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Borges y la política

Universidad del Rosario / March 8, 2010

Borges defendió al individuo frente a la coerción del estado. Al hacerlo, se basó en la obra de Herbert
Spencer.

Por Daniel Raisbeck

Jorge Luis Borges y la política

Borges no escribió mucho acerca de la política. Como en el caso de otros genios, su ilimitado talento dirigió sus actividades y su
existencia hacia esferas que poco tienen en común con los muchas veces sórdidos asuntos de la plaza pública. Sin embargo, esto
no impidió que la política se entrometiera dentro de la vida privada de Borges.

Tras rehusarse a apoyar al gobierno de Perón, y por haber favorecido la causa Aliada durante la Segunda Guerra Mundial, Borges
perdió su puesto como bibliotecario y fue “ascendido” a “inspector de aves y conejos en los mercados públicos,” decisión que
refleja que el caudillo, o alguno de sus súbditos, alguna familiaridad tenía con la obra del autor, quien en El arte de injuriar (1936)
había escrito acerca del insulto por medio de “la inversión incondicional de los términos.” Como nota Iván de la Torre, “obligar a
un amante de libros y de pulcritud a examinar mercados públicos” es un ejemplo adecuado de una injuria de tal tipo. Como era de
esperar, Borges renunció inmediatamente a su nuevo cargo.

“Algunos han interpretado ciertos escritos de Borges relacionados con la dictadura de Rosas como ataques anacrónicos
contra Perón.”

Agregando injuria al insulto, el régimen peronista cometió una injusticia aún mayor contra la familia de Borges al arrestar a la
madre y a la hermana del escritor por participar en una protesta.

Algunos han interpretado ciertos escritos de Borges relacionados con la dictadura de Rosas como ataques anacrónicos contra
Perón, y es muy probable que sea acertada esta teoría. Sin embargo, lo que me gustaría analizar son las frases que Borges sí
pronunció acerca de la política, lo cual es posible gracias a un documento redactado por Martín Krause.

La amarga experiencia personal de Borges bajo el autoritarismo de Perón en Argentina se oponía diametralmente a las
impresiones que obtuvo al vivir como adolescente en Suiza, país al cual se trasladó su familia en 1914 dado el empeoramiento de
la enfermedad ocular de su padre y su necesidad de obtener atención médica.

“Para Borges, el ideal era “un mínimo estado y un máximo individuo.”

Años después, Borges dijo lo siguiente: “llegamos a Suiza… y, como buenos sudamericanos, preguntamos quién era el presidente
de la Confederación (Helvética). Se quedaron mirándonos, porque nadie lo sabía.” Para Borges, este desentendimiento de la
política era un signo de madurez y de civilización, pues consideraba que la excesiva presencia del estado como ente burocrático
oprimía al ser humano individual. Para Borges, el ideal era “un mínimo estado y un máximo individuo.” Suiza pudo representar
este ideal por ser un país civilizado donde la política no se entrometía excesivamente en la vida de los ciudadanos: en Suiza, dijo
Borges, “había un estado muy eficiente, pero precisamente porque era un estado invisible.”

“Llegamos a Suiza en 1914 y, como buenos sudamericanos, preguntamos quién era el presidente de la Confederación
(Helvética). Se quedaron mirándonos, porque nadie lo sabía. Había un estado muy eficiente, pero precisamente porque era
un estado invisible.”

Dada su desconfianza frente al crecimiento del estado, o tal vez frente a su mera presencia si era muy notable, Borges se describía
a si mismo como un “anarquista.” Sin embargo, su admiración por Suiza prueba que no fue de ninguna manera un radical. Como
él mismo dijo, era un “anarquista spenceriano.” Tal como su padre, Borges era “discípulo del pensador inglés (Herbert) Spencer,”
y particularmente admiraba la obra El hombre contra el estado.

Pero la obra de Spencer, más que de anarquismo, se trata del liberalismo clásico. El hombre contra el estado es una crítica a los
liberales o Whigs británicos quienes, tras ganar una serie de batallas legislativas contra el establecimiento monarquista, militarista,
religioso y conservador, habían traicionado la esencia de la filosofía liberal al utilizar el poder del estado para imponer sus
políticas progresistas.

Para Spencer, el liberalismo equivale “la defensa del individuo frente a la coerción del estado.” Por lo tanto, las medidas liberales
son todas aquellas que disminuyen la cooperación compulsoria de tipo militarista- aunque no restringida al campo militar- entre
los hombres, e incrementan la posibilidad de la acción voluntaria. Los verdaderos liberales, argumenta Spencer, reducen el campo
dentro del cual el estado puede actuar sin límites e incrementan el área dentro del cual cada ciudadano se puede desenvolver
libremente.

“Borges era ‘discípulo del pensador inglés (Herbert) Spencer,’ y particularmente admiraba la obra El hombre contra el
estado.”

Spencer critica a los “liberales” porque, una vez habiendo llegado al poder, adoptaron la práctica de dictar las acciones de los
ciudadanos en una medida cada vez mayor. Por consecuencia, los “liberales” “disminuyeron el campo dentro del cual las acciones
de los ciudadanos pueden permanecer libres,” lo cual, naturalmente, no es una política liberal.

El liberalismo equivale “la defensa del individuo frente a la coerción del estado,” Spencer.

El problema principal que ve Spencer es que los liberales progresistas, al intentar crear instituciones públicas como parques,
museos y bibliotecas (supongo que también sistemas públicos de salud y educación) no solo incrementan el tamaño del estado al
formar burocracias adicionales, sino que también reducen la libertad del ciudadano al usar sus fondos para financiar colosales
proyectos. El incremento desmesurado de los impuestos es una afrenta directa contra la libertad, escribe Spencer, porque en efecto
el estado le está quitando al ciudadano el derecho de gastar una porción de sus ingresos de la manera que él considera apropiada.
De modo contrario, el estado empieza a gastar estos recursos para fomentar el “bienestar general.” Aunque este “bienestar” se
considere equivalente al “bien común,” el hecho es que, para que los funcionarios del estado acumulen el poder necesario para
llevar a cabo tales planes, se requiere un grado significante de interferencia en la vida del ciudadano individual.

Acerca del “bienestar común” determinado por funcionarios del mecanismo estatal, Spencer escribe lo siguiente:

“cada intervención estatal adicional fortalece la presunción tácita que es el deber del estado corregir todo mal y asegurar todo
beneficio. Fortalecer una creciente organización administrativa estatal significa debilitar el poder del resto de la sociedad y su
capacidad de resistir su crecimiento y su control. La multiplicación de las carreras burocráticas crea la tentación para los
miembros que se benefician de ellas de favorecer aún más su extensión.”

Lo que termina pasando bajo este sistema de creciente burocracia y menguante individualidad, argumenta Spencer, es que el
ciudadano se ve obligado a “trabajar por la sociedad-” lo que en efecto significa someterse a los mandatos de su burocracia- sin
tener alternativa y recibiendo de ella la porción general que la sociedad misma determina. Pronto, argumenta Spencer, el
ciudadano “se vuelve un esclavo de la sociedad,” una frase que hace eco a la que después escribiría Nicolás Gómez Dávila, quien
se refirió a la sociedad moderna como una “esclavitud sin amos.”

Tanto para Spencer como para Borges, todo incremento y fortalecimiento del estado a costas del individuo- es decir, todo
cesarismo- es un retroceso para la especie humana.

“Para Borges, lo ideal sería que los políticos no fuesen personajes públicos.”

Pero Borges va más allá que Spencer, pues se expresa acerca de la política misma con el escepticismo que su maestro guarda para
describir el creciente aparato burocrático del estado. Para Borges, la política, junto con el deporte, “esos grandes espectáculos de
la modernidad,” son “frivolidades,” excepto que la política es una “frivolidad peligrosa.”

Los principales partícipes dentro de este espectáculo, los políticos, son para Borges una fuente de inmensa desconfianza. Acerca
del impulso tiránico de algunos hombres, Borges escribió que “la idea de mandar y ser obedecido corresponde más a la mente de
un niño que a la de un hombre.” Pero inclusive dentro de la democracia, la cual calificó como un “curioso abuso de la
estadística,” los políticos le inspiran poca confianza:

“creo que ningún político puede ser una persona sincera,” dijo Borges, “porque está buscando siempre electores y dice lo que
esperan que diga…. en el caso de un discurso político… el orador es una especie de espejo o eco de lo que los demás piensan.”

“La idea de mandar y ser obedecido corresponde más a la mente de un niño que a la de un hombre,” Borges.

Los políticos, para Borges, no son hombres éticos: son personas quienes “han contraído el hábito de mentir, el hábito de sonreír, el
hábito de sobornar, el hábito de quedar bien con todo el mundo, el hábito de la popularidad.” Un político “debe fingir todo el
tiempo, simular cortesía, someterse melancólicamente a los cócteles, a los actos oficiales, a las fiestas patrias.”

En Utopía de un hombre que está cansado, Eudoro Acevedo aprende que, en el futuro, los gobiernos, según la tradición, “fueron
cayendo en desuso… los políticos tuvieron que buscar oficios honestos. Algunos fueron buenos cómicos o buenos curanderos…”
Para Borges, lo ideal sería que los políticos no fuesen personajes públicos.
Dada esta visión crítica de la política y de los políticos, Borges no deposita su fe en soluciones estatistas a los problemas del
hombre. Es más, Borges probablemente desconfiaba de la “ciencia política,” tal como lo hacía de la economía (“porque antes, no
se hablaba de economistas,” dijo una vez, “pero el pais prosperaba, ahora casi no se habla de otra cosa, y el resultado de esos
expertos es la ruina del pais”). Su crítica más fuerte la reservó para esa otra “ciencia social” moderna por excelencia: la sociología,
de la cual dijo que “ni siquiera sabemos si existe o si es una ciencia imaginaria; a juzgar por los resultados que ha dado, no
existe.”

Esta posición se basa en el rechazo a la idea de lo “colectivo,” que es con lo que se ocupan muchas de las ciencias sociales que,
por definición, estudian la sociedad como ente real y palpable. Pero para Borges, “lo colectivo no es real;” sólo lo es el individuo.

“La sociología ni siquiera sabemos si existe o si es una ciencia imaginaria; a juzgar por los resultados que ha dado, no
existe,” Borges.

Borges, como parte de su acérrima defensa del individuo y su libre albedrío, rechaza incluso el concepto de la sociedad. Dado que
para él sólo existen los individuos, la sociedad no es más que un invento. Por lo tanto, construcciones “sociológicas” como la clase
social y la nacionalidad son “meras comodidades intelectuales,” convenciones o “abstracciones aprovechadas por los políticos.”
Las naciones, por ejemplo, son “producto de las fantasías del hombre: ¿cómo explicar de otro modo que al sur de una línea la
tierra cambie de nombre?”

Sin embargo, el individuo se puede librar de estos conceptos restrictivos, y definitivamente es más libre si lo hace, tal como
Borges mismo, quien se describe como un “cosmopolita que atraviesa fronteras porque no le gustan.”

Dicho de una manera sencilla, la enseñanza de Borges es que debemos esperar muy poco de la política- y, entre menos se acerque
esta a nosotros, mejor. En este sentido, Borges insinúa que la política verdaderamente significante es la política del alma humana:
la única revolución que quisiera ver es una revolución “en el orden moral,” que nos aleje del valor excesivo que le damos al dinero
y a la fama. Y aunque la libertad de expresión, en vez de conducirnos hacia algún tipo de virtud, “se presta a toda suerte de
obscenidades,” a tal grado que estamos presenciando “la apoteosis de la pornografía” dentro de la sociedad moderna, “quizá sea
mejor esto que el hecho de dejar todo en manos ajenas, sobre todo en las manos del estado.”

“La creencia que por medio de la habilidad técnica se puede transformar a una humanidad defectuosa y crear
instituciones eficientes es un espejismo,” Spencer.

Al precisar que es la moralidad y el carácter del individuo- y no el poder del gobierno o del estado- el elemento esencial que
determina el destino de la humanidad, Borges también revela las raíces spencerianas de su pensamiento. Para Spencer, “el
bienestar de una sociedad y de sus arreglos dependen, en el fondo, en el carácter de sus miembros… La creencia, no sólo de los
socialistas sino también de los liberales que están preparando el terreno para ellos, que por medio de la habilidad técnica se puede
transformar a una humanidad defectuosa y crear instituciones eficientes es un espejismo.”

La experiencia del Siglo XX confirma más que todo la veracidad de esta declaración; casi todo intento de usar el poder del estado
para “corregir” al ser humano termina siendo un desastre monumental.

“Es posible discrepar con Borges e insistir que el desarrollo de la democracia liberal, pese a sus imperfecciones, es un
avance significante para la humanidad.”

¿Qué tan seriamente se puede considerar el pensamiento político spenceriano de Borges? De cierta manera, no mucho. En un país
como Colombia, se sabe que la ausencia del estado puede ser desastrosa (sin embargo, Borges habla de un estado mínimo siempre
y cuando exista un alto nivel de civilización). A la vez, aunque Borges haya tenido algo de razón en llamar la democracia un
“curioso abuso de la estadística,” es posible discrepar e insistir que el desarrollo de la democracia liberal, pese a sus
imperfecciones, es un avance significante para la humanidad, sobre todo porque al crear un sistema de controles y balances se
reduce el poder despótico que puede subyugar al individuo. También, algunas de las instituciones públicas que critica Spencer se
han convertido en una parte tan esencial de las sociedades avanzadas que, incluso en la ideal Suiza de Borges, resulta difícil
imaginar la vida sin ellas. Por último, hablar de una “revolución en el orden moral” tiene poco sentido para los que creemos que la
naturaleza del hombre es inmutable. Además, cuando la “revolución moral” la intenta de imponer el estado, algo que claramente
no sugiere Borges pero que se torna posible si se habla en esos términos, se ven las más grandes catástrofes de la humanidad como
el comunismo soviético o el nazismo.

“En Latinoamérica, es posible que el progreso se logre no cuando lleguen buenos gobiernos, sino cuando los individuos se
independicen del gobierno en la mayor medida posible.”

Sin embargo, en una época como la nuestra, cuando el caudillismo ha alcanzado un nuevo auge y se pierde tiempo y energía de
manera excesiva teniendo fe en el estado y en su capacidad de solucionar los males que nos agobian, es un ejercicio saludable leer
una defensa tan vigorosa del individuo frente al poder de los gobiernos como la de Borges. En este sentido, el pensamiento de
Borges tiene cierta afinidad con el de Gómez Dávila, para quien “la política sabia es el arte de vigorizar la sociedad y debilitar el
estado.” En cuanto a Latinoamérica, es posible que el progreso se logre no cuando lleguen buenos gobiernos, evento que
llevamos siglos esperando, sino cuando los individuos se independicen del gobierno en la mayor medida posible.

Daniel Raisbeck

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