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Introduccion A Dewey Teoria de La Valora PDF
Introduccion A Dewey Teoria de La Valora PDF
Selección, traducción, introducción y notas de María Aurelia Di Berardino y Ángel Manuel Faerna.
Madrid, Biblioteca Nueva, 2008. ISBN: 978-84-9742-705-0]
JOHN DEWEY
TEORÍA DE LA VALORACIÓN
BIBLIOTECA NUEVA
Madrid, 2007
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN
Aurelia DI BERARDINO y Ángel Manuel FAERNA
BIBLIOGRAFÍA
CRONOLOGÍA
Apéndice I:
“INTRODUCCIÓN A ÉTICA (1908), DE DEWEY Y TUFTS” (1978)
Charles L. STEVENSON
Apéndice II:
“EL OBJETO DE LA ÉTICA Y EL LENGUAJE” (1945)
John DEWEY
INTRODUCCIÓN
De esas dos posiciones extremas entre las que, a juicio de Dewey, se debatían los
filósofos de su tiempo, sólo la primera será objeto de crítica pormenorizada en su ensayo.
Esto no quiere decir, sin embargo, que tácitamente se estuviera comprometiendo con la
segunda. En realidad sucede todo lo contrario: la teoría de la valoración de Dewey sitúa el
origen de los valores, si no exactamente en los sentimientos, sí al menos en las disposiciones
afectivas —en los gustos y disgustos, como también dice— de los sujetos reales; por
consiguiente, rechaza de plano la existencia de unos intangibles valores subsistentes que
dichos sujetos tuvieran que reconocer para adoptarlos como principios universales y
necesarios de su conducta. El porqué de esta aparente inversión lógica del argumento se hará
patente enseguida, cuando situemos Teoría de la valoración en su adecuado contexto
histórico-polémico, pero de momento nos servirá para comprender la importancia que, pese a
todo, tienen las cuestiones epistemológicas y metafísicas que rodean el debate en torno a los
valores y que resultan imprescindibles para clarificar las distintas posiciones, singularmente la
del propio Dewey.
1
John Dewey, “Teaching Ethics in the High School” (1893), EW, 4, 56 —siguiendo la norma establecida, en las
referencias remitimos a la serie (EW, MW, LW), volumen y página de la edición canónica de Dewey; véase, al
final de esta INTRODUCCIÓN, la “Nota a la presente edición”. Como se comprueba por la fecha de este escrito, se
trata de una idea muy temprana, que Dewey nunca abandonó en sus ulteriores y numerosas discusiones de este
problema.
Es una estrategia retórica frecuente, y por lo común persuasiva, la de construir un
esquema bipolar respecto de un tema cualquiera para, a continuación, hacer aparecer la tesis
que uno se propone defender como el elemento que viene, justamente, a terciar en la cuestión.
Con ello se consigue subrayar tanto la novedad de la idea que se está introduciendo como su
carácter de mediadora entre las otras dos, que de este modo quedan bajo sospecha de ser
desmedidas o parciales en su enfoque. Según acabamos de ver, en el esquema que
proporciona Dewey respecto de la teoría de la valoración esos dos polos vienen representados
por el emotivismo (“los así llamados ‘valores’ no son más que calificativos emocionales o
simples exclamaciones”) y el objetivismo (“hay valores racionales, predeterminados de forma
a priori y necesaria, que son los principios de los que depende la validez del arte, la ciencia y
la moral”). 2 Ahora bien, en esta dicotomía se combinan dos ejes. El primero de ellos es
epistemológico y tiene que ver con la aplicabilidad de los conceptos de “verdadero” y “falso”
a los juicios o proposiciones que enuncian un valor. Para el objetivismo es perfectamente
aceptable, y aun inevitable, hablar de la verdad o falsedad de un juicio valorativo, en función
de si traduce o no adecuadamente el correspondiente “valor objetivo” que la razón
previamente habría aprehendido. Por el contrario, el emotivismo considera que tales
conceptos no resultan aplicables, justamente porque no hay una “materia objetiva” respecto de
la cual las proposiciones en cuestión pudieran ser verdaderas o falsas; tales proposiciones se
limitan a exteriorizar ciertos estados subjetivos del individuo, y en esa medida todo lo que
cabría decir de ellas es que pueden ser sinceras o insinceras. Desde el eje epistemológico,
pues, los dos polos del esquema (objetivismo vs. emotivismo) podrían designarse con los
nombres de “cognitivismo” y “no-cognitivismo”, respectivamente.
2
John Dewey, Teoría de la valoración [en adelante TV], LW, 13, 189.
3
Tipificamos el emotivismo como “naturalista” en el sentido preciso que hemos indicado, esto es, en tanto que
no reconoce más entidades y cualidades que las “naturales”. Pero este naturalismo ontológico no se corresponde
necesariamente con la tesis meta-ética del mismo nombre, el naturalismo ético, que afirma que las propiedades
morales son descripciones encubiertas de propiedades naturales. El naturalista ético se adhiere al naturalismo
ontológico, pero la inversa no siempre es cierta, como ilustra el propio emotivismo con su reducción de los
términos morales a una función puramente expresiva, no descriptiva. Dewey, en cambio, sería un ejemplo del
primer caso; de ahí la alusión que hacemos en el siguiente párrafo a la radicalidad de su compromiso con un
naturalismo sin cualificaciones.
una teoría, por tanto, para la que los juicios valorativos pueden y deben estar sometidos a
criterios de verificación, siendo al mismo tiempo dichos criterios los de la verificación
empírica usual, y no algún otro relacionado con misteriosas “intuiciones de valor”.
Esto puede dar la impresión de que Dewey se sitúa en una posición equidistante
respecto del emotivismo y el objetivismo, apartándose de uno de ellos en el eje
epistemológico y del otro en el metafísico; y es verdad que, en los términos analíticos o
“taxonómicos” que venimos empleando hasta aquí, tal impresión sería bastante acertada.
Ahora bien, la perspectiva cambia si nos movemos desde esa taxonomía abstracta hacia las
actitudes de fondo, filosóficas y de otro tipo, en que las diferentes opciones se encarnaban por
aquel entonces. O, dicho de otra forma, la posición respecto de esos dos ejes que hemos
distinguido no tiene el mismo peso cuando se toman en consideración implicaciones más
amplias. En este sentido, el compromiso de Dewey con el naturalismo filosófico se incardina
de tal forma en las bases de su pensamiento que, por fuerza, había de decantarlo hacia el
repudio más firme de las tesis objetivistas, en la medida en que éstas entroncaban con una
tradición de corte especulativo, anti-empírico y anti-científico. Por tanto, la distancia de
Dewey respecto del objetivismo traducía una confrontación radical y, en último término, una
lejanía verdaderamente insalvable, con postulados mucho más generales sobre el método de la
filosofía, su relación con las ciencias e, incluso, sobre el papel de una y otras en relación con
la cultura.
Hablando muy generalmente, los autores involucrados son parte del movimiento empírico
moderno. Todos ellos coinciden en que la filosofía es en algún sentido una disciplina crítica, que se
ocupa del significado, y que el significado está conectado de alguna forma con la verificación. Sienten
un enorme respeto por los hechos en contraposición a los principios a priori, y opinan que el
significado y el conocimiento deben ser controlados por la observación; que el conocimiento nunca es
verdadero en el sentido de ser final y absoluto, sino siempre probable, capaz de avanzar, y abierto a
rectificación a la luz de ulteriores observaciones.4
A continuación, enumeraban las coincidencias entre ambas escuelas —que los autores
del artículo juzgaban mucho más significativas que las discrepancias— específicamente en
relación con la teoría de la valoración, y que se resumirían en:5 1) una misma concepción de
los valores en términos de intereses referidos a la experiencia humana, y no en términos de
“objetos” independientes de ésta; 2) un mismo rechazo de supuestos valores finales y
absolutos sustentados en proposiciones metafísicas de cualquier tipo; 3) la tesis de que los
4
Stanley Cavell y Alexander Sesonske, “Logical Empiricism and Pragmatism in Ethics”, The Journal of
Philosophy, vol. 48, nº 1 (4 de enero de 1951), pp. 5-17; p. 6.
5
Véase ibíd., pp. 6-7.
juicios de valor tienen una función prescriptiva —esto es, apelan a la conducta y se relacionan
de alguna manera estrecha con las emociones—, y no meramente descriptiva o predictiva; 4)
la idea de que los conflictos morales no sólo involucran el conocimiento de los hechos
relevantes para la acción, sino también las disposiciones —actitudes o hábitos— arraigadas en
la personalidad del agente y en las que el componente afectivo desempeña un papel
importante; y 5) la consiguiente admisión de que las asignaciones de valor entrañan una
elección, si bien ésta descansa en el conocimiento disponible de los hechos del caso. De estos
cinco puntos, los dos primeros sintetizan la profesión de fe empirista y el rechazo del
objetivismo apriorista que emparentaban a Dewey con los filósofos positivistas, y que hacían
que se reconocieran mutuamente como aliados naturales en el combate contra “los
metafísicos”. Los otros tres, en cambio, definen más bien el campo de juego en el que se
dirimirá su controversia, en función de los variados matices y delicados equilibrios que esas
afirmaciones genéricas admiten. En efecto, el modo en que se concrete la función prescriptiva
de los términos de valor en relación con el análisis de su significado, o la relación precisa que
quepa establecer entre los hechos y las disposiciones, o el grado de determinación sobre las
elecciones valorativas que se pueda llegar a atribuir al conocimiento fáctico, abocarán a
conclusiones bien diferentes respecto de una teoría general de la valoración. En particular,
resultarán decisivos a la hora de establecer el importe cognitivo de los juicios de valor y, por
consiguiente, la posibilidad de someter la discusión sobre valores a pautas racionales de
argumentación.
Y es en este punto precisamente, como nuestra taxonomía analítica nos permitió ver,
donde se localizará la oposición entre la teoría emotivista de los valores y la deweyana. En la
introducción a su célebre antología sobre el positivismo lógico, el inglés Alfred J. Ayer
señalaba como afirmación central del emotivismo la de que, en los juicios de valor, las
normas de la argumentación lógica y científica no son aplicables:
En realidad, la teoría solamente explora las consecuencias de un aspecto de la lógica [...] que
ya Hume había señalado: que los enunciados normativos no pueden derivarse de los enunciados
descriptivos o, como dice Hume, que el ‘deber’ no se infiere del ‘ser’. Afirmar que los juicios morales
no son juicios fácticos no es decir que no tengan importancia o que no se pueda aducir argumentos en
su favor, sino que esos argumentos no operarán como los argumentos lógicos o científicos.6
Pues bien, puede decirse que el objetivo central de Dewey en Teoría de la valoración,
y la idea que vertebra todo el ensayo, es establecer la validez de los procedimientos
heurísticos y argumentativos propios de la ciencia y de la lógica en la formación de nuestros
juicios de valor. De ahí la importancia que para él tenía denunciar las insuficiencias del
análisis emotivista, para, de esta forma, restituir la temática de los valores al ámbito del
conocimiento empírico y de la investigación guiada por la observación y el razonamiento; un
ámbito al que, como pragmatistas y positivistas coincidían en afirmar, debe ser posible
reconducir cualquier problema cuando es significativo o tiene un importe real.
6
Alfred J. Ayer (comp.), El positivismo lógico (1959).Traducción de L. Aldama, U. Frisch, C. N. Molina, F. M.
Torner y R. Ruiz Harrel. Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1981; “Introducción del compilador”, p. 28.
la filosofía —si lo medimos en términos de la proporción entre sus escritos inéditos y los que
llegaron a ver la luz en vida del autor, y aun después—, su propuesta de una “máxima”
destinada a limpiar la filosofía de nociones oscuras e inservibles 7 no llegó a trascender el
pequeño círculo de amigos que se reunían en el hoy famoso Club Metafísico 8 a discutir
cuestiones de ciencia desde un punto de vista filosófico. Uno de aquellos amigos era el
psicólogo William James, quien casi treinta años después, ya en los albores del siglo XX, hará
un muy personal uso de la idea de Peirce 9 para alumbrar una perspectiva filosófica original y
heterodoxa, mezcla de empirismo teórico y valores románticos, que sintonizó admirablemente
bien con las encrucijadas espirituales de la época.10 Con James el pragmatismo salta a Europa,
donde será discutido con apasionamiento por todos los grandes filósofos del momento. En las
décadas de 1910 y 1920 es una de las corrientes en boga, tanto por el número de sus
partidarios como por el de sus detractores. Es en esos años cuando irrumpe la figura de John
Dewey, que marca una época en el mundo intelectual de los Estados Unidos y desarrolla el
pragmatismo en las más variadas direcciones, sobre todo en la línea de la ética, la teoría de la
educación y la filosofía social y política. En España se traduce a James y a Dewey, y figuras
de la talla de Unamuno, Machado o Eugenio D’Ors se interesan vivamente por él; 11 algo
parecido sucede en Italia e Inglaterra.
No obstante, los años 30 asisten a uno de esos episodios en que la historia política
condiciona de manera directa la de las ideas: el ascenso del nazismo provoca una fuga de
cerebros en Centroeuropa que lleva a los principales miembros del Círculo de Viena (padres
del positivismo lógico) a emigrar a Estados Unidos, donde un notable discípulo de Peirce y
Dewey, Charles Morris, se moviliza para conseguirles puestos en las principales
universidades, incluida la suya propia de Chicago (donde recalará inicialmente Rudolf Carnap,
el filósofo más destacado del grupo). Si en un primer momento positivistas lógicos y
pragmatistas simpatizan y comparten muchos de sus puntos de vista —coinciden en un mismo
perfil de intelectuales progresistas convencidos de la importancia del método científico como
clave para la educación de las masas, el progreso social y la racionalización de la política—,12
7
La “máxima pragmática”, que hacía equivaler el contenido pensable de un concepto a los efectos prácticos que
atribuimos a lo pensado en él. Véase, entre otras formulaciones que Peirce hizo de ella, la que figura en “Cómo
esclarecer nuestras ideas”, en Charles S. Peirce, El hombre, un signo (el pragmatismo de Peirce). Edición de
José Vericat. Barcelona, Crítica, 1988, pp. 200-223; p. 210.
8
Debido sobre todo a la reciente monografía de Louis Menand, The Metaphysical Club (2001), galardonada con
el Premio Pulitzer [hay traducción castellana de A. Bonnano: El club de los metafísicos, Madrid, Destino, 2002].
9
En una serie de conferencias multitudinarias pronunciadas entre 1906 y 1907, y cuya inmediata publicación en
forma de libro causó notable impacto en el panorama intelectual del momento. De las varias ediciones en
castellano, la mejor y más reciente es: William James, Pragmatismo: un nuevo nombre para viejas formas de
pensar. Edición de Ramón del Castillo. Madrid, Alianza Ed., 2000.
10
Se encontrará un excelente retrato de la filosofía y de la personalidad de James (y, lo que es más importante,
de cómo se imbricaban la una con la otra) en el magnífico prólogo de Ramón del Castillo a la edición de
Pragmatismo citada en la nota anterior (pp. 7-38).
11
En cuanto a Peirce, su carácter de filósofo en buena medida “inédito”, unido a la propia complejidad de su
pensamiento y a la posición académicamente marginal que ocupó durante la mayor parte de su vida, lo hicieron
pasar prácticamente desapercibido en la historia de la filosofía inmediatamente posterior. Con el tiempo, sus
trabajos en lógica y semiótica empezarían a ser reconocidos como revolucionarios, a la vez que se iniciaba una
lenta pero sostenida recuperación de su legado, que alcanza hasta hoy. Concretamente sobre la recepción de
Peirce en España, acaba de aparecer un exhaustivo estudio histórico que incluye también una completa
bibliografía comentada de los escritos sobre Peirce en castellano: Jaime Nubiola y Fernando Zalamea, Peirce y el
mundo hispánico: lo que C. S. Peirce dijo sobre España y lo que el mundo hispánico ha dicho sobre Peirce.
Pamplona, EUNSA, 2006.
12
El “Movimiento por la Unidad de la Ciencia” de los positivistas —cuyo manifiesto oficioso, “La concepción
científica del mundo: el Círculo de Viena”, vio la luz en 1929 con la firma de Otto Neurath, Rudolf Carnap y
Hans Hahn— era un programa orientado a influir en el diseño de políticas y de instituciones más eficaces a la
hora de resolver los distintos problemas sociales, guiado por la convicción de que los hábitos cooperativos,
al término de la II Guerra Mundial, y con el comienzo de la guerra fría, las cosas iban a
cambiar de manera radical. El positivismo evoluciona rápidamente hacia un tipo de filosofía
sofisticada, centrada casi exclusivamente en áridas cuestiones de lógica y semántica, y se hace
con la hegemonía en el mundo académico, marcando al mismo tiempo la pauta de la corriente
“analítica” que dominará desde entonces el pensamiento en lengua inglesa.13 En ese viaje, el
pragmatismo se queda por el camino y prácticamente desaparece del panorama. Durante años,
las obras de Peirce, James y Dewey acumulan polvo en los estantes y no tienen peso alguno
en los debates.
Mas, cuando parecería que el pragmatismo iba a quedar como uno de tantos
movimientos superados por la historia, hete aquí que es la propia escuela analítica la que
desentierra su cadáver, siquiera sea parcialmente. El pionero a este respecto es Willard v. O.
Quine, quien cierra ese artículo capital para la inflexión de la filosofía analítica que fue “Dos
dogmas del empirismo” (1953) con una apelación expresa a “un pragmatismo más completo”
que el de Carnap y C. I. Lewis. 14 La revisión que a partir de ese momento van a sufrir
nociones centrales al paradigma analítico como las de “significado”, “contenido empírico”,
“verdadero-en-L”, “hecho-valor”, “dato-interpretación” etc., a manos del propio Quine,
Nelson Goodman, Wilfrid Sellars, Hilary Putnam, Donald Davidson y otros, invocará con
frecuencia un cierto espíritu pragmatista en su inspiración.15 Paralelamente, los póstumos del
“segundo Wittgenstein”, desde las Investigaciones filosóficas (1958) hasta Sobre la certeza
(1969), parecen también entroncar en alguna medida con intuiciones de corte pragmático.
Finalmente, será Richard Rorty, a partir de La filosofía y el espejo de la naturaleza (1979),
quien recoja todos esos hilos, los trence hábilmente con unas cuantas dosis de filosofía
“continental” y decrete la muerte de la filosofía analítica, que vendría a ser sustituida en el
futuro por un modo “post-filosófico” de pensar que ya habría sido entrevisto con medio siglo
de antelación por Dewey. A partir de ese momento, hablar de “neo-pragmatismo” empieza a
hacerse habitual, y en los programas de filosofía contemporánea de las universidades los
nombres de Peirce, James y Dewey se rescatan del olvido.
intersubjetivos y antidogmáticos que caracterizan el modo de proceder científico debían repercutir en todas las
esferas de la vida comunitaria. Encabezado sucesivamente por Otto Neurath, Rudolf Carnap, Philipp Frank y
Charles Morris, su desarrollo estuvo puntuado por una serie de siete Congresos Internacionales por la Unidad de
la Ciencia: Praga (1934), París (1935), Copenhague (1936), París (1937), Cambridge-Inglaterra (1938),
Cambridge-Massachussets (1939) y Chicago (1941). “Unificar el lenguaje de las ciencias” no era meramente un
reto intelectual para filósofos de gabinete, sino el compromiso de integrar los conocimientos adquiridos por los
investigadores en una verdadera cultura científica que, trasladada a la sociedad mediante la educación universal,
revirtiera por sí sola en la cultura humanística, en vez de permanecer atomizada en especialidades y desactivada
como actor social colectivo. En muchos aspectos, esto no podía estar más cerca de lo que propugnaba el propio
Dewey.
13
Abundando en la referencia anterior a las interacciones entre historia de la filosofía y realidad política, es
difícil encontrar mejor ilustración del fenómeno que la “intrahistoria”, si puede llamarse así, de esta rápida
conversión del positivismo lógico desde un movimiento con una marcada conciencia social hacia una corriente
estrictamente académica interesada sólo en escalar “las heladas laderas de la lógica”. Tomamos esta última
expresión del subtítulo del libro de George A. Reisch, How the Cold War Transformed Philosophy of Science:
To the Icy Slopes of Logic (Nueva York, Cambridge University Press, 2005), un excelente estudio de los
entresijos políticos e ideológicos de dicha transformación.
14
Willard v. O. Quine, “Dos dogmas del empirismo”, en Desde un punto de vista lógico. Traducción de Manuel
Sacristán. Barcelona, Ariel, 1962; p. 81.
15
Todos los filósofos citados tuvieron conexión con el Departamento de Filosofía de la Universidad de Harvard,
en el que William James había dejado una profunda huella, y recibieron allí la influencia de C. I. Lewis (1883-
1964), el pensador norteamericano más destacado de su generación y figura clave en la adaptación del
pragmatismo clásico a las formas y métodos de la filosofía analítica. Sus dos obras más importantes son Mind
and the World Order: Outline of a Theory of Knowledge (1929) y An Analysis of Knowledge and Valuation
(1946).
En su sinuosa trayectoria, pues, hay un breve lapso durante el cual el pragmatismo
converge con el positivismo y mantiene con él una relación más que fluida. Justamente en ese
punto de convergencia se sitúa el ensayo de Dewey Teoría de la valoración, de 1939. Se trata
de la segunda de las dos contribuciones que Dewey escribió para la Enciclopedia
Internacional de la Ciencia Unificada, el ambicioso proyecto editorial del Círculo de Viena.16
La pieza aborda el tema que habría de constituirse en principal escollo para una correcta
armonización entre los postulados del pragmatismo y del positivismo. La anécdota de cómo el
enérgico Neurath logró reclutar para las filas de su Movimiento a un renuente John Dewey
resulta iluminadora a estos efectos:
Según dijo Morris en una ocasión, Neurath “estaba acostumbrado a que sus ideas salieran
adelante”, y quería que Dewey se involucrara en el proyecto de la enciclopedia. Si en 1935 éste aún se
estaba resistiendo activamente, lo cierto es que pronto Neurath terminaría por imponerse. Después de
entrevistarse con Neurath en Nueva York, Dewey accedió a colaborar en la primera monografía de la
Enciclopedia y a integrarse en su Comité oficial de consejeros. Un relato sostiene que Neurath logró
la participación de Dewey acudiendo a su casa de Morningside Heights para declarar: “juro que no
creemos en las proposiciones atómicas”. Abraham Edel, que estuvo presente, recuerda que Neurath
declaró algo diferente: que “le interesaban los valores, pero pensaba que no había nada que decir sobre
ellos salvo que los tenemos”.17
La versión apócrifa del encuentro y la acreditada por uno de sus testigos apuntan desde
direcciones distintas a uno y el mismo problema de fondo: la articulación de la problemática
sociopolítica, y de un discurso cargado de elementos valorativos, con los presupuestos de una
“filosofía científica”. En el caso del positivismo, ambos aspectos debían permanecer
nítidamente separados: una cosa eran los hechos y otra bien distinta los valores. Los primeros
podían ser elucidados con los métodos de la ciencia, los segundos no. Los juicios de valor —
como, por ejemplo, que la ciencia y su método tienen una importante función social y cultural
que cumplir— no pueden ser objeto de escrutinio científico ellos mismos, de modo que poco
puede hacer la filosofía al respecto salvo confiar en los efectos liberadores de una crítica
sistemática de los “sinsentidos” metafísicos. Para el pragmatismo, en cambio, una “ciencia de
hechos”, reductible en último término a una suma de proposiciones atómicas ensartadas
mediante conectivas lógicas, difícilmente podría servir de guía para los asuntos humanos ni
arrogarse semejante papel en la vida del individuo y de la sociedad. La proscrita transición del
“ser” al “deber ser” necesitaba hallar algún camino por el que abrirse paso si es que el
mensaje político que se intentaba promover quería ser coherente con sus propios presupuestos.
Como apunta Dewey al final de Teoría de la valoración:
Hoy por hoy, la mayor brecha en el conocimiento es la que existe entre materias humanísticas
y no humanísticas. La quiebra desaparecerá, la brecha se cerrará, y la ciencia se mostrará como una
unidad de hecho operante y no meramente pensada, cuando las conclusiones de la ciencia no
humanística e impersonal se empleen para guiar el curso de la conducta distintivamente humana [...].
La ciencia no es sólo un valor (ya que expresa el cumplimiento de un deseo y un interés humano
16
“Theory of Valuation”, International Encyclopedia of Unified Science, vol. 2, nº 4, Chicago, University of
Chicago Press, 1939 (LW, 13, 189-251). La primera contribución de Dewey, a la que enseguida nos referiremos,
había aparecido el año anterior en el primer número del primer volumen, junto con trabajos de Neurath, Niels
Bohr, Bertrand Russell, Carnap y Morris. De la Enciclopedia llegaron a aparecer veinte volúmenes, el último en
1970. Otros órganos de expresión del Movimiento por la Unidad de la Ciencia fueron la revista Erkenntnis —
publicada desde 1930 hasta 1939, pervivió luego durante un breve período en su prolongación inglesa, el Journal
of Unified Science— y, ocasionalmente, las colaboraciones en las revistas Philosophy of Science y Synthese.
17
G. A. Reisch, ob. cit., pp. 84-85. El testimonio de Edel procede de una comunicación personal a Reisch.
especial), sino que constituye el medio supremo para determinar válidamente todas las valoraciones
que se producen en todos los aspectos de la vida humana y social.18
Si la zona de fricción era clara, no lo era menos la conciencia de que merecía la pena
intentar engrasarla con vistas a formar un frente común ante la pujanza de las filosofías “anti-
modernas” y “anti-científicas”, con sus correspondientes implicaciones ideológicas. Al menos
en el caso de Dewey, ése fue sin lugar a dudas el motivo que lo llevó a superar sus iniciales
reticencias y ceder a los avances de Neurath. Sus dos trabajos para la Enciclopedia reflejan
claramente esta situación. El primero, La unidad de la ciencia como problema social, 19
sostenía la tesis de que, si la defensa y promoción de la ciencia constituye un problema social
de primera importancia, es porque su principal enemiga no es la ignorancia, sino “la
influencia del prejuicio, el dogma, el interés de clase, la autoridad externa, los sentimientos
racistas y nacionalistas, y otros poderes similares”.20 Es decir, los poderes que en sí mismos
son fuente de los peores males sociales, son al mismo tiempo los que más tendrían que perder
con una extensión de los hábitos científicos de pensamiento, lo cual constituye el mejor
argumento para favorecer esos hábitos. Esto deja ver a las claras que la verdadera batalla no
se estaba librando en el mundo de las ideas (combatir la ignorancia), sino en la arena social
(combatir la injusticia).
3. Hechos y emociones
Así pues, tanto por las circunstancias de su redacción como por sus objetivos
dialécticos, Teoría de la valoración debe leerse sobre el trasfondo de este problemático
diálogo con el positivismo y, en especial, con su corolario ético emotivista. Como señalaba
Alfred Ayer en un pasaje citado antes, las fuentes del emotivismo se remontan a lo que Max
Black denominó “la guillotina de Hume”: el paso desde un conjunto cualquiera de premisas
fácticas (“es”) a una “nueva relación” de carácter normativo (“debe ser”)21 no se produce
nunca sobre bases lógicas, esto es, por mediación del entendimiento, sino que es más bien el
18
TV, LW, 13, 251.
19
“Unity of Science as a Social Problem” (LW, 13, 271-280).
20
Ibíd., p. 274.
21
David Hume, A Treatise of Human Nature. L. A. Selby-Bigge y P. H. Nidditch. Oxford, Oxford University
Press, 1978; III, 1, I, pp. 469-470 [Tratado de la naturaleza humana. Edición de Félix Duque. Madrid, Tecnos,
2005].
sentimiento de aprobación o censura, “debido a la particular estructura y constitución de
[nuestra] mente”, el responsable de ese movimiento y, por ende, la fuente última de la
moral. 22 Siendo así, no hay nada que la tipificación moral de un hecho añada a nuestro
conocimiento de éste, ninguna circunstancia o conexión nueva que se sume a lo que el hecho
es de por sí. El juicio moral se limita a dar salida a la respuesta emocional que tal hecho
suscita en quien lo contempla, en virtud de una reacción psicológica, no reflexiva, inscrita en
su constitución natural.23
Subyace aquí un esquema ontológico que, andando el tiempo, hallará su expresión más
descarnada en ese mundo como “totalidad de los hechos”, o que “se descompone en hechos”,
del que habla Wittgenstein en el Tractatus, libro que con tanto fervor se leerá en las reuniones
del Círculo de Viena: “en el mundo todo es como es y todo sucede como sucede; en él no hay
valor alguno, y si lo hubiera carecería de valor”; “por eso tampoco puede haber proposiciones
éticas”.24 No obstante, tampoco el objetivismo, pese a conceder un estatuto ontológico propio
a los valores, admitía que éstos pudieran establecer relaciones lógicas con las entidades
naturales; precisamente su especificidad ontológica exigía que no fueran reductibles a una
suma cualquiera de descripciones fácticas. Así, por ejemplo, G. E. Moore había afirmado que
“las proposiciones sobre lo bueno son todas ellas sintéticas y nunca analíticas”,25 lo cual venía
a querer decir dos cosas: 1) que la propiedad “ser bueno” es simple, inanalizable, y 2) que su
co-presencia junto con otras propiedades en el mismo objeto es siempre un hecho
contingente. 26 Sobre esta base, bautizó como “falacia naturalista” la identificación de esa
propiedad simple e indefinible con cualesquiera otras (“ser deseado”, “ser placentero”, etc.).27
22
David Hume, Investigación sobre los principios de la moral, Apéndice I (“Sobre el sentimiento moral”).
Edición de Gerardo López Sastre. Madrid, Espasa Calpe, 1991; págs. 160-161. Aun cuando para Hume la moral
debe apoyarse en una “ciencia del hombre”, las leyes de ésta última no constituyen de por sí juicios morales,
pues el que los hombres experimenten por lo común determinados sentimientos placenteros o displacenteros ante
las acciones propias y de otros es una “cuestión de hecho”, no un juicio de valor.
23
“En las disquisiciones del entendimiento inferimos algo nuevo y desconocido a partir de circunstancias y
relaciones conocidas. En las decisiones morales todas las circunstancias y relaciones deben ser previamente
conocidas; y la mente, a partir de la contemplación del conjunto, siente alguna nueva impresión de afecto o de
disgusto, de estima o de desprecio, de aprobación o de censura”. Ibíd., pp. 163-164.
24
Ludwig Wittgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus (1922). Edición de Jacobo Muñoz e Isidoro Reguera.
Madrid, Alianza Ed., 1987. Los entrecomillados corresponden, respectivamente, a los números 1.1, 1.2, 6.41 y
6.42.
25
G. E. Moore, Principia Ethica (1903). Londres, Cambridge University Press, 1980; §7, p. 7 [Principia ethica.
Traducción de Adolfo García Díaz. México, UNAM / Centro de Estudios Filosóficos, 1983].
26
También para Wittgenstein “los estados de cosas son independientes unos de otros”, y “del darse o no darse
efectivos de un estado de cosas no puede deducirse el darse o no darse efectivos de otro” (Tractatus, 2.061 y
2.062). Este común atomismo tiene su razón de ser en la crítica del monismo idealista y su doctrina de las
“relaciones internas” que por esos años (principios del siglo XX) abanderaba Bertrand Russell, filósofo con el
que se asociaron tanto Wittgenstein como Moore. Resulta un punto irónico que fueran estas disquisiciones
metafísicas las que estuvieran en el origen de la filosofía analítica, tan poco amiga de ellas.
27
Con todo, Moore estaba diciendo algo sustancialmente distinto de lo que decía Hume, pues él sostenía que la
bondad de un objeto es parte de su descripción (no natural). Tampoco desde el punto de vista lógico la
“guillotina de Hume” y la “falacia naturalista” apuntan a lo mismo: Hume se limitaba a señalar un vacío de
razones (y no un razonamiento falaz) entre la descripción de una cuestión de hecho y su valor moral, por
entender que éste último traducía meramente las emociones naturales humanas. En cuanto a la falacia
denunciada por Moore, lo cierto es que no hay tal, y sí una flagrante petición de principio por parte del propio
Moore —sobre este punto, sigue siendo útil el viejo artículo de William K. Frankena, “La falacia naturalista”
(1939), reeditado en Philippa Foot (comp.), Teorías sobre la ética. Madrid, FCE, 1974—, ya que el naturalista
niega que exista “bueno” como propiedad indefinible. Antes de acusarle de confundir una propiedad no natural
con otras naturales, Moore debería demostrar a satisfacción del naturalista que tal cosa existe. Lejos de ello, más
tarde reconoció su fracaso en este punto: “en los Principia dije y me propuse probar que ‘bueno’ era indefinible
(y creo que muchas veces, aunque quizá no siempre, usé esta palabra para decir lo mismo que con ‘valioso por sí
mismo’). Pero, ciertamente, todas las supuestas pruebas eran falaces. Ninguna de ellas podía probar que ‘valioso
Pero, allí donde el Tractatus apuntaba a la inefabilidad de lo ético,28 los positivistas
reincidirán en el psicologismo de Hume: los términos morales no pertenecen a la función
descriptiva, propiamente simbólica, del lenguaje, pero tampoco rebasan en su intención los
“límites del mundo”; simplemente se agotan en su efecto expresivo y exhortativo. Así es
como quedará recogido de forma canónica este punto en el influyente ensayo de Ogden y
Richards sobre el significado:
[El] uso [ético] de “bueno” es, sugerimos, un uso puramente emotivo. Cuando usamos la
palabra en este sentido no afirmamos nada, y no tiene función simbólica. Así, cuando lo usamos en la
oración “esto es bueno”, simplemente nos referimos a esto, y la adición de “es bueno” no introduce
ninguna diferencia en nuestra referencia. Cuando, por otro lado, decimos “esto es rojo”, la adición de
“es rojo” a “esto” simboliza una extensión de nuestra referencia, a saber, a alguna cosa roja. Pero “es
bueno” no tiene una función simbólica comparable; sirve sólo como un signo emotivo que expresa
nuestra actitud ante esto y, quizás, evoca similares actitudes en otras personas, o las incita a acciones
de una clase u otra.29
Tal como se plantea, el problema pertenece al terreno del análisis semántico, y no hay
duda de que una crítica del emotivismo tendrá que presentar argumentos de esa naturaleza si
es que quiere ser relevante. Pero, según acabamos de ver, el análisis emotivista descansaba a
su vez en ciertas e importantes asunciones ontológicas que podrían ser igualmente
cuestionadas (o, al menos, explicitadas en su condición de tales). Y aunque Dewey no rehuirá
la discusión formal sobre el significado, es característico de su aproximación a los problemas
filosóficos el preguntarse por los factores histórico-culturales que determinan la aparición de
éstos y condicionan los vocabularios en que vienen formulados. Así, en el caso de la
vinculación entre positivismo y emotivismo, señaló expresamente su relación con la
problemática asociada a la revolución científica de los siglos XVII y XVIII.33
por sí mismo’ es indefinible. Pienso que tal vez sea definible: no lo sé. Pero sigo considerando muy probable que
sea indefinible.” G. E. Moore, “¿Es la bondad una cualidad?” (1932), en Defensa del sentido común, y otros
ensayos. Traducción de Carlos Solís. Madrid, Taurus, 1972.
28
“La ética es trascendental” (Wittgenstein, ob. cit., 6.421), en el sentido de que intenta vanamente decir
mediante proposiciones lo que éstas, que sólo pueden “figurar” hechos posibles del mundo, son incapaces de
expresar.
29
C. K. Ogden e I. A. Richards, The Meaning of Meaning. A Study of the Influence of Language upon Thought
and the Science of Symbolism (1923). Londres, Routledge & Kegan Paul, 1960, p.125 [El significado del
significado: una investigación sobre la influencia del lenguaje en el pensamiento y la ciencia simbólica.
Traducción de Eduardo Prieto. Buenos Aires, Paidós, 1964].
30
Alfred J. Ayer, Language, Truth and Logic (1936). Harmondsworth, Penguin Books, 1983 [Lenguaje, verdad
y lógica. Traducción de Marcial Suárez. Barcelona, Planeta-De Agostini, 1994]. Las tesis emotivistas se
presentan en el capítulo 6, “Critique of Ethics and Theology”, del que Dewey tomará algunas citas en el epígrafe
II de Teoría de la valoración.
31
Véase la ya citada “Introducción” a A. J. Ayer (comp.), El positivismo lógico, p. 28.
32
John Dewey, “El objeto de la ética y el lenguaje”, LW, 15, 129. Este texto está incluido como APÉNDICE II de
la presente edición.
33
Al comienzo de Teoría de la valoración vincula, en efecto, la polarización del debate sobre los valores a las
transformaciones conceptuales que dieron lugar a las modernas ciencias. Aunque en ese lugar la idea esté apenas
Dewey se anticipó a las interpretaciones, hoy consolidadas, que sitúan el epicentro de
la revolución científica moderna en ciertas transformaciones profundas, tanto prácticas como
ideológicas, que rebasan el marco del mero cotejo “interno” entre teorías. La historiografía
positivista, precisamente por ser el positivismo (en sentido amplio) una consecuencia directa
de dicha revolución en el plano intelectual, no podía menos que ver en ella el momento
“fundacional” de la Ciencia —o su consagración definitiva tras siglos de avances inconexos y
dubitativos— mediante el feliz descubrimiento de su Método propio. Esta nueva práctica
metodológica habría desvinculado definitivamente los procesos materiales de la idea de
propósito, en lo que se entendía como una liberación de la insidiosa servidumbre hacia la
metafísica de Aristóteles en que hasta ese momento se había movido el estudio de la
naturaleza. Ahora bien, aquella preeminencia de las “causas finales” como mecanismo
explicativo se leía, proyectando sobre el pasado categorías propias, como la atribución
ingenua de disposiciones antropomorfas (intencionales) a lo que en realidad eran sólo
interacciones mecánicas, y no como parte de un esquema metafísico alternativo que no
trazaba división apriorística alguna entre lo “intencional” y lo “mecánico”, o entre lo humano
y lo no-humano. Desde ese esquema proto-naturalista, si cabe llamarlo así, tanto lo animado
como lo inanimado podían comportarse a veces —si bien excepcionalmente— de manera
desordenada y caprichosa, y otras veces —las que se pueden reducir a explicación, a
“teoría”— de acuerdo con ciertas pautas que tienden a conformar un orden inteligible.34 En el
caso de las acciones humanas, dichas pautas se traducían en principios prácticos (ético-
políticos, sociales), y en el caso de las demás cosas en principios físicos; pero la analogía
entre ellos resultaba evidente, en tanto que identificaban la “naturaleza” de cada sustancia —y,
por ende, lo que de ellas había que conocer— con un cierto régimen “normativo” que le era
propio.
esbozada, se trata de un tópico que se repite a menudo en su obra, lo que permite enhebrar el argumento que aquí
ofrecemos a título de reconstrucción.
34
A este respecto, es destacable la minuciosidad analítica que Aristóteles exhibe al distinguir entre téchne,
phýsis, týche y autómaton en su discusión de la causalidad; véase Física, II, 4 (y Metafísica, 1070a5).
35
Al ser la dicotomía conceptual “hecho-valor” de factura relativamente reciente, por fuerza también ha de serlo
la noción de “hecho” qua distinta de la de “valor”. La ciencia premoderna no describía hechos para establecer las
leyes que los correlacionan, sino que clasificaba sustancias para descubrir los principios que gobiernan su
comportamiento. Precisamente, lo que caracterizaba a las sustancias era que hacían cosas; eran, cada una a su
manera, un tipo de “agente” (si bien, claro está, tampoco los agentes eran otra cosa que sustancias), y la meta del
conocimiento consistía en llegar a entender el régimen que regulaba todas esas “acciones”: la acción de caer de
la piedra, la acción de girar de la estrella, la acción de latir del corazón, o la acción de entender del propio
científico. Todos estos “hechos” realizaban al mismo tiempo “valores” (satisfacían fines, perseguían metas), de
ahí que no hubiera posibilidad de contraponer unos a otros ni necesidad de conceptualizarlos por separado.
36
El pensamiento antiguo ya tuvo conciencia de esta aporía. La metafísica atomista, alternativa a la aristotélica,
prefiguraba ese mundo de ciegos “hechos” al describir los fenómenos como el resultado del movimiento azaroso
de los átomos, a lo que Sexto Empírico comenta: “de hecho, si Epicuro pone el fin en el placer y afirma que el
alma —puesto que también todo— está compuesta de átomos, resulta inconcebible decir cómo es posible que en
un montón de átomos surja el placer y el acuerdo o juicio de que tal cosa es elegible y buena y tal otra es vitanda
causal de los hechos y cuya relación con ésta se vuelve un problema simultáneamente
epistemológico —qué método debe usarse en una “ciencia del hombre y de la sociedad” (o,
por usar la terminología de la época, en la Filosofía Moral)— y metafísico —qué ontología
permitiría articular ambos órdenes.
Esto había de plantear un problema serio a quienes, como los positivistas, no sólo
adoptaban la “ciencia de hechos” (la ciencia “natural”, idealmente la física) como paradigma
epistemológico, sino que limitaban igualmente su ontología a un “mundo de hechos”. Había
que volver a introducir de alguna forma el dato de que los agentes tienen preferencias en un
cuadro del que en principio había quedado excluido, por estar dicho cuadro articulado en
“hechos” que ahora valen todos lo mismo, dado que en el mundo “todo es como es y todo
sucede como sucede”. La solución vendría de la mano de la psicología (como vimos, la
proporcionaban ya confeccionada Hume y toda la escuela de psicólogos empiristas del XVIII):
lo que media entre esos dos hechos que la acción enlaza, lo que convierte a uno de ellos en el
hecho preferido, o “fin”, y da curso al otro como “medio”, es a su vez otro conjunto de hechos
llamados “sentimientos” o “emociones”. De esta manera las acciones quedaban reabsorbidas
en el “mundo de los hechos” al describirse como meros efectos de las emociones, que son
ellas mismas hechos también.38
Tal es, en líneas generales, la razón de ser del emotivismo como parte del nuevo
diseño metafísico que la ciencia moderna alumbra, con la noción de “hecho” —en tanto que
y mala” (Esbozos pirrónicos, III, xxiii y xxiv, 187. Usamos la traducción de Antonio Gallego Cao y Teresa
Muñoz Diego. Madrid, Gredos, 1993).
37
Usar el sustantivo “valor” parece comprometernos necesariamente con algún tipo de entidad, pero esto es sólo
una trampa lingüística (y bastante ingenua además). En Teoría de la valoración (LW, 13, 194), Dewey señalará
precisamente que la cuestión de si la forma sustantivada tiene o no prioridad conceptual sobre la verbal (que en
inglés coinciden, ya que “value” puede usarse indistintamente como verbo y como sustantivo) es filosóficamente
decisiva. Así, se puede pensar que los valores son entidades, en cuyo caso el verbo “valorar” (derivado de ese
sustantivo) mencionaría un cierto acto de aprehensión; o se puede pensar que lo que existe primariamente es la
acción de valorar, en cuyo caso el sustantivo “valor” (derivado de ese verbo) mencionaría el objeto de una cierta
actividad. En este segundo sentido, que algo sea “un valor” no lo caracteriza ontológicamente (o “en cuanto a su
existencia primaria”, como dice Dewey), sino en relación con una actividad nuestra, como cuando decimos de
una botella vacía sobre la que estamos practicando el tiro que es “un blanco”. Así pues, la morfología de la
palabra es en sí misma inocua, pese a lo cual (y también precisamente por ello) Dewey aceptó la sugerencia de
los editores de la Enciclopedia para cambiar el título original de su ensayo, “Teoría de los valores”, por el de
“Teoría de la valoración”.
38
En este sentido, el emotivismo no es una forma de reduccionismo materialista (que es la otra opción abierta
para el positivista), ya que en principio pretende ser compatible con la representación que nos hacemos de
nuestras acciones.
contrapuesta a “valor”— como categoría fundamental. Cuando más adelante se reemplace el
estudio de “la particular estructura y configuración de la mente”, al que se consagraron Hume
y los viejos empiristas clásicos, por el de la particular estructura y configuración del lenguaje,
practicado por los positivistas o empiristas lógicos, la divisoria ya trazada entre cuestiones
empíricas y morales, entre hechos y valores, permanecerá inalterable, y aun se reforzará con
un blindaje semántico. Allí donde antes se decía —por repetir el ejemplo de Hume—39 que el
conocimiento del hecho de que Nerón mató a Agripina y su valoración como un crimen
proceden de facultades mentales independientes la una de la otra (el entendimiento y el
sentido moral, respectivamente), ahora se dirá que los correspondientes enunciados operan en
niveles de significado no menos independientes entre sí. El término “malo” aplicado al
parricidio de Nerón no describe ningún rasgo empírico del suceso, sino que se limita a dejar
constancia de la actitud del propio hablante hacia él en virtud del significado emotivo de esa
palabra.
4. “Significado emotivo”
39
Véase el Apéndice I a la Investigación sobre los principios de la moral, antes citado.
40
Charles L. Stevenson, Ethics and Language. New Haven, Yale University Press, 1944; citaremos esta obra por
la traducción de E. A. Rabossi: Ética y lenguaje, Barcelona, Paidós, 1984.
41
Esta impronta wittgensteiniana ya marcaba un trabajo anterior de Stevenson, también muy influyente en su
momento: el ensayo “Persuasive Definitions”, aparecido en la revista Mind en 1938.
fundir de alguna manera las tradiciones representadas de uno y otro lado. 42 También es
significativo que Cavell y Sesonske, en el artículo que citábamos más atrás, interpretaran la
reelaboración del emotivismo por parte de Stevenson como resultado en parte de su lectura de
Dewey, lo que permitiría ser optimista respecto a la posibilidad de reconciliar ambas
tradiciones. 43 Quizá sea cierto, como quieren estos autores, que las discrepancias entre la
perspectiva pragmatista y la positivista tuvieran su origen en una diferente selección del
objeto de sus respectivos análisis, que de esta forma resultarían ser más bien complementarios
que incompatibles. Pero, en tal caso, habrá que preguntarse qué razones filosóficas de fondo
operaron en esa decisión inicial, y qué consecuencias se siguieron.
Por todo ello, cabe pensar que la confrontación del punto de vista de Dewey con las
opiniones de Stevenson arroje una luz suplementaria sobre el alcance de las cuestiones que en
este debate general en torno a la valoración se estaban ventilando. Nada mejor, entonces, que
ofrecer al lector de Teoría de la valoración el “diálogo” que Stevenson y Dewey mantuvieron
más tarde a través de los dos textos que se incluyen como APÉNDICES de la presente edición.
El primero de ellos es la larga reseña que redactó Dewey del mencionado libro de Stevenson
al año siguiente de su aparición, y que lleva el título de “El objeto de la ética y el lenguaje”.44
El segundo, la “Introducción” que Stevenson escribió en 1978 para el volumen 5 de los John
Dewey’s Middle Works, perteneciente a la serie de sus obras completas y que contiene Ethics,
el tratado que Dewey publicó en colaboración con James H. Tufts en 1908.45 La toma en
consideración de los argumentos que allí se cruzaron resultará de gran ayuda para formarse un
juicio más completo sobre los problemas que preocupaban a Dewey y sobre el efecto que sus
ideas pudieron tener en sus interlocutores.
De todos modos, hay que decir que también Dewey llegó a familiarizarse mejor con
las opiniones de esos mismos interlocutores y a percibirlas más matizadamente. Una vez que
tuvo ocasión de discutir directamente con Carnap y con Neurath, llegó a la conclusión de que
la presentación de Ayer, principal blanco de sus críticas al emotivismo en Teoría de la
valoración, no hacía enteramente justicia a las ideas de ambos. 46 En cuanto a Stevenson,
Dewey tampoco tuvo inconveniente en reconocer que Ética y lenguaje representaba
“decididamente un progreso” en relación con aquellos autores que “han negado toda fuerza
descriptiva a las expresiones morales”.47 Para Stevenson, en efecto, “en los contextos típicos
de la ética normativa, los términos éticos tienen una función que es a la vez emotiva y
descriptiva”. 48 Por consiguiente, las oraciones que incluyen dichos términos poseen
simultáneamente un “significado descriptivo” y un “significado emotivo”: el primero contiene
una referencia a hechos, tiene valor cognitivo y traduce las creencias (en sentido epistémico)
del hablante; el segundo expresa sus actitudes, carece de valor cognitivo y es responsable del
carácter directivo o normativo de tales oraciones. Ahora bien, el vínculo entre ambos tipos de
significado no es de naturaleza lógica, sino que depende de contingencias psicológicas,
sociológicas e históricas; las actitudes que acompañan a nuestros estados cognitivos de
42
La presencia de Dewey en Ética y lenguaje no se limita al epígrafe de apertura (p. 12): el capítulo VIII (“Valor
intrínseco y valor extrínseco”) hace un uso intensivo de las ideas deweyanas (véase la nota 1 en la p. 167), y el
XII (“Algunas teorías relacionadas”) dedica la primera sección al análisis de Dewey de los juicios valorativos.
43
S. Cavell y A. Sesonske, ob. cit., pp. 8 y 15 ss.
44
“Ethical Subject-Matter and Language”, LW, 15, 127-140. La reseña crítica apareció originalmente en el
Journal of Philosophy, 42 (1945), pp. 701-712.
45
Ethics (1908), MW, 5, ix-xxxiii. La introducción de Stevenson analiza sólo las partes de Ethics que son obra
de Dewey, y se ciñe además al texto de la primera edición, muy revisado luego en la posterior de 1932.
46
Véase G. A. Reisch, ob. cit., p. 83.
47
J. Dewey, “El objeto de la ética y el lenguaje”, LW, 15, 136 (véase también 140).
48
Ch. L. Stevenson, Ética y lenguaje, ed. cit., p. 86.
creencia no se desprenden per se de los hechos que constituyen su referencia objetiva, sino de
un cierto tipo de condicionamiento emocional que está, como insistía Hume, en la raíz misma
de nuestro sentido moral, es decir, de nuestra capacidad de valorar tales hechos como buenos
o malos. Así, dirá Stevenson, aunque no se pueda discutir que nuestros juicios de valor
incluyen descripciones fácticas (luego son informativos) y presuponen el asentimiento a
determinadas creencias (luego son cognitivos), su especificidad no reside en ninguna de estas
propiedades, sino en ese “plus” que aporta el significado emotivo y que confiere al lenguaje
moral su peculiar uso, no compartido por el lenguaje de la ciencia: el de transmitir y
modificar actitudes.
Una cosa es decir que, debido a la función o al uso distintivo de los enunciados morales, se
seleccionan unos hechos más bien que otros, y se disponen u organizan de una determinada manera
más bien que de otra. [...] Otra cosa completamente distinta es convertir la diferencia de función y de
uso en un componente diferencial de la estructura y contenidos de los enunciados éticos.51
En una palabra, Dewey se manifiesta en desacuerdo con una teoría que entienda el
significado meramente como uso. No es cuestión de desarrollar aquí los pros y contras de una
tal concepción del significado, ni es tarea que corresponda a este estudio introductorio. Pero sí
nos parece pertinente despejar al menos la posible objeción de que, en este punto particular,
Dewey estaría acusando un cierto “retraso” en relación con lo que en aquel momento eran las
corrientes más avanzadas en la filosofía analítica del lenguaje.52
49
“De las oraciones éticas, tal como se las usa comúnmente, creo que se podría decir que su entero uso y su
entera función es directiva o ‘práctica’”. J. Dewey, “El objeto de la ética y el lenguaje”, LW, 15, 137.
50
Ibíd.
51
Ibíd., p. 128.
52
De hecho, el propio Stevenson da a entender algo así en su Introducción a Ethics: véase la p. xxiii, nota 19.
pueda hacerse equivaler a su uso prescriptivo.53 Tras proponer una serie de contraejemplos
sencillos en los que el término “bueno”, aun siendo empleado en su sentido ordinario, carece
por completo de funciones prescriptivas, Searle concluye:
Por supuesto, esto no quiere decir que, para Searle, el significado de los términos y
oraciones subsista enteramente al margen de su uso, sino simplemente que especificar sin más
el uso —el cual, por otra parte, nunca es uno solo— no es dar el significado.55 Esta misma
opinión podría atribuirse perfectamente a Dewey, 56 quien tampoco es sospechoso de
idealismo en materia de significado. Más bien al contrario, su tratamiento de este concepto
fue siempre contextualista y pragmático, como se dejará ver enseguida a propósito de su
crítica a la noción de “significado emotivo”. De hecho, uno de sus primeros pasos en Teoría
de la valoración consistirá en analizar cuidadosamente los diferentes usos de los términos
“valor” y “valorar”, con el siguiente saldo último: “la conclusión es que los usos lingüísticos
no nos ayudan mucho. Es más, cuando se recurre a ellos para dirigir las discusiones, sólo se
gana en confusión. Lo más que pueden hacer estas referencias iniciales a expresiones del
lenguaje es señalar determinados problemas, y éstos, a su vez, pueden servir para delimitar el
tema sobre el que se discute.”57
53
John R. Searle, “Meaning and Speech Acts”. Philosophical Review, LXXI (1962), pp. 423-432. Aunque el
artículo se dirige en general contra la teoría de que el significado es el uso, el ejemplo que Searle utiliza para
armar su argumento es el del término “bueno”, atacando las tesis —equivalentes a las de Stevenson en este
punto— de Richard M. Hare en The Language of Morals (Oxford, The Clarendon Press, 1952). Merece la pena
señalar que en la fecha de este trabajo Searle pertenecía a la Universidad de Michigan, donde a la sazón se
encontraba también Stevenson; si no lo cita es probablemente porque, a esas alturas, el prescriptivismo de Hare
ya había tomado el relevo del emotivismo de Stevenson como teoría analítica del lenguaje moral.
54
J. R. Searle, ob. cit., p. 429.
55
“La conexión entre el significado de ‘bueno’ y el acto de habla de recomendar, etc., aunque ‘necesaria’, es una
conexión remota”. Ibíd., p.432.
56
Incidentalmente, acusó a Stevenson de ser víctima de una ambigüedad en la palabra “significado” que bien
podría remitir a la confusión entre significado y uso que señala Searle; véase la nota 5 en la p. 129 de “El objeto
de la ética y el lenguaje”.
57
TV, LW, 13, 196. En cuanto a cuál sea realmente el significado de “bueno”, es curioso que Searle aventure una
respuesta que también habría podido suscribir Dewey punto por punto: “como sugirió Wittgenstein, tiene, al
igual que ‘juego’, una familia de significados. Entre ellos sobresale el siguiente: cumple con los criterios o
estándares de valoración o evaluación. Otros miembros de la familia son: satisface determinados intereses; e,
incluso, satisface determinadas necesidades o cumple determinados propósitos. (Hay relación entre ellos: el
hecho de que tengamos los criterios de valoración que tenemos dependerá de cosas tales como nuestros
intereses.)”. J. R. Searle, ob. cit., p. 432. La referencia a Wittgenstein corresponde al siguiente pasaje:
“pregúntate siempre en esta dificultad: ¿cómo hemos aprendido el significado de esta palabra (‘bueno’, por
ejemplo)? ¿A partir de qué ejemplos; en qué juegos de lenguaje? Verás entonces fácilmente que la palabra ha de
tener una familia de significados.” L. Wittgenstein, Investigaciones filosóficas (1954). Traducción de Alfonso
García Suárez y Ulises Moulines. Barcelona, Crítica, 1988; Parte I, § 77, p. 97.
Pero, dejando ya de lado esta discrepancia general con el planteamiento semántico
subyacente, lo cierto es que la noción de “significado emotivo” de Stevenson presenta, a los
ojos de Dewey, suficientes dificultades por sí misma. Para que una oración ética pueda poseer,
además del contenido descriptivo que Stevenson le reconoce, ese “plus” de significado que
supuestamente la caracteriza como tal, tienen que existir marcadores o signos lingüísticos
específicamente emotivos cuya presencia en tales oraciones —o la de otros giros o términos
reductibles a ellos mediante paráfrasis adecuadas— dé cuenta de su componente actitudinal.
De lo contrario, como hemos visto, habría que limitarse a decir que las oraciones éticas tienen,
sí, una función directiva (normativa, práctica), pero no porque constituyan un tipo aparte de
oraciones, sino en virtud de la clase de hechos sobre los que versan. Debe haber, en definitiva,
signos lingüísticos sin referente y cuyo significado se agote en su componente “emotivo”. De
esa clase serían precisamente las interjecciones, que según Stevenson no se asemejan a las
palabras que sirven para denotar o describir emociones, sino a “expresiones naturales” como
las risas, los gruñidos o los suspiros, que las exteriorizan.58 Ellas le servirán como paradigma
del tipo de “artefacto semántico” que serían en realidad los términos como “bueno”, “malo”,
etc., cuya inclusión en la oración aporta sólo el “significado emotivo” de ésta.
Pues, en segundo lugar, el modo en que Stevenson trata tanto las “expresiones
naturales” de emoción como las interjecciones revela un marco de explicación psicológica
que a Dewey se le antoja totalmente inadecuado.61 En efecto, respecto de las expresiones que
58
Ch. L. Stevenson, Ética y lenguaje, ed. cit., capítulo III, pp. 46-49.
59
J. Dewey, “El objeto de la ética y el lenguaje”, LW, 15, 131 y ss.
60
Ibíd., 133.
61
En el mismo año en que escribe su reseña, Dewey hace la siguiente observación sobre el libro de Stevenson en
una carta a Horace S. Fries (18 de septiembre de 1945): “en algunos aspectos es mejor que la mayor parte de lo
que se ha escrito sobre el método de la ética, pero sus así llamados fundamentos ‘psicológicos’ son espantosos”
pretendidamente poseen significado emotivo se da a entender que hay dos cosas distintas
involucradas: una, la emoción, y otra, su descarga o exteriorización en la forma de una risa,
un llanto o una interjección. Gracias a esto, lo segundo puede funcionar como “expresión” de
lo primero. 62 Y esa “emoción” no puede ser otra cosa que un estado mental interno
directamente identificable mediante introspección, como oportunamente aclara Stevenson:
(citado en una nota del editor a LW, 16, 470). La acusación no es poca cosa porque, como subrayamos a
continuación, pone en evidencia el compromiso del positivismo, a través de sus tesis emotivistas, con una
psicología “metafísica” y pre-científica.
62
J. Dewey, “El objeto de la ética y el lenguaje”, LW, 15, 134.
63
Ch. L. Stevenson, Ética y lenguaje, ed. cit., p. 64. Aunque Dewey no lo menciona, Stevenson relativiza en
otros pasajes del libro la conexión entre significado emotivo y estado mental interno, si bien el elemento
introspectivo parece seguir siendo un requisito último ineliminable: “se puede ver ahora, con mayor claridad que
antes, por qué el significado emotivo puede permanecer más o menos constante mientras que pueden variar los
estados mentales espontáneos que lo acompañan susceptibles de ser aprehendidos por vía introspectiva. [...] En
segundo lugar, si las respuestas son en sí mismas disposiciones [...] habrá mayor posibilidad de cambio en los
estados mentales espontáneos susceptibles de ser aprehendidos por vía introspectiva. Esto se debe a que la
misma actitud puede tener diversas manifestaciones introspectivas” (ibíd.).
64
Los trabajos de Dewey en este campo, inspirados en los pioneros Principios de psicología de William James,
pusieron las bases del funcionalismo en psicología. Sus lineamientos generales aparecen ya claramente en un
artículo clásico, “The Reflex Arc Concept in Psychology” (1896) —hay traducción castellana, “El concepto de
arco reflejo en psicología”, en John Dewey, La miseria de la epistemología: ensayos de pragmatismo. Ed. de
Ángel Manuel Faerna. Madrid, Biblioteca Nueva, 2000, pp. 99-112. Años después, Dewey incluiría este artículo,
con algunas revisiones y el nuevo título de “The Unit of Behavior”, en su Philosophy and Civilization, Nueva
York, Minton, Balch and Co., 1934, pp. 233-248.
experimente determinada sensación o emoción es, para Dewey, completamente irrelevante a
la hora de describir lo que está sucediendo (no hace falta negar que la sensación exista, basta
con saber que ahí no descansa el significado de “tener hambre”).65 Más bien, es sobre la base
de estas descripciones de la relación entre un sujeto y las circunstancias externas como
asociamos luego individualmente las palabras “hambre”, “miedo”, “frío”, “gozo”, “amor”,
“odio”, etc., a contenidos introspectivos concretos. De aquí se sigue que el significado de esas
palabras, así como el de otras expresiones que pueden denotar lo mismo cuando se toman
como signos (llantos, risas, interjecciones), es enteramente descriptivo.
Cualquiera de los eventos mencionados puede llegar a tomarse y a usarse como un signo. Pero
deviene signo, no es un signo en su mero ocurrir original. La pregunta de cómo deviene signo, bajo
qué condiciones se lo toma como algo que está en lugar de otra cosa, ni siquiera se plantea en el
enfoque de Stevenson. Si se discutiera ese punto, creo que resultaría claro que las condiciones en
cuestión son las de una transacción conductual en la que otros eventos (ésos a los que llamamos
“referentes” o, más comúnmente, “objetos”) son partes inseparables [joint partners] del evento que,
66
en tanto que puro evento, no es un signo.
Es imposible, dirá Dewey, aislar cualquier emoción de los objetos y circunstancias que
la suscitan y decir a continuación que eso es lo que denota el nombre correspondiente; pues
pensar en el miedo, la esperanza, la irritación, la simpatía, sin pensar al mismo tiempo en
cosas a las que el miedo, la esperanza, la irritación o la simpatía se dirigen, no es pensar en
nada cuyo significado se pueda reconocer y especificar. Las “emociones” así entendidas
carecen de entidad expresable y de criterios de identificación, lo que vale tanto como decir
que son un puro mito. Una vez más, no queda nada a lo que podamos llamar “significado
emotivo” en el lenguaje.
Ahora bien, el análisis de Stevenson tenía el mismo corolario que ya extrajera Ayer de
su versión menos sofisticada del emotivismo: la dualidad de significado, cognitivo y emotivo,
que presentan las oraciones éticas hace que no les sean aplicables los criterios de
aceptabilidad objetiva o intersubjetiva que rigen en las ciencias; y ello porque, según vimos,
el componente emotivo del significado no está conectado por vínculos lógicos al componente
descriptivo: los mismos hechos pueden suscitar emociones distintas, o hasta contrarias, en
diferentes individuos, y así éstos pueden discrepar indefinidamente en sus valoraciones aun
cuando alcancen un acuerdo en todas sus descripciones. Su coincidencia respecto al “ser” de
las cosas no les compromete a ninguna coincidencia en su “deber ser”.67
Pero —y con esto llegamos a la única conclusión que Dewey estaba realmente deseoso
de establecer—, si no hay tal dualidad de significado, porque no hay tal cosa como un
65
Véase, por ejemplo, TV, LW, 13, 198-199.
66
J. Dewey, “El objeto de la ética y el lenguaje”, LW, 15, 134.
67
Es la conocida tesis de Stevenson sobre los “dos tipos de desacuerdo”, en la creencia y en la actitud, expuesta
en el capítulo I de Ética y lenguaje. En su “Introducción” a Ethics de Dewey y Tufts, incluida en este volumen,
Stevenson afirma: “Dewey no usó la expresión ‘desacuerdo en la actitud’ ni ninguna otra equivalente; pero,
como tantísimas otras personas, con seguridad tuvo que ser consciente intuitivamente de la clase de desacuerdo a
que se refiere” (MW, 5, xxvi). Sobre este supuesto, Stevenson ensaya acto seguido una reconstrucción tentativa
de la idea de Dewey de que los juicios de valor pueden ser sometidos a prueba experimental —y, por tanto, de
que no cabrían desacuerdos valorativos irreductibles— como si descansara en un “acto de fe” por el que la
posibilidad lógica de dichos desacuerdos resultará no verificarse nunca en la práctica. Sin embargo, en la
medida en que la contraposición “desacuerdo en la creencia-desacuerdo en la actitud” depende conceptualmente
de la contraposición “significado descriptivo-significado emotivo”, parece claro que Dewey nunca habría
admitido esa “clase de desacuerdo” que Stevenson hace aparecer como “intuitiva”. Por tanto, su atribución a
Dewey de una solución puramente voluntarista al problema de los desacuerdos morales irreductibles estaría
errando el blanco.
“significado emotivo”, los enunciados valorativos dejarán de ser “especiales” desde el punto
de vista de su contenido y, por ende, desde el punto de vista de sus criterios de aceptabilidad
objetiva o intersubjetiva. Se limitan a describir ciertas conexiones empíricas que, a los efectos
de la acción humana y sus intereses, resultan relevantes para encaminarla y dirigirla. Sólo que
esa descripción no lo es de “hechos”, como categoría contrapuesta a la de “valores”, sino de
condiciones y consecuencias objetivas que actúan o pueden actuar en la función medios-fines.
Son los mismos objetos a los que se refiere cualquier discurso empírico, sólo que revestidos
de su potencial valor o disvalor, ya que es a esa luz como adquieren sentido para la acción.
Así considerados, los enunciados valorativos podrían perfectamente discutirse sobre bases
empíricas, y ajustarse y corregirse de acuerdo con la experiencia. A estos efectos, puede
distinguirse entre valoraciones que son el resultado de la investigación y la reflexión, y de una
escrupulosa atención al funcionamiento real de las cosas —para las que Dewey reservaba el
título honorífico de “juicios éticos”, pues la ética no es otra cosa que la indagación en las
razones que hacen preferibles unas acciones sobre otras—, y aquéllas que son fruto de la
autoridad, el prejuicio, la ignorancia o la rutina —las mores o costumbres que es tarea de la
ética, en tanto que disciplina crítica, enjuiciar y cuestionar.
A pesar de estas discrepancias, hemos visto también que, para algunos intérpretes, las
posiciones no resultaban enteramente irreconciliables, o, si se quiere, podían dar lugar a un
intercambio fructífero por encima del conflicto estrictamente doctrinal. En esta dirección
parecía moverse Stevenson, cuya lectura de Dewey no buscó tanto diseccionar las debilidades
de un adversario cuanto reformular simpatéticamente las ideas y aportaciones de un pensador
al que atribuía una influencia perdurable en el campo de la ética. Y es al hilo de esa lectura
como descubriremos otras implicaciones que también podrían estar interviniendo en la partida
a espaldas de los propios jugadores.
68
La temprana muerte de Neurath, que veía con igual desconfianza esta deriva carnapiana, contribuyó también
en alguna medida a ese resultado. Sobre Neurath, Carnap y Dewey en relación con este problema, véase el
capítulo 4 del libro de Reisch ya citado.
69
Véase, más arriba, la nota 43.
70
Ch. L. Stevenson, “Introducción” a Ethics, MW, 5, xii y x.
Antes de examinar la lectura de Stevenson, será conveniente repasar rápidamente
algunas ideas centrales de la Ética de Dewey y Tufts. Fiel a su vocación naturalista, Dewey
incardina la actividad moral en el marco del desarrollo, o crecimiento, de la conducta humana
en su evolución histórica. A estos efectos hace uso de la distinción que los psicólogos
establecen entre tres fases de aquélla: 1) la actividad puramente instintiva; 2) la atención, es
decir, la fase de dirección consciente o el control de la acción por medio de la imaginación (la
deliberación, el deseo, la elección); y 3) el hábito, o la actividad inconsciente que presupone
acciones previas. Así, el aspecto consciente ocupa un lugar intermedio entre los reflejos y las
actividades automáticas, por un lado, y las actividades habituales adquiridas, por otro. La
actividad instintiva no puede denominarse moral o inmoral, es sencillamente amoral. La
conducta moral aparece en la segunda fase, pero sólo en su aspecto generativo, en su hacer. El
objetivo de ese hacer es el hábito, y esto tanto si hablamos de un individuo como de una
sociedad. De esta manera, sostiene Dewey, con el tiempo el hombre moral construye ciertos
hábitos de igual forma que la sociedad establece ciertas normas y ciertas leyes. Pero, dado que
ni el hombre ni la sociedad se mueven en un mundo invariable, nuevas situaciones se
presentan y generan conflictos con los hábitos arraigados y las leyes y normas prescritas. En
un mundo inmutable no habría lugar para la fase 2: las respuestas siempre serían automáticas.
Justamente ocurre lo contrario, por lo cual tanto los hábitos como la legalidad social sólo
pueden ser provisionales.
El análisis teórico refuerza la misma lección que da la historia. Nos dice que la cualidad moral
reside en las disposiciones habituales de un agente; y que consiste en la tendencia de esas
disposiciones a asegurar (u obstaculizar) valores que son compartidos o compartibles sociablemente.71
71
J. Dewey, Ethics, MW, 5, 383.
Si, como acabamos de ver, el momento verdaderamente constituyente del pensamiento
ético (que no del mero actuar conforme a reglas dadas) viene dado por la pregunta reflexiva
en torno a qué es deseable hacer (y nótese que aquí no es preciso aún introducir una distinción
entre deliberación sobre “medios” y sobre “fines”), el objeto del análisis no puede ser otro que
aquel razonamiento o investigación que permitirá a un agente obtener opiniones éticas de
manera reflexiva, distanciándose así del mero automatismo impulsivo y de la conformidad
ciega con la costumbre. Dicho razonamiento está esquematizado en la idea de “ensayo
imaginario” [dramatic rehearsal], que Stevenson acertadamente identifica como la pieza
clave en el método de la ética que desea promover Dewey, ilustrándolo con la siguiente cita:
72
Ibíd., MW, 5, 292-293.
73
Ch. L. Stevenson, “Introducción” a Ethics, MW, 5, xx.
únicamente aquellos aspectos que afectan a una guía reflexiva de las actitudes. Hecha la
destilación, rechazó el residuo porque sospechaba que desviaba de una guía reflexiva.”74 Por
supuesto, el “residuo” en cuestión resultaba de la máxima importancia para el propio
Stevenson, toda vez que de él dependía la posibilidad de que los “desacuerdos en la actitud”
siguieran existiendo aun cuando un ensayo imaginario completo basado en proposiciones
científicas verdaderas llevara a dos individuos a un perfecto “acuerdo en la creencia”. Así las
cosas, el logro de acuerdos intersubjetivos no quedaría garantizado por el mero compromiso
metodológico de todas las partes con el procedimiento del ensayo imaginario, sino que habría
que contar también con el acatamiento general a las costumbres y usos de una sociedad y
época determinadas (de donde proceden en último término las respuestas emotivas que los
hechos suscitan). Sin embargo, para Dewey, el objetivo de una sociedad constituida por
individuos reflexivos es precisamente evitar la inercia de la aceptación acrítica de las
costumbres establecidas.
Esto da pie a pensar en una diferencia aún más profunda entre Dewey y Stevenson
respecto de la problemática misma que compete al filósofo en relación con la ética, diferencia
que habría pasado en buena medida inadvertida para ambos. La podemos ilustrar con la
contraposición que introdujo Stuart Hampshire entre dos tipos de filosofía moral, la clásica o
“aristotélica” y la contemporánea o “post-kantiana”:
Aristóteles se ocupa casi por completo de analizar los problemas del agente moral, mientras
que la mayoría de los filósofos morales contemporáneos parecen estar ocupados de manera primordial
en el análisis de los problemas del juez o del crítico moral. Aristóteles describe y analiza los procesos
de pensamiento, o los tipos de argumentación, que conducen a la elección de un curso de acción, o de
un modo de vida, con preferencia a otros, mientras que la mayoría de los filósofos contemporáneos
describe los argumentos (o la falta de ellos) que conducen a la aceptación o el rechazo de un juicio
moral acerca de acciones.76
74
Ibíd., xxiii. En efecto, y como ya hemos visto, el objetivo de Dewey era excluir esos usos de un análisis del
significado de los juicios de valor, aunque no negarles a éstos dicha función.
75
“¿Acaso la alabanza y la culpa, el aprecio y la condena, son no ya tendencias originales y espontáneas, sino
algo último, incapaz de toda modificación mediante el trabajo crítico y constructivo del pensamiento? Una vez
más, si la conciencia resulta ser una facultad única y separada, es imposible educarla y modificarla; lo único que
puede hacerse es apelar directamente a ella. [...] Pero si la conciencia moral no es algo separado, entonces no
puede trazarse una línea rígida dentro de la conducta que separe por completo los ámbitos de lo moral y lo no-
moral” (J. Dewey, Ethics, LW, 7, 263).
76
Stuart Hampshire, “Fallacies in Moral Philosophy”, Mind, vol. LVIII (1949), pp. 466-482; p. 467. Los
filósofos contemporáneos que menciona Hampshire son Moore, W. D. Ross y Stevenson.
Dentro de esta clasificación, Dewey se ubicaría sin lugar a dudas entre los filósofos
“aristotélicos”. Y ello porque, para él, el juicio moral es un asunto esencialmente práctico, no
dialéctico, mientras que para Stevenson —como, en general, para toda la filosofía moral
analítica— se trata de afirmaciones sobre cuyas razones (o ausencia de ellas) es tarea del
filósofo dictaminar. 77 Conviene no confundir esta diferencia de enfoque con la tradicional
distinción entre meta-ética y ética sustantiva, si por ésta última se entiende la formulación de
preceptos normativos de cualquier tipo. Como hemos insistido repetidamente, el objetivo de
Dewey no es formular una doctrina positiva, sino delimitar el espacio ético mediante el
análisis de la metodología que le es propia (exactamente igual que hacemos en el ámbito de
las ciencias). Es cierto que, con ello, el término “ética” se inviste de un sentido
inequívocamente normativo, pero no mayor que el que tiene el propio término “ciencia”: se
trata de un modo de proceder a la hora de establecer el juicio, no de si, ya sólo por eso, el
juicio debe ser aceptado (y, menos aún, definitivamente aceptado). Para Stevenson, en cambio,
la palabra “ética” se limita a describir una cierta región del lenguaje en la que prevalece
determinado rasgo semántico (el “significado emotivo”) y donde las actitudes del hablante,
independientemente de cómo hayan sido formadas, resultan siempre relevantes.78
Ahora bien, constatar que Stevenson está sacando de su contexto original los análisis
de Dewey para llevarlos al terreno de sus propias preocupaciones no supone desautorizarlo
como lector o intérprete de aquéllos. Al fin y al cabo, ambos puntos de vista, el del agente y el
del juez, competen a la filosofía moral. Y así como el estudio que realiza Dewey de los
procesos de decisión valorativa puede iluminar las posibles insuficiencias del emotivismo a
este respecto, el tratamiento emotivista de los conflictos morales podría también servir para
sacar a la superficie determinadas carencias del enfoque de Dewey en ese terreno.
Cuando más atrás nos referimos a la tesis de Stevenson sobre los “dos tipos de
desacuerdo”, indicábamos que Dewey difícilmente habría podido suscribirla dado su rechazo
frontal a la noción de “significado emotivo”. Así pues, tampoco habría aceptado los términos
en que Stevenson intenta parafrasearle para reconstruir su hipotética respuesta a una situación
de desacuerdo irreductible.79 No obstante, esto no quiere decir que el problema, en esos o en
otros términos, no merezca ser discutido. Cabría, por ejemplo, plantearlo de la siguiente
manera: aun aceptando a) que todo juicio genuinamente ético es el resultado de un ensayo
imaginario en el que las proposiciones que se ponen en juego son todas empíricamente
verificables, y b) que los deseos e intereses primarios del agente pueden verse modificados
radicalmente como consecuencia de dicho ensayo, ¿qué seguridad hay de que los ensayos
imaginarios de distintos agentes conducirán a uno y el mismo juicio? O, empleando ahora
otro de los temas centrales de la ética de Dewey: incluso si es cierto que el resultado de las
acciones pasadas repercute, no sólo en la selección de los medios que habrán de emplearse en
acciones futuras, sino también en los fines de éstas, ¿qué nos hace pensar que de esta forma se
77
Para Dewey, todo juicio, y no sólo el moral, es de naturaleza práctica. En Logic: The Theory of Inquiry (LW,
12) distingue cuidadosamente entre “juicios” (que llevan implícito un hábito de acción) y “proposiciones”
(objetos lingüísticos de índole puramente simbólica); el Capítulo 6 de la Segunda Parte de esta obra, donde se
analiza la distinción, puede consultarse en castellano: “El patrón de la investigación”, en J. Dewey, La miseria de
la epistemología. Ensayos de pragmatismo, ed. cit., pp. 113-132. Así, en el caso del ensayo imaginario, los
condicionales en que se expresan las posibles consecuencias de distintos cursos de acción son proposiciones,
pero la determinación final que se realiza respecto de qué acción es la correcta es un juicio.
78
Véase, a este respecto, J. Dewey, “El objeto de la ética y el lenguaje” (LW, 15, 138), y la réplica de Stevenson
en la nota 19 de “Introducción a Ethics” (MW, 5, xxiii).
79
Véase, más arriba, la nota 67.
alcanzarán fines cada vez más inclusivos, es decir, acciones cada vez más coordinadas entre
los diferentes agentes?
Esto es lo que lleva a Stevenson a pensar que Dewey podría estar descansando en un
supuesto tácito en torno a la armonía intrínseca entre los fines del individuo y los de la
sociedad cuando unos y otros se depuran del prejuicio y el dogmatismo, esto es, cuando la
investigación empírica y el conocimiento científico los transforman en fines reflexivos,
propiamente éticos. En apoyo de esta lectura, trae a colación un postulado que Dewey
introdujo en su primer tratado de ética, aunque en trabajos posteriores ya no volviera a
presentarlo como tal:
Stevenson tiene razón en sospechar que este postulado temprano expresa una idea que
atraviesa toda la obra de Dewey, y que se deja traslucir en diversas afirmaciones de la propia
Ética.81 Quizá su desaparición como postulado obedezca a que, a partir de un cierto momento,
Dewey consideró que su contenido estaba respaldado por la psicología empírica, en la medida
en que ésta, como señalábamos antes, nos descubre un “yo” que es fruto de la interacción
social. El principio de que “las ideas morales cobran forma y se reconstruyen a través de un
conocimiento cada vez más profundo de las relaciones humanas” sólo puede significar, en
efecto, que la dimensión socio-psicológica proporciona el único sustrato real y concreto desde
el que abordar el problema de la armonización de los fines individuales o, como lo denominó
Dewey en aquel primer tratado, el de un posible “orden moral del mundo”.82
6. El sujeto de la ética
80
J. Dewey, Outlines of a Critical Theory of Ethics, EW, 3, 322; Stevenson lo cita en su “Introducción a Ethics”,
MW, 5, xxvii.
81
Véase Stevenson, ob. cit., xxviii.
82
Esta interpretación es verosímil teniendo en cuenta que el propio Dewey describió la superación de su
hegelianismo de juventud (que aún pesaba en el enfoque y el lenguaje de Outlines of a Critical Theory of Ethics)
como un giro hacia “el punto de vista psicológico”.
83
Alisdair MacIntyre, Historia de la ética (1966). Traducción de Roberto Juan Walton. Barcelona, Paidós, 1982,
pp. 253-254, 256 y 257. Esta observación le permite vincular (p. 258) el emotivismo con el existencialismo
como expresiones de un mismo individuo que ha sido dejado a solas con su libertad.
arrojados a la dura tarea de elegirse fines en un entorno en el que lo que prima es el conflicto
de intereses, ya sea personal o interpersonal. Frente a ello, Dewey vuelve a revelarse como un
“aristotélico” en su idea de que los fines del individuo, cuando éste juzga prudentemente, sólo
pueden ser sociables; con la diferencia, eso sí, de que dichos fines ya no son fijos ni aparecen
inscritos en una esencia humana inmutable (menos aún en una comunidad particular cuyos
hábitos y tradiciones pudieran erigirse en encarnación del ideal de humanidad). Al
circunscribirse a la metodología, Dewey evitó dotar a su perspectiva ética de un horizonte
cerrado, persuadido de que así salvaguardaba la primacía y la autonomía del sujeto sin
renunciar por ello a la promesa de un bien social basado en el equilibrio y la cooperación.
Como no podía ser de otro modo, las consideraciones éticas terminan por dejarnos a
las puertas mismas de la política, lo cual es buena ocasión para que vayamos poniendo punto
final a estos comentarios.84 Y es oportuno que acaben señalando precisamente la continuidad
que Dewey siempre observó entre esos dos ámbitos, en los que se negó a establecer jerarquías.
Si la idea de un “orden moral del mundo” —o la menos enfática de un “yo” imbuido de
compromisos sociales— puede sonar amenazante para la soberanía moral del individuo, quizá
sea sólo porque el argumento ha arrancado de la posición del agente para desembocar
linealmente en su destino social. Pero, para Dewey, la línea puede prolongarse circularmente:
también las instituciones encarnan valores, cuya única justificación empírica vuelve a situarse
en el terreno de los intereses y deseos individuales.85
Qué perspectiva es más fructífera, o más lúcida, queda a juicio del lector. Dice
MacIntyre que “todos los ejemplos de Stevenson muestran un mundo extremadamente
desagradable en que cada uno trata de entremeterse con los demás”.86 Pero también Stevenson
se quejaba de que Dewey no había “reservado un lugar acogedor” a los ejemplos que ilustran
situaciones de conflicto valorativo.87 En todo caso, podría ser un error incidir demasiado en el
tópico de si existen o no desacuerdos irresolubles como un problema central; al fin y al cabo,
ni Stevenson dijo que el acuerdo fuera imposible, ni Dewey que fuera inexorable. Las
verdaderas implicaciones de sus respectivas doctrinas se perciben cuando nos preguntamos
cómo explican uno y otro los acuerdos y desacuerdos cada vez que efectivamente se dan. Para
Stevenson, el acuerdo siempre será debido a algo más que una atenta investigación de los
actos y sus consecuencias, y ese “algo más” escapa a la esfera de las razones; en Dewey, en
cambio, puede significar, en función de cómo haya sido alcanzado, un verdadero progreso
moral basado en el avance del conocimiento. Con Stevenson, el individuo puede liberarse de
responsabilidades ante el desacuerdo por más que no le satisfaga; Dewey le incita a
preguntarse si lo realizado se corresponde con lo mejor que se podía hacer, pues no está dicho
cuáles son los límites de su capacidad para reconstruir fines e intereses en su doble condición
de individuo y de miembro de una comunidad más amplia.
84
El lector interesado en seguir camino encontrará una excelente guía en los siguientes ensayos: J. Miguel
Esteban, “Pragmatismo consecuente: notas sobre el pensamiento político de John Dewey”, introducción a J.
Dewey, Liberalismo y acción social, y otros ensayos (Valencia, Edicions Alfons el Magnànim, 1996, pp. 7-46);
Ramón del Castillo, “El amigo americano”, introducción a J. Dewey, Viejo y nuevo individualismo (Barcelona,
Paidós, 2003, pp. 9-50); y Ramón del Castillo, “Érase una vez en América: John Dewey y la crisis de la
democracia”, introducción a J. Dewey, La opinión pública y sus problemas (Madrid, Morata, 2004, pp. 11-55).
85
“Gobierno, negocios, arte, religión..., todas las instituciones sociales tienen un significado, un propósito. Ese
propósito es liberar y desarrollar las capacidades de los individuos humanos sin atención a la raza, el sexo, la
clase o el estatus económico. Y esto es lo mismo que decir que el test de su valor es en qué medida esas
instituciones educan a cada uno de los individuos en toda la amplitud de sus posibilidades” (J. Dewey,
Reconstruction in Philosophy (1920), MW, 12, 186) [La reconstrucción de la filosofía. Traducción de Amando
Lázaro Ros. Barcelona, Planeta-De Agostini, 1993].
86
Ibíd., p. 249.
87
Stevenson, “Introducción a Ethics”, MW, 5, xxvi.
7. Nota a la presente edición
Los tres escritos incluidos en este volumen aparecen aquí por primera vez en
castellano.(*) El texto que ha servido de base a la traducción es el de The Collected Works of
John Dewey, 1882-1953: The Electronic Edition, la tercera y más reciente (diciembre de 1996)
edición crítica preparada por el Center for Dewey Studies bajo la dirección de Larry A.
Hickman. Dicha edición conserva la misma organización en tres series del proyecto original,
publicado en 37 volúmenes en papel con la supervisión de Jo Ann Boydston:
La convención sigue siendo citar las obras de Dewey indicando la serie (EW, MW o
LW), seguida del número del volumen, y la página o páginas de la edición en papel. Con
arreglo a ella damos la correspondiente identificación en el encabezamiento de cada escrito, e
intercalamos en el texto, en negrita y entre corchetes, la paginación original con el fin de
facilitar la localización de cualquier pasaje. También hemos mantenido este sistema de
referencia en nuestra INTRODUCCIÓN, incluso cuando la cita remite a alguno de los textos aquí
publicados. En dichos textos las notas a pie de página numeradas son de los autores; las
marcadas con asteriscos son nuestras.
(*)
A última hora hemos descubierto que la afirmación no es enteramente exacta. En John Dewey: a Checklist of
Translations, 1900-1967, compilado por Jo Ann Boydston y Robert L. Andresen (Carbondale, Southern Illinois
University Press, 1969), figura (p. 55, nº 60) el siguiente apunte sobre una traducción al castellano de Theory of
Valuation: Teoría de la evaluación, traducida y publicada por la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires,
1958, 26 pp. No hay referencia al traductor, ni parece tratarse de una edición comercial; es más, el número de
páginas hace suponer que no se ofrece el texto completo. Dado que desconocíamos su existencia, no hemos
podido hacer uso de esta versión a la hora de preparar la nuestra. Agradecemos a Jaime Nubiola el habernos
puesto sobre aviso de este detalle.
(**)
Ramón del Castillo (UNED, España), José Miguel Esteban (UNAEM, México), Sergio Martínez (UNAM,
México), Juan Vicente Mayoral (UNED, España) y Claudio Viale (Universidad Nacional de Córdoba,
Argentina).
BIBLIOGRAFÍA
*
Seleccionamos las de mayor relevancia filosófica, incluyendo las que actualmente son de difícil acceso; en todo
caso, citamos cada traducción por la fecha de la última edición disponible de la que tenemos noticia. Para una
relación exhaustiva de las traducciones de Dewey al castellano, véase la sección “Obras y artículos de John
Dewey en español” dentro de la página web del Grupo de Estudios Peirceanos de la Universidad de Navarra:
http://www.unav.es/gep/Dewey/DeweyEspanol.html.
Obras de consulta en español
ARENAS, Luis, MUÑOZ, Jacobo, y PERONA, Ángeles J. (comps.), El retorno del pragmatismo.
Madrid, Trotta, 2000.
DE LA CALLE, Román, John Dewey, experiencia estética y experiencia crítica.
Valencia, Alfons el Magnànim, 2001.
DEL CASTILLO, Ramón, Pensamiento y acción: el giro pragmático de la filosofía.
Madrid, UNED, 1995.
CATALÁN, Miguel, Pensamiento y acción: la teoría de la investigación moral de John Dewey.
Barcelona, PPU, 1994.
ESTEBAN, José Miguel, La crítica pragmatista de la cultura: ensayos sobre el
pensamiento de John Dewey. Costa Rica, UNA, 2001.
—— Variaciones del pragmatismo en la filosofía contemporánea.
Cuernavaca, UAEM Ediciones Mínimas, 2006.
FAERNA, Ángel Manuel, Introducción a la teoría pragmatista del conocimiento.
Madrid, Siglo XXI, 1996.
GENEYRO, Juan Carlos, La democracia inquieta: E. Durkheim y J. Dewey.
Barcelona, Anthropos, 1991.
HOOK, Sidney, John Dewey: semblanza intelectual. Introducción de Richard Rorty;
traducción de Luis Arenas y Ramón del Castillo. Barcelona, Paidós, 2000.
MOUGÁN RIVERO, Juan Carlos, Acción y racionalidad. Actualidad de la obra de J. Dewey.
Cádiz, Ediciones de la Universidad de Cádiz, 2000.
PÉREZ DE TUDELA, Jorge, El pragmatismo americano: acción racional y reconstrucción del
sentido. Madrid, Cincel, 1988.
SINI, Carlo, El pragmatismo.
Madrid, Akal, 1999.