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Capítulos 1 – 10

INTRODUCCIÓN

El Evangelio de Juan tiene un carácter especial, el cual ha


impresionado las mentes de todos quienes le han prestado un poco de
atención, incluso aunque ellos no siempre hayan entendido claramente
qué fue lo que produjo este efecto: no solamente impresiona la mente,
sino que atrae el corazón de un modo que no se encuentra en las otras
partes del santo libro. La razón de esto es, que el Evangelio de Juan
presenta la Persona del Hijo de Dios - el Hijo de Dios descendido tan bajo,
que Él puede decir, "Dame de beber" (Juan 4). Esto atrae el corazón, si
el corazón no está totalmente endurecido. Si Pablo nos enseña de qué
manera un hombre puede ser presentado ante Dios, Juan presenta a Dios
ante el hombre. Su tema es Dios, y la vida eterna en un hombre,
prosiguiendo el apóstol con el tema en la Epístola (1 Juan), mostrándonos
esta vida reproducida en quienes la poseen al poseer a Cristo. Yo hablo
solamente de los rasgos principales que caracterizan estos libros; pues,
es innecesario decirlo, muchas otras verdades, además de las que he
hecho notar, se han de hallar en ellos. De hecho, es el Evangelio de Juan
el que nos entrega la doctrina del envío del Espíritu de Dios, ese otro
Consolador, que va estar con nosotros para siempre.
El Evangelio de Juan se distingue muy claramente de los otros tres
evangelios sinópticos, y haremos bien en hacer una pausa por un
momento para considerar el carácter de estos últimos, especialmente en
cuanto esto involucra la diferencia entre ellos y el evangelio de Juan.
Los tres evangelios sinópticos, Mateo, Marcos, y Lucas,
proporcionan los detalles más preciosos de la vida del Salvador aquí
abajo, de Su paciencia y de Su gracia: Él fue la expresión perfecta del
bien en medio del mal; Sus milagros (con la excepción de la maldición de
la higuera, el cual expresó la verdad en cuanto al estado de Israel, es
decir, del hombre en posesión de todos los privilegios que el hombre pudo
disfrutar de parte de Dios) no fueron solamente una confirmación de Su
testimonio, sino que todos ellos eran milagros de bondad - la expresión
del poder divino manifestado en bondad. Aquí encontramos el bien; Dios
mismo, quien es amor, actuando, aunque, en un cierto sentido, aún
escondido, conforme a la gracia que pronto iba a ser claramente revelada.
De esta manera el bendito Salvador fue presentado al hombre, para ser
reconocido y recibido: Él fue ignorado y rechazado.
Se ha hecho notar a menudo que cada uno de los tres evangelistas
presenta al Salvador en un aspecto diferente: Mateo nos presenta a
Emanuel en medio de los Judíos; Marcos, el Profeta Siervo; Lucas
(después de los dos primeros capítulos, los cuales nos presentan el más
interesante retrato de un remanente con quienes Dios estaba, en medio
de un pueblo hipócrita y rebelde) nos presenta al Hijo del Hombre, más
en relación con lo que existe en el presente; esto es, la gracia celestial;
pero todos los tres, en lo medular, presentan al Salvador en Sus pacientes
modos de gracia en este mundo, para que el Hombre pueda recibirle; ¡y
el hombre le rechazó!
El Evangelio de Marcos, relacionado con el servicio de Jesús, no
tiene genealogía.
Mateo, en relación con los Judíos y las dispensaciones terrenales,
sigue el rastro del Salvador desde Abraham y David, y muestra, asimismo,
las tres cosas que toman el lugar del Judaísmo; es decir, el reino tal como
existe en el tiempo actual (capítulo 13), la iglesia (capítulo 16), y el reino
en gloria (capítulo 17).
Lucas, que nos presenta la gracia en el Hijo del Hombre, sigue el
rastro de Su genealogía hasta Adán. Estos tres Evangelios hablan siempre
de Cristo como un Hombre aquí abajo, presentado a los hombres
históricamente, y ellos siguen su narración hasta que Él es rechazado
absolutamente, anunciando entonces Su entrada en la nueva posición que
Él ha tomado por medio de la resurrección. La ascensión, la cual es el
fundamento de nuestro lugar actual, sólo es presentada directamente en
Lucas; se hace alusión a ella en los últimos versículos suplementarios en
Marcos.
El Evangelio de Juan considera al Señor más bien en otra manera:
nos presenta una Persona divina descendida aquí abajo, Dios manifestado
en este mundo; un hecho maravilloso, sobre el cual todo depende en la
historia del hombre. Ya no se trata aquí de una cuestión de genealogía;
no se trata del segundo Hombre responsable hacia Dios (aunque esto sea
siempre verdadero), y perfecto delante de Dios, y que es todo Su deleite,
al mismo tiempo que vemos en cada página que no se trata ya del Mesías
conforme a la profecía; ya no se trata de Emanuel, Jesús, quien salva a
Su pueblo; ya no se trata más del mensajero que va delante de Su
presencia: en Juan se trata de Dios mismo, como Dios, quien en un
Hombre se muestra a los hombres,* a los Judíos - pues Dios había
prometido que Él vendría - pero ante todo, para apartarlos enteramente
(capítulo 1: 10, 11), demostrando al mismo tiempo que nada en el
hombre podía incluso comprender quien estaba presente allí con él.
Luego, al final del Evangelio, hallamos la doctrina de la presencia del
Espíritu Santo, quién habría de reemplazar a Jesús aquí abajo, revelando
Su gloria en lo alto, y dándonos la conciencia de nuestras relaciones con
el Padre y con Él.

{* Habiendo venido como un Hombre, Jesús nunca deja el lugar de obediencia, y recibe todo
de manos de Su Padre.}
Se ha de observar, asimismo, que todos los escritos de Juan, y
entre ellos su Evangelio, consideran al Cristiano como un individuo, y no
distingue la iglesia, ya sea como el cuerpo o como la casa. Además, el
Evangelio de Juan trata de la vida eterna; él no habla del perdón de
pecados, excepto como una administración presente confiada a los
apóstoles; y, en lo que respecta a Cristo, él trata esencialmente el tema
de la manifestación de Dios aquí abajo, y de la venida de la vida eterna
en la Persona del Hijo de Dios; por consiguiente, él apenas habla en
absoluto de nuestra porción celestial, exceptuando tres o cuatro
alusiones. Pero es tiempo de dejar estas reflexiones generales, para
considerar lo que el propio Evangelio nos enseña.

En primer lugar, entonces, demos una mirada a su estructura. Los


tres primeros capítulos son introductorios: Juan (el Bautista) no había
sido aún encarcelado, y Jesús, aunque enseñaba y hacía milagros, no
había comenzado aún Su ministerio público. Los dos primeros de estos
tres capítulos, hasta el capítulo 2:22, forman un todo. El Capítulo 3 nos
presenta la base de la obra divina en nosotros y por nosotros - es decir,
el nuevo nacimiento y la cruz, esta última introduciendo las cosas
celestiales en cuanto a nosotros, y en cuanto al propio Jesús. En el
capítulo 4, Jesús pasa desde Judea a Galilea, dejando a los Judíos quienes
no le recibieron, y toma el lugar de Salvador del mundo en gracia. En el
capítulo 5, Él da vida como Hijo de Dios; en el capítulo 6, Él llega a ser,
como Hijo del Hombre, el sustento de la vida, en Su encarnación y en Su
muerte. El Capítulo 7 nos muestra que el Espíritu Santo habría de
reemplazarle - la fiesta de los tabernáculos, la restauración de Israel,
tendría lugar después. En el capítulo 8, Su palabra es rechazada
definitivamente; en el capítulo 9, son rechazadas Sus obras: pero aquel
que ha recibido la vista le sigue a Él. Así, en el capítulo 10, Él tendrá Sus
ovejas, y las guardará para mejores cosas por venir. En los capítulos 11
y 12, Dios da testimonio de Él, como Hijo de Dios, por la resurrección de
Lázaro; como Hijo de David, por Su entrada en Jerusalén; como Hijo del
Hombre, por la llegada de los Griegos; pero este título de Hijo del Hombre,
traía con él la muerte, un asunto que es tratado entonces. Betania es una
escena que se destaca por sí misma; María comprendió en su corazón la
posición de Jesús; Aquel que daba vida, Él mismo debía morir. Su título
de Hijo del Hombre cierra la historia de Jesús aquí abajo, introduciéndole
por medio de la muerte y por medio de la redención en una esfera mucho
más amplia de gloria. Pero entonces (capítulo 13), la pregunta surgió
naturalmente, ¿iba Jesús a dejar a Sus discípulos? No; siendo glorificado
en lo alto, Él lavaría sus pies. Pero adonde Él fuera Sus discípulos no le
podían seguir ahora. En el capítulo 14 hallamos los recursos de consuelo
durante el tiempo de la ausencia del Señor: el Padre ya había sido
revelado en Él durante Su vida aquí abajo; cuando Él hubiese regresado
a lo alto, Él habría de enviar otro Consolador; por medio de Él, los
discípulos sabrían que Él estaba en el Padre, y ellos en Él, y Él en ellos. El
Capítulo 15 nos muestra la relación de los discípulos con Él sobre la tierra,
tomando el lugar de los Judíos; el lugar de los discípulos delante del
mundo, el de los Judíos al rechazarle a Él, y luego el Consolador. El
Capítulo 16 nos dice lo que el Espíritu Santo haría cuando viniese; de qué
sería la prueba Su presencia en el mundo, y qué enseñaría Él a los
discípulos, poniéndolos, a la vez, en relación inmediata con el Padre. En
el capítulo 17 el Señor, pronunciándose sobre el cumplimiento de Su obra,
y la revelación del nombre del Padre, sitúa a los Suyos en Su propia
posición delante del Padre y delante del mundo; el mundo es juzgado, en
que ha rechazado al Señor, y los Suyos son dejados aquí en Su lugar. En
los capítulos 18 y 19 tenemos la historia de la condena y crucifixión del
Señor; en el capítulo 20, Su resurrección y la manifestación de Él mismo
a Sus discípulos, así como la misión de ellos. El Capítulo 21 nos presenta
Su entrevista con los Suyos en Galilea, la restauración de Pedro, y la
profecía de Jesús en cuanto a este último, y en cuanto a Juan.

Después de este breve bosquejo del Evangelio como un todo,


entraremos ahora en los detalles de los capítulos.

CAPÍTULO 1

El primer capítulo nos presenta la Persona del Señor en todos sus


aspectos positivos - lo que Él es en Sí mismo. No en Sus caracteres
relativos; Él no es el Cristo aquí, ni la Cabeza de la iglesia, ni el Sumo
Sacerdote - es decir, lo que Él fue, o lo que Él es, en la relación con los
hombres aquí abajo, sean Judíos o Cristianos. Pero es Cristo quien nos es
presentado personalmente así como Su obra.
El capítulo comienza con la existencia divina y eterna de la Persona
de Jesús, el Hijo de Dios, con lo que Él es en la esencia de Su naturaleza,
por decirlo así. Génesis comienza con la creación, y el Antiguo Testamento
nos entrega la historia del hombre responsable en la tierra, la esfera de
esa responsabilidad; Juan comienza con aquello que precedió a la
creación; él comienza todo de nuevo aquí, en la Persona de Aquel que
vino a ser el segundo Hombre, el postrer Adán.
No es, "En el principio creó Dios"; sino, "En el principio era el
Verbo." (o, "En el principio existía el Verbo." Juan 1:1 - LBLA). Todo se
fundamenta en la existencia no creada de Aquel que creó todas las cosas:
al principio de todas las cosas Él estaba allí, sin ningún principio. "En el
principio era el Verbo", es la expresión formal de que el Verbo (la Palabra)
no tuvo principio. Pero hay más en este notable pasaje: el Verbo era
personalmente distinto, "el Verbo era con Dios" (o, "estaba con Dios" -
LBLA); pero Él no era distinto en naturaleza, "el Verbo era Dios." De este
modo tenemos la existencia eterna, la personalidad distintiva, la identidad
de naturaleza, del Verbo; y todo existía en la eternidad. La personalidad
distintiva del Verbo no era, como la gente desearía que fuese, una cosa
que tuvo un principio. "Él estaba en el principio con Dios." (v. 2 - VM). Su
personalidad es eterna como Su naturaleza. Esta es la gran y gloriosa
base de la doctrina del evangelio y de nuestro gozo eterno, lo que el
Salvador es en Sí mismo, Su naturaleza, y Su Persona.
Ahora viene lo que Él es en Sus atributos, siendo tal. Antes que
nada, Él ha creado todas las cosas, y aquí venimos al principio de Génesis.
Tenemos que ver con Él en aquello que Él es; el mundo no es más que lo
que Él ha hecho. Todas las cosas por Él fueron hechas, y no existe nada
creado de lo cual Él no fue el Creador. Todo lo que subsiste, subsiste por
medio de Él. Él era (een); todo lo que comenzó a existir (egeneto)
comenzó "por medio de él." (v. 3 - RVA). Él fue el Creador de todo lo que
existe. (Comparen con Hebreos 1: 2, 10).
La segunda cualidad hallada en Él es que "En él estaba la vida", v.
4. Esto no se puede decir de ninguna criatura; muchas tienen vida, pero
ellas no la tienen en sí mismas. Cristo llega a ser nuestra vida, pero es Él
quien lo es en nosotros. "Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está
en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de
Dios no tiene la vida." (1 Juan 5: 11, 12). Esta es una verdad muy
trascendental, con respecto a Él, con respecto a nosotros, y con respecto
a la vida que nosotros poseemos como Cristianos.
Pero hay más; esta vida es "la luz de los hombres", una palabra de
inmenso valor para nosotros. Dios mismo es luz, y es la luz divina como
vida la que se expresa a los hombres en el Verbo. No es la luz de los
ángeles, aunque Dios es luz para todos, pues Él lo es en Sí mismo, sino
que, como ello está relacionado, está adaptada a otros seres, no a los
ángeles, Sus delicias eran con los hijos de los hombres (Proverbios 8). La
proposición es una que es llamada recíproca; es decir, las dos partes de
la proposición tienen un igual valor. Yo también podría decir así: la luz de
los hombres es la vida que está en el Verbo. Se trata de la expresión
perfecta de la naturaleza, consejos, y gloria de Dios cuando todo será
consumado. Es en el hombre que Dios se hará ver y se dará a conocer.
"Dios fue manifestado en carne . . .Visto de los ángeles." (1 Timoteo
3:16). Los ángeles son la expresión más elevada del poder de Dios en la
creación; pero es en el hombre que Dios se ha mostrado a Sí mismo, y
eso, moralmente, en santidad y amor. Nosotros debemos andar como
Cristo anduvo, ser imitadores de Dios como Sus hijos amados, y andar en
amor, como Cristo también nos amó, y se entregó por nosotros; y
también, somos "luz en el Señor" (Efesios 5:8), pues Él es nuestra vida.
Si conocemos el amor, es en que Él puso su vida por nosotros, y nosotros
debemos poner nuestras vidas por los hermanos (1 Juan 3:16). Si Dios
nos castiga, es para que participemos de Su santidad. Nosotros andamos
en luz, como Él está en luz. Él nos ha escogido en Cristo, para ser "santos,
y sin mancha delante de él en amor" (Efesios 1:4 - RVR1865), que es el
carácter de Dios mismo, un carácter perfectamente realizado en Cristo.
Nosotros nos purificamos, así como Él es puro, sabiendo que seremos
semejantes a Él - siendo transformados en la misma imagen, de gloria en
gloria, como por el Espíritu del Señor - siendo renovados en el
conocimiento conforme a la imagen de Aquel que nos creó. Y esto no es
una regla, aunque en ello está implicada una regla (pues nosotros
debemos andar como Él anduvo), sino una vida que es la expresión
perfecta de ella, la expresión de la vida de Dios en el hombre. ¡Privilegio
inefable! ¡Maravillosa cercanía a Jesús! "Porque el que santifica y los que
son santificados, de uno son todos." (Hebreos 2:11).
La redención desarrolla y manifiesta todas las cualidades morales
de Dios mismo, y por sobre Sus cualidades, Su naturaleza - amor y luz, y
eso en el hombre, y en conexión con los hombres. Nosotros somos,
estando en Cristo, y Cristo en nosotros, el fruto y la expresión de todo lo
que Dios es en la plenitud y revelación de Él mismo. Él mostrará, en los
siglos venideros, las abundantes riquezas de Su gracia, en Su bondad
para con nosotros en Cristo Jesús (Efesios 2:7). Pero entonces, para que
todo esto saliera a la luz, el amor e incluso la luz, una ocasión se debía
presentar; y eso, no en un objeto amable e inteligente en lo bueno (pues
entonces el hombre podía amar), sino allí, donde todo lo contrario a esta
naturaleza se mostraba; fue necesario, asimismo, que se demostrara que
el bien es superior al mal, dejando que el mal tuviese su libre curso. "La
luz resplandece en medio de las tinieblas, y las tinieblas no lograron
sofocarla." (o, "no la comprendieron"; Juan 1:5 - VM). No solamente el
hombre no era luz, no sólo él era tinieblas, sin ninguna vislumbre de la
naturaleza de Dios, sino que en él no había poder de recepción de esta
luz, había oposición de naturaleza. Ellos no vieron ningún atractivo en Él
para desearle. En lo que no fue nada más que la exhibición de la
naturaleza divina en sí misma, fue imposible continuar más allá. En las
cosas naturales, si hay luz, ya no hay más tinieblas; pero en el mundo
moral no es así; la luz, aquella que es pura en sí misma, y manifiesta
todas las cosas, está allí, y no se percibe quien está allí. "¿No es éste el
hijo del carpintero?" (Mateo 13:55). "Si conocieras . . . quién es el que
te dice: Dame de beber." (Juan 4:10). "Si éste fuera un profeta." (Lucas
7:39 - LBLA) - es un juicio claro, afirmando que Él no es un profeta,
cuando Dios está allí, y se muestra Él mismo como tal. Puesto que lo que
Dios es en este mundo revela lo que hay arriba, la mente que reina allí
no se asocia con un solo principio que gobierna el corazón y las
costumbres de los hombres. En ese corazón no hay ningún conocimiento
de pecado, ningún conocimiento de Dios, ningún conocimiento del estado
en el que nos ha sumergido el pecado; el propio pecado es estimado
conforme al mal que nos ha hecho a nosotros, no conforme a su oposición
a la naturaleza de Dios, aunque admito que se adquirió una conciencia
por medio de la caída; el egoísmo se ha convertido en el punto de partida
de todo. Entonces, cuando la luz viene, la cual, por el contrario, muestra
lo que el pecado es, dónde este ha colocado al hombre moralmente
delante de Dios, todo es juzgado según el egoísmo como punto de
partida; y la manifestación de Dios no halla ninguna entrada en el
corazón. Este es un campo desconocido para el hombre: es la verdad, y
el hombre está en un estado de falsedad, ya que se halla sin Dios, y no
entiende nada aquí. Dios es luz; y cuando Él se manifiesta tal como Él es,
pero adaptado al hombre, tal es el estado del hombre que nada responde
a esta manifestación. Si la conciencia, que es de Dios, es alcanzada, el
odio de la voluntad es despertado (Vean el final de Hechos 7 y Juan 3:19).
Tenemos, entonces, de una manera abstracta, en estos cinco
primeros versículos, lo que el Señor es, divinamente, en Sí mismo; y junto
con esto, al final, el efecto de Su manifestación en medio de los hombres,
tal como ellos eran, aún de una manera abstracta. De este modo, es como
luz que Él es presentado aquí; no es amor lo que se revela. Descendido
aquí como amor, Él ha estado activo, tanto hacia el mundo, como
eficazmente hacia los Suyos, lo que implica la cruz, es decir, la luz
rechazada. Pero lo que se nos presenta aquí es lo que el Señor es, no lo
que Él hace en actividad divina. Los versículos 16 - 19 del capítulo 3 nos
entregan el resumen de lo que Él es en estos dos pormenores. Dios es
amor; pero Cristo era la actividad de este amor, conforme a la naturaleza
y al establecido propósito de Dios. (Comparen el versículo 17 del capítulo
que estamos examinando.). La ley demandaba del hombre aquello que el
hombre debía ser; en Cristo algo "vino" de Dios - luz y amor; pero este
tema nos ocupará más plenamente en un momento más. Yo sólo repito,
que lo que nos es dado leer, hasta el presente, es lo que el Señor es en
Sí mismo, pero en el carácter que pone al hombre a prueba, que muestra
lo que el hombre es; y el pasaje finaliza con el efecto de la manifestación
de lo que Él es, sin que Él sea nombrado. Esta Luz se puede manifestar
allí, donde no hay nada que responda a ella: no es sofocada (no es
comprendida). Se trata de incapacidad moral, no de odio; este último se
opone al amor.
Podemos observar que, al ser hechos participantes de la naturaleza
divina, nosotros llegamos a ser luz (Efesios 5:8). Nunca se dice que
nosotros somos amor. Dios es soberano en Su amor, sin duda es Su
naturaleza, en comunión, y en bondad, y en misericordia, pero libre.
Nosotros somos hechos participantes de esta naturaleza, y andamos en
amor, ya que el amor ha sido manifestado en Jesús, debido a que Él es
nuestra vida; pero es en obediencia que nosotros andamos así, es un
deber, un gozoso deber - fácil, si andamos con gozo, y más fuerte que el
mal, pero no libre, como si tuviera su fuente en nosotros mismos. No
podemos decir que nosotros somos el amor supremo, una fuente de la
que surge el amor; pero el nuevo hombre es santo en sí mismo; es eso
lo que él es, aunque esto sea, en nuestro caso, en relación con un objeto.
En el versículo 6 y los siguientes, comenzamos la historia: Cristo
tenía que aparecer. No se trata de lo que Él es de forma abstracta; ahora
hallamos a un precursor - Juan el Bautista. Dios, en Su bondad, no se
satisfizo dando la luz: Él la anuncia - mediante otro, como para atraer la
atención de los hombres. Juan el Bautista da testimonio de la Luz, pero
aquí es para que todos puedan creer, y no solamente para Israel: Juan el
Bautista no era la Luz, pero él vino para dar testimonio de Aquel que era
la Luz. Ahora la Luz verdadera es Él quien, viniendo a este mundo, es luz
para todo hombre, Fariseo o pecador, Judío o Gentil. Él es la Luz, quien,
venido desde lo alto, es eso para todos, ya sea que Él sea rechazado o
recibido: para un Simón o un Herodes, para Natanael o para Caifás. Él es
la expresión de Dios, y de la mente de Dios para todo hombre, cualquiera
que sea el estado en que él esté. El asunto aquí no es el de la recepción
de la luz en el corazón. En ese caso se trata de una cuestión del estado
del que recibe; aquí, se trata del hecho de la aparición de la Luz en este
mundo. Ella estaba en el mundo en la Persona del Salvador; el mundo por
Él fue hecho; pero cuando Él estuvo en el mundo, el mundo no le conoció:
Él vino a lo Suyo, los Judíos, Él, quien era su Jehová y su Mesías, y los
Suyos no le recibieron (v. 9 - 11).
Este es el resultado de la manifestación de la Luz en medio de los
hombres, históricamente - incapacidad para entenderla, y rechazo cuando
se dirigió directamente a quienes ya habían estado en relación con ella
mediante las promesas y las profecías, y quienes habían recibido la ley de
parte de ella, la norma de la vida humana - aunque permaneciendo
siempre Luz. Algunos, sin embargo, la recibieron; y a aquellos Él les dio
el derecho de tomar el lugar de hijos de Dios, no se trata de que habían
algunos de mejor calidad, o con una voluntad menos perversa que los
demás; no, ellos nacieron de nuevo, nacidos de Dios; "nacieron no de
sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad de varón, sino de
Dios." (Juan 1:13 - RVA). La revelación exterior de la luz en el Verbo fue
acompañada por un poder vivificador de Dios, el cual le dio una realidad
vital en el alma, al formar la simiente incorruptible de Dios. Como vida,
Cristo estaba allí. El hombre nacía de Dios.
Esto finaliza la exposición del Verbo (la Palabra) como luz en Sí
mismo, y como revelado en el mundo y en medio de los Suyos;
presentado de manera abstracta en los versículos 1-5, e históricamente
en los versículos 7-13, pero, con todo, en su naturaleza como luz, y no
como un hombre; luego, después de todo, si ella era recibida, se presenta
en qué consistía la diferencia.
En el versículo 14, el Cristianismo comienza históricamente. Hasta
eso, es lo que Cristo era, así como también cuál era el estado de la esfera
en que Él fue manifestado. Ahora tenemos lo que Él llegó a ser - "Y el
Verbo se hizo carne." (v. 14 - RVA). No fue una aparición, como en el
Antiguo Testamento, sino que Él tomó un tabernáculo para morar entre
nosotros, aunque no fuese más que por un tiempo. Era un Hombre en
medio de los hombres (Él mantendrá el tabernáculo para siempre); pero
Él ha vivido aquí abajo lleno de gracia y verdad, amor y luz, adaptado al
estado del hombre aquí abajo; entonces nosotros, los creyentes, hemos
recibido de Su plenitud, y gracia sobre gracia; en resumen, como el
unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, Él ha dado a conocer al
Padre. La Palabra hecha carne puso Su morada entre nosotros, y hemos
contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno
de gracia y de verdad (v. 14 - BJ): todos nosotros hemos recibido de Su
plenitud: entonces Él ha dado a conocer al Padre. Él era el Hijo en
manifestación, Hombre en medio de los hombres, la Palabra, que era
Dios, hecha carne. En Él la gracia y la verdad vinieron al mundo; Él es
una fuente plena de gracia para nosotros, de la que todos hemos recibido
abundancia de gracia, y Él ha dado a conocer, también, al Padre.* Esta
es la segunda parte de nuestro capítulo, la historia de la Persona del
Cristo. De esto también Juan el Bautista da testimonio: él no era el Cristo,
sino Su precursor, la voz que clama en el desierto, y quien, al llamar al
arrepentimiento, prepara el camino del Señor.

{* Comparen 1 Juan 4:12, donde la dificultad de que "Nadie ha visto jamás a Dios", es
resuelta de otra manera; esta comparación proporciona la más profunda enseñanza en cuanto
al estado del Cristiano.}

Esto introduce un tercer punto. Entre tanto anuncia Su Persona,


aquel que le presenta se oculta; él no es el Cristo, ni el profeta prometido
por Moisés, ni Elías prometido por Malaquías, sino solamente conforme a
la palabra de Isaías, la voz que anuncia a otro, a quien los Fariseos no
conocían. Aquel que venía después de él, pero que era antes de él, del
cual no era digno de desatar la correa del calzado. Esto se vuelve un
testimonio personal cuando Jesús aparece delante de Juan al siguiente
día. (Versículo 29, y siguientes.) Juan le designa aquí, no como el Mesías,
sino en conexión con Su obra, de la que hay dos partes: Él quita el pecado,
y Él bautiza con el Espíritu Santo.
Jesús es "el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo." (Juan
1:19). El pecado debe ser quitado de delante de Dios. El tiempo vendrá
cuando ya no habrá más pecado delante de los ojos de Dios, ni delante
de los nuestros, un tiempo de eterno reposo para Dios y para nuestros
corazones. ¡Qué verdadero reposo, y cuán bendito para el corazón! Ha
habido un paraíso de inocencia, que dependió de la fidelidad de la criatura,
un estado de inocencia incierto, y perdido en seguida: ha habido un
mundo de pecado, donde sin embargo Dios ha estado actuando en gracia:
habrá un mundo de cielos nuevos y tierra nueva, donde morará la justicia,
un estado de cosas que no puede ser conmovido, moralmente inmutable,
porque el valor de la obra de Cristo permanece siempre el mismo. Este
no será un estado de inocencia donde todo dependía de la obediencia
puesta a prueba, y en el que el hombre fracasó, sino una felicidad dónde
la obediencia fue perfectamente probada, y cumplida. La justicia asegura
la estabilidad de este estado de cosas, pues Dios no puede tener en poco
la perfección de la obra de Cristo, para Su gloria. Asimismo no habrá nada
más allí que santidad. Todos allí glorificarán a Dios en todo lo que Él es;
nada será contrario a Su naturaleza. El pecado será quitado de delante
de Dios en los cielos nuevos y tierra nueva. Jesús es Aquel que lo quita:
la obra está hecha, el resultado no se muestra todavía. El pasaje no dice,
'El Cordero de Dios que ha quitado", ni, "quien quitará" - este pasaje
presenta el carácter de Aquel que estaba allí ante los ojos de Juan el
Bautista, Aquel que lo estaba haciendo. El pasaje no trata de la
culpabilidad en que nosotros estamos (un asunto muy importante en su
lugar), eso es evidente, sino de un estado de cosas delante de Dios. Juan
toma habitualmente las cosas así en sus grandes principios. Es Dios quien
ha aparecido, y todo es juzgado conforme a la luz de Su presencia. Su
Santidad requiere - sí, Su majestad, por cuanto Él es santo - que el pecado
sea quitado de delante de Sus ojos. Aquel que cumplió la obra, quien lo
estaba haciendo, estaba ahora allí presente en la tierra. Él era "el Cordero
de Dios", el Cordero que convenía perfectamente a la gloria de Dios, el
Cordero que Dios solo pudo haber provisto para Sí mismo, quien pudo
establecer Su gloria, Su gloria más elevada, allí donde el pecado se
encontraba; el Cordero que se pudo entregar libremente por esta gloria,
y cumplir así una obra que había de ser el fundamento moral (siendo su
valor inmutable, y subsistiendo sin posibilidad de cambio, pues la obra
fue siempre ella misma) de una bendición eterna, conforme a Dios, y
delante de Él.
La cruz es la base de esta bendición. Todos los elementos morales
del bien y el mal han sido claramente revelados, y cada uno ha sido
mostrado en su lugar apropiado, y Cristo está a la diestra de Dios, como
Hombre, en la gloria divina, en virtud de haber resuelto toda cuestión que
era hecha surgir de este modo. Allí se pudo ver:
1.- al hombre en su odio absoluto del bien, de Dios mismo
manifestado en bondad, y eso para él: "han visto y han aborrecido a mí
y a mi Padre" (Juan 15:24);
2.- todo el poder de Satanás, "viene el príncipe de este mundo"
(Juan 14:30); "ésta es vuestra hora y la del poder de las tinieblas" (Lucas
22:53 - RVA);
3.- al hombre en su perfección absoluta en Cristo; "para que el
mundo conozca que amo al Padre, y como el Padre me mandó, así hago"
(Juan 14:31); y eso cuando ambos habían sido probados de la manera
más absoluta;
entonces
4.- a Dios, en Su justicia contra el pecado, como en ninguna otra
parte: el pecado en nosotros, pero Dios en Su infinito amor por el pecador.
Así el hombre, en la Persona del Hijo de Dios, ha entrado en una posición
completamente nueva, en la gloria, más allá del alcance del pecado, la
muerte, el poder de Satanás, y el juicio de Dios después de haber pasado
a través de él - el hombre, conforme a los consejos de Dios, colocando el
sello más positivo sobre la responsabilidad del hombre como una criatura,
enfrentando las consecuencias de esta responsabilidad, y glorificando a
Dios de un modo tal como para obtener para el hombre, del amor y la
justicia de Dios, un lugar que ha de ser la glorificación eterna de Dios en
Sus consejos soberanos y en Su gloria, la glorificación de Aquel que
introdujo al hombre allí para ser el instrumento de ello, entre tanto, al
mismo tiempo, el orden de la creación ha de subsistir como resultado
delante de Dios en un estado donde Él hallara el reposo de Su naturaleza,
y donde Cristo, el Hombre glorificado, ha de ser el centro de todos los
caminos de Dios en sus benditos resultados.
El Salvador tenía que hacer aún otra cosa; es decir, bautizar con el
Espíritu Santo. Esto es presentado por uno de los hechos más interesantes
y conmovedores: Jesús recibe el Espíritu Santo como Hombre, y la
Escritura emplea las mismas palabras en cuanto a Él como las que emplea
cuando habla de nosotros: "Jesús de Nazaret . . . cómo Dios le ungió con
el Espíritu Santo y con poder" (Hechos 10:38 - RVA); y el propio Señor
dijo, "porque a éste es a quien el Padre, Dios, ha marcado con su sello."
(Juan 6:27 - LBLA). Jesús ha sido sellado como Hijo, como Hombre aquí
abajo, en virtud de Su propia perfección, y de Su propia relación con el
Padre como Hijo; nosotros somos sellados, siendo hijos por la fe en Él
(Gálatas 3:26; 4:6), en virtud de la redención que Él ha cumplido.
Nosotros, por consiguiente, no podíamos haber sido sellados antes de que
Él hubiese tomado Su lugar como Hombre en lo alto - testimonio, al
mismo tiempo, de la eficacia de la redención, y de aquello que la
redención ha adquirido para nosotros. "Si el grano de trigo no cae en la
tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto." (Juan
12:24). Así leemos (Juan 7:39 - VM), "El Espíritu Santo no había sido
dado todavía [esto es, no todavía a los creyentes en la tierra], por cuanto
Jesús no había sido aún glorificado." Era el testigo de que Él era el Hijo
personalmente. Ahora que la redención está cumplida, que Jesús ha sido
glorificado, después de sus logros, el Espíritu Santo es dado a nosotros
quienes creemos en Jesús.
Así, también, aunque el resultado del sacrificio de Cristo, quitando
el pecado del mundo, aún no sea mostrado, nosotros sabemos que aquello
que forma la base de este bendito resultado está cumplido, y disfrutamos
de su eficacia en la perfecta purificación de nuestra conciencia, y en la
gloriosa esperanza de estar con Cristo, semejantes a Él en el cielo,
asegurándonos el Espíritu Santo una de estas cosas, siendo las arras de
lo otro. Cristo bautiza (o más bien ahora decimos que ha bautizado) a los
Suyos con el Espíritu Santo, dándonos la conciencia de ser hijos en plena
libertad delante del Padre, quien le ha sellado como siendo personalmente
el Hijo de Dios, perfecto en todo. Esta señal fue dada a Juan el Bautista,
quien abrió su boca para dar testimonio de que Jesús era el Hijo de Dios.
Juan vio claramente que Jesús era una Persona gloriosa, de quien no era
digno de desatar la correa del calzado, y él sintió que no era su lugar
bautizar a esta Persona. Pero el descenso del Espíritu sobre Jesús es el
testimonio claro, celestial, mostrando quien era Jesús, en cuanto a Su
Persona, como Hijo de Dios: Juan vio y dio testimonio de que Él era el
Hijo de Dios en este mundo. Es muy precioso para nosotros (aunque en
nuestro caso no se trata de nuestras personas, sino de la gracia soberana)
pensar que, si ascendido a la gloria Él nos ha bautizado con el Espíritu
Santo (testimonio de que somos hijos y dándonos la conciencia de ello),
Él, el Hijo eterno, recibió antes que nada, como Hombre aquí abajo, este
mismo testimonio, el sello y la unción del Espíritu, que nos capacita para
clamar, "¡Abba, Padre!" Se trata de la anticipación de esa verdad, de que
Aquel que santifica y los que son santificados, de uno son todos; Hebreos
2:11.
Pero si se trata de aquí abajo, un testimonio divino ha sido dado de
que Jesús era el Hijo de Dios, Su título como Cordero de Dios es el que le
caracteriza. El corazón de Juan el Bautista ya le reconoció como tal, pues
el testimonio que él rinde aquí no es un testimonio contenido en su
predicación. Él vio a Jesús caminando delante de él, y su corazón, lleno
de la profunda verdad, exclama, "He aquí el Cordero de Dios." (v. 29). Él
ya le había anunciado en ese carácter, y nadie había seguido a Jesús;
pero ahora lo que provino, en gracia, de su corazón, atrajo corazones;
dos de los discípulos de Juan le oyeron, y siguen al Señor. Así comienza
Jesús a reunir a Sus discípulos. Él acepta la posición de centro de reunión.
Los dos discípulos habían recibido la Palabra de Dios pronunciada por la
boca de Juan el Bautista, pero ni Juan, ni ninguno de los profetas, habían
tomado jamás el lugar de ser un centro, alrededor del cual aquellos que
recibían la Palabra de Dios se reuniesen; ahora estaba allí en el mundo
Uno a cuyo alrededor ellos podían reunirse de esa manera; se trataba del
"Cordero de Dios." Jesús, viendo los dos discípulos que le seguían, les
dijo, "¿Qué buscáis? Ellos le dijeron: Rabí (que traducido es, Maestro),
¿dónde moras? Les dijo: Venid y ved." (vs. 38, 39).
Este es un principio importante y un hecho importante; no sólo
había en la tierra un testimonio sino una Persona que era un punto de
reunión para los que recibían la Palabra de Dios, y eso de parte de Dios
mismo. Este fue el fruto del testimonio de Juan el Bautista. Andrés, uno
de los dos discípulos de Juan, halla a Simón, su hermano, y le anuncia
que ellos habían hallado, no al Cordero de Dios, sino al Cristo. El
testimonio que nosotros recibimos, siempre está ligado a aquello que ya
está en el corazón; no va más allá de lo que se adapta a lo que está allí.
Si todo el amor de Dios en Cristo es predicado, si una obra se lleva a cabo
en el corazón, esto producirá una convicción de pecado, quizás incluso
para hacernos casi desesperar por salvación. "El Cordero de Dios" va
infinitamente más allá que "el Mesías"; pero estas almas sinceras que
vemos aquí, y quienes habían recibido la Palabra de Dios en sus
corazones, habían hallado "al Mesías." En el versículo 42, Andrés trae a
Simón a Jesús, quien le llama Cefas, o Pedro, de otra manera. El derecho
de poner nombres es la expresión de soberanía, tal como hallamos
constantemente en la Palabra; sólo Cristo pone nombres con un
conocimiento divino de las personas. Él se asignó a Sí mismo una
autoridad suprema, pero con la competencia de una Persona divina. Juan
el Bautista nunca habría puesto nombres a sus discípulos de este modo.
Pero aunque Jesús era el centro que reunía a los que recibían el
testimonio de Dios, Él vino para dar testimonio de la verdad, y llevando a
cabo su obra Él no tuvo dónde recostar Su cabeza. Él comienza este
servicio activo en el versículo 43: Él quiso ir a Galilea, donde Su testimonio
iba a ser rendido entre los pobres del rebaño, y halla a Felipe. Este es el
segundo carácter del testimonio. El primero fue Juan, y lo que siguió; aquí
es Cristo, y se trata de una cuestión de seguirle, a Él que era un peregrino
y extranjero en este mundo. Cristo aparece también de esta forma en
otro capítulo; hasta este momento le hemos contemplado como centro,
Él recibía creyentes, y se rodeaba de ellos allí, donde él moraba; aquí ellos
deben seguirle, donde Él era un peregrino - un segundo testimonio de la
mayor importancia.
Como objeto del testimonio de Juan el Bautista, Jesús era el centro,
y Él siempre lo es; pero, de hecho, en Su propio testimonio aquí abajo, Él
era un extranjero, y no tuvo dónde recostar Su cabeza; Él comenzó en el
pesebre, y terminó en la cruz. Toda Su vida fue la vida de Uno que fue
extranjero aquí abajo, quien anduvo en el mundo para rendir testimonio
en él a Dios en gracia, pero siguiendo una senda que ningún ojo de buitre
había visto (Job 28:7). Los dos caracteres del testimonio presentan con
vigoroso realce, el estado del mundo, por una parte; y por la otra, lo que
Jesús estaba haciendo allí. ¿Por qué tener en este mundo un centro de
reunión, de parte de Dios, si no fuera que el mundo, e incluso el pueblo
de Dios conforme a la carne, se habían alejado completamente de Dios,
y que necesitaba alguien que sacara a las almas de este estado mediante
la revelación de Dios en medio de este mundo? Y ahora, nuevamente, el
principio es el mismo, sólo que el bendito Centro está en el cielo: Él "se
dio a sí mismo por nuestros pecados para librarnos del presente siglo
malo" (Gálatas 1:4). Entonces, ¿por qué seguir a Jesús, ser un peregrino
como Jesús fue siempre aquí abajo? Adán no fue un peregrino en el
paraíso; nosotros no seremos peregrinos en el cielo: no había necesidad
de un camino en el primero, y nosotros no hallaremos ninguno en el otro,
como para desear salirnos de él. Fue el reposo de Dios abajo; es el eterno
reposo de Dios en lo alto; uno no saldrá de él; no hubo necesidad, y no
habrá necesidad, en el uno, o en el otro, de una senda donde se debe
seguir a alguien. Aquí no es así; ni el reposo de Dios, ni el reposo del
hombre, han de ser buscados en la tierra, y lo que nosotros queremos es
una senda a través del desierto. Solamente hay una que es segura, y Uno
solo pudo trazarla; y la fe sola la discierne; es Jesús quien dice,
"Sígueme." Necesitamos una senda, y la senda es hallada. Felipe también
era de Galilea. La obra de Dios no se edificó sobre Jerusalén, el antiguo
centro según la carne; sino que la base, la senda, y el centro, es el Hijo
de Dios, la revelación del propio Dios en el mundo, siendo Él mismo las
primicias, el despreciado y rechazado de los hombres, pero la imagen del
Dios invisible.
Felipe halla a Natanael, un Israelita, lleno de prejuicios, pero un
corazón sencillo, pues incluso el Señor halló debajo de la higuera,
hombres de esta estampa, ligados al Judaísmo - un remanente cuyo
corazón se abría a la verdad, hombres fieles, quienes esperaban la
redención de Israel. Natanael no pensaba que algo de bueno pudiese salir
de Nazaret, ese lugar que, lejos de ser la Jerusalén de la promesa, era
uno de los lugares más despreciados y desacreditados. Pero era a Jesús
a quien uno tenía que venir, era a Su Persona a quien las almas eran
invitadas a venir: "Venid y ved." El Señor muestra Su conocimiento
perfecto de lo que estaba sucediendo en Natanael, declarando que él era
sin engaño, y mostrando este conocimiento de un modo tal como para
penetrar su corazón. Natanael le reconoce, según el Salmo 2, como Rey
de Israel e Hijo de Dios. En Su respuesta, el Señor reconoce la fe de
Natanael, fundamentada sobre lo que Él le había dicho acerca de Sí
mismo, y Él le anuncia Su propia gloria, según el Salmo 8, la gloria que
pertenecía a un Mesías rechazado; pues en el Salmo 2 el Mesías es
rechazado, en un pasaje citado por Pedro para este efecto, anunciando el
Salmo que Dios establecería a Su Rey ungido sobre Israel, no obstante
Su rechazo. Pero después de la exposición profética de los sufrimientos
del remanente en los Salmos 3 al 7, el Salmo 8 anuncia los consejos de
Dios en cuanto al hombre en la Persona del Hijo del Hombre. El hombre
sin engaño, quien nos es presentado aquí bajo la higuera, se convierte así
en la ocasión de la revelación del Mesías en Su conexión con Israel, y
luego, de la revelación de Su gloria como el Hijo del Hombre, a quien
todas las criaturas de lo alto habrán de servir, y que ha de ser el objeto
de ellas como el medio de las relaciones establecidas entre los cielos y la
tierra.
Nosotros debemos notar que aquí es, como hemos observado, el
segundo día de testimonio; hallándose el primero en el versículo 35, el
segundo en el versículo 43. No se trata de la historia del Evangelio, sino
del testimonio rendido a Jesús, antes que nada, por Juan el Bautista, y
luego el testimonio rendido por Él mismo. En el primer caso Él toma el
lugar de Juan el Bautista; en el segundo, se trata de la manifestación de
Él mismo, un testimonio que continua desde Su servicio en la tierra hasta
el cumplimiento del Salmo 8. Contemplado como ya rechazado por los
Judíos, y desconocido para el mundo (cap. 1: 10, 11), Él toma, desde este
momento, el título de Hijo del Hombre, el título mediante el cual Él
constantemente se llama a Sí mismo, aunque Él no podía tomar el lugar
mismo hasta que hubiera pasado a través de la muerte. Estos son los días
de testimonio rendidos a Cristo como habiendo venido a este mundo, que
son desarrollados en la supremacía que Él posee sobre todas las cosas,
presentada aquí sólo en su naturaleza. Para el resto, la posición celestial
del Señor es apenas el tema de la enseñanza del Evangelio de Juan: se
alude a ella, efectivamente, pero eso es todo.

CAPÍTULO 2

Lo que sigue, en el capítulo 2, revela en principio lo que sucederá


cuando el Señor tome Su lugar de autoridad sobre los Judíos; el vino de
la alegría de la boda tomará el lugar del agua de la purificación, y Cristo
purificará la casa de Su Padre por medio del juicio. Pero será un Cristo
resucitado quien llevará a cabo estas cosas. Es la resurrección lo que se
nos presenta, el hecho de haber dejado todas Sus relaciones con el
mundo, y con Su pueblo aquí abajo según la carne, y de haber colocado
al hombre en una posición completamente nueva, la posición que rinde
testimonio a Sus derechos para ejecutar el juicio de Dios. Pero noten, Él
ya era el templo verdadero. Jehová realmente ya no estaba en el templo
en Jerusalén, aunque el templo era reconocido como una cosa externa
por el propio Señor hasta que el juicio fuera ejecutado: sólo que, en el
tiempo de Su muerte, Él ya no la llama la casa de Su Padre, sino la casa
de ellos. Dios, de hecho, estaba en Él; Su cuerpo era el templo verdadero.
Estas palabras del Señor finalizan esta presentación de Su Persona,
y de la posición que Él tomó en este mundo hasta el final, mostrándonos,
a la vez, que era en resurrección que Su gloria habría de cumplirse. Él
declara también aquí que Él se levantaría; Él tenía, por consiguiente,
perfecto derecho a juzgar el templo corrupto y contaminado.
Lo que sigue habla de la relación del Señor con los demás; el asunto
comienza desde el versículo 22. Se trata de una cuestión del estado del
hombre, y de la obra que Dios estaba haciendo en él, y para él. El gran
principio de que toda bendición pertenece al estado de resurrección, o
está basado en él, siendo dejado completamente atrás el hombre en su
estado natural, se repite constantemente en Juan, como uno puede ver
en los capítulos 5, 6, y, de hecho, a través de todo el Evangelio. Tenemos
entonces, aquí, los dos grandes fundamentos del Cristianismo, en lo que
respecta a nuestro estado; es decir, el nuevo nacimiento y la cruz, siendo
ambos absolutamente necesarios para nuestra salvación; pero lo segundo
yendo más allá de lo que era necesario, conforme incluso a la naturaleza
de Dios, e introduciéndonos en los lugares celestiales.
Para tener parte en el reino, uno debe tener una vida enteramente
nueva. Incluso la fe en Jesús, como estando fundamentada en una
demostración que podía ser dirigida a la inteligencia humana, no tenía
valor. Los hombres podrían estar verdaderamente convencidos (había
personas como esas en aquel tiempo, y aún las hay), ya sea por
educación, o mediante el ejercicio de sus mentes, pero para estar en
relación con Dios, tiene que haber una nueva naturaleza - una naturaleza
que pueda conocerle a Él, y que responda a la Suya propia. Muchos
creyeron en Jesús cuando vieron los milagros que Él hizo (v. 23); ellos
concluyeron, como Nicodemo, que un hombre no podía hacer lo que Jesús
estaba haciendo, si Él no fuese lo que pretendía ser. La conclusión era
perfectamente correcta. Pasiones que tenían que ser vencidas, prejuicios
que tenían que ser puestos a un lado, o intereses difíciles de sacrificar no
estaban comprendidos en el asunto. La razón del hombre juzgó de forma
suficientemente correcta las pruebas dadas, el resto de su naturaleza no
fue despertada. Pero el Señor conocía al hombre; Él sabía, con inteligencia
divina, lo que había en él. No había falta de sinceridad, quizás, pero lo
que sucedió con estos hombres es que fue nada más que una conclusión,
una convicción humana, que no tuvo ningún poder sobre la voluntad del
hombre, ni contra sus pasiones, ni contra las asechanzas del príncipe de
este mundo. "Pero Jesús mismo no se confiaba a ellos." (Juan 2:24 -
RVR1977). Tiene que haber una obra divina, y una naturaleza divina, para
gozar de la comunión divina, y para andar en la senda divina a través del
mundo. Lo que sigue es muy distintivo.

CAPÍTULO 3

Nicodemo viene a Jesús con la declaración del mismo principio que


había producido la convicción de aquellos en quienes Jesús no confiaba -
los milagros eran para él una demostración de que Jesús era un maestro
enviado por Dios. Incluso yo pienso que los demás fueron más allá que
Nicodemo; se dice que ellos creyeron en Su nombre (Juan 2:23). En
cuanto a Nicodemo, él estaba convencido de que las enseñanzas de Cristo
tenían que tener a Dios como fuente, así él estaba dispuesto a escuchar.
La creencia de los anteriores no produjo ninguna necesidad en sus almas;
en este caso la convicción puede ir hasta donde a usted le agrade, sin que
el alma sea atribulada, o se produzca algún efecto en absoluto: no cuesta
nada - nosotros vemos esto a menudo.
Pero en el caso de Nicodemo hubo más, y fue una prueba de la
acción de Dios; hubo en él una necesidad. El Espíritu Santo de Dios actúa
siempre así, incluso en el Cristiano. Este sentimiento de necesidad que Él
engendra produce actividad en el alma; esto es lo que le sucedió a
Nicodemo. Y más, cuando el Espíritu de Dios actúa en un alma, la Palabra
de Dios afirma su autoridad sobre ella, y crea el deseo de oír esa Palabra;
esto nunca falla. Hay tantos deseos insatisfechos en el alma que, cuando
es despertada, se produce en ella la necesidad de conocer lo que Dios ha
dicho. El alma tiene la conciencia de que tiene que ver con Él, y la
necesidad de conocer qué es lo que Él ha dicho se convierte en el
manantial de su actividad, y la caracteriza. No se trata de la recepción de
un sistema de doctrina, o de dogmas acerca de una Persona divina; es el
alma que siente hambre y sed por lo que Dios ha dicho; ignorante de todo
excepto de su necesidad, desea recibir. Es algo bueno para el alma confiar
en la Palabra de Dios, en la fuente de la verdad (y esto ya es fe implícita),
sin que la verdad haya sido, hasta ahora, comunicada de hecho; porque
ella escucha con confianza. Nicodemo estaba en este estado; la mujer
Samaritana también, pero, en el caso de ella la conciencia estuvo más en
consideración; de igual modo con los doce; cuando varios de los discípulos
abandonaron a Jesús, ellos no le dejarían, pues Él tenía palabras de vida
eterna. Cuando Dios actúa, el vínculo entre Dios y la conciencia y el alma
no se rompe; no estoy hablando de unión, sino de una obra moral en el
corazón. Pero observen que en cuanto la necesidad se produce en el
corazón de Nicodemo, él siente instintivamente que el mundo, y las
autoridades religiosas - la peor parte del mundo - estarán en contra suya.
Hay temor; Nicodemo viene a Jesús de noche. ¡Pobre criatura humana!
Si un alma se pone en relación con Dios, al reconocer Su Palabra, el
mundo no lo tolerará. Sabemos esto. Pero la fe de Nicodemo no fue más
allá del reconocimiento de la autoridad de la palabra del Salvador como
una palabra que venía de Dios, habiendo producido la gracia en su
corazón la necesidad de estas comunicaciones de parte de Dios.
Es una gran cosa tener una necesidad real, aunque sea débil
moralmente; pues aquí, en el caso de Nicodemo, hubo poca necesidad en
la conciencia, y ningún conocimiento de sí mismo. Él se estaba apegando
a esperanzas religiosas, a doctrinas, y a una revelación dada por Dios; él
estaba buscando enseñanza de parte de Jesús, pero tuvo su parte en la
convicción general de que los milagros de Jesús producían una convicción
fortalecida por medio de la rectitud, y por la necesidad personal; Jesús
era un maestro enviado por Dios. Pero Jesús detiene de repente a
Nicodemo; la resurrección y el reino no habían venido, pero para recibir
la revelación que había sido dada de ello, tiene que haber una operación
divina, una nueva naturaleza; era necesario participar de una vida
enteramente nueva. El reino no estaba viniendo de un modo que atrajera
la atención, pero el Rey, con toda la perfección que le pertenecía a Él,
estaba presente allí, y, por consiguiente, el reino mismo, presentado en
Su Persona; sólo que este reino, no siendo revelado en poder, siendo la
causa del rechazo que sufrió Él la propia perfección de Su Persona, así
como la obra consumada en Su rechazo, introdujo una herencia celestial.
Además esta obra, y este rechazo, llevó a quienes habrían de identificarse
con un Cristo rechazado a esos atrios en lo alto donde Dios exhibía Su
gloria, y esto es mucho más elevado que la gloria del Mesías, si se hubiese
cumplido entonces. Ya era el amanecer del cumplimiento de los consejos
de Dios aún no realizados
Dos cosas nos son presentadas en la primera mitad del capítulo que
está ante nosotros:
1.- antes que nada, el reino, y lo que se necesita para tener parte
en él, y, hasta cierto punto, las cosas terrenales, y qué es necesario para
disfrutarlas con Dios, pero también el reino, tal como fue entonces
presentado en su carácter moral.
2.- Luego, en segundo lugar, el cielo, la vida eterna, aquello que es
esencial para nuestra relación más real e íntima con Dios, a saber, la
posesión de la vida eterna delante de Él, en contraste con el pensamiento
de perderse. Aquí no es el reino lo que está en consideración, se
trata de la vida eterna, tal como Jesús, venido del cielo, nos la pudo
revelar. Pero eso supone la cruz: no es un asunto del Mesías, sino del Hijo
del Hombre, y del amor que Dios había tenido para con el mundo, no se
trata de Sus intenciones con respecto al reino, y de las promesas
conectadas con este reino, sino de planes mucho más vastos y exaltados,
celestiales en su carácter, en los que Dios revela lo que Él es; y Jesús,
rechazado como Mesías, muere, y entra en la gloria como el Hijo del
Hombre que ha sufrido. Sin duda este nuevo nacimiento es en cualquier
caso necesario, subjetivamente, incluso para que nosotros podamos ver
el reino, y disfrutarlo, y mucho más, para que podamos disfrutar las cosas
celestiales en la presencia de Dios. Pero, así como el pasaje habla del
nuevo nacimiento, esto no se trata de la gloria celestial, para esto la cruz
debe ser introducida también. Sin embargo, es bueno hacer notar que
todo este pasaje, en sus dos partes, presupone el nuevo orden de cosas,
donde la gracia estuviese actuando, y eso no limitado a los Judíos. Se
trataba de una cosa enteramente nueva que estaba siendo introducida;
el reino no fue establecido en gloria, sino fundamentado y recibido en la
Persona del Rey, requiriendo una nueva naturaleza para verlo, y
extendiéndose a todo aquel a quien la gracia podía alcanzar. Era moral y
subjetivamente, la cosa nueva; sólo que en la primera parte nosotros no
tenemos ni las cosas celestiales, ni la vida eterna; en la segunda, no
tenemos el reino.
La primera cosa que el Señor hace al detener de repente a
Nicodemo - quien sólo habló de ser enseñado en el estado en que estaba,
él, un hijo del reino según la carne - es decirle que no se trataba de eso,
sino que él tenía que nacer enteramente de nuevo. Consideraremos los
detalles en un momento más; sin embargo, es importante, antes que
nada, darse cuenta que el Señor habla de los dos caracteres de bendición,
es decir, de la gloria celestial, y del reino conforme a la promesa, pero
que Él habla de ellos según los aspectos que ellos presentaban en ese
preciso momento. Podemos decir que Él los presenta, con respecto a Su
Persona, en su carácter espiritual; por una parte, el Rey despreciado, y lo
que era celestial enfrentándose con la cruz en Su Persona; pero, por otra
parte, el nuevo nacimiento y el poder dador de vida, el Hijo del Hombre,
el amor de Dios, y, por consiguiente, lo que estaba relacionado con el
mundo y el hombre, no solamente con las dispensaciones y los Judíos.
Pues, por muy fiel que Dios sea a Sus promesas, Él no puede, cuando se
revela, limitarse Él mismo a los Judíos.
Entonces, antes que nada, el reino estaba siendo revelado de un
modo que no atrajo la atención, no por un poder que habría de gobernar
sobre el mundo, ni por su gloria externa; se necesitaba una nueva
naturaleza para percibirlo. El Rey estaba allí, y dio pruebas de una misión
divina y de la presencia de Aquel que iba a venir, pero en humillación;
para el ojo natural Él era el hijo del carpintero. Nicodemo razonó bien al
decir, en el versículo 2, "Sabemos . . . porque nadie puede hacer estas
señales que tú haces, a menos que Dios esté con él." (v. 2 - RVA). Pero
Dios tenía lo Suyo, "a menos que uno nazca de nuevo! (v. 3 - RVA) -
nacer enteramente de nuevo. Esta vida es un nuevo comienzo de la vida,
de una nueva fuente, de una nueva naturaleza - una vida que venía de
Dios. Pero Nicodemo permanecía aún dentro de los términos y límites de
la carne, del hombre natural. Son los límites de lo que el hombre es, de
su comprensión. El hombre no puede ser más de lo que él es; no puede
ir más allá de su naturaleza. Pero la clase de infieles que se jacta de haber
hecho este inmenso descubrimiento, muestra, por un lado, el límite del
entendimiento humano, de modo que ellos no pueden discernir nada más
allá de lo que el hombre es; y, por otro lado, la ausencia de un sólido
razonamiento en ellos; pues, a partir de lo que ellos han descubierto, no
hay prueba de que un Ser más poderoso no pueda introducir algo nuevo.
La sabiduría de ellos es un hecho manifiesto; el hombre, por sí mismo, no
puede ver más allá de lo que él es en sí mismo; su conclusión carece
absolutamente de fuerza. Por el principio de ellos, no pueden deducir nada
que esté más allá de los límites de su humanidad, pero los límites del
poder activo no son necesariamente los de la receptividad.
Volvamos a nuestro capítulo, y procuremos oír y comprender las
palabras del Salvador mejor que Nicodemo.
Nicodemo, como hemos dicho, se limita a la experiencia de lo que
sucede en el hombre; Cristo reveló lo que se estaba llevando a cabo de
parte de Dios - la llave de toda la historia del Señor. Él había hablado de
lo que se necesitaba para ver, para discernir el reino: uno debe nacer de
agua y del Espíritu. Se trata del reino de Dios, cualquiera sea el estado
en que está, y uno debe ser hecho apto para este reino, tiene que tener
una naturaleza adecuada para tener parte en él. Dos cosas se hallan aquí,
agua y el Espíritu - una naturaleza caracterizada de esta forma,
moralmente y en su fuente. El agua como figura, es siempre la Palabra
aplicada por el Espíritu; trae los pensamientos celestiales de Dios, divinos,
pero adaptados al hombre; juzga lo que se halla en él, pero introduce
estos pensamientos divinos, y purifica así el corazón. Porque el agua
purifica lo que existe; pero también es el nuevo hombre quien la bebe, y
esto no está separado de lo que es enteramente nuevo. "Lo que es nacido
del Espíritu, espíritu es" (v. 6), participa de la naturaleza de aquello de lo
cual nace; esto es, en verdad, la nueva naturaleza. La purificación práctica
de nuestros pensamientos y corazones, de la que hemos hablado, es
efectivamente el efecto de lo que esta naturaleza recibe, de cosas por las
que la carne no siente ningún deseo. Nosotros no podríamos decir, «Lo
que es nacido de agua, agua es.» El agua purifica lo que existe; pero
nosotros recibimos una nueva vida, la cual es realmente el propio Cristo
en poder de vida en nosotros, aquello que el inocente Adán no tuvo.
Nosotros participamos de la naturaleza divina, como Pedro lo expresa (2
Pedro 1:4); y en el lugar donde se halla esta expresión, en la Segunda
Epístola de Pedro, ella está conectada con el nacimiento por agua;
nosotros escapamos de la corrupción que hay en este mundo a causa de
la concupiscencia.
Es solamente así que nosotros entramos en el reino. El reino de
Dios es más que un paraíso para el hombre, es lo que es digno para Dios,
y es necesario que nosotros tengamos una naturaleza que corresponda a
él. Adán, en su estado de inocencia, no tenía esta naturaleza, su nivel era
el hombre, tal como Dios le había creado. Para el reino de Dios, aquel que
se halle allí, debe tener eso que - en el hombre, no obstante - es adecuado
a Dios mismo. Noten, que el Señor sale de todos los asuntos acerca de
las dispensaciones, Él tiene en consideración la naturaleza moral, lo que
es nacido de la carne, es carne, tiene esa naturaleza; lo que es nacido del
Espíritu es espíritu, es decir, corresponde a la naturaleza divina, la cual
es su fuente. Pero entonces no podía ser un asunto solamente de los
Judíos; si alguno tenía esta naturaleza, él era apto para el reino. No era
una cuestión de un pueblo escogido ya por Dios, sino de una naturaleza
apropiada para Dios.
Dos cosas son sacadas a relucir cuando estos principios han sido
expuestos; antes que nada, la necesidad de este nuevo nacimiento, para
gozar las promesas hechas a los Judíos para la tierra; y, en segundo lugar,
que esta obra era de Dios, quien comunicaba esta nueva naturaleza. Dios
podía comunicarla por Su Espíritu a quien Él quisiera, y esto abría la
puerta a los Gentiles. Jesús le dijo a Nicodemo que no debería haberse
maravillado de que el Salvador dijera que los Judíos tenían que nacer de
nuevo; los profetas habían anunciado esto (vean Ezequiel 36: 24-28), y
Nicodemo, como maestro en Israel, debería haberlo sabido. El viento,
asimismo, soplaba de donde quería (v. 8); así era la operación del
Espíritu. Era una obra de Dios, y así podía ser llevada a cabo en
cualquiera.
Estaban aún las cosas celestiales. Ahora, si Nicodemo no
comprendía estas cosas terrenales de la bendición de Israel, ¿cómo
comprendería si el Señor le hablase de cosas celestiales? Ahora bien,
nadie había subido al cielo como para estar capacitado para hablar de lo
que había allí, y de lo que necesitaba para estar capacitado para
disfrutarlo, excepto Aquel que había descendido desde allí, quien hablaba
de lo que Él sabía, y daba testimonio de lo que había visto; no el Mesías
- eso tenía que ver con la tierra - sino el Hijo del Hombre, quien, en cuanto
a Su naturaleza divina, estaba en el cielo.
Tenemos así una revelación de cosas celestiales traída
directamente del cielo por Cristo, y en Su Persona. Él las reveló en todo
su frescor, un frescor que se hallaba en Él, y que Él, quien estaba siempre
en el cielo, gozaba; Él las reveló en la perfección de Su Persona, quien
hizo la gloria del cielo, cuya naturaleza es la atmósfera que respiran todos
quienes se hallan allí, y mediante la cual ellos viven; Él, el objeto de los
afectos que animan este santo lugar desde el propio Padre hasta el último
de los ángeles que llenan los atrios del cielo con sus alabanzas; Él, el
centro de toda la gloria. Tal es el Hijo del Hombre, Aquel que descendió
para revelar al Padre - gracia y verdad - pero quien permanecía
divinamente en el cielo en la esencia de Su naturaleza divina, en Su
Persona, ¡inseparable de la humanidad con la que Él estaba revestido! La
deidad que llenaba esta humanidad era inseparable en Su Persona de toda
la perfección divina, pero Él nunca dejó de ser hombre, real y
verdaderamente hombre delante de Dios.
Pero tenemos otra verdad aquí: el Hijo del Hombre iba a entrar de
nuevo en el cielo como Hombre, para ser Cabeza sobre todas las cosas.
Como Hijo de Dios Él ha sido designado Heredero (Hebreos 1); Él es tal
como Creador (Colosenses 1), pero también como Hombre e Hijo del
Hombre, según los consejos de Dios. (Salmo 8, citado en Efesios 1, en 1
Corintios 15, en Hebreos 2 - pasajes que desarrollan claramente Su lugar
en este respecto.) Proverbios 8 nos enseña que Aquel que era el deleite
de Jehová antes de la fundación del mundo, se regocijaba entonces en Su
tierra habitada, y Sus delicias, era estar con los hijos de los hombres
("regocijándome en su tierra habitada, y mis delicias, el estar con los hijos
de los hombres." Proverbios 8:31 - VM). Los ángeles (Lucas 2) recuerdan
esta verdad, o más bien las pruebas que Su encarnación dio de los
pensamientos de Dios en este respecto; ellos hablan de esta encarnación
como la manifestación de la buena complacencia de Dios en los hombres.
Como entonces Él ha sido la manifestación de Dios en la tierra, Él entra
como Hombre en la gloria de Dios en lo alto. Él reinará sobre la tierra
como Cabeza de la creación, reuniendo todas las cosas bajo Su autoridad*
(Colosenses 1); pero Él habla aquí de cosas celestiales. El Hijo del Hombre
toma Su lugar en lo alto para ser Cabeza sobre todas las cosas (1 Pedro
3:22; Juan 13:3; 16:15). El Hombre, en Su Persona, ha entrado en el
cielo, en presencia de Dios mismo, sin un velo, y todas las cosas han de
someterse bajo Sus pies. Pero, ¿se someterán ellas así, tal como son, y
los hombres que han de ser Sus coherederos, serán ellos esto, tal como
están en pecado, enemigos de Dios por sus obras perversas? Es
imposible. Se necesita otra cosa fundamental: redención. El Hombre, con
mil veces más pecado que aquel que hizo que fuese echado
irrevocablemente del paraíso terrenal - el hombre, quien había ido tan
lejos como para haber acumulado sobre su cabeza, el rechazo de Dios, de
la gracia, y del Hijo de Dios - no podía, tal como era, entrar en el paraíso
celestial: era imposible. Entonces, si Cristo había de poseer como Hombre
la gloria que en los consejos de Dios era la porción del hombre, y si Él
había de tener coherederos, e introducirles en la casa de Su Padre, Él
debe redimirles y purificarles conforme a la gloria de Dios. Él también
debe redimir a la creación del yugo bajo el cual el pecado la había
colocado, y del dominio de Satanás. Aquí solamente se tiene en
consideración el estado de los herederos, y su liberación de la muerte y
la condenación. Ahora bien, cuando se nos presenta al Hijo del Hombre,
Sus sufrimientos y muerte son introducidos constantemente. Como
Mesías, Él fue rechazado en la tierra por Su pueblo; pero el único
resultado de esto fue que Él pasó a la esfera más amplia de Hijo del
Hombre, Cabeza de la creación entera, y Cabeza, de un modo especial,
de quienes Él no se avergüenza de llamarles Sus hermanos (Hebreos
2:11). Pero para esto, era necesaria la redención; aprendemos esto en
Mateo 16: 20, 21, y más claramente en Marcos 8: 29-31, y en Lucas 9:
20-22, con las consecuencias que resultaron de ello para nosotros. En el
Evangelio de Juan también, antes de que Él dejara el mundo, el Padre
habrá rendido un testimonio a los títulos de gloria de Jesús. Como Hijo de
Dios, Él fue glorificado por la resurrección de Lázaro; como Hijo de David,
por Su entrada en Jerusalén montado sobre un pollino de asna ("sentado
sobre una cría de asna", Juan 12:15 - RVA); finalmente, los Griegos,
quienes habían subido a Jerusalén a adorar, habiendo buscado a los
discípulos en su deseo de ver a Jesús, y habiéndole comunicado esto los
discípulos a Él, el Señor dice, "Ha llegado la hora para que el Hijo del
Hombre sea glorificado. De cierto, de cierto os digo, que si el grano de
trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho
fruto." Juan 12: 23, 24.

{* En cuanto a la tierra, ver Salmo 80:17, donde es en relación con Israel.}

Así, en todos los Evangelios, hallamos al Mesías dando lugar al Hijo


del Hombre, pero, en cada caso, al Hijo del Hombre pasando por la
muerte, para entrar en Su nueva y universal posición de gloria. Él podría
haber tenido doce legiones de ángeles, pero entonces los consejos de
Dios, tal como están revelados en las Escrituras, no se habrían cumplido;
Cristo habría estado sin coherederos.
Ya hemos hecho notar, y llamamos al lector a que ponga su
atención en ello, que en este capítulo, la presentación ya sea de la vida,
o de la obra que la procura para nosotros, es dada en conexión con su
aplicación presente y personal; se trata de una presentación de lo que
estas dos cosas son en su naturaleza, no en cuanto al alcance de su
resultado, sino en su aplicación a nosotros como un medio de tener parte
ya sea en el reino, o en las cosas celestiales. El levantamiento del Hijo de
Dios sobre la cruz corresponde a aquí abajo, tanto en el aspecto de
nuestra necesidad, y la de Dios, a la revelación de las cosas celestiales
que el Hijo del Hombre trajo hacia abajo - a lo que se halla en el cielo. Es
un asunto de estar delante de Dios cuando Él es plenamente revelado, no
solamente cuando el Mesías prometido a los Judíos haya sido rechazado
(de modo que el derecho al cumplimiento de las promesas se perdía para
aquellos que poseían este derecho, después que la ley había sido
quebrantada), sino cuando el odio del hombre contra Dios había sido
claramente manifestado. Ya no eran más solamente los pecados, y la
violación de la ley, era el rechazo de la gracia cuando los pecados y la
violación de la ley ya estaban allí. El hombre no iba a tolerar a Dios a
ningún precio (vean Juan 15: 22-24); ¿cómo podía él tener parte con
Cristo en la presencia de Dios, una parte en la gloria celestial? Con todo,
el pecado del hombre no ha anulado la gracia de Dios. Pero si, como Hijo
del Hombre, Cristo había tomado a Su cargo la causa del hombre, Él debía
sufrir las consecuencias de esto, puesto que Él se había hecho responsable
por ella delante de Dios; Hebreos 2:10. Para que nosotros pudiéramos
tener parte en las cosas celestiales, fue necesario que el Hijo del Hombre
fuese levantado*, y eso conforme a la gloria de Dios, en conexión con lo
que le había deshonrado tanto; ahora es, como hecho pecado, Cristo
cumplió esto, llevando también Él mismo nuestros pecados. Lejos de Dios,
nosotros debíamos haber perecido en nuestros pecados; Él se presentó
por nosotros, recibiendo todo, como Hombre, de la mano de Su Padre, y
obedeciéndole siempre; Él tomo la forma de un siervo en una naturaleza
que Él nunca dejará, y en esta naturaleza Él ha llegado a ser, por derecho,
conforme a la justicia y según los consejos de Dios, Señor de todas las
cosas; Él a quien nadie conoce sino el Padre solamente, pero que nos
revela al Padre, Él quien descendió cerca de nosotros - que nos ha tocado,
por decirlo así - que tomó nuestra naturaleza, aunque podía decir, "Antes
que Abraham naciera, yo soy." (Juan 8:58 - VM). Él de quien nuestras
lenguas e inteligencia no pueden hablar sino imperfectamente, es el
Creador de todas las cosas; pero Su lugar como Hombre es a la cabeza
de la creación. Es Él quien vino a revelarnos las cosas celestiales, y a
mostrar el efecto de ellas en Su Persona como Hombre, al tiempo que
vive en medio de cosas celestiales todo el tiempo; de modo que, siendo
Hombre aquí abajo, Él las revelaría en toda su frescura, adaptadas al
mismo tiempo al hombre, de modo que él viviese por ellas, y pudiese
entrar en espíritu con Él allí, donde estaba aquello que Él revelaba, y
después entrar allí glorificado y semejante a Él.

{* El resultado final es, que el pecado será quitado del cielo y de la tierra, como ya hemos
observado. Otros tres motivos son dados en Hebreos 2 para los sufrimientos de Cristo (Vean
el versículo 9.) La destrucción del poder de Satanás; la expiación de los pecados; la capacidad
de compadecerse de nosotros.}

El Hijo del Hombre es, entonces, Aquel que, como Hombre, ha de


ser Cabeza sobre todas las cosas en el cielo y en la tierra, según los
consejos de Dios. Siendo ya Mesías e Hijo de Dios cuando estuvo en la
tierra, y siendo rechazado como tales (ver Salmo 2), Él debe tomar la
posición más amplia de Hijo del Hombre, establecida sobre las obras de
Dios, siendo puestas todas las cosas bajo Sus pies; Salmo 8. Le hallamos,
asimismo, en Daniel 7, presentado delante del Anciano de días para recibir
el reino ("Estaba yo mirando en las visiones de la noche, y he aquí que
en las nubes del cielo venía alguien como un Hijo del Hombre. Llegó hasta
el Anciano de Días, y le presentaron delante de él." Daniel 7:13 - RVA).
El hecho de que Él había creado todas las cosas nos es dado en la Epístola
a los Colosenses como el motivo (al tomar Su lugar en el resultado de los
consejos de Dios en Su creación) para estar allí como Primogénito, en
primer lugar, para llevar los dolores de ello delante de Dios, para ser la
propiciación por nuestros pecados, y para borrarlos para siempre, para
que no perezcamos. Fue allí que, de una manera absoluta, Aquel que no
había conocido pecado fue hecho pecado delante de Dios, fue allí que la
obediencia absoluta fue perfecta; "Para que el mundo conozca que amo
al Padre, y como el Padre me mandó, así hago." (Juan 14:31). Él debía
ser levantado, la necesidad de ello pesaba sobre nosotros; la justicia - la
naturaleza misma de Dios - requería que nuestro pecado fuese quitado.
Pero el pecador no podía quitar su propio pecado; cargado como estaba
ya con su pecado, ¿qué podía él hacer para quitarlo? Pero el Hijo del
Hombre, rechazado por los hombres, ha sido levantado delante de Dios,
para ser hecho pecado, sin ninguna otra cosa o persona - solo delante de
Dios. Aquí ya no se trataba de alguna cuestión del Judío o de la promesa,
sino de satisfacer la gloria de Dios en este lugar; era el postrer Adán, no
desobediente, cuando él estaba disfrutando de todas las bendiciones de
Dios, pero obediente, allí, incluso donde Él estaba soportando - Él, quien
había morado eternamente en el amor del Padre, y en la santidad misma
- no solamente el sufrimiento de la muerte, sino el de la maldición y del
abandono de Dios. Nadie pudo sondear tal cosa; sin embargo, nosotros
podemos, incluso por medio de esto, reconocer que el sufrimiento fue
infinito, pero necesario por causa de lo que nosotros éramos, si la gloria
de Dios iba a ser guardada, y si nosotros íbamos a ser salvos. Mientras
más vemos quién era Él, más sentimos la profundidad del abismo al que
Él descendió; pero en eso mismo Él pudo decir, "Por eso me ama el Padre,
porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar", Juan 10:17. La gloria
de Dios ha sido manifestada como nunca antes, y como nunca habría
podido ser conocida.
El Hijo del Hombre debía ser levantado. Al tomar este lugar (que Él
tomó por nosotros, también, en gracia), Él era libre. "Entonces dije, he
aquí que vengo." (Hebreos 10:7). Sus sufrimientos fueron necesarios
para nosotros. ¡Oh, solemne palabra! Pero Dios, habiendo sido
perfectamente glorificado, y la obra en todo su valor estando
perfectamente consumada, todo aquel que cree no perecerá, sino que
tiene vida eterna. Nuestra porción era perdernos (perecer); tener vida
eterna, estar con Cristo, y semejantes a Cristo en gloria, es el resultado
de los sufrimientos, de la obra del Salvador para todos los que creen. Este
es un lado de la verdad: como Hijo del Hombre, Jesús fue a enfrentar el
juicio que estaba por caer sobre nosotros. El Hijo del Hombre debía ser
levantado, para que todo aquel que cree en Él no se pierda; pero, mucho
más, él posee vida eterna, ahora como vida, pronto como gloria celestial
con Cristo. Levantado de la tierra, Jesús atrae a todos los hombres a Él.
Un Mesías vivo era para las ovejas perdidas de la casa de Israel; en el
Hijo del Hombre levantado en la cruz, ya no es una cuestión de las
promesas, sino de una obra consumada, disponible ante la faz de Dios
para todos los que creen. Porque de tal manera amó Dios al mundo, que
dio a Su Hijo; esta es la fuente de todo. Aquí el objetivo es el mismo;
"para que todo aquel que cree en El, no se pierda, mas tenga vida eterna."
Estos son dos aspectos de la misma Persona; Hijo del Hombre aquí abajo,
pero al mismo tiempo Hijo de Dios. Dios no perdonó a Su propio Hijo.
Pero es un principio, un hecho trascendental. Las dos expresiones "es
necesario" de los versículos 7 y 14, aunque fluyen de la naturaleza misma
de Dios, y del estado del hombre, conllevan el carácter de un
requerimiento de parte de Dios: reviste a Dios, en nuestra mente, con el
carácter de un juez. Hay, sin duda, mucho más: la santidad de Dios, Su
gloria, aquello que convenía a Él (Hebreos 2:10), serán hallados también
aquí; pero el pensamiento de un juez está conectado, en efecto, con la
culpabilidad. Ahora, todo esto todavía entrega una idea imperfecta de la
verdad. La obra lleva este carácter, se trata de una propiciación; sin ella
nos íbamos a perder, excluidos de la presencia de Dios; uno se perdería
necesariamente, si esta obra no fuese cumplida, por el lado del hombre,
por el hombre. Pero, ¿dónde se podía encontrar uno que la pudiese
cumplir? Es necesario: Jesús pudo decir esto, pues Él vino desde el cielo.
Dios no es nombrado en el pasaje, pues Jesús habla de la necesidad en
la que el hombre estaba, si él había de entrar en el cielo. Pero Dios es
soberano, y Dios es amor. El amor divino es soberano; está por sobre el
mal, aunque lo rechaza por la necesidad de su naturaleza, y lo juzga con
la autoridad de su justicia. Dios es amor; esta es la libertad soberana de
Su naturaleza. Este es el porqué, conforme a Efesios 5, nosotros debemos
andar en amor; pero nosotros no somos amor, somos luz. Dios es amor
y luz. Bueno, entonces, es en su libertad soberana que Dios de tal manera
amó al mundo, que dio a Su Hijo unigénito (Aquel que, por consiguiente,
llegó a ser el Hijo del Hombre), para que todo aquel que cree en Él, no se
pierda, mas tenga vida eterna (v. 16 - LBLA).
Es de la mayor importancia entender esto bien, de otra forma, para
el corazón, Dios va a tener siempre el carácter de juez - un juez
satisfecho, puede ser - y Aquel que es amor no es conocido; Dios no es
conocido. En cuanto a lo que se relaciona con nosotros, nosotros le hemos
hecho un Juez al caer en pecado; pero en Su naturaleza suprema, Dios
se ha levantado sobre todas las cosas y el resultado para nosotros es una
bendición que responde a esta naturaleza suprema, una bendición
infinitamente más elevada que la bendición que nosotros habremos de
disfrutar como criaturas perfectas, una bendición dada a nosotros en Su
Hijo Jesús, como Hijo unigénito del Padre. No es, de tal manera amó el
Padre al mundo; es, Dios como Dios, y nosotros le conocemos como Padre
como una consecuencia de esta gracia. Pero Él se ha revelado, en esta
gracia hacia nosotros.
Qué inmensa gracia es poder decir, yo conozco a Dios; y otra vez,
Él me conoce: yo le conozco, a Él mismo; no solamente, yo soy salvo, por
muy precioso que pueda ser el poder decir eso, sino, ¡yo conozco a Aquel
que me ha salvado! El pensamiento de esta salvación viene de Él; es la
revelación de lo que Él es, incluso para los ángeles. Su amor es la fuente
de ella; Su naturaleza, la profundidad de Su corazón, se revela en ella;
Su gloria y su propia naturaleza se revelaban en ella. Hijo de Dios, Hijo
del Hombre, Jesús satisface las necesidades del hombre, y revela lo que
Dios es. El que le visto a Él, ha visto al Padre. ¡Bendito sea Dios! nosotros
le conocemos a Él.
El propósito y las consecuencias de Su venida son, entonces,
establecidas. Dios no ha enviado a Su Hijo al mundo para juzgar (o,
condenar) al mundo - Él regresará en gloria a hacer esto - sino para que
el mundo sea salvo por Él (V. 17). El mundo ha rechazado al Hijo de Dios,
pero una manifestación tal de Dios en el Verbo hecho carne, y un
cumplimiento tal de la obra que glorifica a Dios, conlleva sus
consecuencias, y las conlleva necesariamente. El que cree en Él no es
condenado (o, juzgado). Todo lo que implicaba la gloria de Dios en cuanto
al pecado del hombre ha sido cumplido; la justicia de Dios, Su amor, Su
santidad, Su majestad - todo lo que Él es, ha sido claramente sacado a
relucir, y eso en el juicio que cayó sobre Cristo, por nosotros hecho
pecado, y llevando nuestros pecados en Su cuerpo sobre el madero. De
este modo, todo el asunto de la responsabilidad y de la gloria de Dios en
cuanto al creyente está resuelto y zanjado; ahora ya no puede haber
ningún juicio (o, condenación) para él, de otra manera no todo estaría
zanjado; ello sería una negación de la eficacia de la obra de Cristo. El
alma sería establecida sobre otro terreno; un terreno necesariamente
falso si el de Cristo es verdadero, pues nada ni nadie puede ser lo que Él
ha sido.
Entonces, el que cree en Él no será condenado (juzgado), como se
dice también en el capítulo 5 de este mismo Evangelio. El que cree tiene
vida eterna, y no vendrá a condenación (a juicio). Pero el que no cree en
Él ya es condenado (juzgado), porque no ha creído en el nombre del
unigénito Hijo de Dios. La presentación del Hijo de Dios, del Verbo de
Dios, hecho carne, ya ha puesto al hombre a prueba; la cuestión de su
estado ha sido resuelta, él rechazó a Dios en la Persona de Su Hijo
unigénito, la Luz plena; y Dios es luz, así como Él es amor. No se trata
aquí de amor soberano, sino de conciencia y responsabilidad. La luz ha
estado en el mundo, y ha resplandecido claramente; la luz de los
hombres, adaptada a los hombres. Ellos amaron más las tinieblas que la
luz, porque sus acciones (obras) eran malas. La conciencia siente la luz,
pero eso no cambia la voluntad; y si la voluntad permanece perversa, la
conciencia hace que la luz divina sea insoportable. El estado de la
voluntad, en cuanto a Dios manifestado aquí abajo, cuando la conciencia
reconoce la luz, es lo que forma la base de un juicio existente, presente,
pero final, allí donde Cristo ha sido presentado así.
El final del capítulo determina la posición relacionada de Juan el
Bautista y de Cristo. La misión apropiada de Juan fue una terrenal; él
habló del Mesías a Israel, del reino en conexión con este pueblo; como el
precursor inmediato del Cristo, el más cercano de aquellos que,
instrumentos del testimonio de Dios, le habían precedido, él fue, por este
hecho, más grande que todos los profetas: pero él no abordó la
manifestación de lo que es celestial. Los que han creído desde la ascensión
de Cristo gozan de esto; aún el más pequeño en el reino de Dios es mayor
que Juan. En la Persona del Cristo, el Bautista vislumbró la gloria que le
pertenecía a Él, y que, por gracia, pertenece también a los Suyos; pero
el velo no se había rasgado, y no había un hombre en el cielo.
Personalmente, Jesús había traído lo que era celestial; Él revelaba al
Padre, Él hablaba las palabras de Dios; pero el grano de trigo permanecía
solo, la redención no había sido cumplida, aunque Aquel que vino desde
arriba estaba allí, y hablaba lo que había visto y oído en palabras que eran
las palabras de Dios. Nadie recibía Su testimonio.
El versículo 29 es más bien una figura, y la esposa de la que él
habla no es una esposa en particular. Si una deseara aplicarla, indicaría
la esposa terrenal.
Esta diferencia entre el testimonio profético, que, aunque divino, es
un testimonio terrenal, y la revelación de las cosas celestiales, de Dios
mismo, y la porción que nosotros tenemos en la gloria, es de la mayor
importancia; ella corresponde a la diferencia esencial entre el Cristianismo
y todo lo que le precedió. El Hombre glorificado en el cielo, el velo
rasgado, el Espíritu Santo descendido aquí abajo, y morando en nosotros,
para colocarnos en una relación viviente y real con las cosas celestiales -
todo esto se diferencia completamente de las promesas, e incluso de las
profecías de un Mesías que había de venir a la tierra. Lo que se relaciona
con la historia personal del Cristo, hasta el momento cuando se sentó a
la diestra de Dios, se halla como profecía en el Antiguo Testamento; pero
todo lo que el cumplimiento de estas cosas nos revela moralmente del
hombre y de Dios, todo lo que es consecuencia de la presencia del Espíritu
Santo en los creyentes aquí abajo, no podía existir antes que Cristo, como
Mediador, hubiese consumado Su obra y hubiese ido a lo alto. Juan el
Bautista fue, evidentemente, de todos los profetas, el más cercano a estas
cosas, habiendo visto al Salvador; con todo, la obra aún no se consumaba,
y Juan no podía entrar en las cosas celestiales, aunque él sabía, como
testigo inspirado, que Cristo había descendido del cielo, y que como tal
estaba por encima de todos (v. 31 - LBLA).
Veamos de qué manera Juan presenta la diferencia de la que hablo.
Él no podía hacerlo como poseyendo estas cosas, pues ellas aún no eran;
pero su testimonio en cuanto a los derechos de la Persona de Cristo, va
bastante lejos en este pasaje, donde él está hablando a sus discípulos. Su
gozo era haber visto al Esposo, y eso en el carácter de un amigo: esta es
la primera diferencia. Aquel a quien todo pertenecía por derecho estaba
allí: Él tenía la novia, quizás aquí la novia terrenal de la que ya he hablado,
pero Él era el Esposo. El gozo de Juan era verle. Era incluso algo grande
que él se comparase con Aquel que venía del cielo, aunque aceptaba la
desaparición de su importancia con piedad y gozo verdaderos, debido a
que Aquel que eclipsaba el resplandor del testimonio de Juan, por la
presencia del objeto mismo de ese testimonio, estaba allí. La piedad de
Juan resplandece en su luz más clara mientras él entra así en la
penumbra, para exaltar a Aquel que, aunque desconocido, era la
verdadera luz divina, y quien hizo que Su precursor desapareciera por Su
divino resplandor. La verdad en el hombre interior se manifestó por el
efecto que la verdad que él anunciaba tenía que producir; su alma estaba
en la cima del testimonio que él rindió. Esto es decir mucho de un hombre;
pero este fue el hermoso fruto de la gracia en este distinguido testigo del
Salvador.
La divina, celestial Persona del Salvador es contrastada, entonces,
con el testimonio de Juan. Inspirado como él fue, su testimonio fue sólo
un testimonio, y un testimonio profético y terrenal: Cristo vino del cielo,
y hablaba de lo que Él mismo había visto y oído, no como un profeta, ya
sea, de cosas futuras, recordando la ley de Moisés, el siervo de Dios, o de
un Mesías por venir, e incluso en la tierra; no, Jesús hablaba de las cosas
reales que existían allí de dónde Él había venido. Nadie recibió Su
testimonio, pues estas eran cosas celestiales, cosas que existían en la
presencia de Dios, de las cuales Él hablaba: el hombre no las entendía, y
no las quería. Pero la naturaleza del testimonio divino era, no obstante,
divino; ya no era el Espíritu "por medida", ya no era un "Así dice el Señor",
donde el profeta, habiendo finalizado, todo estaba dicho - verdad
perfecta, pero verdad limitada a lo que se expresaba - y de nuevo, se
trataba de cosas terrenales, el velo no habiendo sido rasgado. La verdad
misma estaba allí, el Espíritu sin medida (hasta ese entonces en Él solo),
llenándole con las cosas que se hallaban allí de dónde Él estaba. Aquel
que Dios había enviado, hablaba las palabras de Dios en todo lo que Él
decía, y eso en un hombre, por un hombre, pero que era el Hijo de Dios,
y por el Espíritu sin medida.
Es muy posible que los dos últimos versículos del capítulo sean por
el evangelista, y no por Juan el Bautista, como se ha pensado; pero yo
no veo una razón perentoria por la cual ellos no podrían ser de este último.
Hasta el final del versículo 34, me parece claro que las palabras son las
de Juan el Bautista; y Juan mezcla su testimonio con las cosas que él
relata, la totalidad siendo de Dios. El último versículo podría hacerle
pensar a uno que son las palabras del evangelista, ya que contienen un
testimonio repetido tan a menudo en sus escritos. En el testimonio hay
también un cambio análogo a lo que hemos visto en los versículos 16-18
del capítulo 1, en cuanto al uso del nombre de Dios, y el de Padre.
Debemos notar aquí cuidadosamente este hecho, que la cosa en
consideración no es saber si el testimonio de los dos versículos es de Dios,
sino que es sólo para nuestra enseñanza, y como un tema interesante
para nuestros corazones, para que podamos tomar en cuenta la persona
que era el instrumento de este testimonio. El Espíritu de Dios encomendó
la palabra a Juan el Bautista, el mismo Espíritu dirigió al evangelista, ya
sea trayendo a nuestra memoria lo que Juan el Bautista dijo, o en las
palabras que él mismo pronuncia. No obstante, los dos últimos versículos
parecen más bien la expresión de una realidad que el evangelista conocía
y poseía por el Espíritu Santo, como una cosa presente y real, que un
testimonio profético, por muy elevado que pueda ser.
La diferencia entre los nombres de Dios y de Padre es siempre
mantenida claramente en el Evangelio de Juan. Cuando se trata de un
asunto de la naturaleza, y del actuar de Dios conforme a esa naturaleza,
como el origen de la redención, y de la responsabilidad del hombre, la
palabra Dios es utilizada; cuando se trata de un asunto de la gracia que
actúa en el Cristianismo, y por Cristo en nosotros, se utiliza el nombre de
Padre. De esta manera leemos, "De tal manera amó Dios al mundo"; y en
el capítulo 4, "Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad
es necesario que adoren"; pero, en gracia es, "el Padre tales adoradores
busca que le adoren"; y aquí, "El Padre ama al Hijo, y todas las cosas ha
entregado en su mano", Juan 3:35 (Comparen con capítulo 13:3). El
Padre ha sido revelado en el Hijo, y nosotros hemos recibido el Espíritu
de adopción; los hijitos en Cristo han conocido al Padre. "El unigénito Hijo,
que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer"; y por otra parte,
"A Dios nadie le vio jamás." (Juan 1:18). De esta manera la Persona del
Hijo vino al mundo, y por nosotros, la exaltación de Jesús, después de
que Él hubiese cumplido la obra que el Padre le dio para que cumpliese,
luego el descenso del Espíritu Santo, en una palabra, la gracia que opera
en la Persona, y por nosotros, por medio de la obra de Jesús - allí es
donde hallamos al Padre revelado. Jesús reveló este nombre a Sus
discípulos, aunque no habían entendido nada de ello. (Juan 17:26); y
ahora que la obra que nos purifica y nos justifica ha sido consumada,
nosotros hemos recibido el Espíritu, por medio de quien clamamos,
"¡Abba, Padre!" El nombre de Padre es un nombre de relación, revelado
por la presencia de Cristo, y que uno conoce y disfruta individualmente
por el Espíritu Santo. Esto es lo que caracteriza al Cristianismo, y podemos
decir, a Cristo mismo. Dios es lo que Dios es en Su naturaleza y Su
autoridad, es el nombre de un Ser, no de una relación, excepto en los
derechos de autoridad absoluta que le pertenecen a Él; pero de un Ser
que, siendo supremo, entra en relación con nosotros, en gracia. Vemos la
importancia de esta distinción en las palabras del propio Cristo. Durante
toda Su vida Él no dice, 'mi Dios", sino, "mi Padre", incluso en Getsemaní;
y el disfrute de esta relación es perfecta. "No estoy solo, porque el Padre
está conmigo." (Juan 16:32). Él dice nuevamente, "Padre" cuando explica
qué es para Él beber la copa. En la cruz Él dijo, "Dios mío, Dios mío, ¿por
qué me has desamparado?" Hecho pecado por nosotros, Él sintió lo que
era serlo delante de Dios, siendo Dios lo que Él es. Después de Su
resurrección Él emplea los dos nombres de Dios y de Padre, cuando
introduce a Sus discípulos en la posición en la que Él entró, desde
entonces y en lo sucesivo, como Hombre, conforme a la justicia de Dios.
"Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios." (Juan
20:17). Los Suyos estaban, por gracia, como Él mismo, en su relación con
Dios como Padre; ellos estaban por Su obra, delante de Dios tal como Él
está en Su naturaleza, y eso en justicia, conforme al valor de la obra que
Él había consumado, y conforme a la aceptación de ellos en Su Persona,
muy aceptos en el Amado. Pero qué gran privilegio saber sobre qué están
puestos los afectos del Padre y conocer a Aquel que es el objeto de ellos,
y que es digno de ellos - ¡que es suficiente para estos afectos! Qué
felicidad es conocer al Señor, pues el Padre quiere que allí donde Él halla
Su deleite, nosotros hallemos los nuestros. ¡Qué felicidad perfecta,
infinita!
Finalmente, todas las cosas son entregadas a Él, y puestas bajo Sus
pies; es a Él a quien estarán sometidas, aunque no lo están aún, en lo
que respecta al cumplimiento de los caminos de Dios (Hebreos 2); pero
Él tiene todo poder en el cielo y en la tierra.
Es bueno observar aquí que es siempre el Verbo hecho carne,*
Aquel que se despojó a Sí mismo, y tomó la forma de un siervo, como un
hombre aquí abajo, quien está delante de los ojos de Juan. Por
consiguiente, aunque la divinidad, o más bien la deidad, del Salvador
aparece en cada página del Evangelio, Cristo nos es presentado en él
como recibiendo todas las cosas de Su Padre. Él es Dios, Él es uno con el
Padre; los hombres deben honrarle como honran al Padre; Él puede decir,
"antes que Abraham existiera, Yo Soy" (Juan 8:58 - RVA); pero Él nunca
sale del lugar que ha tomado, y mientras habla al Padre como a un igual,
todo, la gloria, y todas las cosas, le son entregadas. Nadie conoce al Hijo,
pero es muy hermoso ver la fidelidad perfecta de Jesús, en que Él no se
glorifica a Sí mismo, sino que permanece, sin esfuerzo, en el lugar que
ha tomado. Bendito sea Dios, ¡es siempre un Hombre!

{* Podemos exceptuar los cuatro primeros versículos del capítulo 1. Comparen para lo que
se dice en el texto, 1 Juan 1; allí, también, hallamos nuevamente la diferencia entre los
nombres de Dios y de Padre.}

Nosotros ya hemos dicho que este tercer capítulo pone los


fundamentos, y no desarrolla los resultados. Encontramos allí la posesión
de lo que nos capacita para gozar estos resultados, es decir, el nuevo
nacimiento y la cruz. Este es el lado subjetivo de la cosa para nosotros. Y
así hallamos nuevamente aquí al final que, el que cree en el Hijo, a quien
el Padre ama, tiene vida eterna. (Comparen con 1 Juan 5: 11, 12). El que
no cree en Él, que no recibe el testimonio que Él da (comparen con
capítulo 5:21), nunca verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él
(v. 36). El Hijo de Dios, Jesús, en Su Persona, es la piedra de toque de
todas las almas, precioso para los que creen; Él es la manifestación de
Dios, adaptándose Él mismo al hombre en gracia. También podemos ver
aquí cómo el cambio de nombre de Padre por el de Dios se halla
nuevamente, cuando el Espíritu Santo pasa de la gracia a la
responsabilidad. Cuando el Padre es introducido, es siempre la gracia
actuando por el Hijo, y en el Hijo que lo revela a Él.

Observemos aquí, que en estos tres primeros capítulos tenemos un


prefacio al Evangelio, antes del ministerio público del Salvador. El hecho
es establecido en el capítulo 3:24, comparado con Mateo 4: 12, 17, y con
Marcos 1: 14, 15. Juan 4 confirma esta apreciación de los hechos. Sin
duda Jesús ya había enseñado y hecho milagros, pero Él no se había
presentado aun públicamente, como para decir, "El tiempo se ha
cumplido." (Marcos 1:15). Él se anuncia así en Lucas 4:18 y versículos
siguientes, aunque Su predicación entonces en la sinagoga en Nazaret no
fue Su primera, como testifican los versículos 15 y 23 del mismo capítulo
de Lucas. Pero este prefacio de los tres primeros capítulos es realmente
una introducción al todo del Cristianismo, al menos en sus grandes y
divinas raíces. Comienza con lo que Cristo era en Su naturaleza esencial,
y también ¡es lamentable! lo que el hombre era. Aún no se trata de Dios
actuando en gracia. Se trataba de la luz; el hombre era tinieblas; era
necesario nacer de Dios para recibirle a Él que era la luz. Luego hallamos
lo que Él llegó a ser; el Verbo (la Palabra) fue hecho carne, y el unigénito
Hijo reveló a Dios, estando Él mismo en el seno del Padre; es gracia en
Su Persona. Luego tenemos Su obra en todo el alcance de su efecto, y el
don del Espíritu Santo, para que podamos disfrutarlo ahora. Y luego la
obra de reunir, pero esto último llevado a cabo, en el aspecto de los
modos de Dios, más en la tierra, pero en general conforme a los derechos
de la Persona de Cristo, siendo los Judíos, excepto el remanente,
desechados. Cristo, reconocido por su remanente según el Salmo 2, sigue
su camino, y presenta Su lugar según el Salmo 8, en lo que respecta a
Su Persona; después de lo cual son introducidos los esponsales y la alegría
de ellos, así como el juicio. Pero es por la resurrección al levantarse Él de
entre los muertos, al resucitar Su propio cuerpo, el verdadero templo de
Dios, que la demostración de Su título y poder será dada. Lo que es
subjetivo en nosotros, y la obra por nosotros, sigue a continuación; Su
recepción, conforme a la convicción humana, fundamentada sobre
milagros, no valía nada; se trataba de lo que había en el hombre;
mientras que, para ver el reino, y para entrar en su forma terrenal y Judía,
uno debe nacer totalmente de nuevo. Pero estaban también las cosas
celestiales que Jesús revelaba. Él vino del cielo, Él estaba allí - Él solo
podía anunciar las cosas celestiales. Y el hombre natural, también, no
estaba en condiciones de entrar; era necesario que Aquel que había
tomado a Su cargo su causa, ya sea para la gloria de Dios, o para la culpa
del hombre (pues el nuevo nacimiento no purifica la conciencia), era
necesario que el Hijo del Hombre, a menos que hubiese de permanecer
solo, fuese levantado. Pero entonces no se trataba meramente de la
entrada al reino, y del disfrute de las promesas, que se hallaban de esa
manera, sino de vida eterna, la que está en el propio Cristo. La bendita
fuente de todo nos es dada después de aquello; de tal manera amó Dios
al mundo, que dio a Su Hijo, para que nosotros podamos vivir
eternamente. Así hallamos, antes que nada, la justa necesidad, aquella
que la naturaleza y los derechos de Dios sobre el hombre demandaban,
cumplida por el Hijo del Hombre, después, el infinito amor de Dios
revelado. El Hijo de Dios ha llegado a ser el Hijo del Hombre, pero el Hijo
del Hombre pudo tomar este lugar debido a que Él era Hijo de Dios. Al
final del capítulo 3 encontramos el testimonio de Juan el Bautista llevado
a su punto culminante, un testimonio de la profunda y perfecta piedad
personal de aquel que lo rendía. Con todo, él era de la tierra - más que
un profeta, y sin embargo siempre terrenal; de polvo, y hablando como
siendo de la tierra, perteneciendo a lo que estaba fuera del velo, no
rasgado aún. Cristo vino desde dentro del velo, y Su carne era este velo.
Él hablaba de lo que conocía de esta manera, y nadie recibió Su
testimonio. Juan tuvo el gozo de oír la voz del Esposo; él no era eso; lo
que él decía era dado por Dios como testimonio, pero habiendo sido
rendido el testimonio, todo estaba cumplido de su parte. Cristo era el
tema del testimonio, y, más que esto, las palabras que Él hablaba eran
las palabras de Dios, pues Dios no daba el Espíritu por medida. Todas Sus
palabras eran palabras de Dios; Él estaba sobre todos. Finalmente,
hallamos que queda aún una cosa para completar esta revelación de
Cristo, y de Dios mismo, en los grandes elementos que estaban en
conexión con la Persona de Cristo y nuestro estado: se nos presenta al
Padre y al Hijo. Este es el punto culminante de todo en gracia; Él era el
objeto que satisfacía todos los divinos afectos del Padre, Él en quien el
amor infinito y perfecto del Padre hallaba su deleite: también a Él le
entregó el Padre todas las cosas. Como Hijo, descendido aquí, Jesús
recibe todas las cosas del Padre. Pero el Padre y el Hijo no quedan solos
en la plenitud de su perfección; nosotros somos llevados a ella para
disfrutarla, aunque, en un cierto sentido, ellos permanecen
necesariamente solos en su perfección. Pero el que cree en el Hijo ya tiene
vida eterna, aunque en debilidad aquí abajo; él posee subjetivamente
aquello que, más tarde, será su gloria con Cristo. (Comparen los primeros
versículos del capítulo 1). Ahora bien, esta revelación del Padre en el Hijo
llegó a ser la prueba definitiva del hombre: el que no recibía este
testimonio, que no se sometía a Él por fe, nunca vería la vida, sino que la
ira de Dios estaba sobre él. Lo que se refiere al Espíritu Santo, a quien
solamente habrían de recibir los que habían creído en Jesús, ya se
encuentra en los versículos 32-34 del capítulo 1. El desarrollo del tema se
encuentra en los últimos discursos del Salvador; la historia de Su
presencia se ha de encontrar en los Hechos y las Epístolas, y en la
conciencia de Su presencia que los creyentes poseen.

Habiendo completado el repaso de los tres capítulos introductorios,


sería bueno, quizás, dar una especie de índice de los capítulos del
Evangelio completo; pues hay mucho orden y sistema en los escritos de
Juan.
El rechazo del Mesías por los Judíos ya fue declarado en el capítulo
1; el juicio del pueblo que resulta de este rechazo, se muestra claramente
en el curso del Evangelio, y en muchos de los capítulos. La doctrina de
cada capítulo está a menudo en contraste con las cosas Judías,
proporcionando este contraste la ocasión y la base de la doctrina. Otro
rasgo característico fluye de ello; el juicio pesa sobre todo el mundo
(capítulo 1) que no le ha conocido a Él, y sobre los Suyos, los Judíos,
quienes no le recibieron; ello abre el camino para el establecimiento y el
desarrollo de la gracia soberana que sola produce la vida divina en
nosotros. Esto comprende la admisión de los Gentiles al gozo de las
bendiciones de la gracia, y luego el hecho importante de que estas
bendiciones serían halladas en un mundo, y también en un estado,
completamente nuevo, en el que uno entra por la resurrección. En los
Evangelios Sinópticos Cristo es presentado en Sus tres caracteres de
Jesús Emanuel, el Mesías; de Profeta; y de Hijo del Hombre; siendo
trazada Su historia en estos tres puntos de vista, con el relato de Su
rechazo y muerte. En Juan, quien nos muestra a Dios manifestado en
carne, Su rechazo se establece al principio; pues, siendo luz, las tinieblas
no le recibieron. El resultado es, que, a diferencia de los otros tres
Evangelios, donde Cristo es presentado históricamente para ser recibido,
y donde se nos detalla Su rechazo, pero en conexión con la
responsabilidad del hombre, Juan, aunque afirma esta responsabilidad
como doctrina, nos presenta la gracia soberana que, ya hemos visto,
buscó Sus ovejas entre Judíos y entre Gentiles, para vida eterna.
Finalmente, no debemos dejar de mencionar, el rasgo de que en Juan
todo es individual; él nunca habla de la iglesia.

CAPÍTULO 4

Después de los capítulos introductorios, el Evangelio de Juan


comienza mostrándonos a Jesús dejando Judea, y abandonando la capital
Judía, el centro del trono de Dios en la tierra, la antigua sede de Aquel
quien, descendido ahora en gracia, no pudo hallar donde recostar Su
cabeza en un mundo adverso. El celo de los Fariseos brindó la ocasión
para la partida de Jesús. Pero aquí ya podemos percibir que el Señor,
teniendo conciencia de un origen y un propósito que trascendía todos los
pensamientos, incluso de quienes le habían recibido, no actúa para reunir
a aquellos que recibían Su Palabra, conforme a los pensamientos de los
discípulos que le rodeaban con afecto: Jesús mismo no bautizaba, sino
Sus discípulos. El Verbo (la Palabra) hecho carne, Hijo de Dios, Salvador
del mundo, Redentor, Hijo del Hombre, Él no podía bautizar para unirlos
a Él como Mesías, aunque Él era el Mesías; pues Él conocía muy bien Su
rechazo, y, como Pedro lo expresa, conocía los sufrimientos que iban a
ser la porción de Cristo, y las glorias que vendrían tras ellos (1 Pedro
1:11). En cuanto a lo que estaba fuera de Su posición, Jesús pudo
solamente permitir a Sus discípulos que bautizaran así; para ellos era la
verdad, incluso la verdad completa, aunque habían aprendido a añadir
"viviente" a Su título de Hijo de Dios. Pero si Él mismo hubiera bautizado,
Él hubiese estado enteramente por debajo de la conciencia que Él tenía
del objetivo de Su venida, y de lo que iba a suceder: no era la verdad
para Él; aunque Él era verdaderamente el Mesías, Él no vino a tomar este
lugar en aquel entonces, sino a dar Su vida en rescate por muchos. Lo
que le alejó de Jerusalén, también le impidió bautizar. La ciudad donde
anteriormente Él había estado entre los querubines, y cuyos hijos Él había
querido a menudo reunir, le echó de sus cercanías; Él se marchó, el
despreciado y rechazado de los hombres, sin tener donde recostar Su
cabeza, para llevar el testimonio del amor de Dios a otra parte, y para
mostrarlo en Su Persona. Esto supuso que Él fuera rechazado como
Mesías; pero más, Dios manifestado en carne, y viniendo, según las
promesas hechas al pueblo Judío, Él fue la última prueba a que fue
sometido el corazón humano, el cual fue hallado, de esta forma, estando
en enemistad contra Dios, y contra Dios venido en gracia. Se trató de un
asunto, entonces, de la gracia soberana de Dios cuando el hombre no le
toleraría; fue necesario, entonces, que Él se hallara bastante aparte, que
Él no tuviese nada aquí abajo - Él quien, viniendo a estar entre los
hombres para traerles amor, un amor que respondía a todas sus
necesidades, fue, al mismo tiempo, luz para sus conciencias, se colocó Él
mismo al alcance de todos, utilizó sus mismas necesidades para ganarlos
en amor, pero para llamarlos al gozo de las cosas celestiales, las cuales
Él, y Él solo, podía revelarles.
Veremos que el capítulo 4 responde perfectamente a esta posición.
Pero qué preciosa y profunda verdad es ver al Hijo de Dios, Dios
manifestado en carne, rechazado; ver a Aquel que había venido según las
promesas, renunciando a todo aquí abajo, anonadándose, y abatido, y
mostrando en esto mismo la plenitud de la Deidad en amor y luz - oculto
siempre en humildad, como para estar cerca de todos, y no tomando nada
de lo que era Suyo, como para estar siempre Él solo en todas partes, tal
como Dios debe estar, y siempre manifestado, si alguien tenía ojos para
ver - tanto más manifiesto debido a que Él estaba oculto, para que el
amor pudiese acercarse a todos, este infinito amor de Dios manifestado
en Su humillación, para alcanzar a quienes están abatidos, apartados y
odiados - amor infinito, amor que estaba por sobre todas las cosas, en su
ejercicio hacia que lo odiaban - Dueño de Sí mismo, para ser Siervo de
todos, desde Su padre al más perverso de los pecadores, y eso ¡hasta la
muerte! ¿No le amaremos a Él? Nosotros no podemos sondear estas
cosas; pero lo que Él ha sido de forma manifiesta, puede tomar posesión
de todo nuestro corazón, y formar, o más bien crear, sus afectos por
medio del objeto presentado a ellos. Él se santificó a Sí mismo por
nosotros, para que nosotros podamos ser santificados mediante la
verdad. Contemplado de este modo, este capítulo tiene un significado
inmenso; pero nosotros seguiremos los hechos históricamente tal como
se nos presentan.
Yendo de Judea a Galilea, el Señor, a menos que Él siguiera una
ruta indirecta, tenía que pasar a través de Samaria. Ahora bien, Samaria,
en tanto procuraba apropiarse de las promesas, estaba fuera del círculo
de ellas: ellas pertenecían a los Judíos. Pero las pretensiones de los
Samaritanos de tener parte en ellas irritaban excesivamente a los Judíos.
En realidad, aunque estaba mezclada, la población de Samaria era, en
gran parte, de origen pagano. "¿No decimos bien nosotros, que tú eres
samaritano, y que tienes demonio?", decían los Judíos a Jesús (Juan
8:48). Los Samaritanos estaban, efectivamente, fuera de las promesas y
del pueblo de Dios. El Señor reconoció estas promesas y a ese pueblo,
pero Él introdujo aquello que estaba por encima de ambos, y los puso a
un lado (v. 21-24, y ya lo vemos en los v. 5, 6). Si el pozo de Jacob estaba
allí, el Hijo del Hombre estaba allí también, el Hijo del Hombre, cansado
de Su viaje, sediento, y sin agua, en el calor del día, sin lugar para
descansar excepto el borde del pozo donde Él podía sentarse, y
dependiendo de cualquiera que viniese para obtener un poco de agua para
saciar Su sed - de una pobre Samaritana, abandonada, y la escoria del
mundo. Esta mujer, cansada de la vida, viene a sacar agua. Aislada
realmente, aislada en su corazón, ella no vino a la hora cuando las
mujeres sacaban agua. Ella había seguido el placer haciendo su propia
voluntad; había tenido cinco maridos, a quienes, probablemente, ella se
había dedicado, y el que tenía ahora no era su marido. Estaba cansada
de la vida; su voluntad y sus pecados habían dejado su corazón vacío;
estaba aislada y abandonada por el mundo: su pecado la había aislado;
la gente respetable no la quería; y esto tampoco era sorprendente. Pero
había Uno que estaba más aislado que ella, que estaba solo en este
mundo, a quien nadie entendía, ¡ni siquiera Sus discípulos! ¿Qué hombre,
en medio de este mundo perverso, comprendió el corazón de Aquel que
trajo los pensamientos de Dios a un mundo de pecado, Su amor a un
mundo de egoísmo, Su luz a un mundo de tinieblas, cosas celestiales en
medio de un mundo envilecido en intereses materiales? Eso era el bien
en medio del mal, bien perfecto allí donde no había ninguno. Había un
punto de contacto entre estos dos, amor por una parte, y necesidad por
la otra: pero la gracia fue necesaria para producir la conciencia de la
necesidad.
La manera de actuar de Jesús había atraído la atención de la mujer:
un Judío hablando amablemente a una Samaritana, ¡satisfecho de estar
agradecido de ella! El Señor comienza desde lo alto, mediante la gracia
divina, unida a la perfecta humillación y humildad que sitúa la bondad de
Dios dentro del alcance del hombre, gracia que se muestra a sí misma,
que es medida, al descender tanto como para enfrentarse con el pecado,
y la miseria a la que el pecado nos ha reducido. El Señor indica dos cosas.
"Si conocieras el don de Dios." En Jesús, Dios no exige nada. Él produce
toda clase de bien, pero no exige nada. Aquí no había derecho a ninguna
cosa, ninguna promesa; no había moralidad, no existía ningún vínculo con
Dios; pero la gracia existía en Dios para quienes estaban en este estado.
La atención de la mujer fue atraída; ella vio algo extraordinario, sin
elevarse por sobre las circunstancias en que su espíritu se movía. Pero el
Señor va a la fuente de todo, o más bien Él vino de esta fuente en Su
espíritu. Dos cosas se ven aquí, como ya he dicho; Dios dando en gracia,
y la perfecta humillación de Aquel que estaba hablando. Después, se
revela qué era este don de Dios, es decir, el gozo presente, por el poder
del Espíritu Santo, de vida eterna en el cielo.
¡Cuántas cosas nuevas contenían estas pocas palabras! Dios estaba
dando, en gracia y en bondad; Él no estaba haciendo exigencias, Él no
estaba volviendo a la responsabilidad del hombre, la cual es la base del
juicio eterno, sino que estaba actuando en la libertad y el poder de Su
santa gracia. Entonces, Aquel que había creado el agua estaba allí,
cansado y dependiente, para poder beber de ella de una mujer tal, mujer
que no sabía qué era ella. Él no dice, «Si tú me conocieras», sino, "Si tú
conocieras . . . quién es el que te dice: "Dame de beber"" (Juan 4:10 -
LBLA), quién es Aquel que ha descendido tan bajo, superando todas las
barreras que te mantenían lejos de Él, "tú le habrías pedido a El" (v. 10 -
LBLA). Si se hubiera establecido confianza en cuanto a la bondad y en
cuanto al poder, Él hubiera podido, y lo hubiera hecho, dar aquello que
llevaba a una relación con Dios. Allí estaba la respuesta: "El te hubiera
dado agua viva" (v. 10 - LBLA): parecieran ser palabras suficientemente
claras; pero la pobre mujer no puede captar más que las circunstancias
de su diaria labor. Ahora no es con ella, asombro por ver a Aquel que
hablaba con ella, pasando sobre las barreras religiosas, sino la
imposibilidad, tal como Él estaba, de tener agua; pues ella no va más allá
de su trabajo diario, aunque viendo claramente que ella tiene que ver con
una Persona extraordinaria; el Señor la estaba llevando, ella aún no sabía
adónde. ¿Era Él, quien le hablaba a ella, mayor que Jacob, el tronco de
Israel, quien les había dado el pozo? El señor expresa ahora más
claramente lo que estaba en consideración: "Todo aquel que bebe de esta
agua, tendrá sed otra vez; mas el que bebiere del agua que yo le daré,
nunca jamás tendrá sed; sino que el agua que yo le daré, será en él una
fuente de agua, que brote para vida eterna." (vs. 13, 14 - VM).
Pero atraer la atención de un alma, no obstante lo útil que esto
puede ser, no es convertirla: la comunicación moral entre el alma y Dios
aún no se ha establecido mediante el conocimiento de uno mismo y de
Él; los ojos aún no se han abierto. De este modo el corazón permanece
en su ambiente natural, absorbido, o por lo menos gobernado, por el
círculo en el cual el corazón vive. La pobre mujer, atraída por la manera
de actuar del Señor, que había ganado ascendencia sobre ella, le pide que
le dé de esta agua, de modo que ella no tuviera que volver más allí a
sacarla laboriosamente. Ella carecía de toda verdadera inteligencia:
estaba absorbida por su cansancio y trabajo, y el círculo de sus
pensamientos no iba más allá de su cántaro de agua, es decir, más allá
de ella misma, pero de ella misma poseída por sus circunstancias. Esta es
la vida humana, y la gente juzga las cosas reveladas por la relación de
ellas con estas circunstancias; algunas veces hallamos verdad moral,
como aquí; algunas veces incredulidad abierta. ¿Cómo se puede hallar
una entrada al corazón del hombre? Esto es fácil para Dios, y para el
hombre esta entrada es hallada cuando Dios está allí, y se revela a Sí
mismo, y la conciencia del hombre es tocada. «Adán, ¿Dónde estás tú?»
Él se escondió, porque estaba desnudo. Todo era inservible. Las hojas de
higuera que le podían hacer sentir a gusto escondiéndose fueron
simplemente nada cuando Dios estuvo allí. La primera manifestación de
esta nueva facultad en el hombre, la conciencia, este triste pero útil
compañero que ahora va siempre con él a través de su carrera, como una
parte de su ser es, para Dios, la única puerta de entrada al corazón, y
para el hombre, de inteligencia. Sólo que aquí es el amor, nunca el
cansancio, lo que actúa. Dios y el pecador se hallan cada uno en su
verdadero lugar; el hombre, responsable enteramente conocido por Dios,
pero sintiendo que todo es conocido, y que Aquel que le conoce está allí.
Me detengo un poco sobre este punto, debido a que es lo opuesto
a la entrada del paraíso; no es el paraíso recuperado, o incluso aquello
que es mucho mejor, sino se trata del alma recibiendo subjetivamente
verdad y gracia en la Persona de Jesús, quien le da la capacidad para
esto. En ambos casos su estado de pecado es revelado al alma; pero en
el paraíso fue para juzgar, y comenzar un mundo donde Dios no estaba,
sino que Satanás reinaba; aquí también se manifiesta el pecado, pero
Dios se manifiesta en este mismo mundo en amor; anteriormente se
había manifestado en luz y juicio; ahora, en luz y gracia. Había carencia
de toda comprensión en cuanto al don de Dios, de la Persona de Cristo,
de la vida eterna, y no tenía ningún lugar en el corazón de la mujer. «No
hay nadie que tenga entendimiento.» Pero mientras, anteriormente, Dios
había expulsado al hombre, aquí el amor permanece perseverantemente
cerca del pecador; cuando se trata de Dios, el amor es perseverante y
paciente. Solamente que todo debe ser real: "Ve, llama a tu marido, y
ven acá." (v. 16). "No tengo marido", responde la mujer (v. 17). Es la
vergüenza lo que, aunque se hable la verdad, oculta el mal; no una
conciencia recta delante de Dios. Pero el amor paciente continúa aún con
su obra; la prosigue allí, donde se halla una entrada a la conciencia que
entiende - o más bien una entrada al alma del hombre, el cual carece
totalmente de comprensión en cuanto a cosas divinas. "Llama a tu
marido." Entonces, ante su respuesta, el Señor dice a la mujer lo
suficiente de su historia como para darle a conocer que ella tiene que ver
con Aquel ante quien todas las cosas están "desnudas y expuestas"
(Hebreos 4:13 - RVA).
V. 19. La obra continuaba en esta alma; su atención, hemos dicho,
había sido atraída. El resultado merece ser bien considerado; la mujer no
se excusa, ni se asombra, ni pregunta, ¿Cómo sabes tú esto? La Palabra
de Dios es para ella la Palabra de Dios. "Señor, percibo que eres profeta."
(v. 19 - VM). Ella no sólo dice, «Lo que tú dices es verdad»; no, la
autoridad y la fuente de la palabra de Jesús eran divinas para ella. Todo
lo que Él dice viene de Dios, quien se revela por este medio entre los
hombre. Este es un cambio profundo en la condición del alma. Dios le ha
hablado a ella, y ella ha reconocido que es Él; pero más, ha reconocido
que Su palabra, como un todo, como una fuente, es de Él. Lo que ella
pensó fue, no sólo que Jesús, en este caso particular, habló la verdad,
aunque ese fue el medio por el cual su conciencia fue alcanzada, sino que
Dios estaba hablando a su conciencia, y eso produce siempre el efecto
que vemos aquí: Aquel que estaba hablando era una fuente verdadera y
segura de comunicaciones divinas. Era fe en la Palabra de Dios, el alma
traída a la comunicación con Él: todo lo que Él dijo tuvo para ella una
autoridad divina. La inteligencia divina estaba allí con respecto a las cosas
en las que Dios se estaba acercando al hombre.

V. 20. No obstante, la mujer aún estaba preocupada con lo que


llenaba su mente: ¿Tenemos que adorar en Jerusalén, o sobre el Monte
Gerizim? Era el aspecto externo de lo que existía, y su mente había sido
ejercitada acerca de estas cosas: ¿Dónde se tenía que hallar a Dios? -
pero de una manera que no iba más allá de lo que había en el hombre.
Dios toma la oportunidad para revelar la verdadera, la nueva adoración,
la adoración del Padre, de Dios, en espíritu y en verdad (v. 23). Este
cambio caracteriza el capítulo completo, es decir, la introducción de
relaciones celestiales en el lugar del sistema terrenal Judío, un cambio
que dependía de la revelación del Padre en el Hijo, un cambio poco
conocido aún, pero que estaba conectado necesariamente con Su
Persona, y del que por consiguiente, Él pudo decir, "la hora . . .ahora es"
(v. 23).
Dos cosas, basadas en la revelación que se estaba haciendo,
caracterizaban esta adoración; la naturaleza de Dios, y la gracia del
Padre. La adoración del Dios verdadero tenía que ser una adoración "en
espíritu y en verdad." La naturaleza de Dios requería esto; Dios es
Espíritu, y la adoración no sería conforme a lo que Él es, si no fuera "en
verdad", pues lo que es falso no es conforme a lo que Él es, y la revelación
de lo que Él es vino en Cristo, quien es Él mismo la verdad, pues "la
gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo." (Juan 1:17). La ley
dada a Moisés decía lo que el hombre no debía hacer, y el Señor sabía
bien cómo hallar en esta ley aquello que el hombre debía sentir; amar a
Dios y a su prójimo. Pero la ley no revela lo que Dios es, ella revela lo que
el hombre debiera ser. Ahora bien, aquí estaba Dios plenamente revelado
en el mundo, quien, rechazado como Mesías, objeto de promesa,
abandona Su conexión especial con el pueblo Judío, aunque ella había
sido (fuera de lo que era terrenal y legal) establecida por Él mismo, y
viene a revelarse en la Persona del Hijo, substituyendo a Dios entre los
hombres, en gracia, para todas las formas en medio de las que, oculto
tras el velo, Él prohibió a todos los hombres que se acercaran a Él; a
revelarse Él mismo, yo digo, a toda esta ignorancia, que adoraba lo que
ni siquiera sabía, y donde no había ninguna respuesta en absoluto a las
necesidades del corazón. Se trataba del Padre buscando adoradores en
espíritu y en verdad, según Su propia naturaleza plenamente revelada;
porque "Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es
necesario que adoren." (v. 24). Pero la gracia precede; la iniciativa está
con Dios; Él viene a buscar tales adoradores. Nosotros hemos visto que
se trataba del don de Dios; pero Dios es Luz, y Él se revela. Hemos visto
también que es Dios revelado en bondad, pero la conciencia alcanzada
por la luz, y Dios dando aquello que brota para vida eterna.
Así es la gracia del Padre que busca, la luz de Dios que actúa sobre
la conciencia, gracia que da vida eterna, conforme a la presencia en poder
del Espíritu Santo, y toda la verdad que se devela en esto: esto es lo que
produce adoración verdadera en espíritu y en verdad. Todo lo que
pertenece a Jerusalén y a Samaria es necesariamente dejado atrás por la
presencia del propio Dios, el Hijo revelando al Padre, y comunicando vida
eterna en conexión con cosas celestiales; siendo rechazado el Mesías, y
siendo el corazón del Padre la fuente de todo, lo que nos coloca
necesariamente en conexión con el cielo, por medio de Aquel que puede
revelar estas cosas, siendo Él mismo el Hijo del Padre.

Podemos hacer notar aquí que nuestro Evangelio habla de la


revelación del Padre en el Hijo; de lo que Dios es, quien es el objeto de
adoración; de lo que alcanza la conciencia; de la vida eterna; pero no de
lo que purifica la conciencia. Este último tema no es de lo que Juan trata
en su Evangelio, sino que Juan habla de la revelación de Dios el Padre en
el Hijo; de esta revelación para juicio, en cuanto a su resultado, y
conforme a la gracia, en cuanto a su objetivo; se trata del Hijo en el
mundo, para revelar a Su Dios y Padre, y como vida eterna. Al final del
Evangelio, el Espíritu Santo es introducido en lugar del Hijo, para que
podamos conocerle a Él como Hombre en el cielo a la diestra de Dios.

Encontramos un ejemplo del aislamiento del Señor en la falta total


de inteligencia en los discípulos, cuando el Señor abre Su corazón, en el
gozo que la perspectiva de la conversión de pecadores le daba - del fruto
de Su ministerio. Excepto la comunión con Su Padre, que Él siempre
gozaba, el Señor sólo tuvo gozo sobre la tierra en el ejercicio de Su amor
en el bien que Él hacía que era digno de Dios. Perfecto en tanto que era
verdaderamente Hombre en Su comunión en lo alto, y ejercitando Su
amor aquí abajo, Él anduvo haciendo el bien. Tal fue Su vida entera,
excepto los sufrimientos que Él sufrió de manos de los hombres, Él, un
Varón de dolores, y sabiendo bien lo que era el desfallecimiento. No es
que Él no tuviese afecto humano: Él amaba a Marta, y María, y Lázaro; Él
amó a aquel cuyo Evangelio estamos leyendo; pero esto no aparece hasta
que Su hora llegó. Él difiere toda expresión de ello hasta entonces,
explícitamente en cuanto a Su madre, y, como vemos en la historia, en
cuanto a lo que concernía a Juan y la familia en Betania. En Su ministerio
Él fue completamente para Su Padre, y para los pecadores del mundo; Su
comida fue hacer la voluntad de Aquel que le envió, y acabar Su obra (v.
34).

El resultado para la mujer, quien recibió un torrente de luz fresca


en su alma, y quien, incluso mientras era esclarecida, tuvo
repentinamente demasiada luz para ver claramente, es, que ella lo
atribuye a Cristo. Dios había efectuado una obra real en su conciencia.
Ella pensó que si solamente tenía al Cristo (pues ella creía en Él, y sabía
que Él iba a venir), Él le explicaría todo claramente, y le haría conocer
todas las cosas. Es allí donde la mujer fue traída; y Cristo estaba allí antes
que ella. Siempre es así. Muchas preguntas surgen en un alma despertada
y sincera, pero cuando Cristo es hallado, todo sale a la luz claramente,
hay una plena respuesta a todas las necesidades del alma: todo es
hallado. Pero, ¿quién era Aquel que había actuado sobre el corazón y la
conciencia de esta pobre mujer, y que había sido bueno con ella, cuando
Él supo todo lo que ella había hecho? Cuando la Palabra de Dios alcanza
la conciencia, no es la carne la que actúa, es el Dios Salvador, quien ha
estado allí desde el principio.

Hay otra interesante pequeña circunstancia a ser observada aquí.


Nosotros hemos visto a la mujer aislada agobiada bajo el peso de la vida,
cuyo trabajo mal recompensado estaba representado por el cántaro: ella
estaba absorta por él, su corazón no podía deshacerse de él: ahora (y no
es por nada que el Espíritu Santo nos presenta estos pequeños toques) el
cántaro es totalmente olvidado (v. 28). La mujer ya no busca más
aislamiento, ella va a anunciar a todos lo que ha encontrado; este Hombre
era ciertamente el Cristo (vs. 28, 29). Sin duda ella tuvo que sacar agua
nuevamente, pero la carga que pesaba sobre ella fue quitada, la energía
de una nueva vida estaba allí. Lo que ella dijo tocó muy de cerca su
vergüenza; pero Jesús llenó su corazón, y ella puede hablar de estas
cosas, al encontrar a Cristo allí - Cristo quien la abstraía mediante la luz
de Su gracia: "¡Venid, ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto he
hecho! ¿será acaso éste el Cristo?" (v. 29 - VM). Cuando ella llegó a casa,
pudo pensar en el don de Dios, y en Aquel que le había dicho, "Dame de
beber"; pero toda su vida ulterior se pierde en el esplendor de la
revelación de Dios en Cristo.

V. 35. Podemos observar que los segadores recogían fruto para vida
eterna, y también recibían su salario. Los profetas habían trabajado (la
mujer estaba esperando al Cristo), también Juan el Bautista. Los
discípulos sólo estaban segando, pero los campos estaban blancos para
la siega. En los peores tiempos, cuando el juicio incluso sea inminente,
Dios tiene Su buena parte, y la fe la ve, y se consuela por ello.

Noten, también, que los Samaritanos llaman a Jesús "el Salvador"


(v. 42). Ellos sabían muy bien, en realidad, que su Gerizim no era nada,
sino bajo la influencia de la gracia, que abría sus corazones a una
concepción más amplia de la obra del Salvador. Ningún Judío habría dicho,
"el Salvador del mundo."

V. 43. Como Su campo de trabajo, Jesús no toma nuevamente el


camino a Jerusalén - Él se marcha a Galilea. Su propia tierra había
rechazado al Profeta, y había perdido al Salvador. Esta expresión, que
comprende todo el alcance de Su obra de redención como Salvador, cierra
este relato, donde se nos presenta su partida desde Judea para introducir
esta obra en la esfera de la gracia soberana, mientras presenta los
principios de vida eterna, y la adoración que se ha de rendir al Padre.

(V. 46, y ss.) El siguiente episodio, en el que se nos relata la


enfermedad del hijo del oficial del rey, comienza, yo creo, a develarnos
los grandes elementos de la revelación de Dios en la Persona del Hijo,
antes que nada sanando lo que permanecía en Israel, pero listo para
perecer. Más adelante Él demuestra que el hombre está muerto
espiritualmente; pero había almas vivificadas en Israel, tal como vemos,
de hecho, al principio de Lucas. Pero todo iba a perecer; la nación iba a
ser juzgada, iba a terminar su existencia bajo el antiguo pacto, no iba a
subsistir más en relación con Dios como un instrumento de bendición.
Pero Aquel que es la Resurrección y la Vida estaba allí, para despertar y
sostener la vida individualmente. para ser su pan, allí, donde la fe le
recibía. Él mostró esto, también, en Jerusalén, pero comenzó
naturalmente en Galilea, en medio de los pobres del rebaño, adonde Él se
dirigió cuando fue echado de Judea. La fe recibe la Palabra de Cristo, y
Aquel que es la Vida y quien la trae, la reanima quitando la debilidad, y
comunica vida. Esta aplicación que hacemos de la restauración física es
plenamente sancionada por el uso que el Señor hace de ella en el capítulo
siguiente. El principio y la fe son igualmente sencillos aquí; el padre creyó
en el poder de Jesús, pero su fe fue similar a la de Marta, María, y los
Judíos; el creyó que Jesús podía sanar* - nada más. Él ruega al Señor
que descienda antes que su hijo muera, Jesús querría que los hombres
fundamentaran su creencia sobre una palabra, y no solamente viendo
señales; sin embargo, Él no hace surgir la pregunta del poder para dar
vida, sino que tiene compasión del pobre padre, haciendo que todo
dependa, no obstante, de la fe en Su palabra, cuando Él dice al padre, "tu
hijo vive." El padre cree la palabra de Jesús, y se va; en el camino se
encuentra con sus siervos, y ellos le anuncian que su hijo está sano, y
que esto sucedió de esta manera en el mismo momento cuando Jesús dijo
la palabra. "Y creyó él con toda su casa." (v. 53). El poder de la muerte
había sido detenido por el poder de la vida venido desde arriba, y el
hombre que se había beneficiado de él, creyó en Aquel que lo había traído,
y quien era el poder de vida; pues en Él estaba (existía) la vida.
(Comparen con 1 Juan 1: 1-3 y 1 Juan 5: 11, 12).

{* Esta doctrina es revelada plenamente en el capítulo 5.)

CAPÍTULO 5

Aún quedaban entre los Judíos algunos fragmentos de la bendición


antigua: "yo soy Jehová tu sanador" (Éxodo 15:26); y mediante la
ministración de ángeles, un principio general de los modos de Dios entre
este pueblo. No era más que un poco, pero era una señal de que Dios no
había abandonado enteramente a Su pueblo; aún había curaciones en el
estanque de Betesda; aquel que descendía primero en él, cuando el ángel
agitaba el agua, quedaba sano. El hombre que entraba de este modo en
el agua mostraba fe en la intervención de Dios, y el deseo de beneficiarse
por medio de ella. Pero la historia registrada para nosotros en el capítulo
5 nos conduce a un poder mucho más grande, y a principios mucho más
importantes.

Un pobre hombre paralítico estaba allí, en medio de todas estas


personas enfermas que yacían en los pórticos del estanque; Jesús llega
allí. Lo que se presenta en Él tiene un carácter doble; Él es la respuesta
en poder a toda necesidad, y Él también da vida.
Había necesidades en Israel en ese tiempo, necesidades del alma,
así como necesidades del cuerpo, y había una conciencia de estas
necesidades. El Señor pudo decir, "Venid a mí todos los que estáis
trabajados y cargados, y yo os haré descansar." (Mateo 11:28). El pobre
paralítico es tipo y figura de esto. Para que el objeto de las bendiciones
que se disfrutaban bajo la ley pudiesen ser aprovechadas por ellos, él
debe tener poder en sí mismo. Ya sea que fuera tener justicia conforme
a la ley, o disfrutar otras bendiciones, tenía que haber, en el hombre que
deseaba poseerlas, un estado subjetivo adecuado para esto; tenía que
haber poder en el hombre. La enfermedad del paralítico le había privado
de ese poder que era necesario para poder beneficiarse mediante los
medios para quedar sano. Es la misma cosa en cuanto al pecado. Las
bendiciones y los medios que la ley ofrece, demandan fuerza en el
hombre. El deseo de ser sano se da por sentado - "¿Quieres ser sano?"
(v. 6). El Señor formula la pregunta de este modo. Faltaba poder, como
en Romanos 7, el querer estaba presente. Jesús trae con Él el poder que
sana; el bien que Él hace, no demanda poder en nosotros. Fue cuando
nosotros estábamos privados de toda fuerza que Su gracia actuó. (Vean
Romanos 5:6). En Juan, debemos recordar, es una cuestión de vida;
incluso cuando Él habla de la cruz, es para vida eterna, no para perdón.
Entonces Jesús viene: el poder está en lo que Él dice; acompaña a
Su palabra - y el hombre es sanado. Ahora bien, aquel día era el día de
reposo (sábado). El reposo de Dios es la porción de Su pueblo; el día de
reposo (sábado) era así la señal del pacto hecho con Israel; Éxodo 31:13;
Ezequiel 20:12. El día de reposo fue el reposo de la primera creación, y
del primer pacto, que dependía de la responsabilidad del hombre, y de su
fuerza para cumplir aquello que este pacto demandaba de él: "Haz esto,
y vivirás." Le correspondía al hombre actuar para obtener bendición. Aquí
todo es cambiado. Dios no podía reposar donde estaba el pecado, donde
estaba la miseria; Su santidad y Su amor hacía que la cosa fuera
imposible por igual. Corrupción, depravación, los horrores que el pecado
produjo, no hacían de una escena tal la escena del reposo de Dios, del
cual el sábado (día de reposo) era la expresión y la figura, pero sobre el
principio de la obligación y la ley. Pero incluso antes de la ley, el día de
reposo (sábado) había sido instituido como el reposo de la antigua
creación. La ley lo impuso, pero el hombre nunca entró en él, y una
creación arruinada no fue el reposo de Dios, y no dio reposo al espíritu
atribulado del hombre. Pero si Dios no podía reposar, Él podía actuar en
gracia: y esta es la respuesta, infinitamente hermosa, y hermosa porque
es verdad, que el Salvador hace a las acusaciones de los Judíos. Era el
juicio de la antigua creación entera, pero decía que desde la caída, la
gracia de Aquel que ahora era plenamente revelado - el Padre, en la
venida del Hijo - estaba trabajando, para impartir vida y bendecir, en la
obra de la nueva creación (vista en su aspecto moral); pues por todas
partes hallamos aquí que se trata de este aspecto, no de la manifestación
externa como resultado. "Mi Padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo." (v.
17). A menos que sea en Su esencia infinita, Dios no reposa: ¡bendición
infinita! ¡gracia sin medida! Dios actúa, Él trabaja ahora. Cuando Él tendrá
reposo en cuanto a Sus operaciones, nosotros lo tendremos con Él, y en
el conocimiento del Padre y del Hijo. Dios reposará en Su amor, en la
bendición que le rodea en la gloria del Hijo, en el cumplimiento de Sus
consejos, en la eterna bienaventuranza de la cual Él es el centro y la
fuente.
(V. 18 y sgtes.) Veremos ahora de qué se trata esta obra que el
Padre y el Hijo están haciendo, pues es de ellos de quienes habla el
escritor, de estos nombres que Juan utiliza siempre al hablar de las
operaciones de gracia. Él dice, efectivamente, que "de tal manera
amó Dios" - lo cual es la fuente y el fundamento de todo; allí el Hijo del
Hombre y el Hijo de Dios, y el propio Dios, son presentados como fuente
y fundamento de toda bendición; pero cuando el asunto es acerca de las
operaciones de gracia, en Juan, nosotros siempre hallamos al Padre y al
Hijo.

Los Judíos comprendieron perfectamente la posición que Jesús


tomó, y le buscaban para matarle. El Señor no rechaza esta posición que
el apóstol Juan reconoce como Suya (pues en el versículo 18 es Juan
quien habla); pero Él coloca todas las cosas en su lugar. Todo lo que el
Padre hace, Él lo hace; pero Él no actúa como otra persona, como una
autoridad secundaria e independiente. Él hace lo que el Padre hace, y Él
no hace nada más: Él actúa de conformidad con el Padre, y movido por
el mismo pensamiento que Él, y hace todas las cosas que el Padre hace.
Pero habiendo tomado la forma de un siervo, Él no la abandona, y
mientras Él se declara como siendo uno con el Padre (pues antes que
Abraham existiera, Él era el "YO SOY"), Él recibe todo, en la posición que
ha tomado, en estas operaciones de gracia, y en sus frutos en gloria, de
manos del Padre. Esto es sorprendente en este Evangelio, donde el lado
divino de Su Persona es presentado más plenamente que en los otros,
aunque no se afirme más claramente. Nosotros hallamos constantemente
que cuando Él habla de estar en la misma posición que Su Padre, Él se
coloca a Sí mismo, no obstante, siempre sobre el terreno de recibir todo
de Él.
Jesús, entonces, continua aquí a la obra que, de hecho, estaba
siendo llevada a cabo, y aún está siendo llevada a cabo, ya sea por el
Padre, o por el Hijo solamente, y Él hace todo lo que el Padre hace. Hay
una obra que Él hace como Hijo del Hombre, y que el Padre no hace.
"Padre" es el nombre de gracia y de relación; "Hijo del Hombre", el de
autoridad conferida. Si el Padre y el Hijo trabajan, es un trabajo de gracia
el que está en consideración. Pero el Padre no ha sido humillado; Él
permanece en la inmutable gloria de la Deidad. Todo juicio es
encomendado al Hijo, así que todos los que le habrán despreciado,
estarán obligados a reconocerle por este medio.
Pero tomemos las enseñanzas del pasaje en su orden. El Hijo hace
más que sanar; "Porque como el Padre levanta a los muertos, y les da
vida, así también el Hijo a los que quiere da vida. Porque el Padre a nadie
juzga, sino que todo el juicio dio al Hijo, para que todos honren al Hijo
como honran al Padre. El que no honra al Hijo, no honra al Padre que le
envió." (vs. 21-23). Así la gloria del Hijo es mantenida de una manera
doble:
1.- en que, al igual que el Padre, Él da vida, y esto nosotros lo
podemos entender, debido a que estamos en relación con el Padre y con
el Hijo, como siendo partícipes de la vida divina (1 Juan 1:3);
2.- luego, por el juicio, porque el Padre no juzga a nadie, sino que
todo juicio se lo ha confiado el Hijo, para que todos le honren a Él.
Los que son vivificados, le honran a Él con todo el corazón, y de buena
voluntad; quienes no creen, el juicio los obligará a honrarle, a pesar de
ellos mismos.
¿A cuál de estas dos clases de personas yo pertenezco? El versículo
24 nos proporciona la respuesta a esta pregunta - una respuesta sencilla,
completa, y plena de preciosa luz. "De cierto, de cierto os digo: El que
oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a
condenación (a juicio), mas ha pasado de muerte a vida." La palabra de
Cristo es lo que se presenta al alma, para traer las buenas nuevas de
gracia: el efecto producido, donde esta palabra es recibida, es fe en el
Padre como habiendo enviado a Su Hijo. Pero aquel que cree de este
modo en el Padre como enviando a Su Hijo, gracia y verdad venidas de
este modo en Él, tiene vida eterna. Este es un lado de la respuesta; él
que cree tiene vida. Hemos visto que este es un medio de asegurar la
gloria del Hijo: el otro medio no está mezclado con este. Si Cristo ha dado
vida, no es para poner Su obra a la prueba del juicio; eso es imposible:
Cristo juzgaría Su propia obra, y pondría en duda su eficacia; y, ¿quién
es el juez? La consecuencia es evidente: el otro medio de asegurar la
gloria de Cristo no es empleado; el que ha recibido vida no viene a juicio
(a condenación). Yo me limito a lo que dice el pasaje ante nosotros; de
otra manera nosotros deberíamos recordar que Aquel que está sentado
como Juez es Aquel mismo que llevó los pecados de todos los que creen.
Pero Juan no trata este lado del asunto: juzgar (condenar) a aquel que
cree, sería poner en duda la obra vivificadora de Cristo, y la del Padre
también.
Aquí está lo que es preciso y formal en cuanto a las dos cosas por
medio de las cuales el Hijo es glorificado; es decir, el dar vida a las almas,
y el juicio; la primera Él la lleva a cabo, en común con el Padre; la
segunda, la cual es confiada a Él solo, pues Él es el Hijo del Hombre.
Esto no es todo lo que se dice aquí. El que tiene vida eterna "ha
pasado de muerte a vida." No se trataba de una curación: el alma había
estado espiritualmente muerta, separada de Dios, muerta en sus delitos
y pecados, y ha salido de su estado de muerte por el poder dador de vida
del Salvador. No es simplemente que, habiendo sido vivificada, ella
escape de las consecuencias de su responsabilidad cuando el día del juicio
llegue: el Señor ha tomado el otro medio, en gracia, de glorificarse a Sí
mismo con respecto a ello. El alma ya estaba muerta: es la enseñanza de
la Epístola a los Efesios: una nueva creación. El pecador no arrepentido
vendrá a juicio, si el que está bajo la gracia escapa a él. Pero todos
nosotros estamos muertos ahora; este ya es el estado de todos nosotros:
estamos muertos en cuanto se refiere a Dios, sin un solo sentimiento que
responda a lo que Él es, o a Su llamamiento, y si fuera meramente una
cuestión de lo que se encuentra en el hombre, sería imposible despertar
alguno de esos sentimientos. Pero Dios comunica vida, y el alma pasa de
muerte a vida. Es una nueva creación; llegamos a ser participantes de la
naturaleza divina. Al mismo tiempo, siempre permanece verdadero el
hecho de que nosotros daremos cuenta de nosotros mismos a Dios, de
que todos nosotros compareceremos ante el tribunal de Cristo; pero no
es cuestión allí, para nosotros los que creemos, de algún juicio en cuanto
a nuestra aceptación. Nosotros estamos en la gloria, como Cristo está,
cuando lleguemos allí; el propio Cristo habrá venido a buscarnos en
persona, para que podamos estar allí, y Él habrá transformado los cuerpos
de nuestro estado de humillación en conformidad a Su cuerpo de gloria.

Continuemos el estudio de nuestro capítulo. El Padre da vida; el


Hijo también da vida y juzga. La hora estaba viniendo, y ya había llegado,
cuando no solamente sería el Mesías, el propio Jehová, quien sanaría los
enfermos en Israel, al mantener las promesas y profecías dadas a Israel
según el gobierno y la disciplina de Dios en medio de Su pueblo, obrando
una cura que pudiera dar lugar a una disciplina más severa; sino que
desde este momento el poder dador de vida y la vida eterna en la Persona
del Hijo, quien reveló al Padre en gracia, habían venido, de modo que los
muertos oirían la voz del Hijo de Dios, y los que la oyeran habrían de vivir
(v. 25). Esta fue la gran proclamación en cuanto a la vida: ella estaba allí,
y como el Padre tenía vida en Sí mismo, Él le había dado a Su Hijo, un
Hombre en la tierra, tener vida en Sí mismo - una prerrogativa divina,
pero hallada aquí en un Hombre, venido en gracia a la tierra.
Ya he hecho notar que el Evangelio de Juan, en tanto nos muestra
en Cristo cosas que pertenecen solamente a Dios, y eso absolutamente,
nos muestra también que el Hijo, habiéndose hecho Hombre y Siervo,
nunca abandona la posición de recibirlo todo. Él también ha recibido
autoridad para ejecutar juicio, porque Él era el Hijo del Hombre. Pero uno
podría ser juzgado en la tierra, y de hecho los vivos serán juzgados allí.

Queda aún una parte importante de Su poder que pertenece a la


enseñanza de este capítulo: los muertos resucitarán, y, conforme a lo que
ya ha sido declarado en el versículo 24, la vida y el juicio no se mezclan
aquí. Los hombre no tenían que maravillarse de que las almas que oyeran
Su voz vivieran por medio de la vida espiritual que Él podía comunicar: la
hora venía (y esa ahora aún no venía, y aún no ha venido)
cuando todos los que estén en los sepulcros oirán Su voz, y saldrán . . .
. (v. 28 y ss.). Aquí ya no es, "los que la oyeren vivirán" (v. 25), sino
que todos oirán, y saldrán; los que hayan hecho lo bueno a resurrección
de vida, y los que hayan hecho lo malo a resurrección de juicio (o,
condenación).
Observen cuidadosamente, que, aunque el juicio asigna a cada uno
su lugar según sus obras, no es el juicio lo que separa a los resucitados;
la propia resurrección hace la separación. Los que hayan hecho lo bueno
no tienen parte en la misma resurrección de los que hayan hecho lo malo.
Él no habla aquí del intervalo de tiempo que separa la resurrección de los
unos de la resurrección de los otros; eso debe buscarse en la revelación
que Dios da de las dispensaciones. Aquí lo que está en consideración es
la esencia de las cosas: hay una resurrección, la cual es la de los justos,
llamada así; y otra resurrección, diferente de la anterior, una resurrección
de juicio (o, condenación), en la que los vivos, glorificados en la primera,
no participan. Algunas veces, efectivamente, se ha hecho surgir una
dificultad en cuanto a la palabra, "hora" (v. 28), la cual es empleada aquí,
pero es un argumento pobre, porque la misma expresión se halla otra vez
en el versículo 25, el cual nos presenta como una "hora", un espacio de
tiempo que ha durado cerca de dos mil años, y que abarca dos estados
de cosas diferentes - uno en el que Cristo en la tierra actúa
personalmente, y el otro, en el que Cristo glorificado actúa por medio del
Espíritu. Estas dos épocas, sin embargo, no conforman más que una
"hora", desde el punto de vista en el pasaje; se trata de la misma cosa
aquí (v. 28). La primera hora es el período durante el cual Cristo da vida
a almas; la otra hora, el período del versículo 28, es aquel durante el cual
Cristo resucita cuerpos. Esto es bastante sencillo; una de estas horas,
como he dicho, ha durado ya más de dieciocho siglos.*

{N. del T.: Recordemos que este escrito fue originalmente redactado en el siglo 19)

Habiendo declarado estas grandes verdades, los cuales alcanzan


hasta el final de los modos de Dios con los hombres, en Su Persona, en
cuanto a la vida, y en cuanto al juicio, Cristo regresa al gran principio que
estaba al comienzo mismo de Su discurso; esto es, de que Él no podía
hacer nada como una Persona independiente del Padre. Si ello hubiese
sido de otra forma, habría sido, en efecto, la negación de ese vínculo entre
Él y el Padre en el que ellos eran uno, y que se hallaba en todas las cosas,
con este hecho adicional, que Él tenía la forma de un siervo, de Uno
enviado por el Padre. Él no hacía nada de Su voluntad: según Él oía, Él
juzgaba, y Su juicio era justo, pues Él no buscaba Su voluntad en ninguna
cosa, sino la del Padre quien le había enviado (v. 30). Ningún motivo
egoísta de ninguna clase se iba a hallar en Su manera de ver las cosas,
pero el juicio que Él formaba, cualquiera que pudiera ser, emanaba de las
comunicaciones que el Padre le hacía: esto era perfección divina. Él
actuaba como Hombre, y como enviado, pero Él lo hizo así conforme a la
inmutable perfección de Dios, no de Él mismo como Hombre, lo cual ni
siquiera habría sido perfección humana sino que habría sido olvidarse de
Aquel de quien Él se había hecho siervo. Con todo, era como Hijo del
Hombre, en este título de gloria como de gracia, de Aquel que había sido
humillado, que Él ejecutaba juicio con autoridad.

El resto del capítulo trata de la cuestión de la responsabilidad del


hombre en cuanto a la vida, así como lo que antecede nos presentó la
gracia soberana que da vida. La vida divina estaba presente en la Persona
de Jesús, y Dios había dispensado cuatro testimonios a los hombres de
que ella estaba allí:
1.- el testimonio de Juan el Bautista;
2.- las obras que el Padre le había dado para que cumpliese;
3.- el Padre mismo;
4.- y las Escrituras.

Ellos se habían alegrado en regocijarse en Juan el Bautista por un


tiempo, pues el pueblo le tenía por un profeta. Ahora bien, Juan había
rendido un testimonio claro al Señor de parte de Dios. Luego las obras de
Jesús eran un testimonio irreprochable de que el Padre le había enviado:
el Padre le había dado estas obras para hacer, y Él las hizo. También el
Padre mismo había dado testimonio de Él: la multitud había pensado que
ellos habían oído un trueno; pero Su palabra no moraba en ellos, porque
no creyeron en Aquel que el Padre había enviado. Finalmente, ellos tenían
las Escrituras; ellos alardeaban de esto, ellos pensaban hallar vida eterna
en ellas; y lo que ellas hacían era dar testimonio de Cristo, de Jesús, quien
estaba allí delante de sus ojos. la Vida estaba allí, viviendo delante de
ellos; ellos tenían estos testimonios, pero no querían venir a Él, para que
tuviesen vida. La vida estaba allí, pero ellos no se beneficiarían con ella
(v. 40). No era que el Señor buscara gloria de los hombres; pero Él los
conocía, y sabía que no tenían amor de Dios en ellos. Él había venido en
el nombre de Su Padre, revelando lo que Él era; ellos no le recibirían ¡es
lamentable! porque Él le reveló perfectamente. Otro vendría en su propio
nombre, con pretensiones humanas, y adaptado al corazón del hombre,
no al corazón de Dios, a él ellos lo recibirían (v. 43). Terrible profecía de
aquello que sucederá al pueblo, como una consecuencia de su rechazo de
Jesús, y de los motivos que los impulsaron a rechazarle. El anticristo los
engañará en los postreros días, porque él vendrá con pretensiones y
motivos adaptados al corazón y a los deseos de los hombres carnales; los
Judíos se entregarán a sus engaños y pretensiones. El estado de sus
almas les impedía recibir la verdad; ellos buscaban recibir honor y estima
de los hombres, no el honor que viene de Dios solo. Ellos no estaban
siguiendo la senda de fe, sino muy por el contrario; no se trataba de que
el Señor los acusaría delante del Padre: Moisés, en quien se jactaban
bastaba para eso. Él, en quien ellos ponían toda su confianza, rendía el
testimonio más explícito al Señor. Si hubiesen creído a Moisés, ellos
habrían creído a Jesús también: Moisés había escrito de Él.

Es importante observar dos o tres cosas aquí: antes que nada, el


claro testimonio que el Señor rinde a los escritos de Moisés; los escritos
eran los escritos de Moisés; él había escrito referente a Cristo. Lo que él
había escrito era la Palabra de Dios; uno debe creer lo que él dijo. Aún
más, lo que está escrito es preeminentemente autoridad, como Pedro
dice: "ninguna profecía de la Escritura" (2 Pedro 1:20); y Pablo, "Toda
Escritura es inspirada por Dios." (2 Timoteo 3:16 - LBLA). Además, es
evidente que si los hombres tienen que creer en lo que Moisés había
escrito de Cristo tantos siglos antes de Su venida, lo que Moisés escribió
fue divinamente inspirado. Es evidente que lo que Jesús dijo tenía
autoridad divina; pero en cuanto a la forma de comunicación, el Señor
atribuye más importancia a aquello que estaba escrito, que lo que era
comunicado por la voz viva: Dios lo había depositado allí para todos los
tiempos - un testimonio muy importante para estos días de infidelidad.

CAPÍTULO 6

El quinto capítulo nos presentó a Cristo dando vida a los que quiere
al igual que el Padre, luego juzgando como el Hijo del Hombre. Es Cristo
actuando en Su poder divino. En el sexto capítulo Él es la comida de Su
pueblo, como Hijo del Hombre descendido del cielo, y muriendo. No se
trata de Su poder de dar vida en contraste con la obligación de la ley,
sino quién era Él, la historia de Su Persona, si me permiten decirlo así -
lo que Él es esencialmente, lo que Él se hizo - una historia que termina
por Su entrada como Hijo del Hombre allí donde Él estaba antes: se trata
esencialmente de la humillación de Jesús en gracia, en contraste con lo
que Él era en Su derecho de disfrutarlo, con lo que fue prometido en el
Mesías cuando estuviera en la tierra. La enseñanza de este capítulo
comprende todo, desde Su descenso del cielo, hasta que Él entra allí
nuevamente, de tal manera que al descender y ascender, Él llena todas
las cosas; pero su enseñanza reside especialmente en la encarnación y
muerte del Señor, en conexión con lo cual Él da vida eterna, e introduce
a los Suyos en la gloria de la nueva creación, muy por encima y más allá
de todo lo que un Mesías terrenal podía dar.

Jesús fue al otro lado del mar de Galilea, y se sentó sobre un monte
con Sus discípulos. Ahora bien, estaba cerca la pascua; y este hecho da
el tono a todo el discurso que tenemos aquí. Alzando Sus ojos, Jesús ve
la multitud que le había seguido, y pregunta a Felipe dónde iban ellos a
comprar pan para toda esta gente, sabiendo bien lo que Él mismo iba a
hacer. Los discípulos piensan, no conforme a los pensamientos de la fe,
sino considerando los recursos con que el hombre puede contar; uno
piensa en lo que se necesitaría, el otro, en lo que había. Había, en
realidad, una disparidad inmensa entre los cinco panes y los cinco mil
hombres. Ahora bien, una de las promesas hechas para el tiempo del
Mesías fue que Jehová satisfaría a Sus pobres con pan (Salmo 132); y
Jesús cumplió esta promesa, obrando un milagro, que tuvo su efecto
sobre la multitud que le rodeaba; hubo abundancia, y les sobró.
Esto da ocasión (v. 14-21) a una especie de marco de toda la
historia del Señor, una historia en que Él reemplaza las bendiciones
Mesiánicas por las bendiciones espirituales y celestiales que habrían de
ser consumadas en la resurrección, sobre la que Él insiste cuatro veces
en el curso del capítulo. Él es reconocido como el Profeta que había de
venir; ellos desean hacerle rey; pero Él evita eso subiendo a orar solo, y
los discípulos cruzan el mar sin Él. Ellos son considerados aquí en el
carácter del remanente Judío; sin embargo, esto es lo que ha llegado a
ser la asamblea Cristiana. Pero estos pocos versículos nos dan, como he
dicho, el marco de la historia de Cristo, reconocido como Profeta, y
rehusando la realeza, para ejercer el sacerdocio en lo alto mientras Su
pueblo cruza con dificultad las olas de un mundo atribulado. En cuanto
Jesús se vuelve a reunir con ellos, llegan al lugar adonde se dirigían; las
dificultades se terminan, la meta es alcanzada: aquí, los discípulos
representan enteramente al remanente Judío.
La multitud se vuelve a reunir con el Señor al otro lado del mar,
asombrados de hallarle allí, sabiendo que no había, donde Él había estado,
ninguna otra barca más que la de los discípulos. El Señor los acusa de
buscarle, no porque habían visto el milagro, sino porque habían comido
el pan, y se habían saciado, y Él los invita a buscar el alimento que
permanece para vida eterna, el cual el Hijo del Hombre les daría; porque
en Él el Padre ha puesto Su sello. (Juan 6:27 - RVA).
En el quinto capítulo Jesús es Hijo de Dios; aquí, es Hijo del
Hombre, y veremos qué cosa obra la fe en Él como tal. La pregunta legal
de la multitud (v. 28), más bien vaga y trivial, introduce este
acontecimiento. ¿Qué haremos (ellos dicen), para poner en práctica las
obras de Dios? Esta es la obra de Dios (el Señor responde), que creáis en
Aquel que Él ha enviado. Luego ellos le piden una señal, conducidos por
Dios en su pregunta, recordando el don del maná en el desierto, como
estaba escrito: "Pan del cielo les dio a comer." (Juan 6:31).
Esta cita introduce directamente la doctrina del capítulo. Cristo era
el pan. No era una cuestión de mostrar una señal a los hombres; Él mismo
era la señal de la intervención de Dios en gracia, en Su Persona como Hijo
del Hombre descendido a la tierra, y no como Profeta, o Mesías, o Rey.
«Mi Padre os da el verdadero pan que viene del cielo». El Padre - siempre
es Él cuando se trata de gracia activa - les daba el pan de Dios. El pan
verdadero, en su naturaleza, es Aquel que descendió del cielo, y da vida
al mundo. Esto sale completamente del Judaísmo: es el Padre, el Hijo del
Hombre, Aquel que desciende del cielo, y que Dios da por la vida del
mundo; no es Jehová cumpliendo las promesas hechas a Israel mediante
la venida del Hijo de David, aunque Jesús, de hecho, era esto. Al igual
que la pobre mujer Samaritana - pero impelidos aquí por una vaga
necesidad del alma, ellos piden que el Señor les haga partícipes de este
pan de Dios que da vida. Esto brinda la ocasión para el pleno desarrollo
de la enseñanza de Jesús. "Yo soy el pan de vida; el que a mí viene, nunca
tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed jamás." (v. 35). «Si
quieren tener para siempre pan que es verdadero alimento, vengan a Mi;
nunca tendrán hambre.» "Mas", el Señor añade (pues ese era el estado
de Israel, considerado siempre así en Juan), "aunque me habéis visto, no
creéis." (v. 36). «Si se tratara de ustedes, y de su responsabilidad, todo
está perdido: el pan de vida les ha sido presentado, y ustedes no quieren
comer de él, no quieren venir a Mí para tener vida; pero el Padre tiene
consejos de gracia, Él no permitirá que todos ustedes perezcan.» "Todo
lo que el Padre me da, vendrá a mí" (v. 37); pues la gracia, soberana y
segura en sus efectos, es enseñada claramente en este Evangelio:
«puesto que es el Padre quien me lo ha dado, yo nunca echaré al que a
Mi viene, por muy perverso que pueda haber sido, o enemigo insolente
de mí. El Padre me lo ha dado, y no he venido para hacer Mi voluntad,
sino la voluntad de Aquel que me ha enviado.» Que humilde lugar toma
aquí el Señor, ¡aunque todo fue consumado a expensas de Él! Él se hizo
siervo, y Él cumple la voluntad de otro solamente, la voluntad de Aquel
que le envió (v. 38).
Esta voluntad nos es presentada ahora en un doble aspecto, y en
una manera muy sorprendente: "Y esta es la voluntad del que me envió:
que de todo lo que El me ha dado yo no pierda nada." (v. 39 - LBLA). La
salvación de ellos está asegurada por la voluntad del Padre, cuyo
cumplimiento nada puede impedir. Pero es en otro mundo donde la
bendición tendrá lugar. Ya no es aquí un asunto de Israel y del Mesías,
sino de la resurrección en el día postrero (el día final). La expresión "en
el día postrero", que encontramos cuatro veces en esta parte del capítulo
designa el día final de la dispensación legal en que el Mesías había de
venir, y vendrá.
El curso de estas dispensaciones ha sido interrumpido por el
rechazo del Mesías cuando vino, lo que ha dado lugar a la introducción de
cosas celestiales, las que son introducidas en forma de paréntesis entre
la muerte del Mesías y el fin de las semanas de Daniel. Aquellos que el
Padre da a Jesús gozarán como resucitados, la bendición celestial que el
amor del Padre les guarda, y que la obra del Hijo les asegura. Ninguno de
ellos se perderá: todos serán resucitados por el poder del Señor. Tales
son los infalibles consejos de Dios.
Es también la voluntad del Padre que todo aquel que ve al Hijo, y
cree en Él, tiene vida eterna: y el Señor le resucitará en el día postrero
(v. 40). El Hijo es presentado a todos, para que puedan creer en Él, y
todo aquel que cree tiene vida eterna. Aquí, nuevamente, no se trata del
Mesías y de las promesas, sino de ver al Hijo, y de creer en Él, de vida
eterna y resurrección. Antes, era el consejo del Padre que no podía fallar;
aquí, es la presentación del Hijo de Dios como el objeto de la fe; si, a
través de la humillación del Señor, uno viera al Hijo, y creyera en Él, uno
tendría vida eterna, y el resultado sería el mismo. En el primer caso es
un asunto de los consejos del Padre y de Sus hechos, así como de los de
Jesús resucitándolos: el Padre los da, Jesús los resucita, ninguno de ellos
se pierde. Después, tenemos la presentación del Hijo en conexión con la
responsabilidad del hombre: si un hombre creyera, tendría vida eterna, y
resucitaría. Estos son los dos aspectos, reunidos, en que estas dos
verdades son presentadas.

Los Judíos murmuran porque el Señor dijo que Él había descendido


del cielo. Ellos vieron el Hijo, y no creyeron en Él: le conocían según la
carne; Él era, para ellos, el hijo de José. El Señor, entonces, insiste en el
hecho de que nadie puede venir a Él a menos que el Padre le traiga; Él
insiste sobre la necesidad de gracia para poder venir, no que cada uno no
era libre, como dice la gente, de venir, pues todo aquel que vea al Señor,
y crea en Él, ha de tener vida eterna; pero Él muestra que la mente carnal
es enemistad contra Dios. Está la ceguera del pecado, de la carne, y el
odio a Dios, hasta donde Él se revela; no hay quien entienda, no hay
quien busque a Dios; así que se necesita el poder de la gracia para
disponer el corazón para recibir a Cristo. Ahora, cuando el Padre trae
alguno a Jesús, es mediante gracia eficaz en el corazón: los ojos son
abiertos, uno pasa de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios;
uno pasa a una salvación asegurada por Cristo, quien resucitará a un alma
tal en el día postrero. Es la revelación de Jesús al alma por la gracia del
Padre: el alma ve al Hijo, recibe vida eterna, nunca se perderá, sino que
será resucitada en el día postrero. Es importante observar que el que es
traído por el Padre nunca se perderá, y que en el día postrero él tendrá
su parte con los redimidos en un mundo enteramente nuevo, en un estado
enteramente nuevo. Un alma semejante es enseñada por Dios a
reconocer al Hijo; el Padre le ha hablado; ella ha aprendido de Él; viene
a Cristo, y es salvada; no que alguien haya visto al Padre, excepto Cristo
mismo. Cristo le ha revelado, y el que creyó en Cristo tuvo vida eterna
(v. 47). ¡Certeza solemne, pero preciosa! La vida eterna ha descendido
del cielo en la Persona del Hijo, y el que cree en Él, la posee, conforme a
la gracia eficaz del Padre, quien le trae a Cristo, y conforme a la salvación
perfecta que Cristo ha consumado: su fe echa mano, en cuanto a la vida,
del Hijo de Dios, quien manifestará Su poder después, resucitando a los
redimidos de entre los muertos.
Vemos que, como en el capítulo 5, Cristo nos es presentado como
un poder que da vida, Él es presentado aquí como el objeto de la fe, y
eso en Su humillación, como descendido del cielo, y hecho morir. No se
trata del Mesías prometido. Se trata de Cristo descendido del cielo para
salvar a los que creen. Su reingreso al cielo es mencionado al final del
capítulo como testimonio, con el título, "¿Pues qué, si viereis al Hijo del
hombre subir a donde antes estaba?" (Juan 6:62 - VM).

Como hemos visto, la multitud, bajo la dirección oculta de Dios,


había aludido al maná, pidiendo al Señor alguna señal similar. Jesús les
había dicho (¡una respuesta conmovedora!): «Yo soy la señal de la
salvación de Dios, y de la vida eterna enviada al mundo; Yo soy el maná,
el pan verdadero, que el Padre, Dios actuando en gracia, les da»: "el que
a mí viene, nunca tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed
jamás." (v. 35). Yo rememoro todo esto, aunque ya hemos hablado de
los versículos que siguen, para reunir lo que se dice acerca del pan, y
paso ahora directamente al versículo 48. "Yo soy el pan de vida.Vuestros
padres comieron el maná en el desierto, y murieron. Este es el pan que
desciende del cielo, para que el que de él come, no muera. . . si alguno
comiere de este pan, vivirá para siempre." Aquí se trata de Cristo
descendido del cielo, la encarnación, poniendo aparte toda idea de
promesa; es el hecho grande y poderoso, de que, en la Persona de Jesús,
la gente vio a Aquel que había descendido del cielo, el Hijo de Dios hecho
Hombre, como vemos en el primer capítulo de la Primera Epístola de Juan:
"Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con
nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos
tocante al Verbo de vida . . . (. . . la vida eterna, la cual estaba con el
Padre, y se nos manifestó)." (1 Juan 1: 1, 2). Fue en cuanto a Su Persona,
no todavía en cuanto a nuestra entrada en esta vida, el principio del nuevo
orden de cosas. Nacido de mujer, de modo que, conforme a la carne, Él
estaba conectado con la raza humana, Hijo del Hombre, pero, con todo,
descendido del cielo, uno con el Padre, para que pudiéramos tener parte
en esta vida, para que pudiéramos ser de este nuevo orden de cosas, era
necesario que Él muriese; de otra manera Él permanecía solo. Pero Él
había tomado esta carne; Él había sido hecho un poco menor que los
ángeles a causa del padecimiento de la muerte, habiendo tomado esta
carne, que Él iba a dar por la vida del mundo.

El primer gran punto, entonces, fue la encarnación, Cristo


descendido del cielo, el Verbo hecho carne - la vida en Él - y a dar vida
eterna a aquel que comiera de Él. El segundo punto es, que Cristo dio su
carne por la vida del mundo. Él debe morir, debe finalizar, mediante la
muerte, toda relación con el mundo y la raza humana perdida; y comenzar
un nuevo linaje, de los cuales Él no se avergonzaría de llamarlos
hermanos, porque el que santifica y los que son santificados, de uno son
todos; luego, habiendo sido consumada la redención*, Él los introduciría,
resucitados, en la gloria de la familia del Padre, según los consejos de ese
Padre que se los había dado. Esto detiene a los Judíos: «¿Cómo podría
ser comida la carne de este Hombre?» Pero Jesús no se preocupa por
ellos. Él es, conocido así, la vida eterna. Ya no era un asunto de conformar
a los Judíos, sino de dar salvación y vida eterna al mundo por la fe en Él,
quien había venido del cielo para esto, y de presentar al Padre a aquellos
que el Padre le había dado, tal como el Padre los tendría en Su amor, y
en Sus consejos, conforme a Su naturaleza, si ellos iban a estar en Su
presencia. Si ellos no comían Su carne, y bebían Su sangre, no tenían
vida. En ellos no había nada para ese mundo nuevo de gloria, esa raza
bendita. Para eso, era necesario que una vida celestial descendiera del
cielo, y fuera comunicada a las almas, y eso en un Hombre; era necesario
que este Hombre muriese, y terminara toda relación con la raza caída, y
que, resucitado, comenzara una raza nueva,** que poseyera la vida
divina (por cuanto ellos se habían apropiado de Cristo por gracia), y que
fuera resucitada por el poder del Salvador, cuando llegara el momento,
"en el día postrero."

{* Este no es nuestro asunto aquí.}

{** Yo no dudo que los santos del Antiguo Testamento fueron vivificados; pero nosotros
estamos hablando aquí de la obra sobre la cual su bendición, así como también la nuestra,
estaba fundamentada.}

Esta obra está consumada. Ahora bien, no es de su eficacia para


redimir nuestras almas de lo que nosotros estamos hablando en este
momento, ni tampoco del perdón que gozamos en virtud de su
consumación, por preciosas que puedan ser estas verdades, sino de la
conexión que hay entre estos acontecimientos divinos y la posesión de
vida, en virtud de lo cual nosotros tenemos parte en esta redención y en
este perdón, con todas las consecuencias que emanan de ellos. Cristo es
recibido en Su encarnación; pero, aunque la encarnación precedió
necesariamente, históricamente, a la muerte del Salvador, yo no creo que
uno pueda comprender el significado de esta vida de humillación, a menos
que uno entre primero en el significado de Su muerte. Personalmente, la
cosa nueva, tal como ya hemos dicho, fue presentada en Su Persona - un
Hombre, Dios manifestado en carne, pero Aquel en quien estaba la vida,
Aquel que era esta vida eterna que había estado con el Padre, y que ahora
era manifestada a los discípulos. Pero, en este estado, el grano de trigo
permanecía solo, por muy productivo que pudiera ser; para introducir a
aquellos que Dios le dio a la posición del postrer Adán, del segundo
Hombre, era necesario que Él muriese, que Él entregara Su vida en este
mundo, para volver a tomarla en el estado de resurrección, más allá del
pecado, la muerte, el poder de Satanás, y el juicio de Dios, después de
haber pasado a través de todas estas cosas, y de haber tomado
nuevamente Su vida de Hombre, pero en un cuerpo espiritual y
glorificado. Ahora bien, Su muerte fue, moralmente, el fin del hombre
expulsado del paraíso; Su resurrección, fue el principio de un nuevo
estado del hombre, según los consejos de Dios. Ahora bien, el hombre en
Adán no tenía vida en sí mismo; no tenía la vida de Dios, y, para tenerla,
él debe entender y recibir no solamente la encarnación, o un Mesías
prometido, sino el juicio sobre el primer hombre, llevado por la muerte
de Cristo; él debe entrar, en cuanto a sí mismo, en la convicción, la
comprensión de este estado manifestado de este modo, aunque en gracia,
en la muerte del Salvador. Aquel que se apropió la muerte de Cristo,
aceptó este juicio con respecto a él mismo, cuando el pecado (no los
pecados) fue condenado en otro. El pecado en la carne, el cual es
enemistad contra Dios, ha sido condenado para nosotros. Recibiendo por
fe la muerte de Cristo como la condenación absoluta de lo que yo soy, yo
tengo parte en la eficacia de lo que Él ha hecho: el pecado ha estado
delante de Dios, y ha desaparecido de delante de Sus ojos en la muerte
de Cristo, quien, no obstante, no conoció pecado. Yo me digo a mí mismo,
«Ese soy yo. Yo lo como; yo me coloco allí por la operación del Espíritu
de Dios, no que yo crea que es por mí personalmente, sino que yo
reconozco lo que Su muerte significó, y me coloco en ella por la fe en Él.
Allí, donde yo estaba, espiritualmente en muerte, por el pecado y la
desobediencia, Cristo entró en gracia y por la obediencia, para la gloria
de Su Padre, para que Dios pudiera ser glorificado. Yo reconozco mi
estado en Su muerte, pero según la perfecta gracia de Dios, según la cual
Él tomó mi lugar allí; pues es en esto que nosotros conocemos el amor,
que Él puso Su vida por nosotros.» Ahora bien, si "uno solo murió por
todos; luego en él todos murieron." (2 Corintios 5:14 - VM). Mediante la
fe y el arrepentimiento yo me reconozco allí, y tengo vida eterna. Ahora
yo puedo seguir a Jesús a través de Su vida completa, incluso el hecho
de haber sido Él un Hombre aquí abajo, y me puedo alimentar de este
pan de vida, en toda Su paciencia, Su gracia, Su benignidad, Su amor, Su
pureza, Su obediencia, Su humildad - en toda esa perfección de cada día,
y a través de todo el día, que terminó sólo en la cruz, donde todo fue
consumado. «El que me come vivirá para siempre.» Yo tengo vida eterna,
y Jesús me resucitará en el día postrero.

Tenemos aún algunos puntos que notar en este capítulo.


El verbo, 'comer', es empleado en el capítulo en dos tiempos
distintos. El que ha comido, tiene vida eterna; el que, por gracia, ha
tomado su lugar en la muerte de Cristo, fuera de toda promesa, de todo
derecho de cualquier clase, siente que depende de la gracia soberana que
ha colocado a Cristo allí, y cree en ello. El que habrá comido de este pan,
vivirá para siempre. Pero en los versículos 54 y 56 tenemos el carácter
del hombre, y su 'comer' como una cosa presente. Dos cosas son la
consecuencia de ello: primero, él tiene vida eterna, y será resucitado; en
segundo lugar, el que se alimenta de este pan, permanece en Jesús y
Jesús en él: antes que nada, una bendición general, con salvación
presente y por venir; luego comunión, y la presencia permanente de Jesús
con nosotros, e incluso en nosotros. Pues como el Padre, quien tiene vida
en Sí mismo, envió a Jesús, y Jesús vivió por Él, tan inseparable de Él, así
el que come a Cristo vivirá, debido a la vida que está en Cristo. "Porque
yo vivo, vosotros también viviréis." (Juan 14:19). Es una unión en vida,
por gracia, con Jesús: la vida en nosotros es inseparable de Él; nosotros
vivimos porque Él vive. Él es nuestra vida. Así como Él es inseparable del
Padre, e incluso como Hombre aquí abajo, viviendo debido a la vida que
estaba en el Padre, esta vida en Él no podía separarse del Padre, y nuestra
vida no debería separarse de Jesús. Ese es el pan que descendió del cielo,
para que uno pueda comer de él, y no morir.

Podemos observar, también, que el pasaje delante de nosotros


incluye más de un único discurso. El comienzo hace referencia al
momento cuando la multitud encuentra nuevamente al Señor después
que Él hubo cruzado el mar, mientras que la última parte fue pronunciada
en la sinagoga en Capernaúm (v. 59). Los Judíos se escandalizaron al oír,
tomando literalmente lo que Él dijo, y pensando que Jesús quería que
ellos comieran Su carne; incluso muchos de Sus discípulos dijeron, "Dura
es esta palabra; ¿quién la puede oír?" (v. 60). El Señor apela al hecho de
que Él iba a ascender a donde Él estaba antes. Él no era un Mesías
terrenal, sino un Salvador celestial, venido del cielo a este mundo,
descendido a este mundo, para cumplir lo que era necesario para
hacernos ascender allí, para dar vida eterna al hombre, y para resucitarle
cuando llegue el momento, para darle una parte en el segundo Hombre,
en el Hombre y en el mundo de los consejos y la gracia de Dios, una parte
eterna en Su favor, por la redención, conforme a Sus consejos en gracia.
No era una sucesión de dispensaciones, un Mesías venido en gloria a
terminar con ellas, un Hijo de David conforme a las promesas; sino que
es Él (y eso como una cosa presente) quien descendió del cielo a
comunicar vida eterna, y a colocar al creyente en el cielo, en cuanto al
estado de su alma, y finalmente, en cuanto a su cuerpo, apto para la luz
y la gloria divinas. Pero para tener parte en esto, uno debe ver a Aquel
que descendió, no sólo en humillación, como el pan descendido del cielo,
sino como quien ha sido rechazado, tal como Él lo fue, por el hombre,
para entrar en la presencia de Dios, conforme al verdadero estado de la
humanidad que era enemistad contra Dios - pasando a través de la
muerte y del juicio, cuando Él fue hecho pecado por nosotros - y
recomenzando Su vida como Hombre en un estado enteramente nuevo,
más allá de la muerte y el juicio. Siendo imposible toda relación de Dios
con el primer hombre, excepto mediante la cruz, donde Cristo en gracia,
hecho un Substituto por el pecador creyente, se encontró con Dios; el
hombre, muerto en delitos y pecados, tiene que conocerle en este
carácter, reconociendo allí su propio estado; es decir, en Cristo muerto,
hecho pecado, y el pecado condenado en Él. Pero el creyente, en el hecho
de que él murió al identificarse de esta manera con Cristo, como con Aquel
que fue hecho aquello que el hombre es realmente, y quien soportó la
penalidad de ello - en este hecho, el creyente, yo digo, está muerto para
el pecado, aquel que antes estaba muerto en sus delitos y pecados,
porque él se ha conocido a sí mismo allí donde Cristo murió al pecado.
Cristo murió allí en gracia, como pecado condenado delante de Dios; y el
pecador se dice a sí mismo, «Eso realmente soy yo; yo soy eso en la
carne; y ahora, habiéndose ofrecido Cristo por eso, Dios le ha hecho por
nosotros pecado; pero Cristo, al morir, ha terminado con el pecado, y por
consiguiente yo he terminado con él también.» No existe, entonces,
ninguna relación entre Dios y la raza del primer Adán: la muerte de Jesús
ha hecho evidente este hecho, cuando Dios había tratado todo, incluso
hasta dar a Su hijo. Dios ha terminado con toda esta raza del primer
hombre en la cruz; y en cuanto a mí, yo he terminado con el pecado, el
cual era la base de todo esto. ¡Oh, cuán maravillosos y perfectos son los
caminos de Dios, plenos de gracia infinita!

Vuelvo a recordar también que aquí no es un asunto de nuestra


posición celestial presente; Juan, tal como hemos dicho en otra parte,
casi nunca habla de ella. Cristo resucitará al creyente en el día postrero.
Él habla de Su propia ascensión para completar la verdad: venido del
cielo, Él regresará allí; pero Él no nos asocia con Él en el cielo como un
fruto presente de Su obra. Para nosotros, Él pasa de Su ascensión a la
resurrección de nuestros cuerpos.

Una observación más. Yo he hablado de la encarnación y de la


muerte; y, en cuanto a lo que se alcanza aquí, es el conocimiento de estas
cosas lo que nos da claridad, y que nos libera. Pero el Señor dice, en los
versículos 40, 47, que Él ha venido, para que todo aquel que cree en
Él tenga vida eterna, y que el que cree en Él tiene vida eterna; así que
todo aquel que realmente ve al Hijo de Dios en el despreciado Hombre de
Nazaret, tiene vida eterna. El Señor, sin embargo, no oculta el significado
de este hecho; Su rechazo, Su muerte, no podía ser sino la
consecuencia de Su presentación a un mundo como en el que nosotros
vivimos, y del cual somos según la carne; es importante que lo sepamos.

Al responder a los Judíos, ofendidos por el hecho de Su ascensión,


Jesús añade, que es el Espíritu Santo el que da vida - la carne para nada
aprovecha - que Él no habló como si ellos tuvieran que comer de Su carne
en un sentido material. Las palabras que Él les habló eran «espíritu y
vida». Las cosas espirituales eran comunicadas por la Palabra; y era por
el poder y por la acción del Espíritu que ellas se volvían realidad, y
realidades vivientes, en el alma, una parte real de nuestro ser. Pero el
Señor sabía bien que había, incluso entre quienes le seguían como Sus
discípulos, personas que no creían, y Él se los dijo; Él sabía bien, también,
quien era el que le traicionaría. Estas eran las ramas que tenían que ser
cortadas, y que lo han sido. Jesús tuvo que andar en medio de quienes Él
sabía que no tenían raíz, de quienes Él sabía incluso que le traicionarían,
y añade: "Por eso os he dicho que ninguno puede venir a mí, si no le fuere
dado del Padre." (v. 65). Desde entonces muchos de Sus discípulos le
dejaron, y ya no andaban con Él.

Es sorprendente ver cómo el Señor toleraría lo que era verdadero,


divino, permanente, y nada más. Lo que había conducido a muchos a
seguirle no fue hipocresía; hubo, sin duda, hipócritas, pero muchos habían
venido bajo la influencia de una impresión pasajera, que se disipaba en
presencia de las dificultades del camino, y ante la piedra de tropiezo que
se hallaba en la verdad, o más bien en los prejuicios que la verdad
ofendía. Jesús, por consiguiente, dice a los doce, "¿Queréis acaso iros
también vosotros?" Simón Pedro, siempre dispuesto a adelantarse,
incitado por un cordial afecto, pero lleno de un ardor que algunas veces
le traicionaba, y le involucraba en una senda fuera de la cual no podía
tomarle con una conciencia no contaminada, llega a ser esta vez,
felizmente, el vocero de todos para expresar fe verdadera. Había en él -
en todos ellos - (sin hablar de Judas), una necesidad real, a la que sólo
Jesús respondía. Esto es muy importante. No parece, en absoluto, que
Pedro había entendido lo que Jesús había dicho: él no sabía cómo aceptar
los sufrimientos de su Maestro, quien le llamó Satanás en esa ocasión
cuando la carne mostró la supremacía que ejercía sobre él. Con todo, la
raíz estaba allí con Pedro; la necesidad de poseer vida eterna fue
despertada en él; él era consciente de que esta vida sólo se iba a hallar
en Cristo, y que Él era el Enviado de Dios, venido de Dios; Jesús poseía
las palabras de vida eterna. Cualquiera que fuera la falta de claridad que
había en las opiniones de Pedro, él pensó en la vida eterna, con la
necesidad de poseerla él mismo; él creyó y conoció que Cristo tenía las
palabras que la revelaban, y, por gracia, la comunicaban, y que Él era el
Santo de Dios, Aquel que el Padre había santificado, y enviado al mundo.
Hubo allí fe verdadera, así como las necesidades que Dios produce. No
hubo conocimiento de las profundas verdades que Cristo estaba
enseñando, ni de las personas por quienes Pedro respondió cuando él dijo,
"iremos"; pero las necesidades del alma estaban allí, así como fe en las
palabras y en la Persona de Cristo. Así, a través de muchas caídas, Pedro
fue guardado para demostrar ser fiel al Salvador hasta el fin, y el Señor
le confió las ovejas y los corderos que Él amaba - el ministerio del apóstol
entre los Judíos - y también le concedió ser el primero que traería a un
Gentil. Es interesante ver que si faltara el conocimiento de las verdades
enseñadas en este capítulo, si hubiera fe verdadera en las palabras y en
la Persona de Jesús, como enviado de Dios (no meramente como un
profeta que habló lo que Dios le dio para hablar, sino como siendo
personalmente el Santo de Dios, quien tenía palabras de vida eterna),
uno poseería esta vida eterna, uno poseería todo.

CAPÍTULO 7

Los capítulos quinto y sexto, que hemos recién terminado de


considerar, contienen la doctrina de la Persona de Cristo: el capítulo
quinto le presenta como el Hijo de Dios dador de vida, el capítulo sexto,
como el Hijo del Hombre descendido del cielo, muriendo por los hombres,
y así como objeto de la fe.

En el capítulo cuarto Jesús había dejado Judea para ir a Galilea: fue


allí donde Él se quedó, y se presentó al pueblo; Él no andaría más en
Judea, porque los Judíos procuraban matarle. La circunstancia de este
odio especial fue que Él había sanado al paralítico en el día de reposo
(sábado), y que Él se presentaba como Hijo de Dios, haciéndose igual a
Dios. El primero de esos actos ponía aparte el sistema Judío - no sólo
según la ley, sino en aquello que era el sello del pacto, y la señal de la
parte que los Judíos tenían en el reposo de Dios; el segundo fue la
introducción, en Su persona, de un sistema enteramente nuevo: más
adelante, la curación del hombre nacido ciego excitó la rabia de ellos,
como veremos, si Dios así lo quiere. Sólo un pequeño remanente se une
a Él, con una fe verdadera, aunque ignorante, recibiendo solamente lo
que era necesario para tener salvación, a saber, Cristo y Sus palabras,
como Él se presentó a ellos; pero, repito, por medio de una fe verdadera
dada por Dios.

Hallamos ahora, por consiguiente, en el capítulo séptimo, al Señor


rehusando manifestarse al mundo, la incredulidad de Sus hermanos, y la
declaración de que no había llegado aún el tiempo para que Él celebrara
la fiesta de los tabernáculos. Pero esto necesita alguna elaboración.
Había tres grandes fiestas de los Judíos: todo varón que había
llegado a ser un hombre adulto tenía que ir a Jerusalén a celebrarlas;
estas eran, la Pascua, Pentecostés, y la Fiesta de los Tabernáculos. El
antitipo de la Pascua se halla en la cruz; el de Pentecostés, en el descenso
del Espíritu Santo; pero el antitipo de la Fiestas de los Tabernáculos aún
está faltando: ningún acontecimiento responde a ella. No obstante, las
ordenanzas establecidas para esta fiesta arrojan luz sobre lo que debería
ser su antitipo. La Fiesta de los Tabernáculos deriva su nombre del hecho
que los Israelitas, una vez entrados en la tierra de Canaán, tenían que
vivir, según la ley, durante ocho días en cabañas, hechas de ramas de
árboles, dando testimonio así de que ellos habían sido peregrinos en el
desierto, pero que Dios, en Su fidelidad, los había traído a la tierra
prometida. Además, esta fiesta era celebrada después de la cosecha, y
después de la vendimia, dos acontecimientos empleados por todas partes
en la Escritura como figuras del juicio: la cosecha, del juicio que separa a
los buenos de los malos en la tierra; la vendimia, de la extensión de la
venganza sobre los enemigos, cuando Cristo pisará el lagar. El
cumplimiento de esta fiesta tendrá lugar cuando Israel ya no estará
disperso, sino que gozará el resultado de las promesas que Dios les ha
hecho, después del juicio que separará la cizaña del buen grano, y
después que la venganza sea ejecutada, el lagar de Dios sea pisado,
según Isaías 63, por el propio Señor.
Ahora bien, el tiempo para estas cosas aún no había llegado cuando
Cristo estuvo en la tierra; era necesario para su cumplimiento que Él fuera
manifestado en gloria. Dar vida como Hijo de Dios es algo que Él pudo
hacer; sufrir como Hijo del Hombre, fue lo que Él tuvo ante sí; pero
manifestarse Él al mundo, para cumplir en poder todas las promesas
hechas a Israel, después de haber juzgado y destruido a sus enemigos,
para eso el tiempo no había llegado aún. Lo que Él iba a hacer, pero
después de Su rechazo y muerte aquí abajo, era, habiendo sido
glorificado, dar Su Espíritu a los creyentes (v. 37-39). Él era el pan
descendido del cielo; pronto iba a morir y a derramar Su sangre; pero si
se trataba de juzgar, de cumplir las promesas aquí abajo, y de
manifestarse al mundo, ello sólo podía suceder más adelante, cuando Él
hubiera tomado Su gran poder, y actuara como un Rey, Entretanto,
habiendo ascendido a lo alto, Él iba a dar Su Espíritu, hasta que Él
volviera.
Tal es la enseñanza de este capítulo y vamos a considerar algunos
detalles de su contenido. Los tiempos son de Dios, así como los hechos.
Para Jesús no era entonces el tiempo de manifestarse al mundo, ni de
observar la Fiesta de los Tabernáculos. Todo tiempo es apropiado para los
que están en el mundo para sacar provecho por medio de lo que es
mundano. Ellos son del mundo, y flotan con su corriente. El mundo no los
aborrece: allí, donde está el testimonio de Dios, este es el objeto de su
odio. Una mente recta puede ser golpeada por el testimonio que Dios
rinde a la verdad, pero no hay en esto motivo suficiente para romper con
quienes desean oposición, y es esto lo que los inteligentes líderes del mal
desean siempre. Además, en el mundo hay opiniones a favor o en contra
de una cosa, no hay una convicción de corazón y conciencia, y así una
necesidad para uno mismo: es allí donde el alma se encuentra con Dios,
y afronta el mundo (cap. 6:68).

El Señor no sube a la fiesta, pero cuando Sus hermanos habían


subido, entonces Él sube también, y enseñaba en el templo (v. 9, 10).

Observemos, de paso, que nosotros no debemos confundir la gente


(la multitud) y los Judíos. La gente (la multitud) estaba compuesta por
Galileos y otros, quienes habían venido a tomar parte en la fiesta; los
Judíos eran los de Jerusalén mismo, o al menos de sus alrededores. De
esta manera, en el versículo 20, la gente (la multitud) no sabía que ellos
querían matar a Jesús; los de Jerusalén, al contrario, sabían bien que ellos
estaban complotando allí contra Él (v. 25).

Los Judíos, acostumbrados a oír a los rabinos, estaban sorprendidos


de que Jesús, un Hombre no instruido desde el punto de vista de ellos,
pudiera enseñar tal como Él lo hacía. Su doctrina era del Padre, no
humana. El medio para entenderla era un estado de alma que respondiera
a una misión semejante; el deseo de hacer la voluntad del Padre
reconocería la palabra que venía de Él (v. 14-17). El estado moral del
alma, el ojo sencillo (el ojo bueno), es el medio de recibir, de discernir
inteligentemente, la doctrina que viene del Padre; la conciencia se abre,
el corazón está lo suficientemente listo para recibir la verdad. Muchas
cosas en la enseñanza pueden ir más allá del conocimiento poseído por
un alma semejante; pero la enseñanza responde a su necesidad; le lleva
a esta alma la impronta de verdad, de santidad; adecuada a Dios; no hay
egoísmo; se busca el bien de las almas, la conciencia es auscultada, no
obstante, tratando en gracia. Ahora bien, hay una conciencia en todos los
hombres; y aquí se supone que existe el deseo de obedecer. Un hombre
tal discierne lo que es de Dios, cuando Dios habla. No es el razonar lo que
convence a la mente: razonar nunca convence a la voluntad; pero,
estando allí el deseo, es Dios quien se adapta en Su enseñanza a las
necesidades y al corazón del hombre. Aquí se trata de la verdad, de las
palabras de Dios mismo. Pero entre los Judíos, y en la mayoría de la gente
(de la multitud), todo era confusión. Sin escrúpulos en cuanto a
circuncidar, y de esta forma en cuanto a violar el día de reposo (sábado)
trabajando, el poder divino que sanó mediante una palabra no ejerció
influencia alguna sobre ellos, excepto la de producir en ellos el deseo de
enviar a la muerte a Aquel que había manifestado esta demostración de
la bondad y del poder de Dios, cuyos derechos iban incluso más allá del
día de reposo (sábado). Esta confusión entre los incrédulos es
impresionante. Quienes venían desde lejos se mofaban del pensamiento
de que algunos querían matar a Jesús: los de Jerusalén, que deseaban
matarle, a causa del milagro que Él había hecho, estaban asombrados de
que Él hablara así libremente, y se preguntaban entonces si los
gobernantes le habían reconocido como el verdadero Cristo; sin embargo,
ellos dijeron, "cuando venga el Cristo, nadie sabrá de dónde es." (v. 27 -
RVR1977). Además, ellos procuraban prenderle; pero, el evangelista dice,
"pero ninguno le echó mano, porque aún no había llegado su hora." (v.
30). Los caminos de Dios son seguros.
No obstante, muchos creyeron en Él (v. 31). Los Fariseos oyeron a
la gente que murmuraba de Él estas cosas, y enviaron alguaciles para que
le prendiesen. Estos hallaron a Jesús ocupado enseñando a la multitud.
Allí, también, hubo la misma incertidumbre: algunos dijeron que Él era el
profeta, otros, que Él era el Cristo; pero otros objetaron que el Cristo no
podía venir de Galilea, sino que Él vendría del linaje de David, y de la
aldea de Belén, sin darse el trabajo de determinar el hecho. Algunos
habrían deseado prenderle, pero ninguno le echó mano, y los alguaciles
regresan bajo la influencia de Sus palabras: "¡Jamás habló hombre alguno
como este hombre habla!" (v. 46 - VM). Los Fariseos y los gobernantes
no titubearon: procuraron matarle. Ellos se dispersan, disgustados. Este
es el retrato del corazón del hombre en presencia de la verdad; el
pensamiento formado de los líderes religiosos, la confusión y la
incertidumbre en la mente de las masas, que vacilan entre los prejuicios
y el poder de la Palabra de Dios. La fe no estaba en los unos, ni en los
otros. En cuanto a Jesús, "aún no había llegado su hora" (v. 30); Su hora,
observen, es la hora cuando Él se entregó a Sí mismo en la cruz por
nuestras transgresiones.

Regresemos ahora a la enseñanza del Señor, y a Su posición en


relación al pueblo, de quien Él estaba, en un cierto sentido, ya separado,
al rehusar subir a la fiesta, mientras continúa enseñándoles en gracia.

Algunos detalles de la enseñanza del Salvador trazan Su posición,


antes de que Él hable de la promesa del Espíritu Sano, y después de la
discusión que tuvo lugar acerca del deseo de matarle, cuando ellos
hicieron la observación de que no sabrían de dónde vendría el Cristo.
Jesús declara formalmente que ellos sabían de dónde Él venía, pero que
no conocían al Padre que le había enviado (v. 28). ¡Terrible acusación! La
prueba estaba allí en la conciencia de ellos: no habrían deseado, como lo
hicieron, deshacerse de Él, si ellos no hubiesen tenido el conocimiento
interno de que Él venía de Dios. Las pruebas estaban allí: el testimonio
en su conciencia. La multitud (v. 25-27) parece haber tenido la misma
convicción en lo principal, aunque se excusaron por el hecho de que ellos
sabían de donde Él era; a lo que el Señor responde, pero en palabras, el
significado de lo que iba más allá de la aplicación que la multitud,
enseñada por la tradición, podía hacerse del carácter del Mesías. "A mí
me conocéis, y sabéis de dónde soy." (v. 28). Terrible testimonio, cuya
verdad vemos en las palabras de Nicodemo que se nos relatan, y que,
aunque ellas no van tan lejos, atestiguan la convicción que los milagros
de Jesús estaban produciendo en los corazones. Era la voluntad de ellos
lo que se oponía a esta condición, y si Pilato pudo discernir la superficie
de sus motivos (ellos le habían entregado por envidia), él no pudo
comprender un odio contra Dios que decidió matar a Lázaro (Juan 12:10),
más bien que permitirle al pueblo creer en la venida en gracia del Dios
que tan a menudo había deseado juntarlos debajo de Sus alas. Ellos
disputaban confusamente sobre el Mesías, y el Dios de ellos estaba allí en
gracia, el Hijo enviado por el Padre. Sus líderes sabían muy bien, en el
fondo, que Aquel que estaba haciendo estos milagros, no los hacía por un
poder humano; ellos podían atribuirlos a Beelzebú, pero ciertamente no
al hombre. El carácter de los milagros de Jesús, y el poder que se
manifestaba en ellos, confirmaban Sus palabras: estos mostraban la
fuente de dónde procedían, y las palabras y los milagros demostraron
quién era Él, y de dónde Él venía. Pero ellos no tenían ningún
conocimiento del Padre, de Aquel de quien Jesús vino; ellos no eran de
los que deseaban hacer Su voluntad, y procuraban cegar a los demás. La
gente ignorante hizo lo posible por conseguir, en la confusión, algunas
convicciones pasajeras; sus líderes resistieron, con una convicción
inteligente de que Aquel que venía de Dios estaba allí, pero decidieron no
recibirle. Todo esto es desarrollado más adelante, y afirmado por el propio
Señor (capítulo 15: 22-24).

Es importante, aunque doloroso, sacar a relucir claramente el


estado de este pobre pueblo, ya sea en cuanto a sus líderes, o en cuanto
a la masa: la mente de los primeros decidida a rechazar a Jesús; la
ceguera moral y, ¡cuán lamentable! obstinada de la multitud. Jesús ya no
tenía ningún lugar entre ellos como Mesías; Él debe tomar un lugar lejano,
por otra parte importante y excelente - el de Hombre a la diestra de Dios.
Con todo, Él fue el Buen Pastor, y el portero le abrió; y, cumpliendo Su
voluntad, Él paso por los peligros, y Sus ovejas oyeron Su voz. Así fue en
este momento; un gran número, "del pueblo, muchos creyeron en él, y
decían: ¿El Cristo cuándo viniere, hará más milagros que los que éste ha
hecho?" (v. 31 - RVR1865). Entonces los Fariseos envían alguaciles para
prenderle, lo que se convierte en la ocasión de una conmovedora
respuesta de Jesús, una respuesta que presenta claramente la situación,
"Por un poco más de tiempo estoy con vosotros;" Él dice, "después voy al
que me envió. Me buscaréis y no me hallaréis; y donde yo esté, vosotros
no podéis ir." (v. 33, 34 - LBLA). «Ustedes no tienen que darse prisa en
buscarme, en deshacerse de Mí; me tendrán un poco más de tiempo, y
luego todo terminará; ya no será una cuestión acerca del Mesías;
entonces me buscarán, pero no me hallarán. Y voy a Mi Padre; ustedes
no tienen acceso allí. Todo será cambiado; todo terminará en cuanto al
Mesías; el Hijo, como Hombre, se irá a sentar a la diestra del Padre -
ustedes no podrán ir allí.»
Estas eran verdaderamente cosas con respecto a los Judíos, y con
respecto a Jesús. La ceguera de los Judíos, y su soberbia religiosa, eran
tan grandes como su odio al Dios verdadero. Ellos no comprendieron nada
de lo que el Salvador dijo, sólo sugiriendo entre ellos que quizás Él iría a
los que estaban dispersos entre los Gentiles, a enseñar a los Gentiles. La
posición estaba claramente definida.

Ahora bien, el Señor muestra quién vendría a tomar Su lugar,


puesto que para Él la hora aún no había llegado para que celebrase la
Fiesta de los Tabernáculos, y para que se manifestase al mundo. Era el
gran día de la fiesta, el último día, pues la Fiesta de los Tabernáculos tenía
un día más que las otras dos grandes fiestas, un octavo día, el cual era el
gran día de la fiesta. Este día comenzaba una nueva semana; el
testimonio terrenal estaba completo, pero con este octavo día nosotros
vamos más allá de lo que estaba completo aquí abajo. Las otras dos
fiestas tenían su día de reposo (sábado) en el séptimo día; esta tenía su
gran día, su fiesta solemne, después. Yo no dudo que esto, como un tipo,
no era más que el comienzo de la nueva semana de Dios, la que es
celestial y eterna, ya que la resurrección de Jesús fue el primer día de la
semana. Ahora, el Señor da a ese día su verdadero significado. Ya no era
un asunto del efecto de la presencia del Mesías, sino de Aquel que había
de ser el representante de un Salvador glorificado, rechazado en Su
humillación. La manifestación de Jesús en gloria aquí abajo no podía tener
lugar ahora; pero Él podía dar a quienes creyeran en Él, rechazado así en
la tierra, las arras de la gloria celestial, y, por medio de esto, un gozo
presente que desbordara en bendición, como testimonio de salvación y
de la gloria. En el gran día de la fiesta, un día llamado especialmente
"solemne" (v. 37 - BJ), o «día de obligación », en el Antiguo Testamento,
Jesús se puso en pie, y alzó la voz: "Si alguno tiene sed, que venga a mí
y beba. El que cree en mí, como ha dicho la Escritura: "De lo más profundo
de su ser brotarán ríos de agua viva." Pero El decía esto del Espíritu, que
los que habían creído en El habían de recibir." (v. 37-39 - LBLA).
Esta es la gran enseñanza del capítulo 7: El Espíritu Santo aquí
abajo en los creyentes, a continuación de la glorificación de Jesús como
Hombre, en lugar de un Mesías terrenal, según las promesas de Dios.
Rechazado como Mesías, Él toma Su lugar como Hombre, conforme a los
consejos eternos de Dios, en la gloria celestial, a la diestra de Dios, y eso
según la justicia de Dios, quien le ha glorificado con Él. Después de haber
establecido toda la gloria de Dios en la cruz, y tomado este lugar en la
gloria como habiendo cumplido la redención, Él envió el Espíritu Santo,
testigo de la gloria en que Él ha entrado, y de la redención que Él ha
cumplido. Poseer el Espíritu Santo es la posición Cristiana; no meramente
nuevos deseos, sino la plena respuesta de la gracia a estos deseos en la
revelación de Cristo glorificado. Nosotros esperamos participación en esa
gloria, pero sabemos que es nuestra porción, y la consumación de la
redención nos da el derecho de estar allí. Nosotros esperamos el regreso
de Jesús para entrar en ella, para que nuestro cuerpo sea transformado
a semejanza de Su cuerpo glorioso; y el amor que nos ha dado todo esto
que ha pensado darnos, es derramado en nuestros corazones.

Hay algunos detalles que han de ser observados aquí. El Señor


invita a los que tienen sed a venir a Él, y beber. Este principio se ha de
encontrar en Juan, aunque la gracia soberana, que da vida, está muy
clara y positivamente anunciada en el capítulo 5, y también el hecho, que,
en realidad, sólo vienen aquellos que el Padre trae. Al atraer la atención
del lector sobre este punto, me gustaría sacar a relucir la importante
diferencia que hay entre la obra que dispone el corazón y que produce
necesidades en el corazón o en la conciencia (o, como sucede a menudo,
en uno y en la otra), y la respuesta a estas necesidades en la Persona y
obra del Señor Jesús. Este deseo puede producir una clase verdadera de
piedad, pero nunca produce paz, ni un estado de alma claramente
Cristiano; para ello, son necesarios el conocimiento de la Persona y la
obra de Jesús, y la presencia del Espíritu Santo. Uno puede sentir que
tiene necesidad de Él, e incluso que le ama, pero esta persona no es
todavía, en el verdadero sentido, "de él." (Romanos 8:9). Vean al hijo
pródigo, antes y después de encontrarse con su padre (Lucas 15: 11-32);
y la pobre mujer que era una pecadora (Lucas 7: 36-50). Todo pertenece
a un alma semejante, pero no lo posee. El hijo pródigo no tenía aún el
mejor vestido, y la pobre mujer no había oído aún la voz de Jesús
diciéndole, "Tus pecados te son perdonados", "ve en paz"; pero ella amó
mucho. Así, de nuevo, el ladrón en la cruz muestra una fe notable, pero
es la respuesta del Salvador lo que le da la certeza de su felicidad
presente, fundamentada en la obra de Cristo. Yo hago notar estos casos,
para que el lector pueda distinguir entre la palabra que atrae y despierta
la conciencia, y la respuesta, fundamentada en la obra, que le permite a
uno gozar de perdón y de salvación.

Es bueno que también pongamos atención a las tres operaciones


del Espíritu de Dios. En el capítulo 3 nosotros nacemos del Espíritu; en el
capítulo 4 es una fuente que salta para vida eterna. Aquí el nuevo hombre
entra en el gozo de cosas que no se ven, de cosas celestiales y eternas;
cuando ellas llenan el corazón - cuando el corazón, bebiendo de lo que
hay en Jesús, se satisface. entonces estas cosas rebosan, y refrescan a
las almas sedientas; los afectos celestiales se encuentran con las almas,
mostrando qué es lo que revive a un alma sin Dios, que gime, sin saber,
quizás, qué es lo que hace falta, Las palabras de Jesús eran
verdaderamente algunas de esas aguas.

Las personas que no estaban armadas de antemano con una coraza


de aversión y determinación, sintieron esto; y, sin ningún milagro, bajo
la influencia de las palabras de Jesús, decían en voz alta,
"Verdaderamente éste es el profeta." (v. 40). Otros decían, pensando que
Jesús era el Cristo, "¿De Galilea habrá de venir el Cristo?" (v, 41 - RVA).
Pero el razonamiento de la mente humana hace surgir dificultades, y
cierra a otros corazones al poder de la palabra de Su boca. La gente está
dividida, y los alguaciles regresan, bajo la impresión que las palabras de
Jesús habían producido, para producir la misma confusión en las mentes
de aquellos que, pretendiendo guiar a Israel, eras los más ciegos de
todos. Nicodemo expresa un pensamiento de equidad conforme a la
propia ley de ellos. Ellos le atacan diciéndole que él también debía ser de
Galilea. Los teólogos del Sanedrín (Concilio) muestran su desprecio para
con aquellos que, conforme a los profetas, eran la esfera de luz que Dios
enviaba a Israel, los pobres del rebaño; reclamando para Jerusalén y para
ellos mismos la gloria de todo lo que Dios había dado, ellos afirman que
ningún profeta se había levantado de Galilea (v. 52). En realidad ello era
falso; y entonces, nuevamente, ¿cómo habían tratado ellos a los profetas,
de cualquier país que hubiesen sido? ¿Dónde estaba la ciudad que había
matado a los profetas, y que iba a matar a Aquel de quien todos los
profetas habían hablado? Irritados ante su impotencia, siendo incapaces
de hacer algo que impidiese el testimonio de Jesús, ellos se dispersan, y
cada uno se va a su casa. Aún no había llegado Su hora.

CAPÍTULO 8

La historia que nos es presentada del Señor en este Evangelio de


Juan para reemplazar a los Judíos, y la porción de ellos en el Mesías,
conforme a las promesas, finaliza con este capítulo 7, que recién hemos
considerado. En el capítulo quinto Jesús es Hijo de Dios, que da vida; en
el sexto, es Hijo del Hombre en encarnación y en muerte, estando en
consideración Su regreso al cielo; luego, en el capítulo séptimo, no
pudiendo mostrarse aún al mundo, pero, siendo glorificado, Él da el
Espíritu Santo a los creyentes, aquello que no podía suceder hasta
después de que Él fuese glorificado; Él es rechazado, pero, como hemos
visto, Su tiempo aún no había llegado (Juan 7:6). En los dos capítulos que
estamos entrando ahora, hallamos Su palabra rechazada en el capítulo 8,
y Su obra rechazada en el capítulo 9. Estos son los dos grandes
testimonios personales que declaran Su origen. (ver capítulo 15: 22-25).
En el capítulo décimo Él declara que, no obstante, Él tendrá para Sí mismo
a Sus ovejas, a pesar de la obstinación de los líderes del pueblo. Los
capítulos undécimo y duodécimo nos muestran, de una manera muy
interesante, el testimonio que el Padre rinde a Él como siendo el Hijo de
Dios, Hijo de David, Hijo del Hombre, cuando el hombre le ha rechazado.
Luego, desde el capítulo decimotercero en adelante, vienen las cosas
celestiales, y el don del Espíritu Santo, ese otro Consolador, quien Le
reemplazaría en la tierra.

(Vv. 1-11). Al principio de nuestro capítulo 8, la ley en manos del


hombre, esgrimida contra la inmoralidad exterior, pero sin rectitud, sin
vida, sin gracia, es puesta, de una manera sorprendente, en contraste
con la Palabra de Dios, que escudriña los corazones, que vuelve la espada
de la ley contra cada uno, y deja espacio a la gracia, no gracia vivificadora,
o gracia perdonadora, sino gracia que al menos no le da su fuerza a la ley
para condenar; esa no era la misión del Salvador. El mundo entero era
puesto bajo condenación mediante la ley, si Dios la aplicaba; Dios no ha
venido para esto; pero al demostrarles que todos estaban condenados,
sin excepción, sobre este terreno, la humanidad entera desaparece bajo
la sentencia de la ley, al menos la humanidad que toma la ley como un
medio de justicia, y el terreno es despejado para introducir la luz de vida,
de Dios. La posición de la adúltera es solamente negativa; se trata de un
caso bastante diferente de aquel de la mujer que era pecadora, en Lucas
7: 36-50, donde la gracia plena que salva es establecida. Todos eran
culpables, pero el Señor había venido para alcanzar la conciencia de
todos, no para aplicar la ley al culpable. Él no condena - solamente cada
boca es tapada. La conducta de estos hombres fue miserable; pecadores,
al igual que la acusada sin misericordia, y sin piedad, ellos desearon
exponer a esta mujer, de modo que el Salvador la pudiera hallar culpable
pues, si Él la condenaba, no había ninguna mejora de la ley, Él no era ni
Mesías ni Salvador; si Él no la condenaba, Él se colocaba en oposición con
la ley de Moisés. Los escribas y Fariseos no sabían con quién tenían que
vérselas. La penetrante voz de Dios sólo necesita una cuerda para
alcanzar la conciencia: Adán, "¿Dónde estás tú?", o, "El que de vosotros
esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra." - estas expresiones
bastan para poner al desnudo la conciencia, porque el poder de Dios está
allí, y el hombre se halla necesariamente revelado a sí mismo en presencia
de Aquel quien es la luz. Pero la voluntad no es cambiada, y el hombre
evita esa presencia; uno se refugia entre los árboles del huerto; otros,
más bien con vergüenza que con una conciencia sincera que conduce a la
confesión, se escabullen, cada uno solo, para conservar su reputación;
los más viejos en primer lugar, pero temiendo, incluso hasta lo último,
esa presencia que los traspasa, y avergonzados de hallarse cada uno de
ellos en presencia del otro. Luego, habiendo dado a la ley su fuerza plena
sobre todos, Jesús permite a la pobre mujer marcharse, conforme a su
misericordia divina.

Después de esto, tenemos la doctrina con respecto al Salvador que


está conectada con el hecho precedente: "Yo soy la luz del mundo" (v.
12), no se trata aquí todavía del Mesías de los Judíos, sino de la
presentación, de parte de Dios, de la luz en el mundo, luz que manifestaba
toda las cosas, pero que permanecía sola, pues todo el mundo era
tinieblas, lejos de Dios, y el corazón del hombre mismo era tinieblas. La
luz manifestaba incluso el efecto de la ley, demostraba dónde estaba el
hombre, como colocado bajo ella. Pero esta luz era mucho más; si el
hombre la seguía, era "la luz de la vida" (comparen con Juan 1:4), aquello
manifestado como la revelación de la naturaleza divina, pero aquello que
comunicaba vida a quienes recibían esta luz. Se trataba de una cosa
enteramente nueva venida al mundo, Dios mismo, en el poder de la
gracia, habiéndose hecho Hombre; al ser rechazado, todo era juzgado
moralmente; pero, al ser recibido por gracia, era la nueva vida, la vida
eterna, pues Cristo es la vida eterna descendida del cielo (1 Juan 1: 1,
2). Como luz y vida, fue por nosotros, pues ello nos fue comunicado; el
nuevo hombre es creado según Dios en justicia y santidad de la verdad,
y está también la renovación de nuestro entendimiento conforme a la
imagen de Aquel que nos creó. Pero era la palabra de vida, y se trataba
de un asunto de recibir esa palabra; y aquí se trata de la luz en conflicto
con las tinieblas. Todo depende, como veremos, de la Persona del que
habla.
La cuestión es expresada en el versículo 13: "Tú das testimonio
acerca de ti mismo; tu testimonio no es verdadero." Ahora bien, ellos
podrían haber hablado de esta manera, si se hubiera tratado de una
cuestión acerca de un hombre que daba testimonio de sí mismo; pero si
Dios habla, lo que Él dice es necesariamente la verdad, y lo revela a Él.
Sólo surge una pregunta: «¿Le conocen los hombres, y es el alma capaz
de recibir incluso la verdad?» Las dos cosas van juntas, como veremos.
Jesús vino del cielo, del Padre; Él iba a volver allí, y estaba consciente de
ello; es el punto más bajo de Su testimonio aquí; Él es obligado, por la
oposición que encuentra, de ir hasta el final y decir "yo soy" (V. 58); pero
aquí es como Hombre en el mundo, quien, no obstante, era consciente de
donde había venido. (Comparen con capítulo 3: 11-13, 33, 34). Sus
palabras eran las palabras de Dios, pero por el Espíritu, sin medida, en
un Hombre, quien también pudo decir de Sí mismo: "el Hijo del Hombre,
que está en el cielo." (Juan 3:13). Él habló estando consciente de donde
vino. Ellos no sabían nada acerca de esto; para ellos Él era un carpintero
de Galilea, quien ni siquiera había estudiado. (Juan 7:15). Pero era la
naturaleza divina en presencia de la del hombre. Ellos juzgaban según la
carne; Él, como acababa de demostrar, no juzgaba a nadie. Él no había
venido para eso, sino para dar testimonio. Sin embargo, incluso si Él
juzgaba, Su juicio sería verdadero, pues no sólo sabía de donde venía,
sino que el Padre estaba con Él - no solamente Él era así Hijo del Hombre,
sino que Él era también Hijo de Dios. La ley decía que el testimonio de
dos hombres era verdadero; bueno entonces, Él (el Hijo) daba testimonio
de Él mismo, y el Padre, quien le había enviado daba testimonio de Él.
Ellos le preguntan entonces, "¿Dónde está tu Padre?" pues no había
ninguna luz divina en ellos, ni siquiera una conciencia sensible a la verdad,
excepto cuando el ojo de la Luz la penetraba, a pesar de ellos. No
obstante, nadie le prendió; aún no había llegado Su hora (v. 20). Nosotros
no podemos separar este testimonio divino de aquel que se da al final. Él
hablaba las palabras de Dios; pero la forma es diferente, Él no hablaba
directamente en Su naturaleza divina, aunque ella estaba implícita en lo
que Él decía; sino como Hombre sobre la tierra de parte de Dios, y como
Hijo, por el Espíritu Santo.

(V. 21, etc.). El Señor comienza nuevamente diciéndoles que todo


había terminado, que Él se estaba marchando. Ellos le buscarían,
ciertamente, pero no le hallarían: "Yo me voy, y me buscaréis, pero en
vuestro pecado moriréis; a donde yo voy, vosotros no podéis venir." La
separación, fruto de la incredulidad de ellos, era completa y terminante;
ellos, muertos en sus pecados, Él en el cielo; pero Él no dijo abiertamente
dónde estaba yendo. Los Judíos sólo le consideraban como un hombre, y
permanecían en su justicia propia, como herederos de las promesas. "¿Se
matará a sí mismo...?" (v. 22) y ellos se quedarían así sin Él. La respuesta
del Señor es decisiva: "Vosotros sois de abajo, yo soy de arriba." (v. 23).
Había una oposición absoluta, moral y real - con un suplemento terrible
para todos los que nos rodean: "vosotros sois de este mundo" - de este
mundo, del cual Satanás es el príncipe, y aquellos que son de este mundo
son de él en lo íntimo. Cristo no era de este mundo. Él estaba,
efectivamente, en el mundo, pero Él no era del mundo. Él era
esencialmente del cielo, el pan que había descendido del cielo, personal y
moralmente; pero Él está hablando aquí negativamente, y este es el
punto principal para nosotros. Él no era de este mundo: Él, Dios mismo,
trajo la luz divina a este mundo; pero Él no era de él. Esta es la razón por
la que Él les había dicho: "en vuestro pecado moriréis"; pues ellos estaban
rechazando la Luz que había venido a este mundo, la gracia, el Hijo de
Dios. "Si no creéis que yo soy, en vuestros pecados moriréis." (v. 24).
Pero esto presenta un principio de la mayor importancia; es decir,
la identificación de Su palabra con Él mismo. Él era Dios; Sus palabras
expresaban a Dios; es esto lo que dejó a los Judíos sin excusa; al
rechazarle, ellos despreciaron a Dios que les estaba hablando. En
respuesta a las palabras de Jesús, ellos dicen "¿Tú quién eres?" (v. 25).
La respuesta de Jesús declara esta identificación: "Ese mismo que os he
dicho desde el principio." (v. 25 - VM): perfectamente, en principio y en
realidad, "ese mismo que os he dicho." Las palabras de Jesús expresaban
lo que Él era; y siendo así la expresión verdadera de Dios manifestado al
hombre, ellas colocan al hombre en posición de hacer lo uno o lo otro:
recibir o rechazar a Dios, y rechazar a Dios como Luz de los hombres. Si
Dios habla, y se expresa, el hombre acepta lo que Él es, o le rechaza. El
Salvador estaba en posición de decirles muchas cosas, y de juzgarlos;
pero Él les estaba comunicando ahora, como un testigo fiel, lo que Él
había oído del Padre. Esto era, de hecho, la verdad enviada por el Padre:
le estaba diciendo al mundo lo que Él había recibido del Padre. Este era
ahora Su servicio como el Enviado. Los Judíos no entendieron de quién
les estaba hablando. Más adelante, cuando sería demasiado tarde para
recibirle como venido a ellos en gracia, pero cuando el pensamiento de
Dios se cumpliera, y las propias manos de ellos cumplieran Sus consejos
al crucificar al Hijo del Hombre*, las consecuencias que emanarían de
esto para los Judíos, causarían que ellos conocieran (Jesús no dice,
'creyeran') que era efectivamente Él, que Él no hizo nada por Sí mismo,
sino que Él habló según le enseñó el Padre. Su palabra fue la demostración
de lo que Él era, y aunque Él pudo decirles muchas cosas a ellos, y
juzgarlos, Él solamente les decía ahora lo que Él recibió del Padre. Una
vez rechazado como Hijo del Hombre, y habiéndosele dado muerte,
entonces, cuando Él ya no estuviera allí, ellos conocerían que era Él, el
Mesías, y que les había hablado lo que el Padre le dio para hablar. Pero
más, el que le había enviado estaba entonces con Él; Él no le había dejado
solo, debido a que todo lo que Él hacía agradaba al Padre. Bajo el efecto
de Su testimonio, por el peso de Sus palabras, la expresión de lo que Él
era y que toda Su conducta confirmaba, muchos creyeron en Él (v. 30).

{* Este título de Hijo del Hombre, que Jesús siempre toma, va bastante más allá del de
Mesías. Está tomado del Salmo 8 y Daniel 7; Jesús siempre lo toma en contraste con el de
"Cristo", el cual sólo se lo dio a Sí mismo una vez, es decir, en Sicar, en el capítulo 4; pero
Él añade constantemente al título "Hijo del Hombre" Su muerte en la cruz. (Vean Lucas 9:
21, 22). Es el salmo segundo el que considera a Jesús como Mesías, y nos lo muestra
rechazado como tal, pero establecido más tarde en gloria y autoridad por Dios.}

Lo que este capítulo expone muy claramente, es el carácter divino


de Jesús, demostrado por Sus palabras, y el carácter diabólico de los
Judíos manifestado en el modo en que ellos le habían recibido. Ya en el
versículo 23 el Señor lo anunció, con el testimonio terrible, de que lo que
era de este mundo era de abajo, es decir, del diablo, mientras que Él era
de arriba, y no de este mundo. Lo que Él decía expresaba Su naturaleza,
Su carácter divino. Él revela al Padre: Sus palabras son las palabras de
Dios; lo que Él decía revelaba a Dios al mundo (v. 26, 27; capítulo 1: 10;
capítulo 3: 32, 33). Lo que sigue a continuación, por otra parte, pone en
relieve el carácter de los Judíos.

(V. 31, etc.). El Señor manifiesta a quienes habían sido llevados a


creer en Él, que, si ellos permanecían firmemente unidos a Su palabra
(pues es un asunto acerca de Su palabra), ellos iban a ser
verdaderamente Sus discípulos, conocerían la verdad, y la verdad los
haría libre. (vv. 31, 32). La verdad supone la revelación plena de lo que
es divino y celestial, de lo que era revelado en Su Persona, y en Sus
palabras, y sería hecho evidente plenamente cuando Él fuera glorificado,
y el Espíritu Santo hubiera venido. Yo no pienso que aquellos de quienes
el versículo 23 habla fuesen los que creyeron en Jesús, sino los Judíos en
general. Ellos confían en su propia posición exterior según la carne: nunca
habían estado en esclavitud, dicen ellos, olvidando, sin embargo, toda su
historia, y la posición de ellos en ese mismo momento. El Señor pasa por
encima de todo eso, para presentar el terreno de la verdad en cuanto al
estado del hombre delante de Dios, y el efecto de la ley; pues Él identifica
estas dos cosas - ser esclavo del pecado, y estar bajo la ley, como el
hombre de Romanos 7. "Todo aquel que hace pecado, esclavo es del
pecado." (v. 34), cautivo de esa terrible ley del pecado que está en sus
miembros; pero siendo un esclavo, él puede ser echado de la casa, y ser
vendido. Los Judíos, pecadores bajo la ley, serían echados de la casa de
Dios; pero el Hijo pertenecía a la casa, y moraba siempre allí, y
necesariamente; si Él los libertaba, ellos serían verdaderamente libres,
libres del pecado, y libres de la ley. El Hijo, la revelación del Padre, como
objeto, y poder de vida en aquel que le habrá recibido, actuando por la
Palabra, toma el lugar del principio del pecado en el hombre, y de la ley
que en vano le prohibía al hombre cometerlo.
Exteriormente los Judíos eran efectivamente hijos de Abraham;
pero la palabra de Cristo no tuvo lugar ni entrada en sus corazones, y
ellos procuraban matarle. Aquí el contraste llega a ser explícito: Jesús
hablaba (pues se trata siempre de Su palabra) lo que había visto estando
con Su Padre (Juan 8:38 - VM), siendo Él mismo el Hijo quien Le revelaba,
y anunciaba lo que era celestial y divino; pero esto hizo salir de sus
corazones el odio satánico contra Dios que llena el corazón del hombre.
Aquí, entonces, los dos grandes principios del pecado que caracterizan al
adversario, se manifiestan en ellos - el homicidio, y la ausencia de verdad
(v. 44, 45). Esta oposición entre la revelación que viene de arriba, y la
que está en el mundo y que es de abajo, caracteriza el capítulo, y forma
su base. La descendencia de ellos de Abraham, para el Señor no es sino
una circunstancia de ningún valor. Si, en el sentido moral, los Judíos
hubiesen sido hijos de Abraham, como el creyente lo es, ellos habrían
hecho las obras de Abraham; pero en lugar de eso, ellos procuraron matar
a un Hombre que les había dicho la verdad que Él había recibido de Dios.
Los Judíos toman un terreno aún más elevado: Abraham ya no les basta,
Dios es el Padre de ellos (v. 41). Ellos están conscientes que las palabras
de Jesús les afectan profundamente y se retiran a la plaza fuerte de sus
privilegios. El Señor aborda el aspecto de la verdad moral y esencial, en
tanto evita, por decirlo así, declarar todo abiertamente de una vez; pero
Él es obligado, como quien dice, a decirlo, en cuanto a ellos, y en cuanto
a Él.
Hasta ahora nosotros hemos tenido la revelación de las cosas
celestiales y divinas, en sí mismos, de un modo positivo, fuera de,
y sobre todo, lo que era Judío; aquí hemos llegado al conflicto entre el
corazón del hombre y esta revelación, y allí, donde los privilegios de una
religión que estaba compuesta de los elementos del mundo (separada de
Aquel que, por todo lo terrenal que era esta religión, era su centro),
solamente cegaba más los corazones que se jactaban en ella. La palabra
divina, en la Persona de Jesús, la palabra del Padre, la cual estaba en Su
boca, atravesaba todo el ropaje religioso, y manifestaba el corazón del
hombre. El Señor, en Su respuesta a la afirmación de los Judíos de que
Dios era el Padre de ellos, demuestra que el rechazo de Su Persona
demostraba la falsedad de semejante presunción. El asunto fue hecho
surgir y fue decidido por Su presencia y por Su palabra: si ellos hubiesen
tenido a Dios como Padre, habrían amado a Jesús, pues Él venía de Dios;
Él no vino por Su propia cuenta; Dios le había enviado. Era necesario
hablar abiertamente, pues las cosas se estaban cumpliendo: la verdad, y
el odio contra la verdad, contra Dios, se hallan en presencia una de otra.
Los Judíos no entendían las palabras, debido a que ellos no entendían las
cosas, un principio muy importante en las cosas divinas: en las cosas
humanas, las palabras son explicadas para aprender lo que las cosas son;
de esta manera, nosotros no hacemos más que designar mediante una
palabra cosas que caen bajo nuestros sentidos, o cosas del intelecto, pues
estas cosas están dentro de la capacidad mental humana; las cosas
divinas no son así. Si yo digo, "nacer de nuevo", para entender las
palabras yo tengo que saber qué es nacer de nuevo. Recordemos esto.
El Señor no permite que ninguna incertidumbre permanezca aquí
más tiempo: ustedes tienen a al diablo por padre, y harán sus obras; y él
"es mentiroso, y padre de mentiras" (v. 44 - VM). Como hemos dicho
antes, el doble carácter de Satanás y del pecado, es ser un "homicida" y
un "mentiroso"; el hombre ha añadido a ello la corrupción. Tal era el
carácter de estos pobres Judíos. Ellos no le creyeron a Jesús, porque Jesús
hablaba la verdad, y le iban a matar. Ellos afirmaban, efectivamente, ser
de Dios - triste y cegador efecto de una religión oficial; pero si ellos
realmente hubieran sido lo que afirmaban, habrían escuchado las palabras
de Dios. Hay una cierta percepción que pertenece a la vida de Dios, que
reconoce lo que es de Él, y especialmente Sus palabras. Para un Judío,
fue una cosa monstruosa, subversiva de todas sus pretensiones, de la
historia divina completa de las edades, decirle a Jesús que Él no era de
Dios. ¿Quién, entonces, era Él? ¿Un pagano, un Samaritano? Esto fue
suficiente para demostrar de dónde era Jesús.

(V. 51, etc.). Jesús continúa demostrando el efecto de Su palabra


donde ella era recibida en el corazón. "El que guarda mi palabra, nunca
verá muerte." Esto ponía a Jesús sobre Abraham y todos los profetas.
¿Quién entonces, era Jesús? Pues, con todas sus pretensiones, los Judíos
estaban realmente en gran desconcierto; ellos sintieron la fuerza de Sus
palabras; esto puede suceder donde la voluntad no ha cambiado en
absoluto; pero ellos procuraron justificarse ante sus propios ojos
interpretando Sus palabras conforme al razonamiento humano. El Señor
ya no los dispensa más, pues ellos eran enemigos de la verdad. Él hablaba
en el nombre de Su Padre, y Él le conocía: Él habría sido un mentiroso, al
igual que ellos, si lo hubiese negado. El segundo carácter del enemigo se
hizo real en ellos de esta manera. "Abraham vuestro padre se gozó de
que había de ver mi día; y lo vio, y se gozó." (v. 56); pues era Él quien
era esperado, según las promesas. Los Judíos, quienes sólo veían las
cosas según la mente natural, dan voces ante la locura de ello: luego,
como Él había declarado de quién eran ellos, el Señor declara ahora
abiertamente quién es Él: "En verdad, en verdad os digo: antes de que
Abraham existiera, Yo Soy" (no, 'Yo era') (v. 58 - BJ). Los Judíos estaban
hablando con Dios, y resistían Sus palabras: el odio de ellos ardía, y
toman piedras para apedrearle.
Observen aquí, que Jesús daba vida eterna mediante Su palabra;
Él era el cumplimiento de las promesas; pero, de nuevo, Él era Dios en
este mundo; la vida y la verdad estaban en un lado; el homicidio y la
falsedad en el otro. Es esto lo que hace tan solemne este capítulo. Aquello
que fue, exceptuada la gracia, la vida entera de Jesús en medio de Su
pueblo, en este mundo - la verdad, la vida, el Enviado del Padre, Dios
manifestado en carne - en presencia del odio hacia la verdad y hacia Dios,
todas estas cosas están concentradas en este capítulo, y están en
presencia unas de otras.
Es importante observar también, que no se trata de una cuestión
de milagros, sino enteramente de la palabra de Jesús. Los Judíos no piden
una señal, como lo hacían a menudo: no es la corriente común de
incredulidad lo que tenemos aquí ante nosotros; sino que la verdad, la
luz, están en conflicto directo con las tinieblas que no las comprende, pero
que, al mismo tiempo, son turbadas por ellas; pues la luz resplandece
incluso cuando no es recibida. No está en el corazón del hombre; y eso
se hace sentir en el corazón: nada puede imputarse al testigo que debilita
el testimonio; nadie podía redargüir al Señor de pecado (v. 46); ellos no
creían, porque Él les decía la verdad. Aquí está la oposición pura del
corazón del hombre a la verdad, porque era la verdad. La luz puede
alcanzar la conciencia, y si la voluntad no es cambiada, esto sólo produce
odio, como en el caso de Esteban (Hechos 7); pero aquí, repito, es la
verdad misma y la luz las que están en conflicto con las tinieblas, Aquel
que vino desde arriba, con quien el Padre estaba, y entonces los hombres,
quienes ¡lamentablemente! eran de abajo. ¿Qué podía ser más solemne
que un encuentro semejante? Dios, en presencia de hombres, para ser
rechazado, y eso, ¡para siempre jamás!

Puede ser útil notar aquí algunos detalles: el Señor comienza


anunciándose Él mismo, personal y claramente, como la luz del mundo.
En Juan, siempre es un asunto acerca del mundo; asimismo, no es un
asunto acerca del Mesías según las promesas, sino de lo que el Señor es
en Sí mismo, de qué es Él, solamente Él, en medio de las tinieblas.
Siguiéndole a Él, uno tendría la luz de la vida; pues la vida era la luz de
los hombres (Juan 1:4).Vemos cómo este capítulo reproduce lo que se
dice en el capítulo 1; sólo que aquí saca a la luz, históricamente, el
contraste y el conflicto entre la luz y las tinieblas, pues el mundo estaba
en ellas, y Satanás era el príncipe del mundo. Habiéndose anunciado así
el Señor mismo como luz (y la luz se manifiesta, y manifiesta todas las
cosas), Su testimonio es rechazado, como siendo el de un Hombre que
daba testimonio de Sí mismo (v. 13). Ellos no ven la luz, la rechazan;
aquello que es divino está oculto, aunque es luz. Él era la luz, y Sus
palabras eran la expresión de lo que Él era; pero Él no había venido a
juzgar, como lo demostró el caso de la mujer adúltera, no obstante lo
justo que hubiera sido Su juicio, pues el Padre estaba con Él. Pero la ley
era la ley de ellos; entonces Jesús era la revelación de Dios mismo en lo
que Él era como luz: era Él y la palabra de testimonio, estando el Padre
con Él. Si eso era rechazado, no era una desobediencia a un
mandamiento, sino el rechazo de la luz y la vida divinas, así que aquellos
que se hicieron culpables de ello iban a morir en sus pecados.
Todo el capítulo 8 es la expresión de la luz divina mediante el
testimonio del Señor; pero el capítulo trata más que un único tema, donde
este testimonio es dado en más de un aspecto. La primera parte se ha de
hallar desde el versículo 12 al 20, que presenta la posición misma: el
Señor es la luz divina; Él no vino para juzgar, sino que el Padre está con
Él; Dios y la verdad se presentan a los hombres; Él es rechazado por las
tinieblas del corazón del hombre, pero Su hora aún no había llegado.
Luego, desde el versículo 21 al 29, Él se marcha. En Juan nunca es de Su
muerte de lo que se habla, sino que Él se marcha, y los Judíos conocerían
cuando Él fuera levantado como Hijo del Hombre, que era Él; sería muy
tarde entonces para hallarle de nuevo. Después de eso (v. 30), habiendo
creído muchos en Él, les anuncia cuál iba a ser la posición de ellos, si
perseveraban; el Hijo los haría libres, y serían verdaderamente libres;
esto en contraste con los Judíos. Hubo un cambio completo de posición.
El hombre cometía pecado - era esclavo de él: los Judíos, sin duda,
estaban en la casa de Dios, pero por la ley como esclavos; pues estar
bajo la ley, y cometer pecado, es la misma cosa. Los Judíos, por lo tanto,
no tenían un lugar seguro en la casa; e incluso perderían el que tenían:
pero Cristo, entonces, tendría Su lugar como Hijo sobre la casa de Dios,
y quienes creían en Él, quienes perseveraban en Su palabra, hechos libres
por Él, iban a poseer la verdadera libertad divina. En cuanto a las
promesas, ellos eran verdaderamente, según la carne, del linaje de
Abraham; pero no eran hijos de Abraham conforme a Dios. Habiendo
venido personalmente como luz, el Señor toleraría lo que es verdadero,
no meramente dispensaciones; ellos eran, en realidad, hijos de aquel que
era un homicida y un mentiroso; ellos estaban rechazando la verdad, iban
a matar a Cristo, y no le creían, porque Él hablaba la verdad. Finalmente,
ya que Él era la vida así como la verdad, el que guardara Su palabra,
nunca gustaría la muerte (v. 51); Él no solamente era la luz, sino la luz
de la vida. Además, Él no sólo era el objeto de las promesas que la fe de
Abraham había comprendido, sino que Él existía con una existencia
eterna, Dios - "Yo soy", antes de que Abraham existiera (v. 58 - BJ).
Entonces el odio de la incredulidad de desató. Antes, ellos habían
procurado rechazar maliciosamente la verdad, pero en cuanto es revelado
plenamente lo que Él era, el odio homicida de ellos se demuestra
mediante la violencia.

CAPÍTULO 9

En el capítulo octavo tuvimos el testimonio dado, la palabra divina


del Salvador: el capítulo noveno se refiere al testimonio de Sus obras. El
Señor desecha el sistema gubernamental entero de los Judíos; Él habla,
también, de Él mismo, como estando sólo un poco tiempo más en este
mundo; pero mientras Él estuviera, Él tenía que hacer las obras de Su
Padre que le había enviado, pues aunque Él era Dios presente en este
mundo, Él toma siempre el lugar de un Hombre sometido a Dios, y Él hace
esto especialmente en el Evangelio de Juan, donde Su Persona es puesta
de relieve. Es de esta posición que Satanás buscó sacarle, en la tentación
en el desierto, una posición en la que Él permaneció firme y perfecto. Él
es siempre el Enviado, aunque sea Hijo de Dios, y uno con el Padre.

Pasando por este pobre mundo, el Señor se encuentra con uno


nacido ciego, un retrato del hombre, y especialmente de los Judíos. Aquí
Él es de verdad la luz del mundo, en tanto anuncia, como ya he dicho,
que Él se iba a marchar del mundo. Pero hay más; Él obra en gracia, Él
da vida. No sólo Él es la luz del mundo mientras Él está en él, pues esto
es solamente por un tiempo; sino que Él es poderoso en gracia para dar
la capacidad de disfrutar la luz. No obstante, aunque es poder divino el
que la comunica, Él debe ser recibido como el Enviado del Padre, Él nunca
abandona esta posición. Su presencia, sin Su obra, sólo enceguece más,
al menos presenta una dificultad exterior; Él es una piedra de tropiezo.
La saliva (v. 6) presenta la eficacia que venía de Él mismo; la tierra,
presenta la humanidad que Él había tomado. Pero eso, de por sí, sólo
hacía al ciego doblemente ciego: un obstáculo positivo fue añadido a la
ceguera natural: pero fue necesario que este objeto estuviese delante de
sus ojos. Jesús envía al pobre hombre al estanque de Siloé. El texto
mismo entrega el significado de esta palabra: "(que traducido es,
Enviado)." (v. 7). En el momento que en el ciego esta verdad se conecta
con la Persona de Jesús, todo está cumplido; el hombre ve claramente,
con una claridad que es según el poder de Dios: "me lavé, y recibí la
vista." (v. 11).
En el capítulo octavo era un asunto de la responsabilidad del
hombre, una responsabilidad conectada con el testimonio de la Palabra
de Dios: aquí se trata de su eficacia poderosa para dar vista al hombre
ciego, al revelar al Hijo enviado por el Padre. La insensatez del hombre,
su ceguera religiosa, son manifestadas: para este hombre, Jesús no era
de Dios, debido a que, aunque hacía obras poderosas y de bondad divina,
Él no guardaba el día de reposo (sábado). Ahora bien, el día de reposo
(sábado) era la señal del pacto de Dios con Israel, la señal del reposo de
Dios. Pero en Jesús, Dios estaba allí, y el Hijo del Hombre era Señor del
día de reposo (sábado), y el reposo de Dios no era para aquellos que le
rechazaban. Además, este reposo se convirtió en celestial en ese
momento.
Lo que es sorprendente en este pasaje es la perplejidad de las
personas religiosas, y ellas estaban instruidas en su religión,
caracterizada por los elementos de este mundo, cuando están en la
presencia del poder divino. "No guarda el día de reposo." (v. 16). ¡Qué
subterfugio! Otros decían, "¿Cómo puede un hombre pecador hacer tales
milagros?" (v. 16 - VM). La evidencia era demasiado fuerte: hubo
disensión entre ellos. Luego ellos no creerían que el hombre había nacido
ciego, hasta que hubieran llamado a sus padres. Estos temieron verse
comprometidos, pero rindieron el único testimonio que era importante oír
de ellos, es decir, que el hombre era realmente hijo de ellos, y que había
nacido ciego. Los Judíos volvieron a llamar al hombre por segunda vez, y
procuraron tapar todo el asunto por medio de su autoridad religiosa. Ellos
están bastante dispuestos a reconocer el hecho de que el hombre había
sido ciego, y que ahora veía, y le invitan a dar gloria a Dios por ello; pero,
en cuanto a reconocer la verdad y al Hijo de Dios, ellos no harán eso;
tratándose de ellos, es una conclusión previsible. El pobre hombre está
indignado con la ceguedad de ellos, sabios como eran, y guardianes de
su religión, pues él había experimentado personalmente la poderosa
eficacia de la palabra de Jesús. Su testimonio es claro y simple: "es
profeta" (v. 17), y enseñado por Dios, él no entiende cómo los Judíos
pueden dudar en recibir la brillante prueba de ello, que estaba allí delante
de sus ojos; pues la fe simple, que ha experimentado el poder de Dios,
no entiende las dificultades que el aprendizaje religioso opone a este
poder cuando la voluntad no quiere la verdad y a Jesús. Este hombre no
sabía lo que gobernaba los corazones de aquellos que lo estaban
interrogando; pero, en cuanto a ellos, sabían bien que estaban resistiendo
la luz del poder divino. Disgustados por su audaz franqueza, que se
extraña ante la incredulidad de ellos, llegan exactamente a la conclusión
que el Señor había condenado, es decir, que la ceguera del hombre era
el resultado de sus pecados: y le expulsaron.
De este modo la oveja del Señor se halla afuera: el Señor ya
rechazado, habiendo oído de ello, la busca, pero para traerla al rebaño de
la gracia, mediante el conocimiento de Su Persona. Todo lo que pertenecía
a quienes hallaban un lugar allí aún no se revelaba; pero la Persona del
Hijo de Dios estaba aquí abajo, y el nombre del Padre fue revelado, pues
el que ha visto al Hijo, ha visto al Padre. Era necesaria la expiación para
que todos los privilegios pudieran ser revelados, y para que la puerta del
cielo pudiera ser abierta, para entrar al Lugar Santísimo. Antes de que
Cristo fuera glorificado, el Espíritu Santo no había descendido para revelar
estas cosas: pero el Buen Pastor busca a Su oveja, y le pregunta: "¿Crees
tú en el Hijo de Dios?" (v. 35, 36).
Observen aquí, que el hombre había recibido la palabra del Señor
como palabra de Dios; él había dicho, "es un profeta." Hablar así, al igual
que la mujer de Sicar, fue creer lo que Jesús decía - no solamente
reconocer la verdad de algo que Él había dicho, sino la autoridad de lo
que Él decía. Además, el corazón de este hombre fue atraído; plenamente
persuadido de la insensatez de sus líderes religiosos, el buscó lo que el
profeta de Dios le diría. Esta recepción de la palabra como teniendo
autoridad divina, y el deseo del corazón de poseerla, y de poseer lo que
ella revela, es de trascendental importancia; ya lo hemos visto en el caso
de la mujer Samaritana. Aquí, el hecho de que él ya había experimentado
personalmente el poder de Jesús, actuando la gracia en su corazón con
esta obra, ella dispone al hombre a creer lo que Jesús le diría, y da
implícitamente en su alma una fuerza divina a lo que el Señor dice. Ahora
Jesús le dice, "Pues le has visto, y el que habla contigo, él es." (v. 37).
Entonces el hombre le reconoce explícitamente - "Creo, Señor." (v. 38);
y le adora. El cree en Su Persona por medio de la Palabra, que ya había
creído de antemano, cuando dijo, "es profeta."
Así el Señor había encontrado Su oveja; fue librada de la influencia
fatal de falsos pastores, que mantenían las almas del pueblo en
cautividad. Venido para salvar, y, en cualquier caso, no para juzgar, sino
para traer la Palabra de vida - por medio de la perversidad del hombre,
el efecto de Su venida sería juicio. Los que pretendieron ver, pero que
eran ciegos líderes del ciego, serían cegados tanto más por cuanto la luz
estaba allí; pero era, no obstante, verdad, que Él estaba allí en la
soberanía de la gracia, para dar la vista a otros que eran ciegos (v. 39,
40). Como luz, el Señor puso al hombre a prueba; como Hijo de Dios en
poder, Él dio la vista a los que no veían, pero que estaban conscientes,
por Su Palabra, y por el conocimiento de Su Persona, que ellos eran
ciegos; conocimiento fundamentado en la fe en Su Palabra.

CAPÍTULO 10

El capítulo décimo, en el Evangelio de Juan, termina la historia del


Señor aquí abajo. El Buen Pastor, venido del Padre, encontrará Sus
ovejas, a pesar de la oposición de los enemigos de la verdad y de Dios, y
dará vida eterna a los que oyen Su voz.
Este capítulo, tan precioso para los creyentes, nos da un retrato de
la obra y posición enteras del Señor. Sin embargo, aquí no vemos que Él
sea echado, como vemos constantemente que Él lo es en Juan, sino que
le vemos yendo Él mismo delante de Sus ovejas, conforme a la voluntad
de Dios; Sus ovejas que Él conoce, y las que Le conocen. Entonces Él es
"la puerta de las ovejas"; Él pone Su vida de Sí mismo, nadie se la quita;
finalmente, Él y el Padre son uno. Un Siervo enviado y obediente, Él es,
no obstante, uno con el Padre; las ovejas, también, son Suyas, aunque
sea Su Padre quien se las dio. Noten aquí, y lo repito debido a su
importancia y como rasgo que caracteriza el Evangelio de Juan, que el
Señor es un Siervo, y recibe todo, incluso las ovejas, de manos de Su
Padre; pero Él es, al mismo tiempo, uno con Él; un Siervo, como Hombre
aquí abajo, pero Hijo de Dios, uno con Su Padre.

Tenemos que examinar estos detalles más meticulosamente.

En primer lugar, todos aquellos que, antes de Él, habían pretendido


ser pastores y líderes de Israel; todos quienes, quienquiera que ellos
pudieron ser, no entraron por la puerta, fueron ladrones y salteadores,
subiendo la pared, forzando una entrada por medio de la violencia o de la
artimaña; así ellos revelaron su verdadero carácter. El redil era Israel.
Estos hombres buscaron poseer las ovejas para su propia ganancia, para
su propia gloria: ellos no fueron Mesías, ni siervos de Dios, ni enviados
por Él, muy lejos de ser ellos uno con el Padre. Yo digo esto para
establecer más claramente la posición del Señor. El segundo versículo nos
presenta esta posición en sus primeros rasgos: "el que entra por la puerta
es el pastor de las ovejas." (V. 2 - VM). Él entró por la puerta; Él vino por
el camino elegido por Aquel que había establecido el redil, allí, donde
estaba el portero; el que podía abrir la puerta, o mantenerla cerrada; así
atrajo Él la atención del que era el guardián del rebaño.
La puerta siempre es el lugar indicado y designado por el arquitecto
para entrar por ella. Esta es la razón por la cual Jesús dice más abajo, "Yo
soy la puerta de las ovejas." (v. 7), porque Él es Aquel que Dios ha
designado como puerta de salida para el remanente Judío, y como puerta
de entrada al santuario para todos nosotros, a Su santa presencia. El
propio Cristo había entrado en el redil, llevando a cabo lo que Dios había
prescrito para el Pastor. Todo lo que estaba establecido en los profetas,
todo lo que era apropiado para Aquel que caminó conforme a la voluntad
de Dios, Jesús lo llevó a cabo, y lo cumplió en cada punto. Él no buscó
despertar a los hombres excitando sus pasiones, como los falsos Mesías,
ni atraer a Sus pisadas a un pueblo inconverso y obstinado; manso y
humilde de corazón, Él siguió la senda que Jehová había trazado para Él;
Él entró por la puerta. La providencia y el Espíritu de Dios le abrieron el
camino. Todos los esfuerzos de los sumos sacerdotes y escribas no
pudieron evitar que Su voz alcanzara los oídos y corazones de las ovejas.
Dios le abrió la puerta, y las ovejas escucharon Su voz. Aquí no se trata
de nadie más que de ellas; ellas son el objeto real de Su servicio, llevado
a cabo, a pesar de todo el poder de Satanás. El Señor conoce Sus ovejas;
ellas son Suyas; Él llama a cada una por su nombre, y las saca fuera del
redil.
Es interesante y conmovedor ver cómo las propias ovejas de Jesús
son aquí el único objeto de Su corazón, y con qué intimidad Él las conoce
individualmente; Él solamente piensa en ellas. Él viene, y las llama, con
exclusión de todos los otros Judíos. Él no falla tampoco en Su propósito.
No las deja en el redil Judío; Él las conduce fuera del redil donde los Judíos
moraban, fuera del límite donde los que eran 'de su padre, el diablo,
permanecían aún.' Además, Él nos las abandona cuando ellas están
afuera; Él va delante de ellas; Él mismo las conduce; Él mismo va como
cabeza de ellas en las dificultades que habrían de encontrar. Su voz es
conocida para ellas; ellas le siguen. Si Él está aquí ocupado
exclusivamente con las ovejas, ellas no reconocen ninguna otra voz sino
la de Él. Ellas tienen confianza en Él, y sólo en Él; confían en Él, y sólo en
Él. Toda otra voz es, para ellas, la de un extraño; es suficiente que ellas
no conocen la que no es de Él. Es Su voz la que les inspira confianza:
débiles ellas mismas, ellas huyen cuando la voz no es la de Él.
En lo que hemos examinado, hasta el presente, hallamos, al mismo
tiempo, principios generales, y la descripción de la obra del Señor en
medio del pueblo. Él hace uso de las costumbres conocidas en el país
respecto a los rediles, para describir lo que Él había sido en Su vida y en
Su servicio aquí abajo. Pero todo había terminado con el redil. Él saca las
ovejas fuera de él; las demás eran solamente reprobadas, rechazadas al
rechazarle a Él; todas las que le reconocían y que reconocían Su voz, le
seguían, y eran sacadas fuera. Este mismo hecho presenta la Persona y
autoridad divinas del Salvador. La ley y las ordenanzas habían sido
establecidas por la autoridad del propio Dios, y la ley fue la regla perfecta
para los hijos de Adán. Pero aquí tenemos que ver con la ley como una
dispensación de Dios, no con lo que ella es en su naturaleza intrínseca.
¿Quién podía sacar al hombre de la autoridad de Aquel que había
establecido Sus ordenanzas, y las había investido con esa autoridad? Él
solo, quien estaba investido Él mismo con la autoridad que las había
establecido y que la poseía. (Vean capítulo 15: 22-25).

Cristo termina Su discurso sobre este tema mediante la declaración


de Su divinidad, como lo había hecho antes, en el capítulo 8; pero Él
comienza aquí, como en el capítulo 8, en Su carácter de Siervo que
cumple el servicio confiado a Él.

Los hombres a quienes el Señor se dirige no entienden la parábola


que les habló; Él mismo, en gracia, proporciona la aplicación. Reanudando
Su discurso, Él dice, "Yo soy la puerta de las ovejas" (v. 7). «Dios me ha
colocado como Aquel por medio de quien Mis ovejas pueden salir sin
temor, pues allí es donde Dios ha situado el camino de salida.» Al seguir
a Jesús, el que creía en Él podía dejar el redil que Dios había establecido.
Jesús mismo era la puerta. Si un Fariseo hubiera preguntado, «¿Dónde
vas de este modo?», la oveja podía responder, «Yo voy adonde el Pastor
enviado por Dios me conducirá.» Él es la puerta, no de Israel, sino de las
ovejas. Todos los que habían venido antes, y que pretendieron
presentarse como líderes divinos de Israel, no fueron sino ladrones y
salteadores; las ovejas no los habían oído. Ahora bien, el salir, aunque
esté autorizado por la voz y la conducta del Pastor divino, era una cosa
pequeña; la Persona del Pastor implicaba algo positivo; Él era también la
puerta por la cual entrar. Él no había dicho nada de esto en Su parábola;
mostrando solamente que Él llamaba a Sus propias ovejas, y las conducía,
yendo delante de ellas, una garantía segura de que ellas hacían bien
dejando el redil; Su voz era suficiente. Ahora Él revela el efecto.

Antes de proseguir con este tema, vuelvo por un momento a los


versículos 1 al 5, para fijar más exactamente el significado de lo
expresado allí. Lo que se nos presenta allí es la vida de Jesús en conexión
con los Judíos, quienes eran el redil de Dios. El Pastor verdadero, Jesús,
entró por el camino escogido y ordenado por Dios. Nacido en Belén,
nacido de la virgen, Él se había sometido a todas las ordenanzas que Dios
había establecido; esta era la marca del Pastor verdadero. Dios, mediante
Su Espíritu y mediante Su providencia, abrió para Él el camino a los oídos
y corazón de las ovejas; el resto permaneció sordo a todas Sus
exhortaciones. No se trataba de un Mesías venido a establecer la gloria
en Israel, sino del único Pastor verdadero, quien salvaría a Sus propias
ovejas. Ellas oían Su voz. Él las conocía, y las llamaba por sus nombres,
y las conducía fuera del redil Judío, para ponerlas en posesión de mejores
cosas. Luego, al sacar Sus propias ovejas - las únicas que Él buscó aquí -
Él había ido delante de ellas, y ellas le habían seguido, pues conocían Su
voz. Esta era la marca de las ovejas. Él no las dejó en el redil, sino que
las condujo fuera de él. La forma de lo que se dice es abstracta, y en
tiempo verbal presente; es eso lo que siempre es verdad de un buen
Pastor.
Debemos observar aquí que, aunque el hombre que había nacido
ciego había sido expulsado, y también el propio Jesús, el Señor habla aquí
como teniendo autoridad. Las ovejas son Suyas, Él las saca; Él va delante
de ellas; las ovejas le siguen, no seguirán a un extraño. Es la historia de
lo que Jesús estaba haciendo en Israel. Jesús no dice nada, hasta ahora,
de la bendición hacia la cual Él estaba conduciendo a las Suyas, ni de Su
muerte, el fundamento de todas estas bendiciones.
Ahora, habiendo entrado por la puerta, conforme a la voluntad y al
testimonio de Dios, Él mismo era, para toda otra persona, "la puerta"; lo
que Dios había ordenado como el medio de tener parte en Sus
bendiciones.
No es (como ya he dicho al pasar, y nosotros deberíamos notarlo
bien) el hecho de que la oveja conozca al extraño lo que la guarda de las
trampas que él intenta preparar para ella; sino que hay una voz que la
oveja conoce, la voz del buen Pastor, y ellas conocen que lo que oyen no
es esa voz. Así es como los simples son guardados; los sabios quieren
conocer todas las cosas, y son engañados. Siendo conocidas la voz y la
Persona, ambas cosas animan y autorizan a las ovejas a seguirlas. Israel
queda allí, en la dureza de su corazón: el Cristo es la puerta de las ovejas.

Ahora bien, se nos dan los felices resultados - la posición de las


ovejas que siguen esta voz. Si alguno entra por esa puerta, será salvo.
La salvación se hallaba en el Pastor, aquello que el redil no podía dar. La
oveja habría de ser libre; el redil le proporcionaba una clase de seguridad,
pero era la seguridad de una prisión; hallaría pastos, sería alimentada en
las ricas dehesas de Dios: es el Cristianismo en contraste con el Judaísmo.
El Cristianismo era salvación, libertad, y alimento divino. La seguridad ya
no es más una reclusión, sino el cuidado del Buen Pastor. Libre bajo Su
cuidado, la oveja se alimentaba en seguridad en las vastas y ricas dehesas
de Dios.
Esta es la posición general, pero hay más (v. 10). Jesús, en
contraste con todo los falsos impostores, quienes sólo vinieron a hurtar y
matar, vino para que tuviéramos vida, y para que la tuviéramos en
abundancia. La primera expresión es el objetivo de Su venida en general,
que caracteriza el Evangelio, y también la Epístola, de Juan: es el Hijo de
Dios descendido, para que pudiéramos vivir por medio de Él. Él es la vida
eterna que estaba con el Padre, y da vida, y llega a ser Él mismo nuestra
vida. (Comparen con 1 Juan 4:9; cap. 1:2; cap. 5: 11, 12; Juan 3: 15,
16; y uno podría multiplicar citas.) La segunda parte de la frase muestra
el carácter y la plenitud de esta vida: esta vida está en el Hijo. Teniendo
al Hijo, tenemos vida, y la tenemos según el poder de Su resurrección.
Los fieles en los tiempos antiguos fueron vivificados; pero aquí es el
propio Hijo quien llega a ser nuestra vida, y eso como Hombre resucitado
de entre los muertos. La tenemos "en abundancia." Este versículo 10 nos
presenta el gran propósito de la venida del Hijo de Dios; pero Su amor
debe develarse plenamente; Él no solamente es el Pastor, sino el "buen
Pastor", y el Buen Pastor su vida da por las ovejas. Su muerte ha hecho
todo para ellas; las ha redimido, las ha lavado de sus pecados, las ha
justificado, las ha comprado para el cielo; no obstante, yo pienso que la
materia del pasaje es el amor y la abnegación del Buen Pastor; antes que
perder Sus ovejas, Él da Su vida. El asalariado piensa en sí mismo, y
huye; y el lobo viene y arrebata* las ovejas, y las dispersa.

{* La palabra "arrebata", en la frase, "el lobo arrebata las ovejas" (v. 12), es la misma palabra
usada por el Señor cuando Él dice, "nadie las arrebatará de mi mano." (Juan 10:28). El lobo
dispersa las ovejas, pero no las arrebata de la mano de Cristo, ni las despoja de la vida
eterna.}

En Getsemaní, Jesús dijo: "si pues me buscáis a mí, dejad que se


vayan éstos." (Juan 18:8 - VM). Los que tienen el lugar de pastores,
abandonan las ovejas cuando viene el enemigo; Él da Su vida, antes que
dejarlas como una presa para el lobo. Pero aún hay más: el Buen Pastor
conoce las Suyas, y las Suyas le conocen, como el Padre le conocía, y
como Él conocía al Padre. ¡Maravillosa posición! ¡Maravillosa relación!
Jesús había sido el objeto del corazón de Su Padre; del mismo modo que
Sus ovejas eran los objetos de Su corazón. Enseñadas por Dios, Sus
ovejas le conocían, y confiaban en Él, como Él confiaba en el Padre; y Él
pone su propia vida por ellas. Pero al poner Su propia vida, Él abre la
puerta a las ovejas de entre los Gentiles, las cuales Él también debe traer,
y ellas habrían de oír Su voz. Tanto con las unas como con las otras, todas
habrían de ser el fruto de Su corazón y de Su boca, y no habría más que
un rebaño, y un Pastor. En cuanto al hombre, esto completa el fruto de la
obra del Señor, al menos aquí abajo.
Es importante observar aquí que, en tanto Él se somete en todo a
la voluntad de Su Padre, es Él mismo quien actúa aquí: no se trata de un
Mesías rechazado. En la actividad que le era pertinente, Él saca Sus
propias ovejas. Él fue rechazado: Él había buscado una de sus ovejas que
había sido rechazada (cap. 9), para revelarse a ella. Pero aquí es el lado
divino. El Señor entra conforme a la voluntad de Su Padre, una prueba de
que Él era el Buen Pastor; pero una vez que hubo entrado, la acción es la
Suya propia. Él es reconocido por el portero, Su voz es reconocida por las
ovejas; Él las llama por sus nombres, y Él mismo las conduce afuera. No
se trata, repito de nuevo, de un Mesías rechazado, sino del Pastor divino,
que conoce, y que conduce a Sus propias ovejas, pues las ovejas son
Suyas; una vez que están fuera, Él va delante de ellas, y ellas le siguen,
pues conocen Su voz. Él da Su vida, nadie se la quita. Él trae otras ovejas
que no eran del redil Judío.
En este acto de abnegación, la dádiva de Su vida, el punto no es
solamente los sentimientos de las ovejas, sino los del Padre. Jesús podía
darle un motivo al Padre para que Él las amara: solamente una Persona
divina podía hacer esto. El Padre se complace en la fidelidad de Sus hijos;
pero poner Su vida, entregarse Él mismo incluso hasta la muerte, y volver
a tomar Su vida en resurrección, en tanto restablece la gloria del Padre,
empañada por la entrada del pecado y de la muerte, todo esto era un
motivo para el afecto del Padre. ¡Glorioso y abnegado Salvador! Aunque
Él sintió todo, Él nunca pensó en Sí mismo, sino en Su Padre, y, bendito
sea Su nombre, en Sus ovejas. Entregarse así fue Su propia acción, un
acto de abnegación voluntaria de parte Suya; pero, habiendo llegado a
ser Hombre y Siervo, un acto, sin embargo, conforme a la voluntad de Su
Padre. La acción sobre la que estamos ocupados ahora, no es la dádiva
de Su vida por las ovejas, sino el hecho de que allí, donde había entrado
la muerte, y donde el hombre estaba sometido por el pecado a la muerte,
Él, quien tenía vida en Sí mismo, da Su vida para volverla a tomar más
allá de la muerte y de todo lo que era su causa y poder, y colocar al
hombre, el ser en quien Dios se complacía, en una posición enteramente
nueva, conforme a la gloria divina, y eso mediante un acto de abnegación
voluntaria, pero de obediencia. (Comparen con capítulo 14: 30, 31).

El Señor ahora, en un segundo discurso, hablando aún con los


Judíos, descubre las bendiciones que Sus ovejas habrían de gozar,
bendiciones eternas e inmutables. Los Judíos estaban en el desconcierto
moral en el cual ya los hemos visto. El buen sentido decía: "Estas palabras
no son de endemoniado. ¿Puede acaso el demonio abrir los ojos de los
ciegos?" (v. 21). Pero los prejuicios de muchos de ellos superaron a todas
sus convicciones. Ellos rodean al Salvador, pues no podían liberarse de la
influencia de Su vida, y de lo que Él decía y hacía: "Si tú eres el Cristo,
dínoslo abiertamente." (v. 24). Jesús ya les había dicho, y ellos no
creyeron; Él apela a Sus obras, que daban testimonio de Él; pero ellos no
creyeron, porque no eran de Sus ovejas. Es solamente una cuestión de
Sus ovejas, de las que pertenecían a Él, fuera de la elección exterior del
pueblo de Israel; pero el Señor encuentra la ocasión para sacar a la luz la
bienaventuranza de Sus ovejas.
La primera marca que caracteriza a las ovejas de Jesús, y que
nosotros hallamos aquí tan a menudo, es, que ellas oyen Su voz (v. 27,
vean los versículos 3, 4, 5, 16); luego vienen otras dos marcas que les
pertenecen: el Buen Pastor las conoce (comparen con el versículo 14, y
para el sentido, con el versículo 3), y ellas le siguen. (Comparen con el
versículo 4). Luego el Señor nos manifiesta claramente lo que Él les da;
es decir, vida eterna, en la plena seguridad de la fidelidad de Cristo, y del
poder del Padre mismo. Él ya había declarado que Su objetivo al venir,
en gracia, era dar vida, y vida en abundancia; no había venido a buscar
un botín, como un ladrón, sino a dar vida de arriba, en gracia: era vida
eterna, esa vida de la que Cristo era la fuente y el representante en la
humanidad (comparen con 1 Juan 1:2; y también con Juan 1:4), esa vida
que estaba esencialmente en el Padre, que estaba en la Persona del Hijo
aquí abajo, la vida que Dios nos da en Él (1 Juan 5: 11, 12), y por medio
de Él, que nosotros poseemos en Él; pues Él es nuestra vida (Colosenses
3:4; Gálatas 2:20); vida que lleva la estampa de Cristo, nueva posición
del hombre, según los consejos de Dios. Para nosotros - primer carácter
de esta vida, pues nosotros estábamos muertos en nuestros delitos y
pecados, y bajo el poder de la muerte - aquí abajo - Cristo es, entonces,
la resurrección y la vida, una vida que tiene que manifestarse ahora en
nosotros, y que respira, por decirlo así, por medio de la fe en Él (Gálatas
2:20; 2 Corintios 4: 10-18), y que será revelada plenamente cuando
estaremos con Él, y glorificados (Romanos 6:22), pero que subsiste en el
conocimiento del Padre, el único Dios verdadero, y de Jesucristo, a quien
ha enviado. (Juan 17: 2, 3; vean 1 Juan 5:20). Es la dádiva de Dios, pero
es real y moral: nosotros somos nacidos de agua y del Espíritu. (Juan 3:
5, 6). "El, de su voluntad, nos hizo nacer por la palabra de verdad."
(Santiago 1:18). Así que lo que estaba en Cristo se reproduce en
nosotros, conforme a la Palabra (el Verbo) que es la expresión de ello. (1
Juan 2: 5-8; 1 Juan 1:1; 1 Pedro 1: 21-25). Esta Palabra nutre la vida (1
Pedro 2:2), y así nosotros podemos decir de esta vida, o más bien el
Señor lo dice: "porque yo vivo, vosotros también viviréis." (Juan 14:19).
Aquí se trata de la vida misma; pero para completar el carácter de esta
vida en el Cristiano, debemos agregar, "el Espíritu de vida": entonces eso
llega a ser "la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús" (Romanos 8:2);
entonces, según Juan 4, con objetos celestiales delante de nosotros, es
una fuente de agua viva que brota (o, que salta) para vida eterna.
Pero si Cristo es así nuestra vida, entonces la vida en Él no perece,
ni falla en nosotros: porque Él vive, nosotros también viviremos. ¿Puede
Él morir, o puede la vida divina en nosotros llegar a decaer? Ciertamente
no. Nosotros no pereceremos; la vida de la cual vivimos es vida divina y
eterna. Pero allí está el lobo que arrebata y dispersa las ovejas. Las ovejas
no serían capaces de defenderse de este lobo voraz, pero el Buen Pastor
está allí, el Hijo de Dios, y nadie la puede arrebatar de Su mano; no existe
ninguna fuerza mayor que pueda hacer nada contra Aquel que nos
guarda.
Hay más: las ovejas son el objeto del cuidado común del Padre y
del Hijo. ¡Precioso pensamiento! El Padre, quien las dio al Hijo, es
evidentemente mayor que todos: ¿quién las habría de arrebatar de Sus
manos? Y el Hijo, ese Buen Pastor, quien se humilló a Sí mismo, para
tenerlas y salvarlas, y para guardarlas, es uno con el Padre. El Pastor
entró, indudablemente, por la puerta determinada, pero Él es Dios, uno
con Aquel que la había determinado; Él es el Hijo del Padre, uno con el
Padre; tal es la seguridad de las ovejas.
Los Judíos toman piedras para apedrear a Jesús. El Señor, tranquilo
en fidelidad a Su Padre, les muestra que conforme al lenguaje de sus
propias Escrituras ellos estaban equivocados, pero apela, al mismo
tiempo, a Sus obras, como prueba de la verdad de Su testimonio, y de
que Él era Hijo de Dios, y el Padre en Él, y Él en el Padre. Luego ellos
procuran prenderle, pero Él escapa de sus manos, y se marcha al otro
lado del Jordán, donde muchos vienen a Él, y reconocen que todo lo que
Juan el Bautista había dicho de Él era verdad.

Antes de ir más allá, pienso que será útil recapitular lo que hemos
examinado en detalle, de modo de presentar el todo en su conjunto. Los
capítulos 8 y 9 nos entregan el aspecto de la responsabilidad del pueblo,
en que ellos rechazan el testimonio de la Palabra, y de las obras de Jesús;
el capítulo 9, en particular, nos presenta a los Judíos expulsando de la
sinagoga al hombre que había creído que Jesús era un profeta, después
de haber aprendido en su propia persona, por experiencia, el poder de
Jesús que le había curado milagrosamente; pero allí Jesús y aquellos que
creían fueron rechazados, y echados fuera. Ahora, en el capítulo décimo
nos son presentados el pensamiento y la operación divinos. Cristo, sin
duda, entra por la puerta, en obediencia; pero es para cumplir la obra y
la voluntad de Dios con respecto a los Suyos. Las ovejas le pertenecen;
Él las llama por su nombre; las saca fuera, va delante de ella, y ellas le
siguen: es la verdadera obra del Señor. No hay duda que la
responsabilidad de los Judíos al rechazarle subsistió a pesar de todo, pero
no frustró los consejos de Dios: el Pastor no tenía el propósito de dejar
las ovejas en el redil. Los Judíos fueron culpables de la crucifixión del
Señor, pero Su muerte fue conforme a los consejos y al anticipado
conocimiento del Dios-Salvador (Hechos 2:23): fue lo mismo aquí en
cuanto a los Judíos; ellos expulsaron esta oveja, el hombre que había
nacido ciego, que había sido sanado; pero, de hecho, fue Dios quien liberó
a este hombre de la prisión del redil, para colocarle bajo el cuidado del
Buen Pastor (v. 2-4). Después de eso, el Señor da vida, vida en
abundancia, a Sus ovejas, que entran por la puerta, por la fe en Él - que
entran en el gozo de las cosas celestiales: ellas tienen una vida que
pertenece al cielo; ellas son salvas, libres, alimentadas en las dehesas de
Dios. Luego, el Buen Pastor no escatima Su propia vida, sino que la pone
por ellas, para que ellas puedan gozar de salvación, y de los privilegios
preparados por Dios; entonces se trata del valor de la muerte de Jesús
para el corazón del Padre; también, es Él mismo quien da Su vida, no le
es quitada. Finalmente, en otro discurso, el Señor nos presenta la
bienaventuranza de las ovejas, en toda plenitud de gracia y seguridad que
les es concedida bajo Su protección y la del Padre.
CAPÍTULO 11

En el capítulo 10 finaliza la parte histórica, propiamente llamada


así, del Evangelio de Juan. El Señor había dejado Judea en el capítulo 4;
pero la historia de Su ministerio habitual en Galilea no está registrada
para nosotros en este Evangelio; en los capítulos 5 al 7, el Señor, por el
contrario, está con los Judíos en Jerusalén, presentándoles las cosas
nuevas que están conectadas con Su Persona, Su muerte, y el hecho de
Ser glorificado. Estas comunicaciones finalizan por el rechazo de Su
Persona, de Su testimonio, y de Sus obras, todo lo cual cierra la cuestión
acerca de la responsabilidad de ellos. Luego, en el capítulo 10, tenemos
su obra real en Israel, y lo que seguiría, conforme a los consejos de Dios,
y mediante Su poder en Su Persona. Los capítulos 11 y 12 contienen el
testimonio que Dios da de Jesús, y eso en cada respecto, cuando el
hombre le rechaza; luego tenemos la declaración del Señor, de que la
muerte es necesaria, para que pueda tomar Su título de Hijo del Hombre;
el capítulo 13 le contempla como volviendo a Dios nuevamente.

El capítulo 11 presenta a Jesús como Hijo de Dios: resucitar y dar


vida a un hombre muerto es el testimonio de ello.

Lázaro, miembro de una familia amada por Jesús, estaba enfermo.


El propio Jesús, lejos de Jerusalén, se había retirado al otro lado del
Jordán (Juan 10:40). Las hermanas de Lázaro, una de las cuales, cuando
Él frecuentó la casa, había permanecido sentada a Sus pies para
escucharle, en tanto la otra se preocupaba con los quehaceres de la casa,
y se había quejado de que la habían dejado sola (Lucas 10: 38-42),
enviaron a decir al Señor que su hermano estaba enfermo. Jesús
respondió: "Esta enfermedad no es para muerte, sino la para gloria de
Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por medio de ella." (v. 4 -
RVR1977); después de esto, Él se quedó dos días más en el lugar donde
estaba; luego dijo a Sus discípulos, "Vamos a Judea otra vez." (v. 7). Los
discípulos plantean la objeción de que los Judíos, hacía poco, habían
procurado matarle. La respuesta del Señor nos revela los principios que
gobernaban Su conducta. Durante estos dos días Él no había recibido
ninguna instrucción de Su Padre para ir a Betania, y, a pesar del afecto
que Él tenía por esta familia, el cual le fue recordado por las dos
hermanas, Él se queda allí donde estaba, sin agitarse. Luego, al serle
revelada la voluntad del Padre, Él se marcha sin vacilación al lugar de
peligro que había dejado anteriormente. La luz del día estaba en Su
senda, la luz de la voluntad de Su Padre. Él siempre caminó allí.

Después de esto, Jesús dijo a Sus discípulos, "Nuestro amigo Lázaro


duerme; mas voy para despertarle del sueño." (v. 11 - VM). Jesús habló
así, debido a que la muerte tomaba este carácter en Sus ojos, al estar en
Él el poder de resurrección y de vida. Los apóstoles aplican Sus palabras
literalmente al sueño natural, palabras que Él les explica. ¡Cuántas cosas
pasaron en el corazón de Jesús que no salieron a la luz! Para Su andar, la
voluntad de Su Padre era suficiente, y Él tenía el discernimiento de esa
voluntad. Pero estaban ante Sus ojos:
- Su propia muerte,
- el dominio de la muerte sobre el hombre,
- el poder de vida en Él,
- la gloria de Dios manifestada en el ejercicio de este poder,
- el hecho de que Él era el Hijo de Dios en quien la resurrección y la vida
habían venido,
- los caminos de Dios que le habían traído de regreso allí,
donde, en efecto, le esperaba la muerte,
- el afecto de la familia del que había muerto, el cual, siendo real como
era, ni por un momento hizo descartar Su espera en la voluntad de Dios,
- Su aislamiento - pues Sus discípulos no le comprendían,
- todas las inmensas consecuencias de su jornada, hacia donde estaba
el dominio de la muerte sobre el hombre,
- la presencia de la Resurrección y la Vida,
- el sometimiento a la muerte de Aquel que era tanto lo uno como lo otro,
y eso por el hombre,
todas estas cosas pesaban en el Espíritu del Salvador, ¡Su espíritu
solo en medio del mundo! Pero para Él, repito, la voluntad de Su Padre
era suficiente para alumbrar Su senda; Él no necesitaba nada más que
esto. Enseñanza de incalculable valor para nosotros, y para nuestros
débiles corazones, pero que tiene el poder divino con ellos en esa senda.
Uno no tropieza allí. El precioso Salvador nunca falló en ella, ya sea en
vida o en muerte; Él llevó una vida escondida con Su Padre, una vida que
se mostró en obediencia y amor perfecto por Él, pero cuya voluntad
constituyó Su vida donde el odio y la muerte reinaban, cosas estas, no
obstante, que sólo le condujeron al fin que Él estaba procurando, a saber,
la perfecta obediencia a Su Padre, y la absoluta gloria de Su Padre. ¡Oh!
¡que nosotros podamos seguirle a Él; y, si es de lejos, por lo menos que
pueda ser a Él a quien seguimos mientras andamos en Sus pisadas, en la
vida interior que mira a Él, y en obediencia, y buscando lo que Él desea!
"Vamos a él", dijo Jesús (v. 15). Él se va a encontrar con la muerte
como un poder que ejerce su dominio sobre el hombre; y a sufrirla Él
mismo, Él que era la Resurrección y la Vida, en vista de nuestra salvación
y para la gloria de Dios. En Su andar de obediencia aquí abajo, el Padre
siempre le oye, y Él ejerce así poder divino, incluso para resucitar a un
muerto; pero Él anda en esta senda de obediencia para obedecer hasta el
fin, encontrando que no podía ser oído hasta que la copa, de la cual Él
tenía un santo temor, hubiera sido bebida; esa copa que Él iba a beber,
al ser abandonado por Dios en Su alma, siendo luego oído, sin duda, y
glorificado, pero después de haber experimentado hasta el fin lo que era
no ser oído.
Pero, cualesquiera que puedan haber sido los pensamientos del
Salvador y la presión de la circunstancias sobre Su alma, ellos nunca le
vencieron, ni impidieron el ejercicio del más perfecto amor. "Por causa de
vosotros me alegro de no haber estado allí." (v. 15 - LBLA). Si Él era
probado por parecer estar careciendo de afecto hacia estas pobres
mujeres, no sólo estaba Él obedeciendo perfectamente la voluntad de Su
Padre, lo que es confirmado aquí, sino que - en medio de profundos
ejercicios de Su corazón, el poder de vida y todo el peso de la muerte
concurriendo en Su mente - Él se regocijó ante el provecho que los
discípulos estaban a punto de obtener de ello.

(V. 16). Otro testimonio de la gracia de Dios es hallado aquí, en el


hecho de que la devoción de Tomás, a quien, más tarde, le faltó fe, está
registrada, de modo que nosotros no podemos dudar de su lealtad a
Jesús. Pero sigamos esta importante historia de la resurrección de Lázaro.

El hecho de la muerte de Lázaro fue claramente establecida, por la


demora que la sabiduría de Dios había causado a la intervención del
Señor; Lázaro había estado cuatro días en el sepulcro. Aquello que no es
sino obediencia a la voluntad de Dios en el momento cuando de someterse
a ella se trata, despliega después la sabiduría de Dios. Jesús había sanado
muchas otras personas; pero aquí, cerca de Jerusalén, ante los ojos de
los Judíos, el poder de vida, el poder divino en Jesús fue manifestado en
el momento en que Él estaba por morir, y eso de una manera muy
asombrosa. Era un poder desconocido para todos, aunque Él, quien lo
ejerció, y quien era este poder, ya había devuelto la vida a los muertos.
Jesús, entonces, habiendo llegado, encuentra que Lázaro había estado ya
cuatro días en el sepulcro (v. 17). Al estar Betania cerca de Jerusalén,
muchos Judíos habían ido allí, para testificar sus condolencias a las
hermanas del hombre muerto, y para consolarlas; una multitud de
testigos fue traída así sobre el terreno, para verificar la maravillosa obra
del Señor, para extender el informe acerca de ella en la ciudad santa, y
establecer su autenticidad sin contradicción posible, y conducir así a la
crisis que pronto iba a tener un resultado solemne en la muerte del
Salvador, conforme a los consejos y al determinado propósito de Dios.
La noticia de la llegada de Jesús llegó a Betania, y Marta la oyó, y
se levantó inmediatamente y fue a encontrar al Señor (vv. 19, 20). El
corazón de Marta estaba gobernado por las circunstancias, y la llegada
tardía del Señor la pone en acción de inmediato. ¿Qué diría Jesús? En
Marta había confianza en Él, pero nada se sopesó. María fue más seria;
ella estaba acostumbrada a sentarse a los pies de Jesús, para oír el
testimonio divino que brotaba de Su boca; había, quizás, más perplejidad
en su corazón en cuanto a porqué el Señor no había venido antes, pero
con más reverencia para con Su Persona, ella fue más influenciada por el
sentido de Su carácter divino; ella permanece tranquilamente en casa,
esperando que Dios le ordenara que tenía que encontrarse con Jesús; su
corazón lleno, listo para derramarse, todavía contaba con Jesús y confiaba
en Él, un corazón abatido, no lo dudo, pero sabiendo que en el Señor
había un corazón más profundo, más pleno de amor que el suyo propio.
Marta, habiendo ido a encontrar a Jesús, está preparada con una palabra;
ella le reconoce verdaderamente como Señor, ella cree en Él
verdaderamente, pero con una fe que poco conoce lo que Él es. "Señor,
si hubieses estado aquí", ella dice, "mi hermano no habría muerto" (v.
21), pero con todo, ella sabía que como Mesías, lo que Jesús pidiera a
Dios, Dios se lo daría. No se trata aquí de un asunto del Padre, o del Hijo
que tenía vida en Sí mismo; sino que Marta sabía muy bien lo que Jesús
había hecho como para suponer que Dios no le oiría. Todo este pasaje es
interesante, pues nos muestra un alma que creía en Jesús, un alma que
le amaba, pero una fe - y uno ve muchas almas así - donde todo era vago,
una fe que reconocía en Jesús a un Mediador, a quien Dios oiría, pero que
no sabía nada de Su Persona como venido a este mundo, ni del poder
dador de vida que se hallaba en el Hijo de Dios, venido al medio de la
escena donde la muerte reinaba. La respuesta del Señor plantea este
asunto y da lugar al testimonio público de Dios acerca de este tema. "Tu
hermano resucitará" (v. 23), dijo Jesús. Marta, una Farisea ortodoxa,
responde, "Yo sé que resucitará en la resurrección, en el día postrero."
(v. 24); ella podría haber dicho otro tanto de los mayores enemigos de
Cristo. Estos ciertamente resucitarán, el poder de Dios lo llevará a cabo.
La respuesta de Marta no dijo más de ello, no dijo ni una palabra de lo
que el Salvador era. Jesús dice, "Yo soy la resurrección y la vida." (v. 25).
Al igual que en todo el Evangelio, tenemos aquí lo que Jesús es como luz
y vida, en Su Persona, como venido al mundo, en contraste con todas las
promesas hechas a los Judíos, aunque ellas habían sido justamente
apreciadas. Aquí, ellas eran escasamente apreciadas, por lo menos eran
apreciadas de una manera muy vaga.
El Señor habla aquí (vv. 25, 26) como estando ya presente para
llevar a cabo el gran resultado de Su poder, aún oculto en Su Persona,
pero del que iba a dar prueba en la resurrección de Lázaro. Cuando Él
ejerza este poder, aquel que cree* en Él, aunque esté muerto, vivirá; y
todo aquel que vive, y cree en Él, no morirá jamás.

{* Literalmente, "el creyente", se trata de su carácter.}

El poder está en Su Persona; la prueba presente de ello se halló en


la resurrección de Lázaro; el cumplimiento de ello será cuando Él
regresará para ejercer este poder en su plenitud. En el entretanto, la cosa
se lleva a cabo conforme al lugar que Cristo ha tomado; Él levantó a
Lázaro para que viviese en este mundo donde Él estaba. Ahora que Él
está ausente, el alma que es vivificada por Su poder va a Él adonde Él
está; cuando Él vuelva, resucitará en gloria a los creyentes muertos; los
creyentes que estén vivos no morirán. Evidentemente hallamos en esto
el poder de vida que está en la Persona del Salvador, en contraste con el
vago pensamiento de Marta, tan común también entre los Cristianos, de
que Dios resucitará a todos los hombres al final de los tiempos. Las
Palabras del Señor son aplicables solamente a creyentes.
Observen que, aquí, la resurrección precede a la vida, pues la
muerte estaba delante de los ojos de Jesús, y pesaba sobre todos los
corazones. Pero Jesús tenía también el poder de vida para resucitar de
los muertos, cuando la muerte había ejercitado ya su poder, y esto es lo
que se necesitaba para el hombre sobre quien reinaba la muerte.
El Señor formula formalmente la pregunta a Marta: "¿Crees esto?"
(v. 26). Verdaderamente esta era la gran pregunta crucial, pues la muerte
reinaba sobre el hombre, y Cristo mismo está a punto de padecerla.
¿Había algo más poderoso en el mundo, de parte de Dios? Marta no se
había sentado a los pies de Jesús; ella no sabe cómo responder, ni la
propia María: no obstante, la precipitación de Marta, había servido para
sacar a la luz la pregunta que ella no supo cómo responder, y el estado
de ignorancia en que estaban todos los corazones. Pero la gloriosa
Persona de Jesús, la Resurrección y la Vida, estaba allí. Marta, sintiendo
que el Señor iba más allá de su inteligencia espiritual, hace una correcta
confesión de fe, según el Salmo 2, pero totalmente general; y sintiendo
que María conocía mejor la mente del Señor, ella va a llamarla, diciendo,
"El Maestro . . . te llama" (v. 28); lo cual, aunque no era formalmente
verdadero, expresó lo que ella sentía moralmente, aquello que implicó la
pregunta del Salvador; pues, la pregunta "¿Crees esto?" ella sintió que
iba dirigida, no tanto a ella, sino a María.
María se levanta inmediatamente, y va a Jesús. Su corazón estaba
- las necesidades de su corazón estaban - ya allí; su respeto por el Señor,
y la perplejidad de su alma, agitados por el poder de la muerte, la habían
mantenido en casa hasta entonces: pero eso demostró que la muerte
pesaba también sobre el alma de María; todo estaba sometido a ella.
Jesús podía sanar; pero la muerte gobernaba sobre los vivos así como
sobre los muertos. María, con un corazón sumiso, aunque ejercitado y
perplejo, pues el Libertador en quien ella confiaba no había detenido el
mal, se acerca a Jesús. Unida al Señor, quien poseía la confianza de su
corazón, una confianza que las palabras de Marta habían revivido, pero
teniendo aún el peso de la muerte sobre su alma, María cae postrada ante
Él tan pronto como le ve, pues su devoción estaba conectada con una
profunda reverencia para con la Persona de Jesús, una reverencia
engendrada por Su palabra. Pero María, también, estaba bajo el peso de
la muerte; en ese respecto ella no fue más allá que Marta, pero estando
segura de la bondad de Jesús, como de hecho Marta también lo había
estado, dice, "si hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano." (v.
32). La muerte estaba entre su esperanza y Jesús, en vista de que Jesús
no había estado entre Lázaro y la muerte. La muerte, para ella, había
cerrado la puerta a toda esperanza; Lázaro ya no estaba en la tierra de
los vivos, no había ya nadie para ser sanado.
Los Judíos, viendo que María se había levantado y había salido, la
siguieron, pensando que ella iba al sepulcro a llorar allí; de este modo,
ellos no hacen sino añadir su voz al testimonio dado del poder de la
muerte sobre el cuerpo y el alma, "¿No podía éste, que abrió los ojos al
ciego, haber hecho también que Lázaro no muriera?" (v. 37). Jesús lo
siente; Él "fué profundamente conmovido en su espíritu, y se turbó"* (v.
33 - VM), pero el amor que le anima y el testimonio que Él había venido
a dar de la verdad, le impulsan hacia el sepulcro donde yace el cuerpo de
Lázaro. Él pregunta, "¿Dónde le pusisteis?" (v. 34). Ellos le conducen al
sepulcro. Allí Jesús se consuela mediante lágrimas, las cuales dan
testimonio de Su estado como hombre, y de su compasión por los
hombres y como hombre, pero que son también la expresión de un
corazón movido por amor divino.

{* La expresión utilizada aquí es una expresión muy fuerte.}

Sin embargo, la causa de esas lágrimas no fue la muerte de Lázaro,


ni Su amor por las hermanas del hombre que había muerto, pues Jesús,
en ese mismo momento, iba a resucitar a Lázaro. Al pensar en esto
último, lo que Él iba a hacer habría hecho brotar el gozo en Su corazón.
No, estas lágrimas del Salvador eran causadas por una profunda
compasión por la raza humana aplastada bajo el peso de la muerte, de la
que no podía levantarse por sí misma, y por estas almas atribuladas
también. Los Judíos pensaron que las lágrimas de Jesús tenían su fuente
en Su afecto por Lázaro: "Mirad cómo le amaba" (v. 36) dicen ellos. Esto
fue muy natural, pero lo que Él iba a hacer nos impide abrigar un
pensamiento similar. La observación, ya citada, de algunos de entre ellos
(v. 37) sólo hace que Jesús se conmueva otra vez, al recordar el
pensamiento del sometimiento de los hombres, no sólo a la muerte, sino
al dominio de la muerte sobre sus espíritus.
Esto es lo que causó que las lágrimas del Señor fluyeran. La pobre
Marta no puede ocultar su incredulidad, es decir, la influencia que las
circunstancias externas ejercían sobre su alma. ¡Lázaro ya había estado
en el sepulcro por cuatro días! Ella dice que la corrupción tenía que haber
comenzado ya. Dios permite que no hubiese la más ligera duda, y que la
prueba de la realidad de la muerte de Lázaro fuese dada; pero la gloria
de Dios no dependía de la facilidad de la obra, ella se mostraba a sí misma
en su imposibilidad. Entonces quitaron la piedra que cerraba el sepulcro
donde yacía el cuerpo muerto de Lázaro.

Jesús aquí, como siempre en este Evangelio, atribuye la obra a la


voluntad del Padre, y cumple la obra como oída por Él: siendo el hecho
de que Él (el Padre) le oiga, la prueba de que el Padre le había enviado,
y el testimonio de ello. Esta es la posición en que el propio Jesús se coloca;
Él no deja el carácter de Siervo que había tomado; Él podía hacer, y lo
hizo, todo lo que Su Padre hacía: pero lo hizo como enviado por Él a
cumplirlo, como habiéndose hecho Él mismo un Siervo, siendo a la vez
uno con el Padre. Él nunca se glorifica a Sí mismo, ni se aparta de su
dependencia de Su Padre, en el curso de Su vida aquí abajo. Él habría
fallado en Su perfección al hacer esto; Él no podía hacerlo. Asimismo, Su
misión desde el cielo, de parte de Dios, era el punto principal para la
multitud.

Entonces, con la voz poderosa que resucita a los muertos, la voz


del Hijo de Dios, Él clama, "!Lázaro, ven fuera!" (v. 43) y el que había
estado muerto salió, atado con la venda en la que había sido sepultado,
y con su rostro envuelto en un sudario. Jesús ordenó a los que estaban
presente que le desataran y le dejaran ir (v. 44).
El efecto de este milagro fue, que muchos de los Judíos creyeron
en Él; pero otros, endurecidos por sus prejuicios, fueron a los Fariseos, y
les dijeron lo que Jesús había hecho. Israel estaba puesto bajo la
necesidad de creer o de mostrar un odio incurable contra Dios, y contra
Su voluntad; pues, recordémoslo, casi bajo las murallas de Jerusalén, y
conocido por todos, el Dios de luz y verdad se mostró a Sí mismo como
la resurrección y la vida, y resucitó de entre los muertos a un hombre
cuyo cuerpo iba a la corrupción. A la palabra poderosa de Aquel que, no
obstante, reconocía haber sido enviado por el Padre, el hombre sepultado
ya por cuatro días, sale vivo del sepulcro. El poder de Dios entró, incluso
en cuanto al cuerpo, en el dominio de la muerte, de cuyo dominio ningún
ser humano podía librarse, que ningún ser viviente podía evitar, que todos
estaban condenados a sufrir por el poder de Satanás y por el juicio de
Dios. Aquí estaba un Hombre, quien, insistiendo que Él había sido enviado
por el Padre en gracia, llama a un muerto del sepulcro con autoridad, y
realmente le da vida y le resucita. El Hijo de Dios estaba allí, derribando
el poder de Satanás, destruyendo el dominio de la muerte, y librando al
hombre del estado al que había estado sometido por el pecado: Él era allí
el Hijo de Dios, la Resurrección y la Vida, presentado al hombre, declarado
Hijo de Dios con poder. ¿Le recibiría el hombre?

Habiendo llegado a oídos de los Fariseos la noticia de este suceso


maravilloso de la resurrección de Lázaro, ellos se reunieron para deliberar
en cuanto a qué se debía hacer. Adversarios confesos de Cristo, sin
importar lo que pudiera suceder, pensando solamente en su importancia
nacional, sus conciencias y sus corazones permaneciendo igualmente
insensibles, ellos temieron que la manifestación de semejante poder
despertara el celo de los Romanos; siendo, sin embargo, mayor el odio
de ellos contra la luz divina, y teniendo esto más efecto en ellos que el
temor a los Romanos, pues cuando surgía la ocasión no les costaba mucho
excitar disturbios y rebeliones. Caifás - pues los consejos de Dios están a
punto de cumplirse - declara que es mejor que un hombre muera por la
nación, y no que toda la nación perezca. "Vosotros no sabéis nada; ni
pensáis que nos conviene que un hombre muera por el pueblo, y no que
toda la nación perezca." (v. 50). Dios puso estas palabras en su boca; el
evangelista añade que Jesús iba a morir, no sólo por la nación, sino que
Él iba a juntar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos (v. 52).
La enemistad contra la luz venida y manifestada en gracia, y contra el
poder divino, que no procuró ahora resguardarse, sino que cumplió la
voluntad de Dios - enemistad absoluta contra el Hijo de Dios, en quien
estas cosas se realizaban, y quien se manifestaba mediante estas cosas -
fue verdaderamente decidida, y sin escrúpulo. Desde aquel día, por lo
tanto, ellos planearon que podrían matarle (v. 53). Fue una voluntad
diabólica dar muerte a Aquel en quien estaba la vida, y en quien Dios
mismo había visitado en gracia a este pobre mundo - una voluntad sin
ningún escrúpulo en absoluto, pues ellos querían matar también a Lázaro
(Juan 12:10), un testigo demasiado irrefragable del poder que le había
resucitado. Nada es más pavoroso, pero se trata del hombre puesto al
desnudo.
Jesús, por consiguiente, ya no anduvo más en público entre los
Judíos; Él se fue de allí hasta que llegase Su hora. Ellos se preguntaban
unos a otros si Él vendría a la fiesta, pues estaba cerca la pascua de los
Judíos; "Y los principales sacerdotes y los Fariseos habían dado orden de
que si alguno supiese dónde estaba Jesús, diera aviso, para que le
prendiesen.2 (v. 57 - NTHA).

¡Qué testimonio tenemos aquí de la entrada del poder de vida en


este mundo de muerte, de su entrada en gracia, y una entrada victoriosa
sobre la muerte, no obstante lo real que esto es! Recordemos que la
resurrección viene primero, pues en realidad todos nosotros estamos
muertos. Sin embargo, se necesitaba otra cosa, la muerte de Aquel que
poseía esta vida; pues nosotros somos pecadores, y "el ánimo carnal es
enemistad contra Dios" (Romanos 8:7 - VM): se necesitaba redención así
como se necesitaba vida donde reinaba la muerte, y donde reinaba por
medio del pecado. (Comparen con 1 Juan 4: 9, 10). Pero nosotros
poseemos el testimonio del poder divino que vino al dominio de la muerte
- de qué manera Dios se glorifica a Sí mismo - y al Hijo de Dios revelado
como Uno en quien está la vida para nosotros; vemos, asimismo, quién
es Él, quien iba a entregarse por nosotros en la cruz.

CAPÍTULO 12

Pero la hora solemne de la muerte del Señor se estaba acercando,


y seis días antes de la Pascua de la que Él iba a ser el cordero verdadero,
Jesús regresa a Betania (v. 1), y ¡qué maravillosa escena se despliega
allí! Sentado a la misma mesa, estaban, Lázaro resucitado, regresado del
hades, y Aquel que le había traído de regreso, el Hijo de Dios. Marta,
según su práctica habitual, estaba ocupada con el servicio; María,
completando el cuadro moral, estaba ocupada con Jesús. María había
gustado la palabra del Señor: esa palabra, llena de amor y de luz, había
penetrado en su corazón. Jesús le había devuelto su hermano amado. Ella
vio cómo aumentaba el odio de los Judíos contra Aquel que ella amaba, y
que había introducido en su corazón el sentimiento de amor divino; y en
proporción al aumento del odio, su afecto por el Salvador aumentaba
también, y le dio valor a este afecto para mostrarse. Fue el instinto del
afecto el que sintió que la muerte estaba echando su sombra sobre Aquel
que era la vida, y Jesús lo sintió también; - el único caso en que Jesús
halló compasión en la tierra. El Señor da al acto de María, fruto instintivo
del afecto y de la devoción, una palabra que vino de Su inteligencia divina:
lo que ella hizo, lo había hecho para Su sepultura. Él sabía que se iba;
María había gastado todo para Él; para su corazón, Jesús era digno de
ello. Como he dicho, su afecto se acrecentaba en la medida en que el odio
de los Judíos aumentaba. La sombra de Su rechazo que estaba próximo
ya la había alcanzado. De hecho, todo estaba centrado, todo asumía su
forma, en Él y alrededor de Él; en Él, tenemos el poder de vida, y la
consagración hasta la muerte; en María, tenemos el afecto que hizo que
Jesús fuera todo para su corazón; en Judas, tenemos el espíritu de
mentira y de traición; en los Judíos, tenemos odio contra aquello que era
divino, incluso deseando dar muerte al propio Lázaro - ¡malignidad y
dureza inconcebibles que no tolerarían la luz! En la ocasión de la
observación de Judas, el Señor expresa la conciencia que Él tenía de Su
cercana partida de este mundo, pero con asombrosas paciencia y ternura.
Esta breve historia contenida en los primeros versículos de este
capítulo, tiene un carácter especial, introducida, como lo está, en medio
del testimonio que Dios hizo que fuera dado de la gloria personal de Su
Hijo, en el momento de Su rechazo. Pero, en este mismo momento, y en
medio de un odio creciente de los jefes de la nación, este pequeño rebaño
se reúne, un testimonio del poder divino del cual uno de entre ellos había
sido objeto, un poder que llevó a muchos de los Judíos a creer en Jesús
(v.11). Jesús debe marcharse, Él debe morir; pero antes de morir, hay
hombres que son testigos del poder dador de vida del Hijo de Dios, y ven
en este poder la gloria de Dios, testigos de lo que Él ya era, de lo que Él
era en Su Persona. Los versículos que siguen muestran lo que Él iba a ser
en Su posición - aquello que le pertenecía, pero que no se apropió para
Sí mismo, y que, en un modo, Él no podía apropiárselo así antes de que
Él muriese.

Los primeros dos títulos de los que se da testimonio aquí,


pertenecían al Señor mientras Él estaba vivo, pero el primero se
conectaba con Su Persona, era inherente a Él; Él era Hijo de Dios, Él era
la Resurrección y la Vida, de modo que la pequeña asamblea que le
rodeaba, estaba reunida alrededor de Él sobre un principio con el que se
conectaba la vida eterna, y sobre el cual la posición Cristiana (no revelada
aún ni conocida, es verdad, ya sea como un principio o como un hecho)
se fundamentó por anticipado - sobre Cristo, Hijo de Dios, Resurrección y
Vida, yendo al Padre, por el camino de sombra de muerte, y Su rechazo
aquí abajo. En resumen, los tres caracteres de Cristo se hallan
nuevamente aquí, de los cuales los dos primeros se hallan en el Salmo
segundo, y son reconocidos por Natanael al principio de nuestro
Evangelio, y el tercero de los cuales, contenido en el Salmo 8, es
reproducido en la respuesta del Salvador a Natanael; sólo que hay esta
diferencia con el Salmo 2, que el primero de estos nombres es presentado
aquí no sólo como por derecho de nacimiento en este mundo, sino como
el ejercicio del poder divino que resucita y da vida. En cuanto a los otros
dos, nosotros estamos a punto de continuar con la manifestación de ellos
tal como es presentada en nuestro capítulo.

Antes de ir más allá, deseo atraer la atención una vez más al hecho
solemne de juntar el poder de la muerte sobre el corazón del hombre,
sobre el primer Adán, y el poder de la vida divina en el Hijo de Dios,
presente en un hombre en el corazón mismo del dominio de la muerte,
destruyendo este dominio, y Aquel que lo poseía en Su Persona,
entregándose Él mismo a la muerte, para librar de ella a aquellos que
estaban sometidos a ella. El hecho de que Jesús tenía esto en mente es
evidente: (Vean cap. 10: 31, 40; cap. 11: 16, 53, 54; cap. 12:7). Él lo
tenía en Su espíritu cuando regresó a Jerusalén, y cuando habló con Marta
y María; Él debe sufrir la muerte por nosotros.

El siguiente día (v. 12, etc.) el pueblo, habiendo oído que Jesús
venía a Jerusalén, impresionado por este gran milagro de la resurrección
de Lázaro, sale a encontrarle con ramas de palmera, y le saludan como el
Rey de Israel que viene en el nombre de Jehová, según el Salmo 118. Es
el segundo carácter en que Dios haría que Jesús fuera reconocido, no
obstante Su rechazo. La resurrección de Lázaro le había mostrado a Él
como Hijo de Dios; Él es reconocido ahora como Hijo de David. Aquí el
evento está en conexión directa con la resurrección de Lázaro, y el título
de Hijo de Dios; en Lucas, e incluso en Mateo y Marcos, la circunstancia
está conectada más bien con el título de Señor, y hallamos allí los detalles
de la manera en que Jesús encontró el pollino de asna. También en estos
tres Evangelios, aunque esta diferencia es menos impresionante en
Mateo, los discípulos son presentados, mientras que aquí se trata más del
pueblo, movido por el alboroto que la resurrección de Lázaro había
provocado. Se trata de la profecía de Zacarías, pero dejando fuera aquello
que, en el profeta, se refiere a la liberación de Israel (ver Zacarías 9: 9-
17). Juan y Mateo lo mencionan, pues fue sólo después que Jesús fue
glorificado que los discípulos pudieron conectar la profecía con lo que ellos
mismos habían hecho para honrarle, y hacer que Él entrara a Jerusalén
en triunfo, no obstante, habiendo dado Jesús la orden acerca del pollino
de asna.
Tales son, además del poder divino que da vida, los dos títulos que
pertenecían a Jesús, como el Cristo manifestado en la tierra, los títulos
del Salmo 2.

Después de esto los Griegos, de entre los que habían subido a


adorar durante la fiesta, llegan y desean ver a Jesús (v. 20, 21, etc.).
Ellos se acercan a Felipe, quien se lo dice a Andrés, y luego Andrés y
Felipe se lo dicen a Jesús. Aunque han venido a adorar a Jerusalén, ellos
estaban ajenos a los pactos de la promesa; se necesitaba un orden de
cosas enteramente nuevo para introducirlos en ello. Ellos no tenían ningún
derecho a las promesas; Jesús tiene que morir para poner el fundamento
para este nuevo orden de cosas. Jesús está aquí, no el Mesías prometido,
sino el segundo Hombre, cabeza de todas las cosas que Dios había creado,
que Él mismo había creado: pero Él tiene que recibirlos mediante la
redención, y especialmente a sus coherederos. "Si el grano de trigo no
cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto."
(v. 24). Él debe redimir a los coherederos para tenerlos con Él. Si Él fuera
Rey de Israel e Hijo de Dios conforme al salmo 2, Él era, como Hijo del
Hombre, Señor de toda la creación; sólo que Él debe morir para que Sus
coherederos tengan parte en la herencia que Él había adquirido. "Ha
llegado la hora", Él dijo, "para que el Hijo del Hombre sea glorificado." (v.
23).

Es bueno recordar los testimonios que el Antiguo y el Nuevo


Testamento proporcionan sobre el significado de este título de Hijo del
Hombre. Los Salmos y Daniel hablan de él. Nosotros lo encontramos en
el Salmo 80:17, donde el punto es la bendición de los Judíos, cuando ellos
se volverán a Jehová; en el Salmo 8, después de haber sido rechazado en
el Salmo 2 como Hijo de Dios y Rey de Israel, el Hijo del Hombre aparece
como Señor de todas las cosas; aún es aquí - cuando el nombre de
Jehová, el Dios de los Judíos, es "grande . . . en toda la tierra." (Salmo
8:9), pero Su gloria es exaltada también sobre los cielos - que el Hombre,
siendo al mismo tiempo el Hijo del Hombre, es puesto sobre todas las
obras de Dios. Este Salmo 8 (Salmo 8:2) es citado por el Señor para
justificar las aclamaciones de los muchachos cuando Él entró en Jerusalén
(Mateo 21:16); y por el apóstol Pablo (Efesios 1: 21, 22; 1 Corintios
15:27), en vista de la posición de Cristo como Cabeza sobre todas las
cosas; y en Hebreos 2, para mostrar Su gloria en esta posición sobre los
ángeles (habiendo presentado el capítulo 1 de esta epístola esta posición
como consecuencia de Su divinidad), pero cuando esta supremacía
humana aún no había tenido lugar, aunque Él fue coronado de gloria y de
honra. Estos tres pasajes revelan claramente la posición de Jesús como
Hijo del Hombre; otro pasaje más (Daniel 7: 13, 14) completa el cuadro
del lugar del Hijo del Hombre en el gobierno de Dios. En este pasaje el
Hijo del Hombre es traído hasta el Anciano de Días para asumir el
gobierno, no sólo de los Judíos, sino de todos los reinos, ejerciendo desde
lo alto, desde el cielo, el dominio universal del cual Él sostiene las riendas,
reemplazando mediante ello todos los poderes que han sostenido un
predominio más o menos universal después que el trono de Dios había
dejado Jerusalén en el cautiverio Babilónico.

Ahora bien, para tomar esta posición de dominio no solamente


sobre Israel y sobre las naciones, sino sobre todas las obras de Dios,
sobre todo lo que Él mismo había creado, Jesús debe morir, no para tener
derecho a todas las cosas, sino para poseer sobre el terreno de la
redención, todas las cosas reconciliadas con Dios, y luego tener
coherederos, según los consejos de Dios, siendo Él el Primogénito entre
muchos hermanos. Esta muerte es el primer pensamiento que viene a la
mente del Señor cuando la llegada de los Griegos expone Su dignidad
como Hijo del Hombre. La muerte y la maldición eran la herencia del
hombre; Jesús debe experimentarlas para levantar al hombre del estado
en que se hallaba, y para colocarle en el señorío que había sido destinado
para él según los consejos de Dios. Él era el segundo Hombre, el postrer
Adán; pero habiendo entrado el pecado en el mundo, Él debe redimir a
los coherederos, purificarlos, para que pudieran tener un lugar con Él; Él
debe quitar todo derecho del enemigo, de tal modo de privarle luego de
su poder sobre la herencia que él había adquirido por el pecado del
hombre, e incluso por el juicio de Dios, y para reconciliar todas las cosas
con Dios habiendo hecho la paz mediante la sangre de la cruz. En esta
senda de muerte, pues ello era verdaderamente la muerte de cruz, si
alguno le sirve, él debe seguirle a Él. El que ama su vida la perderá, y el
que aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará (v.
25). ¡Palabra solemne! Pero ya hemos visto que Su rechazo debe,
conforme al Salmo 2, estar asociado con Su carácter de Mesías e Hijo del
Hombre: Él ya no sería más de este mundo. Su posición como Hijo del
Hombre, Cabeza sobre todas las cosas, sólo viene después en el Salmo 8.

Desde el décimo capítulo, nos hallamos históricamente a la sombra


de Su muerte, la que hizo así una brecha absoluta entre Él y el mundo, y
que fue también la muerte en todo su terror como el juicio de Dios. Él ha
soportado el juicio en nuestro lugar; pero allí fue el juicio de un mundo
que no le vería más. La amistad del mundo sería, de aquí en adelante,
enemistad contra Dios; en realidad siempre lo ha sido, pero ahora el
hecho era manifestado públicamente; el Salvador es el Señor rechazado.
Es Él a quien el hombre ha crucificado, a quien Dios le ha resucitado y le
colocado a Su diestra. Él había revelado plenamente al Padre, y ellos
habían visto y habían aborrecido a Él y al Padre, como Él dice (Juan
15:24), y apelando al juicio de Dios, "Padre justo, el mundo no te ha
conocido." (Juan 17:25). Para ser un Salvador, Él tenía que ser levantado
de la tierra; el Hijo del Hombre tenía que sufrir y morir; un Cristo vivo era
para los Judíos. La sombra de la muerte sólo se hizo más densa hasta el
Getsemaní, donde sus sombras más profundas envolvieron el alma de
Jesús, y donde Él tomó en Su mano la copa que contenía aquello que
había arrojado su sombra sobre Su alma a lo largo de todo el camino,
pero que ahora la penetraba con su oscuridad más profunda. Solamente
una cosa le quedaba a Él mientras iba a la cruz, e incluso en los
sufrimientos de obediencia perfecta - la comunión con Su Padre; en la
cruz, la obediencia se cumplió, y la comunión se perdió, para que Su
obediencia y Su perfección resplandecieran más. Era la hora del hombre
y el poder de las tinieblas que sólo le condujeron a seguir adelante hacia
el juicio de Dios, más terrible que los instrumentos subordinados que
oscurecían la senda de obediencia y de sufrimientos, en el cual Él glorificó
perfectamente a Dios, allí donde Él ha sido hecho pecado por nosotros, y
ha borrado nuestros pecados para siempre.

El Señor habla en una manera abstracta, como de una regla o de


un principio, del terreno que Él mismo iba a disponer para todos; sólo que
Él se estaba entregando para que otros pudiesen tener vida eterna; y Él
se podía haber librado, o haber obtenido doce legiones de ángeles; pero
entonces, ¿cómo se podrían haber cumplido las Escrituras? La cosa no
podía ser; Él no había venido para librarse a Sí mismo. Él habría
permanecido en el cielo, y nos habría dejado expuestos al justo juicio de
Dios; pero eso tampoco podía ser: Su amor no le permitió hacer esto. Él
también tenía muy en mente el cumplimiento de los consejos de Dios; y
la gloria de Dios Su Padre, que se iban a ser evidentes así, en una manera
notable y perfecta. El rechazo del Salvador por parte del mundo ha sido
el rechazo del mundo por parte de Dios. Se había hecho el último esfuerzo
para hallar o despertar el bien en el corazón del hombre, y ellos habían
"visto y", habían "aborrecido a mí y a mi Padre." (Juan 15:24). Dios podía
salvar de este mundo, en gracia; pero el mundo estaba perdido, estaba
en un estado de enemistad contra Dios. Por lo tanto, quien se une al
mundo, quien busca su vida en él, o quien la guarda como una vida a la
que él se aferra, en contraste con el Cristo rechazado, la pierde. Nosotros
no siempre somos llamados a sacrificar nuestras vidas exteriormente,
aunque esto podría suceder, y como ha sucedido a menudo; pero esto es
siempre aplicable moralmente: el que ama su vida, que se aferra a ella
como si ella perteneciera a este mundo, la pierde. Es una vida de vanidad,
apartada de Dios como el mundo mismo al que ella se apega, una vida
que finaliza sólo en muerte; pues Jesús no habla aquí de juicio.
El Señor añade, "Si alguno me sirve, sígame" (v. 26). Será en
principio, a través de la muerte, que debemos seguirle - muerte al pecado
y al mundo; pero la consecuencia de una senda tal es sencilla; donde el
Salvador está, allí estarán Sus servidores. Los tales le siguen a Él a través
de la muerte a la gloria celestial donde Él ha entrado, y "Si alguno me
sirve, mi Padre lo honrará." (v. 26 - RV1995).

Pero el corazón del Señor, si Él exhortaba a otros a tomar el camino


estrecho en el que uno tenía que negarse a uno mismo, y al mundo que
era enemistad contra Dios, mientras que se pierde una vida identificada
con el mundo que rechazó la luz cuando ella había venido a él en gracia -
Su corazón, yo digo, comprendió que la muerte armada con su aguijón
estaba ante Él, pues Él iba a enfrentar la muerte - el juicio de Dios contra
el pecado, y el poder de Satanás - pero una muerte en la que encontramos
tanto más la perfección de Jesús. Él dice, "Ahora mi alma está turbada. Y
¿qué voy a decir? ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta
hora para esto!" (v. 27 - BJ); «era para esto que yo vine al mundo.»
Luego el Salvador regresa al verdadero motivo de todo, un motivo
siempre presente en Su corazón: "¡Padre, glorifica tu nombre!" (v. 28 -
VM). Sin que importara el costo, esto era lo que Él deseó siempre. No
hubo ninguna demora en la respuesta del Padre. "Ya lo he glorificado, y
otra vez lo glorificaré." (v. 28 - VM). No tengo ninguna duda de que esta
expresión "otra vez lo glorificaré" se iba a cumplir en la resurrección. El
Padre había glorificado Su nombre en la resurrección de Lázaro, una
resurrección en este mundo; Él lo iba a hacer nuevamente en Cristo
mismo, en una mejor resurrección, una respuesta verdadera a la muerte,
donde el poder soberano de Dios en gracia, y hacia Cristo en justicia, ha
sido manifestado; un nuevo estado en que el hombre no había estado
jamás, pero que era, según los consejos de Dios, la expresión de lo que
Él es en Sí mismo, y la bendición perfecta para el hombre. "Cristo (dice
el apóstol) resucitó de los muertos por la gloria del Padre." (Romanos
6:4).

La multitud no supo qué pensar de esta voz que había oído; ellos
decían que era un estampido de trueno; otros, que un ángel le había
hablado. Jesús responde: "No ha venido esta voz por causa mía, sino por
causa de vosotros" (v. 30); la voz del Padre estaba en Su corazón; para
el pueblo, fue necesario tener lo que era perceptible; la gracia dio esto a
ellos. Pero el Señor explica esta solemne señal, por medio de lo que
estaba en Su corazón, y que Él sabía que estaba ocurriendo en ese
momento: "Ahora es el juicio de este mundo." (v. 31). Entonces,
efectivamente, ocurrió el juicio del mundo, el cual es condenado absoluta
y finalmente el rechazar al Señor; pero en esto se cumple también la obra
que ha quebrantado para siempre el poder de Satanás, príncipe de este
mundo; y, por otra parte, un Salvador ha sido manifestado, punto de
atracción para todos los hombres, en vez y en lugar de un Mesías de los
Judíos, pues Él dijo estas cosas para dar a entender de qué clase de
muerte iba a morir (v. 33). La multitud (v. 34) le contrapone aquello que
estaba escrito del Mesías, y pregunta: "¿Cómo, pues, dices tú que es
necesario que el Hijo del Hombre sea levantado [de la tierra]? ¿Quién es
este Hijo del Hombre?" El Señor responde advirtiéndoles que se estaba
acercando el momento cuando la luz, Él mismo, se apagaría para ellos, y
cuando ellos la perderían para siempre: ellos caminarían en tinieblas, sin
saber adónde iban; para ellos, la sabiduría era creer en la luz antes de
que se fuera, para que pudieran ser hijos de la luz (v. 36 - VM); entonces
Él se fue.

Observen también aquí, una expresión muy importante. El Señor


dice, "Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo."
(v. 32). Él ya no es más, en absoluto, de este mundo, ni tampoco está en
el cielo. Se trata de un Salvador rechazado, sufriendo, muriendo, que ha
dejado el mundo para siempre, un Salvador ignominiosamente
rechazado, expulsado, echado fuera por el mundo; es Él quien, no
estando más en la tierra, ni en el cielo tampoco, lo repito, expuesto a la
mirada de los hombre, levantado de la tierra y no aún en el cielo, sino
solo, entre lo uno y lo otro con Dios, como el altar que no estaba ni en el
campamento ni en el tabernáculo - es Él quien es el refugio que atrae a
los que huirían del mundo que le ha rechazado para entrar en el cielo, al
cual Él abre así el camino para nosotros.

Lo que resta del capítulo es un resumen de la posición. En la


primera parte (vv. 37 al 43), es el evangelista quien registra la obstinada
incredulidad del pueblo, y los tristes motivos que gobernaban sus mentes,
preocupados de la aprobación de los hombres, más bien que de mirar a
Dios. En la segunda parte (vv. 44 al 50), el propio Jesús muestra dos
cosas; antes que nada, que al rechazarle a Él de este modo, los que lo
hacían, rechazaban la luz misma, venida al mundo, y que los que creían
en Dios no permanecerían en tinieblas; luego, que al rechazarle a Él, ellos
rechazaban al Padre, porque lo que Él decía eran las palabras del Padre.
De esta manera, Él no juzgaba a quien oía Su palabra pero no la
guardaba, pues Él no había venido a juzgar al mundo sino a salvarlo; Sus
palabras los juzgarían en el día postrero. Ahora bien, lo que Él decía era
el mandamiento del Padre, y este mandamiento (Él lo conocía, Él tenía fe
en él, la conciencia segura en Él mismo) era vida eterna. Todo lo que Él
dijo entonces, Él lo 'habló', como el Padre se lo había dicho.

Este resumen del rechazo de Aquel de quien los profetas habían


hablado, de la luz, y de las palabras del Padre, cierra la historia,
propiamente llamada así, de la vida del Salvador. Lo que sigue a
continuación se refiere a Su partida, al don del Espíritu Santo, así como
al ministerio de aquellos que Él dejó aquí abajo como testigos en Su lugar.
Pero antes de entrar en esta nueva porción de nuestro Evangelio, yo les
recordaría que el versículo 41, citando Isaías 6, y aplicándolo a Cristo,
demuestra que Jesús era el Jehová del Antiguo Testamento. Yo señalaría
también, de qué manera el temor del hombre y la búsqueda de su
aprobación, obscurece el testimonio de Dios en el corazón, y asfixia la
conciencia. Si el ojo es sencillo, todo el cuerpo estará lleno de luz (Lucas
11:34 - VM).

CAPÍTULO 13

En el capítulo 13 comienzan las enseñanzas que tienen relación con


un Salvador celestial. Aunque Él estaba en la tierra, Él era la Luz venida
del cielo, la vida eterna que era del cielo; pero, rechazado en la tierra, Él
toma ahora Su lugar en el cielo - no se trata de Dios manifestado en
humillación humana aquí abajo, sino del Hombre glorificado en la gloria
de Dios en lo alto; y Él exhibe y desvela lo que Él es para nosotros en esta
posición, antes de entrar en ella.

Entonces, desde este capítulo trece, el Salvador se presenta a Sí


mismo como habiendo terminado Su testimonio en la tierra, y yendo al
Padre. Esto le conduce a hablar de Su posición y de Su servicio en lo alto
en el cielo, de la posición de los discípulos, y del otro Consolador, que Él
- y en Padre en Su nombre - enviarían desde lo alto. Él estaba sentado
cenando con Sus discípulos, amigo y compañero de ellos en la mesa aquí
abajo, uno de ellos, cualquiera que pudiera ser Su gloria, y siervo de ellos
en gracia. Pero Él tiene que dejarlos e ir al Padre; momento solemne para
ellos: ¿qué sería de ellos, y cuál sería su relación con Él? Los pensamientos
de ellos apenas iban más allá de esto con respecto a Él; ellos pensaban
que habían hallado al Mesías que iba a establecer el reino de Dios en
Israel, aunque el Espíritu Santo los había unido a Su Persona por medio
de un poder divino. Ellos sabían que Él era el Hijo del Dios viviente, Aquel
que tenía palabras de vida eterna. Pero Él los iba a dejar: Él había estado
entre ellos como uno que sirve; ¿debe llegar a su fin Su servicio de amor?
El Padre le había dado todas las cosas en las manos (v. 3), Él lo sabía; Él
había salido de Dios e iba a Dios; ¿podía continuar el vínculo de Su servicio
de amor con los Suyos? Si podía, era necesario que ellos fueran aptos
para estar en la presencia de Dios mismo, y para la asociación con Aquel
a quien se le encomendaron todas las cosas.

Ahora bien, Jesús había amado a los Suyos que estaban en el


mundo: ello es la fuente preciosa de toda Su relación con nosotros, y Él
no cambia. Él había amado a los Suyos, Él los amó hasta el fin; Su corazón
no los abandonó, pero Él sabía que tenía que dejarlos. ¿Dejaría Él de ser
siervo de ellos en amor? No, Él lo sería para siempre. Todo estaba listo
para Su partida, incluso el corazón de Judas. Pero, ni la inicua traición de
Judas abajo, ni la gloria a la que Él iba a entrar arriba, separó Su corazón
de Sus discípulos. Él deja de ser compañero de ellos; Él sigue siendo
Siervo de ellos; es lo que nosotros leemos en Éxodo 21: 2-6.

Jesús se levanta de la cena y se quita Sus vestiduras (VM); Él toma


una toalla y se la ciñe: luego, echando agua en una vasija, Él comienza a
lavar los pies de los discípulos, y a secarlos con la toalla con que estaba
ceñido. Él es siempre un Siervo, y hace el servicio de un esclavo.
Maravillosa verdad y gracia infinita, que el Hijo del Altísimo, humillándose
incluso por nosotros, se complace, en Su amor, en hacernos aptos para
gozar de la presencia y la gloria de Dios. Él tomo el lugar de un Siervo
para llevar a cabo esta obra de amor, y Su amor nunca lo abandona.
(Vean esto en la gloria, Lucas 12:37). Él es un Siervo para siempre, pues
el amor se deleita en servir.

Pedro, quien, al dar curso a sus propios sentimientos, aunque en


forma muy natural, brinda tan a menudo ocasión a las palabras del Señor
que nos revelan los pensamientos de Dios, objeta fuertemente que el
Señor lave sus pies. La respuesta de Jesús revela el significado espiritual
de lo que Él estaba haciendo, un significado que Pedro no podía
comprender entonces, pero que entendería después, pues el Espíritu
Santo les haría entender todas estas cosas. Uno debe ser lavado por el
Señor para tener parte con Él: esta es la clave de todo lo que estaba
llevando a cabo. Jesús ya no podría tener parte con Sus discípulos aquí
abajo, y los discípulos no podrían tener parte con Él, y delante de Dios
mismo, a quien Él iba, a menos que Él los lavara. Tiene que haber una
limpieza tal que pueda ser apta para la presencia y la casa de Dios.
Entonces, con su espíritu vehemente, Pedro desea que el Señor lave sus
manos y su cabeza, y Jesús le explica la importancia de lo que Él estaba
haciendo.
Debemos recordar que aquí es una cuestión de agua, no de sangre,
no obstante lo necesaria que la sangre del Salvador es. Se trata de una
cuestión de pureza, no de expiación. Observen, después, que la Escritura
utiliza dos palabras aquí que no deben ser confundidas; una significa lavar
todo el cuerpo, bañar; la otra significa lavar las manos, los pies, o
cualquier cosa pequeña. El agua en sí misma, empleada aquí o en
cualquier parte como una figura, significa purificación por la Palabra,
aplicada conforme al poder de Dios. Uno es nacido "de agua"; - luego todo
el cuerpo está lavado: hay una purificación de los pensamientos y de las
acciones por medio de un objeto que forma y gobierna el corazón. Estos
son los pensamientos divinos en Cristo, la vida y el carácter del nuevo
hombre, la recepción de Cristo mediante la Palabra. Cristo tenía palabras
de vida eterna: esto se expresaba y comunicaba en Sus palabras, donde
la gracia actuaba, pues ellas eran espíritu y vida. Los discípulos habían
recibido estas palabras, excepto aquel que le traicionaría; pero aunque
ellos estaban así lavados, convertidos, purificados en realidad, por las
palabras del Señor, con todo, ellos iban a caminar en un mundo
contaminado, donde ellos podían, de hecho, ensuciar sus pies. Ahora bien,
esta contaminación (o suciedad) no es apta para la casa de Dios, y el
amor del Señor hace lo que es necesario para que el remedio sea aplicado
pronto, si es que ellos contraían suciedad (o contaminación) que los
excluía. Dispuesto a hacer todo para que ellos pudieran ser bendecidos,
Jesús lava sus pies. Esta acción era el servicio de un esclavo en esos
países, donde tal acción era la primera y constante expresión de
hospitalidad, y del cuidado atento que ella demandaba. (Ver Génesis
18:4; Lucas 7:44).
Con este lavamiento de los pies está conectada la verdad de que la
conversión no se repite. Una vez que la Palabra ha sido aplicada por el
poder del Espíritu Santo, esta obra es hecha, y nunca puede deshacerse,
de igual manera que el rociamiento de sangre no puede ser repetido o
renovado. Pero si yo peco, yo ensucio mis pies; mi comunión con Dios se
interrumpe. Entonces el Salvador se ocupa de mí, en Su amor.
Será bueno notar aquí la diferencia que hay entre el Sacerdote y el
Abogado. En la práctica la diferencia es importante. Ambos oficios tienen
que ver con intercesión; pero el Abogado es para pecados que han sido
cometidos; el Sacerdote está allí para que no pequemos, y para que la
bondad pueda ser ejercitada con respecto a nuestra debilidad; yo hablo
del Sacerdocio en el cielo. En la cruz Jesús fue Sacerdote y Víctima (el
macho cabrío a Azazel, o macho cabrío expiatorio - Levítico 16); pero allí
el sacerdote representaba a todo el pueblo, confesando sus pecados
sobre la cabeza del macho cabrío. Esto era, de hecho, el trabajo del
sacerdote, pero no propiamente un acto sacerdotal; y, como recién he
dicho, el sacerdote actuaba allí como el representante de todo el pueblo,
siendo considerados estos últimos como culpables. Esta obra se cumple
"mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para
siempre" (Hebreos 10:10): "con una sola ofrenda ha perfeccionado para
siempre a los que son santificados." (Hebreos 10:14 - VM), así que no
tenemos ya más conciencia de pecado (Hebreos 10:2). Pero Cristo
intercede por nosotros, para que podamos obtener misericordia, y para
que podamos hallar gracia en tiempo de necesidad; para que, en nuestra
debilidad, podamos ser objetos del cuidado de la bondad de Dios, y para
que no pequemos. El Abogado intercede, cuando hemos pecado, para
restablecer la comunión interrumpida, pues se trata de una cuestión de
comunión en 1 Juan 2: 1, 2. El efecto de esta gracia en Cristo es, que el
Espíritu aplica la Palabra (el agua en figura), nos humilla al convencernos
de pecado, y nos trae cerca de Dios. La vaca alazana (Números 19) es
una situación muy instructiva de esta renovación de comunión. Noten
aquí, que el Abogado hace Su obra para que podamos ser limpiados, no
cuando hemos sido limpiados: asimismo, nosotros no vamos a Él para
que Él lo haga; es Él quien toma la iniciativa en gracia, así como Él lo hizo
por Pedro, para que Su discípulo no fracasara, cuando Él fuese obligado
a dejarle solo por un momento, para que experimentara su debilidad.
El lavamiento de los pies es, por lo tanto, un servicio con el que
Cristo está ocupado ahora por nosotros. Cuando por nuestra negligencia
(pues nunca hay necesidad que lo hagamos) hemos ensuciado (o,
contaminado) nuestros pies, y nos hemos hecho ineptos para entrar
espiritualmente a la presencia de Dios, Cristo nos purifica por medio de
la Palabra, de modo que la comunión pueda ser restablecida entre
nuestras almas y Dios. Se trata, esencialmente, de nuestro andar aquí
abajo. Cuando el sacerdote entre los Judíos era consagrado, su cuerpo
era lavado, luego él lavaba sus pies y manos en el tiempo del
cumplimiento de cada servicio. Aquí son solamente los pies los que tenían
que ser lavados; ya no es un servicio de labor lo que está en
consideración, sino nuestro andar aquí abajo.
El Señor presenta lo que Él había estado haciendo recién como un
ejemplo de humildad; pero la inteligencia espiritual de lo que Él había
hecho vendría solamente cuando el Espíritu Santo hubiera sido dado. Con
todo, nosotros llamados, en este sentido también, a lavarnos los pies unos
a otros, a aplicar la Palabra en gracia a la conciencia de un hermano que
la necesite, y en la humildad, de la cual Cristo ha dado el ejemplo. Pero
la enseñanza se refiere a lo que Cristo está haciendo por nosotros en lo
alto, permaneciendo siempre como nuestro Siervo en gracia.

El Señor, al hablar aquí a Sus discípulos, hace una excepción con


Judas, pues Él sabía que Judas le traicionaría, y Él advierte a los discípulos
de ello, para que ello no fuese una piedra de tropiezo. Con todo, al recibir
a uno enviado por el Señor, como enviado por Él, ellos le recibían a Él; y
al recibirle a Él, ellos recibían al Padre que le había enviado. Pero aunque
el Señor sabía quién le traicionaría, el sentimiento de que era uno de Sus
propios compañeros le entristeció; Él incluso abre Su corazón delante de
ellos: "uno de vosotros me va a entregar." (v. 21). Seguros, por lo menos,
de la verdad de Sus palabras, de la certeza de ellas, ellos se miran unos
a otros con la sinceridad de la inocencia. Ahora bien, Juan estaba cerca
del Señor; Pedro, siempre vehemente, desea saber quién es, y hace una
seña a Juan para que le pregunte a Jesús, pues él no estaba lo
suficientemente cerca de Él para hacer la pregunta. Pedro amaba al
Señor, una fe sincera lo ligaba a Él, pero él carecía de esa concentración
de espíritu que le habría mantenido cerca del Señor, así como María, la
hermana de Marta, fue mantenida allí. Juan no se había colocado cerca
de Jesús para recibir esta comunicación; él la recibió debido a que,
conforme al hábito de su corazón, se mantenía cerca de Él, gloriándose
en el título, "el discípulo a quien Jesús amaba." (Juan 21:20 - NTHA). De
esta manera, Juan estaba allí donde podía recibir la comunicación del
Señor. Este es nuestro secreto, también, para tener las comunicaciones
íntimas del Señor. Bendito lugar, donde el corazón disfruta los afectos del
Salvador, y donde Él nos comunica lo que Su corazón contiene para
aquellos que Él ama.
Pero la cercanía a Jesús, sin fe en Él, si el corazón supera la
influencia de Su presencia, endurece en una manera terrible; el pan
mojado que demostraba que uno estaba comiendo del mismo plato, el
pan mojado que Judas recibió, mojado por Su mano, no es sino la señal
de la entrada de Satanás en su corazón. Satanás entra en este corazón
para endurecerlo, incluso contra cualquier sentimiento amable de la
naturaleza, contra cualquier recuerdo de lo que podía actuar en la
conciencia. Hay muchas personas inconversas que no traicionarían a un
compañero íntimo cubriéndole con besos; muchas personas impías que
habrían recordado los milagros que habían visto - quizás hechos a ellas
mismas. La avaricia había estado allí, nunca había sido reprimida;
entonces Satanás sugiere a Judas el medio de satisfacerla. Para mí, no
tengo ninguna duda que Iscariote pensó que el Señor escaparía de manos
de los hombres, como Él lo había hecho, cuando aún no había llegado Su
hora: su remordimiento, cuando supo que Jesús había sido condenado,
me hace pensar esto - un remordimiento que sólo encontró otros
corazones tan duros como el suyo, e indiferentes a su miseria; un cuadro
espantoso del corazón humano bajo la influencia de Satanás. Luego, casi
en la fase final de esta influencia, Satanás endurece a Judas contra todo
sentimiento de humanidad, y del hombre hacia el hombre conocido suyo,
y termina todo abandonándole, entregándole a la desesperación en la
presencia de Dios.

Moralmente, todo había terminado cuando Judas había tomado el


pan que había sido mojado: y Jesús le encarga que haga pronto lo que él
estaba haciendo. Los discípulos no supieron por qué el Señor dijo esto;
ellos pensaron en la fiesta, o en el uso que se le podía dar a lo que estaba
en la bolsa; pero en el corazón del Señor es comprendida toda la
importancia de este momento solemne. En cuanto Judas salió, Él lo
declara: " Ahora es glorificado el Hijo del Hombre." (v. 31), Ya no es más
afecto, herido por la traición de uno de los Suyos, el que se expresa en la
angustia de Su corazón; Su alma se eleva, cuando el hecho está allí, a la
altura de los pensamientos de Dios en este solemne suceso, que se yergue
solo en la historia de la eternidad, y del cual depende toda bendición,
desde el principio, hasta los cielos nuevos y la tierra nueva. Se eleva
incluso sobre las bendiciones, a la naturaleza de Dios, y a las relaciones
de Dios y de Cristo, fundamentadas en Su obra gloriosa. Este pasaje es,
de esta manera, de gran importancia; la cruz hace la gloria del Hijo del
Hombre. Él aparecerá en gloria, el Padre sujetará todas las cosas a Él;
pero no es esta gloria la que está aquí en consideración; es la gloria moral
y personal del Salvador. Él, que es hombre, quien (aunque de manera
milagrosa, de modo que Él fuese sin pecado) era, por parte de Su madre,
de la naturaleza de Adán, había estado sufriendo, siendo este el medio de
establecer y de traer a la luz todo lo que se encuentra en Dios, Su gloria.
Dios es justo, santo, y aborrece el pecado; Dios es amor: es imposible
reconciliar estos caracteres de alguna otra forma, fuera de la cruz. Allí,
donde el justo juicio de Dios está en ejercicio contra el pecado, el amor
infinito es manifestado hacia el pecador. Sin la cruz es imposible
reconciliar estas dos cosas, es imposible manifestar a Dios tal como Él es:
en ella, la santidad, la justicia, el amor, son manifestados como un todo;
entonces la obediencia y el amor hacia el Padre fueron cumplidos en el
hombre, en circunstancias que los pusieron a prueba en una manera
absoluta. Nada faltó en esta prueba, sea de parte del hombre, de Satanás,
o de Dios mismo. Es en Cristo, hecho pecado, que la obediencia ha sido
perfecta; es en Él, desamparado por Dios, que Su amor por Dios estuvo
en su punto culminante. El desamparo del hombre y su odio, el poder de
Satanás, han sido realizados plenamente, así que cuando Él apeló a Dios,
Él no encontró respuesta, pero que en la soledad de Sus sufrimientos, Él
tuvo la ocasión de mostrar perfección en el hombre, y de sacar a la luz la
gloria de Dios en todo lo que Dios es, el fundamento en justicia, de la
bendición de los cielos nuevos y la tierra nueva, en los cuales mora la
justicia - una justicia que ya ha colocado al Hijo del Hombre, en la gloria,
justicia divina que no puede sino reconocer el valor de esta obra,
colocando ya a Su diestra, al Hombre que la ha consumado, hasta que
todo será manifestado en los siglos venideros.
Así ha sido glorificado el Hijo del Hombre, y Dios ha sido glorificado
en Él; y Dios, habiendo sido glorificado en Él, le ha glorificado a Él en Sí
mismo, y no ha esperado la exhibición de toda Su gloria en el futuro, sino
que le ha glorificado en seguida a Su diestra (vv. 31, 32).
Allí se encuentra la demostración de la justicia de Dios; es decir, en
la exaltación del Señor Jesús como hombre a la diestra de Dios,
habiéndole retirado Dios del mundo, de manera que el mundo no le viera
ya más, del mismo modo que fue cerrado el camino al árbol de la vida
cuando el hombre abandonó a Dios por el pecado. Pero el segundo
Hombre, el postrer Adán, habiendo pasado a través de la muerte,
habiendo sido hecho pecado, habiendo muerto del poder del diablo y del
juicio de Dios, toma Su lugar en el cielo, en la gloria divina en justicia
cuando el primer Adán había salido del huerto de Edén en pecado.

Por el momento, nadie le podía seguir. ¿Quién podía pasar a través


de la muerte, del poder de Satanás, y del juicio de Dios, ser hecho pecado
delante de Dios, y entrar más allá de todo ello en la gloria? Fue así para
ellos, así como para los Judíos. Para los Judíos, se trataba de una cosa
exterior, pero considerada en conexión con la gloria de Dios y el poder
del mal; pero una cosa tan imposible para los discípulos así como para
ellos. El Señor muestra a Sus discípulos que la fortaleza de ellos estaría
en el amor que tendría cada uno de ellos al otro, amándose los unos a los
otros así como Él los amó: este fue el mandamiento nuevo que Él les dio
(v. 34). Él era amor; Él los había amado; Su amor había sido como un eje
central resistente, que sostenía todas las varas que se encontraban
alrededor de él. Él había sido el vínculo de la unión de ellos; ahora, este
mismo amor en sus corazones tenía que unirlos juntos, como varas que
se sostuvieran unas a otras, cuando el soporte central fuese quitado. En
realidad, este sería el poder del Espíritu Santo quien llenaría sus
corazones con este amor divino de Cristo mismo, y, de este modo, haría
que todos ellos fueron uno. El amor de ellos, de los unos por los otros,
sería la prueba característica de que ellos eran discípulos de Jesús, pues
Él los había amado, y Él era mostrado por el amor en ellos.

Pedro, siempre vehemente, pregunta a Jesús adónde se iba (v. 36).


El Señor le responde que él no le podía seguir ahora, pero que lo haría
después, anunciándole su martirio. Pedro insiste: "dispuesto estoy a ir
contigo no sólo a la cárcel, sino también a la muerte" (Lucas 22:33), "¡mi
vida pondré yo por ti!" (Juan 13:37 - VM); pero Jesús dijo: "no cantará el
gallo sin que antes me hayas negado tres veces." (v. 38 - LBLA).

CAPÍTULO 14

En el capítulo 14 el Señor presenta a Sus discípulos las


consolaciones que eran aptas para hacerles aceptar la revelación que Él
les había hecho de Su cercana partida.

La primera cosa que Él les declara, en Su gracia, es, que si Él se


iba, no era para abandonarles, sino para prepararles un lugar en otra
parte, es decir, en la casa de Su Padre. Allí, no sólo había lugar para Él
(¿quizás el aludía al templo?) sino moradas para ellos también; y luego
Él mismo vendría por ellos, de modo de tenerles con Él donde Él mismo
estaba. Él no podía morar con ellos aquí abajo, pero ellos habrían de estar
con Él; y Él no enviaría a buscarles, sino que Él mismo vendría para
tomarlos a Sí mismo (o, para tomarlos consigo; v. 3 - LBLA). Amor
precioso y tierno que asociaba a los Suyos con Él, conforme al lugar que
ellos tenían en Su corazón, y conforme a los consejos eternos del amor
de Dios. En lugar del reino de un Mesías terrenal, ellos tendrían la gloria
eterna y divina del Hijo del Hombre en el cielo, de ser semejantes a Él, y
estar con Él. Habiendo entrado allí el Hombre, hecho consiguiente a la
redención, el lugar estaba preparado para ellos. No se trataba de un
asunto de prepararlos a ellos para el lugar (ese es el tema del capítulo
13), sino de preparar el lugar para ellos. La presencia del Precursor de
ellos, donde Él iba, lo cumplió. La sangre hizo la paz según la justicia
divina, el agua los preparó para gozarla. La entrada de Cristo no dejó
nada por hacer para que ellos pudieran entrar; sólo los coherederos deben
ser recogidos, y hasta entonces, el Señor permanece sentado en el trono
de Su Padre.
Por consiguiente, el regreso del Salvador es la primera consolación
dada a ellos, y ella los introduciría donde Jesús estaba, en la casa del
Padre, siendo ellos mismos hechos semejantes a Él en gloria, en lugar de
que Él permaneciera con ellos aquí abajo - lo cual, además, no era posible,
puesto que todo estaba contaminado, e inadecuado para la permanencia
del Señor con los Suyos. Jesús vendrá otra vez, y nos tomará a Sí mismo
(o, nos tomará consigo), para que donde Él está, nosotros también
estemos (vv. 1-3).

Pero había más. El Señor dice, "Y sabéis a dónde voy, y sabéis el
camino." (v. 4). Tomás objeta que ellos no sabían adónde Él iba, por
consiguiente, ¿cómo podían conocer ellos el camino? En Su respuesta,
Jesús les muestra que lo que ellos habían poseído durante Su estadía en
la tierra, proporcionaría una bendición inmensa cuando Él los hubiera
dejado. Él iba al Padre, y el Padre había sido revelado en Su Persona aquí
abajo. Así, habiendo visto al Padre en Él, ellos habían visto a Aquel a quien
Él iba, y conocían el camino, pues al venir a Él, ellos habían encontrado
al Padre. Él era el camino, y, al mismo tiempo, la Verdad de la cosa, y la
Vida en la cual se disfrutaba de ella. Nadie venía al Padre sino por Él; si
los discípulos le hubieran conocido, ellos habrían conocido al Padre, y Él
dijo que desde ahora, "le conocéis, y le habéis visto." Felipe dice, "¡Señor,
muéstranos al Padre, y esto nos basta!" (v. 8 - VM); pues los discípulos,
aunque amaban a Jesús, tenían siempre en ellos mismos una reserva de
incertidumbre. El Señor reprocha a Felipe su falta de percepción espiritual,
después de haber estado Él tanto tiempo con ellos; pues ellos no le habían
conocido realmente en Su carácter verdadero de Hijo, venido del Padre,
y revelando al Padre. Las palabras que Él hablaba no las hablaba como
viniendo de Él mismo como hombre; y el Padre, quien moraba en Él, era
el que hacía las obras; lo que Él decía, lo que Él hacía, revelaba al Padre.
Ellos debían confiar en Su palabra, y si no, a causa de Sus obras; y no
sólo esto, sino que glorificado en lo alto, Él sería la fuente de obras
mayores que las que Él mismo hizo en Su humillación, pues Él iba a
ascender a Su Padre. Todo los que ellos pidieran en Su nombre, Él lo
haría, para que el Padre pudiera ser glorificado en el Hijo. Él era el Hijo
del Padre; Su nombre sería útil para todo lo que ellos pudieran desear en
su servicio; y el Padre, a quién Él sometía todo, sería glorificado en el
Hijo, quien haría todo lo que ellos pidieran en Su nombre. Su poder no
tenía límite: "Y cualquier cosa que pidiereis en mi nombre, la haré." (v.
13 - NTHA). De hecho, los apóstoles dieron prueba de un poder mayor
que el Señor cuando Él estuvo aquí abajo. La sombra de Pedro sanaba a
los enfermos; un solo discurso suyo fue el medio de convertir a tres mil
hombres, y los pañuelos del cuerpo de Pablo llevados a los enfermos,
hacía que las enfermedades los dejaran, y los malos espíritus eran
expulsados. ("Y Dios hacía milagros extraordinarios por mano de Pablo,
de tal manera que incluso llevaban pañuelos o delantales de su cuerpo a
los enfermos, y las enfermedades los dejaban y los malos espíritus se
iban de ellos." Hechos 19: 11, 12 - VM).
Es bueno comentar aquí, que los discípulos nunca hicieron algún
milagro para salvarse ellos mismos del sufrimiento, o para sanar a sus
amigos cuando ellos estaban enfermos. Pablo dejó a Trófimo enfermo en
Mileto (2 Timoteo 4:20); solamente fue la misericordia de Dios la que
sanó a Epafrodito (Filipenses 2: 25-27). Los milagros realizados por los
apóstoles eran la confirmación del testimonio, de los cuales Cristo
glorificado con el Padre era el objeto y la fuente.
Luego (v. 15), la obediencia sería la prueba del amor cuando el
Señor se hubiese marchado. Esto introduce la segunda revelación
principal de este capítulo; es decir, el efecto para ellos de la presencia del
Espíritu Santo, el otro Consolador.
Los versículos 4 al 11 habían presentado la revelación de lo que
Jesús había sido para los discípulos durante Su estadía en la tierra; pero
el Espíritu Santo les enseñaría aún más, y procuraría ventajas para ellos
que no pudieron tener durante la estadía de Jesús aquí abajo; mientras
que, al mismo tiempo, lo que ellos habían poseído por este medio,
permanecería siempre verdadero, y sería comprendido realmente de otra
manera.
Pero hay una diferencia entre estos dos Consoladores. Para
empezar, no había ninguna encarnación en conexión con el segundo; el
poder espiritual de Dios estaba en Él, y el poder de la verdad, pero no es
un objeto para el alma. Él fue caracterizado como la fuente de verdad y
revelación, allí donde Él actuaba; pero Él no fue presentado al mundo
como un objeto a ser recibido por este. El mundo no podía recibirle. El
mundo no recibiría el Señor, pero Él había sido presentado al mundo para
ser recibido, y Él había manifestado al Padre; Él pudo decir de aquellos
entre quienes Él vino, "pero ahora han visto y han aborrecido a mí y a mi
Padre." (Juan 15:24). En cuanto al Espíritu Santo, el mundo no le podía
recibir; no le veía, ni le conocía; Él presentaba la verdad, y actuaba
mediante esta. Pero Él sería dado a creyentes; ellos le conocerían, pues
Él moraría con ellos, y no los dejaría, como Él [Jesús] lo estaba haciendo,
y Él estaría en ellos.
Aquí encontramos también al otro Consolador, en contraste con el
Señor. Jesús se estaba marchando en ese momento, después Él estaría
con ellos; pero el otro Consolador estaría en ellos.

La presencia del Consolador es el gran hecho presente del


Cristianismo: su base es la revelación del Padre en el Hijo, luego, la
consumación de la obra de redención por el Hijo; pero el hecho de que el
hombre en Su Persona ha entrado en la gloria divina, ha dado ocasión
para el descenso del Espíritu Santo aquí abajo, dado a creyentes para
morar con ellos y en ellos, para que puedan comprender la plenitud de
esta redención, la relación de ellos con el Padre, el hecho de que ellos
están en Cristo, y Cristo en ellos, y la gloria celestial adonde ellos serán
semejantes a Él; y para que Él los pueda conducir a través del desierto,
con inteligencia espiritual, y teniendo su ciudadanía en los cielos, hasta
que ellos lleguen allí. El Espíritu también nos da la comprensión de la
presencia de Jesús con nosotros aquí abajo. Jesús no nos deja huérfanos;
Él viene a nosotros, y se manifiesta a nosotros. Fortalecidos en nuestros
corazones por medio de la fe, el gozo de Su presencia se hace sentir en
nuestras almas durante nuestra peregrinación aquí abajo.
Pronto el mundo no le vería más (v. 19). Sus relaciones con el
mundo habían terminado, salvo como Señor de todos, pero los del mundo
no estaban con los Suyos; ellos le verían, no aún con sus ojos naturales,
sino por fe, y revelado por el Espíritu - una visión mucho más clara y más
excelente de la que les habían dado sus ojos naturales. Era una visión que
llegó a identificarse con la posesión de la vida eterna. Sus ojos le habían
visto corporalmente aquí, pero ellos tendrían a la vista a Jesús glorificado,
y a quien había consumado la obra de redención, y eso, por el poder del
Espíritu Santo, ese otro Consolador. La visión de la vida de fe se
identificaba con una unión real con Él, de modo que si Él vivía, ellos
también vivirían (v. 19). Más que el hecho de que ellos morirían, era
necesario que Él mismo, tal como Él está en la gloria, muriese, y ellos
tendrían mediante la presencia del Espíritu Santo, la conciencia de estar
así en Él. "En aquel día vosotros conoceréis que yo estoy en mi Padre, y
vosotros en mí, y yo en vosotros." (v. 20). Los discípulos debían haber
visto al Padre en Él, y debían haber reconocido que Él estaba en el Padre
durante Su estancia en la tierra, no obstante lo poco inteligente que ellos
pudieran haber sido. Ahora bien, en aquel día, cuando el Espíritu Santo
hubiera venido, ellos conocerían a Jesús como estando en el Padre (se
omite la expresión 'el Padre en Él', debido a que ya no se trataba de Su
manifestación en Él aquí abajo). Así Jesús estaría en el Padre en Su propia
deidad; pero más, los discípulos conocerían que ellos mismos estaban en
Él, en Jesús, y Él en ellos.

Después de eso, el Señor establece, como en todo esta parte del


Evangelio, la responsabilidad del hombre, siendo aquí la del Cristiano, "El
que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama" (v.
21). Esto presupone que prestamos atención a lo que el Señor dice: uno
escucha la voz de la sabiduría divina, al igual que un niño que busca
agradar a sus padres, o una esposa a su marido, acatando las palabras
de los padres o del marido, incluso sin que estas palabras tengan la forma
de un mandamiento, y sabiendo lo que ellos desean. Así presta atención
el Cristiano a las palabras de Jesús; él está familiarizado con lo que el
Señor quiere, y desea hacer Su voluntad. Esta es la prueba del afecto
verdadero. Ahora bien, aquel que está unido así de corazón a Cristo, y le
obedece, será amado por el Padre, y Cristo vendrá, y se manifestará a él.
La manifestación de la cual Él habla aquí es una manifestación de Él
mismo, y que proviene de Él, al alma que Él hace que comprenda Su
presencia y que la hace sensible a ella. Esto es lo que Judas (no el
Iscariote) no entiende; él no percibe cómo Jesús podía manifestarse a los
Suyos, sin manifestarse al mundo (v. 22). ¡Es lamentable! pero es
exactamente lo que demasiados Cristianos no entienden. Judas (no el
Iscariote), también, estaba pensando solamente en alguna manifestación
exterior, de la cual el mundo podría necesariamente tomar conocimiento;
pero el Señor estaba hablando de una manifestación como la que hemos
mostrado recién, añadiendo aún algo más permanente; es decir, que si
alguno amaba a Jesús, él guardaría, no sólo Sus mandamientos, sino Sus
palabras, de modo que el Padre lo amaría, y que el Padre y el Hijo
vendrían y harían morada en él (otras versiones traducen, "con él") (v.
23).

Aquí vemos por todas partes la responsabilidad. No se trata de la


gracia soberana que ama primero al pobre pecador: aquí el Padre ama el
alma que muestra su afecto por el Salvador guardando Su palabra. Se
trata de gobierno paternal, de la satisfacción del corazón del Padre debido
a que el Hijo recibe honra y es obedecido. "Si alguno me ama, guardará
mi palabra", y entonces - preciosas palabras - "mi Padre le amará, y
nosotros iremos a él, y haremos morada con él." (v. 23 - VM). El Padre y
el Hijo vienen a morar en la persona amada; y esto no sucede meramente
por medio del Espíritu Santo, como toda actividad divina; sino que por
medio del Espíritu Santo nosotros disfrutamos la presencia del Padre, y
del Hijo, al morar ellos con nosotros; y el Espíritu no nos deja, de modo
que disfrutamos constantemente en nuestros corazones la presencia del
Padre y del Hijo. El tipo de comunión, de la comprensión de la presencia
del Padre y de Hijo, es de suma importancia, y da un reposo y un gozo
inefables. Nosotros moraremos en la casa del Padre, y encontraremos allí
al Hijo en gloria; pero, hasta entonces, el Padre y el Hijo vienen, y se
revelan en nosotros, y hacen su morada en nosotros. Todo es hecho por
el Espíritu, pero es la presencia del Padre y del Hijo lo que hace que se
sienta la presencia de ellos en este carácter de Padre y de Hijo; y el Hijo
es Jesús, quien nos amó, y se dio a Sí mismo por nosotros. El Hijo había
revelado al Padre, para aquel que tuviera ojos para ver; y ahora el Espíritu
Santo nos hace disfrutar la presencia del Padre y del Hijo, pero "en
nosotros", si guardamos las palabras del Salvador.

Podemos comentar que la Escritura emplea aquí dos palabras


diferentes: "mandamientos" y "palabra." Ambas tienen su importancia,
en que la primera habla de autoridad y obediencia, y la segunda, habla
de atención a lo que el Señor dice, teniendo cada una, de esta manera,
un valor especial. El Señor mismo se manifiesta al alma que tiene los
mandamientos y los guarda, y ello es el fruto de la obediencia; pero la
bienaventuranza de que el Padre y el Hijo moren en el corazón, es el fruto
de la palabra de Jesús, ejerciendo su justa influencia en el corazón. Ahora
bien, el que no le ama, aquel cuyo corazón no es gobernado por este
afecto personal, no guarda las palabras de Jesús; y la palabra que ellos
oían no era la palabra de su Maestro, como de un hombre, de un maestro
que hablaba por su propia cuenta, sino la palabra del Padre que había
enviado a Jesús. Toda la obra de gracia es realmente la obra del Padre,
pero el Hijo obra también, teniendo el Espíritu Su lugar en ello en
operación inmediata en el alma. De esta manera, los milagros de Jesús
eran realmente Sus propias obras, pero fue por el Espíritu de Dios que Él
echo fuera demonios; el Padre también, quien moraba en Él, hacía las
obras. El Espíritu enseñaría aquí a los discípulos y les recordaría lo que
Jesús les había dicho; pero lo que Jesús les había dicho procedía del
Padre; Él hablaba las palabras de Dios, pues el Espíritu fue dado sin
medida (Juan 3:34 - LBLA). Hallamos aquí, nuevamente, al Padre, al Hijo,
y al Espíritu.

Hemos visto que el Padre y el Hijo hacen su morada en aquellos


que guardan la palabra de Cristo; pero también es por el Espíritu Santo
que nos damos cuenta de esta morada, no para que nosotros no debamos
sentir la presencia del Padre y del Hijo, sino para hacérnosla sentir. Se
trata de una cosa duradera, no que nuestros pensamientos están siempre
allí, eso no puede ser, sino que la conciencia y la influencia de la presencia
de ellos están siempre allí. Por ejemplo: yo pienso acerca de ocuparme
algunas veces en algo que mi padre, según la carne, desea; pero si él
está allí, al pensar en la cosa, la conciencia y la influencia de su presencia
siempre se harán sentir.

A las cosas que Él recién les había dicho, y que finalizan esta parte
de Su discurso, el Señor añade la preciosa revelación de que el
Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviaría en Su nombre (v.
26), enseñaría a los discípulos todas las cosas, y les recordaría lo que Él
les había dicho. Nosotros gozamos cada día el efecto de esta preciosa
promesa.

Hay aquí otros puntos de gran valor que es importante mencionar.

El Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo no están separados en esta


obra de bendición. El Espíritu Santo viene a comunicar todo, pero es el
Padre, en Su amor, quien le envía: pero Él le envía en el nombre del Hijo,
para Su gloria, y como Mediador en gracia, en virtud de la redención que
Él ha consumado. El Espíritu Santo haría comprender a los discípulos,
conforme a los pensamientos del Padre, todo lo que había sucedido, todo
lo que manifestó los caminos de Dios en gracia durante la estadía del Hijo
aquí abajo. Esto es lo que encontramos en los Evangelios, los cuales nos
presentan, no una narración humana de cosas que vienen a la mente,
sino la comunicación (conforme a la inteligencia divina, y según a la
intención de Dios en los hechos) de lo que sucedió en la vida de Jesús;
pues hay una intención divina en las narraciones de los Evangelios.
Finalmente, si el Señor deja a los Suyos, Él les deja paz, lo cual Él
no hubiese podido hacer si Él hubiese permanecido con ellos, pues la paz
no habría sido hecha; pero Él define esta paz en un modo que le da una
perfección que la purificación de la conciencia no les habría procurado.
Eso, efectivamente, sucedió por medio de Su sangre: los discípulos serían
perfectos en cuanto a la conciencia. Su conciencia siempre fue perfecta;
la nuestra es hecha perfecta por medio de Su sangre. Pero, con la
excepción de la cruz, y la anticipación de la cruz, el corazón de Jesús
estuvo siempre con Dios. Sintiendo todo en amor, nada le distrajo, ni
debilitó Su comunión con Su Padre. Obediencia y confianza perfectas
mantuvieron en Él una paz que emanaba de un andar con Dios, y de la
comunión con Su Padre que nunca se cortó. La corriente de la vida que Él
vivió por parte del Padre fue ininterrumpida: no hubo 'interruptores' en la
vida de Jesús. Las dificultades con que Él se encontró no fueron sino la
ocasión para la manifestación de la vida divina en el corazón de un
hombre, de la paz que le daba la conciencia de estar siempre con Dios.
De esta manera, Sus palabras y acciones eran palabras y acciones que
venían directamente de Dios, en las circunstancias en que Él se halló como
hombre. Una sensibilidad perfecta, una medida perfecta y una
representación perfecta en Su mente de todo lo que obraba sobre Él,
brindaba la ocasión a la respuesta, a aquello que la presencia de Dios y
el impulso divino producían en el hombre. ¿Qué podía perturbar la paz de
Jesús? Cuando fue un asunto de ser hecho pecado, y de llevar nuestros
pecados delante de Dios, ello fue otra cosa; porque eso estaba
sucediendo, la respuesta de Dios en Su alma no fue el resultado de Su
presencia perfecta y bendita, sino el hecho de ser desamparado, conforme
a la perfecta oposición de Su naturaleza [de la naturaleza de Dios] al
pecado. Pero aquí nos acercamos a sufrimientos que nadie puede
examinar a fondo.

El Señor no da como nosotros damos algo que, por consiguiente,


ya no poseemos más; Él nos trae al goce de todo lo que Él mismo goza:
la gloria, el amor del Padre, Su gozo. Él no se guarda nada para Sí mismo
que esté reservado para Él mismo, y en lo cual nosotros no tenemos
parte.

Los versículos que cierran el capítulo contienen una expresión


conmovedora de la manera en que el corazón de Jesús espera el afecto
de los Suyos. "Si me amaseis, os regocijaríais por cuanto me voy al Padre"
(v. 28 - VM). «Si vosotros pensáis en vosotros mismos, es muy natural
que estéis atribulados; pero si pudieseis pensar en Mí, habría sido vuestro
gozo que yo deje este mundo de dolor y sufrimiento para ir al Padre, que
yo tome nuevamente Mi gloria y entre de nuevo en la tierra de santidad
y paz, donde todos Mis derechos son reconocidos.» Así el Señor nos coloca
cerca de Él, y desea que pensemos en Su felicidad. ¿Qué Cristiano hay
que no se regocije ante el pensamiento de Su gloria?

Jesús aún puede hablar, mientras avanza hacia Getsemaní, de


aquello que los Suyos habían tenido en Él, y del don del Espíritu Santo,
pero en realidad, Sus comunicaciones en medio de ellos llegaban a su
término. El príncipe de este mundo ya venía: es este el carácter que
Jesús da ahora a Satanás. Los discípulos huyen en temor; todo el resto
del mundo se unió alegremente para expulsar de él al Hijo de Dios, venido
en gracia; ellos habían visto y habían aborrecido a Él y a Su Padre. (Juan
15:24).

No es todo que el hombre haya pecado. Después del pecado, Dios


entró; Dios obró en un mundo demasiado malo para poder ser soportado
por más tiempo. La promesa había sido dada a Abraham, llamado de en
medio de la idolatría que todo lo invadía; la ley fue dada; los profetas
fueron enviados; finalmente vino el Hijo, sanando a todos los que estaban
bajo el yugo de Satanás (al haber sido atado el hombre fuerte, sus
víctimas fueron liberadas) - el Hijo, el último recurso de Dios para poner
a prueba el corazón del hombre, para ver si incluso eso podía producir en
él algún regreso hacia Dios, y descubrir algún bien que pudiese haber
quedado oculto allí en medio del mal. Pero Dios fue manifestado allí; y si
los efectos del pecado desaparecían por medio de Él, la presencia de Jesús
despertó la enemistad de la carne, y el poder de Satanás tomó posesión
del mundo, o más bien, demostró que Satanás era su príncipe. Hasta ese
tiempo - es decir, hasta que todos los medios que Dios pudo emplear para
recuperar a los hombres se habían agotado, no se le había dado este título
de 'Príncipe del mundo'; pero cuando Aquel de quien Dios había dicho,
«Aún tengo a Mi Hijo», había sido rechazado, Satanás fue llamado por
este terrible título. Había Uno, Uno solamente en el mundo que no estaba
bajo el poder de Satanás, Uno solamente en quien el príncipe de este
mundo no tenía nada, Uno solamente que no era del mundo, Uno
solamente que, aunque era verdaderamente un hombre en el mundo, y
pasó a través de todas sus tentaciones, pero sin pecado, no tenía
absolutamente nada en Él, sea antes o después, que diera a Satanás un
derecho sobre Él, incluso en la muerte que Él iba ahora a encontrar. Ni en
Su andar, ni en Su Persona, había algo, cualquier cosa, que le expusiera
al enemigo. Satanás había tratado, había usado el poder de la muerte
para impedir que Jesús obedeciera hasta el fin, pero sus esfuerzos habían
sido vanos. La muerte de Jesús fue el resultado de la obediencia, y de Su
amor por el Padre. "Viene el príncipe de este mundo, y él nada tiene en
mí. Mas para que el mundo conozca que amo al Padre, y como el Padre
me mandó, así hago" (vv. 30, 31). Aquello que trajo la muerte para Él,
no fue el pecado en Él, o por Él, sino que fue Su obediencia perfecta y Su
amor por Su Padre. Jesús advierte a los Suyos de ello de antemano, para
que, sabiéndolo, la fe de ellos no fuera sacudida por ello.

CAPÍTULO 15

El Señor había hablado entonces a Sus discípulos de Su Persona,


por sobre todas las dispensaciones, y del lugar de ellos en Él cuando el
Espíritu Santo hubiera descendido, y Él les había dicho de qué forma Él
se daría a conocer a ellos cuando estuviera lejos, agregando que Él les
dejaba paz, la paz que Él mismo poseía. Ahora, en el capítulo 15, Él llega
a la verdad de Su posición aquí abajo en contraste con el Judaísmo, de la
posición de ellos en relación con la Suya, del servicio de ellos como
resultado de esta posición; después, a la verdad del testimonio dado por
el Espíritu Santo de la promesa a la gloria en que Él estaba entrando en
lo alto; y a la verdad del testimonio de ellos como testigos oculares de lo
que Él había sido aquí abajo.
De esta manera, el Judaísmo es desechado enteramente, y su lugar
es tomado por el propio Cristo. Esto es lo que sucedió con respecto a todo
lo que Dios había establecido: el primer hombre ha sido reemplazado
delante de Dios por el segundo; el sacerdocio de Aarón por el de Cristo;
el rey, Hijo de David; Israel el siervo (Isaías 49:1), por el Cristo (v. 5);
incluso el tabernáculo terrenal fue reemplazado por el verdadero
tabernáculo celestial, así como todo su servicio. De esta manera, Israel
no era aquí la vid verdadera, aunque había sido trasplantada como vid de
Dios traída de Egipto a Canaán ("Trajiste una vid de Egipto; echaste las
naciones, y la plantaste..." Salmo 80: 8 - 16; VM). Cristo era en la tierra
la vid verdadera de Dios, los discípulos eran los pámpanos. Ellos aún
pensaban que Israel era la vid de Dios, y Cristo el largamente esperado
Mesías, el pámpano principal. Pero no era así: Jesús era la vid, ellos eran
los pámpanos; Su Padre, el labrador. Y ellos ya estaban limpios mediante
la palabra que Él les había hablado. El pasaje ha ocasionado dificultades
a muchas almas, debido a que ellas han aplicado estas palabras a la
iglesia*, pero la unión de la iglesia con Cristo tiene lugar cuando Él es
glorificado en lo alto, y entonces nosotros estamos completos en Él. No
se trata de llevar fruto, ni tampoco de ser podado (o, limpiado), sino que,
como se dice en 1 Juan 4:17: "como él es, así somos nosotros en este
mundo." En nuestro capítulo, Jesús es la vid verdadera en la tierra; y allí,
aunque Cristo pudo declararles limpios, se desarrolla la responsabilidad
de ellos, para que puedan llevar fruto. Ellos ya estaban limpios por medio
de la palabra que Él les había hablado.

[* Juan no habla de la iglesia, ni en su Evangelio, ni en sus epístolas; pero lo que se dice en


el texto es tan verdadero de nuestro lugar individual en Cristo, como de la iglesia.]
La unión que está considerada aquí es la asociación con Él como
discípulos. Indudablemente Él los conocía, pero son contemplados como
estando en una posición de responsabilidad. Se trata de llevar fruto; si un
pámpano no llevaba ninguno, el Padre lo quitaba enteramente; si llevaba
fruto, Él lo purificaba, para que llevara más. No es que ello fuera el
Judaísmo, lejos de eso; al contrario, es Cristo quien toma su lugar.
Nosotros vemos esto más de una vez en la Palabra. Así, en Isaías 49,
Cristo es el siervo verdadero en lugar de Israel. Él es el Hijo llamado de
Egipto, una posición que ocupaba Israel: "Deja ir a mi hijo", Jehová dijo
por medio de Moisés (Éxodo 4:23 - VM). Del mismo modo, Él es la vid
verdadera. Por consiguiente, el Padre es introducido: Él es el labrador.
Hallamos así la verdadera posición moral que ocupan, así como los
importantes principios sobre los cuales esta posición se fundamenta, pero
que están conectados con los que ya hemos encontrado como
caracterizando este Evangelio. Lo que había limpiado a los discípulos era
la Palabra que Jesús les había hablado; pero esta limpieza es la misma
que lleva a cabo el Padre. El Padre puede usar el cuchillo podador. Él lo
hace, evidentemente, en cuanto a los pámpanos que no llevan fruto; Él
lo hace en cuanto a los que lo llevan.
Ahora bien, todo esto está en conexión con la revelación del Padre
por el Hijo. La Palabra que Él había hablado a Sus discípulos, no fue la
revelación del Hijo glorificado, por el Espíritu Santo, sino del Padre por el
Hijo. Esto fue enteramente 'cosas nuevas'; no lo que el hombre tenía que
ser según la ley, sino lo que Cristo era: la gracia y la verdad venidas por
medio de Jesucristo. Fue la comunicación de lo que era divino, las
Palabras de Dios hechas realidad en la vida de un hombre. Las Palabras
de Cristo eran Él mismo (Juan 8:25); pero ellas eran las Palabras de Dios
(Juan 3:34), aunque de un hombre, por el Espíritu sin medida; ellas eran
de Dios, revelando al Padre en gracia soberana por el Hijo, enviado según
esa gracia. (Comparen Juan 14:11). Fue en el nombre del Padre santo
que el Señor los guardó durante Su estadía aquí abajo: el Padre mismo
llega a ser ahora el labrador.
Ahora, este capítulo (exceptuando los últimos versículos) no habla
del testimonio del Espíritu Santo, sino del testimonio de los discípulos (con
la ayuda del Espíritu Santo, capítulo 14:25); y es un testimonio, no de Su
gloria en lo alto y las consecuencias derivadas de ello, sino de lo que Él
había sido, y de lo que Él había revelado estando aquí abajo, del estado
subjetivo de la vida divina en un hombre en este mundo. Esto es lo que
los Evangelios nos presentan esencialmente; las epístolas, en general,
tienen la gloria como punto de partida.

Así, los primeros tres versículos presentan la posición en cuanto al


detalle: luego vienen las exhortaciones basadas sobre esto. La primera
exhortación es a permanecer en Él. Notemos aquí que lo que siempre
viene primero es el aspecto de la responsabilidad del hombre. No es: «Yo
moraré en vosotros, y de esta manera, vosotros podréis morar en mí»,
sino, "Permaneced en mí, y yo en vosotros." (v. 4). La segunda cosa es
el resultado de la primera: no hay verbo en la segunda parte de la frase;
no se trata de lo que Él haría, sino que se declara la consecuencia, el
resultado. Si un alma permanece en Cristo, Cristo permanece en esa
alma. Ahora, un alma permanece en Cristo cuando vive en dependencia
ininterrumpida de Él, y procura asiduamente hacer realidad lo que está
en Él, aquello que Su presencia nos da, pues Él es la verdad de todo lo
que nos viene del Padre, y uno vive en ello permaneciendo en Él. Lo que
está en Él se nos comunica, como la savia fluye de la vid a los pámpanos.
Todo viene de Él, pero hay actividad en el alma para apegarse a Él, y es
así que el fruto es producido en el pámpano. Ahora, nosotros no
permanecemos en Cristo para que pueda haber fruto, sino que el fruto es
producido porque nosotros permanecemos en Cristo. Nosotros
permanecemos en Cristo en la conciencia de que no podemos hacer nada
sin Él, sino que es para el amor de Cristo. Esta es la primera exhortación,
y la primera declaración de lo que nosotros tenemos que hacer.

En el versículo 6, "Si alguno no permaneciere en mí, será echado


fuera como un sarmiento, y se secará; y a los tales los recogerán, y los
echarán en el fuego, y serán quemados." (v. 6 - VM), Él ya no dice
"vosotros", sino "si alguno", pues Él los conocía, aunque este no es el
tema tratado en el pasaje, sin embargo, una vez que uno está realmente
en Cristo, uno está allí para siempre. Aquí, también, es como en el
capítulo 13, " vosotros limpios estáis"; luego Él añade: "aunque no todos"
(Juan 13:10); pues Judas aún estaba allí. Si un hombre no se apegaba a
Cristo, aunque estuviera asociado con Él por medio de la profesión, él era
cortado como un pámpano para secarse y ser echado en el fuego. En el
versículo 7 se encuentra otro principio muy importante. Si los discípulos
permanecían en Él, y Sus palabras permanecían en ellos, ellos tendrían a
disposición el poder del Señor sin límite. Siempre en el espíritu de
dependencia, es verdad, ellos pedirían lo que quisieran. Este es el
verdadero límite de las respuestas a la oración. La petición es producida
en un corazón formado por las palabras del Salvador, y conforme a los
deseos creados por estas palabras, es decir, de Dios mismo, quien debe
morar en el corazón. Nunca encontramos que los apóstoles sanaron, u
oraron por la curación de una persona que fuese querida para ellos,
aunque sería perfectamente lícito presentar, en un caso semejante,
nuestras peticiones a Dios. Pero Pablo dice: "a Trófimo dejé en Mileto
enfermo." (2 Timoteo 4:20), Y de nuevo, dice acerca de Epafrodito: "en
verdad estuvo enfermo, a punto de morir; pero Dios tuvo misericordia de
él." (Filipenses 2:27). Las obras de poder que ellos llevaron a cabo,
tuvieron la confirmación de la Palabra como propósito de ellas; pero fue
un privilegio inmenso, en la obra de fe de ellos, recibir la certeza de la
intervención de Dios cuando ellos la pidieran, y que, cuando la sabiduría
de Dios hubiera formado sus pensamientos, Su poder añadiría [a ella] Su
obrar eficaz. Cristo es la sabiduría de Dios, y el poder de Dios.
Se preguntará hasta dónde podemos aplicar esto ahora. Yo no
espero milagros, yo no pienso que deberíamos tenerlos, excepto los
milagros mentirosos de Satanás; pero creo que si nosotros
permanecemos en Cristo, y Sus palabras forman el corazón, si nosotros
vivimos por cada Palabra que sale de la boca de Dios, entonces cuando
nos hallemos en los conflictos de la fe, Dios da fe para las circunstancias
del servicio. Él responderá a la fe dada, y nos oirá, Él quien dispone todo
por medios desconocidos para nosotros, de todos los corazones - de los
injustos así como de los justos. Pero es importante para nosotros (en
primer lugar, para no cometer errores; y en segundo lugar, para captar
los pensamientos de Dios en toda su importancia) entender los
verdaderos límites de esta promesa. Dios nunca faltará a Su promesa. El
cumplimiento de la promesa es seguro para la fe, pero las palabras del
Salvador forman el pensamiento de fe al cual la promesa responde. Es de
esta manera que el Padre sería glorificado, en que ellos llevaran mucho
fruto - fruto de almas salvadas por medio de ellos, por la revelación del
Padre en el Hijo, que las palabras de Jesús, palabras de Dios en gracia,
habrían de comunicarles.

Luego viene otro aspecto precioso de estas exhortaciones: "Como


el Padre me ha amado, así también yo os he amado; permaneced en mi
amor." (v. 9). Esto está en conexión con la obediencia, pero la declaración
es una de infinita gracia. El Padre había amado al Hijo, Jesús, en Su curso
aquí abajo; Él le había amado según la perfección del amor divino, pero
como hombre en este mundo. Así Cristo los había amado: era el amor de
una Persona divina, para un hombre que cumplió perfectamente toda Su
voluntad con una consagración absoluta, pero era también un amor de
comunión, y eso cuando Él estaba en antagonismo con el mal. De la
misma manera, Cristo los había amado también. Ellos habían de
permanecer en este amor. El gran asunto en todo este capítulo es la
constancia en la relación de ellos con Cristo. Ellos iban a continuar
poniendo por obra este amor, verdaderamente divino, pero que, con todo,
se adaptaba al estado humano de ellos, y así debía ser si ellos caminaban
en la senda donde Cristo había andado. "Si guardáis mis mandamientos,
permaneceréis en mi amor, así como yo he guardado los mandamientos
de mi Padre y permanezco en su amor." (v. 10 - LBLA).
Aquí no es un asunto acerca del eterno amor del Padre por el Hijo,
tampoco es acerca del inmutable amor que Dios tiene a Sus hijos, sino
que aquí se trata de la senda en la cual estos habrían de disfrutar del
amor divino. Jesús, como hombre aquí abajo, nunca salió del disfrute de
ese amor del Padre. Su obediencia había sido absoluta y perfecta, y nunca
se había interpuesto ninguna nube entre Su alma y Su Padre. Su vida fue
una vida de perfecta obediencia y de comunión. Ellos habían de guardar
Sus mandamientos, y así ellos permanecerían en Su amor, así como Él
permaneció en el amor del Padre. Él lo dijo para que Su gozo, el gozo que
había poseído aquí abajo, pudiera permanecer en ellos, y que el gozo de
ellos fuese completo (o, cumplido). Aquí es el amor de Cristo de una
manera directa; nosotros estamos en contacto con la Vid, no con el
Mediador; con Aquel en quien estamos, no con el Padre. Es un amor
humano, aunque divino, un amor, por consiguiente, lleno de compasión,
que entra en todos los detalles de la vida humana, y del servicio del
ministerio. Esto es lo que sucedió en la época de Su estadía aquí abajo.
Fue imposible para el Padre olvidar a Cristo por un momento en Su
servicio aquí abajo. Él lo reconoció, Él estaba allí. Es lo mismo con Cristo
hacia nosotros, en la medida que guardamos Sus mandamientos.

Pero Su primer mandamiento es que esta clase de amor debía ser


puesto por obra entre ellos también (v. 12). La perfecta comunión de
amor de unos con otros; pero superior (en que este amor era divino) a
todas las flaquezas que pudieran debilitarlo, de modo que estas no fueran
sino una ocasión para el ejercicio de este amor; con todo, aquello que
debía caracterizarlo era el vínculo que, mediante este amor, los hacía a
todos uno; el amor era mutuo, en que Cristo era todo para cada uno, y
en que, viviendo cada uno en obediencia y dependencia, el egoísmo
desaparecía. Como siendo los pámpanos, cada uno obtenía todo de la vid;
las palabras de Cristo eran la fuente de todos los pensamientos del
corazón, en la conciencia de Su perfecto amor.

Ahora bien, si Su vida había sido la expresión continua de este


amor, Su muerte lo fue aún más. Él no pudo tener mayor amor que morir
por ellos. Debemos notar que aquí no es el amor de Dios a pobres
pecadores, un amor puramente divino y soberano, sino el amor de Cristo
por Sus amigos. Tampoco es Cristo, quien es aquí el Amigo, sino los
discípulos quienes son Sus amigos, aquellos en quienes Él tiene confianza:
"Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando." (v. 14).
Nosotros comunicamos a un amigo todo lo que tenemos en el corazón,
debido a que contamos con el interés que él tiene por nosotros. Cristo
había comunicado a Sus discípulos todo lo que Él había oído del Padre.
Allí es la acción de un mediador humano, la vid con los pámpanos. Es
importante observar que aquí Él no sitúa a Sus discípulos en Su propia
relación con el Padre - eso será presentado más tarde - sino que Él les
comunicó, como de parte Suya, todo lo que Él disfrutaba. La relación era
con Él, así como Él personalmente había estado en ella con Su Padre aquí
abajo. Es en esta relación de intimidad en la cual Él estaba con ellos, fieles
en guardar Sus palabras, que Él los contempla cuando Él pone Su vida
por ellos.

La relación de ellos con Cristo fue la de aquellos enviados por Él,


así como Él había sido enviado por Su Padre. Jesús los había elegido y los
había enviado, para que pudieran llevar fruto en su obra, y que este fruto
pudiera ser duradero - de lo cual nosotros somos el bendito resultado hoy
en día; pero siendo enviados así por Cristo, el Padre, por decirlo así, se
comprometía a dar todo lo que era necesario para la obra, así que todo lo
que ellos pidieran al Padre en el nombre del Salvador, el Padre se los
daría. Esto sitúa a los doce en su posición como apóstoles, enviados por
el Señor, el Mediador, en la gran obra de salvación - la vid de la que los
pámpanos obtenían toda su fuerza - bajo el cuidado fiel del Labrador
Soberano. Tal es la posición moral en la que el Señor los coloca; es unión
en amor. Ellos forman un cuerpo separado de obreros, unidos a Él como
a la vid, para llevar fruto; pero ahora el fruto es llevado por los pámpanos,
y no por la vid.

El vínculo entre ellos debía ser el amor (v. 17); pero, ¿qué debía
caracterizar la relación en que ellos habían de encontrarse con el mundo?
El mundo los aborrecería. El mundo había aborrecido a su Maestro (v.
18); ellos le habían visto y le habían conocido. Cristo no era del mundo,
pero Él había estado en el mundo, dando testimonio, en Su vida y por Sus
obras, de lo que el mundo era, visto en la luz de Dios. Si los discípulos
hubieran sido del mundo, el mundo los habría amado, pero porque no
eran de él, aunque estaban en él, el mundo los aborrecería (v. 19). Todos
sus caminos, su andar, sus motivos eran diferentes de los del mundo. Era
una compañía separada de hombres: el mundo es muy susceptible; ¡su
felicidad no es real! su gloria es falsa y transitoria: todo allí es vacío, y no
dará ni un pequeño reflejo. El mundo permitirá que ustedes digan esto en
máximas y proverbios, pero que haya hombres cuyas vidas hablen
constantemente la verdad con respecto al estado del mundo que nos
rodea, eso es lo que es insoportable. La relación y las conexiones de los
discípulos con el mundo iban a ser las mismas del Salvador; los pámpanos
serían tratados como había sido tratada la vid. Pero es por causa del
nombre de Cristo que estas cosas sucederían (v. 21), fruto de este odio,
porque no habían conocido a Aquel que le había enviado. La manifestación
de Dios en Cristo, del Padre en gracia, en Jesús, fue siempre lo que había
despertado este odio y le había dado su verdadero carácter.

Este es el grave y terrible asunto que había sido hecho surgir. Dios
el Padre presentado en gracia a los hombres, y especialmente a Israel,
donde todas Sus promesas y oráculos habían sido depositados, pero Dios
presentado a los hombres en Jesús, el Verbo de Dios en gracia; de otro
modo, el estado de ellos no se habría manifestado como siendo un estado
de pecado y nada más, un estado de odio contra Dios, venido en medio
de ellos lleno de bondad. Si hubiese habido algo bueno en el hombre que
la presencia de Jesús pudiese haber despertado, se podrían haber
cometido faltas y pecados graves, pero también habría habido remedio y
perdón, pues una vez alcanzado el fondo, este habría sido bueno. Pero,
ahora ya no había más ningún pretexto para el pecado de ellos. Su estado
era el de absoluto pecado en la voluntad. Al aborrecer a Jesús, ellos
habían aborrecido al Padre, pues Jesús lo manifestó (v. 23). Sus palabras
eran las palabras de Dios, del Padre; y más que esto, Él había dado las
pruebas más claras de la revelación del Padre en Él. Nunca había habido
algunas como ellas; pues no sólo se mostró el poder divino incluso al
resucitar a los muertos, y dando poder a otros para llevar a cabo las
mismas obras, sino que Sus milagros eran actos de bondad divina. El
amor divino era desplegado en ellos, y se unía con el poder mientras lo
dirigía. Así ellos habían visto y habían odiado tanto al Padre como al Hijo
(v. 24).

Pero, terrible como fue eso, y fue fatal y final para el hombre
(excepto por la gracia soberana que lo creó de nuevo), no fue sino lo que
estaba escrito en la ley de ellos: "Sin causa me aborrecieron." (v. 25;
Salmo 35:19; Salmo 69:4); terrible juicio dado sobre el hombre, tal como
él es. Pero es dulce y hermoso ver que el pecado del hombre no detiene
la corriente de la gracia de Dios. El Señor continúa así: "Pero cuando
venga el Consolador, a quien yo os enviaré del Padre, el Espíritu de
verdad, el cual procede del Padre, él dará testimonio acerca de mí. Y
vosotros daréis testimonio también, porque habéis estado conmigo desde
el principio." (vv. 26, 27). Otro orden de cosas era necesario; el hombre
muerto y resucitado, incluso el hombre en el cielo, la redención
consumada, la venida del Espíritu Santo. Este odio de los hombres sólo
llevaría a cabo eso. Luego el Espíritu Santo les comunicaría la gloria
celestial del Hijo del Hombre, el resultado de Su rechazo. Procediendo del
Padre, enviado por el Hijo del Hombre glorificado, el Espíritu de verdad,
el Consolador descendido aquí abajo, daría testimonio de este Hijo del
Hombre, de Aquel que había sido rechazado, perfecto aquí abajo, pero
ahora en la gloria celestial. Ellos darían testimonio también, habiendo
estado con Él desde el principio de Su ministerio público aquí abajo. El
mismo Consolador sería su poder, para hacerles competentes para esto
(Juan 14:26), pero ellos darían testimonio como testigos oculares de Su
vida de sufrimiento.

CAPÍTULO 16
Ahora bien, el Señor continúa hablando con ellos, no en la posición
que ellos habían gozado con Él en la tierra, añadiendo promesas con
respecto al Espíritu Santo, sino de lo que iba a suceder, de la presencia
del Consolador, y del testimonio que Él daría. Él, de hecho, les había
hablado en conexión con las relaciones en que ellos estarían con el Padre:
allí este Consolador le reemplaza a Él, y es el Padre que lo envía.

Aunque el Señor viene espiritualmente a revelarse a ellos, y, con el


Padre, a consolarles y fortalecerles haciendo su morada con ellos en el
capítulo 14, más bien el Espíritu Santo toma el lugar del Señor. En el
capítulo 15 el Salvador habla del testimonio que el Consolador daría. Los
apóstoles, con Su ayuda, darían testimonio de lo que Jesús había sido
aquí abajo. Ellos no podían ser testigos oculares de lo que Él es arriba. El
testimonio que ellos tendrían que dar de Su vida aquí abajo, habría de ser
de un carácter mucho más vivo, más rico de aquel que lo que habría sido
una mera revelación desde lo alto, a causa de las relaciones en que ellos
se habían encontrado con Él, totalmente sin entendimiento como ellos
habían sido. Pero era una parte de Su vida aquí abajo que no iba a ser
entendida por nadie.

El testimonio que ellos nos han dado es realmente el del Espíritu


Santo (capítulo 14:26), quien ha escogido los incidentes apropiados para
comunicar el verdadero carácter del Salvador, la vida divina en Él. Pero
la gracia que se manifestó en Él fue ejercida cada día hacia ellos, o por lo
menos, en medio de ellos. No obstante, Él siempre, en una vida que Él
vivió por el Padre (o: "por medio del Padre"; Juan 6:57 - VM), se adaptó
a Sí mismo (y lo pudo hacer porque Su vida era inseparable del Padre) a
todas las debilidades de los discípulos, para todo lo que esa gracia
requería de Él. No fue pura y simplemente un testimonio divino, sino que
fue como Su propia Persona, nunca perdiendo su perfección divina. Su
pureza inalterable tomó todos los matices que las circunstancias alrededor
de Él dieron a esta vida en Su gracia. La narración es una narración
completamente divina, pero que, en lo que ella relata, se expresa,
mediante corazones humanos que han pasado a través de ella. Lo que
Cristo es en lo alto no sería expresado de este modo. Allí todo es perfecto,
Su gloria personal es cumplida. La paciente ternura, la inamovible
firmeza, la sabiduría divina en medio del mal, y de los adversarios, ya no
están en su lugar apropiado; es la gloria lo que es revelado. ¿Y quién lo
revelará, si no Aquel que vino de ella, y que está en ella?

En el capítulo 14 el Padre envía el Espíritu Santo en el nombre de


Jesús, y nos presenta la conciencia de nuestro lugar ante Él, como hijos
con el Hijo. Aquí, es Cristo, el Hijo del Hombre, quien lo envía del Padre
(v. 7), de quien el Espíritu Santo procede, y Él da testimonio de Cristo. Él
es el "Espíritu de verdad" (v. 13), un testimonio puramente divino de las
cosas que están arriba; el Espíritu que es de Dios, para que podamos
conocer las cosas que Dios nos da gratuitamente. El testimonio rendido a
la vida de Cristo aquí abajo, es un testimonio totalmente divino, pero que
es rendido a través de las circunstancias por las que Cristo pasó, y por
personas que estuvieron en ellas, para que podamos saber que Dios
estuvo en medio de la humanidad caída; se trata de una gracia inmensa
que despierta todos los afectos de un corazón enseñado por el Espíritu
Santo, y lo cautiva.*

{* Si nosotros examinamos con inteligencia espiritual los diferentes relatos de los evangelios,
percibimos en seguida un propósito que no está expresado en muchas palabras, sino por
medio de las circunstancias mismas, aunque en relación con los hombres. Por ejemplo, Juan
no habla de la agonía de Jesús en Getsemaní, aunque él estuvo más cerca de Él, y del número
de aquellos que Jesús despertó de su sueño. Es que, en Juan, el Espíritu Santo presenta el
lado divino de esta conmovedora historia. Así se habla también aquí del grupo de hombres,
quienes, viniendo a prender a Jesús, cayeron a tierra ante Su presencia. Mateo, quien, no
obstante, lo vio, no habla de ello. Para él, Cristo es la Víctima, sufriendo y a la cual se dio
muerte; para Juan, Él es Aquel que se ofrece a Sí mismo sin mancha a Dios. Es de la misma
forma en todas partes.}

Pero, cualesquiera que fueran los privilegios de los que ellos iban a
ser partícipes por medio de la presencia del Espíritu Santo, ellos tendrían
experimentar, al mismo tiempo, las consecuencias del rechazo de su
Maestro, un rechazo que no fue meramente el rechazo de un reformador
iluminado no aceptado, sino la expresión de la enemistad del corazón del
hombre contra Dios, y contra Dios manifestado en bondad (v. 2). Él se
iba a lo alto, y haría que ellos fueran partícipes del Espíritu; ellos
permanecían aquí abajo, indudablemente provistos con ese poder
espiritual hasta el punto de hacer milagros, lo cual daría testimonio de la
fuente de donde estos milagros venían; pero la continuidad del testimonio
y del poder traería contra ellos la misma hostilidad que había sido
manifestada contra Jesús. Si al padre de familia llamaron Beelzebú,
mucho más tratarían a los de su casa de la misma manera. (Mateo 10:25).

Y más: se trató de un odio religioso. Si una religión se adapta al


mundo, y calcula que el costo del principio egoísta es igual a nada, se
atiene a ello; uno se enorgullece de ella aún más si, mediante la verdad
que es reconocida, uno puede elevarse por sobre los demás. Ahora bien,
este odio, reconociendo efectivamente su objeto - es decir la revelación
de Dios en este mundo - fue un odio ignorante, especialmente para las
multitudes. El aborrecimiento de los líderes fue más moral, más
positivamente diabólico, tal como el Señor se los había dicho (Juan,
capítulo 8). Las masas eran celosas de su religión, tal como Pablo lo
reconoció (Hechos 22:3); los líderes detestaban lo que se manifestaba,
debido a que era la luz. ¡Terrible estado! ¿Pero cuál puede ser un estado
que se opone con una voluntad resuelta, con animosidad, a semejante
Salvador? El Señor dice que aquel que matare a Sus discípulos pensaría
estar rindiendo servicio a Dios (v. 2). Es lo que Saulo de Tarso estaba
haciendo. Pero en cuanto a los líderes, dijo el Señor, ellos "han visto y
han aborrecido a mí y a mi Padre." (Juan 15:24).

Pero aquí salen a la luz algunas verdades prácticas de lo que se


dice. Es por la revelación de una verdad nueva que el corazón es
ejercitado y probado; yo digo nueva, por lo menos para el corazón que la
encuentra. Uno gana reputación por una verdad antigua; los Judíos creían
en un solo Dios verdadero, y ellos tenían mucha razón. Era un privilegio,
una ventaja moral de inmenso significado. En verdad, no existía más que
ese Dios; en la medida que había realidad en el Paganismo, los dioses de
los paganos eran demonios. Pero, aunque el Judío piadoso reconocía a
este Dios verdadero, le obedecía y confiaba en Él, era la gloria de la nación
tener a este Dios como Dios, y el Judío que carecía de piedad se gloriaba
también en Él. Pero, ¡es lamentable! él vio el poder que dio testimonio de
la presencia de Dios, en otra parte además del templo, su morada
terrenal. La casa, bella como era, estaba vacía; y un odio doble brotó
contra lo que era la demostración de ello. Dios había introducido una cosa
verdaderamente nueva; el Padre había enviado al Hijo en gracia, y se
había manifestado en Él, y esta gracia no podía limitarse solamente al
Judío. Ella penetraba como luz al fondo del corazón del hombre, fuera
Judío o Gentil. El uno y el otro eran pecadores. El Judío lo había
manifestado en el rechazo de este Hijo, y la gracia soberana se extendió
a los Gentiles. El Judío pecador tenía exactamente la misma necesidad de
ella; la pared de separación había caído en la cruz. Ahora eran Dios y el
hombre, no el Judío y el Gentil. En vano Dios había reconocido los
privilegios de los Judíos; en vano Él había enviado al Hijo, conforme a las
promesas, a las ovejas perdidas de la casa de Israel; Israel no aceptaría
nada de ello; ellos deseaban su propia gloria. De esto resulta que para
ellos, los Judíos, aquel que destruiría un testimonio semejante, el
testimonio de una gracia infinita, del Padre enviando al Hijo al mundo, de
gracia ejercida en salvación hacia pecadores, Judíos o Gentiles - aquel
que lo destruiría, yo digo, pensaría estar rindiendo servicio a Dios, a su
propio Dios, el Dios que hizo la gloria de ellos. En cuanto al Padre y al
Hijo, él no los conoció; esta era la verdad nueva que ponía a prueba el
estado de su corazón. Un buen Protestante se puede gloriar por rechazar
la deificación de la hostia, y por creer en la justificación por fe como un
dogma: esa es su gloria como Protestante. Pero, ¿dónde está su alma en
cuanto a la presencia del Espíritu Santo, y a la expectación del
Salvador? Nuevas verdades confirman siempre las antiguas, juzgando al
mismo tiempo las supersticiones; pero la fe en las antiguas, lo cual hace
a nuestra propia gloria, no es un criterio de prueba para el estado del
alma, aunque hemos de mantenerlas cuidadosamente.

Hay otra observación del Salvador que merece nuestra particular


atención. Es sencilla, pero expone el estado de nuestras almas. "Ahora",
dice Él, "voy al que me envió; y ninguno de vosotros me pregunta: ¿A
dónde vas?" (v. 5). La tristeza había llenado el corazón de ellos. Era muy
natural, y en cierto sentido muy correcto. Ellos sintieron el efecto
inmediato y real de la partida de Jesús. Esto los tocó muy de cerca, pero
ellos juzgaron las circunstancias enteramente en conexión con ellos
mismos. Ellos habían dejado todo por el Señor, e iban a perderle a Él; y
no sólo eso, sino que tienen que dejar todo lo que para ellos estaba
conectado con Su presencia aquí abajo; todas sus esperanzas Judías se
estaban desvaneciendo. Ellos sintieron el efecto de las circunstancias
sobre ellos mismos, pero no pensaron en los propósitos de Dios que
estaban siendo llevando a cabo en esas circunstancias, pues el Hijo de
Dios no estaba saliendo de este mundo por casualidad. Se trata de la
misma cosa en nuestras circunstancias más insignificantes: ni un gorrión
cae a tierra sin el consentimiento de nuestro Padre. Aquello que los
atribulaba era en realidad la obra de redención. Además, aquello que
constituye nuestra cruz en este mundo corresponde a gloria y felicidad en
el otro. La preocupación de las circunstancias, les ocultaba las cosas
celestiales, y la gloria en que el Cordero estaba entrando.

Pero esta observación presenta, no la gloria celestial del Señor -


aunque lo que Él dice depende de ella - sino la consecuencia para ellos
aquí abajo, que es lo que debería ocuparnos ahora. Se trata de la venida
aquí abajo del Consolador, del Paráclito. Su presencia en este mundo
tendría por objeto convencer de pecado, de justicia, y de juicio (v. 8).
Aquí no se trata de un asunto acerca de demostrar a la conciencia de un
hombre los pecados de los que él es culpable, sino de un testimonio en
cuanto al estado del mundo, y eso por la presencia misma del Espíritu
Santo, aunque Él lo daba también a los hombres. El pecado se había
manifestado desde hacía tiempo en el mundo; la ley había sido
transgredida; pero ahora Dios mismo había venido en gracia. Todas Sus
perfecciones, Su bondad, y Su poder, que estaban en ejercicio para liberar
de los efectos del pecado, se habían manifestado en este mundo, y todas
en gracia hacia los hombres, con una paciencia que permaneció perfecta
hasta el fin; y el hombre no toleraría a Dios. Dios estaba en Cristo
reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres
sus pecados (2 Corintios 5:19), pero el hombre no toleraría nada de ello.
Esto es el pecado: no es la convicción de pasiones desordenadas, tampoco
de transgresiones contra la ley de Dios, sino el rechazo final y formal de
Dios mismo. El Espíritu Santo no habría estado allí si eso no hubiera
sucedido. Además, nosotros tenemos el espectáculo solemne del Único
justo, quien había glorificado a Dios en todo, y que le había sido obediente
en toda prueba, abandonado por Dios cuando, perseguido por los
hombres, Él clamó a Él, y todo se acabó para el mundo. No se ve ninguna
justicia, excepto en el juicio del pecado en la Persona de Aquel que no
había conocido pecado, sino que había sido hecho pecado delante de Dios,
habiéndose ofrecido Él mismo a Dios para eso, para que Dios pudiera ser
glorificado en ello.

¿Dónde podemos buscar justicia aquí abajo? No en el rechazo de


Dios por el hombre, no en el desamparo del Justo por Dios. Entonces,
¿dónde buscarla? En lo alto. El Hombre Cristo, al sufrir así, había
glorificado perfectamente a Dios en todo lo que Él es - justicia contra el
pecado, amor, majestad, verdad. Él se entregó a Sí mismo para eso. Y la
justicia se encuentra en que Aquel que se entregó para glorificar a Dios
está en el trono del Padre, sentado a la diestra de Dios*; testimonio de lo
cual era la presencia del Espíritu Santo, con esta terrible consecuencia:
de que como Salvador en bondad y en gracia, el mundo no le vería más.
Él dijo así: "desde ahora veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra
del poder de Dios, y viniendo en las nubes del cielo." (Mateo 26:64): pero
esto será en juicio. Verdaderamente un momento supremo y terrible para
este mundo, aunque la gracia reúne a muchos fuera de él para la gloria
celestial, y aunque un remanente de los Judíos habrán de disfrutar, por
la misma gracia y en virtud del mismo sacrificio, el efecto de las promesas
a las cuales la nación había perdido todo derecho, al rechazar la Persona
de Aquel en quien se cumplen las promesas.

{* Ver Juan 13: 31, 32; Juan 17: 4, 5.}

(v. 11). Pero aunque la voluntad y las pasiones de los hombres, el


odio de ellos contra la luz, y la enemistad contra Dios, los hizo
responsables de este crimen, ¿quién fue el que los dirigió, y concentró la
animosidad de ellos en un único punto? ¿Quién fue el que indujo la
indiferencia orgullosa y la crueldad de un Pilato, advertido y alarmado
como él lo fue, para relacionarse, para el rechazo del Hijo de Dios, con el
odio inconcebible de los líderes del pueblo llenos de celos, y los vacíos
prejuicios de la multitud? ¿Quién fue el que los unió para ser copartícipes
en este crimen? Fue el diablo. Él es el príncipe de este mundo, mostrado
y declarado ser tal en la muerte del Salvador por la mano del hombre,
pero juzgado por ese mismo hecho. El que gobernaba el mundo, su
príncipe, mostró él mismo ser tal en la muerte de Aquel que era el Hijo
de Dios venido en gracia. Antes y después, él podía excitar pasiones,
incitar las pasiones de los hombres, producir guerras, avivar los agravios
de uno contra otro, proveer para los deseos corruptos del corazón; pero
todo esto era egoísta y parcial. Pero cuando el Hijo de Dios estuvo allí, él
pudo juntar a todos, a los que se odiaban y despreciaban unos a otros,
contra este único objeto - Dios manifestado en bondad.

El príncipe de este mundo es el adversario de Dios. El momento


aún no ha llegado para el juicio de este mundo, pero su juicio era seguro,
pues su príncipe, aquel que lo gobernaba enteramente, era Satanás, el
adversario de Dios, tal como la cruz de Jesús lo demostró. Ahora bien, la
presencia del Espíritu Santo era la prueba, no solamente de que este
Jesús fue reconocido por Dios como Su Hijo, sino que, como Hijo del
Hombre, Él fue glorificado a la diestra de Dios. En realidad, este es el
testimonio de Pedro, es decir, del Espíritu, en el libro de los Hechos,
capítulo 2. El Espíritu Santo no habría estado en el mundo, si ese no
hubiera sido el caso. La ruptura entre el mundo y Dios fue completa y
final: una verdad solemne no considerada suficientemente. La pregunta
que Dios hace al mundo es: «¿Dónde está Mi Hijo; qué habéis hecho con
Él?»

Pero, ¿no es una ventaja esta presencia del Espíritu, una cosa mejor
para el mundo? ¿No es una relación más bienaventurada que todas las
que han precedido? ¡Bendito sea Dios! la gracia soberana está en ejercicio
hacia el mundo en virtud de la muerte de Cristo; pero, salvo Sus derechos
soberanos, Dios no tiene relación alguna con el mundo. El Espíritu Santo
está entre los santos y en los santos, pero, como hemos leído, el mundo
no le puede recibir: Él es dado a creyentes. Entre el rechazo y el regreso
de Cristo, Él da testimonio de la gracia manifestada en la muerte de Jesús,
y de la gloria en que Cristo está, para traer a quienes creen en Él a una
asociación celestial con el postrer Adán, librándolos del presente siglo
malo. Y permanece verdadero para siempre que, "Si alguno ama al
mundo, el amor del Padre no está en él." (1 Juan 2:15); y que, "la amistad
del mundo es enemistad contra Dios." (Santiago 4:4). Ahora, estas
nuevas relaciones son mantenidas por el Espíritu en estos vasos de barro;
después, los que poseen este Espíritu serán glorificados con el Señor.
Mucho después aún, cuando el juicio habrá sido ejecutado, esta misma
gracia hacia el hombre establecerá al Señor - conforme a lo que le
corresponde a Él, y conforme a los consejos eternos de Dios - sobre un
mundo bienaventurado, donde el poder del enemigo no será ejercido.
Pero este no es nuestro tema aquí.

Ahora bien, es con el postrer Adán que es del cielo, con el Hijo del
Hombre glorificado, que nosotros tenemos que ver. Lo que existe es una
ruptura completa entre el mundo y Dios, y un Cristo celestial que ha
cumplido la redención. Pero el testimonio que el Espíritu Santo da, la
verdad de la cual Él es la prueba, es doble, y se divide aquí. Lo que
nosotros hemos examinado cuidadosamente es el testimonio que Su
presencia aquí abajo da con respecto al mundo; lo que sigue a
continuación es lo que Él habría de hacer para los discípulos entre quienes
Él se hallaba.

¡Qué juicio solemne es aquel que ha estado recién ante nosotros,


procediendo de la boca del propio Señor! El mundo completo yaciendo en
pecado por su rechazo en recibir al Salvador venido en gracia; la justicia
conforme a Dios que no va a ser hallada salvo en el trono en lo alto, donde
ella le ha situado a Él, a quien el mundo había rechazado, y en que el
mundo no le vería más como tal; finalmente, si la ejecución del juicio
todavía estaba diferida, esto último no era menos cierto, pues el que
estaba en posesión del mundo, había demostrado que era el adversario
de Dios, al conducir al mundo que había sometido a él mismo, a crucificar
al Señor.

(V. 12, y sucesivos). Pero con respecto a los discípulos, el Espíritu


les revelaría plenamente la verdad, y conduciría sus mentes al
conocimiento de toda la verdad. La verdad es la manera en que Dios
considera todas las cosas, y lo que Él revela de Sí mismo, de Sus propios
pensamientos, y de Sus propios consejos. Ahora bien, Cristo es la
expresión de ello en el lado positivo, como siendo Dios manifestado al
hombre, y Hombre perfecto delante de Dios. Siendo la luz, Él manifiesta
todo lo que no es conforme a los pensamientos de Dios. El velo también,
habiéndose rasgado, y Cristo habiendo entrado al cielo como Hombre, y
habiéndose sentado a la diestra de Dios, lo que no estaba dentro de la
esfera del conocimiento humano, "cosas que ojo no vio, ni oído oyó" (1
Corintios 2:9), el Espíritu revela, y Él revela aún las cosas más profundas
de Dios. Todo, desde el trono eterno de Dios hasta el hades en lo
profundo, y desde el hades hasta el trono de Dios, y la redención que está
conectada con él, todo es revelado. Y es en Cristo que se nos hace toda
esta revelación; pero también, todo lo que es revelado de parte de Dios
pertenece a Él. Él dice, "Todo lo que tiene el Padre es mío" (Juan 16:15);
y no sólo es lo que es de Dios, como Dios, como la creación, por ejemplo,
sino todo lo que, en los consejos de gracia, forma la nueva creación en
relación con el Padre; eso le pertenece a Él.

De esta manera el Espíritu Santo tomaría de lo que era de Cristo y


lo daría a conocer a los discípulos, y esto era todo lo que el Padre poseía.
La gracia y la verdad vinieron en Cristo en medio de la vieja creación. El
hombre rehusó esta gracia, y rechazó esta verdad, pero ahora Dios
comunicaría a los que habrían de creer en Cristo las cosas nuevas que
estaban en Sus consejos, de las cuales Cristo era el centro y la plenitud.
¡En qué escena gloriosa somos introducidos aquí, una escena que
reemplaza la que los discípulos estaban perdiendo por la muerte del
Mesías! Toda la gloria que pertenece a la Persona del Hijo, sea como el
Único en quien se concentran todos los consejos de Dios, o en cuanto a
lo que Él es en Sí mismo, es revelada plenamente. Si, en lo que hemos
examinado primeramente, hemos hallado el terrible pero justo juicio del
mundo, qué escena gloriosa, repito, se abre aquí en las revelaciones que
el Espíritu Santo comunica relativas a esta nueva creación, de la cual el
segundo Hombre es el centro, Él, el Hijo de Dios que revela al Padre -
otro mundo, donde todo lo que está en el Padre y es del Padre es revelado.

Pero esto involucraba la muerte y resurrección de Cristo, el fin de


toda conexión con la vieja creación, y un nuevo estado del hombre para
la nueva. Ahora bien, la gloria de esta nueva creación no estaba aún
revelada, ni siquiera objetivamente establecida; pero el estado del
hombre subjetivamente, un estado inmortal, puro, espiritual incluso en
cuanto al cuerpo, fue realizado en la resurrección, incluso mientras faltaba
aún la gloria externa. La cosa nueva y eterna existía en la Persona de
Cristo, y en cuanto a Él personalmente, se realizó en que Él iba al Padre,
la fuente de todo, "el Padre de gloria" - como se dice (Efesios 1:17).

Ahora bien, este nuevo estado del hombre fue manifestado


familiarmente a los discípulos, durante los cuarenta días que el Señor
pasó en la tierra después de Su resurrección, antes de que Él ascendiera
al cielo. El regreso del Salvador, cuando vuelva en Su gloria, será el
momento cuando Su dominio será establecido sobre todas las cosas,
cuando Dios las pondrá todas bajo Sus pies, con una autoridad y un poder
del que Él hará uso para sujetarlas a Él mismo. Ahora, de lo que hablamos,
sea con respecto al estado del hombre, o sea relativo a la gloria, es
evidentemente algo más que la presencia del Espíritu Santo, precioso
como eso es, y es eso lo que ocupa ahora al Señor. El Espíritu Santo iba
a ser dado a los discípulos, pero más que esto, Él los vería de nuevo (v.
16). Sin duda ellos le verían, cuando Él regresará en gloria, pero entonces
ya no se tratará de rendir un testimonio. Antes de aquel tiempo ellos le
verían por breve tiempo, pues Él iría entonces a Su Padre. Esto fue la
introducción de los discípulos a la comprensión de ese nuevo estado que
Cristo inauguró mediante Su resurrección, Hijo de Dios en poder. Ellos
habrían de ver al segundo Hombre allende la muerte, y habrían de estar
en comunicaciones vívidas con Él. No fue la revelación de las cosas
gloriosas de la nueva creación por el Espíritu Santo; esta revelación se les
iba a dar a ellos: era el propio Cristo, el Cristo que ellos habían conocido
durante los días de Su carne. "Yo mismo soy", Él dijo, "palpad." (Lucas
24:39). ¡Palabra conmovedora y preciosa! Era Él, a quien ellos habían
conocido y acompañado cada día y todo el día, quien había soportado sus
debilidades, sustentado su fe y animado sus corazones; era el mismo
Jesús que se mostró tan familiarmente con ellos como antes, aunque
totalmente en otro estado. Él se mostró, dijo Pedro, "no a todo el pueblo,
sino a testigos que habían sido antes escogidos de Dios; es decir a
nosotros, que comimos y bebimos con él después que resucitó de entre
los muertos." (Hechos 10:41 - VM). Era el mismo Cristo, pero lo que es
de trascendental importancia, la base de todo para nosotros, era Cristo
allende la muerte, allende el poder de Satanás, allende el juicio de Dios,
y allende el pecado; Él, quien había sido hecho pecado por nosotros, por
quien nuestros pecados han sido llevados y quitados, para que Dios no
los pueda recordar nunca más. Vemos aquí el eslabón entre Jesús,
conocido en Su humillación en medio nuestro en gracia, y el hombre en
su nuevo estado, conforme a los consejos de Dios, un estado en el cual
Él ya nunca más podía estar sometido a la muerte, ni puesto a prueba.

El Espíritu Santo es la fuente bendita de nuestros afectos correctos,


pero Él no puede, como Jesús, ser el objeto de ellos. Como Dios, nosotros
le amamos; pero, lo sabemos, Él no se hizo carne por nosotros, Él no
murió por nosotros, nosotros no podemos estar unidos a Él. No podemos
decir de Él como sí podemos decir del precioso Salvador: "el que santifica
y los que son santificados, de uno son todos; por lo cual no se avergüenza
de llamarlos hermanos." (Hebreos 2:11). No es un asunto acerca de
preferencia o de comparación; sería necedad hablar así de las Personas
divinas; pero el Espíritu Santo, en cuanto a Su Persona, no se ha colocado
en la intimidad en la que Jesús ha entrado con nosotros; un Hombre que
llama a los Suyos "amigos", quien es verdaderamente el Hijo de Dios y
con poder, pero que es un Hombre y un Hombre para siempre; el mismo
que ha estado en medio nuestro como Aquel que sirvió.

Entonces, estas palabras (v. 16, etc.), aunque su cumplimiento


pleno y entero sólo habrá de suceder cuando Cristo regrese, se refieren a
acontecimientos de trascendental importancia, los cuales, en Su muerte
y resurrección, demostraron, de una manera característica, qué estaba
haciendo Él y quién era Él. Antes que nada, Él iba a dejar a los Suyos, y
poner fin por Su muerte, a todas las relaciones de Dios con Israel y con
el hombre: "Todavía un poco, y no me veréis" - Él iba a morir. "Y de nuevo
un poco, y me veréis." Él no se iba a quedar, como los demás hombres,
en el polvo de la tumba; Él estaría con ellos de nuevo. Pero una vez más
ellos no le verían, pues Él no vino a ser un Mesías en la tierra, sino que Él
iba a Su Padre quien dominaba la muerte, y quien, después de haberle
resucitado, conforme a Su gloria, le tomaría a Él mismo en la gloria que
era de Él. Fue una serie de sucesos, los cuales, mientras constituían a los
discípulos testigos oculares del hecho de Su resurrección, pertenecían a
Su gloria personal y a la redención, para que todo lo que está conectado
con el primer hombre sea desechado, para la gloria que Él, el Hijo de Dios,
había tenido con el Padre antes de la fundación del mundo, y a la cual Él
estaba a punto de entrar nuevamente como Hombre para ordenar todas
las cosas en el tiempo adecuado, conforme a la gloria de Dios y Sus
consejos con respecto al Hombre en quien Él mismo se glorificaría.

El Señor responde al deseo oculto del corazón de Sus discípulos,


quienes procuraron en vano resolver el enigma que yacía en Sus palabras,
y que temían preguntarle algo; pero lo hace mostrándoles, antes que
nada, los sentimientos que tomarían posesión de sus corazones, y luego
el carácter verdadero de Su venida y de Su partida. Sus corazones serían
profundamente afligidos; ellos iban a perder a Aquel por quien ellos
habían dejado todo: la esperanza fundamentada en Él se estaba
desvaneciendo. El mundo, al contrario, se alegraría bastante al
deshacerse de Aquel que lo atribuló mediante el testimonio de la verdad
(v. 20). Pero Jesús dice a los Suyos que los vería nuevamente, y que la
tristeza de ellos se convertiría en gozo, como cuando una mujer da a luz
(v. 21). Y, de hecho, fue el nacimiento de la nueva creación. De esta
manera el gozo con que ellos serían llenados al verle de nuevo sería un
gozo eterno - un gozo que nada podría quitárselos.

Hasta aquí con respecto a los detalles humanos; pero el terreno de


la verdad es que el Hijo había salido del Padre y había venido al mundo,
y que Él dejó el mundo y fue al Padre (v. 28). Esta fue una declaración de
incalculable importancia, y fue pronunciada antes de que tanto la tristeza
de los discípulos por la pérdida de su Mesías, Hijo de David, como el gozo
de ellos al verle resucitar, se desvanecieran enteramente, reales e
importantes como estos sentimientos eran. De hecho, fue la revelación
de Dios mismo en gracia, y el cumplimiento de todos Sus caminos; el
Hombre en Cristo fue el objeto de ellos, y la gloria celestial en la que Él
estaba entrando ahora fue el resultado, el hecho real que estaba
ocurriendo. El Hijo, Hombre en este mundo; el Padre, revelado perfecta y
plenamente; aquellos que le habían recibido colocados en el lugar de hijos
con el Padre, coherederos con el Hijo; y siendo la casa del Padre el lugar
de su morada y bendición: esto es lo que la presencia y la partida de Jesús
significó. Ello estaba colocando el fundamento de toda la eternidad; la
revelación plena del Padre y del Hijo.

Verdaderamente, esto no fue hablar en alegorías (v. 29); pero los


discípulos no lo entendieron. Ellos admitieron plenamente que Él les había
hablado claramente, pero sus mentes no entraron en la fuerza de Sus
palabras. "Por esto", dijeron ellos, "creemos que has salido de Dios." (v.
30). Él había sabido lo que estaba pasando en sus mentes, y eso había
producido su efecto; además, Sus palabras eran sencillas. Pero venir de
Dios, verdadero como esto era, no era decir que Él había venido del Padre,
y que regresaba a Él. "¿Ahora creéis?" dijo el Señor; "Todos vosotros os
escandalizaréis de mí esta noche" (Mateo 26:31), "mas no estoy solo,
porque el Padre está conmigo." (Juan 16:32).

Podemos advertir aquí, que lo que caracteriza este Evangelio de


principio a fin, es que, aunque el Señor debe pasar por la muerte, Él no
habla de ella. Él había venido del Padre, y volvió allí nuevamente.
Nosotros vemos esto al comienzo del capítulo 13, y en otra parte.

Esto termina los discursos del Señor dirigidos a Sus discípulos. Él,
en presencia de lo que Su alma experimentaba, podía pensar en ellos y
decirles lo que era adecuado para consolarles y fortalecerles en el tiempo
de Su ausencia; se trataba del conocimiento espiritual de Él mismo; el
hecho de verle después de Su resurrección, lo cual fortalecería la fe de
ellos poderosamente; la presencia del Espíritu Santo, y finalmente, que el
hecho de ir al Padre, no era abandonarles, sino que Él iba a preparar para
ellos una morada en lo alto. Él estaría con ellos espiritualmente. Si ellos
confesaban Su nombre, esto traería sobre ellos persecución. En este
mundo ellos tendrían aflicción, pero en Él ellos tenían paz. ¡Bendito
pensamiento! En las circunstancias y en las cosas que estaban pasando,
ellos tendrían pruebas, sin duda dolorosas, pero que los separarían del
mundo, y que harían que sintieran el contraste entre lo que el mundo era
y la posición de ellos. Ellos habrían de tener paz interiormente, paz divina
en Él quien se manifestaba a ellos espiritualmente, sí, quien habría de
morar en ellos.

Además, Él había vencido al mundo. Esto, efectivamente, da ánimo,


para pensar que lo que tenemos que vencer es un enemigo ya vencido;
se trata de una palabra bendita para nuestras almas. Él fue delante de
nosotros en la batalla, y Él ha obtenido la victoria. De esta manera, como
he dicho, los discursos del Señor a Sus discípulos terminan aquí; pero
esto nos lleva a una posición aún más bienaventurada. No solamente se
nos concede oír las palabras divinas de Jesús, quien estaba pensando en
nosotros con un amor que no conoció límites, con una devoción que nos
da a conocer lo que el amor es (1 Juan 3:16); palabras de gracia, palabras
de verdad, palabras de Dios mismo, pero que estaban adaptadas al
hombre (Juan 3); palabras de donde obtenemos el conocimiento de lo
que Dios es para nosotros - se nos concede, yo digo, no solamente oír y
meditar acerca de estas palabras, sino que somos admitidos ahora a oír
a Jesús derramar Su corazón en el seno del Padre, y a entender que
nosotros somos un objeto de interés común para el Padre y el Hijo: este
es el tema del capítulo 17.
CAPÍTULO 17

La llave de entrada a este capítulo es la palabra "Padre." Al


comienzo, el Señor coloca los grandes fundamentos de la posición que Él
estaba tomando en ese momento, y luego los de la posición de los
discípulos. Después de eso, Él expresa cuál es la relación de ellos con el
Padre, y el lugar de ellos ante el mundo, y Él finaliza dando a conocer el
lugar de ellos con Él en el cielo, y el poder del amor del Padre durante la
estadía de ellos aquí abajo.

El Señor aquí, así como en todo el Evangelio de Juan, es


considerado desde el punto de vista de Su naturaleza divina, el Hijo del
Padre, pero, a la vez, nunca dejando al lugar de servicio. Él recibe todo,
y no se apropia de nada para Él mismo. Sólo una vez, en contraste con
un templo vacío, Él se presenta a los Judíos - al menos Él presenta Su
cuerpo - como el templo verdadero que, como Dios, Él reedificaría en tres
días. Pero en Su enseñanza, en la expresión personal de relación con el
Padre, Él nunca deja el lugar subordinado que Él había tomado en Su
servicio. Satanás, en el desierto, había tratado, pero en vano, de hacer
que Él lo dejara. Él obedecería, y Él fue obediente hasta la muerte. Aquí
también, Él no se apropia la gloria, pero habiendo llegado la hora, Él pide
a Su Padre que le glorifique. Es el Hijo del Padre quien es glorificado
conforme a los consejos de Dios. Es el Padre quien lo hace. En el capítulo
13, Jesús habla de Sí mismo como el Hijo del Hombre quien ha glorificado
a Dios, y eso en Su obra en la cruz. Entonces, habiendo sido Dios
glorificado, como Dios, el Hijo del Hombre entra, conforme al valor de Su
obra, en la gloria de Dios, que Él ha establecido en la tierra donde el
pecado reinaba. Allí, hombre hecho pecado, y el poder de Satanás, el
juicio y el amor de Dios se encontraron, y Dios ha sido plenamente
glorificado; lo que Él es ha sido manifestado y cumplido en la obediencia
del hombre. Aquí, es el Hijo, quien, habiendo manifestado y glorificado
perfectamente al Padre, entra de nuevo, siendo Hombre, en la gloria que
Él había tenido con Él antes que el mundo existiera (v. 5), para glorificarle
también a Él en esta nueva posición.

Su posición como Hijo, y lo que le pertenece siendo Hombre, es


declarada. Sus derechos son dobles: Él tiene poder sobre toda carne, pero
con el objeto de dar vida eterna a los que el Padre le había dado. Su
derecho al poder con respecto al hombre es universal*. Si el primer
hombre ha de tener poder conforme a la naturaleza, el Hijo, hecho
hombre, lo tiene de una manera sobrenatural. Pero aquí, en las palabras
del Salvador, sale a la luz una de las verdades más preciosas para
nosotros. Existen aquellos que el Padre ha dado al Hijo. Es el pensamiento
y el firme propósito del Padre. Ellos son dados al Hijo; el Padre los ha
encomendado a Sus manos, para que Él los pueda llevar a la gloria, para
que Él los pueda hacer aptos para la presencia, la naturaleza, y la gloria
de Dios, para todo lo que estaba en este firme propósito; y para que
Él pueda situarlos, conforme al amor infinito de Dios, en una posición que
ha de satisfacer a este amor, y que es la del Hijo, hecho Hombre con este
propósito. Podemos agregar que es una posición que responde al valor y
a la eficacia de la obra del Hijo para situarlos allí, no sólo externamente
(lo cual, no obstante, sería imposible), sino dotándolos con una naturaleza
adecuada a una posición tal. ¡Gracia maravillosa, de la cual nosotros
somos los objetos! Esta posición es vida eterna, una palabra cuyo
significado debemos examinar un poco. Es vida espiritual y divina - una
vida capaz de conocer a Dios y de gozar de Él, como respondiendo
moralmente a Su naturaleza, "santos y sin mancha delante de él en
amor." (Efesios 1:4 - RVR1909). Vida eterna, es decir, una vida no
meramente inmortal, sino que pertenece a un mundo que está fuera de
los sentidos; porque "las [cosas] que no se ven son eternas." (2 Corintios
4:18).

{* Es universal, es decir, se extiende a todas las cosas; pero aquí solamente el hombre está
en consideración.}

Pero existe algo más preciso que eso. En 1 Juan 1, nosotros vemos
claramente qué es la vida eterna: es Cristo. Lo que ellos habían visto,
contemplado, y palpado desde el principio, era Cristo, la vida eterna que
estaba con el Padre y que les había sido manifestada. Así nuevamente en
el capítulo 5: 11, 12: "Y éste es el testimonio, es a saber, que Dios nos
ha dado vida eterna, y que esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo,
tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios, no tiene vida." (1 Juan 5:
11, 12 - RVR1865). Pablo, en la Epístola a los Efesios ("Bendito el Dios y
Padre del Señor nuestro Jesucristo, el cual nos bendijo con toda bendición
espiritual en lugares celestiales en Cristo: Según nos escogió en él antes
de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha
delante de él en amor." Efesios 1: 3, 4 - RVR1909), nos presenta esta
vida en su doble carácter. En primer lugar, el carácter que responde a Su
naturaleza, lo que Cristo era y es personalmente; y en segundo lugar,
nuestra relación con el Padre; es decir, hijos, y eso en Su presencia.
Nosotros participamos de la naturaleza divina, y estamos en la posición
de Cristo: hijos según el beneplácito de la voluntad del Padre. Esa es la
naturaleza de esta vida.

Esta vida es presentada aquí objetivamente. De hecho, en nuestras


relaciones con Dios, aquello que es el objeto de la fe es el poder de vida
en nosotros. Así Pablo dice: "cuando Dios . . . tuvo a bien revelar a su
Hijo en mí" (Gálatas 1:15 - LBLA); pero al recibir, por gracia, por fe, al
Salvador que él iba a predicar a los demás, él recibió vida, pues Cristo es
nuestra vida. Pero, como ya he dicho, el nombre del Padre es la llave para
este capítulo. Dios es siempre el mismo; pero ni el nombre de
Todopoderoso, ni el de Jehová, ni el del Altísimo, llevan vida en sí mismos.
Debemos tenerlos para conocer a Dios de esta manera, pero el Padre
envió al Hijo para que nosotros vivamos por medio de Él (1 Juan 4:9), y
el que tiene al Hijo, y solamente él, tiene la vida (1 Juan 5:12). Pero el
Hijo ha manifestado plenamente al Padre; así que si el Hijo era recibido,
el Padre también lo era; y la vida se manifestaba en este conocimiento,
fe en la misión del Hijo, y por medio de Él, fe en el Padre enviando al Hijo,
en amor, como Salvador. La gloria del propio Cristo será la manifestación
plena de esta vida, y nosotros participaremos en ella, seremos
semejantes a Él. Con todo, es una vida interior, real y divina, por medio
de la cual nosotros vivimos, aunque la poseemos en estos pobres vasos
de barro. Ya no somos nosotros quienes vivimos, sino que Cristo vive en
nosotros. Bienaventuranza infinita y eterna que ya nos pertenece como
vida, según estas palabras: "El que tiene al Hijo, tiene la vida." (1 Juan
5:12). Pero esto también nos coloca ahora en la posición de hijos, y nos
lleva, después, a llevar la imagen de Cristo ("Y así como hemos llevado la
imagen del que fué del polvo, llevaremos también la imagen del celestial."
- 1 Corintios 15:49 - VM).

Noten, también, que en Él habita corporalmente toda la plenitud de


la Deidad (Colosenses 2:9). Sin embargo, esto no es lo que se nos
presenta aquí, sino los modos de Dios como Padre en gracia, y fuente de
toda bendición; es el Padre quien envía al Hijo. (Comparen con 1 Juan
4:14). Indudablemente, es el Espíritu Santo quien nos hace conocer al
Padre de esta manera, y quien nos hace capaces de tener comunión con
Él, y con Su Hijo Jesucristo. En este despliegue de gracia, Él es el poder
que obra en nosotros. El Padre, quien tuvo en Su gracia el pensamiento
de enviar, y quien de hecho ha enviado, a Su hijo al mundo; luego el Hijo
enviado de este modo, en quien esta gracia es conocida; tales son los
resultados que nosotros conocemos. El Padre, en Sus pensamientos
divinos y eternos, es la fuente de toda esta gracia infinita, y el Hijo es
Aquel en quien estos pensamientos son hechos realidad, quien se entregó
a Sí mismo para llevar a cabo todo, y para que podamos tener parte en
todo. Él se entregó, para llevar a cabo todo lo que se necesitaba para
llevarnos al Padre conforme a estos pensamientos; aptos para la
presencia de Dios, semejantes a Él, quien nos ha llevado allí. "Me
preparaste un cuerpo . . . He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu
voluntad." (Hebreos 10: 5-7 - RVR1977).

Observen, también, que no es la esencia de Su naturaleza lo que


se presenta aquí, sino el despliegue de la gracia. Aunque Él había tenido,
con el Padre, antes que el mundo existiera, la gloria a la cual Él iba a
entrar nuevamente, sin embargo, como hemos visto en todas partes, Él
es el Enviado del Padre; Él recibe todo de Él, y no toma la iniciativa en
nada de Su propia voluntad, excepto al emprender la obra que Él iba a
consumar; pero viene a hacer la voluntad del Padre. Él se despoja a Sí
mismo de esta parte de los derechos divinos, libre entonces para tomar a
Su cargo todo, teniendo la misma voluntad con el Padre. Pero la obra que
Él emprendió fue, de un extremo a otro, una obra de obediencia pura. La
obra fue hecha a Sus expensas, pero conforme a los pensamientos y a la
voluntad del Padre. Él nunca dejó la posición. Él pudo decir "yo soy" (Juan
8:58); pero Él vivió de toda palabra que salía de la boca de Dios. La
perfección de la obra fue la obediencia en amor. Adonai (el Señor) a quien
vemos en Isaías 6:1, este Jehová cuya gloria llena la tierra, es Cristo
(Juan 12: 39-41). Él es Adonai, a la diestra de Jehová, Adonai quien
quebranta a los reyes en el día de Su ira (Salmo 110:5).

Entonces, tales son las relaciones en que conocemos a Dios ahora.


No es simplemente un Dios supremo, el Altísimo; no es solamente Él "que
es y que era y que ha de venir" (Apocalipsis 1:5), Aquel que, siempre el
mismo, cumple Sus promesas; ni ya más el Dios poderoso, el
Todopoderoso quien guarda a los Suyos. Todo esto es verdad; pero estos
títulos están conectados con Dios gobernando el mundo, cumpliendo Sus
promesas, y guardando a los Suyos aquí abajo. Aquí es Dios mismo quien
se revela a Sí mismo como el Padre que ha enviado al Hijo, para llevarnos
a Él conforme a la manifestación plena de lo que Él es en Sí mismo,
participando moralmente de Su naturaleza, Sus propios hijos, y
destinados a ser semejantes a Cristo.

(V. 4, etc.). Ahora bien, el Hijo había glorificado plenamente al


Padre aquí abajo; había acabado la obra que el Padre le había confiado,
y Él pide ser readmitido en la gloria que había tenido con el Padre antes
que el mundo existiera. El Padre le había enviado, Él había glorificado al
Padre y había acabado la obra que Él tenía que hacer, y ahora Él iba a
regresar a Su gloria primera, la gloria del Hijo, pero Él entró nuevamente
en ella como hombre.

Hasta aquí, los fundamentos están colocados; Cristo buscando


siempre glorificar al Padre, incluso cuando Él debiera haber entrado de
nuevo en la gloria que le pertenecía. Todo estaba cumplido con respecto
a Su misión. Enviado de parte de Dios, y de Él, hecho hombre para
glorificarle aquí abajo, Él lo había hecho; pues el que ha visto al Hijo ha
visto al Padre. Entonces el recibe la gloria del Padre, y se sienta en Su
trono, un Hombre glorificado, pero Hijo, en la gloria eterna que Él había
tenido. Pero el objetivo de Su misión era también dar vida eterna a los
que el Padre le había dado. Ahora bien, aquellos que conocían a Dios de
esta manera, al Padre, y a Jesús, el Cristo que Él había enviado, poseían
esta vida.

Siendo colocada de esta manera la base de la posición completa de


los Suyos en Jesús, el Hijo del Padre, y en Su obra, Jesús continúa,
dirigiéndose aún al Padre. Él muestra cómo Él le ha revelado a los Suyos*
(v. 6), y había creado así en sus corazones la conciencia de la
inefablemente bienaventurada posición en la que, en virtud de Su
manifestación y de Su obra, ellos estaban colocados ahora; y, ante todo,
en relación con el Padre. El amor del Padre era la fuente de ello: El
Salvador dice, "los que me has dado." (v. 11). El Padre los había confiado
a la fidelidad del Hijo; en primer lugar, fidelidad hacia el Padre, para llevar
a Sus amados a Él, conforme a Sus pensamientos de bendición y gloria,
como hijos, es decir, como el propio Cristo; luego, por consiguiente,
conforme a su propio corazón de amor, fidelidad inagotable hacia nosotros
- ¡bendito sea Su nombre! Sin ella, nosotros nunca habríamos estado en
el gozo que ha sido destinado para nosotros; ella es ejercitada a través
de todos los sufrimientos que el pecado, en el que estábamos, producían
necesariamente; es ejercitada en cuanto a la carga de cuidado que
nuestra debilidad - la presencia de la carne en nosotros - y las
asechanzas de Satanás requerían, y requieren de Él.

{* "He manifestado tu nombre a los hombres que me diste del mundo." (Juan 17:6 - VM)}

Para hacernos conscientes de la posición que la gracia del Padre


nos ha dado, y que Su fidelidad nos ha asegurado, Él ha revelado el
nombre del Padre. El unigénito Hijo que gozaba inefablemente del afecto
del Padre (Juan 1:18), que fue visible, de hecho, en este mundo*, si el
mundo hubiese tenido ojos para verlo (Juan 1: 5, 10, 11); Él, el Hijo,
quien conocía al Padre como tal, le ha revelado a los discípulos. Él fue
siempre una revelación del Padre delante de sus ojos (Juan 14:9), pero,
además, Él les había hablado de Él: esta es una de las cosas que
caracterizan Sus comunicaciones. Es cierto que antes de haber recibido el
Espíritu Santo ellos apenas sacaron provecho de ellas, pero aquello por
medio de lo cual podrían haber sacado provecho estaba allí delante de
ellos. ¡Cuán lamentable! ni una vez ellos entendieron lo que el Señor les
dijo. Pero Él no habla aquí de la falta de inteligencia en ellos, Él habla de
la revelación misma que se les había hecho, atribuyéndoles la posesión
de todo el valor de dicha revelación. Además, es lo que Él siempre hacía,
incluso cuando ellos declaraban que no lo entendían (Juan 14: 4, 5), pues
ellos tenían una fe verdadera en Él, en quien todo se hallaba.
{* Pues, efectivamente, el mundo había visto, y había aborrecido a Él y a Su Padre (ver Juan
15:24).}

Él dice también: "han guardado tu palabra" (v. 6); y,


verdaderamente, cualquiera que pudiera haber sido su ignorancia, ellos,
por gracia, habían andado fielmente con Jesús. "¿a quién iremos?" dijo
Pedro, "Tú tienes palabras de vida eterna." (Juan 6:68). Ellos le habían
reconocido también como Hijo de Dios; Él les había comunicado, por
consiguiente, la relación en la que Él estaba con el Padre en este mundo,
y cualquiera fuese el grado de inteligencia de ellos, Él los situó en la
misma relación.

Pero Él hizo más; les comunicó todos los privilegios, que por parte
del Padre, le pertenecían a Él en la tierra; los privilegios inherentes a Su
posición de Hijo aquí abajo. Ya no era más la gloria y el honor real que el
Mesías había de recibir de Jehová; ellos habían entendido que lo que Él
tenía, pertenecía al Hijo, al Hijo que se había despojado, y había
descendido a un estado de humillación, y humillación aquí abajo, para
manifestar toda la gloria del poder de Dios en bondad, quitando no sólo
el pecado, sino todas las miserias que eran fruto de él. Ellos habían
comprendido que lo que Jesús había recibido del Padre como Hijo del
Hombre en la tierra, era todo lo que pertenecía al Hijo de Dios (v. 7).

Pero este privilegio que les había sido otorgado, dependía de otro,
o era realizado en otro, que era mayor aún. Él había compartido con ellos
todas las comunicaciones íntimas que el Padre le había hecho como Hijo
aquí abajo. Todo lo que pertenecía a esta posición es lo que nos ocupa
aquí - lo del Hijo en la tierra. "Las palabras que me diste, les he dado."
(v. 8). ¡Gracia inmensa! Fue, en efecto, situarlos a ellos en Su misma
posición con el Padre. Él les había revelado el nombre del Padre. Fue
situarlos, de hecho y de derecho, en Su relación de Hijo con el Padre. Pero
Cristo, habiendo sido Hijo aquí en la tierra, y habiendo venido a consumar
la obra que el Padre le había dado que hiciera, había recibido, por derecho
propio, comunicaciones íntimas de Él, para que todo pudiera ser hecho en
una unidad perfecta e infalible con el Padre. Esto fue, para el Salvador, el
aspecto bienaventurado de Su vida. Ahora bien, habiendo situado a los
discípulos (pues Él habla aquí de los once) en la misma relación con el
Padre que aquella en que Él estaba por naturaleza y por derecho, la
posición de ellos no iba a ser estéril y seca, sino provista con todas las
comunicaciones que pertenecían a Él, y que Jesús gozaba. Y esta es la
gracia que ha sido hecha de ellos. Estaría bien, antes de seguir más
adelante, hacer aquí dos o tres observaciones.
Esta parte de las palabras del Salvador (versículos 6 al 10, e incluso
hasta el versículo 19, aunque esta última porción trata de los discípulos
bajo otro punto de vista) es aplicable a los once, como compañeros de
Cristo en la tierra. Él les había revelado el nombre del Padre; Él los estaba
colocando en la relación en que Él mismo estaba con el Padre, como Hijo,
pero morando en la tierra. Las comunicaciones que Él recibió le fueron
hechas como estando allí, y fueron las que Él les comunicó. Yo no tengo
absolutamente ninguna duda que Jesús habló de lo que Él conocía, y dio
testimonio de lo que Él había visto, ni de que el hecho que Él podía decir
de Sí mismo, "el Hijo del Hombre, que está en el cielo." (Juan 3:13), tuvo
una influencia esencial en Su ministerio. Pero Él fue la manifestación de
la gracia y la verdad aquí abajo, y hasta el tiempo en que Él estuvo
hablando, no se trataba de hacer que los discípulos tomaran conciencia
de que ellos estaban en Él en el cielo; eso estaba a punto de suceder. En
el versículo 24, este pensamiento, no aún de unión, sino por lo menos de
asociación con Él en el cielo, comienza a aparecer. Ciertamente que Su
objetivo no fue mantener el Judaísmo, sino presentar lo que manifestó al
Padre, gracia y verdad venidas en Él, el carácter de Dios en un Hombre
aquí abajo mostrado plenamente. No fue, tampoco, el hacer patente los
consejos de Dios y los misterios de la gracia, del modo que Pablo nos los
enseña; ese es un fruto de Jesús estando glorificado. El sol había brillado
detrás de las nubes en las dispensaciones anteriores; incluso ahora se
trata de fe que echa mano de ello; al final, su manifestación tendrá un
carácter terrenal; pero aquí las nubes se dispersan, y el sol mismo
aparece. El Padre en plenitud de gracia, envía al Hijo; el Hijo manifiesta
perfectamente al Padre, y le glorifica, y los discípulos entienden que todo
lo que el Padre había dado a Jesús era el don del Padre al Hijo aquí abajo
(no, como he dicho, de Jehová al Mesías), que el Padre le había enviado
en gracia soberana, y que Él había venido (o, salido) del Padre.

Tal es la base de la oración de Jesús. Fue por ellos que Él oró, no


por el mundo. El mundo fue juzgado, pero el Padre le había dado Sus
discípulos (v. 9); verdad muy preciosa, fuente de todas nuestras
bendiciones y lo que las caracteriza. Ahora bien, el Señor, al dejar a Sus
discípulos, ora por ellos, con motivos infinitamente conmovedores, lo cual
abre también a nuestra vista la esfera en que nosotros somos
introducidos. Todo pertenece a esta revelación del Padre en el Hijo - el
Objeto, y al mismo tiempo el Revelador, de Su más tierno amor, y a la
introducción de los discípulos en la misma relación.

El primer motivo se halla en estas palabras: "Yo ruego por ellos . .


. porque tuyos son." (v. 9). Para el Hijo amado, el Padre era todo; Él vivió
para glorificarle, y Él ora para que el Padre pueda ser para los que son
Suyos, un Padre tal como Él mismo le conocía.
El segundo motivo es el Hijo. El Padre cuidaba la gloria del Hijo;
debido a esto, Él iba a cuidar de Sus discípulos, pues ahora que Jesús
estaba regresando al Padre, es en ellos que Él iba a ser glorificado. El
Padre los guardaría debido que ellos le pertenecían a Él, y para que en
ellos el Hijo fuese glorificado. Era necesario que ellos fueran guardados si
el Padre cuidaba la gloria del Hijo. Ahora bien, no había ninguna
separación entre los intereses y la gloria del Padre y los intereses y la
gloria del Hijo. Todo lo que pertenecía al Padre pertenecía al Hijo, y todo
lo que pertenecía al Hijo pertenecía al Padre (v. 10). ¡Qué vínculo entre
el Padre, el Hijo, y los discípulos! Ellos pertenecían al Padre, el Padre los
había dado al Hijo, y era en ellos que el Hijo iba a ser glorificado. La
posición de ellos en ese momento, la cual brindó la ocasión para la
petición, fue que Jesús estaba yendo del mundo al Padre, y que Él estaba
dejando a Sus discípulos aquí abajo (v. 11).

Luego Jesús indica el nombre según el cual el Padre iba a


guardarlos: "Padre santo." (V. 11), a guardarlos con el afecto de un Padre,
y conforme a la santidad de Su naturaleza. Él los había guardado en este
nombre durante Su estadía aquí abajo (v. 12), y ahora Él los entrega al
cuidado inmediato del Padre, según el amor hacia ellos común al Padre y
al Hijo, y siempre bajo el nombre de "Padre santo." "Padre santo,
guárdalos en tu nombre, el nombre que me has dado." (v. 11 - LBLA)*.
Cristo fue aquí abajo el Hijo del Padre, y como tal Él respondió también a
la santidad del Padre en todos Sus caminos y Sus pensamientos. La
voluntad del Padre fue ejemplificada en Su vida; Él manifestó en Sí mismo
al "Padre santo." Él oraba ahora para que sus discípulos pudieran ser
guardados por medio de lo que el Padre era en esta relación con Jesús. El
Señor estuvo en ella, vivió en ella; el que le había visto había visto al
Padre. Así como con Israel, Él podía haber dicho: "obedece su voz; no
seas rebelde contra él . . . porque en él está mi nombre." (Éxodo 23:21 -
LBLA). Así el Padre y Él eran uno, no sólo en naturaleza, sino en
pensamientos, actos, movimientos de la voluntad. Cristo, en Su vida, fue
uno con el Padre santo.

{* Esta es la mejor traducción: el 'Textus Receptus' (N. del T.: y la RVR60) reza, "a los que
me has dado."}

Cristo oró por los Suyos, para que pudieran ser guardados por el
Padre en ese nombre. Él estaba allí por naturaleza; era Su lugar en la
tierra; ellos necesitaban ser guardados allí. Él los había guardado
mientras había estado en este mundo; Él los entregaba ahora al Padre,
para que Él los guardase de este modo, para que pudiera haber el mismo
pensamiento, el mismo propósito, y para que todas sus palabras y
acciones pudieran responder a ello; para que la expresión de la vida de
cada uno de ellos y de todos juntos, pudiera ser la del Señor en Su
relación con el Padre, según la importancia y valor de este nombre. Luego
el Señor hablará de los medios de mediación (o, intercesión); aquí, lo que
Él presenta es el hecho. Los discípulos habían de ser uno - un sencillo
vaso de la vida, de los pensamientos, de la revelación del Padre mismo,
como Cristo lo había sido. "Padre", el nombre de gracia, de Dios enviando
al Hijo, el Hijo revelándole como tal; y "santidad" conforme a lo que el
Padre es - esto es lo que había de caracterizarlos, y por el poder del
Espíritu Santo*, todos, como una sola entidad, habían de ser solamente
esto en medio del mundo; ellos debían representar a Cristo en esta
relación con el Padre. Es evidente que si entre ellos había diferentes
pensamientos o propósitos, ellos fracasarían en cuanto a esta posición. El
Padre y el Hijo eran uno de esta manera cuando el Hijo estuvo aquí abajo;
esto era lo que ellos habían de ser entre ellos mismos conforme a la
relación en que Cristo había estado. El nombre del "Padre" es el que se le
había dado a Él, para que pudiera manifestarlo en este mundo; y,
conforme a Su santidad, no hubo nada de este mundo en Él que opacase
la revelación de lo que el Padre era.

{* El Espíritu Santo no es el tema aquí, pero Él es, no obstante, el poder que había de producir
esta vida en los discípulos.}

Tal era la posición de ellos; pero no era aún la misión de ellos.


Siendo de esta forma, significaba tener el gozo de Cristo cumplido en ellos
(v. 13). Efectivamente, se trataba del gozo del Salvador, hombre aquí
abajo. Gracia infinita para ellos, y, en un cierto sentido, para todos
nosotros. (Comparen con 1 Juan 1: 1-4). La suma de todo es, que la
relación del Hijo aquí abajo con el Padre santo, el nombre en el cual Él
había guardado a Sus discípulos cuando estuvo aquí abajo, iba a ser el
resguardo de ellos directamente de parte del Padre.

Él los envía a este mundo, habiéndoles dado la palabra del Padre


(v. 14) - esta revelación, no de las dispensaciones de Dios en su gobierno
del mundo, sino la relevación del Padre en gracia - una revelación, no de
los consejos de Dios para el futuro en Cristo, sino una revelación que hizo
conocido al Padre mismo, como habiendo enviado al Hijo, y poniendo en
relación con Dios conforme a Su naturaleza, aquello que será la bendición
eterna cuando no habrá ya más ninguna dispensación.

Ahora bien, esto es lo que atrajo sobre ellos el odio del mundo. La
presencia de ellos, representando al Padre en testimonio, decía al mundo
que no todo le pertenecía; que lo que era de Dios no le pertenecía. Había
hombres que estaban en relación con el Padre; pero la consecuencia de
esto fue que ellos no eran del mundo. No se ejecutó juicio, pero la
separación fue hecha.

Cristo no oró para que ellos pudieran ser sacados (o, quitados) del
mundo, aunque no pertenecían a él, como Él mismo no pertenecía a él,
sino que ellos pudieran ser guardados del mal, de la influencia del mundo
que los rodeaba negativamente (vv. 15, 16). No sólo eso, sino que
pudieran ser santificados, apartados de corazón y de hecho por la palabra
del Padre (v. 17); no se trataba de profecía, ni del gobierno del mundo,
sino de la relevación del Padre en Su gracia en Cristo: el gozo eterno de
Su comunión. Era la verdad inmutable, eterna: Cristo lo había sido y
siempre lo es, pero ellos debían ser testigos de ello, siendo enviados por
el Hijo al mundo, como el Hijo había sido enviado a él por el Padre.

Ahora bien, para el cumplimiento de esta santificación en ellos, un


objeto es introducido en la Persona de Cristo mismo - yo creo que es
Cristo glorificado; sin embargo, Su Persona permanece la misma. Uno
podría haber supuesto que el Hijo, eternamente Uno con el Padre en Su
naturaleza divina, y que había sido Hijo aquí abajo, introduciendo esta
relación en la naturaleza humana, pero siempre capacitado para decir:
"Yo y mi Padre somos uno." (Juan 10:30 - RVR1865); uno podría haber
supuesto, yo digo, que Él habría puesto a un lado este aspecto exterior
humano al dejar este mundo, para entrar de nuevo en Su posición
absolutamente divina. ¡Pero no! Él lo conserva en la gloria. Él se establece
aparte en la gloria como Hombre; siempre Hijo, pero en la gloria que Él
tenía con el Padre antes de que el mundo existiera, para que esta relación
con el Padre, en la cual el hombre es situado en Su Persona, pudiera ser
revelada eficazmente en su perfección y en su plenitud a los corazones
de los discípulos, para que estos corazones llenos con lo que Él era,
pudieran ser santificados al mismo tiempo, conforme a esta perfección, y
adecuarlos así para ser los instrumentos de ello en su testimonio. De esta
manera, la verdad de lo que el Padre es - la verdad que los santificaba -
no era, por decirlo así, una doctrina seca, aplicada a sus almas para
formarlos, juzgando el mal y comunicando lo que era apropiado, sino una
realidad viva que los colocaba en esta posición, con todos los afectos que
estaban conectados con una Persona, en quien ellos estaban y que estaba
en ellos, un Salvador conocido y amado, quien había estado ligado con
ellos en gracia. Toda la plenitud del resultado de esta relación, establecida
en su perfección en el cielo, formó el corazón de ellos conforme a esta
perfección.

Esto es lo que completa lo que Jesús pide para los discípulos delante
del Padre, y en testimonio ante el mundo: la revelación del nombre del
Padre conocido en la Persona del Hijo, Hombre en este mundo y en la
gloria. Pero esta oración no se detiene allí; ¡bendito sea Su nombre para
siempre!

(V. 20 y ss.). Jesús ora también por los que habían de creer por
medio de ellos; pero la petición no es igual a la que Él hizo por los
discípulos, aunque depende de ella. Para ellos Él pidió una unidad análoga
a la que existía entre el Padre y el Hijo en la obra de redención; los mismos
pensamientos, los mismos consejos, la misma verdad. Él Hijo llevó a cabo
los pensamientos del Padre en la unidad de la misma naturaleza. Ellos
habían de actuar, mediante el cautivante poder del Espíritu Santo, en la
obra de testimonio, como siendo absoluta y enteramente uno. No existió
ninguna divergencia entre los pensamientos, los consejos, la voluntad del
Padre, y el testimonio y obediencia del Hijo; y, por gracia, los discípulos
llegaron a ser 'el depositario', uno y todos juntos, del testimonio de la
revelación del Padre en el Hijo. Asimismo, habiéndoles sido confiada la
palabra del Padre, la función de ellos era comunicarla a los demás. Ellos
eran comunicadores de estas verdades; los demás, por quienes el Señor
ora ahora, recibían este testimonio, y entraban así en comunión con
aquellos que estaban en la unidad de esta gracia. (Comparen con 1 Juan
1: 1-4). Ellos gozaban de todo lo que los discípulos eran depositarios. El
Señor ora para que puedan ser uno con ellos, el Padre y el Hijo (v. 21).
La base de la unión de ellos es siempre el Padre revelado en el Hijo. Ahora
bien, esta revelación les dio un objeto celestial, un único y mismo objeto
que absorbía los afectos del corazón, y que destruía así la influencia de
los objetos terrenales que habrían tendido a dividirlos, tales como su
posición social o nacional, e incluso lo que era aún más difícil, su posición
religiosa. Ellos eran Cristianos, hijos del Padre, asociados con Cristo; la
patria de ellos era el cielo. Peregrinos y extranjeros aquí abajo, ellos
declaraban claramente que buscaban su país natal. Ahora, en esto, ellos
eran necesariamente uno; uno en su origen, uno en su objeto, y eso con
Cristo mismo, el Hijo del Padre. El que santificaba y los que eran
santificados de uno eran todos. (Vean Hebreos 2:11). Ellos formaban
parte de la compañía de aquellos a quienes el Señor había dicho: "Subo
a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios." (Juan 20:17).
En esta posición espiritual, ellos eran uno en el Padre y en el Hijo, quienes
eran uno en ellos mismos, y todos juntos vivían en esta comunión. De
este modo, en 1 Juan 1, leemos, "para que también vosotros tengáis
comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el
Padre, y con su Hijo Jesucristo", y entonces tenemos comunión "unos con
otros."

De esta manera, debido al hecho de ser Cristianos, traídos al


conocimiento del Padre en el Hijo, los motivos que animan y gobiernan el
mundo, habían desaparecido: "como es el celestial, así son también los
que son celestiales." (1 Corintios 15:48). En este caso Juan nunca habla
de las inconsistencias que pueden ser mostradas en el andar, ni tampoco
el Salvador, sino que Él habla de la cosa en sí misma. Ahora, el mundo
tenía que ver esta unidad (comparen con Hechos 2 y 4), y la desaparición
de todos los motivos que gobiernan este mundo, un claro testimonio de
la revelación del Padre en el Hijo. Era el testimonio de que el Padre había
enviado al Hijo al mundo; pues se ve allí un pueblo formado por un poder
que no era en absoluto del mundo, y el cual, al derribar todas las barreras
humanas, les daría un solo corazón y una sola alma, de modo que ellos
fueron testigos incontrarrestables de la realidad de lo que los gobernaba.
Así son los Cristianos, conducidos por la palabra del Padre, sometidos a
la influencia de esta Palabra, y viviendo por ella.

Observen que el tema aquí no es la unidad de la iglesia - Juan nunca


habla de ello - sino de la familia de Dios. No se trata de los consejos de
Dios, sino del efecto y la realización de la revelación del Padre en el Hijo;
pero ellos son identificados con Cristo en todo.

La tercera unidad es en gloria. La primera fue expresada mediante


estas palabras, "así como nosotros" (versículo 11); la segunda, mediante
"uno en nosotros" (Versículo 21); y esta tercera unidad, es expresada por
las palabras "así como nosotros somos uno" (versículo 22), y por "Yo en
ellos, y tú en mí" (versículo 23); cumplido de esta manera, traídos a la
perfección en uno. Se trata aquí del resultado en gloria.

Nosotros hemos visto que la doctrina del capítulo, la vida eterna,


es el conocimiento del Padre, y de Cristo enviado por Él. ahora bien, esto
se cumple en la gloria. Antes que nada, Cristo como hombre, Hijo de Dios,
en gloria, es la fuente de la santificación de los Suyos conforme a ese
conocimiento, los discípulos y los que creían por medio de ellos, siendo
introducidos en espíritu en la posición donde Cristo estaba. En segundo
lugar, esta relación de asociación con Cristo es transferida a la gloria
delante del Padre; no como lo es ahora, comprendida por medio de la fe,
sino que ellos mismos son transformados en esta gloria. Es unión,
perfecta en naturaleza, pensamiento, y estado - "así como nosotros
somos uno" (v. 22); Cristo en ellos, para que la posición de ellos fuera
comprendida plenamente, y el Padre en Cristo, para que la conexión
espiritual que hemos visto a través de todo el capítulo - el Padre revelado
en el Hijo, y Cristo revelado en los discípulos y en los creyentes - no sólo
fuera ahora conocida espiritualmente, sino gloriosamente comprendida.

Pero observemos aquí lo que es sorprendente e importante. Las


tres unidades se relacionan con el mundo. En primer lugar, la Palabra de
Dios ha sido confiada a los discípulos, depositarios conjuntamente de la
verdad, de manera que el mundo los aborreció (versículos 11 al 14);
luego, en segundo lugar, tenemos la unidad de comunión, para que el
mundo pudiera creer (v. 21) al ver el efecto y el poder del testimonio allí
presente; luego, en tercer lugar, los discípulos y los creyentes son hechos
partícipes de la gloria dada al Hijo del Hombre; Él en ellos, y el Padre en
Él, para que el total de estos pensamientos, de gracia tan infinita que une
al Padre, al Hijo como Hombre, y a los creyentes, siendo manifestado en
gloria, el mundo conocerá (y no creerá) que el Hijo de Dios había sido
enviado del Padre, y que los creyentes eran amados por el Padre como el
Hijo mismo. La prueba de ello estará allí: el Hijo manifestado en gloria, y
los creyentes en la misma gloria en que Él está. Este será el cumplimiento
visible de la doctrina, de la verdad maravillosa de la cual el capítulo se
ocupa: el Padre en el Hijo como Hombre, y los creyentes glorificados con
Él. Pero, sea esta una escena de testimonio o de gloria, es el mundo el
que está ante nuestros ojos.

Este no es el caso en lo que sigue a continuación, y es esto lo que


da realmente otro carácter a estos últimos versículos. "Padre, aquellos
que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén
conmigo, para que vean mi gloria que me has dado; porque me has
amado desde antes de la fundación del mundo." (v. 24). Vemos aquí, tal
como hemos visto en toda partes, que Cristo habla de Él mismo como
hombre, despojado exteriormente de la gloria divina en la que Él había
estado - la "forma de Dios" como leemos en Filipenses 2:6 - y habiendo
tomado "forma de siervo" (Filipenses 2:7) en humana naturaleza. El Padre
ha dado la gloria en lo alto al Hombre Cristo. Él había tenido, Él dice en
este mismo capítulo, esta gloria con el Padre antes de la fundación del
mundo, pero iba a regresar a ella como hombre, pues es claro que como
hombre Él nunca la había tenido. Él no había sido glorificado aún. Nunca,
aquí abajo, aunque Él dijo y demostró que Él era uno con el Padre, y "yo
soy" (Juan 8:58), y dijo a los Judíos: "Destruid este templo [Su cuerpo
donde Dios estaba], y en tres días lo levantaré." (Juan 2:19); Él nunca
habría salido de esta posición de siervo: Él tomó un cuerpo para ser
obediente a Su Padre (ver Salmo 40). Además, un hombre que no lo
hubiera estado, habría estado por el hecho mismo, en el mal: fue a esto
donde Satanás procuró llevarle (ver Mateo 4). El Padre había proclamado:
"Este es mi Hijo amado" (Mateo 3:17); y en la primera tentación, Satanás
le dice: "Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan."
(Mateo 4:3); pero el Señor resistió sus asechanzas, rehusando dejar el
lugar de obediencia. "No sólo de pan vivirá el hombre," Él dice, " sino de
toda palabra que sale de la boca de Dios." (Mateo 4:4). De esta manera,
al hablar como Hombre en medio de los Suyos, Él habla de la gloria en
que Él iba a entrar, como siéndole dada por Dios. No obstante, Él la
presenta aquí objetivamente como Su gloria personal.
Él había sido amado antes de la fundación del mundo (Juan 17:24).
Nosotros hemos aprendido, al comienzo del capítulo, que Él había tenido
con el Padre, antes de la fundación del mundo, la gloria en la que Él iba a
entrar ahora como Hombre. No se trata de que aquí haya dos glorias;
pero yo no creo que los ojos humanos puedan soportar aquí abajo la gloria
tal como es vista en el cielo. La gloria vista en la tierra será como aquella
en que Moisés y Elías aparecieron en el monte de la transfiguración - la
gloria del reino. Pero leemos en Lucas 9 que los discípulos entraron en la
nube, la Shekiná. Moisés había hablado a Dios, cuando Dios descendió en
la nube, pero él no entró en ella. Pero nosotros le veremos tal como Él es
allí, en la casa del Padre. Los discípulos habían sufrido en la tierra, y le
habían visto sufrir. Él iba a ser crucificado, y Él pidió, por tanto, que ellos
vieran Su gloria en lo alto, con el Padre. Fue la respuesta a la ignominia
a la que Él había sido expuesto por Su amor por nosotros, y por la gloria
de Su Padre.

Pero esta petición se relaciona también con otra verdad solemne.


Él iba a sufrir; la historia de Sus sufrimientos comienza en al capítulo
siguiente. El mundo le había rechazado; el Padre debe decidir entre Él y
el mundo. Él había revelado plenamente al Padre, y el mundo no le había
conocido a Él, quien se había manifestado en Cristo. Fue ceguera moral
que vio allí solamente al hijo del carpintero, donde el Padre había sido
manifestado en toda Su gracia y en toda Su bondad. Pero Jesús, como
hombre en el mundo, había conocido al Padre, y los discípulos habían
conocido que fue el Padre quien le había enviado. Ahora el final había
llegado, el término de su carrera terrenal; el resultado se iba a manifestar.
La justicia del Padre estaba por situarle en Su casa, y el mundo era dejado
sin Dios, quien había estado allí en gracia, y sin el Salvador.

Noten que cuando Él ora por los Suyos, Jesús dice, "Padre santo."
Él deseaba que ellos fueran guardados conforme a este nombre - hijos
con Él, y santificados conforme a esta revelación del Padre que Cristo
disfrutó, y de la que Él era el instrumento para los demás. Él dice ahora,
"Padre justo" (v. 25). El Padre iba a decidir entre Él y aquellos que le
habían recibido, por una parte, y el mundo que le había rechazado a Él
por la otra. Un momento solemne para el mundo, cuando Aquel que había
venido en pura gracia (2 Corintios 5:19) oró, después de haber
manifestado y glorificado fielmente al Padre, para que el propio Padre
decidiera en justicia entre Él y el mundo. La respuesta siguió muy pronto,
cuando Jesús se sentó en el trono del Padre.

Pero tenemos que hacer notar aquí algo más. En primer lugar la
unión de la Persona divina del Hijo, y de la humanidad del Salvador. El
Padre le había amado antes de la fundación del mundo; Él mismo, Hijo
del Padre, antes que hubiera existido un mundo. Pero en contraste con el
mundo, Él había conocido al Padre, es decir, como Hombre aquí abajo, y
asocia a los discípulos con Él mismo, pidiendo que ellos estuvieran donde
Él iba a estar, reconociendo al mismo tiempo Su gloria personal. Él pidió
que ellos vieran Su gloria, la gloria que Él había tenido como amado por
el Padre antes que el mundo existiera. Es la verdad preciosa, que es como
un hilo uniendo todo el capítulo; pero aquí, lo que más se presenta, es Su
Persona como Hijo del Padre, y Hombre, y la asociación de los discípulos
con Él. Pero ¡qué gracia se nos presenta aquí! Nosotros estaremos con
Cristo, semejantes a Cristo; veremos Su gloria, la gloria de Aquel que ha
sido humillado por nosotros; una gloria que Él tenía con el Padre antes de
la fundación del mundo - pero Hombre para siempre jamás.

Pero esto aún no es todo. Está nuestra relación con el Padre, igual
a la de Cristo: "Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro
Dios." (Juan 20:17); es decir, donde Cristo está aún como Hijo, y como
Hombre. Nosotros ya disfrutamos esta relación. Cuando Cristo vendrá de
nuevo, el mundo conocerá que nosotros hemos sido amados, como Cristo
ha sido amado; pero nosotros ya tenemos el gozo de ello, aquí abajo. El
nombre del Padre ya nos ha sido manifestado cuando Cristo estuvo en la
tierra, aunque poco comprendido por los discípulos. Pero desde el
descenso del Espíritu Santo, descendido en virtud de la presencia del
Hombre Cristo en el cielo, este nombre es manifestado nuevamente, y el
Espíritu es el Espíritu de adopción.

¡Qué gracia inmensa, perfecta, e íntima! Amor, que es el amor con


que Dios ama, infinito, perfecto, en su naturaleza, excluyendo a todo lo
que no es él mismo; íntimo, es el amor del Padre por el Hijo mismo, y
Cristo en nosotros para derramarlo en nuestros corazones, y capacitarnos
para disfrutarlo, y eso en su perfecta intimidad, pues es Cristo en
nosotros, para darle su carácter apropiado en nosotros.

El mundo conocerá objetivamente el amor con que hemos sido


amados, cuando apareceremos en la misma gloria de Cristo; nosotros
mismos lo conocemos, como siendo los objetos conscientes de él;
conociendo este amor en el Padre, en el Hijo como siendo su objeto
valioso e infinito, y nosotros - estando Él en nosotros - participando en
este amor de la manera en que Él lo goza como Hombre. Sólo Dios pudo
tener pensamientos semejantes.

CAPÍTULO 18
Nosotros hemos pasado a través del maravilloso capítulo, en el cual
se nos presenta la conmovedora revelación de la comunión del Hijo con
el Padre con respecto al objetivo del común interés de ellos, los hijos, es
decir, creyentes siendo colocados en relación con el Padre por Su
revelación en el Hijo. Mientras más pensamos en ello, más sentimos cuán
maravilloso es ser admitidos a oír tales comunicaciones.

Pero continuemos nuestro estudio del Evangelio. Lo que sigue a


continuación, es el relato de los últimos sucesos de la vida de Cristo, así
también como de Su muerte, de Su resurrección y todo lo que pertenece
a ellos. Los sufrimientos de Cristo no son el tema del Evangelio de Juan,
sino Su Persona divina, y este carácter es hallado nuevamente aquí.
Nosotros no encontramos sufrimientos en Getsemaní o en la cruz, sino un
testimonio directo rendido a Su divinidad, en cuanto a Su obediencia
humana perfecta. Hay otro elemento menos importante, pero que
aparece en una luz clara; se trata del hecho de que los Judíos son
desechados moralmente, un asunto que provoca dolor al propio Salvador
y a nosotros, para lo cual la soberana gracia de Dios proporcionará un
remedio; pero ellos caen aquí en un marcado desprecio, incluso de parte
de los Gentiles.

Al no ser relatados los sufrimientos de Cristo, hay una cantidad de


detalles mucho menor. Lo que se coloca en primer plano en el relato son
grandes principios, grandes hechos, o al menos estas cosas brotan de él.
Yo espero que el hecho de pasar revista a los diferentes relatos hallados
en los Evangelios de lo que sucedió en Getsemaní y en la cruz no será
obstaculizar demasiado a las almas.

En Mateo, Cristo es la Víctima; no hay consolador ni consolación,


sino el sueño de los Suyos, y la traición con besos en Getsemaní; y en la
cruz las palabras: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?"
(Mateo 27:46). Marcos proporciona los mismos hechos en este respecto.
En Juan, nosotros veremos pronto, no es una cuestión de sufrimientos,
ya sea en Getsemaní, o en la cruz; se trata del Hijo de Dios quien se
entrega a Sí mismo. En Lucas tenemos más angustia humana en
Getsemaní, pero ninguna en la cruz. Hablaremos más adelante de lo que
se relata en el Evangelio de Juan. En el Evangelio de Mateo es sencillo:
se trata del Cordero conducido al matadero, el Cordero que no abrió Su
boca, excepto para reconocerse Él mismo como tal, y abandonado de Dios
por nosotros. En Lucas, yo veo al Hijo del Hombre, y cada circunstancia
responde al carácter del Evangelio. De esta manera, como Hombre, Su
genealogía sube hasta Adán; Él es el Hombre que siempre está orando;
en Getsemaní, teniendo a la vista la terrible copa que Él tenía que beber,
Él es Hombre comprendiendo de antemano lo que Él tendría que sufrir,
como siendo hecho pecado. Él estuvo en una agonía (que sólo aparece
relatada en Lucas) pero que sólo sirvió para mostrar Su perfección; Él oró
más fervientemente; Él estuvo como un Hombre con Dios; Él pasó por
toda la angustia en Su alma. En la cruz, no se nos presenta ningún
sufrimiento en absoluto. Todo el resto (aquello que vemos en los otros
Evangelios) permanece verdadero, pero es contemplado desde otro
aspecto, el Salvador es presentado en otro aspecto. Los sufrimientos han
pasado; Él pide perdón para los Judíos; Él promete el paraíso al ladrón;
luego, cuando todo ha terminado, Él entrega Su espíritu a Su Padre. Es
gracia y paz en Su alma, cuando Él ha llevado todo a cabo. El abandono
de Dios había tenido lugar, pero este no es el lado de la historia que Lucas
presenta.

Es bueno comentar aquí también, que los otros tres Evangelios


(Mateo, Marcos, y Lucas) relatan Su controversia con las diferentes clases
de los Judíos en Su última entrada en Jerusalén, cuya incredulidad es
colocada en plena luz. En Juan, cuando esta incredulidad en cuanto a Su
palabra (capítulo 8), en cuanto a Su obra (capítulo 9), se hizo manifiesta,
y Él ha manifestado que ha venido a buscar a Sus ovejas, Judías o
Gentiles, y Dios ha dado testimonio de Él como siendo Hijo de Dios, Hijo
de David, e Hijo del Hombre (pero Él debe morir como tal), entonces ello
no es una controversia con los Judíos, un asunto ya zanjado, sino que son
comunicaciones a Sus discípulos acerca de los privilegios y la posición que
ellos habrían de gozar cuando Él estuviera lejos. Esto nos trae de regreso
a historia.

(V. 1 y sucesivos). Los pocos versículos que nos cuentan acerca de


los sucesos en Getsemaní, nos presentan al Salvador en Su poder divino,
entregándose luego Él mismo por los Suyos, y finalmente perfecto en
obediencia como hombre. Nada se dice de lo que sucedió antes de la
llegada de Judas, pero entonces, toda la compañía, ante Su confesión
voluntaria de que Él era Jesús de Nazaret, caen a tierra, confundidos por
el poder divino que se revelaba en Él. Él podía haberse marchado para
escapar de ellos, pero Él no había venido para eso, y declarando
nuevamente que Él era Aquel quien ellos buscaban, Él añade: "por tanto,
si me buscáis a mí, dejad ir a éstos"; para que se cumpliera esa palabra,
tan preciosa también para nosotros: "De los que me diste, no perdí
ninguno." (Juan 18: 8, 9 - LBLA). Él mismo se coloca en la brecha, para
que los Suyos puedan ser protegidos del daño.

Pedro saca su espada, hiere al siervo del sumo sacerdote, y le corta


su oreja. Jesús le sana, pero diciendo estas palabras: "la copa que el
Padre me ha dado, ¿no la he de beber?" (vv. 10, 11). Un sometimiento
perfecto a la voluntad de Su Padre, mientras demuestra que mediante
una palabra Suya ellos eran hechos impotentes, y Él, libre. (Mateo 26:53).

En lo que sigue a continuación, me parece que nosotros hallamos


que Jesús apenas toma en cuenta al sumo sacerdote. Él no le da razón de
Su enseñanza, sino que lo deriva a aquellos que le habían oído: lo que Él
había hablado lo había hecho en público. En los otros Evangelios, nosotros
vemos, efectivamente, que Jesús respondió, cuando se le preguntó quién
era Él. Pero aquí, la autoridad del sumo sacerdote desapareció.

La caída de Pedro es manifestada cuidadosamente, y luego dejada.


En el examen por el cual le hace pasar, Pilato recibe una respuesta más
plena de Él. No se halla aquí Su reticencia delante el sumo sacerdote, lo
que es sorprendente. Con Caifás, Él se refiere a lo que él podía haber
sabido de parte de la multitud que le había oído a Él. Con Pilato, Él entra
en conversación; reconoce la autoridad del gobernador, pero los Judíos
son puestos a un lado, situados en la posición de acusadores falsos, y,
cuando la enemistad de ellos se hace evidente, Él explica a Pilato que,
aunque Él era Rey, Su reino no era de este mundo, y nunca lo será, incluso
cuando este reino será establecido aquí abajo. Los cielos reinarán; el
mundo lo reconocerá (ver Daniel 4:26).

A Pilato le habría gustado dejar el asunto a los Judíos; él se percató


perfectamente que era solamente un asunto de envidia y odio sin causa;
pero los Judíos habrían de ser los instrumentos para que Cristo fuera
tratado como un malhechor, y no fuera apedreado como un blasfemo,
como Esteban lo fue. En los consejos maravillosos de Dios, Su Hijo debía
ser muerto como un malhechor entre los Gentiles - echado fuera de la
viña, pero los culpables, los que fueron los autores de ello, fueron los
Judíos (Juan 18: 29-32, 35). ¡Qué terrible ceguera fue la de ellos! Ellos
no se querían contaminar para poder comer la pascua (v. 28), en el
momento mismo en que ellos estaban entregando al verdadero Cordero
Pascual para ser sacrificado. Los escrúpulos no son la conciencia. Nosotros
no debemos violar los escrúpulos, si los tenemos, pero la conciencia mira
a Dios y a Su Palabra. La conciencia no impidió que los Judíos compraran
la sangre de Jesús por treinta piezas de plata; pero un escrúpulo les
prohibió echar el dinero rechazado por Judas en el tesoro de Dios en el
templo, por ser este el precio de sangre. (Comparen con Romanos 14).

Pilato pregunta a Jesús si Él era el Rey de los Judíos (v. 33). El


Señor le explica que Su reino no es de este mundo, de otra manera Él
habría probado Sus demandas tal como el mundo lo hace. Pero en cada
sentido, Su reino, en este momento, no se establecía en este mundo como
un reino del mundo. Su presencia como acusado ante Pilato era la prueba
de ello. Cuando Pilato le pregunta, Jesús no deja de confesar
abiertamente que Él es Rey. Él establecerá, más adelante, un poder que
nada podrá resistir, pero el tiempo aún no había llegado. Conforme a la
verdad, Él era Rey, y Él rinde testimonio a la verdad. Según la obra de
Dios en ese momento, Él fue contado entre los transgresores. Para Pilato,
un incrédulo y racionalista, ¿qué era la verdad? Él fue muy culpable por
rendirse a las urgentes demandas de los Judíos, pero fueron los Judíos
quienes fueron los instigadores de la muerte de Jesús. Ellos estaban
cumpliendo, sin saberlo, los consejos de Dios, y Jesús estaba allí en Su
obediencia perfecta. Tenemos ante nosotros la verdad, el Rey, la Víctima
propiciatoria, llevando a cabo una obra mucho más profunda y mucho
más importante que incluso la realeza; vemos también allí al jefe de los
Gentiles, representando al emperador romano, y luego, el odio furioso de
este pobre pueblo contra Dios manifestado en bondad, su Salvador. Todo
asume su verdadero carácter, los consejos de Dios son llevados a cabo, y
cada actor en esta escena toma su verdadero lugar. Pero los actores,
Judíos y Gentiles, van a desaparecer condenados, pero para la gracia; y
el malhechor condenado, quien, humanamente hablando, desaparece,
deja la escena para ser Señor sobre todas las cosas, para sentarse en el
trono del Padre.

Así continúan las cosas incluso en una pequeña escala, en este


mundo. Es sorprendente ver a estos pobres Judíos hacer uso, en la cruz,
de las mismas palabras que, en sus propias Escrituras, son colocadas en
las bocas de ateos y de los enemigos de Dios. (Comparen Salmo 22 y
Mateo 27). Pero la sabiduría es justificada por sus hijos.

La posición de cada uno está claramente establecida. Pilato, el juez


convencido de la inocencia del Señor, deseó deshacerse de la
importunidad de los Judíos, y evitar una enemistad sin provecho. Los
Judíos están enfurecidos contra el Hijo de Dios venido en gracia a este
mundo, y prefieren a un ladrón culpable de homicidio en vez de Él. Jesús
se somete a todo: condenado a causa de Su propio testimonio, Él había
de ser echado fuera del campamento, y sufrir la clase de muerte de la
cual Él había hablado, y los Gentiles iban a ser culpables de ello. Pero los
hechos de Pilato y de los Judíos iban a poner aún más en relieve el espíritu
que los animaba. Pilato sin conciencia; los Judíos llenos de odio - ellos
deseaban, a toda costa, matarle. Esto es lo que sigue a continuación, y
que hallamos al comienzo del capítulo 19.

CAPÍTULO 19

En realidad, el juicio del Salvador ha sido pronunciado. Él había sido


entregado a los ultrajes de los soldados Romanos. Los detalles de esta
parte de la historia se hallan en Mateo 26: 24-31. Los Judíos, a pesar de
la tímida resistencia de Pilato, habían escogido a Barrabás el ladrón y
habían rechazado al Hijo de Dios; y Pilato, consintiendo a la solicitud de
ellos, había renunciado de una manera inaudita a su posición como juez,
para complacer a un pueblo turbulento.

Pero él no estaba tranquilo. La majestad de los modos de Jesús dio


al acusado un ascendiente sobre el juez. Había en Cristo algo
sobrehumano que hizo temer a Pilato; además, nosotros sabemos que él
había recibido advertencias que Dios le había enviado en un modo tal
como un Gentil las podía recibir; Mateo 27:19. Pero las relaciones de los
Judíos, no con Cristo - eso se halla más claramente y de una manera más
terrible en Mateo - sino con los Gentiles, y las de los Gentiles con Dios,
iban a ser manifestadas con más evidencia. Pilato trae a Jesús de regreso,
y Él nos es presentado odiado y rechazado por los Judíos, y condenado
solamente por Pilato en palabras conocidas a todos. "¡He aquí el hombre!"
(v. 5).

Es Dios quien nos lo presenta de esta manera. Allí estaba el Hijo de


Dios tal como era en este mundo. El mundo no le conoció, aunque le había
visto, y los Suyos no le recibieron. Él fue el despreciado y desechado por
los hombres (Isaías 53:3 - RVA).

Pilato, incómodo a causa de una mezcla de temor y de una mala


conciencia, y lleno, al mismo tiempo, de una ansiedad febril por mantener
su autoridad, y para dejar caer sobre los Judíos la culpabilidad de la
condenación de Jesús, le presenta nuevamente a los Judíos para decirles
que él no halla ningún delito en Él (v. 6). Esto excita a los Judíos a exigir
a gritos Su crucifixión. Pilato desea que ellos lo hagan, ya que no halla
ningún delito en Él. Entonces los Judíos, a quienes los Romanos habían
dejado sus propias leyes (excepto el derecho de enviar a la muerte),
insisten en que Jesús merecía la muerte debido a que Él se hizo a Sí
mismo Hijo de Dios, lo cual aumentó la inquietud de Pilato.

Él entra otra vez en el pretorio y pregunta a Jesús de dónde era Él.


¿Dónde estaba ahora el juez? Jesús no le responde, habiendo Pilato
reconocido públicamente que Jesús no era culpable. No era una cuestión
de dar instrucciones a Pilato; quien, además, no buscaba instrucción, y
quien, en presencia del silencio de Jesús, apela a su autoridad y a su
poder sobre Él. Jesús manifiesta a Pilato que él no tendría ninguna
autoridad si no le hubiera sido dada de arriba (v. 11) - pues la crucifixión
del Salvador estaba en los consejos de Dios, y Jesús mismo se estaba
entregando para llevarlos a cabo; pero eso sólo aumentó el pecado de
Judas, quien, habiendo sido testigo del poder divino de Cristo, le había
entregado, como si no hubiera ninguno.

Desde ese momento, Pilato procura entregar a Jesús; pero para


evitar un tumulto entre los Judíos, quienes le critican con ser infiel a
César, puesto que Jesús se llamó a Sí mismo Rey, él ya no resiste más,
sino que irritado, se burla de los Judíos a quienes él despreciaba, y
despreocupándose en cuanto a la verdad o en cuanto a Jesús, dice, "¿A
vuestro Rey he de crucificar?" (v. 15) - ocultando de este modo su
inquietud, su molestia, su debilidad, y su falta de conciencia. Esta es la
ocasión de la apostasía pública de los Judíos, quienes declaran, "No
tenemos más rey que César." (v. 15). Los consejos de Dios están siendo
llevados a cabo; las manos de Pilato están manchadas con la sangre del
Hijo de Dios; los Gentiles que tenían la autoridad, son culpables de Su
muerte; los Judíos abandonan todos los privilegios que tenían de Dios, y
Jesús, con Su inocencia judicialmente reconocida, ocupa Él solo el lugar
de verdad y fidelidad, y se entrega Él mismo (pues Él podría haber
escapado como dijo en el huerto, o, de hecho, en cualquier momento)
para cumplir los consejos de gracia. Los Gentiles se comprometen sin
recurso, los Judíos se pierden para siempre sobre el terreno de su propia
responsabilidad, y eso no solamente en cuanto a la ley, sino como
habiendo renunciado a todo derecho al disfrute de las promesas; y si Dios
las cumple después para Su propia gloria, ellos serán constreñidos a
recibir el disfrute de ellas como pobres pecadores perdidos de entre los
Gentiles. Jesús, condenado pura y sencillamente por el testimonio que Él
rindió a la verdad, así como también había sido el caso ante el sumo
sacerdote, está de pie solo en Su dignidad e integridad en medio de un
mundo que se arruinó al oponerse a Él, a la gracia y a la verdad venidas
de Dios mediante Él quien estaba en Su seno.

Aquí, Jesús no reconoce ninguna autoridad entre los Judíos - ellos


eran adversarios - ni en el jefe de los Gentiles, excepto para el
cumplimiento de los consejos de Dios. Él le explica, en primer lugar, la
posición, pero niega su poder, si no es para eso. Para ver Su condenación
pronunciada por los Judíos nosotros debemos ir a los otros evangelistas,
tal como en Mateo 26: 63-66, donde le vemos condenado por el
testimonio que Él había dado de que Él era el Hijo de Dios; y en Lucas 22
donde ellos toman sobre ellos mismos la terrible responsabilidad de Su
sangre. Aquí, en el Evangelio de Juan, son sólo los adversarios a quienes
el Señor no reconoce. Judíos y Gentiles, ellos desaparecen en las tinieblas
del odio, y de un acto de injusticia procedente de la debilidad de alma y
falta de conciencia, y Jesús está allí, habiendo dado testimonio de la
verdad, solo, aceptando las consecuencias de parte de Dios, para cumplir
la inefable obra de amor divino para los unos y los otros. ¡Oh, que
nosotros podamos conocer mejor cómo meditar sobre estas cosas y cómo
comprenderlas!

En la historia de la crucifixión de Jesús, tal como hemos visto en


Getsemaní, no se hallan los sufrimientos. Si Él es situado entre los
malhechores, ello es para arrojar desprecio sobre los pobres Judíos. Pero
si Pilato había consentido sin conciencia a la violencia de ellos, de ninguna
manera él se preocupó del honor de su nación, y mantiene insolentemente
lo que él ha escrito (v. 22). La voluntad de Dios era, que fuese dado este
testimonio del estado de los Judíos y de los derechos de Su Hijo,
rechazado por el pueblo, pero Rey de los Judíos. La profecía con respecto
a ellos se cumple en los detalles más pequeños.

(V. 25 y ss.). Después de eso, nosotros encontramos a Uno que ha


completado Su curso bendito; es el Hijo de Dios. Durante Su servicio aquí
abajo, él no reconoció a Su madre. En realidad Sus relaciones humanas
no estaban en cuestión; Él era el portador de la palabra divina en este
mundo, la expresión de esta palabra en Su Persona, y nada más;
separado de todo para esto. Ahora que Su ministerio divino está
terminado, Él reconoce esta relación, no como un vínculo con los Judíos,
esto había terminado, sino como afecto humano. Él la encomienda a Juan,
el discípulo que Él amaba. El hecho de haberla rechazado siempre no fue
una falta de afecto natural, sino fidelidad, sea en Su posición fuera de los
Judíos (Mateo 12:46), o en absoluta consagración. Ahora que Su servicio
está terminado, Su afecto es libre, y Él lo muestra.

(V. 30). Luego, habiéndose cumplido la última pequeña


circunstancia que había de encontrarse en Su muerte, declarando en
perfecta paz que todo estaba consumado, Él mismo entrega Su espíritu.
Nadie se lo quita, es Él mismo quien lo entrega. Un acto divino: después
de haber sufrido todo en Su alma por el abandono de Dios, en perfecta
calma Él reconoce que todo está cumplido; Él mismo separa Su espíritu
de Su cuerpo, y lo entrega a Dios, Su Padre; un acto divino en que Él tuvo
el poder para llevarlo a cabo. En el Evangelio de Lucas, nosotros tenemos
el lado humano de la fe del hombre: "Padre, en tus manos encomiendo
mi espíritu." (Lucas 23:46). Aquí se trata del lado divino, donde Él pone
Su vida humana.

(V. 31 y ss.). Los Judíos, llenos de celo por las ordenanzas, a la vez
que descuidan la misericordia, la justicia, y el amor de Dios, desean que
los cuerpos no queden en la cruz en el día de reposo, y un centurión es
enviado para matar a los crucificados. Él rompe las piernas de los dos
malhechores; pero Jesús ya estaba muerto; ni uno de Sus huesos iba a
ser quebrado (o, quebrantado); pero para asegurarse que no estaba
equivocado, y que (aunque él no entendía nada de ello) el mundo se había
librado del Hijo de Dios, él traspasa Su costado con una lanza. Fue el
último ultraje que el mundo le infligió, para asegurarse que ellos habían
terminado con el Hijo de Dios. La respuesta de la gracia fue el agua y la
sangre que purifica y salva. El hombre y Dios se encontraron; la insolencia
e indiferencia del odio, y la gracia soberana que se alza por sobre todo el
pecado del hombre. ¡Maravillosa escena, maravilloso testimonio! Allí,
donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia. El golpe de la lanza del
soldado sacó a la luz el testimonio divino de salvación y de vida.

Observen, también, cuán oportuna fue esta circunstancia. Si ellos


hubieran traspasado con lanza a Jesús antes de Su muerte, y le hubieran
matado, Su espíritu no habría sido entregado por Él mismo: si ellos le
hubieran traspasado sin matarle, Su sangre derramada de esta manera
no habría tenido el valor de Su muerte. Pero Él mismo entrega Su vida;
Él está muerto, y todo el valor de Su muerte, en sus dos aspectos de
purificación y expiación, fue manifestado cuando Su costado fue
traspasado y el agua y la sangre salieron; 1 Juan 5.

¡Cuán poco corresponde a la realidad lo exterior de lo que sucede


en el mundo! Los escrúpulos y la brutalidad se dan prisa para quitarle la
vida a los ladrones: poco pensaron ellos que al hacerlo así, ¡estaban
enviando al pobre creyente directamente al paraíso! Las Escrituras se
estaban cumpliendo en cada punto. Ni uno de los huesos de Jesús fue
quebrado, pero Su costado había sido traspasado, y Dios proporciona
ahora el hombre rico con quien Jesús había de estar en Su muerte (v.
38). José de Arimatea ha obtenido que Pilato le entregue el cuerpo del
Salvador, y él y Nicodemo lo pusieron con especias aromáticas en un
sepulcro nuevo que nunca había sido usado para un entierro. Estando a
punto de comenzar el día de reposo (a las seis de la tarde), ellos ponen
el cuerpo allí, para arreglar todo adecuadamente cuando el día de reposo
hubiera pasado. ¡Qué momento solemne cuando la tierra recibió el cuerpo
muerto del Hijo de Dios, y el mundo no tuvo nada más de Él aquí abajo!

Observen aquí, de paso, de qué manera la iniquidad llevada a su


punto culminante, guía a los débiles a mostrarse fieles. Estos dos hombres
que creían en Jesús, pero cuya posición y riquezas les impedían mostrarse
abiertamente, o solamente le permitió a uno de ellos hacerlo, pero de un
modo tímido e indirecto - ahora que todos tienen temor, excepto unas
pocas mujeres - salen a la luz audazmente. Este mal en medio de los
Judíos se había vuelto intolerable para ellos, y su posición era de real
servicio a ellos en su devoción. Fue la paciente gracia de Dios y Su
providencia la que sacó a la luz al hombre rico en este momento para este
servicio.
En el mundo invisible, Jesús estaba en el paraíso; en cuanto a este
mundo, todo lo que Él tuvo fue un funeral interrumpido. El pecado, la
muerte, Satanás, el juicio de Dios, habían hecho todo lo que podían hacer
cada uno por separado: Su vida terrenal había finalizado, y con ella todas
Sus relaciones con este mundo, y con el hombre como perteneciendo a
este mundo. La muerte reinó exteriormente, incluso sobre el Hijo de Dios;
almas serias que estaban conscientes de ello estaban perplejas. Pero el
mundo siguió como siempre; la Pascua fue celebrada con sus ceremonias
habituales; Jerusalén fue lo que había sido antes. Ellos se habían
deshecho de dos ladrones; qué había sido de ellos, del uno o del otro, no
le importaba a la sociedad. El egoísmo de ellos fue librado de estos dos,
y de Otro que le traía problema al hablar demasiado acerca de ello. Pero
la verdad no es lo exterior de las cosas. Uno de los ladrones estaba en el
paraíso con Cristo; el otro, estaba muy lejos de toda esperanza; el alma,
por lo menos la del Tercero, estaba en el reposo de la bendición perfecta,
en el seno de la Deidad. Y en cuanto al mundo, este había perdido a su
Salvador, y no le habría de ver más.

Pero fue imposible, a causa de Su Persona, que Jesús pudiera


quedar bajo el poder de la muerte, aunque Él se sometió a ella por
nosotros. A causa de la justicia divina Él no iba a quedar allí. Verdadero
Hijo de Dios, la gloria del Padre estaba interesada en que Él no fuera
sujeto por ella; Él no podía permitir que Su Santo viera corrupción. La
oscuridad absoluta que había descendido sobre el mundo habló de parte
de Dios acerca del amanecer de un día nuevo y eterno que iba a nacer
más allá de la muerte, para la gloria de Dios, sobre aquellos que, unidos
a Jesús, en Él vieron el Sol de Justicia. El dolor, donde hay fe, puede durar
una noche, pero el gozo llega en la mañana. El hombre debe ser
condenado, pero Dios es soberano en gracia, glorioso en justicia. Cristo,
un hombre, tuvo que morir, conforme a esa gracia, y conforme a la
justicia contra el pecado; pero Él tenía que ser resucitado conforme a la
infalible justicia de Dios. Ello es la base de la verdad con respecto a la
obra de Cristo, pero es el principio de todos los modos de Dios con
nosotros. Nosotros debemos morir con Él y resucitar con Él. Si nos
apropiamos siempre de esta verdad, pues es nuestro privilegio
(Colosenses capítulos 2 y 3), nosotros disfrutamos una vida que no está
en este mundo, llevando siempre en el cuerpo por todas partes la muerte
de Jesús (2 Corintios 4:10). Si en algo esta vida de la carne no es
mortificada, se le debe aplicar la muerte: nosotros experimentamos esto
en los caminos de Dios. Se trata de la historia de nuestra vida Cristiana
aquí abajo. En cuanto al cumplimiento eficaz de la cosa, ello fue hecho,
de una vez y para siempre, en la cruz.
CAPÍTULO 20

En este capítulo, la historia de la resurrección, o más bien de las


manifestaciones del Señor a los Suyos, está llena de interés y de
importantes principios. La primera persona que nos es presentada ni
siquiera es el Cristo: son aquellos que habían de rodearle espiritualmente,
y quienes, de hecho, le habían rodeado aquí abajo. Fue bueno y apropiado
que el estado de sus afectos - y los afectos nutren la fe - que este estado,
yo digo, como la confianza en Él y el apego a Su Persona fuera
manifestado, y que entonces Él, revelado en resurrección, fuera la
respuesta a este estado, y les habría de conducir más allá.

La primera persona que se presenta, y cuya historia es de un


interés profundo y conmovedor, es María Magdalena (v. 1). Su nombre
ha llegado a ser la expresión de una mala vida, o por lo menos, la de una
mujer salida del libertinaje, pero no hay nada que justifique la tradición.
Pero no es ninguna tradición el hecho de que ella había estado
completamente bajo el poder del demonio; el Señor había echado fuera
de ella siete demonios. Su estado, por consiguiente, había sido muy
miserable, y ella amó mucho. Nosotros la encontramos con una mujer
llamada constantemente "la otra María" (Mateo 28:1), acompañando al
Señor con otras, y rindiéndole los asiduos servicios de un devoto afecto.
Pero sincero como era el afecto de estas mujeres por el Salvador, lo era
aún más para el corazón de María Magdalena que para todas las demás.
Ellas estaban plenamente preparadas, comprando especias aromáticas y
perfumes para embalsamarle, para hacer todo lo necesario para honrar a
su Maestro; pero María Magdalena pensaba en Él. Por tanto, ellas
esperaban el momento apropiado, y llegaron al sepulcro a la salida del
sol. Pero el corazón de María Magdalena estaba libre de todo, salvo del
pesar de haber perdido a Aquel a quien ella amaba tanto, y ella estuvo en
el sepulcro mientras era aún de noche.

El Señor ya había resucitado, y la gran piedra había sido quitada de


delante de la entrada al sepulcro. Ella no se dio cuenta de la importancia
de lo que vio, sino que fue a Pedro y a Juan. Estos, para ver lo que había
sucedido, corrieron al sepulcro que se suponía que estaba bien
custodiado. Juan mira en el sepulcro y ve los lienzos en los que Jesús
había sido envuelto, dejados allí sobre la tierra. Pedro, llegando
inmediatamente después, entra y ve también los lienzos, y el sudario en
el cual se había envuelto la cabeza del Señor, enrollado en un lugar
aparte. Todo indicaba tranquilidad; nada indicaba prisa o precipitación.
Parece que Pedro estaba asombrado por lo que vio (Lucas 24:12), y
apenas sabía qué pensar de ello. Entonces Juan, a su turno, entró; él vio
y creyó, pero su fe descansó en lo que vio, y no en la palabra. Ellos no
conocían la Escritura que declaraba que así debía ser. ¡Es lamentable!
Jesús no poseía sus corazones, ni la Palabra poseía el entendimiento de
ellos. Ellos "se fueron de nuevo a sus casas." (v. 10 - LBLA); ellos no
miran más; ellos están asombrados, por lo menos Juan está convencido;
la inteligencia divina no los iluminó, el afecto por Cristo no los movió:
ellos se fueron a sus casas.

No es de esta manera con María Magdalena. Para ella, el estar sin


Jesús hacía que todo el mundo fuera nada más que un sepulcro vacío; su
corazón estaba aún más vacío. Ella se queda allí en el sepulcro, donde
había estado el Señor a quien ella amaba (v. 11). Así como se dice de
Raquel, que ella no pudo ser consolada, porque Él no ya no estaba. (Ver
Jeremías 31:15). Inclinándose para mirar dentro del sepulcro excavado
en la roca, ella ve a dos ángeles, quienes le preguntan: "¿por qué lloras?"
(v. 13). Dios permite la expresión plena de este fuerte afecto. Lo que dice
ya no es, «Se han llevado al Señor», como le dijo a los apóstoles (v. 2),
sino, "se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto." (v. 13).
Pero Jesús no estaba lejos de un corazón apegado de este modo a Su
Persona. María oye a alguien moviéndose detrás de ella. Ella se vuelve y
ve a un hombre que ella piensa que es el hortelano. Él pregunta de nuevo:
"¿por qué lloras? ¿A quién buscas?" (v. 15). Entonces nosotros vemos el
afecto que se apropia del Salvador perdido, como si Él le perteneciera a
ella, y que no se imagina que el hortelano no puede pensar en ningún
otro objeto que aquel que ocupa este afecto. "¡Señor," ella dice, "si tú le
has quitado de aquí, dime dónde le has puesto, y yo me lo llevaré!" (v.
15 - VM). Si yo tuviese un amigo enfermo, yo preguntaría en su casa,
«¿Cómo está él?» y todos entenderían lo que yo quise decir, es decir, de
quién yo estaba hablando. María supone que todos piensan en el Señor,
así como ella misma lo hace, y que su afecto le da pleno derecho a
disponer de Él. No se trató de inteligencia; Él había dicho que resucitaría,
y ella buscó entre los muertos a Aquel que vivía. Pero el Señor era todo
para su corazón. Es lo que Jesús busca, y Él deja que se le halle vivo. Él
actúa en su afecto divino y humano, y llama a Su oveja por su nombre,
Él dice, "¡María!" (v. 16). Esto fue suficiente y una sencilla palabra de un
corazón satisfecho responde al llamado. Su oveja oye Su voz, y no se
equivoca. Ella dice, "¡Raboni!" Eso fue todo; María le había hallado, y le
había hallado vivo, y Él había sacado del corazón de María todo el afecto
que Su amor satisfaría.

Ahora viene la inteligencia, y es María, aquella que buscó entre los


muertos al que vivía, pero con un corazón que le pertenecía a Él, un
corazón apegado a Su Persona, es ella a quien el Señor emplea para
comunicar a los mismos apóstoles el conocimiento de los más elevados
privilegios que pertenecen a los Cristianos. Vemos claramente la
importancia de su devoción. No fue el conocimiento lo que caracterizó a
María, sino que su afecto la acercó espiritualmente al Señor, e hizo de ella
el instrumento apropiado para comunicar lo que Él mismo tenía en Su
corazón. Ella poseyó, como un instrumento, este conocimiento, pero
mejor aún, ella poseyó al Señor.

En cuanto a su posición, María Magdalena representaba al


remanente Judío unido a la Persona del Señor, pero un remanente
ignorante en cuanto a los gloriosos consejos de Dios. Ella pensó haber
hallado a Jesús de nuevo, resucitado, sin duda, pero venido nuevamente
a este mundo a tomar el lugar que le correspondía, y satisfacer los afectos
de quienes lo habían dejado todo por Él en los días de Su humillación,
despreciado por el mundo, y negado por Su pueblo. Pero ella no podía
tenerle ahora. Una gloria mucho más excelente, de una extensión mucho
mayor, estaba en los pensamientos de Dios, y para nosotros una
bendición mucho más preciosa. Al recibir a Cristo, ella no podía recibirle
correctamente, sino conforme a los pensamientos de Dios con respecto al
Salvador. Sólo su cariño para con el Señor le abrió esta senda
bienaventurada. "No me toques, " dice el Señor, "porque aún no he subido
a mi Padre; mas ve a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro
Padre, a mi Dios y a vuestro Dios." (v. 17). Ella no podía tener al Señor,
incluso una vez resucitado, como venido de nuevo como Mesías a la tierra.
Antes que nada Él debía ascender al Padre y recibir el reino, y luego
regresar: pero había mucho más. Una obra había sido consumada la cual
le situaba, siempre como Hombre e Hijo, con el Padre en gloria, Hombre
en esta bendita relación; pero fue una obra de redención la que sitúa a
los Suyos, redimidos según el valor de esa obra, en la misma gloria y en
la misma relación en que Él mismo está. Y esto se basaba en el seguro
fundamento de esa obra, en la cual Dios mismo y el Padre habían sido
glorificados plenamente, y se habían dado a conocer conforme a todas
sus perfecciones. (Comparen con Juan 13: 31, 32 y con capítulo 17; 4,
5). Conforme a esas perfecciones, los discípulos son introducidos en la
posición y conforme a las relaciones del propio Jesús con Dios. Este fue el
fruto necesario de la obra de Jesús; sin esto, Él no habría visto el fruto de
la aflicción de Su alma (Isaías 53:11).

Por primera vez Cristo llama a Sus discípulos Sus hermanos, y los
coloca así en Sus propias relaciones con Dios Su Padre. El judaísmo ha
desaparecido por el momento, y en cuanto a lo que respecta al antiguo
pacto; y es revelado el resultado pleno de la obra de Cristo, conforme al
establecido propósito de la gracia; los creyentes son situados allí por
medio de la fe, y nosotros poseemos el conocimiento y el poder de ello
mediante el Espíritu Santo que nos ha sido dado, a continuación de la
entrada personal de Jesús, como Hijo del Hombre, en la gloria que resultó
de Su obra.

La resurrección de Jesús ha dejado atrás al hombre, la muerte, el


pecado, el poder de Satanás, y el juicio de Dios, y expuso la gloria
celestial; aunque, para dar testimonio de la realidad de Su resurrección,
Jesús mismo no entraba aún en esta gloria. Pero, en lo que respecta a la
base de la cosa, es decir, la relación, ella fue establecida y revelada. El
remanente Judío, ligado a Cristo, llega a ser la compañía del Hijo asociada
con Él en el poder de los privilegios en los que Él ha entrado, como
resucitado de entre los muertos.

Una vez que María comunica estas cosas a los apóstoles, se relata
el curso del acontecimiento exterior fundamentado sobre esta revelación.
"Entonces cuando fué la tarde, de aquel mismo día, el primero de la
semana, y estando cerradas las puertas del lugar donde se
hallaban juntos los discípulos, por temor de los judíos, vino Jesús, y se
estuvo de pie en medio de ellos, y les dice: Paz a vosotros." (v. 19 - VM).
Los discípulos se reúnen ese mismo día por la tarde, y Jesús, apareció
personalmente, pero en un cuerpo espiritual, en medio de ellos,
trayéndoles la paz que Él había hecho mediante Su sangre. La reunión de
ellos se caracterizó por la paz divina, la reunión de ellos todos juntos, y
la presencia del Señor. Los apóstoles iban ser testigos oculares, y Él les
muestra Sus manos y Su costado, evidencia irrefutable que era
verdaderamente el mismo Jesús que ellos habían conocido, y ellos se
regocijan cuando le ven. Entonces ellos iban a ser Sus misioneros o
apóstoles (enviados), y Él establece la paz divina como el punto de
partida: "Paz a vosotros," Él les dice; "Así como el Padre me envió a mí,
yo también os envío a vosotros." (v. 21 - VM). Luego, así como Dios sopló
en la nariz del hombre el aliento de vida, el Hijo divino, el mismo Dios -
siendo aquí un Hombre resucitado - "sopló sobre ellos, y les dice: Recibid
el Espíritu Santo." (v. 22 - VM). Aunque simbolizando el don del Espíritu
Santo, Él no había sido enviado aún, pues Jesús aún no había ascendido
a lo alto; pero Él fue comunicado como poder de vida por el Salvador
resucitado, vida divina - vida conforme a la posición en que Él estaba, y
la cual era su poder. Ellos vivían mediante la vida divina del Salvador, y
conforme al estado que Él había tomado al resucitar. El Espíritu Santo,
descendido del cielo, les iba a revelar los objetos de la fe, y los iba a guiar.
Aquí, lo que ellos reciben es la capacidad espiritual y subjetiva para
disfrutar estos objetos de la fe, haciéndolos personalmente capaces de
correr la carrera en la cual el Espíritu Santo había de guiarles. Ellos
estaban preparados para el servicio de su misión: Aquel que los había de
guiar era el Espíritu Santo, quien iba a descender del cielo.
Esta diferencia se halla en Romanos 8. Hasta el versículo 11, el
Espíritu Santo en el creyente, es el espíritu de vida y de libertad, de poder
moral en Cristo. Después de eso (a partir del versículo 11) es el Espíritu
Santo personalmente, actuando como una Persona divina. Esto continúa
hasta el versículo 27 de Romanos 8.

Sin embargo, en este cuadro, el cual es el resumen de la posición


completa, este hecho (el Señor soplando sobre ellos) señala hacia el don
del Espíritu Santo. Ahora bien, la misión de ellos, la salvación que Jesús
había recién consumado, se caracterizaba en su primera aplicación por la
remisión de pecados, la primera necesidad de un pecador, si es que él se
ha de reconciliar con Dios; Lucas 1:77; Mateo 9:2. Aquí no se trata de la
eficacia de la obra de Cristo en sí misma, sino de la aplicación de su
eficacia aquí abajo, como una cosa presente, actual. Al examinar el
significado de esta obra, nosotros encontramos que los adoradores, una
vez limpiados, ya no tienen más conciencia de pecados; pero aquí se trata
de la aplicación en ese momento en esta purificación. La eficacia eterna
de la obra no es el tema del Evangelio de Juan, el cual no habla de ello;
sino que se trata de su aplicación administrativa.

Los versículos 19 al 23 de nuestro capítulo reanudan la posición de


servicio, en la cual el Señor coloca a Sus discípulos, así como la reunión
de los hijos de Dios. Noten aquí que Él dijo, en Su vida en la tierra antes
de la resurrección, "No temáis": y si, como Emanuel, el Mesías, Él dispuso
todo en favor de los Suyos cuando envió a Sus discípulos, aquí, al
contrario, ellos temen a los Judíos, y el Señor no les quita ese temor, sino
que reemplaza el poder de Su presencia como Emanuel el Mesías, por Su
presencia en medio de ellos, y por la paz que Él había hecho y que Él les
confirió. Tomás no estaba allí. Ocho días después, es decir, al siguiente
día del Señor, Tomás estaba con los otros, y Jesús se puso en medio de
ellos. Respondiendo a las dudas que Tomás había expresado antes que
Jesús viniera, el Señor le convence, mostrándole y haciéndole tocar Sus
manos y Su costado. Las dudas de Tomás desaparecen. Es la expresión,
en este notable currículo o bosquejo de las dispensaciones de Dios, de la
posición del remanente Judío en los postreros días. Ellos creerán cuando
le vean, y Jesús hace la diferencia entre creyentes que no le han visto -
nuestra posición - y aquellos que creerán cuando le vean. La bendición
reposa sobre nosotros. La confesión de Tomás, verdadera y justa como
ella fue, me parece que muestra la posición Judía. No se trata del Hijo del
Hombre glorificado, Jesús en lo alto, sino que se trata de lo que los Judíos
reconocerán cuando Él regrese; es decir, de que el Jesús a quien ellos
habían rechazado era Señor y Dios de ellos, el Libertador y Salvador de
ellos, el Jehová quien los había de liberar. El testimonio de los demás no
los habrá convencido. Ellos verán y mirarán a Quien traspasaron. Así
encontramos, en este capítulo, además de la resurrección de Jesús, el
epítome (o, compendio) de la dispensación de la gracia desde ese suceso
hasta el regreso del Salvador: antes que nada, el remanente Judío,
representado por María Magdalena, pero introducido por un Cristo
resucitado en los privilegios de la posición y los privilegios Cristianos -
privilegios que ella anuncia a los discípulos. A continuación de esta
comunicación, los discípulos reunidos encuentran al Señor en medio de
ellos, pronunciando sobre ellos la paz que Él recién había hecho: luego Él
los envía, fundamentando la misión de ellos en la paz dada, y poniendo
en sus manos la administración del perdón de pecados, comunicándoles
el Espíritu Santo. Finalmente, el remanente Judío al fin, el cual cree
cuando ve, pero que no goza de los mismos privilegios de quienes creen
durante Su ausencia, en una época cuando nosotros no vemos. Tomás (el
remanente) no recibiría el testimonio que se le había dado de la
resurrección de Jesús.

CAPÍTULO 21

Este último capítulo es deliberadamente misterioso, y nos presenta


lo que tendrá lugar cuando Jesús regrese; pero además, nos presenta la
restauración del alma de Pedro después de su caída. Los versículos 1 al
14 muestran lo que sigue a continuación del regreso de Jesús, la tercera
vez que Él se presenta. La primera vez es el día de Su resurrección; la
segunda vez, una semana después, cuando Tomás estuvo allí; estas dos
ocasiones presentan al remanente llegado a ser la iglesia, y el remanente
al fin. Aquí, en este capítulo, es lo que se denomina el milenio. Es la
tercera vez que Jesús se presenta a ellos, cuando ellos están juntos; en
figura ello fue antes que nada para los Cristianos, luego para el remanente
Judío, y finalmente para el mundo Gentil. Esta es la razón por la cual ya
tenía aquí algo de pescado sobre el fuego, es decir, el remanente Judío.
Pero, lanzando la red en el mar de naciones, los discípulos reúnen un
montón de peces sin, no obstante, que la red se rompa. En el principio
(Lucas 5) ellos habían tomado una muchedumbre, pero entonces la red
se rompe. La orden administrativa que contuvo los pescados no pudo
guardarlos conforme a esa orden, pero aquí la presencia del Salvador
resucitado cambia todo. Nada se rompe, y Él se asocia nuevamente con
los Suyos, y en el poder del fruto de Su obra.

(Vv. 15 y sucesivos). Después de esta misteriosa escena, Él


restaura a Pedro, pero lo hace sondeando su corazón, dándoselo a
conocer a él mismo. Esto es lo que el Señor siempre hace. Pedro había
dicho que si todos le negaban, él no lo haría. El Salvador le pregunta si él
le amaba más de lo que le amaban los otros. Pedro apela al conocimiento
que el Salvador tenía; Jesús le confía Sus corderos. Una vez humillados,
y habiendo perdido toda confianza en nosotros mismos, el Señor nos
puede confiar aquello que es muy apreciado para Su corazón: Él le dice,
"Apacienta mis corderos." Fíjense bien que Jesús no le reprocha a Pedro
nada de lo que él ha hecho, sino que Él va, para su bien, al fondo mismo
de su alma, incluso hasta esa falsa confianza en sí mismo que había
causado su caída. Luego, repitiendo Su pregunta incluso hasta tres veces,
lo cual debería haberle recordado a Pedro su negación, repetida tres
veces, Él ensancha la esfera de Su confianza, y le dice, "Pastorea mis
ovejas." Pedro había reforzado la expresión de su afecto*, diciendo, "Tú
sabes que te amo." (v. 16). El Señor responde a la palabra, y dice, "¿me
amas?" Pedro se turbó porque el Señor puso otra vez en duda su afecto,
y le dijo: "Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo." (v. 17). Él apela
a ese conocimiento que sondea todos los corazones, pero esto fue para
confesar que necesitaba eso para saberlo; pues, conforme a todas las
apariencias, cuando fue puesto a prueba, él se mostró infiel en el
momento que exigió devoción de su parte, y los hombres podrían haber
dicho que Pedro había probado ser un hipócrita. Pero, gracias a Dios, a
pesar de toda nuestra debilidad, existe Uno que conoce lo que Él mismo
ha colocado en el fondo de nuestros corazones, y si Él nos busca y nos
obliga a conocer tanto a nosotros mismos como a la raíz del mal en
nosotros, Él reconoce aún más a fondo eso que Él ha creado allí; bendito
sea Su nombre; y Él colma con la gracia aquello que Su gracia ha colocado
allí, y confía, una vez que nosotros estamos lo suficientemente
humillados, esta gracia en nosotros, mantenida, no obstante, por el flujo
continuo de Su gracia.

{* Las primeras dos veces, Jesús dice a Pedro: "¿me amas? utilizando la palabra
Griega agapao. Pedro siempre responde utilizando la palabra Phileo: "Tú sabes que te amo";
y esta última es la palabra que Jesús emplea la tercera vez.}

Vemos, además, en este pasaje, cuán apreciadas son Sus ovejas


para Jesús. Él piensa en ellas al marcharse, para proveer su comida y el
cuidado que ellas necesitan. Pero hay más en esta gracia hacia el pobre
Pedro. Él había perdido la buena oportunidad que había tenido. Para
salvar su vida él había negado al Salvador, y lo que la falta de fe había
perdido no siempre se devuelve, incluso si se nos da algo mejor. Si
nosotros cruzamos el Jordán*, no podemos subir el monte del Amorreo
nunca más, nosotros deambulamos en el desierto estéril. Sólo que Dios
lleva a cabo Sus consejos. Pero aquí, habiendo sido probado que la
fortaleza de la voluntad de Pedro era debilidad delante del poder del
enemigo, se le concede la inmensa bendición de sufrir e incluso de morir
por el Señor (vv. 18, y 19); y eso habría de ocurrir cuando ya no sería un
asunto de su voluntad, sino de sometimiento al poder de otros, donde su
fidelidad habría de ser puesta en una luz clara. Otro le ataría, y le llevaría
donde no querría ir. Él habría de morir, después de todo, por el Señor. Es
entonces, cuando ya no hay más de nuestra voluntad, no hay más fuerza,
que nosotros podemos seguir al Señor.

{* Lean y comparen con Números 13 y Deuteronomio 1.}

Después, en términos deliberadamente misteriosos, se indican el


ministerio y la obra de Juan. Los corderos y las ovejas de Jesús eran los
creyentes Judíos confiados de este modo a Pedro. El testimonio iba a ser
rechazado por la nación, e iba a finalizar con la muerte de Pedro. Pero
habría de ser de otro modo con el de Juan. Pedro, quien le ve siguiendo
también a Jesús, le pregunta al Señor qué iba a suceder con él. "Si quiero
que él quede hasta que yo venga," dice el Salvador, "¿qué a ti? Sígueme
tú." (v. 22). Él no dijo, como se supuso, que él no moriría; sino, de hecho,
que su ministerio da a conocer los caminos de Dios hasta el final. Todo es
dejado en suspenso después de él, hasta que Jesús venga, mientras que
la esfera del ministerio de Pedro ha desaparecido de la tierra.

Observen, también, que no hay nada referido al ministerio de Pablo.


Pedro tuvo el ministerio de la circuncisión; la tierra fue la escena de ello,
y las promesas fueron su objeto, conduciendo al mismo tiempo
individualmente al cielo. Juan, mientras revela la Persona del Hijo y la
vida eterna descendida del cielo, se ocupa también con lo que está en la
tierra, luego con el gobierno y el juicio de Dios en la manifestación del
Salvador aquí abajo. Pablo se ocupa de los consejos de Dios en Cristo, y
de Su obra, para introducirnos en la misma gloria celestial en que Él está
delante del Padre, siendo ya Sus hermanos aquí abajo. Pero esto no es el
tema de nuestro Evangelio.

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