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el libro “Leer la mente” incluya, aparte de ideas literarias que merecerían librarse de otro atrezzo,

un cóctel de ideas y argumentos aparentemente científicos, prestados de disciplinas como la


inteligencia artificial, la ciencia cognitiva, las neurociencias o la historia de la informática, entre
otras. Como ensayo literario podría ser interesante, incluso magnífico, pero sólo después de una
poda de buena parte de su contenido “científico”.

Comienza Volpi estableciendo, en el prólogo de su ensayo, la diferencia entre la “realidad” que


existe en el mundo y la que percibe nuestra mente. Y para explicar esta diferencia, tema clásico de
la ontología, y centrarla ahora en el cerebro, el autor elabora una teoría basada en investigaciones
científicas recientes sobre las llamadas “neuronas espejo”. Lo que ocurre es que Volpi no sólo
invoca superficialmente hallazgos sobre propiedades fisiológicas muy específicas de estas
neuronas ―aún cuestionados y sólo aplicables, de momento, en el laboratorio o circunstancias
muy concretas―, sino que acaba extrapolándolos a otras áreas científicas e incluso a la ficción
literaria. Como ejemplo de lo anterior, partiendo de varias hipótesis acerca de la conciencia
extraídas de investigaciones neurocientíficas, Volpi argumenta cómo la mente de un escritor
puede penetrar en las conciencias de otras personas, incluso de épocas pasadas, con la ayuda de
estas neuronas espejo. La víctima propiciatoria en este caso es nada menos que el legendario
matemático Kurt Gödel. Por si no tuvo ya bastantes problemas en vida, el hombre se ve ubicado
ahora en una situación novelesca inverosímil y, como era de temer, acaba llorando. Vistos sus
poderes, no extraña que las neuronas espejo se conviertan en comodín de la teoría del autor,
materia con la que rellenar cualquier hueco que encuentre en su camino.

Abundan en el libro los errores referenciales, fáciles de comprobar. Así, Norbert Wiener, científico
estadounidense, ve trasladados sus orígenes a Hungría —sus padres eran de origen polaco y
alemán. Gödel, nacido en Brno (austro-húngaro en su nacimiento y luego checo, austriaco y
estadounidense), es declarado vienés. El Instituto de Estudio Avanzado de Princeton (cuyo
nombre, en singular, fue creado con precisa intención) es citado, dos veces, con nombres
distintos: Instituto de Estudios Avanzados e Instituto de Investigaciones Avanzadas. En varias
páginas olvidables, el autor incluye varias referencias erróneas sobre la construcción de las
primeras computadoras electrónicas digitales programables, la llamada “arquitectura von
Neumann”, el Instituto de Estudio Avanzado —en realidad, la Universidad de Pennsylvania fue el
primer epicentro de la informática moderna— y las relaciones personales entre Turing, von
Neumann y Gödel. Asimismo, Volpi fecha la publicación de la llamada “máquina de Turing” en
1934, cuando es de 1936.

Más allá de estos errores irrelevantes, otros son los problemas. Los conceptos de computadora
virtual, secuencial y paralela son situados por Volpi en el cerebro de forma confusa. Es de nuevo
citado von Neumann al comparar con excesivo entusiasmo el ordenador y el cerebro, olvidando
que el genio matemático redactó una serie de conferencias en su lecho de muerte, publicadas
póstumamente, donde él mismo ―¿quién mejor?― sugiere con claridad las diferencias entre la
llamada ahora “computadora von Neumann” y el cerebro. También distingue Volpi entre el propio
cerebro y el sistema nervioso, descritos ambos como “ingeniosos mecanismos” o considera la
mente, una idea abstracta, como “híbrida”, estando para Volpi “formada no sólo por las neuronas
y sus moléculas asociadas, sino por las ideas o símbolos generados en ellas —por la cultura”.

Otros argumentos arbitrarios, inexactos o directamente erróneos aparecen en todo el texto. Así,
afirma el autor que experimentos con resonancia magnética demuestran que existen recuerdos
completos asociados a una neurona aislada o presenta Volpi el ejemplo, enlazado con la noción de
cibernética, de un WC al que el autor “sugiere cierta vida interior” (y es difícil predecir fortuna en
la posteridad para esta propuesta). También sugiere Volpi que “una máquina de Turing es capaz
de realizar cualquier operación que se le proponga”, que “el yo no puede funcionar en paralelo”,
que “un robot requiere que se le programe una infinita cantidad de datos específicos” o parece
proponer una reinvención Freudiana de la ingeniería del software al afirmar que “durante más de
medio siglo nos hemos dedicado a diseñar programas informáticos modelados a partir de nuestro
yo consciente, confundiendo la parte con el todo”. De igual forma, parece confundir el autor los
sentidos con los receptores sensoriales, introduce las “ideas-virus” sin más explicación, o afirma
que “el cerebro es una máquina de futuro”. Continúa Volpi afirmando cómo “nuestras neuronas
fueron modeladas para cumplir con esta labor adivinatoria y, para lograrlo, conservan huellas o
patrones derivados de la experiencia pretérita” p asocia la pérdida de información en el cerebro
con que “las leyes de la entropía también rigen en el interior de nuestro cráneo”.Para acabar con
esta enumeración, usa el autor su comodín particular, al que hace universal al afirmar en el clímax
del libro que “el inmenso poder de la ficción deriva de la actividad misma de las neuronas espejo
—y de ellas se desprende una idea todavía más amplia y generosa, la humanidad”, también que
“en las neuronas espejo, el yo y el otro se traslapan, se trenzan, se enmarañan”, o parece sugerir
un revolucionario programa ADO al afirmar que “la práctica mental es casi tan buena como la
física: imaginarse resolviendo un problema de cálculo o saltando con pértiga en verdad ayuda a
resolverlo o a romper un récord olímpico”. En medio de tal prolífica enumeración de ideas ―hay
unas cuantas más―, Volpi acierta al identificar el psicoanálisis como carente de fundamento
científico. Al final reconoce, él mismo, que el título de su libro es inapropiado, ya que no podemos
leer la mente, sino que “lo único que podemos aspirar a leer es la apariencia externa de los otros”.
Para llegar al fin a tan reveladora confesión el autor podría haber evitado todos los excesos
anteriores.

Mal ejemplo plantea Volpi al citar a Alonso Quijano y su pérdida de contacto con la realidad. El
único contacto con la realidad científica de “Leer la mente” está, en este caso, prestado de libros
conocidos, de añadas vetustas alguno de ellos, escritos por autores como Hofstadter, Dennett,
Dawkins o Crick, entre otros. Los que, con su conocimiento de la ciencia, tenían mucho cuidado en
no tirarse al vacío. Volpi podría haber escrito un ensayo literario muy apreciable si hubiese
prescindido de toda la parafernalia ―como algunas ideas que surgieron alrededor de la
cibernética, repetidas ahora fuera de su contexto original cuarenta, cincuenta años después― con
la que ha pretendido dar una justificación científica a su ensayo.

Volpi es un reconocido escritor y el libro tiene fragmentos de gran belleza y profundo sentido
literario; pero su innecesaria dirección pseudocientífica lo transforma en insufrible, pese a lo que
apuntaba la publicidad sobre cómo entrelaza ciencia y literatura. En este sentido, el libro sólo se
entrelazaría con otros recientes —algún otro lo supera— que banalizan ideas científicas para
amparar diversas propuestas literarias. La literatura y la ciencia han sido consideradas parte de
aquellas “dos culturas” antagónicas de Snow, pero esa idea debería estar ya superada. Ambas
pueden convivir, sin duda, aunque no a costa de presentar como “ciencia” lo que no lo es o
convertirla en una ficción sin sentido, tal vez interesante para el lector desprevenido pero absurda
e incoherente para el más pertrechado.

Y ahora llega la duda final que el libro plantea: ¿dónde colocar el libro dentro de los
departamentos de libros de la cadena comercial citada?. ¿Teoría literaria?, ¿ficción?, ¿no ficción?,
¿ciencia?, ¿ciencias esotéricas?. Tal vez el problema se solucione sin más complicaciones, a poco
que los lectores respondan como acostumbran: “los más vendidos”.

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