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Que Es La Mecanica Cuantica - V. I. Ridnik PDF
Que Es La Mecanica Cuantica - V. I. Ridnik PDF
Ridnik
Prólogo
Capítulo 1
De la mecánica clásica a la mecánica cuántica
Contenido:
A modo de introducción
Contornos del nuevo mundo
El templo de La mecánica clásica
El templo se desploma
Sobre el nombre de la nueva teoría
Los físicos como modelistas
No a todo se le puede inventar un modelo
Un mundo impalpable e invisible
¡Difícil..., pero interesante!
A modo de introducción
Energía atómica. Isótopos radiactivos. Semiconductores. Partículas elementales.
Generadores cuánticos. Estas palabras son hoy de todos conocidas. Su existencia se
debe a la física del siglo XX.
En nuestro tiempo los conocimientos humanos se desarrollan con una rapidez
fantástica.
Y cada adelanto descubre a los hombres nuevos mundos.
Las antiguas ciencias han llegado a una segunda juventud. Literalmente ante
nuestros ojos se lanzó rauda hacia adelante la física y ocupó la primera línea de
ataque a lo desconocido.
Y prosigue esta ofensiva en un frente cada vez más amplio, cada vez con mayor
empuje, cuyo avance sólo se retarda con objeto de reagrupar fuerzas para un nuevo
y decisivo salto adelante.
Para descubrir los secretos de la naturaleza la física necesitaba un arma poderosa. Y
la física forjó esta arma. Su arsenal cuenta ya con la poderosa artillería de los
experimentos exactos y convincentes. Su estado mayor, con centenares y millares
de teóricos que trazan el camino por el cual se lleva a cabo la ofensiva, estudiando
Y mucho antes de que el hombre empezara a conocer el mundo de las cosas súper
pequeñas, se figuraba ya que ese mundo existía. Para buscar este mundo nuevo no
había que emprender largos viajes, estaba al alcance de la mano, rodeando a los
hombres, en todas las cosas.
A los antiguos pensadores les llamó mucho la atención cómo, de algo al parecer
absolutamente disforme, logró la naturaleza crear el mundo que nos rodea y
poblarlo de cosas tan diversas. ¿No hará la naturaleza como los albañiles, que
construyen grandes casas con ladrillos pequeños?—se preguntaban. Si es así,
¿cómo serán esos ladrillos?
Enormes montañas, al ser destruidas por la acción de las aguas, de los vientos y de
las fuerzas misteriosas de los volcanes, se convierten en bloques de piedra. Las
piedras, con el tiempo, se fragmentan en guijarros. Y pasan centenares y millares
de años, y ya no hay guijarros: de ellos no queda más que arena y polvo fino.
¿Tiene límites la fragmentación de la materia? ¿Existen acaso corpúsculos tan
extraordinariamente pequeños que la propia naturaleza sea ya incapaz de dividir?
Sí, existen, afirmaban los antiguos filósofos Epicuro, Demócrito y otros. El nombre
de «átomos» refleja su principal propiedad: la de no poder seguir fraccionándose.
Porque «átomo», en griego, significa eso, «indivisible».
Pero, ¿qué aspecto tienen los átomos? Esta pregunta quedaba en aquellos tiempos
sin respuesta convincente. Es posible que los átomos tengan la forma de bolitas
duras e impenetrables, pero también pueden tener un aspecto completamente
distinto. Y, ¿cuántas clases de átomos hay? Pueden ser mil, y puede ser sólo una.
Algunos filósofos (como el griego Anaximandro, por ejemplo) consideraban que lo
más probable es que fueran cuatro. Suponían que el mundo en su totalidad estaba
constituido por cuatro «elementos»: agua, aire, tierra y fuego, y que estos
elementos estaban formados a su vez por átomos.
Con este bagaje de conocimientos no se va lejos, pueden decir nuestros
contemporáneos.
Y tendrán razón, y no la tendrán. Los primeros pasos de la ciencia son más bien de
ensanchamiento, que de profundización. ¡Cuántas cosas rodean al hombre! Lo
primero es comprender cómo están relacionadas entre sí estas cosas. Después
podrá plantearse el problema de cómo están hechas.
En los tiempos en que la ciencia aún estaba en pañales, la idea sobre la existencia
de los átomos era indudablemente una conjetura genial. Pero, a pesar de todo, sólo
era una conjetura que no había sido deducida de ninguna observación, ni
confirmada por experimento alguno.
Luego se olvidaron de los átomos por mucho tiempo.
Volvieron a recordarlos, o mejor dicho, a «inventarlos» de nuevo, a principios del
siglo XIX e hicieron esto no los físicos, sino los químicos.
El comienzo del siglo XIX fue una época interesante, tanto para el historiador en
general, corno para el historiador de la ciencia. Bajo el estruendo de los cañones
napoleónicos no sólo cambiaban las fronteras de los Estados europeos. En el silencio
de los laboratorios, tan escasos en aquella época, cambiaban también
resueltamente las ideas sobre la naturaleza de las cosas, ideas que hasta entonces
parecían absolutamente inmutables.
Young en Inglaterra y Fresnel en Francia crearon las bases de la teoría ondulatoria
de la luz. Abel en Noruega y Galois en Francia pusieron las primeras piedras del
fuerte edificio del álgebra moderna. El francés Lavoisier y el inglés Dalton
demostraron con sus trabajos que la química es capaz de penetrar profundamente
en la esencia de las cosas. Los químicos, físicos y matemáticos de aquel tiempo
hicieron no pocos descubrimientos relevantes que prepararon el florecimiento
impetuoso de las ciencias exactas durante la segunda mitad del siglo XIX.
El poco conocido científico inglés Prout expresó en el año 1815 una hipótesis sobre
la existencia de partículas pequeñísimas que, sin destruirse ni restituirse, pueden
aún tomar parte en las más diversas reacciones químicas, es decir, la hipótesis
sobre los átomos.
Y en aquellos mismos años el eminente científico francés Lagrange dio una forma
acabada y elegante a la mecánica clásica, en la cual, como después se aclaró, no
quedó sitio para los átomos.
El templo se desploma
La curiosidad mató al gato.
Este refrán es aplicable a cualquier teoría. Incluso si hasta el día de hoy dicha teoría
parece absolutamente justa y que todo lo explica.
En una etapa determinada del desarrollo de la ciencia, una vez que se ha estudiado
cierto grupo de fenómenos, nace una teoría. Esta teoría sirve para explicar los
fenómenos estudiados desde un punto de vista.
Pero esta misma teoría resulta insuficiente e incluso falsa cuando se descubren
nuevos hechos que no quieren dejarse introducir en los estrechos límites de la vieja
teoría.
La mecánica clásica fue enteramente satisfactoria mientras la física fue solamente
mecánica. Sin embargo, el siglo XIX ya empezó a ser testigo de la impetuosa
irrupción de la física en un enorme grupo de fenómenos nuevos. Empezaron a
desarrollarse rápidamente las ramas dedicadas al estudio de los procesos térmicos,
La termodinámica; de los fenómenos luminosos, la óptica; y de los fenómenos
eléctricos y magnéticos, la electrodinámica. Hubo un tiempo en que en la física todo
marchaba más o menos bien. Todos los fenómenos que se descubrían entraban
tranquilamente en los marcos reservados para ellos.
A medida que se construía el edificio de la física clásica, su monumental fachada iba
siendo surcada por amenazadoras grietas. El edificio se resquebrajaba bajo el
cañoneo de los nuevos hechos.
Uno de estos hechos importantes fue la sorprendente constancia de la velocidad de
la luz. Los experimentos más minuciosos y parciales demostraron que la luz se
comporta de manera radicalmente distinta de lo que se había observado en todos
los demás fenómenos conocidos hasta entonces.
Para encajar el comportamiento de la luz en el marco de la física clásica hubo que
inventar cierto medio, el éter, que poseía unas propiedades completamente
fantásticas desde el punto de vista de la propia física clásica. Pero el éter no podía
salvar, y en efecto no salvó a la antigua física.
Otro obstáculo para la física clásica resultó ser la radiación térmica de los cuerpos
calientes.
Y, finalmente, el abismo más profundo a que tuvo que asomarse la física clásica en
los últimos años de su reinado absoluto, fue el descubrimiento de la radiactividad.
En los procesos misteriosos de la radiactividad no sólo se destruían los núcleos
atómicos. Se destruían también las hipótesis de la física antigua, que parecían
evidentes desde el punto de vista del sentido común. Y a través de las grietas de su
que en un mismo objeto siempre van juntas las propiedades de las partículas y las
propiedades de las ondas.
Una denominación más adecuada de la nueva ciencia es la de mecánica ondulatoria.
Pero en este caso también se refleja únicamente la «mitad» de su contenido,
porque no se mencionan los cuantos.
De esta forma resulta que ninguna de las denominaciones de la nueva teoría física
se puede considerar satisfactoria. ¿Es posible que no pueda idearse algo más en
consonancia con su contenido?
Idear un nombre en la ciencia es asunto embarazoso e ingrato. Las denominaciones
nuevas entran en uso lentamente y se cambian con mayor lentitud aún. Para los
físicos está claro el sentido nuevo que encierran estas palabras. Para nosotros, aún
es cosa por conocer.
mayor cuanto mayor sea la fuerza que actúe sobre ella. De esta observación nace la
segunda ley de Newton.
Mas he aquí que el investigador, que en este caso es el mismo Newton, se sale del
marco de lo cotidiano terrenal. Vuelve su vista hacia el cielo e intenta descifrar la
«armonía de las esferas celestes», sobre la cual se rompieron ya la cabeza los
antiguos filósofos. ¿Qué obliga a los planetas a moverse así alrededor del Sol, y no
de otra forma?
La propia palabra «armonía» supone un orden, la acción de una ley reguladora del
movimiento de los cuerpos celestes. De «esferas» no hay que hablar. Pero la ley
según la cual giran los planetas, y entre ellos la Tierra, alrededor del Sol, y los
satélites en torno a sus planetas, esa ley indudablemente debe existir.
Y al pensar esto viene a la memoria del científico la bola que gira sujeta por la
cuerda. El movimiento de los planetas alrededor del Sol se parece realmente a la
rotación uniforme de la bola, aunque es más lento, y naturalmente, sin cuerda.
Ahora bien, si en un caso actúa una fuerza, es lógico suponer que también actuará
en el otro.
Sentir directamente la acción de la fuerza que rige el movimiento de los planetas es
imposible: ¡no se trata de una cuerda que se tiene en la mano! Pero la fuerza
existe. Y Newton la descubrió. Hoy sabemos que ésta es la fuerza de atracción
mutua de los cuerpos. Su genial clarividencia permitió a Newton hallar lo que había
de común entre el movimiento de la bola y la rotación de los planetas.
No obstante, para nuestra exposición lo esencial es otra cosa. La bola con la cuerda
es quizá uno de los primeros modelos físicos. La comprensión de un fenómeno de la
naturaleza tan grandioso como el movimiento de los planetas se logra estudiando
un fenómeno cuya escala es incomparablemente menor. Partiendo, naturalmente,
de la audaz suposición de que ambos fenómenos se supeditan a leyes semejantes.
¿Se puede proceder de esta forma siempre y en todas partes? ¿Es justo aplicar las
leyes de un fenómeno a otro cuya escala es inconmensurablemente mayor o
menor?
Si estas preguntas se hacían en la época de Newton, la respuesta era la «habitual».
Como las observaciones confirman el cuadro del transcurso del fenómeno grande
calculado previamente basándose en el pequeño, o al contrario, todo está bien.
aire, para las ondas sonoras. Pero he aquí que las ondas electromagnéticas se
pueden propagar en el vacío absoluto.
En este sentido es más fácil intentar imaginarse la luz, como lo hizo Newton, en
forma de flujos de diminutas partículas luminosas. Estas partículas son emitidas por
los cuerpos incandescentes, salen lanzadas en todas las direcciones, y al llegar al
ojo excitan los nervios ópticos y producen la sensación de la luz. En este caso
podemos ya imaginarnos sin dificultad cómo estas partículas pasan a través del
vacío.
Pero imaginarnos la luz poseyendo al mismo tiempo las propiedades de las ondas y
de las partículas, como afirma Einstein, es cosa que, por mucho que nos
empeñemos, no podemos lograr.
En el modelo del átomo, creado por Bohr y Rutherford, puede apreciarse, a pesar de
todo, cierta evidencia. Unas partículas pequeñas, electrones, giran por
determinadas órbitas alrededor de un núcleo tan minúsculo como ellas. Las
dimensiones de estas órbitas son decenas de millares de veces mayores que las
dimensiones de los electrones y los núcleos.
Haciendo un esfuerzo mental es posible imaginar esta estructura «hueca» del
átomo. Porque nosotros mismos vivimos en un sistema planetario en el cual las
dimensiones de los «electrones», planetas, son millares de veces menores que sus
órbitas alrededor del «núcleo», el Sol.
No obstante, pocos años después, de Broglie «embrolló» por completo esta
representación al exponer la idea de que los electrones, los núcleos y en general
todos los «ladrillos» materiales de nuestro mundo tienen la misma propiedad que
Einstein atribuyó a los fotones, es decir, que también poseen simultáneamente
propiedades de ondas y de partículas. Como resultado de esto, lo mismo que
ocurría antes con las partículas de la luz, sucede ahora con las partículas de la
materia, incluidos los átomos, que pierden toda evidencia.
misma situación que los antiguos viajeros, quienes emprendían temerosos su largo
camino en espera de terribles encuentros con monstruos medio fieras, medio
hombres. Porque, ¡la fantasía sobre lo desconocido no tiene límites!
Los físicos sufrían más aún que estos viajeros. Al descubrir nuevos países, los
viajeros recibían siempre desilusiones agradables, porque encontraban allí hombres
como ellos mismos, y tierras, montañas y mares como los suyos. Con la única
diferencia de que todo estaba «montado» de otra manera. Los físicos, en cambio,
cada vez con más certeza veían en el nuevo mundo tales «monstruos», que ni
nombres podían idearles.
Pero, ¡para qué hablar de nombres! ¡Lo extraordinario de este mundo era incluso
difícil de representar!
Y sin embargo, la ciencia en desarrollo exigía la elaboración de las nuevas
representaciones por muy insólitas que fueran. Crear la mecánica cuántica era
difícil, pero hacía falta.
No cabe duda de que es mucho más fácil crear una teoría teniendo delante modelos
gráficos a imagen del mundo circundante. Pero, ¿y si el mundo de las cosas súper
pequeñas está constituido de tal modo que es imposible representarlo por ningún
modelo semejante? ¿Qué hacer, levantar los brazos y rendirse?
¡No! Si se imposible idear un modelo evidente, habrá que trabajar con uno que no
lo sea. Transcurrieron algunos años y, efectivamente, estos modelos se hicieron tan
«queridos»1 tan caros para los físicos, que ahora no renunciarían a ellos por nada
del mundo. Y es una lástima, porque, adelantándonos un poco, podemos decir que,
por lo visto, al cabo de cierto tiempo habrá que renunciar de algunos de estos
modelos y sustituirlos por otros aún más extraordinarios, y más difíciles de
comprender. ¡Qué le vamos a hacer! ¡Esa es la ley del desarrollo de la ciencia!
En esto consiste la grandiosa hazaña de los físicos de nuestro siglo, en que pudieron
llegar a unos objetivos que se encontraban en lo más intrincado de la abstracción,
en un mundo cuyos modelos no tienen ni la más lejana semejanza con las cosas a
que estamos acostumbrados, en que pudieron crear una teoría armoniosa del nuevo
mundo de las cosas súper pequeñas. Es más, los físicos han podido, basándose en
esta teoría, lograr los adelantos más relevantes de la historia de la humanidad. Han
1
De «nenagliadni» que en ruso origina un juego de palabras, porque puede significar «no evidente», y también
«amado», «querido» o «caro» (N. del T.)
¡Difícil...pero interesante!
Lo extraordinario y la falla de evidencia de las ideas de la mecánica cuántica
hicieron difícil su comprensión. De estas dificultades es «culpable» en parte la
propia mecánica cuántica. El problema no está solamente en que cada vez abarca
más y más temas, en que sus métodos se perfeccionan sin interrupción, y es más
difícil escribir sobre una teoría que se desarrolla que sobre teorías ya estabilizadas.
El problema consiste además en que, entre los físicos, aun no se han calmado las
discusiones en torno al sentido mismo de la mecánica cuántica, sobre qué partes del
mundo de las cosas súper pequeñas son definidas por ella.
La humanidad se halla en el umbral de la era cósmica. Para enseñarle al hombre las
«reglas de conducta» en el cosmos, hace falta que éste conozca muy bien la física.
Pero la física del espacio cósmico se diferencia mucho de la «terrenal» precisamente
porque en aquélla destaca resueltamente en primer plano el mundo de las cosas
súper pequeñas.
En el cosmos se confirma plenamente la antigua idea de que lo grande y lo pequeño
se tocan. Las enormes estrellas y los diminutos átomos no sólo se tocan, sino que
existen como un todo único.
Es difícil, y hasta imposible, escribir en una forma popular sobre una ciencia sin
representaciones gráficas. Por esto, al hablar de la mecánica cuántica emplearemos,
si no modelos, analogías con los fenómenos que ocurren en el mundo a que
estamos acostumbrados. Poro estas analogías no tienen un sentido profundo y
menos aún exacto. Sirven únicamente para facilitar la comprensión.
Por ejemplo, como podremos comprobar, las palabras «el electrón gira alrededor
del núcleo atómico» en realidad no tienen más sentido que el que tendría para un
habitante de los trópicos las palabras «la nieve es una cosa blanca, parecida a la
sal, que cae del cielo». El movimiento del electrón en el átomo, y la propia esencia
del electrón, es inconmensurablemente más complejo de lo que nos imaginamos y
sabemos hoy acerca de ellos. Y no sólo hoy, sino también mañana y dentro de mil
años.
Y en efecto, el desarrollo de la mecánica cuántica confirma la idea de la diversidad
ilimitada, de las verdaderamente inagotables propiedades del electrón. Pero, ¿acaso
únicamente del electrón?
Hoy todavía no conocernos muy bien la naturaleza que nos rodea. Solamente
comenzamos a penetrar de verdad en la corteza terrestre, en el océano, en la
atmósfera, sólo empezamos a comprender la vida de los campos, bosques,
montañas, ríos y desiertos.
¿Se puede acaso exigir un conocimiento semejante del mundo, mucho más difícil de
observar, de los átomos, de los núcleos atómicos y de las partículas elementales?
Aquí la ciencia tiene trabajo intenso y suficiente para muchos siglos y milenios. Por
ahora a penas nos hallamos en las fuentes de este poderoso río de la sabiduría.
Sin embargo, ¡qué fenómenos tan asombrosos se desarrollan ante los ojos del
investigador de este mundo recién descubierto! ¡Qué perspectivas tan animadoras,
tan verdaderamente fantásticas abre la nueva ciencia a la técnica, la industria, la
agricultura y la medicina!
Centrales eléctricas atómicas, isótopos radiactivos, baterías solares (veneradores
cuánticos de luz y ondas radioeléctricas, es decir, láseres y máseres... vísperas de la
liberación de la energía termonuclear con fines pacíficos. Todas estas grandiosas
realizaciones del presente luminoso y del futuro cegador nacieron en nuestro siglo
de una pequeña semilla sembrada por Max Planck hace setenta años en el fecundo
campo de la ciencia y cultivada cuidadosamente por toda una pléyade de insignes
científicos.
Capítulo 2
Primeros pasos de la nueva teoría
Contenido:
Calor y luz
El cuerpo negro
En vez de «a ojo», una ley exacta
La catástrofe ultravioleta
La física clásica en un callejón sin salida
La salida del callejón
Cuantos de energía
Los cuantos son «inatrapables»
Un fenómeno incomprensible
Los fotones
¿Qué es la luz?
«Tarjetas de visita» de los átomos
¿Por qué emiten luz los cuerpos?
Biografía del átomo, escrita por Niels Bohr
¿Cómo medir la energía?
Átomos excitados
Primeros fracasos
Calor y luz
¡Qué agradable es, en las tardes de invierno, estar sentado junto a la chimenea!
Cruje la leña, humea un poco...
Pero, ¿por qué hace calor junto a la chimenea? Una chimenea caliente se nota a
varios metros de distancia aún sin ver su hogar, que tan confortablemente ilumina
la habitación con su luz temblorosa.
La chimenea emite, además de luz, rayos invisibles que crean la sensación de calor.
Estos rayos se llaman térmicos o infrarrojos.
era precisamente lo que no les convenía en absoluto. Les hacía falta cierto cuerpo
«normal» en el cual fuera más fácil establecer las leyes de la radiación de los
cuerpos calentados. En este caso la emisión de luz por otros cuerpos podrían
considerarla como una desviación o discrepancia de esta «norma». A ustedes les
parecerá extraña una descripción de este tipo: «La nariz de aquel hombre era más
larga que la normal, su frente más estrecha, su mentón más saliente, sus ojos más
verdes de lo común, pero de tamaño menor que la norma». Un físico, por el
contrario, se consideraría satisfecho con esta descripción. Veamos por qué.
El cuerpo negro
Intente elegir varios objetos que tengan, si es posible, exactamente el mismo color.
Colóquelos delante de usted y procure establecer si se diferencian entre sí en algo
por su coloración.
Examinándolos atentamente notará usted diferencias. Uno de los objetos tendrá
cierta coloración pálida, otros, por el contrario, un color profundo e intenso.
Esta diferencia depende de la cantidad de luz que incide sobro el objeto y es
absorbida por él y de la cantidad de dicha luz que refleja. Las relaciones entre estas
dos «cantidades» pueden variar dentro de límites muy amplios. He aquí dos casos
extremos: la superficie brillante de un metal y un trozo de terciopelo negro. El metal
refleja casi toda la luz que incide sobre él, mientras que el terciopelo absorbe casi
toda esta luz y no refleja casi ninguna.
Los ilusionistas aprecian mucho esta propiedad del terciopelo. Porque si un objeto
casi no refleja la luz, es prácticamente invisible. Un cajón forrado de terciopelo
negro no se distingue en la escena del fondo de ésta, también negro, y con su
ayuda so pueden hacer los trucos más asombrosos con apariciones y desapariciones
de pañuelos, palomas o incluso del propio ilusionista.
Para los físicos también resultó ser muy valiosa esta propiedad de los cuerpos
negros. En sus búsquedas del mencionado cuerpo «normal» la elección recayó
precisamente en el cuerpo negro. Porque éste absorbe la mayor cantidad de
radiación y, por consiguiente, es calentado por ella hasta la mayor temperatura, en
comparación con los demás cuerpos.
Entonces los físicos idearon el cuerpo «más negro». Este cuerpo resultó ser... una
caja. Esta caja, como puede comprenderse, es peculiar y sirve para un equipaje
especial: la radiación térmica. Su estructura debe ser particular: con nervios, y con
las paredes internas recubiertas, por ejemplo, de hollín. Mire usted la figura: el rayo
de luz que penetra en la caja por un orificio pequeñísimo que hay en su pared, ya
nunca saldrá al exterior. Es apresado para siempre.
El físico dice que esta caja absorbe toda la energía radiante que penetra en ella.
Y ahora hacemos que la propia caja sea una fuente luminosa, que es para la que en
realidad está destinada. Cuando el calentamiento es suficiente las paredes de la
caja se caldean y esta comienza a emitir luz visible. A una temperatura dada la
radiación térmica y luminosa de una caja de este tipo, como ya dijimos, será la más
intensa en comparación con la de todos los demás cuerpos. A estos últimos, para
diferenciarlos de nuestra caja, se les dio la denominación convencional de grises.
Las leyes de la radiación térmica do que vamos a hablar fueron establecidas
precisamente para las cajas «más negras». Estas «guardadoras de radiación»
recibieron el nombre genérico de cuerpo negro. Con las correcciones pertinentes,
estas leyes se lograron aplicar también a los cuerpos grises.
2
Temperatura medida no a partir de los 0 grados de Celsius, sino del llamado cero absoluto, que se halla
aproximadamente 273 grados por debajo del primero.
La catástrofe ultravioleta
Los físicos sienten una inclinación irresistible hacia las leyes universales. En cuanto
se aclara que un mismo fenómeno es definido en sus distintos aspectos por varias
leyes, se intenta unificar estas con una ley general que abarque al mismo tiempo
todos estos aspectos.
Los físicos ingles Rayleigh y Jeans realizaron intentos de este tipo en relación con
las leyes de la radiación térmica. La ley unificada obtenida por ellos dice que la
intensidad de la radiación emitida por un cuerpo calentado es directamente
proporcional a su temperatura absoluta e inversamente proporcional al cuadrado de
la longitud de onda de la luz que emite.
Esta ley, al parecer, concordaba con los datos experimentales. Pero
inesperadamente se aclaró que el acuerdo existía únicamente en la parte de las
ondas largas del espectro visible, es decir, allí donde se encuentran los colores
amarillos y rojos. A medida que se acercaban a los rayos azules, violetas y
ultravioletas la concordancia era cada vez menor.
De la ley de Rayleigh-Jeans se deducía que cuanto más corta fuera la longitud de
onda, tanto mayor debería ser la intensidad de la radiación térmica.
Sin embargo, los científicos más clarividentes comprendieron que la física clásica se
había metido en un callejón sin salida. La teoría de la radiación térmica no era el
único callejón de este tipo. Durante estos mismos años se desplomó la teoría del
éter.
¡Con qué rapidez se vino abajo todo esto!
Entre los físicos reinó el desconcierto. ¿Qué se podía hacer?
Si los hechos no quieren amoldarse a la teoría, ¡peor para ellos! ¡La naturaleza no
se somete a ninguna ley! ¡La naturaleza es incognoscible! — gritaron algunos
científicos impresionables.
Si los hechos no se explican por la teoría, ¡peor para la teoría! ¡Tanto más
resueltamente hay que reconstruirla desde su base!— declararon los científicos
materialistas.
Y la historia demostró una vez más que las grandes necesidades crean grandes
hombres. La salida del callejón en que se encontraba la física clásica con sus
dogmas inmutables fue hallada por Max Planck en el año 1900, quien introdujo en la
ciencia el concepto sobre los cuantos, y por Albert Einstein en 1905, quien creó la
teoría de la relatividad.
Nunca— recordaba Planck muchos años después — había trabajado con una
inspiración tan realmente juvenil como en estos años, en vísperas del nuevo siglo.
Las cosas más inverosímiles empezaban a parecerle posibles; con la tenacidad de
un apasionado calculaba Planck una tras otra las variantes de la teoría.
Al principio guió a Planck una idea bastante sencilla. Rayleigh y Jeans habían
unificado dos leyes de la radiación térmica y el resultado obtenido era absurdo para
las ondas cortas. ¿No sería posible «juntar» las leyes de Wien-Golitzin y Rayleigh-
Jeans de otro modo, para evitar el absurdo?
Planck procuró encontrar para el material experimental alguna fórmula general que
no estuviera en contradicción con dicho material. Después de ciertas búsquedas
halló la fórmula. Su forma es bastante compleja. En ella entran expresiones que
carecen de sentido físico evidente, como la combinación, casual al parecer, de
magnitudes no relacionadas entro sí. Pero, ¡no es sorprendente que esta fórmula,
que parecía «soñada», concordara tan bien con la experiencia!
Es más, a partir de ella es posible deducir la ley de Stefan-Boltzmann y la de Wien-
Golitzin. Y en su conjunto, en esta fórmula no hay ya ninguna «ilimitación». Como
dicen los físicos: la fórmula era totalmente correcta.
¿Significaba esto la victoria?, ¿la salida del callejón?
No, todavía era pronto para alegrarse. Planck, como corresponde a un científico de
verdad, se inclinó a dudar del valor de la fórmula hallada.
Si las teclas de un piano se pulsan veinte veces con un dedo, puede producirse
casualmente una melodía. Pero, ¿cómo demostrar que se produjo según una ley?
Hace falta además deducir de algo la fórmula obtenida. Para la ciencia no existe la
regla: a los vencedores no se les juzga. Se juzgan, ¡y con qué parcialidad! Mientras
no se fundamenta cada paso del vencedor en su lucha con la naturaleza, no se
cuenta la victoria.
Y precisamente aquí es donde Planck no consigue nada. La fórmula no se deja
deducir de las leyes de la física clásica. Pero, por otra parte, responde
perfectamente a los datos experimentales.
¡Qué situación tan dramática! ¿Qué partido tomará Planck? ¿Con la teoría clásica,
contra los hechos, o con los hechos, contra la vieja teoría? Planck se pronuncia en
favor de los hechos.
Cuantos de energía
¿Qué era lo que en la física clásica impedía obtener de ella la fórmula de Planck? Ni
más ni menos que uno de sus principios fundamentales. El principio, habitual e
inmutable para los físicos de entonces, de la continuidad de la energía.
¿Qué significación tiene este principio? A primera vista parece que incluso
contradice el espíritu de la física clásica, que desde el momento de su aparición se
apoyó en el reconocimiento de la discontinuidad de las cosas. En efecto, si en el
mundo existe el espacio vacío, todos los objetos deberán tener sus límites. Las
cosas no se transforman continuamente unas en otras, cada una de ellas termina en
algún sitio.
Pero ¿y dentro de las cosas? Aquí tampoco Se ve discontinuidad. La física clásica de
finales del siglo XIX se vio obligada a reconocer la existencia de las moléculas y del
espacio vacío entre ellas. Las moléculas poseen unos límites claros, lo único
continuo es el vacío, en el cual «flotan» aquéllas.
Por otra parte, las moléculas se las ingenian de cierto modo para influir unas sobre
otras a través del espacio. La física clásica desde los tiempos de Faraday trató de
explicar esta interacción con la existencia de cierto medio intermolecular a través
del cual se transmite la influencia mutua entre las moléculas.
¿Y la energía? Se considera que las moléculas durante sus colisiones mutuas hacen
intercambio de ella en las más diversas cantidades. Este intercambio de energía so
realiza de acuerdo exactamente con las mismas leyes que los choques de bolas de
billar. Llega una molécula, choca con otra que está inmóvil, le cede parte de su
energía cinética y las dos moléculas salen lanzadas en direcciones distintas. Si el
choque es central, la molécula que choca puede pararse: entonces la que recibe el
golpe sale lanzada con la velocidad de la primera. Y las moléculas intercambian
energía constantemente.
Se descubre otra forma de la energía, no relacionada explícitamente con el
movimiento de las moléculas; la energía del movimiento ondulatorio. Desde que
Maxwell demostró que la luz son ondas electromagnéticas, la energía de la radiación
luminosa, y en particular la de procedencia térmica, debe someterse a las leyes
generales para todas las ondas.
Para la fórmula de Planck los cuantos tenían una importancia vital: sin ellos se
hubiese marchitado como árbol sin agua y hubiera sido necesario entregarla al
polvoriento archivo de la ciencia. En este archivo hay muchas fórmulas a las cuales
no se consiguió encontrar el fundamento necesario.
Con la proposición de los cuantos de energía la fórmula de Planck recibió la base
que necesitaba. Pero esta base... pendía en el aire: ¡carecía de sitio en el terreno de
la física clásica!
Esta circunstancia preocupaba mucho a un científico como Planck. ¡Oh, qué difícil es
abandonar la «casa» en que se ha trabajado toda la vida, para «quedar pendiendo
en el aire»!
E = hv
Por la insignificancia de la magnitud del cuanto nos parece que la bujía o el Sol, y
en general todas las fuentes de luz a que estamos acostumbrados, arden
«continuamente». Calculemos, por ejemplo, la cantidad de cuantos que contiene la
energía emitida en un segundo por una lámpara de 25 vatios. Considerando que la
lámpara emite luz amarilla, hallamos por la relación de Planck el número 6 x 1019,
es decir, 60 trillones de porciones de energía por segundo. ¡Y una lámpara de 25
vatios no es una fuente tan brillante de luz!
¿Quiere esto decir que no podemos percibir el parpadeo real de una lámpara o bujía
porque el ojo es insensible a porciones tan pequeñísimas de energía? No, esto sería
una idea errónea.
El ojo es un aparato increíblemente sensible. Esto fue demostrado con toda
evidencia por los experimentos del físico soviético S. I. Vavílov. Manteniendo al
observador un tiempo suficiente en la oscuridad (para elevar la sensibilidad de sus
ojos), Vavílov conectaba después una fuente de luz extraordinariamente débil, que
producía contados cuantos por segundo, ¡Y el ojo los registraba casi uno a uno!
El problema no está en la magnitud de los cuantos, sino en la enorme velocidad con
que se suceden unos a otros. Ya hemos visto que incluso una lámpara débil emite
trillones de ellos por segundo.
El ojo humano lo mismo que cualquier aparato, tiene cierta inercia. No puede
registrar separadamente los fenómenos que se suceden entre sí muy de prisa. En
esta inercia del ojo se funda, en particular, el cinematógrafo. Para el público, el
movimiento que se ve en la pantalla es continuo, aunque sabe perfectamente que
ha sido filmado con intermitencia, cuadro a cuadro.
Los cuantos de energía que emiten las fuentes de luz se suceden unos a otros con
una rapidez incomparablemente mayor que los fotogramas. Precisamente por esto
las reacciones del ojo a cada cuanto de energía se confunden en una sensación
continua de luz.
S. I. Vavílov hizo sus experimentos en los años treinta de nuestro siglo, cuando la
idea de Planck sobre los cuantos ya hacía tiempo que había sido aceptada por
todos. Pero el mismo Planck no pudo demostrar con un experimento directo la
veracidad de su descubrimiento.
Un fenómeno incomprensible
Pero he aquí que en el año 1905 un tal Einstein, desconocido hasta entonces,
empleado de la oficina de patentes suiza, publica en la «Revista de Física» alemana
su teoría del efecto fotoeléctrico en los metales.
Cuando Einstein empezó a estudiarlo, este efecto tenía ya, desde el punto de vista
de la ciencia, una «edad» bastante respetable. Este fenómeno, llamado
abreviadamente «fotoefecto», fue descubierto en el año 1872 por el profesor de la
Universidad de Moscú A. G. Stoliélov y más tarde estudiado por los físicos alemanes
Hertz y Lenard.
En un matraz, del que se había extraído el aire, colocó Stoliétov dos láminas
metálicas y las puso en comunicación con los polos de una pila eléctrica. Como era
de suponer, la corriente no pasaba a través del espacio sin aire. Pero en cuanto se
hizo incidir sobre una de las láminas la luz de una lámpara de vapor de mercurio, en
el circuito eléctrico se produjo corriente. Se apagó la luz, y en el acto se interrumpió
la corriente.
Stoliétov dedujo justamente que en el matraz habían aparecido portadores de
corriente (que después se aclaró que eran electrones), y que éstos surgían
solamente cuando se iluminaba la lámina.
Era evidente que estos electrones se desprendían del metal iluminado lo mismo que
las moléculas saltan al aire cuando se calienta un líquido. Sin embargo, en este caso
las palabras «lo mismo que» significan más bien que no hay nada de semejanza,
que el desprendimiento de los electrones del metal es de una naturaleza totalmente
distinta, y, además, incomprensible en aquel tiempo.
En efecto, la luz es una onda electromagnética. No es fácil comprender cómo una
onda puede arrancar electrones del metal. Porque en este caso no se trata del
choque de una molécula poseedora de energía con otra, como resultado del cual
una de ellas puede ser lanzada fuera de la superficie del líquido.
Se constató además una circunstancia interesante. Para cada uno de los metales
estudiados resultó que existe cierta longitud de onda límite de la luz de iluminación.
En cuanto la luz adquiría mayor longitud de onda, los electrones desaparecían de
repente del matraz y la corriente en el circuito se interrumpía, aunque al mismo
tiempo se aumentase mucho el brillo de la luz.
Esto era ya más que extraño. Estaba claro que los electrones se desprenden del
metal porque la luz les cede energía de cierto modo, Cuanto más brillante sea la
iluminación, más intensa deberá ser la corriente. Al ocurrir esto, entra más energía
en el metal y el número de electrones que puede desprenderse de él debe ser
mayor.
Cualquiera que sea la longitud de onda de la luz, en el metal entra energía. Si al
aumentar la longitud de onda es menor la energía, del metal se desprenderán
menos electrones. Pero corriente, aunque sea pequeña, debe haber. En la práctica
se interrumpía la corriente. ¡Parecía que los electrones dejaban de asimilar la
energía luminosa!
¿Cómo era posible entender estos inesperados caprichos de los electrones para con
su «alimento» energético? Los físicos se encogían de hombros: ¡esto era superior a
su entendimiento!
Los fotones
Einstein abordó el fenómeno del efecto fotoeléctrico de otra forma. El intentó
figurarse el propio proceso de arranque del electrón del metal por la luz.
¡Qué es la luz!
Este debate en realidad no se interrumpió nunca en la física. El problema de la
naturaleza de la luz se planteó en los albores de la física clásica y tuvo una vida
agitada. La pregunta a responder es: ¿qué es la luz, un movimiento ondulatorio o
un flujo de partículas?
Estas dos ideas sobre la luz aparecieron en la física casi simultáneamente. Los
cuerpos dan luz —suponía Newton— lanzando flujos de partículas luminosas. Los
cuerpos emiten la luz pulsando y originando ondas en el éter que los rodea —
afirmaba el holandés Huygens, contemporáneo de Newton.
Tanto una como otra explicación encontraron partidarios. Desde los primeros años
de existencia de ambas teorías se entabló entre ellas una lucha a muerte. Unas
veces la preponderancia estaba de un lado, y otras, de otro. Así continuó durante
más de cien años.
Por fin, a principios del siglo XIX, los experimentos de Joung, Fresnel y Fraunhofer
traen, al parecer, la victoria definitiva a la teoría ondulatoria de la luz. Se descubren
los fenómenos de la interferencia, difracción y polarización de la luz, que se explican
perfectamente por la teoría de Huygens y que son totalmente incomprensibles
desde el punto de vista de la teoría de Newton.
Desde este momento empieza un impetuoso desarrollo de la óptica. Se crea la
teoría, brillante por su armonía, de los fenómenos ópticos y se calculan
instrumentos ópticos extraordinariamente complejos. Y, finalmente, Maxwell acaba
3
*) Por otra parte, así ocurrirá mientras los cuantos bombardeen el electrón «uno a uno». En principio el electrón
puede asimilar la energía de varios cuantos de onda larga, pero sólo si éstos «llegan» todos «a la vez». Un cálculo
sencillo demuestra que esto requiere una luminancia totalmente irreal del foco de luz.
que entre el elemento o las sustancias en que se hallan sus átomos, su espectro
siempre se puede distinguir.
En una muchedumbre se puede buscar a una persona determinada comprobando
los pasaportes de cada una, como hacen los químicos cuando buscan en las
probetas los elementos por los métodos del análisis químico. Pero es mucho más
fácil buscar a una persona por su fotografía.
Precisamente así es cómo se buscan, los elementos con ayuda del análisis espectral.
Con la particularidad de que en esa forma se pueden encontrar allí donde es
imposible conseguir el «pasaporte» del elemento, donde éste no se puede palpar
por los procedimientos químicos, por ejemplo, en el Sol y en otras estrellas, en los
altos hornos caldeados, en el plasma.
Como es lógico, para hallar todas las personas que hagan falta es necesario tener
una cantidad suficiente de fotografías de ellas. Hoy se conocen más de cien
elementos químicos. Desde hace ya mucho tiempo se tienen las «fotos» de los
espectros característicos de casi todos ellos.
furor. Es natural que todos estos atentados a la física clásica animasen a los físicos
jóvenes e infundiesen decisión a sus pensamientos.
Bohr siguió reflexionando. Y por fin se le ocurrió una idea. ¿Por qué tienen los
electrones que emitir la luz continuamente? ¿Por qué se mueven aceleradamente
todo el tiempo? Renunciemos a esta idea. ¡El electrón, aunque se mueva
aceleradamente en el átomo, puede no emitir luz!
¿Cómo es posible esto? Resulta que para esto el electrón debe moverse en el átomo
no de cualquier modo, sino por determinados caminos —órbitas— alrededor del
núcleo. Sin emitir luz en ellos, el electrón puede vivir en el átomo el tiempo que sea
necesario.
De la física clásica esta hipótesis no se puede deducir de ningún modo. Tampoco se
deduce de ninguna otra teoría. Por esto, Bohr no pudo demostrarla entonces. Y al
no estar demostrada, Bohr le da a esta hipótesis el modesto nombre de postulado.
Señalaremos que Bohr no consiguió demostrar esta hipótesis dentro de los marcos
de su teoría. La demostración llegó un decenio después y resultó totalmente
inesperada. Pero de esto ya hablaremos luego. Mientras tanto: ¿pueden ser muchas
las órbitas en que el electrón se mueva sin emitir luz? Sí, pueden ser muchas,
calculó Bohr, incluso muchísimas. ¿En qué se diferencian? En la distancia media
hasta el núcleo: hay órbitas próximas al núcleo y las hay lejanas. Pero lo principal
no es tanto la distancia como la energía que posee el electrón en la órbita. Está
claro que cuanto más cerca está el electrón del núcleo, con tanta más energía
deberá moverse por la órbita para no caer en éste. Y viceversa, un electrón lejano
es atraído débilmente por el núcleo, por lo tanto puede moverse con menos energía
para mantenerse en su órbita.
De aquí se deduce claramente que los caminos por los cuales se mueve el electrón
en el átomo se diferencian por la energía del electrón. Hasta ahora el electrón no
hace más que moverse, sin emitir luz. Mientras el electrón se halla en una órbita, la
radiación es «tabú» para él.
Y ahora Bohr sigue adelante, hacia su segundo postulado. El electrón se mueve por
una órbita y de repente salta a otra, en la cual su energía es menor. ¿A dónde va a
parar el exceso de energía? La energía no puede desaparecer ni transformarse en
nada.
ponerlo... patas arriba. No, no se asusten, ¡todo está bien descrito! Todo menos el
orden de observación de las órbitas del electrón.
Hasta ahora hemos considerado enérgicas las órbitas próximas al núcleo, y no
enérgicas a las alejadas de él. De aquí se deducía que el fotón es emitido cuando el
electrón salta a una órbita más lejana del núcleo. En realidad ocurre lo contrario.
Veamos por qué.
Cavemos en la tierra un hoyo y pongamos en él una bola. Y junto a este hoyo
pongamos una segunda bola. ¿Cuál de estas dos bolas tendrá más energía?
Una persona de experiencia no pica en el anzuelo de este interrogante. Nos dirá:
«En su pregunta hay dos cosas que no están claras. Primera, ¿de qué energía se
trata, de la energía potencial o de la cinética? Segunda, ¿desde qué nivel se mide la
energía potencial? Si es desde el nivel de la superficie de la tierra, la energía
potencial de la bola que hay junto al hoyo se puede considerar igual a cero, pero en
este caso la bola que está dentro del hoyo debe tener una energía potencial menor
que cero, es decir, negativa. Si la energía potencial se mide desde el fondo del
hoyo, la bola que está arriba tendrá una energía potencial mayor que cero. Y como
ambas bolas están en reposo, sus energías cinéticas, en los dos casos, serán
nulas». Aceptamos el primer procedimiento de medición.
¿Y si la bola no está en reposo? Si la bola se mueve, a su energía potencial se suma
la energía cinética. Pero la suma de estas dos energías, llamada energía total, es
evidente que seguirá siendo negativa si la bola no sale del hoyo. Y al contrario, se
hará positiva si la bola salta hacia arriba y además rueda por la superficie de la
tierra.
Rogamos a nuestros lectores que nos dispensen este pesado razonamiento, pero lo
hacemos porque es importante para nuestra explicación ahora, y lo será también
después. El caso es que, desde el punto de vista de la energía, el electrón en el
átomo es la bola en el hoyo, mientras que un electrón libre es la bola en la
superficie de la tierra. Los físicos decidieron medir la energía de estos electrones
tomando igual a cero la energía total del electrón libre en reposo.
¿Qué puede haber de común entre un electrón y una bola? Casi nada... Salvo que el
uno y la otra están sujetos, tienen limitados sus movimientos. La bola no puede
salir por sí misma del hoyo, y el electrón no se puede escapar del átomo.
Precisamente por esto existen los átomos.
Cuanto más cerca esté la bola de la salida del hoyo, cuanto más lejos se encuentre
de su fondo, tanto mayor será su energía total (y. por consiguiente, tanto menor
será esta energía por su magnitud negativa). Lo mismo ocurre con el electrón.
Cuanto más lejos se encuentra del núcleo, tanto más elevadas es su energía total:
cuanto más cerca está del núcleo, tanto menor es su energía (aunque, se
sobreentiende, es mayor en magnitud negativa).
Ahora ya está claro que un electrón, al saltar a una órbita más próxima al núcleo,
pierde energía. Los fotones son emitidos precisamente durante estos saltos. Y
viceversa, cuanto más alejada está la órbita del núcleo, y más próxima a la «salida»
del átomo, tanto más energía tiene el electrón en ella. Y, dicho esto, podemos
volver a nuestro tema.
Átomos excitados
A pesar de todo, la bola no quiere dejarnos. Descansa sobre la tierra y nos pregunta
inocentemente: ¿por qué no caigo?
¿Y, a decir verdad, a dónde va a caer? Si la lanzamos por una escalera entonces sí,
caerá.
En la situación de esta bola se halla el electrón cuando la temperatura no es
elevada. No tiene adonde saltar. Se encuentra en la órbita más próxima al núcleo,
desde ella sólo hay un camino, al núcleo. Este camino es tan imposible de recorrer,
como lo es para la bola hundirse a través de la tierra/
La energía del electrón en esta órbita es la menor posible. Desde ella no tiene nada
que perder. Por consiguiente, no puede radiar luz.
De esto resulta que el electrón debe caer antes en una órbita alejada del núcleo,
desde donde pueda saltar a otra más próxima a él. ¿Cómo puede llegar el electrón a
una órbita alejada? Y la bola, ¿cómo llega a lo alto de la escalera? La subieron, es
decir, le comunicaron cierta energía.
Exactamente lo mismo, para lanzar el electrón a una órbita lejana hay que
comunicarle cierta energía. Aunque «cierta» no es la palabra adecuada. La energía
que hay que comunicarle al electrón no puede ser menor que la diferencia de
energías entre la órbita en que él se encontraba y la órbita adonde vaya a parar.
Esta energía se puede comunicar al electrón de diversos modos. Lo más frecuente
es que la transmisión de energía ocurra cuando un átomo, que haya tomado
impulso o entrado en vibración a consecuencia de un movimiento térmico,
«choque» enérgicamente con otro. A la temperatura ambiente estos choques no son
raros, pero no influyen en los electrones atómicos. La energía del choque es
demasiado pequeña. Pero si la temperatura es de centenares o millares de grados,
la cosa varía. En este caso, durante los choques se comunica al electrón la energía
suficiente para su salto.
El electrón está por fin en una órbita alejada. Las preocupaciones han terminado, al
parecer, y el electrón puede girar por esta órbita, alrededor del núcleo, tanto tiempo
como se desee. Pero no: el electrón no puede permanecer mucho tiempo en la
nueva órbita. No se lo permite el núcleo. Este tiende a atraer otra vez al electrón
prófugo, el cual se somete dócilmente. Se produce el salto del electrón hacia las
profundidades del átomo, y aparece un fotón. Ese mismo fotón que, al llegar al ojo,
nos hace decir: «el cuerpo emite luz».
Sí, el cuerpo ha comenzado a emitir luz. Continuemos elevando la temperatura y
veamos lo que ocurre. El movimiento térmico de los átomos se hace cada vez más
intenso, los choques entre éstos son cada vez más frecuentes y enérgicos. El tiempo
que puede permanecer el electrón en su órbita más profunda es cada vez menor.
Los átomos entran cada vez con más frecuencia en el estado que los físicos llaman
«excitado». Y con más frecuencia retornan después a su estado «normal», para al
instante abandonarlo de nuevo.
Los fotones empiezan a nacer no uno por uno, sino a millares y millones por
segundo. Su tenue corriente se transforma pronto en potente flujo a medida que
aumenta la temperatura (recuérdese la ley de Stefan-Boltzmann).
Pero no solo crece el número de fotones. Aumenta también la longitud de sus
saltos, los primeros tímidos saltitos a las órbitas contiguas y viceversa son
reemplazados por saltos récord a las órbitas más distantes del núcleo. Y, al saltar
hacia atrás, los electrones generan fotones cada vez más enérgicos. Pero, como ya
sabemos, cuanto más elevada es la energía del fotón, tanto mayor es su frecuencia
y tanto menor su longitud de onda. La luz se hace no solamente más brillante, sino
que toma un color cada vez más «violeta» (recuérdese la ley de desplazamiento de
Wien-Golitzin).
De este modo la teoría de Bohr pudo explicar inmediatamente las leyes principales
de las teorías de la radiación térmica y de la espectroscopía. Después de este
enorme éxito, la naturaleza cuántica de la luz y el carácter cuántico de los procesos
que tienen lugar en los átomos se hicieron evidentes. Poco tiempo más tarde esto
fue reconocido por la mayoría de los científicos.
Primeros fracasos
Sin embargo todavía era pronto para hablar del triunfo total de la teoría de Bohr.
Al levantar la vista se observa que los peldaños de la escalera parece que se van
aproximando unos a otros hasta que llegan a juntarse. La diferencia está en que la
aproximación de los escalones de la escalera real es una ilusión óptica, provocada
por la perspectiva, mientras que en el átomo esta aproximación tiene lugar
verdaderamente.
Pero la altura de un escalón energético corresponde a la energía del fotón o a la
longitud de onda de su raya espectral. Por lo tanto, las rayas de onda larga del
espectro, correspondientes a los saltos de los electrones entre las órbitas alejadas
del núcleo, deberán encontrarse muy próximas entre sí. Y... ¡Esto ya parece un
espectro casi continuo!
Esto quiere decir, que la zona de ondas largas del espectro «cuántico» no debe en
la práctica diferenciarse esencialmente de la zona análoga del espectro «clásico».
En esta zona puede intentarse calcular, según la física clásica, el brillo del primero
de los espectros antedichos. Después, el cálculo puede hacerse extensivo a todo el
espectro «cuántico». En esto consiste el principio de correspondencia.
La idea era ingeniosa. Pero cuando los físicos quisieron aplicarla en la práctica...
fracasaron. El experimento daba con frecuencia unos brillos de las rayas, y la teoría,
otros completamente diferentes.
En realidad, no se podía esperar otra cosa. No es muy sólida una teoría que, sin
recurrir a la ayuda de otra, es incapaz de explicar algún fenómeno. ¡Máxime si
requiere ayuda de la teoría que ella misma recusó!
Introducir en la mecánica cuántica las ideas de la física clásica es algo así como
profesar los cómo calcular el número de fotones en el espectro.
¡Era pronto todavía para festejar la victoria de la teoría de Bohr sobre la física
clásica! Después de echar a la «clásica» por la puerta principal, la teoría de Bohr se
vio obligada a dejarla entrar por la puerta de servicio. Esto tuvo que hacerlo el
mismo Bohr con ayuda del llamado principio de correspondencia.
¿En qué consiste este principio? La física clásica sabía calcular el brillo de los
espectros, aunque no pudiera explicar su origen. La mecánica cuántica, al contrario,
explicó la esencia de los espectros, pero no sabía calcular el brillo de las rayas
espectrales. Por esto decidió Bohr que había que unir ambas teorías, la vieja y la
nueva. Esta unión debía hacerse allí donde las dos teorías coincidieran, aunque sólo
fuera aproximadamente.
Pero, ¿dónde puede ocurrir esto? Porque, según la física clásica, el electrón, al girar
alrededor del núcleo, se va acercando a éste hasta que por fin cae en él. En este
caso, como ya dijimos, el electrón irradia un espectro continuo en el cual no hay ni
indicios do rayas aisladas.
Y de acuerdo con la mecánica cuántica, el electrón del átomo irradia rayas
separadas, o, como suele decirse, un espectro discreto. ¿Qué puede haber de
común entre estos dos espectros? Pues sí, a pesar de todo hay algo común.
Los peldaños de la escalera energética que forman las órbitas electrónicas tienen
diversas alturas. Esta altura es tanto menor, cuanto más alejado está el escalón, es
decir, cuanto mayor es la distancia del núcleo a la órbita. La escalera energética en
el átomo tiene el mismo espectro que cualquier escalera larga si se mira desde
Los diez años que siguieron a su aparición se caracterizaron por un desarrollo
impetuoso do la teoría. Esta amplía rápidamente los fenómenos abarcados. Entre
ellos se cuentan los más delicados procesos de emisión y absorción de la luz por los
átomos, los detalles de la estructura de los átomos y de las moléculas. En el año
1914 Kossel pone los cimientos de la química cuántica, esos mismos cimientos en
que se basan ahora todos los textos de química. En 1916 Sommerfeld da a conocer
una teoría más exacta del origen de los espectros atómicos, la cual hasta el día de
hoy ayuda a descifrar los más complejos de ellos. La nueva teoría explica también
Capítulo 3
De la teoría de Bohr a la mecánica cuántica
Contenido:
Un artículo sorprendente
Algo sobre las ondas ordinarias
Primer encuentro con las «ondas de materia»
¿Por qué no notamos las ondas de De Broglie?
¡La onda existe!
Partículas de dos caras
La «onda piloto»
¿Juntos o uno a uno?
Vamos al campo de tiro
Ondas de probabilidad
Cómo se admitió la probabilidad en la física
Predicciones prudentes
Ondas do partículas y partículas de ondas
Hacia la ley ondulatoria
Habla un aparato tic medición
Principio de incertidumbre
¿Quién tiene la culpa, el aparato o el electrón?
Un intento con medios «semi inútiles»
Otro «prodigio»
Otra vez el principio de incertidumbre
De nuevo las «ondas de materia»
Función de onda
Las ondas y los cuantos se unen
Un artículo sorprendente
En el número de setiembre de la revista inglesa de física «Philosophical magazine»
del año 1924 apareció un artículo firmado con un nombre poco conocido: Louis de
Esto quiere decir que es posible ver donde nada se oye, en el vacío. En esto
consiste la principal diferencia entre las ondas electromagnéticas y las mecánicas,
incluidas las sonoras. Para la propagación de las ondas electromagnéticas no es
necesaria la presencia de un medio. Al contrario, este medio no hace más que
retardar el movimiento.
Lo más probable es que fuera ésta una de las primeras preguntas que le hicieron al
De Broglie los físicos asombrados. Para responder, lo mejor sería empezar
preguntando: ¿y cómo notamos las ondas en general? Nos referimos, claro está, no
sólo a nuestros órganos sensoriales, los cuales, en este sentido, no brillan por su
potencia.
Nuestro oído percibe los sonidos con frecuencias desde 20 hasta 16.000 vibraciones
por segundo, aproximadamente. Estas frecuencias corresponden a las longitudes de
las ondas sonoras, en el aire, desde 17 metros hasta 2 centímetros,
aproximadamente. Nuestro ojo reacciona a las ondas luminosas de longitud desde
0.4 hasta 0,8 micras. Estas son las «ventanas» que nos ha dado la naturaleza para
que conozcamos las ondas (si se excluyen las ondas superficiales, como, por
ejemplo, las olas del mar).
Con ayuda de aparatos especiales los físicos transforman ondas que directamente
no podemos percibir, en otras cuyas longitudes se hallan en la zona de las dos
«ventanas» antes mencionadas. Esto amplía considerablemente el campo accesible
a nuestro conocimiento de los fenómenos oscilatorios. Por medio de receptores de
radio se pueden captar y estudiar las ondas radioeléctricas, de varios metros y
centímetros de longitud, que llegan a la Tierra desde las profundidades del
Universo. Los contadores de centelleo4 dan la posibilidad de descubrir los rayos
gamma que emiten los núcleos atómicos, ondas electromagnéticas de longitudes de
milmillonésimas de milímetro.
Como puede verse, la gama de longitudes de onda que pueden captarse es
realmente bastante grande. ¿Por qué entonces no se ha conseguido captar las
ondas de De Broglie?
Y, ¿con qué captarlas? Las ondas mecánicas, por ejemplo, las sonoras de varios
metros de longitud de onda las podemos percibir con el oído. Pero estas mismas
ondas no se pueden captar con ningún receptor de radio, incluso si se sintoniza para
la longitud de onda necesaria. Estos receptores sólo detectan ondas radioeléctricas.
Y, al contrario, las ondas radioeléctricas, incluso si su longitud es de varios metros,
no pueden ser percibidas por el oído ni por ningún otro aparato mecánico.
4
En los contadores de centelleo para registrar partículas nucleares y cuantos se utilizan cristales especiales. La
incidencia en ellos de partículas o cuantos de radiación provoca un destello de luz visible.
Cada tipo de receptor responde solamente a «su» tipo de ondas: el oído, a las
sonoras; el ojo, a las electromagnéticas. En este caso, ¿con qué captar las ondas de
De Broglie, que no son de un tipo ni de otro?
Esta es, si se quiere, la primera respuesta a la pregunta planteada. Una
contestación más completa se dará más adelante.
La segunda respuesta se deduce si intentamos conocer la longitud de las «ondas de
materia». De Broglie obtuvo la fórmula que relaciona la longitud de las nuevas
ondas con la masa y la velocidad de los cuerpos en movimiento. Su forma es la
siguiente:
centímetros.
centímetros.
¡La situación no es mejor que con la onda de De Broglie de la Tierra! Captar una
onda así sigue siendo imposible. Esta longitud de onda es aún un trillón de veces
menor que las «dimensiones» de un objeto tan sumamente insignificante, imposible
de ver con cualquier microscopio, como es el núcleo atómico.
Y ahora recurramos al electrón. Su masa constituye aproximadamente 10-27
gramos. Si el electrón empieza a moverse en un campo eléctrico con una diferencia
de potencial de 1 voltio, después de pasar por él adquirirá una velocidad de cerca
de 6 x 107 centímetros por segundo. Haciendo la sustitución de estas cifras en la
relación de De Broglie, ésta da:
centímetros.
¡Pero las longitudes de las ondas de De Broglie para los electrones se encuentran
precisamente en esta zona! En este caso, si estas ondas existen en realidad, al
pasar por el cristal los electrones deberán producir en la placa fotográfica una figura
de difracción semejante a la de los rayos X.
Veinte años después de haber expuesto su idea De Broglie, los científicos
norteamericanos Davisson y Germer y el físico soviético P. S. Tartakovski la
comprobaron en un experimento directo, haciendo ensayos de difracción de
electrones en un cristal.
La simple analogía entre los rayos «electrónicos» y los X resultó ser insuficiente
para esto. La organización del experimento exigió de los científicos gran inventiva e
ingenio.
Los rayos X atravesaban el cristal casi sin dificultades. Los electrones, por el
contrario, eran totalmente absorbidos por una capa de cristal de espesor igual a una
fracción de milímetro. Por esto se planteaba el problema siguiente: utilizar láminas
cristalinas muy delgadas, por ejemplo, hojas metálicas, o, como dicen los físicos,
trabajar no al trasluz, sino a la reflexión. En este último caso el haz de electrones se
dirigía formando un ángulo pequeño con la cara del cristal, de manera que los
electrones casi se deslizaban por ella, sin penetrar mucho en el cristal, y se
reflejaban. Como resultado de esto los electrones experimentaban la difracción
solamente en los átomos de las capas más externas del cristal. Para registrar los
electrones que sufrían la difracción se utilizaron placas fotográficas5.
Tartakovski hizo incidir el haz de electrones sobre una hoja metálica muy delgada,
constituida por una multitud de diminutos cristales...
La placa expuesta al haz de electrones se trasladó al cuarto oscuro y se introdujo en
el revelador. Despacito, lentamente empezaron a aparecer en ella los contornos de
la imagen. La impaciencia de los científicos crecía. Sin esperar que se revelase
hasta el fin, sacaron la placa del agua y la acercaron a la luz...
¡Había! ¡Había anillos de difracción!
Débiles, apenas visibles, estos anillos alegraban los corazones de los científicos.
Como tesoros de incalculable valor se remitieron estas primeras placas a los
laboratorios de física más importantes del mundo. Las fotografías fueron estudiadas
atenta y rigurosamente, pero, ¡no cabía duda!
La hipótesis extraordinariamente audaz de De Broglie sobre las «ondas de materia»
se confirmó brillantemente por el experimento. ¡Los electrones ponen de manifiesto,
además de sus propiedades de partículas, sus propiedades de ondas!
5
Los electrones pueden impresionar la placa fotográfica lo mismo que la luz visible o los rayos X.
Para los físicos de aquel tiempo estaba claro lo que ellos entendían por la palabra
«electrón». Una partícula muy pequeña y muy ligera, de materia, portadora de una
carga eléctrica también muy pequeña. Hasta cierto tiempo no se planteó el
problema de qué forma tiene esta partícula y qué ocurre dentro de ella. Los
científicos no disponían de medios para ver con sus propios ojos el electrón y mucho
menos para estudiar su estructura interna.
Pero si el electrón es una partícula, pues, ¡qué tenga sólo las propiedades de
partícula! ¿De dónde ha sacado el electrón otras propiedades completamente
distintas y, por añadidura, exclusivas de las primeras, como son las ondulatorias?
El primer intento de comprender la esencia de las «ondas de materia» se debe al
propio de Broglie. Este intento demuestra claramente que, al penetrar en el mundo
de los objetos súper pequeños, los físicos, por costumbre, siguen «ateniéndose» a
las representaciones gráficas. En la teoría de Bohr-Rutherford el átomo se podía
imaginar como algo semejante a un sistema planetario en el cual los planetas-
electrones giran alrededor del sol-núcleo, con la sola diferencia de que los
electrones pueden cambiar de órbita de vez en cuando y los planetas no.
Pero, ¡he aquí el cuanto de luz, el fotón! Como demostró Einstein, el fotón también
posee propiedades de onda y de partícula. ¿Cómo comprender esta imagen
biforme? En este caso es inútil pretender imaginarse un modelo gráfico.
Así hizo su aparición en la física el primer objeto «irrepresentable». Ahora, con el
descubrimiento hecho por De Broglie había que extender esta «irrepresentabilidad»
a las partículas de materia, ¡desde el insignificante electrón hasta los enormes
cuerpos celestes! ¡Había motivo para preocuparse!
Y, ¿cómo es posible imaginar que un electrón, lanzado hacia un obstáculo, lo rodea
gracias a la difracción y aparezca detrás de él? No, la onda y la partícula son dos
entidades que se excluyen entre sí: ¡o una, u otra!
Sin embargo, las ondas de De Broglie existen. Esto quiere decir que no hay «o, o»
sino «y, y». Hay que juntar de algún modo lo incompatible. Y no sólo en el caso
aislado del electrón que se difracta. Porque si el electrón tiene propiedades
ondulatorias, también deben tenerlas necesariamente todos los objetos de nuestro
mundo, tanto los más pequeños como los más grandes.
La "onda piloto"
Recordemos el apasionante deporte del patinaje sobre las olas. El deportista salta
sobre la cresta de una alta ola y se desliza con ella hacia la costa. La ola parece que
conduce, que pilota la tabla con el deportista.
La idea de De Broglie consiste en que la «onda de materia» pilota la partícula en
movimiento de una manera semejante exteriormente a la ola: como si la partícula
fuera montada en la ola, lo mismo que sentada en un sillón, y se moviera hacia
donde la lleva la «onda de materia».
De Broglie supone que la longitud de esta onda puede ser relativamente muy
grande. Cuando las velocidades con que se mueve el electrón no son grandes, la
longitud de su onda resulta ser muchos millares de veces mayor que las
«dimensiones» del propio electrón. A medida que se hace más rápido el
movimiento, la partícula parece que absorbe la onda, esta última se hace más corta.
Poro, incluso cuando las velocidades son colosales, la longitud de onda del electrón
sigue siendo mucho mayor que las «dimensiones» de éste.
Lo esencial no es quién conduce a quién, el electrón a la onda o la onda al electrón.
Lo importante es que esta onda está asociada al electrón para siempre y en forma
indisoluble. El electrón no es como el deportista, que puede «montarse» en la ola y
saltar de ella en cualquier instante. La onda electrónica solamente desaparece
cuando se para el electrón. En este instante el denominador de la relación de De
Broglie se anula y la longitud de onda se hace infinita. En otras palabras, las crestas
y los valles de la onda se apartan tanto entre sí, que la onda electrónica deja de ser
onda.
No se puede negar que la idea de De Broglie es clara hasta cierto punto. El electrón,
montado en su onda hasta se puede representar en el papel. Pero, ¿de dónde sale
esta onda? Si existe junto con la partícula incluso cuando ésta se mueve en el vacío
absoluto, quiere decir que esta onda sólo puede ser generada por la propia
partícula. ¿Cómo se produce esta generación?
La hipótesis de De Broglie no puede dar ningún dato sobre esto. Bueno, pero, ¿es
posible que explique cuál es la interacción entre la partícula y su onda, cómo la
onda se muevo junto con la partícula, cómo comparte la suerte de la partícula
cuando ésta interacciona con otras partículas y campos, por ejemplo, cuando las
partículas se topan con un obstáculo o cuando van a parar a una placa fotográfica?
No, la hipótesis tampoco explica esto de manera bastante convincente.
Buscando la salida de esta situación, De Broglie intenta eliminar del juego a la
partícula. ¡Por qué no suponer que la propia onda es la partícula! Es decir, que la
partícula es de por sí una especie de formación compacta de sus ondas, un
«paquete de ondas», como le llamaron los físicos. El «paquete» debe constar de un
número pequeño de ondas bastante cortas, por esto, cuando se encuentran dos o
más «paquetes» se comportan como las partículas. ¡Exactamente igual que un fotón
de onda corta cuando arranca un electrón del metal! En este caso, por muy
compacto que sea el «paquete» y por mucho que se asemejen sus propiedades a
las de una partícula, estará formado por ondas. Por lo tanto, habrá fenómenos en
los cuales pueda poner de manifiesto su esencia ondulatoria «primordial».
Sin embargo, la inexorable naturaleza rechaza también esta suposición. Resulta que
con «paquetes de ondas», por muy compactos que sean, es imposible en principio
constituir una partícula. El caso es que estos paquetes, incluso en el vacío absoluto,
se esparcirían rápidamente con el tiempo, ¡En un intervalo de tiempo insignificante
el paquete se extendería tanto en el espacio, que lo que fue una partícula compacta
se transformaría en una verdadera disolución «homeopática»! No obstante, como
sabemos, las partículas son completamente estables y no existen ni los menores
indicios de que se esparzan con el tiempo.
De esta forma, también hay que renunciar a este modelo «gráfico». El intento de
unir mecánicamente en una imagen conceptos que se excluyen entre sí, como la
onda y la partícula, fracasó. Como se esclareció más tarde, esta unión no era
factible. Sin embargo, De Broglie continuaba defendiendo a su «centauro» con
cabeza de partícula y cuerpo de onda.
Pasaron dos años. El verano de 1927 los físicos de todo el mundo se reunieron en
Bruselas en el Congreso Solvay. En este congreso las ideas de De Broglie sobre la
ligazón de las ondas y las partículas fueron rechazadas total y contundentemente.
Triunfó por muchos años una idea completamente distinta sobre estas relaciones,
que expusieron en el congreso los jóvenes físicos alemanes Werner Heisenberg y
Erwin Schrödinger.
La figura resulta igual cuando los electrones experimentan la difracción por millares
al mismo tiempo y cuando lo hacen individualmente. De esto se puede sacar una
sola conclusión: cada electrón pone de manifiesto sus insólitas propiedades
independientemente de los demás. Lo mismo que si estos electrones no existieran
en absoluto.
Figura 3
Sin embargo, llama la atención una cosa. Midamos el orificio del diafragma del cual
salen los electrones, y transportemos su contorno a nuestro blanco. Podría pensarse
que todos los electrones, por muy casual que fuese su impacto en la placa, deberían
«entrar» en este contorno. Pero, ¿qué ocurre en realidad? Los impactos de los
electrones se salen con frecuencia de los límites marcados y se alojan bastante de
ellos.
Y hay algo más interesante aún. Observando atentamente la placa fotográfica se
puede notar que los electrones, a pesar de todo, no inciden sobre ella de un modo
totalmente casual. Incluso cuando el número de impactos en el blanco es todavía
pequeño, pueden verse en él sitios en los cuales no hay ni un solo impacto, y otros
en los que éstos se agrupan más o menos estrechamente. Si por estos sitios se
hacen pasar líneas, estas líneas parecerán anillos. Surge el primer anillo, el
segundo, el tercero...
Es verdad que aún están trazados casi «a ciegas». Se harán verdaderos anillos
visibles cuando el número de electrones que incidan en la placa sea muchas veces
mayor.
Ideemos una pequeña treta. Traslademos los impactos de los electrones a un blanco
de tiro ordinario, hagamos los correspondientes agujeros y llevémoslo a un campo
de tiro donde se entrenen tiradores expertos. Enseñémosles nuestro blanco. La
reacción de los tiradores será extraordinaria.
Su primer gesto de incomprensión se tornará pronto en risa: «¡Mire, qué tirador
más gracioso! Tiene buena puntería, puesto que ha metido muchas balas en la
diana. Pero, ¿por qué no hay ni un sólo impacto en el nueve, ni en ocho? Su tirador,
por lo visto, prefiere colocar las balas únicamente en el diez, en el siete, en el
cuatro y en el uno. ¿Lo hace adrede?
Nosotros, por ahora, no queremos descubrir nuestro secreto. Ahora es el entrenador
quien observa nuestro blanco. Arruga la frente, pensativo. Escuchemos lo que dice.
«¡Esto es absurdo! Por mucho que se esmere, no hay ningún tirador que haga
blancos como éste. ¿Por qué? Pues mire:
Si el que dispara es un tirador sin experiencia, los impactos se reparten de cualquier
forma, pero siempre con más o menos regularidad por todo el blanco. El blanco de
un buen tirador tiene otro aspecto completamente distinto. Aquí lo tiene: los
Ondas de probabilidad
El entrenador tenía razón. La curva ondulada que él dibujó en realidad no se ha
obtenido hasta ahora en la práctica del tiro al blanco, y jamás aparecerá. Los
electrones no son balas. La bala tiene una masa demasiado grande para que en la
práctica puedan manifestarse sus propiedades ondulatorias.
Precisamente esta curva de distribución de las huellas de los electrones en las
placas fotográficas después de reflejarse en el cristal, propuso Born que fuera
considerada como la onda de De Broglie.
¡Espere un momento! ¿Qué tiene que ver esa onda de «papel» con la onda real que
debe existir en las condiciones reales? Esta última se mueve junto con el electrón,
mientras que la nuestra «descansa» en el papel.
Sin embargo existe una relación. El diagrama de los impactos de los electrones en
la placa fotográfica no ha sido inventado, sino que refleja en cierto modo la
existencia de la onda real, ligada al movimiento del electrón. Pero el sentido que
tiene esta onda es muy distinto del que le atribuía De Broglie.
Predicciones prudentes
Estas son leyes nuevas. Leyes a las cuales se someten las partículas súper
pequeñas, los electrones, los átomos, las moléculas.
Los primeros en manifestar su «insumisión» fueron los electrones. Estos se negaron
a entrar en el marco del «comportamiento decoroso» que les había preparado la
física clásica. En lugar de ir a parar a los sitios que tenían reservados en la placa
fotográfica, los electrones empezaron a moverse...
—... ¡Como quisieron, como los dictaba su «libre albedrío»!— gritaron algunos
científicos, heridos en el mismo corazón por la desobediencia de los electrones.
No es difícil comprender adonde se vieron arrastrados estos científicos por su débil
preparación filosófica. Si el electrón posee «libre albedrío», para él, como
anarquista, no se escriben las leyes. Y entonces, ¿para qué sirve la ciencia, que
busca las leyes, si estas leyes no existen? Dios, con su providencia, le concedió al
electrón (y en este caso a todos los objetos del mundo) libertad de acción y lo libró
de todas las leyes menos de una: la ley divina de su existencia. Pero a la ciencia no
le es dable conocer esta ley, a ella solamente conduce la fe. ¿No es verdad que la
doctrina del «libre albedrío» del electrón conduce a un buen pantano idealista?
—... ¡Como les dictan las nuevas leyes, justas allí donde dejan de serlo las leyes de
la física clásica!— dijeron los científicos que mantenían posiciones materialistas.
Esta situación fue en su tiempo prevista genialmente por Lenin. Veinte años antes
de los acontecimientos que relatamos, Lenin advirtió a los científicos que por muy
sorprendentes que sean las propiedades de los electrones con las cuales tengan que
encontrarse, estas propiedades significarían una sola cosa: que el conocimiento por
el hombre del mundo que le rodea se ha hecho más profundo y exacto.
Los electrones se niegan a seguir las leyes de la física clásica, pero en cambio, se
someten a las leyes de la nueva, de la mecánica cuántica.
¿Qué leyes son éstas? En primer lugar, las leyes de las probabilidades.
¿Qué nos dicen los anillos brillantes de la placa fotográfica (negativo) en el
experimento de difracción de los electrones? Que los electrones no inciden sobre
estos puntos de la placa. Esto significa que los electrones, a pesar de todo, no
tienen «libre albedrío», puesto que existen sitios donde ellos no pueden incidir.
En la placa se observan también anillos oscuros, donde se encuentra la mayoría de
los impactos de electrones. Pero a estos no van a parar todos los electrones. En la
placa hay también zonas «grises» de transición entre las más oscuras y las más
brillantes, a las cuales llega un número «medio» de electrones. Esto se ve bien en el
diagrama de distribución de los impactos que dibujó el entrenador.
Y ahora pasamos a lo más importante.
De la fuente salió un electrón, pasó por el diafragma, se reflejó en el cristal y siguió
hacia la placa fotográfica. ¿En qué sitio de placa incidirá precisamente este electrón?
«Aquí»—dice la física clásica, después de hacer unos cálculos minuciosos de los
ángulos, de las distancias y de las velocidades. Y con bastante frecuencia... errará
el tiro.
«Exactamente no lo sé —dice la mecánica cuántica —, pero lo más probable es que
incida sobre un anillo oscuro, la probabilidad de que caiga en las zonas grises será
menor, y la probabilidad de que vaya a parar a los anillos brillantes será mínima».
¡Qué predicciones más prudentes! Resulta extraño oír una respuesta así de una
ciencia que pretende ser exacta. ¿Acaso es ciencia esto?
Efectivamente, a los físicos de entonces les impresionaban más las predicciones
«absolutamente exactas» de la física clásica. Pero, pensándolo bien, ¡qué
pedantería se ocultaba tras estas previsiones! Pedantería... e ignorancia.
¿Qué se puede decir, si no, de una ciencia que apenas empieza a comprender el
mundo infinitamente complejo, que no conoce aún ni una parte insignificante de los
fenómenos que en él ocurren, pero que se atreve a hacer declaraciones
terminantes?
Bueno, me parece que estamos juzgando demasiado rigurosamente a la física
clásica. Porque, no obstante, hay que reconocer sus méritos: en el mundo de los
grandes objetos a que estamos acostumbrados la física clásica cumple su misión
bastante bien. Y, ¿cómo podía ella darse cuenta de su ignorancia autos del
descubrimiento de los cuantos, de las propiedades ondulatorias de las partículas y
de otras muchas cosas asombrosas?
Como es natural, cualquier ciencia tiende a conocer lo más exacta y detalladamente
posible el objeto a cuyo estudio se dedica. Esto es su objetivo y divisa fundamental.
Sin embarco, nunca llegará el día en que los científicos puedan decir: «Ya lo
conocemos todo», y la ciencia se quede mano sobre mano.
Tío aquí lo que quieren decir las predicciones prudentes en la ciencia, todos estos
«posibles» y «probables». Ahora pierde la física la «arrogancia» de su período
clásico. Estos «probables» significan para ella el reconocimiento de que por ahora
no conoce los fenómenos total y exactamente.
Con qué maliciosa sonrisa mirarían ustedes a un meteorólogo que dijera: «Mañana
hará calor todo el día y no lloverá; la temperatura a las 9 de la mañana será de
23,8 grados, a las 12 del día, de 29,0 grados, y a las 4 de la tarde, de 27,4 grados.
Exactamente a la 1 de la tarde aparecerán nubes en el cielo de tales y tales zonas
que cubrirán durante tanto tiempo tal superficie. A las 5 de la tarde las nubes se
irán en dirección nordeste con la velocidad de 12,3 kilómetros por hora».
Y esta sonrisa será comprensible, porque en la formación del tiempo toman parte
decenas de factores. Tener en cuenta exacta y coordinadamente todos estos
factores, para poder responder con la cabeza de la absoluta veracidad de la
predicción del tiempo, es cosa que no puede hacer la meteorología actual.
¡Desgraciadamente no son pocas sus equivocaciones incluso en predicciones mucho
menos detalladas!
¡Qué decir entonces de la mecánica cuántica, que tiene que habérselas con el
mundo, incomparablemente más difícil de abordar, de los objetos súper pequeños!
los electrones en la placa fotográfica. Pero, para que esta figura aparezca
claramente, hacen falta, como ya vimos, muchos electrones.
Pero, ¿qué sentido tiene la onda de De Broglie para un solo electrón? Esto también
lo sabemos: desvía el electrón del «camino a seguir» clásico. Sin este desvío la
figura de difracción no se podría producir en absoluto.
Parece que está claro. Sin embargo esta explicación no satisface por completo.
Después de las repetidas observaciones sobre las rarezas del mundo de los objetos
súper pequeños sería de desear que las propiedades ondulatorias de las partículas
se manifestaran con mayor claridad, que fueran «más raras aún».
Muy bien, el micromundo puede satisfacer fácilmente este deseo. Supóngase que
vamos a hacer en él una medición. A nosotros no nos va a interesar qué forma
concreta tiene el aparato de medición. Su misión será seguir los electrones y medir
su velocidad y posición en el espacio en cada instante.
El electrón es una partícula muy pequeña. Para vigilarlo sería necesario un
microscopio «ultrapotente». Pero supongamos por un momento que este
microscopio se puede hacer.
Primera pregunta: ¿cómo hacer la medición? Para ver un objeto cualquiera hay que
iluminarlo. En la oscuridad absoluta no se ve nada.
Y, ¿con qué se puede iluminar? Esto depende de las dimensiones del objeto. Porque
la primera condición para obtener la imagen clara de un objeto consiste en que la
longitud de la onda de iluminación sea menor que las dimensiones del objeto. El
microscopio óptico ordinario funciona con ondas luminosas cuya longitud
aproximada es de 0,4 a 0,8 micras, por lo que produce imágenes claras de objetos
con dimensiones no menores de dos o tres micras.
Pero, por ejemplo, los objetos cuyas dimensiones sean iguales a media micra se
verán borrosos en este microscopio. Cuando estas dimensiones se hacen del mismo
orden de magnitud que la longitud de la onda de iluminación, se produce una fuerte
difracción de la luz. Y en lugar de la imagen clara del objeto se obtiene una figura
de difracción, es decir, una sucesión de franjas oscuras y brillantes.
Si se intenta observar un objeto todavía más pequeño, su imagen desaparece por
completo: la luz pasa por alto el objeto como si éste no existiera en absoluto.
6
Cantidad de movimiento (N. del T.).
¿No son muchas matemáticas? ¿No? Pues, sigamos: de esta fórmula se deduce que
al disminuir la longitud de onda del fotón su cantidad de movimiento crece
rápidamente.
El fotón luminoso choca con la partícula de polvo y, después de transferirle su
impulsión y de reflejarse en ella, pasa por el sistema óptico del microscopio y llega
al ojo. Y la partícula de polvo ni se mueve al recibir el golpe. Estaba en reposo y
continúa en reposo, y si hubiera estado en movimiento, el choque no habría
cambiado casi nada este movimiento.
El electrón es otra cosa. Su masa es absolutamente insignificante en comparación
con la de la partícula de polvo; su impulsión, como veremos más adelante, incluso
si el electrón es extraordinariamente rápido, es muy pequeña. Y enviamos sobre él
un fotón gamma, cuya impulsión es casi mil millones de veces mayor que la de su
colega luminoso. Si un fotón gamma de este tipo choca con el electrón, ¡adivina
quién te dio! Había aquí un electrón, pero voló quién sabe adónde. Por esto, ¡ya
puede usted esperar que se forme su imagen o los anillos de difracción!
La cosa toma mal cariz. Por ejemplo, sabemos que el electrón se mueve, pero no
podemos decir con qué velocidad lo hace: iluminamos el electrón con un fotón
gamma y esto hizo que cambiara la velocidad de aquél. O, supongamos, se sabe
que la velocidad del electrón es nula, es decir, se encuentra en reposo en cierto
lugar. Pero hallar el sitio en que se encuentra es imposible: en cuanto lo
iluminamos, salta y se pierde.
¡Con el viejo microscopio el trabajo es más fácil! Si por su campo visual se mueve
una partícula de polvo o una bacteria, en cualquier instante podemos decir dónde se
encuentra y cuál es su velocidad. Pero si intentamos establecer la situación del
electrón, no podemos determinar su velocidad, y si pretendemos hallar su
velocidad, perdemos la propia partícula. ¡Qué cosas más raras ocurren en el mundo!
Principio de incertidumbre
(En realidad, en lugar de h debe ponerse la magnitud h/2π, pero en nuestro caso
esto no tiene importancia puesto que la diferencia aproximada entre ambos valores
es de 6 veces solamente). En esta expresión Δx es la indeterminación (inexactitud)
con que se mide la posición (es decir, las coordenadas) de la partícula x; Δvx es la
indeterminación con que se mide su velocidad vx en la dirección x; m es la masa de
la partícula, y el signo ≥ indica que el producto de estas indeterminaciones no
puede ser menor que la magnitud del segundo miembro de la relación que hemos
escrito.
Las «cosas raras» de que hemos hablado antes tan detalladamente consisten en lo
siguiente. Si se intenta medir con absoluta precisión la posición de una partícula, la
indeterminación de su coordenada Δx deberá ser, como es lógico, igual a cero. Pero
entonces, de acuerdo con las inmutables leyes matemáticas, la indeterminación de
su velocidad será
¿Qué exigimos del aparato? En primer lugar, que nos proporciono los datos que
deseamos conocer. El aparato carece de toda independencia, es un ejecutor sumiso
de la voluntad del hombre.
El aparato con ayuda del cual queremos ver el micromundo es, en cierto modo,
«diferente» Tiene, pudiéramos decir, dos extremos, uno de «entrada» y otro de
«salida». En el de entrada tienen lugar los fenómenos que cumplen las leyes
cuánticas, y en el de salida se obtienen los datos escritos en el «lenguaje» clásico,
puesto que nuestros órganos sensoriales no comprenden otro «idioma».
Nosotros exigimos del aparato que nos comunique la posición y la velocidad del
electrón en cada instante. El reconoce honradamente que no puede hacer esto.
Puede darnos datos acerca de las velocidades, sin indicar la posición en el instante
de medir la velocidad, o acerca de las posiciones, pero sin decir nada de las
velocidades en este instante.
Pensándolo bien, los culpables de todo esto son en primer término los propios
físicos. Ellos querían que el aparato transmitiera información sobre la velocidad del
electrón en dependencia de su posición, pero, inesperadamente, ¿estas dos
magnitudes^ resultaron no estar relacionadas entre sí!
En esto consiste una de las «rarezas» del micromundo, una de las manifestaciones
de la naturaleza ondulatoria de las partículas. Resulta que las antiguas ideas y
magnitudes clásicas, utilizadas tranquilamente por los físicos durante centenares de
años, ¡son inútiles cuando se irrumpe en el mundo de los objetos súper pequeños!
Mejor dicho, son «semiinútiles». Estas ideas continúan sirviendo también en el
micromundo, pero ahora se hace evidente su independencia, su limitación. Los
límites hasta donde se pueden utilizar, los establece el principio de incertidumbre.
El electrón se podría considerar como una partícula puntual y hablar con seguridad
de que tiene una posición exacta en el espacio, si con él no estuviera asociada
inseparablemente la onda. Esta se comporta como si se esparciera la posición del
electrón: puesto que él se puede hallar en cualquier sitio de su propia onda.
Y, como resultado, para el electrón en reposo la longitud de su onda crece hasta el
infinito, y al ocurrir esto deben fracasar todos los intentos de encontrarlo en
cualquier sitio determinado. Por otra parte, cuanto más rápidamente se mueve el
electrón, con más exactitud está «localizado» en su onda, pero incluso a las
Otro "prodigio"
La costumbre infantil de ir por manzanas a las huertas de los vecinos provocó una
medida preventiva: aparecieron las vallas altas cerradas. Y aquí tenemos a un niño
travieso ante este «obstáculo artificial» y deseando colarse en la huerta. Pero la
valla, alta, lisa y sin ningún boquete, hace casi impracticable este deseo.
¿Qué hacer? ¿Buscar una escalera o unos cómplices desde cuyos hombros pueda
escalar la valla, o es mejor tomar carrera y encaramarse lo mismo que un gallito?
¡Es tan seductora la fruta prohibida!
Nuestro pilluelo se asombraría o incluso olvidaría las codiciadas manzanas si nos
acercáramos a él y le dijésemos: «¡Es una lástima!
Si fueras más ligero, no tendrías ni que mover un dedo y ya estarías al otro lado de
la valla».
Los niños de hoy no creen en los cuentos. ¡Y hacen mal! Porque en el mundo de los
objetos súper pequeños ocurren cosas verdaderamente fabulosas. Una de ellas es la
penetración de las partículas a través de paredes totalmente «ciegas».
Observémosla atentamente. ¿Qué significa en realidad escalar o saltar una valla?
Desde que estábamos en la escuela sabemos que cuanto más bajo se encuentra un
cuerpo cualquiera tanto menor es su energía potencial. Si está usted de pie en la
tierra, su energía potencial es menor que si estuviera sentado en la valla, incluso
sabemos en qué cantidad es menor, puesto que dicha cantidad viene dada por el
producto del peso de su cuerpo por la diferencia de alturas de su centro de
gravedad en estas dos posiciones; la diferencia de alturas es aproximadamente
igual a la altura de la valla menos un metro.
La valla se puede escalar si de un modo cualquiera se acumula temporalmente la
energía que falta. Esto se puede conseguir bien a expensas del trabajo de sus
propios músculos, o bien ayudado por el trabajo de los músculos de sus cómplices,
que ponen las espaldas. En cualquier caso este trabajo se invierte en aumentar su
energía potencial, y puede usted subirse a la valla.
Lo demás no es difícil. Para bajar de la valla no hay que hacer fuerza. Más bien al
contrario, tendrá usted que sujetarse para que la bajada por la acción de la fuerza
de atracción de la tierra no sea demasiado rápida y no termine con un roto en los
pantalones. Y por el otro lado de la valla vuelve a disminuir La energía potencial y
recobra el valor que tenía antes de saltar la valla.
Si se representa en un diagrama la dependencia de su energía potencial al escalar
la mencionada valla, se obtiene un «montículo». En física este «montículo» recibe el
nombre de barrera de potencial.
En el mundo de los átomos también existen «vallas». Por ejemplo, en los metales
existe una multitud de electrones casi libres, débilmente ligados a sus átomos.
Figura 4
Figura 5
La acción conjunta de todos los iones sobre todos los electrones en el trozo de
metal se puede imaginar como si el «recinto» por donde andan los electrones
estuviera separado del espacio exterior por una «valla» bastante alta.
Los electrones en el trozo de metal nos recuerdan la bola en el hoyo de que
hablamos al referirnos a la teoría de Bohr, Dentro del metal los electrones se
mueven con bastante facilidad, pero no pueden salir de sus límites, lo mismo que le
ocurre a la bola en el hoyo. Por esto las condiciones en las cuales se encuentran los
electrones en el metal recibieron el nombre de pozo de potencial.
Figura 6
Sin embargo, los electrones no están encerrados para siempre en el trozo de metal.
En ciertas condiciones pueden saltar la barrera y hallarse fuera de éste. Por
ejemplo, esto ocurre cuando el metal se ilumina con una luz de onda
suficientemente corta. El fotón energético obra como si le diera un «pescozón» al
electrón, lo que hace que éste salte a lo alto de la barrera de potencial, la
transponga y se encuentre realmente libre. Este es el procedimiento ordinario,
«clásico», de salvar la barrera de potencial, que en esencia no se diferencia en nada
del procedimiento que utilizan las personas cuando saltan.
Usted quizá se haya dado cuenta de que la barrera para los electrones en el metal
no se parece del todo a una valla: tiene parte delantera, pero no trasera; se
asemeja más a un peldaño que a una valla. Para la bola que está en el hoyo se
puedo hacer una valla cavando la tierra por detrás del borde de aquél. En el caso de
los electrones en el metal esta operación de «zapa» se puede hacer aplicando al
trozo de metal un campo eléctrico potente.
En este caso, ambas barreras, la de la bola en el hoyo y la del electrón en el metal,
se asemejan entre sí. Pero después comienzan unas divergencias bastante
importantes.
Si resolvemos la ecuación de Newton para la bola en el hoyo, tenemos que dicha
bola se quedará para siempre en el hoyo si no se le comunica la energía precisa
para salvar la barrera. Esto está claro sin necesidad de ecuaciones. ¡Dónde se ha
visto que una bola salte de un hoyo o que un niño, sin hacer ningún movimiento,
pase de por sí una valla!
No, la mecánica clásica declara terminantemente: la bola no saldrá del hoyo de
ninguna manera. La probabilidad de que ocurra un «prodigio» y la bola resulta fuera
del hoyo es exactamente igual a cero, ¡eso es imposible, inverosímil!
Pero si resolvemos la ecuación de Schrödinger para el electrón en el metal, situado
en un campo eléctrico, obtenemos un resultado totalmente inesperado. ¡La
probabilidad de que el electrón salga del metal ya no es igual a cero y,
estrictamente hablando, no se anula en ninguna parte! Esta probabilidad no es
grande, puede ser hasta extraordinariamente pequeña, ¡pero no es nula!
Da la sensación de que los electrones adquirieron la posibilidad de «infiltrarse» a
través de la barrera de potencial. Y aparecen al otro lado de ésta como si quisieran
reírse de las previsiones terminantes de la física clásica. Ocurre como si unas
fuerzas invisibles hicieran en la barrera un «túnel» por el cual puede pasar el
electrón sin el menor esfuerzo. Por esto los físicos llamaron a este fenómeno
«efecto túnel».
Pero esto no es todo. El aparato debe conocer además la velocidad del electrón en
este instante, para cerciorarse de que en realidad su energía cinética sea negativa.
Y al llegar aquí el aparato se ve obligado a reconocer su impotencia. Entra en
escena la relación de indeterminación de Heisenberg.
Porque para determinar la posición del electrón dentro de los límites de la barrera
hay que iluminarlo con fotones: de pequeña longitud de onda: la posición del
electrón debe determinarse con una exactitud no menor que el espesor de la propia
barrera y este espesor, en el mundo atómico, es pequeño. Pero el choque de un
fotón de este tipo con el electrón aporta una indeterminación considerable a su
velocidad.
¿Cómo es esta indeterminación? ¡Es ni más ni menos tal, que la indeterminación
que provoca en la energía cinética del electrón resulta ser más elevada que el punto
más alto de la barrera!
En otras palabras, coger «in fraganti» la partícula mientras pasa no clásicamente
por debajo de la barrera, es imposible. Durante el propio proceso de la
«demostración» se le comunica la energía suficiente para que la partícula pueda
saltar la barrera por un procedimiento clásico completamente legal y decoroso,
¡Algo como sí el policía ayudara al delincuente ocultando el cuerpo del delito!
Esta situación es característica de muchos fenómenos del mundo de los objetos
súper pequeños. La mecánica cuántica puede afirmar las cosas más inverosímiles
desde el punto de vista de la física clásica. Pero demostrar la falsedad de estas
afirmaciones, utilizando aparatos «clásicos», es imposible en principio. Buscar la
partícula debajo de la barrera es inútil, no estará. El propio concepto de partícula
dentro de una barrera de potencial carece de sentido tanto en la mecánica cuántica
como en la física clásica.
¡Y sin embargo la partícula se infiltra a través de la barrera! La explicación de este
«prodigio» se encuentra, a fin ele cuentas, en las propiedades ondulatorias de los
electrones y de las demás partículas del micromundo.
posición fuera muy grande. Y siendo así, por el principio de incertidumbre se podría
hallar exactamente la velocidad, y con ella la energía cinética de la partícula. Esta
energía, sin duda alguna, resultaría ahora negativa.
Pero la naturaleza no está dispuesta a contradecirse a sí misma. La existencia de
energía cinética negativa es imposible. Por consiguiente desaparece el propio efecto
túnel.
A posar de esto, quizá alguien no haya quedado convencido con las explicaciones
dadas. ¿Es posible que todo lo dicho no sean más que razonamientos teóricos
abstractos? Resuelva usted mismo. De un filamento metálico caldeado los
electrones se desprenden en legiones, la energía térmica que se les cede es
suficiente para que ellos salten la barrera en el límite del trozo de metal. Pero por
mucho que esperemos junto a un trozo de metal frío, de él no saldrá ni un solo
electrón.
Sin embargo, en cuanto este trozo de metal se introduce en un campo eléctrico
potente, comienzan a desprenderse de él electrones en abundancia. Este fenómeno,
llamado emisión fría, confirma magníficamente que el efecto túnel no es una
invención de los físicos teóricos.
Función de onda
Hasta ahora nadie ha planteado una ecuación por gusto. Las ecuaciones se plantean
para resolverlas. La ecuación de Schrödinger, de la que ya hablamos, no es una
excepción en este sentido. Hay ecuaciones simples y complejas. La de Schrödinger
pertenece indudablemente a la categoría de las complejas. Es una ecuación
diferencial en derivadas parciales de segundo orden. Diez palabras de las cuales seis
requieren una explicación cada una. En nuestro libro no podemos hacer esto.
Diremos solamente que las ecuaciones de este tipo definen, por ejemplo,
magnitudes que varían en el espacio y en el tiempo.
En estas ecuaciones se pueden ocultar bajo la máscara de incógnita las más
diversas magnitudes: la forma de la superficie del líquido en un recipiente, las
coordenadas de un «sputnik»
en el cielo, la intensidad de una señal radiotelegráfica en camino hacia el receptor,
la velocidad de corte de una máquina herramienta y muchas cosas más. La solución
(una vez más en lugar de h sería más exacto escribir h/2π). Aquí ΔE es la
indeterminación de la energía E de la partícula, y Δt, la indeterminación del instante
t en el cual la partícula tenía exactamente la energía E. El signo ≥ significa, lo
mismo que antes, que el producto de estas indeterminaciones no puede ser menor
que la magnitud h, que es la constante de Planck.
Y ahora, atención. Estacionario quiere decir que la energía de la partícula no varía
con el tiempo. Por lo tanto se puede medir en principio durante toda una eternidad:
aquí la indeterminación del instante en que se hace la medida, como es lógico, no
desempeña ningún papel.
Según esto, podemos suponer tranquilamente que Δt = ∞. Pero entonces, de
acuerdo con las leyes de las matemáticas:
Ahora bien, cuando la magnitud E se hace negativa (esto, como también sabemos,
responde al estado ligado de la partícula, como, por ejemplo, la bola en el hoyo, el
electrón en el átomo), la solución de esta ecuación varía ostensiblemente. Resulta
que no se anula más que para algunos valores determinados de la energía E.
Estos valores de E se llaman niveles de energía permitidos de la partícula. Observa
la figura. En ella se ve que la probabilidad de que esté la partícula es casi nula en
todas parles a excepción de los estados en los cuales posee la energía permitida. En
Capítulo 4
Átomos, moléculas, cristales
Contenido:
Nubes en vez de órbitas
Acerca de la monotonía y la diversidad
Otra maravilla, pero sin explicación por ahora
El «arquitecto atómico» trabaja
Átomos «anómalos»
Los átomos y la química
Nacimiento del espectro
Hayas gruesas y rayas gemelas
«Casamientos» fie átomos
Los sólidos son «huesos duros»
Armazones y pisos de los crista les
¡Los aisladores también conducen la corriente!
¿Cómo pasa la corriente por el metal? ....
Una «medianía» admirable
Una «suciedad» útil
Átomos generosos y átomos tacaños
de esta última se necesitaron más de dos siglos, mientras que la mecánica cuántica
fue creada en pocos años. ¡Estos son los ritmos del siglo veinte!
Y lo mismo que un torrente impetuoso después de romper un dique se esparce
tranquilamente y forma un lago cada vez más amplio, así la mecánica cuántica
después de su época quinquenal «de tempestad y empuje» entra en el marco de un
desarrollo más tranquilo. Su esfera de acción abarca nuevos grupos de fenómenos,
dominándolos y dando una explicación correcta de ellos.
Y, claro está, la primera presa de la mecánica cuántica fue el átomo. Con el átomo
comenzó el desarrollo de la nueva física de Planck y de Bohr.
Por él se interesa también en primer lugar la mecánica cuántica.
Ante todo ésta tiene que volver a estudiar cómo está estructurado el átomo. Bohr
introdujo la idea de las órbitas electrónicas. Esto, como sabemos, no es
consecuente y huele a física clásica. Para la mecánica cuántica el concepto de órbita
es inadmisible en general. La órbita es en esencia la trayectoria del movimiento del
electrón en el átomo, pero la mecánica cuántica afirma, no sin fundamento, que la
idea de las trayectorias de las partículas en el micromundo carece de sentido.
¿Con qué pueden sustituirse las órbitas? Sólo con las distribuciones de las
probabilidades de la posición del electrón en el átomo. Ya sabemos que la energía
total del electrón en el átomo está definida por su distancia del núcleo. El conjunto
de las energías permitidas responde al conjunto de las distancias permitidas del
núcleo.
Pero a la órbita, en cierto modo, no queremos renunciar: ¡es tan clara! Y la
mecánica cuántica, condescendiendo a las debilidades humanas, permite hacer
esto: «Bueno, si tanto lo necesitan, conserven la idea de la órbita. Tracen una línea
curva por aquellos puntos en los cuales es mayor la probabilidad de que se
encuentre el electrón con la energía permitida dada. Y consideren que esta línea es
su órbita. Pero recuerden que el electrón no es un punto, sino que lo extiende su
propia onda. Por esto también su órbita tiene sólo un sentido convencional».
Está bien, tenemos que agradecer esto a la mecánica cuántica. Trazamos las órbitas
y nos alegramos de ver el sistema armonioso de sus líneas curvas. Y la
condescendiente mecánica cuántica agrega entonces: «¿Saben ustedes qué tienen
de interesante estas órbitas? Pues resulta que todas ellas son tales, que en su
Figura 8
Sin embargo, para el estado «normal» (es decir, el que tiene la mínima energía) del
más simple de los átomos — el de hidrógeno — esto es efectivamente así. En este
átomo el único electrón se halla en el campo de su núcleo. La interacción entre ellos
es la acción mutua de dos partículas cargadas, iguales en magnitud y de signo
contrario.
Como sabemos, esta interacción so define por la ley de Coulomb. La energía de esta
interacción sólo depende de la distancia entre el electrón y el núcleo. Esto explica
por qué la nube del electrón del átomo de hidrógeno tiene la forma de capa
esférica: porque los puntos de la superficie de la esfera equidistan todos del centro
de ésta, es decir, en este caso, del núcleo. Todos los puntos de la nube electrónica
responden por esto a una misma energía del electrón.
Pero cuando en el átomo aparecen electrones adicionales, el cuadro de las
interacciones eléctricas entre sí y con el núcleo pierdo esta forma «primitiva» que
tiene en el átomo de hidrógeno. Va que los electrones ahora no sólo son atraídos
por el núcleo, sino que se repelen también entre sí.
Está claro que en la numerosa familia de un átomo complejo, todos los electrones,
aunque estén disgustados entro sí, sienten un cariño irresistible por el centro de la
familia, por el núcleo. La naturaleza juega sabiamente con estas relaciones mutuas
y pronto establece un orden riguroso en las familias' atómicas.
La forma que toma este orden podemos figurárnosla aproximadamente por las
fotografías que se reproducen. Las formas de las nubes electrónicas se complican
considerablemente, penetran unas en otras. Aparece la filigrana de sus
entrelazamientos. Si esta figura pudiera representarse en tres dimensiones y
pintarla en distintos colores, nos asombraríamos de su belleza cambiante.
El cuadro rayado de las órbitas electrónicas, ¡qué lejos está de ella!
descubierto por el científico austro-suizo Wolfang Pauli, en los años en que aparecía
la mecánica cuántica, y ha recibido su nombre.
Es aplicable no sólo a los átomos, sino también a otras muchas colectividades de
partículas del micromundo. El principio de Pauli dice: en toda colectividad de
electrones, cada estado de energía permitida puede estar ocupado nada más que
por una partícula.
Es verdad que, posteriormente, se demostró que este principio no es absolutamente
universal, correcto para todos los tipos de micropartículas. Las objeciones
necesarias las iremos haciendo durante la marcha de nuestra exposición, y por
ahora indicaremos que este principio es aplicable siempre a los electrones,
cualesquiera que sean las «colectividades» que formen.
Aquí la «colectividad» de electrones es un átomo. Otro átomo será otra
«colectividad». Pero en todos los átomos de un elemento químico dado, las familias
electrónicas son semejantes unas a otras como dos gotas de agua. (Comprendemos
perfectamente que esta comparación no es acertada. ¡A dónde va la igualdad de las
gotas de agua en comparación con la identidad de dos átomos! Algún día se dirá: se
parecen como una pareja de electrones).
¿Que el electrón gira alrededor del núcleo? ¡Ni mucho menos! El movimiento del
electrón en el átomo es mucho más complicado, intentar representarlo valiéndose
del concepto «clásico» de rotación es dar una copia lamentable y desfigurada de la
realidad.
¿Que el electrón gira alrededor de su propio eje? Ni remotamente ocurre nada
semejante. Porque la mecánica cuántica se figura el electrón no como una esfera,
sino como un punto7. Pero, ¿qué es el «eje» del electrón? ¿.Que el punto, que
carece de dimensiones, «giro» alrededor de sí mismo?, ¡esto es algo que no se
concibe!
Así, pues, resulta que de! espín del electrón es imposible dar una representación
más o menos gráfica. Pero tampoco son más gráficos los «centauros» que hasta
ahora conocemos, es decir, la partícula-onda (electrón) y la onda-partícula (fotón).
La existencia del espín se manifiesta en el electrón atómico en que al momento de
la cantidad de movimiento (momento cinético o de impulsión) del electrón, que éste
posee en su movimiento en el átomo en torno al núcleo, se añade cierta magnitud,
correspondiente ya al movimiento intrínseco del electrón. En otras palabras, esta
magnitud no depende de si el electrón se mueve alrededor del núcleo o viaja
«semilibre» por un trozo de metal o, por fin, se mueve prácticamente en completa
libertad por el espacio interestelar. El espín del electrón tiene siempre la misma
magnitud y sólo existe «sin separarse» de él.
El espín del electrón en el átomo puede sumarse al momento cinético del electrón,
que responde a su movimiento alrededor del núcleo, o restarse de él. Esto se puede
expresar en otras palabras: ambos valores del momento cinético total del electrón
responden como a movimientos intrínsecos opuestos del electrón, que en esencia no
difieren en nada uno de otro. Esto «en esencia» tiene un sentido exacto: en un
átomo que no esté sometido a ninguna acción exterior, los dos movimientos
señalados tienen la misma energía.
Como resultado, cada nivel de energía permitido puede estar ocupado en el átomo
no por uno, sino por dos electrones cuyos espines tengan sentidos opuestos.
7
Este concepto sabemos que es inexacto, pero la mecánica cuántica no «sabe trabajar» con otros. De esto se trata
más detalladamente en el último capítulo.
encuentra más próxima al núcleo. Ahora está formada no por uno, sino por dos
electrones.
En el átomo de litio («proyecto estándar» Nº 3) notamos la formación de una
segunda nube electrónica esférica, dentro de la cual se encuentra la primera, la del
helio. Esto está claro: el principio de Pauli no permite que en cada «apartamento»
energético del átomo vivan más de dos electrones.
El segundo vecino del «apartamento del segundo piso» se presenta en el átomo que
sigue al de litio, es decir, en el de berilio. Hasta ahora la casa atómica va siendo
ocupada con orden y decorosamente.
Pero nos dirigimos al «proyecto estándar» Nº 5, al átomo de boro. Por lo visto
nuestro «arquitecto atómico» tuvo que cavilar mucho para poder instalar a un
nuevo inquilino. Había que reducir el volumen de la casa atómica y aposentar de tal
modo al electrón-inquilino, que se encontrase lo menos posible con los que se
habían domiciliado antes. Porque los vecinos atómicos se llevan muy mal unos con
otros. Sienten mutua repulsión y, aunque vivan en un mismo apartamento,
prefieren no verse y se mueven como si fueran en sentidos opuestos.
El «arquitecto atómico» halló una solución completamente modernista: hizo un
apartamento que pasaba a través de todos los pisos de la casa atómica y en él
aposentó al quinto inquilino. Por lo visto, al «arquitecto» le gustó tanto esta
solución, que en el «proyecto» siguiente — átomo de carbono — aposentó en este
apartamento «vertical» un segundo vecino.
Los cuatro «proyectos estándar» que van a continuación no nos ofrecen nada
nuevo. El «arquitecto» dominó seriamente la idea de los apartamentos de
«entrepisos» y practicó otros dos, que forman ángulos de 120 grados con el primer
apartamento y entre sí.
Ahí tiene los artificios a que tuvo que recurrir la naturaleza para alojar a estos
huraños vecinos en el pequeño volumen de la casa atómica. Eso sí, ahora ya no
riñen ni exigen cambio de domicilio, cosa que tiene mucha importancia para la
solidez de la casa en que viven.
Porque la naturaleza no construye los átomos para que duren un día.
Y aquí se revela ante nosotros, tras el principio de Pauli, un segundo principio tan
general como aquél, por el cual se rige la naturaleza al construir los átomos. Este
principio es el de la ventaja energética.
La repulsión mutua de los electrones debe aumentar mucho la energía potencial del
átomo. Pero en la naturaleza cualquier formación es tanto más segura y estable
cuanto menor es su energía potencial. Si usted se cae desde un décimo piso a la
calle, la impasible naturaleza no se condolerá en absoluto, pero en cambio se
apresurará a decirle: «ahora se siente usted más estable».
Esta misma tendencia a la estabilidad se pone de manifiesto también en el mundo
de los átomos. Será estable el átomo que tenga la energía potencial menor posible.
Y la naturaleza, al elaborar sus «proyectos estándar» de los átomos, ha gastado no
poco esfuerzo en vencer la mutua antipatía de los electrones, compensándola
magistralmente con la atracción común de los electrones por el núcleo.
Hasta ahora el principio de la ventaja energética sólo se ha manifestado en los
átomos en la caprichosa planificación interna de las estructuras atómicas. Pero
aguarde y verá como se pone también de manifiesto en la no menos original
distribución de la «superficie habitable» de los átomos.
Átomos "anómalos"
Ya hemos encontrado dos principios fundamentales de la construcción y ocupación
de los edificios atómicos. Son éstos el principio de Pauli y el principio de la ventaja
energética.
¿Y en qué se revela la naturaleza ondulatoria de los electrones?, ¿sólo en que en
vez de las órbitas electrónicas existen en el átomo «nubes de probabilidad» con
carga?
No. Resulta que las ondas de De Broglie en el átomo tienen otra notable
manifestación. Ellas determinan la «capacidad» de las construcciones atómicas.
Recordaremos que las nubes electrónicas se caracterizan porque a lo largo de ellas
cabe un número entero de ondas de De Broglie. Resulta que este número define no
sólo el «número» de la ex-órbita, sino también la densidad de la nube electrónica
formada por todos aquellos electrones para los cuales cabe en la nube un mismo
número de sus ondas de De Broglie.
A esta nube electrónica «unificada» (que ya nos imaginamos que está compuesta
por una serie de nubes «apareadas») le dieron los físicos el nombre, no muy
afortunado, de capas. La mecánica cuántica ha establecido la relación que existe
entre la capacidad de una capa, es decir, el número máximo de electrones que
puede haber en ella, N, y el «número» de la capa, o sea, el número de ondas
electrónicas que caben en ella, n. Esta relación tiene una forma muy simple:
N = 2 n2
hasta llegar al último que ha sido descubierto — el kurchatovio (N 104)—, van con
defectos de ocupación. En éstos no es ya una, sino dos o tres las capas que esperan
a sus habitantes. Los esperan, pero éstos no llegarán nunca, por causas que
explicaremos en el capítulo siguiente.
Esto puede parecer que carece de armonía, pero en cambio es ventajoso desde el
punto de vista energético. Así es cómo construye la naturaleza.
De este modo resulta que la ley ondulatoria que determina la población y el orden
de ocupación de los edificios atómicos, no es omnipotente. Con frecuencia es
corregida por otra ley no menos importante y poderosa: la de la estabilidad de los
átomos que la naturaleza crea.
En cuanto la capa exterior llega a ser ocupada por ocho electrones, resulta no ser
ventajoso que se siga llenando. Pero después de esto aparece una nueva capa, y la
inacabada queda dentro del átomo. La cuestión de si se acaba de poblar o no, ahora
no nos importa: las propiedades químicas del átomo las define físicamente su capa
externa.
De este modo son posibles ocho tipos de comportamientos químicos de los átomos,
de acuerdo con el número de electrones que hay en su capa exterior. Antes de
seguir adelante hay que señalar, que la capa de ocho electrones, cuando está
poblada totalmente, posee una energía potencial considerablemente menor que
cuando los apartamentos que hay en ella están vacíos o semivacíos. Siendo esto
así, el átomo que tenga esta capa llena poseerá gran estabilidad, incluso desde el
punto de vista químico.
Los átomos que tienen las capas externas totalmente ocupadas pasan «como
nobles» por entre la multitud de la «plebe» química, y muy raras veces entra en
contacto con ella. Estos elementos recibieron el nombre de «nobles» o inertes.
Todos ellos figuran en la última columna de la tabla de Mendeleiev.
Los «aristócratas» del mundo atómico se pasean a la vista de la multitud, y esta los
envidia e intenta imitarlos en la medida de sus fuerzas. Todos los átomos
«innobles» ponen de manifiesto más o menos claramente una marcada tendencia a
crearse una capa exterior de ocho electrones.
Pero como solos no pueden conseguirlo, buscan socios. Claro está que si uno tiene
una aristocrática casaca y el otro un elegantísimo calzón, esto es poco para vestir a
dos, no se puede vestir más que uno.
En estas condiciones ocurre lo que los químicos llaman una reacción y nosotros,
figuradamente, llamaremos «sacrificio»: el uno le da al otro sus calzones y sigue
tras él desnudo. Poro éste no es el «rey desnudo»: cuando se quita su ropa
descubre que llevaba debajo galas verdaderamente aristocráticas. (Es verdad que
esto sólo se refiere a los átomos que siguen al neón).
En efecto, veamos, por ejemplo, la reacción entre el sodio y el cloro, que como
sabemos ocasiona la formación de la «salada» molécula NaCl. El átomo de sodio
tiene el «calzón»: en su órbita exterior, es decir, tercera, sólo habita un electrón. El
átomo de cloro es propietario de la «casaca»: en su tercera órbita hay siete
con bastante poca frecuencia. Pero en los átomos mult¡electrónicos pesados, en los
cuales se produce un verdadero «revoltijo» de nubes, las prohibiciones de la
mecánica cuántica pierden su fuerza en gran medida.
Así, en los saltos de electrones durante el caprichoso y rápidamente variable
palpitar de las nubes electrónicas, se engendran fotones. Cuando llegan a un
aparato espectral y son sometidos en él a «clasificación», los fotones producen
rayas espectrales de todos los colores del iris. Cuanto más fotones emita el átomo
cada segundo, tanto más brillante será la raya que le corresponde.
Y si el número de átomos no varía, la brillantez de las rayas espectrales podrá
depender únicamente de la frecuencia de los saltos electrónicos en los átomos. Y
esta frecuencia, como ya sabemos, está determinada por la probabilidad de los
saltos. A diversas nubes, diferentes probabilidades: unas grandes, otras
insignificantes.
A cada energía del fotón, a cada raya espectral le corresponde su probabilidad y su
brillo. Así se origina el espectro del átomo, compuesto por una serie de rayas de
diversa brillantez.
Sin embargo, es más fácil hablar de todo esto que calcular la penetración de las
nubes electrónicas unas en otras y que calcular las probabilidades de los saltos
electrónicos. Pero la mecánica cuántica resolvió brillantemente este problema y
consiguió una magnífica concordancia con los espectros observados. Ahora el
edificio de la espectroscopia se asienta sobre un fundamento verdaderamente de
granito.
las rayas infinitamente delgadas, sino que tienen cierta anchura, a veces bastante
considerable?
Antes de la aparición de la mecánica cuántica podían los físicos haberse roto la
cabeza durante diez años en resolver este problema, tan elemental a primera vista.
Ahora sólo so requirió una meditación relativamente breve.
Culpables de este hecho resultaron ser también las propiedades ondulatorias del
electrón con su atributo invariable, la relación de indeterminación.
Ya dijimos que el electrón en el átomo tiene una energía exactamente determinada.
Entonces, ¿qué indeterminación puede haber? La energía inicial está determinada,
la final, también; entonces, su diferencia, que responde a la energía del fotón,
también deberá ser una magnitud absolutamente exacta.
No obstante, resulta que aquí existe una pequeña complicación. Los niveles exactos
de energía responden, como se recordará, a los estados estacionarios de los
electrones, es decir, a los estados que no varían «nunca». Pero, ¿qué es un salto
electrónico si no una alteración del estado estacionario? El electrón estaba en un
estado y saltó a otro, por lo tanto ya no existe el estado «eterno». E
inmediatamente entra en vigor la relación de Heisenberg.
¿Cuánto tiempo «vive» un electrón en el átomo tranquilamente, hasta el salto de
turno? Este tiempo no es siempre el mismo. Llamémosle Δt. Y entonces, por
comparación con la fórmula de páginas anteriores, se obtiene inmediatamente el
valor de la incertidumbre en la energía del fotón:
ΔE ~ h/Δt
Y a partir de ella, por la fórmula de Planck para los cuantos de energía, es fácil
pasar a la incertidumbre en la frecuencia del fotón. Esta resulta estar ligada
simplemente con el tiempo «de vida sedentaria» del electrón en el átomo:
Δω ~ 1/Δt
En otras palabras, cuanto más «sedentaria» sea la vida del electrón en el átomo,
tanto más estrechas serán las rayas que responden a sus transiciones a otros
"Casamientos" de átomos
¿Recuerda lo que hicieron los átomos-«villanos» que querían imitar a los átomos
«aristócratas» de los elementos inertes? Se vistieron como nobles, pero «juntos». Y
a veces tienen que compartir el traje entre tres, cuatro e incluso más socios.
Si esta picardía se mira desde lejos, puede pasar. Una molécula entera es capaz
algunas veces de pasar a través de una multitud de átomos tan
independientemente como el átomo de un elemento inerte. Pero de cerca se
descubre el engaño.
En vez de átomos, en la molécula se albergan tanto «seres» demasiado bien
vestidos, como «seres» desnudos, los cuales se llaman iones positivos y negativos.
El proceso de redistribución de los trajes electrónicos no transcurre en balde para
ellos. El átomo que se apoderó de la ropa electrónica de su socio, se aforra a ella y
no quiere soltarla. Pero el socio desnudo no quiere que le quiten sus prendas para
siempre. Y así subsisten en un estado de «coherencia», que científicamente se
llama molécula iónica.
Las fuerzas de cohesión de estas moléculas son en lo fundamental las fuerzas de la
atracción eléctrica ordinaria entro iones con cargas de signo contrario. La mecánica
cuántica casi nada tiene que hacer aquí por ahora.
Existe una gran variedad de moléculas iónicas. En ellas se «casan» átomos, de los
cuales uno pertenece necesariamente a la mitad izquierda de la tabla de
Mendeleiev, y el otro, a la mitad derecha. Cuanto más lejos se encuentren en la
tabla el uno del otro, tanto más unida será la «familia». Y viceversa, para los
átomos cuyos grupos están próximos en la tabla, su «casamiento» no es tan
«anhelado» y la «familia» resulta menos unida.
Figura 10
Pero existe una cantidad no menos numerosa de moléculas cuyos átomos «contraen
matrimonio» por razones completamente distintas. La «familia» más simple de este
tipo es la molécula de hidrógeno. A esta clase de moléculas pertenecen todas las
«simples» (por ejemplo, las moléculas de oxígeno, nitrógeno y cloro) y también las
moléculas cuyos átomos pertenecen todos bien a la mitad izquierda de la tabla de
Mendeleiev, o bien a la mitad derecha. Estas moléculas recibieron el nombre de
covalentes.
Para explicar su existencia hubo que recurrir a la mecánica cuántica. En efecto,
figúrese que un átomo de hidrógeno se acerca a otro. Hasta ahora ni el uno ni el
otro han constituido su «familia» y, como suele ocurrirles a los solteros, envidian a
los casados. El primer átomo le dice al otro:
— Deme sus prendas y nos uniremos formando una molécula.
— Lo mismo puedo proponerle yo, con no menos derecho — le responde
orgullosamente el segundo.
— Entonces, ¿quiere que cambiemos de vestidos?
—¿Para qué, si con ellos nada varía? ¿No son acaso iguales nuestros vestidos?
Durante esta conversación está presente, como es natural, el «arquitecto atómico»
— sólo que ahora quiero construir no átomos, sino moléculas—, el cual dice a sus
dos orgullosas creaciones:
—A pesar de todo junten sus prendas. De todas formas no podrán hacer con ellos
una indumentaria «aristocrática» de ocho electrones, por no haber suficiente
material. Dejen que un electrón viva un poco en un átomo y luego en el átomo socio
y que el otro electrón haga lo mismo.
— ¿Y qué cambia con esto? Nosotros ya nos propusimos mutuamente trocar
nuestros electrones—, le respondieron los orgullosos.
— Están en un error. No tuvieron en cuenta que llegará un momento en que los dos
electrones estarán en un átomo, mientras que en el otro, no habrá ninguno. Y
entonces ustedes se parecerán a dos iones con cargas de signo contrario. La
diferencia con una molécula iónica consistirá en que en ella un átomo cede
electrones y el otro los acepta, de manera, que en esta molécula, los átomos están
en la práctica ionizados constantemente. En el caso de ustedes sólo tendrá lugar un
intercambio de electrones. Uno de ustedes se cubrirá de electrones y el otro se
desnudará, o al contrario.
— Y, ¿con cuánta frecuencia tendremos que hacer el intercambio? — preguntaron
los átomos cediendo.
— Con bastante — les respondió el «arquitecto»—. Si yo hablara en la «lengua
semiclásica» de la teoría de Bohr, diría que, aproximadamente después de cada
sexta vuelta por la órbita, el electrón de un átomo debe pasar al otro, de forma que
su órbita se parezca a un ocho.
— ¿Qué, probamos? — se interrogaron entre sí los átomos.
Hicieron la prueba y... formaron una «familia» admirablemente unida. Descubrir
este ingenioso artificio de la naturaleza y, tanto más, calcular lo que de él se
obtiene, sólo podía hacerlo la mecánica cuántica. A la interacción de átomos iguales
que ocasiona la formación de moléculas, le llamó justamente la mecánica cuántica
interacción de intercambio. La física clásica no podía ni pensar en semejante
interacción.
¿Cómo se produce este intercambio de electrones, según lo concibe la mecánica
cuántica? Mientras los átomos se hallan lejos uno de otro, las nubes de sus
electrones no se superponen prácticamente entre sí. Pero en cuanto estos átomos
se aproximan lo suficiente, en virtud de la mutua penetración de las nubes
electrónicas, surge una apreciable probabilidad de que el electrón de cada uno de
los átomos se encuentre junto al núcleo del átomo-socio, es decir, la probabilidad
del intercambio.
¿Es muy grande esta probabilidad? En la molécula de hidrógeno, de cerca de un 15
por ciento. En otras palabras, diez minutos cada hora se reúnen en un átomo de
hidrógeno los dos electrones y en el otro no queda ninguno.
¿Es esto suficiente para asegurar que los átomos enlacen fuertemente en la
molécula? El cálculo, realizado por los científicos ingleses Heitler y London
valiéndose de la mecánica cuántica, respondió que sí. Y, en efecto, en esta cuestión
la teoría coincide magníficamente con la experiencia.
La unión de los vestidos electrónicos de los átomos «pobres» o, al contrario,
demasiado ricos en ellos, mediante el intercambio, es muy corriente en el mundo de
las moléculas.
Por ejemplo, en el átomo de nitrógeno («proyecto estándar» Nº 7) hay en total
siete electrones. Dos de ellos están en la capa interna y no participan en el
intercambio. Pero en las capas externas de los átomos «casados» se reúnen cinco
electrones en cada una.
En el átomo de oxígeno, que sigue al de nitrógeno, en el intercambio toman parte
ya seis electrones de cada átomo, formando una molécula de dos átomos de
oxígeno ordinario. Y en la molécula del oxígeno triatómica — ozono — la unificación
incluye 18 electrones.
Figura 11
Y para facilitar esto intercambio, el tercer átomo se acopla a los dos primeros no de
un modo «lineal» sino formando ángulo, de manera que el camino que siguen los
electrones se acorta. Estos átomos se pasan entre sí los electrones, lo mismo que
cuando los jugadores de pelota forman círculo y se pasan el balón unos a otros.
Esta construcción molecular no recuerda ya por su arquitectura a los átomos que la
componen. Varía el alojamiento de sus habitantes y la propia forma de los
comprender que, en este caso, no pueden existir iones con cargas de signo
contrario. Si un átomo cede voluntariamente un electrón, ¿por qué los demás no
pueden hacer lo mismo?
¿Puede ocurrir esto en realidad? En la «memoria» de la mecánica cuántica aún está
fresca la victoria obtenida sobre la molécula de hidrógeno. ¿Y si el cristal metálico
es en efecto una «molécula» covalente gigantesca, compuesta de muchos billones
de átomos?
Esta ingeniosa idea resultó ser cierta. La naturaleza no había ideado nada nuevo. El
«truco» con el intercambio de electrones entre dos átomos le salió bien, y la
naturaleza extendió esta experiencia a un «auditorio» electrónico mucho más
numeroso.
Y a pesar de todo, esto, en realidad, no es tan fácil. Los sólidos demostrarán aún,
en más de una ocasión, que pueden ser huesos duros hasta para los agudos
colmillos de la mecánica cuántica.
El cristal metálico podría decirse que tiene una organización «social» más perfecta
que la del cristal iónico. Este último es una especie de sociedad esclavista: todos los
electrones llevan una existencia de esclavos dentro de sus átomos. El metal es más
bien una sociedad feudal, donde cada señor libera a una parte de sus esclavos, con
la condición de que le paguen gabelas.
Este perfeccionamiento no tardó en influir sobre las propiedades del cristal. El metal
obtuvo la posibilidad de conducir la corriente eléctrica.
Si se aplica un campo eléctrico ordinario a un cristal iónico, aquél sólo redistribuye
un poco, como si alargase, las nubes electrónicas de sus átomos. Consecuencia de
esto es la llamada polarización eléctrica del cristal. Pero ni un solo electrón de los
iones se libera y los propios iones permanecen en sus nodos. Y como no hay
portadores de carga libres, no hay corriente eléctrica. Los cristales iónicos son
aisladores.
En los metales, en cambio, hay portadores de carga casi libres —electrones— más
que suficientes. Por esto conducen bien la corriente eléctrica.
¿Y qué sitio ocupan los semiconductores? Esto lo determinaremos más adelante.
Ahora vamos a examinar una importante condición establecida por la mecánica
cuántica para los metales. ¿Qué energías poseen los electrones «socializados» en el
metal? La respuesta parece fácil. Estos electrones se liberaron de los átomos y por
lo tanto pueden tener, al parecer, cualesquiera energías. Recordaremos que para
los electrones libres desaparece el carácter cuántico de sus niveles de energía.
Pero no nos apresuremos a sacar esta conclusión. Los electrones se han ido
efectivamente de los átomos, pero no han abandonado aún el trozo de metal.
Ahora no están sometidos a las leyes atómicas, pero en el metal existen leyes
generales que rigen el comportamiento no ya de un solo electrón, sino de todo el
ejército electrónico.
¿Qué leyes son éstas? Como recordará, las leyes atómicas se hallaron resolviendo la
ecuación de Schrödinger. Cuando quisieron saber las leyes de la vida de los
electrones en los cristales metálicos, los físicos procedieron de un modo análogo.
Resolvieron la ecuación de Schrödinger para el movimiento de los electrones en el
campo eléctrico periódico de los iones positivos situados regularmente en los nodos
de la red cristalina del metal.
Figura 12
Pues bien, las energías comprendidas en estas franjas no pueden tenerlas los
electrones que hoy en el metal. A estas energías les corresponde una función de
onda nula y también es nula respectivamente la probabilidad de que el electrón se
encuentre en este estado. Las franjas blancas recibieron el nombre de bandas
prohibidas.
Pero incluso en las mismas franjas rayadas, denominadas bandas permitidas,
tampoco tiene el electrón cualquier energía. Si el cuadro verdadero pudiéramos
reproducirlo en el papel y observarlo, veríamos que en estas franjas existen
distintos niveles de energía. Pero en cada franja hay tantos (recordemos que en
cada centímetro cúbico de metal hay unas huestes innumerables de electrones),
que se confunden en una sucesión prácticamente continua.
Figura 13
Los físicos llamaron al sótano energético banda de valencia, y a todas las bandas
permitidas las reunieron bajo la denominación común de bandas de conducción. El
origen de estas denominaciones no es difícil de comprender: en el sótano viven los
electrones exteriores, determinantes de la valencia, pero que todavía no son libres,
y en el primer piso y en los otros más altos, los electrones que participan en la
conducción de la corriente eléctrico.
Figura 14
Figura 15
Pero existe otro procedimiento más «pacífico» de crear corrientes eléctricas en los
aisladores.
Estas corrientes son muy débiles y no pueden dañarlos. Este procedimiento consiste
en iluminar los cristales iónicos. Los fotones, al incidir sobre el cristal, arrancan de
él electrones de la banda de valencia y los hacen pasar a la de conducción. Se trata
de un efecto fotoeléctrico verdadero, pero ahora no «externo», sino «interno». Este
fenómeno ya no es pernicioso, sino muy útil para muchas aplicaciones prácticas.
salen por el otro extremo. Lo mismo que el agua impelida por una bomba pasa por
un tubo».
Pero nosotros no sentirnos vergüenza. Que nuestro docto crítico procure explicarnos
en este caso por qué se produce la resistencia eléctrica. El conductor no es un tubo,
ni sus paredes son rugosas. ¿Por qué, entonces, el metal, repleto de portadores de
corriente, se resiste a que ésta pase?
Esta es una de esas preguntas «ingenuas» cuya respuesta nada tiene de ingenua.
La corriente eléctrica se conoce desde hace más de siglo y medio, pero la respuesta
a la pregunta planteada sólo pudo darse hace cerca de treinta años.
La física clásica intentó explicar la resistencia eléctrica así: el movimiento dirigido de
los electrones — es decir, la corriente eléctrica — sufre alteración debido a las
vibraciones térmicas de los iones en la «armazón» del metal. Estas oscilaciones
desvían los electrones de su camino.
Como resultado, el movimiento de éstos empieza a parecerse al que tendrían las
personas que anclasen por una casa en la cual se balancean las paredes y tiemblan
los suelos.
Está claro que mientras menores sean las oscilaciones de las paredes y los suelos,
más fácil será andar por la casa. A la temperatura del cero absoluto, cuando las
vibraciones térmicas de los iones cesan totalmente, la resistencia eléctrica cae hasta
cero.
Esto se parece a la verdad, por lo menos para los metales muy puros, exentos
prácticamente de toda sustancia extraña. El quid reside precisamente en las
impurezas. La resistencia de los metales «impuros», al descender la temperatura no
tiende a cero, sino a otro valor distinto de él, que depende de la cantidad y tipo de
impurezas que contenga el metal. Cuanto mayor sea la cantidad de impurezas, más
alta será la resistencia residual.
¿Y qué dice, a propósito de esto, la física clásica? Nada. A ella le da igual un átomo
de metal que un átomo de impureza: a igual temperatura ambos vibran con la
misma energía y dificultan el andar por casa con igual actividad.
La mecánica cuántica, en cambio, resultó ser mejor «observadora»: para ella los
átomos «nuestros» y «extraños» que hay en la red se diferencian con la misma
Pero estas mismas deformaciones de la red son la llave del éxito de los
semiconductores. Esto se explica porque la estructura de las bandas energéticas del
cristal es extraordinariamente sensible a la forma que tiene la red cristalina. A otro
cristal, otro sistema de bandas de energía.
Sin embargo, los átomos de impureza que se introducen cambian no la forma de
toda la red cristalina, sino únicamente la de algunas de sus zonas lindantes con los
átomos de impureza. El cuadro de las bandas, general para todo el cristal, cambia
sensiblemente de forma en estas zonas, a saber: en la banda prohibida que separa
la banda de valencia de la banda de conducción, aparecen niveles de energía
adicionales, permitidos para los electrones.
Estos niveles aparecen, no obstante, sólo allí donde hay átomos de impureza. Para
diferenciarlos de los niveles que existen en todo el cristal de semiconductor,
recibieron el nombre de niveles locales.
Por consiguiente, variando el número de estos átomos, puede regularse la
conductibilidad de los semiconductores. En esto consiste su magnífica peculiaridad.
En el metal también influye en la conductibilidad la cantidad de impurezas, pero
siempre en un sentido: cuanto más impurezas, menor conductibilidad, siendo
relativamente pequeños los límites en que puedo variar. En cambio, en los
semiconductores puede variarse la conductibilidad no sólo con el número de átomos
de impureza, sino también con el tipo de estos y en muchos millares y millones de
veces.
átomos. Llevan vida de esclavos en el sótano. Por esto, cuando las temperaturas
son bajas, el silicio y el germanio no conducen la corriente.
Figura 16
Pero añadámosle al germanio cualquier elemento del grupo V, por ejemplo, arsénico
(N° 33). Los átomos de arsénico desplazan en algunos sitios a los átomos de
germanio y ocupan sus puestos en la red. Simultáneamente cada átomo de arsénico
tiene que desempeñar las funciones del átomo de germanio que sustituye.
En la capa externa del átomo de arsénico hay cinco electrones. Cuatro de ellos los
entrega para compensar los enlaces químicos que tenía el antiguo dueño de este
puesto en la red, es decir, el germanio. ¿Y el quinto? Se queda sin trabajo.
El cálculo demuestra que la energía de este electrón responde precisamente a un
nivel de la banda prohibida, pero que está cerca de su «techo». Para que este
electrón pase a la banda de conducción hay que comunicarle una energía adicional
muy pequeña. Esta energía es 10 a 15 veces menor que la altura de la propia banda
prohibida.
El átomo de arsénico, que cede generosamente su átomo al cristal-amo, recibe el
nombre de donador. Y los correspondientes niveles electrónicos se llaman niveles
donadores.
Pero en vez del arsénico puede tomarse cualquier elemento del grupo que está a la
izquierda del germanio, por ejemplo, el boro (Nº 5). Este elemento se encuentra en
el III grupo y, por consiguiente, en la capa externa de sus átomos sólo hay tres
electrones. Al ocupar en la red el puesto del átomo de germanio, el de boro sólo
puede compensar tres de los cuatro enlaces químicos que tenía su poseedor
anterior.
¿Qué hacer? El átomo de boro se mete a «ladrón». Roba un electrón al átomo de
germanio que es vecino de él en la red. El ejemplo de este átomo de boro resulta
contagioso: a un robo le sigue toda una serie de ellos. El átomo de germanio
«robado» por el átomo de boro le quita un electrón a otro átomo de germanio
vecino, éste, al siguiente, y así sucesivamente. Aparece un apartamento electrónico
libre que se va desplazando cada vez más lejos del átomo de germanio que fue el
primero en «robar» a su vecino.
Figura 17
Ya sabemos la forma que esto toma: por el cristal se mueve un hueco. Solo que
ahora el responsable de su generación no es el lanzamiento por calor de un electrón
de la banda de valencia, sino la presencia de un átomo de boro.
Al mismo tiempo en la banda prohibida, junto a su mismo «fondo», se forman
también niveles de energía locales. Pero ahora estos niveles pueden ser ocupados
no por electrones, sino por huecos.
Los átomos como el «ladrón»-boro se denominaron aceptores. Y los niveles de
huecos que a ellos responden, se llamaron niveles aceptores.
Según cuáles sean los átomos introducidos en la red de germanio o de silicio, en
estos elementos resultan posibles dos formas ríe conducción eléctrica: por
electrones y por huecos.
Una vez más rogamos al lector que se figure claramente que el hueco sólo es una
designación convencional, aunque en realidad muy conveniente, del movimiento de
los electrones. El hueco es la representación del electrón que, en la banda de
valencia llena, salta de átomo en átomo lo mismo que el canguro. Mientras que el
electrón en la banda de conducción se parece más a un corredor que se desplaza
suavemente. Mejor dicho, a un corredor a «trote corto», aunque corra mucho más
deprisa que el hueco. Ya dijimos antes que los niveles electrónicos en la banda de
conducción también están separados unos de otros, pero estas distancias entre
niveles son tan insignificantes, que los niveles prácticamente se confunden entre sí.
Retornemos a nuestro relato. Hagamos la prueba de adicionar al germanio átomos
de boro y de arsénico. ¿Qué tipo de conductibilidad eléctrica aparecerá en el
germanio? Es evidente que esto dependerá de la relación que exista entre el
número de átomos de ambas impurezas. Si hay más arsénico que boro, la
conductibilidad será electrónica; si es al contrario, será por huecos.
¿Para qué hace falta todo esto? Porque resulta que la relación de ambos tipos de
conducción hace posible aplicaciones muy importantes de los semiconductores. Y
todo debido a la diferencia en la «facilidad» de la corriente que efectúa el
movimiento de los electrones y los huecos.
Los semiconductores con estas impurezas «dobles» son capaces de bloquear casi
por completo las corrientes en un sentido, pero en cambio las dejan pasar
Capítulo 5
En las profundidades del núcleo atómico
Contenido:
En el umbral
El primer paso
Segundo paso
Búsqueda del misterioso mesón
Las fuerzas más intonsas que existen
Más sobre la estabilidad de los núcleos
Túneles en los núcleos
El núcleo, ¿está formado por capas?
Cómo «aparecen los rayos gamma
El núcleo, ¿es una gota?
El núcleo-gota se divide
Secretos de la fisión nuclear
¿Cuántos núcleos puede haber en total?
El núcleo son capas y es una gota
¡Del núcleo se escapan partículas que no existen en él
El electrón tiene un cómplice
Los electrones nacen en los núcleos
Núcleo-glotón
En el umbral
El átomo, lo molécula, el cristal... ¿Qué les sigue ahora?
Ahora la mecánica cuántica tiene que hacer una difícil exploración en las
profundidades de los átomos, donde se ocultan los núcleos atómicos, cuyas
dimensiones son todavía más insignificantes. Tiene que penetrar en un mundo aún
más maravilloso.
En los años veinte ningún físico sospechaba a que conduciría esto. Los movía
exclusivamente una simple, pero insaciable curiosidad.
felones, o sea, cuantos de energía electromagnética. ¿Será posible que los rayos
beta y gamma nazcan precisamente en la envoltura electrónica del átomo?
No, esto resulta ser imposible. Al emitir rayos beta el átomo no se ioniza, no
adquiere carga eléctrica. Por lo tanto, su envoltura electrónica no se ha deteriorado.
El cálculo de la energía correspondiente a los fotones de luz visible y de los rayos X,
relacionados con los saltos en las capas electrónicas, demuestra también que esta
energía es muchas veces menor que la energía de los fotones de los rayos gamma.
Así se fortalece la idea de que el responsable de estos dos tipos de emisiones
radiactivas es el núcleo atómico.
Transcurrieron varios años y Rutherford dio a los físicos teóricos nuevo pábulo para
reflexionar. Interpuso en el camino de los rayos alfa, emitidos por el radio, una
botella con nitrógeno purísimo y, al cabo de cierto tiempo, descubrió en ella...
¡oxígeno! El sueño de los alquimistas se realizó: de un elemento químico se obtuvo
otro. Poro, eso sí, por un procedimiento que no era químico en absoluto.
El mismo año en que Rutherford observó la primera transformación nuclear, se puso
en claro que los núcleos de los átomos de un mismo elemento químico pueden tener
masas distintas. El cálculo demuestra que estas masas difieren entre sí en una
magnitud múltiple o muy aproximada a la masa del núcleo del átomo de hidrógeno.
Estos núcleos recibieron el nombre de isótopos.
El primer paso
La radiactividad, la transmutación mutua de los núcleos, los isótopos... Al parecer
podía darse el primer paso en la creación de la teoría del núcleo atómico. Existen los
hechos iniciales de partida y la mecánica cuántica, que ya ha demostrado su fuerza.
Pero los físicos teóricos no se dan prisa. Se encuentran como en los linderos de un
bosque virgen, perciben sus ruidos y aromas, pero aún no penetran en él. Piensan
que todavía es pronto para someter el «vehículo de todo terreno» de la mecánica
cuántica a las fatigas de un camino inexplorado.
Les piden a los físicos experimentadores que abran, en este bosque virgen, aunque
sólo sea un pequeño claro en el cual pueda maniobrar dicho «vehículo». Y los
experimentadores no se hacen esperar: en 1932 el físico inglés J. Chadwick
descubre el neutrón.
4 - 2 = +2
Segundo paso
En la construcción de los núcleos atómicos fue la naturaleza tan económica como en
la de las capas electrónicas del átomo. Pero en este caso disponía ya de dos tipos
de ladrillos: los protones y los neutrones.
Añadiéndole al núcleo cada vez un nuevo protón, la naturaleza está muy atenta a
que el núcleo no sea destruido por la acción de las fuerzas de repulsión mutua de
los protones. En los núcleos ligeros (aproximadamente hasta el calcio, N° 20) los
números de protones y de neutrones que hay en los núcleos son aproximadamente
iguales. Después, el aumento del número de neutrones aventaja al aumento del de
protones, y cuanto más adelante, la ventaja es mayor. En el átomo de uranio, cuyo
número másico es 238, a 92 protones corresponden ya 146 neutrones.
Una vez convencida de que el edificio nuclear aguantará, la naturaleza diversifica un
poco su arquitectura: aquí añade y allá quita uno o varios neutrones de cada
núcleo. Así resulta que muchos núcleos tienen varios isótopos. Se encuentran
incluso núcleos «montados» tan diversamente, como el de estaño, que tiene toda
una decena de isótopos estables.
Fácil es observar que la hipótesis de W. Heisenberg y D. Ivanenko permite
perfectamente satisfacer los datos acerca de las masas y cargas de los núcleos. Así,
de acuerdo con esta hipótesis, el núcleo del hidrógeno está formado por un solo
protón; el núcleo del helio, cuyo número másico es 4 (helio-4), consta de 2
protones y 2 neutrones: el del litio-7, de tres protones y 4 neutrones; el del boro-
11, de 5 protones y 6 neutrones; el del nitrógeno-14, de 7 protones y 7 neutrones:
el de oxígeno-16, de 8 protones y 8 neutrones, y así sucesivamente.
Sólo que ahora en este «y así sucesivamente» no hay ya ningún chasco.
¿Qué se sabe del neutrón? Que es una partícula cuya masa es casi exactamente
igual que la masa del protón y que no tiene ninguna carga eléctrica. El neutrón
justifica su nombre: es eléctricamente neutro.
¿En qué se funda que ocupe él en el núcleo el puesto que se le negó al electrón?
Este último podía al menos cumplir una función importante: ligaba los protones
contendientes en el núcleo e impedía que se dispersasen. Pero, ¿cómo puede hacer
esto el neutrón, que no tiene carga?
Es verdad que con sólo las fuerzas eléctricas de atracción es imposible explicar la
solidez de los núcleos. Estos son en verdad huesos duros. Ni un solo intento de
romper el núcleo por medios químicos, presiones y temperaturas enormes y campos
eléctricos colosales, es decir, con todo el arsenal de las armas que actúan sin fallos
sobre las capas electrónicas del átomo, ha dado resultados positivos.
Esto quiere decir, concluyen los físicos, que el neutrón se encuentra en el núcleo no
casualmente. Precisamente él debe hacer las veces de cemento que aglutine los
protones en un todo único.
¿Pero con qué fuerzas? Está claro que con fuerzas no eléctricas, puesto que el
neutrón no tiene carga.
Los teóricos reflexionan tenazmente. Y tres años después de descubrirse el neutrón
fue resuelto el problema. El físico japonés Hideki Yukawa lanzó la idea de que entre
los protones y los neutrones actúan unas fuerzas nucleares específicas muy
grandes, fuerzas de intercambio de atracción.
¿Fuerzas de intercambio? Ya las conocemos. Precisamente son ellas las que enlacen
los dos átomos de hidrógeno, de nitrógeno, de oxígeno y de otros muchos
elementos en moléculas bastante estables. En estas moléculas los átomos
intercambian durante todo el tiempo sus electrones, lo que hace que los átomos se
aproximen el uno al otro.
Pero, ¿de qué intercambio puede hablarse en el caso del núcleo? El protón y el
neutrón son partículas diferentes. En el núcleo no hay electrones ¿Qué intercambian
el protón y el neutrón?
La idea, al toparse con este obstáculo, tiene ante sí dos caminos: replegarse,
reconociendo que la hipótesis inicial acerca del intercambio era falsa, o dar un salto
extraordinariamente audaz: reconocer que, a pesar de la disparidad externa del
protón y el neutrón, estas partículas no son tan distintas como parece y que son de
naturaleza común. Y si esto es así, pueden transformarse la una en la otra: el
protón en neutrón y el neutrón en protón.
Efectivamente, esta idea es muy audaz. En 1935, cuando Yukawa hace pública su
hipótesis, el fenómeno de la intertransmutación de las partículas más simples que
componen la sustancia no se había observado todavía. Bien es verdad que, tres
años antes, quedó establecida la transmutación del electrón y el positrón en fotones
de rayos gamma. Pero este fenómeno es de naturaleza completamente diferente.
La idea sigue adelante. Si dos partículas se transforman una en otra, tendrán que
intercambiar algo. Al adquirir este «algo» el protón se convierte en neutrón y,
viceversa, al perder este «algo» el neutrón toma la forma de protón. Está claro que,
a la vez que éste, puede existir el cambio inverso, en el cual adquiere «algo» el
neutrón y lo pierde el protón.
Partiendo del hecho de la gran solidez de los núcleos y de la observación de que las
fuerzas de intercambio entre el protón y el neutrón deben actuar solamente a
distancias extremadamente pequeñas entre ellos — no en balde los núcleos son tan
minúsculos—, Yukawa diseña la imagen del misterioso «algo». Se trata de una
partícula material. Puede tener carga positiva o negativa igual en magnitud a la
carga del protón (o del electrón) y una masa aproximadamente 200 a 300 veces
mayor que la carga del electrón.
Las masas del protón y del neutrón son aproximadamente 1800 veces mayores que
la del electrón. La misteriosa partícula, por su masa, se halla en un lugar intermedio
entre ellas. Por eso se le da el nombre de mesón (de la palabra griega μeσος, que
significa «medio»).
Ahora el cuadro del intercambio nuclear se presenta del modo siguiente. El protón,
emitiendo un mesón positivo, debe perder con él su carga eléctrica y convertirse en
un neutrón. Y el neutrón, acoplando este mesón, se convierte a su vez en protón, Y,
viceversa, el neutrón puede emitir un mesón negativo y convertirse en protón por
otro camino. Y este mesón, al ser capturado por el protón, lo transforma en neutrón
por otro camino.
(mu)) actuaba recíprocamente con las partículas nucleares con mucha energía. En
aquellos casos en que su energía es grande, puede hasta destruir los núcleos que se
encuentran en su camino.
Entonces la suposición hecha por la mecánica cuántica de que la causa de las
fuerzas nucleares debe ser el intercambio mesónico entre protones y neutrones se
confirmó brillantemente. Por otra parte, los físicos estaban tan convencidos de que
esta suposición era correcta, que continuaron adentrándose en la espesura del
«bosque» nuclear, sin tener aún pruebas materiales de la existencia del mesón
«necesario».
Así marcha «sin bagaje» el juez de instrucción, seguro de la veracidad de sus
suposiciones, al descubrimiento de un delito, y le sirven de recompensa aquellas
mismas pruebas materiales que, como sorpresa, aparecen el último día de
instrucción de la causa. Así también, aunque con retraso, fue una recompensa para
los físicos, por la audacia de sus ideas, el descubrimiento del mesón p.
Pero las partículas nucleares tienen una energía de enlace de millones de electrón-
voltios. Ahora está claro por qué sobre el núcleo no hacen ningún efecto las fuerzas
no nucleares más intensas:... ¡son demasiado débiles! Si dos núcleos chocan con las
velocidades del movimiento térmico, aunque la temperatura sea de mil grados, para
ellos será esto tan poco sensible como para una pared de granito el choque de una
pelota de goma.
Los físicos, cuando estudiaban el trabajo del «arquitecto nuclear», hallaron la
solidez de los diversos núcleos y la representaron en una gráfica en dependencia del
número másico del núcleo. Veamos esta gráfica. Lo primero que notamos es su
carácter «dentado». La curva de la gráfica parece una cordillera. Este parecido es
aún mayor porque los picos de la curva sobresalen a primera vista de una forma
irregular.
Pero antes de pasar adelante, fijémonos en la gráfica inferior. Esta es la gráfica de
la abundancia de los elementos químicos en la naturaleza. Para construirlo
recurrieron los físicos a la colaboración de geólogos, astrónomos y hasta biólogos.
Es evidente que la abundancia de un elemento responde a la frecuencia con que se
encuentran en la naturaleza los núcleos de sus átomos. Como es natural,
entendemos aquí por naturaleza no sólo la Tierra, sino todo el Universo visible en
núcleo, tanto más tiempo existe y, por lo tanto, más abunda en la naturaleza el
elemento correspondiente.
Así viven todo el tiempo en la tétrada, por término medio, dos protones y dos
neutrones. Pero figúrese que el mesón emitido por un neutrón en una tétrada
cualquiera sea capturado por un protón de la tétrada vecina. Entonces se cometen a
la vez dos «delitos»: en la primera tétrada habrá tres protones y un neutrón, y en la
vecina, al contrario, tres neutrones y un protón.
¿Por qué es «delito» esto? Porque de acusador interviene el ya conocido principio de
Pauli. Los protones y los neutrones, por su espín, no difieren del electrón, y por lo
tanto están sometidos a todas las prohibiciones que rigen para el electrón. Pero el
principio de Pauli prohíbe que en cada estado se encuentre más de una partícula
con un sentido dado del espín.
Por esto es tan sólida la partícula alfa, porque en ella dos protones y dos neutrones
ocupan cada uno un nivel de energía, el más bajo de los posibles. Dos protones se
hallan en un nivel, y en este mismo nivel se encuentran dos neutrones. Esto es
posible porque en cada instante el protón y el neutrón tienen en el núcleo distinta
fisonomía, es decir, son, a pesar de todo, partículas distintas. Pero si en la tétrada
hay tres protones, uno de ellos, quiéralo o no, tiene que faltar a la rigurosa
prohibición de Pauli u ocupar un estado de energía más alta, es decir, con menor
energía de enlace.
Las partículas nucleares no desean cometer «delitos». Tampoco se conforman con
los estados poco sólidos. Devuelven rápidamente el mesón, y otra vez existen dos
tétradas ordinarias. Pero el intercambio instantáneo entre las tétradas no transcurre
en balde, sino que conduce al establecimiento de una ligazón recíproca entre ellas.
Así disminuye el aislamiento de las tétradas entre sí.
Cuanto más nos alejamos de los núcleos ligeros, tanto más débilmente se
manifiestan las huellas de las tétradas en su estabilidad. Sin embargo, en los
núcleos pesados vuelve a verse claramente la huella de las tétradas. En la periferia
de estos núcleos, las partículas, como ya hemos dicho, sólo pueden accionar
recíprocamente con sus vecinas más próximas, ya que el núcleo se ha hecho muy
grande. Y, por lo visto, cerca de la superficie de los núcleos, se produce cierto
aislamiento de tétradas de partículas, por ser las más estables.
Precisamente por esto es por lo que, al parecer, los núcleos pesados emiten no
protones o neutrones, sino únicamente tétradas de ellos, o sea, partículas alfa.
El núcleo, a diferencia del átomo, carece del cuerpo central, alrededor del cual, en el
átomo, hacían corro las nubes electrónicas. Durante varios años después del
descubrimiento de la estructura protono-neutrónica del núcleo, los físicos se
figuraron el núcleo como materia nuclear, más o menos uniformemente esparcida
por un espacio pequeñísimo, en forma de nubes de protones y neutrones.
Pero el descubrimiento de la saturación de las fuerzas nucleares y el fenómeno de la
desintegración alfa indicaban, al parecer, que la materia nuclear no es
completamente disforme, sino que en ella se revelan los contornos de pequeñas
«células», las partículas alfa. Y a medida que la mecánica cuántica y la experiencia
se adentraban en el bosque nuclear, quedaba más claro que en este bosque podían
distinguirse grupos completos de árboles, que no era tan disforme como parecía al
mirarlo de lejos, cuando el bosque impedía ver los árboles aislados.
Ya sabemos que la tétrada de partículas ocupa la posición energética más baja en el
núcleo, que ella es la más estable de todos los bloques nucleares. A esta posición
responde un nivel común de energía en el que se encuentran dos protones y dos
neutrones con espines de sentidos opuestos.
La segunda tétrada de partículas ocupará en el núcleo dado otro nivel de energía; la
tercera, un tercero, y así sucesivamente. Al aumentar el número de tétradas de
partículas se van llenando niveles de energía cada vez más altos en el núcleo, de un
modo hasta cierto punto semejante a como esto ocurre con los electrones de los
átomos.
¡Pero no todos los núcleos están formados por tétradas! Efectivamente. Por lo tanto,
en los núcleos en que el número de partículas no es múltiplo de cuatro, los
correspondientes niveles de energía no estarán ocupados totalmente.
El núcleo empieza a parecerse al átomo. En aquel están las capas electrónicas
llenas, cerradas, estables (recuérdense los gases inertes). En éste, las «capas»
nucleares de tétradas, llenas, estables en particular, y un gran número de partículas
nucleares.
Pero la sola analogía externa era poco. Había que tener pruebas más evidentes de
la existencia de capas en el núcleo. Bueno, pues recurramos a nuestras gráficas de
la estabilidad y de la abundancia de los núcleos. Tomemos en consideración varios
de los picos más altos y calculemos cuántos protones y neutrones hay en los
núcleos de cada uno de ellos.
El primero de los picos es el helio-4; su núcleo, una partícula alfa, está formado por
dos protones y dos neutrones. Después va el oxígeno-16, con ocho protones y ocho
neutrones; detrás de él está, el calcio-40 con 20 protones y 20 neutrones, y así
sucesivamente. Finalmente, en el extremo derecho de la gráfica, el último pico
elevado pertenece al plomo-208, cuyo núcleo tiene 82 protones y 126 neutrones. (A
ellos hay que añadir también el núcleo del estaño, con 60 protones, que es tan
estable, que sobre la base de esta «estructura» pudo la naturaleza crear toda una
decena de isótopos estables, mientras que para otros números de protones sólo se
conocen de 2 a 5 isótopos estables.)
Por lo tanto, los núcleos más estables tienen los siguientes números de protones y
neutrones: 2, 8, 20, 50, 82 y 126. Cabe suponer que estos núcleos tienen cierta
analogía con los átomos de los elementos inertes con 2, 10, 18, 36, 54 y 86
electrones. Unos y otros, cada cual en su mundo, son «campeones» de estabilidad.
Estos números de protones y neutrones recibieron el nombre de «mágicos». Y, en
efecto, hay algo de mágico en el hecho de que los núcleos y las capas electrónicas
de los átomos — dos mundos que viven según las leyes completamente distintas —
pongan de manifiesto cierta analogía en sus estructuras.
Es cierto que la comparación de los números mágicos con los números de los
electrones que hay en los átomos más estables, demuestra que entre ellos existe
una diferencia notable. Estos números sólo coinciden en el helio, que mantienen los
«récord» de estabilidad en ambos mundos simultáneamente. La discrepancia de
estos números no es casual. Al contrario, sería demasiado sorprendente que
coincidieran ambas series de números; porque, ¡son tan poco semejantes las
condiciones de vida en el núcleo y en las capas electrónicas del átomo!
Sin embargo, en el núcleo existe algo semejante a las capas. Esto se confirma por
otra analogía obtenida de la experiencia. Consideremos, por ejemplo, el átomo de
potasio (N° 19). Este átomo es monovalente, es decir, tiene un electrón más que el
átomo inerte de argón, cuyas capas están completas y cerradas. El espín total de
las capas electrónicas del átomo de potasio es igual al espín de este electrón de
valencia. En efecto, los espines de todos los demás electrones tienen sentidos
opuestos por parejas, con lo cual se compensan entre sí, de manera que su suma es
nula.
Comparemos con este átomo el núcleo del isótopo de oxígeno-17, en cual, además
de la capa saturada compuesta por cuatro tétradas de partículas, hay un neutrón,
De acuerdo con lo dicho anteriormente era de esperar que el espín del núcleo del
oxígeno fuera igual al espín de este neutrón «fuera de plantilla». Y así es en
realidad.
Esta coincidencia no es única. Los espines de los núcleos medidos en los
experimentos suelen estar en perfecto acuerdo con los que predice el modelo
nuclear de capas.
Ahora queda claro por qué los rayos gamma son compañeros inseparables de
muchas transformaciones radiactivas de los núcleos. Porque estas transformaciones
no son otra cosa que la transición de núcleos del estado menos estable al más
estable. A veces la completa estabilidad no se consigue con una sola reconstrucción
del edificio nuclear, expulsando de él las partículas «que están de más». El nuevo
núcleo, aunque sea más estable que antes, se forma en estado «excitado». En este
caso la etapa final de la reconstrucción es la emisión de un fotón gamma, después
de lo cual el núcleo deja de ser radiactivo.
El núcleo puede con frecuencia ceder su energía sobrante por un procedimiento más
«ingenioso», desconocido en las capas electrónicas del átomo. En vez de lanzar un
fotón gamma, el núcleo transmite «paulatinamente» la energía de su excitación a la
capa electrónica, de un modo directo. Esta energía es tan grande, que el «donativo»
nuclear es percibido más bien como un golpe poderoso dado a todo el edificio
atómico. Este no llega a derrumbarse por completo, pero algunos de sus habitantes
—electrones — salen lanzados del átomo con velocidades considerables. Este
fenómeno, que concurre eficazmente con la emisión directa de rayos gamma, se
llama conversión interna.
átomo. Finalmente, en los núcleos, las capas deben ser de dos tipos, protónicas y
neutrónicas.
Así resulta que la palabra «capa», trasladada del mundo del átomo al mundo del
núcleo, no refleja más que el conocido carácter cerrado, estable, «saturado», de
determinados grupos de partículas nucleares. Y esto no siempre ni en todas partes.
De las capas sólo puede hablarse con más o menos fundamento en el caso de los
núcleos ligeros, formados por no muchas partículas nucleares. A medida que los
núcleos van siendo mayores, en ellos se pierde cada vez más la «individualidad» de
los distintos estados energéticos y los núcleos, por su estructura, se hacen cada vez
más «disformes». Las partículas nucleares son ya tantas y sus nubes se sobreponen
tan intensamente, que el movimiento de las partículas pierde certidumbre y parece
que deja de cumplir las leyes cuánticas.
Como resultado de esto, el núcleo pierde todo rasgo de semejanza con el átomo.
Hay que abandonar el modelo nuclear de capas. Pero, ¿qué nuevo modelo de núcleo
puede idearse?
Poco antes de la segunda guerra mundial, por razones que se dirán más adelante,
los científicos proponen el siguiente modelo: el núcleo es una gota de «líquido»
nuclear. El núcleo es como cierta masa homogénea exteriormente, carente de toda
formación ordenada del tipo de las partículas alfa o las capas. Las diversas
partículas nucleares — moléculas del líquido nuclear— se encuentran en esta gota
en continuo movimiento caótico.
El líquido nuclear adquiere en consecuencia cierta fluidez. El núcleo, lo mismo que
una gota, tiene límites, pero estos límites son móviles, variables, pueden
deformarse por la acción de diversas causas externas o internas. Sin embargo, la
superficie del núcleo no se rompe: esto lo impide la tensión superficial del líquido
nuclear en los límites de la gota. Y esta tensión superficial se explica exactamente lo
mismo que la tensión superficial de los líquidos ordinarios: las partículas nucleares
están ligadas por fuerzas de atracción, las cuales fuera de la gota no son
contrarrestadas por ninguna otra fuerza. Por esto las fuerzas nucleares ciñen el
líquido nuclear en la gota.
Pero la analogía no va más allá de este parecido externo. Comparemos aunque sólo
sea la densidad de ambos líquidos. Un simple cálculo nos dice que las partículas
están empaquetadas en los núcleos con una densidad millares de millones de veces
mayor que las moléculas en un líquido. Una gota nuclear de las dimensiones de la
que puede pender de un grifo, pesaría una buena decena de millones de toneladas.
Esta cifra es inimaginable. No obstante, es bien conocido que las propiedades de los
cuerpos dependen mucho de su densidad. Auméntela un millar de veces, y un gas
se convertirá en cristal, que obedecerá leyes totalmente distintas. Está claro, pues,
que no puede hablarse de ninguna semejanza interna entre un líquido ordinario y el
líquido nuclear: sus densidades se diferencian demasiado, lio ya en millares, sino en
millares de millones de veces; difieren mucho las fuerzas entre las partículas
nucleares de las fuerzas entre las moléculas.
Pero la semejanza externa... Pongamos una gota de mercurio sobre un vidrio y
démosle a éste un golpe ligero. La gota temblará, su superficie se cubrirá de ondas.
Si golpeamos con más fuerza el vidrio, la bolilla de mercurio se disgregará en varias
gotas más pequeñas.
¿No le recuerda esto uno de los más grandes descubrimientos físicos recientes? En
1939 una noticia sensacional dio la vuelta al mundo científico. Su sentido, terrible
en aquellos años, pudieron comprenderlo entonces únicamente los físicos. ¡Se había
descubierto la fisión de los núcleos de uranio!
Los teóricos de todos los países se dieron prisa en explicar este nuevo fenómeno
extraordinario del mundo de los núcleos atómicos. Los primeros en lograr éxito,
independientemente uno de otro, fueron Niels Bohr y el científico soviético J. I.
Frenkel. Ellos consiguieron explicar la fisión de los núcleos de uranio proponiendo
para esto el modelo nuclear de la gota.
El núcleo-gota se divide
Bohr y Frenkel razonaban aproximadamente así: el núcleo vive tranquilamente,
hasta se nota cierto orden en el movimiento de las partículas nucleares. Si el edificio
nuclear es estable, sus habitantes llevan una vida mesurada y cerrada.
Pero he aquí que llega al núcleo un «huésped» inesperado, una partícula extraña.
Esta produce en él un gran revuelo. Los «curiosos» habitantes del núcleo corren a
«conocer» al «huésped», a «saludarle». En la casa atómica empieza un ajetreo de
verdad.
Para ellos en vez de una barrera hay un pozo en el cual pueden caer: los neutrones
que irrumpen en el núcleo generalmente se quedan en él.
Por esto, para que un protón pueda penetrar en un núcleo, sobre todo si este es
pesado, multiprotónico, tiene que poseer una energía enorme, de centenares de
millones de electrón-voltios. El neutrón, en cambio, no necesita para esto ninguna
energía. Por esto pueden entrar en el núcleo hasta neutrones de energía muy
pequeña, térmica, de centésimas de electrón-voltio.
Ahora podemos responder a la segunda pregunta. Podría pensarse que un neutrón,
al irrumpir en el núcleo de uranio-235, lo recarga tanto, que éste se rompe. Sin
embargo, en la gota de este núcleo, el neutrón no es «la última gota» que colma la
medida de su estabilidad. Este núcleo, sin detrimento apreciable de su estabilidad,
puede dar cabida a tres neutrones más y formar un núcleo de uranio-238.
Así, pues, el neutrón recién llegado no sobrecarga el núcleo, ni aporta una energía
algo considerable, ni «choca» violentamente con la gota. ¿En qué consiste entonces
el secreto de la fisión del núcleo de uranio-235?
La cuestión resulta ser más «ingeniosa» y en ella vuelven a asomar los cuantos. Es
el caso que el núcleo de uranio-235 no lo fisiona cualquier neutrón ni incluso de
cualquier energía térmica. La energía del neutrón capaz de provocar la fisión está
encerrada dentro de unos límites muy estrechos. Estos límites concuerdan con la
distancia entre los niveles de energía que responden al estado estable y al excitado
más próximo a él del núcleo de uranio-235. Por esto los neutrones cuya energía
corresponde a la diferencia de energías entre los dos estados mencionados, son los
que con más eficacia excitan los núcleos de uranio.
En el núcleo de uranio-235 la distancia energética entre el estado excitado y el
estable es muy pequeña. Al entrar en el estado excitado, este núcleo debería, al
parecer, comportarse lo mismo que los núcleos ligeros, es decir, emitir un fotón
gamma y alguna partícula y retornar al mismo estado de equilibrio o a otro. Pero
esto no ocurre.
Veamos por qué. Ya hemos dicho que los núcleos pesados prefieren lanzar no
partículas aisladas, sino tétradas enteras de ellas, es decir, partículas alfa. Esto se
explicó por el hecho de que la barrera de potencial para la emisión de partículas alfa
es mucho más baja que para la emisión de partículas nucleares aisladas. Y resulta
que la barrera para «bloques» aún más grandes, como los fragmentos del núcleo
después de la fisión, es muy baja para el uranio-235.
Cuando este núcleo se encuentra en estado excitado, tiene la posibilidad de pasar la
pequeña barrera para la fisión y encontrarse al otro lado de ella... pero ya en forma
de fragmentos separados.
Una situación completamente semejante existe en el caso de las moléculas. La
energía necesaria para arrancar de una molécula aunque sólo sea un electrón, es
bastante considerable. Pero la energía de escisión de la molécula en átomos
separados es mucho menor. Precisamente por esto, por ejemplo, en las reacciones
químicas se dividen las moléculas no en electrones, sino en átomos o en grupos
enteros de ellos, como son los radicales.
La fisión de los núcleos de uranio-238 por neutrones transcurre de un modo
totalmente análogo a la fisión de los núcleos de uranio-235. Pero en este núcleo,
entre el estado excitado y el estado estable inicial, hay un intervalo energético
bastante ancho, de un buen millón de electrón-voltios. Por lo tanto, para «elevar»
estos núcleos al nivel excitado hacen falta electrones enérgicos, es decir, rápidos.
¿Ocurre esto en realidad? Sí, en aquel mismo año de 1939 la naturaleza movió
afirmativamente la cabeza a los físicos: sí, así ocurre en realidad. La fisión
espontánea de los núcleos pesados, descubierta por los físicos soviéticos Flerov y
Petrjak, no es una fantasía de la mecánica cuántica, sino un hecho irrefutable.
Y cuanto más pesado es un núcleo, cuanto más recargado de partículas está, tanto
más probable es esta fisión. En los núcleos de uranio nos encontramos con ella
rarísimas veces aún, porque su probabilidad es prácticamente casi nula. Pero ya en
el californio (N° 98), la vida media de los núcleos, con respecto a la fisión
espontánea, no es de millares de millones de «años, sino de años; y en el nobelio
(N° 102), este tiempo debo ser ya del orden de segundos.
Finalmente, en un núcleo determinado, la barrera, con respecto a la fisión,
desaparecerá por completo. Este núcleo deberá ser totalmente inestable con
respecto a la fisión. No podrá ni formarse, porque en el mismo instante se
desmoronará en partes. En la última página del álbum de «proyectos estándar»
figura como aproximado el número 120. Esto significa que, en cualquier condición,
en la naturaleza no pueden existir núcleos, y por consiguiente los átomos
correspondientes, que tengan la cantidad de 120 protones o más.
El número de protones es el que precisamente determina en definitiva la estabilidad
de los núcleos con respecto a su fisión. En los núcleos pesados aumentan
bruscamente las fuerzas de repulsión entre los protones y al mismo tiempo
disminuyen las fuerzas de atracción nucleares entre las partículas periféricas
alejadas entre sí.
Como resultado de esto, cerca de la superficie nuclear se hacen los amos de la
situación los protones enemistados, mientras que los neutrones se «retiran»
modestamente a la sombra. Las fuerzas de repulsión «desgarran» esta superficie, y
el núcleo se desintegra en grandes «bloques».
La respuesta más razonable es ésta: son correctos los dos, pero cada uno en su
esfera de fenómenos. El modelo de las capas describe mejor la «calma», cuando el
núcleo está tranquilo y sin excitar por causas externas. El modelo de la gota
representa mejor el núcleo en «tempestad», cuando todo hierve en él, los choques
de las partículas entre sí se intensifican, éstas se evaporan de él y hasta se dan
casos en que los propios núcleos se desintegran.
¿No podrían unirse estos modelos en uno, que sirviera para describir con la misma
corrección una y otra esfera de fenómenos? Sí, pero en el ejemplo de la teoría de
los cuantos de Planck pudimos convencernos de que estas uniones, empalmes de
teorías, no son simples operaciones de sastre.
El modelo unificado del núcleo, llamado modelo colectivo, fue propuesto hace
aproximadamente quince años por el hijo de Niels Bohr, el conocido físico danés
Aage Bohr. A esta teoría le quedaron como herencia ciertos rasgos de los que
fueron sus «progenitores», pero, a pesar de todo, difiere mucho de ellas.
De base de la teoría colectiva del núcleo sirve la afirmación de que el núcleo se
comporta «como formado por capas» cuando el número de protones y neutrones
que hay en él es igual a los números mágicos o se aproxima a ellos. En el caso
contrario, el núcleo se comporta «como una gota», manifestándose muy claramente
este último comportamiento cuando el número de partículas que hay fuera de las
capas completas, cerradas, alcanza aproximadamente los 2/3 del número total de
partículas que hay en la siguiente capa completa.
De este modo resulta que las partículas que están fuera de las capas nucleares
completas son las responsables de todo lo que ocurre en el núcleo, comenzando por
el escape de partículas aisladas y terminando por el desmoronamiento del mismo
núcleo. En cambio, las partículas que forman parte de las capas completas se
comportan más modestamente y no toman parte directa en esta actividad del
núcleo.
Otra vez se impone la comparación con las capas electrónicas de los átomos.
Recuerde cómo los electrones de las capas cerradas de los átomos inertes estaban
llenos de «indiferencia aristocrática». Mientras que los electrones que había en las
capas incompletas establecían activamente relaciones con los átomos vecinos,
formando moléculas, cristales y tomando parte en las reacciones químicas.
¡El cómplice del electrón es fenomenal! No tiene carga, casi carece de masa y lo
único que posee es energía y espín. Por la ausencia de carga se parece al neutrón,
que no hacía mucho había sido descubierto. Con la diferencia de que es millones de
veces más liviano. Esto dio origen a su nombre apreciativo: neutroncito, no,
neutrino.
Entre ellos no hay otra semejanza. Los neutrones interaccionan activamente con los
protones, chocan entre sí, forman familias estables, los núcleos atómicos. ¿Y el
neutrino? Este es un alma sin cuerpo. En efecto, los cálculos demuestran que un
neutrino puede recorrer toda la región gigantesca del Universo que vemos por
nuestros telescopios, sin acusar su presencia. Al parecer nunca interacciona con
nada.
Anticipándonos un poco diremos que, por fin, la existencia del neutrino, por pruebas
indirectas pero irrefutables, pudo confirmarse hace varios años. Con la teoría de la
desintegración beta, en esencia, la cuestión estuvo planteada durante una serie de
años lo mismo que con la teoría de las fuerzas nucleares. Esta última estuvo
«pendiente del aire» más de diez años, hasta que fueron halladas pruebas
materiales de que era correcta, es decir, los mesones pi. La teoría de la
desintegración beta, propuesta por Pauli y por el físico italiano Fermi, «pendió»
todavía más tiempo, ¡un cuarto de siglo!
Pero por ahora retrocedamos un poco. A pesar de todo hay que comprender de
dónde salen los electrones que, sin existir en el núcleo, se escapan, no obstante, de
él en la desintegración beta.
que sirve de base a las fuerzas nucleares. En este proceso el protón, emitiendo un
mesón pi positivo, se transforma en neutrón, y el neutrón, capturando este mesón,
se transforma en protón. Pero, como se recordará, el neutrón puede de por sí emitir
un mesón pi negativo y transformarse en protón.
¿No será este mesón el que se escapa del núcleo en la desintegración beta? No, las
mediciones exactas de la masa demuestran que esto no ocurre. Del núcleo no se
escapa un mesón pi, sino un electrón, que es unas doscientas veces más liviano. En
las condiciones en que ocurre la desintegración beta, de los núcleos nunca se
escapan mesones.
Tendremos que adelantarnos otra vez. Al cabo de varios años de haberse
descubierto el neutrón, establecieron los físicos que esta piedra angular de los
núcleos atómicos es una partícula inestable. En estado libre, es decir, cuando no se
encuentra en el núcleo, el neutrón, al cabo de un tiempo medio aproximado de 12
minutos de haber aparecido, se transforma en protón. Al ocurrir esta
transformación, el neutrón emite... ¡un electrón y un neutrino!
Ahora ya nos parece que el descubrimiento del secreto de la desintegración beta
está cerca. Porque precisamente esta pareja de partículas es la que se escapa del
núcleo. Sí, esto es así. Pero el neutrón que está dentro del núcleo, no es un neutrón
libre. El neutrón nuclear tiene que transformarse en protón de un modo
completamente distinto.
Sin embargo, ¡qué pocas ganas hay de soltar el cabo que, con tanto trabajo, se
había palpado en el laberinto de la desintegración beta! ¿No podría ocurrir que, de
algún modo, el neutrón quedara libre «por un minuto» dentro del núcleo?
No, de la libertad del neutrón, siquiera sea «por un minuto», que no ya por 12, no
puede ni hablarse. Pero recordemos que los núcleos que emiten las partículas beta
son de por sí inestables (como, por ejemplo, los núcleos pesados de los elementos
que hay al final del sistema periódico) o han sido hechos pasar a un estado
inestable por bombardeo con neutrones. Y la emisión de la partícula beta no es otra
cosa que el intento del núcleo de pasar de su estado inestable a otro más estable.
Si una construcción ordinaria pierde su estabilidad, se puede salvar por algún
tiempo poniéndole puntales. En la mampostería ya nada puede cambiarse. Pero la
naturaleza no tiene puntales que puedan reforzar «por fuera» una construcción
nuclear que se derrumba. Ella hace esto «por dentro», por un procedimiento que
puede envidiar cualquier constructor infortunado.
Antes hemos comparado los protones con los ladrillos del edificio nuclear, y los
neutrones con el cemento que une estos ladrillos de la forma más sólida. Pero, ¿qué
puede hacerse si la construcción resulta ser poco estable de por sí, o si sufre un
golpe exterior fuerte, como, por ejemplo, el impacto de un neutrón en el núcleo?
La naturaleza restablece el equilibrio perdido por su creación, convirtiendo el
cemento en ladrillos, si es que hay demasiado cemento, o al contrario,
transformando los ladrillos en cemento, si el exceso de aquéllos amenaza destruir el
edificio nuclear.
Estas transformaciones ocurren precisamente lanzando del núcleo el «exceso» o la
«falta» de carga. El ladrillo-protón, al transformarse en cemento-neutrón, se
desprende de su carga lanzándola en forma de positrón («sosia» con carga positiva
del electrón). El neutrón, al transformarse en protón, lanza un electrón y con esto
aumenta la carga total del núcleo.
¿Cuánto tardan en producirse estas transformaciones? En general, no ocurren en 12
minutos. Ya hemos dicho que la situación del neutrón en el núcleo es radicalmente
distinta de las condiciones en que vive su colega libre. A veces las condiciones de
vida en el núcleo son tales, que éste no aguanta el estado inestable ni siquiera unas
milésimas de segundo.
En algunos casos estas mismas condiciones frenan la desintegración del neutrón o
del protón. Entonces el núcleo se conserva durante un período considerable de
tiempo hasta que se produce la desintegración beta, pudiendo vivir mucho, hasta
centenares y millares de años por término medio. En esto no hay nada que pueda
extrañar: las «condiciones de vida» de las partículas en los edificios nucleares son
tan diversas como «proyectos estándar» hay.
Predecir exactamente la vida media de los núcleos radiactivos beta es cosa que aún
no puede hacer la mecánica cuántica. Esto se debe no sólo al carácter aproximativo
de nuestros conocimientos de la «arquitectura» nuclear, es decir, de los valores de
las fuerzas nucleares en resumidas cuentas, sino también a que la mecánica
cuántica no puede aún explicar claramente el hecho mismo de la desintegración del
neutrón libre.
De base de esta desintegración sirven unas fuerzas extraordinarias que durante los
últimos años han revolucionado muchas ideas de los físicos. Pero de ellas
hablaremos en el capítulo siguiente.
Núcleo-glotón
Retornemos a ciertas peculiaridades muy interesantes de la desintegración beta.
Una de ellas consiste en que el núcleo no lanza siempre electrones solamente.
A veces de los núcleos escapan «sosias» especulares de los electrones. Estas se
diferencian de los electrones únicamente en el signo de la carga eléctrica, que en
ellas es positivo. Explicar esta forma de desintegración beta (que se da con menos
frecuencia que la ordinaria con emisión de electrones) es más difícil. El neutrón no
puede lanzar electrones positivos. Esto podría hacerlo el protón, convirtiéndose de
este modo en neutrón. Pero el protón, a diferencia del neutrón, es absolutamente
estable con respecto a la desintegración beta.
Y otra vez se nos plantea la pregunta: ¿cómo pueden escaparse del núcleo
partículas que en él no existen? Ahora la situación es incluso más difícil. De dónde
salen los electrones, aún puede comprenderse: su progenitor es el neutrón nuclear.
Pero, ¿de dónde aparecen los electrones positivos, es decir, los positrones?
Esto se ha conseguido comprender, pero, aunque se impaciente el lector,
hablaremos de ellos en el capítulo siguiente. Si se enfada, tiene razón: ¡cuántas
veces puede aplazarse la explicación, cuando sólo queda un minuto para conocer el
desenlace! ¡Esto parece una novela de aventuras!
Tenga paciencia. Y sepa mientras tanto que el desenlace de esta «aventura» es muy
interesante.
Por ahora, para mitigar su enfado, le daremos a conocer casos sorprendentes, en
los cuales el núcleo devora electrones de las capas del propio átomo. Los físicos
denominaron este «feroz» comportamiento de los núcleos con el término, bastante
suave, de «captura electrónica».
Pero, ¿cómo es posible esto? Al principio del libro dijimos que las leyes cuánticas de
la vida del átomo, que ya Bohr descubrió, reflejan indirectamente la imposibilidad
del «suicidio» de los átomos. Para estos fueron introducidas las órbitas, en las
cuales pueden vivir los electrones sin perder su energía en radiación y sin caer por
esto en el núcleo.
En los átomos ligeros, en los cuales la carga del núcleo es pequeña y hay pocos
electrones, la prohibición de la mecánica cuántica se cumple rigurosamente: la
«nube de probabilidad» electrónica casi no penetra en la región ocupada por el
núcleo. Pero en los núcleos pesados, los electrones más profundos, es decir, los que
se encuentran en las capas más cercanas al núcleo, están ya en otras condiciones.
Desde fuera son repelidos por muchos electrones y desde dentro son atraídos, con
no menos fuerza, por el núcleo, que tiene gran carga positiva. Y los electrones no
resisten esto doble empuje: las nubes electrónicas comienzan a penetrar en la zona
antes prohibida para ellos. Aparece cierta (aunque no muy grande) probabilidad de
que los electrones atómicos se encuentren en el núcleo. Y puesto que existe esta
probabilidad, más tarde o más temprano, en uno u otro átomo, la naturaleza la
realiza. En esto consiste la captura del electrón por el núcleo.
¿Y qué ocurre cuando el electrón cae en el núcleo? La carga del núcleo, claro está,
disminuye en una unidad, lo mismo que en la desintegración beta positrógena. ¿Y el
espín? El espín del núcleo, a pesar de recibir la adición del espín del electrón,
permanece invariable.
De aquí sólo puede hacerse una deducción: el espín aportado por el electrón se lo
lleva del núcleo otra partícula. Esto lo hace el viejo cómplice del electrón, el
neutrino. Sólo que ahora no es emitido formando pareja con un electrón, sino al
contrario, hace su aparición cuando el electrón desaparece en el núcleo.
En consecuencia, el único testigo de la «tragedia» que se desarrolla en las entrañas
del átomo es el neutrino, esta alma sin cuerpo. Citar a este «testigo» para un
interrogatorio, como ya sabemos, es extraordinariamente difícil.
No obstante, esto se ha conseguido durante los últimos años. Es el caso que
nuestro «testigo», al incidir sobre otro núcleo, puede provocar en él la
transformación de un protón en un electrón positivo y un neutrón, que es el proceso
inverso de aquél cuya explicación aplazamos para el capítulo siguiente. Este proceso
se llama precisamente así, desintegración beta inversa.
Hacer el experimento para observar este proceso partiendo de neutrinos aislados,
es una tarea que carece de sentido. El neutrino, con fenomenal facilidad, escapa a
todos los intentos de atraparle. Por lo tanto, hay que reunir todo un ejército de
estos «testigos», resolvieron los científicos. En este caso quizá se logren coger
aunque sólo sean unos pocos.
Este problema era ya relativamente fácil de resolver. En los reactores nucleares,
como resultado de las reacciones de fisión, aparecen potentes flujos de neutrones.
Al ser absorbidos por el material de las paredes del reactor, estos neutrones
provocan en él radiactividad artificial. A ella hacen una aportación no pequeña los
núcleos excitados, es decir, los fragmentos de los núcleos desintegrados.
Esta radiactividad es radiactividad beta. Un reactor nuclear emite cada segundo
nubes enteras de neutrinos. A través del blindaje del reactor, que retiene
magníficamente a los neutrones y rayos gamma, el neutrino pasa con mucha más
facilidad que un cuchillo a través de la mantequilla.
Junto al reactor colocaron los investigadores un gran contador de centelleo, lleno de
una sustancia que responde bien a la acción del neutrino, una solución de cadmio.
Al absorber el neutrino, los núcleos de cadmio lanzaban de buen grado positrones,
que producían destellos en la sustancia del contador (por ejemplo, en un
hidrocarburo líquido).
¡Y los positrones aparecieron de verdad! La causa de su generación sólo podía ser
una: la incidencia del neutrino sobre los núcleos de cadmio, de este modo, al cabo
de un cuarto de siglo de haber expuesto Pauli su hipótesis, fue reconocida una
partícula más del mundo de las cosas ultra pequeñas, una partícula nacida en la
punta de la pluma del teórico.
Posteriormente quedó demostrado que el neutrino es en realidad una de las
partículas más extraordinarias del micromundo. Pero de esto se hablará más
adelante.
Con esto terminamos nuestra excursión con la mecánica cuántica por el mundo de
los núcleos atómicos. Junto con ella ya nos hemos topado con las dificultades que
hay que vencer en las espesuras del «bosque» nuclear. Y el fin de estas espesuras
aún no se divisa.
Ahora vamos a adentrarnos en el mundo, aún más encubierto, de las partículas
elementales de la sustancia, en el mundo en que más claramente se ponen de
manifiesto aquellas regularidades que encontraron su reflejo en las propiedades
Capítulo 6
De los núcleos atómicos a las partículas elementales
Contenido:
El descubrimiento del nuevo mundo
Una frontera invisible
Algo más sobre la teoría de la relatividad
Primeras dificultades
Un descubrimiento inesperado
Otro descubrimiento aún más inesperado
Nacimiento de los «huecos»
Configuraciones del vacío
El vacío, ¿es un lugar desierto?
¡El vacío depende de los cuerpos!
Materia y campo
¡El vacío no existe!
¿Sobre qué se apoyan las ballenas?
Las partículas cambian de aspecto
El mesón p¡ es bifronte
El secreto del intercambio mesónico empieza a aclararse
El secreto de la interacción
El reino de las virtualidades
Lo virtual se hace real
A la caza de nuevas partículas
Elaboración de los trofeos de caza
Las antipartículas tienen la palabra
Las partículas se desintegran
Los físicos clasifican las interacciones
El secreto de los mesones K
¿Difiere lo izquierdo de lo derecho?
Aquí está la salida y... ¡qué sorprendente!
Mundo y antimundo
¿Qué ocurre dentro de las partículas?
La vieja carga tira hacia atrás
El reverso de la evidencia
Cuantos hay siempre y están en todas partes.
No, está claro que estos movimientos no son lentos. Entonces, hay que hacer que la
mecánica cuántica pase también a movimientos tan rápidos como los de las
partículas atómicas. ¿Cómo se puede hacer esto?
Veinte años antes, aproximadamente, del tiempo a que nos referimos, apareció una
teoría dedicada a los movimientos muy rápidos de los cuerpos ordinarios. Esta
teoría, cuyo creador fue Albert Einstein, recibió el nombre de teoría especial de la
relatividad.
Dirac llegó a la conclusión de que el camino para el paso de la mecánica cuántica a
los movimientos rápidos de las micropartículas era su unificación con la teoría
especial de la relatividad.
¿No podría tomarse con este fin la velocidad de la Tierra por su órbita alrededor del
Sol? En general, esta medida no sería mala. Pero como el hombre, valiéndose de los
aparatos astronómicos, ha penetrado profundamente en el Universo, sería preferible
buscar una medida que no estuviera relacionada con la Tierra ni con el Sol ni con
ningún cuerpo celeste determinado. Lo mejor sería disponer de una medida de la
velocidad que fuera universal para toda la región del Universo que se ve con los
telescopios.
La naturaleza nos brindó amablemente esta medida. Se trata de la velocidad de
propagación de las ondas electromagnéticas en el vacío, es decir, de la velocidad de
los fotones luminosos en el vacío. Esta velocidad es igual, aproximadamente, a 300
mil kilómetros por segundo y es la mayor de todas las velocidades conocidas.
Ya no hay nada más rápido que esta velocidad; con respecto a cómo se mueve la
luz, todos los demás movimientos son más lentos. De entre todos estos
movimientos, los físicos separaron aquéllos cuyas velocidades se aproximan a la de
la luz y los llamaron rápidos. Esta división de los movimientos nos puede parecer
convencional, pero tiene profundo sentido.
El caso es que, a medida que la velocidad con que se mueven los cuerpos se
aproxima a la de la luz, las propiedades de los cuerpos comienzan a variar
considerable o inesperadamente. Por ahora nos referimos a cuerpos formados por
multitud de partículas, en los cuales estas variaciones de las propiedades resultaron
ser más fáciles de tener en cuenta.
Una de estas claras variaciones es el aumento de la masa de los cuerpos, que es
tanto más brusco cuanto más próximas están sus velocidades a la de la luz.
Exteriormente esto se pone de manifiesto en el hecho de que el cuerpo empieza a
oponer una resistencia cada vez mayor a la fuerza que le obliga a aumentar su
velocidad. Como resultado de esto, para aumentar la velocidad del cuerpo hay que
ejercer sobre él una fuerza cada vez mayor.
Pero, a pesar de todo, no hay fuerza capaz de comunicarle al cuerpo una velocidad
exactamente igual que la de la luz. La teoría de la relatividad afirma que ningún
cuerpo material puedo tener una velocidad igual que la de la luz. Por material se
entiende aquí cualquier cuerpo (o cualquier partícula de él) que pueda encontrarse
en reposo. A los fotones que, como veremos después, no pueden estar en reposo,
no les atañe esta prohibición de la teoría de la relatividad.
En el lenguaje de las matemáticas, lo expuesto se expresa por medio de la conocida
relación
donde m (v) es la masa que tiene el cuerpo cuando se mueve con la velocidad v; m0
es la llamada masa en reposo, que es la que tiene el cuerpo cuando no se nueve, y
c es la velocidad de la luz.
De esta relación se deduce que, a medida que v se aproxima a c, el denominador
disminuye, al principio lentamente y después cada vez con mayor rapidez, de
acuerdo con esto crece m(v), puesto que m0 es una magnitud constante que no
depende de la velocidad. Finalmente, cuando v es igual a c, la masa del cuerpo m(c)
se hace infinita.
Está claro que para comunicarle a este cuerpo más velocidad, sería necesaria una
fuerza infinitamente grande. Pero en la naturaleza no existen fuerzas infinitas ni
cuerpos de masa infinita. Es infinito el Universo entero, pero en él no hay otros
«infinitos».
Esta fórmula, como ya dijimos, no es aplicable a los fotones. Mejor dicho, no da casi
nada. Los fotones no pueden estar en reposo. Esto puede expresarse con otras
palabras así: la masa en reposo de los fotones es nula. Sustituyendo este valor de
m0 en nuestra relación, obtenemos que para la velocidad del fotón, igual a c, la
masa de éste m(c) será 0/0. Este quebrado, como sabemos por las matemáticas, es
indeterminado, es decir, puede tener cualquier valor.
Y efectivamente, como veremos más adelante, el fotón puede tener cualquier masa,
tanto grande como pequeña. Pero esta masa sólo existe cuando v = c. Lo cual
quiere decir que los fotones sólo pueden moverse con la velocidad de la luz.
¡Así es la velocidad de la luz! ¡Ninguna partícula material puede tener esta
velocidad, pero al mismo tiempo, ningún fotón puede tener otra velocidad! De esta
forma la velocidad de la luz resulta ser una frontera impenetrable entre las
partículas materiales y los fotones.
¿Por qué no notamos en la vida ordinaria el aumento de la masa de los cuerpos,
que predice la teoría de la relatividad? Antes de responder a esta pregunta—
haremos otra: ¿cuál es la mayor velocidad alcanzada por los cuerpos lanzados por
el hombre? La segunda velocidad cósmica o velocidad de escape, que
aproximadamente es igual a 11 kilómetros por segundo. Calculemos en cuánto
aumentará la masa del cuerpo al alcanzar esta velocidad, en comparación con la
masa del mismo cuerpo cuando descansaba sobre la Tierra. Si el cuerpo pesa en la
Tierra 100 kilogramos, cuando adquiera la velocidad indicada «pesará»... ¡0,35
miligramos más!
Pero si un cuerpo tiene la velocidad, por ejemplo, de 250 mil kilómetros por
segundo, su masa aumenta ya más de dos veces en comparación con la masa en
reposo. Este aumento de masa lo experimentan, por ejemplo, las partículas
atómicas cargadas que se aceleran hasta velocidades enormes en unas máquinas
especiales llamadas aceleradores de partículas. La estructura de estos aceleradores
tiene que proyectarse teniendo en cuenta esta circunstancia.
actividades. Pero en ellas hay también una parte objetiva. Cuanto más rápido es el
ritmo, tanto más de prisa pasa el tiempo.
Nuestra observación tiene su más seria analogía en la teoría de la relatividad. En
ésta se afirma que cuanto más de prisa se mueva un cuerpo cualquiera, tanto más
despacio transcurrirá su propio tiempo, así que, desde el punto de vista de este
cuerpo, resulta que tanto más de prisa pasa el tiempo «común».
La «paradoja de los relojes» descrita, es bien conocida hoy por quienes se interesan
por los largos viajes cósmicos. En las novelas de ciencia ficción el héroe, quien viaja
en un cohete fotónico cuya velocidad se aproxima mucho a la de la luz, regresa a la
Tierra después de pasar en el cosmos, según su propio tiempo, diez años. Se entera
de que sus familiares y amigos hace ya mucho que fallecieron y exclama: «Cómo
vuelan los años». Efectivamente, en el cohete, su tiempo propio transcurrió con más
lentitud que el tiempo en la Tierra.
Todo lo dicho acerca del tiempo se expresa matemáticamente por la relación
E0 = m0c2
En este caso E0 es la energía que tiene el cuerpo en reposo de masa m0. Esta
energía, para diferenciarla de la cinética o de la potencial, se llama energía en
reposo o energía intrínseca del cuerpo.
Como puede verse, esta energía no depende de la velocidad ni de la posición del
cuerpo. La física clásica sólo reconoce los dos tipos de energía antes mencionados.
La «nueva» energía no cabe dentro de su marco. Esta energía tiene un sentido
especial.
Este sentido tendremos que aclararlo más adelante. Pero ahora retornemos a
nuestra narración de cómo la teoría de la relatividad fue introducida en la mecánica
cuántica.
Primeras dificultades
Dijimos que Dirac se propuso aunar estas dos grandes teorías del siglo XX. La nueva
«aleación» debía aumentar considerablemente la «solidez» de la teoría cuántica con
respecto a los embates de los nuevos hechos de la vida del mundo de las cosas
ultra pequeñas.
La ecuación de Schrödinger — «ganzúa» universal de la mecánica cuántica, con la
cual consiguieron abrirse cajas fuertes de la naturaleza con cerraduras
ingeniosísimas — fallaba ante una serie de hechos. Era necesario perfeccionarla de
algún modo.
Pronto quedó claro que «alear» esta ecuación con la teoría de la relatividad era un
problema nada fácil. Ante todo, a Dirac le pareció que la ecuación modificada daba
soluciones no invariantes en el sentido relativista. (El tiempo demostró que esto no
era totalmente cierto. Pero, ¡quién sabe si Dirac, de no haber existido este error
«feliz», hubiera pasado de largo sin hacer su magnífico descubrimiento!).
Expliquemos lo que significan estas seis palabras «raras»: no invariantes en el
sentido relativista. Estas palabras son raras en realidad. En ellas se encierra una
sentencia a las teorías físicas. Una teoría que lleve semejante etiqueta puede
entregarse al archivo: ¡De ella nada bueno puede esperarse!
La cuestión consiste en lo siguiente. ¿Ha encontrado usted alguna vez diferencia
entre jugar a la pelota en la tierra, en un barco o, si fuera posible, en un avión?
¿No? Claro, porque no la hay. Pero con una condición: si el barco o el avión se
mueven uniformemente, es decir, con velocidad constante.
Si cerramos los ojos y nos tapamos los oídos, es imposible distinguir el reposo del
movimiento uniforme, cualquiera que sea la velocidad con que el último se realice.
Sin ver la sucesión de los días y las noches no sentiríamos el movimiento de la
Tierra alrededor de su propio eje.
Y si no viésemos cómo después del invierno viene el verano, no nos daríamos
cuenta del movimiento de la Tierra por su órbita alrededor del Sol. En rigor, los dos
últimos ejemplos no son del todo correctos, porque toda rotación implica una
aceleración. Pero como en nuestro caso las aceleraciones son muy pequeñas, puede
considerarse que ambos movimientos son uniformes.
Todos los movimientos de los cuerpos que vayan dentro de un cohete que se mueva
con velocidad próxima a la de la luz, no deben diferir de esos mismos movimientos
efectuados en la Tierra (con la condición de que en el cohete se cree la misma
gravitación que en nuestro planeta). Y si el movimiento de los cuerpos no depende
de la velocidad del «sistema» en el cual se miden sus posiciones en el espacio en el
transcurso del tiempo — ya sea dicho sistema la Tierra o el cohete fotónico —, las
leyes de los movimientos de estos cuerpos tampoco deberán depender del «sistema
de referencia».
En todos los sistemas, cualquiera que sea la velocidad con que se muevan
uniformemente el uno con respecto al otro, la expresión de las leyes del movimiento
en forma de ecuaciones debe seguir siendo la misma. En otras palabras, esta
expresión debe ser invariable con relación a las diversas velocidades.
Estas palabras «invariable con relación» equivalen en el lenguaje de la física a
«invariante en el sentido relativista». Ahora podemos comprender ya su sentido
riguroso; si la ecuación dice que en un cohete, de velocidad próxima a la de la luz,
se mueve una pelota siguiendo una curva (una hipérbola, por ejemplo), y en la
Tierra, siguiendo otra (una parábola, por ejemplo), esto quiere decir que la ecuación
no está bien escrita y hay que desecharla.
Así ocurrió también cuando se hicieron los primeros intentos de modificar la
ecuación de Schrödinger.
Un descubrimiento inesperado
Dirac, buscando una salida a esta dificultad, propuso un medio insólito; en vez de
una función de onda, introdujo en la ecuación de Schrödinger cuatro funciones. La
ecuación que obtuvo se parecía muy poco a la inicial. Pero la nueva ecuación daba
magníficas soluciones invariantes en el sentido relativista.
Las soluciones eran cuatro, de acuerdo con el número de funciones de onda que
participaban en la ecuación. Había que comprender lo que significaban, por qué en
vez de una «probabilidad» para el electrón se obtenían cuatro de golpe.
El sentido de las dos primeras soluciones hubiera resultado oscuro y se habrían
requerido muchos años para su esclarecimiento, si tres años antes de esto no
hubiese sido descubierto el espín del electrón. Si, el espín, aquel antiguo conocido
nuestro a quien, en su tiempo, le dedicamos algunas palabras cálidas.
Las dos primeras soluciones de la ecuación de Dirac resultaron responder a los dos
sentidos posibles del espín del electrón con respecto a la dirección de su
movimiento. Por esta solución se calculó la magnitud del espín y resultó que estaba
en perfecto acuerdo con la experiencia.
Ahora tendremos que hablar del espín más detenidamente. En primer lugar el
propio espín responde a cierto movimiento del electrón con velocidad bastante
próxima a la velocidad de la luz. En efecto, si por un instante (¡no más!) intentamos
interpretar el espín como el resultado de la «rotación del electrón alrededor de su
propio eje» (ya dijimos que esta idea no corresponde ni en lo más mínimo a la
realidad), se obtiene que la velocidad del electrón en esta «rotación» sólo es menor
que la velocidad de la luz en una fracción insignificante de tanto por ciento.
Está claro que el «cierto» movimiento que hablamos al referirnos al espín no tiene
que ver con el movimiento ordinario del electrón en el espacio ordinario. El espín del
electrón no depende en modo alguno de este movimiento ordinario. El espín existe
independientemente de que el electrón se mueva rápida o lentamente, o de que
está en reposo. Y el valor del espín no varía por esto.
El espín es una propiedad tan inseparable de las partículas como, por ejemplo, su
energía en reposo. El espín de una partícula no puede variar sin que varíe al mismo
tiempo el tipo de la partícula. De esto aún hemos de volver a hablar.
claro que más no puede haber, ya que los electrones imancitos saltan
inmediatamente a la posición más estable sin detenerse a mitad de camino) sólo
dan un par de «satélites».
Al llegar a este punto recordamos que el electrón, además del «cierto» movimiento
que responde a su espín, participa en otro movimiento alrededor del núcleo
atómico. En esencia, este movimiento también es «cierto»: su representación en
forma de «nube de probabilidad» no permite pensar en un desplazamiento más
evidente del electrón en el átomo.
Y, sin embargo, también es un movimiento, también es una corriente de una «sola»
partícula, y también, por las propiedades de su acción, recuerda a un pequeño
imán. Pero la cuestión se complica ahora: el electrón en el átomo es una especie de
doble imán pequeño.
¿Cómo se comporta este pequeño imán en el campo magnético? De un modo muy
interesante. En vez de dos orientaciones puede tomar tres, cuatro o incluso más. Al
pasar de una orientación menos estable a otra más estable, el electrón imancito
puede detenerse durante largo tiempo en estas posiciones intermedias. Las energías
en estas posiciones son tales, que constituyen fracciones enteras de la energía
máxima, entre las posiciones extremas del pequeño imán. Por lo tanto, estas
energías no son cualesquiera, sino que están rigurosamente definidas y separadas
unas de otras por intervalos-cuantos de magnitud determinada. Los físicos
denominaron el fenómeno de las orientaciones determinadas de los imancitos
electrónicos de los átomos en el campo magnético con el nombre de cuantificación
espacial.
Ahora puede comprenderse lo demás. La raya espectral se desdobla en tantas
«satélites» como orientaciones puede tomar el imancito electrónico. Y el cálculo de
las diferencias de longitudes de onda de las «satélites» vuelve a poner de
manifiesto una magnífica coincidencia con la experiencia.
Con esto pondremos fin por ahora a nuestra charla sobre el espín que de un modo
tan inesperado se desprendió de la ecuación de Dirac. En perspectiva tenemos aun
dos soluciones de esta ecuación.
Estas dos soluciones son muy parecidas entre sí, lo mismo que las dos primeras,
que responden a las orientaciones opuestas del espín electrónico.
Aquí también hay dos orientaciones opuestas: una de ellas responde a la energía
total positiva del electrón y la otra, a su energía total negativa. ¿Qué tiene esto de
extraño? Ya hemos visto en más de una ocasión que la energía total puede tener
cualquier signo, según que el electrón se mueva libremente o que esté ligado a
otras partículas, como, por ejemplo, en el átomo.
¡Pero la ecuación de Dirac fue escrita únicamente para el electrón libre!
¿Y qué resulta? Que el electrón de Dirac es a la vez ¿libre y ligado? ¡Eso es absurdo!
El mismo Dirac comprendía que esto era absurdo. Claro está que lo más fácil era
proceder como se hace cuando un cálculo da, por ejemplo, que «el área de un local
es igual a ±20 metros cuadrados». Se desecha el resultado negativo, porque
contradice al sentido común. Es decir, hay que excluir la solución con energía
negativa del electrón libre, puesto que carece de sentido físico.
Dirac no se apresuró a hacer esto. Posiblemente, por ser inglés, rebosaba sentido
común. Pero como científico verdadero comenzó a buscar la causa que conducía al
absurdo. Quizá este mismo absurdo encerrara algún sentido secreto. ¿Cuál?
Después de mucho pensar, se le ocurrió a Dirac una idea interesante. ¿No puede
suceder que la solución «absurda» corresponda no al electrón, sino a alguna otra
partícula cuya carga sea contraria a la de aquél? El electrón tiene carga negativa;
esta partícula, al contrario, deberá tener carga positiva. Pero el valor absoluto de
ambas cargas debe ser el mismo. Dirac supuso que esta partícula podía ser el
protón. Sin embargo, pronto se demostró que la energía negativa debía pertenecer
a una partícula cuya masa fuera igual exactamente que la del electrón. Y el protón,
claro está, no sirve, ya que su masa es casi dos mil veces mayor que la del
electrón. La partícula buscada tiene que ser, por lo tanto, simétrica del electrón, es
decir, de igual masa y signo contrario.
No obstante, esta suposición no explica aún la energía total negativa de la partícula
positiva. Si la energía es negativa, quiere decir que la partícula está ligada con algo.
Pero, ¿con qué?
El electrón es totalmente libre, y todas las demás partículas han sido «separarlas»
tanto de él, que se interacción eléctrica con ellos puede no tenerse en cuenta. El
electrón se mueve solo en el vacío absoluto y sin límites. ¿De dónde sale entonces
la segunda partícula, positiva, simétrica riel electrón?
Y ahora es cuando Dirac expone su idea principal, cuya audacia raya con la
demencia. ¡El vacío, en el cual no hay más partícula que el único electrón, no está
vacío! Al contrario, ¡está lleno completamente de electrones! ¡La partícula positiva,
simétrica del electrón, es un hueco en el vacío completamente lleno!
Por ahora, como vemos, esto es realmente demencial. ¿En qué consiste la audacia?
En lo siguiente.
¿Qué diría usted de un espacio en el cual ningún aparato, por sensible que sea,
nunca pueda registrar partícula alguna? Que está absolutamente vacío, como es
lógico.
¡Cuidado! ¿Y si en él hay partículas que no pueden interaccionar con el aparato? En
este caso, incluso si dicho espacio está totalmente ocupado por las partículas,
¿considerará usted que está vacío?
Naturalmente. Pero, ¿cómo pueden las partículas perder su capacidad de
interacción? ¡Esto contradice su propia esencia!
No nos apresuremos a hacer esta deducción. Intentemos, por ejemplo, sondear la
estructura de un metal con un campo eléctrico débil. La corriente pasará y diremos:
el metal está lleno de electrones libres. Sin embargo, si nos limitamos a hacer este
experimento, nos formaremos una idea inexacta del metal. En él hay también
átomos, cuyos electrones no tienen la posibilidad de actuar recíprocamente con el
amperímetro, por ejemplo. Estos electrones se encuentran en los niveles atómicos,
en el «pozo». Y no pueden saltar de él, para actuar recíprocamente con el
instrumento de medida, porque no tienen suficiente energía.
Pero, dirá usted, si no es con ese aparato, con otro y en un experimento distinto
podremos, no obstante, hallar los átomos y hasta los núcleos atómicos que hay en
el metal. En cambio, está claro que con ningún instrumento podremos descubrir el
vacío. Por lo tanto, en él no hay ni puedo haber nada.
Esto es lo que dice el sentido común. Dirac razona de otro modo.
El vacío está absolutamente lleno de electrones. Todo el Universo participa en la
formación de un vacio único que se extiende infinitamente. Una cantidad infinita de
electrones invade en él «hasta arriba» el infinito número de niveles de energía del
Figura 19
Sin embargo, esto es insuficiente. Antes hemos visto que cualquier partícula,
independientemente de que esté en movimiento o en reposo, tiene además la
energía propia m0c2.
Por tal motivo, para que un electrón pueda saltar fuera del vacío, no sólo tiene que
salvar una barrera de m0c2 de altura, sino que además debe adquirir la energía en
reposo m0c2 que le corresponde por derecho propio. De este modo, la altura total de
la barrera que separa a los electrones del vacío de su acción recíproca con el
aparato, es igual a 2 m0c2.
Esta energía no es pequeña. Baste decir que los físicos sólo aprendieron a
comunicarle a los electrones estas energías hace unos treinta años. En la época en
que Dirac expuso la idea del vacío «totalmente ocupado», los físicos ni soñaban con
semejantes energías.
Pero, ¿por qué los electrones no pueden actuar recíprocamente con el aparato
permaneciendo en el vacío, lo mismo que ocurre en el metal? La respuesta también
la da el principio de Pauli.
Toda interacción de los cuerpos es una variación de su energía. Esta variación hace
posible descubrir la interacción. El electrón en el vacío, actuando recíprocamente
con el aparato de medida, podría variar su energía pasando a cualquier otro nivel.
¡Pero no lo hay! ¡En el vacío todos los niveles están colmados de electrones!
Este es el secreto de que los electrones del vacío no puedan ser descubiertos. Ellos
están allí, pero no pueden actuar recíprocamente entre sí ni con el aparato. Estos
electrones pueden existir junto a nosotros tanto tiempo como se quiera, sin que nos
demos cuenta de ello: simplemente, no se manifiestan.
decir, una energía igual precisamente al nivel de energía más alto del «pozo» del
vacío.
En otras palabras, el electrón y el hueco nacen de la «nada», del vacío, únicamente
por parejas. Y en el nacimiento de cada uno de ellos se gasta la energía m0c2 (ya
que masa de ambas partículas es la misma) en total 2m0c2, es decir, la magnitud
que antes citamos.
Figura 20
El electrón, después de vagar por el «mundo libre», puede retornar al vacío. Para
esto tiene que encontrar un hueco y fundirse con él, con lo cual vuelve a hacerse
«inobservable». El hueco también desaparece.
¿Y eso es todo? No, antes de retornar al vacío el electrón tiene que ceder la energía
que se gastó al lanzarlo fuera de él, es decir, en el nacimiento suyo y del hueco, o
sea, la energía 2m0c2.
¿En qué forma se manifiesta esta energía? En forma de fotones gamma, que,
partiendo del punto de fusión del electrón con el hueco, se llevan consigo dicha
energía.
Queda por hacer una pregunta: ¿por qué tiene que salir la energía precisamente en
forma de fotones gamma? Porque la energía que cede la pareja formada por el
electrón y el hueco antes de desaparecer en la «nada» es tan grande, que
corresponde a los rayos gamma duros. Se originan dos, no menos (y por lo general,
no más) fotones gamma, debido a que el electrón y el hueco que se unen tienen
espines de sentidos o puestos.
Esto está claro: como en el vacío el espín total del electrón y del hueco es nulo, al
fundirse éstos, sus espines deben anularse. Por esto, al fotón gamma le hace falta
tener un compañero con espín de sentido contrario al suyo, de manera que el espín
total de los dos resulte ser nulo. Esto lo imponen las leyes fundamentales de
conservación, de las que ya hemos hablado.
Si cerca del punto donde se encuentran el electrón y el positrón hay un tercer
«cuerpo», como, por ejemplo, un núcleo, éste puede apropiarse de parte de la
energía y del espín de las partículas que se encuentran. Entonces, en vez de dos
fotones, puede aparecer uno solo.
importancia es mucho mayor. Dirac abrió los ojos a los físicos hacia partes
completamente nuevas del mundo de las cosas ultra pequeñas.
Figura 21
En primer lugar, acerca del vacío. Según Dirac, éste está lleno de electrones que no
interaccionan con el mundo «no vacío». En cuanto se escapa un electrón del vacío,
al mismo tiempo aparece un positrón. Estas partículas nacen y mueren sólo por
parejas.
Pero, ¿por qué no podemos admitir lo contrario, es decir, que el vacío está lleno de
positrones y que los electrones aparecen únicamente cuando los positrones se
escapan del vacío? La teoría de Dirac en su forma inicial consideraba que esta
hipótesis es tan justa como la primera. Sin embargo, preferimos considerar el vacío
formado por partículas, y no por antipartículas.
En efecto, podemos observar tantos electrones como queramos, mientras que el
positrón es un raro huésped en nuestro mundo. De aquí había que deducir, al
parecer, que en el mundo hay mucho menos positrones que electrones. Pero la
teoría de Dirac dice que la partícula aparece únicamente formando pareja con su
antipartícula. Por lo tanto, el número de electrones y de positrones que hay en el
mundo debe ser el mismo.
¡Qué cosa más rara! Y lo más raro es que nuestro mundo y nosotros mismos
podamos existir después de todo esto. Efectivamente, nada impide que todos los
electrones se encuentren con positrones y desaparezcan en el vacío, dejando
solamente una huella incorpórea en forma de fotones gamma.
Sin embargo, los encuentros de un electrón y un positrón son demasiado poco
frecuentes para justificar un cuadro tan fúnebre del hundimiento del mundo en el
vacío. Entonces, ¡hay menos positrones que electrones! Pero, ¿dónde se meten?
Puede pensarse que la naturaleza, que es previsora, procuró separar lo más posible
los positrones de los electrones. Este punto de vista está muy extendido entre
muchos escritores de novelas de ciencia ficción y una parte determinada de
científicos. Estos consideran que en cierto lugar de la inmensidad del Universo
existen mundos «simétricos» al nuestro y formados por antipartículas. En estos
mundos, en particular, imperan los positrones, y los electrones son huéspedes
raros.
Inmediatamente se plantea otra pregunta: si el electrón tiene su antipartícula, ¿por
qué no la tiene el protón? En este caso debería existir también un vacío de
protones. Y, en general, toda partícula debe tener su antipartícula y, por lo tanto, su
vacío. El vacío debe estar lleno hasta los bordes de neutrones, de neutrinos, de
mesones...
¡Vaya vacío! ¡Más parece una «fosa común» para todas las partículas que aún no
han nacido y para todas las que ya han muerto!
Si, ¡esto es impresionante! Pero, valga la palabra, «desmesurado». Y, en efecto,
pasó algún tiempo y los físicos renunciaron al vacío de Dirac y lo sustituyeron por
ideas más «elegantes». De esto trataremos luego.
Del pozo sólo pueden salir las partículas a pares, después de recibir suficiente
energía para esto. Las primeras en salir son, como es natural, las partículas más
ligeras, es decir, el neutrino y los electrones. Para el protón y el antiprotón esta
energía deberá ser, por lo menos, casi dos mil veces mayor que para el electrón y el
positrón. Cuanto más «pesada» es una partícula, más difícil le es saltar fuera del
vacío.
(siglo XIX) las experiencias con la luz dieron el golpe definitivo a la hipótesis del
éter. Y varios años después, la teoría de la relatividad de Einstein demostró que
eran absurdos todos los intentos de resucitar el éter.
El éter se desplomó y no había con qué sustituirlo. Los físicos reconocieron su error
y, al mismo tiempo, el hecho de que la interacción de los cuerpos a distancia se
realiza por principio en el vacío. Pero, cómo puede ser el vacío conductor de las
interacciones, era algo que no llegaban a comprender ni las inteligencias más
agudas. El vacío es el vacío.
Si, cuanto más «razonable» es la idea ordinaria que se tiene de las cosas, tanto más
difícil es apartarse de ella. La afirmación de que el espacio es el recipiente de todos
los cuerpos, ¿puede acaso despertar ni sombra de duda en alguno de los lectores?
Esto parece tan claro como el agua.
Una parte del espacio está ocupada por la materia. A ella le llamamos cuerpo,
partícula y le damos muchos otros nombres. Y hay otra parte del espacio que no
está ocupada por la materia. A esta le llamamos vacío. Estas dos partes no se
encuentran en relación alguna la una con la otra. El vacío no actúa sobre los
cuerpos, ni los cuerpos actúan sobre el vacío. Es cierto que los cuerpos pueden
actuar unos con otros a través del vacío, pero el propio vacío nada tiene que ver
con esto: la interacción sólo se debe a los mismos cuerpos.
¿En qué se manifiesta esto? ¿Cómo se mide la heterogeneidad? Para ello nos sirve
la geometría.
La geometría del espacio vacío es la que generalmente se estudia en las escuelas,
cuyo creador fue Euclides, matemático de la antigua Grecia. En esta geometría, la
distancia más corta entre dos puntos es la línea recta, y las líneas paralelas nunca
se cortan. Contiene además varias afirmaciones «evidentes», llamadas por esto
axiomas, es decir, proposiciones tan claras, que no necesitan demostración (la cual,
por otra parte, es imposible de obtener).
No obstante, a principios del siglo pasado (siglo XIX), nuestro genial compatriota
Lobachevski se permitió dudar de la evidencia de uno de estos axiomas (del
«axioma sobre el paralelismo»). Y demostró que puede crearse otra geometría tan
libre de contradicciones internas como la euclidiana, pero que contradice
radicalmente el sentido común, renunciando a la idea de que este axioma es
correcto. El carácter extraordinario y paradójico de la geometría de Lobachevski
hizo que entonces casi nadie la comprendiera. Los magníficos trabajos de
Lobachevski se estuvieron cubriendo de polvo durante decenas de años en los más
apartados anaqueles de las bibliotecas universitarias.
Las ideas de Lobachevski acerca de que no existe ninguna geometría correcta para
todos los mundos, de que toda geometría está determinada por las propiedades de
cuerpos concretos, de que la geometría del espacio depende de los cuerpos que hay
en él y de cómo están dispuestos, parecieron sacrílegas a sus coetáneos. ¡El
hombre, reorganizando las cosas, podía cambiar la geometría única que «dios le
dio» al mundo!
Pero estas ideas hallaron un lugar digno en los trabajos de Einstein. Lo mismo que
no existe espacio sin cuerpos, tampoco hay un espacio homogéneo único. En el
vacío que rodea los cuerpos, la línea más corta entre dos puntos, en el caso
general, no es ya la recta, sino una curva que se llama geodésica. Esta línea es
tanto más «curva», cuanto más próximos a los cuerpos están los puntos entre los
cuales se tiende y cuanto mayor es la masa de dichos cuerpos.
¿Cómo podemos convencernos de esto? Aquí debe ayudarnos un rayo de luz. La
«encorvadura» del espacio por los cuerpos se muy pequeña y en las condiciones
ordinarias no se nota en absoluto. La experiencia hay que hacerla en el espacio
Materia y campo
¿Qué es un campo? Los físicos designan con esta palabra la región del espacio
donde se manifiesta la interacción de los cuerpos. Pero cuerpos que no actúen entre
sí no existen; en resumidas cuentas, todos los cuerpos están formados por
partículas, entro las cuales no hay «indiferentes» mutuamente.
Por esto los campos existen siempre y por doquier. Y no sólo entre los cuerpos, sino
también dentro de ellos, ya que también allí existen vacíos no ocupados por la
cuando son grandes las energías de sus cuantos. De igual modo, la materia
únicamente manifiesta tener propiedades de campo cuando sus partículas tienen
grandes energías.
¿Y cuándo las energías son pequeñas? Entonces, por lo general, el campo aparece
como campo y la materia, como materia.
Hasta ahora, al hablar de las transformaciones de las partículas sólo hemos tenido
en cuenta el electrón (y, naturalmente, el positrón). Después de descubrirse el
neutrón se supo que éste también es capaz de transformarse, pero, a diferencia del
electrón, no en cuantos de campo, sino en otras partículas.
El neutrón se transforma, primero, en un protón, un electrón y un neutrino (en la
desintegración beta); para esto tiene que ser libre. En el núcleo se transforma el
neutrón en un protón y un mesón p. Más tarde se consiguió establecer que la
una cuarta parte más liviano que él, y en un neutrino. Y el mesón m a su vez se
Total:
neutrón —> protón + electrón + 3 neutrinos.
núcleo. Ya sabemos que, en el núcleo, entre las partículas, además de las fuerzas
eléctricas, actúan otras fuerzas mucho más grandes, las nucleares, que aseguran la
estabilidad de los núcleos.
Si hay un nuevo tipo de fuerzas, quiere decir que existe un nuevo campo. Y si existe
un nuevo campo, debe tener sus cuantos. Los portadores de las interacciones
electromagnéticas son los fotones. Por analogía, los portadores de las interacciones
nucleares deben ser los mesones p (ya se dijo que los mesones m interaccionan
débilmente con los núcleos y por consiguiente no pueden ser cuantos del campo
nuclear).
Así, pues, los mesones p son los cuantos del campo nuclear. Pero estos cuantos, a
diferencia de los fotones, tienen masa en reposo, siendo esta masa bastante
considerable en el mundo de las cosas ultrapequeñas: ¡su masa es trescientas veces
mayor que la de los electrones! Si esto es así, los mesones p no pueden moverse
con la velocidad de la luz. ¡Vaya cuantos! Más parecen partículas que cuantos, pero,
a pesar de todo, son cuantos. El cuadro armonioso de la relación mutua entre el
campo y la materia, que los físicos acababan de trazar, se altera bruscamente.
Los mesones p resultan ser el límite de la «bifrontalidad». Con la materia los
emparenta el tener masa en reposo distinta de cero, y con el campo, el tener espín
nulo.
En esto hay que detenerse un poco. Los físicos, después de aparecer la mecánica
cuántica, establecieron otra diferencia clara entre las partículas de la materia y los
cuantos de campo. Esta diferencia está en sus espines. Las partículas «verdaderas»
sólo pueden tener el espín igual a la mitad de la constante de Planck h (o, más
exactamente, h/4p), mientras que los cuantos de campo deben tener el espín nulo
A propósito, de esta división según los espines se deduce que el «expósito» mesón
m, que fue el primero con que se toparon los físicos, ¡no podía ser cuanto del campo
nuclear! Porque tiene «medio» espín. En cambio, toda la familia de mesones p tiene
espín nulo y todos ellos son apios para servir de cuantos de campo. Pero; ¡su masa
en reposo no es nula!
El mesón p es bifronte
del neutrón y del protón son iguales respectivamente a 1839 y 1836 masas
electrónicas (aproximadamente), y la masa en reposo del mesón p es 273. Por lo
¡Hasta ahora nadie ha visto neutrones extenuados por haber dado a luz un mesón
p! ¿Por qué ocurre esto?
No, esto no ocurre. He aquí por qué. Hace poco los científicos se las ingeniaron para
«enganchar» al átomo, en sus capas, un mesón m en vez de un electrón, y el
menores.
Pero este no es un mesón p, sino m. Y las fuerzas que actúan en la molécula
mesónica no son nucleares, sino eléctricas. Estas fuerzas, por su magnitud, distan
mucho de las fuerzas nucleares.
El mesón p no puede mantenerse en el átomo lo mismo que el electrón, ya que
protón en neutrón.
Pero esta circulación no es alrededor de las partículas, sino dentro de ellas mismas,
mediante la emisión del mesón por una de ellas y su captura por otra. Estos
procesos de emisión y absorción contradicen las leyes que ya se han definido antes.
Pero al mismo tiempo estos procesos marchan. Marchan virtualmente.
En general, los procesos virtuales no son nuevos para nosotros. Recordemos cómo
las micropartículas penetran a través de las barreras de potencial. Desde el punto
de vista de la teoría clásica, la aparición de las partículas fuera de la barrera sólo es
posible si saltan de dicha barrera. Sin embargo, la ecuación de Schrödinger
demuestra la probabilidad de que una partícula que se halle en un pozo pueda salir
de él sin adquirir ni gota de energía. Y esto también parece que contradice la ley de
conservación de la energía. Efectivamente, para saltar de un modo espontáneo la
barrera de potencial, la partícula tiene que sacar energía de sí misma, y después
esta energía vuelve a desaparecer.
Heisenberg (la segunda, entre la energía y el tiempo, que se dio en las páginas
anteriores) puede aplicarse también a la energía propia de la partícula. En este
caso, por ejemplo, el adelgazamiento del neutrón al emitir un mesón p negativo, o
ΔE = mpc2
ΔE Δt ~ h
obtenemos
Δt ~ h / mpc2
Δt ~ 10-23 segundos
¡Un tiempo insignificante! ¿Qué distancia puede recorrer el mesón p durante este
tiempo? Es evidente que el límite del valor de esta distancia lo establece el hecho de
que el mesón p debe moverse a una velocidad menor que la de la luz. Por esto la
emite será
R = c Δt ~ 10-13 centímetros.
Pero esta magnitud, por su orden, coincide con el radio de acción de las fuerzas
nucleares. ¡Esta coincidencia es muy significativa! Ella confirma que nuestros
razonamientos son correctos.
Así, pues, sorprender a los mesones p en el instante de su escape «ilegal» de unas
se desintegra un millar de millones de veces más deprisa que sus colegas con
carga. Al morir da a luz dos fotones gamma de mucha más energía que los que
aparecen cuando se encuentran un electrón y un positrón.
En esta inestabilidad consiste la seria diferencia que existe entre los mesones p y
los fotones. Los fotones, por ejemplo, pueden variar de energía, pueden incluso
desaparecer en las partículas, cediéndoles su energía. Pero nunca se desintegran.
Nadie ha visto aún que los fotones se dividan en «fotoncitos» más pequeños, que
tengan una energía menor que la de sus precursores.
¡Como ha complicado el mesón p el cuadro trazado por Tos físicos de las relaciones
El secreto de la interacción
De todos los campos que conoce la ciencia, el campo electromagnético es el que
mejor se ha estudiado hasta ahora. Es mucho lo que se conoce de cada una de las
«caras de su medalla», es decir, de los campos eléctrico y magnético. El campo
eléctrico lo crean tanto las cargas en reposo como las cargas en movimiento: el
campo magnético, solamente les últimas. Como toda interacción de partículas con
carga esté ligada con su movimiento y en él se manifiesta, puede decirse en general
que en cualquiera de estas interacciones interviene un campo conjunto,
electromagnético.
se mueve junto al otro siguiendo no una línea recta, sino cierta curva. De igual
modo que una bola, cuando rueda por un lienzo combado por otra bola que
descansa en él.
Pero esta curvatura está determinada por la masa, y no por la carga. A ella lo
corresponde otro campo, el de gravitación.
Segunda idea: el electrón infringe la homogeneidad del vacío alrededor suyo. En
efecto, considerando que el vacío está lleno de electrones que aún no han nacido,
nuestro electrón debe repeler los electrones del vacío. Y cuando se presenta el
compañero de nuestro electrón, está claro que debe actuar análogamente sobre el
vacío.
Pero la repulsión de los electrones «verdaderos» y del vacío es mutua. Por lo tanto,
los electrones del vacío procurarán apartar de sí el primer electrón y lo mismo harán
con el segundo. Esto se pone de manifiesto en la repulsión mutua de nuestros dos
electrones.
No obstante, pensándolo bien, esta deducción no es del todo «honrada». Porque lo
que queremos explicar es la repulsión. Y al mismo tiempo la introducirnos sin
explicarla para los electrones «verdaderos» y para los del vacío. Cambiamos de
caballo, pero no dimos ni un paso adelante.
Esto es así en realidad. Pero, a pesar de todo, la idea de la interacción de las
partículas a través del vacío resulta ser fructífera. Para esto basta suponer que el
electrón puede emitir fotones espontáneamente.
El electrón puede emitir fotones. Ya vimos que esto ocurre cuando salta en las
capas atómicas.
Pero en esto caso varía su estado energético. Exacto. ¿Y si el electrón libre y en
reposo emite un fotón y después vuelve a absorberlo rápidamente? Entonces la
energía del electrón permanece invariable. Y el proceso de emisión resultará
prohibido desde el punto de vista clásico. La mecánica cuántica, como ya hemos
visto, permite estos procesos, pero con una condición: que no salgan del marco de
la relación de indeterminación.
La rapidez con que el electrón emite y vuelve a capturar el fotón sólo debe
depender de la energía de dicho fotón. Cuanto mayor sea la energía del último, con
tanta mayor rapidez deberá efectuarse esta operación.
Sin embargo, mientras el fotón está fuera del electrón tiene tiempo de explorar el
espacio próximo al progenitor que lo lanzó. ¿Hasta qué distancia se extiende este
espacio? Hasta el infinito. Porque el electrón puede emitir fotones de energía muy
diversa y, por lo tanto, de energía tan pequeña como se quiera. Estos electrones
pueden alejarse de su progenitor tanto como se quiera. No obstante, para los
fotones de frecuencia completamente determinada, el radio de acción es del orden
de su longitud de onda. Para los fotones de luz visible esta distancia es del orden de
fracciones de micra.
Está claro que los fotones no se limitan a desempeñar el papel de observadores. Si
en su camino se encuentran con fotones emitidos por el otro electrón, se produce lo
que en los partes de guerra se llama choque de patrullas. Como resultado de este
choque puede ocurrir que parte de los fotones se disperse y no retorne a sus
progenitores. Por ejemplo, que sean absorbidos por el compañero.
Al parecer, la violación de la ley de conservación de la energía es ahora no virtual,
sino completamente clara. Sin embargo no es así. La energía de los electrones varía
exactamente tanto, como energía tienen los fotones que no retornan, y el resultado
es que ambos electrones se alejan en sentidos distintos. En efecto, cuanto más lejos
estén los electrones uno de otro, tanto menor será la energía de su interacción.
En cambio, la energía total de los fotones y de los electrones seguirá siendo la
misma que «al principio». Ponemos esto entre comillas porque en la interacción de
dos electrones no existe principio ni fin. La interacción no se puede conectar y
desconectar. Por muy alejados que se encuentren los electrones uno de otro,
siempre se encontrarán en acción mutua.
Y, a pesar de todo, esta explicación no nos satisface plenamente. Parece que el
campo está ligado a su creador. Sin embargo, sabemos que los fotones son muy
independientes.
Para mayor satisfacción puede introducirse otro proceso virtual más. De este
proceso ya hemos hablado; se encuentra en la realidad. Un fotón con suficiente
energía, emitido por el electrón, puede durante su corta vida «permitida»
transformarse en la pareja formada por un electrón y un positrón.
Así, en vez de un electrón, durante un instante tendremos dos electrones y un
positrón. Pasa este instante, y el electrón vuelve a estar solo. ¿Pero cuál de los dos
eso, no existe ni la menor posibilidad de saber cuál de ellos fue el que capturó el
fotón emitido.
Pero el resultado de este intercambio no es virtual, sino completamente real: los
electrones tienden a alejarse lo más posible unos de otros. Incluso cuando la
distancia entre ellos es muchas veces mayor que su grado de «borrosidad de
vacío», los fotones los alcanzan y los alejan todavía más entre sí. Sólo que, cuanto
mayor sea esta distancia, tanto menos enérgicos serán los fotones que puedan
vencerla y, por consiguiente, tanto menor será la energía transmitida a los
electrones en su intercambio de fotones y tanto más débil la repulsión entro ellos.
Esto precisamente es lo que dice la ley de Coulomb. La interacción electrónica lo
penetra todo.
Y en ella toman parte no dos electrones, como hemos considerado para simplificar
los razonamientos, sino absolutamente todos los electrones del Universo. ¡El campo
electromagnético de extensión inconmensurable puede hallarse en cualquier rincón
del mundo infinito!
La interacción del electrón y el positrón, del electrón y el protón, y en general de
todas las partículas con carga de signo contrario, tiene también esta naturaleza
virtual. Pero en este caso la consecuencia real del intercambio de fotones no será el
alejamiento mutuo, sino la aproximación de las partículas.
La naturaleza es bifronte. A ella le impone la unidad y la lucha de contrarios. Dos
partículas con cargas de signo contrario y masas iguales, es decir, con simetría
especular, cuando se encuentran, «saltando del espejo», compensan sus cargas y
se convierten en cuantos del mismo campo que efectúa su interacción.
resultó ser suficiente para que los dos estados antedichos que se confunden en el
átomo de hidrógeno», dejen de confundirse, para que el electrón pueda pasar de
uno de ellos al otro, desde el segundo piso al apartamento entro pisos, ahora
verdadero, y desde él al primer piso.
Es cierto que sólo se consiguió descubrir el paso del segundo piso al apartamento
entre pisos. Pero esto era suficiente: lo demás, como suele decirse, se realiza
automáticamente.
¿Qué valor resultó tener la adición, debida al vacío, a la energía del electrón del
hidrógeno? Si por medio de la relación de Planck se reduce a frecuencia, resulta que
no se encuentra en la región de los rayos gamma y ni siquiera en la de la luz visible,
sino en el intervalo de... las ondas radioeléctricas de alta frecuencia.
Por esta razón, el importante fenómeno mencionado no se consiguió descubrir por
los métodos espectrales ordinarios. Pero cuando después de la segunda guerra
mundial se construyeron generadores de radiofrecuencias y con sus ondas se
irradiaron átomos de hidrógeno, éstos resonaron inmediatamente a la frecuencia
correspondiente a la adición del vacío. En el espectro de radiofrecuencias del
hidrógeno, en el lugar correspondiente a esta frecuencia, apareció un pozo
profundo: el electrón del hidrógeno absorbía activamente los cuantos de esta
frecuencia.
Poco tiempo después se descubrió el segundo efecto de vacío. Con anterioridad
mencionamos dos imancitos electrónicos. Uno de ellos era debido al movimiento del
electrón en torno al núcleo atómico y el otro, al movimiento de espín del electrón.
En el campo magnético estos dos imancitos se sumaban resultando un imancito
único de fuerza determinada.
Los físicos midieron del modo más exacto la fuerza de este imancito. Y resultó que
su magnitud era un poquito mayor que la suma de cada uno de los sumandos. ¡Otra
vez este poquito! Y otra vez no les quedó a los físicos más remedio que reconocer
que esta adición a la fuerza del imancito era debida a la interacción del electrón con
el vacío.
Y aquí la explicación se parece a la anterior. El electrón que se mueve en el átomo
repele a los electrones del vacío a lo largo de toda su trayectoria, de un modo
semejante es como un barco, que cuando está parado sólo desplaza el agua que
hay debajo de él, cuando se mueve provoca además el movimiento del agua. La
transmisión del movimiento del electrón al vacío, hace que en éste se produzca una
corriente de electrones de vacío. La acción magnética de esta corriente virtual se
suma a las que responden al movimiento del electrón «verdadero».
La mecánica cuántica, que está completamente empapada de virtualidades, no sólo
pudo explicar estos fenómenos extraordinarios, sino que también pudo calcularlos. Y
los resultados de los cálculos coincidieron brillantemente con la experiencia.
¡Cómo puede hablarse, después de esto, de «fantasías» de los físicos! No, a los
procesos virtuales hay que guardarles el respeto debido.
años cincuenta se descubrieron unas partículas cuya masa era mayor que la del
protón y el neutrón, eran los hiperones. Y, finalmente, los rayos cósmicos le hicieron
a los físicos un regalo de extraordinario valor (más adelante se comprenderá esto),
el grupo de los mesones K o kaones.
Y cuando empezaron a funcionar las gigantescas máquinas aceleradoras de
protones hasta velocidades próximas a las de la luz, pronto se descubrieron otras
dos partículas que con su aparición confirmaron una vez más que las predicciones
de la teoría de Dirac son correctas. Estas partículas son el antiprotón y el
antineutrón. Examinemos ahora detenidamente la lista de trofeos. Ante todo se ve
en ella que las masas de las partículas están comprendidas entre unos límites muy
amplios: desde la masa nula del neutrino hasta la de más de cuatro mil masas del
electrón del hiperón delta de «resonancia». Al mismo tiempo las partículas están
distribuidas según sus masas de un modo no uniforme. Se reúnen en grupos de
dos, tres y hasta cuatro, con masas relativamente próximas entre sí.
Las cargas y los espines de las partículas son mucho menos diversos. Si se
consideran solamente las partículas «verdaderas» (es decir, no de «resonancia»),
sus cargas eléctricas sólo tienen tres valores (+1, 0 y -1, donde se toma como -1 la
carga del electrón), y los espines, también tienen 3 valores únicamente (0, 1/2 y 1).
La mayoría de las partículas de esta lista no son estables: su vida dura por término
medio desde mil segundos (neutrones) hasta cuatrillonésimas de segundo (mesones
e hiperones de «resonancia»). Pero estos dos tipos son extremos a su manera. Los
mesones e hiperones «ordinarios» tienen una vida media de cienmillonésimas a
diezmilmillonésimas de segundo.
Sin embargo, no hay que confundir la vida de las partículas con el tiempo que dura
su existencia en nuestro mundo. Tomemos, por ejemplo, el positrón. Este es
realmente estable en el sentido de que no se desintegra en otras partículas. Pero en
nuestro mundo vive muy poco: en cuanto se encuentra con un electrón, por lo
general, desaparece rápidamente. Por otra parte, los mesones p, que libres son
masa que el neutro, cuya masa, claro está, debe tener una procedencia
completamente nuclear. Aparentemente está claro también por qué en este caso las
partículas ligeras no forman tríadas. El campo nuclear se caracteriza por el hecho de
que sus cuantos tienen una masa en reposo distinta de cero, mientras que los
cuantos del campo electromagnético, es decir, los fotones, carecen de ella. El
electrón y el positrón y ambos mesones mu tienen una procedencia claramente no
nuclear, sino electromagnética, por eso entre ellos no puede haber una partícula
neutra. Por lo tanto quedan dos posibilidades únicamente, la partícula positiva y la
negativa, es decir, una diada.
Sin embargo, para los mesones K no sirve esta explicación. Los mesones K neutros
tienen más masa que los cargados. Aquí el campo electromagnético parece
«restarse» del nuclear.
Para tener en cuenta la regularidad de las agrupaciones de partículas, los físicos
introdujeron el concepto de espín isotópico. Este espín sólo tiene una lejana
analogía con el ordinario. Recuerde una de las tres preguntas difíciles que los
especialistas en espectroscopía les plantearon a los teóricos: ¿por qué se desdoblan
las rayas espectrales en tres (y más) «satélites» próximos?
Para explicar este fenómeno hubo, como ya dijimos, que «idear» el espín.
Precisamente a la pequeña diferencia de las energías electrónicas en los átomos,
cuando es distinta la orientación del espín, deben su origen los «satélites» de la
raya espectral principal.
«Por analogía», los teóricos se figuraron el grupo de partículas próximas por sus
masas, como una partícula escindida en partículas satélites en virtud de la
existencia del campo electromagnético.
Y las reglas para el espín isotópico resultaron en general ser las mismas que para el
espín ordinario. Si el espín es nulo, la raya no se desdobla, la partícula sigue siendo
una sola, cerca de ella no hay otras. Si el espín es igual a la mitad, la raya se
transforma en un doblete, es decir, en dos rayas «mellizas»; un doblete así forman
Figura 22
En el ángulo inferior izquierdo de esta placa aparece una huella gruesa de mesón m-
un neutrino y un antineutrino.
Los mesones p, por regla general, no se desintegran directamente en electrones.
Primero dan a luz mesones m. Y aquí somos testigos de que los campos nuclear y
¿Por qué los mesones p se desintegran en dos partículas y los mesones m, en tres?
puede llevarse toda la masa del mesón m, hace falta además un neutrino, el cual
espín dirigido en sentido contrario al del mesón mu que nace. Estos dos espines se
compensan entre sí, dando en total cero, lo que es igual al espín del mesón p
inicial.
Cuando se trata de los hiperones, el producto estable final de su desintegración es
frecuentemente el protón. Al mismo tiempo, los hiperones emiten también mesones
p. Dos mundos y dos límites de transformaciones: el electrón, de las partículas
pesadas.
Sigamos adelante. ¿Existe alguna ley que permita, de todas las variantes posibles
de desintegración de las partículas, elegir solamente una o, en último caso, dos?
Algunas peculiaridades de esta selección ya las hemos señalado. Por analogía con la
física clásica las llamaremos leyes de conservación. Las observaciones demuestran
que en las desintegraciones se conservan la carga total y el espín total de las
partículas. Pero estas leyes permiten aún cierta arbitrariedad en la elección de la
variante de desintegración.
Había que buscar algunas regularidades adicionales de la desintegración que
estrecharan todavía más el camino que pueden seguir las partículas inestables al
y más altas y por tiempos muy pequeños, respectivamente, con relación a las
indeterminaciones, fue llamado por los físicos interacción fuerte. El tiempo
característico para ella ya lo hemos calculado: es del orden de 10-23 segundos.
El proceso siguiente por su fuerza y duración es la interacción electromagnética.
Precisamente como resultado de este proceso, al encontrarse un electrón y un
positrón originan dos fotones gamma. A este tipo corresponden también la
desintegración, antes considerada, del mesón p0 neutro en fotones gamma. La
«universal», que afecta a las partículas de todos los grupos, como puede verse en la
tabla, es del orden de 10-10 segundos.
¿Por qué, si no, puede marcársele una ruta recta y corta a los «esquiadores
rápidos» mientras que a los «lentos extraños» hay que ponerles tantos banderines
de prohibición? O, ¿por qué hay que marcarle dos rutas al extraño mesón K, cuando
a los demás «esquiadores», por lo general, les basta con una?
Sobre esto hablaremos ahora. El estudio de las desintegraciones de los mesones K
permitió hacer el descubrimiento más grande de la física de las micropartículas,
después del de los efectos de vacío. Vamos a referirnos a cinco palabras que
recorrieron las páginas de muchas revistas del mundo y fue usted probablemente
conoce: «no conservación de la paridad».
eran tres partículas, sólo que los mesones K neutros eran más pesados, en vez de
más ligeros, que sus colegas.
Los físicos continuaron observando las huellas dejadas por los mesones K en las
placas fotográficas. Las partículas con carga creaban huellas ordinarias que
frecuentemente se interrumpían. En los puntos de interrupción aparecían huellas
más delgadas. Los científicos sabían lo que esto significaba: los mesones K se
desintegraban en partículas más ligeras. El estudio de estas huellas secundarias
demostró que pertenecían a mesones p. A una investigación igual, aunque más
De este modo, los mesones K neutros unas veces se desintegraban en tres mesones
p, y otras, en dos, mientras que todas las demás partículas se desintegraban en las
Figura 23
θ».
¿Pero qué había en esto de enigmático? ¿Por qué no podía el mesón K desintegrarse
como se ha dicho antes? La ley de conservación de la energía no se lo prohíbe, las
de conservación del impulso y del espín, tampoco.
No obstante existe una prohibición, que viene expresada por una ley de la cual no
hemos hablado hasta ahora, porque no ha sido necesario. Esta prohibición,
establecida por la mecánica cuántica, se llama ley de conservación de la paridad.
negativo se mantiene en la posición que tenía durante la toma, y, en este caso, las
reflexiones sólo son dos.
Cuando nos mira alguien, nos ve como nosotros nos vemos en el espejo. En
cambio, la fotografía nos muestra no como nos ven los demás, sino como somos en
realidad.
Las imágenes fotográfica y especular coincidirían únicamente en el caso ideal, es
decir, si la persona tuviera la cara completamente simétrica. Pero esto ocurre muy
pocas veces. A la naturaleza le gusta el frío orden de la simetría, pero nunca se
priva de la satisfacción de amenizar la vista violando dicha simetría.
Pero he aquí lo más importante: la reflexión doble, independientemente de que el
objeto sea simétrico o no, siempre restablece la forma positiva. Algo así como
menos por menos da más y más por más también da más. Cuando nuestro rostro
se refleja dos veces en espejos, todos sus «menos» (asimetría) no alteran la
imagen.
Figura 24
Las funciones de onda tienen estas mismas propiedades. Estas funciones son
funciones matemáticas ordinarias, entre las cuales se encuentran con mucha
frecuencia el seno y el coseno. Dibújelas en un papel y acérquelo a un espejo. Verá
usted que el seno «al otro lado del espejo» se invierte, se ve patas arriba. Esto,
Figura 25
Con el tiempo, el concepto de paridad fue trasladado de los estados atómicos a las
distintas partículas. Se comenzó por el fotón, y después se fueron poniendo las
etiquetas a las demás partículas. El electrón, por ejemplo, resultó ser una partícula
impar.
Ya hemos dicho antes que el espín del electrón está orientado de un modo
completamente determinado con respecto a la dirección de su movimiento. Por
ejemplo, si el electrón se mueve hacia la derecha, su espín mira hacia arriba; si
hacia la izquierda, mira hacia abajo. Pero hagamos la prueba—mental, claro está —
de reflejar el electrón en un espejo. Veremos que, si el electrón se mueve hacia la
derecha (en el espejo, hacia la izquierda), su espín seguirá mirando hacia arriba, lo
mismo que antes. Porque el espejo sólo cambia lo derecho en izquierdo, pero no
invierte la imagen. El sentido que tiene el espín del electrón especular no existe en
el electrón normal. Por lo tanto, el electrón es claramente una partícula impar. Si
fuera par, en el espejo se vería lo mismo que es en realidad.
desintegración en tres mesones p dice que es una partícula impar (porque menos
partícula con dos paridades. No, ¡esto no puede tolerarse! ¡Sería lo mismo que
admitir que un espejo es curvo y plano al mismo tiempo! ¡En qué situación más
grave puso el mesón K a la mecánica cuántica!
Figura 26
Mundo y antimundo
Ya dijimos en una ocasión que en el mundo próximo a nosotros los positrones son
huéspedes raros. De esto puede sacarse la conclusión, en particular, de que el
mundo de las partículas no es simétrico: la helicidad derecha se encuentra en él con
mucha más frecuencia que la izquierda.
Esto no debe extrañarnos. Basta contemplar nuestro mundo de las cosas grandes.
Los caracoles, en su mayoría, presentan «helicidad» izquierda: su concha se arrolla
hacia la izquierda. En la química son conocidas las llamadas moléculas
esteroisómeras, que son imágenes especulares una de otra. Entre ellas se
encuentran más a menudo unas veces las isómeras derechas y otras, las izquierdas.
Finalmente, la mayoría de las personas tienen el corazón a la izquierda, y las
personas «simétricas especulares» de éstas, con los órganos internos situados en el
lado opuesto, aunque las hay, son muy raras. A veces nos encontramos con zurdos,
pero lo más frecuente es que la mano derecha de las personas sea más fuerte que
la izquierda.
Por esto no debe admirarnos la idea de que en el mundo, aún mayor, del cosmos,
puedan existir antimundos, en los cuales todo sea al contrario. Allí, en los
antiátomos, en torno a los antinúcleos, constituidos por antiprotones y
antineutrones, se mueven positrones. Allí, los organismos vivos, si es que existen y
se parecen a los nuestros, deben ser como imágenes especulares de los organismos
terrestres.
Las leyes del antimundo no deben diferir en nada de las leyes de nuestro mundo, si
ambos mundos existen en las mismas condiciones. Pero todas ellas tendrán, por así
decirlo, signo contrario. Por esto, incluso si este antimundo lo tuviéramos bajo los
pies, no nos daríamos cuenta de su existencia.
Lo único que podría conocerse es el límite entre el mundo ordinario y el antimundo.
En este límite se encuentran huéspedes de ambos mundos. Encuentros más
inamistosos que estos no existen. El habitante de nuestro mundo, aún lleno de
benevolencia hacia el antimundo, sería recibido allí siempre en igual forma: sería
convertido por completo en mesones p o K o en fotones gamma enérgicos que, con
Empezaremos por una pregunta que ya nos hemos hecho varias veces, pero cuya
respuesta hemos venido aplazando hasta ahora: ¿qué dimensiones exactas tienen
las micropartículas? Y añadiremos otra: ¿tienen acaso dimensiones exactas estas
partículas?
«¿Qué pregunta es ésa?—podría decirnos un lector inexperto —. Todas las cosas del
mundo tienen dimensiones».
Sin embargo, al lector de este libro ya no le parecerá totalmente evidente esta
respuesta.
Los físicos se vieron obligados durante mucho tiempo a renunciar en general al
estudio profundo de esta cuestión. En parte, esto no permitía hacerlo el propio
formalismo matemático de la mecánica cuántica, que se hacía inservible en cuanto a
las partículas se les atribuían dimensiones. Y por otra parte, como ya vimos, no
existe ninguna posibilidad de medir las dimensiones de las partículas, porque lo
impiden las propiedades ondulatorias, que extienden las partículas por el espacio.
Estas propiedades ondulatorias son la manifestación «externa» de la interacción de
las partículas con sus campos. En otras palabras, el electrón se hace «borroso»
debido a su interacción con otras partículas, entre las cuales se encuentran también
los electrones.
Cómo los físicos se figuran hoy esta interacción, ya lo sabemos. El electrón emite
virtualmente fotones, los cuales interaccionan con los fotones emitidos por las otras
partículas. Como resultado de esto se produce la mutua repulsión o atracción de las
partículas. El electrón está como envuelto en una nube de fotones virtuales, que él
emite y vuelve a absorber. Esta nube es ilimitada: siempre pueden encontrarse
fotones cuya energía sea tan pequeña que la relación de Heisenberg les permita
alejarse cuanto se quiera del electrón que los emitió. La nube fotónica, que extiende
al electrón por todo el espacio, no permite hablar de sus dimensiones exactas.
Sin embargo, esta nube se condensa rápidamente a medida que se aproxima a su
«osamenta». A las distancias en que los fotones virtuales tienen ya suficiente
energía para formar pares electrón-positrón (que son del orden de 10-11
centímetros), ante nosotros aparece el cuadro de electrón «temblón». Y otra vez es
imposible establecer sus dimensiones exactas, porque el electrón sigue siendo
«borroso», aunque sólo sea en una parte relativamente pequeña del espacio.
claro está, no puede ser menor que su energía en reposo. Por esto la vida de los
mesones p es muy corta. Y. por lo tanto, no es grande la distancia a que pueden
alrededor del protón son muy pequeñas, del orden de 10-13 centímetros. A
diferencia del electrón, la «borrosidad» del protón, debida a los mesones p es muy
partículas desde fuera, sino que ha sido puesta por la naturaleza en la estructura
misma de éstas. Sí, la estructura de las partículas en cada instante está
determinada por todas sus interacciones existentes en realidad. Y, al contrario, el
carácter y grado de las interacciones están determinados por la estructura de las
partículas. En esto consiste la unidad dialéctica de la materia y el campo, de las
calidades propias y las interacciones, la indisoluble comunidad de una insignificante
micropartícula y todo el Universo.
El reverso de la evidencia
¿Cómo empezar esta nueva y enorme tarea? ¿Renunciando a los propios conceptos
de espacio y tiempo, como proponían algunos científicos?
No, esta renuncia colocaría inmediatamente a la física en una situación muy grave.
Ante todo, porque las ideas existentes acerca del micromundo, a pesar de todo su
carácter extraordinario, se basan en los conceptos habituales del espacio y del
tiempo. Renunciar a estos conceptos, asimilados por el hombre literalmente desde
el día de su nacimiento, resulta extraordinariamente difícil hasta para las
inteligencias exentas de prejuicios. Por otra parte, la definición de los fenómenos del
micromundo que no van acompañados de transmutación de las partículas, requiere
de todos modos la introducción de los conceptos de espacio y tiempo, que para esta
definición son muy convenientes.
Existe otro camino mucho más realista: revisar una vez más nuestras ideas acerca
del espacio y el tiempo. Einstein hizo esto por primera vez hace más de medio siglo.
Ahora hay que completar las ideas de Einstein, concernientes al mundo grande, con
las peculiaridades características del mundo de lo ultra pequeño.
¿En qué consiste la verdadera esencia del espacio y el tiempo? Nosotros estamos
tan familiarizados con estos conceptos, que ni siquiera pensamos en el sentido que
tienen. La idea ordinaria nos dice que el espacio es el receptáculo de los cuerpos. ¿Y
nada más? Recapacitemos un minuto acerca de cómo nos formamos la idea del
espacio. Desde su nacimiento empieza el hombre a orientarse no en el espacio
«puro», sino entre los cuerpos que hay en él. Los cuerpos son percibidos por la
vista.
Los objetos nos parecen tanto más próximos, cuanto más campo visual ocupan en
el ojo. Pero esto no es más que un mayor número de fotones emitidos por el cuerpo
y que llegan al ojo. En otras palabras, un objeto nos parece que está tanto más
próximo, cuanto más intenso es en el ojo el campo electromagnético creado por el
objeto. Y viceversa, si el número de fotones que inciden en el ojo es pequeño, esto
nos dice que el objeto es pequeño (y, por lo tanto, hay en él pocos átomos que
emiten fotones) o está lejos (y del número total de fotones emitidos son pocos los
que llegan al ojo).
Sí desde que nacemos tuviéramos que conocer el mundo sólo por medio de los ojos,
nunca podríamos distinguir un objeto pequeño próximo de un objeto grande lejano.
Por ejemplo, a ojo, sin hacer deducciones complementarias, es imposible
determinar a qué distancia de nosotros están los objetos y cuáles son sus
dimensiones. Pero nos ayuda el tacto. Tocando los objetos conocemos su magnitud
(también relativamente, por comparación con nosotros mismos).
Sí no existieran los objetos no tendríamos idea alguna del espacio. No es casual que
de noche, cuando no se ven los objetos, se pierda la impresión del espacio.
Nuestros órganos sensorios, cuyas «indicaciones» sirven de base para formarnos la
idea del mundo grande que nos circunda, son aparatos de medición. Por su
sensibilidad, estos aparatos pueden registrar bien los sucesos cuánticos. Pero el
mundo está hecho de tal forma, que los sentidos registran a la vez muchos millares
de millones de estos sucesos, de manera que, en total, nuestras sensaciones (y
figuraciones) son «promediadas» (o como dicen los físicos, clásicas). Lo
extraordinario de las leyes cuánticas se pone de manifiesto cuando estos sucesos
empiezan a estudiarse uno por uno.
En nuestros cerebros tiene origen material no sólo el concepto del espacio. Si nos
encontráramos entre objetos en los cuales nada variase (en la Tierra sólo podrían
darse estas condiciones a grandes profundidades bajo su superficie; pero los futuros
cosmonautas tendrán que volar años enteros en regiones del cosmos alejadas de
los cuerpos celestes, de modo que, si las velocidades del vuelo no son muy grandes,
el aspecto del cielo no cambiará sensiblemente para ellos durante largos años),
perderíamos por completo la idea del tiempo. Ya dijimos que, en principio, existen
dos tiempos, el «propio», determinado por los procesos físicos (y químicos) que
tienen lugar en el cuerpo dado, y el «común», determinado por grandes
colectividades de cuerpos. En consecuencia, lo mismo que no existe espacio que no
esté relacionado con cuerpos, no existe tiempo que no esté relacionado con
sucesos.
La marcha del tiempo está determinada por los sucesos, es decir, por la trabazón
íntima de las causas y las consecuencias. Cuanto más de prisa se desarrollan los
sucesos, cuanto más rápidamente se suceden unos a otros, es decir, cuanto más
intensas son las interacciones en cualquier sistema de cuerpos, tanto «más de
prisa» parece que pasa el tiempo en él.
Ya dijimos que esta conclusión también se justifica en nuestra propia experiencia.
Un día lleno de acontecimientos «vuela», mientras que un día tranquilo, «se
alarga». Bajo esta sensación subjetiva del tiempo se oculta una profunda base
objetiva.
Capítulo 7
De la mecánica cuántica a...
Contenido:
Definiciones indeterminables
Biografía de la mecánica cuántica
Segunda vida de la mecánica cuántica
Definiciones indeterminables
La masa, la carga, el espín, la paridad... ¡Pruebe a dar una definición exacta a cada
una de estas características de las partículas! Esta definición debe ser
independiente, sin expresar una magnitud por medio de otra, por ejemplo, la masa,
por medio del peso y la carga, por medio de la fuerza de atracción o repulsión.
Puede decirse con toda seguridad que no conseguirá nada. Nosotros usamos con
mucha frecuencia estos conceptos, pero ni un solo físico sabe hoy cuál es el sentido
«profundo» de ellos.
Esta situación es característica de la mecánica cuántica moderna, la cual utiliza
ampliamente los conceptos de masa, carga y otros, tomados por ella de la física
clásica. La mecánica cuántica descubrió características nuevas de las partículas,
como, por ejemplo, el espín, la paridad. Pero acerca del origen de estas
características no puede decir más que sobre el origen de la masa o la carga.
En efecto, ¿qué es la masa? Existen dos respuestas. La primera de ellas es: la masa
es la medida de la cantidad de materia que hay en un cuerpo cualquiera. Esto
puede entenderse como la cantidad de núcleos atómicos (porque en éstos es donde
se concentra en la práctica toda la masa de los átomos) que hay en el volumen
dado de una sustancia. La masa del núcleo podemos figúranosla a su vez como la
cantidad de partículas nucleares, es decir, de protones y neutrones, que hay en él.
Pero en este caso, ¿qué debe entenderse por masa del propio protón? ¿La medida
de la materia que hay en él? ¿Qué medida? ¿De qué materia? El mismo concepto de
medida implica que el objeto a medir puede dividirse en partes todavía más
pequeñas, de las cuales en un caso se tomarán más y en otro, menos. Pero el
Siendo esto así, la masa en reposo resulta ser como una medida de la estabilidad
cualitativa de las partículas. En unas partículas esta masa no es muy grande y las
transformaciones en cuantos pueden darse a energías no muy altas, mientras que
en otras partículas esta masa es mucho mayor y, respectivamente, las partículas
son considerablemente más estables.
Recordaremos que, de acuerdo con las ideas modernas, las partículas, además de
las transformaciones reales, pueden sufrir transformaciones virtuales, que sirven de
base a sus interacciones. Con esto toma la masa otro aspecto más, determinando la
energía de los cuantos virtuales de los campos.
Vemos, pues, como resultado de todo esto, que la esencia de la masa es muy
compleja. Por una parte, la masa es cierta característica de la partícula y, por otra,
la masa entra como factor determinante en todas las interacciones de dicha
partícula.
Es indudable que la esencia de las demás características de las partículas debe ser
igualmente compleja. Hoy todos los problemas relacionados con el esclarecimiento
de esta esencia profunda de las cosas en el micromundo tropiezan con una altísima
montaña aún no conquistada por los físicos. Esta montaña son las interacciones de
las dos formas fundamentales de la materia: la sustancia y el campo.
Las partículas materiales poseen propiedades de campo. Los cuantos de campo
tienen propiedades materiales.
¿Qué es lo «más fundamental», es decir, lo primario: la sustancia o el campo?
Hace un siglo, cuando en la física acababa de introducirse el concepto de campo, la
respuesta a esta pregunta parecía evidente: la sustancia, claro está. Las partículas
de la sustancia crean en torno suyo el campo. Este no es más que un instrumento
auxiliar para tener en cuenta las interacciones entre las partículas. Si no hay
sustancia, no hay campo.
Sin embargo, pasó el tiempo y se supo que el campo puede originar partículas y
que las partículas pueden desaparecer transformándose en campo. ¡Qué le parece
el «instrumento auxiliar»!
Y entonces los físicos dieron otro bandazo. Siguiendo a Einstein, dijeron; lo primario
es el campo, el campo universal único con toda la diversidad de sus
En sus setenta años de existencia, la mecánica cuántica ha pasado por tres etapas
de desarrollo.
La primera etapa puede llamarse así: desde Planck hasta De Broglie. Esta etapa
abarca 25 años, desde el descubrimiento de las propiedades materiales de las ondas
luminosas hasta el descubrimiento de las propiedades ondulatorias de las partículas
de sustancia. Durante estos años, Einstein y Bohr crearon la teoría de las partículas
de luz (fotones) y la primera, y todavía imperfecta, teoría ríe la estructura de los
átomos y de los fenómenos que tienen lugar en ellos.
Con el descubrimiento hecho por De Broglie en 1924 comienza la segunda etapa del
desarrollo de la mecánica cuántica. En un plazo extraordinariamente pequeño—de
unos cinco años—se crea el «instrumento de trabajo» fundamental de la nueva
teoría. Dirac realiza por primera vez en la historia de la mecánica cuántica la
síntesis de ésta con la teoría de la relatividad de Einstein. Durante los años
siguientes, antes de la segunda guerra mundial, se crea la teoría del núcleo
atómico.
Y, finalmente, en lo fundamental durante los años de posguerra, empieza la tercera
etapa: la extensión de la mecánica cuántica a las partículas elementales de la
sustancia y a la segunda forma fundamental de la materia, al campo.
En esta última etapa aumentan extraordinariamente las dificultades que tiene que
vencer la mecánica cuántica. Después de brillantes triunfos, siente por primera vez
la amargura de los fracasos.
Da la impresión de que sus dientes, tan agudos para roer huesos como los átomos y
las moléculas, resultan romos ante otros tan durísimos como la estructura de las
propias partículas elementales y la interacción entre ellas.
Hoy la experiencia marcha ya en esto delante de la teoría. Esperan su explicación
teórica los procesos más recónditos, que tienen lugar en las entrañas de los núcleos
atómicos. Entre los problemas que hay que resolver figuran en el orden del día el de
la naturaleza del concepto mismo de partículas elementales.
La mecánica cuántica no puede por ahora resolver estos problemas. Cada vez se
hace más evidente su carácter limitado, se precisan aquellos de sus límites que
hace veinte años parecían nebulosos y lejanos. Ha llegado la hora de «retocar» la
mecánica cuántica.
¿No se parece esto a la situación en que se encontraba a finales del siglo XIX su
antecesora, la mecánica clásica?
Por una parte, parece que no hay hechos que contradigan los postulados
fundamentales de la mecánica cuántica. Se trata únicamente de su incapacidad para
explicar una serie de fenómenos, incapacidad, por lo visto, de la propia teoría, no de
los científicos. Es posible que sea necesario ampliar un poco su marco, infundirle
nuevas fuerzas, introducir en la mecánica cuántica nuevos postulados importantes
que no contradigan su espíritu.
Pero puede ocurrir que sea imposible introducir estos postulados sin que choquen
con otros introducidos antes. En este caso habrá que lamentarlo, aunque sólo sea
por poco tiempo.
Teorías de poder ilimitado nunca las hubo, ni las hay, ni las habrá. La vida de cada
teoría en la ciencia, lo mismo que la vida del hombre, tiene una infancia tímida, en
que empiezan a echar los dientes, una poderosa juventud, en que la teoría resuelve
con facilidad los más difíciles problemas de enigmas seculares, y una madurez
tranquila, en que se retarda su profundización y la teoría se extiende, abarcando
cada vez más fenómenos, invadiendo la técnica y la industria y estableciendo
contactos con otras ciencias. Finalmente, llega la vejez con sus precursores, los
primeros dientes rotos en los encuentros con nuevos hechos, descubiertos
basándose en ella, pero que ella no puede explicar.
Entonces comienza, a primera vista, un período de estancamiento en la rama de la
ciencia de que se trate. Pero esto no es así. En el silencio de los gabinetes y
laboratorios maduran nuevas ideas que no caben en el marco de la vieja teoría.
Estas ideas, que al principio no llaman la atención, llegan un buen día a volar la
casa en que nacieron. ¡Y ese día da la ciencia un salto adelante!
En esta escala de edades, el puesto de la mecánica cuántica es hoy probablemente
la cúspide de la madurez y el comienzo de la vejez. Muchos son los grandes
adelantos técnicos que a ella se deben. El círculo de los problemas que abarca es
enorme, desde la estructura de las estrellas gigantes hasta las estructuras de los
núcleos atómicos ultrapequeños y de las partículas elementales. Hoy no existe
ninguna teoría física del micromundo que sea más fuerte que la mecánica cuántica.
No existe, pero cada día es más necesaria. Los científicos—y en esta rama de la
física no son pocos los que trabajan — procuran rejuvenecer la mecánica cuántica,
infundiéndole un nuevo contenido que no contradiga sus principios fundamentales, o
quieren cambiar su propio espíritu, buscan caminos más radicales y están
dispuestos incluso a sacrificarla. Pero hasta ahora ninguno de ellos puede jactarse
de haber conseguido notables éxitos.
Cada vez son más los físicos que piensan que hay que concederle la palabra a una
teoría nueva, aún más extraordinaria y «demencial». Los científicos no se asustan
de esta palabra. Toda gran teoría, nueva en principio, encuentra al nacer la reacción
de un viejo. Siempre hay gentes que recomiendan comprobar el estado mental de
su autor. La mecánica cuántica, cuando apareció, para muchos físicos también olía a
«locura». ¿Y ahora? Difícil será encontrar aunque sea un solo científico que niegue
su validez.
Sea como fuere, una cosa está clara: la física se encuentra ahora en el umbral de
un nuevo salto. Y éste no será un salto a lo desconocido. Los científicos ven bien el
curso por el que guían la nave de la nueva física y saben cuáles son sus puntos de
destino más próximos.
He aquí algunos de estos puntos. La sistematización única y rigurosa de todas las
partículas elementales descubiertas hasta ahora y que puedan descubrirse en el
futuro. La estructura y las propiedades recónditas de las partículas de la materia. La
naturaleza de las fuerzas que actúan en los núcleos atómicos. Las leyes exactas de
las interacciones entre las dos formas fundamentales de la materia, es decir, entre
la sustancia y el campo. La mutua conexión y condicionamiento de todas las
propiedades de la materia en movimiento: de la energía y el tiempo, de la masa y el
espacio, y la esencia peculiar del micromundo determinada por esta ligazón.
En este libro hemos expuesto cómo nació y se desarrolló la mecánica cuántica,
cómo se convirtió en la poderosa ciencia de hoy. También hemos hablado de cómo
la mecánica cuántica vence las dificultades actuales de su desarrollo, de cómo busca
la puerta del mundo de las cosas insignificantes por su pequeñez, que bien podría
llamarse «micromicromundo», porque el conocimiento y asimilación de los mundos
inconcebiblemente pequeños es hoy el camino real de la ciencia y la técnica.
esclarece de qué partículas consta el núcleo y se descubre que las fuerzas que
actúan entro las partículas nucleares tienen un carácter extraordinario. Pero las
dificultades del «acceso» a los núcleos atómicos —tanto respecto a su
descubrimiento como a su comprensión— no detienen a los físicos. Transcurren
trece años más y despunta la aurora del siglo atómico. ¡Pero es el resplandor
siniestro y sanguinario de las explosiones atómicas norteamericanas de Hiroshima y
Nagasaki! Parece que este siglo no trae la abundancia, sino la muerte y la
destrucción en masa de la humanidad. Sin embargo, pocos años después amanece
de verdad la nueva era de la ciencia y la técnica: ¡en el año 1954 comienza a
funcionar en la Unión Soviética la primera central eléctrica atómica del mundo!
¡El átomo está en manos pacíficas! ¡En estas manos puede hacer milagros! La
fuerza del átomo, que antes había servido para la guerra y la destrucción, fue
puesta por los científicos soviéticos al servicio de la paz y de la creación.
En el crisol del reactor atómico, donde se agitan los flujos de neutrones
desintegrando los núcleos de los átomos pesados y produciendo calor y corriente
eléctrica, halló su primera y magnífica realización técnica la mecánica cuántica.
Después emprendieron los científicos la tarea de obtener energía de los núcleos
ligeros, en primer lugar de los núcleos de los isótopos del hidrógeno. Y otra vez los
dos mundos de la Tierra, el mundo del socialismo y el mundo del capitalismo,
pusieron de manifiesto en estos intentos de los científicos su verdadera esencia.
Mientras que en los EE.UU. todas las fuerzas de los mejores físicos e ingenieros
fueron lanzadas a la creación de las «superbombas» de hidrógeno, la Unión
Soviética consideró más importante el objeto humano de este trabajo, es decir, la
utilización de las reacciones termonucleares para la energética pacífica.
Esta noble tarea la resuelven los científicos soviéticos dándole cada vez mayor
envergadura. El fin que se proponen es seductor: alejar la amenaza del
empobrecimiento de las fuentes de energía que hay en la Tierra un millar de años
más, asegurando la posibilidad del desarrollo sin trabas de la sociedad humana
durante muchos años.
Y en este trabajo pesa también la palabra de la mecánica cuántica. Ella fue
precisamente la que calculó la marcha de las reacciones termonucleares y permitió
predecir su enorme ventaja energética.
8
Se refiere a la novela de Aleksei Tolsfni (N. del T.)
FIN