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[John Dewey, Teoría de la valoración. Un debate con el positivismo sobre la dicotomía de hechos y valores.

Selección, traducción, introducción y notas de María Aurelia Di Berardino y Ángel Manuel Faerna.
Madrid, Biblioteca Nueva, 2008. ISBN: 978-84-9742-705-0]

JOHN DEWEY

TEORÍA DE LA VALORACIÓN

Edición, traducción y notas


de
Aurelia Di Berardino y Ángel Manuel Faerna

Clásicos del Pensamiento

BIBLIOTECA NUEVA
Madrid, 2007
ÍNDICE

INTRODUCCIÓN
Aurelia DI BERARDINO y Ángel Manuel FAERNA

1. Teorías de la valoración: un marco preliminar


2. Senderos que se bifurcan: pragmatismo y positivismo
3. Hechos y emociones
4. “Significado emotivo”
5. Stevenson, lector de Dewey
6. El sujeto de la ética
7. Nota a la presente edición

BIBLIOGRAFÍA

CRONOLOGÍA

TEORÍA DE LA VALORACIÓN (1939)


John DEWEY

Apéndice I:
“INTRODUCCIÓN A ÉTICA (1908), DE DEWEY Y TUFTS” (1978)
Charles L. STEVENSON

Apéndice II:
“EL OBJETO DE LA ÉTICA Y EL LENGUAJE” (1945)
John DEWEY
INTRODUCCIÓN

Aurelia DI BERARDINO y Ángel Manuel FAERNA

1. Teorías de la valoración: un marco preliminar

Al comienzo de su Teoría de la valoración, John Dewey define el panorama de la


discusión filosófica en torno a los valores como el enfrentamiento entre dos posiciones
extremas: de un lado se situarían quienes consideran que los juicios de valor son meras
manifestaciones de las emociones y sentimientos de quienes los emiten; de otro, los que creen
que la razón —como instancia independiente de esos sentimientos y emociones— puede
aprehender valores que preexisten a nuestros juicios y que, en virtud precisamente de su
sanción racional, los dotan de validez general. Añade también que en el trasfondo de la
discusión se sitúan cuestiones epistemológicas y metafísicas que van más allá del problema
específico de la valoración, subordinándolo de alguna manera a los avatares de querellas
filosóficas más abstrusas y, desde luego, mucho más alejadas de nuestros intereses cotidianos.
Pues, así como el problema de si ser realista o idealista, por ejemplo, sólo se le plantea a
quien practica la filosofía que damos en llamar “académica”, el de hacia dónde se debe mirar
para decidir en qué cosas depositar valor se nos aparece a todos a cada paso; no, ciertamente,
como un problema teórico general, que es como le corresponde a la filosofía tratarlo, pero sí
como una pregunta implícita asociada a cualquier contexto o circunstancia práctica. Ya se
trate de una decisión de las que solemos denominar “morales”, o de otras que, sin alcanzar ese
rango, nos obligan en cualquier caso a adoptar algún tipo de preferencia, lo que se pone en
juego es la necesidad de asignar valores y, con ella, la de saber localizarlos, identificarlos o
reconocerlos. Así se entiende que, para Dewey, una “teoría de la valoración” tuviera que ser,
por encima de cualquier otra cosa, una metodología; pues la pregunta que el filósofo puede
ayudar a responder no es la de “qué hacer, sino cómo decidir qué hacer.”1

De esas dos posiciones extremas entre las que, a juicio de Dewey, se debatían los
filósofos de su tiempo, sólo la primera será objeto de crítica pormenorizada en su ensayo.
Esto no quiere decir, sin embargo, que tácitamente se estuviera comprometiendo con la
segunda. En realidad sucede todo lo contrario: la teoría de la valoración de Dewey sitúa el
origen de los valores, si no exactamente en los sentimientos, sí al menos en las disposiciones
afectivas —en los gustos y disgustos, como también dice— de los sujetos reales; por
consiguiente, rechaza de plano la existencia de unos intangibles valores subsistentes que
dichos sujetos tuvieran que reconocer para adoptarlos como principios universales y
necesarios de su conducta. El porqué de esta aparente inversión lógica del argumento se hará
patente enseguida, cuando situemos Teoría de la valoración en su adecuado contexto
histórico-polémico, pero de momento nos servirá para comprender la importancia que, pese a
todo, tienen las cuestiones epistemológicas y metafísicas que rodean el debate en torno a los
valores y que resultan imprescindibles para clarificar las distintas posiciones, singularmente la
del propio Dewey.

1
John Dewey, “Teaching Ethics in the High School” (1893), EW, 4, 56 —siguiendo la norma establecida, en las
referencias remitimos a la serie (EW, MW, LW), volumen y página de la edición canónica de Dewey; véase, al
final de esta INTRODUCCIÓN, la “Nota a la presente edición”. Como se comprueba por la fecha de este escrito, se
trata de una idea muy temprana, que Dewey nunca abandonó en sus ulteriores y numerosas discusiones de este
problema.
Es una estrategia retórica frecuente, y por lo común persuasiva, la de construir un
esquema bipolar respecto de un tema cualquiera para, a continuación, hacer aparecer la tesis
que uno se propone defender como el elemento que viene, justamente, a terciar en la cuestión.
Con ello se consigue subrayar tanto la novedad de la idea que se está introduciendo como su
carácter de mediadora entre las otras dos, que de este modo quedan bajo sospecha de ser
desmedidas o parciales en su enfoque. Según acabamos de ver, en el esquema que
proporciona Dewey respecto de la teoría de la valoración esos dos polos vienen representados
por el emotivismo (“los así llamados ‘valores’ no son más que calificativos emocionales o
simples exclamaciones”) y el objetivismo (“hay valores racionales, predeterminados de forma
a priori y necesaria, que son los principios de los que depende la validez del arte, la ciencia y
la moral”). 2 Ahora bien, en esta dicotomía se combinan dos ejes. El primero de ellos es
epistemológico y tiene que ver con la aplicabilidad de los conceptos de “verdadero” y “falso”
a los juicios o proposiciones que enuncian un valor. Para el objetivismo es perfectamente
aceptable, y aun inevitable, hablar de la verdad o falsedad de un juicio valorativo, en función
de si traduce o no adecuadamente el correspondiente “valor objetivo” que la razón
previamente habría aprehendido. Por el contrario, el emotivismo considera que tales
conceptos no resultan aplicables, justamente porque no hay una “materia objetiva” respecto de
la cual las proposiciones en cuestión pudieran ser verdaderas o falsas; tales proposiciones se
limitan a exteriorizar ciertos estados subjetivos del individuo, y en esa medida todo lo que
cabría decir de ellas es que pueden ser sinceras o insinceras. Desde el eje epistemológico,
pues, los dos polos del esquema (objetivismo vs. emotivismo) podrían designarse con los
nombres de “cognitivismo” y “no-cognitivismo”, respectivamente.

El segundo eje es metafísico, en el sentido de que se define sobre la base de los


compromisos ontológicos que se derivan de uno y otro polo. El objetivista, obviamente,
afirma la existencia de un tipo peculiar de entidades, los valores, que son independientes del
sujeto al menos en la misma medida en que lo son las entidades físicas o naturales, si bien se
aprehenden por una vía diferente (normalmente, algún tipo de “intuición” moral específica).
En cambio, el análisis que el emotivista hace de las proposiciones valorativas no le
compromete con ninguna entidad distinta de las que aparecen presupuestas en el único
discurso que para él es propiamente cognitivo —a saber, el que se limita a describir “meros
hechos”, incluidos los estados subjetivos de las personas— y que pueblan lo que podríamos
denominar el “mundo natural”. Por tanto, en el eje metafísico los dos polos del esquema se
alinean en los frentes opuestos del “no-naturalismo” y el “naturalismo”, respectivamente.

En conclusión, puede decirse que el emotivismo proporciona una teoría naturalista y


no-cognitivista de la valoración,3 en tanto que el objetivismo ofrece al respecto una teoría
cognitivista y no-naturalista. Una vez que se explicitan de esta forma los términos del
esquema bipolar que introduce Dewey en las primeras líneas de su ensayo, resulta más fácil
ubicar la propuesta de “mediación” que él mismo se encargará de desarrollar en las páginas
subsiguientes, y que no es otra que la de una teoría naturalista y cognitivista de la valoración;

2
John Dewey, Teoría de la valoración [en adelante TV], LW, 13, 189.
3
Tipificamos el emotivismo como “naturalista” en el sentido preciso que hemos indicado, esto es, en tanto que
no reconoce más entidades y cualidades que las “naturales”. Pero este naturalismo ontológico no se corresponde
necesariamente con la tesis meta-ética del mismo nombre, el naturalismo ético, que afirma que las propiedades
morales son descripciones encubiertas de propiedades naturales. El naturalista ético se adhiere al naturalismo
ontológico, pero la inversa no siempre es cierta, como ilustra el propio emotivismo con su reducción de los
términos morales a una función puramente expresiva, no descriptiva. Dewey, en cambio, sería un ejemplo del
primer caso; de ahí la alusión que hacemos en el siguiente párrafo a la radicalidad de su compromiso con un
naturalismo sin cualificaciones.
una teoría, por tanto, para la que los juicios valorativos pueden y deben estar sometidos a
criterios de verificación, siendo al mismo tiempo dichos criterios los de la verificación
empírica usual, y no algún otro relacionado con misteriosas “intuiciones de valor”.

Esto puede dar la impresión de que Dewey se sitúa en una posición equidistante
respecto del emotivismo y el objetivismo, apartándose de uno de ellos en el eje
epistemológico y del otro en el metafísico; y es verdad que, en los términos analíticos o
“taxonómicos” que venimos empleando hasta aquí, tal impresión sería bastante acertada.
Ahora bien, la perspectiva cambia si nos movemos desde esa taxonomía abstracta hacia las
actitudes de fondo, filosóficas y de otro tipo, en que las diferentes opciones se encarnaban por
aquel entonces. O, dicho de otra forma, la posición respecto de esos dos ejes que hemos
distinguido no tiene el mismo peso cuando se toman en consideración implicaciones más
amplias. En este sentido, el compromiso de Dewey con el naturalismo filosófico se incardina
de tal forma en las bases de su pensamiento que, por fuerza, había de decantarlo hacia el
repudio más firme de las tesis objetivistas, en la medida en que éstas entroncaban con una
tradición de corte especulativo, anti-empírico y anti-científico. Por tanto, la distancia de
Dewey respecto del objetivismo traducía una confrontación radical y, en último término, una
lejanía verdaderamente insalvable, con postulados mucho más generales sobre el método de la
filosofía, su relación con las ciencias e, incluso, sobre el papel de una y otras en relación con
la cultura.

No ocurre lo mismo en el caso del emotivismo, tesis anclada en la tradición empirista


al menos desde Francis Hutcheson y David Hume y que, en aquel panorama de la discusión
filosófica que Dewey dibujaba, era la doctrina patrocinada por el positivismo lógico en lo
tocante al análisis de los juicios de valor. Aquí el rechazo de la teoría positivista de la
valoración se simultaneaba con un alineamiento, siquiera fuera coyuntural, con los propios
positivistas en defensa del empirismo, las virtudes del método científico y el combate contra
filosofías conservadoras o abiertamente retrógradas en lo social. En esta divisoria crucial,
filosófica pero también ideológico-cultural, el pragmatismo de Dewey y el positivismo lógico
caían del mismo lado, de modo que la crítica de aquél a las tesis emotivistas de éstos se hacía
desde un cierto número de supuestos compartidos y aspiraba en alguna medida al acuerdo. En
un artículo de 1951, Stanley Cavell y Alexander Sesonske describían esa similar orientación
filosófica de pragmatistas y positivistas lógicos en los siguientes términos:

Hablando muy generalmente, los autores involucrados son parte del movimiento empírico
moderno. Todos ellos coinciden en que la filosofía es en algún sentido una disciplina crítica, que se
ocupa del significado, y que el significado está conectado de alguna forma con la verificación. Sienten
un enorme respeto por los hechos en contraposición a los principios a priori, y opinan que el
significado y el conocimiento deben ser controlados por la observación; que el conocimiento nunca es
verdadero en el sentido de ser final y absoluto, sino siempre probable, capaz de avanzar, y abierto a
rectificación a la luz de ulteriores observaciones.4

A continuación, enumeraban las coincidencias entre ambas escuelas —que los autores
del artículo juzgaban mucho más significativas que las discrepancias— específicamente en
relación con la teoría de la valoración, y que se resumirían en:5 1) una misma concepción de
los valores en términos de intereses referidos a la experiencia humana, y no en términos de
“objetos” independientes de ésta; 2) un mismo rechazo de supuestos valores finales y
absolutos sustentados en proposiciones metafísicas de cualquier tipo; 3) la tesis de que los

4
Stanley Cavell y Alexander Sesonske, “Logical Empiricism and Pragmatism in Ethics”, The Journal of
Philosophy, vol. 48, nº 1 (4 de enero de 1951), pp. 5-17; p. 6.
5
Véase ibíd., pp. 6-7.
juicios de valor tienen una función prescriptiva —esto es, apelan a la conducta y se relacionan
de alguna manera estrecha con las emociones—, y no meramente descriptiva o predictiva; 4)
la idea de que los conflictos morales no sólo involucran el conocimiento de los hechos
relevantes para la acción, sino también las disposiciones —actitudes o hábitos— arraigadas en
la personalidad del agente y en las que el componente afectivo desempeña un papel
importante; y 5) la consiguiente admisión de que las asignaciones de valor entrañan una
elección, si bien ésta descansa en el conocimiento disponible de los hechos del caso. De estos
cinco puntos, los dos primeros sintetizan la profesión de fe empirista y el rechazo del
objetivismo apriorista que emparentaban a Dewey con los filósofos positivistas, y que hacían
que se reconocieran mutuamente como aliados naturales en el combate contra “los
metafísicos”. Los otros tres, en cambio, definen más bien el campo de juego en el que se
dirimirá su controversia, en función de los variados matices y delicados equilibrios que esas
afirmaciones genéricas admiten. En efecto, el modo en que se concrete la función prescriptiva
de los términos de valor en relación con el análisis de su significado, o la relación precisa que
quepa establecer entre los hechos y las disposiciones, o el grado de determinación sobre las
elecciones valorativas que se pueda llegar a atribuir al conocimiento fáctico, abocarán a
conclusiones bien diferentes respecto de una teoría general de la valoración. En particular,
resultarán decisivos a la hora de establecer el importe cognitivo de los juicios de valor y, por
consiguiente, la posibilidad de someter la discusión sobre valores a pautas racionales de
argumentación.

Y es en este punto precisamente, como nuestra taxonomía analítica nos permitió ver,
donde se localizará la oposición entre la teoría emotivista de los valores y la deweyana. En la
introducción a su célebre antología sobre el positivismo lógico, el inglés Alfred J. Ayer
señalaba como afirmación central del emotivismo la de que, en los juicios de valor, las
normas de la argumentación lógica y científica no son aplicables:

En realidad, la teoría solamente explora las consecuencias de un aspecto de la lógica [...] que
ya Hume había señalado: que los enunciados normativos no pueden derivarse de los enunciados
descriptivos o, como dice Hume, que el ‘deber’ no se infiere del ‘ser’. Afirmar que los juicios morales
no son juicios fácticos no es decir que no tengan importancia o que no se pueda aducir argumentos en
su favor, sino que esos argumentos no operarán como los argumentos lógicos o científicos.6

Pues bien, puede decirse que el objetivo central de Dewey en Teoría de la valoración,
y la idea que vertebra todo el ensayo, es establecer la validez de los procedimientos
heurísticos y argumentativos propios de la ciencia y de la lógica en la formación de nuestros
juicios de valor. De ahí la importancia que para él tenía denunciar las insuficiencias del
análisis emotivista, para, de esta forma, restituir la temática de los valores al ámbito del
conocimiento empírico y de la investigación guiada por la observación y el razonamiento; un
ámbito al que, como pragmatistas y positivistas coincidían en afirmar, debe ser posible
reconducir cualquier problema cuando es significativo o tiene un importe real.

2. Senderos que se bifurcan: pragmatismo y positivismo

El pragmatismo ha seguido un curso extrañamente irregular en el movimiento de ideas


del pasado siglo. Nacido de manera casi privada hacia la década de 1870 con el
norteamericano Charles S. Peirce, el pensador con menos obra publicada de toda la historia de

6
Alfred J. Ayer (comp.), El positivismo lógico (1959).Traducción de L. Aldama, U. Frisch, C. N. Molina, F. M.
Torner y R. Ruiz Harrel. Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1981; “Introducción del compilador”, p. 28.
la filosofía —si lo medimos en términos de la proporción entre sus escritos inéditos y los que
llegaron a ver la luz en vida del autor, y aun después—, su propuesta de una “máxima”
destinada a limpiar la filosofía de nociones oscuras e inservibles 7 no llegó a trascender el
pequeño círculo de amigos que se reunían en el hoy famoso Club Metafísico 8 a discutir
cuestiones de ciencia desde un punto de vista filosófico. Uno de aquellos amigos era el
psicólogo William James, quien casi treinta años después, ya en los albores del siglo XX, hará
un muy personal uso de la idea de Peirce 9 para alumbrar una perspectiva filosófica original y
heterodoxa, mezcla de empirismo teórico y valores románticos, que sintonizó admirablemente
bien con las encrucijadas espirituales de la época.10 Con James el pragmatismo salta a Europa,
donde será discutido con apasionamiento por todos los grandes filósofos del momento. En las
décadas de 1910 y 1920 es una de las corrientes en boga, tanto por el número de sus
partidarios como por el de sus detractores. Es en esos años cuando irrumpe la figura de John
Dewey, que marca una época en el mundo intelectual de los Estados Unidos y desarrolla el
pragmatismo en las más variadas direcciones, sobre todo en la línea de la ética, la teoría de la
educación y la filosofía social y política. En España se traduce a James y a Dewey, y figuras
de la talla de Unamuno, Machado o Eugenio D’Ors se interesan vivamente por él; 11 algo
parecido sucede en Italia e Inglaterra.

No obstante, los años 30 asisten a uno de esos episodios en que la historia política
condiciona de manera directa la de las ideas: el ascenso del nazismo provoca una fuga de
cerebros en Centroeuropa que lleva a los principales miembros del Círculo de Viena (padres
del positivismo lógico) a emigrar a Estados Unidos, donde un notable discípulo de Peirce y
Dewey, Charles Morris, se moviliza para conseguirles puestos en las principales
universidades, incluida la suya propia de Chicago (donde recalará inicialmente Rudolf Carnap,
el filósofo más destacado del grupo). Si en un primer momento positivistas lógicos y
pragmatistas simpatizan y comparten muchos de sus puntos de vista —coinciden en un mismo
perfil de intelectuales progresistas convencidos de la importancia del método científico como
clave para la educación de las masas, el progreso social y la racionalización de la política—,12
7
La “máxima pragmática”, que hacía equivaler el contenido pensable de un concepto a los efectos prácticos que
atribuimos a lo pensado en él. Véase, entre otras formulaciones que Peirce hizo de ella, la que figura en “Cómo
esclarecer nuestras ideas”, en Charles S. Peirce, El hombre, un signo (el pragmatismo de Peirce). Edición de
José Vericat. Barcelona, Crítica, 1988, pp. 200-223; p. 210.
8
Debido sobre todo a la reciente monografía de Louis Menand, The Metaphysical Club (2001), galardonada con
el Premio Pulitzer [hay traducción castellana de A. Bonnano: El club de los metafísicos, Madrid, Destino, 2002].
9
En una serie de conferencias multitudinarias pronunciadas entre 1906 y 1907, y cuya inmediata publicación en
forma de libro causó notable impacto en el panorama intelectual del momento. De las varias ediciones en
castellano, la mejor y más reciente es: William James, Pragmatismo: un nuevo nombre para viejas formas de
pensar. Edición de Ramón del Castillo. Madrid, Alianza Ed., 2000.
10
Se encontrará un excelente retrato de la filosofía y de la personalidad de James (y, lo que es más importante,
de cómo se imbricaban la una con la otra) en el magnífico prólogo de Ramón del Castillo a la edición de
Pragmatismo citada en la nota anterior (pp. 7-38).
11
En cuanto a Peirce, su carácter de filósofo en buena medida “inédito”, unido a la propia complejidad de su
pensamiento y a la posición académicamente marginal que ocupó durante la mayor parte de su vida, lo hicieron
pasar prácticamente desapercibido en la historia de la filosofía inmediatamente posterior. Con el tiempo, sus
trabajos en lógica y semiótica empezarían a ser reconocidos como revolucionarios, a la vez que se iniciaba una
lenta pero sostenida recuperación de su legado, que alcanza hasta hoy. Concretamente sobre la recepción de
Peirce en España, acaba de aparecer un exhaustivo estudio histórico que incluye también una completa
bibliografía comentada de los escritos sobre Peirce en castellano: Jaime Nubiola y Fernando Zalamea, Peirce y el
mundo hispánico: lo que C. S. Peirce dijo sobre España y lo que el mundo hispánico ha dicho sobre Peirce.
Pamplona, EUNSA, 2006.
12
El “Movimiento por la Unidad de la Ciencia” de los positivistas —cuyo manifiesto oficioso, “La concepción
científica del mundo: el Círculo de Viena”, vio la luz en 1929 con la firma de Otto Neurath, Rudolf Carnap y
Hans Hahn— era un programa orientado a influir en el diseño de políticas y de instituciones más eficaces a la
hora de resolver los distintos problemas sociales, guiado por la convicción de que los hábitos cooperativos,
al término de la II Guerra Mundial, y con el comienzo de la guerra fría, las cosas iban a
cambiar de manera radical. El positivismo evoluciona rápidamente hacia un tipo de filosofía
sofisticada, centrada casi exclusivamente en áridas cuestiones de lógica y semántica, y se hace
con la hegemonía en el mundo académico, marcando al mismo tiempo la pauta de la corriente
“analítica” que dominará desde entonces el pensamiento en lengua inglesa.13 En ese viaje, el
pragmatismo se queda por el camino y prácticamente desaparece del panorama. Durante años,
las obras de Peirce, James y Dewey acumulan polvo en los estantes y no tienen peso alguno
en los debates.

Mas, cuando parecería que el pragmatismo iba a quedar como uno de tantos
movimientos superados por la historia, hete aquí que es la propia escuela analítica la que
desentierra su cadáver, siquiera sea parcialmente. El pionero a este respecto es Willard v. O.
Quine, quien cierra ese artículo capital para la inflexión de la filosofía analítica que fue “Dos
dogmas del empirismo” (1953) con una apelación expresa a “un pragmatismo más completo”
que el de Carnap y C. I. Lewis. 14 La revisión que a partir de ese momento van a sufrir
nociones centrales al paradigma analítico como las de “significado”, “contenido empírico”,
“verdadero-en-L”, “hecho-valor”, “dato-interpretación” etc., a manos del propio Quine,
Nelson Goodman, Wilfrid Sellars, Hilary Putnam, Donald Davidson y otros, invocará con
frecuencia un cierto espíritu pragmatista en su inspiración.15 Paralelamente, los póstumos del
“segundo Wittgenstein”, desde las Investigaciones filosóficas (1958) hasta Sobre la certeza
(1969), parecen también entroncar en alguna medida con intuiciones de corte pragmático.
Finalmente, será Richard Rorty, a partir de La filosofía y el espejo de la naturaleza (1979),
quien recoja todos esos hilos, los trence hábilmente con unas cuantas dosis de filosofía
“continental” y decrete la muerte de la filosofía analítica, que vendría a ser sustituida en el
futuro por un modo “post-filosófico” de pensar que ya habría sido entrevisto con medio siglo
de antelación por Dewey. A partir de ese momento, hablar de “neo-pragmatismo” empieza a
hacerse habitual, y en los programas de filosofía contemporánea de las universidades los
nombres de Peirce, James y Dewey se rescatan del olvido.

intersubjetivos y antidogmáticos que caracterizan el modo de proceder científico debían repercutir en todas las
esferas de la vida comunitaria. Encabezado sucesivamente por Otto Neurath, Rudolf Carnap, Philipp Frank y
Charles Morris, su desarrollo estuvo puntuado por una serie de siete Congresos Internacionales por la Unidad de
la Ciencia: Praga (1934), París (1935), Copenhague (1936), París (1937), Cambridge-Inglaterra (1938),
Cambridge-Massachussets (1939) y Chicago (1941). “Unificar el lenguaje de las ciencias” no era meramente un
reto intelectual para filósofos de gabinete, sino el compromiso de integrar los conocimientos adquiridos por los
investigadores en una verdadera cultura científica que, trasladada a la sociedad mediante la educación universal,
revirtiera por sí sola en la cultura humanística, en vez de permanecer atomizada en especialidades y desactivada
como actor social colectivo. En muchos aspectos, esto no podía estar más cerca de lo que propugnaba el propio
Dewey.
13
Abundando en la referencia anterior a las interacciones entre historia de la filosofía y realidad política, es
difícil encontrar mejor ilustración del fenómeno que la “intrahistoria”, si puede llamarse así, de esta rápida
conversión del positivismo lógico desde un movimiento con una marcada conciencia social hacia una corriente
estrictamente académica interesada sólo en escalar “las heladas laderas de la lógica”. Tomamos esta última
expresión del subtítulo del libro de George A. Reisch, How the Cold War Transformed Philosophy of Science:
To the Icy Slopes of Logic (Nueva York, Cambridge University Press, 2005), un excelente estudio de los
entresijos políticos e ideológicos de dicha transformación.
14
Willard v. O. Quine, “Dos dogmas del empirismo”, en Desde un punto de vista lógico. Traducción de Manuel
Sacristán. Barcelona, Ariel, 1962; p. 81.
15
Todos los filósofos citados tuvieron conexión con el Departamento de Filosofía de la Universidad de Harvard,
en el que William James había dejado una profunda huella, y recibieron allí la influencia de C. I. Lewis (1883-
1964), el pensador norteamericano más destacado de su generación y figura clave en la adaptación del
pragmatismo clásico a las formas y métodos de la filosofía analítica. Sus dos obras más importantes son Mind
and the World Order: Outline of a Theory of Knowledge (1929) y An Analysis of Knowledge and Valuation
(1946).
En su sinuosa trayectoria, pues, hay un breve lapso durante el cual el pragmatismo
converge con el positivismo y mantiene con él una relación más que fluida. Justamente en ese
punto de convergencia se sitúa el ensayo de Dewey Teoría de la valoración, de 1939. Se trata
de la segunda de las dos contribuciones que Dewey escribió para la Enciclopedia
Internacional de la Ciencia Unificada, el ambicioso proyecto editorial del Círculo de Viena.16
La pieza aborda el tema que habría de constituirse en principal escollo para una correcta
armonización entre los postulados del pragmatismo y del positivismo. La anécdota de cómo el
enérgico Neurath logró reclutar para las filas de su Movimiento a un renuente John Dewey
resulta iluminadora a estos efectos:

Según dijo Morris en una ocasión, Neurath “estaba acostumbrado a que sus ideas salieran
adelante”, y quería que Dewey se involucrara en el proyecto de la enciclopedia. Si en 1935 éste aún se
estaba resistiendo activamente, lo cierto es que pronto Neurath terminaría por imponerse. Después de
entrevistarse con Neurath en Nueva York, Dewey accedió a colaborar en la primera monografía de la
Enciclopedia y a integrarse en su Comité oficial de consejeros. Un relato sostiene que Neurath logró
la participación de Dewey acudiendo a su casa de Morningside Heights para declarar: “juro que no
creemos en las proposiciones atómicas”. Abraham Edel, que estuvo presente, recuerda que Neurath
declaró algo diferente: que “le interesaban los valores, pero pensaba que no había nada que decir sobre
ellos salvo que los tenemos”.17

La versión apócrifa del encuentro y la acreditada por uno de sus testigos apuntan desde
direcciones distintas a uno y el mismo problema de fondo: la articulación de la problemática
sociopolítica, y de un discurso cargado de elementos valorativos, con los presupuestos de una
“filosofía científica”. En el caso del positivismo, ambos aspectos debían permanecer
nítidamente separados: una cosa eran los hechos y otra bien distinta los valores. Los primeros
podían ser elucidados con los métodos de la ciencia, los segundos no. Los juicios de valor —
como, por ejemplo, que la ciencia y su método tienen una importante función social y cultural
que cumplir— no pueden ser objeto de escrutinio científico ellos mismos, de modo que poco
puede hacer la filosofía al respecto salvo confiar en los efectos liberadores de una crítica
sistemática de los “sinsentidos” metafísicos. Para el pragmatismo, en cambio, una “ciencia de
hechos”, reductible en último término a una suma de proposiciones atómicas ensartadas
mediante conectivas lógicas, difícilmente podría servir de guía para los asuntos humanos ni
arrogarse semejante papel en la vida del individuo y de la sociedad. La proscrita transición del
“ser” al “deber ser” necesitaba hallar algún camino por el que abrirse paso si es que el
mensaje político que se intentaba promover quería ser coherente con sus propios presupuestos.
Como apunta Dewey al final de Teoría de la valoración:

Hoy por hoy, la mayor brecha en el conocimiento es la que existe entre materias humanísticas
y no humanísticas. La quiebra desaparecerá, la brecha se cerrará, y la ciencia se mostrará como una
unidad de hecho operante y no meramente pensada, cuando las conclusiones de la ciencia no
humanística e impersonal se empleen para guiar el curso de la conducta distintivamente humana [...].
La ciencia no es sólo un valor (ya que expresa el cumplimiento de un deseo y un interés humano

16
“Theory of Valuation”, International Encyclopedia of Unified Science, vol. 2, nº 4, Chicago, University of
Chicago Press, 1939 (LW, 13, 189-251). La primera contribución de Dewey, a la que enseguida nos referiremos,
había aparecido el año anterior en el primer número del primer volumen, junto con trabajos de Neurath, Niels
Bohr, Bertrand Russell, Carnap y Morris. De la Enciclopedia llegaron a aparecer veinte volúmenes, el último en
1970. Otros órganos de expresión del Movimiento por la Unidad de la Ciencia fueron la revista Erkenntnis —
publicada desde 1930 hasta 1939, pervivió luego durante un breve período en su prolongación inglesa, el Journal
of Unified Science— y, ocasionalmente, las colaboraciones en las revistas Philosophy of Science y Synthese.
17
G. A. Reisch, ob. cit., pp. 84-85. El testimonio de Edel procede de una comunicación personal a Reisch.
especial), sino que constituye el medio supremo para determinar válidamente todas las valoraciones
que se producen en todos los aspectos de la vida humana y social.18

Si la zona de fricción era clara, no lo era menos la conciencia de que merecía la pena
intentar engrasarla con vistas a formar un frente común ante la pujanza de las filosofías “anti-
modernas” y “anti-científicas”, con sus correspondientes implicaciones ideológicas. Al menos
en el caso de Dewey, ése fue sin lugar a dudas el motivo que lo llevó a superar sus iniciales
reticencias y ceder a los avances de Neurath. Sus dos trabajos para la Enciclopedia reflejan
claramente esta situación. El primero, La unidad de la ciencia como problema social, 19
sostenía la tesis de que, si la defensa y promoción de la ciencia constituye un problema social
de primera importancia, es porque su principal enemiga no es la ignorancia, sino “la
influencia del prejuicio, el dogma, el interés de clase, la autoridad externa, los sentimientos
racistas y nacionalistas, y otros poderes similares”.20 Es decir, los poderes que en sí mismos
son fuente de los peores males sociales, son al mismo tiempo los que más tendrían que perder
con una extensión de los hábitos científicos de pensamiento, lo cual constituye el mejor
argumento para favorecer esos hábitos. Esto deja ver a las claras que la verdadera batalla no
se estaba librando en el mundo de las ideas (combatir la ignorancia), sino en la arena social
(combatir la injusticia).

En el segundo ensayo, Teoría de la valoración, Dewey intentaba brindar a los


positivistas el modo de franquear esa barrera analítica entre “hechos” y “valores” que les
impedía proponer abiertamente una ciencia de los intereses y de los fines humanos (pues a eso
se reducían para Dewey los “valores”), mostrando que los juicios de valor podían construirse
como juicios empíricos sometidos exactamente a las mismas pruebas de validez experimental
que rigen en las ciencias para los juicios de hecho. Ésta es precisamente una de las
definiciones que admite el pragmatismo en la versión que de él elaboró Dewey: la concepción
de un método para incrementar el valor concreto de la experiencia futura tomando la
experiencia pasada y presente como único y exclusivo criterio, y donde ese “valor concreto”
de la experiencia es una cualidad en última instancia indivisible, aunque, en función de los
contextos, la especifiquemos como valor ético, estético, epistémico, jurídico o de cualquier
otra variedad. Pero para ello era imprescindible convencer previamente a los positivistas de
que el emotivismo que suscribían constituía un análisis radicalmente equivocado, desde sus
propios presupuestos científicos, del discurso valorativo en general (si bien, en la práctica,
ellos se ocuparon casi exclusivamente del lenguaje moral).

3. Hechos y emociones

Así pues, tanto por las circunstancias de su redacción como por sus objetivos
dialécticos, Teoría de la valoración debe leerse sobre el trasfondo de este problemático
diálogo con el positivismo y, en especial, con su corolario ético emotivista. Como señalaba
Alfred Ayer en un pasaje citado antes, las fuentes del emotivismo se remontan a lo que Max
Black denominó “la guillotina de Hume”: el paso desde un conjunto cualquiera de premisas
fácticas (“es”) a una “nueva relación” de carácter normativo (“debe ser”)21 no se produce
nunca sobre bases lógicas, esto es, por mediación del entendimiento, sino que es más bien el
18
TV, LW, 13, 251.
19
“Unity of Science as a Social Problem” (LW, 13, 271-280).
20
Ibíd., p. 274.
21
David Hume, A Treatise of Human Nature. L. A. Selby-Bigge y P. H. Nidditch. Oxford, Oxford University
Press, 1978; III, 1, I, pp. 469-470 [Tratado de la naturaleza humana. Edición de Félix Duque. Madrid, Tecnos,
2005].
sentimiento de aprobación o censura, “debido a la particular estructura y constitución de
[nuestra] mente”, el responsable de ese movimiento y, por ende, la fuente última de la
moral. 22 Siendo así, no hay nada que la tipificación moral de un hecho añada a nuestro
conocimiento de éste, ninguna circunstancia o conexión nueva que se sume a lo que el hecho
es de por sí. El juicio moral se limita a dar salida a la respuesta emocional que tal hecho
suscita en quien lo contempla, en virtud de una reacción psicológica, no reflexiva, inscrita en
su constitución natural.23

Subyace aquí un esquema ontológico que, andando el tiempo, hallará su expresión más
descarnada en ese mundo como “totalidad de los hechos”, o que “se descompone en hechos”,
del que habla Wittgenstein en el Tractatus, libro que con tanto fervor se leerá en las reuniones
del Círculo de Viena: “en el mundo todo es como es y todo sucede como sucede; en él no hay
valor alguno, y si lo hubiera carecería de valor”; “por eso tampoco puede haber proposiciones
éticas”.24 No obstante, tampoco el objetivismo, pese a conceder un estatuto ontológico propio
a los valores, admitía que éstos pudieran establecer relaciones lógicas con las entidades
naturales; precisamente su especificidad ontológica exigía que no fueran reductibles a una
suma cualquiera de descripciones fácticas. Así, por ejemplo, G. E. Moore había afirmado que
“las proposiciones sobre lo bueno son todas ellas sintéticas y nunca analíticas”,25 lo cual venía
a querer decir dos cosas: 1) que la propiedad “ser bueno” es simple, inanalizable, y 2) que su
co-presencia junto con otras propiedades en el mismo objeto es siempre un hecho
contingente. 26 Sobre esta base, bautizó como “falacia naturalista” la identificación de esa
propiedad simple e indefinible con cualesquiera otras (“ser deseado”, “ser placentero”, etc.).27

22
David Hume, Investigación sobre los principios de la moral, Apéndice I (“Sobre el sentimiento moral”).
Edición de Gerardo López Sastre. Madrid, Espasa Calpe, 1991; págs. 160-161. Aun cuando para Hume la moral
debe apoyarse en una “ciencia del hombre”, las leyes de ésta última no constituyen de por sí juicios morales,
pues el que los hombres experimenten por lo común determinados sentimientos placenteros o displacenteros ante
las acciones propias y de otros es una “cuestión de hecho”, no un juicio de valor.
23
“En las disquisiciones del entendimiento inferimos algo nuevo y desconocido a partir de circunstancias y
relaciones conocidas. En las decisiones morales todas las circunstancias y relaciones deben ser previamente
conocidas; y la mente, a partir de la contemplación del conjunto, siente alguna nueva impresión de afecto o de
disgusto, de estima o de desprecio, de aprobación o de censura”. Ibíd., pp. 163-164.
24
Ludwig Wittgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus (1922). Edición de Jacobo Muñoz e Isidoro Reguera.
Madrid, Alianza Ed., 1987. Los entrecomillados corresponden, respectivamente, a los números 1.1, 1.2, 6.41 y
6.42.
25
G. E. Moore, Principia Ethica (1903). Londres, Cambridge University Press, 1980; §7, p. 7 [Principia ethica.
Traducción de Adolfo García Díaz. México, UNAM / Centro de Estudios Filosóficos, 1983].
26
También para Wittgenstein “los estados de cosas son independientes unos de otros”, y “del darse o no darse
efectivos de un estado de cosas no puede deducirse el darse o no darse efectivos de otro” (Tractatus, 2.061 y
2.062). Este común atomismo tiene su razón de ser en la crítica del monismo idealista y su doctrina de las
“relaciones internas” que por esos años (principios del siglo XX) abanderaba Bertrand Russell, filósofo con el
que se asociaron tanto Wittgenstein como Moore. Resulta un punto irónico que fueran estas disquisiciones
metafísicas las que estuvieran en el origen de la filosofía analítica, tan poco amiga de ellas.
27
Con todo, Moore estaba diciendo algo sustancialmente distinto de lo que decía Hume, pues él sostenía que la
bondad de un objeto es parte de su descripción (no natural). Tampoco desde el punto de vista lógico la
“guillotina de Hume” y la “falacia naturalista” apuntan a lo mismo: Hume se limitaba a señalar un vacío de
razones (y no un razonamiento falaz) entre la descripción de una cuestión de hecho y su valor moral, por
entender que éste último traducía meramente las emociones naturales humanas. En cuanto a la falacia
denunciada por Moore, lo cierto es que no hay tal, y sí una flagrante petición de principio por parte del propio
Moore —sobre este punto, sigue siendo útil el viejo artículo de William K. Frankena, “La falacia naturalista”
(1939), reeditado en Philippa Foot (comp.), Teorías sobre la ética. Madrid, FCE, 1974—, ya que el naturalista
niega que exista “bueno” como propiedad indefinible. Antes de acusarle de confundir una propiedad no natural
con otras naturales, Moore debería demostrar a satisfacción del naturalista que tal cosa existe. Lejos de ello, más
tarde reconoció su fracaso en este punto: “en los Principia dije y me propuse probar que ‘bueno’ era indefinible
(y creo que muchas veces, aunque quizá no siempre, usé esta palabra para decir lo mismo que con ‘valioso por sí
mismo’). Pero, ciertamente, todas las supuestas pruebas eran falaces. Ninguna de ellas podía probar que ‘valioso
Pero, allí donde el Tractatus apuntaba a la inefabilidad de lo ético,28 los positivistas
reincidirán en el psicologismo de Hume: los términos morales no pertenecen a la función
descriptiva, propiamente simbólica, del lenguaje, pero tampoco rebasan en su intención los
“límites del mundo”; simplemente se agotan en su efecto expresivo y exhortativo. Así es
como quedará recogido de forma canónica este punto en el influyente ensayo de Ogden y
Richards sobre el significado:

[El] uso [ético] de “bueno” es, sugerimos, un uso puramente emotivo. Cuando usamos la
palabra en este sentido no afirmamos nada, y no tiene función simbólica. Así, cuando lo usamos en la
oración “esto es bueno”, simplemente nos referimos a esto, y la adición de “es bueno” no introduce
ninguna diferencia en nuestra referencia. Cuando, por otro lado, decimos “esto es rojo”, la adición de
“es rojo” a “esto” simboliza una extensión de nuestra referencia, a saber, a alguna cosa roja. Pero “es
bueno” no tiene una función simbólica comparable; sirve sólo como un signo emotivo que expresa
nuestra actitud ante esto y, quizás, evoca similares actitudes en otras personas, o las incita a acciones
de una clase u otra.29

Tal análisis quedará asimilado punto por punto a la ortodoxia positivista,


paradigmáticamente en el texto que muchos, entre ellos Dewey, tomaron como exposición de
referencia para sus doctrinas: Lenguaje, verdad y lógica, de Ayer.30 Algunos de sus oponentes
lo consideraron sin más “un ataque a la moral”, y tacharon a sus defensores de “corruptores de
la juventud”.31 En una vena menos tremendista, pero igualmente crítica, Dewey juzgó que se
trataba de “un error teórico y, cuando se traslada generalizadamente a la práctica, una fuente
de debilidad moral”.32

Tal como se plantea, el problema pertenece al terreno del análisis semántico, y no hay
duda de que una crítica del emotivismo tendrá que presentar argumentos de esa naturaleza si
es que quiere ser relevante. Pero, según acabamos de ver, el análisis emotivista descansaba a
su vez en ciertas e importantes asunciones ontológicas que podrían ser igualmente
cuestionadas (o, al menos, explicitadas en su condición de tales). Y aunque Dewey no rehuirá
la discusión formal sobre el significado, es característico de su aproximación a los problemas
filosóficos el preguntarse por los factores histórico-culturales que determinan la aparición de
éstos y condicionan los vocabularios en que vienen formulados. Así, en el caso de la
vinculación entre positivismo y emotivismo, señaló expresamente su relación con la
problemática asociada a la revolución científica de los siglos XVII y XVIII.33

por sí mismo’ es indefinible. Pienso que tal vez sea definible: no lo sé. Pero sigo considerando muy probable que
sea indefinible.” G. E. Moore, “¿Es la bondad una cualidad?” (1932), en Defensa del sentido común, y otros
ensayos. Traducción de Carlos Solís. Madrid, Taurus, 1972.
28
“La ética es trascendental” (Wittgenstein, ob. cit., 6.421), en el sentido de que intenta vanamente decir
mediante proposiciones lo que éstas, que sólo pueden “figurar” hechos posibles del mundo, son incapaces de
expresar.
29
C. K. Ogden e I. A. Richards, The Meaning of Meaning. A Study of the Influence of Language upon Thought
and the Science of Symbolism (1923). Londres, Routledge & Kegan Paul, 1960, p.125 [El significado del
significado: una investigación sobre la influencia del lenguaje en el pensamiento y la ciencia simbólica.
Traducción de Eduardo Prieto. Buenos Aires, Paidós, 1964].
30
Alfred J. Ayer, Language, Truth and Logic (1936). Harmondsworth, Penguin Books, 1983 [Lenguaje, verdad
y lógica. Traducción de Marcial Suárez. Barcelona, Planeta-De Agostini, 1994]. Las tesis emotivistas se
presentan en el capítulo 6, “Critique of Ethics and Theology”, del que Dewey tomará algunas citas en el epígrafe
II de Teoría de la valoración.
31
Véase la ya citada “Introducción” a A. J. Ayer (comp.), El positivismo lógico, p. 28.
32
John Dewey, “El objeto de la ética y el lenguaje”, LW, 15, 129. Este texto está incluido como APÉNDICE II de
la presente edición.
33
Al comienzo de Teoría de la valoración vincula, en efecto, la polarización del debate sobre los valores a las
transformaciones conceptuales que dieron lugar a las modernas ciencias. Aunque en ese lugar la idea esté apenas
Dewey se anticipó a las interpretaciones, hoy consolidadas, que sitúan el epicentro de
la revolución científica moderna en ciertas transformaciones profundas, tanto prácticas como
ideológicas, que rebasan el marco del mero cotejo “interno” entre teorías. La historiografía
positivista, precisamente por ser el positivismo (en sentido amplio) una consecuencia directa
de dicha revolución en el plano intelectual, no podía menos que ver en ella el momento
“fundacional” de la Ciencia —o su consagración definitiva tras siglos de avances inconexos y
dubitativos— mediante el feliz descubrimiento de su Método propio. Esta nueva práctica
metodológica habría desvinculado definitivamente los procesos materiales de la idea de
propósito, en lo que se entendía como una liberación de la insidiosa servidumbre hacia la
metafísica de Aristóteles en que hasta ese momento se había movido el estudio de la
naturaleza. Ahora bien, aquella preeminencia de las “causas finales” como mecanismo
explicativo se leía, proyectando sobre el pasado categorías propias, como la atribución
ingenua de disposiciones antropomorfas (intencionales) a lo que en realidad eran sólo
interacciones mecánicas, y no como parte de un esquema metafísico alternativo que no
trazaba división apriorística alguna entre lo “intencional” y lo “mecánico”, o entre lo humano
y lo no-humano. Desde ese esquema proto-naturalista, si cabe llamarlo así, tanto lo animado
como lo inanimado podían comportarse a veces —si bien excepcionalmente— de manera
desordenada y caprichosa, y otras veces —las que se pueden reducir a explicación, a
“teoría”— de acuerdo con ciertas pautas que tienden a conformar un orden inteligible.34 En el
caso de las acciones humanas, dichas pautas se traducían en principios prácticos (ético-
políticos, sociales), y en el caso de las demás cosas en principios físicos; pero la analogía
entre ellos resultaba evidente, en tanto que identificaban la “naturaleza” de cada sustancia —y,
por ende, lo que de ellas había que conocer— con un cierto régimen “normativo” que le era
propio.

La ciencia moderna, en cambio, se instala en un esquema metafísico sustancialmente


distinto desde el momento en que re-conceptualiza la materia mediante su idealización
matemática. El orden abstracto de las matemáticas no proporciona una dirección (un telos) a
los fenómenos, sino que se limita a regular las relaciones constantes de unos con otros. De ahí
resulta la novedosa idea de “hecho”, que pasará a considerarse el objeto propio y único de la
ciencia.35 Pero estos “hechos”, caracterizados ahora por carecer intrínsecamente de dirección,
de propósito, no sirven para dar cuenta de las acciones humanas tal como los propios agentes
nos las representamos,36 y así las acciones pasan a constituir un orden paralelo a la cadena

esbozada, se trata de un tópico que se repite a menudo en su obra, lo que permite enhebrar el argumento que aquí
ofrecemos a título de reconstrucción.
34
A este respecto, es destacable la minuciosidad analítica que Aristóteles exhibe al distinguir entre téchne,
phýsis, týche y autómaton en su discusión de la causalidad; véase Física, II, 4 (y Metafísica, 1070a5).
35
Al ser la dicotomía conceptual “hecho-valor” de factura relativamente reciente, por fuerza también ha de serlo
la noción de “hecho” qua distinta de la de “valor”. La ciencia premoderna no describía hechos para establecer las
leyes que los correlacionan, sino que clasificaba sustancias para descubrir los principios que gobiernan su
comportamiento. Precisamente, lo que caracterizaba a las sustancias era que hacían cosas; eran, cada una a su
manera, un tipo de “agente” (si bien, claro está, tampoco los agentes eran otra cosa que sustancias), y la meta del
conocimiento consistía en llegar a entender el régimen que regulaba todas esas “acciones”: la acción de caer de
la piedra, la acción de girar de la estrella, la acción de latir del corazón, o la acción de entender del propio
científico. Todos estos “hechos” realizaban al mismo tiempo “valores” (satisfacían fines, perseguían metas), de
ahí que no hubiera posibilidad de contraponer unos a otros ni necesidad de conceptualizarlos por separado.
36
El pensamiento antiguo ya tuvo conciencia de esta aporía. La metafísica atomista, alternativa a la aristotélica,
prefiguraba ese mundo de ciegos “hechos” al describir los fenómenos como el resultado del movimiento azaroso
de los átomos, a lo que Sexto Empírico comenta: “de hecho, si Epicuro pone el fin en el placer y afirma que el
alma —puesto que también todo— está compuesta de átomos, resulta inconcebible decir cómo es posible que en
un montón de átomos surja el placer y el acuerdo o juicio de que tal cosa es elegible y buena y tal otra es vitanda
causal de los hechos y cuya relación con ésta se vuelve un problema simultáneamente
epistemológico —qué método debe usarse en una “ciencia del hombre y de la sociedad” (o,
por usar la terminología de la época, en la Filosofía Moral)— y metafísico —qué ontología
permitiría articular ambos órdenes.

Suponiendo que rechacemos el reduccionismo materialista y consideremos que la


representación que nos hacemos de nuestras acciones es adecuada, se diría que una ontología
de “hechos” es cuando menos incompleta. Pues, aunque una acción es sin duda un hecho que
produce otro hecho, lo que hace de ella una acción es que el hecho producido resulta de una
preferencia, de forma que esos dos hechos están en una relación que se sobreañade a su
dimensión causal y le proporciona otra más: la relación medio-fin. Si nuestras acciones son
algo real y no un mero espejismo, como sostiene el reduccionista, entonces esa dimensión no
lo es menos. Pero en tal caso no sólo hay hechos: hay también la preferencia de unos hechos
sobre otros, o lo que hace de ciertos hechos algo susceptible de ser perseguido o buscado por
la acción, lo que los “tensa” en la relación medios-fines. El nombre genérico para eso es
“valor”. Así pues, bajo este supuesto de la realidad de las acciones, hay hechos, pero tiene que
haber también valores (o valoraciones).37

Esto había de plantear un problema serio a quienes, como los positivistas, no sólo
adoptaban la “ciencia de hechos” (la ciencia “natural”, idealmente la física) como paradigma
epistemológico, sino que limitaban igualmente su ontología a un “mundo de hechos”. Había
que volver a introducir de alguna forma el dato de que los agentes tienen preferencias en un
cuadro del que en principio había quedado excluido, por estar dicho cuadro articulado en
“hechos” que ahora valen todos lo mismo, dado que en el mundo “todo es como es y todo
sucede como sucede”. La solución vendría de la mano de la psicología (como vimos, la
proporcionaban ya confeccionada Hume y toda la escuela de psicólogos empiristas del XVIII):
lo que media entre esos dos hechos que la acción enlaza, lo que convierte a uno de ellos en el
hecho preferido, o “fin”, y da curso al otro como “medio”, es a su vez otro conjunto de hechos
llamados “sentimientos” o “emociones”. De esta manera las acciones quedaban reabsorbidas
en el “mundo de los hechos” al describirse como meros efectos de las emociones, que son
ellas mismas hechos también.38

Tal es, en líneas generales, la razón de ser del emotivismo como parte del nuevo
diseño metafísico que la ciencia moderna alumbra, con la noción de “hecho” —en tanto que

y mala” (Esbozos pirrónicos, III, xxiii y xxiv, 187. Usamos la traducción de Antonio Gallego Cao y Teresa
Muñoz Diego. Madrid, Gredos, 1993).
37
Usar el sustantivo “valor” parece comprometernos necesariamente con algún tipo de entidad, pero esto es sólo
una trampa lingüística (y bastante ingenua además). En Teoría de la valoración (LW, 13, 194), Dewey señalará
precisamente que la cuestión de si la forma sustantivada tiene o no prioridad conceptual sobre la verbal (que en
inglés coinciden, ya que “value” puede usarse indistintamente como verbo y como sustantivo) es filosóficamente
decisiva. Así, se puede pensar que los valores son entidades, en cuyo caso el verbo “valorar” (derivado de ese
sustantivo) mencionaría un cierto acto de aprehensión; o se puede pensar que lo que existe primariamente es la
acción de valorar, en cuyo caso el sustantivo “valor” (derivado de ese verbo) mencionaría el objeto de una cierta
actividad. En este segundo sentido, que algo sea “un valor” no lo caracteriza ontológicamente (o “en cuanto a su
existencia primaria”, como dice Dewey), sino en relación con una actividad nuestra, como cuando decimos de
una botella vacía sobre la que estamos practicando el tiro que es “un blanco”. Así pues, la morfología de la
palabra es en sí misma inocua, pese a lo cual (y también precisamente por ello) Dewey aceptó la sugerencia de
los editores de la Enciclopedia para cambiar el título original de su ensayo, “Teoría de los valores”, por el de
“Teoría de la valoración”.
38
En este sentido, el emotivismo no es una forma de reduccionismo materialista (que es la otra opción abierta
para el positivista), ya que en principio pretende ser compatible con la representación que nos hacemos de
nuestras acciones.
contrapuesta a “valor”— como categoría fundamental. Cuando más adelante se reemplace el
estudio de “la particular estructura y configuración de la mente”, al que se consagraron Hume
y los viejos empiristas clásicos, por el de la particular estructura y configuración del lenguaje,
practicado por los positivistas o empiristas lógicos, la divisoria ya trazada entre cuestiones
empíricas y morales, entre hechos y valores, permanecerá inalterable, y aun se reforzará con
un blindaje semántico. Allí donde antes se decía —por repetir el ejemplo de Hume—39 que el
conocimiento del hecho de que Nerón mató a Agripina y su valoración como un crimen
proceden de facultades mentales independientes la una de la otra (el entendimiento y el
sentido moral, respectivamente), ahora se dirá que los correspondientes enunciados operan en
niveles de significado no menos independientes entre sí. El término “malo” aplicado al
parricidio de Nerón no describe ningún rasgo empírico del suceso, sino que se limita a dejar
constancia de la actitud del propio hablante hacia él en virtud del significado emotivo de esa
palabra.

4. “Significado emotivo”

La idea de que existe algo a lo que cabe denominar el “significado emotivo” de un


término fue introducida por el filósofo norteamericano Charles Leslie Stevenson (1908-1979)
en un libro que marcaría durante largo tiempo el tratamiento de estas cuestiones en el ámbito
de la filosofía analítica: Ética y lenguaje, aparecido en 1944.40 Profesor en la universidad de
Yale de 1939 a 1946, y en la de Michigan desde 1948 hasta 1977, Stevenson había recalado
durante su periodo de formación en Cambridge, donde estudió con Moore y con Wittgenstein.
Precisamente el influjo de éste último, inmerso ya en su “segunda época”, se deja sentir
claramente en el giro que ahora se imprime a la noción de significado: ya no se trata de aquel
rígido “figurar el mundo” encomendado al lenguaje desde la teoría pictórica del Tractatus,
sino de un amplio abanico de usos que las palabras admiten en relación con distintos
contextos prácticos y con diferentes intenciones del hablante.41 No hace ninguna falta, pues,
sostener una tesis tan anti-intuitiva como la de que las oraciones que expresan valoraciones
son sinsentidos. Puesto que tienen un uso dentro del lenguaje, los términos típicamente
valorativos como “bueno”, “malo”, “justo”, “deseable”, etc., sí son significativos; sólo que
ese uso, como venían señalando los positivistas, no tiene nada que ver con la descripción de
hechos, sino con la manifestación y comunicación de emociones (o, como dirá Stevenson, no
se usan para formular creencias, sino para expresar y modificar actitudes).

Con Stevenson, el emotivismo adquiere una complejidad teórica y un refinamiento


técnico notables, si lo comparamos con la posición más bien apendicular y la atención
meramente periférica que le otorgaron los positivistas lógicos. Y ello obedece, no sólo a la ya
mencionada introducción de elementos de la filosofía del lenguaje del segundo Wittgenstein,
sino también —lo que no podría ser más relevante aquí— al conocimiento que Stevenson
tenía, en su condición de pensador norteamericano, de la filosofía de Dewey. Resulta
revelador en este sentido que Ética y lenguaje se abriera con dos citas empleadas a modo de
epígrafe, una tomada de Ogden y Richards y la otra de Dewey, como si el autor quisiera

39
Véase el Apéndice I a la Investigación sobre los principios de la moral, antes citado.
40
Charles L. Stevenson, Ethics and Language. New Haven, Yale University Press, 1944; citaremos esta obra por
la traducción de E. A. Rabossi: Ética y lenguaje, Barcelona, Paidós, 1984.
41
Esta impronta wittgensteiniana ya marcaba un trabajo anterior de Stevenson, también muy influyente en su
momento: el ensayo “Persuasive Definitions”, aparecido en la revista Mind en 1938.
fundir de alguna manera las tradiciones representadas de uno y otro lado. 42 También es
significativo que Cavell y Sesonske, en el artículo que citábamos más atrás, interpretaran la
reelaboración del emotivismo por parte de Stevenson como resultado en parte de su lectura de
Dewey, lo que permitiría ser optimista respecto a la posibilidad de reconciliar ambas
tradiciones. 43 Quizá sea cierto, como quieren estos autores, que las discrepancias entre la
perspectiva pragmatista y la positivista tuvieran su origen en una diferente selección del
objeto de sus respectivos análisis, que de esta forma resultarían ser más bien complementarios
que incompatibles. Pero, en tal caso, habrá que preguntarse qué razones filosóficas de fondo
operaron en esa decisión inicial, y qué consecuencias se siguieron.

Por todo ello, cabe pensar que la confrontación del punto de vista de Dewey con las
opiniones de Stevenson arroje una luz suplementaria sobre el alcance de las cuestiones que en
este debate general en torno a la valoración se estaban ventilando. Nada mejor, entonces, que
ofrecer al lector de Teoría de la valoración el “diálogo” que Stevenson y Dewey mantuvieron
más tarde a través de los dos textos que se incluyen como APÉNDICES de la presente edición.
El primero de ellos es la larga reseña que redactó Dewey del mencionado libro de Stevenson
al año siguiente de su aparición, y que lleva el título de “El objeto de la ética y el lenguaje”.44
El segundo, la “Introducción” que Stevenson escribió en 1978 para el volumen 5 de los John
Dewey’s Middle Works, perteneciente a la serie de sus obras completas y que contiene Ethics,
el tratado que Dewey publicó en colaboración con James H. Tufts en 1908.45 La toma en
consideración de los argumentos que allí se cruzaron resultará de gran ayuda para formarse un
juicio más completo sobre los problemas que preocupaban a Dewey y sobre el efecto que sus
ideas pudieron tener en sus interlocutores.

De todos modos, hay que decir que también Dewey llegó a familiarizarse mejor con
las opiniones de esos mismos interlocutores y a percibirlas más matizadamente. Una vez que
tuvo ocasión de discutir directamente con Carnap y con Neurath, llegó a la conclusión de que
la presentación de Ayer, principal blanco de sus críticas al emotivismo en Teoría de la
valoración, no hacía enteramente justicia a las ideas de ambos. 46 En cuanto a Stevenson,
Dewey tampoco tuvo inconveniente en reconocer que Ética y lenguaje representaba
“decididamente un progreso” en relación con aquellos autores que “han negado toda fuerza
descriptiva a las expresiones morales”.47 Para Stevenson, en efecto, “en los contextos típicos
de la ética normativa, los términos éticos tienen una función que es a la vez emotiva y
descriptiva”. 48 Por consiguiente, las oraciones que incluyen dichos términos poseen
simultáneamente un “significado descriptivo” y un “significado emotivo”: el primero contiene
una referencia a hechos, tiene valor cognitivo y traduce las creencias (en sentido epistémico)
del hablante; el segundo expresa sus actitudes, carece de valor cognitivo y es responsable del
carácter directivo o normativo de tales oraciones. Ahora bien, el vínculo entre ambos tipos de
significado no es de naturaleza lógica, sino que depende de contingencias psicológicas,
sociológicas e históricas; las actitudes que acompañan a nuestros estados cognitivos de

42
La presencia de Dewey en Ética y lenguaje no se limita al epígrafe de apertura (p. 12): el capítulo VIII (“Valor
intrínseco y valor extrínseco”) hace un uso intensivo de las ideas deweyanas (véase la nota 1 en la p. 167), y el
XII (“Algunas teorías relacionadas”) dedica la primera sección al análisis de Dewey de los juicios valorativos.
43
S. Cavell y A. Sesonske, ob. cit., pp. 8 y 15 ss.
44
“Ethical Subject-Matter and Language”, LW, 15, 127-140. La reseña crítica apareció originalmente en el
Journal of Philosophy, 42 (1945), pp. 701-712.
45
Ethics (1908), MW, 5, ix-xxxiii. La introducción de Stevenson analiza sólo las partes de Ethics que son obra
de Dewey, y se ciñe además al texto de la primera edición, muy revisado luego en la posterior de 1932.
46
Véase G. A. Reisch, ob. cit., p. 83.
47
J. Dewey, “El objeto de la ética y el lenguaje”, LW, 15, 136 (véase también 140).
48
Ch. L. Stevenson, Ética y lenguaje, ed. cit., p. 86.
creencia no se desprenden per se de los hechos que constituyen su referencia objetiva, sino de
un cierto tipo de condicionamiento emocional que está, como insistía Hume, en la raíz misma
de nuestro sentido moral, es decir, de nuestra capacidad de valorar tales hechos como buenos
o malos. Así, dirá Stevenson, aunque no se pueda discutir que nuestros juicios de valor
incluyen descripciones fácticas (luego son informativos) y presuponen el asentimiento a
determinadas creencias (luego son cognitivos), su especificidad no reside en ninguna de estas
propiedades, sino en ese “plus” que aporta el significado emotivo y que confiere al lenguaje
moral su peculiar uso, no compartido por el lenguaje de la ciencia: el de transmitir y
modificar actitudes.

Es natural que Dewey considerara “un progreso” el reconocimiento por parte de


Stevenson de que las oraciones éticas involucran hechos y ponen en juego conocimientos
empíricos. En cuanto al uso de dichas oraciones, para él era también claro que se relacionaba
con el intento de modificar las actitudes, disposiciones y conductas de las personas.49 Ahora
bien, añadirá, “el punto en discusión es si los hechos que tienen que ver con el uso y la
función hacen que oraciones y términos éticos no sean enteramente comparables a los
científicos en lo que respecta a su objeto y contenido”.50 Es decir, el punto en discusión es si
basta con constatar que las oraciones éticas y las científicas cumplen funciones distintas para
concluir que sus significados son esencialmente diferentes. En opinión de Dewey, no hay
razón alguna para realizar semejante transición:

Una cosa es decir que, debido a la función o al uso distintivo de los enunciados morales, se
seleccionan unos hechos más bien que otros, y se disponen u organizan de una determinada manera
más bien que de otra. [...] Otra cosa completamente distinta es convertir la diferencia de función y de
uso en un componente diferencial de la estructura y contenidos de los enunciados éticos.51

En una palabra, Dewey se manifiesta en desacuerdo con una teoría que entienda el
significado meramente como uso. No es cuestión de desarrollar aquí los pros y contras de una
tal concepción del significado, ni es tarea que corresponda a este estudio introductorio. Pero sí
nos parece pertinente despejar al menos la posible objeción de que, en este punto particular,
Dewey estaría acusando un cierto “retraso” en relación con lo que en aquel momento eran las
corrientes más avanzadas en la filosofía analítica del lenguaje.52

Es verdad que, para muchos filósofos analíticos encuadrados en la denominada


“escuela del lenguaje ordinario”, el lema “el significado es el uso” se convirtió en la pieza
clave de la semántica y en un principio metodológico esencial del análisis filosófico. Así
parecía seguirse del innovador enfoque introducido por el segundo Wittgenstein —con la
noción de “juego de lenguaje”— y por el inglés John L. Austin —con la de “acto
lingüístico”— en la filosofía analítica posterior a la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, la
adopción de dicho lema en su forma literal era sólo una manera de extraer las consecuencias
de lo que Austin o Wittgenstein habían estado haciendo (y que ninguno de los dos formuló en
esos términos). Otros continuadores, en cambio, se resistieron a semejante simplificación,
siendo quizá el más conspicuo de entre ellos el norteamericano (pero formado en Oxford con
Austin y Peter F. Strawson) John R. Searle. En conexión con el problema que ahora nos
ocupa resulta obligado mencionar, por más que sea rápidamente, su artículo de 1962
“Significado y actos de habla”, en el que expresamente rechaza que el significado de “bueno”

49
“De las oraciones éticas, tal como se las usa comúnmente, creo que se podría decir que su entero uso y su
entera función es directiva o ‘práctica’”. J. Dewey, “El objeto de la ética y el lenguaje”, LW, 15, 137.
50
Ibíd.
51
Ibíd., p. 128.
52
De hecho, el propio Stevenson da a entender algo así en su Introducción a Ethics: véase la p. xxiii, nota 19.
pueda hacerse equivaler a su uso prescriptivo.53 Tras proponer una serie de contraejemplos
sencillos en los que el término “bueno”, aun siendo empleado en su sentido ordinario, carece
por completo de funciones prescriptivas, Searle concluye:

Señalar que “bueno” está asociado a recomendaciones no es responder a la pregunta “¿qué


significa ‘bueno’?”, sino a la pregunta “¿qué es llamar bueno a algo?”. Por tanto, la vieja cuestión
filosófica “¿en qué consiste que algo sea bueno?” ha sido confundida con “¿en qué consiste llamar
buena a una cosa?” Suponer que estas dos preguntas son la misma constituye uno de los errores más
extendidos en la filosofía contemporánea; el error surge de una particular interpretación de la idea de
que el significado de una palabra es su uso. [...] El error consiste en suponer que un análisis de lo que
es llamar bueno a algo nos da un análisis de “bueno”. Se trata de un error porque cualquier análisis de
“bueno” debe dar cabida al hecho de que la palabra realiza la misma aportación en diferentes actos de
habla, no todos los cuales serán casos de llamar bueno a algo. “Bueno” significa lo mismo tanto si
pregunto si algo es bueno, como si formulo la hipótesis de que es bueno, o me limito a afirmar que es
bueno. Pero sólo en el último caso desempeña (puede desempeñar) lo que se ha dado en llamar su
función comendatoria.54

Por supuesto, esto no quiere decir que, para Searle, el significado de los términos y
oraciones subsista enteramente al margen de su uso, sino simplemente que especificar sin más
el uso —el cual, por otra parte, nunca es uno solo— no es dar el significado.55 Esta misma
opinión podría atribuirse perfectamente a Dewey, 56 quien tampoco es sospechoso de
idealismo en materia de significado. Más bien al contrario, su tratamiento de este concepto
fue siempre contextualista y pragmático, como se dejará ver enseguida a propósito de su
crítica a la noción de “significado emotivo”. De hecho, uno de sus primeros pasos en Teoría
de la valoración consistirá en analizar cuidadosamente los diferentes usos de los términos
“valor” y “valorar”, con el siguiente saldo último: “la conclusión es que los usos lingüísticos
no nos ayudan mucho. Es más, cuando se recurre a ellos para dirigir las discusiones, sólo se
gana en confusión. Lo más que pueden hacer estas referencias iniciales a expresiones del
lenguaje es señalar determinados problemas, y éstos, a su vez, pueden servir para delimitar el
tema sobre el que se discute.”57

53
John R. Searle, “Meaning and Speech Acts”. Philosophical Review, LXXI (1962), pp. 423-432. Aunque el
artículo se dirige en general contra la teoría de que el significado es el uso, el ejemplo que Searle utiliza para
armar su argumento es el del término “bueno”, atacando las tesis —equivalentes a las de Stevenson en este
punto— de Richard M. Hare en The Language of Morals (Oxford, The Clarendon Press, 1952). Merece la pena
señalar que en la fecha de este trabajo Searle pertenecía a la Universidad de Michigan, donde a la sazón se
encontraba también Stevenson; si no lo cita es probablemente porque, a esas alturas, el prescriptivismo de Hare
ya había tomado el relevo del emotivismo de Stevenson como teoría analítica del lenguaje moral.
54
J. R. Searle, ob. cit., p. 429.
55
“La conexión entre el significado de ‘bueno’ y el acto de habla de recomendar, etc., aunque ‘necesaria’, es una
conexión remota”. Ibíd., p.432.
56
Incidentalmente, acusó a Stevenson de ser víctima de una ambigüedad en la palabra “significado” que bien
podría remitir a la confusión entre significado y uso que señala Searle; véase la nota 5 en la p. 129 de “El objeto
de la ética y el lenguaje”.
57
TV, LW, 13, 196. En cuanto a cuál sea realmente el significado de “bueno”, es curioso que Searle aventure una
respuesta que también habría podido suscribir Dewey punto por punto: “como sugirió Wittgenstein, tiene, al
igual que ‘juego’, una familia de significados. Entre ellos sobresale el siguiente: cumple con los criterios o
estándares de valoración o evaluación. Otros miembros de la familia son: satisface determinados intereses; e,
incluso, satisface determinadas necesidades o cumple determinados propósitos. (Hay relación entre ellos: el
hecho de que tengamos los criterios de valoración que tenemos dependerá de cosas tales como nuestros
intereses.)”. J. R. Searle, ob. cit., p. 432. La referencia a Wittgenstein corresponde al siguiente pasaje:
“pregúntate siempre en esta dificultad: ¿cómo hemos aprendido el significado de esta palabra (‘bueno’, por
ejemplo)? ¿A partir de qué ejemplos; en qué juegos de lenguaje? Verás entonces fácilmente que la palabra ha de
tener una familia de significados.” L. Wittgenstein, Investigaciones filosóficas (1954). Traducción de Alfonso
García Suárez y Ulises Moulines. Barcelona, Crítica, 1988; Parte I, § 77, p. 97.
Pero, dejando ya de lado esta discrepancia general con el planteamiento semántico
subyacente, lo cierto es que la noción de “significado emotivo” de Stevenson presenta, a los
ojos de Dewey, suficientes dificultades por sí misma. Para que una oración ética pueda poseer,
además del contenido descriptivo que Stevenson le reconoce, ese “plus” de significado que
supuestamente la caracteriza como tal, tienen que existir marcadores o signos lingüísticos
específicamente emotivos cuya presencia en tales oraciones —o la de otros giros o términos
reductibles a ellos mediante paráfrasis adecuadas— dé cuenta de su componente actitudinal.
De lo contrario, como hemos visto, habría que limitarse a decir que las oraciones éticas tienen,
sí, una función directiva (normativa, práctica), pero no porque constituyan un tipo aparte de
oraciones, sino en virtud de la clase de hechos sobre los que versan. Debe haber, en definitiva,
signos lingüísticos sin referente y cuyo significado se agote en su componente “emotivo”. De
esa clase serían precisamente las interjecciones, que según Stevenson no se asemejan a las
palabras que sirven para denotar o describir emociones, sino a “expresiones naturales” como
las risas, los gruñidos o los suspiros, que las exteriorizan.58 Ellas le servirán como paradigma
del tipo de “artefacto semántico” que serían en realidad los términos como “bueno”, “malo”,
etc., cuya inclusión en la oración aporta sólo el “significado emotivo” de ésta.

¿Existen realmente tales artefactos semánticos?, ¿son acaso las exclamaciones e


interjecciones signos carentes de referencia objetiva, meros marcadores emotivos a los que los
términos valorativos como “bueno” podrían asemejarse? A este respecto, Dewey señalará,59
en primer lugar, la diferencia que hay entre una risa, gruñido, etc., tomados como simple
“descarga” de una emoción —en cuyo caso son procesos orgánicos tan carentes de significado
en sí mismos como la sudoración, el erizamiento del vello, etc.— y tomados como expresión
de una emoción en particular, y entonces su valor de signos o síntomas depende, no de su
simple emisión, sino de ésta conjuntamente con una gran cantidad de descripciones y
contenidos cognitivos que van más allá de ella. Evidentemente, lo mismo sucede con las
interjecciones: “¡ay!”, o “¡vaya!”, bien pueden considerarse como meras respuestas orgánicas
que acompañan a un sentimiento de dolor o de contrariedad, bien como signos de tales
sentimientos. Pero, en este último caso, no lo son en virtud de sí mismas, sino como parte de
un contexto lingüístico y práctico en el que, precisamente, reciben una referencia, una
denotación: la emoción en cuestión. Aproximándose a lo que podría haber dicho un
wittgensteiniano sobre la referencia en general, Dewey afirmará a propósito de las
interjecciones: “mediante su presencia en un contexto total del que el lenguaje es un miembro
más, adquieren la capacidad de referir más allá de su mera ocurrencia.”60 Así pues, si las
interjecciones tienen significado en absoluto, entonces tienen un referente y el significado en
cuestión es descriptivo, no “emotivo”. Además, los determinantes de ese significado
trascienden con mucho el espacio privado o interno de la “emoción”, ya que su comprensión
implica un conocimiento del contexto externo, tanto lingüístico como extra-lingüístico. Esto
último enlaza con lo que va a ser el verdadero punto central de la crítica de Dewey a la teoría
emotivista del significado.

Pues, en segundo lugar, el modo en que Stevenson trata tanto las “expresiones
naturales” de emoción como las interjecciones revela un marco de explicación psicológica
que a Dewey se le antoja totalmente inadecuado.61 En efecto, respecto de las expresiones que

58
Ch. L. Stevenson, Ética y lenguaje, ed. cit., capítulo III, pp. 46-49.
59
J. Dewey, “El objeto de la ética y el lenguaje”, LW, 15, 131 y ss.
60
Ibíd., 133.
61
En el mismo año en que escribe su reseña, Dewey hace la siguiente observación sobre el libro de Stevenson en
una carta a Horace S. Fries (18 de septiembre de 1945): “en algunos aspectos es mejor que la mayor parte de lo
que se ha escrito sobre el método de la ética, pero sus así llamados fundamentos ‘psicológicos’ son espantosos”
pretendidamente poseen significado emotivo se da a entender que hay dos cosas distintas
involucradas: una, la emoción, y otra, su descarga o exteriorización en la forma de una risa,
un llanto o una interjección. Gracias a esto, lo segundo puede funcionar como “expresión” de
lo primero. 62 Y esa “emoción” no puede ser otra cosa que un estado mental interno
directamente identificable mediante introspección, como oportunamente aclara Stevenson:

Hemos introducido provisionalmente el término “emoción” porque es sugerido por el término


“emotivo”. Pero, en adelante, será conveniente reemplazarlo por “sentimiento o actitud” con el objeto
de preservar la uniformidad terminológica [...]. “Sentimiento” designa un estado afectivo que
manifiesta su naturaleza mediante la introspección, sin recurso a la inducción.63

Como era de esperar, aquello mentado en el “significado emotivo” y que no es un


objeto del mundo externo (ya que se descarta asociar significado descriptivo alguno a estas
peculiares emisiones lingüísticas) resulta ser un objeto del “mundo interno” introspectivo.
Paradójicamente, pues, el tratamiento positivista de los enunciados valorativos termina
postulando la existencia de unos “hechos” intrínsecamente subjetivos y enteramente
inobservables, en clara contradicción con sus objetivos de hacer descansar el análisis
filosófico sobre bases empíricas y científicas.

Esto no sería más que la consecuencia inevitable de la psicología mentalista y pre-


científica que el positivismo lógico tomó prestada del empirismo clásico para armar su teoría
del “significado emotivo”. En cambio, para la psicología “científica” que el propio Dewey
venía impulsando casi desde sus primeros escritos64, basada únicamente en el comportamiento
sujeto a observación y experimentación, el grito, el llanto o la interjección no son sino partes
de un único suceso público, de una integración de conductas. Así, por ejemplo, un bebé que
no ha sido alimentado en las últimas horas se despierta, se revuelve en su cuna y llora; esto no
es la sucesión de dos “acontecimientos” (la sensación de hambre y su manifestación hacia
afuera), sino un todo conductual donde ningún elemento (la interrupción del sueño, la
agitación de los miembros, las lágrimas, los sonidos emitidos) es en y por sí mismo la
exteriorización de algo interno, si bien cualquiera de ellos puede pasar a usarse como signo o
síntoma de la condición general del bebé en ese momento; una condición que resumimos en la
descripción “tener hambre”. Lo esencial aquí es que dicha descripción no denota un “estado
interno”, sino la especial relación en que el sujeto se encuentra con diferentes objetos y
sucesos que están teniendo lugar a su alrededor, y por tanto fuera de él. Que “internamente”

(citado en una nota del editor a LW, 16, 470). La acusación no es poca cosa porque, como subrayamos a
continuación, pone en evidencia el compromiso del positivismo, a través de sus tesis emotivistas, con una
psicología “metafísica” y pre-científica.
62
J. Dewey, “El objeto de la ética y el lenguaje”, LW, 15, 134.
63
Ch. L. Stevenson, Ética y lenguaje, ed. cit., p. 64. Aunque Dewey no lo menciona, Stevenson relativiza en
otros pasajes del libro la conexión entre significado emotivo y estado mental interno, si bien el elemento
introspectivo parece seguir siendo un requisito último ineliminable: “se puede ver ahora, con mayor claridad que
antes, por qué el significado emotivo puede permanecer más o menos constante mientras que pueden variar los
estados mentales espontáneos que lo acompañan susceptibles de ser aprehendidos por vía introspectiva. [...] En
segundo lugar, si las respuestas son en sí mismas disposiciones [...] habrá mayor posibilidad de cambio en los
estados mentales espontáneos susceptibles de ser aprehendidos por vía introspectiva. Esto se debe a que la
misma actitud puede tener diversas manifestaciones introspectivas” (ibíd.).
64
Los trabajos de Dewey en este campo, inspirados en los pioneros Principios de psicología de William James,
pusieron las bases del funcionalismo en psicología. Sus lineamientos generales aparecen ya claramente en un
artículo clásico, “The Reflex Arc Concept in Psychology” (1896) —hay traducción castellana, “El concepto de
arco reflejo en psicología”, en John Dewey, La miseria de la epistemología: ensayos de pragmatismo. Ed. de
Ángel Manuel Faerna. Madrid, Biblioteca Nueva, 2000, pp. 99-112. Años después, Dewey incluiría este artículo,
con algunas revisiones y el nuevo título de “The Unit of Behavior”, en su Philosophy and Civilization, Nueva
York, Minton, Balch and Co., 1934, pp. 233-248.
experimente determinada sensación o emoción es, para Dewey, completamente irrelevante a
la hora de describir lo que está sucediendo (no hace falta negar que la sensación exista, basta
con saber que ahí no descansa el significado de “tener hambre”).65 Más bien, es sobre la base
de estas descripciones de la relación entre un sujeto y las circunstancias externas como
asociamos luego individualmente las palabras “hambre”, “miedo”, “frío”, “gozo”, “amor”,
“odio”, etc., a contenidos introspectivos concretos. De aquí se sigue que el significado de esas
palabras, así como el de otras expresiones que pueden denotar lo mismo cuando se toman
como signos (llantos, risas, interjecciones), es enteramente descriptivo.

Cualquiera de los eventos mencionados puede llegar a tomarse y a usarse como un signo. Pero
deviene signo, no es un signo en su mero ocurrir original. La pregunta de cómo deviene signo, bajo
qué condiciones se lo toma como algo que está en lugar de otra cosa, ni siquiera se plantea en el
enfoque de Stevenson. Si se discutiera ese punto, creo que resultaría claro que las condiciones en
cuestión son las de una transacción conductual en la que otros eventos (ésos a los que llamamos
“referentes” o, más comúnmente, “objetos”) son partes inseparables [joint partners] del evento que,
66
en tanto que puro evento, no es un signo.

Es imposible, dirá Dewey, aislar cualquier emoción de los objetos y circunstancias que
la suscitan y decir a continuación que eso es lo que denota el nombre correspondiente; pues
pensar en el miedo, la esperanza, la irritación, la simpatía, sin pensar al mismo tiempo en
cosas a las que el miedo, la esperanza, la irritación o la simpatía se dirigen, no es pensar en
nada cuyo significado se pueda reconocer y especificar. Las “emociones” así entendidas
carecen de entidad expresable y de criterios de identificación, lo que vale tanto como decir
que son un puro mito. Una vez más, no queda nada a lo que podamos llamar “significado
emotivo” en el lenguaje.

Ahora bien, el análisis de Stevenson tenía el mismo corolario que ya extrajera Ayer de
su versión menos sofisticada del emotivismo: la dualidad de significado, cognitivo y emotivo,
que presentan las oraciones éticas hace que no les sean aplicables los criterios de
aceptabilidad objetiva o intersubjetiva que rigen en las ciencias; y ello porque, según vimos,
el componente emotivo del significado no está conectado por vínculos lógicos al componente
descriptivo: los mismos hechos pueden suscitar emociones distintas, o hasta contrarias, en
diferentes individuos, y así éstos pueden discrepar indefinidamente en sus valoraciones aun
cuando alcancen un acuerdo en todas sus descripciones. Su coincidencia respecto al “ser” de
las cosas no les compromete a ninguna coincidencia en su “deber ser”.67

Pero —y con esto llegamos a la única conclusión que Dewey estaba realmente deseoso
de establecer—, si no hay tal dualidad de significado, porque no hay tal cosa como un

65
Véase, por ejemplo, TV, LW, 13, 198-199.
66
J. Dewey, “El objeto de la ética y el lenguaje”, LW, 15, 134.
67
Es la conocida tesis de Stevenson sobre los “dos tipos de desacuerdo”, en la creencia y en la actitud, expuesta
en el capítulo I de Ética y lenguaje. En su “Introducción” a Ethics de Dewey y Tufts, incluida en este volumen,
Stevenson afirma: “Dewey no usó la expresión ‘desacuerdo en la actitud’ ni ninguna otra equivalente; pero,
como tantísimas otras personas, con seguridad tuvo que ser consciente intuitivamente de la clase de desacuerdo a
que se refiere” (MW, 5, xxvi). Sobre este supuesto, Stevenson ensaya acto seguido una reconstrucción tentativa
de la idea de Dewey de que los juicios de valor pueden ser sometidos a prueba experimental —y, por tanto, de
que no cabrían desacuerdos valorativos irreductibles— como si descansara en un “acto de fe” por el que la
posibilidad lógica de dichos desacuerdos resultará no verificarse nunca en la práctica. Sin embargo, en la
medida en que la contraposición “desacuerdo en la creencia-desacuerdo en la actitud” depende conceptualmente
de la contraposición “significado descriptivo-significado emotivo”, parece claro que Dewey nunca habría
admitido esa “clase de desacuerdo” que Stevenson hace aparecer como “intuitiva”. Por tanto, su atribución a
Dewey de una solución puramente voluntarista al problema de los desacuerdos morales irreductibles estaría
errando el blanco.
“significado emotivo”, los enunciados valorativos dejarán de ser “especiales” desde el punto
de vista de su contenido y, por ende, desde el punto de vista de sus criterios de aceptabilidad
objetiva o intersubjetiva. Se limitan a describir ciertas conexiones empíricas que, a los efectos
de la acción humana y sus intereses, resultan relevantes para encaminarla y dirigirla. Sólo que
esa descripción no lo es de “hechos”, como categoría contrapuesta a la de “valores”, sino de
condiciones y consecuencias objetivas que actúan o pueden actuar en la función medios-fines.
Son los mismos objetos a los que se refiere cualquier discurso empírico, sólo que revestidos
de su potencial valor o disvalor, ya que es a esa luz como adquieren sentido para la acción.
Así considerados, los enunciados valorativos podrían perfectamente discutirse sobre bases
empíricas, y ajustarse y corregirse de acuerdo con la experiencia. A estos efectos, puede
distinguirse entre valoraciones que son el resultado de la investigación y la reflexión, y de una
escrupulosa atención al funcionamiento real de las cosas —para las que Dewey reservaba el
título honorífico de “juicios éticos”, pues la ética no es otra cosa que la indagación en las
razones que hacen preferibles unas acciones sobre otras—, y aquéllas que son fruto de la
autoridad, el prejuicio, la ignorancia o la rutina —las mores o costumbres que es tarea de la
ética, en tanto que disciplina crítica, enjuiciar y cuestionar.

Retornaríamos así, finalmente, a la problemática ontológica de fondo: la de la


insuficiencia de la noción de “hecho” en el contexto de una descripción de la acción humana y
de un análisis del discurso normativo. La idea de “hecho” es una construcción, sin duda
imprescindible para los propósitos de una parte de la ciencia natural, pero llena de
limitaciones si se la toma —como los positivistas hicieron— por piedra angular de una
ontología general. Para Dewey, la idea misma de una ontología general, con toda su carga de
esencialismo y teoreticismo, era un completo error. Los conceptos metafísicos tenían para él
un valor puramente histórico y estaban condenados a cambiar y a evolucionar con el tiempo y
con el propio cambio de nuestra instalación material y cognoscitiva en el mundo. En todo
caso, una ontología de “hechos” le resultaba especialmente inadecuada para unos tiempos en
los que esa instalación material venía (y viene) marcada por el control sobre nuestras
condiciones de vida a través de la técnica, y la cognoscitiva por la ampliación de la esfera de
las ciencias para cubrir los fenómenos biológicos, psicológicos y sociales. Pues en todos estos
campos el factor determinante no es la concatenación causal de esos fenómenos, sino su
relación funcional. En psicología, la diferencia entre los dos enfoques es particularmente
significativa: si la “física de las pasiones” de la psicología más rudimentaria analizaba la
acción desde un modelo mecanicista de estímulo y respuesta (la teoría del “arco reflejo”), la
psicología funcionalista de Dewey propone integrarla en un sistema de continuos reajustes
dinámicos de “situaciones”, “todos conductuales” o “unidades de comportamiento” en las que
la existencia de un agente dotado de deseos, intenciones y preferencias (entendidos, no como
estados internos, sino como “transacciones” con el entorno) forma parte de la descripción ya
desde el principio. Por tanto, bastaría con no trasladar de forma vicaria las convenciones
ontológicas que adoptamos en el estudio de la materia inerte a los niveles progresivamente
más complejos de lo biológico, lo psicológico y lo social, para que el misterio metafísico y
epistemológico de las dos cadenas paralelas, la causal (estímulo-respuesta) y la funcional
(medio-fin), se disolviera por sí solo.

Aquí radicaría, en última instancia, la diferencia de mayor calado filosófico entre el


pragmatismo (y no sólo el de Dewey) y el positivismo lógico: el compromiso de éste con un
reduccionismo fisicista que, desde la actitud pragmatista, se revelaba como un dogma
metafísico injustificable e innecesario. Tal reduccionismo, impulsado principalmente por
Carnap, había de desembocar en un concepto estrecho y rígido de ciencia que dejaba fuera
disciplinas “blandas” como la psicología o la sociología y alejaba al positivismo de su inicial
aspiración a unificar las ciencias.68 Y, lo que para Dewey era aún peor, excluía del método
científico y del control empírico la correcta determinación de los fines individuales y
colectivos.

5. Stevenson, lector de Dewey

Podemos ahora recapitular brevemente cómo se concretó aquella “zona de fricción”


del pragmatismo con el positivismo lógico a la luz de todo lo dicho hasta aquí:

a) la insuficiencia de una ontología de “hechos” (donde éstos se definen por


contraposición a los “valores”) como base para un análisis de la acción.
b) la reconsideración de los fundamentos teóricos desde los que abordar los
sentimientos y las emociones como fenómenos psicológicos.
c) el rechazo de los argumentos semánticos por los que se negaba a las oraciones
valorativas la condición de proposiciones empíricas genuinas, susceptibles de
validación intersubjetiva.

A pesar de estas discrepancias, hemos visto también que, para algunos intérpretes, las
posiciones no resultaban enteramente irreconciliables, o, si se quiere, podían dar lugar a un
intercambio fructífero por encima del conflicto estrictamente doctrinal. En esta dirección
parecía moverse Stevenson, cuya lectura de Dewey no buscó tanto diseccionar las debilidades
de un adversario cuanto reformular simpatéticamente las ideas y aportaciones de un pensador
al que atribuía una influencia perdurable en el campo de la ética. Y es al hilo de esa lectura
como descubriremos otras implicaciones que también podrían estar interviniendo en la partida
a espaldas de los propios jugadores.

La ya mencionada “Introducción” que Stevenson redactó un año antes de su muerte


para el volumen 5 de los Middle Works de John Dewey69 tiene el propósito declarado “de
interpretar [más] que el de criticar” las opiniones de éste, intentado “completar la discusión”
de ciertos temas allí donde Dewey —“un hombre cercado por más ideas de las que podía
expresar con claridad”— no se pronunció explícitamente o de manera inequívoca.70 Como
piedra de toque para orientar esa labor ampliativa, Stevenson selecciona dos rasgos
definitorios del punto de vista de Dewey: la tesis de que las ideas morales cobran forma y se
reconstruyen a través de un conocimiento cada vez más profundo de las relaciones humanas;
y el propósito de proporcionar desde la ética, no un código ya confeccionado de preceptos,
sino métodos que emancipen e iluminen el juicio autónomo del individuo. Y como hipótesis
de trabajo, dos conjeturas interpretativas: la aplicación del mecanismo del “ensayo
imaginario” —concebido por Dewey para estudiar el proceso de formación de las decisiones
valorativas— al análisis de los conflictos morales interpersonales; y la presunción de que en
el pensamiento maduro de Dewey siguió operando un postulado —que sólo había hecho
explícito en una obra temprana— sobre la conexión entre autorrealización del individuo y
bien social.

68
La temprana muerte de Neurath, que veía con igual desconfianza esta deriva carnapiana, contribuyó también
en alguna medida a ese resultado. Sobre Neurath, Carnap y Dewey en relación con este problema, véase el
capítulo 4 del libro de Reisch ya citado.
69
Véase, más arriba, la nota 43.
70
Ch. L. Stevenson, “Introducción” a Ethics, MW, 5, xii y x.
Antes de examinar la lectura de Stevenson, será conveniente repasar rápidamente
algunas ideas centrales de la Ética de Dewey y Tufts. Fiel a su vocación naturalista, Dewey
incardina la actividad moral en el marco del desarrollo, o crecimiento, de la conducta humana
en su evolución histórica. A estos efectos hace uso de la distinción que los psicólogos
establecen entre tres fases de aquélla: 1) la actividad puramente instintiva; 2) la atención, es
decir, la fase de dirección consciente o el control de la acción por medio de la imaginación (la
deliberación, el deseo, la elección); y 3) el hábito, o la actividad inconsciente que presupone
acciones previas. Así, el aspecto consciente ocupa un lugar intermedio entre los reflejos y las
actividades automáticas, por un lado, y las actividades habituales adquiridas, por otro. La
actividad instintiva no puede denominarse moral o inmoral, es sencillamente amoral. La
conducta moral aparece en la segunda fase, pero sólo en su aspecto generativo, en su hacer. El
objetivo de ese hacer es el hábito, y esto tanto si hablamos de un individuo como de una
sociedad. De esta manera, sostiene Dewey, con el tiempo el hombre moral construye ciertos
hábitos de igual forma que la sociedad establece ciertas normas y ciertas leyes. Pero, dado que
ni el hombre ni la sociedad se mueven en un mundo invariable, nuevas situaciones se
presentan y generan conflictos con los hábitos arraigados y las leyes y normas prescritas. En
un mundo inmutable no habría lugar para la fase 2: las respuestas siempre serían automáticas.
Justamente ocurre lo contrario, por lo cual tanto los hábitos como la legalidad social sólo
pueden ser provisionales.

Por esta razón, el análisis de Dewey se interesa específicamente por la etapa de


deliberación, la fase de la conciencia moral activa o reflexiva. Es en ese estadio donde vemos
a la inteligencia operante desarrollar nuevas respuestas, cada vez más ajustadas a la situación.
Este movimiento permanente, cuyo resultado son grados progresivamente más altos de
conducta consciente, presenta tres características fundamentales, a saber: (a) es un proceso de
justificación e idealización: la razón es un medio para señalar otros fines y un elemento en la
determinación de aquello que se busca; (b) es un proceso de socialización, por el cual la
sociedad fortalece al individuo a la vez que lo transforma; y (c) es un proceso por medio del
cual la conducta deviene objeto de reflexión, valoración y crítica.

La segunda de las características señaladas, que enfatiza la naturaleza social de los


fines y objetos preferidos por el sujeto, resulta medular para la concepción que tiene Dewey
de la ética, y no es sino una consecuencia de su “suelo natural” psicológico: su concepción
general de la conducta humana en interacción. El individuo aprende en el proceso de madurar
que no existen actitudes exclusivamente privadas o que no necesiten ser juzgadas, valoradas y
compartidas socialmente. En palabras del propio Dewey:

El análisis teórico refuerza la misma lección que da la historia. Nos dice que la cualidad moral
reside en las disposiciones habituales de un agente; y que consiste en la tendencia de esas
disposiciones a asegurar (u obstaculizar) valores que son compartidos o compartibles sociablemente.71

Las reacciones autónomas de un agente frente a las instituciones y hábitos establecidos,


lejos de considerarse en el esquema de Dewey como una nota de individualismo, son
necesarias a los fines del progreso social. Recordemos que el avance desde sociedades donde
priman las respuestas habituales instituidas, hacia sociedades civilizadas en las que el bien
común es parte del bien del sujeto, necesita un individuo reflexivo. Porque, nuevamente, el
“yo” del que da cuenta Dewey es un “yo” socializado o, si se quiere, un “yo” con límites tan
difusos que sus actitudes propias están ya enmarcadas en una actitud general de compromiso
con el bienestar comunitario.

71
J. Dewey, Ethics, MW, 5, 383.
Si, como acabamos de ver, el momento verdaderamente constituyente del pensamiento
ético (que no del mero actuar conforme a reglas dadas) viene dado por la pregunta reflexiva
en torno a qué es deseable hacer (y nótese que aquí no es preciso aún introducir una distinción
entre deliberación sobre “medios” y sobre “fines”), el objeto del análisis no puede ser otro que
aquel razonamiento o investigación que permitirá a un agente obtener opiniones éticas de
manera reflexiva, distanciándose así del mero automatismo impulsivo y de la conformidad
ciega con la costumbre. Dicho razonamiento está esquematizado en la idea de “ensayo
imaginario” [dramatic rehearsal], que Stevenson acertadamente identifica como la pieza
clave en el método de la ética que desea promover Dewey, ilustrándolo con la siguiente cita:

[Somos razonables cuando] calculamos la importancia o la significación de cualquier deseo o


impulso presente mediante la predicción de lo que podría resultar de él, o en qué se podría traducir, en
caso de llevarlo a la práctica […]. Cada resultado previsto remueve al momento nuestras afecciones
presentes, nuestros gustos y disgustos, nuestros deseos y aversiones. Se pone en marcha un
comentario paralelo [running commentary] que instantáneamente imprime los valores de bueno o
malo […] [Así,] la deliberación es en realidad un ensayo imaginativo de diversas líneas de conducta.
Damos salida, en la mente, a algún impulso; probamos, en la mente, algún plan. Siguiendo su curso a
través de varios pasos, nos encontramos en la imaginación en presencia de las consecuencias que se
producirían; y entonces, según nos gusten esas consecuencias y las aprobemos, o nos disgusten y las
desaprobemos, hallamos bueno o malo el plan o impulso original […] Imaginar […] da ocasión a que
se activen muchos impulsos que al principio no se habían puesto en evidencia en absoluto […] [y de
esa forma establece una] probabilidad de que se ponga en acción aquella capacidad del yo
verdaderamente necesaria y apropiada.72

Stevenson también demuestra comprender perfectamente cuál es la principal


implicación de asumir el ensayo imaginario como la única forma de razonamiento que tiene
cabida en la ética: la imposibilidad de seguir hablando desde ella, no ya de fines fijos, sino
incluso de fines en sí mismos. Porque el ensayo imaginario obliga a reflexionar sobre estas
tres instancias: 1) cuáles son los medios de que disponemos; 2) qué efectos colaterales
acompañarían al empleo de esos medios; y 3) qué efectos se seguirían del fin mismo una vez
alcanzado. De esta manera, tanto las causas como los efectos del fin intervienen de manera
determinante en la deliberación de la que el fin mismo es resultado; es decir, el fin elegido
podría ser otro si —como de hecho siempre sucede en un mundo cambiante— se modifican
los medios que tenemos a nuestra disposición para producirlo, o las relaciones que aquéllos
mantienen con otros ingredientes de la situación susceptibles de agradarnos o desagradarnos;
y si, una vez alcanzado, la nueva situación que materializa vuelve a ser disfuncional y
requiere de una nueva deliberación —esto es, si se tiene en cuenta su propia condición de
medio para otros fines ulteriores.

Ahora bien, llevado de su preocupación por la semántica de los términos morales,


Stevenson trata de extraer de este planteamiento metodológico lo que sería la definición
implícita de “correcto” (aplicado a los juicios de valor) que Dewey está manejando, y que
vendría a ser la siguiente: “cuando un hablante dado dice ‘X es correcto’, significa que si el
hablante llevara a cabo por completo un ensayo imaginario basado en proposiciones
científicas verdaderas, este ensayo lo llevaría a estar más a favor de X”.73 Como se ve, esta
definición nada dice acerca de los usos prescriptivos del juicio moral, en opinión de
Stevenson porque “su objetivo [de Dewey], tal como yo lo interpreto, era excluirlos del
significado de los juicios éticos, o incluirlos sólo en la medida en que incitan a otra persona a
ensayar sus planes de manera más cabal. Es decir, Dewey quería destilar del juicio ético

72
Ibíd., MW, 5, 292-293.
73
Ch. L. Stevenson, “Introducción” a Ethics, MW, 5, xx.
únicamente aquellos aspectos que afectan a una guía reflexiva de las actitudes. Hecha la
destilación, rechazó el residuo porque sospechaba que desviaba de una guía reflexiva.”74 Por
supuesto, el “residuo” en cuestión resultaba de la máxima importancia para el propio
Stevenson, toda vez que de él dependía la posibilidad de que los “desacuerdos en la actitud”
siguieran existiendo aun cuando un ensayo imaginario completo basado en proposiciones
científicas verdaderas llevara a dos individuos a un perfecto “acuerdo en la creencia”. Así las
cosas, el logro de acuerdos intersubjetivos no quedaría garantizado por el mero compromiso
metodológico de todas las partes con el procedimiento del ensayo imaginario, sino que habría
que contar también con el acatamiento general a las costumbres y usos de una sociedad y
época determinadas (de donde proceden en último término las respuestas emotivas que los
hechos suscitan). Sin embargo, para Dewey, el objetivo de una sociedad constituida por
individuos reflexivos es precisamente evitar la inercia de la aceptación acrítica de las
costumbres establecidas.

Es importante notar que Stevenson está trasladando el ensayo imaginario a un tipo de


situaciones distintas a las que Dewey tenía en mente en el momento de postularlo como pieza
clave del razonamiento moral, pues no se trata ahora de formar el propio juicio mediante la
deliberación individual, sino de resolver los conflictos valorativos entre diferentes agentes
morales. Semejante desplazamiento sitúa las actitudes personales de los sujetos bajo una luz
completamente diferente: en el enfoque de Dewey éstas son, o bien reacciones espontáneas e
irreflexivas, en cuyo caso constituyen meramente el material de partida sobre el que habrá de
actuar la inteligencia y el razonamiento dando lugar a un juicio propiamente dicho, o bien
emanan de ese mismo juicio una vez formado, y entonces ya no hay motivo para calificarlas
de “personales” en la medida en que son resultado de una investigación imparcial que ha
tenido en cuenta todas las posibles consecuencias. 75 Para Stevenson, en cambio, es la
presencia de tales actitudes la que confiere al juicio su cualidad de moral y mantiene
permanentemente abierta la posibilidad de un conflicto irreductible entre las actitudes de
distintas personas.

Esto da pie a pensar en una diferencia aún más profunda entre Dewey y Stevenson
respecto de la problemática misma que compete al filósofo en relación con la ética, diferencia
que habría pasado en buena medida inadvertida para ambos. La podemos ilustrar con la
contraposición que introdujo Stuart Hampshire entre dos tipos de filosofía moral, la clásica o
“aristotélica” y la contemporánea o “post-kantiana”:

Aristóteles se ocupa casi por completo de analizar los problemas del agente moral, mientras
que la mayoría de los filósofos morales contemporáneos parecen estar ocupados de manera primordial
en el análisis de los problemas del juez o del crítico moral. Aristóteles describe y analiza los procesos
de pensamiento, o los tipos de argumentación, que conducen a la elección de un curso de acción, o de
un modo de vida, con preferencia a otros, mientras que la mayoría de los filósofos contemporáneos
describe los argumentos (o la falta de ellos) que conducen a la aceptación o el rechazo de un juicio
moral acerca de acciones.76

74
Ibíd., xxiii. En efecto, y como ya hemos visto, el objetivo de Dewey era excluir esos usos de un análisis del
significado de los juicios de valor, aunque no negarles a éstos dicha función.
75
“¿Acaso la alabanza y la culpa, el aprecio y la condena, son no ya tendencias originales y espontáneas, sino
algo último, incapaz de toda modificación mediante el trabajo crítico y constructivo del pensamiento? Una vez
más, si la conciencia resulta ser una facultad única y separada, es imposible educarla y modificarla; lo único que
puede hacerse es apelar directamente a ella. [...] Pero si la conciencia moral no es algo separado, entonces no
puede trazarse una línea rígida dentro de la conducta que separe por completo los ámbitos de lo moral y lo no-
moral” (J. Dewey, Ethics, LW, 7, 263).
76
Stuart Hampshire, “Fallacies in Moral Philosophy”, Mind, vol. LVIII (1949), pp. 466-482; p. 467. Los
filósofos contemporáneos que menciona Hampshire son Moore, W. D. Ross y Stevenson.
Dentro de esta clasificación, Dewey se ubicaría sin lugar a dudas entre los filósofos
“aristotélicos”. Y ello porque, para él, el juicio moral es un asunto esencialmente práctico, no
dialéctico, mientras que para Stevenson —como, en general, para toda la filosofía moral
analítica— se trata de afirmaciones sobre cuyas razones (o ausencia de ellas) es tarea del
filósofo dictaminar. 77 Conviene no confundir esta diferencia de enfoque con la tradicional
distinción entre meta-ética y ética sustantiva, si por ésta última se entiende la formulación de
preceptos normativos de cualquier tipo. Como hemos insistido repetidamente, el objetivo de
Dewey no es formular una doctrina positiva, sino delimitar el espacio ético mediante el
análisis de la metodología que le es propia (exactamente igual que hacemos en el ámbito de
las ciencias). Es cierto que, con ello, el término “ética” se inviste de un sentido
inequívocamente normativo, pero no mayor que el que tiene el propio término “ciencia”: se
trata de un modo de proceder a la hora de establecer el juicio, no de si, ya sólo por eso, el
juicio debe ser aceptado (y, menos aún, definitivamente aceptado). Para Stevenson, en cambio,
la palabra “ética” se limita a describir una cierta región del lenguaje en la que prevalece
determinado rasgo semántico (el “significado emotivo”) y donde las actitudes del hablante,
independientemente de cómo hayan sido formadas, resultan siempre relevantes.78

Ahora bien, constatar que Stevenson está sacando de su contexto original los análisis
de Dewey para llevarlos al terreno de sus propias preocupaciones no supone desautorizarlo
como lector o intérprete de aquéllos. Al fin y al cabo, ambos puntos de vista, el del agente y el
del juez, competen a la filosofía moral. Y así como el estudio que realiza Dewey de los
procesos de decisión valorativa puede iluminar las posibles insuficiencias del emotivismo a
este respecto, el tratamiento emotivista de los conflictos morales podría también servir para
sacar a la superficie determinadas carencias del enfoque de Dewey en ese terreno.

Cuando más atrás nos referimos a la tesis de Stevenson sobre los “dos tipos de
desacuerdo”, indicábamos que Dewey difícilmente habría podido suscribirla dado su rechazo
frontal a la noción de “significado emotivo”. Así pues, tampoco habría aceptado los términos
en que Stevenson intenta parafrasearle para reconstruir su hipotética respuesta a una situación
de desacuerdo irreductible.79 No obstante, esto no quiere decir que el problema, en esos o en
otros términos, no merezca ser discutido. Cabría, por ejemplo, plantearlo de la siguiente
manera: aun aceptando a) que todo juicio genuinamente ético es el resultado de un ensayo
imaginario en el que las proposiciones que se ponen en juego son todas empíricamente
verificables, y b) que los deseos e intereses primarios del agente pueden verse modificados
radicalmente como consecuencia de dicho ensayo, ¿qué seguridad hay de que los ensayos
imaginarios de distintos agentes conducirán a uno y el mismo juicio? O, empleando ahora
otro de los temas centrales de la ética de Dewey: incluso si es cierto que el resultado de las
acciones pasadas repercute, no sólo en la selección de los medios que habrán de emplearse en
acciones futuras, sino también en los fines de éstas, ¿qué nos hace pensar que de esta forma se

77
Para Dewey, todo juicio, y no sólo el moral, es de naturaleza práctica. En Logic: The Theory of Inquiry (LW,
12) distingue cuidadosamente entre “juicios” (que llevan implícito un hábito de acción) y “proposiciones”
(objetos lingüísticos de índole puramente simbólica); el Capítulo 6 de la Segunda Parte de esta obra, donde se
analiza la distinción, puede consultarse en castellano: “El patrón de la investigación”, en J. Dewey, La miseria de
la epistemología. Ensayos de pragmatismo, ed. cit., pp. 113-132. Así, en el caso del ensayo imaginario, los
condicionales en que se expresan las posibles consecuencias de distintos cursos de acción son proposiciones,
pero la determinación final que se realiza respecto de qué acción es la correcta es un juicio.
78
Véase, a este respecto, J. Dewey, “El objeto de la ética y el lenguaje” (LW, 15, 138), y la réplica de Stevenson
en la nota 19 de “Introducción a Ethics” (MW, 5, xxiii).
79
Véase, más arriba, la nota 67.
alcanzarán fines cada vez más inclusivos, es decir, acciones cada vez más coordinadas entre
los diferentes agentes?

Esto es lo que lleva a Stevenson a pensar que Dewey podría estar descansando en un
supuesto tácito en torno a la armonía intrínseca entre los fines del individuo y los de la
sociedad cuando unos y otros se depuran del prejuicio y el dogmatismo, esto es, cuando la
investigación empírica y el conocimiento científico los transforman en fines reflexivos,
propiamente éticos. En apoyo de esta lectura, trae a colación un postulado que Dewey
introdujo en su primer tratado de ética, aunque en trabajos posteriores ya no volviera a
presentarlo como tal:

En la realización de la individualidad se halla también la necesaria realización de alguna


comunidad de personas de la que el individuo es miembro; y, a la inversa, el agente que satisface
debidamente a la comunidad de la que participa, mediante esa misma conducta se satisface a sí
mismo.80

Stevenson tiene razón en sospechar que este postulado temprano expresa una idea que
atraviesa toda la obra de Dewey, y que se deja traslucir en diversas afirmaciones de la propia
Ética.81 Quizá su desaparición como postulado obedezca a que, a partir de un cierto momento,
Dewey consideró que su contenido estaba respaldado por la psicología empírica, en la medida
en que ésta, como señalábamos antes, nos descubre un “yo” que es fruto de la interacción
social. El principio de que “las ideas morales cobran forma y se reconstruyen a través de un
conocimiento cada vez más profundo de las relaciones humanas” sólo puede significar, en
efecto, que la dimensión socio-psicológica proporciona el único sustrato real y concreto desde
el que abordar el problema de la armonización de los fines individuales o, como lo denominó
Dewey en aquel primer tratado, el de un posible “orden moral del mundo”.82

6. El sujeto de la ética

Aunque el título de la réplica de Dewey a Ética y lenguaje aluda al “objeto de la ética”,


el comentario que nos ha traído hasta aquí parece conducir finalmente al “sujeto de la ética”
como clave última de su confrontación con Stevenson. ¿Quién es, en definitiva, ese agente o
juez cuyas acciones o sanciones se están considerando? En su Historia de la ética, A.
MacIntyre interpretó el emotivismo como “la conceptualización final del individualismo
[donde] el individuo se convierte en su propia autoridad final en el sentido más riguroso
posible”, y opinó que la confrontación con sus críticos —como Dewey, por ejemplo—
expresaba “la situación moral fundamental de nuestra propia sociedad”, una situación en la
que “el vocabulario moral cada vez está más vacío de contenido.” 83 En efecto, tanto la
reducción del significado de los términos morales a su pura forma prescriptiva, como la
irreductibilidad que se le reconoce a los fines individuales en su pugna mutua, nos hablan de
sujetos privados, desvinculados de cualquier lazo comunitario, simples átomos de voluntad

80
J. Dewey, Outlines of a Critical Theory of Ethics, EW, 3, 322; Stevenson lo cita en su “Introducción a Ethics”,
MW, 5, xxvii.
81
Véase Stevenson, ob. cit., xxviii.
82
Esta interpretación es verosímil teniendo en cuenta que el propio Dewey describió la superación de su
hegelianismo de juventud (que aún pesaba en el enfoque y el lenguaje de Outlines of a Critical Theory of Ethics)
como un giro hacia “el punto de vista psicológico”.
83
Alisdair MacIntyre, Historia de la ética (1966). Traducción de Roberto Juan Walton. Barcelona, Paidós, 1982,
pp. 253-254, 256 y 257. Esta observación le permite vincular (p. 258) el emotivismo con el existencialismo
como expresiones de un mismo individuo que ha sido dejado a solas con su libertad.
arrojados a la dura tarea de elegirse fines en un entorno en el que lo que prima es el conflicto
de intereses, ya sea personal o interpersonal. Frente a ello, Dewey vuelve a revelarse como un
“aristotélico” en su idea de que los fines del individuo, cuando éste juzga prudentemente, sólo
pueden ser sociables; con la diferencia, eso sí, de que dichos fines ya no son fijos ni aparecen
inscritos en una esencia humana inmutable (menos aún en una comunidad particular cuyos
hábitos y tradiciones pudieran erigirse en encarnación del ideal de humanidad). Al
circunscribirse a la metodología, Dewey evitó dotar a su perspectiva ética de un horizonte
cerrado, persuadido de que así salvaguardaba la primacía y la autonomía del sujeto sin
renunciar por ello a la promesa de un bien social basado en el equilibrio y la cooperación.

Como no podía ser de otro modo, las consideraciones éticas terminan por dejarnos a
las puertas mismas de la política, lo cual es buena ocasión para que vayamos poniendo punto
final a estos comentarios.84 Y es oportuno que acaben señalando precisamente la continuidad
que Dewey siempre observó entre esos dos ámbitos, en los que se negó a establecer jerarquías.
Si la idea de un “orden moral del mundo” —o la menos enfática de un “yo” imbuido de
compromisos sociales— puede sonar amenazante para la soberanía moral del individuo, quizá
sea sólo porque el argumento ha arrancado de la posición del agente para desembocar
linealmente en su destino social. Pero, para Dewey, la línea puede prolongarse circularmente:
también las instituciones encarnan valores, cuya única justificación empírica vuelve a situarse
en el terreno de los intereses y deseos individuales.85

Qué perspectiva es más fructífera, o más lúcida, queda a juicio del lector. Dice
MacIntyre que “todos los ejemplos de Stevenson muestran un mundo extremadamente
desagradable en que cada uno trata de entremeterse con los demás”.86 Pero también Stevenson
se quejaba de que Dewey no había “reservado un lugar acogedor” a los ejemplos que ilustran
situaciones de conflicto valorativo.87 En todo caso, podría ser un error incidir demasiado en el
tópico de si existen o no desacuerdos irresolubles como un problema central; al fin y al cabo,
ni Stevenson dijo que el acuerdo fuera imposible, ni Dewey que fuera inexorable. Las
verdaderas implicaciones de sus respectivas doctrinas se perciben cuando nos preguntamos
cómo explican uno y otro los acuerdos y desacuerdos cada vez que efectivamente se dan. Para
Stevenson, el acuerdo siempre será debido a algo más que una atenta investigación de los
actos y sus consecuencias, y ese “algo más” escapa a la esfera de las razones; en Dewey, en
cambio, puede significar, en función de cómo haya sido alcanzado, un verdadero progreso
moral basado en el avance del conocimiento. Con Stevenson, el individuo puede liberarse de
responsabilidades ante el desacuerdo por más que no le satisfaga; Dewey le incita a
preguntarse si lo realizado se corresponde con lo mejor que se podía hacer, pues no está dicho
cuáles son los límites de su capacidad para reconstruir fines e intereses en su doble condición
de individuo y de miembro de una comunidad más amplia.
84
El lector interesado en seguir camino encontrará una excelente guía en los siguientes ensayos: J. Miguel
Esteban, “Pragmatismo consecuente: notas sobre el pensamiento político de John Dewey”, introducción a J.
Dewey, Liberalismo y acción social, y otros ensayos (Valencia, Edicions Alfons el Magnànim, 1996, pp. 7-46);
Ramón del Castillo, “El amigo americano”, introducción a J. Dewey, Viejo y nuevo individualismo (Barcelona,
Paidós, 2003, pp. 9-50); y Ramón del Castillo, “Érase una vez en América: John Dewey y la crisis de la
democracia”, introducción a J. Dewey, La opinión pública y sus problemas (Madrid, Morata, 2004, pp. 11-55).
85
“Gobierno, negocios, arte, religión..., todas las instituciones sociales tienen un significado, un propósito. Ese
propósito es liberar y desarrollar las capacidades de los individuos humanos sin atención a la raza, el sexo, la
clase o el estatus económico. Y esto es lo mismo que decir que el test de su valor es en qué medida esas
instituciones educan a cada uno de los individuos en toda la amplitud de sus posibilidades” (J. Dewey,
Reconstruction in Philosophy (1920), MW, 12, 186) [La reconstrucción de la filosofía. Traducción de Amando
Lázaro Ros. Barcelona, Planeta-De Agostini, 1993].
86
Ibíd., p. 249.
87
Stevenson, “Introducción a Ethics”, MW, 5, xxvi.
7. Nota a la presente edición

Los tres escritos incluidos en este volumen aparecen aquí por primera vez en
castellano.(*) El texto que ha servido de base a la traducción es el de The Collected Works of
John Dewey, 1882-1953: The Electronic Edition, la tercera y más reciente (diciembre de 1996)
edición crítica preparada por el Center for Dewey Studies bajo la dirección de Larry A.
Hickman. Dicha edición conserva la misma organización en tres series del proyecto original,
publicado en 37 volúmenes en papel con la supervisión de Jo Ann Boydston:

- The Early Works of John Dewey, 1882-1898. 5 vols.


Carbondale, Southern Illinois University Press, 1967-1972.
- The Middle Works of John Dewey, 1899-1924. 15 vols.
Carbondale, Southern Illinois University Press, 1976-1983.
- The Later Works of John Dewey, 1925-1953. 17 vols.
Carbondale, Southern Illinois University Press, 1981-1991.

La convención sigue siendo citar las obras de Dewey indicando la serie (EW, MW o
LW), seguida del número del volumen, y la página o páginas de la edición en papel. Con
arreglo a ella damos la correspondiente identificación en el encabezamiento de cada escrito, e
intercalamos en el texto, en negrita y entre corchetes, la paginación original con el fin de
facilitar la localización de cualquier pasaje. También hemos mantenido este sistema de
referencia en nuestra INTRODUCCIÓN, incluso cuando la cita remite a alguno de los textos aquí
publicados. En dichos textos las notas a pie de página numeradas son de los autores; las
marcadas con asteriscos son nuestras.

Esta edición de Teoría de la valoración se enmarca en un proyecto de investigación


que lleva por título Ciencia, cultura y valores: historia de las relaciones entre pragmatismo y
positivismo lógico, cuyo investigador principal es Ángel Manuel Faerna y que ha sido
financiado por la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha dentro de su programa de
ayudas a Proyectos de Investigación, Desarrollo e Innovación para el trienio 2005-2007
(expediente PAI-05-063). Queremos agradecer su contribución a nuestro trabajo a los demás
miembros del equipo investigador, (**) así como a todos los asistentes a las dos reuniones del
“Seminario Internacional sobre Pragmatismo y Positivismo” (Toledo, noviembre de 2005 y
noviembre de 2006), en las que se presentaron y discutieron materiales que han sido luego
incorporados al presente volumen.

(*)
A última hora hemos descubierto que la afirmación no es enteramente exacta. En John Dewey: a Checklist of
Translations, 1900-1967, compilado por Jo Ann Boydston y Robert L. Andresen (Carbondale, Southern Illinois
University Press, 1969), figura (p. 55, nº 60) el siguiente apunte sobre una traducción al castellano de Theory of
Valuation: Teoría de la evaluación, traducida y publicada por la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires,
1958, 26 pp. No hay referencia al traductor, ni parece tratarse de una edición comercial; es más, el número de
páginas hace suponer que no se ofrece el texto completo. Dado que desconocíamos su existencia, no hemos
podido hacer uso de esta versión a la hora de preparar la nuestra. Agradecemos a Jaime Nubiola el habernos
puesto sobre aviso de este detalle.
(**)
Ramón del Castillo (UNED, España), José Miguel Esteban (UNAEM, México), Sergio Martínez (UNAM,
México), Juan Vicente Mayoral (UNED, España) y Claudio Viale (Universidad Nacional de Córdoba,
Argentina).
BIBLIOGRAFÍA

Primeras ediciones de obras de Dewey

1887: Psychology. Nueva York, Harper & Brothers.


1888: Leibniz’s New Essays Concerning the Human Understanding: a Critical Exposition.
Chicago, S. C. Griggs and Co.
1891: Outlines of a Critical Theory of Ethics. Ann Arbor, Register Publishing Co.
1894: The Study of Ethics: a Syllabus. Ann Arbour, Register Publishing Co.
1899: The School and Society. Chicago, University of Chicago Press.
1902: The Child and the Curriculum. Chicago, University of Chicago Press.
1903: Studies in Logical Theory (en colaboración). Chicago, University of Chicago Press.
1908: Ethics (en colaboración con James H. Tufts). Nueva York, Henry Holt and Co.
1909: Moral Principles in Education. Boston, Houghton Mifflin Co.
1910: How We Think. Boston, D. C. Heath and Co.
1913: Interest and Effort in Education. Boston, Houghton Mifflin Co.
1915: German Philosophy and Politics. Nueva York, Henry Holt and Co.
1915: Schools of To-Morrow. Nueva York, E. P. Dutton and Co.
1915: The Influence of Darwin on Philosophy, and Other Essays in Contemporary Thought.
Nueva York, Henry Holt and Co.
1916: Democracy and Education. Nueva York, Macmillan Co.
1916: Essays in Experimental Logic. Chicago, University of Chicago Press.
1920: Reconstruction in Philosophy. Nueva York, Henry Holt and Co.
1922: Human Nature and Conduct. Nueva York, Henry Holt and Co.
1925: Experience and Nature. Chicago y Londres, Open Court Publishing Co.
1927: The Public and Its Problems: an Essay in Political Inquiry. Nueva York, Henry Holt
and Co.
1929: The Quest for Certainty: a Study of the Relation of Knowledge and Action. Nueva York,
Minton, Balch and Co.
1929: The Sources of a Science of Education. Nueva York, Horace Liveright.
1930: Individualism, Old and New. Nueva York, Minton, Balch and Co.
1930: Construction and Criticism. Nueva York, Columbia University Press.
1931: Philosophy and Civilization. Nueva York, Minton, Balch and Co.
1932: Ethics, revised edition (en colaboración con James H. Tufts). Nueva York, Henry Holt
and Co.
1933: How We Think, revised edition: a Restatement of the Relation of Reflective Thinking to
the Educative Process. Boston, D. C. Heath and Co.
1934: A Common Faith. New Haven, Yale University Press.
1934: Art as Experience. Nueva York, Minton, Balch and Co.
1935: Liberalism and Social Action. Nueva York, G. P. Putnam’s Sons.
1938: Logic: The Theory of Inquiry. Nueva York, Henry Holt and Co.
1938: Experience and Education. Nueva York, Macmillan Co.
1939: Freedom and Culture. Nueva York, G. P. Putnam’s Sons.
1939: Theory of Valuation. Chicago, University of Chicago Press.
1946: Problems of Men. Nueva York, Philosophical Library.
1949: Knowing and the Known. Boston, Beacon Press.
Principales traducciones*

Teoría de la vida moral. [“Theory of the Moral Life”, Parte II de Ethics]


México, Herrero Hnos., 1944. Traducción de R. Castillo Dibildox.
La experiencia y la naturaleza.
México, Fondo de Cultura Económica, 1948. Traducción de José Gaos.
El arte como experiencia.
México, Fondo de Cultura Económica, 1949. Traducción de Samuel Ramos.
Lógica: teoría de la investigación.
México, Fondo de Cultura Económica, 1950. Traducción de Eugenio Ímaz.
La busca de la certeza: un estudio de la relación entre el conocimiento y la acción.
México, FCE, 1952. Introducción y traducción de Eugenio Ímaz.
El hombre y sus problemas.
Buenos Aires, Paidós, 1961. Traducción de Eduardo Prieto.
Libertad y cultura.
México, UTEHA, 1965. Traducción de Rafael Castillo Dibildox.
Naturaleza humana y conducta: introducción a la psicología social.
México, Fondo de Cultura Económica, 1988. Traducción de Rafael Castillo Dibildox.
Cómo pensamos: nueva exposición de la relación entre pensamiento reflexivo y proceso
educativo.
Barcelona, Paidós, 1989. Traducción de Marco Aurelio Galmarini.
La reconstrucción de la filosofía.
Barcelona, Planeta-De Agostini, 1993. Traducción de Amando Lázaro Ros (aparecida
previamente en Buenos Aires, Aguilar, 1955).
Liberalismo y acción social, y otros ensayos.
Valencia, Edicions Alfons el Magnànim, 1996. Estudio introductorio, selección y
traducción de J. Miguel Esteban Cloquell.
La miseria de la epistemología: ensayos de pragmatismo.
Madrid, Biblioteca Nueva, 2000. Edición, traducción y notas de Ángel Manuel Faerna.
Viejo y nuevo individualismo.
Barcelona, Paidós, 2003. Traducción de Isabel Gª Adánez. Introd. Ramón del Castillo.
La ciencia de la educación.
Buenos Aires, Losada, 2003. Traducción de Lorenzo Luzuriaga.
La opinión pública y sus problemas.
Madrid, Ediciones Morata, 2004. Traducción de Roc Filella. Estudio preliminar y
revisión por Ramón del Castillo.
Democracia y educación: una introducción a la filosofía de la educación.
Madrid, Ediciones Morata, 2004. Traducción de Lorenzo Luzuriaga (aparecida
previamente en Buenos Aires, Losada, 1960).
Una fe común.
Buenos Aires, Losada, 2005. Traducción de Josefina Martínez Alinari.

*
Seleccionamos las de mayor relevancia filosófica, incluyendo las que actualmente son de difícil acceso; en todo
caso, citamos cada traducción por la fecha de la última edición disponible de la que tenemos noticia. Para una
relación exhaustiva de las traducciones de Dewey al castellano, véase la sección “Obras y artículos de John
Dewey en español” dentro de la página web del Grupo de Estudios Peirceanos de la Universidad de Navarra:
http://www.unav.es/gep/Dewey/DeweyEspanol.html.
Obras de consulta en español

ARENAS, Luis, MUÑOZ, Jacobo, y PERONA, Ángeles J. (comps.), El retorno del pragmatismo.
Madrid, Trotta, 2000.
DE LA CALLE, Román, John Dewey, experiencia estética y experiencia crítica.
Valencia, Alfons el Magnànim, 2001.
DEL CASTILLO, Ramón, Pensamiento y acción: el giro pragmático de la filosofía.
Madrid, UNED, 1995.
CATALÁN, Miguel, Pensamiento y acción: la teoría de la investigación moral de John Dewey.
Barcelona, PPU, 1994.
ESTEBAN, José Miguel, La crítica pragmatista de la cultura: ensayos sobre el
pensamiento de John Dewey. Costa Rica, UNA, 2001.
—— Variaciones del pragmatismo en la filosofía contemporánea.
Cuernavaca, UAEM Ediciones Mínimas, 2006.
FAERNA, Ángel Manuel, Introducción a la teoría pragmatista del conocimiento.
Madrid, Siglo XXI, 1996.
GENEYRO, Juan Carlos, La democracia inquieta: E. Durkheim y J. Dewey.
Barcelona, Anthropos, 1991.
HOOK, Sidney, John Dewey: semblanza intelectual. Introducción de Richard Rorty;
traducción de Luis Arenas y Ramón del Castillo. Barcelona, Paidós, 2000.
MOUGÁN RIVERO, Juan Carlos, Acción y racionalidad. Actualidad de la obra de J. Dewey.
Cádiz, Ediciones de la Universidad de Cádiz, 2000.
PÉREZ DE TUDELA, Jorge, El pragmatismo americano: acción racional y reconstrucción del
sentido. Madrid, Cincel, 1988.
SINI, Carlo, El pragmatismo.
Madrid, Akal, 1999.

Obras de consulta en inglés

BOYDSTON, J. A. (ed.), Guide to the Works of John Dewey.


Carbondale, Southern Illinois University Press, 1970.
DYKHUIZEN, G., The Mind and the Life of John Dewey.
Carbondale, Southern Illinois University Press, 1973.
GOUINLOCK, J., John Dewey’s Philosophy of Value.
Nueva York, Humaninities Press, 1972.
HOOK, S. (ed.), John Dewey, Philosopher of Science and Freedom. A Symposium.
Nueva York, Dial Press, 1950.
PAPPAS, G. F., Dewey’s Ethics: Democracy as Experience.
Bloomington, Indiana University Press, 2008.
ROCKEFELLER, S. C., John Dewey: Religious Faith and Democratic Humanism.
Nueva York, Columbia University Press, 1991.
RYAN, A., John Dewey and the High Tide of American Liberalism.
Nueva York, W. W. Norton, 1995.
SCHILPP, P. A. (ed.), The Philosophy of John Dewey. The Library of Living Philosophers,
vol. 1. La Salle, Northwestern University and Southern Illinois University Press, 1939.
THAYER, H. S., Meaning and Action: A Critical History of Pragmatism.
Indianápolis, Hackett Publishing Co., 1981.
TILES, J. E., John Dewey.
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—— (ed.), John Dewey: Critical Assessments. 4 vols. Londres, Routledge, 1992.
WESTBROOK, R. B., John Dewey and American Democracy.
Ithaca, Cornell University Press, 1991.

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