Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
INTRODUCCIÓN
{* Habiendo venido como un Hombre, Jesús nunca deja el lugar de obediencia, y recibe todo
de manos de Su Padre.}
Se ha de observar, asimismo, que todos los escritos de Juan, y
entre ellos su Evangelio, consideran al Cristiano como un individuo, y no
distingue la iglesia, ya sea como el cuerpo o como la casa. Además, el
Evangelio de Juan trata de la vida eterna; él no habla del perdón de
pecados, excepto como una administración presente confiada a los
apóstoles; y, en lo que respecta a Cristo, él trata esencialmente el tema
de la manifestación de Dios aquí abajo, y de la venida de la vida eterna
en la Persona del Hijo de Dios; por consiguiente, él apenas habla en
absoluto de nuestra porción celestial, exceptuando tres o cuatro
alusiones. Pero es tiempo de dejar estas reflexiones generales, para
considerar lo que el propio Evangelio nos enseña.
CAPÍTULO 1
{* Comparen 1 Juan 4:12, donde la dificultad de que "Nadie ha visto jamás a Dios", es
resuelta de otra manera; esta comparación proporciona la más profunda enseñanza en cuanto
al estado del Cristiano.}
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
{* El resultado final es, que el pecado será quitado del cielo y de la tierra, como ya hemos
observado. Otros tres motivos son dados en Hebreos 2 para los sufrimientos de Cristo (Vean
el versículo 9.) La destrucción del poder de Satanás; la expiación de los pecados; la capacidad
de compadecerse de nosotros.}
{* Podemos exceptuar los cuatro primeros versículos del capítulo 1. Comparen para lo que
se dice en el texto, 1 Juan 1; allí, también, hallamos nuevamente la diferencia entre los
nombres de Dios y de Padre.}
CAPÍTULO 4
V. 35. Podemos observar que los segadores recogían fruto para vida
eterna, y también recibían su salario. Los profetas habían trabajado (la
mujer estaba esperando al Cristo), también Juan el Bautista. Los
discípulos sólo estaban segando, pero los campos estaban blancos para
la siega. En los peores tiempos, cuando el juicio incluso sea inminente,
Dios tiene Su buena parte, y la fe la ve, y se consuela por ello.
CAPÍTULO 5
{N. del T.: Recordemos que este escrito fue originalmente redactado en el siglo 19)
CAPÍTULO 6
El quinto capítulo nos presentó a Cristo dando vida a los que quiere
al igual que el Padre, luego juzgando como el Hijo del Hombre. Es Cristo
actuando en Su poder divino. En el sexto capítulo Él es la comida de Su
pueblo, como Hijo del Hombre descendido del cielo, y muriendo. No se
trata de Su poder de dar vida en contraste con la obligación de la ley,
sino quién era Él, la historia de Su Persona, si me permiten decirlo así -
lo que Él es esencialmente, lo que Él se hizo - una historia que termina
por Su entrada como Hijo del Hombre allí donde Él estaba antes: se trata
esencialmente de la humillación de Jesús en gracia, en contraste con lo
que Él era en Su derecho de disfrutarlo, con lo que fue prometido en el
Mesías cuando estuviera en la tierra. La enseñanza de este capítulo
comprende todo, desde Su descenso del cielo, hasta que Él entra allí
nuevamente, de tal manera que al descender y ascender, Él llena todas
las cosas; pero su enseñanza reside especialmente en la encarnación y
muerte del Señor, en conexión con lo cual Él da vida eterna, e introduce
a los Suyos en la gloria de la nueva creación, muy por encima y más allá
de todo lo que un Mesías terrenal podía dar.
Jesús fue al otro lado del mar de Galilea, y se sentó sobre un monte
con Sus discípulos. Ahora bien, estaba cerca la pascua; y este hecho da
el tono a todo el discurso que tenemos aquí. Alzando Sus ojos, Jesús ve
la multitud que le había seguido, y pregunta a Felipe dónde iban ellos a
comprar pan para toda esta gente, sabiendo bien lo que Él mismo iba a
hacer. Los discípulos piensan, no conforme a los pensamientos de la fe,
sino considerando los recursos con que el hombre puede contar; uno
piensa en lo que se necesitaría, el otro, en lo que había. Había, en
realidad, una disparidad inmensa entre los cinco panes y los cinco mil
hombres. Ahora bien, una de las promesas hechas para el tiempo del
Mesías fue que Jehová satisfaría a Sus pobres con pan (Salmo 132); y
Jesús cumplió esta promesa, obrando un milagro, que tuvo su efecto
sobre la multitud que le rodeaba; hubo abundancia, y les sobró.
Esto da ocasión (v. 14-21) a una especie de marco de toda la
historia del Señor, una historia en que Él reemplaza las bendiciones
Mesiánicas por las bendiciones espirituales y celestiales que habrían de
ser consumadas en la resurrección, sobre la que Él insiste cuatro veces
en el curso del capítulo. Él es reconocido como el Profeta que había de
venir; ellos desean hacerle rey; pero Él evita eso subiendo a orar solo, y
los discípulos cruzan el mar sin Él. Ellos son considerados aquí en el
carácter del remanente Judío; sin embargo, esto es lo que ha llegado a
ser la asamblea Cristiana. Pero estos pocos versículos nos dan, como he
dicho, el marco de la historia de Cristo, reconocido como Profeta, y
rehusando la realeza, para ejercer el sacerdocio en lo alto mientras Su
pueblo cruza con dificultad las olas de un mundo atribulado. En cuanto
Jesús se vuelve a reunir con ellos, llegan al lugar adonde se dirigían; las
dificultades se terminan, la meta es alcanzada: aquí, los discípulos
representan enteramente al remanente Judío.
La multitud se vuelve a reunir con el Señor al otro lado del mar,
asombrados de hallarle allí, sabiendo que no había, donde Él había estado,
ninguna otra barca más que la de los discípulos. El Señor los acusa de
buscarle, no porque habían visto el milagro, sino porque habían comido
el pan, y se habían saciado, y Él los invita a buscar el alimento que
permanece para vida eterna, el cual el Hijo del Hombre les daría; porque
en Él el Padre ha puesto Su sello. (Juan 6:27 - RVA).
En el quinto capítulo Jesús es Hijo de Dios; aquí, es Hijo del
Hombre, y veremos qué cosa obra la fe en Él como tal. La pregunta legal
de la multitud (v. 28), más bien vaga y trivial, introduce este
acontecimiento. ¿Qué haremos (ellos dicen), para poner en práctica las
obras de Dios? Esta es la obra de Dios (el Señor responde), que creáis en
Aquel que Él ha enviado. Luego ellos le piden una señal, conducidos por
Dios en su pregunta, recordando el don del maná en el desierto, como
estaba escrito: "Pan del cielo les dio a comer." (Juan 6:31).
Esta cita introduce directamente la doctrina del capítulo. Cristo era
el pan. No era una cuestión de mostrar una señal a los hombres; Él mismo
era la señal de la intervención de Dios en gracia, en Su Persona como Hijo
del Hombre descendido a la tierra, y no como Profeta, o Mesías, o Rey.
«Mi Padre os da el verdadero pan que viene del cielo». El Padre - siempre
es Él cuando se trata de gracia activa - les daba el pan de Dios. El pan
verdadero, en su naturaleza, es Aquel que descendió del cielo, y da vida
al mundo. Esto sale completamente del Judaísmo: es el Padre, el Hijo del
Hombre, Aquel que desciende del cielo, y que Dios da por la vida del
mundo; no es Jehová cumpliendo las promesas hechas a Israel mediante
la venida del Hijo de David, aunque Jesús, de hecho, era esto. Al igual
que la pobre mujer Samaritana - pero impelidos aquí por una vaga
necesidad del alma, ellos piden que el Señor les haga partícipes de este
pan de Dios que da vida. Esto brinda la ocasión para el pleno desarrollo
de la enseñanza de Jesús. "Yo soy el pan de vida; el que a mí viene, nunca
tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed jamás." (v. 35). «Si
quieren tener para siempre pan que es verdadero alimento, vengan a Mi;
nunca tendrán hambre.» "Mas", el Señor añade (pues ese era el estado
de Israel, considerado siempre así en Juan), "aunque me habéis visto, no
creéis." (v. 36). «Si se tratara de ustedes, y de su responsabilidad, todo
está perdido: el pan de vida les ha sido presentado, y ustedes no quieren
comer de él, no quieren venir a Mí para tener vida; pero el Padre tiene
consejos de gracia, Él no permitirá que todos ustedes perezcan.» "Todo
lo que el Padre me da, vendrá a mí" (v. 37); pues la gracia, soberana y
segura en sus efectos, es enseñada claramente en este Evangelio:
«puesto que es el Padre quien me lo ha dado, yo nunca echaré al que a
Mi viene, por muy perverso que pueda haber sido, o enemigo insolente
de mí. El Padre me lo ha dado, y no he venido para hacer Mi voluntad,
sino la voluntad de Aquel que me ha enviado.» Que humilde lugar toma
aquí el Señor, ¡aunque todo fue consumado a expensas de Él! Él se hizo
siervo, y Él cumple la voluntad de otro solamente, la voluntad de Aquel
que le envió (v. 38).
Esta voluntad nos es presentada ahora en un doble aspecto, y en
una manera muy sorprendente: "Y esta es la voluntad del que me envió:
que de todo lo que El me ha dado yo no pierda nada." (v. 39 - LBLA). La
salvación de ellos está asegurada por la voluntad del Padre, cuyo
cumplimiento nada puede impedir. Pero es en otro mundo donde la
bendición tendrá lugar. Ya no es aquí un asunto de Israel y del Mesías,
sino de la resurrección en el día postrero (el día final). La expresión "en
el día postrero", que encontramos cuatro veces en esta parte del capítulo
designa el día final de la dispensación legal en que el Mesías había de
venir, y vendrá.
El curso de estas dispensaciones ha sido interrumpido por el
rechazo del Mesías cuando vino, lo que ha dado lugar a la introducción de
cosas celestiales, las que son introducidas en forma de paréntesis entre
la muerte del Mesías y el fin de las semanas de Daniel. Aquellos que el
Padre da a Jesús gozarán como resucitados, la bendición celestial que el
amor del Padre les guarda, y que la obra del Hijo les asegura. Ninguno de
ellos se perderá: todos serán resucitados por el poder del Señor. Tales
son los infalibles consejos de Dios.
Es también la voluntad del Padre que todo aquel que ve al Hijo, y
cree en Él, tiene vida eterna: y el Señor le resucitará en el día postrero
(v. 40). El Hijo es presentado a todos, para que puedan creer en Él, y
todo aquel que cree tiene vida eterna. Aquí, nuevamente, no se trata del
Mesías y de las promesas, sino de ver al Hijo, y de creer en Él, de vida
eterna y resurrección. Antes, era el consejo del Padre que no podía fallar;
aquí, es la presentación del Hijo de Dios como el objeto de la fe; si, a
través de la humillación del Señor, uno viera al Hijo, y creyera en Él, uno
tendría vida eterna, y el resultado sería el mismo. En el primer caso es
un asunto de los consejos del Padre y de Sus hechos, así como de los de
Jesús resucitándolos: el Padre los da, Jesús los resucita, ninguno de ellos
se pierde. Después, tenemos la presentación del Hijo en conexión con la
responsabilidad del hombre: si un hombre creyera, tendría vida eterna, y
resucitaría. Estos son los dos aspectos, reunidos, en que estas dos
verdades son presentadas.
{** Yo no dudo que los santos del Antiguo Testamento fueron vivificados; pero nosotros
estamos hablando aquí de la obra sobre la cual su bendición, así como también la nuestra,
estaba fundamentada.}
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
{* Este título de Hijo del Hombre, que Jesús siempre toma, va bastante más allá del de
Mesías. Está tomado del Salmo 8 y Daniel 7; Jesús siempre lo toma en contraste con el de
"Cristo", el cual sólo se lo dio a Sí mismo una vez, es decir, en Sicar, en el capítulo 4; pero
Él añade constantemente al título "Hijo del Hombre" Su muerte en la cruz. (Vean Lucas 9:
21, 22). Es el salmo segundo el que considera a Jesús como Mesías, y nos lo muestra
rechazado como tal, pero establecido más tarde en gloria y autoridad por Dios.}
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
{* La palabra "arrebata", en la frase, "el lobo arrebata las ovejas" (v. 12), es la misma palabra
usada por el Señor cuando Él dice, "nadie las arrebatará de mi mano." (Juan 10:28). El lobo
dispersa las ovejas, pero no las arrebata de la mano de Cristo, ni las despoja de la vida
eterna.}
Antes de ir más allá, pienso que será útil recapitular lo que hemos
examinado en detalle, de modo de presentar el todo en su conjunto. Los
capítulos 8 y 9 nos entregan el aspecto de la responsabilidad del pueblo,
en que ellos rechazan el testimonio de la Palabra, y de las obras de Jesús;
el capítulo 9, en particular, nos presenta a los Judíos expulsando de la
sinagoga al hombre que había creído que Jesús era un profeta, después
de haber aprendido en su propia persona, por experiencia, el poder de
Jesús que le había curado milagrosamente; pero allí Jesús y aquellos que
creían fueron rechazados, y echados fuera. Ahora, en el capítulo décimo
nos son presentados el pensamiento y la operación divinos. Cristo, sin
duda, entra por la puerta, en obediencia; pero es para cumplir la obra y
la voluntad de Dios con respecto a los Suyos. Las ovejas le pertenecen;
Él las llama por su nombre; las saca fuera, va delante de ella, y ellas le
siguen: es la verdadera obra del Señor. No hay duda que la
responsabilidad de los Judíos al rechazarle subsistió a pesar de todo, pero
no frustró los consejos de Dios: el Pastor no tenía el propósito de dejar
las ovejas en el redil. Los Judíos fueron culpables de la crucifixión del
Señor, pero Su muerte fue conforme a los consejos y al anticipado
conocimiento del Dios-Salvador (Hechos 2:23): fue lo mismo aquí en
cuanto a los Judíos; ellos expulsaron esta oveja, el hombre que había
nacido ciego, que había sido sanado; pero, de hecho, fue Dios quien liberó
a este hombre de la prisión del redil, para colocarle bajo el cuidado del
Buen Pastor (v. 2-4). Después de eso, el Señor da vida, vida en
abundancia, a Sus ovejas, que entran por la puerta, por la fe en Él - que
entran en el gozo de las cosas celestiales: ellas tienen una vida que
pertenece al cielo; ellas son salvas, libres, alimentadas en las dehesas de
Dios. Luego, el Buen Pastor no escatima Su propia vida, sino que la pone
por ellas, para que ellas puedan gozar de salvación, y de los privilegios
preparados por Dios; entonces se trata del valor de la muerte de Jesús
para el corazón del Padre; también, es Él mismo quien da Su vida, no le
es quitada. Finalmente, en otro discurso, el Señor nos presenta la
bienaventuranza de las ovejas, en toda plenitud de gracia y seguridad que
les es concedida bajo Su protección y la del Padre.
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
Antes de ir más allá, deseo atraer la atención una vez más al hecho
solemne de juntar el poder de la muerte sobre el corazón del hombre,
sobre el primer Adán, y el poder de la vida divina en el Hijo de Dios,
presente en un hombre en el corazón mismo del dominio de la muerte,
destruyendo este dominio, y Aquel que lo poseía en Su Persona,
entregándose Él mismo a la muerte, para librar de ella a aquellos que
estaban sometidos a ella. El hecho de que Jesús tenía esto en mente es
evidente: (Vean cap. 10: 31, 40; cap. 11: 16, 53, 54; cap. 12:7). Él lo
tenía en Su espíritu cuando regresó a Jerusalén, y cuando habló con Marta
y María; Él debe sufrir la muerte por nosotros.
El siguiente día (v. 12, etc.) el pueblo, habiendo oído que Jesús
venía a Jerusalén, impresionado por este gran milagro de la resurrección
de Lázaro, sale a encontrarle con ramas de palmera, y le saludan como el
Rey de Israel que viene en el nombre de Jehová, según el Salmo 118. Es
el segundo carácter en que Dios haría que Jesús fuera reconocido, no
obstante Su rechazo. La resurrección de Lázaro le había mostrado a Él
como Hijo de Dios; Él es reconocido ahora como Hijo de David. Aquí el
evento está en conexión directa con la resurrección de Lázaro, y el título
de Hijo de Dios; en Lucas, e incluso en Mateo y Marcos, la circunstancia
está conectada más bien con el título de Señor, y hallamos allí los detalles
de la manera en que Jesús encontró el pollino de asna. También en estos
tres Evangelios, aunque esta diferencia es menos impresionante en
Mateo, los discípulos son presentados, mientras que aquí se trata más del
pueblo, movido por el alboroto que la resurrección de Lázaro había
provocado. Se trata de la profecía de Zacarías, pero dejando fuera aquello
que, en el profeta, se refiere a la liberación de Israel (ver Zacarías 9: 9-
17). Juan y Mateo lo mencionan, pues fue sólo después que Jesús fue
glorificado que los discípulos pudieron conectar la profecía con lo que ellos
mismos habían hecho para honrarle, y hacer que Él entrara a Jerusalén
en triunfo, no obstante, habiendo dado Jesús la orden acerca del pollino
de asna.
Tales son, además del poder divino que da vida, los dos títulos que
pertenecían a Jesús, como el Cristo manifestado en la tierra, los títulos
del Salmo 2.
La multitud no supo qué pensar de esta voz que había oído; ellos
decían que era un estampido de trueno; otros, que un ángel le había
hablado. Jesús responde: "No ha venido esta voz por causa mía, sino por
causa de vosotros" (v. 30); la voz del Padre estaba en Su corazón; para
el pueblo, fue necesario tener lo que era perceptible; la gracia dio esto a
ellos. Pero el Señor explica esta solemne señal, por medio de lo que
estaba en Su corazón, y que Él sabía que estaba ocurriendo en ese
momento: "Ahora es el juicio de este mundo." (v. 31). Entonces,
efectivamente, ocurrió el juicio del mundo, el cual es condenado absoluta
y finalmente el rechazar al Señor; pero en esto se cumple también la obra
que ha quebrantado para siempre el poder de Satanás, príncipe de este
mundo; y, por otra parte, un Salvador ha sido manifestado, punto de
atracción para todos los hombres, en vez y en lugar de un Mesías de los
Judíos, pues Él dijo estas cosas para dar a entender de qué clase de
muerte iba a morir (v. 33). La multitud (v. 34) le contrapone aquello que
estaba escrito del Mesías, y pregunta: "¿Cómo, pues, dices tú que es
necesario que el Hijo del Hombre sea levantado [de la tierra]? ¿Quién es
este Hijo del Hombre?" El Señor responde advirtiéndoles que se estaba
acercando el momento cuando la luz, Él mismo, se apagaría para ellos, y
cuando ellos la perderían para siempre: ellos caminarían en tinieblas, sin
saber adónde iban; para ellos, la sabiduría era creer en la luz antes de
que se fuera, para que pudieran ser hijos de la luz (v. 36 - VM); entonces
Él se fue.
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
Pero había más. El Señor dice, "Y sabéis a dónde voy, y sabéis el
camino." (v. 4). Tomás objeta que ellos no sabían adónde Él iba, por
consiguiente, ¿cómo podían conocer ellos el camino? En Su respuesta,
Jesús les muestra que lo que ellos habían poseído durante Su estadía en
la tierra, proporcionaría una bendición inmensa cuando Él los hubiera
dejado. Él iba al Padre, y el Padre había sido revelado en Su Persona aquí
abajo. Así, habiendo visto al Padre en Él, ellos habían visto a Aquel a quien
Él iba, y conocían el camino, pues al venir a Él, ellos habían encontrado
al Padre. Él era el camino, y, al mismo tiempo, la Verdad de la cosa, y la
Vida en la cual se disfrutaba de ella. Nadie venía al Padre sino por Él; si
los discípulos le hubieran conocido, ellos habrían conocido al Padre, y Él
dijo que desde ahora, "le conocéis, y le habéis visto." Felipe dice, "¡Señor,
muéstranos al Padre, y esto nos basta!" (v. 8 - VM); pues los discípulos,
aunque amaban a Jesús, tenían siempre en ellos mismos una reserva de
incertidumbre. El Señor reprocha a Felipe su falta de percepción espiritual,
después de haber estado Él tanto tiempo con ellos; pues ellos no le habían
conocido realmente en Su carácter verdadero de Hijo, venido del Padre,
y revelando al Padre. Las palabras que Él hablaba no las hablaba como
viniendo de Él mismo como hombre; y el Padre, quien moraba en Él, era
el que hacía las obras; lo que Él decía, lo que Él hacía, revelaba al Padre.
Ellos debían confiar en Su palabra, y si no, a causa de Sus obras; y no
sólo esto, sino que glorificado en lo alto, Él sería la fuente de obras
mayores que las que Él mismo hizo en Su humillación, pues Él iba a
ascender a Su Padre. Todo los que ellos pidieran en Su nombre, Él lo
haría, para que el Padre pudiera ser glorificado en el Hijo. Él era el Hijo
del Padre; Su nombre sería útil para todo lo que ellos pudieran desear en
su servicio; y el Padre, a quién Él sometía todo, sería glorificado en el
Hijo, quien haría todo lo que ellos pidieran en Su nombre. Su poder no
tenía límite: "Y cualquier cosa que pidiereis en mi nombre, la haré." (v.
13 - NTHA). De hecho, los apóstoles dieron prueba de un poder mayor
que el Señor cuando Él estuvo aquí abajo. La sombra de Pedro sanaba a
los enfermos; un solo discurso suyo fue el medio de convertir a tres mil
hombres, y los pañuelos del cuerpo de Pablo llevados a los enfermos,
hacía que las enfermedades los dejaran, y los malos espíritus eran
expulsados. ("Y Dios hacía milagros extraordinarios por mano de Pablo,
de tal manera que incluso llevaban pañuelos o delantales de su cuerpo a
los enfermos, y las enfermedades los dejaban y los malos espíritus se
iban de ellos." Hechos 19: 11, 12 - VM).
Es bueno comentar aquí, que los discípulos nunca hicieron algún
milagro para salvarse ellos mismos del sufrimiento, o para sanar a sus
amigos cuando ellos estaban enfermos. Pablo dejó a Trófimo enfermo en
Mileto (2 Timoteo 4:20); solamente fue la misericordia de Dios la que
sanó a Epafrodito (Filipenses 2: 25-27). Los milagros realizados por los
apóstoles eran la confirmación del testimonio, de los cuales Cristo
glorificado con el Padre era el objeto y la fuente.
Luego (v. 15), la obediencia sería la prueba del amor cuando el
Señor se hubiese marchado. Esto introduce la segunda revelación
principal de este capítulo; es decir, el efecto para ellos de la presencia del
Espíritu Santo, el otro Consolador.
Los versículos 4 al 11 habían presentado la revelación de lo que
Jesús había sido para los discípulos durante Su estadía en la tierra; pero
el Espíritu Santo les enseñaría aún más, y procuraría ventajas para ellos
que no pudieron tener durante la estadía de Jesús aquí abajo; mientras
que, al mismo tiempo, lo que ellos habían poseído por este medio,
permanecería siempre verdadero, y sería comprendido realmente de otra
manera.
Pero hay una diferencia entre estos dos Consoladores. Para
empezar, no había ninguna encarnación en conexión con el segundo; el
poder espiritual de Dios estaba en Él, y el poder de la verdad, pero no es
un objeto para el alma. Él fue caracterizado como la fuente de verdad y
revelación, allí donde Él actuaba; pero Él no fue presentado al mundo
como un objeto a ser recibido por este. El mundo no podía recibirle. El
mundo no recibiría el Señor, pero Él había sido presentado al mundo para
ser recibido, y Él había manifestado al Padre; Él pudo decir de aquellos
entre quienes Él vino, "pero ahora han visto y han aborrecido a mí y a mi
Padre." (Juan 15:24). En cuanto al Espíritu Santo, el mundo no le podía
recibir; no le veía, ni le conocía; Él presentaba la verdad, y actuaba
mediante esta. Pero Él sería dado a creyentes; ellos le conocerían, pues
Él moraría con ellos, y no los dejaría, como Él [Jesús] lo estaba haciendo,
y Él estaría en ellos.
Aquí encontramos también al otro Consolador, en contraste con el
Señor. Jesús se estaba marchando en ese momento, después Él estaría
con ellos; pero el otro Consolador estaría en ellos.
A las cosas que Él recién les había dicho, y que finalizan esta parte
de Su discurso, el Señor añade la preciosa revelación de que el
Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviaría en Su nombre (v.
26), enseñaría a los discípulos todas las cosas, y les recordaría lo que Él
les había dicho. Nosotros gozamos cada día el efecto de esta preciosa
promesa.
CAPÍTULO 15
El vínculo entre ellos debía ser el amor (v. 17); pero, ¿qué debía
caracterizar la relación en que ellos habían de encontrarse con el mundo?
El mundo los aborrecería. El mundo había aborrecido a su Maestro (v.
18); ellos le habían visto y le habían conocido. Cristo no era del mundo,
pero Él había estado en el mundo, dando testimonio, en Su vida y por Sus
obras, de lo que el mundo era, visto en la luz de Dios. Si los discípulos
hubieran sido del mundo, el mundo los habría amado, pero porque no
eran de él, aunque estaban en él, el mundo los aborrecería (v. 19). Todos
sus caminos, su andar, sus motivos eran diferentes de los del mundo. Era
una compañía separada de hombres: el mundo es muy susceptible; ¡su
felicidad no es real! su gloria es falsa y transitoria: todo allí es vacío, y no
dará ni un pequeño reflejo. El mundo permitirá que ustedes digan esto en
máximas y proverbios, pero que haya hombres cuyas vidas hablen
constantemente la verdad con respecto al estado del mundo que nos
rodea, eso es lo que es insoportable. La relación y las conexiones de los
discípulos con el mundo iban a ser las mismas del Salvador; los pámpanos
serían tratados como había sido tratada la vid. Pero es por causa del
nombre de Cristo que estas cosas sucederían (v. 21), fruto de este odio,
porque no habían conocido a Aquel que le había enviado. La manifestación
de Dios en Cristo, del Padre en gracia, en Jesús, fue siempre lo que había
despertado este odio y le había dado su verdadero carácter.
Este es el grave y terrible asunto que había sido hecho surgir. Dios
el Padre presentado en gracia a los hombres, y especialmente a Israel,
donde todas Sus promesas y oráculos habían sido depositados, pero Dios
presentado a los hombres en Jesús, el Verbo de Dios en gracia; de otro
modo, el estado de ellos no se habría manifestado como siendo un estado
de pecado y nada más, un estado de odio contra Dios, venido en medio
de ellos lleno de bondad. Si hubiese habido algo bueno en el hombre que
la presencia de Jesús pudiese haber despertado, se podrían haber
cometido faltas y pecados graves, pero también habría habido remedio y
perdón, pues una vez alcanzado el fondo, este habría sido bueno. Pero,
ahora ya no había más ningún pretexto para el pecado de ellos. Su estado
era el de absoluto pecado en la voluntad. Al aborrecer a Jesús, ellos
habían aborrecido al Padre, pues Jesús lo manifestó (v. 23). Sus palabras
eran las palabras de Dios, del Padre; y más que esto, Él había dado las
pruebas más claras de la revelación del Padre en Él. Nunca había habido
algunas como ellas; pues no sólo se mostró el poder divino incluso al
resucitar a los muertos, y dando poder a otros para llevar a cabo las
mismas obras, sino que Sus milagros eran actos de bondad divina. El
amor divino era desplegado en ellos, y se unía con el poder mientras lo
dirigía. Así ellos habían visto y habían odiado tanto al Padre como al Hijo
(v. 24).
Pero, terrible como fue eso, y fue fatal y final para el hombre
(excepto por la gracia soberana que lo creó de nuevo), no fue sino lo que
estaba escrito en la ley de ellos: "Sin causa me aborrecieron." (v. 25;
Salmo 35:19; Salmo 69:4); terrible juicio dado sobre el hombre, tal como
él es. Pero es dulce y hermoso ver que el pecado del hombre no detiene
la corriente de la gracia de Dios. El Señor continúa así: "Pero cuando
venga el Consolador, a quien yo os enviaré del Padre, el Espíritu de
verdad, el cual procede del Padre, él dará testimonio acerca de mí. Y
vosotros daréis testimonio también, porque habéis estado conmigo desde
el principio." (vv. 26, 27). Otro orden de cosas era necesario; el hombre
muerto y resucitado, incluso el hombre en el cielo, la redención
consumada, la venida del Espíritu Santo. Este odio de los hombres sólo
llevaría a cabo eso. Luego el Espíritu Santo les comunicaría la gloria
celestial del Hijo del Hombre, el resultado de Su rechazo. Procediendo del
Padre, enviado por el Hijo del Hombre glorificado, el Espíritu de verdad,
el Consolador descendido aquí abajo, daría testimonio de este Hijo del
Hombre, de Aquel que había sido rechazado, perfecto aquí abajo, pero
ahora en la gloria celestial. Ellos darían testimonio también, habiendo
estado con Él desde el principio de Su ministerio público aquí abajo. El
mismo Consolador sería su poder, para hacerles competentes para esto
(Juan 14:26), pero ellos darían testimonio como testigos oculares de Su
vida de sufrimiento.
CAPÍTULO 16
Ahora bien, el Señor continúa hablando con ellos, no en la posición
que ellos habían gozado con Él en la tierra, añadiendo promesas con
respecto al Espíritu Santo, sino de lo que iba a suceder, de la presencia
del Consolador, y del testimonio que Él daría. Él, de hecho, les había
hablado en conexión con las relaciones en que ellos estarían con el Padre:
allí este Consolador le reemplaza a Él, y es el Padre que lo envía.
{* Si nosotros examinamos con inteligencia espiritual los diferentes relatos de los evangelios,
percibimos en seguida un propósito que no está expresado en muchas palabras, sino por
medio de las circunstancias mismas, aunque en relación con los hombres. Por ejemplo, Juan
no habla de la agonía de Jesús en Getsemaní, aunque él estuvo más cerca de Él, y del número
de aquellos que Jesús despertó de su sueño. Es que, en Juan, el Espíritu Santo presenta el
lado divino de esta conmovedora historia. Así se habla también aquí del grupo de hombres,
quienes, viniendo a prender a Jesús, cayeron a tierra ante Su presencia. Mateo, quien, no
obstante, lo vio, no habla de ello. Para él, Cristo es la Víctima, sufriendo y a la cual se dio
muerte; para Juan, Él es Aquel que se ofrece a Sí mismo sin mancha a Dios. Es de la misma
forma en todas partes.}
Pero, cualesquiera que fueran los privilegios de los que ellos iban a
ser partícipes por medio de la presencia del Espíritu Santo, ellos tendrían
experimentar, al mismo tiempo, las consecuencias del rechazo de su
Maestro, un rechazo que no fue meramente el rechazo de un reformador
iluminado no aceptado, sino la expresión de la enemistad del corazón del
hombre contra Dios, y contra Dios manifestado en bondad (v. 2). Él se
iba a lo alto, y haría que ellos fueran partícipes del Espíritu; ellos
permanecían aquí abajo, indudablemente provistos con ese poder
espiritual hasta el punto de hacer milagros, lo cual daría testimonio de la
fuente de donde estos milagros venían; pero la continuidad del testimonio
y del poder traería contra ellos la misma hostilidad que había sido
manifestada contra Jesús. Si al padre de familia llamaron Beelzebú,
mucho más tratarían a los de su casa de la misma manera. (Mateo 10:25).
Pero, ¿no es una ventaja esta presencia del Espíritu, una cosa mejor
para el mundo? ¿No es una relación más bienaventurada que todas las
que han precedido? ¡Bendito sea Dios! la gracia soberana está en ejercicio
hacia el mundo en virtud de la muerte de Cristo; pero, salvo Sus derechos
soberanos, Dios no tiene relación alguna con el mundo. El Espíritu Santo
está entre los santos y en los santos, pero, como hemos leído, el mundo
no le puede recibir: Él es dado a creyentes. Entre el rechazo y el regreso
de Cristo, Él da testimonio de la gracia manifestada en la muerte de Jesús,
y de la gloria en que Cristo está, para traer a quienes creen en Él a una
asociación celestial con el postrer Adán, librándolos del presente siglo
malo. Y permanece verdadero para siempre que, "Si alguno ama al
mundo, el amor del Padre no está en él." (1 Juan 2:15); y que, "la amistad
del mundo es enemistad contra Dios." (Santiago 4:4). Ahora, estas
nuevas relaciones son mantenidas por el Espíritu en estos vasos de barro;
después, los que poseen este Espíritu serán glorificados con el Señor.
Mucho después aún, cuando el juicio habrá sido ejecutado, esta misma
gracia hacia el hombre establecerá al Señor - conforme a lo que le
corresponde a Él, y conforme a los consejos eternos de Dios - sobre un
mundo bienaventurado, donde el poder del enemigo no será ejercido.
Pero este no es nuestro tema aquí.
Ahora bien, es con el postrer Adán que es del cielo, con el Hijo del
Hombre glorificado, que nosotros tenemos que ver. Lo que existe es una
ruptura completa entre el mundo y Dios, y un Cristo celestial que ha
cumplido la redención. Pero el testimonio que el Espíritu Santo da, la
verdad de la cual Él es la prueba, es doble, y se divide aquí. Lo que
nosotros hemos examinado cuidadosamente es el testimonio que Su
presencia aquí abajo da con respecto al mundo; lo que sigue a
continuación es lo que Él habría de hacer para los discípulos entre quienes
Él se hallaba.
Esto termina los discursos del Señor dirigidos a Sus discípulos. Él,
en presencia de lo que Su alma experimentaba, podía pensar en ellos y
decirles lo que era adecuado para consolarles y fortalecerles en el tiempo
de Su ausencia; se trataba del conocimiento espiritual de Él mismo; el
hecho de verle después de Su resurrección, lo cual fortalecería la fe de
ellos poderosamente; la presencia del Espíritu Santo, y finalmente, que el
hecho de ir al Padre, no era abandonarles, sino que Él iba a preparar para
ellos una morada en lo alto. Él estaría con ellos espiritualmente. Si ellos
confesaban Su nombre, esto traería sobre ellos persecución. En este
mundo ellos tendrían aflicción, pero en Él ellos tenían paz. ¡Bendito
pensamiento! En las circunstancias y en las cosas que estaban pasando,
ellos tendrían pruebas, sin duda dolorosas, pero que los separarían del
mundo, y que harían que sintieran el contraste entre lo que el mundo era
y la posición de ellos. Ellos habrían de tener paz interiormente, paz divina
en Él quien se manifestaba a ellos espiritualmente, sí, quien habría de
morar en ellos.
{* Es universal, es decir, se extiende a todas las cosas; pero aquí solamente el hombre está
en consideración.}
Pero existe algo más preciso que eso. En 1 Juan 1, nosotros vemos
claramente qué es la vida eterna: es Cristo. Lo que ellos habían visto,
contemplado, y palpado desde el principio, era Cristo, la vida eterna que
estaba con el Padre y que les había sido manifestada. Así nuevamente en
el capítulo 5: 11, 12: "Y éste es el testimonio, es a saber, que Dios nos
ha dado vida eterna, y que esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo,
tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios, no tiene vida." (1 Juan 5:
11, 12 - RVR1865). Pablo, en la Epístola a los Efesios ("Bendito el Dios y
Padre del Señor nuestro Jesucristo, el cual nos bendijo con toda bendición
espiritual en lugares celestiales en Cristo: Según nos escogió en él antes
de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha
delante de él en amor." Efesios 1: 3, 4 - RVR1909), nos presenta esta
vida en su doble carácter. En primer lugar, el carácter que responde a Su
naturaleza, lo que Cristo era y es personalmente; y en segundo lugar,
nuestra relación con el Padre; es decir, hijos, y eso en Su presencia.
Nosotros participamos de la naturaleza divina, y estamos en la posición
de Cristo: hijos según el beneplácito de la voluntad del Padre. Esa es la
naturaleza de esta vida.
{* "He manifestado tu nombre a los hombres que me diste del mundo." (Juan 17:6 - VM)}
Pero Él hizo más; les comunicó todos los privilegios, que por parte
del Padre, le pertenecían a Él en la tierra; los privilegios inherentes a Su
posición de Hijo aquí abajo. Ya no era más la gloria y el honor real que el
Mesías había de recibir de Jehová; ellos habían entendido que lo que Él
tenía, pertenecía al Hijo, al Hijo que se había despojado, y había
descendido a un estado de humillación, y humillación aquí abajo, para
manifestar toda la gloria del poder de Dios en bondad, quitando no sólo
el pecado, sino todas las miserias que eran fruto de él. Ellos habían
comprendido que lo que Jesús había recibido del Padre como Hijo del
Hombre en la tierra, era todo lo que pertenecía al Hijo de Dios (v. 7).
Pero este privilegio que les había sido otorgado, dependía de otro,
o era realizado en otro, que era mayor aún. Él había compartido con ellos
todas las comunicaciones íntimas que el Padre le había hecho como Hijo
aquí abajo. Todo lo que pertenecía a esta posición es lo que nos ocupa
aquí - lo del Hijo en la tierra. "Las palabras que me diste, les he dado."
(v. 8). ¡Gracia inmensa! Fue, en efecto, situarlos a ellos en Su misma
posición con el Padre. Él les había revelado el nombre del Padre. Fue
situarlos, de hecho y de derecho, en Su relación de Hijo con el Padre. Pero
Cristo, habiendo sido Hijo aquí en la tierra, y habiendo venido a consumar
la obra que el Padre le había dado que hiciera, había recibido, por derecho
propio, comunicaciones íntimas de Él, para que todo pudiera ser hecho en
una unidad perfecta e infalible con el Padre. Esto fue, para el Salvador, el
aspecto bienaventurado de Su vida. Ahora bien, habiendo situado a los
discípulos (pues Él habla aquí de los once) en la misma relación con el
Padre que aquella en que Él estaba por naturaleza y por derecho, la
posición de ellos no iba a ser estéril y seca, sino provista con todas las
comunicaciones que pertenecían a Él, y que Jesús gozaba. Y esta es la
gracia que ha sido hecha de ellos. Estaría bien, antes de seguir más
adelante, hacer aquí dos o tres observaciones.
Esta parte de las palabras del Salvador (versículos 6 al 10, e incluso
hasta el versículo 19, aunque esta última porción trata de los discípulos
bajo otro punto de vista) es aplicable a los once, como compañeros de
Cristo en la tierra. Él les había revelado el nombre del Padre; Él los estaba
colocando en la relación en que Él mismo estaba con el Padre, como Hijo,
pero morando en la tierra. Las comunicaciones que Él recibió le fueron
hechas como estando allí, y fueron las que Él les comunicó. Yo no tengo
absolutamente ninguna duda que Jesús habló de lo que Él conocía, y dio
testimonio de lo que Él había visto, ni de que el hecho que Él podía decir
de Sí mismo, "el Hijo del Hombre, que está en el cielo." (Juan 3:13), tuvo
una influencia esencial en Su ministerio. Pero Él fue la manifestación de
la gracia y la verdad aquí abajo, y hasta el tiempo en que Él estuvo
hablando, no se trataba de hacer que los discípulos tomaran conciencia
de que ellos estaban en Él en el cielo; eso estaba a punto de suceder. En
el versículo 24, este pensamiento, no aún de unión, sino por lo menos de
asociación con Él en el cielo, comienza a aparecer. Ciertamente que Su
objetivo no fue mantener el Judaísmo, sino presentar lo que manifestó al
Padre, gracia y verdad venidas en Él, el carácter de Dios en un Hombre
aquí abajo mostrado plenamente. No fue, tampoco, el hacer patente los
consejos de Dios y los misterios de la gracia, del modo que Pablo nos los
enseña; ese es un fruto de Jesús estando glorificado. El sol había brillado
detrás de las nubes en las dispensaciones anteriores; incluso ahora se
trata de fe que echa mano de ello; al final, su manifestación tendrá un
carácter terrenal; pero aquí las nubes se dispersan, y el sol mismo
aparece. El Padre en plenitud de gracia, envía al Hijo; el Hijo manifiesta
perfectamente al Padre, y le glorifica, y los discípulos entienden que todo
lo que el Padre había dado a Jesús era el don del Padre al Hijo aquí abajo
(no, como he dicho, de Jehová al Mesías), que el Padre le había enviado
en gracia soberana, y que Él había venido (o, salido) del Padre.
{* Esta es la mejor traducción: el 'Textus Receptus' (N. del T.: y la RVR60) reza, "a los que
me has dado."}
Cristo oró por los Suyos, para que pudieran ser guardados por el
Padre en ese nombre. Él estaba allí por naturaleza; era Su lugar en la
tierra; ellos necesitaban ser guardados allí. Él los había guardado
mientras había estado en este mundo; Él los entregaba ahora al Padre,
para que Él los guardase de este modo, para que pudiera haber el mismo
pensamiento, el mismo propósito, y para que todas sus palabras y
acciones pudieran responder a ello; para que la expresión de la vida de
cada uno de ellos y de todos juntos, pudiera ser la del Señor en Su
relación con el Padre, según la importancia y valor de este nombre. Luego
el Señor hablará de los medios de mediación (o, intercesión); aquí, lo que
Él presenta es el hecho. Los discípulos habían de ser uno - un sencillo
vaso de la vida, de los pensamientos, de la revelación del Padre mismo,
como Cristo lo había sido. "Padre", el nombre de gracia, de Dios enviando
al Hijo, el Hijo revelándole como tal; y "santidad" conforme a lo que el
Padre es - esto es lo que había de caracterizarlos, y por el poder del
Espíritu Santo*, todos, como una sola entidad, habían de ser solamente
esto en medio del mundo; ellos debían representar a Cristo en esta
relación con el Padre. Es evidente que si entre ellos había diferentes
pensamientos o propósitos, ellos fracasarían en cuanto a esta posición. El
Padre y el Hijo eran uno de esta manera cuando el Hijo estuvo aquí abajo;
esto era lo que ellos habían de ser entre ellos mismos conforme a la
relación en que Cristo había estado. El nombre del "Padre" es el que se le
había dado a Él, para que pudiera manifestarlo en este mundo; y,
conforme a Su santidad, no hubo nada de este mundo en Él que opacase
la revelación de lo que el Padre era.
{* El Espíritu Santo no es el tema aquí, pero Él es, no obstante, el poder que había de producir
esta vida en los discípulos.}
Ahora bien, esto es lo que atrajo sobre ellos el odio del mundo. La
presencia de ellos, representando al Padre en testimonio, decía al mundo
que no todo le pertenecía; que lo que era de Dios no le pertenecía. Había
hombres que estaban en relación con el Padre; pero la consecuencia de
esto fue que ellos no eran del mundo. No se ejecutó juicio, pero la
separación fue hecha.
Cristo no oró para que ellos pudieran ser sacados (o, quitados) del
mundo, aunque no pertenecían a él, como Él mismo no pertenecía a él,
sino que ellos pudieran ser guardados del mal, de la influencia del mundo
que los rodeaba negativamente (vv. 15, 16). No sólo eso, sino que
pudieran ser santificados, apartados de corazón y de hecho por la palabra
del Padre (v. 17); no se trataba de profecía, ni del gobierno del mundo,
sino de la relevación del Padre en Su gracia en Cristo: el gozo eterno de
Su comunión. Era la verdad inmutable, eterna: Cristo lo había sido y
siempre lo es, pero ellos debían ser testigos de ello, siendo enviados por
el Hijo al mundo, como el Hijo había sido enviado a él por el Padre.
Esto es lo que completa lo que Jesús pide para los discípulos delante
del Padre, y en testimonio ante el mundo: la revelación del nombre del
Padre conocido en la Persona del Hijo, Hombre en este mundo y en la
gloria. Pero esta oración no se detiene allí; ¡bendito sea Su nombre para
siempre!
(V. 20 y ss.). Jesús ora también por los que habían de creer por
medio de ellos; pero la petición no es igual a la que Él hizo por los
discípulos, aunque depende de ella. Para ellos Él pidió una unidad análoga
a la que existía entre el Padre y el Hijo en la obra de redención; los mismos
pensamientos, los mismos consejos, la misma verdad. Él Hijo llevó a cabo
los pensamientos del Padre en la unidad de la misma naturaleza. Ellos
habían de actuar, mediante el cautivante poder del Espíritu Santo, en la
obra de testimonio, como siendo absoluta y enteramente uno. No existió
ninguna divergencia entre los pensamientos, los consejos, la voluntad del
Padre, y el testimonio y obediencia del Hijo; y, por gracia, los discípulos
llegaron a ser 'el depositario', uno y todos juntos, del testimonio de la
revelación del Padre en el Hijo. Asimismo, habiéndoles sido confiada la
palabra del Padre, la función de ellos era comunicarla a los demás. Ellos
eran comunicadores de estas verdades; los demás, por quienes el Señor
ora ahora, recibían este testimonio, y entraban así en comunión con
aquellos que estaban en la unidad de esta gracia. (Comparen con 1 Juan
1: 1-4). Ellos gozaban de todo lo que los discípulos eran depositarios. El
Señor ora para que puedan ser uno con ellos, el Padre y el Hijo (v. 21).
La base de la unión de ellos es siempre el Padre revelado en el Hijo. Ahora
bien, esta revelación les dio un objeto celestial, un único y mismo objeto
que absorbía los afectos del corazón, y que destruía así la influencia de
los objetos terrenales que habrían tendido a dividirlos, tales como su
posición social o nacional, e incluso lo que era aún más difícil, su posición
religiosa. Ellos eran Cristianos, hijos del Padre, asociados con Cristo; la
patria de ellos era el cielo. Peregrinos y extranjeros aquí abajo, ellos
declaraban claramente que buscaban su país natal. Ahora, en esto, ellos
eran necesariamente uno; uno en su origen, uno en su objeto, y eso con
Cristo mismo, el Hijo del Padre. El que santificaba y los que eran
santificados de uno eran todos. (Vean Hebreos 2:11). Ellos formaban
parte de la compañía de aquellos a quienes el Señor había dicho: "Subo
a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios." (Juan 20:17).
En esta posición espiritual, ellos eran uno en el Padre y en el Hijo, quienes
eran uno en ellos mismos, y todos juntos vivían en esta comunión. De
este modo, en 1 Juan 1, leemos, "para que también vosotros tengáis
comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el
Padre, y con su Hijo Jesucristo", y entonces tenemos comunión "unos con
otros."
Noten que cuando Él ora por los Suyos, Jesús dice, "Padre santo."
Él deseaba que ellos fueran guardados conforme a este nombre - hijos
con Él, y santificados conforme a esta revelación del Padre que Cristo
disfrutó, y de la que Él era el instrumento para los demás. Él dice ahora,
"Padre justo" (v. 25). El Padre iba a decidir entre Él y aquellos que le
habían recibido, por una parte, y el mundo que le había rechazado a Él
por la otra. Un momento solemne para el mundo, cuando Aquel que había
venido en pura gracia (2 Corintios 5:19) oró, después de haber
manifestado y glorificado fielmente al Padre, para que el propio Padre
decidiera en justicia entre Él y el mundo. La respuesta siguió muy pronto,
cuando Jesús se sentó en el trono del Padre.
Pero tenemos que hacer notar aquí algo más. En primer lugar la
unión de la Persona divina del Hijo, y de la humanidad del Salvador. El
Padre le había amado antes de la fundación del mundo; Él mismo, Hijo
del Padre, antes que hubiera existido un mundo. Pero en contraste con el
mundo, Él había conocido al Padre, es decir, como Hombre aquí abajo, y
asocia a los discípulos con Él mismo, pidiendo que ellos estuvieran donde
Él iba a estar, reconociendo al mismo tiempo Su gloria personal. Él pidió
que ellos vieran Su gloria, la gloria que Él había tenido como amado por
el Padre antes que el mundo existiera. Es la verdad preciosa, que es como
un hilo uniendo todo el capítulo; pero aquí, lo que más se presenta, es Su
Persona como Hijo del Padre, y Hombre, y la asociación de los discípulos
con Él. Pero ¡qué gracia se nos presenta aquí! Nosotros estaremos con
Cristo, semejantes a Cristo; veremos Su gloria, la gloria de Aquel que ha
sido humillado por nosotros; una gloria que Él tenía con el Padre antes de
la fundación del mundo - pero Hombre para siempre jamás.
Pero esto aún no es todo. Está nuestra relación con el Padre, igual
a la de Cristo: "Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro
Dios." (Juan 20:17); es decir, donde Cristo está aún como Hijo, y como
Hombre. Nosotros ya disfrutamos esta relación. Cuando Cristo vendrá de
nuevo, el mundo conocerá que nosotros hemos sido amados, como Cristo
ha sido amado; pero nosotros ya tenemos el gozo de ello, aquí abajo. El
nombre del Padre ya nos ha sido manifestado cuando Cristo estuvo en la
tierra, aunque poco comprendido por los discípulos. Pero desde el
descenso del Espíritu Santo, descendido en virtud de la presencia del
Hombre Cristo en el cielo, este nombre es manifestado nuevamente, y el
Espíritu es el Espíritu de adopción.
CAPÍTULO 18
Nosotros hemos pasado a través del maravilloso capítulo, en el cual
se nos presenta la conmovedora revelación de la comunión del Hijo con
el Padre con respecto al objetivo del común interés de ellos, los hijos, es
decir, creyentes siendo colocados en relación con el Padre por Su
revelación en el Hijo. Mientras más pensamos en ello, más sentimos cuán
maravilloso es ser admitidos a oír tales comunicaciones.
CAPÍTULO 19
(V. 31 y ss.). Los Judíos, llenos de celo por las ordenanzas, a la vez
que descuidan la misericordia, la justicia, y el amor de Dios, desean que
los cuerpos no queden en la cruz en el día de reposo, y un centurión es
enviado para matar a los crucificados. Él rompe las piernas de los dos
malhechores; pero Jesús ya estaba muerto; ni uno de Sus huesos iba a
ser quebrado (o, quebrantado); pero para asegurarse que no estaba
equivocado, y que (aunque él no entendía nada de ello) el mundo se había
librado del Hijo de Dios, él traspasa Su costado con una lanza. Fue el
último ultraje que el mundo le infligió, para asegurarse que ellos habían
terminado con el Hijo de Dios. La respuesta de la gracia fue el agua y la
sangre que purifica y salva. El hombre y Dios se encontraron; la insolencia
e indiferencia del odio, y la gracia soberana que se alza por sobre todo el
pecado del hombre. ¡Maravillosa escena, maravilloso testimonio! Allí,
donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia. El golpe de la lanza del
soldado sacó a la luz el testimonio divino de salvación y de vida.
Por primera vez Cristo llama a Sus discípulos Sus hermanos, y los
coloca así en Sus propias relaciones con Dios Su Padre. El judaísmo ha
desaparecido por el momento, y en cuanto a lo que respecta al antiguo
pacto; y es revelado el resultado pleno de la obra de Cristo, conforme al
establecido propósito de la gracia; los creyentes son situados allí por
medio de la fe, y nosotros poseemos el conocimiento y el poder de ello
mediante el Espíritu Santo que nos ha sido dado, a continuación de la
entrada personal de Jesús, como Hijo del Hombre, en la gloria que resultó
de Su obra.
Una vez que María comunica estas cosas a los apóstoles, se relata
el curso del acontecimiento exterior fundamentado sobre esta revelación.
"Entonces cuando fué la tarde, de aquel mismo día, el primero de la
semana, y estando cerradas las puertas del lugar donde se
hallaban juntos los discípulos, por temor de los judíos, vino Jesús, y se
estuvo de pie en medio de ellos, y les dice: Paz a vosotros." (v. 19 - VM).
Los discípulos se reúnen ese mismo día por la tarde, y Jesús, apareció
personalmente, pero en un cuerpo espiritual, en medio de ellos,
trayéndoles la paz que Él había hecho mediante Su sangre. La reunión de
ellos se caracterizó por la paz divina, la reunión de ellos todos juntos, y
la presencia del Señor. Los apóstoles iban ser testigos oculares, y Él les
muestra Sus manos y Su costado, evidencia irrefutable que era
verdaderamente el mismo Jesús que ellos habían conocido, y ellos se
regocijan cuando le ven. Entonces ellos iban a ser Sus misioneros o
apóstoles (enviados), y Él establece la paz divina como el punto de
partida: "Paz a vosotros," Él les dice; "Así como el Padre me envió a mí,
yo también os envío a vosotros." (v. 21 - VM). Luego, así como Dios sopló
en la nariz del hombre el aliento de vida, el Hijo divino, el mismo Dios -
siendo aquí un Hombre resucitado - "sopló sobre ellos, y les dice: Recibid
el Espíritu Santo." (v. 22 - VM). Aunque simbolizando el don del Espíritu
Santo, Él no había sido enviado aún, pues Jesús aún no había ascendido
a lo alto; pero Él fue comunicado como poder de vida por el Salvador
resucitado, vida divina - vida conforme a la posición en que Él estaba, y
la cual era su poder. Ellos vivían mediante la vida divina del Salvador, y
conforme al estado que Él había tomado al resucitar. El Espíritu Santo,
descendido del cielo, les iba a revelar los objetos de la fe, y los iba a guiar.
Aquí, lo que ellos reciben es la capacidad espiritual y subjetiva para
disfrutar estos objetos de la fe, haciéndolos personalmente capaces de
correr la carrera en la cual el Espíritu Santo había de guiarles. Ellos
estaban preparados para el servicio de su misión: Aquel que los había de
guiar era el Espíritu Santo, quien iba a descender del cielo.
Esta diferencia se halla en Romanos 8. Hasta el versículo 11, el
Espíritu Santo en el creyente, es el espíritu de vida y de libertad, de poder
moral en Cristo. Después de eso (a partir del versículo 11) es el Espíritu
Santo personalmente, actuando como una Persona divina. Esto continúa
hasta el versículo 27 de Romanos 8.
CAPÍTULO 21
{* Las primeras dos veces, Jesús dice a Pedro: "¿me amas? utilizando la palabra
Griega agapao. Pedro siempre responde utilizando la palabra Phileo: "Tú sabes que te amo";
y esta última es la palabra que Jesús emplea la tercera vez.}