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Había una vez un halcón que amaba tanto a su amo que apenas su amo le llamaba, el animal estaba

ya junto a él.
El gallo, por el contrario, huía de su dueño y gritaba cuando se le acercaba.
Dijo un día el halcón:
–ustedes los gallos no son agradecidos; pertenecen a una raza inferior: no se acercan a sus amos
excepto cuando les dan comida. ¡Qué distintos de nosotros, pájaros salvajes! Somos fuertes, nuestro
vuelo es más rápido que el suyo y, sin embargo, no huimos de los hombres; por el contrario, nos
posamos en sus manos cuando nos hablan y siempre nos acordamos de que los debemos nuestro
alimento.
El gallo le respondió:
–no huyen ustedes de los hombres, porque nunca han visto un halcón asado, mientras que nosotros
todos los días vemos un gallo en el horno.

Las liebres, reunidas cierto día, se lamentaban de su suerte, –nosotras las liebres –decían– estamos
siempre expuestas a la persecución de los cazadores, de los perros, de las águilas y de todas las
fieras. ¡Mejor será morir que vivir de este modo!
¡Hermanas, vamos a ahogarnos!
Y las liebres se dirigieron al estanque para llevar a cabo su proyecto de suicidio.
Las ranas, cuando oyeron a las liebres, se echaron al agua.
Entonces una de las liebres exclamó:
–¡Alto, hermanas mías! ¡No nos ahoguemos!
Ya veis que la vida de las ranas debe ser peor que la nuestra, puesto que tienen miedo de nosotras.

Una comadreja saltaba sobre unos montículos y estuvo a punto de caerse.


Para evitar la caída, se agarró de un espino, pero sus púas le hirieron las patas. Sintiendo el dolor
Que ellas le producían, y lamiéndose las llagas, le dijo al espino:
—Te pedí ayuda y ¡mira cómo me has tratado!
— ¡Tú tienes la culpa por agarrarte a mí! —Respondió el espino—.
¡Bien sabes lo bueno que soy para enganchar y herir a todo el mundo, y tú no eres la excepción!

Un día, un perro atravesó el río por un puente. Llevaba entre los dientes un pedazo de carne. De
pronto, miró hacia abajo y vio reflejada en el agua su propia figura.
Creyó que se trataba de otro perro que tenía un trozo de carne más grande.
Quiso apoderarse de la carne del otro perro y abrió sus mandíbulas. Al instante, su trozo de carne
cayó al agua.
Un zorro, aunque joven, era muy astuto. Encontró un día el primer caballo que veía en su vida. Y a
cierto lobo que era más joven que él, va y le dice:
–ven corriendo, compañero. He visto a un animal grande y hermoso pastando en nuestros prados.
¡Todavía me bailan los ojos de contento!
–¿Es más fuerte que nosotros? –preguntó el lobo riendo–.
Muéstrame una foto.
–si fuera un fotógrafo o tan solo tuviera una cámara. Pero te aseguró que es asombroso –replicó el
zorro–. Ven. ¿Quién sabe si no es una presa que la suerte nos envía?
Parten los dos donde el caballo, quien no se sorprendió al contemplar a semejantes amigos-
–Señor –dijo el zorro – estos humildes servidores queremos saber su nombre.
El caballo, al que no le faltaba inteligencia, les contestó:
–ustedes mismos podéis leer mi nombre, caballeros; mi zapatero me lo ha escrito en la suela.
La zorra se excusó a causa de sus pocas luces:
–mis padres no me han llevado al colegio; son pobres y no poseen más que un agujero. Pero los de
mi amigo el lobo, que son unos grandes señores, le han enseñado a leer.
El lobo, halagado por estas palabras, se acercó al caballo; pero su curiosidad le costó cuatro dientes
que le arrancó de una patada el caballo, cuando salió corriendo. El zorro al ver al lobo por tierra,
adolorido, sangrante y estropeado.
–Hermano –dijo el zorro–: esta lección justifica lo que me han dicho personas inteligentes: ese
animal te ha escrito en la cara que el prudente desconfía de lo desconocido.

Obligados por la sed, a un mismo arroyo acudieron el lobo y el cordero. En la parte más alta estaba
el lobo, y bastante más abajo el cordero.
Incitado por su gran voracidad, el lobo buscó un motivo de pelea.
–¿Por qué? Preguntó–, ¿has enturbiado el agua que estoy bebiendo?
El animal lanudo repuso atemorizado:
–¿Cómo puedo hacer, oh, lobo, lo que dices? El agua corre desde donde tú estás hasta donde yo
bebo.
Rechazado por la fuerza de la verdad, el lobo dijo:
–hace seis meses hablaste mal de mí.
–Todavía no había nacido –respondió el cordero.
–¡Pues fue tu padre, entonces, el que habló mal de mí!
–Insistió, el lobo. Y cogiéndole le devoró con injusta muerte.

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