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El perrito que no podía caminar

Bo era un perrito muy alegre y juguetón que no podía caminar desde que nació porque tenía una
parálisis en las patas traseras. Amina, una niña que lo vio al nacer, convenció a sus papás para llevarlo
a casa y cuidarlo para evitar que lo sacrificasen. Bo y su pequeña dueña Amina jugaban mucho juntos.
El perrito se esforzaba por moverse usando solo sus patas delanteras y, puesto que no podía saltar y
apenas moverse, ladraba para expresar todo lo que necesitaba. A pesar de las dificultades, Bo era un
perro feliz que llenaba de alegría y optimismo la casa en la que vivía.

Un día los papás de Amina llegaron a casa con Adela, una niña de la edad de Amina que iba vivir con
ellos una temporada. Cuando Bo la vio se arrastró enseguida a saludarle y a darle la bienvenida con su
alegría de siempre. Pero Adela lo miró con desprecio y se echó a llorar. Bo no se rindió e intentó hacer
todas las tonterías que sabía para hacerla reír, pero no nada funcionaba y Adela no dejaba de llorar.
- No te preocupes, Bo- decían los papás de Amina-. Adela está triste porque viene de un país muy
pobre que está en guerra y ha sufrido mucho. Está triste porque ha tenido que separarse de su familia.

Bo pareció entender lo que le decían, porque se acercó a Adela y se quedó con ella sin ladrar ni hacer
nada, sólo haciéndole compañía. Pero la tristeza de Adela fue poco a poco inundando la casa. Todos
estaban muy preocupados por ella, porque no eran capaces de hacerla sonreír ni un poquito.

Pasaron los días y Bo no se separaba de Adela, y eso que la niña lo intentaba apartar y huía a
esconderse cuando lo veía e incluso protestaba cuando Bo intentaba jugar con ella. Pero el perrito no se
daba por vencido. Cuando Amina estaba, Bo jugaba con ella mientras Adela miraba y, aunque no
sonreía, dejaba de llorar cuando Bo jugueteaba y hacía sus gracias.

Un día que Amina no estaba a Bo le entraron muchas ganas de jugar y se le ocurrió intentar que fuera
Adela quien jugara con él. Como la niña no le hacía caso, Bo no paraba de moverse y, de pronto, se
chocó contra una mesa tan fuerte que se le cayó encima un vaso de leche. El vaso no se rompió porque
era de plástico, pero empapó al pobre Bo de leche y lo dejó paralizado del susto.
Adela, cuando lo vio, le quedó mirando al perrito sin decir nada. De repente, se echó a reír, viendo lo
gracioso que estaba el perrito lleno de leche con su cara de susto.

Cuando Bo vio que Adela se reía, empezó a lamerse la leche y a hacer más tonterías mientras la niña,
sin parar de reír, intentaba limpiarlo con el mantel. Cuando Amina y sus vio lo que se reía Adela se
alegró muchísimo, y corrió a decírselo a sus papás. Por fin todos volvían a estar alegres.

A pesar de no ser un perrito como los demás, Bo fue el único capaz de lograr que la alegría y el
optimismo volvieran a aquella casa.
El conejito soñador
Había una vez un conejito soñador que vivía en una casita en medio del bosque, rodeado de libros y
fantasía, pero no tenía amigos. Todos le habían dado de lado porque se pasaba el día contando historias
imaginarias sobre hazañas caballerescas, aventuras submarinas y expediciones extraterrestres. Siempre
estaba inventando aventuras como si las hubiera vivido de verdad, hasta que sus amigos se cansaron de
escucharle y acabó quedándose solo.

Al principio el conejito se sintió muy triste y empezó a pensar que sus historias eran muy aburridas y
por eso nadie las quería escuchar. Pero pese a eso continuó escribiendo.

Las historias del conejito eran increíbles y le permitían vivir todo tipo de aventuras. Se imaginaba
vestido de caballero salvando a inocentes princesas o sintiendo el frío del mar sobre su traje de buzo
mientras exploraba las profundidades del océano.

Se pasaba el día escribiendo historias y dibujando los lugares que imaginaba. De vez en cuando, salía al
bosque a leer en voz alta, por si alguien estaba interesado en compartir sus relatos.

Un día, mientras el conejito soñador leía entusiasmado su último relato, apareció por allí una hermosa
conejita. Pero nuestro amigo estaba tan entregado a la interpretación de sus propios cuentos que ni se
enteró de que alguien lo escuchaba. Cuando acabó, la conejita le aplaudió con entusiasmo.

-Vaya, no sabía que tenía público- dijo el conejito soñador a la recién llegada -. ¿Te ha gustado mi
historia?
-Ha sido muy emocionante -respondió ella-. ¿Sabes más historias?
-¡Claro!- dijo emocionado el conejito -. Yo mismo las escribo.
- ¿De verdad? ¿Y son todas tan apasionantes?
- ¿Tú crees que son apasionantes? Todo el mundo dice que son aburridísimas…
- Pues eso no es cierto, a mí me ha gustado mucho. Ojalá yo supiera saber escribir historias como la
tuya pero no se...

El conejito se dio cuenta de que la conejita se había puesto de repente muy triste así que se acercó y,
pasándole la patita por encima del hombro, le dijo con dulzura:
- Yo puedo enseñarte si quieres a escribirlas. Seguro que aprendes muy rápido
- ¿Sí? ¿Me lo dices en serio?
- ¡Claro que sí! ¡Hasta podríamos escribirlas juntos!
- ¡Genial! Estoy deseando explorar esos lugares, viajar a esos mundos y conocer a todos esos villanos y
malandrines -dijo la conejita-

Los conejitos se hicieron muy amigos y compartieron juegos y escribieron cientos de libros que leyeron
a niños de todo el mundo.

Sus historias jamás contadas y peripecias se hicieron muy famosas y el conejito no volvió jamás a
sentirse solo ni tampoco a dudar de sus historias.
El ladrón camaleón
Había una vez un ladrón muy astuto que ideó un plan infalible para que no le pillara la policía. Este
ladrón diseñó un traje especial que le permitía camuflarse entre cualquier cosa, porque el traje se volvía
del mismo color y textura que aquello que tocaba. Durante mucho tiempo, el ladrón pudo esconderse
en el propio escenario de sus delitos. Su lugar favorito era detrás de las plantas, pero también había
conseguido esconderse junto a una pared, tirado en el suelo o subido a una farola.

El ladrón estaba tan orgulloso, que filtró a la prensa el nombre que él mismo se había puesto: “el ladrón
camaleón”. Al principio nadie lo entendió, pero sus robos eran tan espectaculares que sirvió para que la
prensa prestara más atención. La policía también decidió dedicar más recursos a aquel ladrón que les
dejaba en ridículo delante de todo el mundo con su curioso nombre.

Llegado desde muy lejos, el inspector Carrasquilla decidió que aquello tenía que acabar. Y lo primero
que se propuso fue, precisamente, descubrir el porqué de aquel mote. Investigando las escenas de los
diferentes delitos, el inspector Carrasquilla descubrió curiosas manchas en el suelo, de diferentes
colores y texturas. Cogió varias muestras. Su sorpresa al ver que las manchas se volvían todas iguales,
casi imperceptibles, al contacto con el palito que usaba para recogerlas.

-¡Eso es! -dijo el inspector Carrasquilla - Mimetismo.


-¿Qué dice, inspector? -le preguntó el policía que lo acompañaba.

-Mimetismo, agente -dijo el inspector Carrasquilla-. Es la capacidad que tienen los camaleones y otros
animales para camuflarse con el entorno. Nuestro ladrón es muy listo. La próxima vez lo pillaremos.
Asegúrese de que cargan los coches de policía con todos los sacos de harina que puedan.

El agente no entendía para qué quería el inspector Carrasquilla tanta harina, pero no dudó en cumplir
las órdenes.

Cuando llegó el aviso de un nuevo robo, todos los policías disponibles acudieron a la escena del delito.

-Cojan cada uno un saco de harina y distribúyanse por todo el lugar -dijo el inspector Carrasquilla-.
Cuando cuente tres, dispersen la harina. El bulto con forma de persona que aparecerá en algún lugar
será el ladrón camaleón. Una, dos y… ¡tres!

-¡Ahí, ahí está! -gritó uno de los agentes-. Sobre el mostrador.

-Señor ladrón camaleón, está usted detenido por múltiples delitos de robo -le dijo el inspector
Carrasquilla mientras le ponía las esposas.

Y así fue como el león camaleón fue atrapado, usando su propio truco.

-¡Ay!, si no hubiera sido tan arrogante y hubiera mantenido la boca callada... -decía el ladrón mientras
se lo llevaban a comisaría.
El rey que no sabía leer

Había una vez un poderoso rey. Todo el mundo vivía feliz y en paz, pero el rey ocultaba un gran
secreto: no sabía leer y se avergonzaba por ello, no quería que nadie lo supiera. Si alguien lo descubría,
su reinado correría peligro. Al menos eso es lo que él creía.

Un día llegó una carta al palacio. El rey, como siempre, hizo que su asistente la abriera y que, de paso,
la leyera, siempre se las ingeniaba para parecer ocupado cuando llegaba algo que había que leer.

Pero el asistente apenas sabía leer. Nadie le había dicho que tenía que saber leer para ocupar ese puesto,
y por eso no había dicho nada. Y, como le daba vergüenza reconocerlo, decidió inventarse lo que no
entendía

-Es una declaración de guerra, señor -dijo el asistente-. El rey vecino lo invita a batirse en duelo con él.
El que gane se quedará con todo. Le pide que vaya mañana a la hora comer con sus mejores galas.

Enojado el rey, dijo -¡Esto es intolerable! ¿Cómo osa ese mentecato a retarme en duelo por mi gran
reino? Si es mucho más grande y próspero. Aunque no me vendría nada mal su puerto, todo hay que
decirlo. No voy a dejar que mi pueblo sufra una guerra por su capricho. Y encima me pide que me
ponga guapo. ¡Qué tipo más extraño! Escríbele y dile que mañana estaré allí.

El asistente, que apenas sabía escribir, escribió un simple VALE en la misma nota y se la entregó al
mensajero.

Al día siguiente, ataviado con sus mejores galas, el rey se presentó en el palacio del rey vecino. Fue
recibido con gran pompa y lujo.

-No entiendo nada -dijo el rey a su asistente-. ¿Por qué me reciben así? Soy treinta años más joven que
su rey que, además, no goza de buena salud. ¿Me estarán adulando porque saben que seré su nuevo
rey?

El rey vecino le salió al encuentro y le dijo:

-Oh, amigo, qué gran alegría tenerte aquí. Desde hoy nuestros dos reinos pasarán a ser solo uno, más
grande, más próspero y más poderoso. Cuánto me alegro de que hayas aceptado mi ofrecimiento. Mi
hija está encantada.

-¿Se puede saber qué pasa aquí? ¡No entiendo nada!

-Es normal. Estás aturdido. Mi hija, tu prometida, está ansiosa por verte.

-¿Prometida?

-Eso fue lo que acordamos. Tú y ella se casarán para unificar los dos reinos. Ella está encantada. Te
admira muchísimo. Y cuando sepa que la emoción te ha hecho perder el sentido va a quedar
encantadísima.
El rey se acercó a su asistente.

-¿Se puede saber qué pasa aquí? ¿Me has tomado el pelo con la nota?

-No señor, es que apenas sé leer -dijo el asistente-. Me inventé lo que no entendía. Pensé que lo
comprobaría después.

-Bueno, está bien. Ahora toca disimular -dijo el rey.

El rey y la princesa se casaron y unificaron los dos reinos. Ese mismo día el rey hizo el firme propósito
de aprender a leer. No podía arriesgarse a perderlo todo por no entender una simple nota.

Y, como suele pasar en estos casos, todos fueron felices para siempre.
Los zapateros
En una pequeña casa a las afueras de la ciudad vivían dos hermanos zapateros. Todos los zapatos que
hacían los compraban Don Ismael, un gran empresario que poseía una gran cadena de zapaterías por
todo el país. Pero mientras que Don Ismael era cada vez más rico, la pareja de zapateros era cada vez
más pobre.

Un día, los zapateros le pidieron a Don Ismael que le pagara más por sus zapatos. Pero Don Ismael se
negó.

-Si quieres ganar más dinero, trabajen más -les dijo.

Y eso hicieron. Pero de tanto trabajar, los zapateros cayeron enfermos. Durante varias semanas apenas
pudieron trabajar. Cuando Don Ismael fue a verlos para recoger su pedido se enfadó muchísimo al ver
que no había nada terminado. Hecho una furia salió a la calle y les gritó:

-¡Voy a perder mucho dinero este mes por la culpa de ustedes! Son unos vagos. ¡Me van a arruinar!

Felipe, el hermano mayor, se levantó como pudo de la silla, fue hasta la puerta y le dijo:

-Sabe que le digo, Don Ismael. Siento mucho su pérdida. Nosotros, en cambio, no hemos perdido
mucho, porque no es mucho lo que ganamos con esto. Así que a partir de ahora somos nosotros los que
no vamos a trabajar para usted.

Los vecinos, que se habían congregado alrededor de la casa al oír los gritos, empezaron a aplaudir.

-¡Muy bien dicho, Felipe!

Cuando los hermanos se recuperaron decidieron vender los zapatos por su cuenta. Y como eran tan
buenos, su fama creció y la gente se los quitaba de las manos.

Su historia se hizo famosa y, poco a poco, todos los zapateros que hacían zapatos para Don Ismael
decidieron seguir el ejemplo de los dos hermanos.

Y así es como Don Ismael se fue quedando solo, sin nadie que trabajara para él, hasta que se arruinó.

Felipe y su hermano viven ahora mucho más felices, porque su trabajo no solo está mejor pagado, sino
porque, además, son respetados y admirados por todos.
El balón de Dan
Dan se despertó esa mañana dispuesto a ir al colegio, como todas las mañanas. Pero ese día tardó un poco más
de lo normal. Su cuarto era un desastre. Siempre lo tenía desordenado y le costaba muchísimo encontrar las
cosas. Además de buscar la ropa, las zapatillas, la mochila y todos los libros y cuadernos que tenía que llevar
para las clases, ese día Dan era el encargado de llevar el balón para jugar al fútbol. Pero entre todo ese caos Dan
fue incapaz de localizar el balón.

-Mamá, ¿sabes dónde está mi balón? -preguntó Dan.

-Ya sabes que me niego a entrar en tu cuarto mientras siga así de desordenado -respondió su madre.

-Mi problema en este momento no es el desorden, mamá. ¡Es un problema de memoria! -dijo Dan, bastante
alterado.

-En esto tampoco te puedo ayudar -dijo su madre.

Al final Dan tuvo que irse al colegio sin haber encontrado el balón. Sus compañeros, al enterase, se sintieron
muy decepcionados.

-Por culpa de tu desorden hoy no habrá partido -le dijo Richi.

-El problema que he tenido ha sido no acordarme de dónde lo dejé -dijo Dan-. Es un problema de memoria, en
serio.

Dan estuvo buscando el balón durante días. Pero no solo no lo encontró, sino que también desaparecieron los
libros que tenía que devolver a la biblioteca, el gorro de su chaqueta y sus calzoncillos favoritos.

Desesperado, Dan no tuvo más remedio que pedir ayuda a su madre. -Si me ayudas a ordenar mi cuarto prometo
no volver a dejarlo así -dijo Dan.

-No sé yo si creerte, hijo -dijo su madre-. Con esos problemas de memoria que tienes es probable que se te
olvide. ¡Ah, espera! Como se te ha olvidado las siete veces anteriores que me has pedido lo mismo.

-Esta vez no me olvidaré, mami -dijo Dan-. Necesito el balón y… mis calzoncillos de la suerte.

-Está bien, pero esta vez yo te digo lo que tienes que hacer y tú lo haces -dijo su madre-. A ver si colocándolo tú
mismo conseguimos algo.

Dan colocó la habitación siguiendo las instrucciones que su madre le daba desde la puerta. Tras tres horas de
intenso trabajo, Dan encontró el balón, los libros, el gorro, los calzoncillos y varios calcetines. También
aparecieron un par de camisetas y un montón de pequeñas piezas que necesitaba para completar una maqueta
que llevaba tiempo queriendo terminar. Dan estaba agotado.

-Pues repetirás esto todos los sábados por la tarde, jovencito -dijo su madre-. Así que más te vale ser cuidadoso
durante la semana si quieres salir a jugar con tus amigos.

Dan no se volvió ordenado de la noche a la mañana, pero con tal de no repetir aquello un sábado más se esforzó
bastante para que la tarea de ordenar fuese menos dura. Y nunca más volvió a perder el balón ni sus preciados
calzoncillos.

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