo, como si
fuera mimo-, para romper el hueso. Porque lo mataron con una bala del
calibre .25, expansiva y explosiva, y el tórax lo tenía lleno de esquirlas, y
claro, había que sacarlas e ir colocándolas en un plato. Aquello me
impresionó mucho.
-¿Lloró?
-No, ahí no. Lloré en otro momento, en el entierro, pero en la autopsia
no.

***
94
Igual que le sucedió a miles de salvadoreños, Reynaldo Cruz Menjívar, un
militante demócrata-cristiano, un día desapareció. Sin más. Pero al contrario
que le sucedió a miles de esos salvadoreños, Reynaldo Cruz Menjívar un
día reapareció. Estuvo más de nueve meses en una cárcel clandestina de
la Policía de Hacienda, torturado hasta la saciedad, pero logró fugarse,
dicen que porque un familiar sobornó a los custodios.

Cuando escapó era un cadáver andante. El examen médico reveló emaciación


extrema, facies cadavérica -ojos hundidos, nariz afilada-, serias laceraciones
antiguas y recientes en la superficie corporal, abdomen escafoide, marcada
palidez de mucosa y tegumentos, lengua saburral, gingivitis hemorrágica,
hipersensibilidad en distintas partes del cuerpo, y psiquismo notoriamente
alterado. En ese estado se presentó ante Monseñor Romero para suplicar
ayuda.

-Me impresionó, francamente se lo digo, que fuera el propio Monseñor


el que lo trató. No quería que nadie se enterara de que lo tenía escondido
en el arzobispado, porque ahí pasó unos pocos días, y él mismo le daba
las medicinas -dice Beto, una de las pocas personas a las que confió el
secreto.

En la tarde-noche del 1 de octubre de 1978 Monseñor Romero les pidió


a él y al padre Rafael Moreno que llegaran al arzobispado para que vieran
a Cruz Menjívar, lo entrevistaran y plantearan alguna solución. A los días
lo llevaron hasta la Embajada de Venezuela. Allí permaneció hasta que se
tramitó su asilo político y en diciembre pudo volar a Caracas. El testimonio
de las torturas sufridas por Cruz Menjívar en manos de la Policía de
Hacienda terminó convertido en un desgarrador libro de denuncia.

***

Socorro Jurídico Cristiano nació en agosto de 1975 como una iniciativa


adscrita al Externado de San José y bajo la coordinación del sacerdote
jesuita Segundo Montes. El planteamiento inicial era simple: prestar asistencia
legal gratuita a personas que no tenían cómo pagar un abogado y lograr
al mismo tiempo que los jóvenes estudiantes de clases acomodadas se
empaparan de la realidad. Trabajaron bajo ese lineamiento durante un año
y medio, pero el asesinato del padre Rutilio Grande lo alteró todo. Solo
Socorro Jurídico se atrevió a representar a la Iglesia católica y, tras superar
sus recelos iniciales ante la inexperiencia de la mayoría de sus integrantes,

95
1
Monseñor Romero terminó no solo aceptando el ofrecimiento, sino que
vio tanto potencial en la oficina que a los pocos meses Socorro Jurídico
Cristiano se convirtió en Socorro Jurídico del Arzobispado.

No fue un simple cambio nominal: el bufete para pobres mutó en un centro


de promoción y defensa de los derechos humanos, tanto individuales como
colectivos. Beto no tardó en asumir la dirección. Al año, entre las muchas
y variadas labores de la oficina, estaba la elaboración semanal de un informe
que recopilaba las violaciones e injusticias cometidas por el Estado y
también por los grupos armados de todo signo político; ese informe era
el insumo principal para el apartado de Hechos de la semana de sus
homilías. Instituciones de reconocido prestigio internacional como la
Federación Internacional de Derechos Humanos, la Comisión Interamericana
de Derechos Humanos, el Consejo Mundial de Iglesias, la Comisión
Internacional de Juristas o Amnistía Internacional certificaron la labor de
Socorro Jurídico.

-Es simple -dice Beto-. Romero tuvo en el respeto a la persona humana


y en la protección legal de su pueblo dos de sus principales líneas de
trabajo y, se lo digo sin jactancia, nosotros le hicimos el trabajo difícil, para
que nunca jamás le pudieran reclamar que sus denuncias eran inventos.
Él siempre nos decía: identifiquen a los fallecidos con datos precisos, con
que haya un solo muerto el caso es contundente.

El asesinato frenó el empuje, pero la semilla estaba sembrada. En 1982


surgió Tutela Legal del Arzobispado y en 1985 se creó el Instituto de
Derechos Humanos de la UCA. Beto está convencido de que en materia
de derechos humanos Monseñor Romero fue un visionario, un pionero,
un profeta. Lo reconoce como el primer procurador para la defensa de
los Derechos Humanos que tuvo El Salvador… tres lustros antes de que
naciera la institución.

***

Beto trabajó en Socorro Jurídico desde su fundación hasta que marchó


al exilio en noviembre de 1980. Fueron años duros, le tocó ver casi de
todo, y me interesa conocer si recuerda algún caso en particular y el
porqué.

-Pues varios, pero si tengo que elegir uno, el fusilamiento de Apolinario


Serrano.
96
2
Pocos llamaban a Polín por su nombre: Apolinario Serrano. Pequeño y
enclenque, Polín se convirtió en el secretario general de la Federación
de Trabajadores del Campo. El 29 de septiembre de 1979 regresaba junto
a otros tres dirigentes de una actividad en el occidente del país cuando
su carro fue interceptado en un retén ubicado sobre la carretera
Panamericana, en San Juan Opico, justo frente al Cuartel de Caballería de
la Fuerza Armada. Acribillaron a los cuatro y sus cuerpos desaparecieron.

Polín y Monseñor Romero eran amigos. Se reunían con frecuencia en el


Hospitalito y platicaban. Quién sabe si porque los dos eran hombres de
campo, pero lo cierto es que congeniaron.

-Monseñor Romero nunca perdió esa intuición propia de los campesinos


-dice Beto-, sentía cuando la gente le hablaba con sinceridad.

Polín se crió en un humilde caserío llamado El Líbano, sobre la carretera


que une Aguilares y Suchitoto, y desde niño trabajó en los cañales. De
fuertes principios religiosos, se involucró en comunidades eclesiales de
base como catequista al mismo tiempo que despertaban sus inquietudes
gremiales. Su don de palabra y su carisma lo catapultaron hacia cargos
cada vez de mayor importancia, al punto de convertirse en uno de los
referentes incuestionables de la más poderosa organización de masas: el
Bloque Popular Revolucionario.

La masacre generó una ola de protestas y disturbios. A Monseñor Romero


le afectó mucho: ordenó a Beto que diera prioridad absoluta al caso y
reclamó en persona, y al más alto nivel, que la masacre se esclareciera.
La versión oficial hacía aguas. Además de hacer desaparecer los cuerpos,
el Gobierno se escudó en que llevaban dos pistolas con las que pretendían
atacar el Cuartel de Caballería -donde había unos 300 soldados con fusiles
de combate-, y que no atendieron el alto que se les hizo en el retén, pero
el carro no presentaba orificios. La presión social creció hasta tal punto
que el Gobierno terminó por señalar dónde los habían enterrado.

Beto estuvo presente junto a los familiares en la exhumación de los


cadáveres, en una fosa común en el cantón Sitio del Niño. Costó dar con
ellos, y cuando los hallaron, estaban en avanzado estado de putrefacción

197
-Recuerdo que tuvimos que sortear cinco o seis cordones de seguridad
-dice-, algo impresionante. Con esa masacre se evidenció la represión
brutal del Estado, pero también su debilidad porque, sin pretenderlo,
cuatro campesinos pusieron contra las cuerdas a todo el aparato estatal,
que los mató, quiso encubrirlo todo y quiso desacreditar a los que
tratábamos de saber qué había ocurrido.

Por el asesinato de Polín y sus acompañantes tampoco nunca nadie fue


juzgado.

***

Otro episodio al que un cristiano en esta semana no puede ocultar una


mirada crítica cristiana es el asesinato de cuatro dirigentes de la Federación
de Trabajadores del Campo: Apolinario Serrano, José López, Patricia
Puertas de García y Félix García Grande. Se trata de cuatro dirigentes de
lo más querido en el campesinado. […] Acerca de este hecho, en lo
personal me afecta bastante por haber conocido bastante a fondo a uno
de estos campesinos. Y de veras, fue hombre muy querido, de mucha
esperanza para la reivindicación del campesinado. Creo que se ha cometido
uno de los errores más graves y de las injusticias que más claman al cielo,
ya que le quitan a un pueblo esperanzas y voceros de sus situaciones de
opresión. […] Y lo más grave todavía, para mí, es que sea el Ejército el
que se hace cómplice de este crimen.

(Monseñor Romero, homilía de 7 de octubre de 1979)

***

Hoy es un domingo de diciembre y dentro de unas horas Alianza y Firpo


se medirán en partido de ida de las semifinales del Torneo Apertura 2010.
Sin buscarlo, el fútbol regresa a la conversación en el jardín de la casa
familiar, y Beto, con certeros comentarios sobre lo ocurrido en el
campeonato, evidencia que incluso desde el extranjero continúa pendiente
del fútbol local. Lamenta la desastrosa campaña de su equipo este año.

-Mi mamá es de Santa Ana, muy santaneca -dice enérgico-, y por eso nos
hicimos del FAS. Hay mucho fastaneco en la familia. Pero tengo un sobrino
que es el portero del Atlético Marte y de la selección. Diego Cuéllar.

En verdad, pienso, el fútbol le apasiona.

***
928
En una ocasión Monseñor Romero y Beto pasaron semanas enteras sin
dirigirse la palabra. Ocurrió poco después del golpe de Estado de octubre
de 1979, y el detonante fue la propuesta que la Junta Revolucionaria de
Gobierno hizo a Monseñor Romero para integrarse en la Comisión Especial
Investigadora de Reos y Desaparecidos Políticos.

Garantizar la vigencia de los derechos humanos era uno de los lineamientos


recogidos en la Proclama de la Fuerza Armada hecha pública el 15 de
octubre. Para los integrantes de la primera Junta el interés era más que
evidente: ¿qué mejor forma que ganar legitimidad que colocar a Monseñor
Romero y su Socorro Jurídico como abanderados de la comisión? Pero
Beto no lo vio tan claro.

-Yo creía que ya era suficiente el apoyo que había expresado hacia la Junta,
pero Monseñor pidió que nos incorporáramos en la comisión. Yo me
opuse, le dije que no, no y no, y tuvimos un choque fuerte. Ese día me
quería echar a patadas del arzobispado.

Monseñor Romero dejó de hablarle. A los pocos días Beto le llevó la


renuncia. La tomó entre sus manos pero se quedó callado. Ni siquiera le
dijo adiós al salir de su despacho. No se la aceptó.

La comisión investigadora fue juramentada con bombo y platillo el 6 de


noviembre de 1979. Socorro Jurídico colaboró cuanto pudo, pero
formalmente se mantuvo al margen. Encabezada por el prestigioso jurista
Roberto Lara Velado, la comisión hizo bien su trabajo y, antes de que
terminara el mes de noviembre, presentaron a la Junta un informe premilitar
que, entre otras cosas, pedía juzgar a los ex presidentes Arturo Molina y
Humberto Romero y sugería indemnizar a las familias de los presos políticos
desaparecidos. El informe cayó en saco roto.

-Monseñor se percató del fracaso de la comisión cuando se tumbaron ese


informe. Un día se me acercó, me agarró del brazo y me dijo: Beto,
discúlpeme, tenía usted razón, gracias por proteger a la Iglesia.

Superado el bache, la relación entre ambos se tornó aún más cercana.

***

99
-¿Por qué las organizaciones populares boicotearon desde el inicio el golpe
de Estado? -pregunto.
-No sé, francamente no lo sé. Yo nunca entendí eso. Creo que aquella fue
una de las pocas oportunidades para instalar un diálogo, para conseguir
elecciones. Hubiéramos sido un país adelantado, ¡moderno! Óigame lo
que le digo: ¡moderno! Otro Costa Rica. ¡Pero se perdió la oportunidad!
Y no hay que echarle la culpa solamente a la clase pudiente, a la clase
ultramillonaria. ¡También nosotros tuvimos responsabilidad! Entre todos
acorralamos a Romero…
-¿No ha platicado de este tema con personas que participaron de ese
boicot?
-Claro que sí.
-Me refiero a personas que desde la izquierda bombardearon e la Junta
de Gobierno.
-Y que también bombardearon a Romero. Yo era su enlace civil para
muchas cosas, y, así como estamos hablando usted y yo ahora, en esa
época me reunía con dirigentes de izquierda y algunos me decían: ¡ese
cura desgraciado! o ¡ese maldito! N'hombre, les respondía yo, no sean
brutos, si es la única carpa de sensatez y de dignidad que queda en este
momento.

***

Beto almorzó en el Hospitalito el día del asesinato. Llegó porque Monseñor


Romero quería platicar con más calma sobre las consecuencias legales que
podría tener su llamado del día anterior a la insubordinación de las bases
del Ejército. Se presentó pasada la 1 de la tarde, pero le dijeron que
Monseñor Romero se había ido a la playa con un grupo de sacerdotes.
Para ganar tiempo, aceptó la invitación a comer que le hizo madre Lucita,
la superiora, pero se retiró cuando se convenció de que la espera sería
por gusto.

También había estado en el Hospitalito dos días antes, la noche del 22 de


marzo. Acudió, como casi todos los sábados, para planificar la homilía
dominical. Resultó una reunión larga y tensa, en la que estaban presentes
buena parte de la curia arzobispal y también alguien que no solía dejarse
ver en ese tipo de encuentros: Ignacio Ellacuría, el rector de la UCA.
Ellacuría estaba realmente molesto, y la suya terminó siendo la voz
dominante. Esa misma tarde un operativo combinado del Ejército y la
Policía Nacional había allanado el campus de la UCA, acción que se saldó
con la muerte de un estudiante.
100
-Lo que Ellacuría llegó a contarnos sin duda marcó la reunión -recuerda
Beto-. Era la primera vez que la UCA era atacada, y además sin ninguna
provocación.

Se escucharon sonoros argumentos a favor de que Monseñor Romero


subiera el tono de la homilía, que se sumaron a una idea que rondaba en
la cabeza del arzobispo desde días atrás: hacer un serio llamado de
advertencia a la Junta Revolucionaria de Gobierno. Incluso le había pedido
a Beto un informe especial sobre la represión estatal desde enero. Los
astros estaban alineados.

-Beto, ¿y qué consecuencias puede traer esto? -preguntó.


-Monseñor, le mentiría si le dijera que no traerá consecuencias. Incitar a
la insubordinación es un delito penado por el Código Militar.

La reunión concluyó sin nada en firme. A Monseñor Romero lo dejaron


solo en su cuarto para terminar de ordenar sus ideas, pero antes les pidió
a todos que por favor asistieran a la basílica del Sagrado Corazón. Cada
quien se retiró sin saber qué ocurriría. Al día siguiente dijo lo que creyó
que tenía que decir: “Yo quisiera hacer un llamamiento de manera especial
a los hombres del Ejército…”

Cuando el lunes Monseñor Romero regresó de la playa, y madre Lucita


le comentó que Beto había almorzado en el Hospitalito, le telefoneó para
disculparse y para pedirle que cenaran juntos, que la plática sobre las
consecuencias legales era importante, y que se dejara caer después de una
misa que tenía a las 6 de la tarde. Esa cena tampoco se concretó. De
hecho, esa llamada fue la última ocasión que habló con él. Cuando volvió
a tenerlo delante, Monseñor Romero estaba tirado sobre una camilla de
la Policlínica Salvadoreña, tenía los ojos cerrados, un orificio en el pecho,
y faltaba poco para que lo abrieran en canal.

***

Durante esta época navideña nos saludamos con esperanza, abrigamos


buenos propósitos, y deseamos prosperidad para el nuevo año. […] Al
desear prosperidad para el futuro, sabemos que en esta época tiene varios
significados y sentidos para distintas personas y diferentes grupos humanos.

101
Desde nuestra perspectiva de derechos humanos, la prosperidad es mucho
más que meras manifestaciones y más que gestos externos. Todavía hay
mucha ruina y mucho dolor humano entre las poblaciones migrantes y
quienes sufrieron los cataclismos en Haití y en Chile; las devastadoras
tormentas, inundaciones y avalanchas en Colombia, en Venezuela y en
Centroamérica, durante 2010. La esperanza ha crecido en la región, pero
sabemos de las dificultades de cambio entre la gente más pobre y excluida
de la prosperidad democrática de hoy. En esta Navidad y antes de Año
Nuevo, encendamos una vela con la esperanza de compartir, con otra y
muchas más velas, la luz que ilumine la vida y los derechos de la gente
durante 2011 entre nuestros pueblos de las Américas.

(Mensaje navideño 2010 del director ejecutivo del IIDH)

***

-El asesinato fue lo peor que planificaron esos tipos, porque matarlo en
una iglesia era santificarlo, como si ahora mataran a Messi en un campo
de juego. ¡Lo glorificaron inmediatamente! ¡Lo hicieron mártir
automáticamente!
-Y usted -pregunto a Roberto Cuéllar-, ¿cree que Monseñor Romero es
santo?
-Yo creo que es un profeta de los derechos humanos. Monseñor Romero
fue el primero, que recuerde yo, que mencionó los derechos humanos de
los pobres, no la pobreza que aparece en los Objetivos del Milenio o en
otros informes; no, él hablaba de los derechos humanos de los pobres.
Pero no sé si fue santo, con todo respeto lo digo, porque no soy el
postulador…
-Pero usted es católico…
-Pero en ese plano no tengo idea. Para mí es un hombre sobresaliente,
sobrenatural por su condición de jerarca. Yo no conozco santos, pero
tampoco sé de ningún arzobispo que pusiera a favor de los pobres todo
su esfuerzo, toda su fuerza y todos sus pensamientos. Nunca he visto algo
así, francamente. No sé si eso será ser santo. Siempre me preguntan lo
mismo, pero no puedo responderlo. ¿Qué es ser santo?
-Hombre, todos tenemos en mente una imagen de lo que puede ser un
santo.

102
-Sí, en ese imaginario del pueblo ya es santo, pero creo que eso no le calza
bien a Monseñor Romero.
-¿Es de los que opina que él se hubiera opuesto a tanta bulla?
-¡Claro! Si ni siquiera peleó por el Premio Nobel de la Paz, que es una
cosa más material y mundana.
-Replanteo mi pregunta entonces: ¿le alegraría su beatificación?
-Si ocurriera, se haría justicia a la Iglesia del pueblo, porque el pueblo sí
lo quiere santo, sí lo estima santo y sí lo tiene como santo. Pero yo no
sé qué es eso, francamente. Me cuesta creer que me digan que trabajé
tres años con un santo. Si no lo hubiera conocido, quizá diría sin dudarlo
que lo es, pero estuve con él, comí con él y nunca vi que levantara en vilo
a alguien o cosas por el estilo.
-Entonces, el aprecio que usted le tiene es por su papel en defensa de los
derechos humanos.
-Más que su papel, su rol histórico. Me ha alegrado mucho que el Gobierno
de El Salvador, con todo y lo que se le critica en el caso de Monseñor
Romero, haya conseguido que Naciones Unidas reconozca el 24 de marzo
como el Día Internacional de Derecho a la Verdad. Es un símbolo
importantísimo. Lo han colocado en la agenda más alta de los derechos
humanos, porque ese día se va a conmemorar en Uganda, en Sudáfrica,
en Tailandia, en todo el mundo… En todos esos lugares se recordará a
Monseñor Romero.

103
Su PUEBLO

Y usted, ¿cree que Monseñor Romero es santo?

104
¿Acaso no es santo un hombre que luchó igual que Jesús lo hizo en su
tiempo? Solo hay que escuchar su historia de vida para convencerse.

(Carlos José Salguero, Texistepeque, Santa Ana)

***

Por un lado sí lo considero santo, porque fue un siervo de Dios que veló
por el bien del pueblo, como hace Dios; pero por otro lado, yo considero
que santo solo es Dios.

(Yohana Beatriz Meléndez Díaz, cantón San Agustín Abajo, San Ramón,
Cuscatlán)

***

Sus palabras siguen vigentes en el siglo XXI porque son palabra de Dios.

(Héctor Salvador Villeda Vásquez, La Palma, Chalatenango)

***

Yo sí creo que es santo porque dio todo por las personas que más lo
necesitaban: los pobres. Además, hay testimonios de sus milagros y cuando
uno visita su tumba todavía se siente esa paz que transmitía.

(Martha Eugenia Portal de Valladares, Soyapango, San Salvador)

***

Monseñor Romero fue 100% consecuente con lo que supone ser un


sacerdote, e incluso arriesgó su propia vida en los momentos más difíciles
de este país, años en los que no se respetaban los derechos humanos.
Prefirió estar junto a su pueblo, nunca olvidarlo, y lo pagó con su vida.

(Carlos A. Canjura, Jacksonville, Florida, Estados Unidos)

***

Es santo porque era una persona de buen corazón y murió por decir la
verdad, como Jesús.

(Víctor Antonio Hernández, cantón La Virgen, San Cristóbal, Cuscatlán)

***
105
Siempre se opuso a las injusticias y luchó por defender siempre a los
pobres, sin importarle religiones o partidos. En esa lucha él perdió su vida,
pero siempre estará presente entre todos los que creímos y luchamos
con él.

(Fátima Azucena Zavala Olivar, cantón Lourdes, Colón, La Libertad)

***

Solo con el hecho de haber visto a Cristo en los más pobres y en los
marginados es suficiente. El que ama a uno de estos me ama a mí, dice el
Señor. Romero es uno de los pocos valientes capaces de dar la vida por
Cristo.

(Carlos Leonel Hernández Rojas, Antigua Guatemala, Guatemala)

***

Sí creo que es santo porque entregó su vida por defender a los pobres,
para que se les reconocieran sus derechos y se les respetaran.

(Esmeralda Sierra Murillo, aldea Laguna Verde, Azacualpa, Santa Bárbara,


Honduras)

***

En vida sembró amor en la Tierra y murió predicando la justicia y la paz.

(María Esperanza Cruz Ayala, Tonacatepeque, San Salvador)

***

Sí fue santo, porque trató de imitar a Cristo con sus enseñanzas. Fue
humilde, solidario con los más desprotegidos, rechazó la injusticia social,
repudió las masacres y criticó a la oligarquía de nuestro país. En su corazón
siempre hubo mucho amor para el prójimo, en especial para los más
vulnerables.

(Mirna Elena Fajardo de Martínez, cantón Zunca, Atiquizaya, Ahuachapán)

***

106
Monseñor Romero iluminó a su pueblo a través del evangelio, con un
inmenso amor y entrega hacia los más desprotegidos, pero sin dejar de
lado a los ricos, a quienes los llamó con amor para que se convirtieran y
se salvaran.

(José Guadalupe López Vides, cantón San Antonio, El Carmen, Cuscatlán)

***

Hay personas que ya han manifestado que Monseñor Romero les ha


concedido milagros, y por eso merece ser canonizado. Hay que luchar
por eso.

(Antonio Josefina Rivera, Quezaltepeque, La Libertad)

***

Yo sí creo que es santo porque hizo la voluntad que Dios le encomendó


en la Tierra: interceder por la justicia de los inocentes, proteger a los
humildes y entregar su vida.

(Marcela Trinidad Prieto Rosales, cantón San Francisco El Porfiado, San


Luis La Herradura, La Paz)

***

Cuando alguien tiene tanto valor para enfrentarse a los opresores es digno
de ser llamado santo. En su imagen Jesús pasó por nuestro pueblo, y nunca
nadie en nuestro país ha demostrado tanto amor por los demás,
especialmente por los más pobres.

(Wilfredo Romero Torres, Concepción Batres, Usulután)

***

Monseñor vivió una vida de santidad como en su día hizo también Jesucristo.
Los dos vivieron al lado de los pobres, sufriendo con ellos para proclamar
el reino de Dios. Hoy que está cerca de Dios, sabemos que siempre
contaremos con él.

(Ana Silvia Inocente Alfaro, Comasagua, La Libertad)

***
107
Yo pedí a Monseñor Romero por el regreso de mi esposo a la familia, y
me lo concedió. Luego pedí por el regreso de mi hermano, y lo repatriaron
desde Estados Unidos. Ahora la familia está unida en el amor.

(Medarda Romero de López, cantón Dolores Apulo, Ilopango, San Salvador)

***
Dio su vida para salvarnos, y siempre estuvo contra las injusticias que se
cometen contra nosotros, los pobres. El ejemplo de amor que nos dejó
y su valentía son cosas que solo un santo hace.

(Ligia Cecibel Alférez Lovato, cantón San Isidro, Verapaz, San Vicente)

***
Yo creo que Monseñor Romero es santo porque siguió los pasos de
Nuestro Señor Jesucristo, predicando el evangelio con justicia.

(Roberto Arriaga, cantón Los Llanitos, San Fernando, Chalatenango)

***

Monseñor vivió los verdaderos principios de amor, humildad, protección


y lucha a favor de los pobres. El mundo cambiaría para bien si hubiera más
hombres y mujeres como él. Impresiona ver cómo el pueblo salvadoreño
y gente de distintos países siguen visitando su cripta.

(Rosario Coya Navarro, Ciudad de Panamá, Panamá)

***
A mí desde pequeña mi infundieron el amor hacia Monseñor Romero, y
sí creo que es un santo. Hace tiempo tuve un grave accidente y lo vi en
mi agonía. Yo siento que él intercedió para que no me muriera.

(Julia del Carmen García, cantón La Palma, San Martín, San Salvador)

***
Dios le dotó de la sabiduría necesaria para luchar por nuestros pueblos,
por eso es reconocido no solo en El Salvador, sino en todo el mundo.
¡San Romero de América!

(Silvia Cordero Ortega, Mejicanos, San Salvador)

108
***
Creo en la santidad de Monseñor Romero porque él fue una persona que,
a pesar de todas las amenazas, siguió siendo una luz de esperanza para
todos los que estaban perdiendo su fe en una vida mejor.

(Blanca Erlinda Lovo, Nueva Guadalupe, San Miguel)

***

La santidad es una potestad dada por Dios a los que hacen su voluntad,
y Monseñor Romero dio muestras de su compromiso a todo el pueblo
salvadoreño, e incluso más allá, por eso lo llaman San Romero de América.

(Roberto Cordero Ortega, Mejicanos, San Salvador)

***

Bendito el pastor que da la vida por sus ovejas.

(Byron Colmenares, Santa Tecla, La Libertad)

***

Su trayectoria de vida nos enseña a ser personas con valor y fuerza, para
enfrentar esta vida llena de violencia y crímenes. Gracias a la intercesión
de Monseñor yo he tenido muchas bendiciones.

(Sonia Vásquez, Santo Domingo de Guzmán, Sonsonate)

***

A Monseñor Romero lo considero un ejemplo a seguir por todos los


salvadoreños y me gustaría que su memoria se mantuviera viva, pero no
estoy de acuerdo en convertir a los seres humanos en santos.

(Joaquín Alonso Escobar Umanzor, San Miguel, San Miguel)

***

No solo predicó el evangelio, sino que murió por él. Bienaventurados los
que sufren persecución por la justicia, pues de ellos es el reino de los
cielos.

(Roque A. García, cantón Guarjila, Chalatenango, Chalatenango)

***
109
Para nosotros, los pobres y desamparados, Monseñor Romero es nuestro
profeta, nuestro pastor y nuestro amado santo. Yo tengo fe en Dios en
que muy pronto será beatificado.

(Rosa Haydee Tobar, Soyapango, San Salvador)

***

La vida de un santo está marcada por el sufrimiento y la persecución por


el simple hecho de trabajar por la justicia, como lo pasó a Monseñor
Romero.

(Dina Yamileth Argueta Avelar, cantón Belén, Ciudad Barrios, San Miguel)

***

Monseñor Romero es un profeta salvadoreño que alzó la voz del evangelio,


al igual que hizo Jesucristo en el templo de Jerusalén ante las autoridades
religiosas. Es un verdadero profeta.

(José Martínez, Ilobasco, Cabañas)

***

Si la palabra santo fuera solo para designar a aquel que no ha cometido


pecado, creo que Monseñor no sería santo. Pero sí fue un ejemplo de
cómo un cristiano debe seguir los pasos del hijo de Dios. Puso en práctica
la caridad, puso en práctica el amor de pastor y, lo más importante, puso
en práctica la fe en Dios, y por ello lo mataron.

(Mario Alberto Cañas Castro, San José, Costa Rica)

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Edición realizada en el año dos mil once,
en el Trigésimo Primer Aniversario del Martirio
de nuestro Profeta y Pastor
Monseñor Oscar Arnulfo Romero Galdámez,
IV Arzobispo de San Salvador, El Salvador.

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