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René Girard

La violencia y lo sagrado
/V
René Girard
"V

La violencia y lo sagrado
Traducción de Joaquín Jo rd á

EDITORIAL ANAGRAMA
BARCELONA

Acuitad d3 Filosa fi :
IV. r e SEVILLA B>3LIOTECA
Titulo de la cdicion original:
La violence et le sacré
© Editions Bernard Grasset
Paris, 1972

Diseno de la colecciôn:
Julio Vivas
Ilustraciôn: «El sacrificio de Isaac«

A Paul Thoulouze

Primera cdicion: noviem bre 1983


Scgunda cdicion: septiembre 1995
Tarera cdicion: septiembre 1998
Cuarta cdicion: oetubre 2005

© EDITORIAL ANAGRAMA, S. A., 1995


Pedro de la Creu, 5S
08034 Barcelona

ISBN: 84-339-0070-6
Deposito Legal: B. 40295-2005

Printed in Spain

Liberduplex, S. L. U., ctra. BV 2241, km 7,4 - Poligono Torrentfondo


08791 Sant Llorenç d’Hortons
I

EL SA C R IF IC IO

La Fundación G uggenheim y la U niversidad de N ueva Y o rk, de Buf- En num erosos ritu ales, el sacrificio se presenta de dos m aneras opues­
falo (F aculty of A rts and L etters), han concedido respectivam ente la beca tas, a veces como una «cosa m uy san ta» de la que no es posible abstenerse
y el tiem po lib re, que han facilitad o la redacción de la presente obra. SI sin grave negligen cia, y otras, al contrario, como una especie de crim en
autor les expresa su g ratitu d . Su reconocim iento se dirige tam bién a todos que no puede com eterse sin exponerse a unos peligros no menos graves.
sus am igos, especialm ente a Eugenio D onato, y a Jo sué H arari, cuya P ara explicar este doble aspecto, legítim o e ileg ítim o , público y casi
colaboración cotidiana y num erosas sugerencias están presentes en todas fu rtivo , del sacrificio ritu a l, H ub ert y M auss, en su Essai sur la nature et
las páginas siguientes. la jo n c tio n du sa crifice,1 invocan el carácter sagrado de la víctim a. Es cri­
m in al m atar a la víctim a porque es s a g ra d a ... pero la víctim a no sería
sagrada si no se la m atara. H ay en ello un círculo que recibirá al cabo
de cierto tiem po, y sigue conservando en nuestros días, el sonoro nom ­
bre de am bivalencia. Por convincente y hasta im presionante que siga pa-
reciéndonos este térm ino, después del asombroso uso que de él ha hecho
e l siglo x x , tal vez sea el m om ento de reconocer que no em ana de él
ninguna luz propia, ni constituye una verdadera explicación. No hace má*
que señalar un problem a que sigue esperando su solución.
Si el sacrificio aparece como violencia crim in al, apenas existe vio len ­
cia, a su vez, que no pueda ser descrita en térm inos de sacrificio, en la
tragedia griega, por ejem plo. Se nos dirá que el poeta corre un velo poético
sobre unas realidades más bien sórdidas. Es in dudab le, pero el sacrificio
y el hom icidio no se p restarían a este juego de sustituciones recíprocas si
no estuvieran em parentados. Surge ahí un hecho tan evidente que parece
algo ridícu lo , pero que no es in ú til sub rayar, pues en m ateria del sacri­
ficio las evidencias prim eras carecen de todo peso. Una vez que se ha
decidido convertir al sacrificio en una institución «esen cialm en te» — cuar
do no incluso «m eram en te»— sim bólica, puede decirse cualq uier c o s í
El tem a se presta de modo adm irable a un determ inado tip o de reflexión
irreal.

1. Sacado de VAnnée s o cio lo g iq u e , 2 (1899).

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E xiste un m isterio del sacrificio. La piedad del hum anism o clásico ador­ lencia de algunos seres a los que se in ten ta pro teger, hacia otros seres cuya
mece n uestra curiosidad, pero la frecuentación de los autores antiguos la m uerte im porta menos o no im porta en absoluto.
despierta. H oy el m isterio es más im penetrable que nunca. T al como le Jo seph de M aistre, en su E claircissem ent sur les sacrifices, observa que
m anipulan los autores m odernos, no alcanzam os a saber si predom ina la las víctim as anim ales siem pre tienen algo de hum ano, como si se tratara
distracción, la in diferen cia o una especie de secreta prudencia. ¿Nos encon­ de engañar lo m ejor posible a la violencia:
tram os ante un segundo m isterio o sigue siendo el m ism o? ¿P o r qué, por
ejem plo, nunca se p lan tean preguntas sobre las relaciones en tre el sacri­ «Siem p re se eleg ía, entre los anim ales, los más preciosos por
ficio y la violencia? su u tilid ad , los mas dulces, los m ás inocentes, los más relaciona­
A lgunos estudios recientes sugieren que los m ecanism os fisiológicos dos con el hom bre por su in stin to y por sus co stu m b res...
de la violencia varían m uy poco de un individuo a otro, e incluso de una »Se elegía en la especie anim al las víctim as más humanas, en
cu ltu ra a otra. Según A nthony Sto rr, en Human A gression (A theneum , el caso de que sea legítim o expresarse de este m odo.»
1 9 6 8 ), nada se parece m ás a un gato o a un hom bre encolerizado que
La etnología m oderna aporta en ocasiones una confirm ación a este
otro gato u otro hom bre encolerizado. Si la violencia desem peñaba un
tipo de intuición. En ciertas com unidades pastoriles que practican el sacri­
papel en el sacrificio, por lo menos en determ in adas estadios de su ex is­
ficio, el ganado está estrecham ente asociado a la existen cia hum ana. En dos
tencia ritu al, encontraríam os ahí un interesante elem ento de an álisis, por
pueblos del A lto N ilo, por ejem plo los n uer, estudiados por E, E. Evans-
ser independiente, por lo menos en p arte, de unas variab les culturales
P ritch ard , v los d in ka, estudiados m ás recientem ente por G odfrey L ien h ardt,
con frecuencia desconocidas, m al conocidas, o menos bien conocidas, tal
existe una auténtica sociedad bovina, p aralela a la sociedad de los hom ­
vez, de lo que suponemos.
bres y estructurada de la m ism a m anera.3
Una vez que se ha despertado, el deseo de violencia provoca unos
En todo lo que se refiere a los bovinos, el vocabulario nuer es ex tre­
cam bios corporales que preparan a los hom bres al com bate. Esta dispo­
m adam ente rico, tanto en el plano de la econom ía y de las técnicas como
sición violenta tiene una determ inada duración. No hay que verla como
en el del rito e incluso de la poesía. Este vocabulario perm ite establecer
un sim ple reflejo que in terru m p iría sus efectos tan pronto como el estí­
unas relaciones extrem adam ente precisas y m atizadas entre el ganado, por
m ulo deje de actuar. Storr observa que es más d ifícil satisfacer el deseo
una p arte, y la com unidad por otra. Los colores de los anim ales, la forma
de violencia que suscitarlo, especialm ente en las condiciones norm ales de
de sus cuernos, su edad, su sexo, su lin aje, diferenciados y rem em orados
la vida social.
en ocasiones hasta la q u in ta generación, p erm iten diferenciar entre sí las
Decimos frecuentem ente que la violencia es «irra c io n a l». Sin em bargo, cabezas de ganado, a fin de reproducir las diferenciaciones propiam ente
no carece de razones; sabe incluso encontrarlas excelentes cuando tiene culturales y co n stituir un auténtico doble de la sociedad hum ana. Entre los
ganas de desencadenarse. Por buenas, no obstante, que sean estas razones, nombres de cada in dividuo , siem pre hay uno que designa igualm ente a un
jam ás m erecen ser tom adas en serio. La m ism a violencia las o lvidará por anim al cuyo lu g ar en el rebaño es homólogo al de su amo en la com u­
poco que el objeto in icialm ente apuntado perm anezca fuera de su alcance nidad.
y siga provocándola. La violencia insatisfecha busca y acaba siem pre por Las peleas entre las subsecciones tienen con frecuencia al ganado por
encontrar una víctim a de recam bio. Sustituye de repente la criatura que objeto: todos los daños y perjuicios se regulan en cabezas de ganado; las
excitaba su furor por otra que carece de todo títu lo especial para atraer dotes m atrim oniales consisten en rebaños. P ara entender a los nuer, afirm a
las iras del violento , salvo el hecho de que es vu ln erab le y está al alcance E vans-P ritchard, hay que adoptar la m áxim a «C herchez la va ch e» . Entre
de su mano. estos hom bres y sus rebaños existe una especie de «sim b io sis» — la expre­
Como lo sugieren m uchos indicios, esta ap titud para proveerse de ob­ sión sigue siendo de E vans-P ritchard— que nos ofrece un ejem plo extrem o
jetos de recam bio no está reservada a la violencia hum ana. Lorenz, en La y casi caricaturesco de una proxim idad característica, en diferentes grados,
A gresión (Siglo X X I 19 68 ), hab la de un determ inado tipo de pez al que de las relaciones entre las sociedades p astoriles y sus ganados.
no se puede p rivar de sus adversarios h ab ituales, sus congéneres machos, Las observaciones hechas sobre el terreno y la reflexión teórica obligan
con los cuales se disputa el control de un cierto territo rio , sin que d irija a recup erar, en la explicación del sacrificio, la hipótesis de la sustitución.
sus tendencias agresivas contra su propia fam ilia y acabe por destruirla.
Conviene preguntarse si el sacrificio ritu al no está basado en una susti­ 2. E. E. Evans-Pritchard, T h e N uer (Oxford Press, 1940), hoy trad. cast., Los
tución del m ismo tipo, pero que cam ina en sentido inverso. Cabe concebir, Nuer (Anagrama, 1979). Godfrey Lienhardt, D ivinity and E xperience, t h e R eligión o f
por ejem plo, que la inm olación de unas víctim as anim ales desvíe la vio ­ ¡h e Dinka (Oxford Press, 1961).

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Esta idea es om nipresente en la lite ra tu ra antigua sobre el tem a. Y ésta el m ism o an im al salva un a segunda. A q u í no nos encontram os con un en­
es la razón de que m uchos m odernos la rechacen o le concedan un m ínim o sueño m ístico sino con un a intuición real que se refiere a la función del
espacio. H ub ert y M auss, por ejem plo, desconfían de ella , sin duda porque sacrificio y que sólo recurre p ara expresarse a unos elem entos sacados del
les parece arrastrar un universo de valores m orales y religiosos incom pa­ propio texto.
tibles con la ciencia. Y no cabe duda de que un Jo seph de M aistre, por H ay otra gran escena de la B ib lia, la bendición de Jaco b por su padre
ejem plo, siem pre ve en la víctim a ritu al a una criatu ra «in o cen te», que Isaac, que se aclara ante la idea de que la sustitución sacrificial tiene por
paga por algún «c u lp ab le». La hipótesis que proponem os elim ina objeto engañar la vio len cia, y aclara a su vez nuevos aspectos de esta
esta diferencia m oral. La relación entre la víctim a potencial y la víctim a idea.
actual no debe ser definida en térm inos de culp ab ilidad y de inocencia. Isaac es viejo . A nte la idea de que su m uerte está p róxim a, quiere
No h ay nada que « e x p ia r» . La sociedad in ten ta desviar hacia una víctim a bendecir a su h ijo m ayor E saú; antes le p ide que vaya a cazar y que le
relativam en te in d iferen te, una víctim a «sa c rific a b le », una violencia que traiga un «p lato sab ro so ». Jaco b , el m enor, que lo ha oído todo, previene
am enaza con h erir a sus propios m iem bros, los que ella pretende proteger a su m adre R aquel. Esta aparta dos cabritos del rebaño fam iliar y prepara
a cualq uier precio. con ellos un sabroso m anjar que Jacob se apresura a ofrecer a su padre,
Todas las características que hacen terrorífica la violencia, su ciega b ru­ haciéndose pasar por Esaú.
talid ad , la absurdidad de sus desenfrenos, no carecen de contrapartida: Isaac es ciego, pero Jacob sigue sintiendo el tem or de ser identificado
coinciden con su extraña propensión a arrojarse sobre unas víctim as de por la p iel de sus m anos y de su cuello, que es lisa y no vellud a como la
recam bio, perm iten engañar a esta enem iga y arro jarle, en el momento de su herm ano m ayor. R aq u el tien e la afortunada idea de recub rir esta p iel
propicio, la ridicula presa que la satisfará. Los cuentos de hadas que nos con el p ellejo de los cabritos. El anciano palpa las manos y el cuello de
m uestran al lobo, al ogro o al dragón engullendo vorazm ente un gran Jacob pero no reconoce a su hijo m enor, y le da su bendición.
pedrusco en lugar del niño que deseaban, podrían m uy bien tener un Los cabritos sirven de dos m aneras diferentes para engañar al padre,
carácter sacrificial. es decir, para alejar del hijo la violencia que le am enaza. P ara ser ben­
decido y no m aldecido, el hijo debe hacerse preceder ante el padre por
* *
el anim al que acaba de inm olar y que él le ofrece en alim ento. Y el hijo
se d isim u la, literalm en te, detrás del pellejo del anim al sacrificado. El
Sólo es posible engañar la violencia en la m edida de que no se la prive anim al siem pre aparece in terpu esto entre el padre y el h ijo . Im pide los
de cualquier salid a, o se le ofrezca algo que llevarse a la boca. T al vez contactos directos que podrían p recip itar la violencia.
sea esto lo que sign ifica, adem ás de otras cosas, la h isto ria de C aín y de Dos tipos de sustitución entrechocan en esta ocasión: la de un herm a­
A bel. El texto bíblico ofrece una única precisión sobre cada herm ano. no por el otro y la del hom bre por el anim al. El texto no adm ite ex p lí­
C aín cultiva la tierra y ofrece a Dios los frutos de su cosecha. A bel es un citam ente que la p rim era sirve en cierto modo de p an talla a la segunda.
p asto r; sacrifica los prim ogénitos de sus rebaños. Uno de los dos herm anos A l desviarse de m anera duradera hacia la víctim a sacrificial, la vio len ­
m ata el otro y es aquél que no dispone de este engaña-violencia que cons­ cia pierde de vista el objeto apuntado in icialm ente por ella. La sustitución
titu ye el sacrificio anim al. A decir verdad, esta diferencia entre el culto sacrificial supone una cierta ignorancia. M ien tras perm anece en vigor, el
sacrificial y el culto no sacrificial coincide con el juicio de Dios en favor sacrificio no puede hacer patente el desplazam iento sobre el que está b a­
de A b el. D ecir que Dios agradece los sacrificios de A bel y no agradece las sado. No debe o lvidar com pletam ente ni el objeto o rigin al ni el desliza­
ofrendas de C aín, equivale a rep etir en otro len guaje, el de lo divino, que m iento que perm ite pasar de este objeto a la víctim a realm ente inm olada,
Caín m ata a su herm ano m ientras que A b el no lo m ata. sin lo cual ya no se produciría la sustitución y el sacrificio perdería su
En el A ntiguo T estam ento y en los m itos griegos, los herm anos son eficacia. La escena que acabam os de leer responde perfectam ente a esta
casi siem pre unos herm anos enem igos. La violencia que parecen fatalm ente do b le exigencia. El texto no relaciona directam ente la extrañ a superche­
llam ados a ejercer e l uno contra el otro no tiene otra m anera de disiparse ría que defin e la sustitución sacrificial, pero tampoco la pasa por alto ; la
que sobre unas víctim as terceras, una víctim as sacrificiales. Los «celo s» m ezcla con otra sustitución, nos la deja entrever pero de m anera indirecta
que Caín siente respecto a su herm ano van acom pañados de la privación y huidiza. O sea, que quizás posee el m ism o un carácter sacrificial. P re­
de solución sacrificial que define a l personaje. tende revelar un fenóm eno de sustitución pero existe otro que se oculta
Según una tradición m usulm ana, el cordero que Dios envía a A braham a m edias detrás del prim ero. D a pie para creer que en este texto aparece
para sacrificarlo en lu g ar de su hijo Isaac es el m ism o que ya había sido e l m ito fundador de un sistem a sacrificial.
sacrificado por A bel. D espués de haber salvado una prim era vida hum ana, El personaje de Jacob va frecuentem ente asociado a la m anipulación

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real en la sociedad. El temible trasfondo que acabamos de vislumbrar, con
astuta de la violencia sacrificial. En el universo griego, Ulises desempeña en
su economía de la violencia, se borraría totalmente y nos remitiría a la
ocasiones un papel bastante parecido. Conviene comparar la bendición de
lectura puramente formalista, incapaz de satisfacer nuestro deseo de com­
Jacob en el G énesis con la historia del cíclope en la Odisea, especialmente
prensión.
la maravillosa artimaña que permite al héroe escapar finalmente del mons­
truo. Como hemos visto, la operación sacrificial supone una cierta ignorancia.
Los fieles no conocen y no deben conocer el papel desempeñado por la
Ulises y sus compañeros están encerrados en el antro del Cíclope. Cada
violencia. En esta ignorancia, la teología del sacrificio es evidentemente
día, éste devora a uno de ellos. Los supervivientes acaban por ponerse
primordial. Se supone que es el dios quien reclama las victimas; sólo él,
de acuerdo para cegar conjuntamente a su verdugo con una estaca infla­
en principio, se deleita con la humareda de los holocaustos; sólo él exige
mada. Loco de rabia y de dolor, el Cíclope obstruye la entrada de la gruta
la carne amontonada en sus altares. Y para apaciguar su colera, se mul­
para apoderarse de sus agresores cuando intenten escapar. Sólo deja salir
tiplican los sacrificios. Las lecturas que no mencionan a esta divinidad
a su rebaño, que debe ir a pastar fuera. De la misma manera que Isaac,
permanecen prisioneras de una teología que transportan por entero a lo
ciego, busca a tientas el cuello y las manos de su hijo pero sólo encuentra
imaginario, pero que dejan intacta. Nos esforzamos en organizar una institu­
el pellejo de los cabritos, el Cíclope palpa al pasar los lomos de sus ani­
ción real en torno a una entidad puramente ilusoria; no hay que sorpren­
males para asegurarse de que son los únicos que salen. Más astuto que él,
derse si la ilusión acaba por prevalecer, destruyendo poco a poco hasta
a Ulises se le ha ocurrido la idea de ocultarse debajo de una oveja; agarrán­
los aspectos mas concretos de esta institución.
dose a la lana de su vientre, se deja llevar por ella hasta la vida y la
En lugar de negar la teología en bloque y de manera abstracta, lo que
libertad.
equivale a aceptarla dócilmente, hay que criticarla; hay que recuperar las
La comparación de ambas escenas, la del G énesis y la de la Odisea,
relaciones conflictivas que el sacrificio y su teología disimulan y satisfa­
hace más verosímil la interpretación sacrificial de ambas. En cada ocasión,
cen a un tiempo. Hay que romper con la tradición formalista inaugurada
llegado el momento crucial, el animal es interpuesto entre la violencia y el
por Hubert y Manss. La interpretación del sacrificio como violencia de-
ser humano al que busca. Los dos textos se explican reciprocamente; el
recambio aparece en la reflexión reciente, unida a unas observaciones efec­
Cíclope de la Odisea subraya la amenaza que pesa sobre el héroe y que
tuadas sobre el terreno. En Di vi ni i y and E xperience, Godfrey Lienhardt,
queda oscura en el G énesis; la inmolación de los cabritos, en el G énesis, y
y Víctor Turner, en varias de sus obras, especialmente T h e D rums o f
la ofrenda del sabroso guiso desprenden un carácter sacrificial que corre
A ffliction (Oxford, 19 68), reconocen en el sacrificio — estudiado en los
el peligro de pasar desapercibido en la oveja de la Odisea.
dinka por el primero, y en los ndembu por el segundo— una autentica
* * *
operación de tra n sferí colectivo que se efectúa a expensas de la victima
y que actúa sobre las tensiones internas, los rencores, las rivalidades y
todas las veleidades recíprocas de agresión en el seno de la comunidad.
El sacrificio siempre ha sido definido como una mediación entre un
Aquí el sacrificio tiene una función real y el problema de la sustitu­
un sacrificador y una «divinidad». Dado que para nosotros, modernos, la
ción se plantea al nivel de toda la colectividad. La víctima no sustituye a
divinidad carece de toda realidad, por lo menos en el plano del sacrificio
tal o cual individuo especialmente amenazado, no es ofrecida a tal o cual
sangriento, toda la institución, a fin de cuentas, es rechazada por la lectura
individuo especialmente sanguinario, sustituye y se ofrece a un tiempo a
tradicional al terreno de lo imaginario. El punto de vista de Hubert y
todos los miembros de la sociedad por todos los miembros de la sociedad.
Mauss recueida la opinión de Levi-Strauss en La P e n s é e suuvage. El sacri­
Es la comunidad entera la que el sacrificio protege de su propia violen­
ficio no responde a nada real. No hay que vacilar en calificarlo de «falso».
cia, es la comunidad entera la que es desviada hacia unas víctimas que le son
La definición que relaciona el sacrificio con una divinidad inexistente
exteriores. El sacrificio polariza sobre la víctima unos gérmenes de disen­
recuerda un poco la poesía según Paul Valéry; se trata de una operación
sión esparcidos por doquier y los disipa proponiéndoles una satisfacción
meramente solipsísta que las personas hábiles practican por amor al arte,
parcial.
dejando que las necias se ilusionen con la idea de que se comunican con
alguien. Si nos negamos a ver en su teología, o sea, en la interpretación que
ofrece de sí misma, la última palabra del sacrificio, no tardamos en des­
Evidentemente, los dos grandes textos que acabamos de leer hablan
cubrir que junto a esta teología y en principio subordinado a ella, pero en
del sacrificio, pero ninguno de los dos menciona la menor divinidad. Si
realidad independiente, por lo menos hasta cierto punto, existe otro dis­
se introdujera una divinidad, su inteligibilidad^ lejos de aumentar, se vería
curso religioso sobre el sacrificio que se refiere a su función social y que
disminuida. Volveríamos a caer en la idea, común a la Antigüedad tardía
es mucho más interesante.
y al mundo moderno, de que el sacrificio no desempeña ninguna función
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P ara confirm ar la vanid ad de lo religioso, siem pre se u tilizan los ritos ho es sacrificial en su sentido riguroso, pero evidentem ente tam poco es
m ás excéntricos, los sacrificios p ara p ed ir la llu v ia y el b uen tiem po, por ajeno a l sacrificio. E l sacrificio in stitucio n alizado reposa sobre unos efectos
ejem plo. Sin lu g ar a dudas, eso ex iste. No h ay objeto o em presa en cuyo m uy sem ejantes a la cólera de A jax , pero ordenados, canalizados y disci­
nom bre no se pueda ofrecer un sacrificio, a p a rtir del m om ento, sobre todo, plinados por e l m arco inm utable en que están fijados.
en que el carácter social de la in stitució n com ienza a difum in arse. E xiste, En los sistem as típicam ente ritu ales que nos resu ltan algo fam iliares,
6Ín em bargo, un com ún denom inador de la eficacia sacrificial, tanto más los del universo judaico y de la A n tigüedad clásica, las víctim as son casi
v isib le y preponderante cuanto más viva perm anece la in stitució n . E ste siem pre unos anim ales. T am bién existen otros sistem as ritu ales que susti­
denom inador es la violencia in testin a; son las disensiones, las riv alid ad es, tuyen con otros seres hum anos los seres hum anos am enazados por la vio ­
los celos, las peleas en tre allegados lo que el sacrificio pretende ante todo lencia.
elim in ar, pues restaura la arm onía de la com unidad y refuerza la unidad En la G recia del siglo v , en la A tenas de los grandes poetas trágicos,
social. Todo el resto se desprende de ahí. Sí abordam os el sacrificio a p ar­ parece que el sacrificio hum ano no hab ía desaparecido del todo. Se per­
tir de este aspecto esencial, a través de este cam ino real de la violencia p etuaba bajo la form a d el pharm akos que la ciudad m antenía a su costa
que se abre ante nosotros, no tardam os en d escubrir que está realm ente p ara sacrificarlo en determ inadas ocasiones, especialm ente en los períodos
relacionado con todos los aspectos de la existencia hum ana, incluso con la de calam idades. Si quisiéram os in terro garla respecto a este punto, la tra­
prosperidad m aterial. Cuando los hom bres ya no se en tien den en tre sí, el gedia g riega podría aportarnos unas precisiones m uy notables. E stá claro,
sol b rilla y la llu v ia cae como siem pre, sin dud a, pero los campos están por ejem plo, que un m ito como el de M edea es p aralelo , en el plano del
m enos b ien cultivad os, y las cosechas se resienten. sacrificio hum ano, al m ito de A jax en el plano del sacrificio an im al. En
Los grandes textos chinos reconocen explícitam en te al sacrificio la fun­ la M edea de E urípides, el principio de la sustitución de un ser hum ano
ción que aquí proponem os. G racias a é l, las poblaciones perm anecen tran ­ por otro ser hum ano aparece bajo su form a más salvaje. A sustada por la
quilas y no se agitan. R efuerza la un idad de la nación (C h ’u Y ü , I I , 2). cólera de M edea, que acaba de ser abandonada por su am ante, Jasó n , la
El Libro d e los ritos afirm a que los sacrificios, la m úsica, los castigos y nodriza pide a l pedagogo que m antenga a los niños alejados d e su m adre:
las leyes tienen un único y m ismo fin: un ir los corazones y establecer el
orden.3 «Y o sé que su furo r no se apaciguará antes de haber golpeado
■a una víctim a. ¡A h , que se trate por lo m enos de uno de nuestros
en em igo s!»
* * *
M edea sustituye con sus propios hijos el auténtico objeto de su odio,
que queda fuera de su alcance. Se me dirá que no existe relación posible
A l form ular e l p rincipio fundam ental del sacrificio fuera del marco ri­ entre este acto de dem encia y todo lo que m erece, en n uestra opinión, el
tu al en que se inscribe, y sin llegar a m ostrar todavía de qué m anera es Calificativo de «re lig io so ». No por ello el in fan ticidio es menos suscepti­
posible dicha inscripción, nos exponem os a pasar por sim plistas. Parece­ b le de in scrib irse en un marco ritu al. El hecho está dem asiado bien docu­
mos víctim as del «p sico lo gism o». E l sacrificio ritu a l no puede ser com­ m entado, y en un núm ero excesivam ente grande de culturas, in cluidas la
parado al gesto espontáneo del hom bre que asesta a su perro el puntapié griega y la ju d ía, como para que se pueda d ejar de tom arlo en cuenta. La
que no se atreve a asestar a su m ujer o al jefe de su oficina. Es indudable. acción de M edea es al in fan ticidio ritu al lo que la m atanza de los rebaños,
Pero los griegos tienen unos m itos que no son más que unas variantes en el m ito de A jax , es a l sacrificio anim al. M edea prepara la m uerte de
colosales de esta anécdota. Furioso contra los caudillos del ejército griego sus hijos de la m ism a m anera que un sacerdote prepara un sacrificio.
que se niegan a en tregarle las arm as de A q u iles, A jax da m uerte a los A ntes de la inm olación, lanza la advertencia ritu al exigida por la costum ­
rebaños destinados a la subsistencia del ejército. En su d elirio , confunde b re; conmina a alejarse a todos aquéllos cuya presencia podría com prom e­
unos apacibles anim ales con los guerreros de los que quería vengarse. Las ter el éxito de la ceremonia.
b estias inm oladas pertenecen a las especies que ofrecen tradicionalm ente M edea, al ig u al que A jax , nos devuelve a la verdad mas elem en tal de
sus víctim as sacrificiales a los griegos. El holocausto se d esarro lla al m ar­ la violencia. Cuando no es satisfecha, la violencia sigue alm acenándose
gen de cualq uier marco ritu al y A jax aparece como un dem ente. El m ito hasta el m om ento en que desborda y se esparce por los alrededores con
los efectos más desastrosos. El sacrificio in tenta dom inar y canalizar en la
3. Citado por A. R. Radcliffe-Bro'wn, S tru ctu re and Function in P rim itiv e S o cie ty «b u en a» dirección los desplazam ientos y las sustituciones espontáneas que
(Nueva York, 1965), p. 158. entonces se operan.

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En el Ajax de Sófocles, algunos detalles subrayan el estrecho paren­ tigaciones — ¿cóm o ju stificar, en efecto, esta exclusión? , los in vestiga­
tesco de la sustitución an im al y de la sustitución hum ana. A ntes de arro ­ dores m odernos, especialm ente H ub ert y M auss, recurren rara vez a él en
jarse sobre los rebaños, A jax m anifiesta por un instante la intención de su exposición teórica. Si otros, al contrario, se interesan exclusivam ente
sacrificar a su propio h ijo . La m adre no toma esta am enaza a la lig era y por él, siguen insistiendo en sus aspectos «sád ic o s», «b árb aro s», etc.; una
hace desaparecer al niño.
vez m ás, lo aíslan del resto de la institución.
En un estudio general del sacrificio no hay ningún m otivo p ara sepa­ E sta divisió n del sacrificio en dos grandes catego rías, la hum ana y la
rar las víctim as hum anas de las víctim as anim ales. Si el principio de la an im al, posee en sí m ism a un carácter sacrificial en un sentido riguro sa­
sustitución sacrificial está basado en la semejanza entre las víctim as actua­ m ente ’ritu a l; se basa, en efecto, en un juicio de valo r, en la idea de que
les y las víctim as potenciales, no hay por qué tem er que esta condición determ in adas víctim as, los hom bres, son especialm ente inadecuadas Pa^a e
no se cum pla cuando en ambos casos se trate de seres hum anos. No es sacrificio, m ientras que otras, los anim ales, son em inentem ente sacrifica-
sorprendente que unas sociedades hayan in tentado sistem atizar la inm ola­ bles. P erdura ahí una supervivencia sacrificial que perpetúa la ignorancia
ción de algunas catego rías de seres hum anos a fin de proteger otras ca­ de la in stitució n . No se trata de renunciar al juicio de valor que sustenta
tegorías. esta ignorancia, sino de ponerlo entre p aréntesis, de reconocer que es arb i­
No pretendem os m inim izar en absoluto la rup tura entre las sociedades trario , no en sí m ism o, sino en el plano de la in stitució n sacrificial consi-
en las que se practica el sacrificio hum ano y aquellas sociedades en las d erad a en su conjunto. H ay que elim in ar las com partim entaciones exp í-
que no se practica. Sin em bargo, esta rup tura no debe disim ular los ras­ citas o im p lícitas, hay que situar las víctim as hum anas y las victim as ani­
gos com unes; a decir verdad, no existe ninguna diferencia esencial entre m ales en el m ism o plano para cap tar, si es que existen , los criterio s a par­
el sacrificio hum ano y el sacrificio anim al. En muchos casos, a decir v er­ tir de los cuales se efectúa la elección de cualq uier v íctim a, p ara despren­
dad, son sustituib les entre sí. N uestra tendencia a m antener, en el seno der, si es que existe, un principio de selección un iversal.
de la in stitució n sacrificial, unas diferencias que prácticam ente carecen de Acabam os de ver que todas las víctim as, incluso las anim ales, para
realid ad , nuestra repugnancia, por ejem plo, a situ ar en el mismo plano el ofrecer al apetito de violencia un alim ento que le apetezca, deben s e m e ­
sacrificio anim al y el sacrificio hum ano, no es ajena, sin duda, a la extrem a jarse a aquellas que sustituyen . Pero esta sem ejanza no debe llegar hasta
ignorancia que, aún en nuestros d ías, rodea este aspecto esencial de la cu l­ la pura y sim ple asim ilación, no debe desem bocar en una confusión catas­
tura hum ana. trófica. En el caso de las víctim as anim ales, la diferencia siem pre es m uy
Esta repugnancia a considerar conjuntam ente todas las form as del sacri­ v isib le y no perm ite ninguna confusión. A unque lo hagan todo para que
ficio no es nueva. Joseph de M aistre, por ejem plo, después de haber d efi­ su ganado se les parezca y para parecerse a su ganado, los nuer jam ás
nido el principio de la sustitución, afirm a b rutalm en te y sin ningún tipo confunden realm ente un hom bre con una vaca. La prueba está en que
de explicaciones que este principio no se aplica al sacrificio hum ano. No siem pre sacrifican a la segunda y nunca al prim ero. N osotros no caemos
se puede inm olar al hom bre para salvar al hom bre, afirm a este autor. Esta en los errores de la m entalidad p rim itiva. No decim os que los prim itivos
opinión entra continuam ente en contradicción con la tragedia g riega, de son menos capaces que nosotros de operar ciertas distinciones.
m anera im p lícita en una obra como M edea, de m anera perfectam ente ex p lí­ P ara que una especie o una categoría determ inada de criaturas vivas
cita, por otra p arte, en E urípides. (hum ana o anim al) aparezca como sacrificable, es preciso que se le des­
Según la C litem nestra de E urípides, el sacrificio de Ifig en ia, su h ija, cubra un parecido lo más sorprendente posible con las categorías (hum a­
sería ju stificab le si h ubiera sido decretado para salvar vidas hum anas. A sí, nas) no sacrificables, sin que la distinción p ierda su n itidez, sin que nunca
a través de un personaje, el poeta trágico nos aclara la función «n o rm al» sea posible la m enor confusión. D igam os una vez más que en el caso del
del sacrificio hum ano, la m ism a que M aistre declara in adm isib le. Si A ga­ anim al la diferencia salta a la vista. En el caso del hom bre, no ocurre lo
m enón, exclam a C litem n estra, hubiera aceptado ver m orir a su h ija: mism o. Si, en un panoram a general del sacrificio hum ano, se contem pla
el abanico form ado por las víctim as, nos encontram os, diríase, ante una
« ...p a r a evitar el saqueo de la ciudad lista extrem adam en te heterogénea. A parecen los prisioneros de guerra, los
para servir su casa, redim ir sus hijos, esclavos, los niños y los adolescentes solteros, aparecen los individuos tara­
in m o la n d o a uno d e ello s para salvar a los demás, dos, los desechos de la sociedad, como el pharmakos griego. En algunas
hubiéram os podido perdonarle. sociedades, finalm ente, aparece el rey.
¡P ero no ! H e aquí una E lena im p ú d ic a ...» ¿E sta lista supone un común denom inador, es posible referirla a un
criterio único? Encontram os en ella, en p rim er lu g ar, unos seres que no
Sin excluir jam ás de m anera expresa e l sacrificio hum ano de sus in ves­ p ertenecen, o pertenecen m uy poco, a la sociedad: los prisioneros de guerra,

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los esclavos, e l pharmakos. En la m ayoría de las sociedades p rim itiv as, los venganza, basta com probar el considerable espacio que conceden a este
niños y los adolescentes que to davía no han sido iniciados, tampoco p erte­ tem a los ritu ales. Y observar la p arado ja, en ocasiones algo cóm ica, de
necen a la com unidad; sus derechos y sus deberes son casi in existen tes. unas referencias constantes a la venganza, de una autén tica obsesión por
Nos encontram os, de m om ento, con unas categorías exteriores o m argin a­ la venganza en un contexto en el que el peligro de venganza es ab soluta­
les que jam ás pueden establecer con la com unidad unos vínculos análogos m ente nulo, el de la m uerte de un cordero, por ejem plo:
a los que establecen en tre sí los m iem bros d e ésta. A veces por su calidad
de extran jero , o de enem igo, otras por su edad, o tam bién por su condi­ « S e disculpaba d el acto que se disponía a realizar, gem ía por
ción servil, las futuras víctim as no pueden in tegrarse plenam ente a esta la m uerte del an im al, lo llo rab a como si fuera un p arien te. Le
com unidad. p edía perdón antes de h erirlo. Se d irig ía al resto de la especie a
P ero , ¿ y el r e y ? , cabe preguntar. ¿A caso no es el centro de la co­ la que p ertenecía como a un vasto clan fam iliar al que suplicaba
m un idad? Sin duda, pero en su caso es precisam ente esta condición cen­ que no vengara el daño que iba a ocasionarle en la persona de
tral y fundam ental la que le aísla de los restantes hom bres, le convierte uno de sus m iem bros. Bajo la in fluencia de las m ism as ideas, po­
en un auténtico fuera-de-casta. Escapa a la sociedad «p or a rrib a » , de la día o currir que el autor de la m uerte fuera castigado; se le gol­
m ism a m anera que el phart?iakos escapa a ella «p o r ab ajo ». T ien e, ade­ peaba o se le ex ilab a.5»
m ás, un asisten te, en la persona de su l o c o o bu fón , que com parte con su
amo una situación de exterio rid ad , un aislam iento de hecho que con fre­ Los sacrificadores im ploran a la especie en tera, con sid era d a c o m o un
cuencia se revela más im portante en sí m ism o que por el valo r positivo vasto clan familiar, que no vengue la m uerte de su víctim a. A l describir
o n egativo, fácilm ente reversib le, que pueda atrib u írsele. B ajo todos los en el sacrificio un crim en destinado ta l vez a ser vengado, el ritu al nos
aspectos, el bufón es em inentem ente «sa crific ab le », el rey puede aliv iar indica de m anera in directa la función del rito , el tipo de acción que está
sobre él su irritació n , pero tam bién sucede que el propio rey sea sacrifi­ llam ado a su stitu ir, y el criterio que preside la elección de la víctim a. El
cado, y a veces de la m anera más ritu al y reg u lar, como en algunas m o­ deseo de violencia se d irige a los prójim os, pero no puede satisfacerse
narquías africanas.4 sobre ellos sin provocar todo tipo de conflictos; conviene, pues, desviarlo
D efinir la diferencia entre sacrificable y no sacrificable por la plena hacia la víctim a sacrificial, la única a la que se puede h erir sin p eligro ,
p ertenencia a la sociedad no es del todo inexacto, pero la definición sigue pues no habrá nadie p ara defender su causa.
siendo abstracta y no brinda gran ayuda. Cabe argum entar que, en num e­ A l ig u al que todo lo que afecta a la esencia real del sacrificio, la ver­
rosas culturas, las m ujeres no pertenecen realm ente a la sociedad y sin dad de la distinción entre sacrificable y no-sacrificable jam ás llega a ser
em bargo nunca, o casi nunca, han sido sacrificadas. Este hecho tal vez form ulada directam ente. A lgunas extravagan cias, algunos caprichos in ex p li­
obedezca a una razón m uy sim ple. La m ujer casada conserva unos víncu­ cables, nos ocultarán su racionalidad. D eterm inadas especies anim ales, por
los con su grupo de parentesco, al m ismo tiem po que se convierte, bajo ejem plo, quedarán form alm ente excluidas m ientras que la exclusión de los
ciertos aspectos, en propiedad de su m arido y del grupo de éste. Inm o­ m iem bros de la com unidad, como si fuera la cosa más obvia, ni siquiera
larla sign ificaría siem pre correr el peligro de que uno de los dos grupos será m encionada. A l interesarse de m anera dem asiado exclusiva por los
in terprete el sacrificio como un auténtico crim en y se decida vengarlo. Por aspectos literalm en te m aníacos de la práctica sacrificial, el pensam iento
poco que reflexionem os sobre ello , debem os com prender que el tem a de m oderno perp etúa, a su m anera, la ignorancia. Los hom bres consiguen
la venganza aporta en este caso una gran luz. Todos los seres sacrificables, evacuar con m ucha m ayor facilid ad su violencia cuando el proceso de eva­
trátense de las categorías hum anas que acabam os de enum erar o, con m u­ cuación no se les presenta como propio, sino como un im p erativo abso­
cho m ayor m otivo, de las anim ales, se diferencian de los no sacrificables lu to , la orden de un dios cuyas exigencias son tan terrib les como m inu­
por una cualid ad esencial, y esto es así en todas las sociedades sacrificiales ciosas. A l desplazar la to talid ad del sacrificio fuera de lo real, el pensa­
sin ninguna excepción. E ntre la com unidad y las víctim as ritu ales no apa­ m iento m oderno sigue ignorando la violencia.
rece un cierto tipo de relación social, la que m otiva que no se pueda re­
cu rrir a la violencia contra un in d ivid uo , sin exponerse a las represalias
de otros in dividuo s, sus allegados, que sienten el deber de vengar a su * * *

pariente.
Para convencerse de que el sacrificio es una violencia sin riesgo de
5. H. Hubert y M. Mauss, Essai sur la natu re et la f o n c t io n du sacrifice, en M.
4. Cf. p. 162. Mauss, O e u v re s, I (París, 1968), pp. 233-234.

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El sacrificio tiene la función de apaciguar las violencias in testin as, e deb er de la venganza se debe a que el crim en horroriza y que hay que
im pedir que estallen los conflictos. Pero las sociedades que carecen de ritos im pedir que los hom bre se m aten entre sí. El deber de no derram ar nunca
típicam ente sacrificiales, como la n uestra, consiguen perfectam ente pres­ la sangre no es, en el fondo, distinto del deber de vengar la sangre d erra­
cin dir de ello s; es indudable que la violencia in testin a no está ausente, m ada. P ara term in ar con la venganza, por consiguiente, o, en nuestros días,
pero jam ás se desencadena hasta el punto de com prom eter la existencia p ara term in ar con la guerra, no basta con convencer a los hom bres de que
de la sociedad. El hecho de que el sacrificio y las dem ás form as rituales la violencia es odiosa; precisam ente porque están convencidos de ello , se
puedan desaparecer sin consecuencias catastróficas debe explicar en parte creen con el deber de ven garla.
la im potencia a su respecto de la etnología y de las ciencias religio sas, En un m undo sobre el cual sigue planeando la venganza, es im posible
n uestra incapacidad para atrib u ir una función real a tales fenóm enos cul­ alim en tar a su respecto unas ideas sin equívoco, hab lar de ella sin contra­
tu rales. Nos resulta d ifícil concebir como indispensables unas instituciones decirse. En la tragedia g riega, por ejem plo, no existe y no puede ex istir
de las que, según parece, no sentim os ninguna necesidad. una actitud coherente respecto a la venganza. Em peñarse en extraer de
Entre una sociedad como la nuestra y las sociedades religiosas existe la tragedia una teoría, p o sitiva o n egativa, de la venganza, ya equivale a
tal vez una diferencia cuyo carácter decisivo pud iera m uy bien ocultarnos confundir la esencia de lo trágico. Cada cual abraza o condena la venganza
los rito s y más especialm ente el sacrificio, si desem peñaban respecto a con idéntico ardor, según la posición que ocupe, en cada m om ento, en el
ella un papel com pensador. De este modo quedaría explicado que la fun ­ tablero de la violencia.
ción del sacrificio siem pre se nos haya escapado. E xiste un círculo vicioso de la venganza y ni siquiera llegam os a sos­
A p artir del m om ento en que la violencia intestina rechazada por el pechar hasta qué punto pesa sobre las sociedades p rim itivas. Dicho círcu­
sacrificio revela ligeram en te su n atu raleza, se presenta, como acabamos de lo no existe para nosotros. ¿A qué se debe este p riv ilegio ? Podem os apor­
ver, bajo la form a de la venganza de la sangre o b lo o d feu d , que no tar una respuesta categórica a esta p regunta en el plano de las in stitu cio ­
desem peña en nuestro m undo más que un papel insignificante o incluso nes. E l sistem a judicial aleja la am enaza de la venganza. No la suprim e: la
nulo. T al vez sea por ahí por donde convenga buscar la diferencia de las lim ita efectivam ente a una rep resalia única, cuyo ejercicio queda confiado
sociedades p rim itivas, la fatalid ad específica de que nos hem os librado y a una auto ridad soberana y especializada en esta m ateria. Las decisiones
que el sacrificio no puede, evidentem ente, ap artar, pero sí m antener den ­ de la auto ridad ju d icial siem pre se afirm an como la última palabra de la
tro de unos lím ites tolerables. venganza.
¿P o r qué la venganza de la sangre constituye una am enaza insoporta­ En este cam po existen algunas expresiones más reveladoras que las
ble en todas partes por donde aparece? A nte la sangre derram ada, la única teorías juríd icas. Una vez que la venganza interm inable ha quedado des­
venganza satisfacto ria consiste en derram ar a su vez la sangre del crim inal. cartada, se la designa con el nom bre de venganza privada. La expresión
No existe una clara diferencia entre el acto castigado por la venganza y la supone una venganza pública, pero el segundo térm ino de la oposición ja ­
propia venganza. La venganza se presenta como rep resalia, y toda repre­ más queda explícito . En las sociedades p rim itivas, por definición, sólo
salia provoca nuevas rep resalias. El crim en que la venganza castiga, casi existe la venganza p rivada. No es en ellas, pues, donde hay que buscar la
nunca se concibe a sí m ismo como in icia l; se presenta ya como venganza venganza pública, sino en las sociedades civilizadas, y sólo el sistem a ju ­
de un crim en más o rigin al. dicial puede ofrecer la garan tía exigida.
A sí, pues, la venganza constituye un proceso infinito e in term inable. No ex iste, en el sistem a penal, ningún principio de ju sticia que difiera
Cada vez que surge en un punto cualquiera de una com unidad, tiende a realm ente del principio de venganza. El m ismo principio de la reciprocidad
extenderse y a in vad ir el conjunto del cuerpo social. En una sociedad de vio len ta, de la retrib ució n , in tervien e en ambos casos. O bien este p rin ­
dim ensiones reducidas, corre el peligro de provocar una auténtica reacción cipio es justo y la ju sticia ya está presente en la venganza, o b ien la jus­
en cadena de consecuencias rápidam ente fatales. La m ultiplicación de las ticia no existe en ningún lu g ar. Respecto a quien se tom a la venganza por
rep resalias pone en juego la propia existencia de la sociedad. Este es el su cuenta, la lengua inglesa afirm a: He takes t h e law into bis o w n hands,
m otivo de que en todas partes la venganza sea objeto de una prohibición «to m a la ley en sus propias m an o s». No hay ninguna diferencia de p rin ­
m uy estricta. cipio en tre venganza privada y venganza pública, pero existe una diferen ­
Pero curiosam ente, en el m ismo lu g ar donde esta interdicción es más cia enorm e en el plano social: la venganza ya no es vengada; el proceso
estricta, a llí la venganza es reina y señora. Incluso cuando perm anece en ha concluido; desaparece el peligro de la escalada.
la som bra, cuando su papel es aparentem ente nulo, determ ina buena parte N um erosos etnólogos están de acuerdo respecto a la ausencia del sis­
de las relaciones entre los hom bres. Eso no significa que la interdicción de tem a ju d icial en las sociedades p rim itivas. En C rim e and C ustom in Sa-
que es objeto la venganza sea secretam ente transgredida. La im posición del v a g e S o ciety (L ondres, 19 26 ), M alín o w ski lleg a a las siguientes conclusio­

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nes: En las co m u n id a d e s primitivas, la n o ció n d e un d e r e c h o p en al e s aún en realid ad es com pletam ente falsa y sirve de excusa a una in fin id ad de
m ás in a p reh en sib le q u e la d e un d e r e c h o civil-, la idea d e justicia tal c o m o errores. R efleja la ignorancia de una sociedad, la n uestra, que disfruta
n o s o tr o s la e n te n d e m o s p r á ctica m e n te inaplicable. En T h e Andaman Is- desde hace tiem po de un sistem a ju d icial que ya ha perdido la conciencia
landers (C am bridge, 19 22 ), las conclusiones de R adcliffe-B row n son idén ­ de sus efectos.
ticas, y vem os p erfilarse junto a ellas la am enaza de la venganza in term i­ Si la venganza es un proceso in fin ito , no se le puede p edir que con­
nable, al ig u al que en todas partes donde se im ponen sus conclusiones: tenga la violencia, cuando ella es, para ser exactos, la que trata de con­
tener. L a prueba de que esto es así la aporta el propio L o w ie cada vez
«L os andam aneses tenían una conciencia social d esarro llada, es que ofrece un ejem plo de «ad m in istració n de la ju s tic ia » , incluso en las
decir, un sistem a de conceptos m orales respecto al bien y el m al, sociedades que, en su opinión, poseen una «au to rid ad cen tral». No es la
pero el castigo del crim en por la colectividad no ex istía entre ausencia d el p rincipio de justicia abstracta lo que se revela im portante,
ellos. Si un in dividuo sufría un daño, le correspondía a él ven­ sino e l hecho de que la acción llam ada « le g a l» esté siem pre en manos de
garse, con tal que lo quisiera o p ud iera. Siem pre, sin duda, se las propias víctim as y de sus allegados. En tanto que no exista un orga­
encontraban personas que abrazaban la causa del crim in al, reve­ nism o soberano e independiente capaz de reem plazar a la p arte lesionada
lándose más fuerte la adhesión personal que la repugnancia por la y r e ser v a rle la venganza, subsiste el peligro de una escalada in term inable.
acción co m etid a.» Los esfuerzos para acondicionar la venganza y para lim itarla siguen siendo
p recarios; exigen , a fin de cuentas, una cierta vo lu ntad de conciliación
A lgunos etnólogos, como R obert L o w ie en P rim itiv e S o ciety (Nueva que puede estar presente de la m ism a m anera que puede no estarlo. Es
Y o rk , 19 47 ), se refieren a propósito de las sociedades p rim itivas a una inexacto, por consiguiente, una vez m ás, hab lar de «ad m in istració n de ju s­
«adm in istració n de la ju stic ia ». L o w ie diferencia dos tipos de sociedades: tic ia » , incluso en el caso de instituciones tales como la co m p o s ició n o las
las que poseen una «au to rid ad cen tral» y las que no la poseen. En estas diferentes variedades del d u e lo judicial. T am bién en esos casos, según p are­
ú ltim as, dice, el grupo de parentesco d etiene el poder ju d icial, y e s t e g ru p o ce, conviene lim itarse a las conclusiones de M alin o w ski: «Para restaurar
co n fr o n ta a los resta n tes g ru p o s d e la m ism a m anera q u e un Estado s o b e ­ un eq uilibrio tribal alterado, sólo existen u n o s p r o ce d im ie n to s len to s y
rano co n fr o n ta a to d o s lo s demás. No puede haber «adm in istració n de la co m p lica d o s ... No h e m o s d e s cu b ie r to ninguna c o s tu m b r e o norm a q u e re­
ju stic ia », o sistem a ju d ic ial, sin una instancia superior, capaz de arb itrar c u e r d e nuestra adm inistración d e la justicia, c o n f o r m e a un c ó d i g o y a
soberanam ente, incluso entre los grupos más poderosos. Sólo esta instancia unas reglas im p r escr ip tib les.»
superior puede atajar cu alq uier posibilidad de b lo o d feu d , de in term inable Si no existe ningún rem edio decisivo contra la violencia de las socie­
venganza. E l propio L o w ie adm ite que esta condición no se cum ple: dades p rim itivas, ninguna cura in falib le cuando se turba su equilib rio ,
cabe suponer que, en oposición a las m edidas curativas, asum irán un papel
«E n este caso, la so lid arid ad del grupo es la ley suprem a: un de prim er plano las m edidas preven tivas. A quí es donde reaparece la defi­
in d ivid uo que ejerce alguna violencia contra un individuo de otro nición de sacrificio propuesta an teriorm ente, definición que la convierte en
grupo será norm alm ente protegido por su propio grupo, m ientras un in strum en to de prevención en la lucha contra la violencia.
que el otro grupo apoyará a la víctim a que reclam a una venganza En un universo en el que el m enor conflicto puede provocar desastres,
o una com pensación. De modo que el asunto siem pre puede pro­ de la m ism a m anera que la m enor h em orragia en un hem ofílico, el sacri­
vocar un ciclo de venganzas, o una guerra c iv il... Los chukchi ficio polariza las tendencias agresivas sobre unas víctim as reales o ideales,
pactan generalm ente la paz después de un único acto de represa­ anim adas o in an im adas, pero siem pre susceptibles de no ser vengadas,
lias, pero entre los ifugao la lucha puede proseguir casi in term i­ uniform em ente neutras y estériles en el plano de la venganza. O frece al
n ab lem en te.» apetito de violencia, al que la vo luntad ascética no basta para consum irse,
una solución p arcial y tem poral, ciertam ente, pero indefinidam ente reno­
H ab lar en este caso de adm inistración de la ju sticia, es abusar del vable, y sobre cuya eficacia son dem asiado num erosos los testim onios
sentido de los térm inos. El deseo de reconocer a las sociedades p rim itivas positivos como para que pueda ser ign o rada. El sacrificio im pide que se
unas virtud es iguales o superiores a la n uestra en el control de la vio ­ desarrollen los gérm enes de violencia. A yuda a los hom bres a m antener
lencia no debe llevarnos a m inim izar una d iferen cia esencial. H ab lar como alejada la venganza.
lo hace L o w ie, equivale a perp etuar una m anera de pensar m uy exten dida, En las sociedades sacrificiales, no hay situación crítica a la que no se
según la cual la lib re venganza ha ce las v e c e s del sistem a ju d icial a llí don­ responda con el sacrificio, pero existen determ inadas crisis que parecen
de éste no existe. Esta tesis, que parece im pregnada de sentido com ún, ex igirlo especialm ente. Estas crisis ponen siem pre en cuestión la un idad

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de la com unidad, y siem pre se traducen en disensiones y discordias. C uan­ religioso. La prevención religio sa puede tener un carácter violento. La
to más aguda es la crisis, más «p recio sa» debe ser la víctim a. violencia y lo sagrado son inseparables. La utilización « a stu ta » de d eter­
Podem os ver una señal suplem entaria de la acción ejercida por el m inadas propiedades de la violencia, en especial de su ap titud para des­
sacrificio en el hecho de que desaparece en los lugares donde se establece plazarse de objeto en objeto, se disim ula detrás del rígido aparato del sa­
un sistem a ju d icial, en G recia y en Rom a especialm ente. D esaparece su crificio ritu al.
razón de ser. Cabe que continúe durante mucho tiem po, sin duda, pero Las sociedades p rim itivas no están abandonadas a la violencia. Y , sin
en un estado de form a casi v acía; y nosotros lo recogem os generalm ente em bargo, no son obligatoriam ente menos violentas o menos «h ip ó critas»
en dicho estado, lo que refuerza nuestra idea de que las instituciones de lo que lo somos nosotros. P ara ser com pleto, h aría falta tom ar en
religiosas no tienen ninguna función real. consideración, claro está, todas las form as de violencia más o menos ritua-
La hipótesis adelan tada anteriorm ente se confirm a: en las sociedades lizadas que desvían la amenaza de los objetos próxim os hacia unos objetos
desprovistas de sistem a jud icial y , por ello , am enazadas por la venganza, más lejanos, y m uy especialm ente la guerra. Está claro que la guerra no
es donde el sacrificio y el rito deben desem peñar en general un papel esen­ queda reservada a un único tipo de sociedad. El crecim iento prodigioso
cial. No debem os d ecir, sin em bargo, que el sacrificio «reem p laza» el de los m edios técnicos no co n stitu ye una diferencia esencial entre lo p ri­
sistem a ju d icial. En prim er lu g ar, porque no se puede reem plazar lo que, m itivo y lo m oderno. En el caso del sistem a ju d icial y de los ritos sacri­
sin duda, nunca ha existid o , y luego porque, a falta de una renuncia vo­ ficiales, en cam bio, nos enfrentam os con unas instituciones cuya presen­
lu n taria y unánim e a toda violencia, el sistem a ju d icial es, en su orden, cia y cuya ausencia podrían diferenciar m uy bien las sociedades p rim itivas
irreem plazable. de un cierto tipo de «civ iliz ació n ». Son estas instituciones las que hay
Como m inim izam os el peligro de la venganza ignoram os hasta qué que in terrogar para lleg ar, no a un juicio de valo r, sino a un conocim iento
punto puede ser ú til el sacrificio. Jam ás nos preguntam os de qué m anera objetivo.
las sociedades carentes de pen alid ad ju d icial m antienen a raya una violencia El predom inio de lo preventivo sobre lo curativo en las sociedades
que ya no percibim os. N uestra ignorancia constituye un sistem a cerrado. p rim itivas no se realizó exclusivam ente en la vida religio sa. Cabe rela­
N ada puede d esm entirla. No tenemos necesidad de lo religioso para re­ cionar con esta diferencia las características generales de un com porta­
solver un problem a del que se nos escapa hasta la existencia. De modo m iento o de una psicología que sorprendían a los prim eros observadores
que lo religioso nos parece desprovisto de sentido. La solución nos oculta procedentes de E uropa, y que sin duda no son un iversales, pero que quizás
el problem a y el desvanecim iento del problem a nos oculta lo religioso tampoco son siem pre ilusorios.
en tanto que solución. En un universo en el que el m enor paso en falso puede provocar unas
El m isterio que constituyen para nosotros las sociedades p rim itivas consecuencias form idables, se entiende que las relaciones hum anas estén
va unido sin duda a esta ignorancia. Este m isterio es el responsable de m arcadas por una prudencia que nos parece excesiva, y que exijan unas
nuestras opiniones siem pre extrem as respecto a tales sociedades. A veces precauciones que nos parecen incom prensibles. Se conciben unos prolon­
las consideram os m uy superiores, otras, al contrario, m uy inferiores a lo gados parloteos precediendo cualq uier acción no p revista por la costum ­
que nosotros somos. Es un único e idéntico orden de hecho, la ausencia b re. Nos explicam os sin esfuerzo la n egativa a introducirse en unas form as
de sistem a ju d icial, lo que podría provocar m uy bien esta oscilación de de juego o de com petición que nos parecen anodinas. Cuando lo irrem e­
u n extrem o a otro, estos juicios constantem ente excesivos. N adie, sin duda, diable rodea a los hombres por todas p artes, éstos dem uestran, en ocasio­
puede juzgar acerca de la m ayor o m enor can tidad de violencia de los nes, esta «n o b le graved ad » ante la cual nuestros gestos atareados son siem ­
individuos y , con m ayor m otivo, de las sociedades. Lo que, al contrario, pre algo chuscos. Las preocupaciones com erciales, burocráticas o ideo ló gi­
es m uy fácil juzgar es que la violencia, en una sociedad carente de siste­ cas que nos abrum an aparecen como futilid ad es.
m a ju d icial, no se situ ará en los m ism os espacios y no aparecerá bajo las Entre la no-violencia y la violencia no existe, en las sociedades p rim i­
m ism as form as que en la n uestra. De acuerdo con los aspectos que reten ­ tivas, el freno autom ático y om nipotente de instituciones que nos d eter­
gan nuestra atención, se tenderá a pensar que tales sociedades están aban­ m inan tanto más estrecham ente cuanto más olvidado está su papel. Este
donadas a un salvajism o terrorífico o, al contrario, a idealizarlas, a pre­ freno om nipresente es el que nos perm ite fran quear im punem ente, sin
sentarlas como unos m odelos a im itar, como los únicos modelos de h u­ que lleguem os a darnos cuen ta, unos lím ites prohibidos para los p rim i­
m anidad real. tivos. En las sociedades «c iv iliz a d a s», las relaciones, incluso entre perfectos
En esas sociedades, los m ales que la violencia puede desencadenar son extraños, se caracterizan por una fam iliarid ad , una m o vilidad y una auda­
tan grandes, y tan aleatorios los rem edios, que el acento recae sobre la cia incom parables.
prevención. Y el terreno de lo preventivo es fundam entalm ente el terreno Lo religioso tiende siem pre a apaciguar la violencia, a im pedir su desen­

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cadenam iento. Los com portam ientos religiosos y m orales apuntan a la m in an » h acia el sistem a ju d icial. P ero la evolución, si ex iste, no es conti­
no-violencia de m anera in m ediata en la vid a co tidian a, y de m anera m e­ nua. E l punto de rup tura se sitúa en el m omento en que la intervención
d iata, frecuentem ente, en la vid a ritu a l, por el in term ediario paradójico de de un sistem a ju d icial independiente pasa a ser aprem iante. Sólo enton­
la violencia. E l sacrificio abarca e l conjunto de la vida m oral y religio sa, ces los hom bres quedan liberados del terrib le deber de la venganza. La
pero al térm ino de un rodeo bastante extrao rd in ario . No h ay que o lvidar, intervención ju d icial ya no tien e el m ism o carácter de urgencia terrib le;
por o tra p arte, que p ara ser eficaz el sacrificio debe realizarse en e l espí­ su significación sigue siendo la m ism a pero puede borrarse e incluso desapa­
ritu de la pietas que caracteriza todos los aspectos de la v id a religio sa. recer por com pleto. E l sistem a funcionará tanto m ejor cuanto menos con­
Com enzam os a entrever por qué aparece a un tiem po como un a acción cul­ ciencia tenga de su función. A sí, p ues, este sistem a podrá — y tan pronto
pable y como un a acción m uy santa, como una violencia ileg ítim a y como como le sea posible— reorganizarse en torno al culpable y el principio
una violencia leg ítim a. Pero todavía estam os m uy lejos de una com prensión de la culp ab ilidad, siem pre en torno a la retrib ució n , en sum a, pero e ri­
satisfactoria. gida en principio de ju sticia abstracto que los hom bres estarían encarga­
L a religio sid ad p rim itiva dom estica la violencia, la regula, la ordena y dos de hacer respetar.
la canaliza, a fin de u tiliz arla contra toda form a de violencia propiam ente En un p rincipio claram ente destinados a m oderar la venganza, los pro­
in tolerab le, y ello en una atm ósfera general de no-violencia y de apaci­ cedim ientos «cu rativ o s» se van rodeando de m isterio , como se ve, a m edida
guam iento. D efine una extrañ a com binación de violencia y no-violencia. que ganan en eficacia. C uanto más se desplaza el punto focal del sistem a
Cabe decir más o m enos lo m ismo del sistem a judicial. de la prevención religio sa hacia los m ecanism os de la retribución ju d icial,
Todos los m edios practicados en alguna ocasión por los hom bres para más avanza la ignorancia que siem pre ha presidido la institución sacrificial
protegerse de la venganza in term inable podrían estar em parentados entre hacia estos m ecanism os y tiende, a su vez, a rodearlos.
sí. Es posible agruparlos en tres catego rías: 1) los m edios preventivos refe­ A p artir del m om ento en que es el único en rein ar, el sistem a ju d icial
ridos todos ellos a unas desviaciones sacrificiales del esp íritu de venganza; sustrae su función a las m iradas. A l igual que el sacrificio, disim ula — aun­
2) los arreglos y las trabas a la venganza, como las c o m p o s i c i o n e s , duelos que al m ismo tiem po revela— lo que le convierte en lo mismo que la
jud iciales, etc., cuya acción curativa sigue siendo p recaria; 3) el sistem a venganza, una venganza parecida a todas las dem ás, diferente sólo en que
ju d icial cuya eficacia cu rativa es in igualab le. no ten drá consecuencias, en que no será vengada. En el prim er caso, la
E l orden en que estos m edios se presentan va en el sentido de una víctim a no es vengada porque no es la «b u e n a »; en el segundo, la v íc ti­
eficacia creciente. El paso de lo preventivo a lo curativo corresponde a una ma sobre la que se abate la violencia es la «b u e n a », pero se ab ate con
h isto ria real, por lo menos en el m undo occidental. Los prim eros m edios una fuerza y una auto ridad tan m asivas que no hay respuesta posible.
curativos están, a todos los respectos, en tre un estado puram ente religioso Se objetará que la función del sistem a ju d icial no aparece realm ente
y la extrem a eficacia del sistem a ju d icial. Poseen en sí m ismos un carácter disim ulad a; no ignoram os, y es un hecho, que la ju sticia se interesa más
ritu a l y están frecuentem ente asociados al sacrificio. por la seguridad general que por la justicia ab stracta; no por ello d eja­
En las sociedades p rim itivas, los procedim ientos curativos siguen sien­ mos de creer que este sistem a se basa en un principio de ju sticia que le
do rudim entarios a nuestros ojos; vem os en ellos unos m eros «tan teo s» es propio y del que carecen las sociedades p rim itivas. P ara convencerse
hacia el sistem a ju d icial, pues su interés pragm ático es m uy v isib le: no de ello , basta con leer los trabajos sobre el tem a. Siem pre nos im agin a­
es por el culpable por quién más se in teresa, sino por las víctim as no ven­ mos que la diferencia decisiva en tre el p rim itivo y el civilizado consiste
gadas, de las que procede el peligro más in m in en te; hay que dar a estas en una cierta im potencia del p rim itivo en iden tificar el culpable y en res­
víctim as una satisfacción estrictam ente m edida, la que satisfará su deseo p etar el principio de culp ab ilid ad . Respecto a este punto nos engañam os a
de venganza sin encenderlo en otra p arte. No se trata de legislar respecto nosotros m ismos. Si el p rim itivo parece desviarse del culp ab le, con una
al bien y al m al, ni tampoco de hacer respetar una justicia ab stracta, se obstinación que aparece ante nuestros ojos como estupidez o como perver­
trata de p reservar la seguridad del grupo poniendo frenos a la venganza, sidad, es porque tem e alim en tar la venganza.
preferentem ente a través de una reconciliación basada en un arreglo o, si Si nuestro sistem a nos parece más racional se debe, en realid ad , a que
la reconciliación es im posible, de un encuentro arm ado, organizado de tal es más estrictam ente adecuado al principio de venganza. La insistencia res­
m anera que la violencia no tenga que propagarse más allá de su centro; pecto al castigo del culpable no tiene otro sentido. En lugar de ocuparse
este encuentro se d esarro llará a campo cerrado, bajo una form a regulada, de im p edir la venganza, de m o derarla, de elu d irla, o de desviarla hacia
en tre unos adversarios bien determ inados; se celebrará de una vez por un objetivo secundario, como hacen todos los procedim ientos propiam ente
to d a s ... religiosos, el sistem a ju d icial racionaliza la venganza, consigue aislarla y
C abe ad m itir que todos estos procedim ientos curativos ya se «en ca­ lim itarla como preten de; la m anipula sin p eligro ; la convierte en una t é c ­

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nica extrem adam ente eficaz de curación y , secundariam ente, de prevención que garan tiza la verdad de su ju sticia. Esta teología puede lleg ar a desapa­
de la violencia. recer, como ha desaparecido en nuestro m undo, y la trascendencia del sis­
E sta racionalización de la venganza no tiene nada que ver con un tem a perm anece in tacta. Pasan siglos antes de que los hom bres se den
arraigo com unitario más directo o más profundo; reposa, m uy al contra­ cuenta de que no hay diferencia entre su principio de justicia y el principio
rio , en la independencia soberana de la auto rid ad ju d icial que está acredi­ de la venganza.
tada de una vez por todas, y cuyas decisiones ningún grupo, ni siquiera Sólo la trascendencia d el sistem a, efectivam ente reconocida por todos,
la co lectividad unánim e, en principio por lo m enos, puede poner en d is­ sean cuales fueren las instituciones que la concretan, puede asegurar su
cusión. A l no representar ningún grupo especial, al no ser otra cosa que eficacia preven tiva o curativa distinguiendo la violencia santa y leg ítim a, e
ella m ism a, la auto ridad ju d icial no depende de nadie en p articu lar, y está, im pidiendo que se convierta en objeto de recrim inaciones y de contesta­
pues, al servicio de todos y todos se inclinan ante sus decisiones. El sis­ ciones, es decir, que recaiga en el circulo vicioso de la venganza.
tem a ju d icial es el único que jam ás vacila en aplicar la violencia en su Sólo un elem ento fundador único y que no podemos llam ar de otra
centro v ita l porque posee sobre la venganza un m onopolio absoluto. G ra­ m anera que religio so , en un sentido más profundo que el teológico, siem ­
cias a este m onopolio, consigue, norm alm ente, sofocar la venganza en pre fundador en tre nosotros en tanto que siem pre disim ulado , aunque
lu g ar de exasp erarla, de exten derla o de m u ltip licarla, como h aría el m is­ cada vez lo esté menos y el edificio fundado por él vacile cada vez más,
mo tipo de com portam iento en una sociedad p rim itiva. perm ite in terp retar nuestra ignorancia actual tanto respecto a la violencia
A sí, pues, el sistem a ju d icial y el sacrificio tienen, a fin de cuentas, la como a lo religioso, de modo que lo segundo nos proteja de lo prim ero y
m ism a función, pero el sistem a ju d icial es in fin itam en te más eficaz. Sólo se oculte detrás de él, y viceversa. Si no siem pre com prendem os lo re li­
puede ex istir asociado a un poder político realm ente fuerte. A l ig u al que gioso, no se debe, pues, a que perm anezcam os fuera de él, sino a que
todos los progresos técnicos, constituye un arm a de doble filo , tanto de seguim os estando dentro, por lo menos en lo esencial. Los grandilocuentes
opresión como de lib eración , y así es como se presenta ante los prim itivos debates sobre la m uerte de Dios y del hom bre no tienen nada de rad ical;
cuya m irad a, respecto a este punto, es sin duda más o b jetiva que la siguen siendo teológicos y, por tanto, sacrificiales en el sentido am plio de
nuestra. la p alab ra, ya que disim ulan el problem a de la venganza, totalm ente con­
Si en nuestros días aparece su función, es porque escapa al retiro que creto por una vez y en absoluto filosófico, puesto que se trata de la ven­
necesita para ejercerse de m anera conveniente. En este caso, cualq uier com­ ganza in term inable, como se nos hab ía dicho, que am enaza con recaer
prensión es crítica, coincide con una crisis del sistem a, con una amenaza sobre los hom bres después de la m uerte de toda d ivin idad. Una vez que
de desintegración. Por m uy im ponente que sea, el aparato que disim ula ha desaparecido la trascendencia, religio sa, h um an ista, o de cualq uier otro
la id en tid ad real de la violencia ileg al y de la violencia legal acaba siem ­ tipo, para defin ir una violencia legítim a y asegurar su especificidad frente
pre por descascarillarse, resqueb rajarse y finalm ente derrum barse. A flora la a toda violencia ileg ítim a, la leg itim id ad y la ileg itim id ad de la violencia
verdad subyacente y resurge la reciprocidad de las rep resalias, no única­ dependen defin itivam en te de la opinión de cada cu al, es decir, a la oscila­
m ente de m anera teórica, como una verdad m eram ente in telectu al que se ción vertigin o sa y a la desaparición. A hora existen tantas violencias leg í­
p resen taría a las personas sabias, sino como una realidad sin iestra, un tim as como violentas, lo que equivale a decir que no existe n inguna. Sólo
círculo vicioso al cual se creía haber escapado y que reafirm a su poder. una trascendencia cualq uiera, haciendo creer en una diferencia entre el
Todos los procedim ientos que perm iten a los hombres m oderar su vio­ sacrificio y la venganza, o entre el sistem a ju d icial y la venganza, puede
lencia son análogos en tanto que ninguno de ellos es ajeno a la violencia. engañar duraderam ente a la violencia.
Eso llev a a pensar que están todos enraizados en lo religioso. Como h e­ A ello se debe que la com prensión del sistem a, su dem ístificación,
mos visto, lo religioso en sentido estricto coincide con los diferentes mo­ coincida obligatoriam ente con su disgregación. Esta dem istificación sigue
dos de la prevención; tam bién los procedim ientos curativos están im preg­ siendo sacrificial, e incluso religio sa, hasta el m om ento, por lo m enos, en
nados de lo religioso, tanto bajo la form a rud im en taria que casi siem pre que no pueda term inarse, en el sentido de que se crea no-violenta o menos
acom paña a los ritos sacrificiales como bajo la form a judicial. En un sen­ violenta que el sistem a. En realid ad , cada vez es más v io len ta; si bien su
tido am plio, lo religioso coincide, sin lu g ar a dudas, con la oscuridad que violencia es menos «h ip ó c rita », es m ás activa, más v iru len ta, y anuncia
invade el sistem a ju d icial cuando éste tom a el relevo del sacrificio. Esta siem pre una violencia todavía peor, un a violencia desm esurada.
oscuridad coincide con la trascendencia efectiva de la violencia santa, leg al D etrás de la diferencia a un tiem po práctica y m ítica, hay que afirm ar
y leg ítim a , frente a la inm anencia de la violencia culpable e ilegal. la no-diferencia, la id en tid ad p o sitiva de la venganza, del sacrificio y de
D e ig u al m anera que las víctim as sacrificiales son ofrecidas, en p rin ci­ la p en alidad ju d icial. Como esos tres fenóm enos son idénticos, en caso de
pio, a la com placida d ivin id ad , el sistem a ju d icial se refiere a una teología crisis tienden siem pre a recaer los tres en la m ism a violencia indiferencia-

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da. E sta asim ilación puede parecer ex agerad a, e incluso in vero sím il, m ien­ No debem os refugiarnos aq u í en un determ inado tip o de «m en talid ad
tras es form ulada en abstracto. H ay que en ten derla a p artir de ilu stracio ­ p rim itiv a» y alegar «u n a posible confusión en tre el in dividuo y el g ru p o ».
nes concretas; h ay que poner a prueba su fuerza ex p licativa. N um erosas Si los chukchi perdonan al culpable no es porque distin gan m al la cul­
costum bres e instituciones que parecen in in telig ib les, in clasificab les y p ab ilid ad ; lo hacen, al con trario, porque la distin guen perfectam ente. En
«ab e rran te s» en su ausencia, se aclaran bajo su luz. otras p alab ras, es en tanto que culpable que éste ha sido perdonado. Los
En P rim itiv e S ociety, siem pre a propósito de las reacciones colectivas chukchi piensan tener buenas razones para actuar tal como lo hacen y son
al acto de violencia, L o w ie m enciona un hecho digno de provocar nuestra estas razones las que se trata de descubrir.
curiosidad: C o n vertir al culpable en víctim a sería realizar el m ism o acto que exige
la venganza, sería obedecer estrictam ente las exigencias del esp íritu vio ­
«L o s chukchi firm an generalm ente la paz después de un acto lento. A l inm olar no al culpable sino a uno de sus allegados, se apartan
único de re p re sa lia s... M ien tras que los ifugao tienden a apoyar de una reciprocidad perfecta que se rechaza porque es dem asiado ab ierta­
a sus p arientes prácticam ente en todas las circunstancias, los m ente ven gativa. S i la contraviolencia recae sobre el propio violento,
chukchi in tentan a m enudo evitar una pelea inm olando a un m iem ­ p articip a, por este m ismo hecho, de su violencia, y ya no se distingue de
bro de la fa m ilia .» ésta. Y a es venganza a punto de desm esurarse, y se lanza a lo m ismo que
tiene por objetivo p revenir.
Como en toda inm olación sacrificial o castigo leg al, se trata en este No se puede prescin dir de la violencia p ara acabar con la violencia.
caso de im p ed ir un ciclo de venganza. Esto es lo que entiende L ow ie. Al P ero precisam ente por eso la violencia es in term inable. C ada cual puede
m atar a uno de los suyos, los chukchi tom an la delan tera; ofrecen una pro ferir la últim a p alab ra de la violencia y así se avanza de rep resalia en
víctim a a sus enem igos potenciales, invitándoles de este modo a no ven­ rep resalia sin que in terven ga nunca ninguna conclusión verdadera.
garse, a no com eter un acto que co n stitu iría una nueva afrenta y que sería, A l exclu ir al propio culpable de cualq uier rep resalia, los chukchi se
una vez m ás, indisp en sab le ven gar. Este elem ento de expiación tiene algún esfuerzan en no caer en el círculo vicioso de la venganza. Q uieren em bro­
parecido con el sacrificio, parecido que acaba de reforzar, claro está, la lla r las p istas, de una m anera suficiente pero no exagerada, pues preten ­
elección de la víctim a, el hecho de que la víctim a no es el culpable. den no despojar a su acto de su significación p rim o rd ial, que es la de
No cabe in cluir, sin em bargo, la costum bre chukchi entre los sacrifi­ una respuesta al hom icidio in icial, un auténtico pago de la deuda con­
cios. Jam ás, en efecto, una inm olación propiam ente ritu al está directa y traída por uno de los suyos. P ara satisfacer las pasiones provocadas por
ab iertam ente unida a una prim era efusión de sangre, de carácter irregu lar. el hom icidio, hay que oponerle un acto que no se parezca dem asiado a la
Jam ás aparece como la contrapartida de un acto determ inado. La razón venganza deseada por el adversario pero que tampoco difiera excesiva­
de que la significación del sacrificio siem pre se nos haya escapado, y que m ente de ella. U n acto sem ejante se parecerá a un tiem po al castigo legal
la relación entre el sacrificio y la violencia perm anezca desconocida, se y al sacrificio, sin confundirse con ninguno de los dos. Se parece al cas­
debe a que dicho vínculo no aparece jam ás. En este caso, se revela esta tigo leg al en que se trata de una reparación, de una retribución violenta.
significación y de m anera dem asiado espectacular como para que sea posi­ Los chukchi aceptan el sufrim ien to , im ponen a los suyos la m ism a pér­
b le d efin ir el acto como ritu al. did a violenta que han in fligido a otra com unidad. El acto se parece al
¿Es posible, en ta l caso, in cluir esta acción dentro de los castigos le ­ sacrificio en que la víctim a del segundo hom icidio no es culpable del p ri­
gales, es posible h ab lar a su respecto de «ad m in istració n de la ju stic ia »? m ero. Ese es el elem ento que nos parece absurdo, ajenos a la razón: ¡no
No, pues la víctim a del segundo hom icidio no es culpable del prim ero. se respeta el principio de culp ab ilid ad ! Este principio se nos antoja tan
C abe invocar, claro está, como hace L o w ie, una «resp o n sab ilid ad co lecti­ adm irable y absoluto que no concebimos que sea rechazado. Siem pre que
v a » , pero no es suficiente. Cuando se pide la intervención de la responsa­ está ausente, im aginam os alguna carencia en la percepción, alguna d efi­
b ilid ad colectiva, siem pre es a fa lta, o como añ adidura, del auténtico res­ ciencia in telectual.
ponsable, o tam bién en la indiferencia to tal a toda responsabilidad in d i­ Lo que aquí se rechaza es nuestra razón; se rechaza porque coincide
v id u al. La responsabilidad colectiva nunca excluye sistem áticam ente al con una aplicación dem asiado estricta del principio de venganza y , como
auténtico culpable. Y en este caso se trata exactam ente de dicha exclusión. ta l, cargada de peligros futuros.
A unque pueda parecer dudoso, en tal o cual ejem plo concreto, esta exclu­ A l ex ig ir una relación directa entre la culp ab ilid ad y el castigo, cree­
sión del culpable parece dem asiado bien dem ostrada como para que no mos aprehender una verdad que escapa a los p rim itivo s. Somos nosotros,
deba ser vista como un fenóm eno sign ificativo , una actitud cu ltu ral que por el con trario, los que estam os ciegos a una am enaza m uy real en el
h ay que explicar. universo p rim itivo , la «escalad a» de la venganza, la violencia desm edida.

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Eso es, sin duda, lo que procuran exorcizar las aparentes extravagancias trarse conciliadores a la vez que se niegan a «perder prestigio». Es posible,
de las costumbres primitivas y de la violencia religiosa. pero también cabe imaginar una cosa totalmente distinta; es posible enu­
Detrás del extraño rechazo de tocar físicamente el anatem a , en el merar mil posibilidades diferentes y contradictorias. Es inútil perderse en
universo griego, especialmente, hay un temor análogo, sin duda, al que este laberinto; la formulación religiosa domina sobre las hipótesis psico­
motiva la costumbre chukchi. Causar violencia al violento es dejarse con­ lógicas; no hace ninguna de ellas necesaria pero tampoco elimina nin­
taminar por su violencia. Se arreglan para situar el anatema en una situa­ guna.
ción tal que no pueda sobrevivir; nadie, a no ser él mismo, será directa­ En este caso, la noción religiosa esencial es la de impureza ritual. Las
mente responsable de su muerte, nadie le causa violencia. Se abandona observaciones anteriores pueden servir de introducción a una investiga­
al desdichado solo, sin víveres, en pleno mar o en la cima de una mon­ ción sobre este concepto. La violencia es la causa de la impureza ritual.
taña, se le obliga a arrojarse de lo alto de un acantilado. La exposición de En muchos casos, se trata de una verdad evidente e indudable.
los niños maléficos obedece, según parece, a una preocupación del mis­ Dos hombres llegan a las manos; tai vez corre la sangre; estos dos
mo tipo. hombres ya son im puros. Su impureza es contagiosa; permanecer junto a
Todas estas costumbres nos parecen absurdas, poco razonables, cuando ellos comporta el riesgo de verse mezclado en su pelea. Sólo hay un medio
están lejos de carecer de razones y estas razones obedecen a una lógica seguro de evitar la impureza, es decir, el contacto con la violencia, el
coherente. Se trata siempre de concebir y de ejecutar una violencia que contagio de esta violencia, y es alejarse de ella. Ninguna idea de deber o de
no resulte a las violencias anteriores lo que un eslabón más, en una ca­ interdicción moral está presente. La contaminación es un peligro terrible
dena, es a los eslabones que le preceden y a los que le siguen; se piensa al que, a decir verdad, sólo los seres' ya impregnados de impureza, ya con­
en una violencia radicalmente distinta, en una violencia realmente decisiva taminados, no dudan en exponerse.
y terminal, en una violencia que ponga fin, de una vez por todas, a la Si todo contacto, incluso furtivo, con un ser impuro llena de impure­
violencia. za, lo mismo ocurrirá, a fortiori, con todo contacto violento y hostil. Si
Los primitivos se esfuerzan en romper la simetría de las represalias al hay que recurrir a cualquier precio a la violencia, que por lo menos la
nivel de la forma. Contrariamente a nosotros, perciben perfectamente la víctima sea pura, y no se haya mezclado con la pelea maléfica. Eso es lo
repetición de lo idéntico e intentan ponerle un final a través de lo d i f e ­ que se dicen los chukchi. Nuestro ejemplo muestra claramente que las no­
rente. Los modernos, en cambio, no temen la reciprocidad violenta. Esta ciones de impureza y de contagio tienen una solvencia en el plano de las
es la que estructura cualquier castigo legal. El carácter aplastante de la in­ relaciones humanas. Detrás de ellas se disimula una realidad formidable.
tervención judicial le impide ser un primer paso en el círculo vicioso de Ahora bien, eso es lo que la etnología religiosa ha negado durante mucho
las represalias. Nosotros ni siquiera vemos lo que asusta a los primitivos tiempo. Los observadores modernos, en especial en la época de Frazer y
en la pura reciprocidad vengativa. A esto se debe que se nos escapen las de sus discípulos, no veían en absoluto esta realidad, en primer lugar por­
razones del comportamiento chukchi o las precauciones con respecto al que para ellos no existía y también porque la religión primitiva hace
nnatema. cuanto puede por camuflarla; ideas como las de impureza o de contagio,
Es evidente que la solución chukchi no se confunde con la venganza, por la materialidad que suponen, revelan un procedimiento esencial de
pero tampoco con el sacrificio ritual o con el castigo legal. Y , sin embar­ este camuflaje. Una amenaza que pesa sobre las relaciones entre los hom­
go, no es ajena a ninguno de estos tres fenómenos. Se sitúa en un lugar bres y que depende exclusivamente de estas relaciones es presentada bajo
en el que la venganza, el sacrificio y el castigo legal parecen coincidir. Si una forma enteramente reificada. La noción de impureza ritual puede de­
ninguno de los pensamientos actuales es capaz de pensar estos mismos generar hasta el punto de ser únicamente una terrorífica creencia en la
fenómenos como susceptibles de coincidir, no hay que esperar de ellos virtud maléfica del contacto material. La violencia se ha transfigurado en
mucha luz sobre los problemas que nos interesan. una especie de fluido que impregna los objetos y cuya difusión parece
obedecer a unas leyes meramente físicas, algo así como la electricidad
o el «magnetismo» balzaquíano. Lejos de disipar la ignorancia y de recu­
* -k if
perar la realidad que se oculta detrás de estas distorsiones, el pensamiento
moderno la agrava y la refuerza; colabora en el escamoteo de la violencia
aislando lo religioso de toda realidad, convirtiéndolo en un cuento para
Cabe leer en la costumbre chukchi un gran número de implicaciones niños.
psicológicas, de interés limitado. Cabe pensar, por ejemplo, que al no eje­ Un hombre se ahorca; su cadáver es impuro, pero también la cuerda
cutar al culpable sino a uno de sus allegados, los chukchi quieren mos­ que ha utilizado para ahorcarse, el árbol del que ha colgado esta cuerda,

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el suelo que rodea este árb o l; la im pureza dism inuye a m edida que nos serlo. Eso no significa que la religió n p rim itiv a esté sujeta al tipo de
alejam os d el cadáver. Todo ocurre como si, d el lu g ar en que la violencia «co n fu sió n » de que la acusaron en sus tiem pos un Frazer o un Lévy-B ruhl.
se ha m anifestado y de los objetos que ha afectado directam ente, se des­ La asim ilación de las enferm edades contagiosas y de la violencia bajo todas
p ren dieran unas em anaciones sutiles que penetran todos los objetos del en­ sus form as, uniform em ente consideradas, tam bién e lla s, como contagiosas,
torno y que tienden a d ism in uir con el tiem po y con la distancia. se apoya en un conjunto de índices concordantes que com ponen un cuadro
En determ inada ciudad ha tenido lu g ar un a terrib le m atanza. E sta ciu­ de una coherencia extrao rd in aria.
d ad en vía unos em bajadores a otra, Son im puros; se e v ita en la m edida U na sociedad prim itiva , una sociedad que no posea un sistem a ju d i­
de lo posible tocarlos, h ab larles, o incluso perm anecer en su presencia. cial, está exp u esta, como se h a dicho, a la escalada de la venganza, a la
D espués de su m archa, se m u ltip lican los ritos purificado res, las asper­ an iqu ilació n p ura y sim ple que ahora denom inam os violencia esencial; se
siones de agua lu stral, los sacrificios, etc. ve obligada a adoptar respecto a esta violencia unas actitudes incom pren­
Si Frazer y su escuela ven en el m iedo d el contagio im puro e l criterio sibles p ara nosotros. Siem pre tropezam os con dificultades para enten der las
por excelencia de lo «irra c io n a l» y de lo «su p ersticio so » en e l pensam iento cosas por las dos m ism as razones: la prim era es que no sabemos absoluta­
religio so , otros observadores, al contrario, lo han convertido prácticam ente m ente nada respecto a la violencia esencial, n i siquiera su ex isten cia; la
en una ciencia avant la lettre. E sta perspectiva está basada en unas sor­ segunda es que los m ismos pueblos prim itivo s sólo conocen esta violencia
prendentes coincidencias entre ciertas precauciones científicas y determ in a­ bajo una form a casi enteram ente deshum anizada, es decir, bajo las apa­
das precauciones ritu ales. riencias parcialm ente engañosas de lo sagrado.
E xisten algunas sociedades en las que una enferm edad contagiosa, la C onsideradas en su conjunto, por absurdas que puedan parecem os al­
v iru e la , posee su dios especial. D urante toda la duración de su enferm e­ gunas de las precauciones ritu ales dirigid as contra la violencia, no tienen
dad, los enferm os están consagrados a ese dios; viven aislados de la co­ n ada de ilu so rio . Es lo que ya hemos com probado, a fin de cuentas, res­
m unidad y confiados al cuidado de un «in ic iad o » o, si se p refiere, de pecto al sacrificio. Si la catharsis sacrificial consigue im p edir la propaga­
un sacerdote del dios, o sea de un hom bre que ha contraído anteriorm ente ción desordenada de la violencia, es realm ente una especie de co n ta gio lo
la enferm edad y ha sobrevivido a ella. Este hom bre p articip a ahora de la que llega a atajar.
fuerza del dios, está inm unizado contra los efectos de su violencia. S i echam os una m irada hacia atrás, descubrirem os que, desde el p rin ­
Es fácil im agin ar como, im presionados por ejem plos de ese tipo, al­ cipio, la violencia se nos ha revelado como algo em inentem ente com uni­
gunos in térpretes han creído descubrir, en el origen de la im pureza ritu al, cable. Su tendencia a p recip itarse sobre un objeto de recam bio, a falta del
una in tuició n vaga pero real de las teorías m icrobianas. Se rechaza, gene­ objeto o rigin ariam en te apuntado, puede describirse como una especie de
ralm en te, este punto de vista bajo el p retexto de que no todos los esfuer­ contam inación. La violencia largo tiem po com prim ida siem pre acaba por
zos, m uy al contrario, p ara protegerse de la im pureza ritu al van en el esparcirse por los alrededores; ¡a y de quien, a p artir de aquel m om ento,
m ism o sentido que la higiene m oderna. E sta crítica es in suficien te; no nos quede a su alcance! Las precauciones rituales tienden, por una p arte, a
im pide com parar, en efecto, las precauciones in ú tiles con una m edicina preven ir este tipo de difusión y , por o tra, a p roteger, en la m edida de lo
todavía balb ucien te, pero ya parcialm en te eficaz, la del siglo pasado por posible, a los que se encuentran repentinam ente im plicados en una situ a­
ejem plo. ción de im pureza ritu al, es decir, de violencia.
La teo ría que ve en el terror religioso una especie de pre-ciencia, apun­ La m enor violencia puede provocar una escalada de cataclism os. A un ­
ta a algo interesante pero tan p arcial y fragm entario que tenem os que que esta verdad, sin llegar a desaparecer del todo, sea difícilm en te visib le
calificar de falso. D icha teoría sólo podía nacer en una sociedad y en un en nuestros d ías, al menos en n uestra vid a co tidian a, todos sabemos que
m edio en el que la e n fe r m e d a d aparece como la única fatalid ad que sigue el espectáculo de la violencia tiene algo de «co n tagio so ». A veces es casi
pesando sobre el hom bre, la ú ltim a am enaza a dom eñar. En la idea p ri­ im posible sustraerse a este contagio. Respecto a la violencia, la intolerancia
m itiva de contagio es más que evidente que no está ausente la enferm e­ puede revelarse tan fatal, a fin de cuentas, como la to leran cia. Cuando la
dad epidém ica. En el cuadro de conjunto de la im pureza ritu al no cabe violencia se hace m an ifiesta, hay unos hom bres que se entregan librem ente
duda de que aparece la enferm edad, pero sólo co n stitu ye una parcela más. a ella, incluso con entusiasm o; hay otros que se oponen a sus progresos;
N osotros aislam os esta parcela por ser la única en que el concepto mo­ pero son ellos, con frecuencia, quienes perm iten su triunfo. No existe
derno y científico de contagio, exclusivam ente patológico, coincide con regla universalm en te válid a ni p rincipio que consiga resistir. H ay m om en­
la noción p rim itiva, que tiene una extensión mucho m ayor. tos en que todos los rem edios son eficaces, tanto la in tran sigen cia como
En la perspectiva religio sa, el terreno en que el contagio sigue siendo el com prom iso; existen otros, por el contrario, en que todos son in ú tiles;
real para nosotros no se diferencia de los terrenos en que ha dejado de no consiguen otra cosa que aum entar el m al que pretenden con trarrestar.

36 37
Siem pre lleg a, según parece, el momento en que sólo se puede oponer E ntre la enferm edad, por ejem plo, y la violencia vo luntariam en te in fli­
a la violencia otra vio len cia; im porta poco, en tal caso, el triunfo o el gida por un enem igo, existen unas relaciones innegables. Los sufrim ientos
fracaso, siem pre es ella la vencedora. La violencia posee unos extrao rdi­ d e l enferm o son análogos a los que hace sufrir una h erid a. E l enferm o
narios efectos m im ético s, a veces directos y p o sitivos, otras indirectos y corre el p eligro de m o rir. L a m uerte am enaza, igualm en te, a todos aquellos
n egativos. Cuanto más se esfuerzan los hom bres en do m in arla, más a li­ que de una u otra m anera, activa o p asiva, están im plicados en la violen­
m entos le ofrecen; convierte en m edio de acción los obstáculos que se cia. L a m uerte no es m ás que la peor violencia que le puede sobrevenir
cree oponerle; se parece a un incendio que devora cuanto se arro ja sobre al hom bre. No es menos razonable, en sum a, considerar bajo un m ism o
él con la intención de sofocarlo. apartado todas las causas, más o menos m isteriosas y contagiosas, suscepti­
Acabam os de recu rrir a la m etáfora del fuego; hubiéram os podido bles de provocar la m uerte, que crear una categoría ap arte p ara un a sola de
recurrir a la tem pestad, al d ilu vio , al terrem oto. A l igu al que la peste, no ellas, como hacem os en el caso de la enferm edad.
serían, para ser exactos, unas m etáforas, exclusivam ente unas m etáforas. H ay que recu rrir a determ inadas form as de em pirism o p ara entender
Eso no significa que nos apuntem os a la tesis que convierte lo sagrado el pensam iento religio so . E ste pensam iento tiene exactam ente el m ism o ob­
en una sim ple transfiguración de los fenóm enos naturales. jetivo que la investigación tecno-científica m oderna, y es la acción práctica.
Lo sagrado es todo aquello que dom ina al hom bre con tanta m ayor Todas las veces que el hom bre esta realm ente deseoso de alcanzar unos
facilid ad en la m edida en que el hom bre se cree capaz de dom inarlo. Es, resultados concretos, todas las veces que se siente acuciado por la reali­
pues, en tre otras cosas pero de m anera secundaria, las tem pestades, los dad, abandona las especulaciones abstractas y retorna a una especie de
incendios fo restales, las epidem ias que diezm an una población. Pero tam ­ em pirism o tanto más prudente y m ezquino cuanto más y más de cerca le
bién es, y , fundam entalm ente, aunque de m anera más solapada, la vio­ apretan las fuerzas que in ten ta dom inar o, por lo m enos, distan ciar.
lencia de los propios hom bres, la violencia planteada como externa al Entendido en sus form as más sim ples, tal vez las más elem en tales, lo
hom bre y confundida, a p artir de entonces, con todas las dem ás fuerzas religioso jam ás se interroga acerca de la n atu raleza fin al de las fuerzas
que pesan sobre el hom bre desde fuera. La violencia co n stituye el autén­ terrib les que asedian al hom bre; se lim ita a observarlas a fin de determ inar
tico corazón y el alm a secreta de lo sagrado. las secuencias regulares, las «p ro p ied ad es» constantes que p erm itirán p re­
Seguim os sin saber cómo consiguen los hombres situar su propia vio­ ver determ inados hechos, que ofrecerán al hom bre unos puntos de referen­
lencia fuera de ellos m ism os. U na vez que lo han conseguido, sin em bar­ cia capaces de determ inar la conducta a seguir.
go, una vez que lo sagrado se ha convertido en esta sustancia m isteriosa E l em pirism o religioso siem pre llega a la m ism a conclusión: hay que
que m erodea en torno a ello s, que los in viste desde fuera sin llegar a ser m antenerse lo más alejado posible de las fuerzas de lo sagrado, h ay que
realm ente ellos m ism os, que los atorm enta y los b ru taliza, un poco a la evitar todos los contactos. A sí, pues, el em pirism o religioso coincide, en
m anera de las epidem ias o de las catástrofes n atu rales, se encuentran con­ determ inados puntos, con el em pirism o m édico o con el em pirism o cien­
frontados por un conjunto de fenómenos heterogéneos para nosotros pero tífico en general. A ello se debe que algunos observadores crean reconocer
cuyas analogías son realm ente m uy notables. en él un a p rim era form a de ciencia.
Sí se quiere evitar la enferm edad, es conveniente evitar los contactos Este m ismo em pirism o, sin em bargo, puede term in ar en unos resu lta­
con los enferm os. Es igualm en te conveniente evitar los contactos con la dos tan ab erran tes, desde nuestro punto de v ista, puede m ostrarse tan ríg i­
rab ia hom icida si uno no quiere entrar en una rabia hom icida o hacerse do, tan m ezquino, tan m iope, que es tentador explicarlo por algún tipo de
m atar, lo que, a fin de cuentas, equivale a lo m ism o, pues la prim era trastorno del psiquism o. No es posible ver las cosas de esta m anera sin
consecuencia acaba siem pre por provocar la segunda. convertir la to talidad del m undo p rim itivo en un «en ferm o » ante el cual
E xisten, a nuestros ojos, dos tipos diferentes de «co n tag io ». La ciencia nosotros, los «civ iliz ad o s», aparecem os como «san o s».
m oderna sólo se interesa por el prim ero y confirm a su realid ad de m anera Los m ismos p siq u iatras que presentan las cosas bajo este aspecto no
deslum brante. Es m uy posible que el segundo tipo de contagio fuera, con vacilan , cuando les parece, en in v ertir sus catego rías: entonces es la « c iv i­
m ucho, más im p o rtan te en las condiciones definidas anteriorm ente como lizació n» la enferm a, y sólo puede serlo en oposición a lo p rim itivo , el cual
p rim itivas, es decir, en la ausencia de cualq uier sistem a judicial. aparece esta vez como el prototipo de lo «san o ». Sea cual fuere la m anera
B ajo e l título de la im pureza ritu a l, el pensam iento religioso engloba de m anipularlos, los conceptos de salud y de enferm edad son inadecuados
todo un conjunto de fenóm enos, disparatados y absurdos en la perspectiva p ara explicar las relaciones en tre las sociedades p rim itivas y la nuestra.
cien tífica m oderna, pero cuya realid ad y cuyas sem ejanzas aparecen por Las precauciones rituales que parecen dem entes o, por lo m enos, «m u y
poco que se las d istrib u ya en torno de la violencia esencial que ofrece la ex agerad as» en un contexto m oderno son, a decir verdad, razonables en su
m ateria prin cip al y el fundam ento últim o de todo el sistem a. contexto propio, es decir, en la ignorancia extrem a en que se h alla lo re li­

38 39
gioso respecto a una violencia que sacraliza. Cuando los hom bres creen len cia, la sangre se hace v isib le; com ienza a correr y ya es im posible dete­
sen tir sobre su nuca e l aliento del Cíclope de la Odisea, atienden a lo más n erla, se introduce por todas p artes, se esparce y se exhibe de m anera
u rgen te; no pueden p erm itirse el lujo de tom arse dem asiada confianza con desordenada. Su fluidez expresa el carácter contagioso de la violencia. Su
el tip o de m edidas que requiere esta situación crítica. Es m ejor pecar por presencia denuncia el crim en y provoca nuevos dram as. La sangre em ba­
exceso que por defecto. durna todo lo que toca con los colores de la violencia y de la m uerte.
C abe com parar la actitud religio sa a la de un a ciencia m édica que se A eso se debe que «clam e ven gan za».
encontrara repentinam ente confrontada con una enferm edad de tipo des­ C u alquier derram am iento de sangre asusta. No hay por qué asom brar­
conocido. Se declara una epidem ia. No se consigue aislar el agente pató­ se, a priori. de que la sangre m enstrual aterrorice. En este caso ex iste,
geno. ¿C u ál es, en tal caso, la actitud propiam ente cien tífica, qué conviene sin em bargo, algo más que una sim ple aplicación de la regla general. Es
h acer? Conviene tom ar no sólo algunas de las precauciones que exigen las evidente que los hombres nunca han experim entado la m enor d ificultad
form as patológicas conocidas, sino todas sin excepción. Idealm en te, con­ en d istin g u ir la sangre m enstrual de la sangre derram ada en un crim en
ven d ría in ven tar otras nuevas, ya que no sabemos nada d el enem igo que o en un accidente. Ahora b ien, en m uchas sociedades, la im pureza de la
h ay que rechazar. sangre m enstrual es extrem a. Esta im pureza tiene una relación evidente
U na vez identificado el m icrobio de la ep idem ia, algunas de las pre­ con la sexualidad.
cauciones tom adas antes de la identificación pueden m anifestarse in útiles. L a sexualidad form a p arte del conjunto de fuerzas que se b urlan del
S ería absurdo p erp etuarlas; pero era razonable exigirlas en tan to que per­ hombre con una facilidad tanto más soberana en la m edida en que el hom ­
sistiera la ignorancia. bre pretende b urlarse de ellas.
La m etáfora no es válid a hasta sus últim as consecuencias. N i los p ri­ Las form as más extrem as de la violencia no pueden ser directam ente
m itivos ni los modernos consiguen jam ás id en tificar el m icrobio de la peste sexuales debido al hecho de que son colectivas. La m u ltitu d puede p racti­
llam ada violencia. La civilización occidental es todavía menos capaz de ais­ car perfectam ente una sola y m ism a violencia, desm esuradam ente incre­
larla y de an alizarla, y form ula en relación con la enferm edad unas ideas m entada por el m ismo hecho de que todas las violencias in dividuales pue­
mucho más sup erficiales, puesto que hasta nuestros días siem pre ha dis­ den sum arse a ella ; no ex iste, por el contrario, una sexualidad realm ente
frutado, respecto a sus form as más v iru len tas, de una protección probable­ colectiva. Esta razón b astaría por sí sola para explicar por qué una lectura
m ente m uy m isterio sa, de una inm unidad que visiblem ente no es obra de lo sagrado b asada en la sexualidad elim in a o m inim iza siem pre lo esen­
suya, pero de la que po dría, en cam bio, ser la obra. cial de la violencia, m ientras que una lectura basada en la violencia pres­
tará sin ninguna dificu ltad a la sexualidad el considerable espacio que en
todo pensam iento religioso p rim itivo le corresponde. Podríam os sentir la
* * *
tentación de creer que la violencia es im pura porque está relacionada con
la sexualidad. En el plano de las lecturas concretas, la proposición con­
traria es la ún ica que se revela eficaz. La sexualidad es im pura porque
Uno de los más conocidos «ta b ú e s» p rim itivo s, el que tal vez ha hecho está relacionada con la violencia.
correr más tin ta, se refiere a la sangre m enstrual. Es im p ura. Las m ujeres A parece aquí algo contrario al hum anism o contem poráneo, el cual, a
que m enstrúan son obligadas a aislarse. Se les prohíbe tocar los objetos fin de cuen tas, hace buena p areja con el pansexualism o del p sicoanálisis,
de uso com ún, y en ocasiones hasta sus propios alim entos que podrían aunque esté aliñado con su in stin to de m uerte. Los indicios son dem asia­
co n tam in ar... do num erosos, sin em bargo, y dem asiado convergentes para poderlos des­
¿C u ál es la explicación de esta im pureza? Es preciso considerar la cartar, D ecim os que la im pureza de la sangre m enstrual tiene una relación
m enstruación dentro del marco más general del derram am iento de sangre. directa con la sexualidad. Es m uy cierto , pero todavía es más directa la
L a m ayoría de los hom bres prim itivo s adoptan precauciones extrao rd in a­ relación con la violencia in diferenciada. La sangre de un hom bre asesina­
rias para no en trar en contacto con la sangre. C u alquier sangre derram ada do es im pura. No se puede relacionar esa im pureza con la im pureza de la
al m argen de los sacrificios ritu ales, en un accidente por ejem plo, o en sangre m en strual. Para in terp retar, al contrario, la im pureza de la sangre
un acto de violencia, es im pura. Esta im pureza un iversal de la sangre m enstrual, h ay que referirla a un tiem po a la im pureza de la sangre d erra­
derram ada procede m uy directam ente de la definición que acabam os de m ada crim inalm ente y a la sexualidad. El hecho de que los órganos sexua­
proponer: la im pureza ritu al está presente en todas partes donde se pueda les de la m ujer sean el lu gar de un derram am iento periódico de sangre
tem er la violencia. M ien tras los hom bres disfrutan de la tran q u ilid ad y de siem pre ha im presionado prodigiosam ente a los hom bres en todas las
la seguridad, no se ve la sangre. T an pronto como se desencadena la vio­ partes del m undo porque parece confirm ar la afin idad, m anifiesta a sus

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ojos, entre la sexualidad y las form as más diferentes de la violencia, sus- lencia se anuncian un poco de la m ism a form a. La m ayoría de las reacciones
cepibles todas ellas, tam bién, de provocar unos derram am ientos de sangre. corporales m ensurables son las m ism as en am bos casos.6
P ara entender la n aturaleza y el alcance de esta afinidad hay que vol­ A ntes de recurrir a unas explicaciones com odín frente a un tabú como
ver a aquel em pirism o del que hablábam os poco antes, y tam bién a un el de la sangre m en strual, antes de ap elar, por ejem plo, a esos «fan tasm as»
«g ran sentido com ún» que desem peña, en cualq u ier pensam iento religioso, que desem peñan en nuestro pensam iento el papel de la «m alicia de los en­
un papel mucho m ayor que el que perm iten sospechar las teorías de moda. can tadores» en el de Don Q uijo te, convendría asegurar, como regla abso­
Los hom bres siem pre han razonado de la m ism a m anera. La idea de que lu ta, que se han agotado las p osibilidades de com prensión directa. En el
las creencias de toda la hum anidad son un colosal engaño al que somos pensam iento que se detiene en la sangre m en strual como m aterialización
casi los únicos en escapar, parece como m ínim o prem atura. E l problem a de toda violencia sexual, no hay nada, en d efin itiva, que sea incom pren­
inm ediato no es la arrogancia del saber occidental o su «im p erialism o », sib le: cabe p reguntarse adem ás si el proceso de sim bolización no obedece
es su insuficiencia. Es allí, en especial, donde la necesidad de com prender a una «v o lu n tad » oscura de rechazar toda la violencia exclusivam ente
es más intensa y más urgente que las explicaciones propuestas son más sobre la m ujer. A través de la sangre m en strual, se realiza una transfe­
b izantinas, en el terreno de lo religioso. rencia de la violencia, se establece un m onopolio de hecho en detrim ento
del sexo fem enino.
La estrecha relación entre sexualidad y violencia, herencia común de
todas las religio n es, se apoya en un conjunto de convergencias bastante
im presionante. Con m ucha frecuencia la sexualidad tiene que ver con la * * *
violencia, tanto en sus m anifestaciones inm ediatas — rapto, violación, des­
floración, sadism o, etc.— como en sus consecuencias más lejanas. O ca­
siona diferentes enferm edades, reales o im agin arias; lleva a los sangrientos
No siem pre es posible evitar la im p ureza; las precauciones más m eticu­
dolores del p arto, siem pre susceptibles de provocar la m uerte de la m adre,
losas pueden ser burladas. El m enor contacto provoca una m ancha que
del hijo o incluso de ambos a un tiem po. H asta en el in terio r de un marco
conviene sacarse de encim a, no sólo por uno mismo sino por la colectivi­
ritu a l, cuando se respetan todas las prescripciones m atrim oniales y las de­
dad, am enazada en su to talid ad de contam inación.
más interdicciones, la sexualidad va acom pañada de vio len cia; tan pronto
¿Con qué se lim p iará esta m ancha? ¿Q ué sustancia extrao rd in aria e in ­
como escapa a este m arco, en los amores ilegítim o s, el ad ulterio , el inces­ creíble resistirá al contagio de la sangre im p ura, y conseguirá p u rificarla?
to, etc., esta violencia y la im pureza que resu lta de ella se hacen ex tre­
La m ism a sangre, pero en esta ocasión la sangre de las víctim as sacrificia­
mas. La sexualidad provoca innum erables q u erellas, celos, rencores y ba­ les, la sangre que perm anece pura si es derram ada ritualm en te.
ta llas; es una perm anente ocasión de desorden, hasta en las com unidades D etrás de esta asom brosa p aradoja, se nos revela un juego que siem pre
m ás arm oniosas. es el de la violencia. C u alquier im pureza se reduce, a fin de cuentas, a
A l negarse a adm itir la asociación, tan poco problem ática sin em bargo, un único e idéntico p eligro , a la instalación de la violencia in term inable
que los hom bres, desde hace m iles de años, siem pre han reconocido entre en el seno de la com unidad. La am enaza siem pre es la m ism a y desenca­
la sexualid ad y la violencia, los m odernos intentan dem ostrar su «am p li­ dena la m ism a defensa, la m ism a am enaza sacrificial, para disip ar la vio­
tud de e s p íritu »; se trata de una fuente de ignorancia que convendría tener lencia sobre unas víctim as sin consecuencias. Subyacente a la idea de p u ri­
en cuenta. A l ig u al que la violencia, el deseo sexual tiende a proyectarse ficación ritu al, existe algo m ás que una m era y sim ple ilusió n .
sobre unos objetos de recam bio cuando el objeto que lo atrae perm anece El ritu al tiene la función de «p u rific a r» la violencia, es decir, de «e n ­
inaccesible. Acoge gustosam ente todo tipo de sustituciones. A l igual que g añ arla» y disip arla sobre unas víctim as que no corren el peligro de ser
la violencia, el deseo sexual se parece a una energía que se acum ula y que vengadas. Como el secreto de su eficacia se le escapa, el ritu al se esfuerza
acaba por ocasionar m il desórdenes si se la m antiene largo tiem po com­ en entender su propia operación al nivel de sustancias y de objetos capa­
p rim ida. H ay que observar, por otra p arte, que el deslizam iento de la violen ­ ces de ofrecerle unos puntos de referencia sim bólicos. Está claro que la
cia a la sexualid ad , y de la sexualid ad a la violencia, se efectúa con gran sangre ilu stra de m anera notable toda la operación de la violencia. Y a
facilid ad , en ambos sentidos, incluso en las personas más «n o rm ales» y hemos hablado de la sangre derram ada por error o por m alicia; ahora se
sin que sea necesario invocar la m enor «p erv ersió n ». La sexualidad con­ trata de la sangre que se seca sobre la víctim a, no tarda en perder su lim ­
trariad a desemboca en la violencia. Las peleas de enam orados, a la inversa, pidez, se pone turbia y sucia, form a costras y se desprende a p lacas; la
term inan en el abrazo. Las recientes investigaciones científicas confirm an
en muchos puntos la perspectiva p rim itiva. La excitación sexual y la vio­ 6. Anthony Storr, op. cit., pp. 18-19.

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sangre que envejece en el mismo lugar donde ha sido derram ada coincide G orgona. Una es un veneno m o rtal, la o tra un rem edio. Entonces el viejo
con la sangre im pura de la violencia, de la enferm edad y de la m uerte. esclavo de la rein a p regu nta:
A esta m ala sangre inm ediatam ente estropeada, se opone la sangre fresca
de las víctim as recién inm oladas, siem pre flu id a y berm eja, pues el rito ¿ Y cómo se cum ple en ellas el doble don de la diosa?
sólo la u tiliza en el in stan te m ism o en que es derram ada y no tardará en C r e ú sa . — Bajo el golpe m o rtal, de la vena vacía brota una
ser lim p ia d a ... g o ta ...
La m etam orfosis física de la sangre derram ada puede sign ificar la do­ E l a n c i a n o . — ¿P ara qué sirve? ¿C u ál es su v irtu d ?
C r e ú s a . — A leja las enferm edades y aum enta e l valor.
b le n aturaleza de la violencia. A lgunas form as religiosas sacan un partido
El a n c ia n o . — ¿ Y cómo actúa la segunda?
extraordinario de esta p o sibilid ad . La sangre puede literalm en te hacer ver
que un a única y m ism a sustancia es a la vez lo que ensucia y lo que lim ­ C re ú sa . — M ata. Es el veneno de las serpientes de la G or­
p ia, lo que hace im puro y lo que p urifica, lo que em puja los hom bres a gona.
la rab ia, a la dem encia y a la m uerte, y tam bién lo que les am ansa, lo que El — ¿L as llevas jun tas o separadas?
a n c ia n o .

les perm ite revivir. C re ú sa . — Separadas. ¿M ezclarías tú lo saludable y lo no­


civo?
No h ay que ver aquí una sim ple «m etáfo ra m aterial» en el sentido de
G aston B achelard, una diversión poética sin consecuencias. Tam poco hay
N ada más diferente que estas dos gotas de sangre y , sin em bargo, nada
que ver en la am bigüedad de la sangre la realid ad ú ltim a disim ulada
más sem ejante. Es fácil, por consiguiente, y tal vez tentador, confundir
detrás de los derram am ientos perpetuos de la religió n p rim itiv a, como
las dos sangres y m ezclarlas. Si se produce esta m ezcla, desaparece cu al­
hace la señora Laura M ak ariu s.7 T anto en uno como en otro caso, desapa­
quier distinción entre lo puro y lo im puro. Y a no h ay diferencia entre la
rece lo esencial que es el juego paradójico de la violencia. A l acceder
buena y la m ala violencia. M ien tras lo puro y lo im puro perm anecen dife­
únicam ente a este juego a través de la sangre o de otros objetos sim bó­
renciados, en efecto, es posible lav ar hasta las m ayores m anchas. Una vez
licos del m ismo tipo, lo religioso lo aprehende im perfectam ente pero ja­
que se han confundido, ya no se puede p urificar nada.
más lo elim in a del todo, a diferencia del pensam iento m oderno tan pró­
digo siem pre en «fan tasía s» como en «p o e sía », delante de los grandes
datos de la vida religio sa p rim itiva, pues jam ás llega a descubrir nada real.
H asta las más extrañas aberraciones del pensam iento religioso siguen
dem ostrando una verdad que es la id en tid ad del m al y del rem edio en el
orden de la violencia. En ocasiones la violencia presenta a los hombres
un rostro terrib le; m ultip lica enloquecidam ente sus desm anes; otras, al
contrario, se m uestra bajo una luz pacificadora, esparce a su alrededor los
beneficios del sacrificio.
Los hom bres no com prenden el secreto de esta dualidad. N ecesitan
diferen ciar la buena violencia de la m ala; quieren repetir incesantem ente
la p rim era a fin de elim in ar la segun d a. El rito no es otra cosa. Como
hemos visto , para ser eficaz la violencia sacrificial debe parecerse lo más
posible a la violencia no sacrificial. Esta es la causa de que existan ritos
que se nos presentan sim plem ente como la inexplicable inversión de las
prohibiciones. En algunas sociedades, por ejem plo, la sangre m enstrual pue­
de lleg ar a ser tan benéfica en el seno del rito como m aléfica fuera de él.
L a naturaleza doble y única de la sangre, esto es, de la violencia,
aparece ilu strad a de m anera estrem ecedora en una tragedia de E urípides,
Ion. La reina C reúsa piensa en dar m uerte al héroe con la ayuda de un
talism án extrao rd in ario : dos gotas de una sola y m ism a sangre, la de la

7. Ver. por ejemplo, «Les Tabous du forgeron», D iogén e, abril-junio de 1968.

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II a partir de nuestras primeras conclusiones. También podemos co m p r o b a r ­
las en los textos literarios, en las adaptaciones trágicas de los mitos grie­
LA CRISIS SACRIFICIA1 gos, el de Heracles en especial.
En La locura d e H eracles, de Eurípides, no existe un conflicto trági­
co, ni un debate entre unos adversarios enfrentados. El argumento real
es el fracaso de un sacrificio, la violencia sacrificial que acaba mal. Hera­
cles regresa a su casa después de dar fin a sus trabajos. Descubre a su
mujer y a sus hijos en manos del usurpador Licos, que se dispone a sacri­
ficarlos. Heracles mata a Licos. Después de esta última violencia, cometida
en el interior de la ciudad, el héroe necesita más que nunca purificarse
y se dispone a ofrecer un sacrificio. Su mujer y sus hijos están a su lado.
Cree de repente reconocer en ellos nuevos o antiguos enemigos y, cediendo
a un impulso demente, los sacrifica a todos.
El drama nos es presentado como obra de Lissa, diosa de la Rabia,
enviada por otras dos diosas, Iris y Hera, que odian al héroe. Pero en
el plano de la acción dramática lo que desencadena la locura homicida
es la preparación del sacrificio. No es posible creer que se trate de una
El funcionamiento correcto del sacrificio exige, como hemos visto, una mera coincidencia a la que el poeta sea insensible; él es quien atrae nues­
apariencia de continuidad entre la víctima realmente inmolada y los seres tra atención sobre la presencia del rito en el origen del desencadenamien­
humanos a los que esta víctima ha sustituido, subyacente a la ruptura abso­ to. Después de la matanza, Anfitrión, su padre, interroga a Heracles que
luta. Sólo es posible satisfacer simultáneamente estas dos exigencias gra­ está volviendo en sí:
cias a una contigüidad basada en un equilibrio necesariamente delicado.
Cualquier cambio, incluso mínimo, en la forma de clasificación y de «Hijo mío, ¿qué te ocurre? ¿Qué significa esta aberración?
jerarquización de las especies vivas y los seres humanos amenaza con des­ Tal vez la sangre derramada extravía tu mente.»
componer el sistema sacrificial. La práctica continua del sacrificio, el hecho Heracles no se acuerda de nada y, a su vez, pregunta:
de inmolar siempre el mismo tipo de víctima, debe provocar, por si solo, «¿Dónde se ha apoderado de mí el trance, dónde me ha des­
tales cambios. Si, como suele ocurrir, sólo vemos el sacrificio en un estado truido?»
de completa insignificancia, es porque ya ha sufrido un «desgaste» con­ Anfitrión contesta:
siderable. «Cerca del altar. Purificabas tus manos en el fuego sagrado.»
En el sacrificio no hay nada que no esté rígidamente fijado por la cos­
tumbre. La impotencia en adaptarse a las nuevas condiciones es caracterís­ El sacrificio proyectado por el héroe sólo consigue polarizar abusiva­
tico de lo religioso en general. mente sobre él la violencia. Esta es simplemente demasiado abundante,
En este caso el desfase se produce en el sentido de «demasiado» o en demasiado virulenta. La sangre, como sugiere Anfitrión, la sangre derra­
el de «insuficiente», y llevará, a fin de cuentas, a unas consecuencias idén­ mada en unos terribles trabajos y, en último lugar, en la misma ciudad,
ticas. La eliminación de la violencia no se produce; los conflictos se mul­ extravía la mente de Heracles. En lugar de absorber la violencia y de
tiplican, el peligro de las reacciones en cadena aumenta. disiparla hacia el exterior, el sacrificio la atrae sobre la víctima para de­
Si aparece una excesiva ruptura entre la víctima y la comunidad, la jarla desbordar y esparcirse de manera desastrosa por su entorno. El sacri­
víctima no podrá atraer hacia sí la violencia; el sacrificio dejará de ser ficio ya no es apto para desempeñar su tarea; acaba por engrosar el torrente
«buen conductor» en el sentido en que un metal es llamado buen con­ de violencia impura que ya no consigue canalizar. El mecanismo de las
ductor de la electricidad. Si, por el contrario, existe un exceso de conti­ sustituciones se descompone y las criaturas que el sacrificio debía prote­
nuidad, la violencia circulará con demasiada facilidad, tanto en un sentido ger se convierten en sus víctimas.
como en otro. El sacrificio pierde su carácter de violencia santa para «mez­ Entre la violencia sacrificial y la violencia no sacrificial, la diferencia
clarse» con la violencia impura, para convertirse en el cómplice escanda­ está lejos de ser absoluta; supone también, como se ha visto, un elemento
loso de ésta, en su reflejo o incluso en una especie de detonador. de arbitrariedad. Por consiguiente, siempre corre el riesgo de desaparecer.
Son unas posibilidades que, en cierto modo, podemos formular a priori, No hay una violencia realmente pura; el sacrificio, en el mejor de los

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casos, debe ser definido como violencia p urificad o ra. E sta es la tazón de la san grien ta lo cura; en un a perspectiva más estrictam en te ritu a l, podría
que los m ismos sacrificadores tengan que p urificarse después del sacrificio. m uy bien co n stitu ir un p rim er eslabón de la violencia im pura. Como ya
Cabe com parar el proceso sacrificial a la descontam inación de instalaciones 'se ha dicho, con este episodio la violencia p en etra en el in terio r de la
atóm icas; cuando el experto ha term inado su trabajo, debe ser a su vez ciudad. E ste p rim er hom icidio corresponde al del criado en Las iraqui­
descontam inado. Y siem pre son posibles los accid en tes... nianas.
La inversión catastrófica del sacrificio es, según parece, un rasgo esen­ Conviene hacer notar que en ambos episodios la m ediación propia­
cial del H eracles m ítico. R eaparece, m uy visib le detrás de los m otivos m ente so bren atural sólo sirve p ara disim u lar, de m anera sup erficial, el
secundarios que le recubren, en otro episodio de la vida de H eracles, el fenóm eno del sacrificio que «acab a m a l». L a diosa L isa y la túnica de Neso
de la túnica de N eso, tal como aparece en Las iraquinianas de Sófocles. no añaden nada a la com prensión de los dos textos; b asta con elim inar
H eracles ha herido m ortalm ente al centauro Neso que perseguía a De- estas dos p an tallas p ara encontrar la inversión m aléfica de una violencia
yan ira. A ntes de m orir, el centauro ofrece a la joven una túnica untada en p rincipio benéfica. E l elem ento propiam ente m itológico tiene un ca­
con su esperm a o, según Sófocles, con su sangre m ezclada con la de la rácter superfluo, sobreañadido. L isa, la R ab ia, se parece m ás, a decir ver­
hidra de Lerne. (Nótese aquí el tem a de las dos sangres que son la m is­ dad, a una alego ría que a una autén tica diosa, y la túnica de Neso es lo
m a, m uy próxim o de la sangre única desdoblada en Ion.) m ism o que las violencias anteriores que se pegan, literalm en te, a la p iel
El tem a de la tragedia es e l mismo de La locura d e H eracles: es el del desdichado H eracles.
regreso del héroe que trae consigo, esta vez, una herm osa cautiva de la El retorno del guerrero no tiene nada de propiam ente m ítico. Se presta
que D eyaníra siente celos. La esposa envía a recibir a su esposo un fiel inm ediatam ente a unas interpretaciones en térm inos sociológicos o psico­
criado que le ofrece como regalo la túnica de Neso. A ntes de m orir, el lógicos. E l soldado victorioso que am enaza, con su v u elta, las libertades
centauro había asegurado a D eyanira que le b astaría con hacer v estir la de la p atria, ya no es m ito, es h isto ria. Seguram en te, y es lo que piensa
túnica a H eracles p ata asegurarse su eterna fid elid ad . T am bién hab ía reco­ C orneille en su Horacio, con la diferencia de que nos propone un a in ter­
m endado a la joven que m an tuviera la túnica alejada del fuego, al am paro pretación co n traria. El salvador de la p atria está indignado por el derro­
de cualq uier fuente de calor, hasta el día en que tuviera que u tilizarla. tism o de los no-com batientes. Podrían ofrecerse igualm ente de los «caso s»
H eracles, cubierto con la túnica, enciende una gran hoguera para ce­ de H eracles y de H oracio varias lecturas psicológicas o psico an alíticas,
leb rar un sacrificio purificador. La llam a despierta la virulen cia del vene­ contradictorias entre sí. H ay que resistirse a la tentación de in terp retar,
no. El rito es lo que hace que el unto benéfico se convierta en m aléfico. esto es, de recaer en el conflicto de las interpretaciones que nos d isim ula
H eracles se retuerce de dolor y poco después m orirá en la hoguera que el lu gar propio del ritu al, situado más acá de este conflicto, aunque ya
ha pedido preparar a su h ijo . A ntes de m orir, aplasta contra una roca al suponga él m ism o, como verem os más adelan te, una prim era in terp reta­
fie l criado Licas. A su vez, el suicidio de D eyanira tam bién se inscribe ción. La lectu ra ritu a l tolera todas las interpretaciones ideológicas y no
en el ciclo de violencia inaugurado por el retorno de H eracles y por el exige ninguna. A firm a únicam ente el carácter contagioso de la violencia de
fracaso de su sacrificio. De nuevo, la violencia se desencadena contra los que está saturado el guerrero ; se lim ita a prescrib ir unas purificaciones
seres a los que el sacrificio hubiera debido preservar. ritu ales. No tien e más objetivo que el de im pedir que la violencia reap a­
V arios grandes tem as sacrificiales se entrem ezclan en ambas obras. Una rezca y se extien da en la com unidad.
especialísim a im pureza acom paña al guerrero que regresa a la ciudad, ebrio Las dos tragedias que acabam os de evocar nos presentan bajo una
aún de las carnicerías en las que acaba de p articip ar. Es fácilm ente adm i­ form a anecdótica, como si afectaran únicam ente a unos individuos excep­
sible que sus terrib les trabajos hayan podido acum ular sobre H eracles una cionales, unos fenóm enos que sólo tienen sentido a n ivel del conjunto
cantidad prodigiosa de im pureza. de la com unidad. El sacrificio es un acto social; las consecuencias de su
El guerrero que regresa a su casa am enaza con llev ar al in terio r de desarreglo no pueden lim itarse a tal o cual personaje señalado por el
la com unidad la violencia de que está im pregnado. El m ito de H oracio, «d estin o ».
estudiado por D um ézil, es un ejem plo de este tem a. H oracio m ata a su Los historiadores están de acuerdo en situ ar la tragedia griega en un
herm ana antes de toda purificación ritu al. En el caso de H eracles, la im ­ período de transición en tre un orden religioso arcaico y el orden más
pureza triun fa del propio rito . Si se contem pla atentam ente el m ecanism o «m o d ern o », estatal y ju d icial, que le sucederá. A ntes de en trar en deca­
de la violencia en am bas traged ias, se descubrirá que el sacrificio, cuando dencia, el orden arcaico ha debido conocer una cierta estab ilid ad . Esta
«acab a m a l», provoca cada vez una reacción en cadena en el sentido d efi­ estab ilid ad sólo podía reposar sobre lo religioso, es decir, sobre el rito
nido en el prim er capítulo. L a m uerte de Licos aparece en la obra de sacrificial.
E urípides como un últim o « tra b a jo » , como un preludio todavía racional a Cronológicam ente anteriores a los grandes poetas trágicos, no por ello

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los filósofos presocráticos son menos considerados que los filosofos de la esta desplom ándose. La razón de esta carencia es evidente. E l pensam iento
traged ia. A lgunos textos nos aportan unos ecos m uy claros de la crisis re li­ m oderno nunca ha sido capaz de atrib u ir una función real al sacrificio; no
giosa que intentam os d efin ir. En el fragm ento 5 de H eráclito , por ejem plo, puede p ercib ir el derrum bam iento de un orden cuya n aturaleza se le es­
se trata m anifiestam ente de la decadencia del sacrificio, de su im potencia capa. A decir verdad, no basta con convencerse de que dicho orden ha
para p urificar lo im puro. Las creencias religiosas están com prom etidas por existido para que se esclarezcan los problem as propiam ente religiosos de
la desintegración de lo ritu a l: la época trágica. A diferencia de los profetas judíos que esbozan unos
cuadros de conjunto cuya p erspectiva es francam ente histó rica, los trágicos
«E n vano se purifican m anchándose con sangre, como si al­ griegos sólo evocan su crisis sacrificial a través de unas figuras legenda­
guien, tras sum ergirse en el fango, con fango se lim p iara: parece­ rias cuyos p erfiles están fijados por la tradición.
ría h aber enloquecido, si alguno de los hom bres ad v irtiera de qué En todos los m onstruos sedientos de sangre hum ana, en las ep ide­
modo obra. Y hacen sus p legarias a ídolos, tal como si alguien se m ias y pestilencias diversas, en las guerras civiles y extran jeras que consti­
pusiera a conversar con cosas, sin saber qué pueden ser dioses ni tuyen el fondo b astan te brum oso sobre el que se destaca la acción trágica,
h éro es.» * adivinam os, sin duda, unos ecos contem poráneos, pero faltan las in dica­
ciones precisas. Cada vez, por ejem plo, que el palacio real se desplom a
Y a no existe ninguna diferencia entre la sangre derram ada ritualm en te en E urípides — en La locura d e H eracles, en I fig en ia en T áuride , en Las
y la sangre d erram ada crim inalm ente. E l texto de H eráclito adquiere bacantes, el poeta nos sugiere, y nos damos perfecta cuenta de ello , que
todavía m ayor reliev e si lo relacionam os con textos análogos de los profetas el dram a de los protagonistas sólo es la punta del iceberg; lo que está
anteriores al Exodo del A ntiguo T estam ento. A m os, Isaías, M iqueo denun­ en juego es la suerte del conjunto de la com unidad. En el in stan te en que
cian en unos térm inos de extrao rd in aria violencia la in eficacia de los sa­ el héroe m ata a su fam ilia, en La locura d e H eracles, el coro exclam a:
crificios y de todo el ritu al. V in culan de m anera m uy ex p lícita esta des­
com posición religio sa con el deterioro de las relaciones hum anas. El des­ «P ero m irad, m irad, la tem pestad zarandea la casa, el techo se
gaste del sistem a sacrificial aparece siem pre como una caída en la violencia desplo m a.»
recíproca; los allegados que sacrificaban conjuntam ente unas terceras v ícti­
m as, se perdonaban recíprocam ente; ahora tienden a sacrificarse los unos Estas indicaciones directas precisan el problem a, pero no ayudan a re­
a los otros. Las P u rifica cio n es de Em pédocles contienen algo m uy se­ solverlo.
m ejante; Si la crisis trágica debe definirse fundam entalm ente como una crisis
sacrificial, no hay nada en la traged ia que no deba reflejarla. Si no la
« 1 3 6 .— ¿C oncluiréis de una vez esta carnicería de tan si­ puede entender directam ente, en unas proposiciones que la designan de
niestro estruendo? ¿N o veis que en la indiferencia de vuestro m anera ex p lícita, conviene entenderla in directam ente, a través de la pro­
corazón os devoráis los unos a los otros? pia sustancia trágica, aprehendida en sus dim ensiones m ayores.
137. — El padre se apodera del hijo, que ha cam biado de Si h ub iera que definir el arte trágico con una sola frase, b astaría con
form a; y el insensato le m ata m ientras o ra; y el hijo g rita, su­ m encionar un solo dato: la oposición de elem entos sim étricos. No hay
plicando a su enloquecido verdugo; pero él no le oye, y le de­ aspecto de la in trig a , de la form a, de la len gua trágica, en el que esta
güella, preparando en su palacio un abom inable festín . De igu al sim etría no desem peñe un papel esencial. La aparición del tercer perso­
m anera, apoderándose el hijo del padre, y los hijos de su m adre, n aje, por ejem plo, no co n stituye la aportación específica que se ha dicho;
les arrancan la vid a, y devoran una carne que es la su ya.» tanto antes como después, lo esencial sigue siendo el debate trágico, es
decir, el enfrentam iento de sólo dos personajes, el intercam bio cada vez
El concepto de crisis sacrificial parece capaz de esclarecer algunos as­ más rápido de las m ism as acusaciones y de los m ismos in sultos, autén­
pectos de la traged ia. En m uy buena p arte, lo religioso presta su lenguaje tico torneo verb al que el público debía d istin gu ir y apreciar a la m anera
a la traged ia ; el crim inal se considera menos como un justiciero que como como el del teatro clásico francés diferencia las estancias del Cid o el
un sacrificador. Siem pre se considera la crisis trágica desde la perspectiva relato de T eram ene.
del orden que está naciendo, nunca desde la perspectiva del orden que La perfecta sim etría del debate trágico se encarna, en el plano de la
form a, en la esticom itia en la que los dos protagonistas se responden
* Según la traducción de Conrado Eggers Lan y Victoria E. Julia, Los filó­ verso por verso.
s o fo s p re s o crá tico s I, Gredos, 1981. pp. 380-381. (N. d e l T.) El debate trágico es una sustitución de la espada por la p alab ra en el

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com bate in d iv id u al. Q ue la violencia sea física o verb al, no altera el sus­ A lo que se responde que su doble m uerte excluye cualquier
pense trágico. Los adversarios se devuelven golpe tras golpe, el eq uilib rio v icto ria.»
de fuerzas nos im pide predecir el resultado del conflicto. P ara entender
esta id en tid ad de estru ctu ra, podemos com enzar por referirnos al relato La indecisión del prim er conflicto se extien de con absoluta n atu rali­
del sin gular com bate en tre Eteocles y P o linice en Las fenicias. No hay dad al segundo, que lo rep ite y que lo ex tien d e a un a m u ltitu d . E l d e­
duda, en este relato , que no se ap lique a los dos herm anos al m ism o tiem ­ b ate trágico es un debate sin solución. Siem pre hay de una a o tra p arte
po; todos los gestos, todos los golpes, todas las fin tas, todas las paradas los m ism os deseos, los m ismos argum entos, el m ism o peso: G l e i c h g e w i c h t *
se reproducen, idénticas por un a y otra p arte, hasta el fin al del com bate: como dice H ö ld erlin . L a tragedia es el eq u ilib rio de una balanza que no
es la de la ju sticia sino de la violencia. Jam ás se encuentra algo en un
« S i la m irada de uno superaba el ángulo del escudo, el otro p latillo que no aparezca inm ediatam ente en el o tro; se intercam bian los
levan tab a su lanza para p arar los golp es.» m ismos in su lto s; las m ism as acusaciones vuelan entre los adversarios como
la pelota entre dos jugadores de tenis. Sí el conflicto se eterniza, se debe
Polinice pierde su pica y Eteocles pierde la suya. P olinice es herido, a que no hay ninguna diferencia entre los adversarios.
Eteocles tam bién. Cada nueva violencia provoca un desequilibrio que pue­ A m enudo se atrib uye el equilib rio del conflicto a la denom inada im ­
de pasar por decisivo hasta el m omento en que la respuesta viene no ya, p arcialidad trágica. H ö lderlin llega a pronunciar la p alab ra: Impartialität.
sim plem ente, a enderezarlo, sino a crear un d esequilibrio sim étrico y de E sta lectura me parece in suficien te. L a im p arcialid ad es un rechazo d eli­
sentido inverso, naturalm en te no menos provisional. El suspense trágico berado de tom ar p artid o , un firm e propósito de tratar a los adversarios
coincide con estas diferencias rápidam ente com pensadas pero siem pre em o­ de idén tica m anera. La im p arcialid ad no quiere d irim ir, no quiere saber si
cionantes; la m enor de ellas, en efecto, podría significar una decisión que, se puede d irim ir; no afirm a que sea im posible dirim ir. H ay una exh ib i­
en realid ad , no llega nunca. ción de im p arcialidad a cualq uier precio que sólo es una falsa superori-
dad. En efecto, una de dos: o uno de los adversarios tiene razón y el
«A ho ra la lucha es equilib rad a, estando cada brazo viudo de otro no, y h ay que tom ar p artido , o las sinrazones y las razones están
su pica. Entonces es cuando desenfundan y se atacan de cerca, tan equilib radam en te rep artidas entre una y otra parte que resulta im po­
escudo contra escudo, con gran estruendo, rodeándose el uno al sible tom ar partido . La im p arcialidad que se exhibe a sí m ism a no quiere
o tro .» elegir en tre estas dos soluciones. Si la em pujan hacia una, se refugia en
la o tra, y viceversa. A los hom bres les disgusta adm itir que las «razo nes»
N i siquiera la m uerte rom perá la reciprocidad de los dos herm anos; de una y otra parte son equivalen tes, esto es, que la violen cia ca r e ce d e
razón.
«E l polvo en los dientes, y cada cual asesino del otro, yacen L a tragedia com ienza allí donde se hunden conjuntam ente las ilu sio ­
juntos, y el poder entre ellos no está d irim id o .» nes de los partidos y la de la im p arcialidad. En Edipo r e y , por ejem plo,
Edípo, Creonte y T iresias son englutidos sucesivam ente en el conflicto que
La m uerte de los dos herm anos no resuelve nada. P erpetúa la sim e­ cada uno de ellos se creía capaz de arb itrar im parcialm ente.
tría de su com bate. Los dos herm anos eran los cam peones de dos ejérci­ No es seguro que los autores trágicos m uestren siem pre su im parcia­
tos que se enfrentarán a su vez y tam bién de m anera sim étrica en un lidad. E urípides, por ejem plo, apenas nos o culta, en Las fen icia s, o ta l vez
conflicto que, cosa curiosa, no deja de ser m eram ente verb al y constituye pretende, al contrario, convencer a su público de que Eteocles disfruta
un auténtico debate trágico. A quí vem os nacer la tragedia propiam ente de su predilección. Pero esta p arcialidad, hecho notable, no pasa de super­
dicha como prolongación verb al del com bate físico, q uerella interm inable ficial. Las preferencias m ostradas en uno u otro sentido jam ás im piden a
suscitada por el carácter interm inablem ente indeciso de una violencia los autores trágicos sub rayar a cada in stan te la sim etría de todos los an­
p revia: tagonistas.
Justo en el preciso m om ento en que parecen violar la v irtu d de im ­
«E ntonces es cuando saltan los soldados y estalla la pelea. p arcialidad, los poetas hacen cuanto pueden p ara p rivar a los espectadores
N osotros m anifestam os que nuestro rey ha vencido. de los elem entos que les p erm itirían tom ar p artido . Y para com unicarnos
E llos dicen que Polinice. Los jefes ya no se ponen de esta sim etría, esta iden tidad, esta reciprocidad, los tres grandes poetas
acuerdo.
P olinice ha sido el prim ero en golpear, dicen unos. * Equilibrio. (N. d e l T.)

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trágicos — E squilo, Sófocles, E urípides— utilizan unos procedim ientos e len ta, lo que caracteriza la acción trágica. La destrucción de las diferencias
incluso unas fórm ulas m uy sem ejantes. Se trata de un aspecto del arte aparece de m anera especialm ente espectacular allí donde la distancia jerár­
trágico sobre el cual la crítica contem poránea apenas in siste; puede ocurrir quica y el respeto son, en principio, m ayores, entre el padre y el hijo,
incluso que lo silencie por com pleto. Bajo la influencia de las ideas de por ejem plo. Esta escandalosa desaparición es m anifiesta en A lcestes de
nuestro tiem po, esta crítica tiende a convertir a la sin gularidad de la obra E urípides. El padre y el hijo se enfrentan en un debate trágico. Cada
de arte en el criterio único de su excelencia. T iene la im presión de fallar cual reprocha al otro que deje m orir a la heroína sustrayéndose él mismo
su objetivo siem pre que se ve obligada a reconocer unos tem as, unos ras­ a la m uerte. La sim etría es perfecta. El corifeo la destaca con sus in ter­
gos estilístico s, y unos efectos estéticos que no están exclusivam ente re­ venciones, tam bién sim étricas; la prim era pone fin a la requisito ria del hijo
servados a un escritor en especial. En el terreno estético, la propiedad contra el padre: «Jo v e n , estás hablando con tu padre. D eja de irr ita rle » ,
in d iv id u al m antiene la fuerza de un dogma religioso. y la segunda a la req u isito ria del padre contra el hijo : «Y a se ha h a­
Claro está que con la traged ia griega no es posible llevar las cosas tan blado dem asiado. D eja, señor, de in su ltar a tu h ijo .»
lejos como con los escritores contem poráneos, que son los prim eros en
Sófocles, en Edipo rey. hace pronunciar a Edipo m uchas palabras que
ju g ar el juego de la diferencia a cualq uier coste; no por ello el in d iv id u a­
revelan hasta qué punto es idéntico a su padre, en sus deseos, en sus sos­
lism o exasperado deja de ejercer una influencia menos nociva sobre la
pechas, en las acciones que em prende. Si el héroe se lanza inconsiderada­
lectura de los trágicos.
m ente a la in v estig a ció n que ocasionará su p érdida, es porque reacciona
R esulta im posible negar que existen rasgos comunes entre los grandes
de la misma m anera que su padre a una m ism a advertencia: en algún
trágicos griegos, así como tam bién que existen rasgos com unes entre los
lugar del reino se oculta un posible asesino, un hom bre que desea ocupar
diferentes personajes que estos tres grandes trágicos han creado; no siem ­
el lu gar del rey, reinando sobre el trono de Tebas y en la cama de
pre se puede hablar de las diferencias, sino que se adm iten las sem ejanzas
Yocasta.
para m enospreciarlas a continuación tratándolas de es tereo tip o s. H ab lar de
Si Edipo acaba por m atar a Layos, fue Lavos el prim ero en esforzarse
es te r e o tip o ya equivale a sugerir que el rasgo com partido por varias obras
por m atarle, Layos el prim ero que alzó su brazo contra Edipo en la
o por varios personajes no tiene ninguna im portancia auténtica en ninguna
p arte. Yo pienso, al contrarío, que en la tragedia griega el supuesto es­ escena del parricidio. E structuralm en te, el p arricidio se inscribe en un
te r e o tip o revela lo esencial. Si lo trágico nos elude es porque nos separa­ intercam bio recíproco. C onstituye una rep resalia en un universo de re­
mos sistem áticam ente de lo idéntico. p resalias.
Los trágicos nos m uestran unos personajes enfrentados con una m ecá­ En el seno del m ito edípico tal como lo in terpreta Sófocles, todas las
nica de la violencia cuyo funcionam iento es dem asiado im placable para relaciones m asculinas son unas relaciones de violencia recíproca:
dar pie al m enor juicio de valor, para p erm itir cualq uier distinción, sim ­ L ayos, inspirado por el oráculo, aparta a Edipo violentam en te, tem e­
p lista o su til, entre los «b u en o s» y los «m a lo s». A ello se debe que la roso de que este hijo no ocupe su lu gar en el trono de Tebas y en la
m ayoría de nuestras interpretaciones m odernas sean de una in fid elid ad y cama de Y ocasta.
de una indigencia ex trao rd in arias; nunca escapan del todo a ese «m ani- Edipo, inspirado por el oráculo, aparta a Layos, y después violenta­
queísm o » que triun fa en el dram a rom ántico y que, a p artir de entonces, mente a la esfinge, y ocupa su lu g ar, etc.
sigue exasperándose. Edipo, inspirado por el oráculo, m edita la pérdida de un hom bre que
Si no hay diferencia entre los antagonistas trágicos, es porque la vio­ tal vez piensa en ocupar su lu g a r ...
lencia las borra todas. L a im p o sibilidad de d iferir aum enta la rabia de Edipo, C reonte, T iresias, inspirados por el oráculo, in tentan elim inarse
Eteocles y de P olinice. Y a hemos visto que en La locura d e H eracles el recíp ro cam en te...
héroe m ata a Licos p ara proteger a su fam ilia, que este usurpador quiere Todas estas violencias culm inan en la desaparición de las diferencias,
sacrificar. El « d e stin o », siem pre irónico — coincide con la violencia— , no sólo en la fam ilia sino en la to talid ad de la ciudad. El debate trágico
lleva a que H eracles cum pla el siniestro proyecto de su riv a l; él es, a fin que opone Edipo a T iresias nos m uestra a dos grandes jefes espirituales
de cuentas, quien sacrifica a su propia fam ilia. Cuanto más se prolonga enfrentados. Edipo, en su cólera, se esfuerza en «d em istificar» a su rival,
la riv alid ad trágica, m ás favorece la m im esis vio len ta, más m u ltip lica los en dem ostrar que no es más que un falso profeta:
efectos de espejo entre los adversarios. Como hemos visto anteriorm ente,
la investigación científica m oderna confirm a la id en tid ad de las reacciones «P o rq u e, dim e, a ver, ¿en qué eres tú adivino cie rto ?: / ¿cómo
engendradas por la violencia en los individuos en principio más diferentes. es que, cuando la p erra recitadora vino, / no hablabas algo que
Son las rep resalias, esto es, las reanudaciones de una im itación vio­ lib rara a los ciudadanos? / Y eso que la adivinanza no era de

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cualq uiera / d escifrarla, que arte d iv in ato ria req u ería; / la cual ni diferen cias, esta destrucción a su vez hace progresar la violencia. No se
por agüeros m ostraste conocerla / n i por boca de dios a lg u n o ...» * puede tocar el sacrificio, en sum a, sin am enazar los principios fundam en­
tales de que dependen el eq u ilib rio y la arm onía de la com unidad. Es
T iresias replicará a su vez. A nte la confusión creciente de Edipo, in ­ exactam ente lo que afirm a la an tigua reflexión china sobre el sacrificio.
capaz de hacer avanzar su in vestigació n, ju gará su m ism o juego. A taca A l sacrificio deben las m ultitudes su tran q u ilid ad . B asta con sup rim ir este
la auto ridad de su adversario p ara reafirm ar la p ropia. «¿N o eras tú el vínculo, nos dice el Libro d e lo s ritos, p ara que se produzca una confusión
que en acertijos eras el m e jo r? » ,* * exclam a. general.1
En e l debate trágico, cada cual recurre a las m ism as tácticas, u tiliz a
los m ismos m edios, busca la m ism a destrucción que su adversario. T ire­
* * *
sias se sitúa como defensor de la tradició n ; ataca a Edipo en nom bre de
los oráculos despreciados por éste; no por ello d eja de alzar un a mano
im p ía contra la auto ridad real. Se apunta a los individuos pero se hiere
a las instituciones. Todos los poderes legítim os vacilan sobre sus bases. T anto en la religió n p rim itiva como en la traged ia in tervien e un m is­
Todos los adversarios contribuyen a la destrucción d el orden que preten ­ mo prin cip io , siem pre im plícito pero fundam ental. E l orden, la paz y la
den consolidar. La im piedad a que se refiere el coro, el olvido de los fecundidad reposan en unas diferencias culturales. No son las diferencias
oráculos, la decadencia religio sa, van a la par probablem ente con este sino su p érdida lo que provoca la insana riv alid ad , la lucha a m uerte
desm oronam iento de los valores fam iliares, de las jerarq uías religiosas y entre los hom bres de una m ism a fam ilia o de una m ism a sociedad.
sociales. El m undo m oderno aspira a la igu ald ad entre los hom bres y tiende
L a crisis sacrificial, esto es, la pérdida del sacrificio, es p érdida de la in stin tivam en te a ver las diferen cias, aunque no tengan nada que ver con
diferencia entre violencia im pura y violencia p urificado ra. Cuando esta d i­ el estatuto económ ico o social de los in dividuo s, como otros tantos obs­
ferencia se ha perdido, y a no hay purificación posible y la violencia im ­ táculos a la arm onía entre los hom bres.
p ura, contagiosa, o sea recíproca, se esparce por la com unidad. Este ideal m oderno in flu ye en la observación etnológica, con m ayor
La diferencia sacrificial, la diferencia en tre lo puro y lo im puro, no frecuencia, por otra p arte, al n ivel de los hábitos m aquinales que de los
puede borrarse sin arrastrar consigo las restantes diferencias. Se trata de principios explícito s. La oposición que se esboza es dem asiado com pleja
un único e idéntico proceso de invasión por la reciprocidad vio len ta. La y abundante en m alentendidos como para que sea posible p erfilarla. B as­
crisis sacrificial debe ser definida como una crisis d e las d ifer en cia s, es tará con señalar que un prejuicio «an ti-d iferen cial» falsea frecuentem ente
decir, del orden cu ltu ral en su conjunto. En efecto, este orden cu ltu ral no la perspectiva etnológica no sólo sobre la discordia y los conflictos sino
es otra cosa que un sistem a organizado de diferen cias; son las distancias sobre toda problem ática religio sa. Im plícito casi siem pre, este principio es
diferenciales las que proporcionan a los individuos su « id e n tid a d », y les claram ente reconocido y asum ido en T h e Ritual P r o c e s s de V icto r T urn er.
p erm ite situ arse a unos en relación con los otros.
En el prim er capítulo, la am enaza que pesa sobre la com unidad cuan­ «Structural d ifferen tia tio n , b o th v ertica l and horizontal, is th e
do el sacrificio languidece nos es presentada en térm inos únicam ente de fou n d a tio n o f strife and factionalism , and o f str u g g le s in d y a d ic
violencia física, de venganza in term inable y de reacción en cadena. Ahora relations b e t w e e n in cu m b en ts o f p o sitio n s or rival s f o r p osition s.»
descubrim os unas form as más insidiosas del mismo m al. Cuando se des­
compone lo religioso, no es únicam ente, o inm ediatam ente, la seguridad Cuando las diferencias surgen, aparecen casi necesariam ente como la
física lo que se ve am enazado, es el propio orden cu ltu ral. Las in stitu ­ causa de las rivalidades a las que proporcionan un p retexto . Pero no
ciones pierden su v italid ad ; el arm azón de la sociedad se hunde y se siem pre han desem peñado este papel. O curre con todas las diferencias
disuelve; len ta al com ienzo, la erosión de todos los valores se p recip ita; lo m ism o que con el sacrificio que acaba por engrosar la riada de la vio­
la to talid ad de la cu ltu ra am enaza con hundirse y se hunde un día u otro lencia cuando no consigue co n ten erla...
como un castillo de naipes. P ara escapar a unos hábitos in telectuales, por otra p arte perfecta­
Si la violencia in icialm ente oculta de la crisis sacrificial destruye las m ente legítim o s en otros terrenos, cabe d irig irse al Shakespeare de Troilo
y Cresida. El famoso discurso de U lises no tiene otro tem a que la crisis
* Según la traducción de Agustín García Calvo, Edipo rey, Lucina, 1982, p. 28.
(N. d e l T.) 1. Citado por Raddcliffe-Brown, S tru ctu re and F u n ction in P rim itive Socicty
** I d em , p. 30. (N. d e l T.) (Nueva York, 1965), p. 159.

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de las diferencias y allí reencontram os, más despejado y desarrollado que luvio que licúa todas las cosas, convirtiendo el universo sólido en una
nunca, el punto de vista de la religio sid ad p rim itiva y de la tragedia g rie­ especie de p ap illa, reaparece frecuentem ente en Shakespeare p ara señalar
ga sobre la violencia y sobre las diferencias. la m ism a indiferenciación violenta que en el G en esis, la crisis sacrificial.
El p retexto es el ejército griego acam pado bajo los m uros de T roya No se perdona a nada ni a n adie; desaparece todo proyecto coherente
y que se descompone en la inacción. E l discurso del orador se am plía en o actividad racional. Todas las form as de asociación se disuelven o entran
una reflexió n general sobre el papel del D e g r e e , la D iferencia, en la em ­ en convulsiones, todos los valores espiritu ales y m ateriales languidecen.
presa hum ana. D e g r e e , gra d u s, es el principio de todo orden n atu ral y Los diplom as u n iversitario s se ven arrastrados con todo el resto, al no ser
cu ltu ral. Es lo que perm ite situ ar a unos seres en relación con los otros, otra cosa que unos D e g r e e s , que extraen su fuerza del principio un iversal
lo que ocasiona que las cosas tengan un sentido en el seno de un todo de diferenciación y la p ierden cuando este principio se oculta.
organizado y jerarquizado . Es lo que constituye los objetos y los valores Soldado au to ritario y conservador, no por ello el U lises de Shakes­
que los hom bres transform an, intercam bian y m anipulan. La m etáfora de peare confiesa cosas menos extrañas sobre el orden que tiene por tarea
la cuerda m usical define este orden como una es tr u c t u r a en el sentido exclusiva proteger. El térm ino de las diferencias es la fuerza que dom ina
m oderno del térm ino, un sistem a de distancias diferenciales desordenado la d eb ilid ad ; el hijo que golpea a su padre hasta la m uerte es, pues, el
de golpe cuando la violencia reciproca se in stala en la com unidad. La cri­ fin al de toda justicia hum ana, la cual tam bién se define, de m anera tan
sis es designada unas veces como conmoción y otras como escam oteo de lógica como inesperada, en térm inos de diferencia. Si, como en la tragedia
la diferencia. griega, el equilib rio es la violencia, es preciso que la no-violencia relativa
asegurada por la justicia hum ana se defina como un desequilib rio , como
...O, w h e n D e g r e e is sh a k ed una diferencia entre el « b ie n » y el « m a l» p aralela a la diferen cia sacri­
W h ich is t h e la d d e r t o all h ig h d e s ig n s . ficial de lo puro y lo im puro. N ada más extraño a este pensam iento, por
T h e e n t e r p r i s e is sick ! H o w c o u l d c o m m u n it ie s , consiguiente, que la idea de la ju sticia como balanza siem pre equilib rad a,
D e g r e e s in s c h o o ls , and b r o t h e r h o o d s in cities, im p arcialidad jam ás turb ada. La justicia hum ana se arraiga en el orden
P e a c e f u l c o m m e r c e f r o m d iu id a b le sh o r e s, diferencial y sucumbe con él. En todas partes donde se in stala el e q u ili­
T h e p r i m o g e n i t i v e an d d u e o f b ir t h , brio in term inable y terrib le del conflicto trágico, desaparece el lenguaje
P r e r o g a t i v e o f age, c r o w n s , s c e p t r e s , laurels, de lo justo y de lo injusto. Q ué decir a los hom bres, en efecto, cuando
B u t b y d e g r e e , sta n d is a u t h e n t i c p l a c e ? acuden, si no r e c o n c i li a o s o c a s t ig a o s l o s u n o s a l o s o tro s.
Take b u t d e g r e e aw a y, u n t u n e th a t strin g,
And, hark, w h a t d i s c o r d f o l l o w s ! Each t h in g m e e t s
In m er e op p u gn a n cy: th e b o u n d ed w aters * * *
S h o u ld lift t h e i r b o s o m s h i g h e r than t h e sh o r e s,
A nd m ak e a s o p o f all this s o li d g l o b e :
S t r e n g t h s h o u l d b e l o r d o f im b e cility ,
A nd t h e r u d e s o n s h o u l d strik e h is f a t h e r d e a d : Si la crisis doble y única que acabam os de defin ir constituye una rea­
F o r c e s h o u l d b e r ig h t ; o r ra ther, r ig h t an d w r o n g , lid ad etnológica fundam ental, si el orden cu ltu ral se descom pone en la
B e t w e e n w h o s e e n d le s s jar j u s t ic e resid es. violencia recíproca y si esta descom posición, a cam bio, favorece la d ifu ­
S h o u ld l o s e t h e i r n a m es, a n d s o s h o u l d j u s t i c e too. sión de la violencia, debem os poder alcanzar esta realid ad de otra m a­
nera que a través de la traged ia griega, o shakesperiana. A m edida que
A l ig u al, p ues, que en la traged ia g riega, o que en la religió n p rim i­ nosotros, m odernos, entram os en contacto con ellas, las sociedades p rim i­
tiva, no es la diferen cia, sino más bien su pérdida lo que ocasiona la con­ tivas desaparecen, pero esta m ism a desaparición podría producirse, al m e­
fusión vio len ta. La crisis arroja a los hom bres a un enfrentam iento per­ nos en ciertos casos, a través de una cr isis sacrificial. No se excluye que
petuo que les p riva de cualq u ier carácter d istin tivo , de cualq uier «id e n ti­ dichas crisis h ayan sido objeto de observaciones directas. Un exam en de
d ad ». El propio len guaje queda am enazado. « Each t h in g m e e t s in v i e r e la literatu ra etnológica m uestra que tales observaciones existen , están in­
o p p u g n a n c y . » Y a no se puede h ab lar de adversarios en el sentido exacto cluso b astan te extendidas pero es excepcional que com pongan un cuadro
de la p alab ra, sólo de «co sas» apenas enunciables que entrechocan con realm ente coherente. Son casi siem pre fragm entarias, m ezcladas con unas
una testarudez estúp ida, como unos objetos despegados de sus am arras anotaciones de tipo propiam ente estru ctu ral. La obra de Ju les H en ry
sobre el puente de un navio batido por la tem pestad. La m etáfora del d i­ J u n g l e P e o p le , dedicada a los indios kain gan g (Botocudo) del Estado de

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Santa C atalin a, en el B rasil, constituye una notable excepción.2 Conviene rio r, sobre los « o tro s», los «hom bres d iferen tes». (Los kain gan g recurren
detenerse en e lla unos in stan tes. El etnólogo ha vivido con los indios a un m ism o e idéntico térm ino p ara design ar: a) las diferencias de todo
poco después de su instalación en una reserva, en una época en que este tip o; b) los hom bres de los grupos riv ales, que siem pre son p arien tes pró­
cam bio de vida sólo ejercía sobre ellos una influencia lim itad a. A sí que xim os; c) los brasileñ o s, igualm en te enem igos; d) los m uertos y todos
ha podido observar por sí m ism o, u obtener unos testim onios m uy directos los seres m íticos, dem oníacos o divinos, designados genéricam ente bajo la
sobre lo que aquí denom inam os la crisis sacrificial. expresión de «cosas d iferen tes», d i ffe r e n t things.)
L a extrem a pobreza de la cultura kain gan g, tanto en el plano reli­ Los asesinatos en cadena acaban, pues, por pen etrar en el seno del
gioso como en el plano técnico, y en todos los restantes planos, ha sor­ grupo elem en tal. U na vez aquí, se ve com prom etido el principio m ismo
prendido m ucho a Ju le s H en ry, que la ha entendido como una consecuen­ de toda existen cia social. En el caso de los kain gan g, sin em bargo, la
cia de los b lo o d feu d s, es d ecir, de la venganza en cadena, entre los pa­ intervención de los factores exterio res, y , en prim er lu g ar, claro está, la
rientes próxim os. P ara describ ir los efectos de esta violencia recíproca, el influencia b rasileñ a, in terfiere en el proceso, asegurando, según parece, la
etnólogo ha recurrido in stin tivam en te a las grandes im ágenes m íticas y en supervivencia física de los últim o s kaingang a la vez que la extinción to tal
especial a la p e s te : «L a venganza se exten d ía, seccionando la sociedad de su cultura.
como un hacha terrib le, diezm ándola como lo h aría una epidem ia de Es posible verificar la existen cia del proceso interno de autodestrucción
p este .» (pág. 50 ). sin ignorar o sin m in im izar el papel del universo blanco en esta tragedia.
R eencontram os aquí todos los síntom as que intentam os reun ir bajo el El problem a de la responsabilidad b rasileñ a no qued aría suprim ido aun­
concepto de crisis sacrificial o crisis d e las diferencias. Parece que los que los inm igrantes se h ub ieran abstenido de contratar asesinos a sueldo
kain gan g han olvidado cualquier m itología más antigua en favor de unos
para acabar con los indios en el caso de que no se destruyeran con sufi­
relatos aparentem ente b astan te fieles que se refieren exclusivam ente a los ciente rapidez en tre sí. C abe p reguntarse, en efecto, si, en el origen de la
ciclos de la venganza. Cuando discuten los hom icidios fam iliares, diríase
alteración de la cultura kain gan g, y en el carácter especialm ente irred u cti­
« q u e ajustan los m ecanism os de una m áquina cuyo funcionam iento com­
ble del m ecanism o fatal, la presión de la cultura extran jera no desem peña
plicado les resu lta perfectam ente conocido. La h isto ria de su propia des­
un papel decisivo. A unque fuera así, sin em bargo, en el caso que nos
trucción ejerce sobre estos hom bres tal fascinación que los innum erables
ocupa la violencia en cadena constituye claram ente, para toda la sociedad,
cruces de la violencia se graban en su m ente con una clarid ad extrao rdi­
una am enaza cuyo principio no va unido en absoluto a la presión de una
n a ria .» (pág. 5 1 .)
cu ltu ra dom inante o a cualq uier otra form a de presión ex terio r. Este prin ­
A la vez que co n stituye la degradación de un sistem a más estab le, la
cipio es interno.
venganza kaingang conserva algo de «sa c rific ia l». C onstituye un esfuerzo
Esta es la conclusión de Ju les H en ry delante del terrib le espectácu­
cada vez más violento , y por consiguiente cada vez más infructuoso, para
lo que ofrecen los kain gan g. H ab la a su respecto de «su icid io so cial».
reten er la «b u en a » violencia, ordenadora y protectora. Y la violencia m a­
Cabe ad m itir que la p o sibilidad de dicho suicidio siem pre está presente.
léfica, a decir verdad, se detiene largo tiem po en la frontera exterio r del
H ay que suponer que, en el transcurso de la h isto ria, num erosas com uni­
grupo, por otra p arte m uy reducido, de los que «v iajan ju n to s». Esta
dades han sucum bido a su propia violencia, y a nada m ás, desapareciendo
zona de paz relativa debe concebirse como la contrapartida y la otra cara
de la violencia que triun fa al otro lado, esto es, en tr e los grupos. sin dejar la m enor h uella. A unque se form ulen determ inadas reservas res­
En el in terio r del grupo, la vo luntad de conciliación es llevada hasta pecto al ejem plo preciso que nos propone, las conclusiones del etnólogo
los últim os lím ites. Las provocaciones más audaces no son p ercib idas; el deben aplicarse a num erosos grupos hum anos de los que no podemos
adulterio es tolerado, m ientras que reclam a una respuesta inm ediata y saber nada:
sangrienta si se produce entre los m iem bros de grupos riv ales. M ientras
la violencia no supera un cierto um b ral, asegura un círculo in terio r de «E ste grupo al que sus cualidades físicas y psicológicas hacían
no-violencia, indispensable para la realización de las funciones sociales perfectam ente capaz de triu n far sobre los rigores d el m edio n atu ral
esenciales, esto es, la supervivencia de la saciedad. Llega el m om ento, sin era, sin em bargo, incapaz de resistir a las fuerzas internas que
em bargo, en que el grupo elem ental es contam inado. Una vez instalados dislocaban su cultura y , al no disponer de ningún procedim iento
en su reserva, los m iem bros de un m ism o grupo tienden a enfrentarse regu lar para dom inar estas fuerzas, com etía un auténtico suicidio
en tre sí; ya no pueden po larizar su violencia sobre los enem igos del ex te­ so cial.» (pág. 7).

2. Nueva York, 1941. Reeditado por Vintage Books, Random House, 1964. El tem or a ser m atado si antes no se m ata uno a sí m ism o, la ten-

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ciencia a «to m ar la d e la n te ra», análoga a la «g u erra p rev en tiv a» de los p rivilegiado a los grandes problem as de la etnología religio sa. A firm ar esto
m odernos, no puede describirse en térm inos psicológicos. El concepto de significa exponerse, evidentem ente, a descubrirse rechazado tanto por los
cr isis sa crificia l está destinado a disip ar la ilusión psicológica. Incluso investigadores con pretensiones científicas como por los enam orados de
a llí donde su len guaje sigue siendo el de la psicología, Ju le s H en ry no la G recia an tigua, tanto por los defensores tradicionales del hum anism o
com parte esta ilu sió n . En un universo p rivado de trascendencia ju d icial y como por los discípulos de N ietzsche y de H eidegger. Los científicos son
entregado a la violencia, todos tienen m otivos p ara tem er lo peo r; cual­ especialm ente propensos a ver en la obra lite raria una «m a la com pañía»
quier d iferen cia entre la «proyección p aran o ica» y la evaluación fríam ente en la m ism a m edida en que su vo luntad de rigor se hace más teórica. Los
o b jetiva de la situación se borra (pág. 54 ). helenistas están siem pre dispuestos a rasgarse las vestiduras tan pronto
U na vez que se ha perdido esta d iferencia, desfallecen cualq uier psico­ como se sugiere el m enor punto de contacto entre la G recia clásica y las
logía y cualq u ier sociología. El observador que atrib uye a los individuos sociedades p rim itivas.
y a las culturas las buenas y las m alas calificaciones de lo «n o rm al» y H ay que d isip ar de una vez por todas la idea de que un recurso a la
de lo «an o rm a l» debe definirse como un observador que n o c o r r e e l p e ­ tragedia significa ob ligato riam en te un com prom iso en el plano de la inves­
l i g r o d e h a c e r s e matar. En las perspectivas o rd in arias, la psicología y las tigación, una m anera «e sté tic a » de ver las tosas. Y recíprocam ente hay
dem ás ciencias sociales suponen un fundam ento pacífico tan obvio a los que d isip ar el prejuicio de los literato s según el cual la puesta en relación
ojos de nuestros sabios que su m ism a presencia se les escapa. Y n ada, sin de una obra lite raria y de una d iscip lin a cien tífica, sea la que fuere, se
em bargo, en su pensam iento, que se pretende radicalm ente «dem ixtifica- reduce necesariam ente a una fácil «red u cció n », a un escam oteo de lo que
d o », con absoluta firm eza, desprovisto de cualq uier influencia id ealista, constituye el interés propio de la obra. El supuesto conflicto entre la lite ­
perm ite o justifica la presencia de dicho fundam ento. ratu ra y la ciencia de la cultura se basa en un m ismo fracaso y en una
m ism a com plicidad n egativ a, tanto p ara los críticos literario s como para
«B asta un solo hom icidio p ara que el hom icida entre en un sis­ los especialistas de las ciencias religio sas. Ni unos ni otros consiguen id en ­
tem a cerrado. N ecesita m atar una y otra vez, organizar auténticas tificar el principio sobre el que basan sus objetos respectivos. In útilm en te
m atanzas, para suprim ir a todos aquellos que, un día u otro, po­ la inspiración trágica se em peña en hacer m anifiesto este principio. Sólo
drían vengar la m uerte de sus p arien tes.» (pág. 53.) lo consigue parcialm ente y su éxito a m edias aparece cada vez obstruido
por las lecturas diferenciadas que los exégetas se esfuerzan en im poner.
El etnólogo ha encontrado entre los kain gan g algunos individuos es­ La etnología no ignora que la im pureza ritu al va unida a la disolución
p ecialm ente sanguinarios, pero tam bién los ha encontrado pacíficos y lú ­ de las d iferen cias.3 Pero no entiende la am enaza asociada a esta disolución.
cidos que in tentan escapar, sin conseguirlo, al m ecanism o destructor. Los Como hemos visto, el pensam iento m oderno no consigue concebir la indi-
sa n g u in a r io s k a in ga n g s e p a r e c e n a lo s p e r s o n a j e s d e la t ra g e d ia griega , ferenciación como violenta y viceversa. La tragedia podría ayu d arle, si se
p r i s i o n e r o s d e una a u ten tic a l e y natural c u y o s e f e c t o s e s i m p o s i b le in­ estuviera de acuerdo en leerla de m anera radical. La tragedia trata del
t e r r u m p ir una vez q u e s e han d e s e n c a d e n a d o (pág. 53). tem a más candente de todos, del tem a del que nunca se habla directam ente,
y con razón, en el seno de las estructuras significantes v diferenciadas,
esto es, la disolución de estas m ism as estructuras en la violencia recíproca.
* * * Y como este tem a es tabú , e incluso más que tabú, prácticam ente inefable
en un len gu aje consagrado a las diferen cias, la crítica literaria recubre con
su propia red de diferencias la indiferenciación relativa de los trágicos
antagonism os.
A unque no de m anera tan directa como Tules H en ry, la tragedia griega
P ara el pensam iento p rim itivo , contrariam ente al pensam iento m oder­
tam bién nos hab la de la destrucción del orden cu ltu ral. Esta destrucción
no, la asim ilación de la violencia y de la no-diferenciación es una evi­
coincide con la reciprocidad violenta de las parejas trágicas. N uestra pro­
dencia in m ediata que puede desem bocar en auténticas obsesiones. Las d ife­
blem ática sacrificial revela el arraigo de la tragedia en una crisis de lo
rencias n aturales están pensadas en térm inos de diferencias culturales y
ritu al y de todas las diferencias. La traged ia, a cam bio, puede ayudarnos
viceversa. Incluso allí donde, ante nuestros ojos, la pérdida de las diferen ­
a entender esta crisis y todos los problem as de la religió n p rim itiv a que
cias tiene un carácter puram ente n atu ral, sin repercusión real en las rela-
son inseparables de ella. La religió n , en efecto, tiene solam ente un único
objetivo y es el de im pedir el retorno de la violencia recíproca.
Es posible, pues, afirm ar que la traged ia ofrece un cam ino de acceso 3. Cf. Mary Douglas, P u rily and Danger, Londres 1966.

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d o n es entre los hom bres, no puede surgir sin provocar un auténtico error. gem elos, sign ificaría pen etrar en el círculo vicioso de la venganza in term i­
Puesto que no existe d iferen cia en tre los diversos modos de diferen cia­ nable, sign ificaría caer en la tram pa que la violencia m aléfica tien de a la
ción, tampoco la hay entre los diversos modos de indiferenciación: la com unidad provocando el nacim iento de los gem elos.
desaparición de algunas diferencias n atu rales puede evocar, por consiguien­ U n inventario de las diferentes costum bres, prescripciones y prohibi­
te, la disolución de las categorías en cuyo seno están distribuido s los hom ­ ciones que van unidas a los gem elos, en las sociedades que los tem en, reve­
b res, esto es, la crisis sacrificial. laría su común denom inador: el contagio im puro. Las divergencias en tre
U na vez que se ha extendido eso, determ inados fenómenos religiosos cultura y cultura se explican fácilm ente en función del pensam iento reli­
que las perspectivas trad icio n ales nunca han conseguido esclarecer se con­ gioso ta l como se ha definido anteriorm ente, del carácter estrictam ente
vierten en perfectam ente in telig ib les. V am os a evocar brevem ente uno de em pírico, en tanto que aterrorizado , de las precauciones contra la violencia
los más espectaculares a fin de confirm ar la fuerza exp licativa de una m aléfica. En el caso de los gem elos, estas precauciones carecen probable­
inspiración auténticam ente trágica en el plano de la etnología religio sa. m ente de objeto, pero son perfectam ente in teligib les una vez que se ha
En num erosas sociedades p rim itivas, los g e m e l o s in sp iran un tem or percibido la am enaza, siem pre idén tica en su fondo aunque aquí y allá se
extrao rd in ario . Llega a suceder que se elim ine a uno de ellos o, aún con la in terp rete de m anera algo diferen te, que toda práctica religio sa se es­
m ayor frecuencia, se suprim a a am bos. A parece ahí un enigm a que pone fuerza en preven ir.
a prueba desde hace tiem po la sagacidad de los etnólogos. No es absurdo pensar, por ejem plo, como lo hacen los n yakyu sa, que
En nuestros días se reconoce en el enigm a de los gem elos un problem a los p arientes de los gem elos están contam inados desde el principio por la
de clasificación. Este problem a es real pero no es esencial. Es un hecho violencia m aléfica: ellos m ism os la han engendrado. Se designa a los pa­
que aparecen dos in dividuo s, cuando sólo se espera a uno de ello s. En las rientes con la m ism a palab ra que a los propios gem elos, una p alab ra que
sociedades que les perm iten v iv ir, los gem elos sólo disponen, con frecuen­ se aplica a todos los seres tem ibles, a todas las criaturas m onstruosas y
cia, de una sola personalidad social. T al como lo define el estructuralism o , terroríficas. P ara ev itar el contagio, los p arientes se ven obligados a ais­
el problem a de clasificación no basta p ara ju stificar la elim inación de los larse y a som eterse a unos ritos purificado res, antes de reunirse con la
gem elos. Las razones que im pulsan a los hom bres a exterm in ar algunas com unidad .4
de sus criaturas pueden ser, sin duda, m alvadas, pero es d ifícil que sean No es absurdo pensar que los consanguíneos y los aliados de la pareja
triv iales. El juego de la cultura no es un rom pecabezas en el que, una vez que ha engendrado los gem elos, así como sus vecinos más próxim os, son
com pletada la figu ra, los jugadores se desem barazan fríam ente de las p ie­ los más directam ente am enazados por el contagio. La violencia m aléfica
zas sobrantes. Si el problem a de clasificación es crucial, no lo es en sí se concibe como una fuerza que actúa sobre los planos más diversos, físico,
m ism o, sino por lo que im plica. E ntre los gem elos, no existe la m enor fam iliar, social, y que, en todas partes donde se im p lan ta, se propaga de
diferen cia en el plano del orden cu ltu ral, y existe a veces un ex trao rd i­ la m ism a m an era; se extien de como una m ancha de aceite, pasa d e pró jim o
nario parecido en el plano físico. A llí donde falta la diferen cia, amenaza a prójim o.
la violencia. Se establece una confusión entre los gem elos biológicos y los Los gemelos son im puros por la m ism a razón que el guerrero ebrio de
gem elos sociológicos que com ienzan a p ulular tan pronto como entra en sangre, el culpable de incesto o la m ujer que m enstrúa. Y es a la violencia
crisis la d iferencia. No hay que asom brarse de que los gemelos den m iedo: que h ay que referir todas las form as de im pureza. E ste hecho se nos escapa,
evocan y parecen anunciar el peligro m ayor de toda sociedad p rim itiv a, la pues no percibim os la asim ilación p rim itiv a en tre la desaparición de las
violencia indiferenciada. diferencias y la violencia, pero b asta con exam inar qué tipos de calam idades
T an pronto como los gemelos de la violencia aparecen, se m ultiplican asocia el pensam iento p rim itivo a la presencia de los gem elos para conven­
con una rapidez extrao rd in aria, diríase que por escisip aridad, produciendo cerse de que esta asim ilación es lógica. Los gem elos am enazan con provo­
la crisis sacrificial. Lo esencial es im pedir este contagio galopante. Frente car unas epidem ias tem ib les, unas enferm edades m isteriosas que provocan
a los gemelos biológicos, la prim era preocupación, por consiguiente, será la esterilid ad de las m ujeres y de los anim ales. M encionarem os asim ism o,
la de im pedir el contagio. N ada revela con m ayor clarid ad la n aturaleza de m anera todavía más sign ificativa, la discordia entre los prójim os, la fatal
del peligro asociado a los gem elos que la m anera como se deshacen de decadencia del ritu al, la transgresión de las prohibiciones, en otras palab ras,
ellos en las sociedades que estim an peligroso dejarles con vida. Se «ex p o ­ la crisis sacrificial.
n e» a los gem elos, esto es, se les abandona fuera de la com unidad, en un H em os visto que lo sagrado in cluye todas las fuerzas que am enazan con
lu g ar y unas circunstancias tales que su m uerte es in evitab le. Se abstienen
escrupulosam ente de cualq uier violencia directa contra el anatema. E xiste
el tem or de sucum bir al contagio m aléfico. Ejercer una violencia contra los 4. Monica Wilson, Rituals o f K in sh ip a m o n g t h e 'Nyakyusa. Oxford, 1957.

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dañar al hom bre y que perturban su tran q u ilid ad , las fuerzas n atu rales y pero la fobia de la sem ejanza no es menos real. Una obrita de M alin o w ski,
las enferm edades jam ás son diferenciadas de la confusión violenta en el T he Father in P rim itiv e P s y c h o lo g y (L ondres, 19 26 ), aporta la prueb a for­
seno de la com unidad. A unque la violencia propiam ente hum ana dom ina m al de ello y dem uestra tam bién que la fobia puede perpetuarse sin provo­
secretam ente el juego de lo sagrado, aunque jam ás esté totalm ente ausente car unas consecuencias desastrosas. El ingenio de los hom bres, o más bien
de las descripciones que de él se ofrecen, siem pre tiende a pasar a un de los sistem as culturales, soslaya la dificu ltad sin esfuerzo. La solución
segundo rango, por el hecho m ismo de que se sitúa fuera del hom bre; consiste en negar de m anera categórica la existen cia del tem ido fenóm eno,
d iríase que in tenta o cultarse, como detrás de una p an talla, detrás de las o incluso de su p o sibilidad.
fuerzas realm ente exteriores a la hum anidad.
Lo que se p erfila detrás de los gem elos es el conjunto de lo sagrado «E n una sociedad m atrilin eal, como la de las islas T robriand,
m aléfico, percibido como una fuerza a un tiem po m ultiform e y form idable­ en la que todos los p arien tes del lado m aterno son considerados
m ente desnuda. La crisis sacrificial se entiende como una ofensiva general como pertenecientes "‘a un único e idéntico cuerpo’’ y en la que el
de la violencia contra la com unidad, ofensiva de la que el nacim iento de padre, al contrario, es un ‘‘extraño” , cabría esperar que los pareci­
los gem elos podría co n stituir perfectam ente el signo precursor. dos de rostro y de cuerpo fueran referidos exclusivam ente a la fa­
En las sociedades en que los gem elos no son elim in ado s, con frecuen­ m ilia de la m adre. Sin em bargo, ocurre lo contrario, y es algo que
cia d isfrutan de un estatuto p rivilegiad o . Esta inversión no se diferencia está fuertem ente im plantado en el plano social. No sólo existe,
en nada de la que hem os verificado anteriorm ente respecto a la sangre por decirlo de algún m odo, una especie de dogm a fam iliar según
m en strual. No h ay fenóm eno unido a la violencia im pura que no sea sus- el cual un niño nunca se parece a su m adre, o a sus herm anos y
cepbtile de in vertirse y de convertirse en benéfico, pero únicam ente en un herm anas, o a cualq uiera de sus p arien tes por la lín ea m aterna,
m arco ritu a l inm utable y rigurosam ente determ inado. La dim ensión purifica- sino que es algo m uy m al visto, e incluso un grave in su lto , alu d ir a
dora y pacificadora de la violencia predom ina sobre su dim ensión destruc­ esta sem ejan za...
tora. A sí es como los gem elos, correctam ente m anipulados, pasan, en deter­ »Tom é conciencia de esta regla de urb an idad de la m anera
m inadas sociedades, por una fuente de beneficios extrao rdin ario s, en los clásica, dando yo m ismo un paso en fa ls o ... Cierto día me sor­
planos más diferentes. prendió ver a alguien que parecía la reproducción exacta de Mo-
radeda [u n o de los “guardias de corps” del etnólogo] y le pre­
gunté quién era. M e dijo que era el herm ano m ayor de m i amigo
* * * que vivía en un poblado alejado. E xclam é; “A h, claro. Se lo
he preguntado porque usted tiene la m ism a cara que M oradeda. ’
Cayó tal silencio sobre el grupo que me resultó im posible no per­
cibirlo. El hom bre se dio la vuelta y nos abandonó, m ientras que
Si los hechos an terio ies son exactos, dos herm anos no n ecesitarán , en p arte de la gente que estaba a llí se alejaba m ostrando un aire entre
el lím ite , ser gem elos para que su parecido in q u iete. Cabe suponer, casi m olesto y ofendido. Luego se fueron. M is inform adores confiden­
a priori, que existen sociedades en las que el mero parecido consanguíneo ciales me dijero n entonces que había infringido una costum bre,
resulte sospechoso. La verificación de esta hipótesis confirm aría la in sufi­ que había com etido lo que se llam a un taputaki migila, un a expre­
ciencia de la tesis h ab itu al respecto a los gem elos. Si la fobia a los gem e­ sión que sólo designa esta acción y que podría traducirse como
los puede extenderse a otros consanguíneos, ya no es posible invocar, para “hacer im puro a alguien , contam inarlo asim ilando su rostro al de
exp licarla, el exclusivo «p rob lem a de la clasificació n ». Y a no es cierto, un p arien te". Lo que me sorprendía es que, pese al sorprendente
en esta ocasión, que surjan dos individuos allí donde sólo se espera a uno parecido de los dos herm anos, m is propios inform adores lo nega­
de ellos, Lo que se pone en discusión, y lo que es considerado m aléfico, ran. En realid ad , trataron la cuestión como si nadie p udiera p are­
es exactam ente el parecido físico. cerse jam ás a su herm ano o a ningún p ariente de la lín ea m aterna.
C abe preguntarse, sin em bargo, si una cosa tan norm al como la sem e­ A l sostener yo lo contrario, provocaba la cólera y la h o stilidad
janza en tre herm anos y herm anas puede ser objeto de una prohibición sin de mis interlocutores.
crear una d ificu ltd considerable e incluso sin hacer prácticam ente im posible »E ste incidente me enseñó a no com entar jam ás un parecido
el funcionam iento de una sociedad. A l fin y al cabo, una com unidad no en presencia de los interesados. A continuación, he discutido a
puede convertir a la m ayoría de sus m iem bros en una especie de réprobos fondo y en el plano teórico la cuestión con num erosos indígenas.
sin o rigin ar una situación absolutam ente in to lerab le. Esto es m uy cierto, No hay nadie en las islas T ro brian d, como he podido com probar,

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que no esté dispuesto a negar cualquier parecido por el lado m a­ H ay que relacionar un tem a m ítico esencial, el tem a de los herm an os
terno, incluso cuando resu lta evidente. A l señalarles los casos m e­ en em ig o s , con la fobia de los gem elos, y de cualq uier parecido fratern al.
nos contestables, no se consigue más que irrita r e in su ltar a los C lyde K luckhohn afirm a que no existe en los m itos un conflicto más fre­
trobriandeses de la m ism a m anera que se irrita al vecino de rella­ cuente que el conflicto fratern al. Conduce generalm ente al fratricid io . En
no en n uestra sociedad cuando se le enfrenta a una verdad que con­ algunas regiones d el A frica n egra, los protagonistas de la riv alid ad m ítica
tradice sus prejuicios po lítico s, m orales, religiosos o, peor todavía, siem pre son unos herm anos nacidos uno inm ediatam ente después del o tro ,
sus intereses m ateriales, por evidente que resulte esta verd ad .» « b o rn in im m ed ia te seq u en c e » . Si la entendem os correctam ente, esta defi­
nición in cluye los gem elos pero no se lim ita exclusivam ente a ello s. La
En este caso, la negación tiene un valor de afirm ación No sería escan­ continuidad en tre el tem a de los gem elos y el m otivo fratern al en general
daloso m encionar el parecido si éste no resu ltara notorio. Im p u tar el pare­ no queda lim itad a a las islas T robriand.
cido a dos consanguíneos es ver en ellos una am enaza para toda la com u­ Incluso cuando los herm anos no son gem elos, h ay menos diferencia
nidad; equivale a acusarles de esparcer el contagio m aléfico. E l insulto es entre ellos que entre todos los dem ás grados de parentesco. T ienen el
tradicio n al, nos dice M alin o w sk i; está catalogado como tal y no hay otro m ism o padre, la m ism a m adre, el m ism o sexo, casi siem pre la m ism a posi­
más grave en la sociedad tro b rian d esa. El etnólogo nos p resenta los hechos ción relativ a respecto a todos los restantes m iem bros de la fam ilia, de los
como un enigm a casi to tal. El testim onio inspira tan ta m ayor confianza más próxim os a los más alejados. E ntre los herm anos es donde hay más
en la m edida en que el testigo no tiene ninguna tesis a defender, y n in ­ atrib uto s, derechos y deberes com unes. En cierto m odo, los gem elos sólo
guna in terpretació n a proponer. son unos herm anos reforzados; entre ellos, la últim a diferencia o b jetiva, la
Y , sin m overnos de los trobriandeses, el parecido entre el padre y los diferencia de edad, queda elim in ada; se hace im posible diferenciarles.
hijos no sólo es tolerado, sino que es b ien acogido, y casi exigido. Y esto Tendem os in stin tivam en te a im agin ar la relación fratern al como una
en una de aquellas sociedades que, como sabem os, niegan el papel del afectuosa un id ad , pero los ejem plos m itológicos, literario s y históricos que
padre en la reproducción hum ana. E ntre el padre y los hijos no existe nin­ acuden a la m em oria son en su casi to talidad ejem plos de conflicto; C aín
gún vínculo de parentesco. y A b el, Jacob y E saú, Eteocles y P olinice, R óm ulo y R em o, R icardo Co­
La descripción de M alin o w ski m uestra que el parecido con el padre razón de León y Ju an sin T ierra, etc.
tiene que ser leíd o , paradójicam ente, en tér m in o s d e diferencia . Es el padre La m anera como los herm anos enem igos pro liferan en algunos m itos
quien diferencia entre sí a los consanguíneos; es literalm en te el portador griegos y en las tragedias que los adaptan, sugiere una presencia constante
de una diferencia a la que debemos reconocer, entre otras, el carácter de la crisis sacrificial que un único e idéntico m ecanism o sim bólico no
fálico observado por el p sicoanálisis. Como el padre se acuesta con la m adre, cesa de señalarnos aunque de m anera velada. E l tem a fratern al no es menos
se dice, como se relaciona siem pre con e lla , «co agula el rostro del h ijo ». «co n tagio so » en tanto que tem a, en el seno del propio texto , que la vio­
M alin o w ski nos cuenta que « e l térm ino de coagular, m oldear, dejar una lencia m aléfica que le es inseparable. Es en sí m ismo violencia.
h u ella, reaparecía siem p re» en las respuestas que recibía. Por consiguiente, C uando Polinice se aleja de Tebas p ara d ejar rein ar allí a su herm ano,
el padre es form a y la m adre m ateria. A l aportar la form a, el padre d ife­ esperando rein ar en ella a su vez, se llev a consigo el conflicto fraterno,
rencia a los hijos de su m adre, y tam bién a los herm anos entre sí. Esto como si se tratara de un atrib u to de su ser. Por dondequiera que pasa,
explica que los hijos deban parecérsele sin q u e e s t e pa recid o c o n el padre, hace salir literalm en te de la tierra al herm ano que se le opondrá, de la
co m ú n , sin em b a rgo, a to d o s los hijos, im p liq u e el pa recid o d e los hijos m ism a m anera que, en el m ito, Cadm os hace salir de la tierra, sem brando
en tre si: en ella unos dientes de dragón, unos guerreros arm ados de pies a cabeza,
dispuestos a p elear en tre sí.
«M e hacían notar a m enudo hasta qué punto uno u otro de Un oráculo hab ía anunciado a A drasto que sus dos h ijas contraerían
los hijos de T o ’oluw a, el jefe de los om arakan a, se parecían a m atrim onio con un león y con un jab alí, dos anim ales diferentes por su
su padre. A l p erm itirm e observar que este parecido común con un apariencia exterio r pero idénticos por su violencia. En Las su plicantes de
padre común im plicaba el parecido de los propios herm anos, me E urípides, el rey cuenta como ha descubierto sus dos yernos. A su puerta,
hice condenar inm ediatam ente con indignación por m is opiniones cierta noche, Polinice y T ideo, ambos reducidos a la m iseria, se disp u­
h eréticas.» taban ferozm ente la posesión de un cam astro:

A d r a st o . — H an llegado a m i p u erta, la m isma noche, dos


exiliado s.

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T e se o . — ¿Q uiénes eran? lin gü ístico , pues el elem ento representativo sigue estando presente. La defi­
A d r a st o . — Tideo y P olinice. L legaron a las m anos. nición clásica del sím bolo conviene, paradójicam ente, a la relación entre
T e s e o . — ¿Y reconociste en ellos las fieras prom etidas a tus los gem elos y la crisis sacrificial.
h ijas? En el caso de los herm anos enem igos, el elem ento rep resen tativo se ha
A d r a s t o . — Su lucha se parecía a la de dos anim ales. difum inado. La relación entre herm anos es una relación norm al, situada
T e s e o . — ¿Q u é m otivo les llevab a tan lejos de su p atria? en el in terio r de la fam ilia. E ntre herm anos, p ues, siem pre h ay una d ife­
A d r a s t o . — Tideo había sido desterrado por haber m atado rencia, por pequeña que sea. Cuando se pasa de los gemelos a los herm a­
a un pariente. nos, se pierde algo en el plano de la representación sim bólica, que se recu­
T e s e o . — ¿Y por qué abandonaba Tebas el hijo de E dipo? p era del lado de la verdad social; se asientan los pies en la realidad.
A d r a s t o . — Su padre le hab ía m aldecido; tem ía que m atara Puesto que, en la m ayoría de las sociedades, la relación entre herm anos
a su herm ano. sólo supone realm ente un m ínim o de diferen cia, podría m uy bien co n stituir
un punto débil del sistem a diferen cial, siem pre expuesto a un ataque de la
E l carácter feroz e indiferenciado de la lucha, la sim etría de las situ a­ indiferenciación violenta. Si la fobia a los gem elos en tanto que gem elos es
ciones fam iliares, el m atrim onio con las dos herm anas que introduce un claram ente m ítica, no se puede decir lo m ism o de la preponderancia de la
dato típicam ente « fra te rn o », convierte el episodio en un doblete de la riv alid ad fratern al. No es prerro gativa exclusiva de los m itos que los her­
relación E teocles/Polinice y, a decir verd ad , de todas las riv alid ad es fra­ manos estén a la vez aproxim ados y distanciados por una m ism a fascina­
ternas. ción, la del objeto que ambos desean ardientem ente y que no quieren o no
U na vez que se han descubierto los rasgos d istintivo s del conflicto pueden com partir, un trono, una m ujer, o, de m anera más general, la h e­
fratern o , se descubre que reaparecen un poco por todas p artes, en los rencia paterna.
m itos y en las traged ias, aisladam ente o agrupados de m anera diversa. Los herm anos enem igos, a diferencia de los gem elos, están a caballo
Jun to a los herm anos propiam ente dichos, Eteocles y P o linice, aparecen en tre la desim bolización puram ente sim bólica y la desim bolización real, la
los cuñados, o sea unos casi-herm anos como P olinice y T ideo, o Edipo y autén tica crisis sacrificial. En algunas m onarquías africanas, la m uerte del
Creonte, o tam bién otros p arientes próxim os de la m ism a generación, unos rey abre en tre sus hijos una querella sucesoria que les convierte en h erm a ­
prim os herm anos, por ejem plo, como D ioniso y Penteo. El parentesco pró­ n o s en em igo s. Es d ifícil, cuando no im posible, determ inar en qué m edida
xim o no tiene ninguna especificidad, a fin de cuentas, puesto que sim boliza esta q uerella es sim bólica y ritu al, y en qué m edida se abre sobre un fu tu ­
la disolución de la diferencia fam iliar; en otras p alab ras, desimholiza. ro indeterm inado, sobre unos acontecim ientos reales. En otras p alab ras, no
A caba por alcanzar una sim etría conflictiva torpem ente visib le en el m ito, sabemos si nos encontram os ante un auténtico conflicto o ante un sim u­
aunque siem pre subyacente a todos los tem as, fuertem ente subrayados al lacro sacrificial, destinado únicam ente a alejar con sus efectos catárticos
contrario en la tragedia que tiende a recuperar la indiferenciación violen ­ la crisis que significa de una m anera un poco dem asiado directa.
ta bajo unos tem as m íticos que la traicionan necesariam ente, aunque sólo Si no entendem os lo que representan los gemelos o incluso los herm a­
sea porque la representan. nos enem igos, se debe fundam entalm ente, claro está, a que ignoram os
N ada más falso, pues, que la idea frecuentem ente oída en nuestros com pletam ente la existencia de la realid ad representada. No sospechamos
días según la cual la traged ia no alcanzaría lo un iv ersal porque perm anece que la más in significan te p areja de gemelos o de herm anos enem igos anuncia
encerrada en la diferencia fam iliar. Es la desaparición de esta diferencia y significa la to talid ad de la crisis sacrificial, que siem pre se trata de la
la que en tra en cuestión en el conflicto fratern al, así como la fobia religiosa p a rte en ten d id a p o r el to d o , al n ivel no de una retórica form al sino de
a los gem elos. Ambos tem as son lo m ismo y , sin em bargo, existe entre una violencia m uy real: cualq uier indiferenciación violenta, por m uy redu­
ellos una diferencia en la que conviene detenerse. cida que sea en su origen, puede extenderse como un reguero de pólvora
Los gem elos nos proponen una representación, bajo ciertos puntos de y d estru ir toda la sociedad.
v ista im presionante, de la sim etría conflictiva y de la id en tidad que carac­ No somos enteram ente responsables de nuestra incom prensión. N in­
terizan la crisis sacrificial. Pero el parecido es puram ente fo rtu ito ; entre guno de los tem as m íticos es realm ente adecuado para conducirnos a la
los gem elos biológicos y los gemelos sociológicos no existen vínculos reales. verdad de la crisis sacrificial. En el caso de los gem elos, la sim etría y la
Los gem elos no están más predispuestos a la violencia que los dem ás hom ­ iden tidad están representadas de una m anera m uy exacta; la no-diferencia
b res, o por lo menos que los dem ás herm anos. E ntre la crisis sacrificial y la está presente en tanto que no-diferencia, pero se encarna en un fenóm eno
esencia específica de la gem elidad, existe, pues, una cierta arb itraried ad , tan excepcional que constituye una nueva diferencia. La no-diferencia re­
que, por otra p arte, no es del mismo tipo que la arb itraried ad del signo p resen ta d a acaba por aparecer como la diferencia por excelencia, la que

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define lo monstruoso y que desempeña, claro está, un papel de primer se encuentran en presencia de gemelos; difunde el contagio maléfico, multi­
plano en lo sagrado. plica al infinito los gemelos de la violencia.
En el caso de los hermanos enemigos, se recupera la realidad en un Si bien la tragedia tiene una afinidad especial con el mito, ello no
contexto familiar perfectamente regular: ya no se trata de una extravagancia quiere decir, por consiguiente, que marche en su mismo sentido. A pro­
siniestra o divertida. Pero la misma verosimilitud del conflicto tiende pósito del arte trágico, no debería hablarse de simbolismo sino de desim­
siempre a desvanacer su alcance simbólico, esto es, a conferirle un carác­ bolización. La tragedia no puede trabajar en sentido contrario a la elabo­
ter simplemente anecdótico. Tanto en un caso como en otro, el símbolo nos ración mítica, por lo menos hasta cierto punto, porque la mayoría de los
disimula paradójicamente la cosa simbolizada que es la destrucción de todo símbolos de la crisis sacrificial, los hermanos enemigos especialmente, se
simbolismo. El juego de la reciprocidad violenta extendida por doquier es prestan de manera admirable al doble juego del rito y del acontecimiento
lo que destruye las diferencias, y este juego nunca ha sido realmente reve­ trágico. Es lo mismo que ya hemos observado respecto a las sucesiones rea­
lado; o bien sigue la diferencia y permanecemos dentro del orden cultu­ les en Africa, de las que no sabemos si hacen intervenir a los hermanos
ral, en unas significaciones que deberían ser borradas, o bien ya no hay enemigos del ritual o a los de la historia y de la tragedia.
diferencia en absoluto pero lo indiferenciado sólo surge bajo la forma de Paradójicamente, la realidad simbolizada en este caso es la pérdida de
una diferencia extrema, la monstruosidad de los gemelos, por ejemplo. todo simbolismo. La perdida de las diferencias se ve obligatoriamente
Ya hemos verificado una cierta repugnancia y una cierta impotencia traicionada por el lenguaje diferenciado. Aparece ahí un fenómeno tan espe­
del lenguaje diferenciado en expresar la desaparición de toda diferencia. cial que es imposible concebirlo en el seno de las concepciones habituales
Pese a cuanto diga, el lenguaje siempre dice a la vez demasiado y demasiado del simbolismo. Sólo la lectura de la tragedia puede ayudarnos, una lectura
poco; aunque se limite a « ea ch thin g m e e ts in m e r e o p p u g n a n c y » o también radicalmente «simétrica» que recupere la inspiración trágica. Si el propio
a « th e so u n d and th e j u r y sig n ify in g n o th in g» . poeta trágico recupera la reciprocidad violenta siempre subyacente en el
En cualquier caso, la realidad de la crisis sacrificial se deslizará siempre mito, es porque lo aborda en un contexto de diferencias menguantes y de
entre las palabras, amenazada siempre por la historia anecdótica de una violencia creciente; su obra es inseparable de una nueva crisis sacrificial,
parte y por lo monstruoso de otra. La mitología cae incesantemente en aquélla a que nos referíamos al comienzo de este capítulo.
el segundo peligro; la tragedia está amenazada por el primero. Al igual que todo saber de la violencia, la tragedia va unida a la vio­
Lo monstruoso es omnipresente en la mitología. Esto nos lleva a de­ lencia; es hija de la crisis sacrificial. Para entender la relación entre la
ducir que la mitología se refiere incesantemente a la crisis sacrificial, pero tragedia y el mito, tal como comienza a dibujarse aquí, cabe hacer intervenir
que sólo habla de ella para disfrazarla. Cabe suponer que los mitos surgen una relación análoga, la de los profetas de Israel con algunos textos del
de crisis sacrificiales de los que son una transfiguración retrospectiva, una Pentateuco que citan en más de una ocasión. He aquí, por ejemplo, un
relectura a la luz del orden cultural surgido de la crisis. texto de Jeremías:
En los mitos, las huellas de la crisis sacrificial son más difícilmente
descifrables que en la tragedia. O, mejor dicho, la tragedia siempre es un «Desconfiad de un hermano:
desciframiento parcial de los motivos míticos; el poeta sopla sobre las ceni­ pues todo hermano hace lo mismo que Jacob,
zas enfriadas de la crisis sacrificial; suelda los fragmentos esparcidos de la todo amigo esparce la calumnia.
reciprocidad difunta, reequilibra lo que las significaciones míticas desequili­ El uno engaña al o tro...
bran. Engendra un torbellino de reciprocidad violenta; las diferencias se ¡Fraude sobre fraude! ¡Engaño sobre engaño!»
funden en este crisol al igual que se fundieron anteriormente en la crisis
transfigurada por el mito. La concepción de los hermanos enemigos que se esboza aquí a propó­
La tragedia devuelve todas las relaciones humanas a la unidad de un sito de Jacob es exactamente idéntica a la lectura trágica de Eteocles y
mismo antagonismo trágico. No hay diferencia, en la tragedia, entre el Polinice. La simetría conflictiva es lo que define la relación fraterna, y
conflicto «fraternal» de Eteocles y Polinice, el conflicto entre el padre y esta simetría ni siquiera está limitada en este caso a un número reducido
el hijo en A lcestes o Edipo rey, o incluso el conflicto entre unos hombres de héroes trágicos; pierde cualquier carácter anecdótico; es la misma comu­
que no están unidos por ningún lazo de parentesco, Edipo y Tiresias por nidad la que pasa a primer plano. La alusión a Jacob está subordinada a
ejemplo. La rivalidad de los dos profetas no se distingue de la rivalidad la intención principal que es la descripción de la crisis sacrificial; la socie­
de los hermanos. La tragedia tiende a disolver los temas del mito en su dad entera se descompone en la violencia; todas las relaciones se asemejan
violencia original. Realiza en parte lo que temen los primitivos cuando a las de los hermanos enemigos. Los efectos estilísticos de la simetría están

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destinados a trad ucir la reciprocidad v io len ta: el uno engaña al o tr o ... en qué consiste esta conclusión y qué es lo que la hace posible. Es verosí­
¡Fraude so b r e fr a u d e ! ¡E ngaño so b r e en g a ñ o ! m il que esta conclusión constituya para el m ito y para el ritu al un autén ­
Los grandes textos del A ntiguo T estam ento echan sus raíces en unas tico punto de p artid a. Todo lo que llegam os a saber respecto a ello debiera
crisis sacrificiales diferenciadas entre sí, separadas incluso por prolongados p erm itirnos progresar en el conocim iento de los m itos y de los ritu ales.
in tervalo s de tiem po, pero, bajo determ inados aspectos por lo m enos, en te­ P ara in ten tar responder a todas estas cuestiones nos disponem os a in­
ram ente análogas. A sí, pues, las prim eras crisis están rein terpretadas a la terrogar un m ito concreto, el de Edipo. Los an álisis anteriores sugieren que
luz de las siguientes. Y viceversa. El testim onio de las crisis anteriores apor­ estam os interesados en abordar este mito a través de una tragedia: Edipo
ta a la m editación de las posteriores un soporte que jam ás deja de ser rey.
válido. Es lo que com probam os en la in terpretació n del personaje de Jacob
sugerida por Jerem ías. E ntre el G énesis y la crisis del siglo v i, la que el
propio Jerem ías está en trance de atravesar, se establece un contacto y se
hace la luz en ambos sentidos. A l ig u al que la traged ia, la reflexión pro-
fética es un retorno a la reciprocidad v io len ta: es, pues, una deconstrucción
de las diferencias m íticas, mucho más com pleta, a decir verdad, que la
deconstrucción trágica, pero ahí abordam os un tem a que m erece ser tratado
separadam ente.
A unque mucho más in directa y p recaria, la inspiración trágica puede
concebirse sobre el m ism o m odelo que el texto de Jerem ías. El paso que
acabam os de citar podría co n stitu ir el esbozo de una traged ia sobre los
herm anos enem igos del G énesis, Jacob y E sa ú ...
La fuerza de esta inspiración trágica o profética no debe nada a un
conocim iento histórico y filológico, a una erudición enciclopédica. Surge
de una intuición directa del papel jugado por la violencia tanto en el orden
como en el desorden c u ltu ral, tanto en el m ito como en la crisis sacrificial.
De idén tica m anera, es una In glaterra en plena crisis religio sa la que a li­
m enta la inspiración de Shakespeare en T roilo y Cresida. No hay que creer
que los progresos de la erudición perm itan m ejorar esta lectura por un
proceso de enriquecim iento continuo afín a la concepción p o sitiv ista. Por
reales y preciosos que sean estos progresos, se sitúan en un plan dife­
rente al de la lectura trágica; el espíritu de ésta, jam ás m uy extendido, in ­
cluso en los períodos de crisis, se pierde enteram ente en los períodos de
estab ilid ad n atu ral.
En un momento determ inado, debe in vertirse el proceso de indiferen-
ciación violenta para dar lugar al proceso inverso, el de la elaboración m í­
tica. Y la elaboración m ítica se in vierte de nuevo en la inspiración trágica.
¿C u ál es el resorte de estas m etam orfosis, de qué m ecanism o proceden los
ciclos del orden y del desorden c u ltu ral? Esta es la cuestión que se nos
p lan tea. Se confunde con otra cuestión referida a la conclusión de la crisis
sacrificial. U na vez que la violencia ha penetrado en la com unidad, no cesa
de propagarse y de exasperarse. No vem os como la cadena de represalias
pudiera rom perse antes de la p ura y sim ple aniquilació n de la com unidad.
Si existen realm ente unas crisis sacrificiales, es preciso que supongan un
freno, es preciso que in terven ga un m ecanism o auto rregulado r antes de que
todo quede consum ado. En la conclusión de la crisis sacrificial, lo que está
en juego es la posibilidad de las sociedades hum anas. H ay que descubrir

74 75
I ll
tam bién la cólera la que le ha llevado a golpear al anciano desconocido
que le o b struía el paso en un cruce de cam inos.
ED IPO Y LA V IC T IM A P R O P IC IA T O R IA
La descripción es b astan te justa y , para designar las reacciones p e r s o ­
nales d el héroe, el térm ino de cólera no es peor que otro. Debemos p regun­
tarnos únicam ente si todas estas cóleras diferencian realm ente a Edipo de
los dem ás personajes. En otras p alab ras, ¿es posible hacerle desem peñar el
papel diferen cial que reclam a la noción m ism a de « c a rá c te r»?
V istas las cosas de más cerca, descubrim os que la «c ó le ra» ya está pre­
sente en todos los m itos. Y a era, sin duda, una sorda cólera lo que incitaba
al com pañero de C orinto a sem brar la duda respecto al nacim iento del
héroe. Es la cólera, en el cruce de cam inos fatídico , lo que conduce a Layo
a ser el prim ero en alzar el látig o contra su h ijo . Y tam bién es a una
prim era cólera, anterior necesariam ente a todas las de Edipo, aunque no
sea realm en te o rigin aria, a la que hay que atrib u ir la decisión p aterna
de deshacerse de este m ismo hijo.
En la traged ia, Edipo tam poco tiene el m onopolio de la cólera. Sean
La crítica lite ra ria se concibe como una investigación de las form as o cuales fueren las intenciones del auto r, no ex istiría debate trágico si los
de las estructuras, como una sum a, un sistem a, un m étodo o un código de dem ás protagonistas no se encolerizaran a su vez. M uy probablem ente,
diferencias lo m ás precisas y ajustadas posible, de «m atices» cada vez más estas cóleras siguen con un cierto retraso las del héroe. Y podemos sentir
delicados. A unque no tenga nada que v er con las «id eas g en erales», el cam i­ la tentación de entenderlas como unas «ju stas rep resalias», unas cóleras
no que buscam os no es el de la diferencia. Si bien es cierto que la in sp i­ secundarias y excusables, frente a la cólera p rim era e inexcusable de Edipo.
ración trágica corroe y disuelve las diferencias en la reciprocidad conflictiva, Pero precisam ente acabam os de ver que la cólera de Edipo nunca es real­
no h ay un solo procedim iento de la crítica m oderna que no se aparte de la m ente la p rim era; siem pre va precedida y determ inada por una cólera más
traged ia y no se condene a ign o rarla. an tigua. Y ésta tampoco es realm ente o rigin aria. En el ám bito de la vio­
Esto es especialm ente cierto en el caso de las interpretaciones psicoana- lencia im p ura, cualquier in vestigació n del origen es típicam ente m ítica. No
líticas. E dipo r e y aparece como p articularm en te rico en observaciones psico­ es posible abordar una in vestigació n de ese tipo, y mucho menos suponer
lógicas. Es posible dem ostrar que el punto de vista psicológico en e l sentido que debe lleg ar a su térm ino, sin d estruir la reciprocidad v io len ta, sin
literario y tradicio n al falsea en su m ismo p rincipio la lectura de la obra. caer en las dificultades m íticas a las que se esfuerza en escapar la tra­
Con frecuencia se elogia a Sófocles por haber creado un Edipo fu erte­ gedia.
m ente in d ivid ualizad o. E ste héroe ten d ría un carácter «m u y su yo ». ¿En T iresias y C reonte m antienen por un m omento su sangre fría. Pero
qué consiste este carácter? A esta p regunta se responde tradicionalm ente su serenidad in icial tiene su co n trap artida en la serenidad del propio Edipo,
que E dipo es «gen ero so » pero « im p u lsiv o »; al comienzo de la obra se en el transcurso de la p rim era escena. Siem pre nos encontram os, a decir
adm ira su «n o b le seren id ad »; respondiendo al deseo de sus súbditos, el rey verd ad , con una altern an cia de serenidad y de cólera. La única diferencia
decide consagrarse al m isterio que les abrum a. Pero el m enor fracaso, la entre E dipo y sus adversarios consiste en que Edipo es el prim ero en en trar
m enor dem ora, la m enor provocación hacen perder al m onarca su sangre en juego, en el plano escénico de la tragedia. Siem pre goza, por consiguien­
fría. Cabe, pues, diagnosticar una «propensión a la có lera»: el propio Edipo te, de un cierto adelanto respecto a sus com pañeros. Pero aunque no sea
no deja de reprochársela, designándola, según parece, como aquella debi­ sim ultánea, la sim etría no deja de ser menos real. Todos los protagonistas
lid ad única pero fatíd ica sin la cual no existe un héroe realm en te trágico. ocupan las m ism as posiciones respecto a un m ism o objeto, no conjunta­
Com ienza con la «n o b le serenidad;-; pero le sigue la «c ó le ra ». T iresias m ente sino uno tras otro. E ste objeto no es otra cosa que el conflicto trá­
suscita un prim er acceso; Creonte es la causa del segundo. En el relato gico del que ya comenzamos a ver, como confirm arem os más adelan te, que
que hace de su pasado, Edipo nos cuenta que siem pre ha actuado bajo la coincide con la peste. Cada cu al, al com ienzo, se cree capaz de dom inar la
in fluencia de este m ismo «d efe c to ». Se censura de la excesiva im portancia vio len cia, pero es la violencia la que dom ina sucesivam ente a todos los
que concedía, an teriorm ente, a unas palabras dichas al azar. U n com pañero pro tago n istas, m etiéndoles a pesar suyo en un juego, el de la reciprocidad
de borracheras, en C orinto, le había tratado de hijo supuesto. Y a era la violenta, al cual siem pre creen escapar por el hecho de que tom an por
có lera, por consiguiente, lo que llevab a a Edipo fuera de Corinto. Y es perm anente y esencial una ex terio rid ad accidental y tem poral.

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Los tres protagonistas se creen superiores al conflicto. Edipo no es de Con la entrada en escena de Tiresias, nuestra simetría trágica recibe
Tebas; Creonte no es rey; Tiresias está en las nubes. Creonte trae de un mentís categórico. Tan pronto como descubre a este noble personaje,
Tebas al último oráculo. Edipo, y sobre todo Tiresias, tienen muchas proe­ el coro exclama:
zas adivinatorias en su activo. Tienen el prestigio del «experto» moderno,
del «especialista» al que sólo se molesta para resolver un caso difícil. Cada «...pues ya éstos/al Santo Adivino traen aquí, ése en quien, sólo/
cual cree contemplar desde fuera, en tanto que observador despreocupado, de entre los hombres, la verdad está arraigada.» *
una situación que no le concierne en absoluto. Cada cual quiere jugar el
papel del árbitro imparcial, del juez soberano. La solemnidad de los tres Nos tropezamos en este caso con el profeta infalible y omnisciente.
sabios no tarda en ceder al ciego furor cuando ven contestado su prestigio, Posee una verdad acuñada, un secreto prolongadamente urdido y atesorado.
aunque sólo sea por el silencio de los otros dos. Por una vez, triunfa la diferencia. Unas líneas más adelante, sin embargo,
La fuerza que atrae a los tres hombres en el conflicto coincide con su se borra de nuevo y reaparece la reciprocidad, más explícita que nunca.
ilusión de superioridad o, si se prefiere, con su hibris. Nadie, en otros El propio Tiresias rechaza la interpretación tradicional de su papel, la
términos, posee la so fr o s in e y, también en ese plano, sólo hay diferencias misma que acaba de formular el coro. En respuesta a Edipo que le interro­
ilusorias o rápidamente suprimidas. El paso de la serenidad a la cólera se ga con ánimo de burla respecto al origen de sus dones proféticos, él niega
produce en cada ocasión por una misma necesidad. Sería pecar de arbi­ poseer ninguna verdad que no proceda de su propio adversario:
trariedad reservar a Edipo y bautizar como «rasgo de carácter» lo que
pertenece a todos en igual medida, sobre todo si esta pertenencia común E d i p o . — ¿De quién la sabes [la verdad ]?: Que lo que es
procede del contexto trágico, si la lectura que permite es de una coheren­ de tu arte, no.
cia superior a cualquier interpretación psicologizante. T i r e s i a s . — De ti, pues tú me forzaste a hablar mal-de-mi-
Lejos de aguzar las aristas de unos seres estrictamente individuales grado.**
oponiendo los unos a los otros, todos los protagonistas se reducen a la
identidad de una misma violencia, el torbellino que les arrastra les con­ Si nos tomamos estas líneas en serio, la formidable maldición que Ti­
vierte a todos exactamente en una misma cosa. A la primera mirada sobre resias acaba de arrojar a la cabeza de Edipo, la acusación del parricidio
un Edipo ciego de violencia y que le invita a «dialogar», Tiresias compren­ y del incesto, nada tiene que ver con un mensaje sobrenatural. Se nos
de su error, con excesivo retraso, sin embargo, para poder sacar partido de sugiere otro origen. Esta acusación coincide con la incitación de las repre­
su comprensión: salias; se arraiga en el intercambio hostil del debate trágico. Edipo dirige
el juego, a pesar suyo, obligando a Tiresias a hablar «mal-de-su-grado».
« ¡A y ay, qué duro es el saber, donde no rinde provecho al Edipo es el primero en acusar a Tiresias de estar relacionado con la muerte
que lo sabe! Y teniendo esto bien visto,/ lo perdí de vista; si no, de Layo; obliga a Tiresias a volverse contra él, a devolverle su acusación.
no habría aquí venido.» * La única diferencia entre la acusación y la contraacusación es la para­
doja que sustenta esta última; esta paradoja podría constituir una debilidad
pero se transmuta en fuerza. A l «tú eres culpable» de Edipo, Tiresias no
•k it -k
se contenta con responder con un mero «tú eres culpable», idéntico y de
sentido inverso. Subraya lo que aparece, en su perspectiva personal, como el
escándalo de su acusación, el escándalo de una culpabilidad acusadora: «Tú
La tragedia no se parece en nada a una discrepan cia. Hay que entre­ furia a mí dureza inculpas, y la tuya/no ves que habita en ti. Que a mí me
garse sin desfallecimientos a la simetría conflictiva, aunque sólo sea para la reprochas.» ***
hacer aparecer los límites de la inspiración trágica. A l afirmar que no existe Por supuesto que no todo es falso en esta polémica. Acusar al otro de
diferencia entre los antagonistas del debate trágico, estamos afirmando, en la muerte de Layo, es verle como único responsable de la crisis sacrificial.
último término, que no existe diferencia entre el «verdadero» y el «falso» Todos son igualmente responsables puesto que todos, como se ha visto,
profeta. Aquí aparece algo inverosímil e incluso inimaginable. ¿Acaso no participan en la destrucción del orden cultural. Los golpes que los hermanos
es Tiresias el primero en proclamar la verdad de Edipo, mientras que Edipo
no hace más que divulgar odiosas calumnias a su respecto? * Idem, p. 24. (N. del T.)
** Idem, p. 27. (N. del T.)
* Idem, p. 25. (N. del T.) *** Idem, p. 26. (N. del T.)

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enem igos se asestan no siem pre alcanzan a las personas, pero socavan la mo­ siem pre se han apañado para decidir una especie de com prom iso que d isi­
narquía y la religión. Cada cual revela cada vez m ejor la verdad del otro que m ula la contradicción. N osotros no tenem os ninguna necesidad de respetar
denuncia pero sin reconocer nunca en ella la suya propia. los viejos com prom isos o de buscar otros nuevos. Tenem os algo m ejor
C ada cual se ve en el otro al usurp ado r de una leg itim id ad que cree que hacer. H ay que seguir la p erspectiva trágica h asta el fin al, aunque
defender y que no cesa de d eb ilitar. No se puede afirm ar o negar nada sólo sea para ver dónde nos llev a. T al vez tiene algo esencial que decirnos
de uno de los dos adversarios que no se deba afirm ar o negar in m ediata­ respecto a la génesis del m ito.
m ente del otro. A cada in stan te, la reciprocidad se alim enta de los esfuer­ H ay que com enzar por volver al p arricid io y al incesto, preguntarse
zos de cada cual por d estru irla. El debate trágico es exactam ente el eq u iva­ acerca de la atribución exclusiva de estos crím enes a un pro tago n ista con­
len te verb al del com bate de los herm anos enem igos, E teocles y P olinice. creto. Como hem os visto , la tragedia convierte e l hom icidio de L ayo , al igual
En una serie de réplicas de las que nadie, que yo sepa, ha ofrecido que el p arricidio y el incesto, en un intercam bio de m aldiciones trágicas.
una interpretació n satisfacto ria, T iresias previene a Edipo en contra de la Edipo y T iresias se arro jan m utuam ente la responsabilidad del desastre
n aturaleza puram ente recíproca de la desdicha que avanza, esto es, de los que asóla la ciudad. El p arricidio y el incesto sólo son una variación espe­
golpes que cada uno asestará al otro. El m ismo ritm o de las frases, los cialm ente com plicada de este intercam bio de buenas intenciones. No hay
efectos de sim etría, prefiguran e inician el debate trágico. En este caso, ningún m otivo, en esta fase, para que la culp ab ilidad se fije sobre cual­
es la propia acción de la reciprocidad violenta lo que borra toda diferencia quiera de los dos. Todo es igu al por ambos lados. N ada perm ite d ecidir;
en tre los dos hom bres: el m ito, sin em bargo, decidirá y de m anera inequívoca. A la luz de la reci­
procidad trágica, conviene p reguntarse sobre qué bases y en qué condiciones
«D éjam e irm e a casa: es como m ejor soportarem os/lo tu yo tú puede decidir e l m ito.
y lo m ío yo, sí me haces caso y a ... En este pun to , una idea ex trañ a, casi fan tástica, cruza necesariam ente
»E s que veo que tampoco tus proclam as vienen/a buen fin; por n uestra m ente. Si elim inam os los testim onios que se acum ulan contra
y a fin de que no m e pase a m í lo m ism o ... Edipo en la segunda p arte de la traged ia, podemos im aginarnos que, lejos de
» ...M a s yo jam ás por pienso/m is m ales diga, para no revelar ser la verdad que cae del cielo para fulm in ar al culpable e ilu m in ar a todos
los tuyos. los m o rtales, la conclusión de m ito no es m ás que la victo ria cam uflada
»N o quiero hacerm e daño ni tampoco a t i ... de una p arte sobre la otra, el triunfo de una lectura polém ica sobre su riv al,
»T u furia a mi dureza inculpas, y la suya/no ves que habita la adopción por la com unidad de una versión de los acontecim ientos que
en m í, que a m í me la rep ro ch as.» * sólo pertenece en un principio a T iresias y a C reonte, y que a continuación
pertenece a todos y a nadie, habiéndose convertido en la verdad del propio
La indiferenciación v io len ta, la id en tid ad de los antagonistas, hace brus­
m ito.
cam ente in teligib les unas réplicas que expresan perfectam ente la verdad de
El lector p udiera creer, en este punto, que m antenem os extrañas ilu ­
la relación trágica. El hecho de que todavía hoy estas réplicas parezcan
siones sobre el potencial «h istó rico » de los textos que com entam os y sobre
oscuras, confirm a nuestro desconocim iento de esta relación. Por o tra p arte,
el tipo de inform ación que razonablem ente cabe pedirles. Confío en que
dicho desconocim iento no es infundado. No es posible in sistir, como ven i­
no tardará en descub rir que sus tem ores son infundados. A ntes de continuar,
mos haciendo en este m om ento, en la sim etría trágica, sin contradecir los
sin em bargo, h ay que detenerse en otro tipo de objeciones que la presente
datos fundam entales del m ito.
lectura no puede d ejar de p lan tear.
Si bien el m ito no resuelve explícitam en te el problem a de la diferencia,
La crítica lite raria sólo se in teresa por la traged ia; el m ito sigue sien­
lo resuelve de m anera tan b rutal como form al. Esta solución es el p arri­
do para ella un dato im p rescrip tib le, que no conviene tocar. La ciencia
cidio y e l incesto. En el m ito propiam ente dicho no hay ningún problem a
de los m itos, al contrario, deja a la tragedia de lado; se cree obligada in­
de id en tid ad y de reciprocidad en tre Edipo y los dem ás. Es posible, como
cluso a m ostrar a su respecto una cierta desconfianza.
m ínim o, afirm ar de Edipo algo que no se puede decir de nadie m ás. Es
el único culpable del p arricidio y del incesto. Se nos p resen ta como una E sta división del trabajo se rem onta, a decir verdad, a A ristó teles que,
excepción m onstruosa; no se parece a nadie y nadie se le parece. en su P oética, nos enseña que el buen autor trágico no toca y no debe
La lectura trágica se opone radicalm en te al contenido del m ito. No po­ tocar los m itos, porque todo el m undo los conoce; debe lim itarse a pedirles
dría serle fie l sin renunciar al propio m ito. Los in térpretes de Edipo rey unos «argu m en to s». Esta prohibición de A ristóteles nos sigue im pidiendo
la confrontación de la sim etría trágica con la diferencia m ítica, y protege,
* Idem, pp. 25-26. (N . del T.) con ello , tanto la « lite ra tu ra » como la «m ito lo g ía », y sus respectivos espe­

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cialistas, de las consecuencias radicalm ente subversivas que pudiera tener, El p arricidio es la instauración de la reciprocidad violenta entre el padre
para unos y para otros, dicha confrontación. y el h ijo , la reducción de la relación paterna a la «fratern id a d » conflictiva.
A esta confrontación pretendem os entregarnos. Nos preguntam os, en La reciprocidad está claram ente indicada en la tragedia. Como ya hemos
verdad, cómo han podido esquivarla hasta ahora los lectores atentos de dicho, Layo no cesa de ejercer una violencia contra Edipo antes de que
Edipo rey. En el paroxism o del conflicto trágico, Sófocles ha deslizado en éste se la devuelva.
su texto dos réplicas que nos parecen estrem ecedoras, pues evocan de nuevo Incluso cuando consigue absorber la relación del padre y del h ijo , la
la hipótesis que acabamos de sugerir. La próxim a caída de Edipo no tiene reciprocidad violenta ya no deja nada fuera de su cam po. Y absorbe esta
nada que ver con una m onstruosidad excepcional, h ay que ver en ella relación de la m anera más absoluta posible, convirtiéndola en una rivalidad
el resultado de la derro ta en el enfrentam iento trágico. Edipo responde al que va no se refiere a un objeto cualq uiera sino a la m adre, esto es, al
coro que le suplica que perdone a Creonte: objeto más form alm ente reservado al padre y más rigurosam ente prohibido
al hijo. T am bién el incesto es violencia, violencia extrem a y , por consi­
«E n tien d e ahora bien que, cuando tal dem andas, / m i m uerte guien te, extrem a destrucción de la diferen cia, destrucción de la otra dife­
buscas o destierro de esta tie rra .» * rencia p rin cip al en el seno de la fam ilia, la diferencia con la m adre. A m ­
bos, el p arricidio y el incesto, com pletan el proceso de indiferenciación vio­
E l coro in siste. Creonte no m erece la suerte que su adversario le reser­ len ta. La idea que asim ila la violencia a la p érdida de las diferencias debe
va. Es preciso p erm itirle que se aleje lib rem en te. Edipo cede, pero a pesar culm in ar en el p arricidio y en el incesto como térm ino últim o de su trayec­
suyo, y no sin reclam ar una vez más la atención del coro sobre el carácter toria. No queda ninguna p osibilidad de diferen cia; ningún ám bito de la
de la lucha cuyo desenlace todavía no está decidido. No expulsar o m atar vida puede escapar ya a la vio len cia.1
al herm ano enem igo equivale a condenarse a sí m ismo a la expulsión o a la A sí, pues, el parricidio y el incesto se defin irán en función de sus con­
m uerte: secuencias. La m onstruosidad de Edipo es contagiosa; se extiende en pri­
mer lugar a todo lo que engendra. El proceso de la generación perpetúa la
«Q u e él pues se vaya, aunque yo haya de m orir sin fallo / o
mezcla abom inable de sangres que es de esencial im portancia separar. El
sin honra verm e arrojado a la fuerza del p aís.» **
parto incestuoso se reduce a un desdoblam iento inform e, a una siniestra
¿E s posible atrib u ir estas réplicas a la «ilu sió n trág ic a »? Las lecturas repetición de lo M ism o, a una m ezcla im pura de cosas innom brables. El ser
tradicionales no pueden hacer otra cosa pero, en ta l caso, conviene referir incestuoso expone la com unidad al mismo p eligro , en sum a, que los gem e­
a esta m ism a ilusión la to talid ad de la traged ia y su prodigioso equilib rio . los. Son exactam ente los efectos, reales y transfigurado s, de la crisis sa­
Y a es hora de dar su oportunidad a la visión trágica. Tenem os la oscura crificial que siem pre m encionan las religiones p rim itivas cuando enum e­
sensación de que el propio Sófocles nos obliga a hacerlo. ran las consecuencias del incesto. Es revelador que las m adres de gemelos
Y , sin em bargo, el propio Sófocles se dispone ahora a soslayarla. La sean con frecuencia sospechosas de haberlos engendrado en unas relaciones
subversión trágica tiene sus lím ites. Si pone en cuestión el contenido del incestuosas.
m ito, siem pre es de m anera sorda e indirecta. Jam ás puede ir más allá sin Sófocles relata el incesto de Edipo al dios H im eneo, directam ente im-
q u itarse a sí m ism a la p alab ra, sin hacer estallar el marco m ítico fuera
del cual no ex istiría. 1. En un ensayo titulado: «Ambigu'ité et renversement: Sur la structure énigma-
No disponem os de ninguna guía o m odelo; no participam os en ninguna tique á ’O e d ip e roí», Jean-Pierre Vernant ha definido perfectamente esta pérdida de
actividad cu ltu ral d efin ib le. No podemos am pararnos en ninguna disciplina la diferencia cultural. El parricido y el incesto, escribe, «constituyen... un atentado
a las reglas fundamentales de un juego de damas en el que cada pieza se sitúa, en
reconocida. Lo que querem os hacer es tan ajeno a la tragedia o a la crítica relación a las demás, en un lugar definido en un tablero de la Ciudad». Siempre, en
literaria como a la etnología o al psicoanálisis. efecto, los resultados de estos dos crímenes se expresan en términos de diferencia
H ay que volver una vez más a los «crím en es» del hijo de Layo. Es perdida: «La equiparación de Edipo y de sus hijos se expresa en una serie de
exactam ente lo m ismo ser regicida en el orden de la polis que ser p arricida imágenes brutales: el padre ha sembrado a los hijos allí mismo donde él ha sido
en el orden de la fam ilia. T anto en un caso como en otro, el culpable sembrado; Yocasta es una esposa, no esposa sino madre cuyo surco ha producido en
una doble cosecha al padre y a los hijos: Edipo ha sembrado a la que le ha en­
transgrede la diferencia más fun dam en tal, más elem en tal, m ás im p rescrip ti­ gendrado, de donde él mismo ha sido sembrado, y de estos mismos surcos, de estos
ble. Se convierte, literalm en te, en el asesino de la diferencia. surcos "iguales", ha obtenido a sus hijos. Pero es Tiresias quien confiere a este voca­
bulario de igualdad todo su peso trágico cuando se dirige a Edipo en los siguientes
* I d em , p. 38. (N. d e l T.) términos: Llegarán unos horrores que te igualarán contigo mismo y con tus hijos.»
** Id em , p. 38. (N. d e l T.) (425.)

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plicado en e l caso en su calidad de dios de las reglas m atrim oniales y de La traged ia nos m uestra claram ente que el contagio coincide con la
todas las diferencias fam iliares. violencia recíproca. El juego de los tres protagonistas sucesivam ente aspi­
rados por la violencia se confunde con los progresos de la ep idem ia, siem pre
« ... ¡A h bodas, bodas m adres, / que nos sem brasteis y , sem­ dispuesta a an iq u ilar a quienes pretenden dom inarla. Sin lleg ar al punto
brándonos, la m ism a / sim iente hacíais luego germ inar, y dábais / de asim ilar explícitam en te las dos series, el texto reclam a nuestra atención
a la luz herm anos, p adres, h ijo s, todos juntos / en sangre, esposas, sobre su paralelism o . Suplicando a Edipo y a C reonte que se reconcilien, el
m adres, n o v ia s ...» coro exclam a:

Como se ve, el p arricid io y el incesto sólo adquieren su auténtico sen­


« ... A y de m í in feliz, / me roe el alm a así el país / podrirse
tido en el seno de la crisis sacrificial y en relación a ella. No es a un in d i­
ver, y m al con m al / que con el viejo el fresco venga / a unirse
viduo concreto o a todos los individuos en general, es a una situación h is­
a sí.» *
tórica d eterm inada, a la crisis de las diferencias que Shakespeare refiere el
tem a del p arricid io en T roilo y Cresida. La reciprocidad violenta culm ina
en el hom icidio del pad re: and th e ru d e so n shall strike his fa th e r dead. T anto en la tragedia como fuera de ella , la peste sim boliza la crisis
En el m ito de E dipo, al contrario — no decim os en la traged ia— , el sacrificial, o sea exactam ente lo m ism o que el p arricid io y el incesto. Es
p arricid io y el incesto parecen sin relación alguna y sin m edida común con legítim o p reguntarse por qué son necesarios dos tem as, m ás que uno, y si
n inguna otra cosa, ni siquiera el in fan ticidio abortado de Layo. Se trata ambos tem as desem peñan realm ente el m ismo papel.
de una cosa ap arte, de una enorm idad tal que es im posible pensarla con Conviene relacionar los dos tem as para ver en qué difieren el uno del
los elem entos de sim etría co n flictiva que la rodean. Se ve en e lla un desas­ otro y qué papel puede desem peñar esta diferencia. V arios aspectos per­
tre al m argen de cualq u ier contexto, que afecta exclusivam ente a Edipo fectam ente reales* de la crisis sacrificial están presentes en los dos tem as,
bien por accidente, b ien porque el «d e stin o » u otros poderes sacros así lo pero distribuido s de m anera diferen te. En la peste aparece un solo aspecto,
han decidido. y es el carácter colectivo del desastre, el contagio un iv ersal; la violencia
O curre con el p arricid io y con el incesto exactam ente lo m ism o que con y la no-diferencia quedan elim in adas. En el p arricidio y en el incesto, al
los gem elos en num erosas religiones p rim itivas. Los crím enes de Edipo sign i­ contrario, la violencia y la no-diferencia están presentes con la m áxim a m ag­
fican el fin al de toda diferencia, pero llegan a ser, precisam ente gracias nificencia y concentración p osibles, pero en un solo in d iv id uo ; lo que se
al hecho de ser atribuidos a un in dividuo concreto, una nueva diferencia, elim in a, en esta ocasión, es la dim ensión colectiva.
la m onstruosidad exclusiva de Edipo. Cuando debieran afectar a todo el D etrás del p arricidio y del incesto, por una p arte, y , por o tra, de la
m undo o a n adie, se convierten en el patrim onio de un solo individuo. peste, nos encontram os por repetido con lo m ism o, un disfraz de la crisis
A sí, pues, el p arricid io y el incesto desem peñan en el m ito de Edipo sacrificial, pero no se trata d el m ismo disfraz. Todo lo que falta al p arri­
exactam ente el m ismo papel que los restantes m otivos m íticos y rituales cidio y al incesto para revelar plenam ente la crisis, nos lo aporta la peste.
ya considerados en los capítulos anteriores. D isfrazan la crisis sacrificial Y , recíprocam ente, todo lo que le falta a la peste para representar in equí­
mucho más que la designan. Es cierto que expresan la reciprocidad y la vocam ente esta m ism a crisis, lo poseen el p arricidio y el incesto. Si se
iden tid ad vio len ta, pero bajo una form a tan extrem a que aterroriza, y para o perara la fusión de los dos tem as y se rep artiera la sustancia de m anera
co n vertirla en el m onopolio exclusivo de un individuo concreto; perdem os m uy equ ilib rad a sobre to d o s los m iem bros de la com unidad, volveríam os
de v ista , en sum a, esta m ism a reciprocidad en tanto que es común a todos a encontrar la crisis m ism a. R esu ltaría im posible, una vez m ás, afirm ar o
los m iem bros de la com unidad y que define la crisis sacrificial. negar cu alq uier cosa de cu alq uier individuo sin que sea inm ediatam ente
F ren te al parricidio y al incesto, hay otro tem a que tam bién disfraza la necesario afirm arlo o negarlo de todos los dem ás. La responsabilidad que­
crisis sacrificial más que d esign arla, y es la peste. d aría igualm en te com partida por todos.
Y a hemos hablado de las diferentes epidem ias como de un «sím b o lo » Si desaparece la crisis, si se elim ina la reciprocidad u n iv ersal, se debe
de la crisis sacrificial. A unque Sófocles haya pensado en la fam osa peste a la distribución desigual de aspectos m uy reales de esta crisis. N ada se
del año 4 3 0, h ay algo más y diferente en la peste de Tebas que la enfer­ escam otea realm ente y no se añade n ada; toda la elaboración m ítica se redu­
m edad m icrobiana del m ism o nom bre. La epidem ia que interrum pe todas ce a un desplazam iento de la indiferenciación violenta que abandona a los
las funciones vitales de la ciudad no puede ser ajena a la violencia y a la tebanos para concentrarse por com pleto en la persona de Edipo. Este per­
pérdida de las diferencias. El propio oráculo hace la cosa evidente. A tribu ye
el desastre a la presencia contagiosa de un asesino. * Idem, p. 38. (N. del T.)

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sonaje se convierte en el m uladar de las fuerzas m aléficas que asediaban a convertirse en la verdad del m ito, en el propio m ito. La fijación m ítica debe
los tebanos. definirse como un fenóm eno de unanim idad. A llí donde dos, tres, m il acu­
El m ito sustituye la violencia recíproca esparcida por doquier con la saciones sim étricas e in vertidas se cruzaban, predom ina una sola de ella s, y
transgresión form idable de un individuo único. Edipo no es culpable en en torno a ella todo el resto calla. E l antagonism o de cada cual contra
sentido m oderno, sino que es responsable de las desdichas de la ciudad. cada cual es sustituido por la unión de todos contra uno.
Su papel es el de un auténtico chivo expiatorio hum ano. ¿Q ué m ilagro se ha producido? ¿Cóm o es posible que la u n idad de la
En la conclusión, Sófocles hace pronunciar a Edipo las palabras más com unidad, com pletam ente deshecha por la crisis sacrificial, pueda recom ­
adecuadas para tran q uilizar a los tebanos, es decir, para convencerles de ponerse de rep en te? Nos encontram os en el paroxism o de la crisis; las
que nada ha ocurrido en su ciudad de lo cual no sea el único responsable circunstancias parecen absolutam ente desfavorables ¿1 esta repentina in ver­
la víctim a pro p iciatoria, y de lo cual no deba ser el único en p agar las sión. Es im posible encontrar dos hom bres que estén de acuerdo en n ada;
consecuencias; cada cual se esfuerza en lib erarse del peso colectivo descargándolo sobre
los hom bros de su herm ano enem igo. En una com unidad enteram ente in fla­
m ada, parece rein ar un caos indescrip tib le. D iríase que ningún hilo con­
«C o n fiao s, no tem áis: pues estos m ales míos / nadie de los
ductor une todos los conflictos, todos los odios, todas las fascinaciones
hombres puede más que yo su frirlo s.» *
in dividuales.
En este in stan te en que todo parece perdido, en que la sinrazón triu n ­
E dipo es el responsable por excelencia, tan responsable, a decir ver­ fa en la in fin ita diversidad de los sentidos contradictorios, la solución, en
dad, que ya no queda responsabilidad para nadie m ás. La idea de la peste cam bio, está m uy p ró xim a; la ciud ad entera se desplazará de golpe hacia
resu lta de esta carencia. La peste es lo que resta de la crisis sacrificial la unanim idad violenta que la lib erará.
cuando ha sido vaciada de toda su violencia. La peste ya nos introduce en ¿D e dónde procede esta m isteriosa u n an im idad? En la crisis sacrificial,
el clim a de la m edicina m icrobiana del m undo m oderno. Sólo hay enfer­ todos los antagonistas se creen separados por una diferencia form idable.
mos. N adie tiene que rendir cuentas a nad ie, a excepción, claro está, de En realid ad , todas las diferencias desaparecen p aulatin am en te. En todas
E dip o . partes aparece el mismo deseo, el mismo odio, la m ism a estrategia, la m isma
P ara lib erar a toda la ciudad de la responsabilidad que pasa sobre ilu sió n de form idable diferencia en una uniform idad cada vez más total.
ella , para hacer de la crisis sacrificial la peste, vaciándola de su violencia, A m edida que la crisis se exaspera, todos los m iem bros de la com unidad
h ay que conseguir tran sferir esta violencia sobre Edipo, o más generalm ente se convierten en gem elos de la violencia. Llegarem os a decir que unos son
sobre un individuo único. En el debate trágico, todos los protagonistas se los d o b le s de los otros.
esfuerzan por operar esta transferencia. Como hemos visto, la investigación En la literatu ra rom ántica, en la teoría anim ista de la religio sidad p rim i­
respecto a Layo es una investigación respecto a la propia crisis sacrificial. tiva y en la p siq u iatría m oderna, el térm ino de d o b le siem pre designa un
Siem pre se trata de endosar la responsabilidad del desastre a un individuo fenóm eno esencialm ente im aginario e irreal. En este caso no ocurre lo
concreto, de contestar a la pregunta m ítica por excelencia: «¿Q u ié n ha co­ m ism o. A unque la relación de los d o b le s suponga unos aspectos alucina-
m en zad o ?» Edipo no consigue fijar la censura sobre C reonte y T iresias, torios de los que tratarem os más adelante, no tiene nada de im agin aria;
pero éstos consiguen perfectam ente fijar esta m ism a censura sobre Edipo. así como tampoco la sim etría trágica de la que es la perfecta expresión.
Toda la investigación es una caza al chivo propiciatorio que acaba por Si la violencia uniform a a los hom bres, si cada cual se convierte en el
d irig irse, a fin de cuentas, contra el que la ha com enzado. doble o en el «gem elo » de su an tago n ista, si todos los dobles son id én ­
D espués de haber oscilado entre los tres protagonistas, la acusación ticos, cualq uiera de ellos puede convertirse, en cualq uier m om ento, en el
decisiva acaba por fijarse sobre uno de ellos. De igual m anera hubiera po­ doble de todos los dem ás, es decir, en el objeto de una fascinación y de
dido fijarse sobre otro, o no fijarse en ninguno. ¿C u ál es el m isterioso un odio universales.
m ecanism o que consiguió in m o vilizarla? U na sola víctim a puede su stitu ir a todas las víctim as potenciales, a
La acusación que a p artir de ahora pasará por «v e rd ad e ra» no se dife­ todos los herm anos enem igos que cada cual se esfuerza en expu lsar, esto
renciará en nada de las que pasarán por « fa ls a s », salvo que ninguna voz es, en todos los hombres sin excepción, en el in terio r de la com unidad. P ara
se levan ta ya para contradecir nada de lo dicho. Una versión especial de que la sospecha de cada cual contra todos los dem ás se convierta en la
los acontecim ientos acaba por im ponerse; pierde su carácter polém ico para convicción de todos contra uno solo, no hace falta nada o m uy poco. El
indicio más ridícu lo , la más ínfim a presunción, se com unicará de unos a
* Idem, p. 65. (N. del T.) otros a una velocidad vertiginosa y se convertirá casi instantáneam ente en

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una p rueba irrefu tab le. La convicción tiene un efecto acum ulativo, y cada hijo de A q u iles que ha m atado a H écto r), y a tener hijos d e este
cual deduce la suya de la de los dem ás bajo el efecto de un a m im esis casi asesino. Toda la raza de los bárbaros está hecha ig u al. E l padre
in stan tán ea. La firm e creencia de todos no exige otra com probación que se acuesta con la h ija, el hijo con la m adre, la herm ana con el
la un an im id ad irresistib le de su propia sinrazón. herm ano. Los m ás próxim os tam bién se m atan en tre sí sin que
L a universalización de los dobles, la com pleta desaparición de las d ife­ ninguna ley lo prohíba. No in trodu 2 cas estas costum bres en tre
rencias que exaspera los odios, pero, a la vez, los hace com pletam ente in ter­ no so tro s.»
cam biables, co n stituye la condición necesaria y suficiente de la unanim idad
violenta. P ara que el orden pueda renacer, es preciso que el desorden llegue La «p ro yecció n » es evid en te. La ex tran jera encarna por sí sola toda la
a su punto m áxim o; p ara que los m itos puedan recom ponerse, es preciso crisis sacrificial que am enaza la ciudad. Los crím enes de que la declaran
que estén enteram ente descom puestos. capaz co n stitu yen un auténtico catálogo de los argum entos trágicos en el
A llí donde unos instantes antes había m il conflictos p articu lares, m il universo griego. La sin iestra y últim a frase: «N o introduzcas estas costum ­
p arejas de herm anos enem igos aislados entre sí, existe de nuevo un a comu­ bres en tre noso tro s», ya sugiere el terror colectivo que p odría desenca­
n id ad , enteram ente unánim e en el odio que le inspira uno solo de sus denar contra A ndróm aca el odio de H erm íone. Se está esbozando el m eca­
m iem bros. Todos los rencores dispersos en m il individuos diferen tes, todos nism o de la víctim a p ro p iciato ria...
los odios d ivergen tes, convergerán a p a rtir de ahora en un in dividuo único, Es d ifícil creer que E urípides no sabía lo que h acía cuando escrib ía
la víctim a propiciatoria. este texto , no poseía ninguna conciencia de la estrecha relación en tre los
La dirección general de la presente hipótesis parece clara. C u alquier tem as de su obra y los m ecanism os colectivos a los que aquí alu d ía, no
com unidad víctim a de la violencia o agobiada por algún desastre se entrega in tentab a oscuram ente preven ir a su público, provocar un m alestar que él
gustosam ente a una caza ciega del «chivo ex p iato rio ». In stin tiv am en te, se se niega a sí m ismo por o tra p arte, o que jam ás consigue precisar n i disip ar.
busca un rem edio in m ediato y violento a la violencia insoportable. Los N osotros m ismos creem os conocer bien los m ecanism os de la violencia
hom bres quieren convencerse de que sus m ales dependen de un respon­ colectiva. Sólo conocemos sus form as degeneradas y los pálidos reflejos de
sable único del cual será fácil desem barazarse. los resortes colectivos que aseguran la elaboración de un m ito como el de
Pensam os in m ediatam ente, en este caso, en las form as de violencias co­ Edipo. L a unanimidad v iolen ta se nos revelará, en las páginas sigu ien tes,
lectivas que se desencadenan espontáneam ente en las com unidades en crisis, como el fenóm eno fundam ental de la religió n p rim itiv a; en todas partes
en los fenóm enos del tipo lincham iento, pogrom , «ju sticia ex p e d itiv a», et­ donde desem peña un papel esencial, desaparece com pletam ente, o casi, de­
cétera. Es revelad o r que estas violencias colectivas se ju stifiq u en a sí m is­ trás de las form as m íticas que engendra; avizoram os únicam ente unos
m as, casi siem pre, por unas acusaciones de tipo edípico: p arricid io , inces­ fenóm enos m arginales y b astardos, im productivos en el plano de los m itos
to, in fan ticid io , etc. y del ritu al.
L a aproxim ación sólo tien e un valor lim itad o , pero basta p ara ilu m inar Nos im aginam os que la violencia colectiva y, en especial, la unión de
n uestra ignorancia. Ilum in a el parentesco secreto de unos textos trágicos todos contra una víctim a única sólo co n stituyen, en la existen cia de las
aparentem ente extraños entre sí. No sabemos h asta qué punto sospechaba sociedades, unas aberraciones m ás o menos patológicas, cuyo estudio no es
Sófocles la verdad cuando escribía Edipo rey. Los textos citados an terio r­ capaz de ofrecer una contribución im portante a la sociología. N uestra ino­
m ente hacen poco creíbles la tesis de una ignorancia tan profunda como cencia racio n alista — sobre la que hab ría mucho que hab lar— se niega a
la n uestra. P ud iera ser m uy bien que la inspiración trágica fuera inseparable atrib u ir a la violencia colectiva una eficacia que no sea tem poral y lim i­
de una cierta suspicacia respecto a la génesis verdadera de algunos tem as tad a, una acción «c a tá rtic a » análoga, como m áxim o, a la que anteriorm ente
m itológicos. Es posible alegar aquí otras tragedias que Edipo rey, y otros hemos reconocido al sacrificio ritu al.
poetas que Sófocles, E urípides en especial. La perm anencia varias veces m ilen aria del m ito edípico, el carácter
A ndróm aca es la am ante, H erm íone la esposa legítim a de P irro . A m bas im p rescrip tib le de sus tem as, el respeto casi religioso con que sigue rodeán­
m ujeres, auténticas herm anas enem igas, sostienen un debate trágico. Su dole la cultura m oderna, todo eso sugiere, ya, que los efectos de la violen ­
creciente exasperación llev a a la esposa h um illada a proferir contra su cia colectiva están terrib lem ente subestim ados.
riv al la acusación típ ica de «p arricid io y de in cesto », la m ism a que T iresias El m ecanism o de la violencia recíproca puede describirse como un
profiere contra Edipo en el m ism o m om ento crucial de otra tragedia; círculo vicioso; una vez que la com unidad ha penetrado en él, ya le resulta
im posible la salida. Cabe defin ir este círculo en térm inos de venganza y de
« ¿ H a s ta dónde has podido lleg ar, desdichada? Te atreves a rep resalias; cabe dar de él diferentes descripciones psicológicas. M ientras
dorm ir con el hijo del hom bre que ha m atado a tu m arido (P irro , exista en el seno de la com unidad un cap ital acum ulado de odio y de des­

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confianza, los hom bres no dejan de v ivir de él y de hacerlo fru ctificar. Cada Los hom bres no pueden enfrentarse a la insensata desnudez de su
uno se prepara contra la probable agresión del vecino e in terp reta sus p re­ propia violencia sin correr el peligro de abandonarse a esta violencia;
p arativo s como la confirm ación de sus tendencias agresivas. De m anera más siem pre la han ignorado, al menos parcialm en te, y p udiera m uy bien ser
general, hay que reconocer a la violencia un carácter m im ético de tal in ten ­ que la p o sibilidad de sociedades propiam ente hum anas dependiera de este
sidad que la violencia no puede m orir por sí m ism a una vez que se ha desconocim iento.
in stalad o en la com unidad. E l m ito edípico, deconstruido y explicado como lo ha sido en las pá­
P ara escapar a ese círculo, sería preciso liq u id ar el tem ible atraso de ginas an terio res, se basa en un m ecanism o estructuran te que coincide con
violencia que hipoteca el futuro , sería preciso p rivar a los hom bres de todos el m ecanism o de la víctim a p ropiciatoria. A hora convendrá preguntarse
los m odelos de violencia que no cesan de m ultip licarse y de engendrar nue­ si el m ecanism o en cuestión figura en otros m itos que el m ito edípico. Y a
vas im itaciones. podemos sospechar que constituye uno de los procedim ientos p rin cip ales,
Si todos los hom bres consiguen convencerse de que sólo uno de ellos tal vez el único gracias al cual los hombres consiguen expulsar la verdad
es responsable de toda la m im esis vio len ta, si consiguen ver en ella la de su vio len cia, el saber de la violencia pasada que envenenaría el presen­
«m an ch a» que los contam ina a todos, si com parten unánim em ente su creen­ te y el futuro si no consiguieran liberarse de él, rechazarlo por entero
cia, ésta quedará com probada pues ya no habrá en ninguna p arte de la sobre un «cu lp ab le» único.
com unidad ningún m odelo de violencia a seguir o a rechazar, es decir, a P ara los tebanos, en sum a, la curación consiste en adoptar el m ito,
im itar y m u ltip licar in evitab lem en te. A l d estruir la víctim a p ro p iciatoria, convertirlo en la versión única e in discutib le de la crisis ahora superada,
los hom bres im agin arán lib rarse de su m al y se lib rarán en efecto de él, la C arta M agna de un orden cu ltu ral renovado, en convencerse, en otros
pues ya no vo lverá a haber entre ellos una violencia fascinante. térm inos, de que la com unidad sólo ha sufrido la enferm edad de la peste.
Consideram os absurdo atrib u ir al principio de la víctim a propiciatoria La operación exige una firm e creencia en la responsabilidad de la víctim a
la m enor eficacia. Basta con su stitu ir por v io le n cia , en el sentido definido p ro p iciatoria. Y los prim eros resultados, la paz repentinam ente restaurada,
en el presente ensayo, el mal o los p e ca d o s que se presupone que asum e confirm an la identificación del culpable único, acreditan para siem pre la in ­
esta víctim a, para darnos cuenta de que siem pre puede tratarse de una terpretación que convierte a la crisis en un m al m isterioso aportado desde
ilusión y de un engaño, pero de la ilusión y del engaño más form idables y fuera por la m ancha infam e y cuya propagación únicam ente es capaz de
más ricos en consecuencias de toda la aventura hum ana. in terru m p ir la expulsión de este portador de gérm enes.
Persuadidos como estam os de que el saber siem pre es algo bueno, El m ecanism o salvador es real y, si se contem plan las cosas con m ayor
sólo concedemos una im portancia m ínim a, cuando no n ula, a un m eca­ atención, se descubre que no está nada disim ulado ; a decir verdad, se
nism o, el de la víctim a pro p iciatoria, que d isim ula a los hom bres la verdad trata incesantem ente de él, pero en el lenguaje y a p artir de los tem as que
de su violencia. Este optim ism o podría co n stitu ir perfectam ente la peor de él m ism o ha hecho surgir. Está claro que este m ecanism o coincide con el
las ignorancias. Si la eficacia de la transferencia colectiva es literalm en te oráculo traído por Creonte. P ara curar a la ciudad, hay que iden tificar y
form idable, se debe precisam ente a que p riva a los hom bres de un saber, expulsar al ser im puro cuya presencia la contam ina por entero. En otras
el de su violencia, con el que nunca han conseguido co existir. p alab ras, es preciso que todos se pongan de acuerdo respecto a la iden tidad
A lo largo de la crisis sacrificial, Edipo y T iresias nos han dem ostrado de un culpable único. La víctim a propiciatoria desem peña en el plano
que el saber de la violencia no cesa de aum en tar; lejos, sin em bargo, de colectivo el p ap el de aquel objeto que los cham anes pretenden extraer del
p ropiciar la paz, este saber que siem pre está proyectado sobre el otro, per­ cuerpo de sus enferm os y que presentan a continuación como la causa
cibido como am enaza procedente del otro, alim enta y exaspera el conflicto. de todo el m al.
A este saber m aléfico y contagioso, a esta lucidez que no es en sí m ism a Y a verem os más adelan te, por otra p arte, que en ambos casos se trata
más que violencia, la violencia colectiva hace suceder la ignorancia más de lo m ism o 2 pero los dos segm entos de la m etáfora no son equivalen tes.
absoluta. B orra de un plum azo los recuerdos del pasado; a esto se debe El m ecanism o de la un an im idad violenta no está m odelado a p artir de la
que la crisis sacrificial jam ás aparezca bajo su aspecto verídico en los m itos técnica de los cham anes, no es en absoluto m etafórico; hay buenas razones,
y en el ritu a l; es lo que hemos com probado varias veces en los dos p ri­ por el contrario, para suponer que la técnica de los cham anes está m odelada
meros cap ítulo s, y el m ito edípico nos ha ofrecido, una vez m ás, la ocasión sobre e l m ecanism o de la unanim idad parcialm ente descubierto e in terpre­
de verificarlo . La violencia hum ana siem pre está planteada como exterio r tado de m anera m ítica.
al hom bre; y ello se debe a que se funde y se confunde con lo sagrado,
con las fuerzas que pesan realm ente sobre el hom bre desde fu era, la m uerte,
la enferm edad, los fenóm enos n a tu ra le s ... 2. Cf. cap. IX.

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E l p arricid io y e l incesto procuran a la com unidad exactam ente lo que esconderm e, o degolladm e, o despeñadm e / sobre e l m ar, en donde
necesitan para borrar la crisis sacrificial. A h í está el texto d el m ito para nunca m e veáis ya m á s !» *
dem ostrarnos que se trata de una operación engañosa, ciertam ente, pero
form idablem ente real y perm anente en el plano de la cu ltu ra, fundadora El grado de com prensión a que accede el poeta respecto al m ito y a
de una nueva verdad. Es evidente que la operación no tiene nada que ver su génesis, sólo co n stituye aq u í un problem a secundario, sin repercusión
con un vu lgar cam uflaje, con una m anipulación consciente de los datos de sobre la lectura del m ito. E sta lectura u tiliz a la traged ia como m edio de
la crisis sacrificial. D ado que la violencia es unánim e, restablece el orden y aproxim ación pero se b asa to talm en te en sus propios resultados, en su
la paz. Las significaciones falaces que in staura adquieren a p artir de este ap titud p ara descom poner los tem as en la violencia recíproca y p ara recom ­
hecho una fuerza in queb ran tab le. Con la crisis sacrificial, la resolución un á­ ponerlos en función de la violencia u n ila teral y unánim e, esto es, del m eca­
nim e desaparece detrás de estas significaciones. C onstituye el resorte estruc­ nism o de la víctim a pro p iciatoria. E ste m ecanism o no es trib u tario de
ningún tem a especial, ya que los engendra a todos. No es po sible lleg ar a
tu ran te d el m ito, in visib le en tanto que la estructura perm anezca in tacta.
él a p artir de una lectura sim plem ente tem ática o estru ctu ral.
No h ab ría tem a s sin la v irtu d estructuran te del anatem a. El auténtico objeto
H asta ahora sólo hem os visto en Edipo la m ancha infam e, el receptácu­
del anatem a no es E dipo, que no es más que un tem a entre otros, sino
lo de la vergüenza u n iv ersal. E l Edipo an terio r a la violencia colectiva, el
que es la propia unanim idad que, p ara no dejar de ser eficaz, debe perm a­
héroe de E dipo r e y es esencialm ente eso. E xiste otro Edipo, el que surge
necer pro tegida de todo contacto, de toda m irada, de toda posible m ani­
del proceso violento considerado en su conjunto. Este Edipo defin itivo es el
pulación. Este am atem a sigue perpetuándose en nuestros días, bajo la form a
que se nos perm ite entrever en la segunda traged ia edipiana de Sófocles,
del olvido, de la in diferen cia que in sp ira la violencia co lectiva, de su p re­
Edipo en Colona.
sunta insignificancia en el m ism o lu g ar donde es percibida.
En las prim eras escenas seguim os tratando con un Edipo esencialm ente
T o davía hoy, la estructura del m ito no está q ueb ran tada; p ro yectarla por
m aléfico. Cuando descubren al p arricida en el territo rio de su ciudad, los
entero a lo im agin ario no significa queb ran tarla, antes bien al contrario;
h ab itantes de Colona retroceden aterrorizados. En el curso de la obra, sin
es menos analizable que nunca. N inguna lectura ha llegado nunca a lo
em bargo, se produce un cam bio notable. Edipo sigue siendo peligroso, terro ­
esencial; n i siquiera la de F reud , la más gen ial y la m ás engañosa, ha llegado rífico incluso, pero al m ism o tiem po pasa a ser m uy precioso. Su futuro
al auténtico « r e f o u l é » d el m ito que no es un deseo del p arricidio y del cadáver constituye una especie de talism án que Colona y Tebas se disputan
incesto sino la violencia que se disim ula detrás de estos tem as exagera­ con aspereza.
dam ente v isib les, descarta y d isim ulad a la am enaza de destrucción total ¿Q ué ha o currido? El p rim er Edipo va asociado a los aspectos m alé­
m ediante el m ecanism o de la víctim a p ropiciatoria. ficos de la crisis. No hay en él ninguna v irtu d p o sitiva. Si su expulsión
La presente hipótesis no exige en absoluto la presencia, en el texto es «b u e n a », es de m anera exclusivam ente n egativa, de la m ism a m anera que
m ítico, de un tem a de condena o de expulsión adecuado p ara evocar direc­ es bueno p ara un organism o enferm o la am putación de un m iem bro gangre-
tam ente la violencia fundadora. M uy al contrario. La ausencia de este nado. En E dipo en Colona, al contrario, la visión se ha am pliado. D espués
tem a en algunas versiones no com prom ete la hipótesis que aquí propone­ de haber llevado la discordia a la ciudad, la víctim a pro p iciatoria, con su
mos. Las huellas de la violencia pueden y deben borrarse. Eso no quiere alejam iento , ha restaurado el orden y la paz. M ientras que todas las violen ­
decir que desaparezcan sus efectos; son más vivos que nunca. P ara que el cias anteriores jam ás han conseguido otra cosa que redoblar la violencia, la
anatem a produzca todos sus efectos, es bueno que desaparezca y que pro­ violencia contra esa víctim a, de m anera m ilagro sa, ha hecho cesar toda vio­
voque incluso su olvido. lencia. El pensam iento religioso se ve obligatoriam ente im pulsado a in te­
No la ausencia del an atem a, sino m ás bien su presencia es lo que rrogarse sobre la causa de esta diferencia extrao rd in aria. E sta interrogación
pud iera representar un problem a en la traged ia, si previam ente no h ub ié­ no es desin teresada. A fecta de m uy cerca al b ien estar e incluso a la ex isten ­
ram os entendido que la inspiración trágica opera una deconstrucción parcial cia de la com unidad. Como el pensam iento sim bólico y , a decir verdad, el
del m ito. M ás que una supervivencia, un signo de arcaísm o, h ay que ver conjunto del pensam iento hum ano, nunca ha conseguido descubrir el m eca­
en la exhum ación trágica del anatem a religioso una «arq u eo lo g ía». Con­ nism o de la unanim idad v io len ta, se inclina necesariam ente hacia la víctim a
viene alinear el anatem a de Edipo entre los elem entos de la crítica sofo- y se p regu nta si ésta no es responsable de las m aravillosas consecuencias
cliana del m ito, más rad ical tal vez de cuanto nosotros la im aginam os. El que provoca su destrucción o su ex ilio . La atención no sólo se d irige hacia
poeta pone en boca del héroe unas palabras extrem adam ente reveladoras: los rasgos distintivo s de la violencia decisiva, al tipo de hom icidio, por
ejem plo, que ha desencadenado la un an im idad, sino tam bién a la propia
«¡C u a n to antes, por los dioses, fuera, a algún lugar / id ya a * Id em , p. 65. (N. d e l T.)

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persona de la victim a. A trib u ir la conclusión benéfica a esta víctim a parece De las dos tragedias edipianas de Sófocles se desprende un esquem a de
mucho más lógico en la m edida en que la violencia ejercida contra ella transgresión y de salvación con el que se sienten a sus anchas todos los espe­
ten ía por objetivo devolver el orden y la paz. cialistas: reaparece en in fin ito núm ero de relatos m itológicos y folklóricos,
En el momento suprem o de la crisis, cuando la violencia recíproca, de cuentos de hadas, de leyendas y hasta de obras literarias. Prom otor de
llegad a a su paroxism o, se transform a de repente en unanim idad pacifica­ violencia y de desorden m ientras habita en tre los hom bres, el héroe apa­
dora, las dos caras de la violencia parecen yuxtap uestas: los extrem os se rece como una especie de redentor tan pronto como es elim inado, y siem pre
tocan. E sta m etam orfosis tiene a la víctim a propiciatoria por p ivo te. A sí, a través de la violencia.
pues, esta víctim a parece congregar en su persona los aspectos más m alé­
Sucede tam bién que el héroe, incluso sin dejar de ser en muchos casos
ficos y más benéficos de la violencia. No carece de lógica ver en ella la
un transgresor, aparece esencialm ente como un destructor de m onstruos. Es
encarnación de un juego en el que los hom bres quieren y pueden verse
el caso del propio Edipo en el episodio de la esfinge. El m onstruo desem ­
com pletam ente extraños, el juego de su propia violencia, juego cuya regla
peña en cierto modo el m ism o papel que la peste de T ebas; aterroriza a la
p rin cip al, efectivam ente, se les escapa.3
com unidad; le exige un tributo periódico de víctim as.
No b asta con decir que la víctim a pro p iciatoria «sim b o liza» el paso
de la violencia reciproca y destructora a la unanim idad fun dado ra; es la Debemos preguntarnos inm ediatam ente si la explicación propuesta para
el episodio p rin cip al del m ito de Edipo no es igualm ente aplicable a todos
que garantiza e l paso y coincide con él. El pensam iento religioso se ve nece­
estos texto s; en otras p alab ras, si no se trata, en cada ocasión, de las huellas
sariam ente im pulsado a ver en la víctim a pro p iciatoria — esto es, sim ple­
m ente, en la últim a v íctim a, la que sufre la violencia sin provocar nuevas diferenciadas de una m ism a y única operación, la de la víctim a propiciato­
rep resalias— una criatu ra sobrenatural que siem bra la violencia p ara reco­ ria. En todos estos m itos, en efecto, el héroe atrae hacia su persona una
ger a continuación la paz, un tem ible y m isterioso salvador que hace enfer­ violencia que afecta al conjunto de la com unidad, una violencia m aléfica y
m ar a los hom bres para curarlos después. contagiosa que su m uerte o su triunfo convierten en orden y en seguridad.
P ara el pensam iento m oderno, el héroe no puede llegar a ser benéfico H ay otros tem as que tam bién podrían contribuir a disim ular la crisis
sin d ejar de ser m aléfico y viceversa. No ocurre lo mismo con e l em pirism o sacrificial, y su resolución v io len ta: el tem a de la salvación co lectiva, por
religioso que se lim ita a reg istrar de la m anera más exacta posible todo lo ejem plo, obtenido del dios o del dem onio al precio de una víctim a única,
que ha ocurrido, pero sin in vestigar su razón autén tica. Edipo comienza el tem a del inocente, o del culp ab le, arrojado como pasto a la ferocidad del
por ser m aléfico y se convierte después en benéfico. No se trata de «ex o ­ m onstruo o del diablo, entregado a su «v en gan za», o, al contrario, a su e x i­
n e ra rle », pues nunca se ha intentado condenarle en el sentido m oderno y gencia de « ju s tic ia ».
m oralizante del térm ino. No se trata, tam poco, de proceder a una de esas El m ecanism o de la víctim a propiciatoria explica los prin cip ales tem as
pomposas «reh ab ilitacio n e s», cuyo secreto poseen, en nuestra época, aque­ del m ito de Edipo; es tan eficaz en el plano de la génesis como en el de la
llas personas que pretenden haber abjurado de cualquier p erspectiva m ora­ estructura. Es lo que los an álisis anteriores nos han perm itido verificar.
lizan te. E l pensam iento religioso es dem asiado m odesto y está dem asiado Pero tam bién com probam os que este tipo de análisis podría extenderse fácil­
aterrorizado p ara juzgar las cosas desde tam añas alturas. Se sabe superado. m ente a una gran cantidad de m itos. Nos vemos obligados a preguntarnos
La m isteriosa unión de lo más m aléfico y de lo más benéfico es un hecho sí este m ism o mecanismo no revelará ser el resorte estructuran te de cual­
que resu lta im posible negar o d escuid ar, pues in teresa a la hum anidad en quier m ito logía. Y eso no es todo; otra cosa y todavía m ás esencial está en
grado sup erlativo , pero este hecho escapa totalm ente al juicio y a la com­ juego si el engendram iento m ismo de lo sagrado, la trascendencia que lo
prensión hum anas. El Edipo benéfico, posterior a la expulsión, predom ina caracteriza, procede de la unanim idad violenta, de la unidad social hecha
sobre el Edipo m aléfico anterior a ella, pero no lo anula. ¿Cóm o podría o rehecha en « la expu lsión » de la víctim a p ropiciatoria. De ser así, no son
an ularlo puesto que es la expulsión de un cu lp a b le lo que ha provocado únicam ente los m itos los que se cuestionan sino la to talidad de los rituales
la desaparición de la vio len cia? E l resultado confirm a la unánim e atribución y de lo religioso.
a Edipo de p arricidio y del incesto. Si Edipo es salvador, lo es en su cali­ P or ahora nos im itam os a sostener una sim ple hipótesis, algunos de
dad de hijo p arricid a e incestuoso. cuyos elem entos están apenas esbozados e incluso llegan a faltar por com ­
pleto. En los capítulos siguientes convendrá al m ismo tiem po precisar y
3. Veremos más adelante que este fenómeno de sacralización es facilitado por los
verificar la hipótesis, hacerla m an ifiesta, esto es, conferirle un poder expli­
elementos alucinados que aparecen en la experiencia religiosa primordial. Sin embargo,
estos elementos no resultan indispensables para la comprensión de los grandes princi­ cativo que, por ahora, no podemos más que in tu ir. Entonces sabrem os si
pios de cualquier sistema religioso. La lógica de estos sistemas nos resulta a partir de esta hipótesis es capaz de desem peñar el form idable papel que estam os esbo­
ahora accesible. zando p ara ella. H ay que com enzar por preguntarse acerca de la propia

94 95
n atu raleza d e esta hipótesis y acerca de la m anera como se p resen ta en el
IV
contexto del saber contem poráneo.
C onviene ad elan tar, sin em bargo, que existen gran can tidad de textos L A G EN ESIS DE LO S M IT O S Y DE LO S R IT U A LE S
que com ienzan a aclararse a la luz de la presente lectu ra. Si H eráclito es el
filósofo de la traged ia, no puede dejar de ser, a su m anera, el filósofo del
m ito ; tam bién é l debe avanzar hacia el resorte estructuran te que intentam os
desprender. Es posible que acabem os por arriesgar dem asiado, pero ¿cómo
no reconocer que unos fragm entos h asta e l m om ento opacos e indescifrables
proponen de repente una significación m an ifiesta? ¿N o es la m ism a génesis
del m ito, el engendram iento de los dioses y de la diferen cia bajo la acción
de la vio len cia, todo e l cap ítulo que concluim os, en sum a, lo que se encuen­
tra resum ido en el fragm ento 6 0 ?
« E l com bate es padre y rey de todo. Produce a unos como dioses, y a
otros como hom bres. H ace esclavos a unos y lib res a los o tro s.»

En la reflexión sobre la religio sidad p rim itiv a aparecen, desde hace m u­


cho tiem po, dos tesis. La más antigua refiere el ritu al al m ito ; busca en
el m ito tanto el acontecim iento real como la creencia que da nacim iento a
las prácticas ritu ales. La segunda se m ueve en sentido inverso: refiere al r i­
tu al no sólo los m itos y los dioses sino — en G recia— la tragedia y las
dem ás form as culturales. H u b ert y M auss pertenecen a esta segunda escue­
la. H acen del sacrificio el origen de la d ivin idad:

«L a repetición de estas cerem onias, en las cuales, a consecuen­


cia de un hábito o por cualquier otra razón, una m ism a víctim a
reaparece a intervalos regulares, ha creado una especie de perso­
nalidad continua. M anteniendo el sacrificio sus efectos secunda­
rios, la creación de la div in id ad es la obra de los sacrificios ante­
rio res.» 1

En este caso, el sacrificio aparece como e l origen de todo lo religioso.


Esto equivale a decir que no h ay que p reguntar nada a H u b ert y a M auss
respecto al origen del propio sacrificio. A p artir d el m om ento en que se
sirve de un fenóm eno p ara explicar otros, nos creem os generalm ente dis­
pensados de explicarlo a su vez. Su transparencia se convierte en una
especie de dogm a inform ulado. Lo que ilu m in a, no necesita ser ilum inado.
H u b ert y M auss no solam ente no dicen nada acerca del origen de los
sacrificios sino que tam poco tienen casi nada que decir acerca de su «n a ­
tu raleza» o de su «fu n ció n », aunque am bas palabras aparezcan en el títu lo
de su obra. H em os visto anteriorm ente que no es posible tom ar en serio
la idea de que los sacrificios tengan como objetivo p rin cip al en trar en rela­
ción con «lo s d io ses». Si los dioses sólo son engendrados al cabo de una

1. Marcel Mauss, op. cit., p. 288.

96 97
larga repetición de los sacrificios, ¿cómo explicar la misma repetición? ¿En Apoyándose en los fracasos pasados, esta presunción pesimista se pre­
qué pensaban los sacrificadores cuando todavía no tenían dioses con los senta a sí misma como el no va más allá de lo científico, cuando en reali­
que «comunicar»? ¿Para quién y por qué repetían sus sacrificios delante dad es filosófica. Los fracasos anteriores no demuestran nada al margen
de un cielo totalmente vacío? Por muy devoradora que sea, tampoco debe de sí mismos. No se debe construir una visión del mundo sobre un estan­
confundirnos la pasión que empuja al antiteísmo moderno a inculpar de camiento tal vez temporal de la investigación. Hacer antimetafísica equi­
toda la cultura humana a «los dioses»; el sacrificio es una cosa humana vale a seguir haciendo metafísica. En cualquier instante podría surgir una
y lo debemos interpretar en términos humanos. nueva hipótesis que respondiera finalmente de manera satisfactoria, esto
La insuficiencia de Hubert y Mauss en el plano de la génesis y de la es, científica, a la cuestión del origen, de la naturaleza y de la función no
función hace todavía más notable su descripción sistemática de la operación sólo del sacrificio sino de lo religioso en general.
sacrificial. No es posible atribuir este carácter sistemático a una idea a No basta con afirmar determinados problemas como nulos e inexisten­
priori que colorearía los análisis, ya que el sistema del sacrificio sigue tes, al final de una bendición puramente «simbólica», para instalarse, sin
esperando su interpretación. La semejanza de los ritos en las diferentes esfuerzo alguno, en la ciencia. La ciencia no es una posición de repliegue
culturas que practican el sacrificio tiene algo de asombroso. Las variaciones en relación a las ambiciones de la filosofía, una sabia resignación. Es otra
entre cultura y cultura jamás son suficientes para comprometer la especi­ manera de satisfacer estas ambiciones. En el origen de los mayores des­
ficidad del fenómeno. Así pues, Hubert y Mauss pueden describir el sacri­ cubrimientos, existe una curiosidad despreciada por muchos en nuestros días
ficio al margen de cualquier cultura concreta, como si se tratara de una como «pueril», una confianza en el lenguaje, incluso el más cotidiano, con­
especie de técnica. Y se trata exactamente de eso. Pero, de creer a nues­ denada ahora como «ingenua». Cuando un m i adm iran renovado de los
tros dos autores, esta técnica no tiene ningún objeto real, ninguna fun­ dandíes burgueses caricaturizados por Stendhal aparece como el colmo del
ción de ningún tipo en el plano de la realidad social. ¿De dónde puede conocimiento, conviene preocuparse. El fracaso relativo de los Frazer, de
venir la tan notable unidad de una institución en último término fanta­ los Freud, de los Robertson Smith, no debe convencernos de que su fo r­
siosa e imaginaria? Excluyamos el recurso a las tesis «difusionistas». Ya midable apetito de comprensión pertenece al pasado. Afirm ar que carece
estaban desacreditadas en tiempos de Hubert y Mauss, y no sin motivo: de todo sentido interrogarse acerca de la función y la génesis reales del
son insostenibles. ritual, es afirmar que el lenguaje religioso está destinado a permanecer
Cuanto más se piensa en esta extraña unidad estructural, más tenta­ letra muerta, que nunca dejará de ser un abracadabra, probablemente muy
dos nos sentimos de calificarla ya no de sorprendente, sino de absoluta­ sistemático, pero totalmente desprovisto de significación.
mente milagrosa. Sin dejar de admirar las descripciones de Hubert y Mauss, De vez en cuando se alza una voz para recordar la extrañeza de una
comenzamos a lamentar la curiosidad de sus predecesores. No cabe duda institución como la del sacrificio, la necesidad irresistible que experimenta
de que era necesario poner muchos problemas entre paréntesis para siste­ nuestro espíritu de darle un origen real, la de Adolphe Jensen, por ejem­
matizar algunas formas de análisis. Eso es precisamente lo que hacen estos plo, que reanuda en M yth es e t c o n turnes d e s p e u p le s prim itifs,2 con los
dos autores. Una reducción provisional del campo de la investigación ha grandes interrogantes del pasado pero que, por este mismo hecho, apenas
permitido distinguir unas cuestiones y unos terrenos que constituían hasta despierta ecos:
entonces el objeto de lamentables confusiones.
Tanto en la investigación científica como en el arte militar, es conve­ «Habrán sido precisas unas experiencias extremadamente in­
niente presentar las retiradas estratégicas bajo un aspecto positivo, a fin quietantes para llevar a los hombres a introducir en su vida unos
de galvanizar las tropas. No conviene confundirlas, sin embargo, con una actos tan crueles. ¿Cuáles fueron sus razones?
victoria total. En nuestros días, la tendencia ya prefigurada por Hubert »¿Q ué ha podido afectar a los hombres hasta el punto de
y Mauss triunfa por completo en todas las ciencias sociales. Ya no se trata matar a sus semejantes, no con el gesto inmoral e irreflexivo del
de referir el ritual al mito, ni siquiera el mito al ritual. Es un hecho que bárbaro semianimal que sigue sus instintos sin conocer otra cosa,
se trataba de un círculo en el que permanecía apresado el pensamiento y sino bajo un impulso de vida consciente, creadora de formas
al que siempre se creía escapar favoreciendo un punto cualquiera del re­ culturales, intentando explicarse la naturaleza última del mundo
corrido. Se ha renunciado a esta ilusión, y eso es bueno. Se comprueba, y y transmitir su conocimiento a las generaciones futuras creando
sigue siendo bueno, que, de existir una solución, estaría situada en el cen­ unas representaciones dramáticas?... El pensamiento mítico re­
tro del círculo y no en su contorno. Se termina por decir, y esto sí que torna siempre a lo que ocurrió la prim era vez, al acto creador,
ya no es bueno en absoluto, que el centro es inaccesible o incluso que no
hay centro, que el centro no existe. 2. París, 1954, pp. 206-207.

98 99
estim ando con razón que es e l que aporta sobre un hecho dado * * *
el testim onio más v iv o ... Si e l hom icidio desem peña un papel
tan decisivo (en el ritu a l), es preciso que tenga un lu gar espe­
cialm ente im portante (en el m om ento fu n d ad o r).» H em os comenzado por descubrir la función catártica del sacrificio.
H em os definido a continuación la crisis sacrificial como p érdida tanto de
Sin renunciar a las recientes contribuciones en el orden de la descrip­ esta función catártica como de todas las diferencias culturales. Si la vio­
ción, ya es hora, tal vez, de preguntarnos de nuevo si la p rim era vez no lencia unánim e contra la víctim a pro p iciatoria pone realm ente térm ino a
ocurrió realm ente algo decisivo. H ay que volver a p lan tear las cuestiones esta crisis, está claro que debe situarse en el origen de un nuevo sistem a
tradicionales en un m arco renovado por el rigo r m etodológico de nuestra sacrificial. Si la víctim a propiciatoria es la única que puede in terrum pir
época. el proceso de desestructuración, tam bién está en el origen de toda estruc­
U na vez adm itido el principio de dicha in vestigació n, debem os in terro ­ turación. V erem os más adelante si es posible com probar esta afirm ación
garnos acerca de las condiciones a priori que debe cum plir cu alq uier hipó­ al n ivel de las form as y de las reglas esenciales del orden cu ltu ral, de las
tesis a fin de m erecer un exam en. Si existe un origen real, si los m itos, a fiestas, por ejem plo, de las prohibiciones del incesto, de los rito s de in icia­
su m anera, no cesan de rem em orarla, si los ritu ales, a su m anera, no cesan ción, etc. A p artir de ahora ya poseem os serias razones para pensar que
de conm em orarla, debe tratarse de un acontecim iento que h a ocasionado la violencia contra la víctim a propiciatoria p udiera ser radicalm en te fun­
sobre los hom bres una im presión no im borrable, ya que acaban por o lvi­ dadora en el sentido de que, al poner fin al círculo vicioso de la violen-'
darla, pero en cualq u ier caso m uy fuerte. E sta im presión se perpetúa a cia, inicia al m ism o tiem po otro círculo vicioso, el del rito sacrificial, que
través de lo religioso y ta l vez de todas las form as culturales. A sí pues, m uy bien p udiera ser el de la to talid ad de la cultura.
no es necesario, para ex p licarlo , p o stular una determ inada form a de in­ Si esto es cierto , la violencia fundadora constituye realm ente el origen
consciente, sea in d iv id u al o colectivo. de cuanto poseen de más precioso los hom bres, y ponen m ayor empeño
E l extrao rd in ario núm ero de conm em oraciones rituales que consisten en conservar. Esto es precisam ente lo que afirm an, pero bajo una form a
en un a ejecución hace pensar que el acontecim iento o rigin al es norm al­ velada y tran sfigurad a, todos los m ito s d e o rig en que se refieren al hom i­
m ente un hom icidio. El F reud d e T ó tem y tabú ha percibido claram ente cidio de una criatu ra m ítica por otras criaturas m íticas. E ste aconteci­
esta exigencia. La notable unidad de los sacrificios sugiere que se trata m iento es sentido como fundador del orden cu ltu ral. De la d ivin idad
del m ism o tipo de hom icidio en todas las sociedades. Eso no significa que m uerta proceden no sólo los ritos sino las reglas m atrim o n iales, las prohi­
este hom icidio haya tenido lu g ar de una vez por todas o que está cir­ biciones, todas las form as cu lturales que confieren a los hom bres su h u­
cunscrito en una especie de p reh isto ria. Excepcional en la p erspectiva de m anidad.
toda sociedad especial de la que señala el comienzo o el recom ienzo, este En algunos casos, las criaturas m íticas pretenden conceder, y en otros, al
acontecim iento debe ser com pletam ente ban al dentro de una perspectiva contrario, negar a los hom bres todo lo que necesitan para v iv ir en socie­
com parativa. dad. Los hom bres siem pre acaban por conseguir lo que necesitan, o por
Creem os ten er en la crisis sacrificial y el m ecanism o de la víctim a pro­ apoderarse de ello , pero no antes de que una de las criaturas m íticas no
p iciato ria el tipo de acontecim iento que satisface todas las condiciones que se h aya distanciado de las dem ás y no le h aya acontecido una aventura
cabe exigirle. más o menos ex trao rd in aria, a m enudo fatal, a veces aparentem ente r i­
Es posible afirm ar que si dicho acontecim iento hubiera existido , la dicula, y en la que puede verse una alusión más o menos oscura a la reso­
ciencia y a lo hab ría descubierto. H ab lar así equivale a ignorar com pleta­ lución violenta. Sucede que el personaje se aparta del grupo y se escapa
m ente una carencia realm ente extrao rd in aria de esta ciencia. La presencia con la baza del deb ate; entonces es atrapado y condenado a m uerte. A ve­
de lo religioso en el origen de todas las sociedades hum anas es indudable ces sólo es herido y golpeado. O tam bién es él m ismo quien pide que se
y fundam ental. De todas las instituciones sociales, la religiosa es la única le golpee y , a cada h erid a, se producen unos beneficios extrao rdin ario s,
a la que la ciencia nunca ha conseguido a trib u irle un objeto real, una unas consecuencias m aravillosas que se refieren en su to talid ad a una fe­
función autén tica. A firm am os, p ues, que lo religioso tiene por objeto el cundidad y a una prosperidad asim ilables al funcionam iento arm onioso del
m ecanism o de la víctim a p ro p iciato ria; su función consiste en p erpetuar orden cu ltu ral.
o renovar los efectos de este m ecanism o, esto es, m antener la violencia El relato m ítico se presenta a veces en el marco de una especie de
fuera de la com unidad. concurso o de com petición casi deportiva o belicosa que evoca, claro está,
las rivalidades de la crisis sacrificial. D etrás del conjunto de estos tem as
siem pre es posible leer las huellas del devenir unánim e de una violencia

100 101
in icialm ente recíproca. No hay que asom brarse si todas las actividades hu­ del m ecanism o de la víctim a p ro p iciatoria, perm ite entender el objetivo
m anas e incluso la vid a de la n atu raleza están subordinadas a esta m eta­ que buscan los sacrificadores. Q uieren reproducir con la m ayor fidelidad
m orfosis de la violencia en el seno de la com unidad. Cuando las relacio ­ posible el m odelo de una crisis anterior que se ha resuelto gracias al
nes se en turb ian , cuando los hom bres dejan de entenderse y de cooperar, m ecanism o de la víctim a pro p iciatoria. Todos los p eligros, reales e im agi­
no hay activid ad que no resulte perjud icad a. H asta los resultados de la n arios, que am enazan la com unidad son asim ilados al peligro más terrib le
•cosecha, de la caza o de la pesca, hasta la calidad y la abundancia de que pueda confrontar una sociedad: la crisis sacrificial. El rito es la repe­
.las cosechas, se resienten a ello. A sí p ues, los beneficios atribuidos a la tición de un prim er lincham iento espontáneo que ha devuelto el orden
violencia fundadora superarán de m anera prodigiosa el marco de las rela­ a la com unidad porque ha rehecho en contra de la víctim a p ro p iciatoria, y
ciones hum anas. El hom icidio colectivo aparece como la fuente de toda alrededor de ella, la unidad p erdida en la violencia recíproca. A l ig u al que
fecundidad; se le atrib uye el p rincipio de la procreación; las plantas útiles Edipo, la víctim a aparece como una mancha que contam ina todas las cosas
al hom bre, todos los productos com estibles surgen del cuerpo de la v ícti­ de su entorno y cuya m uerte purga efectivam ente a la com unidad puesto
ma p rim o rd ial. que le devuelve la tran q uilid ad . Este era el m otivo de que se paseara al
p h a rm a k o s un poco por todas p artes, a fin de que drenara todas las im ­
purezas y las congregara sobre su cabeza; después de lo cual se expulsaba
*
o se m ataba al p h a rm a k o s en una cerem onia en la que p articip ab a todo
el populacho.
Si n uestra tesis es exacta, es fácil explicar que el pha rm ak os, al ig u al
H asta H ub ert y M auss citan a cada in stan te unos hechos que debieran que el propio Edipo, tu viera una doble connotación; por una p arte, se le
devolver nuestra ciencia «rev o lu cio n aria» a la realid ad de lo social. Al ve un personaje lam en table, despreciable y hasta culp ab le; aparece conde­
lado de m itos, en efecto, en los que el lincham iento fundador es p ráctica­ nado a todo tipo de chanzas, de insultos y , claro está, de violencias; se
m ente in d escifrab le, hay otros en los que su presencia está casi explícitam en ­ le rodea, por otra p arte, de una veneración casi religio sa; desem peña el
te reconocida. Estos m itos apenas transfigurado s no siem pre pertenecen a papel p rin cip al en una especie de culto. E sta d u alid ad refleja la m eta­
las culturas que nuestra condición de hum anistas occidentales p udiera in ci­ m orfosis de la que la víctim a ritu a l, a continuación de la víctim a o rigin aria,
tarnos a considerar los más «gro sero s». N uestros dos autores citan un debiera ser el in strum en to ; debe atraer sobre su cabeza toda la violencia
ejem plo griego que no deja nada que desear: m aléfica p ara transfo rm arla, m edíante su m uerte, en violencia benéfica,
en paz y en fecundidad.
«E n T rezene, en el períbolo del tem plo de H ip ó lito , se conm e­ Tam poco hay que asom brarse de que la palabra pha rm ak os, en griego
m oraba con una fiesta anual las lith o b o lia , la m uerte de las diosas clásico, sign ifique a un tiem po el veneno y su antídoto, el m al y el rem e­
extran jeras D am ia y A uxesia, vírgenes extran jeras llegadas de dio, y , fin alm en te, toda sustancia capaz de ejercer una acción m uy favo­
C reta, que habían sido, según la trad ició n , lapidadas en una sedi­ rab le o m uy desfavorable, según los casos, las circunstancias, las dosis
ción. Las diosas extran jeras son el extraño, el transeúnte que u tilizad as; el ph a rm a k o s es la droga m ágica o fa r m a c é u t ic a am bigua, cuya
desem peña con frecuencia un papel en las fiestas de la siega; la m anipulación deben d ejar los hom bres norm ales a los que gozan de cono­
lapidación es un rito de sacrificio .» 3 cim ientos excepcionales y no m uy n atu rales, sacerdotes, m agos, cham anes,
m édicos, etc.4
En la proxim idad del m ito de Edipo aparecen unos ritos como el del Esta aproxim ación entre Edipo y el p h a rm a k o s no significa en abso­
p h a rm a k o s y del katharm a cuya intención autén tica se ilum ina a la luz de luto que adoptem os las opiniones de los erudito s, especialm ente ingleses,
la lectura ofrecida anteriorm ente. P rev iso ra, la ciudad de A tenas m ante­ los C a m b r id g e ritu a lists , que han ofrecido un a definición ríg id a de la tra­
nía a sus expensas un cierto núm ero de desdichados p ara los sacrificios gedia. Es más que evidente que el m ito edípico es inseparable de ritos
de ese tipo. En caso necesario, esto es, cuando una calam idad se ab atía análogos a los del p h a rm a k os, pero hay que procurar no confundir el
o am enazaba con abatirse sobre la ciudad, ep idem ia, carestía, invasión ex­ m ito y el ritu a l, por una p arte, con la tragedia por o tra, cuya inspiración,
tran jera, disensiones in tern as, siem pre hab ía un ph a rm a k o s a disposición como hem os visto , es básicam ente an tim ítica y an tirritu al. Los C a m b r id g e
de la colectividad. ritu alists y sus discípulos susten tan , por otra p arte, su in terpretación del
L a explicación com pleta del m ito de E dipo, esto es, el descubrim iento p h a rm a k o s en la idea de que los cam bios estacionales, la «m u e rte » y la

3. Op. cit., p. 290. 4. Ci. pp. 511-514.

102 103
«resu rrecció n » de la n atu raleza, constituyen e l m odelo original del rito , su
* * *
ám bito sign ificativo esencial. A decir verd ad , no h ay nada en la n atu ra­
leza que p ueda d ictar o siquiera sugerir un tipo d e inm olación ritu al tan
atroz como el del pharmakos. La crisis sacrificial y su resolución consti­
tuyen a nuestros ojos el único m odelo posible. La n atu raleza aparece a N uestra hipótesis se precisa y se am plía. P erm ite descubrir, detrás de
continuación. E l pensam iento ritu a l cree reconocer en los ritm os de la actos religiosos tales como la ejecución del pharmakos, cuya opacidad ja ­
n aturaleza una altern an cia análoga a la del orden y del desorden en la más ha sido p en etrada, un proyecto perfectam ente in telig ib le. Pronto v e­
com unidad. El juego de la vio len cia, unas veces recíproco y m aléfico, otras rem os que esta m ism a hipótesis no sólo explica los rito s en su conjunto
unánim e y benéfico, se convierte en el juego de la to talid ad del universo. sino tam bién en sus más pequeños d etalles. Sólo hem os m encionado hasta
V er en la traged ia la continuación y la adaptación de los ritos estacio­ ahora unos sacrificios en los que las víctim as son seres hum anos. El víncu­
nales, una especie de consagración de la p rim avera, significa evidentem ente lo en tre el rito y el m ecanism o de la un an im idad violenta es aquí m uy
am p utarla de todo lo que hace de ella la tragedia. Eso sigue siendo cierto visib le, pues la víctim a o rig in al tam bién es un ser hum ano. La relación
aunque el fracaso de la «decon strucció n» trágica acabe por conferir, en de iniciación entre el rito y el acontecim iento p rim o rdial es fácil de com­
ú ltim o térm ino, un valo r casi ritu a l a la traged ia en la cultura occidental. prender.
Se trata entonces de un proceso m uy m ediatizado del cual volverem os a A hora h ay que p regu ntarse si los sacrificios anim ales deben ser defi­
hab lar más adelante y que tien e escasas relaciones con las concepciones de nidos, a su vez, como m im esis de un hom icidio colectivo fundador. N ues­
los C am b ridge ritualists 5 tro p rim er cap ítu lo nos ha m ostrado que no hay diferencia esencial entre
el sacrificio hum ano y el sacrificio anim al. A priori, pues, la respuesta de­
b iera ser afirm ativa. El fam oso «chivo ex p iato rio » judaico y todos los
rito s an im ales del m ismo tipo nos llevan inm ediatam ente a pensar que así
ocurre. Pero no es m alo detenerse algo más detenidam ente en un sacri­
5. También en Francia numerosos investigadores han identificado en el Edipo del ficio anim al que podem os calificar de «clásico » a fin de m ostrar, si es
mito, y en el de Sófocles, un -pharmakos y un «chivo expiatorio». Según Marie Del- posible, que tam bién él tiene por m odelo la m uerte de una víctim a pro­
court, la costumbre del chivo expiatorio permite explicar el destino de Edipo niño,
p iciato ria. Si este sacrificio intenta realm ente reproducir el m ecanism o de
el abandono de que es objeto por parte de sus padres: «Edipo es abandonado en
calidad de chivo expiatorio por un padre que se llama Layos, es decir Publius, el (re­ la unanim idad vio len ta, si la víctim a propiciatora es realm ente la clave de
presentante) del p u eb lo .» El abandono de los niños lisiados o deformes está extremada­ todos los rito s, podrem os echar más luz sobre todos los aspectos de este
mente extendido y conviene asociarlo sin lugar a dudas con la víctima propiciatoria, es sacrificio. Será, claro está, la presencia o la ausencia de esta luz lo que
decir, con el fundamento unánim e de todos los sacrificios. La señora Marie Delcourt decida acerca de la suerte de la hipótesis.
descubre en este caso una señal de esta unanimidad popular (L é ge n d es et cu ltos d e s
b é r o s en G rece, París, 1942, p. 102). Ver asimismo O e d ip e et la l é g e n d e du co n q u e -
H ay que dirigirse hacia una de las pocas sociedades en las que el sa­
rant (1944). Más recientemente, Jean-Pierre Vernant ha recogido estas ideas y ha crificio ha seguido vivo hasta nuestros días y ha sido descrito por un
mostrado su fecundidad al nivel de un análisis temático de Edipo rey : «Rey divino- etnólogo com petente. En D ivinity and E xperience, G odfrey L ien h ardt re­
pharm akos: éstas son, pues, las dos caras de Edipo, que le confieren su aspecto de fiere d etalladam en te varias cerem onias sacrificiales observadas en los din-
enigma reuniendo en él, como en una fórmula de doble sentido, dos figuras inversas
ka. Condensamos aq u í el conjunto de sus relatos insistiendo sobre los
entre sí. A esta inversión en la naturaleza de Edipo, Sófocles presta un alcance gene­
ral: el héroe es el modelo de la condición humana.;. (A m biguité et r e n v e r s e m e n t : puntos que nos parecen esenciales.
sur la s tr u ct u r e é n ig m a tiq u e d ’O e d ip e roí, p. 1271.) Nada más real que esta relación Unos encantam ientos cantados a coro atraen poco a poco la atención
entre la obra y los grandes temas míticos y rituales, pero para entenderla realmente de una m u ltitu d a l p rincipio distraíd a y dispersa. Los asistentes se en tre­
hay que superar cualquier análisis simplemente temático, renunciar al prejuicio que gan a unos sim ulacros de com bate. Sucede tam bién que unos individuos
convierte al «chivo expiatorio» en una superstición gratuita, un no-mecanismo des­
provisto de cualquier valor operatorio. Hay que reconocer detrás de este primer
aislados golpeen a los dem ás pero sin h o stilidad real. En el transcurso de
tema una metamorfosis real de la violencia, ordenadora en tanto que unánime, resorte las fases p rep arato rias, por tanto, ya está presente la violencia, bajo una
único que estructura, disimulándose detrás de ellos, todos los valores culturales y, en form a ritu al, ciertam ente, pero todavía recíproca; la im itación ritu al se
primer lugar, los más próximos todavía a la verdad, todas las fórm u las d e d o b le s en ­ refiere en prim er lugar a la propia crisis sacrificial, a los caóticos antece­
tid o d e lo s m itos y d e los rituales. Sófocles no «presta»:- nada al tema del chivo expia­ dentes de la resolución unánim e. De vez en cuando alguien se desprende
torio; su «alcance general» no está sobreañadido. No es arbitrariamente que el dra­
maturgo hace de Edipo el «modelo de la condición humana». No se puede decons- del grupo para ir a in su ltar o golpear al anim al, una vaca o un ternero,
truir el mito, ni siquiera parcialmente, sin llegar al auténtico fundamento de toda atado a una estaca. El ritm o no tiene nada de estático ni de in m ó vil; de­
condición humana. fine un dinam ism o colectivo que triun fa gradualm en te sobre las fuerzas de

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dispersión y de disgregación haciendo converger la violencia sobre la v icti­ nales, pese a su contradicción, ya que basta con adoptar la p rim era para
ma ritu al. L a m etam orfosis de la violencia recíproca en violencia u n ilateral d isfru tar acto seguido de la segunda.
está explícitam en te rep resen tada y revivid a en el rito . Estoy seguro de que El propio L ien h ardt define a la víctim a como sca p egoa t, un chivo ex­
se v erificaría lo m ismo en un núm ero in fin ito de rito s, si los observadores piatorio que se convierte en el «v eh ícu lo de las pasiones h um an as». Nos
estuvieran siem pre atentos a los indicios, en ocasiones poco visib les, que encontram os, efectivam ente, con un auténtico pharmakos anim al, con una
denotan la m etam orfosis de la violencia recíproca en violencia unánim e. ternera o con un buey propiciatorios que no asum en unos «p ecados» de
En las b u phon ia griegas, ejem plo célebre, los p articip an tes se pelean entre in cierta definición, sino los sentim ientos de h o stilid ad m uy reales, aunque
sí antes de atacar, todos jun to s, a la víctim a. Todas las b atallas sim ultáneas con gran frecuencia perm anezcan disim ulados, que los m iem bros de la co­
que se sitúan generalm ente al comienzo de las cerem onias sacrificiales, m unidad sienten en tr e si. Lejos de ser incom patible con la función reve­
todas las danzas rituales cuya sim etría form al, un perpetuo mano a m ano, lada en nuestro prim er cap ítulo , la definición que hace del sacrificio una
tiene en prim er lugar un carácter conflictivo, pueden ser in terpretadas repetición y una im itación de la violencia colectiva espontánea concuerda
como im itación de la crisis sacrificial. perfectam ente con cuanto hemos visto anteriorm ente. En efecto, en esta
Parece que, en el sacrificio d in ka, el paroxism o no se produce con la violencia espontánea existe un elem ento de satisfacción que, como sabe­
m uerte m ism a sino con las im precaciones ritu ales que la preceden y que mos, se encuentra tam bién en el sacrificio ritu al, aunque bajo una form a
se suponen capaces de d estruir a la víctim a. A l igual que en la tragedia, desvaída. En el prim er caso es la violencia desencadenada, que es a la vez
pues, la víctim a es in m olada esencialm ente a fuerza de palab ras. Y parece dom inada y parcialm ente satisfecha, en el segundo son unas tendencias
que estas palab ras, aunque no siem pre m antenidas por el ritu al, son fun­ agresivas más o menos « late n te s».
dam entalm ente las m ism as que la acusación lanzada por T iresias contra La com unidad es a un tiem po atraída y rechazada por su propio o ri­
Edipo. La ejecución consiste a veces en una auténtica em b estid o colectiva gen; experim enta la necesidad constante de rev iv irla bajo una form a ve­
contra el anim al. En este últim o caso, son especialm ente buscadas las p ar­ lada y tran sfigu rad a; el rito apacigua y confunde las fuerzas m aléficas
tes genitales. O curre lo m ism o en el caso del pharm akos, que es azotado porque no cesa de ro zarlas; su auténtica n atu raleza y su realid ad se le
con plantas herbáceas en los órganos sexuales. Todo lleva a creer que la escapan y deben escapársele puesto que estas fuerzas m aléficas proceden
víctim a anim al representa una víctim a o rigin al acusada, como Edipo, de de la propia com unidad. El pensam iento ritu al sólo puede triun far en la
parricidio o de incesto o de cualquier otra transgresión sexual que sign i­ tarea a un tiem po precisa y vaga que se atrib uye si deja que la violencia
fica la desaparición violenta de las diferencias, la responsabilidad principal se desencadene un poco, c o m o la prim era vez, pero no dem asiado, es
en la destrucción del orden cu ltu ral. La inm olación es un castigo cuyas decir, repitiendo lo que ella consigue recordar de la expulsión colectiva
m odalidades determ ina la n aturaleza del crim en pero cuya repetición pro­ en un marco y sobre unos objetos rigurosam ente fijados y determ inados.
cede d e un pensam iento ritu a l que saca de ella unos beneficios sin m edida Como vem os, allí donde perm anece en vid a, el sacrificio posee real­
posible con una sim ple disposición p un itiva. Estos beneficios son reales; m ente, en el plano catártico, la eficacia que le hemos reconocido en nues­
el pensam iento ritu al es incapaz de com prender p o r q u é se han obtenido; tro prim er capítulo. Y esta acción catártica se inscribe en una estructura
todas las explicaciones que propone son m íticas; este m ismo pensam iento que recuerda excesivam ente la violencia unificadora como para que se
ritu al acaba por ver, en cam bio, c ó m o estos m ism os beneficios se obtienen pueda ver en ella otra cosa que una im itación escrupulosa, cuando no
y se esfuerza incansablem ente en rep etir la fructuosa operación. exacta, de ésta.
Las señales de h o stilid ad y de desprecio, las crueldades de que es objeto
el anim al antes de su inm olación, son su stitu id as, inm ediatam ente después,
por los testim onios de un respeto típicam ente religioso. Este respeto coin­ * * *

cide con el alivio probablem ente catártico que resulta del sacrificio. Si la
víctim a se lleva consigo a la m uerte la violencia recíproca, ha desem pe­
ñado el papel que se esperaba de e lla ; pasa ahora por encarnar la V io ­ La tesis que convierte al ritu a l en una im itación y una repetición de
lencia tanto bajo su form a benévola como m alévola, esto es, la O m ni­ una violencia espontáneam ente unánim e puede pasar por fantasiosa e in ­
potencia que dom ina a los hom bres desde m uy arrib a; es razonable, des­ cluso fan tástica m ientras nos lim item os a la consideración de unos cuantos
pués de haberla m altratad o , que se le rindan honores extrao rdin ario s. De ritos. Cuando se am plía la m irada, se com prueba que se encuentran hue­
la m ism a m anera, tam bién es razonable expulsar a Edipo cuando parece llas de ella en todas partes y que, a decir verdad, basta con desprenderla
aportar la m aldición, y razonable honrarle a continuación cuando su m ar­ para ilu m inar, en las form as ritu ales y m íticas, algunas analogías que con
cha aporta la bendición. A m bas actitudes sucesivas son igu alm en te racio­ gran frecuencia pasan desapercibidas porque no se ve qué significación

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to rtura de los esclavos en el poste de ejecución no obedece a una in ter­
común pueden tener. H asta un exam en somero revela que, en toda vida
pretación psicológica. Todos los que asisten al sacrificio están obligados a
religio sa, en toda práctica ritu a l, en toda elaboración m ítica, el tem a de
golpear a la víctim a antes de que m uera. Se trata de rep etir la unanim i­
la unanimidad reaparece con una frecuencia extrao rd in aria en unas cu l­
dad. La cerem onia se d esarro lla en un orden ritualm en te fijado , relacio­
turas tan alejadas entre sí, bajo unas form as tan variadas y en unos textos
nado con las diferencias jerárq u icas en el seno del orden cu ltu ral. Los
de n aturalezas tan diferentes que es absolutam ente im posible suponer una
sacrificios de anim ales se desarrollan de la m ism a m anera.8
difusión por influencia.
Incluso en una sociedad que se desintegra en la violencia recíproca,
Acabam os de ver que la inm olación sacrificial en los dinka consiste
la de los kain gan g por ejem plo, la exigencia de unanim idad reaparecerá
frecuentem ente en una em bestida de todos los jóvenes que pisotean la
bajo una form a degenerada, al n ivel de esta violencia. «Los hom icidas
bestia y la sofocan bajo sus cuerpos. Cuango el anim al es dem asiado volu­
nunca querían actuar aisladam ente. P reten dían la colaboración de los m iem ­
m inoso y vigoroso para que sea posible m atarlo de este m odo, es objeto
bros del grupo. E xigir que la víctim a sea ap u n tillad a por otro es algo h a­
de una inm olación reg u lar, pero no antes, según parece, de que se haya
b itu al en los hom icidios k a in g a n g » .9 Es im posible negar la significación
producido un sim ulacro de em bestida en m asa; la exigencia de participación
psicológica de tales hechos. M u y al contrario, en ausencia de cualquier
colectiva debe ser satisfecha, por lo menos bajo una form a sim bólica. El
estructuración colectiva, no se puede escapar a la in terpretació n psicoló­
carácter colectivo de la ejecución aparece de nuevo en una asom brosa can­
gica, no se puede acceder a una form a ritu al. La violencia m aléfica se
tidad de sacrificios, especialm ente, como verem os más adelan te, en el
desencadena de m anera desm edida.
sp a ra gm os dionisíaco.6 Todos los asisten tes, sin excepción algun a, son o b li­
gados a p articip ar en la ejecución. O curre lo m ism o en el caso del famoso
sacrificio árabe d el cam ello, descrito por R obertson Sm ith en R eligión o f * * *
th e S em ites y en una cantidad tan considerable de cerem onias ritu ales que
no h ay por qué enum erarlas.
Es to d o s ju n to s que U lises y sus com pañeros hincan la estaca in fla­
Por poco que reflexionem os sobre ello , nos dam os cuenta de que la
m ada en el ojo del C íclope. Es to d o s juntos, en num erosos m itos fun­
fu n ció n del sacrificio propuesta en nuestro prim er capítulo no sólo per­
dadores, que los conspiradores divinos inm olan a un m iem bro de su pro­
m ite sino que exige el fundam ento de la víctim a p ro p iciatoria, esto es,
pio grupo. En la In d ia, los textos del Yadjur-Veda m encionan un sacri­
de la un an im idad violenta. En el sacrificio ritu a l, la víctim a realm ente
ficio realizado por los dioses. Se trata de ejecutar a otro dios, Som a. M itra
inm olada desvía la violencia de sus objetivos más «n a tu ra le s» que están
com ienza por negarse a u n irse a sus com pañeros, pero éstos vencen su re­
dentro de la com unidad. Pero ¿a quién su stitu ye, de m anera más especí­
sistencia. Sin la colaboración de todos, el sacrificio h ub iera perdido sus
fica, esta v íctim a? H asta ahora sólo conseguíam os entender esta su stitu ­
virtud es. El m ito ofrece en este caso, de m anera m uy ex p lícita, un m odelo
ción a p artir de m ecanism os psicológicos in d iv id uales, y está claro que
al que los sacrificios de los fieles deben conform arse. La exigencia de
esto no es suficiente. Si no h ay víctim a pro p iciatoria para in stitu ir el sa­
unanim idad es form al. B asta la m era abstención de un solo asisten te para
crificio al n ivel de la propia colectividad, y no de las relaciones entre
que el sacrificio sea peor que in ú til: peligroso.
p articulares, habrá que pensar que la víctim a sustituye únicam ente a de­
En el m ito que refiere el hom icidio de la heroína fundadora H ainm ve-
term inados in dividuo s, los que inspiran al sacrificador unos sentim ientos
le, de C eram , los sacrificadores m íticos, después de haber realizado su tarea,
de h o stilidad personal. Si el tra n sferí es puram ente in d iv id u al, como ocurre
entierran a su víctim a y , todos juntos, pisotean su tum ba, como para
en el psicoanálisis, es im posible que el sacrificio sea una institución real­
subrayar explícitam en te el carácter unánim e y colectivo de la em presa.
m ente social, que im plique a to d o s los m iem bros de la com unidad. Ahora
Los signos de unanim idad que aparecen aquí y allá en un m ito pueden
bien, sabemos que el sacrificio, m ientras siga existien do , es esencialm ente
reaparecer bajo la m ism a form a exactam ente en el ritu a l de otra com uni­
eso, una institució n co m un itaria. La evolución que perm ite « in d iv id u ali­
dad. E ntre los ngadju-dayak de Borneo, por ejem plo, hay unos sacrifi­
zarlo » es tard ía, contraria al espíritu de la institución.
cios de esclavos al térm ino de los cuales la víctim a es enterrada ritu al­
P ara entender por qué y cómo puede o currir así, basta con adm itir
m ente: todos los p articip an tes son obligados a p iso tear su tum ba.7 No sólo,
por otra p arte, en este sacrificio, sino que en todos los ritos sacrificiales
de los ngadju-dayak se requiere la participación unánim e. La prolongada 8. H. Shärer, Die Bedeutung des Menschenopfers im Dagakischen Toten Kult,
M itteilu n gen d e r d e u s tc h e n G essellscha ft fü r V ölkerkunde (10, Hamburgo, 1940). Ci­
tado por Adolphe E. Tensen, op. cit., p. 198.
6. Cf. cap. V, pp. 223-224.
7. Adolphe E. Jensen, op. ci/., p. 198. 9. Jules Henry, op. cit., p. 123.

108
que la víctim a ritu al jam ás sustituye a tal o cual m iem bro de la com u­ a la violencia fundadora. G racias a este elem ento m im ético es posible
n idad o incluso directam ente a la com unidad en tera: s u s t i t u y e s i e m p r e a reconocer en el sacrificio tanto el aspecto técnico, que todavía no pode­
¡a v ict im a p ro p icia to ria . Como esta víctim a sustituye a su vez a todos los mos com pletar, como el aspecto conm em orativo, tam bién esencial, sin a tri­
m iem bros de la com unidad, la sustitución sacrificial desem peña p erfecta­ b u ir jam ás al pensam iento ritu a l una clarividen cia o una h ab ilid ad m ani­
m ente el papel que le hem os atrib uid o , protege a todos los m iem bros de puladora que ciertam ente no posee.
la com unidad de sus respectivas violencias pero siem pre a través de la Podem os hacer del rito la conm em oración de un acontecim iento real
víctim a propiciatoria. sin reducirlo a la in significan cia de nuestras fiestas nacionales, sin redu­
Escapamos con ello a cualquier sospecha de psicologism o v elim in a­ cirlo tampoco a una sim ple com pulsión neurótica, como hace el psico­
mos una seria objeción a nuestra teoría de la sustitución sacrificial. Si la análisis. En el rito persiste una pequeña p arte de violencia real; es pre­
to talid ad de la com unidad no ha sido ya subsum ida bajo una única cabe­ ciso, sin duda, que el sacrificio fascine en alguna m edida para que m an­
za, la de la víctim a p ro p iciatoria, resu ltaría im posible atrib u ir a la susti­ tenga su eficacia, pero está orientado esencialm ente hacia el orden y la
tución sacrificial el alcance que le hemos atrib uid o , y fundar el sacrificio paz. H asta los ritos más violentos tienden realm ente a expulsar la violen ­
como in stitució n social. cia. Nos engañam os radicalm en te cuando vem os en ellos lo que h ay de
La violencia o rigin al es única y espontánea. Los sacrificios rituales, más morboso y patológico en el hom bre.
por el contrario, son m últip les; se rep iten hasta la saciedad. Todo lo que No cabe duda de que el rito es violento , pero siem pre es una violencia
escapa a los hom bres en la violencia fundadora, el lugar y la hora de la m enor que sirve de b arrera a una violencia peor; siem pre in ten ta enlazar
inm olación, la elección de la víctim a, es determ inado por los propios hom ­ con la m ayor paz que pueda conocer la com unidad, aquella que, después
bres en los sacrificios. La em presa ritu a l tiende a regular lo que escapa a del hom icidio, resulta de la unanim idad en torno a la víctim a propicia­
toda reg la; intenta realm ente sacar de la violencia fundadora una especie toria. D isipar los m iasm as m aléficos que siguen acum ulándose en la comu­
de t e c n ic a del apaciguam iento catártico. La v irtu d m enor del sacrificio r i­ n idad y recuperar la frescura de los orígenes equivale a lo m ism o. Q ue
tual no constituye necesariam ente una im perfección. El rito está llam ado reine el orden o que ya esté turb ado, siem pre conviene referirse al mismo
a funcionar al m argen de los períodos de crisis aguda; desem peña un papel m odelo, siem pre hay que rep etir el m ismo esquem a, el de toda crisis victo­
que, como hemos visto, no es curativo , sino p reventivo. Si fuera más riosam ente superada, la violencia unánim e contra la víctim a propiciatoria.
«eficaz » de lo que es, esto es, si no elig iera sus víctim as en unas cate­
gorías sacrificables, generalm ente exteriores a la com unidad, si tam bién
* * *
él elig iera, al igual que la violencia fundadora, un m iem bro de esta co­
m unidad, perd ería toda su eficacia, provocaría lo que tiene por función
im p edir: una recaída en la crisis sacrificial. E l sacrificio está tan adaptado
a su función n o r m a l como el hom icidio colectivo a su función a un tiem po Lo que está esbozándose es una teoría de los m itos y de los ritu ales,
a n o rm a l y n orm a tiva . H ay todos los m otivos para su p o n er'q u e la catarsis o sea, de lo religioso en su conjunto. Los análisis precedentes son dem a­
m enor del sacrificio deriva de la catarsis m ayor definida por el hom icidio siado rápidos y dem asiado incom pletos para que en el prodigioso papel
colectivo. atribuido a la víctim a p ro p iciatoria y a la unanim idad violenta pueda co­
E l sacrificio ritu al está basado en una doble sustitución; la prim era, la m enzar a verse otra cosa que una hipótesis de trabajo. En la fase actual,
que jam ás se percibe, es la sustitución de todos los m iem bros de la comu­ no podemos confiar en que el lector se sienta convencido, no sólo porque
nidad por un solo; se basa en el m ecanism o de la víctim a pro p iciatoria. La una tesis que atrib uye a lo religioso un origen real se aleja dem asiado de
segunda, única exactam ente ritu al, se superpone a la p rim era; sustituye la las concepciones h ab ituales y provoca excesivas consecuencias fundam en­
víctim a o rigin al por una víctim a perteneciente a una categoría sacrificable. tales, en un núm ero excesivam ente am plio de cam pos, como para hacerse
La victim a p ro p iciatoria es in terio r a la com unidad, pero la víctim a ritu al aceptar sin resistencias, sino tam bién porque esta m ism a tesis no es sus­
es ex terio r, y es preciso que lo sea puesto que el m ecanism o de la un an i­ ceptible de verificación directa e in m ediata. Si la im itación ritu al no sabe
m idad no juega autom áticam ente en favor suyo. exactam ente lo que im ita, si el secreto del acontecim iento p rim o rd ial se
¿Cóm o se inserta la segunda sustitución sobre la p rim era? ¿Cóm o la le escapa, el rito supone una form a de ignorancia que el pensam iento
violencia fundadora consigue im p rim ir al rito una fuerza cen trífu ga? ¿Cómo sub siguien te jam ás ha plan teado y cuya form ula no encontrarem os en nin­
llega a establecerse la técnica sacrificial? Son unas p reguntas a las que gún lu g ar, al menos no en aquéllos donde nos aventuram os a buscarla.
intentarem os responder más adelante. Pero ya ahora, sin em bargo, pode­ N ingún rito rep etirá, al p ie de la le tra, la operación que, como hipó­
mos reconocer el carácter básicam ente m im ètico del sacrificio en relación tesis, situam os en el origen de todos los rito s. E l desconocim iento consti­

110 111
tuye una dimensión fundamental de lo religioso. Y el fundamento del que relacionarlo con el conjunto ritual del que forma parte, y en primer
desconocimiento no es otro que la víctima propiciatoria, el secreto de la lugar con las restantes transgresiones de las que el rey debe hacerse cul­
víctima propiciatoria jamás iluminado por la luz del día. Sólo de manera pable, en concreto con motivo de su entronización. Se le dan a comer al
empírica, el pensamiento ritual se esfuerza en reproducir la operación de rey alimentos prohibidos; se le hacen cometer actos de violencia; puede
la unanimidad violenta. Si nuestra hipótesis es exacta, jamás encontrare­ ocurrir que se le bañe en sangre; y se le haga absorber unas drogas cuya
mos una única forma religiosa que la aclare por entero, pero encontrare­ composición — órganos sexuales molidos, restos sanguinolentos, desechos de
mos otras innumerables que iluminarán unas veces un aspecto y otras todo tipo— revela su carácter maléfico. En determinadas sociedades, el
otro, hasta el punto de que llegará el momento en que la duda ya no será conjunto de la entronización se desarrolla en una atmósfera de sangrienta
posible. locura. No es, pues, una prohibición concreta, ni siquiera la prohibición
Hay que esforzarse, pues, en comprobar la presente hipótesis desci­ más imprescriptible de todas, la que el rey está obligado a transgredir;
frando a su luz nuevas formas rituales y míticas, lo más numerosas y son todas las prohibiciones posibles e imaginables. El carácter casi enci­
diversas posibles, y lo más alejadas posible, tanto por su contenido apa­ clopédico de las transgresiones, así como la naturaleza ecléctica de la trans­
rente como por su localización histórica y geográfica. gresión incestuosa, revelan claramente qué tipo de personaje está llamado
Si la hipótesis es correcta, se verá verificada de la manera más espec­ el rey a encarnar: el del transgresor por antonomasia, del ser que no res­
tacular al nivel de los ritos más complejos. En efecto, cuanto más com­ peta nada, que hace suyas todas las formas, incluso las más atroces, de la
plejo es un sistema, más numerosos, por hipótesis, son los elementos que hibris.
se esfuerza en reproducir en el juego analizado anteriormente. Como la No nos enfrentamos en este caso a unas simples «infracciones» regias
mayor parte de estos elementos, en principio, ya están en nuestras manos, análogas a las amantes de Luis X IV , objeto tal vez de una tolerancia admi­
los problemas más arduos debieran resolverse por sí solos. Los fragmentos rativa, pero desprovistas de cualquier carácter oficial. La nación africana
sueltos del sistema debieran organizarse en una totalidad coherente; la no cierra los ojos; al contrario, los abre por entero, y el acto incestuoso
iluminación perfecta debía suceder de repente a la oscuridad más densa. constituye frecuentemente una condición sin e qua n on del acceso al trono.
Entre los sistemas más evidentemente indescifrables del planeta, apare­ ¿Equivale esto a decir que las infracciones pierden su carácter condenable
cen siempre las monarquías sagradas del continente africano. Su ilegible cuando las comete el rey? Exactamente lo contrario, porque son exigidas
complejidad les ha granjeado durante mucho tiempo los calificativos de en la medida en que mantienen este carácter; comunican al rey una im­
«extrañas», o «aberrantes», les ha llevado a alinearse entre las «excepcio­ pureza especialmente intensa a la que no cesa de referirse el simbolismo
nes» en una época en la que todavía se creía posible agrupar los rituales de la entronización. «Entre los bushong, por ejemplo, en que las ratas son
por categorías más o menos lógicas. n y e c (asquerosas) y constituyen un tabú nacional, el rey se ve ofrecer, con
En un grupo importante de estas monarquías, situado entre el Egipto motivo de su coronación, una cesta llena de esos roedores.» 11 El tema de
faraónico y Swazilandia, el rey es obligado a cometer un incesto real o la lepra va asociado en ocasiones al antepasado mítico del que el rey es
simbólico en determinadas ocasiones solemnes, especialmente con motivo heredero así como al trono que este antepasado fue el primero en ocupar.12
de su entronización, o en el transcurso de ritos periódicos de «rejuvene­ Existe una ideología, sin duda tardía, del incesto regio; si el rey elige
cimiento». Entre las posibles parejas del rey se encuentran, según parece, su esposa entre sus parientes próximos es para conservar la pureza de la
en las diferentes sociedades, prácticamente todas las mujeres que las reglas sangre real. Hay que descartar este tipo de explicación. El incesto y las
matrimoniales en vigor le prohíben de manera formal: madre, hermana, restantes transgresiones convierten de entrada al rey en una encarnación de
hija, sobrina, prima, etc. En ocasiones, el parentesco es real, en otras es la más extrema impureza. Y es a causa de esta impureza que, con motivo
«clasificatorio». En determinadas sociedades en las que el incesto ha de­ de la coronación y de las ceremonias de rejuvenecimiento, este mismo
jado realmente de ser consumado, sí es que lo ha llegado a ser alguna rey debe sufrir por parte del pueblo unos insultos y unos malos tratos,
vez, permanece un simbolismo incestuoso. Con gran frecuencia, como ha de carácter ritual por supuesto. Una multitud hostil estigmatiza el mal
mostrado Luc de Heusch, el importante papel desempeñado por la reina comportamiento de aquél que todavía no es más que un personaje infa­
madre exige ser entendido en la perspectiva de un incesto.10 me, un auténtico criminal rechazado por todos los hombres. En determi­
Para entender el incesto regio hay que renunciar a aislarlo de su con­ nados casos, las tropas del rey se entregan a unos ataques simulados con­
texto como casi siempre se hace, debido a su carácter espectacular. Hay tra su séquito e incluso contra su persona.
11. Vansina, J., «Initiation Rite of the Bushong;-, Africa, XXV, 1955, pp. 149-150.
10. Luc de Heusch, Essai sur le s y m b o li s m e d e Vinceste roya! en Afrique (Bruse­ Citado por Laura Makarius, «Du roi magíque au roi divin», p. 677.
las, 1958). 12. L. Makarius. op. cit., p. 670.

112 m
Si se convierte al rey en un trangresor, si se le obliga a vio lar las leyes q u e la p r im e r a v e z ; el incesto provocará, en p rin cip io , a cada nueva entro­
más santas y especialm ente la de la exogam ia, no es, evidentem ente, para nización, las m ism as reacciones de odio y de violencia colectivas que deben
«p erd o n arle» o por dem ostrar m agnanim idad respecto a él, es, por el con­ desem bocar en la ejecución lib erado ra, en el advenim iento triun fal del
trario , para castigarle con la m ayor severidad. Las in ju rias y los m alos tratos orden cu ltu ral, c o m o la p r im e r a vez.
culm inan en unas cerem onias sacrificiales en las que el rey desem peña el L a conexión del incesto regio con un incesto entendido como o riginal
papel prin cip al puesto que es, en su origen, la víctim a. Y a hem os dicho queda dem ostrada en ocasiones por un m ito de origen en el que aparece.
anteriorm ente que hay que situ ar el incesto en su contexto ritu al. Ese con­ E. J . K rige y J . D. K rige se refieren a dicho m ito entre los io v ed u .14 El
texto no se lim ita a la transgresión. In clu ye, sin lugar a dudas, el sacri­ incesto preside el nacim iento de la sociedad; es lo que aporta la paz y la
ficio real o sim bólico del m onarca. No debem os vacilar en ver en el sacri­ fecundidad a los hom bres. Pero el incesto no es p rim o rd ial, ni esencial.
ficio del rev el castigo m erecido por las transgresiones. La idea de que el Si b ien, a p rim era vista, parece ju stificar el sacrificio, a un n ivel más fun­
rey es sacrificado porque ha perdido su fuerza y su v irilid ad es tan fan ta­ dam ental es el sacrificio lo que justifica el incesto. El rey sólo reina en
siosa como la que explica el incesto por la pureza de la sangre real. Esta v irtu d de su m uerte fu tu ra; no es más que una victim a en in stan cia de sa­
segunda idea tam bién debe form ar p arte de una i d e o l o g í a más o menos crificio , un condenado a m uerte que espera su ejecución. Y el propio
tard ía de las m onarquías africanas. Son escasos los etnólogos que se toman sacrificio no es realm ente prim ero , sólo es la form a ritu alizad a de la una­
en serio ambas ideas. Y los hechos etnológicos les dan la razón. En Ruancia, nim idad violenta espontáneam ente obtenida una p r im e r a vez.
por ejem plo, el rey y la reina m adre, pareja visiblem ente incestuosa, de­ Si se atiborra al rey de pócim as abom inables, sí se le hacen com eter
ben som eterse varias veces durante la duración del reinado a un rito sacri­ todo tipo de transgresiones violentas y, en p rim er lu g ar, la del incesto, es
ficial que es im posible dejar de in terp retar como un castigo sim bólico del dentro de una p erspectiva com pletam ente opuesta a la del teatro de van­
incesto. guardia y de la co n tracultura contem poránea. No se trata de acoger con
los brazos abiertos las fuerzas m aléficas, sino de exorcizarlas. Es preciso
«L os soberanos aparecían en público, atados como unos cauti­ que el rey «m erezca» el castigo que se le reserva, de la m ism a m anera que
vos, como unos condenados a m uerte. Un toro y una vaca, sus el expulsado o rigin al, aparentem ente, lo había ya m erecido. H ay que rea­
sustituto s, eran golpeados e inm olados. El rey se m ontaba a los lizar a fondo las p otencialidades m aléficas del personaje, convertirlo en un
lom os del toro y se le inundaba con su sangre a fin d e lle v a r la m onstruo radiante de poder tenebroso, no por unas razones estéticas sino
i d e n t if ic a c ió n lo m a s l e j o s p o s ib le . » 13 para p erm itirle p olarizar sobre su persona, atraer literalm en te todos los
m iasm as contagiosos y convertirlos después en estab ilidad y en fecundi­
Es fácil, a p artir de aquí, entender qué h isto ria está llam ado a in terp re­ dad. Situado en la inm olación fin al, el principio de esta m etam orfosis se
tar el rey y entender qué lugar ocupa en e lla el incesto. Esta h isto ria se extiende a continuación a toda la existencia terrestre del m onarca. El canto
asem eja extrao rd in ariam en te a la del m ito edípico, no por unas razones de de in vestid ura del M oro-N aba, entre los m ossi (U agadugu), expresa con
filiació n histórica sino porque, en ambos casos, el pensam iento m ítico o una concisión m uy clásica una dinám ica de salvación que sólo la hipótesis
ritu al se refiere a un mismo m odelo. D etrás de las m onarquías africanas, de la víctim a pro p iciatoria perm ite descifrar:
ex iste, como siem pre, la crisis sacrificial repentinam ente cerrada con la
un an im idad de la violencia fundadora. Cada rey africano es un nuevo Tú eres un excrem ento,
Edipo que debe volver a in terp retar su propio m ito, de principio a fin, Tú eres un montón de basura.
porque el pensam iento ritu al ve en esta actuación el m edio de perpetuar Tú vienes para m atarnos,
y renovar un orden cu ltu ral siem pre am enazado con su disgregación. A so­ Tú vienes p ara salvarno s.15
ciada al lincham iento o rig in al, y justificán do lo , aparecía evidentem ente,
tam bién en este caso, una acusación de incesto que parece confirm ada por El rey tiene una función auténtica y es la función de cu alq uier víctim a
los afortunados efectos de la violencia colectiva. A l rey se le ex ig irá, pues, sacrificial. Es una m áquina para transform ar la violencia estéril y conta­
que realice aquello de que se le ha acusado un a p r im e r a v e z , y no lo rea­ giosa en valores culturales y positivos. Cabe com parar la m onarquía a
lizará bajo los aplausos del público sino bajo sus im precaciones, al igual estas fáb ricas, generalm ente situadas en las afueras de las grandes ciuda-

13. Luc de Heusch, «Aspects de la sacralité du pouvoir en Afrique», en le Pou- 14. «The Lovedu of Transvaal», in Africa« W o rlds (Londres, 1954).
vo'ir ct le Sacre (Bruselas, 1962). La cita es de L. de Lagger, Ruanda, I, Le Ruanda 15. Theuws, «Naítre et mourir dans le rítuel Luba, Zaire, XIV (2 y 3), Bru­
an clen (Namur, 1939), pp. 209-216. selas, 1960, p. 172. Citado por L. Makarius, op. cit., p. 685.

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des, que están destinadas a convertir las basuras dom ésticas en abonos T anto detrás d el pharm akos africano como detrás del m ito de Edipo
agrícolas. T anto en un caso como en el otro, el resultado d el proceso es aparece el juego de una violencia real, de una violencia recíproca conclui­
dem asiado virulen to como para que se pueda utilizarlo directam ente o en da con el hom icidio unánim e de la víctim a pro p iciatoria. P rácticam ente
dosis excesivas. Los abonos realm ente ricos tienen que ser utilizado s con en todas p artes aparecen los m itos de entronización y de rejuvenecim iento,
m oderación o incluso m ezclados con sustancias n eutras. El campo que el así com o, en determ inados casos, la m uerte real y d efin itiva del m onarca
rey fertiliza si pasa a cierta distancia de é l, resu ltará enteram ente quem a­ va acom pañada de sim ulacros de com bates entre las dos facciones. Estos
do y arruinado si fuera hollado por sus pies. enfrentam ientos rituales y, en ocasiones, la p articipación de todo el pue­
El paralelism o entre el m ito de Edipo y los hechos africanos vistos en blo, evocan de m anera m uy clara las divisiones de todo tipo y la ag ita­
su conjunto es estrem ecedor. No hay un solo tem a del m ito y de la tra­ ción caótica con las que sólo el m ecanism o de la víctim a pro p iciatoria ha
gedia que no reaparezca en algún lugar. En determ inados casos, junto al conseguido term in ar. Si la violencia contra la víctim a pro p iciatoria sirve
incesto surge el doble tem a del in fan ticidio y del p arricidio , de m anera de m odelo un iv ersal es porque ha restaurado realm ente la paz y la unidad.
alu siva, por lo m enos, como en la prohibición form al que puede separar Sólo la eficacia social de esta violencia colectiva puede explicar un pro­
para siem pre al rey de su hijo. En otras sociedades vemos esbozarse todos yecto p o lítico -ritual que no sólo consiste en rep etir in cesantem ente el pro­
los desdoblam ientos del m ito de Edipo. A l ig u al que el hijo de L ayo , el ceso sino en tom ar la víctim a propiciatoria como árb itro de todos los
rey de los nyoro tiene «dos pequeñas m ad res», y el jefe de los jukun dos conflictos, en co n vertirla en una auténtica encarnación de toda soberanía.
com pañeras que Luc de H eusch relaciona con las precedentes.1*’ En num erosos casos, la sucesión al trono supone una lucha ritu a l entre
el hijo y el padre o tam bién entre los propios hijo s. H e aquí la descripción
16. Moro-Naba, film de J. Rouch y D. Zahan. Comité du film ethnographique de
PI.F.A.N. Citado por L. Nakarius, «Du toi magique au roi divin», p. 685, Annales,
que Luc de H eusch ofrece de este conflicto:
1970. No cabe duda de que este paralelismo está arraigado en la presencia arcaica,
en Grecia, de una monarquía sagrada de tipo africano. Por legítima, sin embargo, y « A la m uerte del soberano se abre una guerra de sucesión,
hasta necesaria que resulte esta hipótesis histórica, frente al mito de Edipo, no cons­ una guerra cuyo carácter ritu al no puede ser infravalorado. Se
tituye todavía una auténtica explicación. Para explicar el conjunto constituido por el
mito, el ritual y la tragedia, asi como el paralelismo con los hechos africanos, hay da por supuesto que los príncipes utilizan igualm en te poderosas
que entender el mecanismo real que se disimula obligatoriamente detrás de to d o s m edicinas m ágicas para elim in ar a sus herm anos com petidores.
estos monumentos culturales, y especialmente la monarquía sagrada que no constituye
ciertamente el término irreductible del análisis: hay que entender el papel de la víc­
tima propiciatoria, es decir, la conclusión de una crisis de violencia recíproca en la
unanimidad hecha o rehecha contra la última víctima y en torno a ella. En A m bigüité mejor (aristos) se ha convertido en lo peor (kakistos). Las leyendas de Licurgo, de
et r e n v e r s e m e n t : sur la stru ctu r e é n ig m a tiq u e d ’O e d ip e roi (pp. 1271-1272), Jean- Atamas, de Oinoclos suponen -también, para expulsar el loim os, la lapidación del rey,
Pierre Vernant reúne, en torno a la obra, un gran número de hechos míticos rituales su ejecución ritual, o, a falta de ella, el sacrificio de su hijo. Pero sucede también
que sugieren fuertemente la insuficiencia de las concepciones psicológicas reinantes y que se delega a un miembro de la comunidad la tarea de asumir este papel de rey
el obstáculo que constituyen para un desciframiento auténtico del «chivo expiatorio» indigno, de soberano al revés. El rey se descarga sobre un individuo que es como
y de todos los fenómenos asociados: «...Sófocles no ha tenido que inventar la pola­ su imagen desviada de todo lo que su imagen puede suponer de negativo. Este es el
ridad entre el rey y el chivo expiatorio (polaridad que la tragedia sitúa en el propio caso del pharmakos: doble del rey, pero al reves, semejante a esos soberanos de car­
seno del personaje edípico). Estaba inscrita en la práctica religiosa y en el pensa­ naval que se corona por el tiempo de una fiesta, cuando el orden está patas arriba
miento social de los griegos. El poeta se ha limitado a prestarle una nueva signifi­ y las jerarquías sociales invertidas: se derogan las prohibiciones sexuales, el robo se
cación conviniéndola en el símbolo del hombre y de su ambigüedad fundamental. Si convierte en lícito, los esclavos ocupan el lugar de los amos, las mujeres intercambian
Sófocles eligió la pareja tirannospharm akos para ilustrar lo que nosotros hemos lla­ sus ropas con los hombres; entonces el trono debe ser ocupado por el más vil, el
mado el tema de la inversión, se debe a que en su oposición estos dos personajes más feo, el más ridículo, el más criminal. Pero termina la fiesta, y el contra-ley es
aparecen simétricos y bajo ciertos aspectos intercambiables. Uno y otro se presentan expulsado o ejecutado, llevándose consigo todo el desorden que encarna y del que
como unos i n d ivid u os responsables de la salvación c o le c t iv a del grupo. En Homero, y purga al mismo tiempo a la comunidad.» Todo lo que Vernant reúne aquí no sólo
Hesíodo, es de la persona del rey, retoño de Zeus, que depende la fecundidad de la fec aplica a Edipo y a los reyes africanos sino a mil ritos más pues lo que está en
tierra, de los rebaños, y de las mujeres. Si se muestra, en su justicia de soberano, juego es la operación real de la violencia. Bastaría con admitir el mecanismo de la
am u m ón , irreprochable, todo prospera en su ciudad; si se equivoca, toda la ciudad unanimidad contra la víctima propiciatoria para entender que no estamos tratando con
paga la culpa de uno solo. El Crónida hace recaer sobre todos la desdicha, lim os y unas construcciones gratuitas de la superstición religiosa. Este es el motivo de que no
loim os, hambre y peste a la vez: los hombres mueren, las mujeres dejan de parir, debamos intepretar el papel de Sófocles como una dotación nueva, un suplemento de
la tierra permanece estéril, los rebaños ya no se reproducen. De modo que la solu­ sentido, sino, al contrario, como un empobrecimiento, como la deconstrucción parcial
ción normal, cuando se abate sobre un pueblo el azote divino, es sacrificar al rey. Sí es de un sentido siempre mítico, tanto en la psicología y la sociología contemporánea
el dueño de la fecundidad y ésta se calla, es que su poder de soberano está en cierto como en los mitos de antaño. El poeta no «presta» ninguna «nueva significación» al
modo invertido; su justicia se ha convertido en crimen, su virtud en suciedad, lo chivo expiatorio real, se aproxima a la fuente universal de las significaciones.

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»E n el fondo de esta m ágica com petición real de N kole se En el transcurso de los rito s, de los que aq u í sólo ofrecem os un resu­
encuentra el tem a de los herm an os en em igo s. Se organizan unos m en m uy p arcial, existe tam bién una ejecución sim bólica del rey, a tra­
partidos en torno a los p retendientes, y el sup ervivien te es el vés de una vaca a la que la encarnación violenta com unica su silw a n e y
adm itido a la sucesión.» convierte en «to ro furioso » tocándola con su v arita. A l ig u al que en el
sacrificio d in ka, los guerreros se arrojan to d o s ju n tos y sin armas sobre este
Es im posible, como se ha dicho an teriorm ente, diferenciar h istó rica­ anim al que deben derrib ar a puñetazos.
m ente el ritu a l de su propia desintegración, en la realidad de un conflicto En el curso de la cerem onia, la distancia entre el rey, su séquito, los
cuyas peripecias ya no están reguladas por el m odelo. Esta indiferencia- guerreros y el conjunto del pueblo aparece tem poralm ente bo rrada; esta
ción es en sí m ism a reveladora. El rito sólo sigue vivo si canaliza en una pérdida de las diferencias no tiene nada de una «fratern iz ació n »; coincide
dirección determ inada unos conflictos políticos y sociales reales. El rito con la violencia que rodea a todos los p articip an tes. T. O. B eidelm an define
sólo sigue, por otra p arte, si se m antiene la expresión conflictiva en unas esta p arte de los ritos como un d iss o lv in g o f d istin ction s.m V íctor T urner,
form as rigurosam ente determ inadas. por su p arte, describe la I n cw a la como un play o f kingship en el sentido
shakesperiano de la expresión.
La cerem onia desencadena un m ecanism o de excitación en constante
* *
aum ento, un dinam ism o que se nutre de las fuerzas que pone en juego,
fuerzas en las que el rey aparece in icialm ente como víctim a, y después
como dueño absoluto. A l principio casi sacrificado él m ism o, el rey oficia
En todas partes donde se poseen unas descripciones suficientem ente a continuación en unos ritos que le convierten en el sacrificador por exce­
detallad as de los ritos de rejuvenecim iento, se com prueba que tam bién lencia. Esta dualidad de papeles no debe asom brar; confirm a la asim ila­
ellos reproducen la h isto ria más o menos transfigurada de la crisis sacri­ ción de la víctim a propiciatoria en el juego de la violencia en su totalidad.
ficial y de la violencia fundadora. Sign ifican respecto al conjunto de la Incluso cuando es víctim a, el rey es a fin de cuentas el dueño de este
realeza lo que el m icrocosmos al m acrocosm os. Los ritos de la Incwaia, juego y puede in terven ir en cu alq uier punto de su recorrido; todos los
en Sw azilan d ia, han sido objeto de observaciones especialm ente com­ papeles le pertenecen; no h ay nada en las m etam orfosis de la violencia,
p letas.17 sea cual fuere el sentido en que se efectúan, que le resulte extraño.
A comienzo de los rito s, el rey se recluye en su recinto sagrado; in ­ En la cum bre del conflicto ritu al entre los guerreros y el rey, este
giere m uchas drogas m aléficas, comete incesto con una herm ana clasifi- últim o , retirad o una vez más a su recinto, sale de él provisto de una cala­
catoria. Todo esto tiende a aum entar la silw a n e del m onarca, un térm ino baza que arroja contra el escudo de uno de los asaltantes. D espués de lo
que se traduce por «ser-com o-una-bestia-salvaje». Sin quedar reservado al cual todos se dispersan. Los inform adores de H . K uper le han asegurado
rey, el silw a n e caracteriza al m onarca de m anera esencial. El silw an e del que en tiem po de guerra el guerrero golpeado por la calabaza está lla ­
rey siem pre es superior al del más valeroso de sus guerreros. mado a m orir. El etnólogo sugiere que veam os en este guerrero, el único
D urante este período prep arato rio, el pueblo salm odia el sim enio, un que ha sido golpeado, una especie de chivo expiatorio nacional; lo que
canto que expresa el odio respecto al rey y el deseo de expulsarlo. De equivale a reconocer en él un d o b le del rey, que m uere sim bólicam ente
vez en cuando, el rey, más anim al-salvaje que nunca, hace una aparición. en su lu g ar, al ig u al que anteriorm ente la vaca.
Su desnudez y la p in tu ra negra que le recubre sim bólicam ente sim bolizan El In cw a la com ienza en el m om ento en que term ina un año y term ina
el desafío. Se produce entonces un sim ulacro de b ata lla entre el pueblo con el com ienzo de un nuevo año. H ay una correspondencia entre la crisis
y el clan real; el objeto de la lucha es el propio rey. Fortalecidos por unas que el rito conmem ora y el fin al de un ciclo tem poral. El rito obedece a
pócim as m ágicas y llenos de silw ane, aunque en m enor grado que su jefe, unos ritm os n atu rales que no hay que considerar como prim eros, incluso
los guerreros arm ados rodean el recinto sagrado. Parece que in tentan apo­ a llí donde se adelan tan , aparentem ente, a una violencia que los m itos y
derarse del rey, que el séquito de éste se esfuerza en retener. los ritos tienen como función esencial disfrazar, desviar y resolver. A l fin al
de las cerem onias se enciende una gran hoguera en la cual se quem an las
17. T. O. Beidelman, «Swazi Royal Ritual», Africa XXXVI (1966), pp. 373-405. im purezas acum uladas durante los ritos y duran te todo el año transcurri­
Cook, P.A.W .. «The Inqwala Ceremony of the Swazi», Bantu Studies IV, 1930, pp. 205- do. Todo un sim bolism o de la lim pieza y de la purificación acom paña las
210. — Gluckman, M., Rituals o f R eb ellion in South-East Africa, Manchester, 1954. —
etapas cruciales.
Kuper, H., «A Ritual of Kingship among the Swazi», Africa XIV, 1944. pp. 230-256.
— Kuper, H., T h e Swazi: a South Africau K in gd o m , Nueva York, 1964. — Norbeck,
E., «African Rituals of Conflict», A merican A n th rop ology st, LXV, 1963, pp. 1254-1279. 18. Op. cit., p. 391, núm. 1.

118 119
* * *
Las medidas especiales contra el incesto sólo se justifican si el rey per­
manece especialmente expuesto a este tipo de transgresión. Cabe admitir,
pues, que la definición fundamental de la realeza sigue siendo la misma
Para entender el incesto del monarca, hay que situarlo en un contexto en todos los casos. Incluso en una sociedad que excluye formalmente el
ritual que coincide con la propia institución monárquica. Hay que reco­ incesto, el rey sustituye una víctima original de la que se supone que ha
nocer en el rey un futuro sacrificado, es decir, al sustituto de la víctima violado las reglas de la exogamia. Es en cuanto sucesor y heredero de
propiciatoria. Así pues, el incesto sólo desempeña un papel relativamente esta víctima que el rey permanece especialmente predispuesto al incesto.
secundario. Está destinado a reforzar la eficacia del sacrificio. Es ininteli­ Se espera encontrar en la copia todas las cualidades del original.
gible sin el sacrificio mientras que el sacrificio es inteligible sin él, en La regla general, la prohibición absoluta del incesto, aparece aquí
una referencia directa a la violencia colectiva espontánea. reafirmada, pero de una manera tan especial que conviene entenderla fun­
Es cierto que en unas formas muy derivadas puede suceder que el sa­ damentalmente como una excepción a la excepción e interpretar el recha­
crificio desaparezca por completo mientras que persiste el incesto o un zo del incesto en el marco de las culturas que lo exigen. La cuestión
simbolismo incestuoso. No hay que deducir que el sacrificio es secundario esencial es ésta: ¿por qué la repetición de un incesto invariablemente atri­
respecto al incesto, que el incesto puede y debe interpretarse sin la me­ buido al expulsado original, al antepasado o al héroe mítico fundador, es
diación del sacrificio. Hay que deducir que los principales interesados es­ considerada unas veces extremadamente favorable, y otras extremadamente
tán tan alejados, ahora, del origen, que contemplan sus propios mitos nociva, y ello en unas sociedades muy próximas entre sí? Una contradicción
con los mismos ojos que los observadores — estamos tentados de decir tan formal en unas comunidades cuyas perspectivas religiosas — al margen
los m iro n es — occidentales. El incesto se perpetúa gracias a su propia sin­ del incesto del rey— permanecen muy próximas, desafía aparentemente
gularidad. En el naufragio ritual que, en cierto modo, no es en absoluto cualquier esfuerzo de interpretación racional.
naufragio puesto que prolonga y refuerza el desconocimiento original, el Observemos de entrada que la presencia de un tema religioso como
incesto es el único en sobrevivir; nos acordamos de él cuando todo el el incesto del rey en una área cultural de considerable extensión supone
resto está olvidado. Estamos en la fase folklórica y turística de la monar­ la presencia de algunas «influencias» en el sentido tradicional del término.
quía africana. También la etnología moderna ha aislado casi siempre el El tema del incesto no puede ser «original» en cada una de estas culturas.
incesto de su contexto; no llega a comprenderlo porque ve en él una rea­ Esto constituye una evidencia innegable. ¿Significa que nuestra hipótesis
lidad autónoma, una enormidad tan considerable que debiera significar general ha dejado de ser aplicable?
por sí misma, sin referencia a lo que le rodea. El psicoanálisis persiste en Afirmamos que la violencia fundadora es la matriz de todas las signifi­
este error; cabe decir incluso que constituye su supremo desarrollo. caciones míticas y rituales. Esto sólo puede sostenerse, al pie de la letra,
La transgresión incestuosa procura al rey su carácter regio, pero ella, de una violencia, por decirlo de algún modo, absoluta, perfecta y perfecta­
a su vez, sólo es regia porque exige la muerte del culpable, porque evoca mente espontánea que constituye un caso límite. Entre esta originalidad
la víctima original. Esta verdad es especialmente visible tan pronto como perfecta y, en el otro extremo, la repetición perfecta del rito, cabe su­
se dirige hacia un tipo de excepción bastante notable en el seno de las poner una gama literalmente infinita de experiencias colectivas interme­
sociedades que exigen el incesto del rey. Esta excepción consiste pura y dias. La presencia en un territorio amplio de temas religiosos y culturales
simplemente en un rechazo formal y absoluto del incesto regio. Podría­ comunes no excluye en absoluto, en el plano local, una experiencia autén-
mos creer que este rechazo se reduce a la regla general, es decir, a la inter­
dicción pura y simple del incesto, sin excepción de ningún tipo. Pero no
es así. En esta sociedad, el incesto del monarca no es simplemente recha­
zado en el sentido en que lo seria en la mayoría de las sociedades, sino tan eficaces que no sólo provocan una esterilidad radical, sino la supresión completa
que se toma contra unas precauciones extraordinarias. El séquito del mo­ de las reglas. El carácter excesivo de estas costumbres se explica a la luz del conflicto
entre la tradición del incesto real y la voluntad de no admitir una excepción a la
narca aleja de éste a sus parientes más próximos, le hacen ingerir unas
prohibición exogámica. Los Pende, en efecto, manifiestan una intolerancia absoluta
pócimas ya no fortificantes sino debilitantes. Es decir, en torno al trono respecto al incesto de los jefes. Un jefe fue dimitido de sus funciones porque, siendo
flota el mismo perfume de incesto que en las monarquías de la vecindad.1'1 curandero, había curado a su hermana de un absceso en la ingle: «Has visto la desnu­
dez de tu hermano —se le dijo— , ya no puedes ser nuestro jefe.» L. Makarius,
19. «Los nioka imponen al jefe la continencia para el resto de su vida. Debe op. cit.. p. 671. Respecto a los pende, ver Sousberghe, L.. «Etuis péniens ou gaines
despedir a todas sus mujeres, se le obliga a revestir un estuche peniano que jamás de chasteté chez les ha-Pende», Africa, XXIV, 1954; «Structures de párente et d’allian-
deberá abandonar, y se le hacen ingerir drogas depresivas. En los njumba de Kasai, ce d’aprés les formules Pende», M ém o ire s d e l'A cadém ie royale d es s c ie n c e s colonia les
es la «mujer jefe», o la primera mujer del jefe, la que debe tomar unas medicinas b e lg es , t. IV, fase. 1, 1951, Bruselas, 1955.

120 121
tica de la violencia fundadora, al nivel de estas formas intermedias, dota­ puede negarse a ver en el incesto un factor de la salvación colectiva, incluso
das, en el plano mítico y religioso, de una fuerza creadora real pero limi­ cuando este incesto va asociado a la víctima propiciatoria. Persiste en ver
tada. Así podemos explicarnos que existan tantas modificaciones de los en el incesto el acto maléfico por excelencia, el que amenaza con sumir
mismos mitos y de los mismos cultos, tantas variantes locales, tantos na­ a la comunidad en la violencia contagiosa, incluso si es realizado por el
cimientos diferentes de los mismos dioses en tantas ciudades diversas. heredero y el representante de la víctima original.
Conviene anotar, por otra parte, que la elaboración mítica y ritual, El incesto coincide con el mal que se procura prevenir. Pero nos esfor­
aunque susceptible en su detalle de infinitas variaciones, no puede dejar zamos en prevenir este mal repitiendo una curación que va indisolublemente
de girar en torno a unos cuantos grandes temas, entre los cuales está el mezclada con el paroxismo del mal. El pensamiento ritual se ve confron­
incesto. Tan pronto como se tiende a ver en un individuo aislado el res­ tado a un insoluble problema de división, o, mejor dicho, a un problema
ponsable de la crisis sacrificial, esto es, de toda la diferencia perdida, nos cuya solución supone obligatoriamente un elemento de arbitrariedad. El
sentimos obligados a definir este individuo como destructor de estas reglas pensamiento ritual está mucho más dispuesto de lo que nosotros mismos
fundamentales que son las reglas matrimoniales, en otras palabras, como lo estamos a admitir que el bien y el mal solo son dos aspectos de una
esencialmente «incestuoso». El tema del expulsado incestuoso no es uni­ misma realidad, pero no puede admitirlo hasta las últimas consecuencias;
versal pero aparece en unas culturas totalmente independientes entre sí. incluso en el rito, menos diferenciado que cualquier otro modo de la cultura
El hecho de que pueda surgir espontáneamente en unos lugares tan dife­ humana, la diferencia debe estar presente, el rito sólo aparece para restau­
rentes no es incompatible con la idea de una difusión cultural en una zona rar y consolidar la diferencia, después de la terrible desaparición de la
muy extendida. crisis. La diferencia entre la violencia y la no-violencia no tiene nada de
La hipótesis de la víctima propiciatoria permite definir ya no uno, arbitrario ni de imagnario, pero los hombres siempre establecen, por lo
sino mil términos medios entre la pasividad y la continuidad excesivamente menos parcialmente, una diferencia en el seno de la violencia. Esta dife­
absoluta de las tesis difusionistas, por una parte, y, por otra, la discontinui­ rencia es lo que permite la posibilidad del rito. El rito elige una determinada
dad igualmente demasiado absoluta de todo el formalismo moderno. No forma de violencia como «buena», aparentemente necesaria para la unidad
excluye los préstamos a una cultura madre pero confiere a los elementos de la comunidad, frente a otra violencia que sigue siendo «mala» porque
pedidos en préstamo un grado de autonomía, en la cultura hija, que permi­ permanece asimilada a la mala reciprocidad. Así pues, el rito puede elegir
tirá interpretar la extraña contradicción que acabamos de verificar entre determinadas formas de incesto como «buenas», el incesto del monarca, por
la exigencia absoluta y la prohibición formal de un mismo incesto, visi­ ejemplo, frente a otras formas que siguen siendo «malas». Puede decidir
blemente percibido, en dos culturas muy próximas, como muy directamente también que todas las formas de incesto siguen siendo malas, es decir,
asociado a la persona del rey. El tema del incesto no deja de ser interpreta­ negarse a admitir incluso el incesto regio entre las acciones, si no propia­
do y reinterpretado al nivel de las experiencias locales. mente sacrificiales, susceptibles por lo menos de contribuir a la eficacia
El pensamiento ritual pretende repetir el mecanismo fundador. La sacrificial de la persona del rey.
unanimidad que ordena, pacifica y reconcilia sucede siempre a su con­ Supuesta la importancia fundamental que tiene para toda comunidad
trario, es decir, al paroxismo de una violencia que olvida, que nivela y la metamorfosis de la violencia maléfica, y la impotencia igualmente fun­
que destruye. El paso de la mala violencia a este bien supremo que son el damental de toda comunidad para penetrar el secreto de esta metamorfosis,
orden y la paz, es casi instantáneo; las dos caras opuestas de la experiencia los hombres están entregados al rito, y el rito no puede dejar de presen­
primordial están inmediatamente yuxtapuestas; en el seno de una breve y tarse bajo unas formas a un tiempo muy análogas y muy diferentes.
terrorífica «unión de contrarios», la comunidad vuelve a ser unánime. No El hecho de que el pensamiento ritual pueda adoptar frente al inces­
hay, pues, rito sacrificial que no incorpore algunas formas de violencia, to del rey dos soluciones diametralmente opuestas a partir de los mismos
que no haga suyas algunas significaciones muy directamente asociadas a la datos primarios, demuestra perfectamente el carácter a la vez arbitrario
crisis sacrificial, más que a su curación. El incesto es un ejemplo. En los y fundamental de la diferencia entre la violencia maléfica y la violencia
sistemas que lo exigen, el incesto del rey es percibido como parte integrante benéfica y sacrificial. En cada cultura, aflora la solución inversa detrás
del proceso salvador y, por consiguiente, como teniendo que ser reprodu­ de la solución adoptada. En todas partes donde es exigido el incesto del rey,
cido. No hay nada en todo ello que no sea perfectamente inteligible. no por ello es menos maléfico, ya que exige un castigo y justifica la inmo­
Pero el rito tiene por función esencial, única cabría decir, la evitación lación del monarca. En todas partes donde es prohibido, en cambio, dicho
del retorno de la crisis sacrificial. El incesto depende de la crisis sacrificial; incesto, tampoco deja de ir asociado a una idea benéfica, ya que el rey
es susceptible incluso de representarla por entero de manera indirecta cuenta con una afinidad especial, puesto que sigue siendo inseparable de la
cuando se aplica a la víctima propiciatoria. Así pues, el pensamiento ritual violencia que aporta a los hombres la salvación.

122 123
Pese a sus significaciones opuestas, el incesto no es un mero peón que tado que sea. ¿Qué pueden disimular el parricidio y el incesto cuando
puede ocupar cualquier casilla en un tablero estructural. No es un adorno aparecen a la luz del día? ¿Un parricidio y un incesto más ocultos? Po­
que el esnobismo y la moda pueden añadir o, al contrario, eliminar de sus dríamos llegar a admitirlo, pero no hay nada ahí que contribuya a escla­
sucesivas composiciones. No hay que desdramatizarlo completamente con recer los restantes temas del mito o incluso el propio incesto cuando surge
un estructuralismo puramente formal ni convertirlo en el sentido del sen­ bajo la forma regia, en un marco ritual.20
tido con el psicoanálisis. Mientras ninguna lectura consiga hacer lo que el psicoanálisis tampoco
hace, las pretensiones de este último pueden obnubilarnos. Una vez, sin
embargo, que se ha conseguido deslizar, bajo el incesto del mito y del
* "k *
ritual, otro fundamento oculto distinto al fundamento freudiano, un fun­
damento a la vez muy próximo y muy alejado del fundamento freudiano,
y vemos como ilumina unos temas sobre los cuales el psicoanálisis nunca
En el plano de la antropología general es donde el freudismo ortodoxo ha arrojado la menor luz, tenemos que preguntarnos si el agotamiento de
es más vulnerable. No existe una lectura psicoanalítica del incesto del rey, su teoría no está a punto de revelarse.
así como tampoco del mito edípico. No existe una lectura de las asombrosas Tanto en las monarquías africanas como en el mito de Edipo, el inces­
relaciones entre las monarquías africanas v el mito de Edipo. Existe el to, materno o no, no es un dato irreductible, absolutamente primario. Es
índice genial de Freud vuelto hacia el parricidio y el incesto, y a partir de alusión descifrable a otra cosa que a sí mismo, de igual manera que el
entonces no ha habido nada más. En lugar de comprobar la impotencia parricidio o cualquier crimen, cualquier perversión, cualquier forma de
del psicoanálisis en un terreno que le toca tan de cerca, la mayoría de los bestialidad y de monstruosidad de las que están llenos los mitos. Todos estos
investigadores, incluso los que le son hostiles, le abandonan tácitamente todo temas, así como algunos más, disfrazan y disimulan la indiferenciación vio­
lo que está relacionado, de cerca o de lejos, con el tema del incesto. Nadie, lenta más que la designan; esta indiferenciación violenta es lo que cons­
en nuestra época, puede evocar la cuestión del incesto del rey sin quitarse tituye la auténtica represión del mito, el cual no es esencialmente deseo
cortésmente el sombrero ante Freud. Ahora bien, el psicoanálisis no ha
dicho ni puede decir nunca nada decisivo respecto al incesto del rey, nada
que pueda satisfacer nuestra sed de comprensión, nada que recuerde al 20. La más fav o rab le a las hipó tesis p sico an aliticas seria sin duda un a ausencia
to tal de cu alq u ier referen cia a l p arricid io y al incesto en el corpi/s m ítico y ritu a l d el
mejor Freud.
p lan eta en tero . A falta de esta ausencia se sigue viendo como el p sico an álisis p odría
La ausencia casi absoluta del tema del incesto en la cultura occidental acom odarse con una presen cia ig u alm en te co n stante, con una referencia p erp etu a al
a fines del siglo x ix ha sugerido a Freud que la totalidad de la cultura p arricid io y al incesto. La v erd ad nada tien e que ver con ambos extrem os. E l p arric i­
humana está influida por el deseo universal y universalmente rechazado de dio hace su aparición pero p rácticam en te con la m ism a razón qu e las restantes trans
cometer el incesto con la madre. La presencia del incesto en la mitología gresíones crim in ales. Lo m ism o ocurre con el incesto. E n tre las diversas m odalidades
de éste, el incesto m atern al desem peñará como m áxim o el p ap el de primas ínter pares,
primitiva y en los rituales es interpretada como una confirmación evidente a m enos qu e no se vea él m ism o distanciado por la relación incestuosa con la h erm a­
de esta hipótesis. Pero el psicoanálisis jamás ha conseguido demostrar cómo na o con cu alq u ier o tra p arien te pero no lo b astan te lejos, no lo b astan te sistem áti­
y por qué la ausencia del incesto en una determinada cultura significaría cam ente, para qu e se p u ed a d escu b rir a llí una brom a q u e nos gastaría « e l in co n scien te».
exactamente lo mismo que su presencia en otras mil. No cabe duda de Sea cu al fu ere la m anera de disp on er las cosas, el p sico an álisis se en cu en tra en la
situació n algo rid icu la d el p artido to talita rio que se p resen ta a las elecciones, esp e­
que Freud se equivocaba, pero con frecuencia tenía motivos para equivo­
culan do con el 99,8 o el 0,3 % de los votos y qu e se d esp ierta al d ía sigu ien te con
carse mientras que los que proclaman su error tienen con frecuencia mo­ que tien e qu e p asar a una segunda v u elta , es decir, en tregado a las « a lia n z a s » y a los
tivos para no hacerlo. rodeos tácticos que le ponen en co ntradicción con sus propios princip io s.
Freud presentaba detrás del parricidio y el incesto del mito edípico A l térm ino de un a in vestigació n estad ística referid a a la vio len cia en tre próxim os
algo esencial para toda cultura humana. En el contexto cultural en que en un gran n úm ero de m itos « d e tipo ed íp ico ». estratégicam en te situado s en cincuenta
cu ltu ras, m ás o m enos ig u alm en te rep artid as en el seno de las seis gran des regiones
creaba su obra, estaba casi fatalmente abocado a creer que poseía en los cu ltu rales defin idas por M urdock, C lyd e K luckhohn em ite las sigu ien tes conclusiones:
crímenes atribuidos a la víctima propiciatoria el deseo oculto de todos los «L a tesis q u e hace d el antagonism o en tre próxim os un m otivo m ítico esencial se
hombres, la clave de todo comportamiento humano. Algunos testimonios apoya en excelen tes argum ento s, el qu e se b asa en la v io len cia física en tre estos
culturales de su época se dejan más o menos descifrar a la luz de una cierta m ism os p arien tes sigu e siendo d efen d ib le. Pero ni el m otivo d el p arricid io n i el re g i­
cidio de L ord R aglán son defen d ib les, al p ie de la le tra , sin una b uen a dosis de in te r­
ausencia, parcialmente definible como la del parricidio y del incesto. En
p retación tirada de los p elo s.» «R e cu rren t Them es in M y th and M y th m ak in g ». in Myth
lo que se refiere a los mitos y las religiones, no se puede aportar en el and Mithmaking, H en ry A . M u rrav ed. (Boston, 1968). Está claro qu e sólo concede­
activo del psicoanálisis ningún éxito comparable a ése, por parcial y limi­ mos a estas estad ísticas un a im p ortancia m uy relativ a.

124 125
sino terror, terror de la violencia absoluta. ¿Q u ién negará que más allá V
del deseo y más fuerte que é l, único capaz de reducirlo al silencio y de
derro tarlo , existe este terror sin nom bre? D IO N ISO
El p arricid io y el incesto generalizado representan el térm ino absoluto
de la crisis sacrificial; el p arricidio y el incesto lim itados a un único in d i­
viduo constituyen la m áscara sem itransparente de esta m ism a crisis en te­
ram ente escam oteada porque está enteram ente arrojada sobre la víctim a
pro p iciatoria. El fundam ento oculto de los m itos no es la sexualidad. La
sexualidad no es un auténtico fundam ento porque está revelada. La sexua­
lid ad form a p arte del fundam ento en tanto que m antiene una disputa con
la violencia, y le ofrece m il ocasiones de desencadenarse. A l ig u al que los
fenóm enos n atu rales, la sexualid ad está realm ente presente en los m itos;
desem peña en ellos un papel aún más im portante que la n atu raleza pero no
realm ente decisivo a la postre, puesto que es el que aparece en prim er p la­
no, en el p arricidio y en el incesto, asociado a una violencia puram ente in d i­
vid u al, para ofrecer una ú ltim a p an talla a la reciprocidad in term inable de
la violencia, a la am enaza absoluta que d estruiría la hum anidad si el hom ­
bre no estuviera protegido de ella por la víctim a p ro p iciatoria, esto es, por En casi todas las sociedades hay unas fiesta s que m antienen por mucho
el desconocim iento. tiem po un carácter ritu al. El observador m oderno ve en ellas sobre todo
La idea de que los tem as m itológicos recubren el m iedo de los hom ­ la transgresión de las prohibiciones. Se to lera, y en ocasiones se exige, la
bres d elan te de los fenóm enos n atu rales ha sido su stitu id a, en el siglo x ix , p rom iscuidad sexual. En determ inadas sociedades puede llegar hasta el
por la idea de que estos m ism os tem as recubren el m iedo de los hombres incesto generalizado.
delante de la verdad puram ente sexual e «in cestu o sa» de su deseo. Ambas H ay que in scrib ir la transgresión en el marco más am plio de una des­
hipótesis son m íticas; se sitú an en la prolongación del m ito y prosiguen su aparición general de las diferen cias: las jerarq u ías fam iliares y sociales están
obra, puesto que d isim ulan , una vez m ás, lo que el m ito siem pre ha d isi­ tem poralm ente suprim idas o in vertidas. Los niños ya no obedecen a
m ulado. Sin em bargo, no hay que situ ar las dos tesis en el m ismo plano. sus padres, ni los criados a sus am os, ni los vasallos a sus señores. El
Freud es «m en o s» m ítico que sus predecesores; la vida sexual está más tem a de la diferencia abolida o in vertida reaparece en el acom pañam iento
com prom etida en la violencia hum ana que el trueno o los tem blores de estético de la fiesta, en la m ezcla de colores discordantes, en el recurso al
tierra, más próxim a al fundam ento oculto de cualq uier elaboración m ítica. disfraz, en la presencia de los locos con sus ropas abigarradas y su perpe­
La sexualidad «d e sn u d a», « p u r a » , está en continuidad con la vio len cia; cons­ tua dispersión. En el transcurso de la fiesta, las uniones contra n atura y
titu ye , pues, tanto la últim a m áscara bajo la cual ésta se recubre como el los más im previstos encuentros son provisionalm ente tolerados y estim u­
comienzo de su revelación. Esto siem pre es cierto histó ricam en te: los pe­ lados.
ríodos de «lib eració n sex u al» preceden con frecuencia algún desencade­ Como cabía esperar, la desaparición de las diferencias va asociada con
nam iento violento ; es cierto hasta en la m ism a obra de F reud. El d in a­ frecuencia a la violencia y al conflicto. Los inferiores in sultan a sus supe­
m ism o de esta obra tiende a superar e l pansexualism o in icial hacia la em ­ riores; los diferentes grupos de la sociedad denuncian recíprocam ente sus
presa am bigua de T ó tem y tabú, así como hacia conceptos tales como el ridiculeces y sus m aldades. A um entan los desórdenes y la contestación. En
instinto de m uerte. C abe, pues, ver en Freud una etapa h acia la revela­ num erosos casos, el tem a de la riv alid ad hostil sólo aparece bajo la form a de
ción de una inhibición más esencial que la suya y hacia la cual tiende los juegos, de los concursos, de las com peticiones deportivas más o menos
oscuram ente, la violencia absoluta todavía d isim ulada por algunas formas ritualizad as. En todas partes cesa el trabajo , se en tregan a un consumo
de desconocim iento siem pre sacrificiales. excesivo e incluso al despilfarro colectivo de los víveres am ontonados d u ­
rante largos m eses.
Es im posible poner en duda que la fiesta constituye una conmem oración
de la crisis sacrificial. Puede parecer extraño que los hom bres recuerden en
la alegría una experiencia tan espantosa, pero este m isterio es fácil de
in terp retar. Los elem entos propiam ente festivos, los que más nos sorpren-

126 127
den y que acaban, por o tra p arte, por dom inar la fiesta, y, al térm ino de contem poránea, sólo recoge, y de m anera im perfecta, un único aspecto de la
su evolución, son los únicos en sub sistir, no son su razón de ser. La fiesta acción ritu a l, en un esp íritu com pletam ente extrañ o al del rito origin al.
propiam ente dicha no es más que una preparación al sacrificio que seña­ La fiesta se basa en una in terpretación del juego de la violencia que
la a un tiem po su paroxism o y su conclusión. R oger C aillo is ha observado supone la continuidad entre la crisis sacrificial y su resolución. In sep arab le,
con mucho acierto que una teoría de la fiesta debiera articularse sobre ahora, de su desenlace favorable, la propia crisis se convierte en m ateria
una teoría del sacrificio.1 Si la crisis de las diferencias y la violencia recí­ de regocijo. Pero esta interpretació n no es la única posible. Y a hemos visto,
proca pueden co n stitu ir el objeto de una conm em oración jub ilo sa, es por­ en el caso d el incesto d el rey, que la m editación religiosa sobre las relacio­
que aparecen como el antecedente obligatorio de la resolución catártica nes en tre las crisis y su conclusión puede adoptar dos cam inos opuestos:
en la que desem bocan. E l carácter benéfico de la unanim idad fundadora a veces puede afectar la continuidad y otras la discontinuidad. A m bas in ter­
tiende a ascender hacia el pasado, a colorear cada vez con m ayor in ten ­ pretaciones son parcialm en te verdaderas y parcialm ente falsas. El hecho es
sidad los aspectos m aléficos de la crisis, cuyo sentido aparece entonces que existe realm ente una cierta continuidad y una cierta discontinuidad
invertido. La indiferenciación violenta adquiere la connotación favorable entre la crisis y la violencia fundadora. El pensam iento religioso puede
que la con vertirá, a fin de cuentas, en lo que denom inam os una fiesta. adoptar una de am bas soluciones y aferrarse a ella, acto seguido, con obs­
Y a hemos visto algunas in terpretaciones sem ejantes, que pueden ins­ tinación, aunque, al prin cip io , poco le haya faltado p ara inclinarse hacia
crib irse, al menos p arcialm ente, en el marco de la fiesta. El incesto ritu al, la otra.
por ejem plo, acaba por ad q u irir un valor benéfico que parece casi inde­ Cabe suponer, casi a priori, que la segunda elección será la de ciertas
pendiente del sacrificio. En determ inadas sociedades, los aristócratas e sociedades. A l lado de la fiesta tal como acabam os de evocarla, debe, pues,
incluso los artesanos recurren a él más o menos furtivam en te porque les ex istir igualm ente una anti-fiesta : en lugar de ir precedida por un período
« tra e su e rte », para prep ararse, especialm ente, a alguna em presa d ifícil. Los de licencia y de relajam ien to , los ritos de expulsión sacrificial coronarán
ritos asociados a la entronización y al rejuvenecim iento de los m onarcas un período de austeridad extrem a, un redoblado rigor en el respeto de las
africanos tienen con frecuencia unas características que los aproxim an a la prohibiciones; la com unidad adoptará, en aquel m om ento, unas precaucio­
fiesta. R ecíprocam ente, en algunas fiestas en las que el auténtico soberano nes ex trao rdin arias para evitar la recaída en la violencia recíproca.
no está directam ente im plicado, aparece de todos modos un rey tem poral,
Esto es, en efecto, lo que podemos observar. A lgunas sociedades poseen
a veces un « re y de los locos» que no es, a su vez, más que una víctim a en unos rituales a un tiem po m uy análogos a la fiesta — idéntica p erio dicidad,
instancia de sacrificio. A l térm ino de la fiesta, él o su representante serán
interrupción de las actividades norm ales y, claro está, ritos de expulsión
inm olados; la soberanía, real o ilu so ria, duradera o tem poral, se arraiga
sacrificial— y a la vez tan diferentes que constituyen en el plano de la
siem pre en una in terpretación de la violencia fundadora centrada en la
interpretació n etnológica un enigm a análogo al del incesto del rey, unas
víctim a propiciatoria.
veces exigido y otras, al contrario, rechazado. Lejos de aparecer tem poral­
L a función de la fiesta no es diferen te de la de los restantes ritos sacri­
m ente relajad as, en este caso todas las prohibiciones culturales son refor­
ficiales. Como ha entendido m uy bien D urkh eim , se trata de vivificar y zadas.
renovar el orden cu ltu ral repitiendo la experiencia fundadora, reproduciendo
B ajo muchos aspectos, los ritos d el In cw a la sw azi corresponden a la
un origen que es percibido como la fuente de toda vitalid ad y de toda
definición de la anti-fiesta. D urante toda su duración quedan prohibidas las
fecundidad: es en aquel m om ento, en efecto, cuando la unidad de la com u­
relaciones sexuales más legitim as. H asta se prohíbe la siesta. Los in d iv i­
n idad es más estrecha, y el tem or de recaer en la violencia interm inable
duos deben evitar los contactos físicos, incluso consigo mismos cabría decir.
más intenso.
No deben lavarse, rascarse la cabeza, etc. U na urgente am enaza de contagio
E l orden cultural aparece a los ojos de los prim itivo s como un bien
im puro, es decir de violencia, pesa sobre todos los seres. Están prohibidos
frág il y precioso que conviene preservar y fo rtalecer, y en absoluto recha­
los cantos y los grito s. Se riñe a los niños si, al jugar, hacen dem asiado
zar, m odificar o incluso flex ib ilizar en ninguna m edida. D etrás de la fiesta
ruido.
no existe, por consiguiente, respecto a los «ta b ú e s » , ni el escepticism o ni
En La rama d e o r o , F razer ofrece un bonito ejem plo de an ti-fiesta, la
el resentim iento que nos caracterizan a nosotros m ismos y que proyec­
de C ape Coast en la Costa de Oro. D urante cuatro sem anas, los tam -tam s
tam os sobre el pensam iento religioso p rim itivo . El famoso re lea se o f ten-
y los fusiles se callan. Las palabras no son toleradas. Si sobreviene un
sions, la sem piterna relaxation, el pan de cada día de la psico-soeiología
desacuerdo, si el tono de las conversaciones se eleva, los antagonistas
com parecen ante el jefe que les im pone a todos, in distin tam en te, una fuerte
1. L’Hommc et le Sacre (París, 1950), p. 127. m ulta. P ara evitar las discusiones provocadas por el ganado perdido, los

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anim ales abandonados pertenecen a quien q uiera que los descubra; el pro­ o indirectam ente a una violencia colectiva y fundadora, a un lincham iento
p ietario legítim o no puede pro testar. lib erado r. No es d ifícil, sin em bargo, m ostrar que ocurre lo m ismo allí donde
E stá claro que todas estas m edias tienden a p reven ir una am enaza ha desaparecido cualq uier inm olación sacrificial. Esta desaparición puede
de conflicto violento. Frazer no da ninguna in terpretació n , pero su intuición d ejar sub sistir otros ritos de los que resulta fácil m ostrar su carácter sacri­
de etnólogo, m uy superior a sus opiniones teóricas, le lleva a alinear este ficial, los ritos de exorcism o. En muchos casos, estos ritos se sitúan en el
tipo de fenóm eno con la fiesta. La lógica de la anti-fiesta no es menos paroxim o de la fiesta que tam bién es su conclusión. Esto equivale a decir
evidente que la de la fiesta. Se trata de reproducir los efectos beneficiosos que ocupan en la fiesta el m ism o lu gar del sacrificio y , allí donde no
de la unanim idad violenta ahorrándose las terrib les etapas que la preceden aparecen como directam ente asociados, se com prueba fácilm ente que desem ­
y que, esta vez, son rem em oradas de m anera n egativa. Sea cual sea el peñan el m ismo papel que éste; puede afirm arse, por consiguiente, que le
in tervalo de tiem po que transcurre entre dos ritos p urificado res, está claro sustituyen.
que el peligro de un estallid o violento aum enta a m edida que nos alejam os ¿Cóm o se expulsa al diablo o a los m alos esp íritu s? Se lanzan grito s, se
del prim ero y nos acercam os al segundo. Las im purezas se acum ulan: en agitan furiosam ente los brazos; se entrechocan ruidosam ente las arm as o
el período que precede inm ediatam ente a la celebración del rito , período los utensilios de cocina, se asestan bastonazos al aire. N ada tan n atu ral, en
que, en cualq uier caso, va asociado a la crisis sacrificial, sólo debem os ap arien cia, nada tan evidente como expulsar el diablo a escobazos cuando
m overnos con extrao rd in aria p ruden cia; la com unidad se percibe a sí m is­ se es lo bastante estúpido para creer que existe. El sabio m oderno, el lib e­
ma como un auténtico polvorín. La saturn al se ha convertido en su contra­ rado frazeriano com prueba que la su p erstició n asim ila el espíritu m aligno
rio , la bacanal ha pasado a ser cuaresm a, pero el rito no ha cam biado de a un gran anim al que h uirá si llegam os a asustarle. El racionalism o apenas
objetivo. se plantea preguntas sobre unas costum bres que le parecen tanto más tran s­
A ntes de la fiesta y de la anti-fiesta deben ex istir y existen unas «m ez­ parentes en la m ism a m edida en que no se les atrib uye más sentido que
clas» que corresponden a una interpretación más com pleja, más m atizada el ridículo.
de la relación entre la crisis y la instauración del orden; la interpretación T anto en éste como en otro muchos casos, la com prensión satisfecha y
toma en cuenta tanto la continuidad como la discontinuidad. A l menos en el «es n a tu ra l» pudieran m uy bien disim ular lo más in teresan te. El acto
ciertos casos, la bifurcación con stituye, tal vez, un fenóm eno tardío ligado de exorcism o es una violencia perpetrada, en prin cip io , contra el diablo o sus
al alejam iento de la violencia esencial, y por consiguiente a una elab o ra­ asociados. En determ inadas fiestas esta violencia term in al va precedida
ción m ítica más acabada; el observador m oderno acoge esta nueva d ife­ por sim ulacros de com bates entre los propios exorcistas. Volvem os a en­
renciación, pues está en consonancia con sus propios p rejuicios; en d eter­ contrar ahí una secuencia m uy sem ejante a la de num erosos ritos sacri­
m inados casos, la agrava o es enteram ente responsable de ella. ficiales: la inm olación va precedida de disputas ritu ales, de conflictos más o
Si desconocemos la auténtica naturaleza de la fiesta, es porque los menos reales o sim ulados entre los sacrificadores. El fenóm eno debe de­
acontecim ientos situados detrás del rito van siendo cada vez menos v isi­ pender, en todos los casos, del m ismo tipo de explicación.
bles; e l objeto auténtico se p ierd e; lo accesorio se im pone sobre lo esen­ En un ejem plo m encionado por Frazer, los jóvenes del pueblo van
cial. La unidad del rito tiende entonces a descom ponerse en perspectivas de casa en casa para p racticar el exorcism o en cada una de ellas por
unívocas y opuestas. En el momento en que el pensam iento religioso alcan­ separado. La gira com ienza con una discusión respecto a la vivien da que
za una ignorancia próxim a a la n uestra, el rito adquiere una especificidad conviene v isitar en prim er lu g ar. (En cuanto buen p o sitiv ista, Frazer pro­
estim ada esencial y o rigin al por nosotros cuando es tardía y derivada. El cura no o m itir los detalles que sus teorías están menos capacitadas para
ascetism o y las m aceraciones nos parecen lo m ás opuesto a la fiesta cuando explicar. Y a sólo por este m otivo m erecería nuestra g ratitu d .) La discusión
tienen el m ismo origen, y am bas cosas se encuentran frecuentem ente en p relim in ar im ita la crisis sacrificial; el sacrificio o el exorcism o que siguen
equilib rio «d ialé ctic o » a llí donde el rito perm anece vivo. Cuanto más se a esta discusión im itan la violencia unánim e, la cual, en efecto, se in jer­
desvían los ritos de su función verdadera, más se diferencian entre sí; más ta inm ediatam ente sobre la violencia recíproca, y sólo se distin gue, a decir
tienden a convertirse en el objeto de com entarios escolásticos destinados verdad, por sus efectos m ilagrosos.
a diferenciarlos progresivam ente. Las descripciones científicas perseveran T an pronto como cesa la discusión, y se ha conseguido la unanim idad,
obligatoriam ente por este m ismo cam ino. lleg a el m om ento de la víctim a p ro p iciatoria, y , por consiguiente, del rito.
E l m undo m oderno ya no ignora, en especial a p artir de F razer, que La discusión tiene por objeto al m ismo rito , dicho en otras palab ras, la
algunas fiestas in cluían antiguam ente sacrificios hum anos; estam os lejos, elección de la víctim a a expulsar. D urante la crisis, en efecto, siem pre se
sin em bargo, de im aginarnos que todos los rasgos d istintivo s de esta cos­ trata, p ara cada cual, de alcanzar el colmo de la violencia reduciendo al
tum bre y las variaciones innum erables que supone se rem ontan directa silencio al antagonista más directo ; cada cual desea asestar el golpe decisivo,

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el que no vaya seguido de ningún otro y que, a partir de ahí, servirá de Nuestra hipótesis general sobre la crisis sacrificial y la unanimidad
modelo al rito. violenta ilumina, como vemos, varios aspectos de la fiesta que hasta nues­
Algunos textos griegos hablan vagamente de un sacrificio — humano— tros días habían permanecido relativamente oscuros. Y la fiesta, a cambio,
que una comunidad cualquiera — la ciudad, el ejército— ha decidido ofre­ confirma la fuerza explicativa de nuestra hipótesis. Conviene hacer notar,
cer a alguna deidad. Los interesados están de acuerdo en el principio del sin embargo, que la ceguera moderna respecto a la fiesta, y al rito en ge­
sacrificio pero disienten respecto a la elección de la víctima. Para entender neral, no hace más que prolongar y apoyar una evolución, que es la de lo
de qué se trata, el intérprete debe invertir el orden de los acontecimientos; religioso en sí. A medida que se van borrando los aspectos rituales, la
la violencia aparece en primer lugar y carece de motivos. La explicación fiesta se limita cala vez más a esta grosera licencia de esparcimiento con
sacrificial llega después; es realmente sacrificial en el sentido de que disi­ que han decidido verla tantos observadores modernos. La pérdida gradual
mula la sinrazón de la violencia, el elemento propiamente indefendible del rito y la cada vez mayor ignorancia no son más que una misma cosa.
de la violencia. La explicación sacrificial está arraigada en la violencia final, La disgregación de los mitos y de los rituales, esto es, del pensamiento
en la violencia que se revela, a fin de cuentas, sacrificial porque pone religioso en su conjunto, no ha sido provocada por un surgimiento de la
término a la pelea. Cabe hablar aquí de elaboración mítica mínima. El verdad enteramente al desnudo sino por una nueva crisis sacrificial.
homicidio colectivo que restaura el orden proyecta retrospectivamente un Detrás de las apariencias jubilosas y fraternales de la fiesta desrituali-
marco ritual de lo más somero sobre el salvaje deseo de matarse entre sí zada, carente de cualquier referencia a la víctima propiciatoria y a la unidad
que se ha apoderado de los miembros del grupo. El homicidio se con­ que recompone, no queda otro modelo, a decir verdad, que la crisis sacri­
vierte en sacrificio; la confusa refriega que le precede se convierte en ficial y la violencia recíproca. Y a ello se debe que, en nuestros días, los
disputa ritual respecto a la mejor víctima, la que requiere la piedad de auténticos artistas presientan la tragedia detrás de la insipidez de la fiesta
los fieles, o la preferencia de la divinidad. No se trata de otra cosa, en convertida en unas vacaciones perpetuas, detrás de las promesas vagamente
realidad, que de contestar a la pregunta: «¿Quién inmolará a quién?'1» utópicas de un «universo del ocio». Cuanto más sosas, abúlicas y vulgares
La discusión respecto a la prim era v ivien da a exorcizar disimula algo son las vacaciones, más se adivina en ellas el espanto y el monstruo que
semejante, esto es, el entero proceso de la crisis y de su resolución violenta. dejan aflorar. El tema de las vacaciones que com ienzan a ir mal, espontá­
El exorcismo sólo es el último eslabón de una cadena de represalias. neamente redescubierto, pero ya tratado en otras partes bajo unas formas
Después de haberse entregado a la violencia recíproca, los participantes diferentes, domina la obra cinematográfica de un Fellini.
golpean todos juntos en el vacio. Aquí se hace evidente una verdad, común La fiesta que acaba mal no es únicamente un tema estético decadente,
probablemente a todos los ritos, pero nunca tan palpable como en este rico en seductoras paradojas, sino que está en el horizonte real de cual­
tipo de exorcismo. La violencia ritual no suscita ningún adversario, ya no quier «decadencia». Para comprobarlo, basta con verificar lo que ocurre
encuentra ningún antagonista delante de sí. Mientras asesten to d o s jun tos con la fiesta en unas sociedades indudablemente enfermas, como los vano-
unos golpes que nadie, y con razón, les devolverá, los exorcistas no volverán mamo, asoladas por una guerra perpetua, o, peor aún, en unas culturas
a golpearse entre sí, al menos «de veras». Aquí revela el rito su origen y en plena descomposición violenta como los kaingang. La fiesta ha perdido
su función. La unanimidad rehecha gracias al mecanismo de la víctima todos sus caracteres rituales y acaba mal en el sentido de que vuelve a sus
propiciatoria no debe deshacerse. La comunidad pretende permanecer unida orígenes violentos; en lugar de vencer a la violencia, inicia un nuevo ciclo
contra «los malos espíritus», esto es, fiel a su resolución de no recaer en de venganza. Ya no es un freno sino el aliado de las fuerzas maléficas, por
el antagonismo interminable. El rito subraya y refuerza esta resolución. un proceso de inversión análogo al que observamos con motivo del sacri­
El pensamiento religioso regresa sin cesar a la maravilla de las maravillas, ficio y del que está claro que todos los ritos pueden ser el objeto:
a esta última palabra de la violencia que aparece tan tarde y que se paga
tan caro, casi siempre, que aparece ante los ojos de los humanos como «Se invitaba a las futuras víctimas a una fiesta, se les hacía
la cosa más digna de ser conservada, recordada, rememorada, repetida y beber, y luego se las mataba. Los kaingang siempre asociaban la
reanimada de mil maneras diferentes, a fin de prevenir cualquier recaída de idea de fiesta a las peleas y a los homicidios; cada vez sabían que
la violencia trascendente en la violencia diáloga, en la violencia que ya arriesgaban su vida pero nunca rechazaban una invitación. En el
no es «de broma», en la violencia que divide y que destruye. transcurso de una fiesta que reunía con el objeto de divertirse a
una gran parte de la tribu, cabría pensar que los vínculos de paren­
tesco aparecerían renovados y reforzados, que los sentimientos de
* * * benevolencia experimentados recíprocamente por los hombres se
desarrollarían en la atmósfera calurosa engendrada por la reunión.

132 i
»Y así sucedía en algunas ocasiones, pero las fiestas kaingang Id ílica al com ienzo, el vagabundeo de las bacantes no tarda en conver­
estaban tan frecuentem ente caracterizadas por las peleas y la v io ­ tirse en una san grien ta p esad illa. Las m ujeres desencadenadas se p recipitan
lencia como por los testim onios de afecto y de so lidaridad. H om ­ in distintam en te sobre los hom bres y sobre los anim ales. Solo P enteo, rey
bres y m ujeres se em borrachaban; los hom bres se vanagloriaban de Tebas e hijo de A gavé, resiste; se em peña en negar la d ivin idad de su
de sus proezas san guinarias ante sus hijos. Se vanaglo riaban de su prim o. A l ig u al que T iresias y Creonte en E dipo r e y , Penteo llega de
w aik ayu (h ib r is ); se paseaban con un aire arro gan te, blandiendo sus fuera, y , antes de sucum bir al vértigo u n iv ersal, define la situación:
lanzas y sus m azas, y hendían el aire con sus arm as; recordaban
ruidosam ente sus triunfos anteriores y anunciaban sus futuros ho­ R egreso de un v iaje p ara enterarm e
m icidios. En la creciente excitación y eb riedad, se d irig ían contra del inesperado m al que golpea nuestra ciudad.
sus vecinos en busca de p elea, bien porque sospecharan que habían
poseído sus m ujeres, b ien, al contrario, porque ellos habían po­ E videntem ente, el «in esp erado m al» es la crisis sacrificial, que se pro­
seído las suyas y se creían objeto de su o dio .» paga con una rapidez d eslum b ran te, sugiriendo a sus víctim as unos actos
insensatos, afectando tanto a los seres que se abandonan a él como a los
El fo lklo re kaingang abunda en histo rias de fiestas que term inan en que no se le resisten , por p rudencia o por oportunism o, como es el caso
m atanzas y la expresión «p rep arar la cerveza para alg u ien » * tiene un sen­ de los ancianos, y fin alm en te al único que se em peña en decir que no, el
tido suficientem ente siniestro como para prescindir de com entarios.2 desdichado Penteo. T anto si se entregan a ella por gusto como si se le
resisten, la violencia está segura de vencer.
A lo largo de la acción trágica, el esp íritu báquico no se diferencia del
* * *
contagio m aléfico. Penteo rechaza a su abuelo que in ten ta arrastrarle a su
extraña fiesta: «N o me contagies — exclam a— , vete a hacer de b acan te.»
La erupción dio n isíaca es la ruin a de las in stitucio n es, es el hundim iento
N uestro conocim iento general de la fiesta nos p erm itirá abordar la
del orden cu ltu ral que nos está claram ente significado, en el paroxism o de
lectura de un segundo m ito griego, el de D ionisos, a través de una segunda
la acción, por la destrucción d el palacio real. In útilm en te se esfuerzan en
tragedia, Las bacantes. Este nuevo análisis rep etirá en parte el del m ito
dom inar al dios de la violencia. Penteo in tenta apresar al joven agitador
edípico. P erm itirá com probar nuestra hipótesis básica sobre el juego de la
bajo cuyos rasgos se oculta D ionisos, pero, m ientras todo se desplom a de­
violencia, alem ás de precisar algunos aspectos de ella, y encam inarnos
bajo de las llam as, la div in id ad sale in tacta de los escom bros.
hacia nuevos problem as.
La traged ia de Las bacantes es, en p rim er lu g ar, la fiesta que acaba mal.
La bacanal es una fiesta en e l sentido definido en las páginas an terio ­
Y no podemos asom brarnos de esta m olesta evolución, ya que la bacanal
res; se encuentran en ella todos los rasgos esenciales que acabam os de
que contem plam os no es más que la bacanal o rig in al, esto es, la crisis
enum erar. Las b a c a n t e s se presen tan en prim er lu g ar como una bacanal
sacrificial. La tragedia confirm a la lectura de la fiesta que acabam os de
ritu al. El poeta trágico subraya la desaparición de las d iferen cias; el dios
ofrecer, puesto que refiere la fiesta a sus orígenes violentos, a la violencia
derriba las b arreras entre los hom bres, tanto las de la riqueza como las del
recíproca. Esto equivale a decir que E urípides hace experim entar al m ito
sexo, de la edad, etc. Todos están convocados al culto de D ionisos; en los
y al culto de D ionisos un tratam iento análogo al que Sófocles hacía expe­
coros, los ancianos se m ezclan con los jóvenes, las m ujeres están en pie
rim en tar al m ito de Edipo. R ecupera la sim etría co n flictual detrás de las
de iguald ad con los hom bres. significaciones m íticas y tam bién, esta vez, detrás del rito , que disim ulan
L a bacanal de E urípides es la de las m ujeres de T ebas. D espués de haber
tanto o más aún de lo que lo designan.
im plantado su culto en A sia, D ionisos regresa a su ciudad n atal, bajo los
La tarea es tanto más fácil en la m edida en que la bacanal perpetúa
rasgos de un joven discípulo que ejerce un extraño poder de seducción
un aspecto esencial de la crisis sacrificial, que es la desaparición de las
sobre la m ayoría de los hom bres y de las m ujeres. A uténticas poseídas
diferencias. Pacífica en prim er lu g ar, la no-diferencia dionisíaca pasa ráp i­
por el dios, su tía A gavé, su prim a Ino y todas las m ujeres de Tebas aban­
dam ente a una in diíeren ciació n violenta especialm ente avanzada. La abo­
donaron sus hogares p ara vagabundear por el C itheron, celebrando en él
lición de la diferencia ritu al, que aparece en la bacanal ritu al como una fiesta
la prim era bacanal.
del am or y de la fratern id ad , se convierte en antagonism o en la acción trág i­
* En francés, « p rép a re r d e la b iére» , que significa tanto «preparar la cerveza» ca. Las m ujeres se inclinan hacia las actividades más violentas de los
como «preparar el ataúd». (N. d e l T.) hom bres, la caza y la guerra. Echan en cara a los hom bres su d eb ilidad y
2. J u n g l e P eo p le, pp. 56-57. su fem inidad. Bajo los rasgos de un efebo de largos cabellos, D ionisos, en

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persona, fomenta el desorden y la destrucción. Después de haberle repro­ tebanas procede de una hibris culpable, mientras que por parte de Dionisos
chado su apariencia afeminada, el propio Penteo, víctima de un deseo y de sus ménades todo es realmente divino; hasta la peor violencia es legí­
malsano, se disfraza de bacante para ir a espiar las mujeres en las laderas tima, porque el dios es dios y porque el hombre es hombre. Es muy cierto.
del Cithéron. También hay, en Las bacantes, una pérdida de la diferencia En el plano de la intriga general, jamás se ha perdido la diferencia entre
entre el hombre y el animal, que siempre va unida a la violencia. Las el dios y el hombre: es afirmada claramente al comienzo y al final de la
bacantes se precipitan sobre un rebaño de vacas que desgarran con sus tragedia. Pero no ocurre lo mismo a lo largo de la acción trágica. A llí todas
propias manos, confundiéndolas con unos hombres que han turbado sus las diferencias se mezclan y se pierden, incluida la diferencia entre la
retozos. Penteo, delirante de rabia, ata un toro en su establo, creyendo humanidad y la divinidad.
atar al propio Dionisos. Agavé comete el error contrario; cuando las ba­ Como vemos, la inspiración trágica tiende al mismo resultado en Las
cantes descubren a su hijo Penteo, que las espía, Agavé le confunde con un bacantes que en Edipo rey. Disuelve los valores míticos y rituales en la
«cachorro de león» y es la primera en atacarlo. violencia recíproca. Revela la arbitrariedad de todas las diferencias. Nos
Otra diferencia que tiende a borrarse en la acción trágica, aparente­ arrastra inexorablemente a una cuestión decisiva respecto al mito y al orden
mente inseparable, es la diferencia entre el dios y el hombre, entre Dionisos cultural en su conjunto. Sófocles se detiene antes de plantear esta cuestión,
y Penteo. No hay nada en Dionisos que no encuentre su correspondencia en y los valores míticos comprometidos aparecen a fin de cuentas reafirmados.
Penteo. Dionisos es doble. Por un lado está el Dionisos definido por las En el caso de Las bacantes ocurre lo mismo. La simetría se afirma de
ménades, el guarda celoso de la legalidad, el defensor de las leyes divinas manera tan implacable que disuelve, como acabamos de ver, la diferencia
y humanas. Por otro, está el Dionisos subversivo y disolvente de la acción entre el hombre y el dios. Lo divino no es más que una baza entre dos
trágica, el que acabamos de definir. Este mismo desdoblamiento se encuen­ rivales:
tra en Penteo. El rey de Tebas se presenta ante nosotros como un piadoso
conservador, un protector del orden tradicional. En las frases del coro, Tú sabes... cuán feliz eres cuando espera a tus puertas toda
por el contrario, Penteo aparece como un transgresor, un audaz descreído una multitud, y la ciudad glorifica el nombre de Penteo. Baco
cuyas impías empresas atraen sobre Tebas la cólera de la omnipotencia. Y también ama los honores, estoy seguro...
Penteo contribuye efectivamente al desorden que pretende impedir. El
mismo hace de bacante, se convierte en un poseído de Dionisos, es decir, A l final de la obra, sin embargo, la especificidad de lo divino aparece
de una violencia que asemeja a todos los seres, incluidos los «hombres» y también reafirmada, y de manera terrible. Entre la omnipotencia de Dioni­
los «dioses», en el seno de la más feroz oposición y a través de ella. sos y la culpable debilidad de Penteo, parece que la partida nunca ha
Todos los rasgos distintivos de cada protagonista están más o menos sido equilibrada. La diferencia que triunfa acaba por recubrir la simetría
esbozados o sugeridos en su contrincante. La divinidad de Dionisos, por trágica. Una vez más, la tragedia se nos presenta como una oscilación entre
ejemplo, va acompañada de una secreta humanidad que subraya su apa­ la audacia y la timidez. En el caso de Sófocles, sólo la contradicción entre
rición bajo los rasgos de un joven efebo. Paralelamente, la humanidad de la simetría de la acción trágica y la asimetría del contenido mítico nos
Penteo va acompañada, si no de una divinidad, sí, al menos, de un deseo permite afirmar que el poeta, conscientemente o no. retrocede ante una
de convertirse en dios, manifiesto en las pretensiones sobrehumanas que audacia todavía mayor. En el caso de Las bacantes, están presentes las
acompañan el abandono final al espíritu dionisíaco: mismas oposiciones textuales y un mismo tipo de análisis nos llevará a
las mismas conclusiones: también Eurípides retrocede ante una audacia to­
¿Podré cargar sobre mis hombros el Cithéron davía mayor. Pero esta vez el retroceso no es silencioso. En numerosas tra­
y sus retiros, así como a las bacantes? gedias, con excesiva insistencia y repetición como para que quepa descar­
tarlos, surgen unos pasos que revelan la decisión del poeta y que se esfuer­
En el éxtasis dionisíaco, cualquier diferencia entre el dios y el hombre zan en justificarla:
tiende a abolirse. Si en la obra existe una voz de la ortodoxia dionisíaca,
es precisamente la de las ménades lidias y éstas se pronuncian sin equívoco Hay una sabiduría que es pura locura,
posible; el frenesí convierte a cualquier poseído en otro Dionisos: los pensamientos que superan lo humano acortan la vida,
pues quien apunta demasiado alto pierde el fruto del instante.
¡Quien es arrastrado por la danza se convierte en un Bromio!
Es, creo yo, delirio o error,
Se nos dirá, claro está, que el éxtasis de Penteo y el de las bacantes actuar de tal suerte.

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M anten al m argen de los pensam ientos am biciosos a una Tebas que, a p artir de ahora, ren dirá a la nueva d ivin idad el culto
tu corazón prudente y tu espíritu. que reclam a.
Lo que cree y practica la m ultitud de los modestos El hom icidio aparece a la vez como el fruto de una acción d ivin a y de
acepto yo p ara mí. un desencadenam iento espontáneo. La acción d iv in a se inscribe en el marco
del sacrificio ya ritualizad o . Es el propio dios el que juega el papel de
sacrificador; prepara la futura v íctim a; el sacrificio deseado por él coincide
Los críticos no se ponen de acuerdo respecto a la significación últim a
con la venganza que acabará por apaciguarle. Bajo el p retexto de arreglar
de tales pasos y una buena p arte del m oderno debate respecto a E urípides
su cabello y su vestido , D ionisos toca ritualm en te a Penteo en la cabeza, en
ha girado en torno a este problem a. Toda la cuestión, sin em bargo, aparece
la cin tura y en los pies. El propio hom icidio se desarro lla de acuerdo con
posiblem ente falseada por un postulado com ún a todos los in térpretes y .
los usos dionisíacos; se reconoce en él el sp a ra gm o s cuyos rasgos d istin ­
que les parece tan poco contestable que se dispensan de form ularlo. Este
tivos son idénticos a los de varios sacrificios ya evocados anteriorm ente:
postulado se refiere a la n aturaleza del saber delante del cual retrocede
1) Todas las bancantes particip an en la inm olación. Reencontram os
el poeta trágico. Se ha entendido a priori que no puede tratarse de un sa­
aquí la exigencia de un an im idad que desem peña un p ap el considerable en
ber que nosotros no poseem os. L a idea de que un poeta tan alejado de
num erosos rituales.
la «m o d ern id ad », como es E urípid es, pueda rozar un peligro del cual lo
2) No se utiliza ningún arm a; la víctim a es desgarrada con las m anos.
ignoram os todo, sospechar la existencia de una verdad que se nos escapa
T am bién ah í, el sp a ra gm o s no es el único de su especie. Y a hemos visto
por entero, parece dem asiado rid icu la p ara ser considerada.
dos ejem plos de avalanchas colectivas y sin arm as, una en el sacrificio dinka
Los m odernos están convencidos de que E urípides retrocede delante
y la o tra, en el transcurso del In cw a la sw azi, en la inm olación de una vaca
del escepticism o del que ellos m ism os están tan orgullosos, aquel que no
que sustituye al rey. P o drían citarse un gran núm ero de casos análogos. La
alcanza a descubrir ningún objeto real detrás de la religió n y la califica
tesis de un Rudolph O tto, según la cual lo dionisíaco griego constituye
sim plem ente de «im a g in a ria ». Siem pre se piensa que E urípides vacila, por
algo absolutam ente especial, no tiene el m enor fundam ento. No h ay una
m otivos de conveniencia m oral o por sim ple p rejuicio , en reconocer que
sola característica del m ito y d el culto de D ionisos a la que no se pueda
lo religioso es un mero y sim ple engaño, una ilusión «co n so lado ra» o
encontrar num erosos correspondientes en las sociedades p rim itivas.
«re p re siv a » según los casos, un «fan tasm a».
La adaptación trágica, en la m edida en que hace reaparecer la espon­
El in telectu al rom ántico y m oderno se considera el iconoclasta más
taneidad detrás de la prem editación ritu a l, aunque no se deshaga totalm ente
irresistib le de la h isto ria. Se pregunta si E urípides no es un poco dem asiado
de ésta, nos p erm ite prácticam ente rozar la relación auténtica en tre el rito
«b u rg u é s» p ara m erecer la estim ación de que siem pre le ha considerado la
y una escena o rigin al en absoluto im agin aria y parcialm ente restitu id a por
tradición.
E urípides. E l despedazam iento de la víctim a viva por los asistentes un á­
P ero E urípides habla menos en térm inos de « f e » religio sa, como los
nim es y desarm ados revela aq u í su verdadera significación. A unque no
m odernos, que en térm inos de lím ites transgredidos y de un saber tem ible
tuviéram os el texto trágico que representa la escena o rigin al, podríam os
situado más allá de estos lím ites. No parece que se trate realm ente de
im aginarlo. No puede tratarse de una ejecución organizada. Todo nos lleva
una opción ociosa entre una «creen cia» y un «d escreim ien to » igualm ente
a pensar en una m u ltitu d con intenciones in icialm ente pacíficas, una m asa
abstractos. A q u í está en juego algo más esencial que el vacío escepticism o
desorganizada que, por razones desconocidas, y cuyo conocim iento no es
respecto a los dioses. E ste algo , aún sin descub rir, no es por ello menos
realm ente necesario, llegan a un grado extrem o de h isteria colectiva. Esta
perfectam ente descifrable y en el m ism o texto de Las bacantes.
m u ltitu d acaba por p recip itarse sobre un in dividuo que nada esencial señala
a la venganza de todos pero que, no por ello , deja de p o larizar, en m uy
poco tiem po, todas las sospechas, la angustia y el terror de sus com pañeros.
•k "k *
Su m uerte vio len ta ofrece a la m u ltitu d el exutorio que necesita para recu­
p erar la calm a.3
El sp ara gm os ritu al rep ite e im ita con una exactitud escrupulosa la
E l hom icidio de Penteo se presenta a la vez como el paroxism o y la escena del lincham iento que pone térm ino a la agitación y al desorden. La
liquid ació n de una crisis provocada por el propio dios, como una «v e n ­ com unidad quiere apropiarse de los gestos que aportan la salvación. A sí
gan za» suscitada por la in cred ulid ad de los tebanos y sobre todo de su
propia fam ilia. D espués de haber ocasionado la m uerte de P enteo, el dios 3. Respecto a la multitud como desaparición de las diferencias ningún libro tan
expulsa de la ciudad e l resto de la fam ilia. La paz y el orden pueden regresar sugestivo como Masa y p o d e r, de Elias Canetti (Jacobo Muchnik).

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pues, la espontaneidad absoluta resulta ser, paradójicam ente, lo que el de la violencia esencial, como sigue siendo por ahora el n uestro , ha podido
rito se esfuerza en reproducir. En la p erspectiva de la religió n ya creada, encontrar algo de d eleitab le en e l D ionisos de Las bacantes. E videntem ente,
D ionisos envía a Penteo a la m uerte. El dios es e l dueño del juego ; pre­ E urípides es totalm ente ajeno a estas ilusio n es, que resu ltarían totalm ente
para desde hace mucho tiem po el prim er sacrificio, su propio sacrificio, el cómicas si fueran menos in quietan tes.
más terrib le y el más eficaz de todos, el que lib era realm ente la com unidad El dios carece de esencia propia al m argen de la violencia. No hay
desgarrada. En la perspectiva de la religió n que está creándose, la ejecu­ ni uno solo de sus atributos que no esté directam ente relacionado con ella.
ción de Penteo es una resolución espontánea que nadie podía prever Si D ionisos está asociado a la inspiración p ro fètica, de la m ism a m anera
ni organizar. que el Apolo de D elfos y el m ito de Edipo, se debe a que la inspiración
La violencia colectiva parece enteram ente revelada, pero lo esencial, p rofètica depende de la crisis sacrificial. Si aparece como la div in id ad de
o sea, la elección arb itraria de la víctim a y la sustitución sacrificial que re­ la vid y del vino es, sin duda, por una suavización del sentido o rigin al que
constituye la un id ad , sigue disim ulado. La expulsión propiam ente dicha le co n vertía en el dios de una eb riedad más tem ib le, el furor hom icida. No
perm anece en segundo térm ino y m antiene su eficacia puesto que estruc­ hay nada en la tradición dionisiaca an tigua que se refiera a la cu ltu ra de
tu ra su propia representación bajo la form a del sacrificio in stituid o . En la la vid o a la fabricación del vino.4 La única epifanía m ayor del dios, antes
perspectiva de la crisis sacrificial, las relaciones entre los do b les, Dionisos de la conclusión, se confunde con las consecuencias m ás catastróficas de la
y P enteo, son recíprocas, en doble sentido. Y a no hay ninguna razón para crisis sacrificial, representadas por la destrucción del palacio de P enteo:
que sea D ionisos, y no P enteo, quien sacrifique a su com pañero. En la pers­
pectiva de la religió n ya acabada, en cam bio, aunque la reciprocidad per­ C o r o . — Seísm o divino, haz tem b lar la tierra.
m anezca subyacente, si el sacrificador y su víctim a siguen siendo unos D io n is o s . — ¡A hora m ism o se desm orona y está a punto de
doblas, al menos bajo cierto aspecto, bajo otro aspecto, y más esencial, esta caer el palacio de P enteo!
m ism a reciprocidad queda abolida; el se n tid o d el sacrificio no am enaza con (D ionisos está ahí. ¡A d o rad le!)
in vertirse, queda fijado de una vez por todas; la expulsión y a se ha pro­ C o r o . — ¡L e adoram os!
ducido en todo m omento. ¡A h ! ¡V ed como se abren los frisos de m árm ol! ¡Brom io lan ­
Para entender el rito , h ay que referirlo a otra cosa que a unas m oti­ zará bajo este techo su grito triun fan te!
vaciones psíquicas conscientes o inconscientes. P ese a las apariencias, no D io n is o s . — Enciende la antorcha con el fuego divino. ¡P ren ­
tiene nada que ver con un sadism o g ratu ito ; no está orientado hacia la vio­ de fuego a la casa de P enteo!
lencia sino hacia el orden y la tran q u ilid ad . El único tipo de violencia que C o r o . — ¡A h , ah! ¡M ira, m ira!
in ten ta reproducir es el que expulsa la violencia. N ada tan ingenuo, en el ¡A lrededo r de la santa tum ba de Sém ele,
fondo, ni tan estéril como el tipo de especulaciones a las que el psicologis- L a llam a que dejó en ella e l fulguran te rayo!
mo m oderno se cree autorizado por e l carácter atroz de un rito como el ¡T em blad y p ostraros, m énades!
sparagm os. ¡S í, p ostraros, nuestro señor d errib a este palacio!
Las bacantes confirm an en todos los aspectos la definición de sacrificio ¡Es el hijo de Zeus!
ofrecida anteriorm ente. Y y a presentim os que e l conjunto de la tesis que
hace rem ontar el m ito y el ritu a l a la unanim idad fundadora recib irá en Si D ionisos en cam a la violencia más abom inable, cabe juzgar sorpren­
la traged ia dél E urípides y en el culto de D ionisos una confirm ación des­ dente e incluso escandaloso que co n stitu ya tanto un objeto de veneración
lum b ran te. como de terror. No hay que acusar de ingenuidad a quienes se form ulan
p reguntas a este respecto, sino a quienes no lo hacen.
Si se contem pla más atentam ente el tip o específico de violencia al
* * *
que está asociado el dios, se d ib uja un cuadro de conjunto que corresponde
con gran exactitud a las conclusiones que sugiere la m uerte de Penteo en­
tendida en sus relaciones con el sacrificio dionisiaco. Bajo el nom bre de
A l lector desprevenido, que no aborda Las ba cantes con el espíritu de B rom io, el R uidoso, el E strem ecedor, D ionisos preside forzosam ente unos
N ietzsche y de Rudolph O tto, siem pre le sorprende el carácter odioso de desastres que tienen escasa relación con las torm entas y los tem blores de
D ionisos. A lo largo de la acción trágica, el dios vaga por la ciudad, sem­ tierra predilectos de los m itólogos del pasado siglo, pero que siem pre
brando a su paso la violencia, provocando el crim en con el arte de un se­
ductor diabólico. Sólo el quijotism o m asoquista de un m undo tan protegido 4. Cfr. H. Teanmaire, Diotrysos (Payot, 1951), p. 23.

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realmente divina. Después de aceptar la última víctima, la única que real­
exigen, según parece, la presencia de una multitud que el temor irrazonado
mente ha elegido, en la cual tal vez se ha encarnado, se retira silenciosa­
incita a unos actos extraordinarios, casi sobrenaturales. Tiresias define en
mente, tan favorable en su alejamiento como terrible fue en su proximidad.
Dionisos el dios de los movimientos pánicos, de los terrores colectivos que
Así pues, lo religioso está lejos de ser «inútil». Deshumaniza la violen­
sobrevienen sin previo aviso:
cia, sustrae al hombre su violencia a fin de protegerle de ella, convirtién­
dola en una amenaza trascendente y siempre presente que exige ser apa­
Unos soldados armados y en orden de batalla
ciguada por unos ritos apropiados así como por un comportamiento modes­
se dispersan presos del pánico sin que la lanza les haya tocado.
to y prudente. Lo religioso libera realmente a la humanidad, pues libra
Este delirio procede de Dionisos.
a los hombres de las sospechas que les envenenarían si recordaran la crisis
tal como realmente se ha desarrollado.
Si se relacionan todos estos indicios con los que ya hemos acumulado,
Pensar religiosamente es pensar el destino de la ciudad en función de
y con toda la masa de pruebas procedente de otros ritos, no existe la
esta violencia que domina al hombre de modo tanto más implacable en
menor duda: D ionisos es e l d io s d e l lin ch a m ien to triunfal. A partir de ahí
la misma medida en que el hombre se cree más capacitado para dominarla.
es fácil entender por qué hay un dios y por qué este dios es adorado. La legi­
Significa, por lo tanto, pensar esta violencia como sobrehumana, para man­
timidad del dios no se reconoce porque turba la paz sino porque el mismo
tenerla a distancia, para renunciar a ella. Cuando la adoración terrificada
restaura la paz que ha turbado, lo que le justifica a p o ste rio ri de haberla
se debilita, cuando las diferencias comienzan a borrarse, los sacrificios
turbado, convirtiéndose la acción divina en cólera legítima contra una
rituales pierden su eficacia: ya no son queridos. Cada cual pretende
hihris blasfema de la que nada, hasta la unanimidad fundadora, la dife­
enderezar la situación por su cuenta pero nadie lo consigue: el decaimiento
rencia.
mismo de la trascendencia hace que ya no exista ninguna diferencia entre
El análisis propiamente textual confirma las hipótesis que convierten
el deseo de salvar la ciudad y la ambición más desmesurada, entre la piedad
el culto dionisíaco en la consecuencia de los grandes trastornos políticos
más sincera y el deseo de divinizarse. Cada cual ve en la empresa rival
y sociales. Detrás de una obra como la de Erwin Rohde existe una intuición
el fruto de un deseo sacrilego. Es en ese momento cuando se borra cual­
incompleta pero profunda de la realidad. Los argumentos históricos invo­
quier diferencia entre Dionisos y Penteo. Los hombres se pelean respecto a
cados por quienes defienden este tipo de tesis son seguramente discutibles,
los dioses y su escepticismo coincide con una nueva crisis sacrificial que
pero los de sus adversarios no lo son menos. En ausencia de documentos
aparecerá, retrospectivamente, a la luz de una nueva violencia unánime,
nuevos, el método histórico tradicional no sirve más que para estancarse.
como una nueva visitación y una nueva venganza de la divinidad.
Sólo el análisis comparativo de los textos y de los grandes fenómenos re­
Los hombres no podrían depositar su violencia fuera de ellos mismos,
ligiosos — presente, por otra parte, en Rhode pero bajo una forma todavía
en una entidad separada, soberana y redentora, si no hubiera una víctima
demasiado limitada— puede hacer avanzar nuestro conocimiento.5
propiciatoria, si la misma violencia, en cierto modo, no les concediera un
Detrás de un mito como el de Las b a ca n tes , y al margen de cualquier
respiro que también es un nuevo inicio, el comienzo de un ciclo ritual des­
contenido histórico, se puede adivinar y conviene postular la llamarada
pués de un ciclo de la violencia. Para que la violencia acabe por callar,
repentina de la violencia y la amenaza terrible que constituye para la
para que se diga la última palabra acerca de la violencia y que pase por
supervivencia de la comunidad. La amenaza acabará por alejarse, con tanta
divino, es preciso que el secreto de su eficacia permanezca inviolado, es
rapidez como se ha presentado, gracias a un linchamiento que reconcilia
preciso que el mecanismo de la unanimidad sea siempre ignorado. Lo
a todo el mundo porque todo el mundo participa en él. La metamorfosis
religioso protege a los hombres en tanto que su fundamento último no
de los ciudadanos apacibles en bestias furiosas es demasiado atroz y pasajera
es desvelado. A l sacar al monstruo de su última guarida, se corre el peli­
para que la comunidad acceda a reconocerse en ella, para que acoja como
gro de desencadenarlo para siempre. A l disipar su ignorancia, se corre el
propio el extraño y terrible rostro, por otra parte apenas entrevisto. Tan
peligro de exponer a los hombres a un peligro incrementado, se les priva
pronto como se ha apaciguado, de manera milagrosa, la tempestad apare­
de una protección que coincide con el desconocimiento, se rompe el único
cerá como la visitación divina por excelencia. Celoso de sentirse ignorado
freno de que está dotada la violencia humana. La crisis sacrificial, en
o mal conocido, un dios ha expresado su disgusto a los hombres de manera
efecto, coincide con un saber que aumenta a medida que la violencia recí­
5. E. Rohde, Psyche, Seelencult und Unterblichkeitsglaube der Griechen, 1893 proca se exaspera pero que jamás desemboca en la verdad completa; esta
En su notable Dionysos, H istoire du cuite de Bacchus (Payot, 1970), H. Jeanmaire verdad de la violencia, junto con la propia violencia, es lo que la expulsión
critica la tesis sociológica. No acabo de ver como su propia tesis, que insiste en los acaba por arrojar para siempre al «más allá». Por la misma razón de que
aspectos extáticos y en los fenómenos de la posesión, sería incompatible con las gran­
deshace las significaciones míticas, la obra trágica abre bajo los pasos del
des líneas de un pensamiento como el de Rohde.

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poeta un abism o ante el cual acaba siem pre por retroceder. L a hibris que en la que se apoya lo m ejor d el rito . E l rito no está orientado hacia la vio­
le tien ta es más peligrosa que la de todos sus p erson ajes; se refiere a un lencia sino h acia la paz. La dem istificación trágica hace aparecer la bacanal
saber que, en el contexto de cualq uier pensam iento filosófico y m oderno, como puro fren esí, abandono a la violencia. L a dem istificación trágica es
no puede ser presentido sino aprehendido como in fin itam en te destructor. en sí m ism a violenta p uesto que d eb ilita necesariam ente los rito s o con­
E xiste ah í, pues, una prohibición bajo cuyo régim en nos encontram os nos­ trib uye a que «acaben m a l» ; lejo s de actuar en e l sentido d e la paz y
otros m ism os y que el pensam iento moderno está lejos de haber violado. de la razón u n iv ersal, como se lo im agin a un m undo ciego al papel de
E l hecho de que sea casi ab iertam ente señalado por E urípides, m uestra que la violencia en las sociedades h um anas, la dem istificación an tirrelig io sa es
la prohibición, en esta obra trágica, está som etida a una conm oción excep­ tan am bigua como la propia relig ió n ; si bien com bate un cierto tipo de vio­
cional: len cia, siem pre es p ara alim en tar o tro, sin duda m ás terrib le. A diferencia
de los m odernos, E urípides p resien te esta am b igüedad; por ello nunca
i Q ué jam ás im aginen nuestros pensam ientos avanza en una dirección sin retroceder acto seguido y d irig irse hacia o tra;
algo que sea superior a las leyes! oscila en tre « la au d acia» y la « tim id e z ». A sí es como aparece unas veces
¿Q ué cuesta reconocer como el defensor y otras como el denunciante de la bacanal. En las descrip­
que lo divino le corresponde a la fuerza? ciones estáticas del com ienzo, en las exhortaciones de los dos ancianos a
Lo que en todos los tiem pos fue tenido por cierto favor de D ionisos, la b acan al está presentada bajo una luz favorable. E urí­
ex trae su fuerza de la naturaleza. pides parece preocupado por defender el culto contra los que asocian la
no-diferencia dionisíaca a la p rom iscuidad y a la violencia. Las bacantes
están descritas como unos m odelos de decencia y de dulzura. Las sospechas
* * ie
de que es objeto el culto del dios son rechazadas con indignación.
Estas protestas son m uy extrañas pues no tardan en ser desm entidas
por los acontecim ientos. Como observa M arie D elcourt-C urvers en su
T anto en el caso de D ionisos como en el de E dipo, la elaboración m íti­ introducción a la obra, nos preguntam os «q u é significado ha pretendido
ca, el elem ento transfigurad o r, se reduce a la reorganización de algunos dar el poeta a los desenfrenos de A gavé y de sus com pañeras, inocentes al
datos que pertenecen realm ente a los fenóm enos colectivos situados detrás principio hasta el punto de parecer un poco rid icu las, luego in quietan tes
del m ito y que no ten drían nada de m íticos si estuvieran todos igualm ente y al fin hom icidas. H asta el punto de que después de haber dudado de
repartidos entre la to talid ad de los p articip an tes, si fuera respetada la que ex ista un p r o b lem a de las bacantes, nos sentim os atrapados p o r él, e
reciprocidad de la violencia. T anto en un caso como en el o tro , la recipro­ incapaces de reso lverlo ».
cidad perdida es sustituid a por la d iferen cia, y la diferencia esencial separa A unque proceda de la violencia y perm anezca im pregnado de violen ­
entonces al dios, o al héroe m ítico, que polariza toda la vio len cia, de la cia, el rito se dirige hacia la paz; sólo él, en efecto, se dedica activam ente
com unidad que sólo conserva de su participación en la crisis — al m argen a prom over la arm onía en tre los m iem bros de la com unidad. E urípides
de una violencia puram ente ritu al y sacrificial— el contagio pasivo — y es quisiera salvar el rito d el n aufragio al que la crisis sacrificial y la in sp ira­
la peste del m ito de Edipo— o la no-diferencia fratern a — y es la bacanal ción trágica arrastran todos los valores religio so s. Pero este esfuerzo está
de D ionisos. condenado de antem ano; la inspiración trágica es m ás fuerte que la s in ten ­
Todos los elem entos que participan en la com posición del m ito proceden ciones form ales d el p o eta; una vez que se han m ezclado lo sacrificial y lo
de la crisis; no se ha añadido, ni elim inado n ad a; no in tervien e ninguna n o-sacrificial — las dos gotas de la sangre d e la G orgona— ninguna volun­
m anipulación consciente. La elaboración m ítica es un proceso no consciente tad hum ana es capaz de separarlos.
basado en la víctim a p ropiciatoria y cuyas consecuencias paga la verdad No ex istiría «problem a de las b acan tes» si E urípides accediera plena­
de la vio len cia; esta verdad no es «rech a zad a» pero sí separada d el hom bre m ente al origen violento, al juego com pleto de la vio len cia, a la unanim idad
y divinizada. fundadora preservada por el rito , perdida en la reciprocidad vio len ta, recu­
La inspiración trágica disuelve las diferencias ficticias en la violencia perada en e l m ecanismo de la víctim a pro p iciatoria. Nos m o straría enton­
recíproca; d em istifica la doble ilusión de una d ivin idad violenta y de una ces que el lado bueno y el cabo m alo de la bacanal corresponden a las
com unidad inocente. La com posición m ixta de los corros en las fiestas de dos vertien tes que se extienden por una y otra p arte de la violencia fun­
Dionisos y el perm iso concedido tem poralm ente a las m ujeres de beber vino dadora. Son los m ismos seres que son capaces de desgarrarse en tre sí en
revelan una em briaguez m ás b ien terrib le. La inspiración trágica «d em isti­ la crisis sacrificial y de v iv ir, tanto antes como después, en la arm onía
fica» la b acan al; d estru ye, por consiguiente, la base de desconocim iento relativ a del orden ritu al.

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No existiría, tampoco, problema de las bacantes si Eurípides hubiera de reducir la tragedia a nuestra pequeña coherencia mediocre y desprovista
podido adoptar la perspectiva de la religión primitiva, retornar abierta­ de interés, hay que pensar sobre la quiebra lógica que acusa para penetrar
mente a lo sagrado, arrancar su violencia a los hombres y divinizarla com­ finalmente en el interior del mito y descubrir como está constituido. Hay
pletamente. No existiría, una vez más, problema de las ba cantes si Eurí­ que ampliar el problema de las bacantes a las dimensiones de cualquier
pides hubiera podido estabilizar su pensamiento en uno de los eslabones cultura, religiosa y no religiosa, primitiva y occidental; el problema es el
intermedios entre estas dos soluciones extremas, el esquema religioso que del origen violento, nunca localizado, localizable actualmente en la rápida
transfiere a la divinidad el juego entero de la violencia, y la verdad entera desintegración de las últimas prácticas sacrificiales de la cultura occidental.
que restituiría a todos los hombres el mismo juego.
En este sistema intermedio, que es el nuestro, la oposición entre la
división violenta y la armonía pacífica, la diferencia que debiera exten­ ie ie ie
derse en el tiempo, en el orden diacrònico, se ve convertida en diferencia
sincrónica. Entramos en el universo de los «buenos» y de los «malos», el
único que nos es realmente familiar. Conviene seguir preguntándose acerca de la preponderancia de las mu­
Cabe observar que este esquema está esbozado en Las ba cantes o, por jeres en el culto de Dionisos. Sin insistir en absoluto sobre lo que acaba­
lo menos, que aparecen todos los elementos necesarios a su desarrollo, en la mos de decir, cabe preguntarse si la atribución a las mujeres del homicidio
idea de una «revuelta impía» contra el dios, en el desdoblamiento del cor­ de Penteo, y la rabia homicida que caracteriza el elemento femenino a lo
tejo divino en bacanal deseada, la de las ménades lidias, y en bacanal no largo de la bacanal original, es decir, de la crisis sacrificial, no son tan
deseada, la de las mujeres de Tebas. En el seno de la acción trágica, sin falaces como la bacanal pastoril e idílica que las precede, como las excur­
embargo, se borra cualquier distinción, como hemos visto, entre un siones campestres sobre el monte Citheron.
•entusiasmo dionisiaco «bueno» y otro «malo», entre una «posesión» que Los dos protagonistas son del sexo masculino, pero detrás de ellos
■sería la recompensa de los fieles y una «posesión» que sería el castigo de sólo hay mujeres y ancianos. En la crisis, la furia homicida es muy real,
los malos. La división maniquea entre buenos y malos se hunde apenas pero debe propagarse a toda la comunidad; la violencia de todos contra
es esbozada. la víctima propiciatoria no puede correr a cargo exclusivamente de las
Hay que hacer notar que esta división coincide con la caza a la víctima mujeres. Hay motivo para preguntarse si la preponderancia de las mujeres
propiciatoria que se prosigue en el campo cultural e ideológico mucho no constituye un desplazamiento mítico secundario, una sustracción de su
tiempo después de haber cesado en la laderas del Citheron. violencia ya no, esta vez, a los hombres en general, sino a los adultos del
Resolver «el problema de las b a ca n tes » supondría encontrar un sistema sexo masculino, esto es, a los que sienten más necesidad de librarse del
de diferenciación que no se desintegrara debajo de la mirada y que permi­ recuerdo de la crisis pues son, según toda evidencia, sus principales, cuando
tiera afirmar una coherencia de la obra, literaria, psicológica, moral, etc. Di­ no únicos, responsables. Son ellos, por otra parte, y sólo ellos, los que
cho sistema reposaría, una vez más, sobre una violencia arbitraria. El ele­ amenazan con hacer caer la comunidad en la violencia recíproca.
mento fundador, en Las bacantes, no está exhumado, sino que aparece Cabe postular, por tanto, una sustitución mítica del sexo femenino al
considerablemente quebrantado. No es la «psicología» de Eurípides lo que sexo masculino bajo la relación de la violencia. Eso no quiere decir que
constituye la determinante última de las incoherencias de la tragedia, de el aposentamiento de las mujeres en el monte Citheron sea pura y simple­
sus oscilaciones entre la «audacia» y la «timidez», es la sacudida de que mente inventado. El mito no inventa nada, pero el sentido verdadero de
hablamos, es la verdad de la violencia, que Eurípides no quiere y no esta migración colectiva de las mujeres, acompañadas de sus hijos, y tal
puede aprehender, pero que permanece demasiado próxima para no per­ vez de las víctimas, podría muy bien ser traicionado tanto por la demis­
turbar todas las diferencias, para no multiplicar las posibilidades de sentido tificación trágica como por la idealización bucólica. La salida en masa de
impidiendo su fijación. la ciudad nos es presentada como motivada por una inspiración divina, por
La tragedia no consigue encontrar su equilibrio en ninguna parte, un entusiasmo dionisíaco. Esta salida va unida a la crisis pero, sin duda,
carece de lugar donde instalarse. De ahí su incoherencia fecunda, frente a no tiene nada que ver ni con una procesión triunfal ni con una carga irre­
la coherencia estéril de tantos esquemas intelectuales y estéticos irrepro­ sistible. Lo que aquí hay que imaginar es la desesperada huida de todos los
chables. Por consiguiente, no hay que intentar «resolver» el problema de seres a quienes su edad o su sexo impide coger las armas; los más débiles
las bacantes, al igual que tampoco hay que intentar resolver la oposición dejan el campo libre a los más fuertes, que esparcen el terror en ei
entre la simetría de la acción trágica y la asimetría del mensaje mítico en interior de la comunidad.
E dipo rey. Se trata, en el fondo, de un único e idéntico problema. En lugar Algunas informaciones ofrecidas por el observador etnológico muestran

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que la presente hipótesis no tiene nada de inverosímil. En Yanomantó, despierta su curiosidad. El psicoanálisis nos dirá, y es muy cierto, que la
T he F ierce P e o p le (196 8), N. A . Chagnon describe una fiesta que reunía casa de los hombres está erguida como un falo en el círculo femenino.
a varias comunidades estrechamente emparentadas entre sí. En el programa Pero el psicoanálisis no puede acceder al por qué y al cómo de este estado
de los festejos figuraba una serie de duelos, al principio amistosos y tradi­ de cosas. Más allá del simbolismo sexual, esta la violencia que sitúa unos
cionales en estos parajes, a grandes puñetazos en el pecho. En el momento elementos y que, literalmente, se e s c r ib e a sí misma, como orden cultural
en que la derrota inminente de uno de los dos equipos hacía probable en primer lugar, como sexualidad después, situada detrás de este orden,
una escalada homicida, «las mujeres y los niños, comprendiendo la grave­ y al fin directamente como violencia, situada detrás de todos los signifi­
dad de la situación, se agruparon llorando en los rincones más alejados de cados posibles e indescifrable a su vez en tanto que nos la oculte una
las casas, cerca de las salidas que conducen fuera de la aldea». Unos ins­ significación cualquiera.
tantes después, mientras los guerreros de los dos campos, siempre d e n tro Volvemos a Dionisos y nos repetimos que la presencia de las mujeres
d e l p oblad o, se disponían al combate y preparaban sus arcos con flechas fuera de la ciudad podría disimular perfectamente un acontecimiento real
de curare, las mujeres y los niños huyeron a la jungla lanzando agudos ele la crisis original, transfigurado por una elaboración mítica análoga pero
gritos y gemidos.“ diferente de la que ya hemos analizado. Cabe suponer un desplazamiento
Respecto al papel de las mujeres en general en la religión y el orden de la violencia, paralelo al que engendra el dios pero menos importante, un
cultural, o, mejor dicho, respecto a su ausencia de papel, nada más reve­ deslizamiento secundario. Debe tratarse en tal caso de una elaboración
lador, tal vez, que la estructura espacial de algunos poblados sudameri­ mítica precoz, remontando a una época en que lo divino todavía no ha
canos, los de los bororos, por ejemplo.7 El poblado tiene la forma de un enjugado los aspectos más violentos y mas desagradables de la crisis sacri­
círculo casi perfecto, diversamente repartido según las subdivisiones socia­ ficial. Los comportamientos característicos de la crisis todavía no están
les en mitades, secciones, etc. En el centro está la casa de los hombres; las tan embrollados como para que los hombres acepten asumirlos.
mujeres jamás penetran en ella. El juego cultural y religioso se refiere a un El desplazamiento de un dionisíaco todavía muy suspicaz respecto al
complejo sistema de idas y venidas reservado exclusivamente a los hombres sexo femenino es inseparable de un tema que desempeña un papel de
y que tiene la casa central como cruce universal. Las mujeres viven en las primer plano en Las bacantes, el de la diferencia sexual perdida. Entre
casas del perímetro y nunca salen de ellas. Esta inmovilidad de las mu­ los efectos de la crisis sacrificial está, como se ha visto, una cierta femi­
jeres pertenece al tipo de factores que hicieron creer anteriormente en la nización de los hombres así como una cierta virilización de las mujeres. La
existencia de un «matriarcado». Eso no significa en absoluto la fuerza idea de que los hombres se comportan como mujeres y las mujeres como
superior de las mujeres, las revela como unas espectadoras más o menos hombres es sustituida, en suma, por la idea de que el inquietante trastorno
pasivas de una tragicomedia en la que casi nunca participan. La elegante dionisíaco es casi exclusivamente cosa de mujeres. La desaparición de la
danza ritual de los períodos de orden y de tranquilidad debe reducirse a diferencia sexual, así como de las restantes diferencias, por otra parte, es
un conjunto de medidas destinadas a evitar los encuentros violentos que un fenómeno recíproco y, como siempre, la significación mítica es engen­
se producen en los periodos de desorden cuando el conjunto del sistema drada a expensas de la reciprocidad. Las diferencias perdidas en la crisis
se descompone. El trazado del poblado bororo concreta la tendencia cen­ son el objeto de una redistribución mítica. Los elementos míticos se reor­
trífuga de los seres más débiles, las mujeres, cuando el centro se ha con­ ganizan bajo una forma no simétrica y, en especial, bajo la forma, recon­
vertido en un campo cerrado para la violencia masculina; esta tendencia fortante para la dignidad y la autoridad masculinas, de un cuasi monopolio
es universal; es la que Chagnon ha observado, en vivo, en el transcurso femenino sobre el vértigo dionisíaco.
de la fiesta vanomamo, la que se deja adivinar detrás de las inverosimi­ También aquí, la tragedia devuelve la reciprocidad perdida, pero sólo
litudes del mito de Dionisos. de manera parcial; no llega hasta poner en cuestión la preponderancia feme­
El círculo inmóvil de las mujeres, en las casas de la periferia, hace nina en el origen dionisíaco. Y si la diferencia sexual perdida favorece
pensar irresistiblemente en las aglomeraciones que se originan en un lugar el deslizamiento de la violencia hacia la mujer, no puede explicarla por
publico, tan pronto como hay a lgo qu e v e r , generalmente una pelea. El entero. De igual manera que el animal y el niño, pero en menor grado,
deseo de no perderse nada del espectáculo sin dejar de mantenerse a una la mujer, a causa de su debilidad y de su relativa marginalidad, puede
respetuosa distancia de los golpes que tal vez volarán lleva obligatoria­ desempeñar un papel sacrificial. Este es el motivo de que pueda ser objeto
mente a los espectadores a alinearse en círculo en torno a la escena que de una sacralización parcial, a la vez deseada y rechazada, despreciada e
instalada en un «pedestal». Una lectura de la mitología griega y de la trage­
6. P. 132. dia, en especial de Eurípides, atenta a las posibles inversiones de los sexos,
7. Cfr. Claude Lévi-Strauss, Tristes T rop iq u es (1 9 5 5 ), cap. X X II. revelaría, sin duda, cosas asombrosas.

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VI C onviene, p ues, d ejar de in terp retar este conflicto a p artir de sus
objetos, por precioso que nos parezca su valo r intrínseco, el del trono,
DEL DESEO M IM E T IC O A L DOBLE M O N STRU O SO por ejem plo, o el de la rein a. Las bacantes nos m uestran que es m ejor
in v ertir el orden h ab itu al de los fenóm enos en la interpretación de la
riv alid ad trágica. E xiste in icialm ente el objeto, según parece, luego los
deseos que convergen independientem ente sobre este objeto, y finalm ente
la violencia, consecuencia fo rtu ita y accidental de dicha convergencia.
A m edida que avanzam os en la crisis sacrificial, la violencia pasa a ser cada
vez m ás m an ifiesta: ya no es el valor intrínseco del objeto lo que provoca
el conflicto, excitando las codicias riv ales, es la propia violencia la que
valoriza los objetos, la que inventa unos pretextos para desencadenarse
m ejor. E lla es, a p artir de entonces, la que dirige el juego; la d ivin idad
que todos se esfuerzan en dom inar pero que se ríe sucesivam ente de todos,
D ionisos de las bacantes.
A la luz de esta revelación, hasta los estadios precoces de la crisis sacri­
ficial se revelan secretam ente dom inados por la violencia. A lgunos tem as de
E dipo rey, por ejem plo, menos explícitos que Las bacantes bajo el aspecto
En Las bacantes, la visitación d iv in a coincide con la pérdida de la de la violencia, adquieren un significado más rad ical en la p erspectiva que
unanim idad fundadora y el deslizam iento en la violencia recíproca. La tras­ sugiere la segunda tragedia. En el encuentro entre Edipo y Layo en el cruce
cendencia sólo puede vo lver a in stalarse entre los hom bres recayendo en la de cam inos, al principio no ex iste ni padre ni rey; sólo existe el gesto am e­
inm anencia, m etam orfoseándose en una seducción propiam ente inmunda. nazador de un desconocido que obstruye su cam ino al héroe, y a continua­
La violencia (recíproca) d estruye todo lo que la violencia (unánim e) había ción el deseo de atacarlo, el deseo que golpea a este desconocido y que se
edificado. M ientras m ueren las institucio n es y las prohibiciones que repo­ d irig e, inm ediatam ente, hacia el trono y hacia la esposa, es decir, hacia los
saban sobre la unanim idad fundadora, la violencia soberana vaga entre objetos que pertenecen al violento . E xiste, fin alm en te, la identificación del
los hom bres pero nadie consigue apoderarse duraderam ente de ella . Siem pre violento como padre y rey. En otras p alab ras, la violencia es la que valoriza
dispuesto, aparentem ente, a p ro stituirse a unos y otros, el dios siem pre los objetos del violento. Layo no es violento porque sea p ad re, sino que
acaba por ocultarse, sem brando las ruinas detrás de sí. Todos los que por ser violento pasa por padre y por rey. ¿No es eso lo que quiere decir
quieren poseerle acaban por m atarse los unos a los otros. H eráclito cuando afirm a: La violen cia es p a d re y r e y d e t o d o ?
En Edipo rey, el conflicto trágico se refiere, o parece seguir refiriéndose, N ada más ban al, en cierto modo, que esta prim acía de la violencia en
a unos objetos determ inados, al trono de T ebas, a la reina que tam bién el deseo. Cuando nos es dado ob servarla, la denom inam os sadism o, m aso­
es la m adre y la esposa. En Las bacantes, D ionisos y Penteo no se disputan quism o, etc. V em os en ella un fenóm eno patológico, una desviación en
nada en concreto. La riv alid ad se refiere a la m ism a d iv in id ad , pero detrás relación a una norm a extrañ a a la violencia, creem os que existe un deseo
de la d ivin id ad sólo h ay la diferen cia. R iv alizar por la div in id ad , equivale norm al y n atu ral, un deseo no violento d el que la m ayoría de los hombres
a riv alizar p o r na da : la d iv in id ad sólo tiene una realidad trascendente, esto nunca se alejan m ucho.
es, una vez que ha sido expu lsad a la violencia, una vez que ha escapado Si la crisis sacrificial es un fenóm eno un iv ersal, podemos afirm ar que
defin itivam en te a todos los hom bres. La riv alid ad h istérica no engendra estas opiniones son erróneas. En el paroxism o de esta crisis, la violencia
directam ente la d iv in id ad : la génesis del dios se efectúa a través de la vio­ es a la vez el in strum ento, el objeto y el sujeto un iv ersal de todos los
lencia unánim e. En la m edida en que la d iv in id ad es real, ya no es una deseos. E sta es la razón de la im p o sibilidad de cualq uier vid a social si no
baza. En la m edida en que se la confunde con una baza, ésta es un señuelo existe una víctim a p ro p iciato ria, si, más allá de un cierto paroxism o, la
que acabará por escapar a todos los hom bres sin excepción. violencia no se resolviera en orden cu ltu ral. El círculo vicioso de la vio­
Precisam ente a este señuelo se vincu lan , en últim o térm ino, todos los lencia recíproca, totalm ente destructora, es sustituido entonces por el
protagonistas trágicos. M ien tras un individuo cualq uiera in ten ta encarnar círculo vicioso de la violencia ritu a l, creadora y protectora.
esta violencia, suscita unos rivales y la violencia perm anece recíproca. Sólo El hecho de que, en la crisis sacrificial, el deseo no tenga otro objeto
hay que recib ir y asestar golpes. Es lo que com prueba el coro que no que la vio len cia, y que, de una u o tra m anera, la violencia vaya siem pre
quiere dejarse im p licar en e l conflicto trágico. m ezclada al deseo, hecho enigm ático y ap lastan te, no recibe ninguna luz

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suplementaria, muy al contrario, si afirmamos que el hombre es víctima de su propio deseo que el modelo designa al sujeto el objeto supremamente
un «instinto de violencia». Hoy sabemos que los animales están dotados deseable.
individualmente de unos mecanismos reguladores que hacen que los com­ Volvemos a una idea antigua pero cuyas implicaciones son tal vez igno­
bates casi nunca lleguen a la muerte del vencido. Respecto a dichos mecanis­ radas; el deseo es esencialmente m iniético, se forma a partir de un deseo
mos que favorecen la perpetuación de la especie, parece legitimo, sin duda, modelo; elige el mismo objeto que este modelo.
utilizar la palabra instinto. Pero es absurdo, entonces, recurrir a esta misma El mimetismo del deseo infantil es universalmente reconocido. El
palabra para designar el hecho de que el hombre esté privado de semejantes deseo adulto no es diferente en nada, salvo que el adulto, especialmente en
mecanismos. nuestro contexto cultural, casi siempre siente vergüenza de modelarse sobre
La idea de un instinto — o si se prefiere de una pulsión— que empu­ otro; siente miedo de revelar su falta de ser. Se manifiesta altamente satis­
jaría al hombre hacia la violencia o hacia la muerte — el famoso instinto o fecho de sí mismo; se presenta como modelo a los demás; cada cual va
pulsión de muerte de Freud— no es más que una posición mítica de re­ repitiendo «imitadme» a fin de disimular su propia imitación.
pliegue, un combate de retaguardia de la ilusión ancestral que lleva a los Dos deseos que convergen sobre el mismo objeto se obstaculizan mutua­
hombres a depositar su violencia al margen de ellos mismos, a convertirla mente. Cualquier m im esis referida al deseo desemboca automáticamente en
en un dios, un destino, o un instinto del que ya no son responsables y que el conflicto. Los hombres son siempre parcialmente ciegos a esta causa
les gobierna desde fuera. Se trata una vez más de no mirar de frente la de la rivalidad. Lo m ism o, lo sem eja n te, evoca una idea de armonía en
violencia, de hallar una nueva escapatoria, de procurarse, en unas circuns­ las relaciones humanas: tenemos los mismos gustos, nos gustan las mismas
tancias cada vez más aleatorias, una solución sacrificial de recambio. cosas, estamos hechos para entendernos. ¿Qué ocurrirá si tenemos real­
En la crisis sacrificial, hay que renunciar a vincular el deseo a cual­ mente los m ism o s d e s e o s ? Sólo unos pocos grandes escritores se han inte­
quier objeto determinado, por privilegiado que parezca, hay que orientar resado en este tipo de rivalidad.1 En el propio Freud, este orden de hechos
el deseo hacia la propia violencia, pero para ello no es necesario, sin em­ sólo entra, a fin de cuentas, de manera indirecta e incompleta. Lo veremos
bargo, postular un instinto de muerte o de violencia. Un tercer camino en el capítulo siguiente.
se ofrece a la investigación. En todos los deseos que hemos observado, no Por un efecto extraño pero explicable de la relación que les une, ni
había únicamente un objeto y un sujeto, había un tercer término, el rival, el modelo ni el discípulo están dispuestos a admitir que ambos están abo­
al que cabría intentar, por una vez, conceder la primacía. No se trata aquí cados a la rivalidad. Incluso en el caso de que haya favorecido la imitación,
de identificar prematuramente este rival, de decir con Freud: «es el padre», el modelo está sorprendido de la concurrencia de que es objeto. Piensa
o con las tragedias: «es el hermano». Se trata de definir la posición del que el discípulo le ha traicionado; «le pisa el terreno». El discípulo, a
rival en el sistema que forma con el objeto y el sujeto. El rival desea el su vez, se cree condenado y humillado. Piensa que su modelo le estima
mismo objeto que el sujeto. Renunciar a la primacía del objeto y del sujeto indigno de participar en la existencia superior de que disfruta él mismo.
para afirmar la del rival, sólo puede significar una cosa. La rivalidad no La razón de este malentendido no es difícil de entender. El modelo
es el fruto de una convergencia accidental de los dos deseos sobre el mismo se considera demasiado por encima del discípulo, el discípulo se consi­
objeto. El s u je to d e sea el o b je to p o r q u e el p r o p io rival lo desea. A l desear dera demasiado por debajo del modelo, para que una idea de rivalidad, es
tal o cual objeto, el rival lo designa al sujeto como deseable. El rival es decir, de la identidad de los dos deseos, pueda aflorar en ambos. Para
el modelo del sujeto, no tanto en el plano superficial de las maneras de completar la reciprocidad, conviene añadir que el discípulo puede servir
ser, de las ideas, etc., como en el plano más esencial del deseo. a su vez de modelo, en ocasiones hasta a su propio modelo; en cuanto al
A l mostrarnos en el hombre un ser que sabe perfectamente lo que modelo, por contento de él que parezca, desempeña sin lugar a dudas, aquí
desea, o que, si parece no saberlo, tiene siempre un «inconsciente» que o en otro lugar, el papel de discípulo. Evidentemente, la posición del discí­
lo sabe por él, los teóricos modernos han errado tal vez el terreno en que pulo es la única esencial. Es a través de ella que conviene definir la situa­
la incertidumbre humana es más flagrante. Una vez que sus necesidades ción humana fundamental.
primordiales están satisfechas, y a veces incluso antes, el hombre desea Incluso si prorrumpe en ruidosas invectivas contra el modelo, o si
intensamente, pero no sabe exactamente qué, pues es el ser lo que él desea, denuncia la injusticia y el absurdo del veredicto que parece condenarle, el
un ser del que se siente privado y del que cualquier otro le parece dotado. discípulo se pregunta angustiado si esta condena no está justificada. No
El sujeto espera de este o t r o q u e l e diga lo que hay que desear, para ad­ hay ningún medio de rehusarla. Lejos de salir disminuida de la prueba,
quirir este ser. Si el modelo, ya dotado, según parece, de un ser superior la autoridad del modelo tiene todas las probabilidades de salir incremen-
desea algo, sólo puede tratarse de un objeto capaz de conferir una pleni­
tud de ser todavía más total. No es medíante unas palabras, es mediante 1. Cfr. M e n s o n g e rom a n tiq u e et v e n t é ro m a n esq u e, 1961.

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tada. A si p ues, e l discípulo no se verá con sus propios ojos, ni siquiera que constantem ente se exasp era y sim plifica. Cada vez que el discípulo
con los ojos del m odelo, sino a través de la riv alid ad incom prendida y la cree tener el ser delante de sí, se esfuerza en alcanzarlo deseando lo que
falsa im agen que ésta le ofrece de la opinión de su m odelo. el otro le señala; y encuentra cada vez la violencia del deseo adverso. Por
E xiste en el hom bre, al n ivel del deseo, una tendencia m im ética que una reducción a la vez lógica y dem encíal, debe convencerse rápidam ente
procede de lo más esencial de sí m ism o, frecuentem ente recuperada y fo rta­ de que la propia violencia es el signo m ás seguro del ser que siem pre le
lecida por las voces exterio res. El hom bre no puede obedecer al im pe­ elude. A p artir de entonces, la violencia y el deseo van m utuam ente unidos.
rativo « im íta m e » , que suena por todas p artes, sin verse rem itido casi E l sujeto no puede sufrir la p rim era sin sentir despertarse el segundo. Cada
inm ediatam ente a un «n o me im ite s» in explicab le que le sum irá en la vez entendem os m ejor p orqué, en Edipo rey, los bienes que sim bolizan
desesperación y le convertirá en el esclavo de un verdugo casi siem pre el ser, el trono y la rein a, se dibujan detrás del brazo alzado del des­
in vo lun tario . Los deseos y los hombres están hechos de tal m anera que conocido en el cruce de cam inos. La violen cia e s p a d re y re y d e todo. Yo-
se envían perpetuam ente los unos a los otros unas señales contradictorias, casta lo confirm a al m an ifestar que Edipo p e r t e n e c e a quien l e habla cu a n d o
siendo cada uno de ellos tan poco consciente de tender al otro una tram pa s e le habla d e fo b o s, es decir, de desdicha , d e terror, d e desastre, d e v io le n ­
en la m ism a m edida en que é l está cayendo en una tram pa análoga. Lejos cia maléfica. Los oráculos de L ayo , de C reonte y de T iresias, todas las
de quedar reservado a determ inados casos patológicos, como suponen los m alas noticias de los sucesivos m ensajeros, dependen de este L o go s P h ob u s
psicólogos am ericanos que lo han puesto de reliev e, el d o u h le bind, el doble al que pertenecen todos los p ersonajes del m ito. Y el L ogos P h oh us, a fin
im perativo contradictorio, o, m ejor dicho, la red de im perativos contradic­ de cuentas, es el len guaje del deseo m im ético y de la vio len cia, que no
torios en los que los hom bres no cesan de encerrarse m utuam ente, debe apa- n ecesita p alab ras p ara transm itirse de uno a otro.
recérsenos como un fenóm eno extrem adam ente banal, tal vez el más banal La violencia se convierte en el significante del absoluto deseable, de la
de todos, y el fundam ento m ismo de todas las relaciones entre los hom ­ autosuficiencia d iv in a, de la «b ella to talid ad » que ya no p arecería ta l si
bres ? d ejara de ser im p en etrab le e inaccesible. E l sujeto adora esta violencia y
Los psicólogos a los que acabamos de alu d ir tienen toda la razón en la o dia; in ten ta dom inarla por la vio len cia; se m ide con ella ; si por casua­
pensar que allí donde el niño está expuesto al d o u b l e b in d , sus efectos lid ad la derro ta, el p restigio de que goza no tard ará en disip arse; necesitará
sobre él serán especialm ente desastrosos. A quí aparecen todos los adultos, buscar en o tra p arte una violencia todavía más vio len ta, un obstáculo real­
com enzando por el padre y la m adre, aparecen todas las voces de la cul­ m ente in fran queable.
tura, por lo menos en n uestra sociedad, que rep iten en todos los tonos Este deseo m im ético coincide con el contagio im puro; m otor de la
«im íta n o s», «im íta m e », «y o soy quien poseo el secreto de la vida autén tica, crisis sacrificial, d estru iría toda la com unidad de no ex istir la víctim a pro­
del ser v e rd a d e r o ...» Cuanto más atento está el niño a estas palabras p iciato ria p ara detenerlo y la m im esis ritu al p ara im p edirle desencadenarse
seductoras, más dispuesto y ard ien te se siente a seguir las sugerencias que de nuevo. Y a adivinam os, y m ás adelan te com probarem os form alm ente, que
proceden de todas partes y más desastrosas serán las consecuencias de los reglas y prohibiciones de todo tipo im piden que el deseo flote al azar y se
enfrentam ientos que no d ejarán de producirse. El niño no dispone de ningu­ pose en el p rim er m odelo surgido; al canalizar las energías h acia las form as
na referen cia, de ninguna distan cia, de niguna base de juicio que le per­ ritu ales y las actividades sancionadas por el rito , el orden cu ltu ral im pide
m itiera recusar la auto ridad de estos m odelos. E l No que le devuelven la convergencia de los deseos sobre un m ism o objeto, y protege más con­
suena como una terrib le condena. U na auténtica excom unión pesa sobre cretam ente a la infancia contra los desastrosos efectos del d o u b l e bind.
él. Toda la orientación de sus deseos, es d ecir, la selección futura de los
m odelos, se verá afectada. Lo que está en juego es su p erson alidad de­
• * *
fin itiva.
Si bien el deseo es lib re de posarse donde le p lace, su n atu raleza mimé-
tica le arrastrará casi siem pre al callejón sin salida del d o u b le bind. La
lib re m im esis se arroja ciegam ente sobre el obstáculo de un deseo concu­ Como recordará el lector, he intentado m ostrar anteriorm ente que no
rren te; engendra su propio fracaso y este fracaso, a su vez, reforzará la se puede decir nada acerca de los protagonistas de la tragedia que p erm ita
tendencia m im ética. A parece ahí un proceso que se alim en ta de sí m ism o, diferenciarlos entre sí. Todo lo que puede calificar a uno de ello s, en el
plano «p sico ló gico », sociológico, m oral y hasta religio so , la cólera, la tira­
n ía, la hibris, etc., es igualm en te cierto e in suficien te para los dem ás. Si
2. Ver, por ejemplo, Gregory Bateson, Don D. Jackson, Jay Haley y John Wea-
kland, «Toward a Theory of Schizophrenia», in i n te r p e r s o n a l Dynamics, Warren los observadores nunca descubren que estas calificaciones pertenecen ig u al­
G. Bennis e t al. eds. (Dorsey Press. Homewood, Illinois, 1964), pp. 141-161. m ente a todos los personajes, se debe p arcialm en te, sin duda, a que todas

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ellas tienen un carácter alternativo. La cólera, por ejemplo, no puede alternancia, y sobre todo el ámbito en que se produce, nos parecen tan
ser permanente; sobreviene por accesos; surge sobre un fondo de sere­ diferentes, aquí y allá, que ni se nos ocurre en aproximar ambas instancias.
nidad, sucede a su propia ausencia; por eso siempre se la llama repentina, Que yo sepa, la crítica tradicional nunca lo ha hecho. Y , sin embargo, tan
imprevisible. También la tiranía se caracteriza esencialmente por la ines­ pronto como nuestra atención se siente atraída por la existencia de un
tabilidad. En un primer instante, el primer llegado alcanza la cima del movimiento alternativo, presentimos y verificamos sin esfuerzo que no hay
poder pero se viene abajo con la misma rapidez para ser sustituido por tema, en la tragedia, que no esté sometido a él. Un fenómeno de dicha
uno de sus adversarios. Siempre existe un tirano y siempre unos opri­ amplitud requiere una explicación única.
midos, en suma, pero los papeles se alternan. De igual manera, siempre Es muy evidente que la alternancia es relación ; constituye incluso un
existe la cólera, pero cuando uno de los hermanos enemigos se excita, el dato fundamental de la relación trágica; a ello se debe que no pueda
otro consigue mantener la calma y viceversa. calificar ningún personaje concreto. A primera vista, la alternancia parece
En la tragedia todo es alternancia, pero también hay, siempre activa, gobernada por la posesión y la privación alternadas del objeto que los
una tendencia invencible de nuestro espíritu a inmovilizar la alternancia hermanos enemigos se disputan. Este objeto parece tan importante, que
sobre uno de sus momentos. Esta tendencia típicamente mítica es la que poseerlo y estar privado de él, sucesivamente, equivale a una inversión
ofrece las seudo-determinaciones de los protagonistas, y transforma las completa del estatuto, a un paso del ser a la nada y de la nada al ser.
oposiciones alternativas en diferencias estables. Eteocles y Polinice, por ejemplo, deciden ocupar alternativamente el poder
El concepto de alternancia aparece en la tragedia pero amputado de su supremo que son incapaces de compartir: cuando Eteocles es rey, Polinice
reciprocidad. Se convierte paradójicamente en la determinación, el rasgo es súbdito, y viceversa.
característico de un personaje especial. Edipo, por ejemplo, se proclama Pero esta alternancia objetiva tiene una escasa relación concreta con la
a sí mismo el hijo de la Fortuna, de la Suerte; nosotros decimos actualmen­ acción trágica cuyo ritmo es más precipitado. A l nivel de esta acción trá­
te D estino para «individualizarlo» y solemnizarlo mejor, para exorcisar la gica, la oscilación fundamental es la que se observa en el debate trágico,
reciprocidad. o sticom itía, esto es, en el intercambio rítmico de insultos y de acusaciones
La pertenencia de Edipo a T igué, la Fortuna, se traduce por una serie que constituye el equivalente de los golpes alternados que se asestan los dos
de «altibajos»: La Fortuna, qu e f u e m i m adre, y lo s años q u e han a co m ­ adversarios en un duelo. Ya hemos visto que en Las fen icia s el relato del
pañado m i vida, m e han h e c h o su ces iv a m e n te p e q u e ñ o y grande. En las duelo entre Eteocles y Polinice sustituye un debate trágico y desempeña
últimas frases de la obra, el coro define la existencia del héroe por sus exactamente el mismo papel que él.
mudanzas, o sea, una vez más, por una alternancia. Tanto si la violencia es física como si es verbal, transcurre un cierto
Esta definición es exacta, pero no lo es más de Edipo que de los intervalo de tiempo entre cada uno de los golpes. Todas las veces que uno
restantes héroes trágicos. Esto se hace evidente si, en lugar de limitarse a de los adversarios golpea al otro, espera concluir victoriosamente el duelo
una única tragedia, se considera el co r p u s trágico en su conjunto. Descu­ o el debate, asestar el golpe de gracia, proferir la última palabra de la
brimos que no se pueden definir a unos heroes trágicos en relación con los violencia. Momentáneamente desarbolada por el choque, la víctima necesita
otros pues todos están llamados a desempeñar los mismos papeles suce­ de un cierto tiempo para reco b ra r sus ánimos, para poder replicar al adver­
sivamente. Si Edipo es opresor en Edipo r e y ¡ es oprimido en E dipo en sario. Mientras esta respuesta se hace esperar, el que acaba de golpear
Colona. Si Creonte es oprimido en E dipo r e y es opresor en Antigona. puede imaginarse que ha asestado realmente el golpe decisivo. Es la victo­
Nadie, en suma, encarna la esencia del opresor o la esencia del oprimido; ria, en suma, es la violencia irresistible que oscila de un combatiente a
las interpretaciones ideológicas de nuestra época son la traición suprema otro, durante toda la duración del conflicto, sin llegar a posarse en ningu­
del espíritu trágico, su metamorfosis pura y simple en drama romántico na parte. Sólo la expulsión colectiva, como sabemos, conseguirá fijarla
o en western americano. El maniqueismo inmóvil de los buenos y de los definitivamente, al margen de la comunidad.
malos, la rigidez de un resentimiento que no quiere soltar su víctima cuan­ Como vemos, el deseo se une a la violencia triunfante; se esfuerza
do la tiene entre las manos ha sustituido por completo las oposiciones desesperadamente por dominar y encarnar esta violencia irresistible. Si el
alternativas de la tragedia, sus mudanzas perpetuas. deseo sigue a la violencia como si fuera su sombra, se debe a que la vio­
En la misma medida en que el arte trágico se apasiona por la m ud an­ lencia significa el ser y la divinidad.
za, se desinteresa de los ámbitos que ésta puede afectar. En el caso de Si la violencia unánime, es decir, la violencia que se elimina a sí mis­
Edipo, por ejemplo, la alternancia de la cólera y de la serenidad no cuenta ma. pasa por fundadora, es porque todos los significados que fija, todas
menos, en la definición que de sí mismo hace el hijo de la Fortuna, que las diferencias que estabiliza, ya están aglutinadas en ella y oscilan con
la alternancia de los períodos de exilio y de omnipotencia. El ritmo de la ella, de uno a otro combatiente, a lo largo de la crisis sacrificial. El vér-

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fig o profetico o dionisíaco no es otra cosa que esta oscilación terrible del absoluto. El epíteto kidos designa una cierta majestad triunfante, siempre
m u n d o , al capricho de la violencia que unas veces parece favorecer a uno presente en los dioses; los hombres sólo disfrutan de ella de manera tem­
y otras a otro. Lo que una primera violencia cree fundar, una segunda poral y siempre u n o s a expensas d e los otros. Ser un dios es poseer el
violencia lo subvierte para fundarlo de nuevo; mientras que la violencia kidos permanentemente, ser su dueño incontestado, cosa que jamás ocurre
siga presente entre los hombres, mientras que constituya una puesta a la entre los hombres.
vez total y nula, idéntica a la divinidad, no se deja inmovilizar. Son los dioses quienes confieren el kidos, unas veces a uno y otras a
Eso es exactamente lo que Las bacantes nos permiten vislumbrar. La otro, pero son también los adversarios quienes se lo arrebatan. La inter­
idea de la divinidad como puesta que pasa de uno a otro, y siempre la penetración de lo divino y de lo humano al n iv el d e ! co n flicto es aquí tan
destrucción a su paso, es esencial para la comprensión de los temas trá­ flagrante que el propio Benveniste renuncia a separar los dos ámbitos, cosa
gicos: la estructuración de estos temas se efectúa de la misma manera que que se empeña en hacer, sin embargo, en muchos otros casos en que su
la acción trágica. El lector tal vez objetará que en ese caso se trata de mezcla constituye el interés principal del fenómeno considerado y en los
una abstracción, y que la idea de una puesta divina, idéntica en todos los que bastaría rendirse a la evidencia para descubrir un aspecto esencial del
puntos a la violencia, es ajena al texto trágico. Extraña a la tragedia, en proceso de divinización.3
efecto; y, sin embargo, nada más griego que esta idea. Está perfectamente Mientras hay kidos, es decir, la puesta suprema e inexistente que los
explícita en Homero, o sea, en unos textos literarios más antiguos que hombres no cesan de arrebatarse entre sí, no hay trascendencia efectiva
los trágicos. para restablecer la paz. Lo que el juego del kidos nos permite observar
Hay varios términos, en Homero, que revelan de manera evidente la es la descomposición de lo divino en la reciprocidad violenta. Cuando la
relación entre la violencia, el deseo y la divinidad. El más característico batalla se desarrolla mal para ellos, los combatientes de Homero justifi­
de ellos, en la perspectiva que ahora estamos adoptando, tal vez sea el can a veces su «repliegue estratégicos afirmando: «Hoy Zeus ha dado el
sustantivo kidos, que debe definirse en términos de prestigio casi divino, kidos a nuestros enemigos, es posible que mañana nos lo dé a nosotros.»
de elección mística unida al triunfo militar. El kidos es la puesta de las La alternancia del kidos entre las dos partes no difiere en nada de la
batallas, y especialmente de los duelos, entre los griegos v los troyanos. alternancia trágica. Cabe preguntarse si la división de los dioses en dos
En su D ictionnaire d e s in stitu tion s in d o -eu r o p éen n es, Benveniste traduce campos, en L¿t litada, no constituya un desarrollo tardío. En su origen,
kidos por «talismán de supremacía». El kidos es la fascinación que ejerce sólo debía haber un único dios, el kidos personificado, que oscilaba de
la violencia. Por todas partes donde se muestra, seduce y asusta a los un campo a otro con el resultado mudable de los combates.
hombres; nunca es simple instrumento sino epifanía. Tan pronto como En algunas obras de Eurípides, la alternancia entre lo «alto» y lo
aparece, la unanimidad tiende a crearse en contra o alrededor de él, lo «bajo» aparece de manera muy clara, ya no unida a una violencia física
que equivale a lo mismo. Suscita un desequilibrio, hace inclinar el des­ sino espiritual que invierte la relación entre dominante y dominado. En
tino a un lado o a otro. El menor éxito violento tiende a convertirse en Andrómaca, por ejemplo, Hermíone comienza por comportarse con una
una bola de nieve, a pasar a ser irresistible. Los que poseen el kidos ven altivez extraordinaria respecto a la heroína. Le hace sentir toda la distan­
centuplicada su potencia; los que carecen de él tienen los brazos atados y cia que la separa a ella, esposa legítima de Pirro y reina, de una simple
paralizados. Siempre posee el kidos aquel que acaba de asestar el golpe amante, de una miserable cautiva, sometida al capricho de sus vencedo­
mayor, el vencedor del momento, el que hace creer a los demás y puede res, Algo después, sin embargo, se opera una mudanza trágica. Hermíone
él mismo imaginarse que su violencia ha triunfado definitivamente. Los se desploma. Diríase que Andrómaca vuelve a ser reina y que Hermíone
adversarios del triunfador deben realiar un esfuerzo extraordinario para es esclava:
escapar al hechizo y recuperar el kidos.
Cuando la rivalidad se hace tan aguda que destruye o dispersa todos ¿De qué dios necesito suplicante abrazar la estatua?
sus objetos concretos, se toma a sí misma por objeto, y este objeto es ¿Tengo que caer esclava a las rodillas de una esclava?
el kidos. Es posible traducir kidos por gloria pero se pierde entonces,
como hace notar Benveniste, el elemento mágico-religioso que constituye Eurípides se interesa menos por los cambios reales, operados en la
el máximo valor de este vocablo. En el mundo moderno, carecemos de la situación, que por las reacciones exageradas de Hermíone, subrayadas por
palabra pero tenemos la cosa; no hay nadie que no haya observado los las observaciones de la nodriza:
efectos espirituales de la violencia triunfante, en el erotismo, en los con­
flictos de todo tipo, en los deportes, en los juegos de azar. Para los grie­
gos, la divinidad no es otra cosa que este efecto de violencia llevado al 3. Ver pp. 454-459.

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Criatura, yo no he podido aprobarte cuando te abandonabas El th y m o s va y viene al capricho de la violencia del thyein. A decir
a excesivo odio contra la troyana, verdad, el k idos y el th y m o s no son más que dos perspectivas diferentes
ni ahora en tu excesivo terror. y ambas parciales de una misma relación. No se trata, pues, de un trofeo
deportivo, de una divinidad de pacotilla que los antagonistas se arreba­
Las reacciones excesivas forman parte de las mudanzas. Es, además, a tan, es su alma, su hálito vital, su propio ser que cada cual asimila a la
otras reacciones exageradas que hay que referir la modificación en la rela­ violencia del otro, debido a la convergencia de los deseos miinéticos sobre
ción de las fuerzas. Pirro sigue ausente, no ha intervenido ninguna deci­ un único e idéntico objeto.
sión, pero se ha producido el trágico debate entre Menelao, padre de La presencia y la ausencia alternativas del th y m o s definen lo que la
Hermíone, que quiere matar a Andrómaca y el campeón de ésta, el viejo psiquiatría denomina ciclotim ia. Detrás de toda ciclotimia existe siempre
Peleo que ha dominado a su adversario; él ha sido quien ha conquista­ el deseo mimético y la compulsión de rivalidad. La psiquiatría se equi­
do el kidos. voca cuando ve en la ciclotimia un fenómeno esencialmente individual.
La oscilación del kidos no es simplemente su b jetiv a , tampoco es o b j e ­ Esta ilusión es de orden mítico; coincide con la ilusión que consiste, en
tiva: es relación entre dominante y dominado que no cesa de invertirse. Edipo rey, en reservar exclusivamente al héroe las mudanzas del «desti­
No es posible interpretarla en términos de psicología ni en términos de no», de la «fortuna» o de la «cólera». Cualquier ciclotimia individual
sociología. No puede quedar reducida a la dialéctica del amo y del esclavo, nunca es otra cosa que una mitad de una relación con el otro que es la
porque carece de toda estabilidad y no supone ninguna resolución sin­ de la diferencia oscilante. No existe ciclotimia sin un juego bascular en el
tética. ique uno de los dos está arriba mientras que el otro está abajo, y recí­
En el límite, el k idos no es nada. Es el signo vacío de una victoria procamente.
temporal, de una ventaja inmediatamente puesta en cuestión. Hace pensar Sí la psiquiatría moderna no alcanza a descubrir la estructura de anta­
un poco en esos trofeos deportivos que los sucesivos vencedores se pasan gonismo detrás de las formas patológicas de la ciclotimia, se debe a que
el uno al otro y que no necesitan existir realmente para que podamos todas las huellas aparecen borradas; ya no existe la violencia física ni si­
referirnos a ellos. Pero se trata, evidentemente, de una inflexión mítica y quiera las ruidosas maldiciones del debate trágico; hasta el o tro ha desapa­
ritual. En lugar de referir lo religioso al juego, como hace Huizinga en recido o sólo aparece bajo una forma unívoca que contradice la multi­
Horno Ladeas, hay que referir el juego a lo religioso, es decir, a la crisis plicidad de sus papeles. El ámbito en el que se sitúa el antagonismo es
sacrificial. El juego tiene un origen religioso en el sentido de que repro­ presentado como extraño a cualquier concurrencia: en nuestros días, -por
duce algunos aspectos de la crisis sacrificial: el carácter arbitrario de la ejemplo, la creación literaria o artística que cada cual pretende extraer de
puesta muestra claramente que la rivalidad no tiene otro objeto que ella sus propias alforjas, sin imitar a nadie, y practicar exclusivamente «para
misma, pero esta rivalidad está regulada de tal manera que, en principio sí mismo» en un mundo en el que la tiranía de la moda nunca había sido
por lo menos, no debe degenerar en una lucha despiadada. tan absoluta.
No hallaremos ningún término, incluso en griego, que no apunte a Si nada viniera a interrumpirla, la ciclotimia trágica arrastraría un
una dirección mítica. En el caso de kidos, no obstante la reciprocidad de número cada vez mayor de individuos y finalmente a la comunidad en­
la violencia se mantiene en un marco que tiende a evocar el de la justa tera hacia la locura y hacia la muerte. Se concibe, pues, el espanto del
y del torneo. Vemos la nulidad de la puesta, corremos el peligro de pen­ coro, su profundo deseo de no mezclarse en nada, de mantenerse al am­
sar que la lucha, por peligrosa que resulte, no es más que un simple paro del contagio. La medida y el equilibrio que celebran los hombres
pasatiempo, que sólo afecta superficialmente a los protagonistas. ■normales se oponen a la oscilación de la relación trágica. Nuestros inte­
Para corregir esta impresión, hay que recurrir a otros términos, tam­ lectuales románticos y modernos ven ahí una timidez que les escandaliza.
bién ellos parcialmente míticos, pero no de la misma manera. Thynios, Sólo una firme voluntad de transgresión les parece digna de sus sufragios.
por ejemplo, significa alma, espíritu, cólera (cfr. la cólera de Edipo). Se referirá, pues, la prudencia de los coros griegos a una pusilanimi­
T hym os, aparentemente, no tiene nada en común con kidos a excepción dad ya totalmente burguesa, o a la tiranía feroz y arbitraria de algún
de una característica que nos sentiríamos normalmente tentados de consi­ s/iperego. Nadie se preocupa en observar que no es la «transgresión» en
derar muy secundaria, y que es su carácter alternativo. A veces se posee sí lo que horroriza al coro, sino sus consecuencias, pues está suficiente­
el th y m o s y se dan pruebas de un dinamismo irresistible, otras, al con­ mente bien situado como para comprobar que no son imaginarias. Las
trario, se carece de él, y uno se siente deprimido y angustiado. T h y m o s oscilaciones vertiginosas de la relación trágica acaban por quebrantar y
viene de th y ein que significa despedir humo, sacrificar y también actuar por abatir las mansiones más sólidas.
con violencia, desencadenarse. Incluso entre los modernos, sin embargo, existen quienes no sienten

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hacia el «conform ism o» trágico el desdén que acabam os de explicar. H ay m ás que un solo corazón, una sola e in diso lub le v id a, como si todo el
algunas excepciones que, p ara su desdicha y su genio, presienten todo lo m al de la existencia p ro vin iera de la rup tura de una un idad p rim itiva.
que im plica la noción trágica de m udanza. »C on una alegría m elancólica vuelvo a verm e entonces pensando sólo
A las p uertas de la locura, H ö ld erlin in terroga a A ntígona y a Edipo en m endigar alguna sonrisa de afecto, en darm e, ¡en entregarm e al p ri­
rey. A rrastrado por el m ismo m ovim iento vertiginoso de los héroes de m er llegado ! ¡A h !, ¡cuántas veces he creído encontrar, poseer lo Indecible
Sófocles, se esfuerza, aunque in ú tilm en te, en recuperar aquella m edida a por haberm e atrevido sim plem ente a sum irm e en m i am or! ¡C uántas ve­
la que quieren perm anecer fieles los coros. P ara entender la relación entre ces he creído obtener el intercam bio sagrado! Yo llam ab a, llam ab a, y el
la traged ia y la locura de H ö ld erlin , basta y sobra con tom ar estrictam en te pobre ser estaba ah í, em barazado, confuso, n i siquiera un poco agresivo
al p ie de la letra las descripciones que el poeta ofrece de su propia exis­ las más de las veces; sólo quería un poco de placer, ¡nada grave, a decir
tencia en sus poem as, en sus novelas, en sus ensayos, en su correspon­ verdad!
dencia. Las prem isas de la locura sólo son a veces un contacto privilegiado »Q u é niño ciego que yo e r a ... Ib a a com prar unas perlas a unos por­
con algunas form as de sensib ilidad propias de la G recia tradicio n al, una dioseros más pobres que yo , tan pobres, tan sum idos en su m iseria que ni
altern an cia cada vez más tem ib le entre la exaltación sobrehum ana y las siquiera m edían su am plitud y se com placían en los harapos de que iban
h o ras en que el vacío y la desolación parecen lo único real. El dios que v estid o s...
visita al poeta sólo se entrega p ara retirarse. De la presencia al tiem po
de la ausencia y de la ausencia al tiem po de la presencia, subsiste el re­ »A decir verdad, cuando me parecía que el últim o resto de m i ex is­
cuerdo , en la m edida im prescindible p ara asegurar la continuidad d el ser tencia p erd id a estaba en juego, cuando m i orgullo se rean im ab a, entonces
in d iv id u al, p ara ofrecer unos puntos de referen cia que todavía hacen más yo ya no era más que una actividad desbordante, y descubría en m í la
em b riagad o ra la alegría de poseer, y más atroz después la am argura de la om nipotencia de la desesperación: bastaba con que m i n aturaleza m ar­
p érd id a. A veces un ser que se creía desposeído p ara siem pre asiste en el ch ita, desm ejorada, recuperara una bocanada de felicid ad , y me lanzaba
éx tasis a su propia resurrección, y otras, al con trario, un ser que se creía im petuosam ente en m edio de la m u ltitu d , hablaba como un inspirado, y a
un dios descubre horrorizado que se había hecho ilusiones. E l dios es otro veces llegaba a sentir p erlear en m is ojos una lágrim a de felicid ad ; o tam ­
y el poeta sólo es un m u e rto v ivien te, p rivado para siem pre de todas las bién cuando un pensam iento, o la im agen de un héroe, surgía en la noche
razones de v iv ir, m uda oveja bajo el cuchillo del sacrificador. de m i alm a, sorprendido, yo me alegraba como si un dios hubiera pe­
La d iv in id ad lleva con frecuencia un nom bre propio, en ocasiones el netrado en mi terreno desheredado; me parecía que un m undo iba a crear­
del propio H ö ld erlin , y otras el de otra persona, fem enina al p rin cip io , casi se en m í; pero cuanto más brusco había sido el despertar de estas fuerzas
siem pre, y finalm ente m asculino, el del poeta Sch iller. C ontrariam ente a ado rm iladas, más profunda era su recaída, y la n atu raleza insatisfecha co­
lo que piensa Je an Laplanche en H ölderlin y la cu estió n d e l padre, no hay nocía un aum ento de los m ales.»
diferencia esencial entre la relación fem enina y la relación m asculina. E xis­
te in icialm ente una encarnación fem enina del ídolo antagonista y después A S ch iü e r : ...« T e n g o suficiente valo r y discernim iento para lib erar­
una encarnación m asculin a; la correspondencia del poeta m uestra que esta me de los dem ás m aestros y críticos y proseguir m i cam ino a este respecto
sustitución no tiene ninguna relación con un problem a sexual; m uy al con­ con toda la calm a necesaria, pero respecto a vos m í dependencia es insu­
trario : el éxito am oroso desposee al ám bito sexual de cualq uier valor de perable, y es porque siento hasta qué punto una palab ra vu estra decide
pru eb a entre el yo y el otro. de m í que intento a veces o lvidaro s, a fin de no sentirm e víctim a de la
La oscilación en tre el dios y la nada en la relación entre H ö lderlin y in quietud en m í trabajo. Pues tengo la certidum bre de que esta in quietud ,
el otro puede expresarse bajo una form a poética, m ítica, casi religio sa, y esta d ificu ltad , es precisam ente la m uerte d el arte, y entiendo m uy bien
tam bién bajo una form a perfectam ente racio n al, a la vez la más engañosa por qué es más d ifícil expresar convenientem ente la n aturaleza en una
y la m ás revelad o ra: las cartas a Schiller definen lúcidam en te la situación época en que estam os rodeados de obras m aestras que cuando el artista
del discípulo que ve transform arse en obstáculo y en riv al el m odelo del se siente prácticam ente solo ante el m undo vivo. Se diferencia dem asiado
deseo. poco de la n atu raleza, su vínculo con ella es dem asiado íntim o como para
Citam os en prim er lu gar unos pasajes del Fragm ento T h alia, prim er que sienta la necesidad de rebelarse contra su auto ridad o de som eterse a
esbozo de H yperion, y después una carta a Sch iller: ella. Pero esta tem ib le altern ativ a es casi in evitab le cuando el genio con­
sum ado de los m aestros, más poderoso y más com prensible que la n atu­
«Y o im aginaba que la pobreza de n uestra n atu raleza se co n vertiría en raleza, pero por este m ism o hecho más avasallado r y más positivo, ejerce
riqueza por poco que dos de estos desvalidos [lo s ho m b res] no fuesen su acción sobre el artista m ás joven. A q u í ya no se trata del niño que

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juega con el niño; el equilibrio primitivo en que se encontraba el primer compararlos de manera que aparezca el carácter ilusorio de la extrema
artista con su mundo propio ya no existe, el niño trata con unos hombres singularidad a la que cada uno de ellos, tomado individualmente, se cree
con los que nunca se sentirá probablemente tan familiarizado como para abocado, excepción única en un universo en el que todo, a excepción de
olvidar su superioridad. Y si la resiente debe convertirse en obstinado o en él mismo, parece banal, uniforme y monótono. Los m ism os, en efecto,
servil. ¿O no debe ? ...» 4 que permanecen ciegos a la reciprocidad, cuando les afecta, la perciben
perfectamente cuando no se sienten implicados por ella. Es en dicho sen­
tido que todos los hombres, en la crisis sacrificial, están dotados de un
* * *
espíritu profètico y de una orgullosa sabiduría que se desmorona cuando
es puesta a prueba.
Debido a que vienen de fuera, porque desconocen la diferencia de
Cuando las diferencias comienzan a oscilar, ya no hay nada estable en dentro, la que oscila entre los antagonistas, Edipo, Creonte, Tiresias se
el orden cultural, y todas las posiciones no cesan de cambiar. Así pues, creen todos ellos sucesivamente capaces de «curar la peste», o sea, de
jamás desaparece la diferencia entre los antagonistas trágicos; no hace arbitrar los conflictos que desgarran a los tebanos. Creen posible mostrar
más que invertirse. En el sistema inestable que constituyen, los h erm a n o s a los antagonistas que ninguna diferencia les separa. Todos están sucesiva­
e n e m i g o s nunca ocupan la misma posición en el mismo momento. Recor­ mente absorbidos por el conflicto cuya fuerza contagiosa han ignorado.
daremos que anteriormente hemos definido este mismo sistema en tér­ Desde dentro del sistema, sólo hay diferencias; desde fuera, por el
minos de diferencia borrada, de simetría, de reciprocidad. Ahora decimos contrario, sólo hay identidad. Desde dentro no se ve la identidad y desde
que la diferencia no desaparece jamás. ¿Ambas definiciones son contra­ fuera no se ve la diferencia. Ambas perspectivas no son, sin embargo, equi­
dictorias? valentes. Siempre es posible integrar la perspectiva de dentro en la pers­
La reciprocidad es real pero es la suma de momentos no recíprocos. pectiva de fuera; no se puede, en cambio, integrar la perspectiva de fuera
Los dos antagonistas nunca ocupan las mismas posiciones en el mismo en la perspectiva de dentro. Hay que sustentar la explicación del sistema
momento, es muy cierto, pero ocupan estas mismas posiciones sucesiva­ sobre la reconciliación de las dos perspectivas de dentro y de fuera; ya
mente. Nunca existe algo a un lado del sistema que no acabe por aparecer aparece esbozada en cualquier lectura auténticamente trágica o cómica.
en el otro con tal de esperar el tiempo suficiente. Cuanto más se acelera Sólo la perspectiva de fuera, la que ve la reciprocidad y la identidad,
el ritmo de las represalias, menos hay que esperar. Cuanto más se preci­ la que niega la diferencia, puede descubrir el mecanismo de la resolución
pitan los golpes, más claro se ve que no existe la menor diferencia entre violenta, el secreto de la unanimidad recompuesta contra la víctima propi­
quienes los asestan, alternativamente. Por una y otra parte todo es idén­ ciatoria y en torno a ella. Como hemos visto, cuando ha desaparecido total­
tico, no sólo el deseo, la violencia, la estrategia, sino también las victorias mente la diferencia, cuando la identidad es finalmente perfecta, decimos
y las derrotas alternadas, las exaltaciones y las depresiones: en todas partes que los antagonistas se han convertido en d o b le s ; su carácter intercam­
aparece la misma ciclotimia. biable asegura la sustitución sacrificial.
La primera definición sigue siendo la buena, pero el juego de la dife­ Esta es exactamente la lectura propuesta anteriormente para Edipo rey.
rencia oscilante nos permite precisarla. No se trata exactamente de la Está basada en la perspectiva «de fuera», en la mirada objetiva a la que
desaparición de la diferencia, lo que se puede observar directamente son no le cuesta descubrir la identidad. Sin embargo, la unanimidad funda­
sus inversiones sucesivas. Tampoco la reciprocidad es nunca inmediata­ dora no se realiza desde fuera; es obra de los propios antagonistas, para
mente perceptible. No hay momento, en la temporalidad del sistema, en quienes resulta completamente extraña la mirada objetiva. Así pues, la
que los que están implicados en él no se vean separados de la persona descripción anterior es insuficiente. Para que la unanimidad violenta sea
que está delante por una diferencia formidable. Cuando uno de los «her­ posible, para que se realice la sustitución sacrificial, es preciso que la
manos» desempeña el papel de padre y de rey, el otro sólo puede ser hijo identidad y la reciprocidad acaben, de una manera u otra, por imponer­
desheredado y viceversa. Esto explica por qué todos los antagonistas son se a los propios antagonistas, por triunfar en el interior del sistema. Es
incapaces, por regla general, de percibir la reciprocidad de las relaciones preciso que, en cierto modo, coincidan la mirada de dentro y la mirada
en que ellos mismos están comprometidos. Viven cada uno de los mo­ de fuera, si bien es necesario que permanezcan diferenciadas, que la igno­
mentos no recíprocos demasiado intensamente como para conseguir domi­ rancia continúe en el interior del sistema, sin lo cual la polarización de
nar la relación, para abarcar varios momentos con una sola mirada y para la violencia sobre una víctima propiciatoria no podría efectuarse y el ca­
rácter arbitrario de su designación sería demasiado evidente.
4. H ö ld erlin , O euvres (P a rís, 1967), pp. 114 y 415-416. Hay que proseguir, pues, el análisis, e intentar entender desde dentro

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el mecanismo que garantiza la sustitución sacrificial en el seno de la co­ cuentemente de acuerdo con los enfermos para entretenerse con la abun­
munidad en crisis. dancia de las formas monstruosas y eliminar los aspectos cruciales de la
A medida que la crisis se intensifica, hay que repetirlo, la diferencia experiencia, la reciprocidad, la identidad generalizada de la violencia. Fiel
que parece separar los antagonistas oscila cada vez con mayor rapidez y al clima de desrealización que triunfa tanto en el estudio de las enferme­
con mayor fuerza. Más allá de un cierto umbral, los momentos no recí­ dades mentales como en el de la experiencia religiosa, psicoanalistas y mi­
procos se sucederán a tal velocidad que dejarán de ser perceptibles. Aca­ tólogos perpetúan los mitos declarando pura y absolutamente im aginarios
barán por superponerse y formar una imagen compleja en la que los «al­ el conjunto de los fenómenos alucinatorios, negándose, en otras palabras, a
tos;- y los «bajos» anteriores, todos los «extremos» que hasta entonces se descubrir el afloramiento de simetrías reales bajo la fantasmagoría deli­
oponían y se sucedían sin jamás confundirse, se mezclarán por una vez. rante. Esta desrealización se sitúa en la prolongación directa del proceso
En lugar de ver su antagonismo y de verse a sí mismo como la encarna­ sacralizante que disimula al hombre la humanidad de su violencia; decir
ción de un solo momento de la estructura, nunca el mismo y siempre que el doble monstruoso es dios y afirmar que es puramente imaginario,
único, el sujeto descubre, a uno y otro lado, dos encarnaciones casi simul­ significa, a fin de cuentas, llegar al mismo resultado por unos medios
táneas de todos los momentos a la vez, en un efecto casi cinematográfico. diferentes. Es la completa incomprensión de lo religioso que ha asumido,
Hasta ahora hemos descrito el sistema en términos de una diferencia entre nosotros, el relevo de lo religioso en sí, cumpliendo a las mil mara­
única, la diferencia entre el «dios;- y el «no-dios», pero se trata de una villas la función que antes le correspondía a éste.
simplificación. Esta diferencia no es la única en oscilar. El vértigo «dio- Sólo Dostoyevski, que yo sepa, ha descubierto realmente los elementos
nisíaco» puede comunicarse y se comunica, como hemos visto, a todas las de reciprocidad concreta detrás del hormigueo de los monstruos, en El
diferencias: familiares, culturales, biológicas, naturales. Toda la realidad d o b le en primer lugar, y después en las grandes obras de la madurez.
está metida en el juego, produciendo una entidad alucinatoria que no es En la experiencia colectiva del d o b le m o n stru o so, las diferencias no
síntesis sino mezcla informe, deforme, monstruosa, de seres normalmente aparecen abolidas sino confundidas y mezcladas. Todos los d o b le s son in­
separados. tercambiables, sin que su identidad sea formalmente reconocida. Ofrecen,
Este carácter monstruoso, esta extravagancia espectacular, es lo que pues, entre la diferencia y la identidad, el equivoco término medio indis­
reclamará sobre todo la atención no sólo de los sujetos de la experiencia, pensable para la sustitución sacrificial, para la polarización de la violencia
sino de los investigadores que la estudian, bien en el campo de la mitolo­ sobre una víctima única que representa todas las demás. El doble mons­
gía, bien en el de la psiquiatría. Se intentan clasificar los monstruos; truoso ofrece a los antagonistas incapaces de verificar que nada les separa,
todos ellos parecen diferentes pero, a fin de cuentas, todos se parecen; es decir, de reconciliarse, exactamente lo que necesitan para llegar a este
no hay diferencia estable para separarlos entre sí. No hay gran cosa que mal menor de reconciliación que es la unanimidad m e n o s uno de la expul­
decir respecto a los aspectos alucinatorios de la experiencia, que sólo apa­ sión fundadora. Es el doble monstruoso, son todos los dobles monstruosos
recen, en cierto modo, para distraernos de lo esencial, que es el doble. en la persona de uno solo — el d ra gón d e mil cabezas d e las bacantes —
El principio fundamental, siempre ignorado, es que el doble y el mons­ que son objeto de la violencia unánime:
truo coinciden. El mito, claro está, pone de relieve uno de los dos polos,
generalmente el monstruoso, para disimular el otro. No hay monstruo que ¡Aparéceles, toro!
no tienda a desdoblarse, no hay doble que no esconda una monstruosidad ¡Muestra, dragón, tus mil cabezas!
secreta. Hay que conceder la precedencia al doble, sin que ello suponga, ¡Revélate, deslumbrante león!
no obstante, eliminar al monstruo; en el desdoblamiento del monstruo ¡Dale, dale!, joven bacante, arroja riendo el lazo de la muerte,
aflora la auténtica estructura de la experiencia. Es la verdad de su propia sobre el cazador caído entre la compañía de las ménades.
relación, obstinadamente negada por los antagonistas, la que acaba por im­
ponérseles, p e ro bajo una form a alucinada, en la oscilación frenética de El descubrimiento del doble monstruoso permite entrever en qué clima
todas las diferencias. La identidad y la reciprocidad que los hermanos de alucinación y de terror se desarrolla la experiencia religiosa primordial.
enemigos no han querido vivir como fraternidad del hermano, proximidad Cuando la histeria violenta ha alcanzado su cumbre, el doble monstruoso
del prójimo, acaba por imponerse como desdoblamiento del monstruo, en surge en todas partes al mismo tiempo. La violencia decisiva se realizará
ellos mismos y fuera de ellos mismos, bajo la forma más insólita y, en a un tiempo contra la aparición supremamente maléfica y bajo su égida.
suma, más inquietante posible. Una profunda calma sucede a la violencia furiosa; las alucinaciones se disi­
No hay que pedir a la medicina o a la mayoría de las obras literarias pan, la tranquilidad es inmediata; hace todavía más misterioso el conjunto
que nos guíen en una exploración del d o b le. Los médicos se ponen fre­ de la experiencia. En un breve momento, todos los extremos se alcanzan,

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todas las diferencias se funden; han parecido coincidir una violencia y una el proceso que acabam os de descubrir, con la aparición del d o b le m o n s­
paz igualm en te sobrehum anas. La experiencia patológica m oderna, por el tru o so en el paroxism o de la crisis, justo antes de la resolución unánim e.
contrario, no supone ninguna catarsis. Sin asim ilar am bas experiencias, Las pocas líneas que acabam os de citar todavía son más interesantes
conviene aproxim arlas. si las relacionam os con el pasaje siguien te. E sta vez ya no nos encontra­
mos con la alucinación ni con el vértigo , sino con la realidad del d ob le,
de la id en tid ad de los antagonistas, m uy explícitam en te form ulada. Penteo
* * * sigue dirigiéndose a D ionisos:

¿A quién parecerm e, dim e? ¿D ebo tener la actitud


En num erosos textos literario s antiguos y m odernos aparecen referen ­ de Ino, o de A gavé, puesto que es m i m adre?
cias al doble, al desdoblam iento, a la visión doble. N adie ha llegado nunca D i o n i s o s . — M e parece verlas al verte.
a descifrarlas. En Las bacantes, por ejem plo, el doble m onstruoso está
por todas p artes. Como se ha visto desde e l com ienzo de la obra, la ani­ L a id en tid ad , es decir, la verdad, sólo se introduce a favor de la se­
m alid ad , la hum anidad y la d iv in id ad están tom adas en una oscilación m ejanza fam iliar, y del disfraz de P enteo. Es cierto , pero ¿q u ién no verá
fren ética; a veces se confunde a los anim ales con los hom bres o los dioses, aquí que se trata de una cosa m uy d iferen te? Lo que pasa a ser m ani­
o tra, por el contrario, se confunde a los dioses y a los hom bres con las fiesto es la iden tidad de todos los d o b l e s , la de la víctim a propiciatoria
bestias. La escena más in teresante se desarro lla entre D ionisos y P enteo, y de la com unidad que la expulsa, la del sacrificador y del sacrificado.
justo antes del hom icidio de este últim o , en el preciso m om ento, por con­ Todas las diferencias son abolidas. C reo verlas al verte. Es el m ismo dios
sigu ien te, en que el herm ano enem igo debe desaparecer detrás del doble quien confirm a una vez más los datos esenciales del proceso del que pasa
m onstruoso. por ser instigador, con el cual, a decir verdad, se confunde.
Y es efectivam ente lo que ocurre. Penteo h ab la; el vértigo dionisíaco
se ha apoderado de él; v e d o b l e :
ie it ie
P enteo. — Y y o c r e o v e r d o s s o le s ,
d o s v e c e s T e b a s y e l m u r o d e s ie t e p u e r t a s .
A ti te veo como un toro que me precede, O tro texto que nos parece indispensable m encionar a propósito del
y dos cuernos, por lo que me parece, te salen de la cabeza. doble m onstruoso es la obra de Em pédocles, que describe un nacim iento
D i o n i s o s . — V es exactam ente lo que debes ver. de los m onstruos del que nunca ha llegado a proponerse una in terp reta­
ción satisfacto ria. Si los ciclos que describe el filósofo corresponden a los
En este extrao rd in ario p asaje, el tem a del doble aparece en prim er mundos culturales engendrados por la violencia fundadora, m antenidos por
lu g ar bajo una form a com pletam ente exterio r al sujeto, como visión doble el rito y destruidos por una nueva crisis sacrificial, no es posible poner
de objetos inanim ados, vértigo generalizado. Sólo disponem os todavía de en duda que el nacim iento de los m onstruos evoca la aparición del d o b le
unos elem entos alucin ato rio s; form an parte seguram ente de la experien­ m o n stru o so. El m ovim iento cíclico es atribuido por el pensador a la alter­
cia, pero no la agotan, ni siquiera reproducen su parte esencial. A m edida nancia de dos fuerzas fundam entales, el am or y el odio. El nacim iento
que avanzam os, el texto se hace más revelad o r: Penteo asocia la visión de los m onstruos se efectúa por atracción de lo mismo por lo m ismo bajo
doble a la del m onstruo. D ionisos es sim ultáneam ente hom bre, dios, toro; el efecto no del amor sino del odio, antes del nacim iento de un nuevo
la referencia a los cuernos del toro establece un puente en tre los dos te­ m undo:
m as; los d o b le s siem pre son m onstruosos; los m onstruos siem pre están
desdoblados. 57 — Entonces com enzaron a germ inar unas cabezas sin cuello
A ún son más notables las palabras de D ionisos: Ves ex a ctam en te lo y unos brazos separados de su cuerpo echaron a andar, y unos
q u e d e b e s v e r A l ver doble, al ver al propio D ionisos como un m onstruo ojos carentes de frentes, planetas (del mundo del O dio).
señalado por el doble sello de la d ualid ad y de la b estialid ad , Penteo se 58 — Privados de cuerpos, los m iem bros, bajo el im perio
conform a a las reglas in m utables del juego en el que está atrapado. P re­ del O dio, iban de aquí p ara allá, desunidos, deseosos de unirse.
sunto dueño de este juego, el dios com prueba que todo se desarrolla de 59 — Pero tan pronto como una d ivin idad se hubo unido a
acuerdo con el plan concebido por él. Este plan coincide, claro está, con la otra más estrecham ente, vióse ajustarse los m iem bros, al azar

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de los encuentros, y otros, en incesante aum ento, prosiguieron la La aparición del d o b l e m o n s t r u o s o no supone una verificación em píri­
cadena; ca d irecta, así como tam poco, a decir verdad, el conjunto de los fenóm e­
60 — Seres con los pies giratorios duran te el paso y con innu­ nos subyacentes a toda religión p rim itiva. Incluso después de los textos
m erables m anos. que acabam os de citar, el d o b l e m o n s t r u o s o m antiene un aspecto hipoté­
61 — O tros nacían con dos caras, dos torsos, bueyes con faz tico, al ig u al que todos los fenóm enos asociados al m ecanism o de la
hum ana o, por el contrario, hom bres con cráneo de b u ey, y tam ­ víctim a propiciatoria del que especifica algunos aspectos. El valo r de la
bién los andróginos, con el sexo oculto en la oscuridad. hipótesis se verifica en la abundancia de los m ateriales m itológicos, ritu a ­
les, filosóficos, literario s, etc., que será capaz de in terp retar, así como en
La interpretación que aquí proponem os coincide con la tendencia actual la calidad de las in terpretacio n es, en la coherencia que in staura entre unos
a rechazar las interpretaciones «físic a s» del pensam iento presocrático, siem ­ fenóm enos que hasta este m om ento han perm anecido indescifrables y d is­
pre arraigad as, a decir verdad, en la idea de que los m itos son fun dam en tal­ persos.
m ente una explicación de los fenóm enos n atu rales. Por superiores que Vam os a añ adir otras razones a las que ya in tervien en en favor de la
sean, las recientes interpretaciones siguen sin conceder, tal vez, el lugar presente hipótesis. Cabe esbozar, gracias a e lla , una prim era in terpretación
debido a los elem entos religiosos en el pensam iento de Em pédocles y de de dos grupos de fenóm enos que aparecen entre los más opacos de toda
todos los pensadores presocráticos. cultura h um ana: los fenóm enos de p o s e s i ó n y la utilización ritu al de las
La asociación que acabam os de proponer entre el texto de Em pédo­ m áscaras.
cles y la experiencia del d o b l e m o n s t r u o s o tal vez parezca m enos tem era­ Bajo el térm ino de d o b l e m o n s t r u o s o alineam os todos los fenóm enos
ria si la relacionam os con un texto cap ital de las P u r if ic a c i o n e s ya citado de alucinación provocados por la reciprocidad ignorada, en el paroxism o
anteriorm ente y del que un d etalle concreto adquiere ahora todo su sig­ de la crisis. El d o b l e m o n s t r u o s o surge ahí donde se encontraban en las
nificado. etapas anteriores un «O tro » y un « Y o » siem pre separados por la dife­
rencia oscilante. H ay dos focos sim étricos que em iten casi sim ultánea­
El padre se apodera de su hijo q u e ha ca m b ia d o d e forma-, m ente las m ism as series de im ágenes. Según Las b a ca n tes, observam os
m ata, orando, al insensato; y el hijo g rita, dos tipos de fenóm enos — y debe haber otros m uchos— que pueden suce-
suplicando a su dem ente verdugo ; pero él no le oye, derse ráp idam en te, pasar de unos a otros, confundirse más o m enos. El
y le d egü ella, preparando en su palacio un abom inable festín. sujeto, en Las b a ca n tes, percibe en p rim er lu gar las dos series de im ágenes
De ig u al m anera, apoderándose el hijo del p adre, los hijos de su como igualm en te exterio res a sí m ism o; es el fenóm eno de la «visió n
[m ad re, do b le». Inm ediatam ente después, una de las dos series es entendida como
les arrebatan la vid a, y devoran una carne que es la suya. «n o -yo » y la otra como « y o » . Esta segunda experiencia es la del d o b l e
propiam ente dicho. Se sitúa en la prolongación directa de las etapas ante­
Poco im porta, a decir verdad, si hay que tom ar este texto al pie de riores. M antiene la idea de un antagonism o exterio r al sujeto, idea esencial
la « le tr a » . R evela, en cualq uier caso, la exacerbada atm ósfera de crisis para el descifram iento de los fenóm enos de p o s e s ió n .
sacrificial en la que se elabora la obra de E m pédocles. El padre se apo­ E l sujeto verá m anifestarse la m onstruosidad en él y fuera de él al
dera de su hijo q u e ha ca m b ia d o d e fo rm a . De igual m anera, A gavé m ata m ism o tiem po. Debe in terp retar como buenam ente pueda lo que le ocurre
a su hijo q u e ha ca m b ia d o d e forma-, le confunde con un joven león. y situ ará necesariam ente el origen del fenóm eno fuera de él m ism o. La
Penteo confunde a D ionisos con un toro. A l ig u al que en Las b a ca n tes, aparición es dem asiado in só lita como p ara no ser referida a una causa
vem os aquí como el rito degenera y se desliza en una reciprocidad de ex terio r, extrañ a a l m undo de los hom bres. La to talid ad de la experiencia
una violencia tan dem encial que desem boca en el d o b l e m o n s t r u o s o , es está d irig id a por la alterid ad rad ical del m onstruo.
decir, en el m ismo origen del rito , cerrando una vez más el círculo de El sujeto se siente penetrado e in vadido , en lo más íntim o de su ser,
las com posiciones y descom posiciones religiosas que fascina a los pensa­ por una criatu ra sobrenatural que le asedia igualm en te desde fuera. A siste
dores presocráticos. horrorizado a un doble asalto del que es la víctim a im potente. No hay
defensa posible contra un adversario que se burla de las barreras en tre el
in terio r y el exterio r. Su ubicuidad le perm ite al dios, al esp íritu o al
* * *
dem onio apoderarse de las alm as a su antojo. Los fenómenos llam ados de
p o s e s i ó n no son más que una i n t e r p r e t a c i ó n especial del d o b l e m o n s tr u o s o .
No h ay que asom brarse si la experiencia de la posesión se presenta

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frecuentem ente como una m im esis histérica. E l sujeto parece obedecer a eos de la crisis para no m antener una relación am bigua con la violencia
una fuerza venida de fu era; tiene los m ovim ientos m ecánicos de una m a­ lib erado ra. Los fenóm enos de posesión pueden desem peñar unas veces el
rioneta. Un personaje se representa en él, el del dios, del m onstruo, del papel de rem edio, y otras el de la enferm edad, y en ocasiones ambos a
otro que está a punto de in vad irle. Todos los deseos se confunden en la un tiem po, según las circunstancias y los casos.
tram pa del m odelo-obstáculo que los aboca a la violencia in term inable. El Cuando los ritos se disgregan , p arte de los elem entos que entran en
d o b le m o n stru o so se presenta a continuación y en el lu gar de todo lo su com posición tienden a desaparecer, y p arte a surgir bajo la form a de
que fascinaba a los antagonistas en los estadios menos avanzados de la entidades independientes, aisladas de su contexto. Como tantos otros as­
crisis; sustituye a todo lo que cada cual desea a un tiem po absorber y pectos de la experiencia p rim o rd ial, la posesión puede lleg ar a ser el objeto
d estru ir, encarnar y expulsar. L a posesión no es m ás que la form a extre­ p rin cip al de las preocupaciones religiosas. Entonces es cuando se consti­
m a de la alienación al deseo del otro. tu yen los «culto s de p osesión». Las sesiones colectivas desem bocan en una
El poseído m uge como D ionisos, el toro, o fin ge, león, devorar a los inm olación sacrificial que señala su p aro x ism o “ En un estadio todavía
hom bres que están a su alcance. Puede encarnar incluso unos objetos in an i­ más evolucionado, desaparece el m ismo sacrificio. Los cham anes se esfuer­
m ados. Es a la vez uno y varios. V ive o revive el trance h istérico que zan en m an ip ular la posesión con fines m ágico-m edicínales. A ctúan como
precede inm ediatam ente la expulsión co lectiva, la in terferencia vertiginosa auténticos «esp ecialistas» de la posesión.
de cualq uier diferencia. E xisten cultos de posesión, con sesiones co lecti­
vas. En los países colonizados, o en los grupos oprim idos, resu lta in tere­
sante observar que son a veces las personalidades rep resen tan tes del poder * * *
dom inante las que sirven de m odelo: e l gobernador, el centinela a la
puerta del cuartel, etc.
Como todo lo relacionado con la experiencia religio sa p rim o rd ial, la po­ E xiste otra práctica ritu al que se ilum ina a la luz del doble m onstruo­
sesión puede ad quirir un carácter ritu al. El hecho de que exista una
so: la utilización de las m áscaras.
posesión ritu al sugiere, in dudablem ente, que la p r im e r a vez ha ocurrido Las m áscaras cuentan entre los accesorios obligados de num erosos cul­
realm ente algo parecido a una intensa posesión colectiva; eso es. n atu ral­ tos p rim itivo s, pero no podemos responder con seguridad a ninguno de
m ente, lo que el culto propiam ente religioso se esfuerza en reproducir. los interrogantes que plantea su existencia. ¿Q u é representan, para qué
La posesión ritu a l es in separable, de en trad a, de los ritos sacrificiales que sirven, cuál es su o rigen ? D etrás de la gran varied ad de estilos y de for­
la coronan. Las prácticas religiosas se suceden en principio en el orden de m as, debe haber una u n idad de la m áscara a la que somos sensibles aun­
los acontecim ientos que les corresponden en el ciclo de violencia que se que no consigam os defin irla. Jam ás, en efecto, cuando nos encontram os
trata de reproducir. Es lo que puede observarse, especialm ente, en el caso en presencia de una m áscara, titubeam os en id en tificarla en tanto que tal.
de los sacrificios en los que pueden producirse algunos casos de posesión, La unidad de la m áscara no puede ser extrínseca. La m áscara existe en
entre los dinka por ejem plo.5 Tan pronto como alcanza una intensidad sociedades m uy alejadas espacialm ente, com pletam ente ajenas entre sí. No
sufiente, la excitación engendrada por los cantos, las danzas, los sim ula­ podemos referir la m áscara a un centro de difusión único. Se sostiene a
cros de com bate, las im precaciones ritu ales, se traduce en unos fenóm enos veces que la presencia casi un iversal de las m áscaras responde a una nece­
de posesión. Los jóvenes, según G odfrey L ien h ard t,5 son los prim eros en sidad « e sté tic a ». Los prim itivos están sedientos de «e v a sió n »; no pueden
verse afectados, seguidos de los adultos, hom bres y m ujeres que tropiezan prescindir de «crear unas fo rm as», etc. Tan pronto como escapamos al
en m edio de sus com pañeros, caen al suelo, se revuelcan a veces por el clim a irre al de una cierta reflexión sobre el arte, descubrim os que eso no
suelo gruñiendo y lanzando unos gritos desgarradores. es una explicación verdadera. El arte p rim itivo tiene un destino religioso.
E xisten algunos cultos en los que la posesión se supone benéfica, otros Las m áscaras deben servir para algo análogo en todas las sociedades. Las
en los que pasa por m aléfica, y unos últim o s en los que se cree a veces m áscaras no son «in v en ta d as». Proceden de un m odelo que puede variar,
benéfica y otras m aléfica. D etrás de estas d ivergencias, existe siem pre un probablem ente, de cultura a cu ltu ra, pero con la perm anencia constante
problem a de in terpretació n , análogo al que hem os descubierto anterior­ de algunos de sus rasgos. No puede decirse que las m áscaras representen
m ente respecto al incesto ritu al y a la fiesta. E l pensam iento religioso el rostro hum ano, pero casi siem pre están vinculadas a él en la m edida
puede estim ar bien que hay que rep etir fielm en te, b ien , al contrario, que en que sirven para recubrirlo, reem plazarlo o, de una m anera u o tra, po­
conviene alejarse sistem áticam ente de fenóm enos dem asiado característi- nerse en su lugar.

5. Godfrey Lienhardt, D ivinity an d Experience. 6. Cfr. la descripción del zar y del bori en el D ion ysos de Jean-Maire, pp. 119-131.

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O curre con la unidad y la diversidad de las m áscaras lo m ismo que form ularse preguntas acerca de la «n atu ralez a» de la m áscara; corresponde
con los m itos y los ritu ales en general. Sólo puede referirse a una expe­ a su n aturaleza no ten erla, porque las tiene todas.
riencia real, común a buena parte de la hum anidad y que se nos escapa A l ig u al que la fiesta y todos los dem ás rito s, la tragedia griega sólo
totalm ente. es in icialm ente una representación de la crisis sacrificial y de la violencia
A l ig u al que la fiesta, en la que desem peña con frecuencia un papel fundadora. A sí pues, la utilización de la m áscara en el teatro griego no
de prim er plano, la m áscara presenta unas com binaciones de form as y de exige ninguna explicación especial; no se diferencia en absoluto de las
colores incom patibles con un orden diferenciado que no es, en prim er restantes utilizacion es. La m áscara desaparece cuando los m onstruos v u el­
lu g ar, e l de la n atu raleza, sino el de la m ism a cultura. La m áscara une ven a ser hom bres, cuando la tragedia o lvida com pletam ente sus orígenes
al hom bre y la b estia, al dios y al objeto in erte. V ictor T urn er, en uno ritu ales, lo que no quiere decir, probablem ente, que haya dejado de jugar
de sus lib ro s, m enciona una m áscara n d em b u que representa a la vez un papel sacrificial en el sentido am plio de esta p alabra. A l contrario, ha
una figura hum ana y una prad era.7 La m áscara yuxtapone y m ezcla unos sustituido por com pleto el rito.
seres y unos objetos separados por la d iferencia. V a más allá de las dife­
rencias, no se contenta con transgredirlas o con b o rrarlas, las incorpora,
las recom pone de m anera o rig in al; coincide, en otras palab ras, con el d o ­
b le m on stru oso.
Las cerem onias ritu ales que exigen la utilización de la m áscara repi­
ten la experiencia o rigin al. Es a m enudo en el m om ento del paroxism o,
justo antes del sacrificio, cuando los participantes revisten sus m áscaras,
aquellas al menos que desem peñan un papel esencial en la cerem onia. Los
ritos hacen revivir a estos participantes todos los papeles que sus ante­
pasados han desem peñado sucesivam ente en el curso de la crisis origin al.
H erm anos enem igos en un com ienzo, en los sim ulacros de com bate y las
danzas sim étricas, los fieles desaparecen a continuación detrás de sus m ás­
caras para m etam orfosearse en d o b le s m o n stru o sos. La m áscara no consti­
tuye un a aparición ex ni hilo: transform a la apariencia norm al de los an­
tagonistas. Las m odalidades de la utilización ritu al, la estructura en cuyo
seno se in serta la m áscara, son más reveladoras, en la m ayoría de los casos,
que todo lo que sus usuarios pueden lleg ar a decir acerca de ellas. Si
la m áscara está hecha para d isim ular todos los rostros hum anos en un
m om ento determ inado de la secuencia ritu a l, se debe a que la p rim era vez
las cosas ocurrieron así. H ay que reconocer en la m áscara una in terp reta­
ción y una representación de los fenóm enos que hemos descrito un poco
antes de m anera puram ente teórica.
No h ay que p regu ntarse si las m áscaras siguen representando unos
hom bres, o ya unos esp íritu s, unos seres sobrenaturales. E sta cuestión
sólo tien e sentido en el seno de categorías tard ías, engendradas por una
diferenciación más avanzada, es d ecir, por el desconocim iento creciente de
los fenóm enos que la utilización ritu al de la m áscara p erm ite, por el con­
trario , reco n stitu ir. La m áscara se sitúa en la frontera equívoca en tre lo
hum ano y lo « d iv in o » , entre el orden diferenciado a punto de disgregarse
y su futuro indiferenciado que tam bién es la reserva de toda diferen cia,
la to talid ad m onstruosa de la que surgirá un orden renovado. No h ay que

7. T h e F orest o f S y m b ols; A spects o f N dem bu Ritual (Ithaca, N. Y. y Londres,


1970), p. 105.

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VII principios llega a ser demasiado fuerte, siempre se resuelve en favor del
segundo polo, tanto en el caso del propio Freud como en el de sus dis­
FREUD Y EL COMPLEJO DE EDIPO cípulos. La intuición del deseo mimético alimenta toda una serie de con­
ceptos cuya definición permanece ambigua, además de inseguro su esta­
tuto y precaria su función. Entre las nociones que extraen su fuerza de
un mimetismo mal desprendido, algunas pertenecen al grupo de las id en ­
tificaciones. De todos los modos de la identificación freudiana, el más ol­
vidado, en nuestros días, y sin embargo el primero en verse definido en
el capítulo V II de P sico lo gía c o le c tiv a y análisis d el y o , titulado «La iden­
tificación», tiene por objeto al padre:

«El niño manifiesta un gran interés por su padre; quisiera


convertirse y ser lo que él es, sustituirlo en todos los aspectos.
Digámoslo tranquilamente: de su padre hace su ideal. Esta actitud
respecto al padre (o a cualquier otro hombre en general) no tiene
nada de pasiva ni de femenina; es esencialmente masculina. Con­
cuerda perfectamente con el complejo de Edipo, que contribuye a
-hntre el deseo mimético cuyo juego hemos esbozado en el capítulo preparar.»
anterior y los análisis del complejo de Edipo en la obra de Freud, hay
tantas analogías como diferencias. El esquema que aquí hemos propuesto Hay una manifiesta semejanza entre la identificación con el padre y el
desprende una fuente inagotable de conflictos. La tendencia mímética con­ deseo mimético definido anteriormente: tanto una como otro consisten en
vierte al deseo en la copia de otro deseo y desemboca necesariamente en elegir un modelo. Esta elección no está determinada por las relaciones
la rivalidad. Esta necesidad, a su vez, fija el deseo sobre la violencia familiares; puede dirigirse hacia cualquier hombre que ocupe, junto al
ajena. A primera vista, Freud parece extraño a este resorte conflictual; hijo, al alcance de su mirada, el lugar normalmente destinado al padre
pasa, por el contrarío, muy cerca de él y una lectura atenta puede mostrar en nuestra sociedad, el de modelo.
por qué no lo ha recogido. En el capitulo anterior hemos precisado que el modelo señala al dis­
La naturaleza mimética del deseo constituye un polo del pensamiento cípulo el objeto de su deseo deseándolo él mismo. Esta es la razón de
freudiano, un polo cuya fuerza de atracción está muy lejos de ser sufi­ que afirmemos que el deseo mimético no está arraigado en el sujeto ni
ciente para que todo gravite en torno a él. Las intuiciones que se refieren en el objeto, sino en un tercero que se desea a sí mismo y cuyo deseo
al mimetismo rara vez alcanzan a desarrollarse; constituyen una dimen­ imita el sujeto. No aparece nada tan explícito en el texto que acabamos
sión difícilmente visible en el texto; aroma demasiado sutil, tiende a di­ de citar. Pero no podemos ahondar un poco en este texto sin desembocar
siparse y a evaporarse cada vez que hay transmisión de la doctrina, vaya en nuestra propia definición. Freud afirma que la identificación no tiene
ésta del propio Freud a sus discípulos o incluso de un texto de Freud a nada de pasivo ni de femenino. Una identificación pasiva y femenina con­
un texto más tardío. No hay que asombrarse de que el psicoanálisis pos­ duciría al hijo a constituirse en objeto del deseo paterno. ¿En qué puede
terior se haya alejado completamente de las intuiciones que nos interesan. consistir la identificación activa y viril de que aquí se habla? O bien no
Las facciones mas opuestas están tácitamente de acuerdo en esta opera­ tiene ninguna realidad, o bien se concreta en un deseo de objeto. La iden­
ción de limpieza. Lo están los que rechazan todo lo que estorba una siste­ tificación es un deseo de ser que intenta naturalmente realizarse por medio
matización escolar del freudismo y también los que, aun proclamando su de un poseer, o sea, por la apropiación de los objetos del padre. El hijo,
fidelidad, eliminan discretamente lo más claro y lo más concreto de los escribe Freud, intenta sustituir al padre a todos los respectos; intenta, pues,
análisis de Freud como teñido de «psicologismo». sustituirlo en sus deseos, desear lo que él desea. La demostración de que
La concepción mimética jamás está ausente de Freud, pero nunca llega Freud ve así las cosas, por lo menos implícitamente, nos la ofrece con la
a triunfar; su influencia se ejerce en sentido contrario a la insistencia última frase: «[L a identificación] concuerda perfectamente con el com­
freudiana en favor de un deseo rígidamente objetual, en otras palabras, de plejo de Edipo que co n tr ib u y e a preparar.» Pues bien, o esta frase no
una inclinación libidinal hacia la madre que constituye el otro polo del significa nada o sugiere que la identificación orienta el deseo hacia los
pensamiento freudiano sobre el deseo. Cuando la tensión entre ambos objetos del padre. Existe aquí una indudable tendencia a subordinar cual­

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quier deseo filia l a un efecto de m i m e sis. Y a aparece, por consiguiente, un m ente excluida de este pro gram a? Si nos referim os a la definición de la
conflicto laten te, en el pensam iento de F reud, en tre esta m i m e s i s de la iden tificació n , com probam os que Freud no ha dicho n i sugerido nada se­
iden tificació n p atern a y el arraigo o b jetual del deseo, la autonom ía de la m ejan te, antes al contrario. Recordem os este texto : «E l niño m anifiesta
inclinación lib id ín al hacia la m adre. un gran interés por su p ad re; quisiera convertirse y ser lo que él es, sus­
E ste conflicto se hace mucho más evidente en la m edida en que la titu irlo a t o d o s l o s r e s p e c t o s . »
identificación con el padre nos es presentada como absolutam ente previa, E l lector poco atento com enzará por im agin ar que el in c lu s o j u n t o a
a n t e r io r a c u a lq u ie r e l e c c i ó n d e o b j e t o . Freud insiste acerca de este punto, la m a d r e es un descuido. S i, en el estadio de la iden tificació n , el hijo ya
en las prim eras frases de un análisis que se d esarro llará en una explicación quería su stitu ir al padre a t o d o s l o s r e s p e c t o s , es absolutam ente evidente
del com plejo de Edipo en su conjunto, siem pre en el m ismo capítulo V II que quería sustituirlo in c lu s o j u n t o a la m a d r e, por lo menos im p lícita­
de P s i c o lo g ía c o l e c t i v a y análisis d e l yo. D espués de la identificación con m ente. D etrás de esta lig era inconsecuencia se d isim u la, sin em bargo, algo
el padre surge la inclinación lib id ín al hacia la m adre, que aparece y se m uy im portante. Como acabam os de ver, no es posible precisar el pensa­
desarro lla in icialm en te, nos dice F reud, de m anera in dependiente. D iríase, m iento de Freud sobre la identificación, sin hacerlo desem bocar en un
en esta fase, que el deseo por la m adre tiene dos orígenes. E l prim ero es esquem a m im ètico que convierte al padre en el m odelo del deseo; e l padre
la identificación con el p ad re, el m im etism o. E l segundo es la l ib i d o fijada es quien señala al hijo lo deseable deseándolo él m ism o; así que no puede
d irectam ente sobre la m adre. A m bas fuerzas actúan en el m ismo sentido d ejar de señalar, entre otras cosas, ...a la m adre. Pese a que todo con­
y sólo pueden reforzarse m utuam ente. Y es exactam ente lo que Freud nos trib uye a reforzar el sentido de esta in terpretació n , Freud no la form ula
precisa al cabo de unas lín eas. D espués de haber evolucionado indepen­ jam ás; es posible que nunca se le haya realm ente ocurrido, pero no podía
dientem ente duran te algún tiem po, la identificación y la inclinación libi- estar m uy lejos de hacerlo al comienzo del capítulo V II. D espués de haber
d in al «en tran en contacto» y la inclinación lib id ia l e x p e r i m e n t a un re fu erz o . sugerido im p lícitam en te, al escribir in c lu s o j u n t o a la m a d re. Este es el
A parece ahí una consecuencia m uy n atu ral y m uy lógica si se in terpreta secreto sentido de in c lu s o j u n t o a la madre-, esta parte de frase neutraliza
la iden tificació n como acabam os de hacerlo, en el sentido de una m i m e ­ retrospectivam ente cualq uier in terpretación m im ètica de la iden tificació n ,
sis referida al deseo paterno. Es d ifícil ad m itir, o incluso concebir, otra por lo menos en lo que se refiere al objeto esencial, la m adre.
in terp retació n ; todas las indicaciones que acabam os de com entar pasarían La vo lu ntad de ap artar los elem entos m im éticos que com enzaban a
a ser, en su ausencia, tan incom prensibles y absurdas como racionales y abundar en la vecindad del Edipo se dem uestra en unos textos más tardíos
coherentes son ilum inadas por ella. en los que aparece de m anera más precisa. H e aquí, por ejem plo, la d efi­
No pretendem os en absoluto hacer decir a Freud lo que nunca ha nición del com plejo de Edipo en El Y o y e l e llo :
dicho. A firm am os, por el con trario, que el cam ino del deseo m im ètico se
abre delante de Freud y que F re u d s e n i e g a a i n t r o d u c ir s e p o r él. P ara «D esde hora m uy tem prana, el niño concentra su lib ido so­
com probar su desvío, basta con leer la definición del com plejo de Edipo bre su m adre, ...e n cuanto al p ad re, el niño se asegura un dom i­
propiam ente dicho. Sigue casi inm ediatam ente al paso que acabam os de nio sobre él aprovechando la identificación. Estas dos actitudes
citar: coexisten durante cierto tiem po, hasta que habiéndose reforzado
los deseos sexuales con respecto a la m adre, y después de h a­
«E l niño descubre que el padre le obstaculiza el cam ino hacia berse dado cuenta el niño de que el padre co n stitu ye un obstácu­
la m adre; su identificación con el padre adquiere gracias a este lo para la realización de tales deseos, nace el c o m p l e j o d e E dipo.
hecho un m atiz h o stil y acaba por confundirse con el deseo de La identificación con el padre adquiere entonces un carácter de
sustitu ir al padre, incluso junto a la m adre. La identificación es, h o stilid ad , engendra el deseo de elim in ar al padre y de su stitu irle
por otra p arte, am bivalente desde el com ienzo.» junto a la m adre. A p artir de este m om ento, la actitud con res­
pecto al padre pasa a ser am bivalente. D iríase que la am biva­
E xiste, pues, en este texto una indicación, por lo m enos, que debe len cia, que estaba desde el principio im plicada en la iden tifica­
sorprendernos in m ed iatam ente: cuando el hijo se enfrenta con el obstácu­ ción, se convierte en m an ifiesta.»
lo patern o , escribe F reud, su identificación acaba por confundirse con el
deseo de su stitu ir al padre in c l u s o ju n t o a la m a d re. Este in c lu s o ju n to A p rim era v ista, se tiene la im presión de que no es más que un fiel
a la m a d r e es bastan te extrao rd in ario . Freud ha definido an terio rm en te la resum en de los análisis de la P s i c o lo g ía c o l e c t i v a y análisis d e l y o . Una
identificación como deseo de su stitu ir al p ad re, y así exactam ente es como lectura más atenta revela unas diferencias que parecen m ínim as pero que,
vu elve a d efin irla. ¿H ay que creer que la m adre está ex p lícita o im p lícita­ en realid ad , son m uy im portantes. N uestro análisis anterior perm ite mos­

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trarlo porque ha puesto de reliev e los elem entos m im éticos del prim er líos que ya son suyos como aquéllos de los que piensa apropiarse. El
texto ; son estos m ismos elem entos, ya oscuram ente arrinconados en la m ovim iento del discípulo hacia los objetos d el m odelo, in cluida la m adre,
p rim era definición del com plejo, los que F reud acaba, aquí, de elim in ar. ya se in icia en la iden tificació n , está incluido en la m ism a idea de iden­
En el prim er texto , Freud in sistía acerca de la an terio ridad de la tificación ta l como la define Freud. Lejos de desalen tar esta in terp reta­
iden tificació n con el padre. En el segundo, no renuncia explícitam en te a ción, d iríase que F reud, al p rin cip io , hace cuanto puede por alen tarla.
esta doctrina, pero lo que m enciona en prim er lu g ar es la inclinación libi- Puesto que el discípulo y el m odelo se encam inan hacia el m ismo
din al h acía la m adre, y ya no la identificación. Nos im pide, en sum a, im a­ objeto, se producirá un enfrentam iento en tre el discípulo y el m odelo.
ginar que una sola y m ism a fuerza, la voluntad de su stitu ir al padre a Subsiste la riv alid ad « e d íp ic a » , pero adquiere una significación totalm ente
t o d o s lo s r e s p e c t o s , alim en ta la identificación con el m odelo y la orienta­ diferen te. E stá p redeterm in ada por la elección del m odelo; por consi­
ción del deseo hacia la m adre. guien te, no tien e nada de fo rtu ita, pero tampoco tiene nada que ver con
La prueba de que la inversión del orden o rigin al no es fo rtu ita viene una vo lu ntad de usurpación en el sentido h ab itu al de la p alab ra. Es con
dada porque inm ediatam ente después se reproduce y con las m ism as con­ absoluta «in o cen cia» que el discípulo se d irige hacia el objeto de su mo­
secuencias. A parece de nuevo en el segundo texto, justo antes de la for­ delo, que quiere su stitu ir al padre i n c lu s o j u n t o a la nun lre sin segundas
m ación del «co m p lejo », el «refo rzam ien to » de la inclinación lib id in al, intenciones. O bedece al im p erativo de im itació n que le es transm itido por
pero en lu g ar de presentar este reforzam iento como el resultado de un todas las voces de la cultura y por el propio m odelo.
prim er contacto con la iden tificació n , Freud in v ierte el orden de los fenó­ S i se piensa un poco en la situación del discípulo respecto al m odelo,
m enos, lo que excluye form alm ente el vínculo de causa a efecto sugerido se en ten derá sin esfuerzo que la riv alid ad llam ada «e d íp ic a », reinterpre-
por el prim er texto. E l reforzam íento de la lib id o pasa a ser algo com­ tada en función de la concepción radicalm ente m im ética, debe provocar
p letam ente inm otivado. E l efecto se m antiene pero va precedido por su lógicam ente unas consecuencias a la vez m uy sem ejantes y b astan te dife­
causa, por lo que ni uno ni el otro concuerdan en absoluto. Como se ve, rentes de las que Freud atrib uye a su «co m p lejo ».
El \ o y el e l l o acaba con todos los efectos m im éticos, pero a costa de las H em os definido anteriorm ente los efectos de la riv alid ad m im ética.
m ejores intuiciones de P s i c o lo g í a c o l e c t i v a y análisis d e l y o , incluso a costa Y hemos afirm ado que siem pre culm inaban, a fin de cuentas, en la vio­
de una cierta incoherencia. lencia recíproca. Pero esta reciprocidad es el resultado de un proceso. Si
¿P o r qué Freud actúa de este m odo? El m ejor m edio de responder a hay un estadio , en la existen cia in d iv id u al, en que la reciprocidad toda­
esta p regunta es p erseverar en el camino que rechaza. H ay que pregun­ vía no aparezca, en que las rep resalias perm anezcan im pasibles, es precisa­
tarse adonde lleg aría Freud si se abandonara a estos efectos m im éticos m ente el estadio de la in fan cia, en las relaciones entre los adultos y los
que surgen en los prim eros análisis y que desaparecen como por hechizo niños. Esto es lo que hace que la infancia sea tan vu ln erab le. E l adulto
en el m omento en que la definición del com plejo se pone directam ente en está preparado para p rever la violencia y replica a la violencia con la vio­
acción. H ay que volver, pues, a la frase secretam ente contradicha y anu­ len cia, responde inm ediatam ente en los m ismos térm inos; el niño, por el
lada por el in c lu s o ju n t o a la m a d re. Id en tificarse con el p adre, nos ha contrario, jam ás ha estado expuesto a la violencia, y por ello se aproxim a
dicho F reud, significa en prim er lugar su stitu ir al padre. E l niño « q u i­ sin la m enor desconfianza hacia los objetos de su m odelo. Sólo el adulto
siera convertirse y ser lo que él es, su stitu ir le a t o d o s los r e s p e c t o s » . puede in terp retar los m ovim ientos del niño como un deseo de usurpación;
Para excluir a la m adre de este a t o d o s l o s r e s p e c t o s , hab ría que su­ lo hace en el seno de un sistem a cultural que todavía no es el del niño, a
poner que el hijo ya conoce la « le y » , y que se conform a con ella antes p artir de significaciones culturales de las que el niño no tiene la menor
de haber tenido la m enor indicación a su respecto, puesto que es, en prin­ idea.
cipio, la interposición del padre lo que le enseñará esta « le y » . P ara excluir La relación m odelo/discípulo excluye por definición la iguald ad que
a la m adre, sería necesario que el «com p lejo» ya se hubiera producido, haría concebible la riv alid ad en la perspectiva del discípulo. Este discípulo
en sum a. Q ueda claro, por consiguiente, que hay que in cluir a la m adre está en la posición del fiel respecto a la d iv in id ad ; im ita sus deseos, pero
y es lo que Freud hizo al principio. La vaga un iv ersalid ad de la frase de es incapaz de reconocer en ellos algo análogo al suyo propio; no en tien de,
Freud: «E l hijo quiere su stitu ir al padre a t o d o s l o s r e s p e c t o s » , es m uy en sum a, que pueda «co m p etir» con su m odelo, constituir para él una
apropiada pues el hijo no puede tener un conocim iento claro y diferen ­ am enaza. Si esto es cierto incluso en el caso de los adultos, debe serlo
ciado de los objetos del padre, incluida la m adre, en tanto que ella es mucho más en el caso del niño, del deseo m im ético o rigin al.
el objeto del .padre. Si el hijo se d irige hacia los objetos del p adre, en C errada la prim era p u erta, obstruido el prim er acceso, el prim er n o
sum a, es porque se guía en todas las cosas por el m odelo que se ha dado, del m odelo, aunque sea m uy suave, aunque esté rodeado de todo tipo de
y este m odelo se d irige obligatoriam ente hacia s u s objetos, tanto aque- precauciones, corre el peligro de aparecer como una excom unión m ayor,

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un a expulsión a las tin ieb las exteriores. E sta es la causa de que la p ri­ sado, un terzo in co m m o d o . A unque no fuera la im itación del deseo paterno
m era vez el niño sea incapaz de responder a la violencia con la violen ­ lo que provocara la riv alid ad , el hijo debiera perm anecer ciego al hecho
cia, de que carezca de toda experiencia de la violencia, y de que el prim er de que sólo se trata, p recisam ente, de una riv alid ad . La observación co ti­
obstáculo suscitado por el d o u b l e bin d m im ético am enace con suscitar en diana de sentim ientos tales como la envidia y el deseo m uestra que los
él un a im presión in deleb le. El «p ad re » prolonga en filigran a los m ovim ien­ antagonistas adultos jam ás consiguen prácticam ente reducir su antagonis­
tos apenas iniciados por el hijo y com prueba sin esfuerzo que éste se d iri­ mo a un sim ple hecho de la riv alid ad . F reud confiere aquí al niño unos
ge en lín ea recta hacia el trono y hacia la m adre. El deseo del p arricidio poderes de discernim iento no ya iguales sino m uy superiores a los de los
y del incesto no puede ser una idea del niño; es, evidentem ente, la idea adultos.
del ad ulto , la idea del m odelo. En el m ito es la idea que el oráculo su­ Entiéndasenos correctam ente; la in vero sim ilitud que aquí denunciam os
surra a L ayo , mucho antes de que Edipo sea capaz de desear lo más m í­ no tiene nada que ver con los presupuestos que Freud nos pide que
nim o . Es tam bién la id ea de Freud y no es menos falsa que en el caso aceptem os, con la atribución al niño, entre otras cosas, de un deseo libi-
de Layo. E l hijo siem pre es el ultim o en saber que cam ina hacia el p arri­ dín al análogo al de los adultos. En el m ism o in terio r del sistem a com ­
cidio y e l incesto, pero los adulto s, esos buenos apóstoles, están ahí para puesto por los postulados freudianos, la atribución al hijo de una clara
inform arle. co n cien cia de la riv alid ad co n stituye una clam orosa in vero sim ilitud.
Si la prim era interposición del m odelo en tre el discípulo y el objeto Se nos opondrá aquí el argum ento contundente de todas las orto­
co n stituye a la fuerza una experiencia especialm ente «trau m atiz an te », es doxias m édicas, los famosos «dato s clín ico s». F rente a la autoridad del
porque e l discípulo es incapaz de efectuar la operación in telectu al que el hom bre de la b ata blanca, el profano no tiene más que inclin arse. Los
adulto , y en especial el propio F reud, le atrib u ye. Es porque no tiene textos que com entam os no se basan en ningún dato clínico especial. Su
conciencia del m odelo como riv a l, porque no tiene deseo de usurpación. carácter especulativo es evidente. No hay que sacralizarlos como hacen
El discíp ulo , incluso adulto y con m ayor razón todavía niño, es incapaz unos, ni arrinconarlos subrepticiam ente como hacen tantos otros. En am ­
de descifrar la riv alid ad como riv alid ad , sim etría, iguald ad . Confrontado bos casos, nos privam os de intuiciones m uy preciosas — aunque el objeto
con la cólera del m odelo, el discípulo es obligado en cierto modo a elegir real no sea siem pre el que F reud piensa alcanzar— y renunciam os al es­
entre sí m ismo y este m odelo. Y es m uy evidente que elegirá el m odelo. pectáculo fascinante que constituye la m ente de Freud sorprendida en
La cólera del ídolo debe estar justificad a, y sólo puede estarlo por la insu­ pleno trabajo , los titubeos del pensam iento freudiano.
ficiencia del discípulo, por su desm erecim iento secreto que obliga al dios Sabem os que los «dato s clín ico s» tienen las espaldas anchas pero su
a p rohibir el acceso del sancta sanctoru m , de cerrar la puerta del paraíso. com placencia tiene unos lím ites. No podemos p edirles que atestigüen en
Lejos de d isip arse, pues, el prestigio de la d ivin idad, ahora vengadora, se favor de una co n c ie n cia , por breve que sea, del deseo p arricida e inces­
verá reforzado. El discípulo se cree culpable sin saber exactam ente de qué tuoso. Como esta conciencia no es observable en ninguna p arte, F reud,
se le juzga; indigno, piensa, de poseer el objeto que desea; este objeto le para deshacerse de ella cuanto antes, se ve obligado a recu rrir a unas
p arecerá, por tanto , más deseable que nunca. La orientación del deseo nociones tan em barazosas y sospechosas como el inconsciente y el rechazo.
hacia los objetos protegidos por la violencia del o tro ha com enzado. Es Llegam os aquí al centro de nuestra crítica de F reud. El elem ento m í­
m uy posible que el vínculo que aquí se establece entre lo deseable y la tico del freudism o no reside en absoluto, como se ha afirm ado duran te
violencia jam ás llegue a desanudarse. tanto tiem po, en la no-conciencia de los datos esenciales que determ inan
F reud, por su p arte, quiere m ostrar que las prim eras relaciones entre la psique in d iv id u al. Si n uestra crítica recogiera este tem a cabría alin earla
el niño y sus padres, al n ivel del deseo, dejan una h uella in d eleb le, pero entre las críticas retrógradas del freudism o, cosa que, en cu alq uier caso,
consigue lo contrario p o rque descarta a fin de cuentas los efectos mimé- no se d ejará de hacer, pero utilizando para ello una cierta dosis de m ala
ticos cuyas po sibilid ad es, apenas en trev istas, le habían tentado inicialm ente. fe: lo que reprocham os a F reud, en últim a in stan cia, es que perm anezca
¿C óm o lo rem ediará, por co nsiguiente? Releam os la frase esencial de in defectib lem ente vinculado, pese a las apariencias, a una filosofía de la
P sico lo gía c o le c tiv a y análisis d e l y o : conciencia. E l elem ento m ítico del freudism o es la co n c ie n cia del deseo
El niño d e s c u b r e q u e el p a d re l e obstaculiza el ca m in o hacia la m adre; p arricid a e incestuoso, conciencia relám pago probablem ente, en tre la noche
su id en tifica ción co n el p a d re a d quiere gracias a e s t e h e c h o un matiz h o s­ de las prim eras identificaciones y la del inconsciente, pero conciencia real
til y acaba p o r c o n fu n d ir se co n el d e s e o d e sustituir al padre, inclu so pese a todo, conciencia a la que Freud no quiere ren un ciar, lo que le
ju n to a la madre. obliga a traicio n ar cualq uier lógica y todo tipo de vero sim ilitu d , la p ri­
De creer a F reud, el niño no sentiría la m enor d ificu ltad en reco­ m era vez p ara hacer posible esta conciencia y la segunda p ara an ularla,
nocer en su padre un riv al en el sentido del vo devil tradicio n al, un pe­ im aginando el inconsciente receptáculo y el sistem a de bom bas aspirantes

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e im pelentes que conocemos. Y o rechazo este deseo del p arricidio y del para él, a él p ara el padre, en el obstáculo con el que ambos chocan una y
incesto porque antes lo he querido realm en te. E rgo sum. otra vez incesantem ente, la p iedra de toque que el m ediocre consigue es­
Lo que hay de más notable en este m om ento de conciencia clara sobre q uivar m ejor.
el cual pretende Freud fundar toda vida p síquica, es que es perfectam ente Se nos argüirá que todo esto es ajeno a un pensam iento freudiano
in ú til; sin él, en efecto, se encuentra la in tuició n esencial de F reud, que directam ente conectado con una fuente de luz de la que carecem os de toda
es la de un elem ento crítico y potencialm ente catastrófico en las prim eras idea. Se nos argum en tará que el d o a b le bin d m im ètico es com pletam ente
relaciones entre el niño y sus padres o m ás generalm ente entre el deseo- ajeno a la concepción freudian a, que el doble im perativo contradictorio
discípulo y el deseo-m odelo. No solam ente no se pierde nada de lo esen­ postulado por nosotros como esencial: haz con/o el padre, no hagas cotí!o
cial sino que todo lo que encontram os, lo encontram os bajo una form a y el pa dre nos lleva hacia unas o rillas que ya nada tien en de psicoanalíticas.
en un contexto cuyas ven tajas sobre el «co m p lejo » freudiano son con­ Esto m uestra perfectam ente que el pensam iento de Freud es dem asiado
siderables. im p o rtan te para quedar abandonado al p sicoanálisis. La pista que seguim os
No nos proponem os p en etrar realm ente en un terreno que nos llev aría no es im agin aria. Para asegurarse de ello , b asta con consultar, siem pre en
dem asiado lejos, pero no se puede negar que la concepción radicalm ente El Yo y el ello, la definición de S u p ere g o o y o ideal. Las relaciones
m im ética del deseo abre a la teoría p siq u iátrica una tercera v ía, tan ale­ del S u p er e g o con el e g o no se lim itan , escribe F reud, « a d irig irle el con­
jada del inconsciente receptáculo del freudism o como de toda filosofía de sejo: «S é a sí» (como tu p ad re), sino que im plican tam bién la prohibición:
la conciencia disfrazada de psicoanálisis ex isten cial. Esta vía escapa, en «N o seas a sí» (como tu p ad re); en otras palab ras: «N o hagas todo lo que
especial, al fetiche de la adaptación sin caer en el fetiche sim étrico e in ­ él hace; m uchas cosas están reservadas exclusivam ente p ara é l» .
verso de la p erv er sid a d que caracteriza una buena p arte del pensam iento ¿Q u ién se atreve a sostener, delante de este texto , que Freud es ajeno
contem poráneo. E l individuo «ad ap tad o » es el que consigue atrib u ir a las al d o u b le bind? No sólo Freud entiende perfectam ente bien este m eca­
conm inaciones contradictorias del d o u b le bin d — sé como el m odelo, no
nism o sino que lo sitúa allí donde hay que situarlo para realizar todas sus
seas como el m odelo— dos ám bitos de aplicación diferen tes. El adaptado
po ten cialidades, cosa que no siem pre ocurre en los debates recientes. La
com parte lo real con el fin de n eu tralizar el d o u b le bind. Es lo que hacen
d eíin ició n del Superego supone una cosa m uy d istin ta de la conciencia m íti­
igualm en te los órdenes culturales prim itivo s. En el origen de cualq uier
ca de la riv alid ad ; se basa evidentem ente en la iden tidad del m odelo y del
adaptación in d iv id u al o colectiva, está el escam oteo de una cierta violen­
obstáculo, una iden tidad que el discípulo no alcanza a descubrir. El Su­
cia arb itraria . E l adaptado es el que realiza por si m ismo este escam oteo
p e r e g o no es otra cosa que la recuperación de la identificación con el
o que consigue acom odarse a él, si ya ha sido realizado para él por el
padre, situ ada ahora ya no an tes del com plejo de Edipo sino despu és.
orden cu ltu ral. El inadaptado no se acom oda. La «enferm edad m en tal» 1 y
Como hemos visto , Freud no ha suprim ido realm ente esta identificación
la rebelión, así como la crisis sacrificial a la que se asem ejan, entregan el
p revia, posiblem ente porejue no le gusta rectificar, pero la ha rechazado
individuo a unas form as de m en tira y de violencia mucho peores proba­
irónicam ente a un segundo plano, am putándole su carácter p rim o rdial. De
blem ente que la m ayoría de las form as sacrificiales idóneas p ara realizar
todas m aneras, ahora es d e s p u é s del com plejo que la identificación con el
el escam oteo en cuestión, pero en cualq uier caso m ás verídicas. En el
padre debe operar todos sus efectos; se ha convertido en el S u p erego.
origen de num erosos desastres psíquicos está una sed de verdad obliga­
toriam ente ignorada por el psico an álisis, una protesta oscura pero radical Si se piensa en la definición que acabam os de leer, descubrim os que
contra la violencia y la m entira in sep arab les de cu alquier o rd en humano. no sólo puede leerse en la óptica del d o u b le bind m im ètico, sino que no
U na p siq u iatría que ya no oscilara entre el anodino conform ism o de la puede leerse en la óptica postulada por F reud, la de un com plejo de Edipo
adaptación y los falsos escándalos que com ienzan con la asunción m ítica por «rech azad o », o sea, un deseo p arricida e incestuoso que prim eram ente ha
el niño de un deseo del p arricid io y del incesto, lejos de recaer en la sido consciente y luego ha dejado de serlo.
insulsez id ealista alcanzaría algunas grandes intuiciones tradicionales que Para concebir los dos m andam ientos contradictorios del S u p erego , en
no tienen nada de «tran q u iliz ad o ras». En la tragedia g riega, por ejem plo, el clim a de incertidum bre y de ignorancia im plicado por la descripción
al igu al que en el A ntiguo T estam ento, el hijo m ejo r coincide, por regla freudiana, debem os im agin ar una prim era im itación, ardiente y fiel, pagada
general, con el p eor. Es Jacob y no E saú, es el hijo pródigo y no el fiel, por una desgracia tanto más sorprendente a los ojos del hijo en la m e­
es E d ip o ... El hijo m ejor im ita con una pasión que convierte del padre dida en que se inscribe en el contexto de este ardor y de esta fid elid ad .
La conm inación p o sitiv a: «S é como tu p ad re» parece cubrir la to talidad
1. Las com illas sign ifican qu e el propio concepto de «en ferm ed ad m en tal» está del cam po de las actividades p aternas. N ada en esta prim era conm inación
en discusió n, como en la obra de alguno s m édicos contem poráneos. anuncia ni sobre todo perm ite in terp retar la conm inación co n traria que le

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sucede inmediatamente: «No seas como el padre», la que también parece El fracaso de este compromiso es lo que empuja a Freud a fundar el Edipo
cubrir la totalidad del campo de lo posible. sobre un deseo puramente objetual y a reservar los efectos miméticos para
Se percibe la ausencia de cualquier principio de diferenciación; esta otra formación psíquica, el Superego.
ignorancia es terrible; el hijo se pregunta en qué ha faltado; intenta defi­ La dualidad de las «instancias» constituye un esfuerzo por separar los
nir para las dos conminaciones unos terrenos separados de aplicación. No da dos polos de la reflexión freudiana sobre el deseo, el deseo objetual y
la menor impresión de un transgresor; no ha infringido una ley que conocía; edipico a un lado, los efectos miméticos al otro. Pero este esfuerzo de divi­
intenta conocer la ley que permitiría definir su comportamiento como sión absoluta no puede triunfar; está abocado al mismo fracaso que el
transgresión. esfuerzo de síntesis que le precede.
¿Que hay que deducir de esta definición? ¿Por que Freud recomienza En el deseo mimètico, jamás se puede separar por completo estos
a jugar con los mismos efectos de m im e s is que rechaza en el estadio del tres términos que son la identificación, la elección del objeto y la riva­
Edipo, después de haberse sentido inicialmente tentado po r ellos? Sólo lidad. La prueba de que el pensamiento freudiano está siempre influen­
hay visiblemente una única respuesta para esta pregunta. Freud no quiere ciado por la intuición mimètica se situa precisamente en la conminación
renunciar en absoluto a los efectos de m im e s is que espejean en torno a la irresistible de estos tres términos. Tan pronto como aparece uno de ellos,
identificación. Vuelve a ellos en el S u p e r e g o . Pero la definición del Su- los otros dos tienden a seguir. En el complejo de Edipo, Freud se libera
perego sigue casi inmediatamente, en El Y o y e l ello , la segunda definición del mimetismo con un gran esfuerzo, y al precio de una enorme invero­
del complejo de Edipo citada anteriormente, la que, precisamente, está similitud. Inversamente, en el S u p e r e g o , donde en principio ya nada debiera
completamente purificada de los efectos mimeticos que la acechaban en contrariar la identificación con el padre, se ve asomar de nuevo la rivalidad
P s i c o lo g ía c o l e c t i v a y análisis d e l y o . Es posible, pues, reconstruir la evo­ por un objeto necesariamente maternal.
lución del pensamiento freudiano entre P s i c o lo g ía c o l e c t i v a . . . que data de Cuando Freud hace decir al S u p e r e g o : No s e a s así ( c o m o e l p a d re):
19 2 1 y El Y o y el e l l o que data de 1923. En la primera obra, Freud ha m u c h a s c o s a s le están r e s e r v a d a s a él, d e m a n era ex clu siva , sólo puede
creído inicialmente posible conciliar los efectos miméticos con la idea bá­ tratarse de la madre, y es exactamente de la madre que se trata. Esta es la
sica, con el complejo de Edipo. A eso se debe que las intuiciones ligadas razón de que Freud escriba: «El doble aspecto del Superego (sé como el
a la concepción mimètica salpiquen las reflexiones de esta primera obra. padre, no seas como el padre) se desprende del hecho de que ha puesto todos
Parece que en el transcurso mismo de su redacción, Freud ha comenzado sus esfuerzos en rechazar el complejo de Edipo y de que ha nacido a con­
a presentir la incompatibilidad de los dos temas. Esta incompatibilidad es secuencia de este rechazo.»
perfectamente real. La concepción mimetica desprende el deseo de cualquier Este Superego, a la vez rechazador y rechazado, y que sólo nace des­
objeto; el complejo de Edipo arraiga el deseo en el objeto maternal; la pués de haber hecho «todos sus esfuerzos», plantea seguramente unos pro­
concepción mimètica elimina cualquier conciencia e incluso cualquier deseo blemas formidables. S a b e d e m a sia d o , incluso negativamente. La verdad
real del parricidio y del incesto; la problemática freudiana está entera­ es que la reactivación de la identificación con el padre que define el
mente basada, al contrario, en esta conciencia. S u p e r e g o provoca inmediatamente una reactivación del triángulo edipico.
Evidentemente, Freud está totalmente decidido a concederse su «com­ Como decíamos hace un instante, Freud no puede evocar uno de los tres
plejo». Cuando tiene que optar entre los efectos miméticos y un deseo términos de la configuración mimètica sin ver reaparecer los otros dos,
parricida e incestuoso plenamente desarrollado, elige decididamente este le guste o no. Esta reaparición del triángulo edipico no estaba prevista en
último. Eso no quiere decir que renuncie a explorar las prometedoras po­ el programa. El complejo de Edipo, capital fundador e inalienable del psi­
sibilidades de la m im es is . Lo que tiene de admirable Freud es precisa­ coanálisis, ya está encerrado con doble llave en los cofres del inconsciente,
mente que nunca renuncia a nada. Cuando suprime los efectos de la m i ­ por debajo del banco psicoanalítico.
m esis, es simplemente para impedir que subviertan la versión oficial del Esta reaparición inesperada del triángulo edipico es la que llevará a
complejo. Quiere resolver de una vez por todas el problema del Edipo para decir a Freud que al hijo ¡le cuesta rechazar su Edipo! En realidad, es el
sentirse libre de jugar con los efectos de la m im esis. Una vez ha dejado el propio Freud quien no consigue desembarazarse de él. Obsesionado por
complejo de Edipo a sus espaldas, quisiera recuperar las cosas en el punto la configuración mimètica, esboza incesantemente un triángulo que cree
en que estaban a n t e s del complejo. ser el del complejo eterno y que, en realidad, es el de una m im e s is siempre
En suma, Freud ha intentado inicialmente desarrollar el complejo de forzosamente contrariada: es el juego del modelo y del obstáculo que
Edipo sobre la base de un deseo mitad objetual, mitad mimetico. De allí Freud lleva siempre «en la punta de la lengua» pero que no consigue
la extraña dualidad de la identificación con el padre y de la inclinación desenmarañar.
libidinal con la madre en la primera e incluso la segunda versión del Edipo. Aquí nos limitamos a descifrar dos o tres textos claves cuya puesta en

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relación nos parece bastante reveladora, pero hubiéramos podido elegir pletamente incomprensible: se dice, por consiguiente, que debe proceder
otros muchos, incluidos los casos llamados «clínicos» con unos resultados del «cuerpo». El propio Freud nos deja creer y se convence él mismo
no menos demostrativos. En los textos que hemos tratado, reaparece en de que efectúa, al decir a m b iv a len cia , una prodigiosa zambullida hacia las
varias ocasiones un término fundamental de la problemática freudiana, oscuras regiones en que lo psíquico y lo somático se unen. En realidad,
a m b iv a len cia , del que se puede mostrar que traduce a la vez la presencia sigue tratándose de una renuncia a descifrar lo que sigue siendo descifra­
de la configuración mimètica en el pensamiento freudiano y la impotencia ble, A l ser mudo el «cuerpo», no amenaza con protestar. Todos, actual­
del pensador para articular correctamente las relaciones de los tres elemen­ mente, permanecen a la escucha del «cuerpo», capaz de descifrar su men­
tos de la figura, el modelo, el discípulo y el objeto, que necesariamente saje a partir de Freud. En toda la obra de Freud, no hay un solo ejemplo
uno y otro se disputan ya que uno lo designa al otro como su deseo, de a m b iv a le n c ia que no pueda y, en último término, no deba referirse al
puesto que es objeto c o m ú n . Cree saber todo lo que es común en el esquema del obstáculo-modelo.
deseo, pero no lo sabe, significa no la armonía sino el conflicto. Remitir el conflicto al espesor material del sujeto, significa convertir
El término a m b iv a len c ia aparece al final de las dos definiciones del la impotencia en virtud, manifestar que la relación que no se consigue
complejo de Edipo que hemos citado, la de P s i c o lo g í a c o l e c t i v a . . . y la de descifrar no sólo es indescifrable sino que no se trata de una relación. Y
El Y o y e l ello. He aquí de nuevo ambos pasos: he ahí el «cuerpo» del sujeto, las regiones más corporales de la psique,
dotadas de una propensión más o menos orgánica a encontrar delante de
« ...L a identificación con el padre adquiere... un matiz hostil ellas... el obstáculo del deseo modelo. La ambivalencia se convierte en
y acaba por confundirse con el deseo de sustituir al padre, incluso virtud principal de la corporalidad en tanto que alimenta la psique. Es
junto a la madre. La i d e n t if ic a c ió n era a d e m á s a m b i v a l e n t e d e s d e la virtud dormitiva de la escolástica moderna sobre el deseo. Gracias a ésta,
e l co m ien z o . y a otras nociones, el psicoanálisis concede un aplazamiento, otorga incluso
La identificación con el padre pasa a tener entonces un ca­ una nueva apariencia de vida, pretendiendo hacerla más «encarnada», a
rácter de hostilidad, engendra el deseo de eliminar al padre y un mito del individuo que debiera disolver.
de sustituirlo junto a la madre, A partir de este momento, la En Freud, por lo menos, detrás de la a m b iv a len cia , existe una intui­
a c titu d c o n r e s p e c t o al p a d r e s e h a c e a m b iv a le n t e . Se diría q u e ción parcial pero real del deseo mimético, lo que ocurre en otros mu­
la a m b iva len cia , q u e estab a im p lica d a d e s d e el o r i g e n en la i d e n ­ chos. Tenemos que preguntarnos cómo se las compuso Freud para no des­
tifica ció n , pasa a s e r m a n ifiesta .» cubrir nunca un mecanismo que sin embargo era tan simple. En cierto
modo, esta extrema simplicidad contribuye a disimularla. Pero hay algo
Recordemos cómo se definía, en un principio, la identificación con más.
el padre: «no tiene nada de pasivo, ni de fem enino...» parecía entonces que Y este algo más no es difícil de descubrir; lo encontramos a cada
se trataba de una cosa absolutamente unida y sin ambigüedades. ¿Por paso desde el comienzo de nuestro análisis. Este algo más, claro está, es el
que Freud le atribuye, algo más allá, una «ambivalencia» principal en la corazón mismo del «complejo de Edipo», o sea este breve momento de
que evidentemente no había pensado hasta aquel momento? Simplemente conciencia durante el cual se supone que el deseo del parricidio y del
porque presiente, ahora, y su intuición no le engaña, que los sentimientos incesto se convierte en intención formal en el niño. Comprobamos a cada
positivos de la identificación primera, imitación, admiración, veneración, instante que el parricidio y el incesto en el sentido freudiano constituyen
están infaliblemente condenados a convertirse en sentimientos negativos, un obstáculo decisivo en el camino del deseo radicalmente mimético. Para
desesperación, culpabilidad, resentimiento, etc. Pero Freud no sabe p o r convencerse de que existe realmente deseo de parricidio, deseo de inces­
q u é las cosas serán así, y no lo sabe porque no puede acceder a una con­ to, Freud se ve obligado a desplazar el modelo en tanto que éste designa
cepción abiertamente mimètica del deseo, no puede reconocer claramente el deseo y apuntalar el deseo en el objeto, o sea perpetuar la concepción
en el modelo de la identificación u n m o d e l o d e l p r o p i o d e s e o , y p o r ta n to tradicional y regresiva del deseo; el movimiento del pensamiento freudiano
un o b s t á c u l o e n p o ten cia . hacia la m im e s is radical está constantemente frenado por esta extraña obli­
Todas las veces que la contradicción del deseo mimètico presiona sobre gación, esta especie de deber que se impone, muy visiblemente, de] parri­
Freud y se impone oscuramente sin que alcance a esclarecerla, Freud se cidio y del incesto.
refugia en la noción de a m b iv a len cia . La ambivalencia remite a un sujeto Hemos visto que la rivalidad mímética ofrece sobre el complejo freu­
aislado, el sujeto filosófico tradicional, una contradicción que está situada diano ventajas de todos tipos; elimina, con la conciencia del deseo parri­
en la relación, la inaprehensible d o u b l é bind. cida e incestuoso, la embarazosa necesidad del rechazo y del inconsciente. Se
Una vez alojada en el individuo solitario, la contradicción se hace com­ inscribe en un sistema de lectura que descifra el mito edípico; garantiza

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a la explicación una coherencia de la que el freudism o es incapaz, y todo cam ino de un dogm atism o polém ico y estéril que los fieles han abrazado
ello con una econom ía de m edios que F reud no lleg a ni a sospechar. ¿P or tan ciegam ente como han rechazado los in fieles, hasta el punto de que se
qué en tales condiciones F reud renuncia a la herencia del deseo m im ètico ha hecho d ifícil cualq uier contacto sim ple y vivo con los textos.
p ara arro jarse ávidam ente sobre el plato de len tejas del p arricidio y del El psicoanálisis freudiano ha entendido m uy bien lo que había que
incesto?
hacer para sistem atizar el freudism o, eso es, para separarle de sus raíces
A unque nos equivoquem os, aunque no percibam os, in fieles como somos, vivas. P ara asegurar la autonom ía del deseo incestuoso, basta con com ple­
la cuarta parte de los tesoros que oculta la m aravillo sa doctrina del «com ­ tar la desaparición de los elem entos m im éticos en el Edipo. A sí p ues, se
plejo de E d ip o », la cuestión sigue p lan teada. No puede decirse que Freud olvidará por com pleto la identificación con el padre. Freud ya m uestra
h aya realm ente rehusado la lectura con que proponemos su stitu ir el com­ el cam ino en El Y o y el ello. In versam en te, para establecer la dictadura
plejo. Es evidente que no la ha descubierto. Parece tan sim ple y tan n a­ del S u p ere g o sobre unas bases in queb ran tab les, basta con elim in ar todo lo
tu ral, una vez que ha sido d escub ierta, que F reud no podría haber dejado que tiende a devolver el objeto y la riv alid ad en la definición de ésta.
de m encionarla, aunque sólo fuera para rech azarla, si hubiera llegado real­ Se restablece plenam ente, en sum a, un orden de las cosas que es el del «sen ­
m ente hasta ella. La verdad es que no lleg ó ; nuestra lectura explica num e­ tido com ún» y que Freud se ha lim itado a resqueb rajar. En el E dipo, el pa­
rosos aspectos y une m uchos hilo s, sueltos en el texto freudiano , porque dre es un riv al odiado; no se trata, por tanto, de co n vertirle en un mo­
va más allá que él, porque com pleta lo que él no pudo term in ar, porque delo venerado. R ecíprocam ente, en el S u p erego , el padre es un modelo
llev a hasta el final lo que él dejó a m itad cam ino, detenido por el espe­ venerado, no se trata, por tanto, de con vertirle en riv al odiado. La am ­
jism o del p arricid io y del incesto. Freud está deslum brado ante lo que bivalen cia es buena para los enferm os, ¡no para los psicoanalistas!
considera su descubrim iento crucial. Le obstruye el horizonte; le im pide Nos encontrarem os, pues, con una riv alid ad sin identificación previa
introducirse decididam ente por el cam ino de la m im esis radical que reve­ (com plejo de Edipo) seguida de una identificación sin riv alid ad (S u perego).
laría la n atu raleza m ítica del p arricid io y del incesto, tanto en el m ito En uno de sus prim eros artículo s, « la A gresividad en el p sico an álisis»,
edipico como en el p sicoanálisis. Jacques Lacan ha observado el carácter asombroso de esta secuencia: «E l
Es un hecho que el psicoanálisis parece totalm ente resum ido en el efecto estru ctu ral de identificación con el riv al no es evidente, salvo en
tem a del p arricid io y del incesto. Este tem a es lo que le ha hecho durante el terreno de la fáb u la .» D ejem os la fábula a un lado; verem os dentro
tanto tiem po escandaloso a los ojos del m undo, y , por consiguiente, lo de un in stan te que no tiene que recibir lecciones de nadie. El efecto del
que ha constituido su glo ria. Este tem a es el que le ha valido la incom ­ que habla Lacan tampoco pertenece al m ejor F reud; caracteriza p erfecta­
prensión y casi la persecución a la vez que las ex trao rdin arias adhesiones m ente, en cam bio, el dogm a psicoanalítico enfriado.
que conocemos. Es el arm a absoluta e instan tán ea que perm ite convencer El in terés de los an álisis no reside en sus resultados, en el apila-
de «re sisten c ia» a todos los que form ulan la m enor duda sobre la eficacia m iento de las pomposas «in sta n c ia s», en los precarios andam ios que los
de la doctrina.
discípulos bien educados escalan y descienden con una agilidad tan notable
En F reud , la intuición del deseo m im ètico nunca llega a triu n far, pero como b an al, reside en el fracaso del sistem a. Freud jam ás ha conseguido
jam ás, tam poco, deja tran q uilo al pensador. A ello se debe que el fun ­ organizar las relaciones del m odelo, del discípulo y de su objeto común pero
dador del psicoanálisis recoja siem pre los m ismos tem as, se esfuerce incan­ nunca ha renunciado a hacerlo. No puede m anipular dos de estos térm inos
sablem ente en reorganizar los datos del deseo, sin alcanzar jam ás unos resul­ sin que el tercero surja junto a ellos, como un m alicioso diablo de resorte
tados realm ente satisfactorios, pues nunca abandona el punto de p artida que los enferm eros con blusa blanca se em peñan en encerrar en su caja
o b jetu al. Las diferentes form aciones o instancias, los conceptos teóricos c r e y e n d o h a cer se útiles. No cabe im agin ar castración más radical del gran
— castración, com plejo de E dipo, Superego, inconsciente, rechazo, am bi­ pensador sacralizado.
valencia— nunca son otra cosa que los sucesivos arranques de un esfuerzo
siem pre continuado porque nunca está concluido.
Vr * *
H ay que apreciar los análisis freudianos no como un sistem a com­
pleto sino como una serie de in tentos, casi siem pre sobre el m ismo tem a.
El S u p erego , por ejem plo, no es más que un segundo refrito d el Edipo; H a sido una pregunta frecuente, a p artir de F reud, si el «com plejo de
cuanto más se penetra su génesis, más se com prende que la diferen cia que E dipo» queda reservado al m undo occidental o si tam bién aparece en las
le separa del Edipo es ilu so ria. sociedades p rim itivas. Una obra de M alin o w sk i, T he F ather in P rim itive
E l m ejor Freud no es más freudiano de lo m arxista que es el m ejor S ociety, ha jugado un cierto p ap el en esta controversia y no es in ú til volver
M arx. La m ediocre oposición que ha encontrado le ha em pujado por el a e lla en la p erspectiva del presente ensayo.

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M alin o w ski com ienza por afirm ar que los trobriandeses son más dicho­ blado; su auten tica residen cia, el polo de su patriotism o lo cal, su
sos que los occidentales. Los salvajes no conocen las tensiones y los con­ h eren cia, el honor de sus antepasados están en otra p arte. De esta
flictos de los civilizados. No tarda en revelarse que conocen otros. En doble in flu en cia, nacen extrañas com binaciones y una cierta con­
la sociedad trob riandesa, el tío m aterno no desem peña, sin duda, todos fu sió n .»
los papeles reservados al padre en la n uestra, pero sí varios de ellos. Es de
él y no de su padre que los hijos h eredan ; es a él a quien se confía la educa­ Los hijos viven con un hom bre, su padre, que no encarna su « id e a l»
ción trib al. No hay que asom brarse si se producen más tensiones y con­ en el sentido freudiano del y o ideal o del S u p erego . E ste id eal existe, hay
flictos con ese tío que con el padre que aparece como una especie de refugio, un m odelo ofrecido por la cu ltu ra, el adulto más próxim o por lín ea m a­
un com pañero am istoso e indulgente. tern a, pero lo s /liños n o v iven c o n e s t e m o d elo . En prim er lu g ar, el tío
M alin o w ski p resenta sus observaciones en el marco de un diálogo con m aterno in tervien e con b astan te retraso en la existen cia de los niños; aun
Freud. P ero se ex trae de su texto una im presión confusa. El autor co­ entonces, su presencia 110 es constante, vive, casi siem pre, en otro poblado.
m ienza por afirm ar que el com plejo no tiene la u n iv ersalid ad que le atri­ F in alm en te, y sobre todo, existe un tabú m uy estricto que le obliga a
buye F reud. A continuación viene la reflexión sobre el tío y sugiere unas ev itar su propia herm ana, la m adre de los niños. T anto en térm inos freu-
conclusiones más favorables p ara el psico an álisis. Y a no se trata de refu ­ dianos como en térm inos de d o u b le bind, el desplazam iento hacia el tío
ta r a F reud sino de en riquecerle. El tío , para los hab itantes de las islas es iluso rio . El Edipo referido a los tíos no es más que una brom a.
T robriand, desem peña un papel análogo al del padre p ara nosotros. Bajo E ntre el tío y los sobrinos las tensiones son tanto más exp lícitas, a
esta form a flo tan te, el com plejo de Edipo p odría m uy bien tener algo de decir verdad, en cuanto 110 encierran al niño en la contradicción. El obs­
un iversal. táculo no puede convertirse en m odelo n i el m odelo en obstáculo; e! m im e­
Los psicoanalistas han acogido bien este lib ro . V en en él la refutación tism o esta canalizado de tal m anera que el deseo no tom ará a su propio
de otros etnólogos que perm anecen escépticos respecto al psicoanálisis, obstáculo por objeto.
prisionero a sus ojos de un m arco fam iliar dem asiado especial. Los psico­ Si estudiáram os otros sistem as prim itivo s, descubriríam os sin duda que
an alistas no se dan cuenta de que M alin o w ski, cuyo freudism o es más bien la esfera de actividad del m odelo cu ltu ral, en el supuesto de que este
som ero, jam ás se ha referid o , respecto al tío de las islas T ro brian d, a otra modelo esté siem pre encarnado en un personaje determ inado, no coincide
cosa que a tensiones explícitas y conscientes. En el plano del psicoaná­ nunca suficientem ente con la esfera del discípulo como para p erm itir la
lisis, nada p erm ite afirm ar que estas tensiones se arraigan en un dram a Convergencia de sus dos deseos. Estas dos esferas sólo se tocan en unos
inconsciente del cual el tío seguiría siendo el personaje p rin cip al. Esta con­ puntos precisos destinados a garan tizar, llegado el m om ento, la iniciación
secuencia no p asaría desapercibida, sin lu g ar a dudas, si las conclusiones d el discípulo en el seno de la cultura.
del libro fueran desfavorables al psicoanálisis. Las observaciones de M alin o w ski hacen pensar que las sociedades p ri­
En la perspectiva del presente ensayo, algunas de las observaciones de m itivas están m ejor protegidas contra el d o u b le bind que la sociedad oc­
M alin o w ski son esenciales: afectan de m anera directa las relaciones que ciden tal. ¿Cóm o se defin irá, en efecto, en relación a la sociedad de T ro­
nos in teresan y a las que siem pre se reduce, para nosotros, todo lo que b riand, la sociedad o cciden tal? Por m uy lejos que nos rem ontem os, a
h ay de real en el com plejo de Edipo, Sin concederle él m ism o suficiente p artir del estado p atriarcal, existe una acum ulación sobre una sola cabeza
im portancia, M alin o w ski m uestra que las sociedades p rim itivas, o por lo de las funciones que para los h ab itantes de las islas T robriand están repar­
menos las de las islas T ro brian d , oponen a la riv alid ad m im etica y al d o u b le tidas entre el padre y el tío m aterno. A sí pues, el sistem a p atriarcal está
bind unos obstáculos que no existen en n uestra sociedad. Lo esencial aquí menos diferenciado que el sistem a de las islas T robriand. A unque se nos
no es la in dulgen cia del padre o la severidad del tío , no es la autoridad presente, y deba presentársenos, desde el punto de vista de la fam ilia mo­
que se desplaza de un personaje m asculino a otro. Una diferencia más derna, como el su m m u m en el orden de la estructuración arb itraria, ya se
in teresan te se form ula en unas pocas lín eas: el padre y el hijo no p erte­ define por un signo menos del punto de vista de las sociedades p rim itivas.
necen al m ismo lin a je ; el padre, y la cultura p aterna en general, no sirven H ay que renunciar, ciertam ente, a la expresión «com plejo de E d ip o »,
de m odelo. No ex iste, procedente del pad re, una conm inación que diga: fuente in ago tab le de errores y de m alentendidos. H ay que reagrup ar en
Imitarne. torno a la m im esis conflictiva, los fenóm enos reales que el psicoanálisis
refiere a este com plejo; aum entan así en coherencia; se hace posible,
«L o s niños crecen en una com unidad en la que son unos ex tran ­ por otra p arte, in sertar estos m ism os fenóm enos en un esquem a diacrónico,
jeros desde el punto de vista le g al; no tienen ningún derecho sobre situarlo s históricam ente, no solam ente a ellos m ism os sino a las teorías que
la tierra; no experim entan ningún orgullo por las glorias del po­ surgen p ara explicarlos y en prim er lu g ar, claro está, al psicoanálisis.

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P ara que una teoría como el com plejo de Edipo pueda aparecer, es nante no quiere reconocer el sujeto. Cuanto más frenética y desesperada
preciso que ya haya habido, en la sociedad, la m im e s is reciproca, es p re­ se hace la m im es is , en el torbellino de las m o d a s sucesivas, más se niegan
ciso que e l m ecanism o del m odelo y del obstáculo esté presente pero sin los hom bres a ad m itir que convierten al m odelo en un obstáculo y al
que su violencia, las m ás de las veces, llegue a ser m an ifiesta, es preciso, obstáculo en un m odelo. El auténtico i n c o n s c i e n t e está ahí, y es evidente
fin alm en te, que este m ecanism o encuentre norm alm ente en el p adre su que puede m odularse de m uchas m aneras.
origen y su punto de p artid a. Si el padre esta en el origen del d o u b l é bind, No es, en este caso, F reud quien puede servir de guía, tampoco N ietz­
la fascinación m im ètica m antendrá, durante toda la existencia del sujeto, sche, que reserva el resentim iento a los «d é b ile s», que se esfuerza in ú til­
una coloración p atern a. T anto en el in dividuo como en el grupo, la fasci­ m ente en restau rar una diferen cia estable entre este resentim iento y un
nación m im ètica va exasperándose constantem ente; tiende siem pre a repro­ deseo realm ente «esp o n tán eo », una vo luntad de poder susceptible de deno­
ducir sus form as in iciales, siem pre, en otros térm inos, busca nuevos mo­ m inar suya, sin percibir jam ás en su propio proyecto la expresión suprem a
delos — y nuevos obstáculos— a la sem ejanza del prim ero. Si el prim er de todo resen tim ien to ... sino que tal vez sea K afka, uno de los pocos en
m odelo es el padre, el sujeto elegirá sus nuevos modelos a sem ejanza dei reconocer en la ausencia de ley lo mismo que la ley enloquecida, este
padre. auténtico fardo que pesa sobre los hom bres. Una vez m ás, tal vez, la
En la sociedad occidental, incluso en la época p atriarcal, el padre ya m ejor guía es uno de esos escritores cuyas intuiciones desprecian nuestros
es m odelo. P ara que exista d o u b l é bind, es preciso que se co n vierta asi­ cien tífico s. Al padre que ya no es un riv al ap lastante, el hijo pide el
mismo en obstáculo. Y el padre sólo puede lleg ar a convertirse en obstácu­ texto de la ley, sin obtener otra cosa, como respuesta, que unos b alb u­
lo con la dism inución de su poder paterno que le acerca al hijo bajo todos ceos.
los aspectos y le hace v iv ir en el m ism o universo que éste. La edad de Si, en relación a lo p rim itivo , el patriarcado debe ya definirse como
oro d el «com plejo de E dip o » se situa en un m undo en que la posición del m enor estructuració n , la «civilizació n o ccid en tal», a juzgar por lo que ha
padre está d eb ilitad a pero no com pletam ente p erd ida, es decir, en la fam ilia ocurrido después, podría m uy bien estar gobernada, de un extrem o a otro
occidental en el transcurso de los últim os siglos. El padre es entonces el de su h isto ria, por un principio de m enor estructuración o de desestruc­
prim er m odelo y el prim er obstáculo en un m undo en el que la disolución turación, lo que casi se puede com parar a una especie de vocación. Un
de las diferencias com ienza a m u ltip licar las oportunidades de d o u b l é bind. cierto dinam ism o arrastra prim ero a O ccidente, y luego a toda la hum a­
Este estado de cosas, en sí m ism o, exige una explicación. Si el m ovi­ nidad, hacia un estado de indiferenciación relativa nunca conocido ante­
m iento histórico de la sociedad m oderna es la disolución de las diferencias, rio rm en te, hacia una extrañ a suerte de no-cultura o de an ticu ltu ra que
es m uy análogo a todo lo que aquí se ha denom inado crisis sacrificial. Y denom inam os, precisam ente, lo m oderno.
bajo m uchos aspectos, en efecto, m o d e r n o aparece como sinónim o de crisis El surgim iento del psicoanálisis está determ inado históricam ente por
cu ltu ral. H ay que o b servar, sin em bargo, que el m undo m oderno consigue la aparición de lo m oderno. A unque el origen que se le atrib uye sea m í­
recuperar incesantem ente unos niveles de eq u ilib rio , precarios, probable­ tico y fantasioso, la m ayoría de los fenóm enos agrupados en torno al
m ente, y a unos niveles de indiferenciación relativa que van acom pañados «com plejo de E dipo» tienen una unidad real y una in telig ib ilid ad que la
de unas riv alid ad es cada vez más intensas pero nunca suficientes para des­ lectura m im ètica revela plenam ente. El «com plejo de E dip o » es la propa­
tru ir este m ismo m undo. Los análisis de los capítulos anteriores hacen gación de un m im etism o recíproco en el m antenim iento p arcial, por lo
pensar que las sociedades p rim itivas no resistirían sem ejante situación: la menos duran te un cierto tiem po, de estructuras fam iliares derivadas del
violencia perdería toda m edida y desencadenaría, por su propio paroxism o, patriarcado . Es la m ism a disgregación que en las crisis sacrificiales p rim i­
el m ecanism o de la un an im id ad fundadora, restaurando a la vez algún sis­ tivas, pero que opera de m anera gradual y m esurada, sin auténtico desen­
tem a fuertem ente diferenciado. En el m undo occidental y m oderno, nunca cadenam iento, sin violencia m an ifiesta, sin aceleración catastrófica ni reso­
se produce nada parecido; la desaparición de las diferencias p rosigue, de lución de ningún tipo. Puede verse ahí la asom brosa m ovilidad de lo mo­
m anera grad ual y continuada, para lleg ar a ser más o menos absorbido y derno, su prodigiosa eficacia, al m ismo tiem po que las crecientes tensiones
asim ilado por una com unidad que se extiende poco a poco a todo el planeta. que le afligen.
No es la « le y » , bajo ninguna de sus form as concebibles, lo que puede El com plejo de Edipo es occidental y m oderno, de la m ism a m anera
hacerse responsable de las tensiones y alienaciones a las que está expuesto que son occidentales y m odernas la neutralización y la esterilización rela­
el hom bre m oderno, es la ausencia cada vez más absoluta de cualq uier tivas de un deseo m im ètico cada vez más lib erado de sus trabas pero
ley. L a denuncia perp etua cié la le y procede de un r e s e n t i m i e n t o típ ica­ siem pre centrado en el padre, y susceptible, en tanto que tal, de recaer
m ente m oderno, es decir, de una resaca del deseo que se en fren ta, no con en determ inadas form as de equilib rio y de estab ilidad.
la le y , como p retende, sino con el m odelo-obstáculo cuya posición dom i­ Si bien el psicoanálisis se inscribe en una h isto ria, anuncia y prepara

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aquello de lo que no puede absolutam ente h ab lar, un grado de indiferen- — T e digo lo que debes hacer. Si no, s é el h ijo d e otro, en lugar
ciación todavía más acabado que provoca la desaparición com pleta del p a­ d e llam arte el mío.
pel paterno. — ¡A y de m í! ¿A qué me in v itas? A convertirm e en tu hom i­
A l igual que todo pensam iento m ítico, el psicoanálisis es un sistem a cid a, tu asesino.
cerrado y nada puede nunca refutarlo . Si no h ay conflicto con el padre,
es porque lo exige el carácter inconsciente d el com plejo; si h ay conflicto, La continuación todavía es más asom brosa. A H eracles le queda por
sigue asim ism o siendo invocado el com plejo; éste es el que « a flo ra » , y si p edir un s e g u n d o s e r v ic io a su h ijo , menos im p o rtan te, afirm a, que el
está «m a l liq u id a d o », esto co n stituye la prueb a, una vez m ás, ¡de que prim ero. El texto , en este punto, adquiere un pronunciado sabor a come­
está ahí! d ia, por lo menos en el contexto m oderno, saturado de pedan tería psi-
No sólo el psicoanálisis siem pre aparece verificado sino que lo está co an alítica. La m uerte del padre p riv ará de su protector a la joven Y ole,
cada vez más a m edida que el m im etism o se propaga y se exaspera, que su últim a esposa, ad quirid a con m otivo de sus últim os «tra b a jo s » :
la desestructuración adopta unos aspectos cada vez más críticos, que el
d o u b le bind horm iguea. Cuanto menos pad re h ay, más hace de las suyas H e ra c le s .— ...h e aquí, hijo m ío, m is recom endaciones. Cuan­
« e l E d íp o ». A hora ya es un juego de niños rem itir innum erables tras­ do yo h aya m uerto, si quieres dem ostrar tu p iedad, respeta los
tornos psíquicos a un Edipo cuyo Layo es inencontrable. Se decreta en­ juram entos hechos a tu padre y conviértela (Y ole) en tu m ujer.
tonces que sería una ilusión psicologista volver a referir el com plejo a un No digas qu e no a tu padre. Ella ha d o r m id o a m i lado: m i d e s e o
padre autén tico , a cu alq uier individuo determ inado. Y es m uy cierto. El es qu e nadie qu e n o seas tú la posea. V e, hijo m ío, a ti te incum ­
psicoanálisis triun fa absolutam ente. Está en todas p artes, lo que equivale be crear estos vínculos. C réem e; has confiado en mí en grandes
a decir que no está en n in gun a; sólo escapa a la b an alidad de las falsas cosas; negarm e tu confianza p ara otras m enores, es an ular el ser­
evidencias para caer en el form alism o esotérico. vicio prestado.
H ilo .— ¡V aya! Está m al sin duda enfadarse con un enferm o.
Pero al verle con esa idea en la cabeza, ¿quién podría hacerle
* * * caso?

D espués de esta respuesta que diríase sacada de M o lière, el diálogo


Si el com plejo de Edípo es una lectura errónea del d o u b le bind, todo pro seguirá, cada vez más m erecedor de atención. H ilo , superficialm ente,
lo que puede aparecer, a los ojos del m undo y del propio padre, como deseo m otiva su rechazo in icial de contraer m atrim onio con Yole por el papel
filia l del p arricidio y del incesto, tiene al propio p adre, o, m ejor dicho, al — por o tra p arte com pletam ente pasivo— jugado por la joven en la tra­
m odelo, por instigador. gedia fam iliar que está term inando. En realid ad , lo que está en discusión
El m ito freudiano sigue siendo tan poderoso, en nuestros d ías, incluso es la au téntica relación en tre el deseo del padre y el deseo del h ijo , relación
para los escépticos, que tal vez eso se entenderá como una brom a. Con­ de iden tidad que pasa ante los ojos del m undo por rebelión im pía m ientras
viene, pues, in sistir, buscar unos fiad o res, especialm ente en un autor que que es pura obediencia a la vo luntad p atern a, a la sugestión unas veces
nadie, en este terreno, puede p erm itirse despreciar, Sófocles. Podríam os insidiosa y otras im periosa del deseo paterno: D esea lo qu e y o d e seo .
dirigirn o s una vez más a Edipo rey, pero la obra ha sido tan u tiliz ad a, y
p ara fines tan d iferen tes, que su valo r de ejem plo se ha deteriorado. Nos H il o — ¡A h , piedad! M i confusión no tiene lím ites.
.
dirigirem o s, pues, a una obra menos frecuentada: Las T raqui ni as. H e r a c le s.— Porque te niegas a obedecer a tu padre.
En el últim o acto, H eracles, el pro tago n ista, se retuerce de dolor en H i l o . — ¿T ú eres quién debe enseñarm e la im piedad, padre
su túnica envenenada. A su lado, H ilo aguarda respetuosam ente las órde­ m ío?
nes de su padre. D espués de llam ar a su hijo a la obediencia, H eracles le H e r a c l e s . — No hay ninguna im p iedad en satisfacer m i deseo.
pide que encienda una gran hoguera y que le arroje a ella vivo , a él, a su H i l o . — ¿E stas son tus órdenes form ales?
padre, para lib erarle de sus sufrim ientos. H ilo se escandaliza: ¡su propio H e r a c l e s . — S í, tomo a los dioses por testigos.
padre quiere con vertirle en un p arricid a! H eracles insiste, y en unos tér­ H i l o . — Te o b e d e c e r é , p u es no q u iero d e c ir te q u e n o ...
m inos que hacen realm ente del padre el in stigado r del p arricidio , el res­ p e r o será den u n cia n d o a los o jo s d e l m u n d o el acto c o m o tuyo. No
ponsable de un im placable d o u b le bind: p o d r e s e r cu lp a b le si o b e d e z co a m i padre.
H e r a c le s. — M e parece una excelente conclusión.

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Como vem os, la «fá b u la » es mucho más ducha acerca de las relaciones VIII
entre padre e hijo que el psicoanálisis. A parece ah í, para el pensam iento
m oderno, una buena lección de hum ildad. Con veinticinco siglos de an ti­ TOTEM Y TABU
güedad, Sófocles puede seguir ayudándonos a sacarnos de encim a el yugo Y LAS PR O H IB IC IO N E S D EL IN CESTO
más pesado de las m ito logías, la m itología del com plejo de E dipo.2

La crítica contem poránea es prácticam ente unánim e respecto a las tesis


desarrolladas en T ó tem y tabú-, son inaceptables. Freud se concede de ante­
mano todo aquello que el lib ro tiene por objeto describir. La horda p rim i­
tiva de D arw in es una caricatura de la fam ilia. El m onopolio sexual del
macho dom inador ya coincide con las futuras prohibiciones del incesto. A pa­
rece ahí, explica Lévi-Strauss en Les S tru ctu res elem e n ta les d e la párente.
un «círculo vicioso que hace nacer el estado social de los trám ites que le
suponen».
Estas objeciones son válidas para el contenido inm ediato de la obra,
para los resúm enes que cabe ofrecer de ella. Pero hay algo, en T ótem y
taba, que elude la definición. Se tiene la im presión, por ejem plo, de que
el hom icidio colectivo está incluido en las descripciones típicas de la obra,
pero no es totalm ente cierto . Jam ás, sin duda, se deja de m encionarlo.
C o n stituye incluso la curiosidad prin cip al de este extraño ensayo, es algo
así como su atracción tu rística. Nos paseam os en torno a este m onum ento
barroco en com pañía de unos guías que saben exactam ente lo que conviene
decir de el. Q ue Freud h aya podido concebir tam aña enorm idad m uestra
claram ente en qué errores puede lleg ar a caer el genio m ism o. Nos senti­
mos estupefactos ante este m onstruo extrav agan te; se tiene la im presión de
una brom a in vo lu n taria y colosal como las que el viejo H ugo inventaba
en sus últim as novelas.
2. Convendría conceder aquí una voz a la victoria de otros textos literarios, vic­ U na lectura algo más atenta hace la extravagan cia todavía más evidente.
toria todavía rauda aunque absoluta tanto sobre la inercia y la poca fe de algunos El hom icidio está ah í, pero no sirve de nada, por lo menos en el plano
defensores titulados de la «literatura» como sobre la conmovedora simplicidad de los en que se supone que debe servir. Sí el objeto del lib ro es la génesis de
«demistificadores». En lo que se refiere al tema de la incitación paterna al parricidio,
las prohibiciones sexuales, el hom icidio no aporta nada a F reud, y más
la extraordinaria obra maestra de Calderón, Li Vida es sueño, merece una mención
especial y un estudio independiente, el que Cesáreo Bandera está dedicándole. A el bien le crea dificultades. Siem pre que no exista hom icidio, en efecto, es
debo la conciencia de que hay que situar a Calderón con el más allá de Freud en posible pasar sin ru p tu ra de las privaciones sexuales in fligidas a los jóvenes
el orden del deseo y de un obstáculo que sólo en apariencia es el de la «ley». machos por el padre terrib le a las prohibiciones típicam ente culturales. El

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hom icidio rom pe esta continuidad, Freud se esfuerza considerablem ente en se le presum e en el resto de la obra, en tanto, por lo m enos, que no
colm ar la brecha pero sin excesiva convicción y sus ideas fin ales son a la se haya localizado exactam ente el desastre y descubierto todas sus conse­
vez más confusas y menos sim plistas de lo que se dice, cuencias. A hora b ien , eso es justam ente lo que un cierto neofreudism o no
Lejos de ser, p ues, una facilid ad m ás, lejos de «a rre g la r las co sas», hace jam ás, y desdeña hacer. El prejuicio form alista es tan poderoso que
el hom icidio las altera. La hipótesis que hace d eriv ar las prohibiciones del equivale ahora a una segunda naturaleza.
m onopolio ejercido por el padre apenas es freudiana y no es específica­ Cuando una corriente in telectual considera todo cuanto le contradice
m ente freud ian a. El m ismo Freud nos hace saber que el no es su inventor: m ínim am ente como la prueba casi a priori de una alteració n m en tal, tene­
mos que preguntarnos si ahí sigue habiendo un pensam iento vivo , un
«A tkin so n parece haber sido el prim ero en reconocer que las futuro real. No h ay esp íritu científico sin d isp o nibilidad respecto a las
condiciones que D arw in atrib uye a la horda p rim itiva sólo podían hipótesis desagradables, incluso las más alejad as, para la verdad del mo­
favorecer, en la p ráctica, la exogam ia. Cada uno de estos exiliados m ento, las m ás escandalosas respecto a los más queridos hábitos. O , m ejor
[lo s jóvenes m achos expulsados por el p ad re] podía fundar una dicho, no existen hipótesis agradables o desagradables, y sí unicam ente
horda análoga, en el in terio r de la cual la prohibición de las re­ hipótesis más o menos convincentes. A ntes de hacer desaparecer a F reud,
laciones sexuales estaba asegurada y m antenida por los celos del como si no fuera más que un vu lgar Shakespeare, Sófocles o E urípides,
jefe: y así es como con el tiem po estas condiciones han acabado por lo menos conviene o írle. Es especialm ente extraño que los in v estiga­
por engendrar la regla actualm ente existen te en el estado de ley dores que se h allan en la encrucijada en tre el psicoanálisis y la etnología se
consciente: ninguna relación sexual en el in terio r del tó tem .» nieguen a hacerlo.
Todo conspira, en sum a, en favor de sum ir a T o tem y tabú en el ri­
E l hom icidio colectivo, en cam bio, pertenece realm ente a F reud. Pero dículo, en la in diferen cia y en el olvido. Esta claro que no podemos ra ti­
su sup erfluidad y su incongruencia aparentes obligan a los críticos a ficar pasivam ente esta condena. El hom icidio colectivo y los argum entos
p reguntarse qué papel juegan dentro de T ó tem y tabú. A esta cuestión, que lo sugieren están dem asiado próxim os, a decir verdad, cié los tem as
algunos psicoanalistas han aportado una respuesta y es, evidentem ente, la desarrollados en el presente ensayo como para no reclam ar un exam en más
respuesta que aportan a todas las cuestiones. De creerles, en T ó tem y ta b ú , detallado .
F reud nos estaría obsequiando con un retorno especialm ente espectacular H ay que hacer n otar, en prim er lu g ar, que una teoría etnológica, el
de su propio rechazo. R espuesta m uy esperada, pues, y sin em bargo m uy totem ism o especialm ente, puede tam balearse y hasta hundirse sin arrastrar
inesperada, puesto que se trata del propio Freud. De todas las obras del a la nada todos los datos que se esforzaba en reun ir y en in terp retar. Si
m aestro, T ó tem y tabú es la única que se perm ite incluso recom ienda real­ el totem ism o no tiene una existen cia separada, si no con stituye, en su d i­
m ente psicoanalizar. mensión esencial, más que un sector concreto de una actividad m uy gene­
Los freudianos están tan dispuestos, h ab itualm en te, a ex altar la m enor ral, la clasificación, eso no significa que h ay que considerar como nulos
p alab ra del oráculo, son tan ardientes en arro jar el anatem a sobre cualquier e in existen tes los fenóm enos religiosos que se explicaban a través de él.
sospecha de tibieza, que la ejecución sum aria de T ó tem y tabú im presiona H ay que situ ar estos fenóm enos en un contexto am pliado. H ay que in te­
enorm em ente a los profanos. P ara m erecer sem ejante tratam ien to , se dice, rrogarse acerca de las relaciones entre lo religioso y la clasificación en su
es preciso que el lib ro sea realm ente execrable. conjunto. Q ue las cosas sean diferen tes entre sí, que estas distinciones per­
A unque más generosos, por regla general, con los aficionados, los manezcan estables, es algo que no resulta obvio en las sociedades p rim itivas.
etnólogos son solo un poco menos severos que los psico an alistas. En 1913, El totem ism o tal vez es ilu so rio , pero esta ilu sió n , por lo m enos, daba todo
la inform ación etnológica todavía no era lo que ha llegado a ser después. su relieve al enigm a que co n stituye lo religioso.
Las teorías de las que se hace eco F reud, las de Frazer y de R obertson Sm ith F reud entiende perfectam ente cuanto h ay de precario en los intentos
especialm ente, han perdido su prestigio . La noción de totem ism o ha sido de concentración y de organización que se efectúan en torno a la idea
prácticam ente abandonada. F in alm en te, y sobre todo, la tesis prin cip al del totèm ica. Lejos de confiar ciegam ente en sus fuentes, las exam ina con una
lib ro , bajo la form a que le da F reud , es realm ente inverosím il. m irada crítica: to d o es en igm à tico en el to tem ism o . No acepta ninguna de
Cada cual, a fin de cuentas, se apoya en el vecino p ara condenar To- las soluciones propuestas, in cluida la que califica de «n o m in alism o » y que
tem y tabú sin crítica seria. Si Freud ha perdido realm ente la cabeza, im por­ b asta, a decir verdad, con llev ar a su lím ite para provocar la disolución
ta tanto más saber por qué y cómo en la m ism a m edida en que se concede contem poránea del concepto.
tan ta im portancia a su pensam iento. La aberración que se le im puta en
T ó tem y tabú debiera volver a poner en tela de juicio la in falib ilid ad que «T odas estas teorías (n o m in alistas)... explican por qué las

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tribus p rim itivas llev an unos nom bres de anim ales, dejan sin ex p li­ R obertson Sm ith , y detrás de él a F reud, a hacerlo rem ontar todo al tote­
cación la im portancia que esta denom inación ha adquirido a sus m ism o. Las creencias llam adas totém icas ofrecen en ocasiones las ilu stra­
ojos, en otras palab ras, no explican el sistem a totém ico .» ciones más sorprendentes de los rasgos religiosos más paradójicos, más enig­
m áticos, los que reclam an con m ayor urgencia la interpretació n , y éstos son
Lo im portante aquí no es la referencia al totem o a cualq u ier otra rú ­ con frecuencia los más susceptibles, realm en te, de conducir a la verdad.
b rica, sino el hecho religioso que no debe desvanecerse detras de una En los aspectos propiam ente religiosos del totem ism o, Freud encuentra,
apariencia engañosa de «com pletam ente n a tu ra l». La ciencia no consiste m arcada con m ayor fuerza que en cualq uier otra p arte, esta coincidencia
en desposeer a la m ente del justo estupor en que le sum en algunos hechos. de los contrarios, este encuentro de las in com patibilidades y estas in ver­
Freud rechaza todos los puntos de vista «excesivam en te racio n ales» que siones perpetuas que definen realm ente lo religioso en su conjunto pues
no tom an «en consideración el lado afectivo de las cosas». todas estas cosas se refieren a un m ism o juego de la violencia que en su
Los hechos que solicitan la atención de Freud son del m ism o tipo, son propio paroxism o se in v ierte, a través de la m ediación, a decir verdad,
en ocasiones los m ism os, exactam ente, que han retenido la n uestra en los de este hom icidio colectivo cuya necesidad ve adm irablem ente Freud pero
capítulos anteriores. Freud observa que, en lo religio so , coinciden las oposi­ cuyo carácter operatorio se le escapa, porque no descubre el m ecanismo
ciones más rad icales: las del bien y del m al, de la tristeza y de la alegría, de de la víctim a pro p iciatoria.
lo perm itido y de lo prohibido. La fiesta, por ejem plo, es «u n exceso p er­ Sólo este m ecanismo p erm ite entender por que la inm olación sacrifi­
m itid o , casi ordenado, la violación solem ne de una p ro h ib ició n ». Este en­ cial, al principio crim in al, « v ir a » literalm en te a la santidad a m edida que
cuentro de lo lícito y de lo ilícito en la fiesta encubre exactam ente lo que se realiza. E xiste evidentem ente una relación m uy estrecha, e incluso una
puede observarse en el sacrificio — «cuando el anim al es sacrificado ritu a l­ id en tidad fundam ental entre esta m etam orfosis y la actitud de cada grupo
m ente, es solem nem ente llo r a d o ...» — y no es sorprendente puesto que la en las com unidades totém icas, respecto a su tótem p articu lar. En muchos
fiesta y el sacrificio no co nstituyen, en d efin itiv a, más que un solo e casos, en efecto, está form alm ente prohibido ex p u lsarle, m atarle y consu­
idéntico rito : «sacrificio s y fiestas coincidían en todos los pueblos, cada m irle salvo duran te algunas fiestas solem nes, que constituyen unas in ver­
sacrificio suponía una fiesta y no había fiesta sin sacrificio .» siones siem pre equívocas de la regla, en el curso de las cuales el grupo
El m ismo encuentro de lo perm itido y de lo prohibido vuelve a apa­ entero debe com eter todas las acciones form alm ente prohibidas en época
recer en el tratam iento de algunos anim ales, incluso si el elem ento sacri­ norm al.
ficial no está form alm ente presente: Es evidente que la vo lu ntad de reproducir el m ecanism o de la víctim a
propiciatoria es más aparente todavía en esta creencia totém ica que en el
«U n anim al m uerto accidentalm ente es un objeto de duelo sacrificio «clásico ». La verdad aflora. A unque Freud no acceda totalm ente
y es enterrado con los m ismos honores que un m iem bro de la tri­ a esta verdad, no se equívoca, en este caso, al situ ar lo totém ico en p ri­
b u ... Cuando alguien se h alla en la necesidad de m atar un anim al m er térm ino. Su intuición no le engaña cuando sugiere referir todos los
que h ab itualm en te no recibe tal suerte, se disculpa prim eram ente enigm as a un hom icidio real, pero como el m ecanism o esencial no existe,
ante el e in tenta m itigar por toda clase de artificio s y de recursos el pensador no alcanza a elaborar su descubrim iento de m anera satisfac­
la violación del tabú, es decir, el h o m ic id io ...» to ria. No consigue superar la tesis del hom icidio único y prehistórico, que,
de ser tom ado al pie de la letra, confiere al conjunto un carácter fantasioso.
En todos los fenóm enos de la religio sid ad p rim itiva, de uno a otro A ntes de afirm ar que Freud im agina el hom icidio de su propio padre
extrem o del p lan eta, se encuentra esta extrañ a d ualid ad del com portam iento y escribe bajo el dictado de su inconsciente, convendría valo rar con él
sacrificial; el rito se presenta siem pre bajo la form a de una m uerte a la los form idables argum entos reunidos en T ó tem y tabú. Freud in siste, como
vez m uy culpable y m uy necesaria, de una transgresión tanto más deseable aquí hemos hecho, acerca de la exigencia de participación unánim e en los
cuanto, a fin de cuentas, más sacrilega resulta. rito s. La transgresión sería sim plem ente crim in al y destructora si no co­
Robertson Sm ith percibía perfectam ente la u n idad de lo que aquí deno­ rriera a cargo de todos, actuando al unísono. A unque no alcance a descu­
minam os «sa c rific ia l» en un sentido am plio, y a eso denom inaba «to te ­ b rir los beneficiosos efectos de la un an im idad, Freud adm ite que la san tifi­
m ism o ». La moda de esta apelación va vinculada a un cierto estado del cación se basa en la indivisión. En num erosas cu ltu ras, por otra p arte, el
saber etnológico y a determ inadas actitudes in telectuales que ya no son hom bre-anim al, el m onstruo totém ico, se define como antepasado, juez y
las nuestras, pero in ten ta tam b ién , aunque no siem pre se consiga de la guía, sin dejar de ser nunca la víctim a ejecutada por sus sem ejantes y sus
m ejor m anera, inform ar acerca de una in tuició n real de los datos religiosos iguales, la prim era en caer bajo los golpes de una com unidad todavía m í­
p rim itivo s y de su unidad. Es la preocupación por esta unidad la que lleva a tica pero que nunca es otra cosa que un doble de la sociedad real.

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¿N o aparecen ahí una serie de indicios que dan que p en sar? Es grave, cen tral en R obertson Sm ith : el sacrificio del cam ello. Un testim onio del
en el plano in telectu al, que no se pueda deducir de tales hechos la hipó­ siglo iv después de Jesucristo nos dice que entonces, en el desierto de
tesis del hom icidio colectivo sin desencadenar autom áticam ente el anatem a Sin aí, se practicaba de la m anera siguiente:
estandardizado de un modo de pensam iento que pretende pasar por cien tí­
fico. Es grave que el psicoanálisis ofrezca una especie de prim a perpetua «L a víctim a, un cam ello, estaba tum bado, atado, sobre un
a las tendencias más m olestas de la m ente hum ana, y pensam os aquí grosero altar hecho de p ied ras; el jefe de la trib u hacía dar a
menos en las form as casi nobles de la ignorancia, de las que se habla los asistentes tres vu eltas al altar cantando, después de lo cual
siem pre, que en aquéllas de las que no se hab la jam ás, la falta de atención, asestaba al anim al la prim era h erida y bebía con avidez la sangre
la m era pereza, esta tendencia un iv ersal, sobre todo, a condenar de ante­ que m anaba de e lla ; después, toda la trib u se arro jab a sobre el
m ano — o peor to d avía, a aprobar de antem ano por poco que intervenga an im al, cada cual arrancaba con su espada un pedazo de la carne
la m oda— cualq uier dem ostración cuyo tenor se nos escap a... todavía p alp itan te y la en gu llía así con tanta rapidez que, en el
R elacionar de m anera in teligen te los sacrificios y las creencias totém icas breve in tervalo que transcurría entre la aparición del lucero del
es hacer aparecer algunas líneas de fuerzas que convergen por entero hacia alb a, al que estaba ofrecido este sacrificio, y el em palidecim iento
el hom icidio colectivo: como sugieren todos los in dicio s, es de una vio ­ del astro delante de la luz del sol, todo el anim al del sacrificio que­
lencia in testin a y unánim e, de una víctim a que pertenece a la com unidad, daba d e s tr u id o ...»
que toda d ivin id ad y esta m ism a com unidad extraen su origen:
Las supuestas «sup erviven cias to tém icas» cuyas huellas cree encontrar
«U n a vida que ningún individuo puede suprim ir y que sólo Robertson Sm ith en este sacrificio se reducen, en mi opinión, tanto aquí
puede ser sacrificada con el consentim iento y la participación de como en otras p artes, a una in tuició n incom pleta de la víctim a p ropiciato­
todos los m iem bros del clan, ocupa el m ism o rango que la vida ria. Y es en la m edida que las refiere a su hom icidio colectivo que las
de los propios m iem bros del clan. La regla que ordena a cada supervivencias totém icas in teresan a F reud. D elante de la narración del
invitado que asista al banquete del sacrificio a saborear la carne Sin aí que acaba de in sertarse en el contexto que acabam os de resum ir,
d el anim al sacrificado, tiene la m ism a significación que la pres­ ¿podem os realm ente rid icu lizar al pensador que se ve llevado a concebir
cripción según la cual un m iem bro de la tribu que ha com etido una la hipótesis de esta m uerte? ¿Es posible afirm ar como algo obvio y que
falta debe ser ejecutado por la trib u en tera. En otras palab ras, no necesita ser probado que cualq uier investigación seria es aquí aban­
el anim al sacrificado era tratado como un m iem bro de la tribu; donada, que toda la hipótesis está construida sobre un espejism o personal,
al o f r e c e r la co m u n id a d el sa crificio , su dio s y el animal eran d e una ilu sió n de tipo p sicoanalítico?
la m ism a sangre, m iem bros de un m ism o e idéntico clan .» Influenciado por estas fuentes, Freud apenas m enciona el sacrificio
del cam ello. ¿Q u é o curriría si tom ara en cuenta todas las histo rias análogas,
Como vem os, en las deducciones esenciales los elem entos problem á­ en m il teatros culturales independientes en tre sí? ¿Q u é no v ería en este
ticos de la teoría totém ica no intervien en para nada. En este caso ni si­ caso si se entregara a una com paración sistem ática?
quiera se habla de totem ism o. El dinam ism o de T o tem y tabú se orienta En el sacrificio del S in aí, el cam ello está atado como un crim in al, la
hacia una teoría general del sacrificio. Y a es así en el caso de R obertson m uchedum bre está arm ada; en el diasparagm os dionisiaco, la víctim a no
Sm ith, pero Freud va mucho más lejos pues los debates teóricos de la está atada, no hay arm as, pero siem pre aparece la m uchedum bre y la ava­
etnología le dejan in d iferen te. La enorm e m asa de los hechos concor­ lancha m asiva. En otras partes la víctim a es in icialm ente anim ada a escapar,
dantes exige una explicación única, una teoría general que se p resen tará en y en otros, fin alm en te, son los p articip an tes los que escapan, etc. S iem pre
un principio como una teoría del sacrificio: s e r e p resen ta una escen a d e lin ch am ien to p e r o nunca ex a cta m en te la misma.
No hay que im p utar las divergencias a la m em oria ritu al, no es la exac­
«R o bertson Sm ith m uestra que el sacrificio sobre el altar cons­ titu d del recuerdo lo que estam os discutiendo, es el propio hom icidio colec­
titu ía la parte esencial del ritu a l de las religiones an tiguas. D es­ tivo cuyas m odalidades difieren de una religió n a o tra. Estas pequeñas d i­
em peñaba el m ismo papel en todas las religio n es, de m anera que ferencias son especialm ente reveladoras: su realism o d esalien ta la in ter­
puede explicarse su existencia por unas causas m uy generales y pretación fo rm alista sugiriendo la realidad del m odelo. Podem os creer que
ejerciendo en todas partes la m ism a acción.» contribuyen a la intuición freudiana aunque, en T o tem y tabú, perm anez­
can im p lícitas; no pueden lleg ar a ser ex p lícitas: la tesis del hom icidio único
El sacrificio arquetípico de F reud es un rito que ya desem peña un papel no puede sostenerlas ni explicarlas.

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O curre con la investigación sobre el ritu a l lo m ismo que con aquellos función. Si el sacrificio es lo que es en el rito, se debe a que in icialm ente
casos crim inales — que no son forzosam ente ficticios porque aparezcan fre­ ha sido otra cosa y m antiene esta cosa como m odelo. P ara conciliar aquí la
cuentem ente en unas obras de ficción— que exigen ser repetidos para función con la génesis, p ara desvelarlas com pletam ente a una m ediante la
que reciban su auténtica solución. El crim in al se las arregla para no dejar o tra, hay que apoderarse de la clave un iversal que siem pre elude Freud:
prácticam ente ninguna h u ella. Por hábil que sea, no puede, sin em bargo, sólo la víctim a pro p iciatoria puede satisfacer todas las exigencias a un
renovar su crim en, am p liar el campo de sus actividades sin dar a sus perse­ tiempo.
guidores unas bazas suplem entarias. El indicio que no lo p arece, el detalle No por ello, F reud, deja de hacer un descubrim iento fo rm idab le; es
al que no se presta atención la p rim era vez, por lo ínfim o que parece, el prim ero en afirm ar que cualq uier práctica ritu al, cualq uier significación
revela su im portancia cuando reaparece bajo una form a ligeram en te dife­ m ítica, tiene su origen en un hom icidio real. No consigue lib erar la ener­
rente. Las copias sucesivas de un m ismo o rigin al p erm iten descifrar lo que gía in fin ita de esta proposición; in icia apenas la totalización literalm en te
es indescifrable delan te del ejem plar único. O frecen el equivalen te etno­ vertigin o sa que p erm ite. D espués de él, su descubrim iento lleg ará a quedar
lógico de los A bschattungen, de esas aprehensiones siem pre parciales y incluso enteram ente esterilizado . Por el peso de consideraciones que siguen
siem pre diferentes que acaban por garan tizar, en la fenom enología husserlia- siendo secundarias, el pensam iento posterior cancela T ó tem y tabú, consi­
na, la percepción estable y segura de un m ism o objeto, porque la ley de dera esta obra como « re tra s a d a » . Cabe explicar en p arte este desconoci­
sus variaciones es finalm ente aprehendida. Una vez correctam ente percibido m iento por la vocación del pensam iento posterior. Se dedica in icialm ente
el objeto autén tico , no puede sub sistir ninguna duda; la percepción pasa a consolidar una p arte del terreno conquistado en la época an terio r, tanto
a ser in queb ran tab le; cualq uier nueva inform ación sólo puede consolidar por Freud como por otros que no son Freud. Esta tarea es incom patible
y reforzar la form a d efin itivam en te descubierta. con la abertura mucho más rad ical de T o tem y tabú. A sí pues, esta obra
Freud no sueña y adivin a que los sacrificadores tampoco sueñan. Freud debe quedar al m argen, como si nunca h ub iera sido escrita. El auténtico
p odría co n vertir el sacrificio en un sueño; aparece a llí, para un fo rm alis­ descubrim iento de F reud, el único del que puede decirse con seguridad que
mo asediado por las concordancias etnológicas, una posible posición de está destinado a in scrib ir su nom bre en el registro de la ciencia, siem pre ha
rep liegue. Pero Freud no se detiene en este punto. Pretenden convertirle sido considerado como nulo y no producido.
en un fo rm alista pero, por lo menos aquí ve claram ente que los esfuerzos Lejos de tratar los datos etnológicos como un torpe aficionado, Freud
por estructurar el sueño nunca serían otra cosa que unos esfuerzos por obliga a dar a su sistem atización un salto tan form idable que él mismo
estru ctu rar el viento . R eferir el sacrificio a algún fantasm a, sign ifica siem pre pierde el eq uilib rio y su conquista perm anece sin consecuencias. No puede
recaer, en últim o térm ino, en el viejo trastero del im agin ario , significa aju star la letra de su teoría con los datos etnológicos, y nadie después de
arrinconar en una m escolanza y una confusión donde ya nada, en el fondo, él ha creído realm ente que este ajuste fuera posible. E xplorador dem asiado
im porta, unas series im presionantes de hechos rigurosam ente determ inados, audaz, ha quedado aislado del resto del ejército ; es a un tiem po el prim ero
unas observaciones que nos suplican literalm en te que no las tratem os a en lleg ar al objetivo y en estar com pletam ente extraviado pues todas las
la lig era , que les demos el peso de la realid ad que suponen. D isolver estos com unicaciones han quedado in terrum pidas. Se cree que es víctim a de un
fenóm enos en el sueño, significa renunciar al rito como in stitució n social, historicism o ingenuo. Su orientación general y sus m étodos de investigación
significa renunciar a la propia un idad social. le lib eran , al contrario, de las in útiles preocupaciones de las génesis parcia­
E l sacrificio es dem asiado rico en elem entos concretos p ara ser sim ­ les y de las filiaciones an tiestructu rales que dom inan su época, sin hacerle
plem ente el sim ulacro de un crim en que nadie ha com etido nunca. Cabe caer, al m ismo tiem po, en el extrem o contrario, el que triunfa en la nues­
afirm ar esto sin negarse a ver al m ismo tiem po — las páginas anteriores tra. No se niega a cualq uier investigación de o rigen; no hereda de unos
fracasos pretéritos ningún prejuicio fo rm alista y antigenético. Ve inm e­
lo dem uestran— en el sacrificio un sim ulacro y una satisfacción secundaria.
El sacrificio se presenta en lugar de un acto que n adie, en las condiciones diatam ente que una aprehensión vigorosa de las totalidades sincrónicas
culturales norm ales, osa y ni siquiera desea com eter nunca, y eso es lo que debe hacer surgir nuevas p o sibilidades, absolutam ente in creíb les, por el
F reud, literalm en te «em b arg ad o » por el o rigen, deja com pleta y p aradó ji­ lado de la génesis.
cam ente de ver. «D ecim os paradójicam ente pues, en T ó tem y tabú, falta
el único tipo de verdad que no le deja inaccesible, aunque la deform e in­ * * *
cesantem ente, en el resto de su obra. V e que hay que hacer rem ontar el
sacrificio a un acontecim iento de una envergadura m uy distin ta a sí m ismo
y la intuición del origen que se apodera de é l, al no ser proseguida hasta
H ay un fragm ento de T ó tem y tabú que nos interesa especialm ente y
el fin al y ser incapaz de concluirse, le hace perder cualquier sentido de la
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es el pasaje sobre la traged ia, la interpretació n global del género trágico La tragedia es defin ida como una rep resen ta ció n ten den ciosa, como la in ­
propuesta por Freud: versión propiam ente m ítica de un acontecim iento que realm ente h a suce­
dido; Los a co n te cim ie n to s q u e s e desarrollan en el escen a rio rep resen ta n
«U n cierto num ero de personas reunidas bajo un nom bre co­ una d efo r m a ció n , q u e p o d ría m o s llamar hipócrita y refinada d e a c o n te c i­
lectivo e idénticam ente vestidas — el coro— rodea al actor que m ien to s rea lm en te históricos.
encarna la figura del héroe, p rim itivam en te el único personaje H ay que observar tam bién, y tal vez sea esto lo esencial, que el p ro ­
de la traged ia, y se m uestra dependiente de sus palabras y sus ceso de la violencia colectiva, d irig id a contra el héroe único, se sitúa en
actos. M ás tard e, se agregó a éste un segundo actor y luego un el contexto de indiferenciación sobre el cual tanto se ha insistido an terio r­
tercero, destinados a servir de com parsa al héroe o a representar m ente. Los hijos de la horda p rim itiv a, privados ahora de padre, son
partes d istintas de su personalidad. Pero el carácter del héroe y todos ellos unos h erm a n o s e n e m i g o s ; se parecen tanto que no tienen
su posición con respecto al coro perm anecieron in alterado s. El hé­ la m enor id en tid ad ; es im posible diferen ciarles entre sí; ya han dejado
roe de la traged ia debía sufrir, y tal es aun, hoy en d ía, el conte­ de ser un cier to ///¡¡//t ro d e p erso n a s reunidas bajo un n o m b r e c o l e c t i v o e
nido p rin cip al de una tragedia. H a echado sobre sí la llam ada iclén ticam en te vestidas.
"'culpa trágica , cuyos fundam entos resultan a veces difícilm en te No h ay que ex agerar, sin em bargo, la convergencia ele las dos lecturas,
determ inables, pues con frecuencia carece de toda relación con la la de Freud y la n uestra. M ás alia de cierto punto, reaparece la diferencia.
m oral corriente. Casi siem pre consistía en una rebelión contra F reud llega a recaer sobre la diferen cia por antonom asia. A la m u ltitu d de
una auto ridad divin a o hum ana, y el coro acom pañaba y asistía al los dobles se opone la absoluta sin gularid ad del héroe. El héroe m onopo­
héroe con su sim p atía, intentando contenerle, ad v ertirle y m oderar­ liza la inocencia, y la m u ltitu d la culp ab ilidad. La culpa atrib u id a al hé­
le y le com padecía cuando después de llev ar a cabo su audaz em ­ roe no le incum be en absoluto; incum be únicam ente a la m u ltitu d . El
presa, h allaba el castigo considerado como m erecido. héroe es pura víctim a, cargado de esta culpa con la que no tiene ninguna
»¿M a s por qué debe sufrir el héroe de la traged ia y qué relación. Esta concepción en sentido único, m eram ente «p ro y e c tiv a», es in ­
significa la "culpa trágica ? Debe sufrir porque es el padre p rim i­ suficiente y falaz. Sófocles, en su p ro fun didad, nos deja entender, como
tivo , el héroe de la gran traged ia p rim era; la cual encuentra aquí lo hará más adelante D ostoyevski en Los h erm a n o s K aram azov que, in ­
una reproducción tendenciosa. La culpa trágica es aq u ella que cluso cuando es acusada erróneam ente, la víctim a p ropiciatoria es tan cul­
el héroe debe tom ar sobre sí, para red im ir de ella al coro. La ac­ pable c o m o los demás. A la concepción h ab itu al de la « c u lp a » , que perpe­
ción desarro llada en la escena es una deform ación refinadam ente túa la teo logía, debe ser su stitu id a por la violencia, pasada, futura y sobre
h ipócrita de la realid ad histórica. En esta rem ota realid ad fueron todo presen te, la violencia igualm en te com partida por todos. Edipo ha
precisam ente los m iem bros del coro los que causaron los su fri­ particip ado en la caza del hom bre. T anto en este punto como en otros
m ientos del héroe. En cam bio, la traged ia le atrib uye por entero m uchos, Freud sigue más im buido por el m ito que algunos escritores cuyas
la responsabilidad de sus sufrim ientos y el coro sim patiza con él intuiciones rechaza sistem áticam ente su esp íritu de seriedad y su esnobis­
y com padece su desgracia. El crim en que se le im puta, la rebelión mo científico.
contra una poderosa auto rid ad , es el m ismo que pesa en realidad La lectura freudiana es típicam ente m oderna en la inversión del m ito
sobre los m iem bros del coro, esto es, sobre la horda fratern a. De que propone. G racias a la víctim a inocente, con cuya suerte se iden tifica,
este modo queda prom ovido el héroe, aun contra su vo luntad, en pasa a ser posible culp ab ilizar a todos los falsos inocentes. Es lo mismo
redentor del co ro.» que hacía V o ltaire en su Edipu. Es tam bién lo que hace todo el an fiteatro
contem poráneo, pero en una confusión y una h isteria crecientes. No cesa de
Bajo muchos aspectos, este texto va mucho más lejos en dirección de in vertir los «v alo re s» del vecino p ara tener un arm a contra él, pero todo
la víctim a pro p iciatoria y la estructuración m ítica que se opera en torno el m undo es cóm plice, en el fondo, para perp etuar las estructuras del m ito,
a ella de todo lo que hem os encontrado hasta ahora en Freud. Frases en­ el desequilibrio sign ificativo que cada cual necesita para alim en tar su pasión
teras, en este caso, coinciden exactam ente con nuestra propia lectura. El antagonista.
héroe es aquel que representa la víctim a de una gran tragedia espontánea. La diferencia pretende abolirse en cada ocasión pero nunca hace otra
La culpa trágica de que se le acusa corresponde a toda la m u ltitu d ; deben cosa que in vertirse para perp etuarse en el seno de esta inversión. A esta
im p utarle esta culpa para lib erar a la ciudad. A sí pues, este heroe desem ­ m ism a diferen cia, en últim o térm ino, se refiere H eidegger respecto a toda
peña aquí un papel de víctim a propiciatoria y al cabo de unas lín eas del la filosofía, de P latón a N ietzsche, en quien, precisam ente, esta m isma
paso que acabam os de citar, Freud alude al «m acho cabrío de D ionisos». inversión es visib le. D etrás de los conceptos filosóficos, se d isim ula siem ­

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pre la lucha de los hom bres, el antagonism o trágico. Lo que Freud no llega
respecto a las relaciones hum anas, m uchas cosas que Freud es incapaz de
a ver es que su propio pensam iento perm anece dentro de esta lucha, que
aprehender, y nos referim os aquí al m ejor F reud, a aquel que el psico­
su propia interpretació n de la traged ia form a parte de este m ovim iento de
análisis no consigue asim ilar.
vaivén que no consigue desprender. La in m o vilidad de su lectura corres­
E l psicoanálisis es incapaz de asim ilar el extraño y m agnífico texto que
ponde del todo, por otra p arte, a la concepción del hom icidio único, que
tenem os bajo los ojos. T exto falso, sin duda, pero más verdadero que
es m uerte de un auténtico padre, de un auténtico héroe, y que se efectúa
cualq uier p sicoanálisis. No es, sin em bargo, de la verdad de lo prim ero
de una vez por todas.
que conviene h ab lar. La lectura freudiana de la tragedia, con toda su fuer­
M onstruo odioso duran te su v id a, el P adre terrib le se convierte en
za y debido a esta fuerza, no es, a decir verdad, menos falsa y menos in ­
héroe perseguido en y después de su m uerte. ¿Q uien no reconocerá, aquí,
justa respecto a su objeto. El proceso que Freud p lan tea a la tragedia es
el m ecanism o de lo sagrado en el que Freud perm anece, a fin de cuentas,
un hom enaje mucho más herm oso, probablem ente, que los anodinos elogios
atrapado porque no consigue revelarlo por com pleto? P ara escapar re al­
convencionales; está mucho m ejor «d o cu m en tad o », mucho más próxim o a
m ente a la m oral, incluso m etam orfoseada en antim oral, y a la m etafísica,
estar sustentado en la verdad que el proceso general y rutin ario hecho por
incluso convertida en an tim etafísica, habría que renunciar de una vez por
el psicoanálisis a la lite ratu ra, pero no por ello es menos falso e in justo,
todas al juego de los buenos y de los m alos, incluso cuando se practica al
con una falsedad y una in justicia que las lecturas convencionales denuncian
revés; habría que ad m itir que la ignorancia está por todas p artes, al igual
perpetuam ente pero cuya m edida son incapaces de entender.
que la violencia, que no se vence porque nosotros descubram os más o
No es inexacto, entendido al pie de la letra, calificar la traged ia de
menos bien su juego. C onvendría en prim er lu g ar que el héroe se uniera
«ten d en cio sa»; siem pre, al fin de cuentas, la tragedia se sitúa en el in terio r
al coro, que sólo se caracterizara, a p artir de entonces, al igual que ese
de un marco m ítico nunca totalm ente deconstruido. E ste carácter ten den ­
m ismo coro, por su ausencia de características.
cioso es m enor, sin em bargo, en la tragedia que en todas las dem ás form as
Se dirá que Freud es m ás fiel en este caso de lo que lo somos nos­
m íticas y tal vez cu ltu rales; el proceso de inspiración trágico, como se ha
otros m ismos a la estructura de la traged ia. En cierto modo, así es. En la
visto, consiste en recuperar la reciprocidad de las rep resalias, restaura la si­
form a trágica heredada del m ito y del ritu a l, el héroe, largo tiem po único, m etría violenta, es decir, enderezar lo ten d en cio so . La lectura de Freud va
ocupa realm ente la posición dom inante y central que le reconoce Freud. en el m ismo sentido; recupera algunos elem entos de reciprocidad pero
Pero sólo se trata del comienzo del an álisis. H ay que ir hasta el fin al, hay
no va tan lejos como la lectura trágica. A sí pues, es todavía más tenden­
que deshacer realm ente la form a trágica al m ismo tiem po que el m ito, aun­
ciosa que la tragedia, preñada como está de este resen tim ie n to moderno
que sólo sea para m ostrar en Sófocles un pensador, que sin llegar él mismo que sitúa la violencia de los otros bajo acusación pues ella m ism a está
com pletam ente hasta el fin al, va más lejos que Freud en la auténtica dem is­
atrapada en el vaivén de la s rep resalias, es decir, en el doble juego del
tificació n , ironizando incesantem ente acerca de una diferencia heroica que m odelo y del obstáculo, en el círculo vicioso del deseo m im ético. Incluso
se desvanece cada vez que se in tenta apoderar de ella, m ostrándonos que
allí donde es dem asiado ilum inado, dem asiado evolucionado, como para
la in d iv id u alid ad del aparentem ente mas in dividuo nunca es tan problem á­
no estar al corriente de lo que en si m ismo es, para pretenderse lim pio
tica como en el m omento en que cree im ponerse m ejor y verificarse, en la de cu alq uier violencia, el resentim iento m oderno aperece siem pre como
oposición violenta a o tro que siem pre, a fin de cuentas, se revela el mismo. una no-violencia id eal, de la que los trágicos griegos no tienen ni siquiera
N uestra lectura puede tom ar en consideración todo lo que ve Freud y noción, el criterio secretam ente violento de todo juicio , de toda evaluación
todo lo que dice Freud. Pero tam bién toma en consideración todo lo
p ropiam ente crítica.
que se le escapa a Freud y no se le escapa a Sófocles. Tom a en considera­
Como cualquier proceso tendencioso, el proceso incoado a la tragedia
ción, fin alm en te, todo lo que se le escapa a Sófocles, todo lo que determ ina griega se vuelve contra su autor. Es Freud quien dem uestra una «refin ad a
el m ito en su conjunto y todas las perspectivas que se pueden adoptar res­ h ip o cresía», es el pensam iento m oderno, en su conjunto, el que critica
pecto a él, incluida la psicoanalítica y la trágica: el m ecanism o de la víctim a todas las diferencias religio sas, m orales y culturales para referirlas a fin
p ro p iciatoria.
de cuentas a la cabeza del crítico , nuncio y profeta de alguna lucidez
De todos los textos m o d er n o s sobre la tragedia g riega, el texto de in édita y que siem pre le pertenecen en propiedad, de algún «m éto d o »
F reud es indudablem ente el que llega más lejos en el cam ino de la com­ perfectam ente in falib le esta vez y que recap itula en si todas las diferencias
prensión. Y , sin em bargo, este texto es un fracaso. Este fracaso confir­
anteriores desplom adas: ¡T iresias redivivas'.
ma la vanidad de las pretensiones m odernas de abordar científicam ente la El elem ento propiam ente ten d en cio so coincide con la diferencia sagrada
« lite r a tu r a » , de «d e m istific a rla »; son las grandes obras, a fin de cuentas, las
que cada cual quiere apropiarse arrancándola al otro y que oscila cada
que dem istifican estas pretensiones. Un Sófocles y un Shakespeare saben, vez más aprisa en el enfrentam iento de las l u c id e c e s rivales. Ahí está, tal

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vez, lo que define la in terpretació n m ism a, trátese de E d ip o re y , o, en m enor peso sobre cu alq uier tipo de realid ad . En varías ocasiones hemos
nuestros d ías, de las polém icas respecto al psicoanálisis y las restantes visto a Sófocles dem istificar el psico an álisis, nunca verem os al psicoanálisis
m etodologías. O stensiblem ente, el antagonism o no tiene nunca otro ob­ d em istificar a Sófocles. N unca el psicoanálisis lleg a realm ente a hacer m ella
jetivo que la cultura en crisis cuya preocupación exclusiva se van aglo ria sobre Sófocles; en el m ejor de los casos, como ocurre en éste, Freud con­
cada cual de llev ar en su corazón. Cada cual se esfuerza en diagnosticar sigue acercarse a él.
el m al a fin de curarlo. Pero el m al siem pre es el o t r o , sus falsos diagnós­ E xam inar un texto en la p erspectiva de la víctim a pro p iciatoria y de
ticos y sus rem edios que son, a decir verdad, puros venenos. Cuando las sn m ecanism o, considerar la « lite ra tu ra » en térm inos de violencia colectiva,
responsabilidades reales son nulas, el juego sigue siendo el m ism o; sólo significa p regu ntarse acerca de lo que este texto o m i t e tanto y más que
que es más perfecto por carecer totalm ente de p uesta; cada cual se es­ sobre lo que m an ifiesta. Este es, sin duda, el paso in icial de una em presa
fuerza en b rilla r con el más vivo resplandor a expensas de sus vecinos, radicalm ente crítica. A p rim era vista, existe ahí algo im posible e irrealiza­
esto es, de eclip sar, las lucideces riv ales, en lu g ar de ilu m in ar lo que sea. b le; cualq u ier aplicación práctica parece condenada a la generalización más
T om ada en su conjunto, la crisis m oderna, al igu al que cualq uier crisis extrem a, a una tal abstracción que su interés perm anece lim itado .
sacrificial, debe definirse como elim inación de las diferen cias: es el vaivén Si nos dirigim o s, una vez m ás, hacia el texto que estam os com entando,
antagonista lo que la provoca, pero nunca entendido en su verdad, es verem os que no h ay nada de eso. Surge ahí una ausencia extrem adam ente
decir, como el juego cada vez más trágico y nulo de una diferencia enferm a, notable e incluso sorprendente por poco que pensem os en el contexto en
que parece siem pre aum entar pero que se desvanece, al contrario, en el que se produce.
esfuerzo de cada cual por apro p iársela. Cada cual es engañado por las
C uando se h ab la, en general, de tragedia g riega, nos referim os casi
reestructuraciones locales, cada vez más precarias y tem porales, que se efec­
siem pre, im p lícita o explícitam en te, a una obra especial, rep resen tativa
túan en provecho altern ativo de todos los antagonistas; la degradación ge­
sobre las dem ás, autén tica guía y portavoz de todo el género trágico. Esta
neral de lo m ítico se actualiza como p roliferación de form as rivales que
tradició n , in augurada por A ristó teles, sigue viva en tre nosotros. Cuando
no cesan de d estruirse en tre sí y que m antienen todas ellas con el m ito
alguien se llam a Sigm und F reud, no tiene ningún m otivo para rechazarla,
una relación am bigua, siendo en cada ocasión tan dem istificadoras como
sino, al contrario, buenas razones p ara conform arse a ella.
m íticas, m íticas en el m ovim iento m ism o de una dem istificación nunca pro­
Y , sin em bargo, Freud no se conforma. E videntem ente, estam os pen­
b ablem ente ilu so ria pero siem pre lim itad a al otro m ito. Los m itos de la
sando ahora en E dip o r e y ; nosotros m ismos hemos evocado a E dip o re y ,
dem istificación pululan como los gusanos sobre el cadáver del gran m ito se­
lectivo del que extraen su subsistencia. pero F reud, ni en el texto que hem os citado , ni antes o después, hace a
el la m enor alusión. T rata acerca de A tis, de A donis, de Tam m uz, de M itra,
Está claro que la traged ia griega tiene más que decirnos sobre este
proceso, al cual se la adivina un id a, que el psicoanálisis, que cree escapár­ de los T itan es, de D ionisos, claro está, del cristianism o — ¡dem istificación
sele. El psicoanálisis sólo puede fundar su propia certidum bre sobre una o b lig a!— pero jam ás m enciona a Edipo en tanto que héroe trágico, jam as
expulsión de los textos cuya com prensión autén tica q u eb ran taría su funda­ m enciona a E dip o rey.
m ento. A ello se debe que la obra de arte sea a la vez den igrada y exaltada. P odría objetársenos que E dipo rey, a fin de cuentas, no es más que
Intocable por una p arte, fetichizada bajo el aspecto de la b elleza, es ra ­ una traged ia en tre otras y que nada obliga a F reud a citarla expresam ente.
dicalm ente negada y castrada por la otra, situ ad a en an títesis im ag in aria, con­ Sin ser específicam ente m encionada en el texto de F reud, tampoco podría
soladora y m istificado ra de la in flexib le y desoladora verdad cien tífica, ob­ ser específicam ente excluida. Cabe suponer que se ha m ezclado con las
jeto pasivo , siem pre in m ediatam ente p enetrable por algún saber absoluto dem ás, que se ha confundido con el resto del c o r p a s trágico.
del que todos, sucesivam ente, pretenden encarnar la diam antina dureza. Esta objeción no es válid a. U na vez que nuestra atención se siente
Sólo, que yo sepa, algunos escritores han puesto hasta ahora a la luz atraíd a por la ausencia de la tragedia arquetíp ica, determ inados detalles
este proceso de dem istificación m istifican te, nunca los psicoanalistas o los del texto saltan a la vista y sugieren claram ente que esta ausencia no
sociólogos. Lo que aquí resu lta más notable es la com plicidad de hecho tiene nada de accidental o de fortuito.
de la crítica propiam ente lite raria , su dócil asentim iento, no sin duda a las Si releem os la definición de la cu lp a , descubrim os que no puede ap li­
pretensiones «red u cto ras» de tal o cual do ctrina, todas ellas cruelm ente carse en absoluto a E dipo rey. El héroe ha e c h a d o s o b r e sí la llam ada
vilip en d iad as en lo que poseen realm ente de agudo, más próxim o en verdad « cu lp a trá gica » , c u y o s f u n d a m e n t o s resu lta n a v e c e s d i f í c i l m e n t e deter/ ni­
a las grandes obras que se pretende defender, sino al principio general na b les, p ife s c o n f r e c u e n c i a c a r e c e d e to d a re la ció n c o n la m o ra l c o r r ie n te .
de inocuidad y de insignificancia absolutas de la « lite ra tu ra » , a la convicción Esta definición conviene a un buen núm ero de tragedias pero no, sin duda,
a prior/ de que ninguna obra etiquetad a como « lite r a r ia » puede ejercer el a Edipo. La culpa de Edipo no tiene nada de vaga e in defin ib le, no por

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lo menos en el plano de las grandes estructuras m íticas en que se sitúa el defendida en T ó tem y tabú y el argum ento de Edipo rey. Sí existe un lugar
discurso freudiano. en que la m ención del caso Edipo sea apropiada, es exactam ente este.
¿Es posible que F reud , en este caso, no h aya pensado en Edipo, que Y , sin em bargo, Freud perm anece en silencio. Nos entran ganas de e sti­
haya pura y sim plem ente olvidado a E dipo, que Edipo se le h aya ido lite ­ rarle de la m anga y recordarle, a Sigm und Freud, fam oso inventor del
ralm ente de la cabeza? Vem os el partido que nuestros finos sabuesos del O ed ip u scom p lex , que existe una tragedia consagrada precisam ente, pues
neo-psicoanálisis, lanzados en com pacta jau ría tras la pista de T ótem y m ira, al parricidio.
tabú, podrían extraer de dicho olvido en el plano del síntom a. Lejos de ¿P o r qué Freud se p riva de este argum ento perfecto, de esta ilu stra­
ver en T ó tem y tabú el r e to rn o clásico de lo inhibido de acuerdo con el ción sorprendente? La respuesta no ofrece la m enor duda. Freud no puede
diagnóstico h ab itu al, tal vez les convendrá reconocer en el su mas extrem o u tilizar a Edipo rey en el contexto de una in terpretación que vincula la
h undim iento, en lo más hondo del más hundido de todos los inconscientes tragedia con un parricidio real sin poner en cuestión su interpretación h a­
o tam bién, si se p refiere, un extravío igualm en te sensacional, asombroso, b itu al, la in terpretación oficialm ente psicoanalítíca que convierte a Edipo
¡del propio Edipo en el lab erin to del significante freudiano! r ey en el sim ple reflejo de los deseos inconscientes excluyendo form al­
El Freud de T ó tem y tabú se parece tan poco a sí m ism o, d iríase, que m ente cualq u ier realización de estos deseos. Edipo aparece aquí en una
llega a tachar inconscientem ente a Edipo, a rep rim ir el Edipo. Nos invade extrañ a luz bajo la relación de su propio com plejo. En su cualidad de
el vértigo . ¡El tornasol de los fantasm as se hace tan denso en torno a p adre p rim o rdial, no puede tener padre, y costaría mucho trabajo atri­
nosotros que nos pone telarañ as en los ojos! b uirle el m enor com plejo paterno. A l dar el nom bre de Edipo a este
A fortunadam ente se presenta otra p o sibilid ad. En la frase que acaba­ com plejo, Freud no podía caer más bajo.
mos de citar por segunda vez, h ay una pequeña restricción que pudiera ser- En un plano más general y más esencial, observarem os que no se
sign ificativa. Con frecu en cia , nos dice F reud, la culpa trágica no tiene pueden situ ar las acusaciones de que es objeto Edipo en su auténtica luz,
nada en común con lo que consideram os como una culpa en la m oral in scrib ir el p arricidio y el incesto en una órb ita por la que ya circulan
corriente. D ecir, en este caso, c o n frecu en cia , significa conceder que la los fenóm enos del tipo «m acho cabrío ex p iato rio », incluso en un sentido
afirm ación no siem pre es válid a, es d ejar sitio p ara la p o sibilidad de tra­ todavía vago, sin provocar un cierto núm ero de cuestiones que, poco a
gedias excepcionales, tal vez de varias o por lo menos de una sola. Este poco, pondrán en cuestión todo pensam iento psicoanalítico, las m ism as
m ínim o, en este caso, parece com pletam ente p ertinen te. Es evidente que cuestiones que intentam os p lan tear en el presente ensayo.
en una traged ia existe una culpa trágica que no es ajena a lo que consi­ A parece ahí un punto de interrogación y Freud pretende suprim irlo,
deram os como una culpa en la m oral co rrien te, es el p arricidio y el incesto pues no p resenta ante el ninguna respuesta. Un autor prudente hubiera
en Edipo rey. La restricción m uy explícita en el co n fr e cu e n cia no puede retirado t o d o el texto sobre la traged ia. A fortunadam ente para nosotros
dejar de afectar a Edipo y h ay todo tipo de m otivos para pensar que sólo — y para él— , Freud no es p ruden te; saborea la riqueza de su texto, su
le afecta a él. cualidad de in tuició n ; se decide, pues, a m antenerlo pero aleja las cues­
En todas las partes de nuestro texto Edipo b rilla por su ausencia. Esta tiones m olestas expurgando cuidadosam ente cualq uier m ención de Edipo
om isión no es n atu ral, tampoco es inconsciente, es perfectam ente cons­ rey. Freud censura a Edipo no en el sentido psicoanalítico sino en el sen­
ciente y calculada. U na vez ahí, no hay que ponerse a la busca de com ­ tido vu lgar de la palab ra. ¿Sign ifica esto que quiere engañarnos? En abso­
plejos sino de vu lgares m otivos. (Por otra p arte, los m otivos son mucho luto. Se cree capaz de responder a cualq uier pregunta sin rozar un solo
más interesantes y variados que los com plejos.) H ay que preguntarse por­ cabello del psicoanálisis pero tiene prisa por term inar, como siem pre. J a ­
qué Edipo, en un texto de F reud, es objeto de repente de un a exclusión más lleg ará a saber que no existe solución.
com pletam ente sistem ática. Si Freud no hubiera eludido la d ificu ltad , si hubiera ahondado en la
Si se exam ina esta exclusión en función ya no únicam ente del contexto contradicción, tal vez h ub iera llegado a reconocer que n i su prim era ni su
sino del texto , todavía parece más sorprendente. ¿D e quién y de que se segunda lectura de Edipo explican realm ente la tragedia o el mito edípico.
trata en T ó tem y ta b ú ? D el Padre-de-la-horda p rim itiva del que se nos Ni el deseo inhibido ni el p arricidio real son realm ente satisfactorios y la
afirm a que un día fue asesinado. Se trata , pues, de un parricidio. El m is­ dualidad irreductib le de las tesis freudianas, no solam ente aquí sino un
mo crim en que Freud cree encontrar en la tragedia griega, proyectado pol­ poco en todas p artes, refleja una única e idéntica distorsión. A l arrinco­
los m ismos crim inales sobre su propia víctim a. Ahora bien, es exactam ente nar el autén tico problem a, Freud se desvía del cam ino más fecundo po­
de haber m atado al P adre que T iresias, prim ero, y luego toda T ebas, acu­ ten cialm ente, del cam ino que. proseguido hasta el fin al, conduce a la v ícti­
san al desdichado Edipo. No podríam os im aginarnos una coherencia más ma pro p iciatoria. D etrás de la exclusión de Edipo, pues, en el texto que
perfecta, un acuerdo más com pleto entre la concepción de la tragedia acabam os de leer, detrás de esta prim era exclusión perfectam ente cons-

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cíente y estratégica, se p erfila una segunda, inconsciente e in visib le, esta absoluto el problem a de las prohibiciones, se p riva de una resolución posi­
vez, pero la única decisiva en el plano del texto cuya econom ía entera ble. Rom pe la continuidad en tre el monopolio sexual del P adre terrible
ordena. Tam poco aquí, tiene nada que decir el psicoanálisis. No hay que y la fuerza histórica de las prohibiciones. En un p rincipio se lim itará a
p regu n tarle que nos ilu m in e acerca de una exclusión que susten ta, entre esforzarse en restablecer esta continuidad m ediante un juego de manos
otras cosas, el propio «p sico an álisis». del que él mismo no acaba de quedar satisfecho.
Los parén tesis en torno a Edipo rey constituyen una especie de sus­
pense crítico , de cordón p rotector en torno a la teo ría p sico an alítica. A n­ «L o que el padre había im pedido anteriorm ente, a través del
terio rm en te, hem os verificado algo com pletam ente sem ejante en el caso del m ism o hecho de su existen cia, los hijos se lo prohibían ahora a
deseo m im ético. Tam bién ahí se tratab a de alejar una posible am enaza si m ism os, en v irtu d de esta “ obediencia retrospectiva"’, caracte­
para el com plejo de Edipo. Com probamos una vez más el carácter lite ra l­ rística de una situación p síquica, que el psicoanálisis nos ha he­
m ente intocable de este com plejo. En la jerarq u ía de los tem as freudia- cho fam iliar. Condenaban su acto, prohibiendo la ejecución del
nos, goza de una p rio rid ad absoluta que coincide con los lím ites históricos tótem , sustitució n del padre, y renunciaban a recoger los frutos
de Freud en tanto que pensador, el punto más allá del cual la decons­ de este acto, negándose a tener relaciones sexuales con las m u­
trucción del m ito ya no avanza. jeres que habían lib erado . A sí es como el se n tim ien to d e culpa­
Y volvem os a encontrar en este punto, entre Freud y su descendencia, bilidad del hijo ha engendrado los dos tabúes fundam entales del
la m ism a d iferen cia relativ a que en el capítulo an terior. Freud se esfuerza totem ism o que, por este m otivo, debían confundirse con los dos
en aislar y n eutralizar las intuiciones p eligro sas, no quiere que contam i­ deseos reprim idos del E dipo-com plejo.»
nen la doctrina, pero tiene dem asiado talento y pasión para renunciar a
ellas; es excesivo su am or por el pensam iento explorador para elim in ar Todos los argum entos aquí esgrim idos son de una deplorable pobreza;
sus m ayores audacias. La fam ilia psicoanalítica no tiene las m ism as consi­ Freud es el prim ero en percibir la insuficiencia de su chapuza; y por ello
deraciones; corta por lo sano; agrava y extien de la censura freudiana re­ vuelve a ponerse inm ediatam ente m anos a la obra. Busca una prueba
chazando por una p arte la punta acerada d el deseo m im ético, y por otra sup lem entaria y, como sucede frecuentem ente en este pensador in fatig a­
la to talid ad de T ó tem y tabú. Parece que el texto sobre la tragedia no lia ble pero ráp ido , ya no son unos argum entos superponibles y adicionales a
tenido nunca la m enor difusión. Ni siquiera los críticos literario s de obe­ los precedentes los que nos propone, es una teo ría enteram ente nueva
diencia freud iana han sacado de él un gran partido. Y , sin em bargo, es que pone secretam ente en cuestión algunos presupuestos del p sicoanálisis:
ah í, y no en otra p arte, donde hay que buscar la única lectura freudiana
de la traged ia. « . . . l a prohibición del incesto tenía tam bién una gran im por­
tancia p ráctica. La necesidad sexual, lejos de un ir a los hom bres,
los divide. Si los herm anos estaban asociados m ientras se tratab a
* * ■*
de suprim ir al padre, pasaban a ser riv ales, tan pronto como se
tratab a de apoderarse de las m ujeres. Cada cual hubiera req u eri­
do, a ejem plo del padre, tenerlas todas p ara él, y la lucha ge­
Si el salto hacia d elan te de T ó tem y tabú tam bién es un salto lateral, nera] que resu ltará de ello habría provocado la ruin a general de
si la obra lleg a, form alm ente por lo m enos, a un callejón sin salida, lo la sociedad. H ab ía desaparecido el hombre que, superando a los
debem os al p sico an álisis, a la doctrina ya hecha, al fardo de dogm as que dem ás por su poder, podía asum ir el papel del padre. A sí que los
el pensador transporta consigo y del que no puede lib erarse, acostum bra­ herm anos, sí querían v ivir juntos, sólo podían adoptar una deci­
do como está a considerarlo como su m ayor riqueza. El obstáculo m ayor sión: después de haber superado, probablem ente, graves discor­
es fundam entalm ente la significación p atern a que acude a contam inar el d ias, in stitu ir la prohibición del incesto por la cual todos renun­
descubrim iento esencial, y que transform a el hom icidio colectivo en parri­ ciaban a la posesión de las m ujeres deseadas, m ientras que era p rin ­
cidio, ofreciendo de este modo a los adversarios psicoanalíticos y dem ás cipalm ente p ara asegurarse esta posesión que habían m atado al
el argum ento que perm ite desacred itar la tesis. Es la significación paterna p ad re.»
lo que in terfiere la lectura de la traged ia y asim ism o, una vez m ás, lo que
im pide a Freud resolver tan b rillan tem en te como debiera la cuestión de En el prim er texto , el padre acaba de m orir y su recuerdo lo dom ina
las prohibiciones del incesto. todo; en el segundo, el m uerto se ha alejado ; d iríase casi que m uere de
A l in trod u cir su hom icidio, como hemos visto , Freud no resuelve en nuevo pero esta vez en el pensam iento de F reud. Este cree estar siguiendo

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los avatares de su horda d e s p u é s del hom icidio colectivo, b ajar con ella La segunda teoría es superior a la p rim era en el plano de la función.
a lo largo del tiem po; en realid ad , escapa poco a poco al marco de la fa­ Conviene ahora exam inarla en el plano de la génesis. A firm a que los her­
m ilia occidental de la que perm anecía prisionero. Todas las significaciones manos acaban por entenderse am istosam ente p ara renunciar a todas las
fam iliares se d ilu yen y se borran. Y a no se trata, por ejem plo, de m edir m ujeres.
el calor de la concupiscencia por la estrechez del parentesco. Todas las El carácter absoluto de la prohibición no sugiere en modo alguno este
hem bras están en el m ism o plano: Cada cu a l h u b ier a q u e r id o , a e j e m p l o acuerdo negociado, esta prohibición in stitu id a. Si los hom bres fueran ca­
d e l p a d re, t e n e r la s t o d a s para el. No es porque intrínsecam ente son más paces de entenderse, las m ujeres no estarían todas ellas afectadas del m is­
deseables, que las «m a d res» y las «h erm an as» provocan la riv alid ad , es mo tabu , im p rescrip tib le y sin apelación posible. Un rep arto de los re­
sim plem ente porque están ahí. El deseo ya no tiene un objeto p riv ile­ cursos disponibles entre los consum idores eventuales sería más verosím il.
giado. F reud ve perfectam ente que aquí debe triun far la violencia. Por dicho
A unque unido, al com ienzo, al mero apetito sexual, el conflicto desem ­ m otivo habla de «grav es d isco rd ias» que precederían el acuerdo d efin iti­
boca en una riv alid ad devoradora que este m ismo apetito no alcanza a vo, de argum entos m uy contundentes destinados visib lem en te a ilum inar
ju stificar. Es el propio Freud quien lo afirm a. N adie puede rep etir las a los herm anos respecto a la gravedad de su situación. Pero eso no basta.
fenom enales proezas del antepasado: H abía d e s a p a r e c id o e l h o m b r e que, Si la violencia hace estrago s, las prohibiciones son probablem ente in d is­
s u p e r a n d o a lo s d e m á s p o r su p o d e r , p o d ía a s u m ir el p a p el d e l p a d re. La pensables; sin ellas no hab rían sociedades. Pero cabe concebir que no
riv alid ad tiene m il pretextos porque en el fondo sólo tiene la violencia existan sociedades hum anas. Freud no dice nada que haga la reconcilia­
soberana por objeto. Solo están las hem bras a un lado y al otro los m a­ ción necesaria o incluso posible, una reconciliación, sobre todo, que debe
chos, incapaces de rep artírselas. El estado que describe Freud aparece efectuarse en torno a una prohibición, tan « irra c io n a l» y «a fe c tiv a » , según
to davía, en principio, como provocado por la m uerte del P adre terrib le dice el propio Freud, como la prohibición del incesto. El contrato social
pero todo ocurre, ahora, c o m o si jam as h u b ier a h a b id o un padre. El én­ anti-incestuoso no puede convencer a nadie y la teoría tan bien iniciada
fasis se ha desplazado hacia los h e r m a n o s e n e m i g o s , hacia aquellos que concluye con una nota m uy débil.
no están separados por ninguna diferencia. Es el círculo de la reciproci­ Lo que Freud gana en esta segunda teoría por el lado de la función,
dad vio len ta, la sim etría de la crisis sacrificial, lo que Freud está a punto vuelve a perderlo por el lado de la génesis. La auténtica conclusión ten­
de descubrir. dría que eludir a los herm anos y es lo que el propio Freud elude.
F reud cam ina hacia el origen creyendo alejarse de él. Es el proceso H em os intentando rehacer el cam ino que conduce de la prim era a la
m ismo de la traged ia, proceso de indiferenciación que no es ajeno, pro­ segunda teo ría, y hemos creído captar el dinam ism o de un pensam iento
bablem ente, a T ó t e m y tabú, puesto que es a él, como acabam os de ver, que poco a poco se desem baraza de las significaciones fam iliares y cu ltu ra­
que Freud refiere su descripción del coro, es decir, de los propios her­ le s ... A hora nos vem os obligados a reconocer que esta trayecto ria no ter­
m anos, en su análisis de la traged ia: Un c i e r t o n ú m e r o d e p e r s o n a s r e u n i­ m ina. O curre con la segunda teoría del incesto lo m ismo que con el texto
das b a jo un n o m b r e c o l e c t i v o e i d é n t i c a m e n t e vestida. de la tragedia. Los herm anos y las m ujeres quedan reducidos a la iden­
La prohibición está referida aq u í no con «u n a situación psíquica que tidad y al anonim ato pero el padre, en este caso, no es concernido. El
el psicoanálisis nos ha hecho fam ilia r» sino con la necesidad im periosa padre ya ha m uerto; perm anece fuera, por consiguiente, del proceso de
de im pedir «u n a lucha g en era l» que provocara « la ruina de la sociedad». indiferenciación. Es el único personaje que, a lo largo del cam ino, no con­
Por fin hemos llegado a una concreción: la n e c e s i d a d sexual, l e j o s d e unir sigue aliviarse de su ganga fam iliar, y, desgraciadam ente, el p rincipal.
a lo s h o m b r e s , lo s d iv id e. Freud « d e sfilia liz a » a los hijo s, por decirlo de algún m odo, pero no va
Freud no hace la m enor alusión a la prim era teoría. Sin ni siquiera más allá. H ay que com pletar la trayecto ria in terrum pida y «despaterna-
darse cuenta, está a punto de arro jar com plejos y fantasías por la borda lizar» al padre.
para atrib u ir a las prohibiciones una f u n c i ó n real. El que tanto ha contri­ C om pletar el m ovim iento iniciado por Freud no significa renunciar al
buido, por otra p arte, al desconocim iento de lo religio so , es el prim ero, hom icidio, que sigue siendo absolutam ente necesario puesto que es ex ig i­
en T ó t e m y tabú, en proclam ar la auténtica función de las prohibiciones. do por una m asa enorm e de m ateriales etnológicos; significa renunciar al
Es igualm en te el p rim ero, una vez salido de T ó t e m y tabú, en no prestar padre, escapar al marco fam iliar y a las significaciones del psicoanálisis.
n inguna atención a su propio descubrim iento. A cada in stan te, vem os como Freud no acierta en la articulación real
del sacrificio, de la fiesta, y de todos los dem ás datos, por culpa de la
sem piterna presencia paterna que acaba de sem brar la confusión, en el
* * * últim o m om ento, y de disim ular el m ecanism o de lo sagrado. Todas las

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frases que com ienzan por « e l psicoanálisis nos m u estra», « e l psicoanálisis T odavía no nos hem os form ulado ninguna pregu nta acerca de las
nos re v e la », pasan regularm en te al lado de la explicación ahora ya p re­ prohibiciones del incesto independientem ente de T ótem y tabú. Sospecha­
parada : \ mos obligatoriam ente que estas prohibiciones, al ig u al que tantos otros as­
pectos del orden cu ltu ral, se arraigan en la violencia fundadora pero no
«E l psicoanálisis nos ha revelado que el anim al totém ico ser­ hemos llegado a esta conclusión por nuestros propios m edios. Lo que nos
vía en realid ad de sustitución al pad re, y esto nos explica la con­ ha conducido a ello es una lectura dinám ica de Totea/ y taba. Freud es
tradicción que hemos señalado an teriorm ente: por una p arte, el prim ero en vincular el problem a de las prohibiciones al del sacrificio,
prohibición de m atar al an im al, por otra, la fiesta que sigue a su y en proponerse resolver los dos problem as gracias a su versión del hom i­
m uerte, precedida de un estallid o de tristeza.» cidio colectivo. Si bien es cierto que conviene rectificar esta versión freu-
d ian a en dirección de la víctim a p ro p iciatoria en el caso del sacrificio,
El padre no explica nada: para conseguir explicarlo todo, h ay que sa­ tam bién hay que hacerlo en el caso de las prohibiciones del incesto. A ntes
carse de encim a el pad re, m ostrar que la form idable im presión ocasionada de considerar la cuestión en sí m ism a, una últim a observación sobre la
sobre la com unidad por el hom icidio colectivo no depende de la iden tidad obra de Freud m ostrará de m ejor m anera que, aunque la rectificación
de la víctim a sino del hecho que esta víctim a es unificadora, de la un an i­ propuesta vaya en el sentido de nuestras propias observaciones, no es
m idad recuperada contra esta victim a y en torno a ella. Es la conjunción ajena a la obra criticada, no es im portada del ex terio r, es realm ente ex i­
del contri! y del en to r n o la que explica las «con tradiccio n es» de lo sa­ gida por lo que h ay de más dinám ico y potencialm ente fecundo en la
grado, la necesidad en que siem pre se encuentra de m atar de nuevo a la propia obra.
víctim a, aunque sea d iv in a, precisam ente porque es divina. C onviene reto rn ar brevem ente al papel que desem peña la horda p ri­
No es el hom icidio colectivo lo que falsea J oten/ y tabú, sino todo m itiva en T ó tem y taba. La hipótesis de D arw in , como hemos visto an te­
lo que im pide que este hom icidio pase a prim er plano. Si Freud renun­ riorm ente, sugiere una génesis fácil de las prohibiciones del incesto. Es
ciara a las razones y a las significaciones que aparecen antes del hom icidio evidente que la seducción in icialm ente ejercida sobre Freud por esta h i­
y que procuran m o tivarlo , si hiciera tabla rasa del sentido, incluso y sobre pótesis no tiene otra causa. La hipótesis surge en m edio de una prim era
todo del p sicoanalítico, vería que la violencia carece de m otivo, que no discusión sobre la exogam ia. El hom icidio colectivo, la segunda gran h i­
h ay n ada, en m ateria de significación, que no surja del propio hom icidio. pótesis del lib ro , puram ente freudiana ésta, tuvo que aparecer posterior­
Una vez desem barazado de su revestim iento p atern al, el hom icidio debe m ente, bajo el efecto de las lecturas etnológicas del autor. A m bas hipó­
revelar el principio de form idable sobrecogim iento que ocasiona a la co­ tesis, in icialm en te, son independientes entre sí. En D arw in no h ay ningún
m un idad, el secreto de su eficacia y de sus repeticiones ritu ales, el por hom icidio. La idea del hom icidio colectivo es sugerida exclusivam ente por
que del juicio siem pre doble de que es objeto. E ntender todo esto, sign i­ los docum entos etnológicos. No hay nada, en cam bio, en estos mismos
fica entender que la conclusión que elude a los herm anos enem igos en la docum entos, como resulta m uy evidente, que pueda sugerir la tesis de la
segunda teo ría ya h e sid o en co n tra d a , que coincide con la tesis prin cip al: horda p rim itiva.
todo lo que im pide al hom icidio llegar a ser el puro m ecanism o de la Es Freud quien fusiona am bas hipótesis entre sí, y más de una vez
víctim a p ro p iciatoria, le im pide tam bién lleg ar a ocupar el lu g ar que le ha sido observado el carácter arb itrario de una operación que m ezcla lo
corresponde realm en te, al fin al de la crisis sacrificial v no antes. histórico y lo prehistórico, que pretende ex traer de unos docum entos cul­
U nicam ente la víctim a p ropiciatoria puede llegar a com pletar la falta turales relativam en te próxim os unas inform aciones sobre un acontecim ien­
de conclusión de la segunda teo ría, term in ar la violencia, devolver la u n i­ to en p rincipio único y situado a una distan cia tem poral fabulosa.
dad a las dos teorías del incesto. En lugar de no ser más que un prólogo No sólo todo eso es in vero sím il sino que la mas m ínim a reflexión
in ú til e incluso em barazoso, de aparecer antes que las violencias decisivas, m uestra que esta in vero sim ilitud es g ratu ita; no corresponde a ninguna
el hom icidio desem peñará el papel d eterm in an te que le corresponde, a un necesidad real en el plano de las intuiciones principales de la obra, de su
tiem po conclusión de la crisis esbozada por el propio Freud y punto de sustancia autén tica. Si F reud sólo adopta la horda a causa de las posibi­
p artid a del orden c u ltu ral, origen absoluto y relativo de todas las prohi­ lidades in icialm ente abiertas por el lado de las prohibiciones, hay que
biciones del incesto. p reguntarse por qué no renuncia a la hipótesis una vez que el hom icidio,
destruyendo la continuidad entre el p rivilegio sexual del P adre terrib le
v las prohibiciones, ha suprim ido, en la práctica, estas m ism as posibili­
* * * dades.
Si Freud pretende desarro llar la hipótesis del hom icidio, no tiene nin-

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gun m otivo p ara m antener la horda; si m antiene la horda, el hom icidio Se nos objetará que dejam os atrás el pensam iento de F reud, que pre­
se revela más incómodo que g ratifican te. A m bas hip ó tesis, en el fondo, tendem os rectificarle. Y es m uy cierto, pero la rectificación propuesta no
son incom patibles: h ab ría que elegir entre las dos; si esta elección se p re­ tiene nada que ver con una deform ación arb itraria, una crítica «su b je ti­
sentara de m anera clara a su m ente, Freud se vería obligado a eleg ir el v a » que «an ex io n ara» otra su b jetivid ad , a su vez tam bién sin gular e
hom icidio; lo m ejor de T ó tem y tabú está dedicado a in troducir la hipó­ in asim ilab le.
tesis del hom icidio, a m ostrar que todos los datos religiosos y etnológicos La tesis aquí defendida, el m ecanism o de la víctim a pro p iciatoria, no
la exigen. La horda, al contrario, no exige nada; el único in terés, m uy es una idea más o menos b uen a, es el verdadero origen de todo lo re li­
relativ o , que presentó en un p rin cip io , no ha tardado en desvanecerse. gioso y, como verem os más claram ente dentro de un in stan te, de las prohi­
F reud , sin em bargo, no elige. C onserva el hom icidio, pero tampoco biciones del incesto. El m ecanism o de la víctim a propiciatoria es el obje­
renuncia a la horda; no descubre que esta ya no tiene razón de ser. La tivo fallido de toda la obra de F reud, el lu g ar inaccesible pero próxim o a
razón de esta ceguera es v isib le: la horda es lo que aprisiona el hom icidio su unidad. En esta obra, el desdoblam iento de las teo rías, la dispersión,
colectivo en la significación p atern a, lo que p riv a al tem a de su fecundi­ la m u ltip licid ad , pueden y deben in terpretarse como im potencia para al­
dad, le hace parecer absurdo en su aislam ien to prehistórico y protege los canzar este objetivo. Tan pronto como ha sido suplida la víctim a propi­
conceptos d el psicoanálisis. La horda p rim itiva es la concretización p er­ ciato ria, y se ha hecho en trar en su luz los fragm entos dispersos de esta
fecta del m ito psicoanalítico. Una vez más rozamos con el dedo el lím ite obra, todos adquieren su form a perfecta, encajan y se im brican entre si
in visib le que el pensam iento de Freud no supera jam ás. como los trozos de un rom pecabezas que to davía está por term in ar. Dé­
T am bién en este caso, la posteridad psicoanalítica acentuará el ele­ biles en sus divisiones, los an álisis freudianos pasan a ser fuertes en la
m ento regresivo del pensam iento freudiano. El «p ad re asesinado» de T ó­ unidad que nuestra propia hipótesis les aporta y jam ás puede decirse que
tem y tabú es un hecho que es in defen dib le, pero cuando se enuncia este esta unidad les sea im puesta desde fuera. Tan pronto como se renuncia a
hecho es sobre p a dre que hay que poner el énfasis y no sobre asesinado. inm o vilizar el pensam iento de Freud en unos dogm as infalibles e intem ­
A unque sean válidas tom adas al pie de la letra, las razones sobre las que porales, descubrim os que, en lo más agudo de sí m ism o, siem pre tiende
se apoya el rechazo de la obra son m alas; todo se basa en un am algam a hacia el m ecanism o de la víctim a p ro p iciato ria, siem pre apunta oscura­
m istificad o r; se pretende condenar la d eb ilid ad , pero se sofoca la fuerza. m ente hacia el m ismo objetivo.
Por una sign ificativa p arado ja, los herederos de F reud, los « h ijo s» , sacan Podríam os proseguir la dem ostración con otros textos. P ara adelantar
provecho de una in suficien cia real, en el « p a d re », de una tim idez que les rápidam ente en la explicación de F reud, hay que proceder de la misma
une, para poder lib erarse con m ayor com odidad de todo lo que 110 les une, m anera que con los rito s, pues en el fondo la in terpretación cu ltu ral no
de todo cuanto hay de in q u ietan te y de fecundo en T ote ni v tabú. Se es más que otra form a de rito y en tanto que tal depende del m ecanism o
pretende separar lo verdadero de lo falso y la selección es, en efecto, in fa­ de la víctim a pro p iciatoria, se deja deconstruir por entero a la luz de
lib le: siem pre es el error lo que sale del som brero, y la verdad lo que se este m ecanism o.
queda en la copa. El error es el padre y el p sico an álisis; la verdad es el H ay que practicar un m étodo com parativo, hay que despejar el común
hom icidio colectivo y, por extraordinario y poco verosím il que parezca, el denom inador de todas las obras que se «p arecen » sin lleg ar nunca a repe­
Freud etnólogo. Una lectura progresiva debe rechazar prácticam ente todo tirse y a coincidir exactam ente. Entre todos los elem entos de estos d o b les
lo que el psicoanálisis p reserva, y p reservar todo lo que rechaza. tex tu ales, existe a la vez una diferencia excesiva como para que la unidad
sea inm ediatam ente visib le y dem asiado escasa como para que se renuncie
a captar esta unidad.
•k -k -k
H ay una obra que, bajo m ás de un aspecto, se «p arece» a T ó tem y
tabú, v es M oisés y el m o n o t e í s m o . De la m ism a m anera que en el prim er
lib ro ya existe, antes del hom icidio, un padre y unos hijos, es decir, la
En el capítulo que está a punto de term in ar, hemos descubierto un fam ilia, en el segundo ya ex iste, antes del hom icidio, la h isto ria de M oisés
lib ro , T ó tem y tabú, que sin duda está más cerca de la tesis aq u í desarro­ y la religió n m osaica, es decir, la sociedad. M oisés desem peña un papel
llad a, del m ecanism o de la víctim a pro p iciatoria como fundam ento de cual­ sem ejante al padre de la horda. El pueblo hebreo privado de profeta des­
quier orden cu ltu ral, que cualq uier otra obra m oderna. Asi hemos descu­ pués del hom icidio de M oisés se asem eja al grupo de los herm anos p riva­
bierto las posibilidades reales de esta tesis. H em os podido ren dir justicia dos de padre después del hom icidio de T ó tem y tabú.
a la in tuició n de F reud, pese a las dificultades hasta ahora in extricab les El in térp rete, una vez m ás, se atrib uye de antem ano todas las sign ifi­
ocasionadas por la im perfección de la hipótesis freudiana. caciones que la violencia colectiva debiera engendrar. Sí se elim in an todas

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las significaciones que sólo pertenecen por una p arte a T ó tem y tabú, y ¿Cóm o debem os concebir el nacim iento de la prohibición? H ay que
por otra todas las que sólo pertenecen a M oisés y e l m o n o teísm o , es decir, p ensarla conjuntam ente con cualq uier otro nacim iento cu ltu ral. La epifa­
a un lado la fam ilia y al otro la nación, el pueblo, así como la religió n nía d iv in a, la aparición un iv ersal del d o b le m o n stru o so, envuelve la co­
ju d ía, vemos aparecer el único com ún denom inador posible de am bas obras: m unidad, relám pago repentino que envía sus ram ificaciones a lo largo de
la m etam orfosis de la violencia recíproca en violencia fundadora gracias todas las lín eas de enfrentam iento. Los m il brazos del rayo pasan en tre
a un hom icidio que es el de cualquiera y ya no de un personaje d eter­ los herm anos enem igos, que retroceden, so b r e co g id o s . Sea cual fuere el
m inado. p retexto de los conflictos, alim entos, arm as, tierras, m u je r e s ..., los an ta­
De ig u al m anera, p ara operar la síntesis entre las dos teorías freudia- gonism os se despojan de él p ara no volver a utilizarlo nunca. Todo lo
nas sobre el origen de las prohibiciones del incesto, ha sido preciso des­ que la violencia sagrada ha tocado pertenece a p artir de ahora al dios, y
prender el hom icidio colectivo del m arco fam iliar de la p rim era teoría y pasa a ser objeto, como ta l, de una prohibición absoluta.
transportarlo a la segunda. D esilusionados y asustados, los antagonistas, a p artir de ahora, harán
N uestras propias tesis coinciden con esta doble síntesis. Siem pre se cuanto esté en su m ano p ara no caer en la violencia recíproca. Y saben
sitúan en el punto de convergencia de todas las lecturas freudíanas pro­ perfectam ente lo que deben hacer. La cólera d iv in a se lo ha señalado. En
puestas aquí. B asta que aparezca la violencia fundadora para que sugiera, todas p artes donde se h a encendido la violencia se alza la prohibición.
en la prolongación de la dinám ica freud ian a, las ligeras m odificaciones La prohibición pesa sobre todas las m ujeres que han servido de pues­
que le p erm iten revelarse a sí m ism a como el trazo de unión un iversal ta a la riv alid ad , todas las m ujeres próxim as, por consiguiente, no porque
porque es el resorte estructuran te un iversal. son in trín secam en te más deseables sino porque son próxim as, porque se
No es, pues, una crítica lite raria im presionista la que estam os hacien­ prestan a la riv alid ad . La prohibición protege siem pre a los consanguíneos
do aquí. No creo abusar de la expresión al afirm ar que se trata, esta vez, más cercanos; pero sus lím ites no coinciden obligatoriam ente con un p a­
de in vestigació n objetiva y el hecho de ir más lejos que F reud en un rentesco real.
cam ino que realm ente es el suyo ilum ina la obra hasta una profundidad En su p rin cip io , y en m uchas de sus m o dalidades, las prohibiciones
en la que nunca se hab ía penetrado. Se hace posible com pletar las frases no son inútiles. Lejos de depender de unas quim eras, im piden a los pró xi­
iniciadas por el autor, decir exactam ente en qué m om ento se ha ex trav ia­ mos caer en la m im esis violenta. Y a hemos visto en el capítulo anterior
do, por qué y en qué m edida. Se hace posible situ ar a este autor con que las prohibiciones p rim itivas m uestran, respecto a la violencia y sus
precisión. Freud pasa tan cerca de la concepción m im ética del deseo en actuaciones, una ciencia de la que n uestra ignorancia es incapaz. La razón
los E nsayos d e psicoanálisis como, en T ó tem y tabú o en M oisés y el m o ­ es fácil de en tender. Las prohibiciones no son otra cosa que la propia
n o te ís m o , de la violencia fundadora. En ambos casos, la distan cia respecto violencia, toda la violencia de una crisis an terio r, literalm en te estab ilizada,
a la m eta es la m ism a, el m argen de fracaso es el m ism o, el espacio de la m u ralla alzada por todas partes contra el retorno de lo que e lla m ism a
obra no ha cam biado. fue. Si la prohibición dem uestra una sutileza sem ejante a la de la violen ­
Para renunciar com pletam ente al anclaje objetual del deseo, para ad­ cia, es porque en últim o térm ino coincide con ella. T am bién es porque
m itir la in fin itud de la m im esis v io len ta, hay que entender, sim ultánea­ más de una vez hace el juego a la violencia y aum enta la tem pestad cuando
m ente, que la desm esura potencial de esta violencia puede y debe ser do­ el espíritu de vértigo sopla sobre la com unidad. Como todas las form as de
m inada en el m ecanism o de la víctim a p ro p iciatoria. No se puede postular protección sacrificial, la prohibición puede volverse contra lo que protege.
la presencia en el hom bre de un deseo incom patible con la vida en so­ Todo esto confirm a y com pleta lo que ya hemos descubierto al co­
ciedad sin p lan tear igualm en te, frente a este deseo, algo con que m ante­ m ienzo del presente ensayo: la sexualidad form a p arte de la violencia sa­
n erle bajo control. P ara escapar d efin itivam en te a las ilusiones del hum a­ grada. A l ig u al que todas las dem ás prohibiciones, las prohibiciones sexua­
nism o, es necesaria una única condición pero tam bién la única que el hom ­ les son sacrificiales; cualquier sexualidad legítim a es sacrificial. Esto quiere
bre m oderno se niega a cum p lir: debe reconocer la dependencia radical decir que, hablando en propiedad, no hay sexualidad legítim a de la m is­
de la hum anidad respecto a lo religioso. Es harto evidente que Freud no ma m anera que no h ay violencia leg ítim a e n t r e las m iem b r o s d e la c o m u ­
está dispuesto a cum plir esta condición. P risionero como tantos otros de nidad. Las prohibiciones del incesto y las prohibiciones que se refieren a
un hum anism o crepuscular, no tiene la m enor idea de la form idable re­ cualq uier hom icidio o cu alq u ier inm olación ritu al dentro del seno de la
volución in telectu al que anuncia y que p repara. com unidad tienen el m ism o origen y la m ism a función. A esto se debe
que se parezcan; en muchos casos, como ha observado R obertson Sm ith,
coinciden exactam ente.
* * * A l ig u al que el sacrificio sangriento, la sexualidad leg ítim a, la unión

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m atrim o n ial, no elige nunca sus «v íc tim a s» en tre los que viven juntos. en otras palab ras, p ara propagar la violencia in testin a. Es el caso, en de­
E xisten algunas reglas m atrim oniales — que son la otra cara de las prohi­ term inadas sociedades, de la activid ad sexual de los niños y de los adoles­
biciones d el incesto— iguales a las reglas que determ inan la elección de centes solteros, o tam bién de las relaciones con los extranjeros y , claro
las víctim as sacrificiales — que son la otra cara de las prohibiciones de la está, de las relaciones entre extranjeros.
venganza. T odas estas reglas im prim en a la sexualidad y a la violencia la Las prohibiciones tien en una función p rim o rd ial; reservan en el cora­
m ism a dirección cen trífuga. En m uchos casos las desviaciones sacrificiales zón de las com unidades hum anas una zona p ro tegida, un m ínim o de no-
de la sexualidad y las de la violencia apenas son d istin tas. El intercam bio violencia absolutam ente indispensable p ara las funciones esenciales, p ara la
m atrim o n ial puede ir acom pañado regularm en te de violencias ritu alizad as, supervivencia de los niños, para su educación cu ltu ral, p ara todo lo que
análogas a las dem ás form as de guerra ritu a l. Esta violencia sistem atizada constituye la hum anidad del hom bre. Si existen unas prohibiciones capa­
se parece a la violencia in term inable que h aría estragos en el in terio r de ces de desem peñar este papel, no hay que verlas como las buenas acciones
la com unidad si precisam ente no fuera desplazada hacia fuera. Coincide de la Señora N aturaleza, esta providencia del hum anism o satisfecho, últim a
con la exogam ia que desplaza el deseo sexual hacia el exterio r. E xiste un heredera de las teologías optim istas engendradas por la descom posición
único problem a: la violencia, y sólo hay una m anera de reso lverlo , el des­ del cristianism o histórico. El m ecanismo de la víctim a propiciatoria debe
plazam iento hacia fuera: h ay que prohibir a la violencia, así como al deseo aparecérsenos ahora como esencialm ente responsable del hecho de que
sexual, que se im plante a llí donde su presencia doble y una es absoluta­ exista una cosa sem ejante como la hum anidad. Sabem os, desde hace un
m ente incom patible con el m ism o hecho de la existen cia común. tiem po, que en la vida anim al la violencia está dotada de frenos in d iv i­
Todos los aspectos de la sexualid ad leg ítim a , especialm ente en la fam i­ duales. Los anim ales de una m ism a especie jam ás se enfrentan hasta la
lia occidental, revelan , todavía en nuestros d ías, su carácter sacrificial. La m uerte; el vencedor perdona al vencido. La especie hum ana está despro­
sexualid ad de los esposos es lo que hay de más cen tral, más fundam ental, vista de esta protección. El m ecanism o biológico in d iv id ual es sustituido
puesto que está en el m ism o origen de la fam ilia, y, sin em bargo, nunca por el m ecanism o colectivo y cu ltu ral de la víctim a pro p iciatoria. No
es v isib le, es ajena a la vida propiam ente fam iliar. A los ojos de los con­ existe sociedad sin religió n porque sin religió n ninguna sociedad sería
sanguíneos inm ediatos, y en especial de los niños, es como si no ex istiera; posible.
está tan oculta a veces como la violencia más oculta, la propia violencia Los datos etnológicos convergentes ya h ubieran debido ilum inarnos
fundadora. desde hace tiem po sobre la función e incluso sobre el origen de las prohi­
En torno a la sexualid ad legítim a se extiende una autén tica zona prohi­ biciones. La transgresión ritu al y festiva señala claram ente este origen
b id a, la que definen todas las prohibiciones sexuales, to talid ad de la que puesto que se articula sobre el sacrificio o sobre las cerem onias llam adas
las prohibiciones del incesto no son m ás que una p arte, aunque sea la más «to tém icas». Si se exam inan, por otra p arte, las consecuencias desastrosas
esencial. D entro de esta zona, cualq uier activid ad , cualquier excitación, en o sim plem ente m olestas atrib uidas a la transgresión no ritu a l, descubrim os
ocasiones hasta cu alq uier alusión sexual, están prohibidas. De ig u al m a­ que siem pre se refieren a unos síntom as, m itad m íticos, m itad reales, de
nera, en los alrededores del tem plo, en torno al lugar donde se desarrollan la crisis sacrificial. Por consiguiente, siem pre es la violencia lo que está en
los sacrificios, la violencia está más severam ente prohibida que en cual­ cuestión. El hecho de que esta violencia aparezca bajo la form a de enfer­
quier otra p arte. Beneficiosa y fecundadora, pero siem pre p eligro sa, la vio ­ m edades contagiosas o incluso de sequías y de inundaciones no nos con­
lencia regulad a del sexo, al ig u al que la de la inm olación ritu al, está ro­ cede el derecho a invocar la «su p erstició n » y de considerar la cuestión
deada de un auténtico cordón san itario ; no puede propagarse librem ente como d efin itivam en te zanjada. En lo religioso, el pensam iento moderno
en el seno de la com unidad sin convertirse en m aléfica y destructora. elige siem pre los elem entos más absurdos, por lo menos aparentem ente,
G eneralm ente, las sociedades p rim itivas están más ceñidas de pro h ib i­ los que parecen desafiar cu alq uier interpretación racional, se arregla siem ­
ciones de lo que jam ás lo estuvo la n uestra. M uchas de ellas, sin em bargo, pre, en sum a, para confirm ar la m otivación de su decisión fundam ental
no conocen algunas de sus propias prohibiciones. No h ay que in terp retar respecto a lo religio so , a saber, que no existe relación de ningún tipo con
esta lib ertad relativa como una exaltación ideológica sim étrica y opuesta a ninguna realidad.
la preten d id a «rep resió n » de la que la sexualidad sería siem pre objeto en Este desconocim iento no d urará mucho tiem po. Y a descubierta y luego
nuestra sociedad. La valorización hum anista o n atu rista de la sexualidad inm ediatam ente olvidada por F reud, la auténtica función de las pro h ib i­
es un invento occidental y m oderno. En las sociedades p rim itivas, allí ciones es form ulada de nuevo y de m anera m uy exp lícita en El er o tis m o de
donde la activid ad sexual no es legítim a, esto es, ritu al en el sentido es­ G eorges B ataille. No cabe duda de que B ataille se refiere a la violencia
tricto o en el sentido am plio, ni prohibida, podemos estar seguros de que como si no fuera más que el últim o condim ento, el único capaz de reavivar
aparece sim plem ente como in significan te o escasam ente sign ifican te, inepta, los sentidos agotados de la m odernidad. Sucede tam bién que esta obra

226 227
bascula más allá del esteticism o decadente del que es una expresión ex­ IX
trem a:
La p r o h i b ic ió n elim in a la v i o le n c ia y n u e s t r o s m o v i m i e n t o s d e v i o l e n ­ L E V I-ST R A U SS, EL E ST R U C T U R A LISM O
cia ( e n t r e lo s c u a le s está n l o s q u e r e s p o n d e n al i m p u ls o sex ual) d e s t r u y e n Y LA S R E G L A S D EL M A T R IM O N IO
e n n o s o t r o s e l o r d e n a p a cib le sin el cu al e s i n c o n c e b i b l e la c o n c i e n c i a
hum ana1

«L a un idad de estructura a p artir de la cual se elabora un


sistem a de parentesco es el grupo que yo denom ino “fam ilia ele­
m en tal"; consiste en un hom bre, su esposa y sus h ijo s ... La
existen cia de la fam ilia elem ental crea tres especies especiales de
relaciones sociales, la relación entre padre e h ijos, la relación
entre los hijos de un m ism o lecho \ sib lin g s], y la relación entre
m arido y m ujer en tanto que p ro g en ito res... Los tres tipos de
relaciones que existen en la fam ilia elem en tal constituyen lo que
denom ino la prim era catego ría. Las relaciones de segunda cate­
goría son las que resultan de la aproxim ación de dos fam ilias
elem entales a través de un m iem bro com ún, como el padre del
padre, el herm ano de la m adre, la herm ana de la m ujer, etc. En
la tercera categoría estará el hijo del herm ano del padre y la m ujer
del herm ano de la m adre. T am bién pueden descubrirse, si se po­
seen las inform aciones genealógicas necesarias, unas relaciones de
cu arta, quinta o enésim a catego ría.»

A l poner de relieve los principios de su propia investigación sobre el


parentesco, A . R . R adcliffe-B row n ex p lícita al m ismo tiem po el presu­
puesto esencial de toda la reflexión anterior a los trabajos de C laude Lévi-
Strauss. En un artículo titulado «E l A n álisis estru ctu ral en lin gü ística y
en an tro p o lo gía»,1 Lévi-Strauss reproduce este texto y le opone el p rin ­
cipio de su propia in vestigació n, fundam ento del método estructural en el
ám bito del parentesco.
La fam ilia elem ental no es una unidad irreductib le puesto que está

1. Word, I, 2 (1945), pág. 1-21; reproducido en A n th r o p o lo gie stru ctura le (Pa­


1. L’E rotism e (Plon, 1965), p. 43. rís, 1958), pp. 37-62.

228 22c>
basada en el m atrim onio. Lejos de ser o rigin aria y elem en tal, ya es un «E so no s ig n ific a ... que esta situación de hecho sea autom á­
com puesto. A sí pues, no es punto de p artid a sino culm inación; procede ticam ente contradicha, o incluso sim plem ente ign o rada. En unos
de un intercam bio entre unos grupos que no están relacionados por n in ­ estudios actualm ente clásicos, R adcliffe-B row n ha m ostrado que
guna necesidad biológica. hasta los sistem as con una apariencia más ríg id a y más artificial,
como los sistem as australian o s de clases m atrim o n iales, tienen cui­
«E l parentesco sólo es adm itido a establecerse y p erpetuarse dadosam ente en cuenta el parentesco bio ló gico .»
por y a través de unas determ inadas m odalidades de alianza. En
otras palab ras, las relaciones tratadas por R adcliffe-B row n de « r e ­ E l punto aquí subrayado es evidente pero es tam bién el m ism o que
laciones de prim er orden » son función y dependen de las que él una concepción extrem a y fácil de su propio descubrim iento podría hacer
considera como secundarias y derivadas. El carácter prim ordial ignorar a L évi-Strauss y que es frecuentem ente ignorado por los que se
del parentesco hum ano es el de req u erir, como condición de exis­ reclam an de su pensam iento, tan pronto como las circunstancias lo hacen
tencia, la puesta en relación de lo que R adcliffe-B row n llam a “fa­ un poco menos evidente.
m ilias elem entales". Por consiguiente, lo que es realm ente ‘'ele­ E l hom enaje a R adcliffe-B row n, tan m agistralm en te criticado unas lí­
m en tal” no son las fam ilias, térm inos aislados, sino la relación neas antes, no es un mero form alism o. Pero tal vez hay que ir más lejos
en tre estos térm in o s.» y preguntarse si la puntualización es suficiente. Se nos dice que hasta los
sistem as de parentesco c o n una a p a rien cia m a s rígid a y m á s a r tificia l...
Conviene desconfiar del sentido com ún que nunca olvida la presencia t i e n e n c u i d a d o s a m e n t e en c u e n t a el p a r e n t e s c o b i o l ó g i c o . No cabe duda
de unas relaciones biológicas verdaderas detrás de la «fam ilia elem en tal» de que la afirm ación es exacta, pero ¿podem os realm ente lim itarn o s a ella?
de R adcliffe-B row n y se niega a concebir el sistem a en tanto que sistem a: ¿No convendría añadir algo m ás?
Los hom bres sólo pueden «ten er en cu en ta» los datos que ya se hallan
«E s indudable que la fam ilia biológica está presente y se pro­ a la disposición de su m ente. La frase supone que el parentesco biológico
longa en la sociedad hum ana. Pero lo que confiere al parentesco está a la disposición de la m ente hum ana al m argen de los sistem as de
su carácter de hecho social no es lo que se ve obligado a conservar parentesco, es decir, al m a r g e n d e la cultura. Eso tiene algo de inconce­
de la natu raleza: es el paso esencial por el cual se separa de ella. b ib le. Es m uy posible que se confundan dos realidades diferen tes, a saber:
Un sistem a de parentesco no consiste en los vínculos objetivos de a) el h e c h o del parentesco biológico, los datos reales de la reproducción
filiació n o de consanguinidad creados entre los in dividuo s; sólo hum ana, y b) el c o n o c i m i e n t o de estos m ismos datos, el c o n o c i m i e n t o de la
existe en la conciencia de los hom bres, es un sistem a arb itrario generación y de la consanguinidad. Es evidente que los hom bres nunca
de representaciones, no el desarrollo espontáneo de una situación son extraños a a) en el sentido de que no pueden reproducirse de m anera
de hecho.» contraria a las leyes de la bio lo gía. Esto es tan cierto dicho del «estado de
cu ltu ra» como del «estado de n atu ralez a», de la prom iscuidad n atu ral. El
El elem ento de arb itraried ad es asim ilado a lo que aquí se denom ina sa b e r de estas m ism as leyes biológicas es una cosa m uy d istin ta. El estado
el carácter «sim b ó lico » del sistem a. El pensam iento sim bólico aproxim a de n aturaleza y la prom iscuidad n atu ral no suponen las distinciones nece­
unas en tidades, que nada obliga a aproxim ar, en este caso dos individuos sarias p ara la localización de las leyes biológicas. Se nos dirá que en tra­
que casa al pie de la letra entre sí, dos prim os cruzados, por ejem plo, mos en unas especulaciones in ú tiles y abstractas. Se trata, por el contrario,
cuya conjunción parece necesaria allí donde es h ab itualm en te practicada de desprender un presupuesto de tipo especulativo siem pre oculto y p er­
pero que no responde en realid ad a ninguna necesidad autén tica. La p rue­ fectam ente in justificado , unido al m ito n atu ralista y m oderno en su con­
b a está en que un tipo de m atrim onio perm itido o hasta exigido en tal junto. Cabe im agin ar una p roxim idad y una afin idad especial entre el
o cual sociedad será, por el contrario, form alm ente prohibido en tal o «estado de n atu raleza» y la verdad biológica o incluso la verdad cien­
cual otra. tífica en general.
¿E lay que deducir que los sistem as de parentesco constituyen una es­ Si se trata del h e c h o biológico de la reproducción hum ana, no existe,
pecie de an tin atu raleza? La cita precedente ya m uestra que, sobre este repitám oslo, diferencia entre cultura y n atu raleza; si se trata, al contrario,
punto, el pensam iento de L évi-Strauss es más prudente y m atizado de lo del s a b e r , existe sin lu g ar a dudas una diferencia y juega en detrim ento
que perm iten suponer determ inadas interpretaciones. D espués de haber de la naturaleza. P ara apreciar esta verdad, basta con d ejar reproducirse
observado que el sistem a de parentesco no es « e l desarrollo espontáneo lib rem en te, duran te unas cuantas generaciones, una cam ada de gatos. P u e­
de una situación de h ech o », el autor prosigue: de anticiparse con toda seguridad que al cabo de poco tiem po se habrá pro­

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ducido una confusión tan in extricab le de las relaciones de alianza, de filia ­ las aproxim aciones y las com paraciones susceptibles de hacer la luz siguen
ción y de consanguinidad que el más em inente especialista de la «fam ilia siendo im posibles. Sólo las prohibiciones p erm iten determ in ar los frutos
elem en tal» será incapaz de d escifrarla. de la actividad sexual oponiendo éstos a la esterilid ad de la abstinencia.
Por consternador que resulte dicho espectáculo, no conseguirá sacar­ Es im posible, claro está, reconstruir dicha h isto ria; ni siquiera es ne­
nos de la m ente la idea de que los tres tipos de relaciones siguen siendo cesario p reguntarse cómo ha ocurrido todo. Todo lo que en este momento
diferenciados, de que existen realm en te. Ni siquiera el más avanzado de intentam os hacer es llev ar la crítica que L évi-Strauss form ula a la fam ilia
nuestros pensadores podrá convencernos de que la distinción entre padre, elem en tal más allá del punto a que él la ha llevado . Los tres tipos de rela­
h ijo , herm ano, m adre, h ija, herm ana, es una ilusión de nuestros sentidos ciones que constituyen la fam ilia elem en tal coinciden con las relaciones
engañados, o ta l vez el efecto de alguna sup erfan tasía, la p esad illa de un que deben ser aisladas y diferenciadas p ara garantizar el descubrim iento
esp íritu au to ritario , etiquetad o r y represivo. Una vez que los datos ele­ de los datos biológicos: estas relaciones están efectivam ente aisladas y dife­
m entales de la reproducción han sido descubiertos, parecen tan evidentes renciadas en todos los sistem as de parentesco. El propio concepto de fam i­
que su desconocim iento resulta inconcebible. lia elem en tal resu ltaría absolutam ente inconcebible sin los sistem as de
Q uien no verá aquí que el descubrim iento de los datos biológicos e le ­ parentesco, m ientras que siem pre puede deducirse este concepto, por lo
m entales exige la distinción fo rm a l de los tres tipos de relación que aca­ menos en teoría, de cualq uier sistem a de parentesco, quedando, en efecto,
bamos de d efin ir, alianza, filiació n y consanguinidad, y que esta d istin ­ siem pre necesariam ente garantizadas en todos los sistem as las distinciones
ción fo rm a l sólo es posible sobre la base de una separación real, es decir, que lo definen. V em os, pues, hasta qué punto es cierto que la fam ilia ele­
sobre la base de las prohibiciones del incesto y de los sistem as de p a­ m ental no es la célula co n stituyente sino el resultado de los sistem as de
rentesco. parentesco, mucho más cierto aún de cuanto lo pien sa la etn o lo gía; a eso
Sólo los sistem as de parentesco pueden asegurar el descubrim iento de se debe que no basta con decir que los sistem as de parentesco, hasta los
los datos biológicos y no hay sistem a, por rígido y artificial que sea, que más rígidos y más artificiales, tom an en consideración el parentesco bio­
no esté en condiciones de asegurarlo , entre otras cosas, sim plem ente, por­ lógico; ellos son, en prim er lu g ar, los que lo descubren; su presencia con­
que la base común a todos los sistem as consiste, como afirm a L évi-Strauss, diciona todo sa ber del parentesco biológico.
en una rigurosa distinción entre la alianza y la consanguinidad. Se trata, en sum a, de asum ir hasta el fin la p rio rid ad del sistem a so­
Si los sistem as de parentesco son variab les e im previsibles por el lado bre todas las relaciones que in stau ra, de no o m itir ninguna consecuencia.
de sus lím ites exterio res, no ocurre lo m ismo en lo que se refiere a su Si es preciso pensarlo todo en relación con el sistem a, se debe a que el
p arte cen tral: el m atrim onio entre padres e hijo s, por una p arte, y entre sistem a es realm ente prim ero, incluso en relación con la bio lo gía, aunque
herm anos y herm anas, por o tra, siem pre ha estado prohibido. Las excep­ sólo sea p orque, en últim o térm ino, el sistem a podría contradecir la b io ­
ciones, en este caso, son tan poco num erosas y de índole tan especial, casi lo g ía, si b ien , a fin de cuentas, no la contradice jam ás. En realid ad , no
siem pre ritu a l, que cabe ver en ellas, m uy rigurosam ente, la excepción puede hacerlo en tanto , por lo m enos, que se le defina como separación
que confirm a la regla. Por excesivas y rígidas que nos parezcan determ i­ estricta de la alianza y de la consanguinidad. Es im posible pensar el sis­
nadas reglas m atrim oniales p o sitivas, por arb itrarias que nos parezcan, en tem a a p artir de unos datos que él m ismo p o sibilita y que dependen es­
su m áxim a extensión, las prohibiciones que constituyen la otra cara de trecham ente de él. No hay que rechazar la biología como punto de p artida
estas reglas, el corazón del sistem a perm anece y no origina ningún pro­ porque pertenezca a la naturaleza, sino, al con trario, porque pertenece por
b lem a; los efectos fundam entales siem pre están ahí: no hay sistem a de p a­ com pleto a la cultura. A parece como deducción de unos sistem as cuyo co­
rentesco que no d istrib u ya lo lícito y lo ilícito en el orden sexual de m a­ m ún denom inador más pequeño es la fam ilia elem en tal; a eso se debe que
n era de separar la función reproductora de la relación de filiación y de no sea fundadora; el sistem a es de una sola pieza y hay que descifrarlo
la relación fratern a, garantizando con este hecho, a aquellos cuya práctica como ta l, sin dejarse d istraer por las diferentes posibilidades que provoca
sexual está gobernada por él, la po sibilid ad de descubrir los datos ele­ pero que no lo determ inan.
m entales de la reproducción. A unque coincidan exactam ente con los datos reales de la reproducción
Es posible pensar que, en la prom iscuidad n atu ral, el vínculo entre biológica, las tres relaciones que componen la fam ilia elem en tal no se
e l acto sexual y el nacim iento de los hijo s, el hecho m ismo de la con­ diferen ciarían de igual m anera si no existieran las prohibiciones del incesto
cepción, pueda resu ltar inobservable. Sólo las prohibiciones del incesto para diferen ciarlas. En otras palab ras, si no existieran las prohibiciones
pueden ofrecer a los hom bres las condiciones casi experim entales necesa­ del incesto, tampoco ex istiría la biología. Pero el desprendim iento de la ver­
rias para el conocim iento de este hecho, introduciendo en la vida sexual dad biológica no es visiblem ente la razón de ser del sistem a; la verdad
los elem entos estabilizadores y unas exclusiones sistem áticas sin las cuales biológica no es la única en desprenderse, por lo menos im p lícitam en te;

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form a p arte de un conjunto m ás vasto ; por ello no h ay que tom arla como La d ificu ltad que experim enta Lévi-Strauss en deshacerse de cualquier
p unto de p artid a. vacilación y de cualq uier am bigüedad cuando se trata de situ ar dentro de
L a id ea desarro llada aquí no im plica ninguna tom a de posición espe­ los sistem as de parentesco la verdad de las relaciones biológicas hunde
cial sobre el problem a, actualm ente deb atido, de la ignorancia en que se sus raíces, claro está, en el sentim iento, casi in stin tivo en nuestra época,
h allarían determ inadas culturas del hecho biológico de la concepción h u­ de que el pensam iento que elabora la ciencia no puede ser del m ism o tipo
m ana. H ay que hacer notar que n uestra tesis puede acom odarse tan bien que el pensam iento de los m itos, del ritu al y de los sistem as de paren­
y , en cierto sentido, m ejor todavía con el actual escepticism o respecto a tesco. A quí nos estam os interesando menos por la doctrina ex p lícita, que
los testim onios indígenas que con la confianza precedente. por otra p arte tal vez no sea constante, que por los principios im plícitos a
Es posible, igualm en te, que, pese a las prohibiciones del incesto, de­ los que obedece el pensam iento en el artículo de 1945, el mismo que es­
term in adas culturas no hayan descubierto nunca la relación entre el acto tam os com entando. Se trata m enos, a decir verdad, respecto a este punto,
sexual y e l p arto. Es la tesis de M alin o w ski y de num erosos etnólogos; del propio Lévi-Strauss que de un presupuesto prácticam ente un iversal y
se apoya en una prolongada in tim id ad con la vida in d ígen a; podemos pre­ que nosotros intentam os desprender, un poco como él m ismo desprende,
guntarnos si es realm ente refutad a por los argum entos que en nuestros siem pre en el m ismo artículo y a p artir de un texto de R adcliffe-B row n,
días se le oponen. Los observadores de antaño se hab rían dejado engañar el presupuesto de la fam ilia elem ental, en cuya prolongación, por otra p ar­
por sus inform adores. Conviene tom ar cu m gran o salís cualq u ier m anifes­ te, se sitúa el objeto de nuestra propia investigación, pero a una pro­
tación de ignorancia respecto a la concepción. fundidad m ayor.
Es posible, pero el escepticism o en cuestión, aunque tien da, ostensi­ El hecho de que los sistem as de parentesco «no ign o ren », «no con­
b lem en te, a reh ab ilitar las facultades in telectuales de los p rim itivo s, po­ trad ig a n », el parentesco biológico sino que por el contrario «lo tengan
dría m uy bien proceder a su vez de otra form a de etnocentrism o, todavía cuidadosam ente en cuen ta» no es tan obvio a los ojos del pensam iento
más in sidiosa. En dicho ám bito, en efecto, el llam am iento al sentido co­ actual.
m ún, por discreto que sea, adopta obligatoriam ente unos aspectos algo Es d ifícil adm itir que nuestro saber de los hechos biológicos elem enta­
dem agógicos. ¡V am os! No creerá usted que existen unos hom bres tan estú­ les proceda del mismo modo de pensam iento que las diferenciaciones más
pidos como para ignorar la relación entre el acto sexual y el p arto. ¡E sta rígidas y más artificiales de los sistem as de parentesco. En ambos casos,
es exactam ente la im agen que nuestro provincialism o cu ltu ral se forja de nos tropezam os con los m ismos m ecanism os in telectuales, funcionando de
unos hom bres que d ifieren un poco de él m ism o! m anera an álo ga, con el m ismo pensam iento sim bólico relacionado y dife­
R epitam os que la problem ática del presente ensayo no tropieza real­ renciando unas entidades cuya unión y cuya separación no están dadas en
m ente con este debate en su cam ino. L a respuesta fin al carece aquí de la naturaleza. Está claro, sin em bargo, que no podemos considerar todos
im portancia. Pretendem os señalar únicam ente que la fe concedida an terio r­ los frutos del pensam iento sim bólico como equivalen tes. H ay un pensa­
m ente a las afirm aciones de ignorancia en m ateria de concepción se critica m iento sim bólico falso, por ejem plo:
en nuestros días en un clim a de «to d o es n a tu ra l» que sólo puede perpe­ a) el nacim iento es debido a la posesión de las m ujeres por los es­
tu ar y robustecer la tendencia siem pre presente a arreb atar las verdades p íritu s.
biológicas elem entales a la cultura para devolverlas a la naturaleza. La Y un pensam iento sim bólico verdadero, por ejem plo:
evidencia del sentido com ún, e l argum ento term inante de «es algo o b vio », b) el nacim iento de los niños es debido a la unión sexual entre las
coincide bastante bien con las insuficiencias observadas anteriorm ente en m ujeres y los hom bres.
la crítica actual de la «fam ilia elem en tal», y más generalm ente con todo Com o, en sentido estru ctu ralista, no hay pensam iento que no sea «sim ­
cuanto sigue habiendo de im pensado en el concepto necesariam ente m íti­ b ó lico », tampoco es justo, actualm ente, dar al calificativo sim bólico el
co de una n aturaleza más h o sp italaria que la cultura a las verdades propia­ sinónim o im plícito de falso de la m ism a m anera que no era justo , ayer,
m ente científicas. No hay verd ad , por elem en tal que sea, que no esté darle el sinónim o im plícito de verdadero. Lévi-Strauss es el prim ero en
m ediatizada por la cultura. Los hom bres jam ás pueden leer nada directa­ sub rayar que en toda adquisición in telectual existe una enorm e cantidad
m ente en el «gran lib ro de la n atu raleza» en el que todas las líneas apare­ de conocim iento utilizab le porque está fundado en la verdad, y es preciso
cen borrosas. que sea verdadero, sin lo cual no so brevivirían las culturas.
Sean cuales fueren, pues, sus m odalidades, todos los sistem as de paren­
tesco operan las distinciones esenciales bajo la relación de la verdad b io ­
* * * lógica. En las culturas p rim itivas, sin em bargo, el sistem a va con gran
frecuencia mucho más allá de lo necesario en este terreno. Las relaciones

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biológicas esenciales sólo parecen despejarse en función del prin cip io ; Quien extrem a de la prohibición subraya e l saber y a desprendido, lo pone en
p u e d e el máximo p u e d e el mínim o. Se desprenden al m ism o tiem po otras m ayor evidencia pero no hace aparecer ningún saber nuevo. A sí p ues, el
relaciones cuya significación es secundaria o incluso nula en el plano que ejem plo de la biología puede sugerir la sin gularidad relativ a de nuestro
nos in teresa: la distinción entre prim os p aralelos y prim os cruzados, por propio sistem a, no puede dem ostrarla.
ejem plo, o las distinciones de clanes, de subclanes, etc. H em os com enzado por poner el énfasis en lo biológico a fin de des­
Todas estas distinciones, hasta cierto punto, son de una sola pieza: en plazar la piedra de toque que siem pre co n stitu ye, en este terren o , la indi-
otras palab ras, constituyen un sistem a. N uestra tendencia a conferir la ferenciación del hecho y del saber. H ab ía que m ostrar con el ejem plo
prim acía absoluta a lo biológico in terfiere con el aspecto sistem ático del más sencillo, y más in m ediato, la ap titu d del pensam iento sim bólico, in­
sistem a. O bedecer a esta tendencia es suscitar un poco por todas partes cluso el más m ítico, para descubrir unas relaciones cuya verdad es in ­
unos «re sto s» in explicab les, unas aberraciones y excepciones que denun­ queb ran tab le, unas diferencias que escapan a cualquier relativism o m ítico
cian las estructuras m al despejadas. E l estructuralism o acierta en ex igir del y cu ltu ral. Pero el ejem plo de la biología es dem asiado rudim en tario para
etnólogo que com bata la tendencia casi irresistib le a tom ar los datos bio­ el resto de nuestra intención. H ay que pasar a otro ejem plo, el de las cien­
lógicos como punto de p artid a. cias de la cultura. Y m ostrar, situándose en la prolongación de las obser­
¿P o r qué esta tendencia que actúa en nosotros como una segunda n a­ vaciones precedentes, que n uestra especificidad etnológica abre a la cien­
tu raleza? P o rque nuestro propio sistem a coincide con la fam ilia elem ental. cia de la etnología una carrera excepcional.
Coincide con el principio exogám íco reducido a su más sim ple expresión; El len guaje del parentesco en el sentido de L évi-Strauss es el sistem a
coincide, por consiguiente, con e l m ínim o de prohibición necesario y su­ de reglas que determ ina un circuito de trueque en tre grupos exogám i-
ficiente bajo la relación de las verdades de la generación. cos. Cada vez que un grupo entrega una m ujer a otro grupo el grupo
C onviene verificar explícitam ente esta coincidencia: es posible que ofrez­ b eneficiario responderá entregando a su vez una m ujer bien al prim er gru­
ca su auténtico contexto a la cuestión siem pre ardiente de la singularidad po, o bien a un tercero, de acuerdo con lo que ex ija el sistem a. L a res­
o de la no sin gularid ad de nuestra sociedad frente a las sociedades p rim i­ puesta constituye un nuevo llam am iento al que se responderá de m anera
tivas. En nuestros días se rep ite incansablem ente que la fam ilia m oderna equivalen te y así sucesivam ente. Por am plio o estrecho que sea el círcu­
es tan arb itraria como los restantes sistem as de parentesco. Esto es a un lo , debe acabar por cerrarse. P reguntas y respuestas proceden del siste­
tiem po verdadero y falso. Un fenóm eno puede ser arb itrario en relación m a; y se suceden siem pre en el m ismo orden, por lo menos en principio.
a un sistem a de referencia determ inado y no serlo en relación a otro. Si bien existe el len guaje en el sentido estructuralista tradicio n al, no existe
M ien tras se m idan los sistem as exclusivam ente por los h e c h o s de la pro­ todavía len guaje en el sentido chom skiano. F alta una característica esen­
creación, es harto evidente que nuestro sistem a es tan arb itrario como cial: la creatividad indefinida del auténtico len gu aje, la posibilidad siem pre
los dem ás. En el plano del funcionam iento biológico real, poco im porta, presente de in ven tar unas frases nuevas, de decir unas cosas nunca dichas.
en efecto, que un sistem a prohíba a un hom bre contraer m atrim onio con: A sí pues, conviene observar por una parte que el len guaje d el paren­
1) su m adre, sus herm anas, sus h ijas y todas las m ujeres del clan X ; tesco es incom pleto y , por o tra, que algunas sociedades, y en prim er lugar
2) su m adre, sus herm anas, y sus hijas exclusivam ente. la n uestra, no hablan este len guaje o han dejado de hab larlo . Un sistem a
Los m ecanism os de la biología no funcionarán m ejor o peor en el p ri­ que lim ita las prohibiciones al extrem o, como hace el nuestro, suprim e en
m er caso que en el segundo y , sin duda, funcionarían ig u al de b ien , por la práctica cualquier prescripción p o sitiv a; reduce a nada, en otras p ala­
mucho que le m oleste a W esterm arck , si no hubiera prohibiciones en b ras, el len guaje del trueque m atrim o n ial. En todas partes donde la so­
absoluto. En relación, p ues, a los datos reales de la generación, la causa ciedad m oderna está presente, ya no es posible inscrib ir los m atrim onios
está fallad a: todos los sistem as son igualm en te arb itrario s. en un circuito m atrim onial determ inado. Eso no quiere decir, claro esta,
H ay una diferencia, en cam bio, bajo la relación m enor del saber pro­ que h aya desaparecido la exogam ia. No sólo existe sino que efectúa una
p iam ente dicho, im p lícitam en te desprendido por todos los sistem as, que m ezcla sin precedentes entre las poblaciones mas diversas, pese a las b arre­
por la puesta en relieve de este m ismo saber. Si bien es cierto que todos ras que persisten, raciales, económ icas, nacionales. Si nuestra inform ación
los sistem as tienen un valor didáctico en el plano de la bio lo gía, nuestro fuera suficiente, podríam os evaluar los factores que determ inan las unio­
sistem a tiene un valor didáctico p reem inente. En este caso no hay prohi­ nes, a través de las m ediaciones culturales más diferentes, modas in d u­
bición que no desprenda una relación esencial, no hay relación biológica m entarias, espectáculos, etc. En el sentido del determ inism o científico, la
esencial que no esté desprendida por una prohibición. exogam ia sigue estando, sin lugar a dudas, determ inada, pero ya no a
En tanto que nos lim itam os al ejem plo del saber biológico, la dife­ través de prescripciones socio-religiosas a las que todo el m undo puede y
rencia entre nuestro sistem a y los dem ás parece secundaria. La reducción debe referirse. Los factores que in fluyen sobre las uniones no tienen una

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significación únicam ente m atrim o n ial. Y a no existe un lenguaje específico una m odalidad a la siguien te, no hay ru p tu ra; en ningún estadio los ele­
del parentesco. Y a no existe un código para d ictar a cada cual su propia m entos de desconocim iento « sa c rific ia l» desaparecen por en tero ; lo que
conducta e inform ar a cada cual sobre la conducta de todos los dem ás. La no im pide que los elem entos de conocim iento se profundicen, se m u lti­
p revisión tien e, como m áxim o, un carácter estad ístico ; es im posible al pliquen y se organicen.
n ivel de los individuos. Debemos evitar que la m etáfora lin güística nos P ara que la etnología se convierta en una auténtica cien cia, debe re­
disim ule estas diferencias esenciales. flexionar en sus propios fundam entos, y esta reflexió n debe ap licarse no
Por im perfecta que sea, incluso en el caso de los sistem as p rim itivo s, al etnólogo in d iv id u al sino a la sociedad que produce, adem ás de otros
la asim ilación del sistem a a un len guaje no deja de ser menos preciosa en tipos de hom bres, unos etnólogos, de la m ism a m anera que produce el
tanto que perm anece en el marco de estos sistem as. Puede incluso ayu­ héroe rom ántico, etc. En la literatu ra etnológica, la sociedad de los etnó­
darnos a entender m ejor la diferencia entre estos sistem as y nuestra rela­ logos aparece siem pre entre parén tesis, incluso cuando se pretende hablar
tiva ausencia de sistem a. N adie ignora, en efecto, que el p rin cip al obstácu­ de ella. Estos paréntesis eran explícitos an teriorm ente, cuando se afirm a­
lo para la adquisición de una lengua ex tran jera no es otro que la lengua ba que esta sociedad no tiene nada en com ún con las sociedades p rim iti­
m aterna. El idiom a o rigin al nos posee tanto y más de lo que nosotros lo vas. Pero son im plícitos actualm ente cuando se afirm a que esta m ism a
poseem os. D em uestra incluso unos ciertos celos en su m anera de poseer, sociedad no es más que una sociedad entre otras, d istin ta, probablem ente,
puesto que nos arrebata cu alq uier d isp o nibilid ad respecto a lo que no es de las dem ás sociedades pero en la m ism a m edida en que estas sociedades
él. En el terreno de las len guas, los niños dem uestran una capacidad de ya son distin tas entre sí. Esto es m anifiestam ente falso. Si pedim os a la
asim ilación directam ente proporcional a su facultad de olvido. Y los gran ­ etnología otra cosa que unas vergas para fu stigar la arrogancia de nues­
des lin güistas no poseen con gran frecuencia una lengua que puedan decir tros co p rivilegiados, habrá que reconocer, an día u otro, que no podemos
realm ente suya. poner nuestro sistem a de parentesco en el m ismo plano que los sistem as
El hecho de haber elim inado hasta los últim os vestigios del lenguaje australianos o el sistem a Crow-O m aha. N uestro sistem a no es en abso­
m atrim o n ial no debe ser extraño al interés que sentim os por quienes si­ luto arb itrario respecto a las form as de saber de las que no podemos inso-
guen hablando tales lenguajes ni a la excepcional ap titud que dem ostra­ lidarizarn o s. No hay que ceder en este punto al chantaje del anti-etnocen-
mos en su descifram iento y en su clasificación sistem ática. N uestra socie­ trism o que nos desvía de lo esencial, tiene pues, un carácter sacrificial y
dad puede aprender a hablar todos los lenguajes del parentesco precisa­ co n stituye la m aniobra últim a y paradójica, aunque ló gica, de un cierto
m ente porque ella m ism a no habla ninguno de ellos. No solam ente leem os etnocentrism o.
todos los sistem as que realm ente existen sino que podemos engendrar otros
in existen tes; podemos in ven tar una in fin idad de sistem as sim plem ente po­
* * *
sibles porque captam os desde su origen el principio de cu alq uier len guaje
exogám ico. E ntre cada uno de los sistem as y el sistem a de los sistem as,
en tre los «le n g u a je s» del parentesco en el sentido de L évi-Strauss y el
len guaje del propio L évi-Strauss en Las estru ctu ras elem e n ta les d e l pa ren­ El pensam iento actual descubre la enorm e cantidad de arb itrariedad
tesco , existe el mismo tipo de diferencia que entre la concepción estructu- que aparece en los sistem as culturales. La m ayoría de las proposiciones
ralista tradicional y la concepción chom skiana del lenguaje. que constituyen dicho sistem a no pueden alinearse en la catego ría de lo
C onviene deducir, por tanto, que nuestra esencia etnológica no debe verdadero en el sentido de la proposición b) ni en la categoría de lo falso
ser ajena a nuestra vocación de etnólogos, de lin güistas y más generalm ente en el sentido de la proposición a); proceden casi siem pre de una tercera
de investigadores en el campo de la cultura. No afirm am os que nuestro categoría que no corresponde a ninguna realid ad al m argen de las culturas
sistem a de parentesco baste p ara orientarnos hacia la investigación etnoló­ que las p ro fieren ; por ejem plo:
gica; vem os una serie de fenóm enos p aralelos. La única sociedad que c) los prim os cruzados tienen una afin idad especial para el m atri­
practica asiduam ente la investigación etnológica es tam bién una sociedad monio.
que ha reducido su sistem a de prohibiciones a la fam ilia elem en tal. No E sta m asa tan form idable de arb itraried ad es, en sum a, el «pecado
es posible considerar este hecho como un encuentro fo rtu ito , una m era o rig in al» del pensam iento hum ano que se revela cada vez m ás, a m edida
coincidencia. que vamos siendo capaces de in ven tariarlo y de descifrarlo. No h ay que
Sin duda hay que renunciar de antem ano al len guaje de los ritos y del censurar a los pensadores que tienden a m inim izar o incluso a p erder com­
parentesco para com enzar a hab lar el len guaje de la investigación — p a­ pletam ente de vista las verdades y los gérm enes de verdad que acom pa­
sando a través de las «activ id ad es cu ltu rale s» en un sentido am plio. De ñan a lo arb itrario , pero que están soterrados bajo su avalancha. El «p en ­

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sam iento sim bólico» en su conjunto es asim ilado al m ítico ; se le atrib u ye, b le, a d ejar las verdades a un lado , a reservarlas bien a la «n atu ralez a»
cara a la realid ad , una autonom ía que algunos considerarán gloriosa, pero bien a los «in gen iero s» d el pensam iento, o tam bién a una com binación
que se revela a fin de cuentas decepcionante y e stéril pues carece de rela­ im precisa de una y otros denom inada por L évi-Strauss «pensam iento na­
ción con la realidad. La herencia c u ltu ral de la hum anidad es objeto de tu ra lis ta » . En el artículo sobre el análisis estru ctu ral, por ejem plo, el autor
una sospecha generalizada. Sólo nos interesam os por ella para «dem isti- afirm a que debem os renunciar al «pensam iento n atu ralista» p ara estudiar
fíc a rla », es decir, p ara m ostrar que se refiere a una com binatoria de in ­ los sistem as de parentesco, pero no porque este pensam iento sea falso
terés prácticam ente nulo al m argen de la ocasión que ofrece al dem istifi­ sino al contrario porque, según parece, es excesivam ente verdadero y,
cador de desplegar su m aestría. como ta l, no sabe tom ar en consideración las fan tasías del «p en sam ien to
La hum anidad se convierte aquí en la víctim a de un engaño colosal sim bólico». D ebido a este hecho, la ideología estructural tiene algo de
cuyos resortes seremos los prim eros en desm ontar. Este nih ilism o de la tem poral y transicion al; no es más que un rodeo por el pensam iento sim ­
cu ltu ra va acom pañado necesariam ente de un fetichism o de la ciencia. Si bólico al que pide, en sum a, sus propias arm as p ara poder «d iso lv erlo »
descubrim os el pecado o rigin al del pensam iento hum ano que siem pre ha m ejor, para lleg ar a desvanecer en cierto modo la p esadilla de n uestra cu l­
poseído a los hom bres, sign ifica que debem os escapar a él. Es preciso tura y p erm itir a la n aturaleza y a la ciencia que se estrechen la m ano.
que dispongam os de un pensam iento radicalm ente distin to , la ciencia, ca­ Todas estas cuestiones convergen, claro está, hacia un problem a funda­
paz finalm ente de descubrir la absurdidad de cu alq uier pensam iento an­ m ental: el origen del pensam iento sim bólico. Si los sistem as sim bólicos no
terior. Y a que esta m entira carecía h asta hace m uy poco de fisu ras, esta son nunca « e l desarrollo espontáneo de una situación de h ech o », si hay
ciencia debe ser totalm ente n ueva, sin ligad uras con el pasado, separada rup tura entre la n aturaleza y la cu ltu ra, la cuestión in icial se p lan tea, y
de cualq uier raíz. H ay que verla como el puro descubrim iento de algún adem ás con urgencia. L évi-Strauss, y en general el estructuralism o , se n ie­
superhom bre sin com paración posible con los com unes m ortales o incluso gan a considerar el problem a del origen de una m anera que no sea p u ra­
con su propio pasado. P ara trasladarnos de repente de la negra m entira m ente form al. El paso de la n aturaleza a la cultura hunde sus raíces en
ancestral a la deslum brante verdad cien tífica, este liberador de la hum a­ «lo s datos perm anentes de la n aturaleza h u m an a»; no hay m otivo para
nidad ha tenido que cortar el cordón u m b ilical que nos unía a la m atriz preguntarse acerca de él. Se trata de un falso problem a del que se desvía
de cualq uier pensam iento m ítico. N uestra dura y pura ciencia debe ser el la ciencia autén tica. Los m itos son los que señalan este paso de algún
fruto de un «corte ep istem ológico», que nada anuncia o prepara. acontecim iento m onstruoso, de alguna catástrofe gigantesca y quim érica
Este angelism o científico procede de una profunda repugnancia de ori­ en la que no conviene dem orarse. T ó tem y tabú no es más que un m ito
gen filosófico e incluso religioso a adm itir que lo verdadero pueda coexis­ o rigin ario , análogo a tantos otros, y la obra sólo ofrece un in terés de
tir con lo arb itrario , y tal vez incluso arraigarse en esta arb itraried ad . H ay m era curio sidad; conviene tratarla como todos los dem ás m itos.
que confesar que ahí existe una d ificu ltad real para nuestros hábitos de H ay que recordar aquí una frase ya citada del «A n á lisis estructural en
pensam iento. La idea de que el pensam iento verdadero y el pensam iento lin g ü ística y en an tro p o lo gía», debido tanto a lo que refleja sobre las
llam ado m ítico no d ifieren esencialm ente entre si nos parece escandalosa. p erspectivas que intentam os resum ir como a lo que refleja, la vacilación,
T al vez se deba a que las verdades de las que estam os seguros parecen en nuestra opinión in teresan te, que sugiere. M u y excepcionalm ente en este
tan poco num erosas, en el terreno de la cu ltu ra, que reclam am os para caso, el problem a planteado por la aparición del pensam iento sim bólico
ellas un origen transp aren te, estrictam ente racional y perfectam ente do­ aparece como un problem a real, sin que se sepa exactam ente si ya está re­
m inado.
suelto o si está todavía por resolver.
El dualism o de la ciencia y de la no-ciencia procede, a decir verdad,
del comienzo de la era científica y ha tomado unas form as m uy variadas. «A h o ra bien, si bien es legítim o , y en cierto modo in evitab le,
Se exaspera a m edida que se acerca a cualq uier cultura sin conseguir to­ recurrir a la in terpretación n atu ralista p ara in tentar com prender
davía apoderarse de ella. Es lo que inspira a L évi-Strauss el leve asombro la aparición del pensam iento sim bólico, una vez producida ésta,
observado anteriorm ente ante la idea de que hasta los sistem as de paren­ la explicación debe cam biar tan radicalm ente de n atu raleza como
tesco más artificiales tien en cu id a d o sa m en te en cu en ta la verdad biológica. el fenóm eno nuevam ente aparecido difiere de los que le han pre­
En El p en sa m ien to salvaje, L évi-Strauss se esforzará en form ular este "dua­ cedido y p rep arad o .»
lism o de una form a m uy m itigad a y m atizada bajo los nom bres de pensa­
m ien to salvaje y b rico la ge por una p arte, y de p en sa m ien to d e lo s i n g e ­ Si el pensam iento es un dato, ¿es así por qué entendem os su ap ari­
n iero s por otra. ción o, al contrario, porque no la entendem os? ¿P asa desapercibida esta
A sí pues, hemos verificado en L évi-Strauss una tendencia, casi in ev ita­ aparición, se trata de una m utación silenciosa, como suponen y afirm an

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num erosos pasos posteriores, o se trata, al contrario, de un auténtico hombres son incapaces de reconocer la arb itraried ad de las significaciones
acontecim iento? La frase an terio r parece orientarse hacia la segunda po­ en tanto que surgen de este m ecanism o desconocido.
sib ilid ad : nos perm ite ver en el acontecim iento sim bólico algo sobre lo Los m ecanism os de discrim inación, de exclusión y de conjunción que
cual es legítim o e incluso in evitab le form ularse algunas p reguntas, Pero se arraigan en el proceso fundador se ejercen en p rim er lu g ar sobre él, y
¿cuáles son estos fenóm enos de los que se nos dice que han «precedido producen el pensam iento religio so ; pero no quedan reservados a lo religio so ;
y p rep arad o » este acontecim iento? ¿Cóm o hay que enfocar una in vestiga­ son los m ecanism os de cualq u ier pensam iento. No podemos perm itirnos el
ción que parece reservada «a la in terpretació n n a tu ra lista »? lujo de rechazarlos o ni siquiera de despreciarlos, pues no tenem os otros.
Lévi-Strauss es el p rim ero, en este caso, en p lan tear una cuestión esen­ Tenem os que ad m itir, adem ás, que no son tan m alos; tan pronto como
cial. aunque sólo sea de m anera in d irecta y, d iríase casi, por descuido. El se ejercen en otra p arte que no es el proceso o rig in al, aunque siga siendo
lector ya sabe que nosotros pretendem os responder a esta pregunta y afir­ con m otivo de éste, les vem os desprender unas diferencias reales, an ali­
m ar en qué consiste la respuesta. Se trata ahora de m ostrar o, como m ínim o, zar correctam ente los fenóm enos, abarcar unos datos que no tienen nada
sugerir que esta respuesta es la única capaz de esclarecer las contradicciones de relativo , los de la generación hum ana, por ejem plo. No es el hecho de
y los atolladeros de un pensam iento contem poráneo que sigue m erodeando haberse convertido recientem ente en v erifica b le en el laboratorio lo que
en torno al abuso de auto ridad o rigin al sin conseguir dom inarlo, que se ha transform ado estos datos en verdades cien tíficas. Si hoy son cien tíficas,
prohíbe incluso dom inarlo condenándose al form alism o. es porque siem pre lo han sido. Es evidente, por tanto, que algunos descu­
E l pensam iento sim bólico tiene su origen en el m ecanism o de la víc­ brim ientos fundam entales pueden depender del puro y sim ple bricolage.
tim a pro p iciatoria. Eso es lo que hemos intentado m ostrar, especialm ente En las proposiciones religio sas, no cabe duda de que el error triu n fa,
en nuestro análisis del m ito de Edipo y del m ito de D ionisos. Es a p artir pero incluso en este caso no estam os tratando con lo im aginario puro ni
de un arb itraje fundam ental que hay que concebir la presencia sim ultánea con la gratu id ad absoluta, tal como los concibe la arrogancia racio n alista y
de lo arbitrario y de lo v erd a d ero en los sistem as sim bólicos. m oderna. La religió n p rim itiv a no está entregada a unos antojos, fantasm as
Como se ha dicho, el hom icidio colectivo devuelve la calm a, en un v fantasías de los que nosotros m ismos estaríam os lib erado s. F racasa, sim ­
contraste prodigioso con el paroxism o h istérico an terio r; las condiciones p lem ente, en descubrir el m ecanism o de la víctim a p ro p iciatoria, de la m is­
favorables al pensam iento se presentan a la vez que el objeto más digno ma m anera que nosotros estam os fracasando desde siem pre. Es la perpe­
de provocarlo. Los hom bres se d irigen hacia el m ilagro a fin de perpetuarlo tuación de un mismo fracaso, un rasgo com ún entre nuestro pensam iento
y renovarlo; necesitan, por consiguiente, en cierto modo, pensarlo. Los m i­ v el pensam iento p rim itivo , lo que nos obliga a juzgar a este últim o como
tos, los ritu ales, los sistem as de parentesco, constituyen los prim eros resul­ extrem adam ente diferente al nuestro, cuando en realid ad es totalm ente
tados de este pensam iento. sem ejante. La condescendencia con respecto a lo p rim itivo no es más que
Q uien form ula el origen del pensam iento sim bólico form ula al mismo lo p rim itivo perpetuado, es decir, un desconocim iento indefinidam ente
tiem po el origen del len guaje, el auténtico f o r t / da de donde surge cual­ prolongado respecto a la víctim a p ro p iciatoria.
quier nom inación, la altern an cia form idable de la violencia y de la paz. El hecho de que el proceso fundador desem peñe en la vida p rim itiva
Si el m ecanism o de la víctim a propiciatoria suscita el len guaje, im ponién­ un papel de prim er plano, m ientras que aparentem ente aparece borrado
dose a sí m ismo como p rim er objeto, se concibe qué len guaje explique en en la n uestra, cam bia una gran cantidad de cosas en nuestra vida y en
prim er lu g ar la conjunción de lo m ejor y de lo peor, la epifanía div in a, el nuestro conocim iento, pero absolutam ente nada en el desconocim iento
rito que la conmem ora y el m ito que la rem em ora. D urante mucho tiem po fundam ental que sigue gobernándonos y protegiéndonos de nuestra propia
el len guaje perm anece im pregnado de lo sagrado y no es sin m otivo que violencia, y de la conciencia de esta violencia. Es lo p rim itivo perpetuado
parece reservado a lo sagrado y otorgado por lo sagrado. lo que nos llev a a calificar de fan tasías todo lo que p udiera ilum inarnos
Las significaciones culturales suponen necesariam ente lo arbitrario pues­ si lo m iráram os más de cerca; es lo p rim itivo perpetuado lo que nos im pide
to que establacen unos desfases a llí donde reinaba la sim etría perfecta, reconocer que lo falso, incluso en el plano religio so , es una cosa m uy d ife­
puesto que in stituyen unas diferencias en el seno de lo idéntico, y sustituyen rente a un error grosero, y eso es lo que im pide a los hom bres m atarse
el vértigo de la reciprocidad violenta por la estab ilid ad de las significaciones, entre sí.
la p e s t e a un lado, por ejem plo, y al otro el parricidio y el in cesto. Cada Los hom bres son aún más trib utarios de la víctim a propiciatoria de lo
vez que el m ecanism o de la discrim inación in tervien e entre aquéllos a los que habíam os supuesto hasta ahora; le deben el im pulso que les lleva a la
que nada d istin gue, in tervien e necesariam ente en falso. Y es preciso que in ­ conquista de lo real y el instrum ento de todas sus victo rias in telectuales
tervenga en falso para in terven ir eficazm ente, para engendrar la unidad después de h aberles ofrecido la protección indispensable en el plano de la
diferenciada de cualq uier com unidad. En el seno de la cultura viva los violencia. Los m itos del pensam iento sim bólico recuerdan el capullo tejido

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por la la rv a ; sin este abrigo no p odría llev ar a térm ino su crecim iento. La crisis actual es la que d irige todos los aspectos d el saber, su n atu ­
P ara explicar la enorm e cantidad de arb itraried ad en las culturas p ri­ raleza p olém ica, el ritm o de su adelanto. N uestra vocación antropológica
m itivas, debem os suponerlas más próxim as del arb itraje fundador de lo nos viene sugerida por la n aturaleza general de la sociedad occidental, y
que lo estam os nosotros, y esta pro xim idad coincidirá con su m enor h is­ esta vocación se in tensifica a m edida que la crisis se acelera, de ig u al m a­
toricidad. Debemos suponer que este arb itraje tiene un carácter super­ nera que la b úsqueda de Edipo con el agravam iento de la crisis trágica.
abundante, que engendra gran cantidad de diferen cias, en un proceso del E sta crisis podría acabar por dictarnos todas las etapas de la in vestigació n,
que las sociedades h istóricas nos proponen tal vez una im agen d eb ilitada los descubrim ientos sucesivos, el orden en el cual los presupuestos teóricos
cada vez que, después de un período de agitación caótica, dan en cierto se sustituyen en tre sí. U na h isto ricidad radical gobierna todas las p rio ri­
modo m edia v u elta y se inm ovilizan bajo un a form a h ierática y fijad a, fuer­ dades en todos los terrenos del saber, trátese o no de investigación en el
tem ente seccionada y com partim entada. Sin ex igir excesivas cosas a esta sentido form al.
analogía, podem os ad m itir que las culturas con ensam blam ientos com plejos, A l ig u al que toda cu ltu ra, la nuestra se resqueb raja desde la p eriferia
entregados a rep etir el len guaje del rito y del parentesco, están menos ale­ hasta el centro. Las ciencias sociales en curso de elaboración se aprove­
jadas — y en este caso no hay que entender la palab ra alejam iento en un chan de este resquebrajam iento de m anera racional y sistem ática. Siem pre
sentido estrictam en te tem poral— de un golpe de fuerza ordenador que las son los restos del proceso de descom posición los que se convierten en el
sociedades más m óviles en las que el elem ento sistem ático del orden social objeto del conocim iento objetivo. A sí, las reglas positivas del parentesco,
está más difum inado. Si la d iferen cia om nipresente y rígid a es m adre de y más generalm ente los sistem as de significación, se convierten, en la etim o­
estab ilid ad , es sin lugar a dudas desfavorable a la aventura in telectu al y lo gía estru ctu ral, en el objeto de un conocim iento positivo.
más especialm ente al ascenso del saber hacia los orígenes de la cultura. Lo que caracteriza esencialm ente la etnología estru ctu ral es que pone
P ara que los hom bres realicen descubrim ientos respecto a su cu ltu ra, el acento en la regla p o sitiva. Sí la prohibición y la regla constituyen las
es preciso que las rigideces rituales sean sustituid as por la agilid ad de un dos caras opuestas de un m ism o objeto, h ay m otivo para p reguntarse cuál
pensam iento que u tiliza los m ism os m ecanism os de lo religioso con una es la cara esencial. Lévi-Strauss p lan tea explícitam en te este problem a y lo
flex ib ilid ad que lo religioso ignora. Es preciso que el orden cu ltu ral co­ resuelve en favor de la regla.
m ience a deshacerse, que el exceso de diferencias sea reabsorbido sin que
esta reabsorción provoque una violencia de tal in tensidad que llegue a pro­ «L a exogam ia tiene un valor menos negativo que positivo,
ducirse un nuevo paroxism o d iferen ciad o s Por unas razones que se nos ...a firm a la existen cia social del otro, y .. . sólo prohíbe el m atri­
escapan, las sociedades p rim itivas jam ás cum plen estas condiciones. Cuando monio endogám ico para in troducir, y p rescrib ir, el m atrim onio con
se in icia el ciclo de la violencia, se cierra con tan ta rapidez, d iríase, que otro grupo que no sea la fam ilia bio ló gica; no, sin duda, porque
no resulta ninguna consecuencia prin cip al en el plano del conocim iento. el m atrim onio consanguíneo vaya ligado a un peligro biológico,
El occidental y el m oderno, por el contrario — como ya nos han suge­ sino porque del m atrim onio resu lta un beneficio so cial.» ( E struc­
rido las observaciones precedentes— debe defin irse por un ciclo crítico de turas elem en ta les, pág, 59 5).
una am p litud y de una duración excepcionales. La esencia de lo m oderno
co n sistiría en una facultad de in stalarse en una crisis sacrificial siem pre Podem os citar diez o veinte declaraciones perfectam ente ex p lícitas, la
agravada, no, claro está, como en una habitación apacible y sin problem as, m enor de las cuales, a falta del mismo contenido de la obra, debiera bas­
sino sin perder jam ás el dom inio que conduce prim ero a las ciencias de tar para dem ostrar que. lejos de estar señalada por la «p asió n del in cesto »,
la naturaleza, después a las significaciones culturales y finalm ente al propio la obra de L évi-Strauss es notable por la m anera como desapasiona el
arb itraje fundador, unas p osibilidades de desvelam iento in igualab les. p ro b lem a:
En relación a las sociedades p rim itivas, la extrem a reducción de nues­
tro sistem a de parentesco con stituye, en sí m ism a, un elem ento crítico, «L a prohibición no es concebida como tal, es decir, bajo un
O ccidente siem pre está en crisis y esta crisis nunca cesa de am pliarse y de aspecto n egativo; sólo es la otra cara, o la co n trap artida, de una
profundizarse. A m edida que su esencia etnológica se disgrega, se va pa­ obligación p o sitiv a, la única viva y p re sen te ...
reciendo cada vez más a sí m ism o. Siem pre ha tenido una vocación antro­ »L as prohibiciones del m atrim onio sólo son unas prohibiciones
pológica en sentido am plio, incluso en las sociedades precedentes a la nues­ a título secundario y derivado. A ntes de ser una prohibición refe­
tra. Y esta vocación se hace cada vez más im periosa a m edida que se exas­ rida a una categoría de personas, son una prescripción que afecta a
pera, en nosotros y en torno a nosotros, el elem ento hipercrítico de lo otra. ¡C uanto más clarivid en te es, a este respecto, la teoría indígena
m oderno. que tantos com entarios contem poráneos! N ada hay en la herm ana,

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ni en la m adre, ni en la h ija, que las descalifique como tales. El tam bién aparece en el ú ltim o , subsiste hasta el m om ento más crítico de
incesto es socialm ente absurdo antes de ser m oralm ente cu lp a b le ... la crisis, cuando incluso el sistem a ha desaparecido. T o davía no se ha pro­
»E l incesto es menos una regla que im pide casarse con el pa­ ducido ninguna ocasión en que la prohibición h aya salido de la som bra.
dre, la herm ana o la h ija , que una regla que obliga a en tregar m a­ Perm anece en una retirad a sacrificial que protege las diferencias esenciales
dre, herm ana o h ija a o tro .» (Estructuras elem en ta les, pág. 59 6). y que se prolonga en nuestros días en la fanfarronada de la transgresión.
Todos los esfuerzos por acceder a la esencia y al origen de la cultura
N osotros ya hemos zanjado esta cuestión de la p rio rid ad , y lo hemos a p artir de la prohibición siem pre han fracasado; en la m edida en que
hecho en el sentido inverso que L évi-Strauss: la prohibición es lo prim ero. no lo han hecho, han perm anecido estériles, no han sido entendidos. Es el
Esta prim acía de la prohibición nos viene d ictada por el conjunto de la caso, en prim er lu g ar, de T ó tem v tabú En esta obra, Freud afirm a ex p lí­
solución propuesta. El trueque positivo no es más que el reverso de la citam ente la p rio ridad de la prohibición sobre la regla exogám ica. Lejos
prohibición, el resultado de una serie de m aniobras, de a v o id a n ce taboos, de perm anecer im pensada, el enfoque que adoptará Lévi-Strauss es form al­
destinados a ev itar, entre los m achos, las ocasiones de riv alid ad . A terro ­ m ente rechazado:
rizados por la m ala reciprocidad endogám ica, los hom bres retroceden apre­
suradam ente hacia la buena reciprocidad del trueque exogám ico. No hay «A l atrib u ir las restricciones sexuales exogám icas a unas in ­
que asom brarse si en un sistem a de funcionam iento arm onioso, a m edida tenciones legislado ras, no se nos explica por qué m otivos han sido
qué la am enaza se borra, la p o sitivid ad de la regla pasa a prim er plano. creadas estas in stitucio n es. De donde procede, en últim o térm ino,
En su prin cip io , de todos m odos, las reglas m atrim oniales se asem ejan a la fobia del incesto que debe ser considerada como la raíz de la
aquellas figuras de b allet perfectam ente geom étricas y reguladas que efec­ exo gam ia.»
túan a pesar suyo, bajo la influencia de sentim ientos negativos, totalm ente
ajenos al arte de la danza, como los celos o el despecho am oroso, los La prohibición aparece en prim er lugar pero, como vem os, esta p rio ri­
personajes de la com edia clásica. dad se piensa siem pre en térm inos de « fo b ia ». P ara preguntarse acerca
Si convertim os a la regla el elem ento esencial, arrancam os a la hum a­ del origen de la prohibición en el contexto de los recientes descubrim ientos,
nidad una sociedad, la n uestra, desprovista de reglas p o sitivas, efectiva­ hay que operar un «reto rn o a F reu d », pero sin renunciar a la perspectiva
m ente lim itad as a la prohibición exogám ica esencial. El estructuralism o estru ctu ralista.
afirm a gustosam ente que nuestra sociedad 110 tiene nada de sin gular pero, Eso es, según parece, lo que pretenden hacer Jacques Lacan y los que
al poner el énfasis sobre la regla, le confiere en últim o térm ino una sin­ se agrupan a su alrededor cuando adoptan la consigna del «reto rn o a
g ularidad in creíb le y absoluta. In ten tar situ ar esta sociedad a la altura F reu d ». La em presa es esencial y el m ismo hecho de concebirla es im por­
in ferio r, tam bién sign ifica siem pre situ arla a la superior, m ediante un pro­ tante, aunque en nuestra opinión, este condenada al fracaso, al entender el
ceso de autoexclusión que procede, en últim o térm ino, de lo sagrado. P ara «retorno a F reu d » como un retorno al p sicoanálisis.
convertirnos en unos hom bres como los dem ás, h ay que abandonar el orden L évi-Strauss ha dem ostrado que había que concebir la fam ilia elem ental
de p rio rid ad de L évi-Strauss, y hay que resignarse a la sin gu larid ad rela­ a p artir del sistem a de parentesco. Esta inversión m etodológica perm anece
tiva de nuestra sociedad. válida si se concede la prio ridad a la prohibición y ya no al sistem a. Como
¿P o r qué Lévi-Strauss da la prio rid ad a la reg la? D escubre el método hemos afirm ado anteriorm ente, hay que concebir la fam ilia en función de
que perm ite sistem atizar las estructuras del parentesco. Puede arreb atar la prohibición y no la prohibición en función de la fam ilia. Si existe un
al im presionism o un sector de la etnología. Todo está im p lícitam en te su­ estructuralism o esencial, es ése, y creem os, por consiguiente, que no existe
bordinado a esta tarea. La p rio rid ad del sistem a sobre la prohibición expre­ una lectura estru ctu ralista del psicoanálisis. Es lo que los análisis de los
sa la elección de la etnología por el propio etnólogo. Podem os, p ues, enu­ dos últim os capítulos pretendían dem ostrar. C u alquier confrontación entre
m erar m uchas razones pero, en d efin itiv a , todas se reducen a la m ism a que el estructuralism o y el psicoanálisis debe provocar el estallido y la liq u id a­
es la histo ricid ad del saber en vías de elaboración. La regla positiva es la ción de éste al m ismo tiem po que la liberación de las intuiciones freudia-
prim era que alcanza la m aduración. El m om ento del estructuralism o es nas esenciales, el m im etism o de las identificaciones, el hom icidio colectivo
aquél en que los sistem as se desm oronan un poco por todas p artes. Es de T ó tem y tabú.
preciso que el saber despeje las ruinas antes que la prohibición, ig u al que Por el contrario, Lacan se d irige hacia los grandes conceptos psicoana-
la roca que aflora bajo la arena, aparezca al descubierto, antes de que se lítico s, y especialm ente el com plejo de Edipo del que quisiera hacer, según
im ponga de nuevo, y esta vez en lo que tiene de esencial. parece, el resorte de cualq uier estructuración, de cu alq uier introducción al
La prueba de que la prohibición llega en prim er lu g ar está en que orden sim bólico. A hora b ien, eso es exactam ente lo que la noción freudia-

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na no p erm ite en absoluto, sea cual sea la salsa en la que se p refiera con­ esta revolución al corazón de la prohibición m ism a, y descubrim os el origen
dim en tarla. A l m ismo tiem po que se m an ifiesta una fid elid ad extrem a a como problem a real, recom enzam os desde el principio la em presa in augu­
la m enor p alab ra de F reud, se lleg a a arrinconar tácitam ente todos los tex­ rada por T ó t e m y tabú.
tos que definen el com plejo. G rave erro r, por otra p arte, pues se dejan Como siem pre cuando adelan ta, el pensam iento se h alla actualm ente
escapar las intuiciones reales, pero en absoluto «e d íp ic a s», que abundan enferm o; p resen ta unos signos patológicos incontestables, en los escasísim os
en estos textos. lugares en que perm anece v iv o . El pensam iento está atrapado en un círcu­
H ay que recordar que al m argen de estos m ismos textos y de otros lo, el m ism o círculo que ya describía E urípides en su obra trágica. El pen­
de la m ism a índole, no h ay nada, en F reud, que ju stifiq u e el papel de sam iento quisiera salir d el círculo cuando en realid ad se hunde cada vez
d e iis ex m a ch in a un iv ersal atrib uid o al com plejo de Edipo. Si no nos apo­ más en él. A m edida que dism in uye el radio, el pensam iento circula cada
yam os en los textos del m aestro, ni en una rectificación clara y coherente de vez con m ayor rapidez en un círculo cada vez m ás reducido, el circulo
ellos, ni en unas lecturas etnológicas de ningún tipo, convendría explicar m ism o de obsesión. Pero no hay obsesión que sea pu ra y s i m p le como se
porqué se sigue queriendo convertir al «com plejo de E dip o », incluso bajo im agina el an ti-in telectualism o tim orato que se extiende ilim itad am en te.
una form a extrem adam ente en rarecida, m allarm eana y en últim o extrem o No es saliendo del circulo como el pensam iento escapará de él, sino lleg an ­
in ap reh en sible, en « e l rey y p ad re» de todas las cosas. do al centro, si lo consigue, sin caer en la locura.
Este fracaso in icial y fun dam en tal repercute sin duda en todas partes. D e m om ento, el pensam iento afirm a que no hay centro e in ten ta salir
Y es una lástim a pues los efectos espectaculares que se m u ltip lican en el del círculo para dom inarlo desde fuera. E sta es la em presa de la va n gu ardia
m undo contem poráneo y que pasan generalm ente desapercibidos son aquí que siem pre quiere p urificar su pensam iento para escapar al círculo del
descubiertos y observados. D esgraciadam ente, son definidos como im a g in a ­ m ito, y se vo lvería totalm ente inhum ana de poder hacerlo. Cuando le
rio s y vinculados a una teoría del narcisism o, es decir, a un deseo que abraza la duda, in tenta siem pre reforzar el «coeficien te de cien tificid ad »;
buscaría en todas partes su propio reflejo. Vem os tanto en el narcisism o p ara d ejar de ver que las bases se tam balean, se protege con áridos teo re­
freudiano como en el narcisism o lite rario que le acom paña, en los si­ m as; m u ltip lica las siglas incom prensibles; elim in a todo lo que sigue ase­
glos x ix y x x , el m ito acreditado por un deseo que ya no ignora, a p artir de m ejándose a una hipótesis in telig ib le. E xpulsa despiadam ente de las augus­
entonces, que p ara apoderarse del objeto es preciso disim ular siem pre las tas plazas al últim o hom bre honrado y desanim ado.
propias derro tas, suponerse constantem ente poseedor de la soberbia auto­ Cuando el pensam iento llegue al centro, p ercib irá la in u tilid ad de estos
nom ía que en realid ad se busca desesperadam ente en el otro. El narcisism o últim os ritos sacrificiales. V erá que el pensam iento m ítico no d ifiere esen­
es una inversión de la verdad. Nos afirm am os tentados por lo m is m o cialm ente del pensam iento que critica los m itos y que asciende al origen
y decepcionados por lo c o m p l e t a m e n t e d istin to , m ientras que, en realid ad , de los m itos. Eso no significa que este pensam iento sea sospechoso en su
es lo c o m p l e t a m e n t e d i s t in t o lo que tien ta y lo m is m o lo que decepciona p rin cip io , aunque jam ás consiga lim p iarse por com pleto de la im pregnación
o, m ejor dicho todo lo que se tom a como ta l en uno u otro caso, una vez m ítica; y tampoco significa que la ascensión no sea real. No hace falta
que el m im etism o se ha encerrado en la reciprocidad violenta y sólo puede in ven tar un nuevo len gu aje. No nos preocupem os: la «in v estig ació n » esta
vincularse a su an tago n ista; sólo lo que le obstaculiza puede a p artir de destinada a lleg ar a su térm ino, la errancia no d u rará siem pre. D ía a d ía,
de ahora reten erle. va siendo más fácil pensar o tal vez más difícil no hacerlo: las pan tallas
H ay que buscar la clave de las estructuraciones en toda trascendencia sacrificiales que siguen disim ulando la verdad no cesan de d eterio rarse y
donde sigue encarnándose la un idad de la sociedad y no en lo que deshace se deterioran gracias a nuestros esfuerzos antagonistas por reforzarlas y
esta trascendencia, la borra y la d estruye, volviendo a sum ir a los hombres reasum irlas. La investigación está a punto de lleg ar a su térm ino, en parte
en la m im e s is de la violencia in fin ita. Es m uy probable que la crisis per­ porque está en m archa un cierto proceso acum ulativo, en parte porque los
m anente del mundo m oderno confiera a algunas de las opiniones neofreu- resultados de las controversias están cuidadosam ente alm acenados, siste­
dianas una verdad p arcial, in directa y re la tiv a ; no por ello el proyecto, m atizados y racionalizados, y en parte porque la torre de B abel del saber
en su conjunto, entiende las cosas menos sistem áticam ente al revés. Ni si­ positivo está escalando el cielo, pero sobre todo porque esta m ism a torre
quiera perm ite aprehender las estructuras sincrónicas; una aprehensión real de B abel está a punto de desplom arse, porque nada, a p artir de ahora,
revelaría su propio futuro y , con él, la pertinen cia de un intento como el es capaz de deten er la revelación p len aria de la violencia, ni siquiera la
de T ó t e m y tabú. El apego dogm ático al form alism o traicio n a siem pre una propia violencia, p rivada por los propios hom bres y por el gigantesco aum en­
im potencia en leer com pletam ente la form a. O bien perm anecem os fieles to de sus m edios, del lib re juego que aseguraba anteriorm ente la eficacia
al psicoanálisis y nos situam os al otro lado de la revolución lévi-straussiana del m ecanism o fundador y el rechazo de la verdad. La tram pa que el
en el orden del parentesco, o bien renunciam os al psicoanálisis p ara llev ar Edipo occidental se ha tendido a sí m ismo está a punto de disp ersarse, en

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el momento exacto, claro está, en que la in v estig a ció n llega a su térm ino, Bien es cierto que el pensam iento p rim itivo tiene dos polos, la d ife­
porque, tam bién en este caso, coinciden la tram pa y la investigación. rencia y la no-diferencia. T anto en un caso como en el otro, sólo se vin ­
A p a rtir d eahora, la violencia im pera abiertam ente sobre todos nos­ cula a uno de ellos y rechaza sistem áticam ente todo lo que gravita en
otros, bajo la form a colosal y atroz del arm am ento tecnológico. Es ella , como torno al otro. En etnología, sin em bargo, la altern an cia no es sim plem ente
afirm an los «ex p e rto s», sin el más m ínim o pestañeo y como si se tratara de rep etitiv a.
la cosa más n atu ral, lo que m antiene a todo el m undo en un respeto rela­ No podemos situ ar al estructuralism o y a L évy-B ruhl en el m ismo plano,
tivo. La d esm esu ra de la violencia, largo tiem po rid icu lizada y desconocida pues las estructuras diferenciadas tienen una autonom ía concreta, una
por los capacitados del m undo occidental, ha reaparecido bajo una forma realid ad tex tu al que lo sagrado no tien e, o que sólo posee en apariencia.
inesperada en el horizonte de la m odernidad. El absoluto, anteriorm ente El análisis estructural 110 puede leerlo todo pero lee m uy bien lo que puede
divino, de la venganza retorna a nosotros, transportado por las alas de la leer; tiene un valo r científico independiente al que no puede asp irar, sin
ciencia, exactam ente num erado y m edido. Eso es, según nos dicen, lo que duda, la obra de Lévy-B ruhl.
im pide que la prim era sociedad p lan etaria se auto d estruya, la sociedad que ¿P or qué es así? P orque, en prim er lu g ar, lo sagrado es la destrucción
ya reúne o reun irá m añana a la hum anidad entera. violenta de las diferen cias, y esta no-diferencia no puede aparecer en la
D iríase, adem ás, que los m ismos hom bres se sitúan donde están situados, estructura como tal. Como hem os visto en el capítulo I I, sólo puede apa­
sea por la violencia o por la propia verdad, de la que se convierten en recer bajo la apariencia de una nueva diferen cia, equívoca quizás, doble,
po rtaestand artes, delante de esta m ism a violencia y esta m ism a verdad, m ú ltip le, fan tástica, m onstruosa, pero pese a todo sign ifican te. En M yth olo-
delante de la opción por prim era vez ex p lícita e incluso perfectam ente giques, los m onstruos aparecen junto a los tapires y los pecaríes como si
cien tífica entre la destrucción to tal y la renuncia total a la violencia. se tratara de especies sem ejantes entre sí. Y , en cierto modo, no se trata
Q uizás no sea el azar lo que hace coincidir estos notables acontecim ien­ de nada d iferen te. Todo lo que en los m itos d elata el juego de la vio­
tos con el progreso finalm ente real de las ciencias llam adas hum anas, con lencia, en tanto que este juego destruye y produce las significaciones, no
el ascenso lento pero inexorable del saber hacia la víctim a pro p iciatoria y puede ser leído directam ente. Todo lo que hace del mito el relato de su
los orígenes violentos de toda cultura hum ana. propia génesis sólo constituye un tejido de alusiones enigm áticas. El estruc­
turalism o no puede pen etrar este enigm a porque sólo se in teresa por los
sistem as d iferen ciales, porque sólo existe en los sistem as diferenciales.
* * * M ien tras el sentido «se porta b ie n », lo sagrado está ausen te; está
fuera de la estructura. La etnología estru ctu ral no lo encuentra en su cam i­
no. El estructuralism o hace desaparecer lo sagrado, y no hay que repro­
El estructuralism o etnológico descubre las diferencias en todas partes. charle esta desaparición. C onstituye un progreso real pues, por prim era
V isto de m anera sup erficial, podríam os in terp retarlo sim plem ente como vez, es com pleta y sistem ática. A unque vaya acom pañada de un apriorism o
la antítesis pura y sim ple de una etnología más an tigua, la de Lévy-B ruhl, ideológico, no procede en absoluto de ella. El estructuralism o constituye
que no veía diferencias en ninguna p arte. C reyendo descubrir la «m en tali­ un m om ento negativo, pero indispensable en el descubrim iento de lo sa­
dad p rim itiv a » en algunos aspectos de los m itos y de la religio sid ad , Lévy- grado. P erm itirá escapar a la m ezcla in extricab le de antes. G racias a el,
B ruhl postulaba en los aborígenes australian o s, por ejem plo, una im poten­ se hace posible articu lar la fin itu d del sentido, de la estru ctu ra, sobre la
cia perm anente para diferen ciar. Los suponía prácticam ente incapaces de in fin itu d de lo sagrado, depósito inagotable donde entran y donde salen
d istin g u ir a los hom bres de los canguros. El estructuralism o replica que, todas las diferencias.
en m ateria de canguros, los australianos tienen bastantes cosas que enseñar Sabem os ahora que lo sagrado reina por entero en todas partes donde
a los etnólogos. el orden cu ltu ral no ha funcionado nunca, no ha comenzado a funcionar
Se tiene a veces la im presión de que con la etnología del siglo x x o ha dejado de hacerlo. R ein a tam bién sobre la estru ctu ra, la engendra, la
ocurre lo m ismo que con las teorías estéticas y la moda en general. A los ordena, la v ig ila, la perp etúa o, por el contrario, la m altrata, la descom pone,
prim itivo s de Lévy-B ruhl, perdidos en los vapores de alguna estupefacción la m etam orfosea y la destruye al albur de sus m enores caprichos, pero no
m ística, suceden los jugadores de ajedrez del estructuralism o , b ricoleu rs está presente en la estructura en el sentido en que se la supone presente
de sistem as, tan im perturbables como P au l V aléry m anipulando La Jov en en cualquier otra p arte.
Parca. Siem pre se oscila entre unos extrem os que in tentan crear la ilusión El estructuralism o pone todo eso de m anifiesto pero no puede decirlo,
del cam bio m ediante unas exageraciones cada vez menos com pensadoras, pues él m ismo perm anece encerrado en la estru ctu ra, prisionero de lo sin­
pero que, en realid ad , nunca cam bian mucho. crónico, incapaz de descubrir el cam bio como violencia y terror de la

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vilen cia. Surge ahí un lím ite que el estructuralism o no supera. E ste lím i­ tres de hoy. T upan convirtió a su ahijado M araña y w a en el Am o de los
te es el que le llev a a ver como n atu ral la desaparición de lo sagrado. No cerdos».
puede responder a quienes le preguntan «¿d ó n d e ha pasado lo sag ra d o ?», En una in teresan te v arian te, el héroe cu ltu ral «p ro yecta dentro de las
de la m ism a m anera que tampoco puede responder a quienes le reprochan nubes hum o de tabaco. Los h ab itan tes se m arean y cuando el dem iurgo
que abusa de las oposiciones d uales. H ab ría que responder que nunca exis­ les g rita: “ ¡C om ed vuestro alim en to !", creen entender que les ordena
ten más de dos antagonistas, o dos partidos antagonistas, en un conflicto. "A sí que se entregaron a los actos am orosos lanzando los gruñidos h ab i­
T an pronto como aparece un tercero, los otros dos se ponen de acuerdo en tuales." Todos se convierten en cerdos salv ajes».
contra de él o él se pone de acuerdo con uno de los otros dos, A quí se ve perfectam ente el sentido «m ístico » del tabaco, y de la
droga en gen eral, en la práctica cham ánica y en otros lugares. El efecto
A l estructuralism o se le reprocha su «m o n o to n ía», como si los sistem as
del tabaco refuerza el vértigo de la crisis sacrificial; a la reciprocidad vio ­
cu lturales existieran para la distracción de los estetas, como si se tratara
len ta del «co rrer de un lado a o tro » en el p rim er m ito , se añade la prom is­
de g u ita rras, ta l vez, cuyo registro no puede quedar lim itado a las dos
cuidad sexual en el segundo, fruto de una p érdida exp lícita de las sign ifi­
cuerdas que pinza siem pre el estru ctu ralista. El estructuralism o es sospe­
choso de tocar m al la gu itarra cu ltu ral. El estructuralism o no puede respon­ cacio n es...
A unque Lévi-Strauss no vea aquí la crisis sacrificial, com prende perfec­
der, pues no alcanza a explicarse a sí m ismo la diferencia entre los sistem as
tam ente que se trata de engendrar, cuando no reen gen drar, las sign ifica­
culturales y las g uitarras.
ciones: «E stá claro que los m itos que hemos relacionado entre sí ofrecen
Para superar los lím ites del estructuralism o , h ay que hacer hincapié tantas soluciones o riginales para resolver el problem a del paso de la can­
en las significaciones sospechosas, las que significan a un tiem po dem a­
tid ad continua a la cantidad d iscreta» (pág. 6 1 ). Se trata, p ues, de m áquinas
siado poco, los gem elos, por ejem plo, las enferm edades, cualq uier form a de sign ificar ya que, «sea cual sea el ám bito que se considere, sólo a p artir
de contagio o de contam inación, los cam bios in explicab les de sentido, los

,
de la can tidad discreta puede construirse un sistem a de sign ificacio n es»
aum entos y las dism inuciones, las excrecencias y las deform aciones, lo
m onstruoso, lo fantástico bajo todas sus form as. Sin o lvid ar, claro está, las (p ág ’ 6 1 )' .
Pero L évi-Strauss siem pre concibe la producción del sentido como un
transgresiones sexuales y de otro tipo, ni los actos de violencio, n i, claro problem a puram ente lógico, una m ediación sim bólica. El juego de la vio ­
está, las excepciones, sobre todo cuando se producen frente a la ecuani­ len cia sigue disim ulado. No es únicam ente para evocar el aspecto «afec­
m idad ex p lícita de una com unidad. tiv o » del m ito, su terror y su m isterio , que h ay que recuperar este juego,
D esde las prim eras páginas de Le cru e t le cu it vemos m u ltip licarse los sino tam bién porque desem peña el prim er papel bajo todos los aspectos,
signos de la génesis m ítica: el incesto, la venganza, la traición sea a manos incluso los de la lógica y de las significaciones. A él se refieren todos los
de un herm ano o de un cuñado, las m etam orfosis y las destrucciones co­ tem as; sólo él puede conferirles una coherencia absoluta integrándolos a
lectivas, previos a unos actos de fundación y de creación, atribuido todo una lectura realm ente tridim en sio n al, en esta ocasión, puesto que, sin
ello a unos héroes culturales ofendidos. perder nunca la estructura, recupera la génesis y es la única que puede
En un m ito bororo (M 3 ), el sol ordena a todo un poblado que cruce conferir al m ito una función fundam ental.
un río sobre una p asarela dem asiado frág il. Todos m ueren a excepción del
héroe cu ltu ral, «c u y a m archa se había retrasado porque ten ía las piernas
co n trahechas». Unico sup ervivien te, el héroe resucita a las víctim as bajo * * *

una form a diferen ciad a: «L os que fueron arrastrados por los rem olinos
tuvieron los cabellos ondulados o rizados; los que se ahogaron en el agua
m ansa tuvieron los cabellos finos y liso s.» Los hace regresar en grupos El m étodo de análisis elaborado en nuestros prim eros cap ítulo s, a
separados y a p a rtir de una base selectiva. En un m ito ten eteh ara (M 15), p artir de la traged ia g riega, sólo ha servido hasta el m om ento, por lo menos
el héroe c u ltu ral, furioso por ver a su ahijado expulsado de un poblado en unos ejem plos un poco desarrollados, para descifrar los m itos de los
cuyos hab itantes son fam iliares suyos, le ordena «recoger unas plum as y que las tragedias ya constituían un prim er descifram iento. P ara term in ar
am ontonarlas en torno al poblado. Cuando fueron suficientes, les prendió el presente cap ítulo , intentarem os m ostrar que este m étodo m antiene toda
fuego. R odeados por las llam as, los h ab itantes corrían de un lado a otro, su eficacia al m argen de la traged ia y de la m ito logía griega.
sin conseguir escapar. Poco a poco sus gritos se convertían en gruñidos, Dado que los dos últim os capítulos han estado consagrados, al menos
pues todos se transform aron en pecaríes y otros cerdos silvestres, y los que en p arte, a las prohibiciones del incesto y a las reglas m atrim o n iales, tam ­
consiguieron lleg ar a la foresta fueron los antepasados de los cerdos silves­ bién relacionadas ahora, por hip ó tesis, con la violencia fundadora, sena

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in teresan te encontrar un m ito que confirm ara esta génesis y con ella el pero que sólo es localizable a p artir de unos m om entos sincrónicos; sólo es
conjunto de la hipótesis. El m ito que vam os a an alizar, procedente de los posible aprehenderla sum ando unos m om entos sincrónicos; sólo es posible
indios tsim shian que h abitan la costa canadiense del Pacífico, ta l vez p er­ aprehenderla sum ando unos m omentos sucesivos. Es exactam ente la no-
m itirá alcanzar este doble o b jetivo .2 diferencia de la crisis sacrificial, la verdad inaccesible para siem pre para los
Un joven príncipe se enam ora de la h ija del herm ano de su m adre, es dos m iem bros de la p areja que viven la relación bajo la form a de la d ife­
decir, de su prim a cruzada. Por una vanidosa crueldad, ésta exige que le rencia oscilante. La sim etría de las dos m ejillas, acuchilladas sucesivam ente
dem uestre su amor desfigurándose. E l joven se acuchilla sucesivam ente la en cada ocasión, subraya y repite la sim etría de la relación to tal. Q ue­
m ejilla izquierda y la m ejilla derecha. La princesa le rechaza burlándose de dando exceptuada de una y otra p arte la conclusión, se recuperan exacta­
su fealdad. D esesperado, el príncipe escapa, no deseando otra cosa que la m ente los m ism os datos pero nunca en el m ismo m omento.
m uerte. Llega finalm ente a los parajes del J e f e P es tile n cia , s e ñ o r d e las d e ­ Entre los dos prim os y el pueblo del Jefe P estilen cia existe la m ism a
f o r m id a d e s . En torno al jefe se am ontona un pueblo de cortesanos, todos relación que en tre los protagonistas de Hdipo r e y y los tebanos apestados.
ellos lisiados y m utilado s; conviene evitar su contacto pues convierten en Sólo se puede escapar al contagio evitando responder a la llam ada de los
s e m e j a n t e s a ellos m ism os a cuantos responden a sus llam am ientos. El prín­ herm anos enem igos. A l n ivel de los cortesanos, es decir, de la colectividad,
cipe procura no contestar. El Jefe P estilen cia accede entonces a devolverle el m ito se explica o b jetivam en te; hace lo que nosotros m ismos hemos
una herm osura superior a la que ha perdido. H ierve al cliente en una m ar­ hecho en los prim eros cap ítulo s; «co rto circu ita» la diferencia o scilante, y
m ita m ágica ele la que sólo salen unos huesos blanqueados y lim pios sobre tiene el derecho de hacerlo puesto que se refiere a la iden tid ad ; la m u ti­
los cuales la hija del Je fe salta en varias ocasiones. El P ríncipe resucita, lación recíproca aparece directam ente como una p érdida de diferen cias,
deslum brante de herm osura. como un h a c e r s e s e m e j a n t e a manos de personas a las que la violencia ya
Le toca ahora a la princesa enam orarse de su prim o. Y le corresponde ha hecho sem ejantes entre sí. Cómo dudar, en este caso, de que se trata
al príncipe ex igir de su prim a lo que ésta había exigido antes de él. La de la crisis sacrificial, puesto que esta m anera de hacerse sem ejante es al
princesa se m utila am bas m ejillas y el príncipe la rechaza desdeñoso. De­ mismo tiem po una m anera de hacerse m onstruoso. Si los tullido s son d o ­
seosa, tam bién ella , de recuperar su herm osura, la joven se dirige a la m an­ b le s los unos respecto a los otros, tam bién son unos m o n s tr u o s , como es la
sión del Tefe P estilen cia, pero los cortesanos la llam an y ella responde a sus regla de cualq u ier crisis sacrificial.
invitaciones. Entonces esos tu llid o s pueden convertir a la desdichada p rin ­ La m utilación sim boliza de m anera extrao rd in aria la labor de la crisis;
cesa en s e m e j a n t e a ellos m ism os, o aún peor: le rom pen los huesos, le está claro, en efecto, que debe in terpretarse a un tiem po como creación
desgarran los m iem bros, la arrojan al exterio r para d ejarla m orir allí. de lo deform e, de lo h orrible y como elim inación de todo lo que diferen cia,
El lector habrá identificado de pasada muchos tem as que los análisis de todo lo que supera, de todo lo que sobresale. El proceso en cuestión
anteriores le habrán hecho fam iliares. Todos los personajes del m ito des­ uniform a los seres, abóle lo que les diferencia p e r o sin alcanzar la arm onía.
figuran a los otros, exigen que se desfiguren , in tentan in útilm en te desfi­ En la idea de la m utilación deform adora y afeadora, la obra de la violencia
gurarlo s, o incluso se desfiguran a sí m ism os, y todo ello , a fin de cuentas, recíproca queda tan fuertem ente expresada y condensada que se hace insó­
e q u iv a le a lo m ism o . No se puede ejercer la violencia sin su frirla, ésta es la lita , indescifrable y m ítica.
ley de la reciprocidad. En el m ito, todos se hacen s e m e j a n t e s en tre sí. El L évi-Strauss, que explica nuestro m ito en La g e s t e d ’A sdiwal, lo cali­
peligro que am enaza a los visitan tes del Jefe P estilen cia a m anos de su fica de «n o v elita h o rrib le». D igam os más bien extrao rd in aria novela sobre
pueblo de tu llid o s repite la relación de los dos prim os. La p estilen cia y el horror de las relaciones entre los hom bres en la violencia recíproca. H ay
la m utilación sólo designan una sola e id én tica realid ad : la crisis sacri­ que reten er la palab ra n o v ela . A unque ajeno al m undo occidental, el m ito
ficial. hace in terven ir, en la relación de los dos prim os, un resorte que, eviden­
En la relación del príncipe y de la princesa com ienza por dom inar la tem ente, es el del antagonism o trágico o del m alentendido cómico en el
m ujer; ella encarna la belleza y el hom bre la feald ad , ella no le desea teatro clásico, pero que se parece m ucho, asim ism o, al am or-celos en la
y el hom bre la desea a ella . A continuación, se in vierten las relaciones. novela m oderna, en Sten dhal, en Pro ust y en D ostoyevski. N unca acabaría­
Q uedan abolidas unas diferen cias, una sim etría que no cesa de engendrarse mos de anotar las lecciones que se disim ulan detrás de la aparente extra-
ñeza de sus tem as.
2. F ranz Boas, Tshimshian Mythology (R epo rt of the B u reau of A m erican Ethno- El príncipe y la princesa reclam an y obtienen uno del otro la m ism a
logv, X X X I. n,° 25). V er tam b ién S tith Thom pson ed, Tales of the Nnrth American
Indians (B lo om in gton , In d ia n a , 1968), pp. 178-186 E ste m ito ha sido resu m ido por pérdida violenta de diferencia que los cortesanos hacen sufrir a los que son
C lau d e L évi-S trau ss, La Geste d'Asdiwal, A n n u aire de lE c o le p ra tiq u e des H autes suficientem ente locos como para un irse a ellos. En el m ito todas las d ife­
E tu des, V I sección, 1958-1959, y Les Temps modernes, 1081-1123. rencias se b orran y desaparecen, pero, bajo otro aspecto, subsisten todas.

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P ara ser exactos, el m ito jam ás nos dice que no h ay diferencia en tre los cor­ se acaba de en terrarle.3 H ay que observar, por otra p arte, que la m etam orfo­
tesanos y los dos prim os, ni sobre todo entre los propios prim os. E l m ito no sis se efectúa a p artir de los huesos mondos y liro n do s, es decir, m ás allá
sólo no dice nada sem ejante sino que en su conclusión rom pe d efin itiv a­ de cu alq uier descom posición m aléfica.4 La m etam orfosis del príncipe es
m ente la sim etría entre el prícnipe y la p rincesa, afirm a claram ente la p ri­ paso por la m u erte; el resultado feliz de una violencia suprem a, la de la
m acía de la diferencia. un an im idad recup erada: la reconquista de la belleza coincide con la reno­
No h ay nada, en las relaciones entre el prín cip e y la p rincesa, que ju s­ vación d el orden cu ltu ral. E l Je fe P estilen cia encarna, a su vez, todos los
tifiq u e esta p érd id a de sim etría, salvo, sin dud a, al ig u al que en el caso de aspectos sucesivos de la violencia. Señor de las deform idades y de las m eta­
E dipo, el hecho de « la p rincesa ha com enzado». En el orden de la violencia m orfosis, árb itro soberano del juego suprem o, es el equivalen te del Dioni-
im p ura, esta iden tificació n del origen nunca es realm ente satisfacto ria. Nos sos de Las bacantes.
vem os confrontados una vez m ás, por consiguiente, con la contradicción de T odas las diferencias sign ificativas del m ito, in icialm ente entre los
Edipo r e y y de Las bacantes. E l an álisis de las relaciones revela una erosión protagonistas y los cortesanos, la diferen cia de sexo entre los propios pro­
constante de todas las diferencias, la acción m ítica tiende hacia la sim etría tago n istas, la determ inación que les convierte en prim os cruzados, hunden
perfecta de las relaciones in diferen ciadas. Pero es una h isto ria com pleta­ sus raíces en la violencia fundadora. La acción m ítica, el proceso de in d i­
m ente d istin ta, a fin de cuentas, la que nos cuenta el m ito. Es incluso una ferenciación v io len ta, viola necesariam ente la norm a in staurada por el m ito,
h isto ria exactam ente in versa. La asim etría del m ensaje se opone, tam bién la diferencia ya no sign ificativa y sí únicam ente n orm ativa que ordena ca­
aquí, a una sim etría, literalm en te copiosa, en todos los restantes planos. sarse entre sí a los prim os cruzados de sexo d iferen te. Com binación in es­
Todo nos sugiere que esta contradicción debe ser referida al acontecim iento table de indiferenciación y de diferen cia, el m ito se presenta necesariam ente
disim ulado detrás de la conclusión del m ito, a la m uerte de la princesa que como infracción a la regla que in stau ra, instauración de la regla que in ­
desem peña, evidentem ente, el papel de la víctim a pro p iciatoria. T am bién fringe. A sí es como lo presentaba a Franz Boas su inform ador. A p artir de
en este caso la un an im id ad , con una sola salvedad, de la violencia colectiva la desgracia sucedida a la p rincesa, afirm aba, se casa a las jóvenes con sus
sustenta las diferencias m íticas, surgidas a su vez de un a indiferenciación prim os sin tom ar en consideración sus preferencias personales.
violenta que perm anece visib le en todas las partes del m ito. N ada tan in teresan te, por otra p arte, como confrontar nuestro m ito
La violencia que sufre la princesa a manos de los cortesanos es sem e­ con el ritu al de los m atrim onios entre prim os cruzados, en las fam ilias p rin ­
jan te a todas las que la preceden, y en ningún modo radicalm en te d istin ta, cipescas del pueblo T sim shian:
en tanto que decisiva y fin al; estab iliza d efin itivam en te, entre los dos pro­
tago n istas, una diferencia que hubiera debido seguir oscilando. Es toda la «C uan do el príncipe y la princesa se han unido, la trib u del
m u ltitu d de los cortesanos, es decir, toda la com unidad, la que se precipita tío del joven se trasto rn a; entonces, la trib u del tío de la joven
sobre la princesa y la desgarra con sus m anos; todas las características del se trasto rna tam bién, y com ienza un com bate en tre am bas. A m ­
sp a ra gm os dionisíaco están ah í; es exactam ente el lincham iento fundador, bos campos se arrojan p ied ras, y m uchas cabezas resultan heridas
en tanto que unánim e, lo que aquí encontram os. de una y o tra p arte. Las cicatrices de las h e rid a s ... [s o n ] como las
El retorno a la arm onía diferenciada está basado en la expulsión arb i­ pruebas del co n trato .» 5
traria de la víctim a p ro p iciatoria. A unque aparezca an tes en la secuencia
m ítica, porque es parcialm ente anexionado al juego de la reciprocidad,
La presencia de la crisis sacrificial detrás del m ito no era h asta ahora
tam bién la m etam orfosis del príncipe procede de la violencia fundadora,
más que una hipótesis p ara nosotros: significado real que es indispensable
es su otra cara: el retorno a lo benéfico d e s p u é s del paroxism o de lo m alé­
p o stular detrás del significante de la m utilació n . El m ito m atrim o n ial con­
fico. Por dicho m otivo esta m etam orfosis es tam bién tan rica en elem entos
firm a esta hipótesis concediendo un espacio a la violencia en cuestión, vio ­
que designan y disfrazan el m ecanism o de la víctim a propiciatoria. La ex tra­
lencia ritu a l, sin duda, pero perfectam ente real y m anifiestam ente unida
ña técnica de la afortunada m etam orfosis se asem eja a un sueño de in icia­
al tem a de la m utilación en el m ito: A m bos ca m p o s se arrojan piedras y
ción cham ánico. No faltan en el folklore am ericano los ejem plos de m uer­
m uchas cabezas resultan heridas d e una y otra parte. No cuesta trabajo im a­
tos que resucitan porque se salta o se cam ina sobre su cadáver o sobre sus
g in ar al C ervantes o al M o liere del siglo x x que situ ara en m edio de estos
osam entas.3 T al vez convenga aproxim ar esta técnica a una práctica obligada
en determ inados ritos sacrificiales y que consiste, como hem os visto ante­
riorm ente, en pisotear unas veces la víctim a, y otras la tum ba en la que
4. C fr. p .447.
5. Boas, op. cit.; el terto francés es el de C lau d e L évi-Strau ss en La Geste
3. Cf. S tith Thom pson, op. cit., nota 261/3. C fr. p. 145. d ’Asdiwal.

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lanzam ientos de piedras tsim shian a un devoto contem poráneo del puro m ejor en el seno de cada grupo. Y a es el principio de cu alq uier guerra « e x ­
«sig n ifica n te» para d em ostrarle que algunas m etáforas son m ás sorpren­ tran je ra»; las tendencias agresivas potencialm ente fatales para la cohesión
dentes que otras. Los indios no lo dudan: Las cica trices d e las heridas son del grupo se o rien tan, como se ha visto , desde dentro hacia fuera. In ver­
c o m o las prueb as d e l contrato, de la unión que se dispone a consagrar. El sam ente, cabe pensar que m uchas guerras presentadas en los relatos m íticos
carácter sacrificial de esta violencia queda claram ente confirm ado por un como extran jeras disim ulan una violencia más intestina. Son dem asiados los
hecho suplem entario com unicado a Franz Boas por un segundo inform ador textos, que m uestran dos ciudades o dos naciones, en principio in dep en dien ­
indígena. E ntre los niga, cuyas costum bres m atrim oniales son análogas a tes entre sí, enfrentadas, Tebas y A rgos, Rom a y A lb a, la H élade y T ro ya,
las de los tsim sh ian , la b ata lla entre los dos grupos puede alcanzar tal mezclando en sus luchas m uchísim os elem entos característicos de la crisis
in tensidad que uno de los esclavos que com baten al servicio del novio puede sacrificial y de su resolución vio len ta, como para no sugerir una elab o ra­
lleg ar a hacerse m atar. No hay un d eta lle, en este caso, que no revele el ción m ítica del tipo que nos in teresa, parcialm ente enm ascarada detrás
sacrificio, claro está que no en la ju n ta y debida form a sino de un modo del tem a del «ex tran jero ».
im plícito que por ello es todavía más revelador. Sabem os de antem ano a
cual de los dos cam pos p ertenecerá la víctim a. Sabem os de antem ano que se
tratará de un esclavo y no de un hom bre lib re , es decir, de un m iem bro
«p o r en tero » de la com unidad: la m uerte no ten d rá que ser ven gada; no
am enaza con desencadenar una «a u tén tica » crisis. A unque p revista, esta
m uerte conserva algo de aleatorio que recuerda el desencadenam iento,
siem pre im p revisib le, del m ecanism o de la víctim a pro p iciatoria. No siem ­
pre se produce la m uerte de un hom bre. En el caso de que se produzca,
se in terp reta como un presagio favorable: los esposos no se separarán nunca.
En las d iferen tes m utilaciones del m ito y del ritu al tsim sh ian , un a lec­
tura psicoanalítica vería constantem ente, sin p ercib ir otra cosa, la «c astra­
c ió n ». N osotros tam bién la vem os, pero la interpretam os de m anera radical
vinculán do la a la p érdida de toda diferencia. E l tem a de la indiferenciación
vio len ta in cluye la castración m ientras que la castración no puede in cluir
todo lo que recubre el tem a de la indiferenciación violenta.
La violencia ritu a l pretende reproducir una violencia o rig in al. Esta
violencia o rigin al no tiene nada de m ítico pero su im itación ritu al supone
n ecesariam ente unos elem entos m íticos. No cabe duda de que la violencia
o rigin al nunca ha enfrentado dos grupos tan claram ente diferenciados como
los grupos de los dos tíos. Podem os afirm ar en principio que la violencia
precede o de la divisió n de un grupo o rigin al en dos m itades exogám icas,
o de la asociación de dos grupos, extraños en tre sí, con el fin de trueques
m atrim o n iales. L a violencia o rigin al se ha desarro llado dentro de un grupo
único al que el m ecanism o de la víctim a pro p iciatoria ha im puesto la regla,
obligándole bien a d iv id irse, bien a asociarse a otros grupos. La violencia
ritu al se desarro lla en tre los g ru p o s ya constituidos.
La violencia ritu a l siem pre es m e n o s in testin a que la violencia o rigin al.
A l pasar a ser m ítico -ritu al, la violencia se desplaza hacia el ex terio r y este
desplazam iento posee, en sí m ism o, un carácter sacrificial: disim ula el espa­
cio de la violencia o rigin al, protegiendo de esta violencia y de su cono­
cim iento al grupo elem en tal en cuyo seno debe rein ar una paz absoluta.
Las violencias rituales que acom pañan el trueque de las m ujeres desem pe­
ñan un papel sacrificial para ambos grupos. Am bos grupos, en sum a, se
ponen de acuerdo en no ponerse nunca de acuerdo, a fin de entenderse algo

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X m ente adorable, pero, como se ha visto, la m etam orfosis in versa depende
tam bién de él. N ada de lo que afecta a la violencia le es ajeno; puede in ter­
LO S D IO SE S, LO S M U E R T O S, LO SA G RA D O , ven ir, por consiguiente, en cualq uier punto del juego soberano; puede asu­
L A SU ST IT U C IO N S A C R IF IC IA L m ir cualq uier papel o todos los papeles sucesiva o incluso sim ultáneam en­
te. En algunos episodios de su h isto ria, D ionisos ya no es el sacrificador
sino la víctim a del diasparagm os. P uede hacerse despedazar vivo por la
m u ltitu d desencadenada, la de los T itan es, por ejem plo, que se unen para
d arle m uerte. E ste episodio nos m uestra una criatu ra m ítica, Zagreo o
D ionisos, sacrificada por el grupo unánim e de sus iguales. No difiere en
nada, por consiguiente, de todos los m itos o riginarios evocados an terio r­
m ente.
H em os visto al rey de Sw azi asum ir a un tiem po el papel de víctim a
y el de sacrificador en el transcurso de los ritos del I n a v a l a. E xiste un dios
azteca, X ipe-T otec, cuyo culto deja especialm ente m anifiesto esta ap titu d de
la encarnación sagrada p ara ocupar todas las posiciones en el seno del
sistem a. A veces el dios se hace m atar y desollar bajo las apariencias de
la víctim a que le su stitu ye, otras, al contrario, este m ismo dios se encarna
Todos los dioses, todos los héroes, todas las criaturas m íticas encon­ en el sacrificado r; él es quien d esuella a las víctim as p ara revestirse con
tradas hasta el m om ento, del rey sagrado africano al Jefe P estilen cia en el su p iel, para co n vertirse, en cierto modo, en ellas, y esto m uestra clara­
m ito tsim sh ian , encarnan el juego de la violencia en su conjunto, tal como m ente que el pensam iento religioso concibe a todos los p articip an tes en
está determ inado por la un an im idad fundadora. el juego de la violencia, tanto los activos como los pasivos, como d o b le s
H em os comenzado por d irig im o s a Edipo. En un prim er m om ento, el entre sí. X ipe-T otec significa «n uestro señor el d eso llad o ». Este nom bre
de Edipo rey, el héroe encarna una violencia casi exclusivam ente m aléfica. sugiere que el papel fundam ental sigue siendo el de la víctim a p ropiciato­
Sólo en Edipo en Colona, el papel del héroe aparece bajo un a luz activa­ ria, de acuerdo con lo que nosotros mismos hemos com probado.
m ente benéfica. La violencia unánim e tiene un carácter fundador. Se consi­ La hipótesis de la violencia, unas veces recíproca v otras unánim e y fun­
dera al presunto culpable del «p arricid io y del in cesto » responsable de esta dadora, es la p rim era que consigue realm en te exp licar el doble carácter de
fundación. Entendem os porque se convierte en objeto de la veneración pú­ cu alq uier d iv in id ad p rim itiv a, de la unión de lo m aléfico y de lo benéfico
b lica. que caracteriza todas las entidades m itológicas en todas las sociedades h u­
Las dos tragedias de Sófocles p erm iten aislar los m om entos opuestos y m anas. D ionisos es a un tiem po « e l más te rrib le » y « e l más d u lce» de
sucesivos del proceso de sacralización. H em os encontrado estos dos mo­ todos los dioses. De ig u al m anera, existe el Zeus que fulm ina y el Zeus
m entos en Las bacantes y son los que determ inan la doble personalidad de «d u lce como la m ie l». No hay div in id ad an tigua que no posea una doble
D ionisos, a un tiem po m aléfica y benéfica. En la d ivin idad, estos dos m o­ cara; si el Taño romano presenta a sus fieles un rostro sucesivam ente pací­
m entos están enfrentados y yuxtap uesto s de ta l m anera que no habríam os fico v belicoso, es porque sign ifica, tam bién él, el juego de la vio len cia; si
llegado a d escubrir su dim ensión h istó rica y su origen de no h aber com en­ acaba por sim bolizar la guerra ex tran jera, es porque ésta no es m ás que
zado n uestra investigación por el exam en de las tragedias edípicas de Só­ una form a especial de la violencia sacrificial.
focles y por el m tio de Edipo cuya elaboración religio sa es más transp a­ D escubrir el juego com pleto de la violencia en las sociedades p rim i­
ren te, tanto porque está menos acabada como porque está más directam ente tivas es acceder a la génesis y a la estructura de todos los seres m íticos y
centrada en el m ecanism o de la víctim a pro p iciatoria. sobrenaturales. H em os visto que la víctim a pro p iciatoria es ejecutada bajo
En el m ito de Las bacantes, D ionisos no desem peña el papel de víctim a las apariencias del d o b le m o n s tr u o s o . Es, pues, al d o b le m o n s tru o s o que
sino el de sacrificador. No conviene dejarse engañar por esta diferencia, h ay que referir el carácter espectacular o discretam ente m onstruoso de cual­
aparentem ente form idable, pero en realid ad nula en el plano religioso: el quier creación sagrada. La unión de lo m aléfico y de lo benéfico co n stitu­
ser m ítico o divino en quien parece encarnarse el juego de la violencia no ye, claro está, la m onstruosidad prim era y esencial, la absorción por el ser
está lim itad o , como ya se ha visto , al papel de la víctim a pro p iciatoria. Es sobrehum ano de la diferencia entre la «b u en a » y la « m a la » violencia, la
la m etam orfosis de lo m aléfico en benéfico lo que co n stituye la esencia y diferencia fundam ental a la que parecen subordinadas todas las dem ás.
la p arte m ejor de su m isión, esta m etam orfosis es la que le hace propia­ No hay diferencia esencial entre la m ostruosidad de Edipo y la de

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D ionisos. D ionisos es a un tiem po dios, hom bre y toro. Edipo es a un es a un tiem po el extranjero y el hijo legítim o , el hom bre del in terio r más
tiem po h ijo , esposo, p ad re, herm ano de los m ism os seres hum anos. Am bos íntim o y del exterio r más excéntrico, el m odelo sim ultáneo de una incom ­
m onstruos se han incorporado unas diferencias que, norm alm ente, se espe­ parable dulzura y del m áxim o salvajism o. C rim in al e incestuoso, está por
cifican en criaturas d istin tas, en entidades separadas. El pensam iento relig io ­ encim a y más allá de todas las reglas que in stau ra y hace resp etar. Es a
so sitúa todas las diferencias en el m ism o p lan o ; asim ila las diferencias la vez el más cuerdo y el más loco, el más ciego y el más lúcido de todos
fam iliares y culturales a las diferencias n atu rales. los hom bres. A lgunos cantos rituales expresan perfectam ente este acapara­
A sí pues, hay que renunciar en el plano de la m itología a cualquier m iento de las diferencias que hace del rey el m o n stru o sagrado en todos
distinción clara en tre m onstruosidad física y m onstruosidad m oral. Nos­ los sentidos posibles de la expresión:
otros m ismos utilizam os el m ismo térm ino en ambos casos. El pensam iento
religioso, como se ha visto , no diferencia los gem elos biológicos de los ge­ El jefe no tiene nada suyo (ninguna preferencia)
m elos de la vio len cia, engendrados por la disgregación del orden cu ltu ral. El jefe no tiene nada bueno o nada malo
En realid ad , todos los episodios del mito de Edipo se doblan entre sí. El huésped (el extranjero) es suyo'T el aldeano es suyo.
U na vez adm itido este hecho, descubrim os que todos los personajes del El sensato es suyo, el loco es su yo .1
m ito son unos m onstruos y que son mucho más parecidos entre si de lo
que deja suponer su apariencia exterio r. Si todos los personajes son unos
dobles, todos, por consiguiente, son tam bién unos m onstruos. Como se * * *

ha visto , Edipo es un m onstruo. T iresias es un m onstruo: herm afro dita,


llev a consigo la diferen cia de los sexos. La esfinge es un m onstruo, un
auténtico conglom erado de diferencias con su cabeza de m ujer, su cuerpo Como vem os, no debemos asom brarnos si los O lim pos están poblados
de león, su cola de serpiente y sus alas de ág u ila. E xiste una diferencia de criaturas que cuentan en su activo con un gran núm ero de violaciones, de
extrem a, aparentem ente, entre esta criatura fan tástica y los personajes hum a­ asesinatos, de parricidios y de incestos, sin contar los actos de dem encia
nos del m ito, pero basta con exam inar las cosas con m ayor atención para y de b estialid ad . No debem os asom brarnos si estas m ism as criaturas parecen
com probar que es in existen te. La esfinge ocupa la m ism a posición, respecto hechas de piezas y de trozos sacados de diversos órdenes de realid ad , h u­
a Edipo, que todos los dem ás personajes; obstruye el paso; es el obstáculo m ana, anim al, m aterial, cósm ica. N ada más in ú til, sin duda, que buscar
fascinante y el m odelo secreto, el portador del l o g o s p h ob ou s, el oráculo entre los m onstruos unas diferencias estables y sobre todo deducir de ellas
de la desgracia. A l igual que Layo, y antes que Layo el desconocido de unas conclusiones pretendidam ente sign ificativas en el plano de la psico­
C orinto, y C reonte y T iresias después de é l, la esfinge cam ina tras los logía in d iv id u al o de un supuesto «inconsciente co lectivo ». De todas las
pasos de Edipo a menos que no sea Edipo que cam ina tras los suyos; la escolásticas que se han desarrollado en el transcurso de la h isto ria occidental,
esfinge tiende al héroe una tram pa de n aturaleza oracular. A sí pues, el no hay o tra, sin duda, tan cóm ica. La explotación seudorracional de lo m ons­
episodio es un doblete de todos los dem ás. L a esfinge encarna la violencia truoso, su clasificación en «arq u e tip o s», etc., no hace más que prolonga!
m aléfica, como hará Edipo posteriorm ente: la esfinge es enviada por H era sin ningún hum or el juego m óvil y su til de las M etam orfosis de O vidio y ,
para castigar a T ebas, de la m ism a m anera que la peste es enviada por más allá to davía, la m ism a elaboración m itológica. P o n tificar sobre el mons­
A polo. La esfinge devora cada vez más víctim as hasta el m om ento en truo es lo m ism o, en d efin itiv a, que asustarse o reírse de él; es dejarse
que su expulsión, a manos de E dipo, lib era la ciudad. H ay que observar engañar por él, es no reconocer al herm ano que siem pre se oculta detrás
que Edipo aparece aquí como ejecutor de m onstruos, es decir, como sacri­ del m onstruo.
ficado!:, antes de aparecer, m onstruo el m ism o, en el papel de la víctim a Las diferencias entre los diversos tipos de criaturas m itológicas sólo
p ro p iciatoria. Esto sign ifica que con Edipo ocurre lo m ismo que con las pasan a ser interesantes si se las refiere a su origen com ún, la violencia
dem ás encarnaciones de la violencia sagrada: puede ju g ar y juega sucesi­ fundadora, para reconocer en ella una diferencia, bien en la in terpretración
vam ente todos los papeles. de los datos ofrecidos por la violencia, o bien en los datos m ism os, pero
El rey sagrado tam bién es un m onstruo; es a un tiem po dios, hombre esta segunda po sibilidad es m uy difícil de explorar.
y anim al salvaje. A unque lleguen a degradarse a sim ple retó rica, las apela­ Podem os adm itir que algunas diferencias religiosas rem ontan direc­
ciones que designan en el al león o al leopardo se arraigan como todas las tam ente a las m odalidades de la violencia que las funda. Es b astan te eviden-
dem as significaciones religio sas en la experiencia del doble m onstruoso y de
la unanim idad fundadora. M onstruosidad m oral y m onstruosidad física apa­ 1. T. T h eeu w s, «N a ître et m ourir dans le ritu el L u b a » , Zaïre, X IV , B ru selas,
recen ahí no menos confundidas y m ezcladas. A l ig u al que Edipo, el rey 1960, p. 172. C itad o por L. M a k ariu s, «D u roi m agiq ue au roi d iv in ;., op. cit. p. 686.

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te en el caso del incesto ritu a l de las m onarquías africanas, o de algunas reciprocidad reaparece en el in terio r de la com unidad. Los m uertos no
prácticas sacrificiales, como el spar a graos dionisíaco. Podem os dar otros quieren la destrucción com pleta de un orden que de en trada es el suyo,
ejem plos. En num erosas m ito logías, los dioses, espíritus o creadores m íti­ más allá de un cierto paroxism o, recom ienzan a desear el culto que se
cos, se divid en claram ente en dos categorías, una « s e ria » , la o tra «có m ica». les rin d e; dejan de atorm entar a los vivos y regresan a su m orada h ab itual.
H erm es en tre los griegos, M ercurio en tre los latin o s, son unos dioses Se reexpulsan, en sum a, o se dejan reexpu lsar con el estím ulo ritu a l de
cóm icos. En algunas sociedades, existen unos payasos y unos bufones sagra­ la com unidad. E ntre el reino de los m uertos y de los vivo s, se abre de nuevo
dos. Los norteam ericanos tienen su trickster. Están los locos reales, los la diferencia.
reyes de los locos y todo tipo de soberanos tem porales, personajes a un La m olesta in terpen etració n de los m uertos y de los vivos se presenta
tiem po cómicos y trágicos, regularm en te sacrificados al térm ino de su a veces como la consecuencia, y otras como la causa de la crisis. Los
breve triun fo . Todas estas figuras encarnan el juego de la violencia sagra­ castigos que los m uertos in fligen a los vivos no se diferencian de las con­
da, de la m ism a m anera que el rey africano pero de otro modo. H ay que secuencias de la transgresión. En un a sociedad m inúscula, el juego conta­
referir todo esto a la violencia colectiva, claro está, y más específicam ente gioso de la hibris se vuelve con rapidez, recordém oslo una vez m ás, contra
a un cierto modo de esta violencia. Ju n to a la expulsión « s e ria » , siem pre ba todos los jugado res. A l ig u al, p ues, que la de los dioses, la venganza de
debido e x istir una expulsión fundada al m enos en p arte en el ridículo. los m uertos es tan real como im p lacab le. Coincide con el retorno de la
A ún en nuestros d ías, las form as suavizadas, cotidianas y banales del violencia sobre la cabeza del violento.
ostracism o social se p ractican , casi siem pre, a p artir del ridícu lo . Una Es exacto afirm ar que los m uertos sustituyen aq u í a los dioses. Las
gran p arte de la literatu ra contem poránea está dedicada, exp lícita o im p lí­ creencias a su respecto se reducen esquem áticam ente a lo que ya se ha
citam ente, a este fenóm eno. Por poco que se piense en las categorías socia­ descrito respecto a E dipo, a D ionisos, etc. Se p lan tea una única cuestión:
les y en el tipo de individuos que ofrecen su contingente de víctim as a unos ¿por qué los m uertos pueden encarnar el juego de la violencia con igu al
ritos como el del pharmakos: vagabundos, m iserab les, lisiad o s, etc., cabe m otivo que los dioses?
suponer que la b urla y las mofas de todo tipo entraban en buena parte en La m uerte es la peor violencia que puede sufrir un ser vivo ; es, por
los sentim ientos negativos que se exterio rizan en el transcurso del sacri­ consiguiente, extrem adam ente m aléfica; con la m uerte, p en etra la vio­
ficio a fin de ser p u rifica d o s y ev a cu a d o s por él. lencia contagiosa en la com unidad y los seres vivos deben protegerse de
E xiste un a enorm e m asa de datos que exige unos análisis detallado s. ella. A íslan el m uerto, hacen el vacío a su alrededo r; tom an todo tipo
Como su vinculación a n uestra hipótesis fundam ental no p lan tea ninguna de precauciones y sobre todo practican unos ritos fúnebres, análogos a
d ificu ltad de principio ahí los dejam os p ara volvernos hacia otras fórm ulas todos los dem ás ritos en cuanto tienden a la purificación y a la expulsión
religiosas que deben ilu m in arse, tam bién ellas, en contacto con esta m isma de la violencia m aléfica.
h ipótesis. D irem os en prim er lu gar algunas p alab ras respecto a una form a Sean cuales fueren las causas y las circunstancias de su m uerte, el que
religio sa que puede pasar, a prim era vista, por m uy diferen te de todo lo m uere se encuentra siem pre, respecto al conjunto de la com unidad, en
que hem os visto hasta el m omento pero que, en realid ad , está m uy cerca una relación análoga a la de la víctim a p ro p iciatoria. A la tristeza de los
de ello , el culto de los antepasados o sim plem ente de los m uertos. supervivientes se une una curiosa m ezcla de espanto y de alivio propicia a
En algunas culturas, los dioses aparecen difum inados o ausentes. P a­ los propósitos de enm ienda. La m uerte del aislado aparece vagam ente
rece que son unos antepasados m íticos o los m uertos en su conjunto quie­ como un trib u to que se debe pagar para que la vida colectiva pueda prose­
nes sustituyen a cualq uier d ivin id ad . Pasan a un tiem po por los funda­ gu ir. M uere un solo ser y la so lidaridad de todos los vivos se ve reforzada.
dores, los celosos guardianes y , si hace fa lta, los perturbadores de cual­ D iríase que la víctim a propiciatoria m uere para que la com unidad, am e­
quier orden cu ltu ral. Cuando el ad ulterio , el incesto y las transgresiones nazada en su conjunto de m orir con ella, renazca a la fecundidad de un
de todo tipo se difun den , cuando las querellas entre fam iliares se m u ltip li­ orden cu ltu ral nuevo o renovado. D espués de haber sem brado por todas
can, los m uertos están descontentos y acuden a atorm entar o poseer a los partes los gérm enes de m uerte, el dios, el antepasado o el héroe m ítico,
vivos. Les ocasionan p esad illas, accesos de locura, enferm edades contagio­ m uriendo ellos m ism os o haciendo m orir a la víctim a elegida por ello s,
sas, suscitan, entre padres y vecinos, disputas y conflictos; provocan todo aportan a los hom bres una nueva vida. ¿D e qué asom brarse si la m uerte,
tipo de perversiones. en últim o térm ino, es sentida como herm ana m ayor, cuando no incluso
L a crisis se presenta como pérdida de diferencia entre los m uertos y los como fuente y m adre de toda vid a?
vivos, m ezcla los dos reinos norm alm ente separados. Es la prueba de que Los investigadores siem pre atrib uyen a la renovación de las estaciones,
los m uertos encarnan la violencia, exterio r y trascendente cuando reina al ascenso anual de la savia en los vegetales, esta creencia en un principio
el orden, inm anente de nuevo cuando las cosas se estropean, cuando la m ala de vida que coincidiría con la m uerte. Sign ifica am ontonar un m ito sobre

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otro: y negarse, una vez m ás, a contem plar abiertam ente el juego de la rente de todas, la más próxim a a lo que realm ente ocurrió la prim era vez,
violencia en las relaciones hum anas. El tem a de la m uerte y de la resurrec­ con la salvedad, claro está, de que desconoce el m ecanism o de la u n an i­
ción florece en unas regiones en que los cam bios estacionales son in ex isten ­ m idad recuperada. A firm a de m anera ex p lícita que siem pre h ay m uerte de
tes o están reducidos al m ínim o. Incluso ahí donde existen las analogías hom bre en el origen del orden cu ltu ral y que la m uerte decisiva es la de
y donde el pensam iento religioso llega a aprovecharlas, no se puede con­ un m iem bro de la com unidad.
siderar la n atu raleza como el ám bito o rigin al de esta tem ática, el lugar en
el cual echa raíces. La periodicidad de las estaciones viene únicam ente a * Je Je
ritm ar y orquestar una m etam orfosis que es la de las relaciones hum anas
y que tiene siem pre la m uerte de alguna víctim a como pivote.
En la m uerte, pues, está la m uerte pero tam bién la vida. No h ay vida, H em os comenzado por aprehender el juego de la violencia a través
en el plano de la com unidad, que no hable de la m uerte. A sí, la m uerte de los seres que pasan por en carn arla, héroes m íticos, reyes sagrados, dio­
puede aparecer como la d ivin id ad au tén tica, el lugar en que se unen lo ses, antepasados divinizados. Estas diferentes encarnaciones facilitan la com­
más benéfico y lo más m aléfico. Eso es, sin duda, lo que quiere decir prensión; p erm iten descubrir el papel de la víctim a p ropiciatoria v aquél,
H eráclito cuando afirm a: D ionisos es lo m ism o que Hades. No podríam os fundam ental, de la unanim idad vio len ta. Estas encarnaciones siem pre son
ad m itir que un pensador de la talla de H eráclito pretenda únicam ente re­ ilu so rias en el sentido de que el juego de la violencia pertenece a todos
cordar los vínculos aparentem ente anecdóticos que unen la m ito logía infer­ los hom bres y , por consiguiente, a ninguno en especial. Todos los actores
nal a la de D ionisos. El filósofo reclam a la atención sobre la razón de ser desem peñan el m ismo papel, a excepción de la víctim a pro p iciatoria, claro
de estos vínculos. está, pero cualquiera puede in terp retar el papel de víctim a propiciatoria
La d ualid ad de lo m aléfico y de lo benéfico reaparece en la m aterialidad No hay que buscar el secreto del proceso salvador en las diferencias que
de la m uerte. M ien tras se prosigue el proceso de descom posición, el cadáver p udieran d istin g u ir a la víctim a pro p iciatoria de los dem ás m iem bros de la
es m uy im puro. A l igu al que la desintegración violenta de una sociedad, la com unidad. Lo arb itrario es aquí fundam ental. El error de las in terp reta­
descom posición fisiológica convierte poco a poco un sistem a diferen cial ciones religio sas consideradas hasta el m om ento consiste precisam ente en
m uy com plejo en el polvo indiferenciado. Las form as de lo vivien te vu el­ atrib u ir la m etam orfosis benéfica a la n aturaleza sobrehum ana de la víc­
ven a lo inform e. E l m ism o len guaje no alcanza a precisar los «resto s» tim a o de cualq u ier otro actor, en tanto que aquélla o éste parece encarnar
supervivientes de lo v ivien te. E l cuerpo en proceso de putrefacción se el juego de la violencia soberana.
convierte en aquella cosa «q u e carece de nom bre en todas las len g u as». A l lado de estas lecturas «p erso n alizad as» del juego violento , existe
Una vez term inado el proceso, en cam bio, una vez agotado el tem ible una lectura im personal. Corresponde a todo lo que recubre el térm ino de
dinam ism o de la descom posición, cesa frecuentem ente la im pureza. Los sagrado o, m ejor to d av ía, en latín , sacer. que traducim os unas veces por
huesos blanqueados y resecados pasan, en algunas sociedades, por poseer «sag rad o » y otras por « m a ld ito » , pues in cluye tanto lo m aléfico como lo
unas v irtu d es bienhechoras y fecundadas.2 benéfico. Se encuentran unos térm inos análogos en la m ayoría de las len ­
Si toda m uerte se experim enta y se ritu aliz a sobre el modo de la ex ­ guas, así el famoso mana de los m elanesios, el wakan de los sioux, el
pulsión fundadora, es decir, del m isterio fundam ental de la violencia, la o ren d a de los iroqueses, etc.
expulsión fundadora, a su vez, puede ser rem em orada en el modo de la Por lo menos bajo un aspecto, el len guaje del sa cer es el menos en­
m uerte. Es lo que ocurre en todos los casos en que los m uertos ejercen gañoso, el menos m ítico de todos, puesto que no postula ningún directo r de
unas funciones que, en otras ocasiones, quedan reservadas a los dioses. El juego, ninguna in terpretación p riv ilegiad a, ni siquiera de un ser sobrehu­
juego com pleto de la violencia queda asim ilado bien a un antepasado espe­ m ano. E l hecho de que el sa cer sea concebible al m argen de cualquier
cial, bien al conjunto de los difuntos. El carácter m onstruoso del antepa­ presencia antropom órfica, m uestra perfectam ente que cu alq uier in ten to de
sado fundador, el hecho de que sea frecuentem ente la encarnación de una d efin ir lo religioso a través del antropom orfism o o el anim ism o es una
especie an im al, al m ismo tiem po que el antepasado, debe leerse como una p ista falsa. Si lo religioso consistiera en «h u m an izar» lo no-hum ano o en
prueba de que el d o b le m o n s tru o s o siem pre está p resente, en el origen del dotar de un «a lm a » lo que no la tiene, la aprehensión im personal de lo
culto. A l ig u al que el de los dioses, el culto de los m uertos es una in ter­ sagrado no ex istiría.
pretación especial del juego de la violencia en tanto que determ in a el destino Si intentam os resum ir todos los tem as abordados en el presente ensa­
de la com unidad. Esta in terpretació n , a decir verdad, es la más transp a­ yo, nos vem os obligados a titu larlo La violen cia y lo sagrado. E sta apre­
hensión im personal es fundam ental. En A frica, por ejem plo, al ig u al que
2. V er p. 431. en todas p artes, sólo hay una única e idéntica p alab ra para design ar las

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dos caras de lo sagrado, el juego del orden y del desorden cu ltu ral, de la D escubrir la violencia fundadora equivale a enten der que lo sagrado
diferencia p erd id a y recuperada, tal como lo hem os visto desarro llarse en une en sí todos los contrarios, no porque d ifiera de la violencia sino porque
el dram a inm utable del m onarca incestuoso y sacrificado. E sta p alab ra la violencia parece d iferir de sí m ism a: unas veces rehace la unanim idad
califica por una parte todas las transgresiones reales, todas las prácticas a su alrededor p ara salvar los hom bres y edificar la cu ltu ra, otras, al
sexuales p rohibidas y hasta las líc itas, todas las form as de violencia y de contrario, se em peña en d estruir lo que hab ía edificado. Los hom bres no
b ru talid ad , la suciedad, la podredum bre, cualq u ier form a m onstruosa, así adoran la violencia como tal: no p ractican el «cu lto de la vio len cia» en el
como las querellas entre próxim os, los rencores, la en vidia, los c e lo s ... y sentido de la cultura contem poránea, adoran la violencia en tanto que les
califica por otra p arte el vigo r creador y ordenador, la estab ilid ad y la confiere la única paz de la que gozan jam ás. A través de la violencia que
serenidad. Todas las significaciones opuestas se encuentran en el juego de les aterroriza es, pues, hacia la no-violencia que tien de siem pre la adora­
la in stitució n m onárquica; la realeza es una encarnación del juego sagrado, ción de los fieles. La no-violencia aparece como un don gratuito de la
pero este m ism o juego puede d esarro llarse tam bién al m argen de luz. P ara violencia y esta apariencia no carece de m otivo puesto que los hom bres
entender la realeza hay que re ferirla a lo sagrado pero lo sagrado existe sólo son capaces de reconciliarse a través de un tercero. Lo m ejor que
al m argen de la in stitució n m onárquica. pueden hacer los hom bres en el orden de la no-violencia, es la un an im idad
T am bién el sacrificio puede defin irse sin referen cia a ninguna d iv in id ad , salvo uno de la victim a pro p iciatoria.
en función únicam ente de lo sagrado, es d ecir, de la violencia m aléfica po­ Si el pensam iento religioso p rim itivo se engaña cuando diviniza la
larizada por la victim a y m etam orfoseada por la inm olación en violencia violencia, no lo hace cuando se niega a atrib u ir a la vo lu ntad de los hom ­
benefica o expulsada al ex terio r, lo que eq u ivale a lo m ism o. M alo en bres el principio de la unidad social. E l m undo occidental y m oderno ha
el in terio r de la com unidad, lo sagrado se convierte en bueno, cuando escapado h asta nuestros días a las form as más in m ediatam ente coercitivas
regresa al ex terio r. E l len guaje de lo puro sagrado preserva lo que hay de la violencia esencial, esto es, de la violencia que puede an iq u ilarlo por
de esencial en lo m ítico y lo religio so ; arranca su violencia al hom bre para com pleto. E ste p rivilegio no tiene nada que ver con una de estas «su p era­
p lan tearla en entidad separada, deshum anizada. Lo convierte en una especie ciones» de las que tan deseosos se m uestran los filósofos id ealistas puesto
de « flu id o » que no se deja aislar pero que puede im pregnar las cosas por que el pensam iento m oderno no reconoce su n atu raleza ni su razón, igno­
sim ple contacto. A este len gu aje, claro está, hay que vincu lar la idea de con­ ra incluso su ex isten cia; a eso se debe que sitúe siem pre el origen de la
tagio , em píricam ente exacta, en muchos casos, pero tam bién m ítica, pues­ sociedad en un «con trato so cial», explícito o im p lícito , arraigado en la
to que hace desaparecer la reciprocidad de la vio len cia; « re ific a » de m a­ «raz ó n », el «sen tido co m ún », la «m u tu a b en evo len cia», « e l interés bien en­
nera m uy lite ra l la violencia viva de las relaciones hum anas, la transfor­ ten d id o », etc. A si p ues, este pensam iento es incapaz de descubrir la esencia
m a en una casi-sustancia. M enos m ítica bajo ciertos aspectos que el len ­ de lo religioso y de atrib u irle una función real. E sta incapacidad es de tipo
guaje de los dioses, el len guaje de lo puro sagrado es bajo otros todavía m ítico; prolonga la incapacidad religio sa, es decir, el escam oteo de la vio­
más m ítico puesto que elim in a las últim as h uellas de las víctim as reales; lencia h um ana, la ignorancia de la am enaza que ésta hace pesar sobre cual­
nos oculta que no hay juego sagrado sin víctim as p ropiciatorias. quier sociedad hum ana.
A cabam os de decirlo : la violencia y lo sagrado. Podríam os decir ig u al­ H asta el pensam iento religioso más grosero posee una verdad que es­
m ente: la violencia o lo sagrado. El juego de lo sagrado y el de la violencia capa a todas las corrientes del pensam iento no religio so , aun las más « p e ­
coinciden. No cabe duda de que el pensam iento etnológico esta dispuesto sim istas». Sabe que el fundam ento de las sociedades hum anas no es algo
a reconocer, en el seno de lo sagrado, la presencia de todo lo que puede obvio y cuyo m érito puedan atrib uirse los hom bres. La relación del pen­
recub rir el térm ino de violencia. Pero añadira inm ediatam ente que en lo sam iento moderno con la religio sidad p rim itiva es, por consiguiente, m uy
sagrado tam bién hay otra cosa e incluso la co n traria de la violencia. E xiste diferen te a la que im aginam os. E xiste un desconocim iento fundam ental que
tanto el orden como el desorden, tanto la paz como la guerra, tanto la se refiere a la violencia y que com partim os con el pensam iento religioso.
creación como la destrucción. E xisten, según parece, en lo sagrado tantas E xisten , al contrario, en lo religio so , unos elem entos de conocim iento, res­
cosas heterogéneas, opuestas y contradictorias que los especialistas han pecto a esta m ism a violencia, que son perfectam ente reales y que se nos
renunciado a desenm arañar la confusión; han renunciado a dar una defi­ escapan com pletam ente.
nición relativam en te sencilla de lo sagrado. El descubrim iento de la violen ­ Lo religioso dice realm ente a los hom bres lo q u e hay qu e h a cer y no
cia fundadora desemboca en una definición extrem adam ente sim ple y esta ha cer p ara ev itar el retorno de la violencia destructo ra. Cuando los hom ­
definición no es ilu so ria; revela la un idad sin escam otear la com plejidad; bres descuidan los ritos y transgreden las prohibiciones, provocan, lite ra l­
perm ite organizar todos los elem entos de lo sagrado en una to talidad in te­ m ente, que la violencia trascendente vuelva a b ajar sobre ello s, p ara con­
lig ib le. vertirse en la tentadora dem oníaca, la puesta form idable y nula en torno

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a la cual se disponen a d estruirse entre sí, física y espiritu al m ente, hasta El m etal es un bien in estim ab le; facilita m il trabajo s; ayuda a la comu­
la an iquilació n to tal, a menos que el m ecanism o de la víctim a pro p iciatoria, n idad a defenderse contra los enem igos del ex terio r. Pero estas ventajas
una vez m ás, acuda a salvarlo s, a menos que, en otras p alab ras, la violen ­ van acom pañadas de una tem ib le co n trap artida. Todas las arm as tienen
cia soberana, considerando a los «cu lp ab les» suficientem ente «castig ad o s», doble filo. A gravan el peligro que hacen correr a la sociedad sus propias
no condescienda en recuperar su trascendencia, en alejarse el m ínim o para discordias in testin as. Todo lo que se gana en unos días propicios, puede
v ig ilar a los hom bres desde fuera e in sp irarles la tem erosa veneración que perderse con creces en los nefastos. La doble tendencia que em puja a los
les aporta la salvación. hombres a veces a la cohesión y a la arm onía, y otras a la disociación y al
Lejos de ser ilu so ria, como pretende n uestra ignorancia de niños ricos, conflicto, ve sus efectos reforzados por la conquista del m etal.
de necios p rivilegiad o s, la C ólera es una realid ad form idable; su justicia es P ara lo m ejor y p ara lo peor, el herrero es el dueño de una violencia
realm en te im p lacab le, su im p arcialid ad realm ente divin a, puesto que se superior. A ello se debe que sea sagrado, en el doble sentido de la p alabra.
abate in d istintam en te sobre todos lo? antagonistas: coincide con la recipro­ D isfruta de algunos p rivilegio s pero se le m ira como un personaje algo
cidad, con el retorno autom ático de la violencia sobre quienes tienen la sin iestro . Se evitan los contactos con el. La forja se sitúa en el exterio r de
desdicha de recurrir a e lla , suponiéndose capaces de dom inarla. A causa la com unidad.
de sus dim ensiones considerables y de su organización superior, las socie­ El tono, cuando no el contenido directo, de algunos com entarios mo­
dades occidentales y m odernas parecen escapar a la ley del retorno auto­ dernos llev a a creer que el tem ible prestigio de la forja denota una vaga
m ático de la violencia. Se im agin an , por consiguiente, que esta ley no conciencia, en los in dígen as, de usurpar unas conquistas reservadas a las
existe y que nunca ha existid o . C alifican de quim éricas y de fantasm ales «civilizacio n es su p erio res», y sobre todo, claro está, a la más superior de
los pensam ientos para los cuales esta ley es una form idable realidad. Pro­ todas, la nuestra. La técnica del m etal estaría prohibida no a causa de sus
bablem ente estos pensam ientos son m íticos, puesto que atrib uyen la ope­ p eligros intrínsecos, teniendo en cuenta los com portam ientos del hom bre,
ración de esta ley a una fuerza exterio r al hom bre. Pero la ley en sí es sino porque queda reservada a las proezas del h o m b r e blanco. A nosotros,
p erfectam ente real; el retorno autom ático de la violencia a su punto de en sum a, se d irig iría siem pre, por lo menos in directam ente, como a su
p artid a, en las relaciones hum anas, no tiene nada de im agin ario . Si todavía objeto últim o y único real, el culto de la forja. Se descubre perfectam ente
no sabemos nada de ella tal vez no sea porque hemos escapado d efin itiv a­ la enorm e fatu id ad de la cultura técnica, su hibris característica, tan h in ­
m ente a esta ley, porque la hemos «su p erad o », sino porque su aplicación, chada y reforzada por una prolongada y m isteriosa im punidad de la que
en el m undo m oderno, ha sido prolongadam ente diferida, por unas razones ella m ism a carece ya de conciencia, hasta el punto de carecer de una p ala­
que se nos escapan. Eso es quizás lo que la h isto ria contem poránea está a bra para designar la hibris.
punto de descubrir. Los pueblos que han dom inado la fabricación del m etal carecen de todo
m otivo p ara atem orizarse en el plano propiam ente técnico, y menos aún
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para trib utarn o s un oscuro hom enaje, puesto que ellos m ism os han llegado
a dom inarla. Las razones que im pregnan la forja de sacralidad no proceden
de nosotros, no tenemos sobre ellas ningún m onopolio, ni tenebroso n i pro-
No hay uno solo de los fenóm enos considerados en el presente ensayo m eteico. La am enaza que hacen pesar sobre nosotros nuestras bom bas n u­
que no se refiera a la iden tidad de la violencia y de lo sagrado, desde la cleares y nuestras contam inaciones in d ustriales sólo constituye una ap lica­
doble v irtu d m aléfica y benéfica de la sangre en general y de la sangre ción b astan te espectacular, sin duda, pero una aplicación entre otras m u­
m enstrual en especial hasta la estructura de la tragedia griega o de T ó tem chas de una ley que los p rim itivo s sólo entienden a m edias, claro está, pero
y talvi. Esta asim ilación parece fan tástica e increíb le, querem os rebelarnos que adivinan real, m ientras que nosotros la suponem os im ag in aria. Q uien­
contra ella pero cuanto más m iram os a nuestro alrededor más comprobamos quiera que m anipule la violencia será finalm ente m anipulado por ella.
que su fuerza explicativa es extrao rd in aria. Vem os tejerse en torno a ella La com unidad que m antiene a la forja m arginada no es tan diferen te de
toda una red de concordancias que la convierten en certidum bre. nosotros m ism os. D eja hacer al herrero o al m ago en tanto que piensa
A todos los ejem plos que ya se han dado, puede añadirse uno m ás, espe­ aprovecharse de sus actividades. T an pronto como se produce, en cam bio,
cialm ente adecuado a este respecto. ¿P o r qué la fabricación del m etal el feed b a ck de la violencia, hace responsables a los que le han inducido
está rodeada, especialm ente en A frica, de prohibiciones m uy estrictas, por a la tentación. L legado el prim er accidente, acusa a los m anipuladores de
qué los herreros están im pregnados de sacralid ad ? E xiste ah í, en el seno la violencia sagrada; les convierte en sospechosos de traicio n ar a una com u­
d el vasto enigm a de lo sagrado, un enigm a especial cuya solución es suge­ nidad a la que sólo pertenecen a m edias, y de u tilizar contra ella un poder
rida inm ediatam ente por nuestra hipótesis general. que sabía sospechoso. B asta que una calam idad se abata sobre el poblado,

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com pletam ente ajen a, probablem ente, al m etal o a su fabricación, y ya te­ más peso a las críticas que de ella pueden hacerse, el D ictionnaire d e s
nem os al herrero am enazado: se siente la tentación de hacerle pasar un institu tion s in d o -e u r o p éen n es de E m ile B enveniste. L a aplicación d el califi­
m al rato. cativo hieros, sagrado, a los instrum entos de la violencia y de la g u erra,
T an pronto como lo sagrado, o sea la violencia, se insinúa dentro de es suficientem ente sistem ática como p ara atraer la atención de los in v esti­
la com unidad, el esquem a de la víctim a p ro p iciatoria no puede d ejar de gadores y p ara sugerirles en ocasiones trad u cir este térm ino por « fu e rte » ,
in sin uarse. L a m anera como es tratad o el h errero, incluso en los períodos « v iv o » , « a g ita d o » , etc. E l griego h iero s procede d el védico isirah que se
de tran q u ilid a d , le em parenta no sólo con el m ago sino tam bién con el traduce generalm ente por «fuerza v ita l» . E sta traducción es en sí m ism a
rey sagrado, lo que, por otra p arte, equivale a lo m ism o. En algunas socie­ un térm ino m edio que disim ula la conjunción de lo más m aléfico y de lo
dades, el h errero, sin d ejar de ser una especie de p aria, desem peña el papel más benéfico en el seno del m ism o vocablo. Se recurre frecuentem ente a
de árbitro soberano. En caso de un conflicto in term in ab le, es llam ado a este tipo de com prom iso p ara escam otear el problem a que p lan tean al pen­
d iferen cia r lo s h erm a n o s e n e m i g o s y ahí tenem os la prueba de que encarna sam iento m oderno los térm inos que designan lo sagrado en las lenguas más
la to talidad de la violencia sagrad a, unas veces m aléfica y otras, al contra­ diferentes.
rio, ordenadora y pacificadora. Sí el herrero o el mago llegan a m orir a B enveniste afirm a que h iero s no tiene nada en común con la violencia
m anos de una com unidad cuya h isteria se siente apaciguada por este acto y que siem pre h ay que trad u cir esta p alab ra por « sag rad o », sin lleg ar en
de violencia, las relaciones ín tim as entre la víctim a y lo sagrado parecerán absoluto a descubrir que, incluso en francés, el térm ino « sa c ré » conserva
confirm adas. A l igu al que todos los sistem as de pensam iento basados en el a veces una cierta am bigüedad heredada ta l vez d el latín sacer. A los ojos
sacrificio, el que sacraliza al herrero esta prácticam ente cerrado y nada del lin g ü ista no hay que conceder ninguna im portancia al hecho de que
puede lle g a r jam ás a desm entirlo. hiero s vaya frecuentem ente asociado a unos térm inos que im plican la vio ­
La m uerte violenta del h errero, del hechicero, del mago y en general lencia. La utilización de este térm ino le parece en cada ocasión justificada
de cu alq uier personaje que pase por d isfru tar de una afin idad especial no por la p alab ra que m odifica directam ente sino por la vecindad de algún
con lo sagrado, puede situ arse a m itad cam ino entre la violencia colectiva dios, por la presencia en el texto de significaciones específicam ente re li­
espontánea y el sacrificio ritu al. De éste a aquél, no existe solución de giosas y consideradas por él como com pletam ente ajenas a la violencia.
continuidad en ninguna p arte. E ntender esta am bigüedad, equivale a pe­ P ara elim in ar en los térm inos de lo sagrado una d u alid ad que considera
n etrar más profundam ente en la com prensión de la violencia fundadora, in vero sím il e in tolerab le, B enveniste recurre a dos procedim ientos p rin ­
del sacrificio ritu al y de la relación que une ambos fenóm enos. cipales. Acabam os de ver el prim ero que consiste en borrar com pletam ente
aquel de los dos «co n trario s» que la evolución histó rica ha d eb ilitado . En
los pocos casos en que la evolución cu ltu ral no ha afectado la dualidad
•k -k k
y las dos acepciones opuestas perm anecen igualm en te vivas, no titu b ea en
afirm ar que se trata de dos palabras diferen tes, accidentalm ente reunidas
en un m ism o vocablo. Esta segunda solución es la que prevalece en el
La incom prensión m oderna de lo religio so prolonga lo religioso y des caso de b.ratos y del adjetivo derivado h a t e r o s . K ra tos se traduce gene­
em peña, en nuestro m undo, la función que lo religioso desem peñaba a su ralm ente por «fu erza d iv in a». K ra tero s puede calificar tanto a un dios,
vez en unos m undos más directam ente expuestos a la violencia esencial: en cuyo caso se traduce por divinam ente fu erte, sobrenaturalm ente pode­
seguim os desconociendo el dom inio que ejerce la violencia sobre las socie­ roso, como, por el contrario, unas cosas que parecen tan poco divin as que
dades hum anas. Esta es la razón de que nos repugne ad m itir la iden tidad el lexicógrafo niega a los griegos el perm iso de considerarlas tales:
de la violencia y de lo sagrado. Conviene in sistir sobre esta id en tid ad ; el
terreno de la lexico grafía es especialm ente idóneo. En num erosas len guas, «C uando de kratos se pasa a krateros, se espera en el adjetivo
en efecto, y especialm ente en griego, existen unos térm inos que hacen una noción del m ism o signo que en el sustan tivo : denotando siem ­
m an ifiesta la no-diferencia de la violencia y de lo sagrado, y hablan de pre kratos una cualidad de héroes, de valien tes, de jefes, es obvio
m anera deslum brante en favor de la definición que aquí proponem os. Se y, en efecto, se ha com probado que el ad jetivo krateros tiene
dem uestra sin esfuerzo que la evolución c u ltu ral en general y el esfuerzo valo r de elogio. Debemos por tanto asom brarnos considerablem ente
de los lexicógrafos en especial tiende casi siem pre a disociar lo que el len ­ cuando hallam os krateros en otras utilizacion es, que no tienen nada
guaje p rim itivo une, a sup rim ir pura y sim plem ente la escandalosa con­ de elogiosas, im plican censura o reproche. Cuando H écuba, m ujer
junción de la violencia y de lo sagrado. de P ríam o, dirigiéndose a A quiles que acaba de m atarle su hijo
Irem os a buscar nuestros ejem plos a una obra cuya m ism a calidad dará H éctor, le llam a aner krateros (2 4, 2 1 2 ), no sign ifica seguram ente

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un hom enaje a su valor guerrero ; P. M azon traduce «h éroe bru­ rece, en el universo clásico, como el dios de la guerra. El hecho de que la
tal». P ara entender correctam ente k rateros aplicado a Ares (2 , 5 1 5 ), guerra pueda ser divin izada tal vez no esté tan desprovisto de significación
h ay que relacionarlo con los otros epítetos del dios: hom icida (tniai- como los tópicos m itológicos, en los poem as a la glo ria de A ugusto o de
p h on o s), m atador de hom bres (a n d r o p h o n o s), funesto p ara los L uís X IV , llevan a suponer.
m ortales ( b r o t o l o i g o s ) , destructor (a id e lo s ), etc. N inguno de ellos En la perspectiva del diccionario racio n alista, lo sagrado aparece como
nos lo p resenta bajo una luz favorable. hecho de un sentido todavía mal desbastado o, al contrario, como un
sentido tardíam ente em brollado y m ezclado. El lexicógrafo se siente im ­
»L a discordancia va más lejos to d avía, y se m uestra bajo otro
pulsado a pensar que le corresponde llev ar las diferenciaciones h asta el
aspecto. M ientras que kratos se utiliza exclusivam ente para los
punto en que todas las «am b igü ed ad es», todas las «co n fu sio n es», todas las
dioses y p ara los hom bres, krateros puede calificar tam bién a los
«in certid u m b res», dejen su sitio a la claridad de unas significaciones per­
anim ales, las cosas, y el sentido es siem pre "duro, cruel, violen ­
fectam ente unívocas. Este trabajo ya ha com enzado. Como se ha visto,
to” ...
las interpretaciones religio sas ya tienden a desplazar los fenóm enos que
»E n p arte podríam os encontrar en H esíodo las m ism as expre­
dependen de la crisis bien a un lado, bien a otro. Cuanto más se avanza,
siones, los dos valores que diferenciam os para el krateros hom éri­
más se afirm a la tendencia a hacer de las dos caras de lo sagrado unas
co: favorable cuando acom paña a m u m o n "irrep ro ch ab le” (Teog.
entidades independientes. En el caso del latín , por ejem plo, sa cer conserva
10 13 ), desfavorable cuando califica a A res de m atador de hom­
la dualidad o rigin al, pero se hace sentir la necesidad de un térm ino que
bres ( E scudo 98. 101), un dragón (T. 3 2 2 ), las E r in ia s ...»
expresara únicam ente el aspecto benéfico, y aparece el doblete sanctus.
Como vem os, las tendencias de la lexico grafía m oderna se inscriben en el
El criterio de la división sem ántica es aquí el «v alo r de elo g io », el «d ía
seno de una elaboración m ítica continua que borra poco a poco las huellas
fav o rab le», en otras p alab ras, lo benéfico. B enveniste no quiere oír hablar
de la experiencia fundadora y que hace cada vez más inaccesible la verdad
de la unión de lo benéfico y de lo m aléfico en e l seno de la violencia sa­
grada. K ra tero s puede aplicarse tanto a un anim al salvaje que está des­ de la violencia.
cuartizando su presa como al filo cortante de una espada, a la dureza de A lgunos autores, por otra p arte, reaccionan. H e aquí, por ejem plo, el
un coraza, a las enferm edades más tem ib les, a los actos más bárbaros, a notable com entario que H . Jean m aire, en su D ionysos, ofrece de la palab ra
la discordia y a los conflictos más agudos. Nos gu staría citar todos los thyias que significa sacerdotisa de Baco o bacante en general, derivado de
ejem plos ofrecidos por el propio B enveniste. V eríam os desfilar una vez thyiein del que hemos hablado anteriorm ente a propósito de otro derivado,
más bajo nuestros ojos todo el cortejo de la crisis sacrificial. Estam os refi­ th ym os:
riéndonos, pues, a un térm ino que revela adm irablem ente la consunción
de la buena y de la m ala violencia en el seno de lo sagrado. Como las dos «L a etim ología probable autoriza a relacionar la p alab ra con
acepciones del térm ino son dem asiado evidentes como p ara poder borrar un verbo cuyo sentido supone una cierta am bigüedad puesto que
una de ellas, B enveniste determ ina que el conjunto léxico constituido en significa por una p arte hacer un sacrificio, y por otra lanzarse
torno a kratos revela «u n a situación sem ántica m uy esp ecial». E ste con­ im petuosam ente o arrem olinarse a la m anera de la tem pestad, de
junto únicam ente ten dría la apariencia de una fam ilia hom ogénea. A sí pues, las aguas de un río, del m ar, b arbotar como la sangre derram ada en
B enveniste propone relacionar las dos significaciones opuestas «en dos rad i­ el suelo, y tam bién espum ear de cólera, de rab ia. No hay m otivo
cales distinto s, aunque m uy parecidos cuando no incluso sem ejantes, en para separar y escin dir en dos vocablos de diferen tes raíces, como
indo-europeo». se hace en ocasiones, estas dos acepciones, sobre todo si se adm ite
Esta hipótesis no tiene otro fundam ento que el rechazo en adm itir que este rem olino tem pestuoso corresponde a uno de los métodos
la id en tid ad de la violencia y de lo divino, perfectam ente evidente en los de agitación con los cuales se lleg a al estado de trance que carac­
diferentes usos de krateros. E l buen krateros de los dioses y de los héroes teriza al bacante, que un sacrificio, por sp ara gm os o de otro
coincide con el m al krateros de los m onstruos, de las epidem ias y de los m odo, es el acom pañam iento norm al de las prácticas de este tipo,
anim ales salvajes. El propio B enveniste cita un ejem plo que revela la o tam bién que algunos sacrificios de tipo arcaico han podido ser
in u tilid ad de la división propuesta por é l: Ares krateros. C ierto que A res la ocasión de prácticas extáticas por parte de los celebrantes.
es cruel, pero no por ello es menos divino. B enveniste afirm a que nos D el mismo modo, algunos observadores modernos señalan que
encontram os en este caso con el m al krateros. Sin duda, pero no por ello entre las convulsiones de la víctim a sacrificial en los estertores
dejam os de tratar con un dios. Es un hecho que se trata del dios que apa­ de la agonía y la agitación convulsiva del poseído, in terpretadas

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am bas como m anifestaciones de una presencia y de un peso d iv i­ este proceso de nutrición se descubre perfectam ente el juego de la vio­
nos, se percibe y se expresa explícitam en te una an alo g ía.» 3 lencia y sus m etam orfosis. A unque falso , por consiguiente, en el plano
de la verdad cien tífica, el discurso religioso respecto al sacrificio es per­
fectam ente cierto en el único plano que in teresa a la religió n , el de las rela­
* * * ciones hum anas que se procuran proteger de la violencia. Si se deja de
alim en tarle, el dios acabará por perecer, a menos que, irritad o y ham ­
brien to , no acuda a buscar por sí m ismo su alim ento en tre los hom bres, con
La iden tificació n form al de la violencia y de lo sagrado, en función una crueldad y una ferocidad incom parables.
del m ecanism o de la víctim a p ro p iciato ria, nos p erm itirá com pletar ahora La víctim a p ro p iciatoria es frecuentem ente destruid a y siem pre expu l­
la teo ría del sacrificio cuyos principios hemos planteado en los prim eros sada de la com unidad. La violencia que se am ansa p asa por expulsada con
capítulos. H em os rechazado anteriorm ente la lectura tradicio n al que hace ella. Es, en cierto m odo, p royectada al ex terio r; se supone que im pregna
del sacrificio una ofrenda a la d iv in id ad , un regalo a m enudo alim enticio perm anentem ente la to talid ad del ser a excepción de la com unidad, es
del que se « n u tre » la trascendencia. E sta lectura es m ítica, claro está; no decir, en tanto que el orden cu ltu ral sea respetado en el in terio r de ésta.
debem os deducir que es sim plem ente im agin aria. A hora estam os en con­ Tan pronto como se franquean los lím ites de la com unidad, entram os
diciones de entender que el discurso religio so , incluso sobre este punto, en la sacralidad salvaje que no conoce lím ites n i fronteras. A este reino
está más próxim o de la verd ad que todo aquello con que los m odernos de lo sagrado pertenecen no sólo los dioses y todas las criaturas sobrena­
investigadores han intentado su stitu irle. turales, los m onstruos de todo tip o, los m uertos, sino tam bién la n atu ra­
Por el m ismo hecho de que está polarizada por la inm olación sacri­ leza con ta l de que sea extrañ a a la cu ltu ra, el cosmos y hasta los dem ás
ficial, la violencia se calm a y se apacigua; d iríase que es expulsada y que hom bres.
acude a añadirse a la sustancia del dios del que ya no se distin gue en D ecimos frecuentem ente que los p rim itivo s viven «en lo sagrad o ». H a­
absoluto puesto que cada sacrificio rep ite en pequeña escala la inm ensa sa­ b lar así es p ensar como los propios p rim itivo s que se creen los únicos en
tisfacción que se ha producido en el m om ento de la unanim idad funda­ seguir las reglas, dictadas por la m ism a sacralidad, que les m antienen, de
dora, es decir, en el m om ento en que el dios se ha m anifestado por p ri­ m anera p recaria, fuera de lo sagrado. Como no siguen estas m ism as reglas,
m era vez. De ig u al m anera que el cuerpo hum ano es una m áquina de los extranjeros no parecen totalm ente hum anos. P ueden aparecer unas veces
transform ar el alim ento en carne y en sangre, la unanim idad fundadora como m uy m aléficos y otras como m uy beneficos; se bañan en lo sagrado.
transform a la m ala violencia en estab ilid ad y en fecundidad; por el m ismo Cada com unidad se percibe a sí m ism a como un navio único perdido
hecho de producirse, por otra p arte, esta unanim idad in stala una m áquina en un océano sin o rillas, unas veces apacible y sereno, y otras am enazador
destin ada a rep etir in d efin id am en te su propia operación bajo una forma y agitado. La prim era condición para no zozobrar, necesaria e in suficien te,
atenuada, el sacrificio ritu al. Si el dios no es otra cosa que la violencia es la de conform arse a las leyes de toda navegación, im puestas por el propio
m asivam ente expulsada una p rim era vez, siem pre es una pequeña porción océano. Pero la más extrem a vigilan cia no garantiza una etern a flotación:
de su propia sustancia, de su propia violencia, la que le aporta el sacri­ el casco h ic e agua; el insidioso fluido no cesa de in filtrarse. H ay que im pe­
ficio ritu al. Cada vez que el sacrificio cum ple el efecto deseado, cada vez dir que el navio se inunde repitiendo los rito s ...
que la m ala violencia se m etam orfosea en buena estab ilid ad , puede decirse Si bien la com unidad tiene m otivos p ara tem erlo todo de lo sagrado,
que el dios agradece la ofrenda de esta violencia y que se nutre de ella. No tam bién es cierto que se lo debe todo. A l verse sola fuera de él, debe
es sin m otivo que toda teología sitúa la operación del sacrificio bajo la creerse engendrada por él. Acabam os de decir que la com unidad cree
jurisdicción de la d ivin id ad . E l sacrificio atinado im pide que la violencia em erger fuera de lo sagrado y así es como hay que hablar. Como se ha
pase a ser inm anente y recíproca, es decir, refuerza la violencia en tanto visto, la violencia fundam ental aparece como obra no de los hom bres sino
que ex terio r, trascendente y benéfica. A porta al dios todo lo que necesita de la m ism a sacralidad que procede a su propia expulsión, que accede a
para m antener y aum en tar su vigor. Es el propio dios quien «d ig ie re » retirarse p ara dejar ex istir a la com unidad fuera de sí m ism a.
la m ala inm anencia p ara co n vertirla en buena trascendencia, es decir, en su Por poco que se piense en la soberanía aparente de lo sagrado, en
propia sustancia. La m etáfora alim en ticia es lícita por el hecho de que casi la extrao rd in aria desproporción que existe en todos los planos, entre
siem pre la víctim a es un anim al con que los hom bres tienen la costum bre él y la com unidad, se entiende m ejor que la in iciativ a, en todos los terre­
de alim en tarse, por lo que su carne es realm ente com estible. D etrás de nos, parezca proceder de éste. La creación de la com unidad es en prim er
lu g ar una separación. A ello se debe que sean frecuentes las m etáforas de
3. Op. cit., p. 158. rup tura en los ritos fundam entales. Los gestos esenciales de los ritos

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m onárquicos del In cw ala, por ejem plo, consisten en co rtar, en m order o en m anos un tipo cualq uiera de alim entos, co n vertiría su consumo en peligroso
zanjar el nuevo año, es d ecir, en in iciar un nuevo ciclo tem poral m ediante para todos los hom bres norm ales. Sucede tam bién que el m onstruo sagrado
una rup tura con lo sagrado obligatoriam ente m aléfico cuando im pregna esté enteram ente disim ulado a las m iradas, no en su propio in terés sino
la com unidad. Cada vez que se habla de catarsis, de purificació n , de p ur­ en el de sus súbditos que perecerían fulm inados si su m irada les alcan­
gatorio, de exorcism o, es la id ea de evacuación y de separación la que do­ zara.
m ina. E l pensam iento m oderno concibe las relaciones con lo sagrado a p ar­ Todas las precauciones están destinadas a preven ir un contacto dem a­
tir del modo único de la m ediación porque in ten ta in terp retar la realidad siado directo. No significan en absoluto, antes al contrario, que sea m alo
p rim itiva a p artir de una religio sid ad parcialm en te lim p iada de sus ele­ para la sociedad tener que alb ergar un personaje tan extrao rdin ario . Como
m entos m aléficos. H em os visto anteriorm ente que cu alq uier m ezcla de la sabem os, el rey es a la vez m uy m aléfico y m uy benéfico: la alternancia
com unidad y de lo sagrado, in terven ga éste a través de los dioses, de los histórica de la violencia y de la paz queda tran sferid a del tiem po al espa­
héroes m íticos o de los m uertos, es exclusivam ente m aléfico. C u alquier cio. Los resultados no dejan de tener alguna analogía con determ inadas
v isita sobrenatural será in icialm ente vengadora. Los beneficios sólo apa­ transform aciones de la energía en la técnica m oderna, tal vez porque el
recen después de la m archa de la divin id ad . pensam iento religioso ya opera a p artir de determ inados m odelos n atu ­
Eso no quiere decir que los elem entos de m ediación estén ausentes. rales.
U na separación com pleta en tre la com unidad y lo sagrado, en el supuesto Los súbditos que, en presencia del rey, se sienten incom odados por el
de que sea realm ente im agin ab le, es tan tem ible como una fusión com­ exceso de su poder, de su sihvane, estarían aterrorizados si no hubiera rey
p leta. U na separación dem asiado grande es peligrosa porque sólo puede con­ en absoluto. A decir verdad, n uestra tim idez y nuestro respeto no son
cluirse con un regreso a la fuerza de lo sagrado, con un desencadenam iento más que unas formas suavizadas de estos m ism os fenóm enos. F rente a
fatal. Si lo sagrado se aleja dem asiado se corre el riesgo de descuidar o la encarnación sagrada, existe una distan cia óptim a que perm ite recoger
incluso o lvid ar las reglas que, en su benevolencia, ha enseñado a los hom ­ los efectos benéficos al tiem po que preserva de los m aléficos. O curre con
bres p ara p erm itirles protegerse de sí m ism os. A sí pues, la existen cia hum a­ el absoluto lo m ismo que con el fuego; quem a si nos acercam os dem asiado
na perm anece gobernada en todo m om ento por lo sagrado, regulad a, vigilad a a él, carece de todo efecto si perm anecem os dem asiado alejados. Entre
y fecundada por él. Las relaciones entre la existencia y el ser en la filo ­ estos dos extrem os, está el fuego que calienta y que ilum ina.
sofía de H eid egger se asem ejan m ucho, d iría se, a las que se establecen
entre la com unidad y lo sagrado.
* * *
Eso quiere decir sim plem ente que si los hom bres no pueden v iv ir en
la violencia, tampoco pueden v iv ir mucho tiem po en el olvido de la vio­
lencia, o en la ilu sió n que la convierte en un sim ple in strum ento, un ser­
vidor fie l, con desprecio de las prescripciones rituales y de las prohibiciones. H em os visto anteriorm ente que todo rito sacrificial se basa en dos
La com plejidad y el carácter m atizado de la relación que cualq u ier com u­ sustituciones: la prim era viene ofrecida por la violencia fundadora que su sti­
nidad debe m antener con lo sagrado a fin de prosperar en el seno de una tu ye con una víctim a única todos los m iem bros de la com unidad; la se­
tran q u ilid ad d iligen te y ordenada, que sigue sin tener nada de relajad o , gunda, única propiam ente ritu al, sustituye una víctim a sacrificable por la
sólo puede expresarse, en ausencia de la verdad com pletam ente desnuda, víctim a pro p iciatoria. Sabem os que lo que caracteriza esencialm ente las
en térm inos de distancia ó ptim a. La com unidad no debe acercarse dem asia­ categorías sacrificables es que caen regularm en te fuera de la com unidad.
do a lo sagrado porque podría ser devorada por él, pero tam poco debe jLa víctim a pro p iciatoria, por el contrario, form aba parte de la com unidad.
alejarse excesivam ente de la am enaza bienhechora, y exponerse a perder H em os definido el sacrificio ritu al como una im itación inexacta de la vio­
los efectos de su presencia fecundante. lencia fundadora. H ay que p reguntarse por qué el sacrificio perdona siste­
Esta lectura espacial puede observarse m uy directam ente en todas las m áticam ente a las víctim as que parecen m ás apropiadas, aquellas que más
sociedades en que lo sagrado pasa por encarnarse en un personaje excep­ se asem ejan a la víctim a o rig in al, los restan tes m iem bros de la com unidad.
cional, el rey sagrado africano por ejem plo. L a presencia de un ser fu erte­ La necesidad de la diferencia que acabam os de señalar entre la víctim a
m ente im pregnado de sacralidad en el seno m ism o de la com unidad p lan ­ o rigin aria y las víctim as ritu ales se explica p erfectam ente, como ya sabe­
tea, claro está, unos problem as extrao rd in ario s. En determ inados casos, m os, en el plano de la función. Si las víctim as sacrificiales pertenecieran a
el rey no debe tocar jam ás el suelo que se volvería inm ediatam ente conta­ la com unidad, como la víctim a p ro p iciatoria, el sacrificio desencadenaría
gioso, ocasionando ipso fa cto la m uerte de sus súbditos. O tras veces se la violencia en lu gar de en caden arla; lejos de renovar los efectos de la
im pide al soberano alim en tarse por sí m ism o: si tocara con sus propias violencia fundadora, in iciaría una nueva crisis sacrificial. El hecho de que

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algunas condiciones deban ser realizadas no b asta, sin em bargo, p ara ju s­ se expu lsa a sí m ismo en su persona. A sí p ues, la víctim a p ropiciatoria
tificar la existen cia de institucio n es capaces de realizarlas. La segunda sus­ tiene un carácter m onstruoso; se ha dejado de ver en ella lo que se ve
titución sacrificial p lan tea un problem a que conviene resolver. en los restantes m iem bros de la com unidad.
L a prim era tentación nos llev aría a explicar la diferencia entre el o ri­ Si las categorías sacrificables están constituidas con frecuencia por
gin al y la copia, entre la víctim a p rim o rd ial y las víctim as ritu ales, m edian­ criaturas que no pertenecen y que nunca han pertenecido a la com unidad
te una intervención de la razón hum ana, m ediante un elem en tal sentido es porque la víctim a pro p iciatoria pertenece fundam entalm ente a lo sa­
com ún que fac ilitaría el deslizam iento del in terio r al exterio r de la com u­ grado. L a com unidad surge por el contrario de lo sagrado. Los que form an
nidad. El desfase protector entre los dos tipos de víctim as podría pasar p arte de la com unidad son, por tanto , en p rin cip io , los menos adecuados
fácilm en te por el elem ento «h u m an o » del sacrificio, en el sentido del hu­ para rep resen tar la víctim a pro p iciatoria. A sí se explica que las víctim as
m anism o m oderno. Lo que anteriorm ente se ha denom inado la astucia del ritu ales sean elegidas al m argen de la com unidad, en tre los seres que están
sacrificio sería en realid ad la astucia de los sacrificadores que cerrarían norm alm ente im pregnados de sagrado puesto que lo sagrado es su h ab ita­
ligeram en te los ojos sobre las exigencias de la m im esis ritu al, y se tom arían ción n orm al, an im ales, extran jero s, etc.
sus lib ertad es con las pseudo-obligaciones religio sas, tal vez porque habrían S i los dem ás m iem bros de la com unidad se nos aparecen a nosotros,
p resen tido , en su fuero in terio r, lo que nosotros, m odernos, nos creemos observadores objetivos, como los más sem ejantes a la víctim a o rig in al,
los prim eros en saber y en proclam ar ab iertam ente: la vanidad y la in­ y por consiguiente los más aptos a ser sacrificados, en la hipótesis de una
u tilid ad de todos los rito s. Es tentador im aginarse que con la segunda su sti­ im itación exacta, no ocurre lo m ismo en el caso de la perspectiva engen­
tución sacrificial, el fanatism o ya pierde terreno delante de un escepticism o drada por la experiencia religio sa p rim o rd ial, por la propia violencia fun­
avant ¡a lettre, ante una actitud que ya anunciaría la nuestra. dadora. En esta perspectiva, en efecto, la víctim a p ro p iciato ria queda tran s­
Está claro, sin em bargo, que esta hipótesis no puede ser considerada. figurad a: esta transfiguración es la que protege la com unidad de la vio­
En p rim er lu g ar, existen num erosas sociedades en que las víctim as son len cia. que prohíbe a los fieles m irarse unos a otros como susceptibles de
hum anas, son los prisioneros de guerra, los esclavos o incluso, según parece, su stitu ir esta víctim a o rigin al, que les im p ide, por consiguiente, recaer en
en el caso del rey sagrado y de otros sacrificios análogos, unos m iem b r o s la violencia recíproca. Si se eligen las víctim as rituales en el exterio r de
d e ¡a com un idad. D iríase que aquí no existe la segunda sustitución sacri­ la com unidad o si el m ismo hecho de elegirlas les confiere una cierta ex te­
ficial. A ello se debe que la relación entre la violencia o rig in al, que tiene rio ridad, es porque la víctim a pro p iciatoria no aparece ya ta l como era en
por objeto la víctim a p ro p iciatoria, y las im itaciones rituales que le su­ realid ad : ha dejado de ser un m iem bro de la com unidad c o m o los demás.
ceden, es especialm ente visib le en el caso del rey sagrado. A n terio rm en te, Es en el m ism o hecho religio so , en el desconocim iento protector que
en el capítulo IV , cuando necesitábam os esclarecer la relación entre la hunde sus raíces el dinam ism o centrífugo de la segunda sustitución sacri­
víctim a p ro p iciatoria y el rito , nos hemos d irig id o al rey sagrado a causa ficial, y no debem os atrib u irlo a un naciente escepticism o. El p rincipio de
de la extrem a proxim idad entre la víctim a o rigin al y la víctim a ritu al. la segunda sustitución sacrificial no tiene nada que ver con un comienzo
No conviene deducir, sin em bargo, que en este ejem plo del rey sagra­ de evasión fuera de lo religio so . Si la com unidad es perdonada, no es por­
do la segunda sustitución está ausente. C u alquier repetición realm en te exac­ que se sustraiga a la regla de im itación exacta, es porque la observa escru­
ta de la violencia fundadora es por definición im posible. Incluso ahí p ulosam ente. No h ay nada, en la segunda sustitución sacrificial, que ju sti­
donde el futuro sacrificado está extraíd o de la com unidad, el solo hecho fiqu e los guiños de com plicidad que nuestro escepticism o quisiera d irig irle.
de haber sido elegido p ara su stitu ir la víctim a p ropiciatoria le convierte La astucia del sacrificio es exactam ente la de la propia in stitució n y no la
en un ser diferente de todos los hombres que le rodean, le arranca a las de los sacrificadores.
relaciones norm ales entre estos hombres para incorporarle a una catego­ No hay que deducir, sin em bargo, de lo dicho anteriorm ente que la
ría que sólo puede contener a un único in dividuo a la vez pero que m erece víctim a pro p iciatoria deba ser percibida como sim plem ente ex tran jera a la
el calificativo de sacrificable casi con tanto m otivo como la categoría de los com unidad. Coincide con el d o b le m o n stru oso. H a absorbido todas las
bueyes o de los corderos en otras sociedades. diferencias y, especialm ente, la diferencia entre el in terio r y el ex terio r;
Si el hecho de ser elegido como fu tu ra víctim a sacrificial basta para pasa por circular lib rem en te de dentro a fuera. C o n stituye, pues, tanto
m etam orfosear el objeto de la elección, es d ecir, p ara con vertirle en una un trazo de unión como de separación entre la com unidad y lo sagrado.
criatu ra ya sagrad a, no es d ifícil descubrir el principio del desfase, de la P ara ser capaz de representar esta víctim a ex trao rd in aria, la víctim a ritu al,
diferen cia que existe a nuestros ojos, en la m ayo ría de los casos, entre la tendría que pertenecer idealm en te a un tiem p o a la com unidad y a lo
víctim a o rigin al y las víctim as ritu ales. Cuando la víctim a es inm olada, sagrado.
pertenece a lo sagrado; es el propio sagrado lo que se deja expulsar o Se entiende ahora porque las víctim as ritu ales proceden casi siem pre

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de unas categorías no abiertam ente exterio res, sino mas bien m argin ales, m o n s t r u o s o que debe reen carn ar. P ara elim in ar el exceso de hum anidad
esclavos, niños, ganado, etc. H em os visto anteriorm ente que esta m argi- que posee, p ara alejarle de la com unidad, se le obliga a com eter el incesto
nalidad p erm ite que el sacrificio ejerza su función. y absorber lo sagrado m aléfico bajo todas las form as concebibles. A l tér­
P ara que la victim a pueda po larizar las tendencias agresivas, p ara que mino de la preparación, el rey posee a un tiem po la in terio rid ad y la exte­
la transferencia pueda efectuarse, es preciso que no exista solución de conti­ rio ridad que le convierten en el m onstruo sagrado definido anteriorm ente.
nuidad, es preciso que exista un deslizam iento «m eto n ím ico » de los m iem ­ P ara obtener un resultado análogo cuando la victim a peca por exceso
bros de la com unidad a las víctim as ritu ales, es preciso, en otras p alabras, ya no de in terio rid ad sino de exterio rid ad , habrá que recurrir a un m é­
que la víctim a no sea n i dem asiado extraña n i dem asiado poco extrañ a a todo inverso. El sacrificio del ganado m ayor en los din ka, tal como o
esta m ism a com unidad. Y a sabíam os que esta am bigüedad era necesaria describe G odfrey L ien h ardt en D ivin ity and E x p er ta ¡ c e ? ilu stra p erfecta­
p ara la eficacia catártica del sacrificio, pero no sabíam os cómo podía m ente este segundo tipo de preparación sacrificial.
realizarse concretam ente. No sabíam os m ediante que prodigio la in stala­ N unca en tre los din ka se sacrifica un anim al inm ediatam ente despues
ción de una in stitució n tan com pleja y su til como el sacrificio podía efec­ de haberlo apartado del rebaño. Se le elige de antem ano, se k aísla de sus
tuarse sin que sus inven to res, que son tam bién sus usuarios, aprehendieran com pañeros, se le aloja en un lu g ar especial cercano a las habitaciones h u­
el secreto de su funcionam iento. Vem os ahora que no h ay ningún p rodi­ m anas. El ronzal que sirve p ara atarle está reservado a los anim ales sacri­
gio, por lo menos al n ivel que nos in teresa en este m om ento. El pensa­ ficiales. Se pronuncian sobre el unas invocaciones que le aproxim an a la
m iento ritu al quiere sacrificar una víctim a lo más sem ejante posible al com unidad, que le in tegran más estrecham ente a esta. Y a hemos m encio­
doble; m o n s t r u o s o . Las categorías m arginales en las que frecuentem ente nado, al comienzo del presente ensayo, invocaciones del m ismo tipo que
se reclutan las víctim as sacrificiales no responden perfectam ente a esta asim ilan com pletam ente la víctim a a una criatu ra hum ana.
exigencia, pero constituyen la aproxim ación menos m ala. Situadas entre el Está claro, en sum a, que la in tim id ad , pese a todo tan n o tab le, que
dentro y el fuera, cabe considerar que pertenecen a un tiem po a uno y a ex iste, incluso en tiem pos norm ales, entre los dinka y su ganado no parece
otro. todavía suficiente como para p erm itir el sacrificio. H ay que reforzar la
El pensam iento ritu a l no se lim ita a buscar entre los seres vivos las cate­ identificación entre el hom bre y el anim al para hacer desem peñar a este
gorías menos inadecuadas p ara ofrecer unas víctim as ritu ales; in tervien e de últim o el p ap el del expulsado o rigin al, para hacerle capaz de atraer hacia
diferentes m aneras para hacer estas víctim as más conformes con la idea él las h o stilidades recíprocas, para que todos los m iem bros de la com u­
que se forja de la víctim a o rig in al, y p ara aum en tar, al m ismo tiem po, su nidad, en sum a, puedan ver en él, antes de su m etam orfosis fin al en
eficacia en el plano de la acción catártica. D esignam os como p r e p a r a ció n «cosa m uy sa n ta », el digno objeto de su resentim iento.
sa crificia l todo lo que depende de este tipo de intervención. Eso eq u iva­ Como vem os, la preparación sacrificial consiste en acciones m uy dife-
le a decir que esta expresión posee aquí un sentido más am plio que el h ab i­ ren tes, en ocasiones opuestas, pero todas ellas perfectam ente adecuadas
tu al; la «p reparació n sacrificial» no siem pre se lim ita a las acciones ritu a ­ al objetivo buscado; el pensam iento religioso se encam ina con una intuición
les que preceden in m ediatam ente a la inm olación. in falib le hacia dicho o b jetivo ; realiza sin saberlo todas las condiciones de la
L a víctim a debe pertenecer a un tiem po al dentro y al fuera. Como eficacia catártica. N unca in ten ta o tra cosa que reproducir la violencia fun­
110 existe una categoría perfectam ente in term ed ia entre el dentro y el dadora de la m anera más exacta posible. Se esfuerza en procurarse y , si
fuera, cu alq uier criatu ra cuyo sacrificio considerem os carecerá siem pre has­ es necesario, co n struir, una víctim a sacrificial lo más sem ejante posible
ta cierto punto de una u otra de las cualidades contradictorias que se re­ al ser am biguo que cree reconocer en la víctim a o rigin al. A sí p ues, el
quieren de e lla ; siem pre será deficien te, bien en el plano de la exterio ­ modelo que im ita no es el auténtico m odelo; es un m odelo transfigurado
rid ad , bien en el plano de la in terio rid ad , nunca en los dos planos a la por la experiencia del d o b l e m o n s t r u o s o , y este elem ento de tran sfig u ra­
vez. El objetivo buscado siem pre es el m ism o: hacer a la víctim a plena­ ción, esta d i fe r e n c i a p rim o rdial d irige todo el pensam iento religioso hacia
m ente sacrificable. La preparación sacrificial en sentido am plio se presen­ unas víctim as b astan te diferentes de la víctim a o rig in al, bien por n aturaleza
tará, por consiguiente, bajo dos form as m uy d iferen tes; la p rim era in ten ­ bien por la preparación sacrificial, para retrasar y d iferir el sacrificio ritu al
tará hacer a la víctim a más ex tran jera, es decir, a im pregnar de sagrado en relación a la violencia colectiva o rig in al, asegurando de este modo al
una víctim a dem asiado in tegrad a a la com unidad, la segunda, por el con­ rito conm em orativo una v irtu d catártica proporcional a las necesidades
trario , se esforzará en in tegrar m ás a una victim a que es dem asiado ex­ de la sociedad en que esta llam ado a funcionar.
tranjera.
El rey sagrado ilu stra el prim er tipo de preparación. El hecho de ser
4. Cfr. pp. 163-166.
elegido como rey no basta para hacer del futuro sacrificado el d o b l e 5, C fr. p p. 21-22.

2 82 283
XI
Conviene observar esta notable correspondencia. Com probam os de nue­
vo que e l desconocim iento religioso coincide con la extrem adam ente real
LA U N ID AD DE TOD O S LO S R IT O S
protección conferida a las sociedades por el sacrificio ritu al y por lo relig io ­
so en general.

Los an álisis precedentes nos p erm itirán in tegrar en n uestra hipótesis


general unas form as ritu ales con frecuencia estim adas «a b e rra n te s», debido
a su carácter atroz, pero ni más ni menos indescifrab les, a decir verdad,
que todas las dem ás en ausencia d e la violen cia fundadora, y p erfecta­
m ente descifrab les, por el contrario, a su luz. N uestro segundo tipo de
p reparación sacrificial, el que consiste en in tegrar a la com unidad una
víctim a que por su n aturaleza le es dem asiado extrañ a, abre un cam ino
fácil a la form a más célebre y más espectacular del canibalism o ritu a l, el
que practican los tupin am b a, pueblo situado en la costa nordeste del
B rasil.
El canibalism o tupinam ba es conocido por unos textos de observadores
europeos, com entados por A lfred M étrau x en R eligion s e t m a g ies in d ien n es
d A m érique du Sud. Sólo me referiré aquí a los puntos que afectan direc­
tam ente m i in terp retació n ; para el resto, rem ito a los lectores a esta obra
así como a un trabajo más antiguo del m ismo autor. La R eligión d es T u­
pinam ba e t ses rapports a v e c ce lle s d e s au tres tribus T u p i-G u a rim 1
Se sabe que, en la literatu ra y el pensam iento del O ccidente m oderno,
los tupinam ba poseen unos título s de nobleza especiales. Los dos indios
con que M ontaigne efectuó el encuentro en R uán m encionado en un famoso
capítulo de los Essais p ertenecían a ese pueblo. No es ocioso recordar que
fueron los tupinam ba quienes posaron para el m ás célebre retrato , antes
del siglo x v m , del bu en salvaje cuya fortuna en la ya larg a h isto ria del
hum anism o occidental conocemos.
In sep arab le de un estado de guerra endém ico entre unos poblados que
devoran a todos los enem igos de los que consiguen apoderarse, el caniba-

1. B ib lio th èq u e de l ’E cole des H autes E tu des, Sciences religieu ses, X L V P arís,


1928.

284 285
lism o tupinam ba asum e dos form as m uy d iferen tes. Se comen en el mismo Todo queda aquí adm irablem ente definido, con la única salvedad de
campo de b atalla el cadáver del enem igo m uerto en el transcurso de una que la víctim a sobre la que se acum ulan todas las contradicciones de la
b ata lla, sin ninguna form a de proceso. Fuera de la com unidad y de sus sociedad aparece a fin de cuentas no como «p len itu d de la h um an id ad »
leyes, no hay espacio para el rito ; la violencia in d iferen ciada im pera sin sino como d o b le m o n s tru o s o y como d ivin idad. H u x ley tiene razón, lo
discusión. que se revela aquí es la verdad de las relaciones hum anas y de la sociedad,
El canibalism o propiam ente ritu al se refiere únicam ente a los enem i­ pero es in so sten ib le; ésta es la razón de que convenga desem barazarse de
gos capturados vivos y traídos al poblado. Estos prisioneros pasarán largos ella ; una de las funciones esenciales de la violencia fundadora es expulsar
m eses, a veces años, en la in tim id ad de quienes acabarán por devorarlos. la verdad, situ arla fuera de la h um anidad.
P articip an en sus activid ad es, se unen a su vid a co tidian a, contraen m atri­ Es im posible entender lo que aquí ocurre sin referirse al m ecanism o
monio con una de sus m ujeres; establecen, en sum a, con sus futuros sacri- de la víctim a pro p iciatoria como a un proceso real, que sustenta realm ente
ficadores, ya que, como se verá, se trata exactam ente de un sacrificio, unos la cohesión de la com unidad. Sólo un m ecanism o real puede hacer verd a­
vínculos casi idénticos a los que unen a estos últim o s entre sí. deram ente in telig ib le el proyecto del canibalism o ritu al. En tanto que nos
El prisionero es objeto de un tratam ien to doble y co n tradicto rio ; a condenem os a in terp retar el fenóm eno del «chivo ex p iato rio » en una clave
veces es un objeto resp etab le, y hasta ven erab le. Son buscados sus favores psicológica, nos im aginam os que los caníbales buscan una justificació n mo­
sexuales. En otros m omentos se le in su lta, se le cubre de desprecio, sufre ral a la violencia de la que quieren hacerse culpables. Es un hecho que
violencias. cuantas más fechorías com eta el prisionero, m ás leg ítim a será la venganza
Un poco antes de la fecha fijad a p ara su m uerte, se estim ula ritualm en ­ que se abata sobre él. Pero no se trata en absoluto de satisfacer una neu­
te la evasión del prisionero. El desdichado no tarda en ser atrapado y, rosis, o de liso n jear algún «sen tim ien to de c u lp ab ilid ad »; se trata de
por prim era vez, se le ata con una pesada soga en los tobillos. Su dueño obtener unos resultados em inentem ente concretos. En tanto que el pensa­
cesa de alim en tarle. A consecuencia de lo cual, debe robar sus alim entos. m iento m oderno no entienda el carácter form idablem ente o p era to rio del
Uno de los autores com entados por M étrau x afirm a que «d u ran te todo aquel chivo expiato rio v de todos sus sucedáneos sacrificiales, los fenóm enos más
tiem po ten ía que p egar, golpear, robar G allin as, Ocas y otras cosas, y esenciales de toda cultura hum ana seguirán escapándosele.
hacer todo el m al del que es capaz para vengar su m uerte sin que nadie E l m ecanism o de la víctim a propiciatoria es doblem ente salvador; rea­
se lo im p id a». Se estim ulan , en sum a, las acciones ilegales de la futura lizando la un an im idad, hace silen ciar la violencia en todos los planos en
víctim a, se le aboca a la transgresión. La m ayoría de los observadores mo­ los que h ab la; im pide que lo s próxim os se peleen e im pide que aparezca
dernos son unánim es en reconocer, en este estadio, que el objetivo de la la verdad del hom bre, la sitú a fuera del hom bre como div in id ad incom ­
em presa es la m etam orfosis del prisionero en «chivo ex p iato rio ». prensible.
H e aquí como resum e Francis H u x ley los d iferen tes papeles y el des­ El prisionero debe atraer hacia su persona todas las tensiones in ternas,
tino del prisionero: todos los odios v rencores acum ulados. Se le pide que transform e m ediante
su m uerte toda esta violencia m aléfica en un sagrado benéfico, que de­
«E l destino del prisionero consiste en in terp retar y encarnar
vuelva su vigo r a un orden cu ltu ral deprim ido y fatigado. De modo que
varios papeles contradictorios. Es el enem igo que se adopta; ocu­
el canibalism o ritu al es un rito sem ejante a todos los que hem os visto
pa el lu gar del hom bre en honor del cual será m atado; es a la vez
an teriorm ente. Si los tupinam ba actúan como lo hacen, es porque siguen
p arien te por alianza y p aria; es honrado y despreciado, chivo ex ­
un m odelo o. m ejor dicho, porque el sistem a ritu al sigue este m odelo
piatorio y h éroe: se esfuerzan en asustarle pero si dem uestra tener
p ara ello s. T am bién ellos se esfuerzan en reproducir lo que o cu rrió la
m iedo, se le considera indigno de la m uerte que le espera. A su­
prim era v e z , en renovar una vez más la un an im idad que se ha creado
m iendo todos estos papeles em inentem ente sociales, se convierte en
y rehecho en torno a la víctim a p ro p iciatoria. Si el prisionero es objeto
un hom bre en el pleno sentido de la p alab ra, ilustran do las contra­
de un tratam ien to doble, si unas veces es vilip en diado y otras honrado,
dicciones que la sociedad suscita: situación im posible que solo
es en su calidad de representante de la víctim a o rigin al. O diable en tanto
puede culm in ar en la m uerte. La im p o sibilidad aparece todavía
que polariza la violencia y que todavía no la ha m etam orfoseado, en tanto
más reforzada cuando el ritu a l le confiere el poder y los atributos
que hace in terven ir, una vez m ás, el m ecanism o unificador de la víctim a
del héroe m ítico; se convierte en el representante del otro mundo
p ro p iciatoria. Cuanto más odiosa parezca de en trada la víctim a, mas vigo ­
in stalado en el corazón de éste, un Jan o excesivam ente sagrado
rosas serán las pasiones polarizadas por ella , y más a fondo in terven drá
p ara que se pueda v iv ir con é l.» 2
el m ecanism o. _ _ ,
2. Affable Savages (N ueva Y o rk , 1966). O curre, en sum a, con el prisionero tupinam ba lo m ismo que con el

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rey africano. Y a com pletam ente aureolado por su m uerte fu tu ra, encarna u tilizab le en el plano del sacrificio. P ara que sea idónea para representar
las dos caras de lo sagrado no ún icam en te de m anera sucesiva, sino si­ adecuadam ente la víctim a o rig in al, h ay que co n ferirle lo que le falta, una
m ultáneam ente. Lo que asum e es la to talid ad de la vio len cia, y esto ya cierta p erten en cia al grupo, hay que co n vertirla en una criatu ra de «d e n ­
en v id a, p orque, a decir verd ad , la asum e en la etern idad, al m argen de tr o » , sin arreb atarle, no o b stan te, su calidad de criatu ra de « fu e ra » , esta
cualq uier tem poralidad. ex terio rid ad ya sagrada que la caracteriza esencialm ente.
Según los texto s, parece que el prisionero está efectivam ente destinado La preparación sacrificial convierte a la víctim a en lo suficientem ente
a reencarnar un héroe m ítico que aparece en algunas versiones b ajo las sem ejante a los objetivos « n a tu ra le s» y directos de la violencia, esto es, a
características de un prisionero a punto de ser ritu alm en te ejecutado y los próxim os, p ara asegurar la transferencia de las tendencias agresivas, para
devorado. A ojos de quienes lo p ractican, por consiguiente, el canibalism o hacer de esta víctim a, en sum a, un objeto «ap e tito so », que siga siendo, al
ritu al se p resenta como repetición de un acontecim iento prim o rdial. m ism o tiem po, suficientem ente extran jera y diferen te como p ara que su
A l igu al que el aspecto incestuoso en la m onarquía africana, el aspecto m uerte no corra el peligro de arrastrar la com unidad a un ciclo de ven­
antropófago incurre en el peligro de d istraer al observador, ele im pedirle ganza. La única persona susceptible y ta l vez o b ligada, hasta cierto punto,
que reconozca en el ritu al tupinam ba la m is m a c o s a e s e n c i a l m e n t e q u e en a abrazar la causa del prisionero, es su m ujer. Si se tom a este papel exce­
t o d a s p a rtes, esto es, fundam entalm ente, el sacrificio. Este riesgo es toda­ sivam ente en serio, es inm ediatam ente ejecutada. Y si la p areja tiene hijo s,
vía m ayor, sin em bargo, en el caso del incesto que en el de la antropo­ son igualm en te ejecutados.
fagia, que todavía no ha encontrado su Freud y aún no ha sido elevada al A quí vem os perfectam ente como la im itación del m ecanism o de la víc­
rango de m ito m ayor de la m odernidad. El cine contem poráneo ha in ten ­ tim a p ro p iciatoria, im itación siem pre escrupulosa pero necesariam ente des­
tado más de una vez poner de moda el canibalism o pero los resultados no fasada por la transfiguración de esta prim era víctim a, in stala el tipo de
son sensacionales. práctica ritu al que corresponde a las «n ecesid ad es» de la com unidad y ase­
M ircea E liade afirm a con m ucha razón que lo que aparece en prim er gura la «ev acu ació n » de la vio len cia, su evaporación sobre unas víctim as ni
lu gar es lo sagrado y que posiblem ente, en últim a instancia, la antropofagia dem asiado atractivas n i dem asiado desagradables, sobre el tipo de víctim as,
no existe bajo una form a n atu ral.3 En otras p alab ras, no se inm ola a una en sum a, m ás adecuado para aliv iar a la com unidad de esta violencia, para
víctim a p ara com érsela, sino que h ay que com érsela porque se la inm ola. « p u rific a rla ». Vem os perfectam ente como la im plantación del sistem a, in ­
O curre lo m ism o con todas las víctim as anim ales que son igualm en te com i­ cluida la preparación sacrificial que co n trib uye a m ejorar el «ren d im ien to »
das. El elem ento antropofágico no exige ninguna explicación especial. Bajo de las víctim as, puede efectuarse sin que este sistem a sea nunca realm ente
m ás de un aspecto, es el que aclara los ritos m ás oscuros. C u alq u ier con­ pensado por n ad ie, sin que exista jam ás otra cosa que la im itación del
sumo de carne sacrificial, hum ana o an im al, debe in terp retarse a la luz hom icidio o rig in al, el que ha creado o rehecho la un idad de la com unidad.
del deseo m im etico, auténtico canibalism o del esp íritu que siem pre acaba H ay que ver, p ues, en la adopción del prisionero un ejem plo de p repa­
por dom inar sobre la violencia ajena, sobre la violencia del otro. El deseo ración sacrificial del segundo tipo definido anteriorm ente. El canibalism o
m im ètico exacerbado desea a un tiem po d estru ir y absorber la violencia ritu al se asem eja mucho a la m onarquía africana en que la fu tu ra víctim a
encarnada del m odelo-obstáculo, siem pre asim ilado al ser y a la d ivin idad. está sacralizada en vida. P ara entender el parentesco de los dos ritos hay
Nos explicam os, gracias a este hecho, el deseo que sienten los caní­ que pensar en la obra de Jean G enet, H aute S u r v eilla n c e, que m uestra un
bales de ver como su víctim a d em uestra, m ediante su v alen tía, que es condenado a m uerte cuyos favores se d isp utan dos m alhechores de la más
realm ente la encarnación de la violencia soberana. La carne de la víctim a b aja estofa, dos h e r m a n o s e n e m i g o s , para ser exactos, fascinados por su
es necesariam ente consum ida después de la inm olación, es decir, una vez próxim a ejecución. (Por reveladora que sea la sem ejanza, no conviene dedu­
que la violencia m aléfica se ha m etam orfoseado por com pleto en sustancia cir que la práctica ritu al proceda de un esp íritu análogo al de la obra
benéfica, enteram ente convertida en una fuente tanto de paz como de buena contem poránea.)
v italid ad y de fecundidad. U na de las razones que nos im piden ver la estrecha relación entre la
Una vez que hemos reconocido en el canibalism o ritu al un rito sacri­ m onarquía africana y el canibalism o tupinam ba reside en el reclutam iento
ficial como los dem ás, la adopción p revia del prisio n ero , su asim ilación de la víctim a que está sacada de «d en tro » en el prim er eso y de « fu e ra »
p arcial en la trib u que lo devorará, ya no p lan tea ningún problem a. en el segundo. P ara obtener el m ismo resultado en ambos casos, la p repa­
L a futura víctim a procede de fuera, del sagrado indiferenciado; es ración sacrificial debe hacerse en sentido contrario. A l in tegrar el prisionero
dem asiado extrañ a a la com unidad como para poder ser inm ediatam ente a la com unidad, los tupinam ba actúan de m anera p aralela a los dinka
cuando separan del rebaño e in stalan cerca de ellos el anim al destinado al
3. The Sacred and thè Profane (Nueva York, 1961), p. 103. sacrificio. En el caso de los tupin am b a, sin em bargo, la puesta en práctica

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del principio se lle v a mucho más lejo s. La extrañ a adopción del prisionero G racias a que la riv alid ad y la enem istad entre los diferentes grupos es
ofrece un indicio suplem entario y probablem ente m uy notable en favor de real, el sistem a conserva su eficacia. Está claro, por otra p arte, que este
la tesis defendida aquí que hace de la víctim a pro p iciatoria un ser de tipo de conflicto no siem pre se m antiene dentro de unos lím ites tolerables.
dentro, un allegado de los que le han asesinado. El canibalism o tupinam ba A parece aquí una p alab ra, tobajara, cuyos diversos sentidos resum en
parece especialm ente sensible a esta «p ro x im id a d » de la víctim a o rig in al; la econom ía del canibalism o ritu al. D esigna en prim er lugar la posición
para reproducirla en las víctim as subsiguientes sin com prom eter la efica­ sim étrica a la del sujeto en un sistem a de oposición, el contrincante hostil.
cia sacrificial del rito , recurre a un procedim iento dem asiado im placable­ La palab ra está em parentada con un verbo que significa enfrentarse, estar
m ente lógico para no desconcertarnos. en situación de antagonista.
Conviene hacer notar, respecto a tobajara, que el hom icidio del p ri­
sionero se desarrolla de la m anera más sem ejante posible a un duelo.
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La víctim a esta atada a una cuerda; se le deja el campo suficiente como
para p erm itirle defenderse, durante un cierto tiem po, de los golpes que
su antagonista siem pre único, su propio toba/ara, se em peña en asestarle.
Todo lo que acabam os de decir contradice, evidentem ente, un im por­ No hay que asom brarse si el térm ino tobajara designa más específica­
tante aspecto de los antiguos testim onios. De creer a esos testim onios, es el m ente la víctim a del festín antropofágico. Pero esta palab ra tiene asim ism o
extran jero , el enem igo h ered itario y no el allegad o , aquel al que cada co­ un tercer sentido, el de cuñado. El cuñado sustituye al herm ano, el an ta­
m unidad persigue con su odio y devora, altern ativ am en te. El canibalism o gonista más n atu ral. A cam bio de una m ujer ajen a, se cede al cuñado una
ritu al se concibe a sí m ism o y se deja observar como un juego de rep re­ de las propias, la m ujer dem asiado p róxim a, la que in duciría casi in ev ita­
salias in term inables que se d esarro lla a una escala trib al. blem ente una riv alid ad típicam ente fratern a si los hom bres de una m ism a
Es harto evidente que esta lectura es engañosa; existen aspectos esen­ com unidad elem ental quisieran reservar sus m ujeres para su propio uso.
ciales de la institució n que hace indescifrables. Es m uy fácil, en cam bio, El m ovim iento sacrificial sustituye el herm ano por el cuñado como objeto
incorporar esta m ism a lectura a la explicación que estam os proponiendo. de ho stilidad. Toda la estructura del sistem a está im p lícita en la trip le carga
No solam ente no es «em b arazo sa» sino que es necesaria; constituye lo que sem ántica de tobajara. Y no estam os m uy alejados de la tragedia griega con
p odría denom inarse la «id eo lo g ía » del canibalism o ritu al, necesariam ente sus herm anos y sus cuñados enem igos, Eteocles y P olinice, Edipo y
desfasada en relación a la verdad de la in stitució n .
C re o n te...
A l ig u al que en el conjunto tsim shian estudiado anterio rm en te, existe La ideología del canibalism o ritu al se asem eja a los m itos nacionalistas
un desplazam iento de la violencia in testin a hacia el ex terio r; este desplaza­ v guerreros del m undo m oderno. Es posible, claro está, que los observado­
m iento es lo que es sacrificial y no únicam ente verb al puesto que las com u­ res hayan deform ado las explicaciones ofrecidas por los indígenas. En el
nidades luchan realm ente entre sí y devoran sus respectivos m iem bros. supuesto de que estas deform aciones hayan sido reales, no afectarían en ab­
T am bién en este caso puede decirse que las tribus se ponen de acuerdo en soluto la lín ea general de la in terpretació n . Un culto sacrificial basado en
no estar jam ás de acuerdo; el estado de guerra perm anente tiene la fun­ la guerra y el hom icidio recíproco de prisioneros no puede concebirse en un
ción esencial de alim en tar de víctim as el culto caníbal. Por una y otra modo m ítico m uy diferente de nuestro «n acio n alism o » con sus «enem igos
p arte, las capturas deben prácticam ente eq u ilib rarse, co n stituir un sistem a h ered itario s», etc. In sistir sobre las diferencias entre dos m itos de este-
de casi prestaciones recíprocas, más o menos vinculado, según parece, al género. es caer uno m ism o en el m ito, ya que significa desviarse de la
trueque de las m ujeres, tam bién éste frecuentem ente im pregnado de h o sti­ única cosa que realm ente im p o rta, a saber, la realid ad , siem pre idén tica, tan
lidad, como en el caso de los tsim shian. situada detrás del nacionalism o m oderno como detrás del m ito tupinam ba.
T rátese de m ujeres o de prisioneros, el trueque ritualizado en conflicto, Tanto en uno como en otro caso, la función esencial de la guerra ex tran ­
el conflicto ritualizad o en trueque, nunca constituyen otra cosa que unas jera v de los ritos más o menos espectaculares que pueden acom pañarla,
v arian tes de un m ism o deslizam iento sacrificial de dentro hacia fuera, consiste en p reservar el equilib rio y la tran q u ilid ad de las com unidades esen­
m utuam ente ventajoso, puesto que im pide que la violencia se desencadene ciales, alejando la am enaza de una violencia necesariam ente más intestina
allí donde no debe en absoluto desencadenarse, en el seno de los grupos que la violencia abiertam ente discutida, recom endada y practicada.
elem entales. Las in term inables venganzas en tre dos tribus deben enten­ En su novela de ciencia-ficción titu lad a 1984, G eorge O rw ell m uestra
derse como la oscura m etáfora de la venganza efectivam ente diferid a en el a los jefes de dos sup ertiranías cínicam ente decididos a p erpetuar su con­
in terio r de cada com unidad. Esta diferencia, o más exactam ente este «diferi- flicto a fin de garan tizar con m ayor seguridad su dom inio sobre unas po­
m ien to », este desplazam iento, no tiene evidentem ente nada de fingido. blaciones engañadas. El culto caníbal, basado en la guerra perm anente

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y destinado a p erp etuar la tran q u ilid ad in terio r, nos revela que el m undo no por ello dejan de in sp irar nuestro pensam iento y todas nuestras con­
m oderno no tiene el m onopolio de dichos sistem as y que su im plantación ductas.
no se basa en absoluto en la presencia de d irigen tes perfectam ente lúcidos, En las sociedades p rim itiv as, por el contrario, el m enor cam bio, incluso
cínicos m anipuladores de m ultitud es inocentes. en un in d iv id uo aislado, es visto como si p ud iera provocar una crisis
m ayor. Un peligro literalm en te apocalíptico se p erfila detrás de los pasos
más norm ales a nuestros ojos, más p revisib les, m ás indispensables a la
* * * continuidad de la sociedad.
En Les R ites d e passage, la obra que ha acreditado la expresión entre
los etnólogos, V an G ennep descom pone el cam bio de estatuto en dos
Como vem os, no es d ifícil relacionar el canibalism o tupinam ba con m om entos. En el transcurso del prim ero, el sujeto pierde el estatuto que
una teo ría general del rito basada en la víctim a pro p iciatoria. E sta vincu­ poseía h asta entonces, y en el transcurso d el segundo adquiere un nuevo
lación esclarece algunos aspectos de las prácticas tupinam bas que hasta estatuto . No h ay que atrib u ir exclusivam ente este an álisis a la m anía,
el m om ento habían perm anecido indescifrables. Las prácticas tupinam bas, cartesiana y francesa, de las ideas claras y diferenciadas. E l pensam iento
recíprocam ente, desvelan algunos aspectos de la teo ría general que aparecen religioso distingue realm ente los dos m om entos, los percibe como in de­
d ifícilm en te, o no aparecen en absoluto, en los ritos considerados an terio r­ pendientes en tre sí, separados incluso por un in tervalo que puede conver­
m ente. tirse en un auténtico abism o por el que puede caer la to talid ad de la
A unque perm anezca fragm entario , nuestro panoram a ritu al cuenta ahora cultura.
con unos ritos m uy diversos, tanto en el plano del contenido y de la form a La distinción de V an G ennep perm ite in clu ir el elem ento cr itico en el
como en el de la distribució n geográfica. Se aproxim a, por tanto , el mo­ paso pues aísla la pérdida de estatuto , perm ite reconocer en ella una
m ento en que podrem os considerar como d efin itivam en te establecida la p érdida de d ifer en cia en el sentido definido an teriorm ente. Esto equivale
h ipótesis que convierte a la víctim a p ro p iciatoria en el fundam ento de a decir que nos devuelve a un terreno fam iliar. Si toda violencia provoca
cu alq uier form a religio sa. A ntes de form ular, sin em bargo, esta conclusión una pérdida de diferen cia, toda p érdida de diferencia provoca, recíproca­
conviene m u ltip licar las precauciones y preguntarnos si no hemos descar­ m ente, una violencia. Y esta violencia es contagiosa. Nos encontram os, pues,
tado, sin saberlo, algunas categorías rituales que escaparían por entero al ante la m ism a angustia que en el caso de los gem elos. El pensam iento re li­
tipo de lectura elaborado en las páginas precedentes. gioso no distingue entre las diferencias n atu rales y las diferencias cul­
Si se quisiera caracterizar con una p alab ra el conjunto de los ritos que tu rales. A unque no siem pre esté justificado al n iv el de los objetos p arti­
han retenido hasta ahora nuestra intención, podría decirse que todos tien ­ culares que lo provocan, el terro r, en su prin cip io , no es im agin ario .
den a perp etuar y a reforzar un cierto orden fam iliar, religio so , etc. Su El in dividuo en instancia de paso es asim ilado a la víctim a de una
objeto es m antener las cosas en el estado en que se encuentran. Esta es epidem ia, o al crim in al que am enaza con esparcir la violencia a su alrededor.
la razón de que apelen constantem ente al m odelo de cualq uier fijación y P or localizada que esté la m enor pérdida de violencia, puede sum ir a la
de cu alq uier estabilización cu ltu ral: la un an im idad violenta en contra de com unidad entera en una crisis sacrificial. El m enor desgarrón, punto que
la víctim a pro p iciatoria y en torno a ella. cede en un tejido , si no es rem endado a tiem po, puede d estruir todo el
Podem os d efin ir todos estos ritos como unos ritos de firm eza o de vestido.
inm ovilidad. A hora b ien , existen tam bién unos ritos llam ados d e paso. L a p rim era m edida a adoptar en una situación sem ejante consiste eviden ­
T al vez constituyan unos hechos susceptibles de contradecir la conclu­ tem ente en aislar la víctim a, p ro h ib irle cualq uier contacto con los m iem ­
sión hacia la que tendem os. A ntes de proclam ar que la víctim a propicia­ bros sanos de la com unidad. H ay que preven ir el contagio. Los individuos
to ria está en el origen de todos los rito s, es indispensable m ostrar que sirve sospechosos son inm ediatam ente excluidos; m erodean por los m árgenes
igualm en te de m odelo a los ritos de paso. de la com unidad; en ocasiones son expulsados m uy lejo s, al bosque, a la
Los ritos de paso van unidos a la adquisición de un nuevo estatuto , a jun gla o al desierto, allí donde reina la violencia in diferen ciada, al reino de
la iniciación, por ejem plo, que, en num erosas sociedades, es la única que lo sagrado al que pertenecen todos los seres p rivados de la diferencia esta­
confiere a los adolescentes la plena p ertenencia a la com unidad. En nues­ b le y del estatuto concreto que sólo pueden m antener los seres fuera de
tra sociedad, por lo menos en teo ría, el paso de un estatuto a otro sólo lo sagrado.
plantea unos problem as de adaptación m enores, reservados en principio a Como no cree en el contagio, salvo en el caso de las enferm edades
los directos interesados, a los que efectúan el paso. A unque es probable m icrobianas, la m entalidad m oderna siem pre estim a posible lim itar la
que estas creencias estén un poco quebrantadas desde hace algún tiem po, p érdida de estatuto a un terreno determ inado. No ocurre lo m ism o en las

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sociedades p rim itivas. La in d iíeren ciació n es como una m ancha de aceite rana pero la com unidad piensa que puede co n trib uir a ello. In ten tará cana­
y el neófito es la p rim era víctim a del carácter contagioso de su propia lizar la energía m aléfica por los cam inos que la co lectividad ba abierto.
afección. En algunas sociedades, el futuro iniciado carece de nom bre, de P ara que el resultado fin al sea el mismo que la p rim era vez. para poner
pasado, de vínculos de parentesco y de derechos de todo tipo. Q ueda re­ todas las oportunidades del lado de la com unidad, hay que reproducir, en
ducido al estado de cosa inform e e innom brable. En los casos de iniciacio­ cada ocasión, todo lo que se produjo esa p rim era vez, h ay que hacer
nes colectivas, cuando todo un grupo de adolescentes de una m ism a edad recorrer a los neófitos todas las etapas de la crisis sacrificial, ta l como
es llam ado a un m ism o paso, nada separa ya los m iem bros del grup o; en son rem em oradas, hay que v ertir la experiencia actual en el m olde de la
el in terio r de este grupo, por tanto , se vive en una igu ald ad y una prom is­ experiencia de antaño. Si el proceso ritu a l rep ite exactam ente el proceso
cuidad to tales. de la crisis o rigin al, cabe esperar que concluirá de la m ism a form a.
Como sabem os, la única razón de que en lo sagrado las diferencias Este es el proyecto fundam ental de los ritos de paso; b asta con cap­
aparezcan borradas y abolidas es porque están todas ellas presentes en un tarlo para entender que los aspectos aparentem ente más extraños, los d eta­
estado m ezclado, bajo una form a caótica. P ertenecer a lo sagrado es par­ lles que consideram os «m o rb o so s» o «a b e rra n te s», proceden de una ló ­
ticip ar en esta m onstruosidad. Q uedar privado de diferencias o poseer de­ gica m uy sencilla que el pensam iento religioso no hace más que seguir
m asiadas, p erd erlas todas o incorporárselas indebidam ente, equivale a lo hasta el fin al. En lu g ar de elu d ir la crisis, el neófito debe sum ergirse com­
m ism o. Concebim os, p ues, que el neófito pueda aparecer unas veces como pletam ente en ella , pues así lo hicieron sus antepasados. En lu g ar de rehuir
un m onstruo herm afro dita y otras como un ser asexuado. las consecuencias más penosas o incluso las más terrib les de la violencia
Si el paso constituye siem pre una experiencia tem ib le, es porque no recíproca, hay que sufrirlas una tras otra. ¿P o r qué se p riva al postulante de
podemos afirm ar, de en trad a, que se tratará sim plem ente de un paso. com odidad y hasta de alim ento, por qué se le colm a de m alos trato s, a
Sabem os lo que está a punto de p erd er, desconocemos lo que encontrará. veces de auténticas to rtu ras? Porque la prim era vez , las co sa s ocu rriero n
N unca sabemos en qué desem bocará la m ezcla m onstruosa de las diferen ­ así. En determ inados casos, no basta con sufrir la violencia, es preciso
cias. La violencia soberana tiene la últim a p alab ra en estas m aterias y no tam bién ejercerla. Esta doble exigencia evoca m uy directam ente la «m a la »
es bueno tratar con ella . La «e stru c tu ra », en sum a, no puede d ejar «su reciprocidad de la crisis sacrificial. A l ig u al que en algunas fiestas, y por
lu g a r» al cam bio. A unque p revisib le, e l cam bio parece, por definición, las m ism as razones, num erosas prácticas prohibidas en cu alq uier otro mo­
indom inable. La idea de un deven ir som etido a unas leyes sociales o in­ m ento son aquí exigid as, robos, agresiones sexuales sim bólicas o reales,
cluso n atu rales es ajena a la religió n p rim itiv a. consumo de alim entos prohibidos. H ay algunas sociedades en las que la
La p alab ra co n s e r v a d o r es dem asiado d éb il p ara calificar el esp íritu antropofagia, prohibida en cualq uier otra circunstancia, form a p arte del
de in m o vilid ad , e l terror d el m ovim iento, que caracteriza las sociedades proceso de iniciación. En los tupinam ba, el hom icidio del prisionero tiene
acuciadas por lo sagrado. E l orden socio-religioso aparece como un bene­ valor de iniciación para aquel que está encargado de com eterlo. Son num e­
ficio in estim ab le, una gracia inesperada que lo sagrado, a cada in stan te, rosas las sociedades en que el acto in iciático por excelencia es la ejecución
puede retirar a los hom bres. No se trata de em itir sobre este orden un de un anim al o de un ser hum ano.
juicio de valo r, de com parar, de elegir o de m an ip ular lo más m ínim o el La tendencia del in dividuo privado de estatuto a m etam orfosearse en
«siste m a » a fin de m ejorarlo. C u alquier pensam iento m oderno sobre la so­ d o b l e m o n s tru o s o debe exterio rizarse por com pleto. A veces debe con­
ciedad aparecería aquí como una dem encia im p ía, capaz de atraer la in ter­ vertirse en anim al: tan pronto como d ivisa unos hom bres, el futuro in i­
vención vengadora de la V iolencia. Es preciso que los hom bres retengan ciado finge arrojarse sobre ellos y devorarlos. A l ig u al que D ionisos o que
la respiración. C u alquier m ovim iento incontrolado puede suscitar una el rey sagrado, se convierte en toro, león, leopardo, pero únicam ente du­
repentina borrasca, un m arem oto en el que desaparecería cualq uier socie­ rante la duración de la crisis in iciática. Se le retira el uso de la palab ra
dad hum ana. hum ana; se expresa m ediante unos gruñidos o unos rugidos. En algunos
Por terrorífica que sea, la p erspectiva d el paso no carece, sin em bargo, ritos aparecen todos los rasgos característicos de la posesión v io len ta, en el
de esperanza. A través de la perdida generalizada de las diferencias y la estadio suprem o de la crisis. Los sucesivos elem entos de los ritos nos per­
violencia un iv ersal, a través de la crisis sacrificial, y m ediante su in ter­ m iten, pues, seguir la evolución real o supuesta de esta crisis.
vención, la com unidad desem bocó, tiem po atrás, en el orden diferenciado. La prueba de que todo está m odelado de p rincipio a fin sobre la
La crisis es la m ism a y cabe esperar que lleg ará al m ism o resultad o , a una crisis y su resolución, es que más allá de todos los ritos que acabamos
instauració n o a un a restauración de las diferen cias, es decir, en el caso de de enum erar y que representan la propia crisis figuran unas cerem onias
los neófitos, a la adquisición d el nuevo estatuto am bicionado por ellos. que reproducen la unanim idad finalm ente realizada contra la víctim a propi­
Este desenlace favorable depende en prim er lu g ar de la V iolencia sobe­ ciato ria; estas cerem onias constituyen el punto culm inante de toda la h isto ­

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ria. La intervención de las m áscaras en este m om ento suprem o dem uestra y esta desaparición co rta, por decirlo de algún m odo, el cordón um b ilical
directam ente la presencia d el d o b l e m o n s tru o s o ya dem ostrada por las m eta­ que lig a todos los ritos a la violencia fundadora, confiriéndole de este
m orfosis presum idas de los neófitos. Estas cerem onias pueden adoptar las modo un a engañosa apariencia de especificidad absoluta.
form as m ás variad as pero siem pre evocan la resolución v io len ta, el fin al de En tanto que los ritos perm anecen vivos su un idad es m ás fuerte que
la crisis, el retorno al orden, es d ecir, la adquisición por los neófitos de sus diferen cias. En el caso de los ritos de paso, por ejem plo, incluso cuando
su estatu to d efin itivo . la p rueba in iciática queda reservada a determ inados in dividuo s, está im ­
A sí p ues, los ritos de paso tienden a estru ctu rar sobre el m odelo de p licado el conjunto de la com unidad; no h ay rito que no haga in terven ir
la crisis o rigin al toda crisis potencial, ocasionada por una p érdida cual­ la un an im idad fundadora.
q uiera de diferencia. Se trata de transform ar en certidum bre la incertidum - La eficacia de los ritos de paso alcanza, en su prin cip io , la eficacia
bre terrorífica que siem pre acom paña la aparición de la violencia conta­ sacrificial en general. E xisten , sin em bargo, unos cuantos m atices en los
giosa. Si bien los ritos de paso siem pre fin alizan , y alcanzan generalm ente que no resulta in ú til detenerse.
su ob jetivo , tienden poco a poco a convertirse en una sim ple p ru eb a cada C uanto m ás pasa el tiem po, más tiende a d isip arse el tem or ocasionado
vez más «sim b ó lica », a m edida que se hace menos aleato ria. El elem ento por la crisis o rigin al. Las nuevas generaciones no tienen los m ismos m oti­
cen tral de los rito s, e l corazón sacrificial, tien de tam bién a desaparecer, ya vos que sus antepasados p ara respetar las prohibiciones, p ara preocuparse
no sabemos a qué se refiere el «sím b o lo ». por la in tegrid ad del orden religio so ; no tienen la m enor experiencia de
la violencia m aléfica. A l im poner a los recién llegados unos ritos de paso,
es decir, unas pruebas lo más sem ejantes posibles a las de la crisis o rig in al,
* * *
la cu ltu ra in ten ta reproducir el estado de ánim o m ás favorable a la p er­
petuación del origen diferen ciado ; recrea la atm ósfera de terror sagrado y
de veneración que reinaba en tre los antepasados en la época en que los
Como vem os, no existe una d iferen cia esencial en tre los ritos de paso ritos y las prohibiciones eran más escrupulosam ente observados.
y los ritos que anteriorm ente hem os bautizado como ritos de fijación. El E l m ecanism o de la difusión y de la prevención de la violencia en las
m odelo sigue siendo el m ism o. L a acción ritu a l no tien e nunca otro obje­ sociedades hum anas, tal como nos lo han revelado el esquem a de la crisis
tivo que la in m o vilidad com pleta o, a falta de ésta, el m ínim o de m o vili­ sacrificial y de la violencia fundadora, perm ite entender que los ritos de paso
dad. A coger el cam bio significa siem pre en treab rir la p u erta detrás de la tengan una eficacia real, como m ínim o durante todo el tiem po en que
cual m erodean la violencia y el caos. No es posible, sin em bargo, im pedir no pierden su carácter de prueb a penosa, im presionante, a veces d ifíc il­
que los hom bres se conviertan en adultos, se casen, enferm en, y m ueran. m ente soportable. Como siem pre, se trata de «ah o rrarse» una crisis sacri­
Cada vez que les am enaza el d even ir, las sociedades p rim itivas in tentan ficial, aq u ella que la ignorancia de los adolescentes y su joven im petuosidad
canalizar su fuerza b urb ujean te en los lím ites sancionados por el orden am enazan verosím ilm ente con desencadenar.
cu ltu ral. Esto, en num erosas sociedades, lleg a incluso a ser cierto en el Los ritos de paso conceden a los neófitos un sabor anticipado de lo
caso de los cam bios estacionales. Sea cual sea el problem a, y venga de que les aguarda si transgreden las prohibiciones, si descuidan los ritos y
dónde venga el p eligro , e l rem edio es de tipo ritu al y todos los ritos se se desvían de lo religioso. G racias al ritu a l, las generaciones sucesivas se
refieren a la repetición de la resolución o rig in al, a un nuevo alum bram iento im buyen de respeto por las terrib les obras de lo sagrado, particip an en la
del orden diferenciado. El m odelo de cualq u ier fijación cu ltu ral tam bién vida religiosa con el fevor necesario, se dedican con todas sus fuerzas a la
es el m odelo de cualq uier cam bio no catastrófico. En el lím ite, no hay consolidación del orden cu ltu ral. La prueba física tiene una fuerza coer­
una distinción clara entre los ritos de paso y los dem ás. citiv a, in igualada por ninguna com prensión in telectu al; es la que hace
E xiste, sin em bargo, una especificidad relativ a de algunos ritos de aparecer el orden socio-religioso como un favor extrao rdin ario .
paso. Los elem entos procedentes de la propia crisis, en oposición a su Los ritos de paso constituyen un prodigioso instrum ento de conserva-
desenlace, desem peñan un papel más im portante y más espectacular en los vacíón religio sa y social. A seguran el dom inio de las generaciones más
ritos de paso que en otros muchos rito s. Son estos elem entos los que ancianas sobre las nuevas generaciones. Eso no significa que sea posible
confieren a los ritos su aspecto propiam ente iniciático. Esta es la razón de reducirlos a una conspiración de los «v ie jo s» contra los «jó v e n e s», o de los
que, en los períodos de disgregación ritu a l, lleguen a p erp etuarse, m ientras poseedores contra los desposeídos. O curre, en efecto, con los ritos de paso
que todo el resto, es decir, lo más esencial, cae en el olvido y desaparece. lo mismo que con todos los ritos considerados anteriorm ente; los m eca­
Se trata de un proceso que ya hem os com probado a propósito de otros nism os que ponen en juego nunca están com pletam ente pensados por nadie,
rito s. Siem pre es la conclusión fundadora la prim era que tiende a borrarse siguen siendo eficaces, a decir verdad, en tanto que no se intente pensarlos

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en el plano de una eficacia puram ente social, en tanto que constituyen un sim bolism o m aterial. El curandero exhibe una brizna, un pedazo de
realm en te una im itación de la crisis p rim o rd ial. La eficacia del rito es una algodón, un residuo cualq uiera, que pretende extraer del cuerpo de su
consecuencia de la actitud religio sa en gen eral; excluye todas las form as de enferm o y de que atrib uye la enferm edad.
cálculo, de p rem editación y de «p la n n in g » que tenem os tendencia a im a­ Los griegos denom inaban katharma al objeto m aléfico extraído en el
g in ar detrás de los tipos de organización social cuyo funcionam iento se transcurso de operaciones ritu ales m uy análogas sin duda a las del cham a­
nos escapa, nism o. tal como los etnólogos han tenido ocasión de observar en diferentes
partes del m undo. Ahora b ien, la p alab ra katharma significa tam bién y
fundam entalm ente una víctim a sacrificial hum ana, una varian te d el phar-
•k k k
makos.
Si se relaciona la extracción del katharma cham anista con la escenifica­
ción co n flictiva, la operación se ilu m in a. La enferm edad es asim ilad a a la
En todos los tipos de iniciación, paso a la edad ad u lta, sociedades secre­ crisis; puede llev ar tanto a la m uerte, como a una curación siem pre in ter­
tas, cofradías religio sas, cham anism o, etc., reencontram os como m ínim o el p retada como expulsión de «im p u rez as», unas veces esp iritu ales — los malos
esbozo del esquem a que no hemos cesado de trazar a lo largo de todo el esp íritu s— y otras m ateriales — el objeto cham ánico. T am bién en este
p resente ensayo. La iniciación cham anista, por ejem plo, sólo se distin gue de caso, se trata de rep etir lo que ocurrió la prim era vez, de ayudar al en­
otras iniciaciones más banales por el carácter intenso y dram ático de las ferm o a alum brar su propia curación, de la m ism a m anera que el conjunto
pruebas que supone, por una identificación ex p lícita con una div in id ad o de la colectividad alum bró, en su tiem po, en la violencia colectiva el
con un espíritu cuyas aventuras terrib les y m aravillosas evocan el m eca­ orden que la rige. El katharma no hubiera debido introducirse en el orga­
nism o de la víctim a propiciatoria. nism o hum ano; él es el que aporta el desorden del exterio r. C onstituye
El cham án pretende m an ip ular algunas fuerzas sobrenaturales. Para un auténtico objeto expiatorio m ientras que la to talid ad del organism o h u­
lleg ar a ser capaz, por ejem plo, de curar a los dem ás hom bres, el futuro mano m ovilizado contra el supuesto invasor desem peña el papel de la co­
cham án debe exponerse a los m ales de sus futuros enferm os, es decir, lectivid ad . Si. como siem pre se afirm a, la m edicina p rim itiva es ritu al, debe
a la violencia m aléfica; debe dejarse sum ergir más prolongada y más com ­ consistir y consiste en una repetición del proceso fundador.
p letam ente que los comunes m ortales, a fin de surgir como un triun fado r; La palab ra katharsis significa de entrada el beneficio m isterioso que
debe dem ostrar, en sum a, que no es únicam ente el protegido de la V io­ la ciudad retira de la ejecución del katharma hum ano. Se traduce general­
lencia sino que p articip a de su poder, que puede dom inar h asta cierto m ente por purificación religio sa. La operación se concibe a modo de un
punto la m etam orfosis de lo m aléfico en benéfico. dren aje, de una evacuación. Antes de ser ejecutado, el katharma es solem ­
Ni siquiera las características más fantasiosas de la iniciación chamá- nem ente paseado por las calles de la ciudad, un poco a la m anera como
nica son realm ente fan tásticas: se refieren a alguna perspectiva ritu al el am a de casa pasa el aspirador por los rincones de su apartam ento. La
sobre la violencia fundadora. En unas culturas a veces m uy alejadas entre víctim a debe atraer hacia su persona todos los m alos gérm enes y evacuar­
sí, en A u stralia y en A sia especialm ente, la iniciación culm ina en un sueño los haciéndose elim in ar a sí m ism a. No es la verdad de la operación lo que
de desm em bram iento al térm ino del cual el candidato se despierta o, m ejor aquí se presen ta, aunque esté m uy próxim o a ella , es ya una in terp reta­
dicho, resucita bajo la form a de un cham án perfecto. Esta prueba suprem a ción m ítica. La violencia se congrega probablem ente sobre la víctim a pro­
se asem eja al despedazam iento colectivo de la víctim a en el diasparagm os p iciato ria pero no se produce ninguna expulsión y ninguna evacuación. Lo
dionisíaco y en un gran núm ero de ritu ales de procedencias m uy diferentes. esencial es escam oteado: la violencia recíproca, la arb itraried ad de la
Si el desm em bram iento es una señal de resurrección y de conquista triu n ­ resolución, el elem ento de satisfacción y no de expulsión que figura en esta
fal, es porque significa el m ism o m ecanismo de la víctim a p ro p iciatoria, la resolución. Es reifica r la violencia, como siem pre, co n vertirla en una « im ­
m etam orfosis de lo m aléfico en benéfico. El cham án sufre las m ism as m eta­ p u reza», una especie de «p o rq u ería» que se congregaría preferentem ente
m orfosis que las criaturas m íticas a las que ap elará, más adelan te, en el sobre un katharma hum ano o m aterial, sobre un ser o un objeto que ex­
ejercicio de sus funciones; sí puede recib ir la ayuda de éstas es porque p erim en taría por ella, v recíprocam ente, una afinidad especial. Cuando
trata con ellas en un plano de iguald ad . el cham án pretende extraer la enferm edad bajo la form a de un objeto,
La práctica cham ánica se asem eja a una representación te a tral. El cha­ transp o rta y traspone esta in terpretación ya m ítica sobre el cuerpo de su
m án in terp reta todos los papeles a la vez, pero sobre todo el de recolector enferm o y el pequeño objeto incrim inado.
y de preparador de las fuerzas benéficas que acaban por derro tar a las Jun to a la utilización religio sa, y a la utilización cham ánica, a una
fuerzas m aléficas. La expulsión fin al va acom pañada frecuentem ente de distancia ig u al entre las dos, existe una utilización propiam ente m édica del

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térm ino katharsis. Un rem edio catártico es una poderosa droga que pro­ «az o tar» parece algo sorprendente en este contexto, pero se explica si recor­
voca la evacuación de hum ores o de m aterias cuya presencia se considera dam os la p ráctica que co n sistía en azotar al pharm akos en los órganos ge­
nociva. El rem edio es concebido frecuentem ente como p articip an te de la n itales.
m ism a n aturaleza que el m al o susceptible como m ínim o de agravar sus En un contexto sem ejante, no es in ú til anotar entre las acepciones de
síntom as y de provocar, con ello , una crisis saludable de la que surgirá katharsis algunas cerem onias de purificación a las cuales estaban som etidos,
la curación. C o n stituye, en sum a, un suplem ento del m al que llev a la crisis en los m isterios, los candidatos a la iniciación. No h ay que o lvidar tam ­
al paroxism o y provoca la expulsión de los agentes patógenos junto con la poco la m ención de otro sentido de katharsis : m enstruación. Si el lector
suya p ropia. Es, pues, exactam ente la m ism a operación que el katharma que ha llegado hasta este punto ya no cree que se enfrenta a un conjunto
hum ano en la lectura que acabam os de denom inar m ítica, en térm inos de heterogéneo, si cree con nosotros que la víctim a pro p iciatoria ofrece la
expulsión. T am bién es, en absoluto m ítica esta vez, el p rincipio de la clave de estas aparentes extravagancias y revela una un idad, n uestra tarea
purga. ha concluido.
El deslizam iento que conduce del katharma hum ano a la katharsis m é­ Cada vez que se describe el proceso fundador o sus derivados sacrifi­
dica es p aralelo al que conduce del pharm akos hum ano al térm in o phar- ciales en térm inos de expulsión, de p urga, de p urificación, etc., se in te r­
makon que significa a un tiem po veneno y rem edio. En ambos casos, se p retan unos fenóm enos que no tienen nada de naturales, puesto que de­
pasa de la víctim a p ro p iciato ria, o m ás bien de su rep resen tan te, a la penden de la violencia, con la ayuda de un m odelo n atu ral. En la n atu rale­
droga doble, a un tiem po m aléfica y benéfica, es decir, a una trasposición za, existen realm ente unas expulsiones, unas evacuaciones, unas p urgas, et­
física de la d ualid ad sagrada. P lutarco u tiliza la expresión kathartikon phar- cétera. El m odelo n atu ral es un m odelo real. Pero esta realid ad no debe
makon en una sign ificativa redundancia. im pedir que nos interroguem os acerca del extrao rdin ario papel que desem ­
La «trad u cció n » del proceso violento en térm inos de expulsión , de peña en el pensam iento hum ano, d el pensam iento ritu al y de la m edicina
evacuación, de m utilación q u irú rgica, etc., aparece con una frecuencia ex­ cham ánica hasta nuestros días. Y h ay que concebir sin duda las cosas a
trao rdin aria en las más diversas culturas. A sí es como los resultados del p artir del esquem a esbozado en el capítulo V I I I . Es el juego de la violencia
I n cw a la swazi se expresan en unas acciones rituales cuya designación, que lo que ofrece el im pulso in icial para el descubrim iento d el m odelo y su
significa literalm en te «m o rd e r», «c o rtar» o «m e rm ar» el nuevo año, se aplicación, unas veces m ítica, a este m ismo juego, y otras no m ítica, a
inscribe en un conjunto sem ántico en el que figuran todo tipo de opera­ unos fenóm enos n atu rales. La prim era elaboración surge de la violencia
ciones altam en te reveladoras puesto que van de la consum ación del p ri­ fundadora y se refiere a esta m ism a violencia. El pensam iento concibe el
m er m atrim onio real a la victoria decisiva en un conflicto arm ado; el m odelo porque es solicitado por el m ilagro de la unanim idad rehecha, en
com ún denom inador parece ser el sufrim iento agudo pero saludable capaz una observación conjunta de lo n atu ral y de lo cu ltu ral, y recurre luego a
de asegurar la curación de una enferm edad, la resolución n atu ral o arti­ este m ismo m odelo un poco por doquier sin que todavía seamos capaces,
ficial de una crisis cualq u iera. El mismo conjunto designa la acción de ni siquiera h o y, de separar lo arb itrario de lo n o -arbitrario, ni sobre todo
sustancias que pasan por ejercer una acción terapéu tica. En el transcurso lo ú til de lo in ú til, lo fecundo de lo in sign ifican te, en especial en el terre­
de los rito s, el rey escupe unas sustancias m ágicas y m édicas en dirección no psíco-patológico.
al este y al oeste. E l m ism o térm ino de I n cw a la parece referirse a la idea En las lav ativas y en las sangrías del siglo x v n , en la preocupación
de lim p ieza, de lim piado por evacuación. Todo concluye, recordém oslo, con constante por evacuar los hum ores pecadores, no nos cuesta ningún es­
un gran fuego en el que se consum en los restos im puros de las operaciones fuerzo reconocer la presencia obsesiva de la expulsión y de la purificación
ritu ales y de todo el año que acaba de m orir. P ara describir el efecto ge­ como tem a m édico esencial. Nos encontram os con una varian te un tanto re­
n eral de los rito s, M ax G luckm an recurre a la «catarsis aristo télica». finada de la cura cham ánica, de la extracción del katharma m aterializado .
Katharma, katharsis son unos derivados de katharos. Si se agrupan un R eírse de las lav ativas del Sr. Purgón es fácil pero la purga tiene una
poco los tem as que gravitan en torno a esta m ism a raíz, nos encontram os eficacia real. ¿Y qué decir ante los procedim ientos modernos de inmuniza­
delante de un auténtico catálogo de los tem as tratados en el presente ensa­ ció n y de v a a m a ció n ? ¿No es un único e idéntico m odelo el que opera
yo, con la doble titulació n de la violencia y de lo sagrado. Katharma no en todos los casos y que unas veces ofrece su m arco in telectu al y su in s­
se refiere únicam ente a la víctim a o al objeto expiato rio . E l té rm ino designa trum ento al pseudo-descubrim iento y otras al auténtico descubrim iento?
asim ism o la ocupación por excelencia d el héroe m ítico o trágico. P ara desig­ H ay que reforzar las defensas del enferm o, ponerle en grado de rechazar por
nar los trabajos de H ércules, Plutarco habla de pon tia katharmata, de sus propios m edios una agresión m icrobiana. L a operación benéfica siem pre
expulsiones que han purificado los m ares. Kathairo sign ifica, adem ás de es concebida a la m anera de la invasión rechazada, del m aléfico in truso ex ­
otras cosas, purgar la tierra de sus m onstruos. E l sentido secundario de pulsado de la plaza. N adie puede reírse en este caso porque la operación

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es científicam ente eficaz. L a intervención m édica consiste en inocular «u n teatro y un escenario sobre el cual el destino de este katharma, m im ado por
poco» de la enferm edad, exactam ente como en los ritos que in yectan «un un actor, purgará a los espectadores de sus pasiones, provocará un a nueva
poco» de violencia en el cuerpo social p ara hacerle capaz de resistir a la katharsis in d iv id u al y co lectiva, saludab le, tam bién ella, p ara la com unidad.
violencia. La cantidad y la ex actitu d de las analogías producen vértigo. Si estam os de acuerdo, y no vem os la m anera de no estarlo , con el
Las «revacun acio n es» corresponden a la repetición de los sacrificios y rea­ etnólogo que describe en el rito sacrificial un dram a, o una especie de
parecen, claro está, ig u al que en todos los modos de protección « sa c rific ia l», obra de arte — V íctor T urn er, por ejem plo, en T he D rtm s o f A ffliction
las p osibilidades de inversión catastró fica: una vacuna dem asiado v iru len ta, (pág. 2 6 9 ): «T h e un ity of a given ritu a l is a dram atic u n ity. í t is in this
un pharm akon excesivam ente fuerte, puede extender el contagio que in ­ sense a kin d of w o rk of a r t» — , tam bién debe ser cierto lo recíproco: el
tentaba yu gu lar. P ara ilu strar los aspectos correspondientes del sacrificio dram a representado en el teatro debe co n stitu ir una especie de rito , la
podíam os recu rrir anteriorm ente a la m etáfora de la vacuna, y comprobamos oscura repetición d el fenóm eno religioso.
ahora que el desplazam iento m etafórico no se distingue de una nueva La utilización aristo télica de la katharsis ha provocado y sigue provo­
sustitución sacrificial. cando in term inables discusiones. Nos em peñam os en recuperar el sentido
exacto que esta palab ra podía tener para el filósofo. Se descartan los sig­
nificados religiosos — por o tra parte no entendidos, razón de más para
* * * desconfiar de ellos— bajo el p retexto de que ya estaban en b aja en la
época de A ristó teles, v debían ser casi tan oscuros como en nuestra época.
P ara que la p alab ra katharsis posea una dim ensión sacrificial en la
D escubrim os de nuevo en el pensam iento científico un hijo del pen­ P o ética no es absolutam ente necesario que A ristó teles aprehenda la ope­
sam iento arcaico, el que elabora los m itos y los ritu ales; descubrim os en ración o rig in al, es incluso necesario que no lo haga. P ara que la tragedia
un instrum ento técnico de in dudab le eficacia la prolongación ciertam ente funcione como una especie de ritu al es preciso que una operación aná­
refin ada, pero en lín ea d irecta, de las prácticas m édico-espirituales más loga a la de la inm olación siga disim ulándose en la utilización dram ática y
groseras. Es evidente que no debem os referir estas últim as a unos modos literaria adm itida por el filósofo, de la m ism a m anera que ya se disim u la­
de pensam iento diferentes de los nuestros. De una form a a o tra, existen , ba en la utilización religio sa y m édica. G racias a que A ristó teles no des­
claro está, unas sustituciones en m archa, unos desplazam ientos siem pre cubre el secreto del sacrificio su katharsis trágica no constituye en últim o
nuevos, pero no h ay m otivo para tratar separadam ente los diferentes resul­ térm ino m ás que otro desplazam iento sacrificial, análogo a todos los dem ás,
tados de estas operaciones, de ver en ellas, cada vez, una diferen cia deci­ por lo menos bajo cierto aspecto, y acaba por in sertarse con pleno derecho
siva, puesto que, desde un principio, el fenóm eno consiste en desplaza­ en el panoram a reunido an terio rm en te; tam bién ella gravita en torno a la
m ientos ya análogos a los que seguirán o no seguirán, en sustituciones m eta­ violencia fundadora que jam ás deja de gobernar esta gravitació n por el
fóricas, tanto más abundantes en la m edida en que jam ás consiguen abarcar hecho m ism o de su retirad a.
un solo e idéntico fenóm eno cuya esencia perm anece fuera de alcance. Si contem plam os más atentam ente el texto de A ristó teles descubrim os
En el m ismo orden de ideas y con la intención de com pletar el cuadro fácilm ente que se asem eja, en determ inados puntos, a un auténtico m anual
de las diferentes significaciones del térm ino katharsis, conviene volver a la de los sacrificios. Las cualidades que crean el « b u e n » héroe de la tragedia
traged ia griega. T odavía no nos hemos referido explícitam en te a la u tiliz a­ recuerdan las cualidades que se exigen de la victim a sacrificial. P ara que
ción que A ristó teles hace de este térm ino en su Poética. A hora es mucho ésta pueda p olarizar y pu rgar las pa sion es es preciso, como recordarem os,
menos necesario puesto que todo está a punto p ara una lectura que pro­ que sea sem ejante a todos los m iem bros de la com unidad y al m ism o tiem po
longue las anteriores y acabe de inscrib irse por sí m ism a en el conjunto disp ar, a un tiem po próxim a y lejan a, la m ism a y d ifer en te , el d o b l e y la
que se está form ando. Y a sabemos que la traged ia ha surgido de form as diferencia sagrada. De ig u al m anera, es necesario que el héroe no sea ex­
m íticas y ritu ales. No tenem os que d efin ir la fu n ció n del género trágico. clusivam ente «b u en o » ni exclusivam ente « m a lo ». Es preciso que aparezca
Es algo que A ristó teles ya ha hecho. A l describ ir el efecto trágico en una cierta bondad para garan tizar una identificación p arcial del espectador.
térm inos de katharsis, afirm a que la traged ia puede y debe cum plir por lo Es preciso igualm ente alguna d eb ilidad, una «q u ieb ra trág ica » que aca­
menos algunas de las funciones reservadas p ara el ritu al en un universo en bará por h acer inoperante la «b o n d ad » y p erm itirá al espectador en tregar
que éste ha desaparecido. el héroe al horror y a la m uerte. Esto es exactam ente lo que vio Ereud en
Como se ha visto , el Edipo trágico coincide con el antiguo katharma. T ó tem y tabú, aunque de m anera incom pleta. D espués de h ab er acom pa­
En lu g ar de su stitu ir la violencia colectiva o rigin al por un tem plo v un ñado durante una parte del cam ino al héroe, el espectador descubre en
altar sobre el que se inm olará realm ente una víctim a, se posee ahora un él a o tro y lo abandona a la ignom inia y a la grandeza, am bas sobrehu­

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m anas, de su destino, con un estrem ecim iento de «te rro r y de p ie d ad », lectura form al o dem asiado directam ente ritu a l, y puede denom inarse con
m ezclado sin duda de reconocim iento por la id ea de su propio equilib rio , W illiam A rro w sm ith la «tu rb u le n c ia» trágica.4 E ste contacto más inm e­
de la seguridad de una existencia bien ordenada. C u alq u ier obra de arte d iato con la inspiración trágica, esta com prensión más aguda, es lo que
verdaderam ente fuerte y cuya fuerza em ociona tiene un efecto por lo menos m otiva, p aradójicam ente, la h o stilid ad del filósofo. P latón reconoce en la
débilm ente iniciático en la m edida en que hace p resen tir la violencia y tragedia una tem ible ab ertu ra hacia la fuente opaca y tem ible de cualq uier
tem er su actuación; in cita a la prudencia y desvía de la hibris. valo r social, un oscuro cuestionam iento del m ismo fundam ento de la ciu­
A ristó teles es d iscretam ente im preciso respecto a las pasiones que dad. En E dipo rey, la atención del público tiende a desplazarse de la ciudad
purga la traged ia, pero si h ay que ver en ésta un nuevo ejem plo d el fuego que expulsa su katharma h acia este m ism o katharma con el que el poeta
com batido por e l fuego, no es posible la m enor duda: sólo podemos tratar y la poesía hacen a veces causa com ún. A l ig u al que tantos in telectuales mo­
de pro teger contra su propia violencia a los que viven juntos. E l filósofo dernos, el poeta trágico se entrega con una p iedad am bigua a todo lo que
afirm a explícitam en te que sólo la violencia en tre próxim os es adecuada para la ciudad m oribunda expulsa de su seno en un in ú til esfuerzo por recu­
la acción trágica.
p erar su un id ad . Incluso cuando no abraza las causas sospechosas, el
Si la traged ia fuera una adaptación d irecta d el rito , como pretende cier­ poeta ofrece un aspecto sospechoso a las viejas leyendas anteriorm ente
ta teo ría eru d ita, sería en sí m ism a una obra de erud ición ; su valor estético resp etab les. P ara defender la ciudad en contra de la subversión, hay que
y catártico no sería superior al de los C am b ridge ritualista. Si la tragedia p urgar a los espíritus subversivos, hay que m andar a Sófocles a unirse
posee en abundancia la v irtu d catártica o la ha poseído duran te largo tiem ­ a Edipo en el ex ilio , hay que hacer al poeta otro katharma u otro phar-
po, sólo puede deberse a cuanto h ay de an tirritu al en su inspiración p rim e­ makos.
ra. La traged ia avanza hacia la verdad exponiéndose a la violencia recí­ La critica racio n alista y hum anista no percibe nada de todo eso. Se
proca, exponiéndose como violencia recíproca, pero, como hem os visto, entrega a un cierto tipo de ceguera puesto que actúa en el se n tid o del
siem pre acaba por retroceder. La diferencia m ítica y ritu al, quebrantada sen tido, sirva la expresión, en sentido inverso a la inspiración trágica, a
por un in stan te, es restaurad a bajo form a de d iferen cia « c u ltu ra l» y «e sté ­ la violencia in diferen ciada. R efuerza y consolida todas las diferencias,
tic a ». A sí p ues, la traged ia es el equilib rio de los auténticos ritos en la obstruye los in tersticio s por donde am enazan con resu rgir la violencia y
m edida en que ha rozado el abism o donde se despeñan las diferencias y lo sagrado. Y lo consigue tan b ien, a la larg a, que llega a liq u id a r cualq uier
perm anece m arcada por su experiencia. virtud catá rtica ; acaba, pues, por caer en la banalidad de los «valo res cul­
Si la traged ia tiene un carácter sacrificial, posee necesariam ente una cara tu ra le s », en la lucha filistea contra los filisteo s, en la pura erudición o
m aléfica, dionisiaca d irá N ietzsche, vinculada a su creación, y una cara la clasificación. No ve que al hacer las obras com pletam ente ajenas al
ordenadora benéfica, apolínea, tan pronto como se entra en la dependencia dram a esencial del hom bre, a la traged ia de la violencia y de la paz, tanto
cu ltu ral. (P or superior que resulte a la m ayoría de las categorías críticas, al am or como al odio, alim en ta, a fin de cuentas, la corriente que deplo­
la distinción nietzschiana sigue siendo m ítica, claro está, ya que no en­ ra y que llev a la violencia al corazón de la ciudad. In ú tilm en te buscarem os
tiende o entiende incorrectam ente que todas las d ivin idades corresponden unas lectura sensible al terrib le horror de Las B acantes 5
a las dos caras a la vez.) Conviene relacionar esta d ualid ad fundadora con
las opiniones opuestas de P lató n y de A ristó teles respecto de la tragedia. 4. W illiam Arrowsmith, -;The Criticism of Greek tragedy», Tulane Drama Re-
A ristó teles tiene razón en su lu g ar y en su m om ento cuando define a la view , III, 3 (marzo 1959).
traged ia por sus virtud es catárticas. A ristó teles siem pre tiene razón. A ello 5. Convendría estudiar detenidamente los procedimientos que han permitido al
se debe que sea tan grande y tan lim itad o , tan unívoco en su grandeza. mundo humanista, tanto antiguo como moderno, minimizar e incluso descartar com­
pletamente los aspectos terribles de la cultura arcaica y aun clásica de los griegos.
Es, pues, el m aestro de todas las razones y de todas las significaciones que El D ion ysos de Jeanmaire muestra aquí el camino:
desconocen la crisis trágica. A l descubrir en él su auténtico m aestro, la «No es por completo fruto de un azar que este aspecto terrible sólo se deje
crítica lite ra ria form alista jam ás se equivoca. A ristó teles considera la tra­ adivinar a través de unos testimonios demasiado escasos. Honra al ^enio griego que.
gedia en la única perspectiva del orden al que contribuye. El arte trágico en su concepción de la religión y de los dioses, haya reaccionado, gracias en especial
a la ayuda de la literatura, del arte y de la filosofía, contra el viejo fondo de crueldad
afirm a, consolida, preserva todo lo que m erece ser afirm ado, consolidado
inherente a la mayoría de las religiones cuyo origen se sume en un pasado bárbaro. Los
y preservado. mitos que muchas veces es obligatorio interpretar como mitos de sacrificios humanos
Plató n , por el contrario, está más próxim o de la crisis, tanto por el (de jóvenes muchachas o de niños en especial) bastarían para demostrar la realidad de
tiem po como por su esp íritu . Lo que él descifra en Edipo rey no es el estos antecedentes bárbaros. Pero no hay que disimular que subsistían muchas huellas
noble y tranq uilo orden de los grandes ritos cu ltu rales, sino el desm orona­ de éstos, tan pronto como nos alejábamos de los principales focos de cultura, en unas
prácticas locales y unos rituales tradicionales sobre los cuales el hábito, un sentimiento
m iento de las diferen cias, la reciprocidad trágica, todo lo que elim in a una de pudor, la ignorancia de lo que ocurría en unos cantones apartados, la repugnancia

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30 S
T an pronto como aparece un gran escrito r, la b an alidad se desm orona. assertion; for so in Physic things of m elancholic hue and q u ality
Todos los argum entos respecto a la lite ra tu ra , p r o e t contra, pasan a ser are u s ’d against m elancholy, sow r agains sow r, salt to rem ove salt
am biguos. En el prefacio de Samson A gonist e s , por ejem plo, M ilto n recu­ h um o urs.»
p era la teo ría de la katharsis poniendo de relieve su aspecto m ás sospecho­
so, ya p resente, pero difum inado en A ristó teles. M ilton subraya la id en ­ H ay que procurar, probablem ente, no encerrar cualq uier oposición del
tidad del m al y del rem edio, a través, claro está, de una n atu raleza tran ­ tipo P lató n /A ristó teles en uno de los m oldes unívocos del m odernism o
q uilizad o ra, pero el m odelo n atu ral revela los d o b le s de m irada atenta, m oralizante, ceder a esta comezón extrem a de diferencias y de expulsión
por mucho que los d isim ule, les perm ite aflo rar como afloran por otra que distrib u ye los signos más y los signos menos en las rígidas categorías
p a rte en la obra de este poeta y un poco en todas partes donde haya del arte, de la filosofía, de la p o lítica, etc.
>una obra propiam ente dram ática: No debem os o lvid ar, por otra p arte, que cualq uier actitud sign ifica­
tiva puede llegar a ser ritu al. La oposición entre P latón y A ristó teles no
«T rag e d y, as it w as an tien tly com pos’d, h a th been ever held constituye una excepción; recuerda entonces esos sistem as ritu ales pró­
the gravest, m oralest and m ost p ro fitable of a ll other Poem s: the­ xim os que adoptan unas soluciones antitéticas respecto a un único e idén­
refore said b y A ristotle to be of pow er by raisin g p ity and fear, tico aspecto del conjunto a in terp retar, el incesto, por ejem plo, exigido por
o f terror, to purge the m ind of those and such lik e passions, that unos, rechazado con horror por otros. P latón se asem eja a esos sistem as ri­
is to tem per and reduce them to just m easure w ith a kin d of tuales para los cuales los aspectos m aléficos nunca dejan de ser in exora­
d elig h t, s tir r ’d up b y readin g or seeing those passions w e ll im i­ blem ente m aléficos e intentan elim in ar sus m enores h uellas. No concibe
tated . Nor is N ature w an tin g in her ow n effects to m ake good his que el desorden trágico, la violencia trágica, puedan llegar a ser sinónimos
de arm onía y de serenidad. A ello se debe que rechace con horror la agi­
en hablar de lo que contradecía la idea habitual del helenismo, han contribuido a tación del p arricidio y del incesto a los que A ristó teles, por el contrario, y
arrojar un velo. La crueldad que se practicaba con motivo de la expulsión de los tras él toda la cultura occidental, psicoanálisis incluido, devolverán un
pharmakoi, pobres diablos tratados como chivos expiatorios, estaba reducida, tal «v alo r c u ltu ra l». En nuestros días, el desencadenam iento dionisíaco sólo
vez, en la Atenas de Pericles y de Sócrates, a las proporciones de una costumbre po­ es un academ icism o m ás; las provocaciones más audaces, los escándalos
pular que sólo presentaba una característica de ferocidad atenuada; pero existe la
más «h orro ro so s» carecen ya del m enor poder, tanto en un sentido como
presunción de que no siempre había sido así. y, en las fronteras del helenismo, en
Marsella o en Abdera, oímos hablar de pharmakoi arrojados al mar o lapidados. en otro. Eso no quiere decir que la violencia no nos am enace, antes al
;>Unos testimonios dignos de fe obligan a admitir que, todavía en el siglo iv, la contrario. Lina vez m ás, el sistem a sacrificial está terrib lem ente desgastado;
celebración de cultos del monte Liceo en el corazón de la Arcadia, iba acompañado de y por dicho m otivo es posible revelarlo .
canibalismo ritual y del consumo de la carne de un bebe.
»Estas consideraciones, que no pretenden resolver un difícil problema, obligan sin
embargo a no tratar a la ligera unas informaciones, tardías, debemos reconocerlo, reco­
* * *
gidas por los autores cristianos que buscaban, para limentar su polémica contra el
paganismo, en los escritos de filósofos que habían compilado las obras de eruditos
locales para justificar su aversión a los sacrificios sangrientos. Estas informaciones
coinciden en hablar de sacrificios humanos a Dionisos... En Lvctos se conservaban sa­
T an pronto como se cree poseer una oposición estab le, una diferencia
crificios humanos a Zeus. Es notable que se haya referido a un Dionisos insular el
sacrificio de dos jóvenes persas al que habría asentido lem ístoeles, por la insistencia estab le, descubrim os que se in vierte. El rechazo platónico de la violencia
de un adivino, antes de la batalla de Salamina. La misma historicidad del hecho no trágica es en sí m ismo violento puesto que se traduce en una nueva ex­
es segura, pues sólo ha sido consignado por un historiador tardío, pero bien situado pulsión, la del poeta. Bajo la relación de los auténticos reproches que dirige
para informarse de las antigüedades de esta región; el silencio de Heredoto a este al poeta, im plícitos detrás de los argum entos literario s y m orales, P latón
respecto inclinaría a creer que se trata de un invento, si no se trata de una reticencia
no puede d ejar de definirse como un h erm an o e n e m i g o de aquél, un autén ­
consciente del historiador.
»No es una de las menores paradojas del tema que tratamos que esta reseña, por tico d o b le que se ignora, como todos los d o b le s auténticos. Con respec­
incompleta que sea. respecto a lo que pueda conservarse de arcaísmo en algunos to a Sócrates, a quien la ciudad pide que se castigue a sí m ismo — alzar la
cultos de Dionisos, ofrezca también una introducción útil al examen... de las circuns­ mano contra el im pío co n stitu iría una m ancha— , la sim patía de P latón
tancias que han valido a nuestro dios, tan cargado ya he atribuciones múltiples y que
es tan sospechosa como la de Sófocles respecto a su pharmakos- héroe.
ya se ha revelado bajo tantos aspectos diferentes, aunque mucho más estrechamente
solidarios de lo que en ocasiones se ha admitido, la deslumbrante fortuna de llegar Y a entonces, como ahora, como en todo universo que se desliza hacia
a ser el patrono del teatro ateniense, y, a continuación, en la época helenista, el dios la traged ia, sólo quedan unos a n ti-héroes y la ciudad, con la cual cada uno
del teatro y de las gentes de teatro.» (pp. 228-230.) se iden tifica sucesivam ente en contra del antagonista del m om ento, es en

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realidad traicio n ad a por todos, como la T ebas de Edipo y de T iresias, pues in tuició n de escritores les encam ina in falib lem en te hacia unos térm inos que
m uere gracias al antagonism o, incluso y sobre todo cuando su defensa o les parecen sugestivos pero sim plem ente m etafóricos. El recurso, en cada
sus supuestos intereses sirven de m áscara y de p retexto a su desencade­ caso, a la m etáfora, es in o ce n te, con esta inocencia que caracteriza cu al­
nam iento. quier ignorancia sacrificial. Si descubrim os, como creem os estar haciéndolo
En todos estos desdoblam ientos, en todos estos espejos que reflejan aquí, que un m ism o objeto se disim ula detrás de las m etáforas y sus ob­
tanto m ejor lo que p asa ante ellos cuanto más se esfuerzan in útilm en te en jetos respectivos, descubrim os que el proceso m etafórico, a fin de cuentas,
rom perlos, lo que nosotros llegam os a d escifrar, cada día más claram ente, no desplaza n ada, que siem pre es la m ism a operación, el m ism o juego de
a decir verd ad , es la descom posición de la p olis; cada vez entendem os una m ism a violencia, física o esp iritu al, lo que se desarro lla detrás de todas
m ejor el contexto de la traged ia, pues el m ism o reforzam iento caricatu­ las m etáforas y detrás de todos los objetos intercam b iables.
resco del m ismo tipo de fenóm enos se produce de nuevo en tre nosotros. El análisis de D errida m uestra de m anera convincente que una cierta
A l ig u al que la traged ia, el texto filosófico funciona, a determ inado arb itraried ad violenta de la operación filosófica se realiza, en la obra de
n iv el, como un intento de expulsión, perpetuam ente renovado pues jam ás P lató n , a p artir de una p alab ra que b rinda los m edios para ello porque de­
consigue lleg ar a su térm ino. Eso es, en m i opinión, lo que dem uestra signa de la m anera más próxim a al origen otra v arian te más b ru tal pero
de m anera deslum brante el ensayo de Jacques D errida titulado La Pharm acie a fin de cuentas análoga de la m ism a operación. D etrás de las form as sacri­
d e Platón 0 La dem ostración está centrada en la utilización extrem adam ente ficiales, todas ellas derivadas en tre sí, no h ay nada «típ ic o » en el sentido
revelado ra de la m ism a p alab ra pharmakon. en que lo busca la filosofía, y después de ella otras fórm ulas del pensa­
El pharmakon platónico funciona exactam ente igu al que el pharmakos m iento occidental, la sociología o el psicoanálisis por ejem plo, sino que
hum ano y con unos resultados análogos. E sta p alab ra es el pivote de muchos ex iste un acontecim iento real y o rigin al cuya esencia es siem pre, y des­
repentinos cam bios de opinión respecto a la divisió n entre la m ala sofís­ igualm en te, traicionada por todas las traducciones y derivaciones m etafó ri­
tica y la buena filoso fía, pero tan poco justificado s y tan poco ju stifica­ cas creadoras del pensam iento occidental, incluso cuando éstas encuentran
dos y tan poco justificab les como la violencia de que era víctim a el chivo unos campos de aplicación en las que tocan realm ente lo real, y en las
expiato rio hum ano, paseado ritualm en te por las calles de la buena ciudad que su eficacia se revela in discutib le.
de A tenas antes de ser asesinado. Cuando pharmakon se aplica a los D errida m uestra que las m odernas traducciones de P latón borran cada
sofistas, el térm ino es tom ado, casi siem pre, en su acepción m aléfica de vez más com pletam ente las huellas de la operación fundadora destruyendo
v en en o . Cuando se ap lica, al contrario, a Sócrates, y a cualq uier actividad la unidad desdoblada de pharmakon, es decir, recurriendo a unos térm inos
socrática, es tomado en su acepción benéfica de rem edio. A un que, según diferen tes, extraños entre sí, para traducir el pharmakon- rem edio y el
p arece, él se niega a borrar cualq uier d iferen cia, a considerar cualquier pharmakon-ve. neno. E ste trabajo de desaparición es análogo al que hemos
diferencia como nula y no sucedida, D errida m uestra que, desde la pers­ señalado nosotros m ism os a propósito del D ictionnaire d e s institu tion s indo-
p ectiva de su oposición, no existe entre Sócrates y los sofistas la diferencia e u ro p é en n es. H ay que observar tam bién, en n uestra época, el m ovim iento
que separa los dos sentidos opuestos de pharmakon sino la id en tid ad que en sentido contrario que se in icia, un m ovim iento de exhum ación, una reve­
sugiere sordam ente el recurso a un único e idéntico térm ino. La diferencia lación de la violencia y de su juego del que la obra de D errida constituye
de las doctrinas y de las actitudes se disuelve en la reciprocidad violenta. un m om ento esencial.
La diferencia está secretam ente m inada tanto por la sim etría subyacente de
los datos como por la utilización tan curiosam ente revelado ra, na'if, de la * * *
palab ra pharmakon. E sta p alab ra polariza la violencia m aléfica sobre un
d o b le que se ve arb itrariam en te expulsado de la ciudad filosófica. Siguien ­
do a P lató n , toda la tradición filosófica reafirm ará piadosam ente lo abso­ En el curso del presente ensayo, hemos visto como poco a poco la
luto de la diferencia prom ulgada aquí, y hasta N ietzsche de m anera exclu­ hipótesis de la violencia fundadora se extendía a todas las form as m ito­
siva. A p artir de N ietzsche, esta diferencia se in vierte y luego com ienza lógicas y ritu ales. A p artir de nuestro capítulo V I I I , sabemos que esta
a oscilar, preparando la separación d efin itiva a la que, sin duda, le con­ extensión sigue sin ser suficien te. Si el m ecanism o de la víctim a p ro p icia­
dena el destino. to ria coincide con el m ecanism o o rigin al de cualq uier sim bolización, es
O curre con el pharmakon de P latón lo m ismo que con la katharsis evidente que no hay nada, en las culturas hum anas, sea cual sea el tipo
de A ristó teles. Sea cual sea el pensam iento exacto de ambos filósofos, su con el que quiera relacion árselas, que no esté arraigada en la unanim idad
vio len ta, que no sea trib u tario , en últim o térm ino, de la víctim a propicia­
6. Te! Q uel, 1968. toria. Es lo que acabam os de com probar en diversas form as de actividades

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cu ltu rales, derivadas del rito . A sí, pues, nos vemos obligados a am p liar de designación del crim in al como h o m o sa cer en R om a, como phar-
nuevo n uestra hipótesis, y esta vez de m anera vertigin o sa. makos en G recia.» 7
Lo que está en juego , a fin de cuentas, es la inclusión de todas las
form as cu lturales en un sacrificio am pliado, de la que el sacrificio, en su La pena de m uerte está situada en este caso en la prolongación ritu al
sentido exacto, sólo constituye una débil p arte. P ara que esta am pliación de la violencia fundadora, y el texto es tan claro que no exige ningún co­
no resulte arb itraria, hay que m ostrar que a llí donde la inm olación ritu al m entario. A ñadirem os únicam ente que, siem pre según G ernet, otra pena,
ya no existe o nunca ha existido , aparecen otras instituciones que las frecuentem ente m encionada en los textos, es la ex p osición de los d elin ­
sustituyen y que perm anecen vinculadas a la violencia fundadora. P en sa­ cuentes, precedida a veces de una ignom iniosa procesión por las calles
m os, por ejem plo, en unas sociedades como la n uestra, o en la A ntigüedad de la ciudad. G lotz, citado por G ernet, ya com paraba esta procesión con
tard ía que ya había elim inado en la práctica las inm olaciones rituales. el rito del katharma\ P lató n , en el noveno lib ro de las Leyes (8 55 c), reco­
N uestro prim er capítulo nos ha sugerido que existe más de una correlación m ienda, p ara la ciudad id eal, « la exposición infam ante de los delin cuen ­
estrecha entre esta elim inación, por una p arte, y por otra el establecim iento t e s ... en la frontera del p a ís » . Louis G ernet estim a esta expulsión a las
de un sistem a ju d icial; el segundo fenóm eno parece desprenderse del p ri­ fronteras m uy sign ificativa, y ello por razones que nos rem iten a la víctim a
m ero. N uestra dem ostración de entonces no se arraigab a en la un an im idad p ro p iciatoria y a sus derivados:
fundadora ya que precedía a nuestro descubrim iento de la víctim a propi­
ciato ria; se nos aparece como insuficiente. «U n a de las tendencias que se m anifiestan en la pen alidad con
H ay que colm ar esta lagu n a. Si no se p udiera m ostrar que tam bién el sentido religio so , es la tendencia a la elim inación, y más especial­
sistem a penal extrae su origen de la violencia fundadora, cabría sostener m ente — pues la p alab ra debe ser tom ada en su valor etim ológi­
que el aparato ju d icial está vinculado a un acuerdo común de tipo racional, co— a la expulsión fuera de las fro n teras; se expulsan de este
a una especie de contrato social; los hom bres vo lverían a ser, o podrían modo las osam entas de los sacrilegos, y , en un procedim iento re li­
volver a ser, los dueños de lo social en el sentido ingenuo en que lo son gioso perfectam ente conocido que P latón no se ha preocupado de
en el racionalism o; la tesis sostenida aquí qued aría com prom etida. o m itir, el objeto inanim ado que ha ocasionado la m uerte de un
En su A n th ro p o lo gie d e la G réce antique, Louis G ernet ha planteado hom bre, o el cadáver del anim al h o m icid a.» 8
e l problem a de los orígenes de la pena capital en los griegos y ha con­
testado a él de una form a que establece el vínculo con la víctim a propi­ El segundo modo de ejecución cap ital sólo va rodeado de un m ínim o
ciato ria m an ifiesta. Nos lim itarem os a esta dem ostración única. La pena de form as y que no tienen nada de religiosas. Es el apago g e cuyo carácter
cap ital se presenta bajo dos form as que parecen no tener ninguna relación expeditivo y popular hace pensar en la « ju s tic ia » del w estern am ericano.
entre sí, la prim era m eram ente religio sa, y la segunda ajena a cualquier In terviene sobre todo en caso de flagran te d elito , afirm a G ernet, y siem pre
form a religio sa. En el p rim er caso: es h o m o lo g a d o p o r la co le c ti v i d a d . Sin em bargo, el carácter público del
crim en no b astaría para p erm itir estas ejecuciones, es decir, p ara garan­
« . . . l a pena de m uerte funciona como m edio de elim inación tizarles la sanción colectiva, si los delincuentes, siem pre según G ern et, no
de una m an c h a... se m a n ifie sta ... como liberación p urificad era fueran en la m ayoría de los casos extranjeros, es decir, unos seres cuya
del grupo en el cual la responsabilidad de una nueva sangre d erra­ m uerte no am enaza con desencadenar la venganza in term inable dentro de
m ada se d ilu ye a veces y se desvanece (éste puede ser por lo la com unidad.
menos el caso en la lapidación). A continuación, la expulsión vio­ A unque m uy alejado por su form a, o más bien por su ausencia de
len ta, la expulsión en la m uerte del m iem bro indigno y m aldito form a, este segundo modo de ejecución no puede aparecer, claro está,
va acom pañada de una idea de d e v o tio . Por una p arte, en efecto, como desprovisto de relación con el prim ero. Una vez descubierto el papel
la ejecución aparece como un acto piadoso: recordem os las dispo­ desem peñado por la víctim a propiciatoria en la génesis de las form as reli­
siciones del derecho antiguo donde se especifica que el hom icidio giosas, no se puede ver a ésta como una «in stitu ció n » in dependiente. La
del delincuente no perjud ica la pureza, o aquella prescripción del unanim idad fundadora in tervien e en ambos casos; en el prim ero, engendra
derecho germ ánico que convierte a un hom icidio sem ejante en un
d e b e r... Por otra p arte, la función que el propio ejecutado desem ­ 7. «Sur l ’exécution capitales in A n th rop ologie d e la G réce antique (Maspéro,
1968), pp. 326-327.
peña en este caso es una auténtica función religio sa; una función S. Glotz, G. Solidante de la famille dans le droit criminel, p. 25. Citado en
que no carece de analogía con la de los reyes-sacerdotes que son «Quelques tapports entre la pénalité et la religión dans la Gréce ancienne», op. cit.
igualm ente ejecutado s, y que se dem uestra suficien tem en te en la pp. 288-290.

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la pena cap ital a través de las form as ritu a le s; en el segundo, a p a rece ella es la causa tanto de sus desapariciones como de sus m etam orfosis en el
m ism a, de un a m anera necesariam ente d eb ilitad a y degradada, sin lo cual transcurso de la evolución d el rito , antes incluso de que aparezcan unas
no aparecería en absoluto, pero en cualq uier caso salvaje y espontánea; in terpretaciones m odernas p ara com pletar la esfum adura del origen.
cabe defin ir este modo como una especie de lincham iento poco a poco Cuanto más singular aparece una característica, más nos sorprende su
sistem atizado y legalizado. carácter d istin tiv o , más am enaza con desviarnos de lo esencial, si no con­
En ninguno de ambos casos, la noción de pena leg al puede separarse seguim os in sertarla en su verdadero contexto. Cuanto más frecuente es
del m ecanism o fundador. Se rem onta a la unanim idad espontánea, a la un rasgo, por el contrario, más m erece que nos dediquem os a él, y más
irresistib le convicción que alza a toda la com unidad contra un responsable probabilidades tiene de que conduzca a lo esencial, aunque la d ivisió n sea
único. T iene, pues, un carácter aleatorio que no siem pre ha sido ignorado in icialm ente im perfecta.
puesto que aparece ab iertam ente en m uchas form as interm edias entre lo Y a hem os exam inado las espectaculares oposiciones entre dos varian tes
religioso y lo ju d icial propiam ente dicho, en la ordalía, especialm ente. de una m ism a categoría ritu al: por ejem plo, la fiesta y lo que hem os deno­
m inado la anti-fiesta o tam bién la obligación y la prohibición, am bas fuer­
tem ente estrictas, de un m ism o incesto real. H em os com probado que estas
* * * oposiciones se reducen a unas diferencias en la interpretació n de la crisis.
A unque el rito reconozca la unidad básica de la violencia m aléfica y de la
violencia benéfica, procura descubrir algunas diferencias en tre am bas, por
H ay que responder ahora a la llam ada que se oye por do quier, a la unas razones prácticas evidentes, y la división será necesariam ente arb i­
convergencia de todos los signos, y afirm ar explícitam en te que más allá de traria puesto que la inversión benéfica in tervien e en el paroxism o de lo
la d iversid ad aparentem ente extrem a, existe una unidad no sólo de todas m aléfico, producido en cierto modo por él.
las m itologías y de todos los ritu ales, sino de la cultura hum ana en su Y a hem os verificado que las oposiciones radicales en tre ritos vecinos
to talid ad , religio sa y an tirreligio sa, y esta unidad de unidades depende son tan poco esenciales, a fin de cuentas, como espectaculares. El obser­
por entero de un único m ecanism o siem pre operatorio en tanto que siem ­ vador que concediera una gran im portancia al hecho de que tal pueblo
pre ignorado, el que garantiza espontáneam ente la unanim idad de la com u­ exige el incesto del rey m ientras que su vecino lo prohíbe, y que dedu­
n idad contra la víctim a pro p iciatoria y en torno a ella. jera de ahí, por ejem plo, que éste o, inversam ente, aquél es el más lleno
E sta conclusión general puede y debe aparecer tan excesiva, tan ex tra­ de fan tasías, o, por el contrarío, el más alegrem ente «d esin h ib id o », se
vagan te incluso, que tal vez no sea in ú til volver al tipo de análisis que la en gañaría de cabo a rabo.
sustenta y ofrecer de e lla , en la prolongación de las lecturas an terio res, Lo m ismo ocurre, como ya hemos com probado, en el caso de las gran­
un últim o ejem plo susceptible de dem ostrar de nuevo la u n idad de todos des categorías ritu ales; su autonom ía no es más que una ap arien cia; tam ­
los ritos sacrificiales, al m ismo tiem po que la continuidad perfecta entre bién ella se reduce a unas diferencias en la in terpretación del m ecanism o
estos ritos y las intuiciones aparentem ente ajenas al rito . Debemos elegir, fundador, diferencias in evitab les y literalm en te in fin itas por el hecho de
claro está, una in stitució n concreta y la elegirem os lo más fundam ental que el rito no «d a jam ás en el b lan co ». En este caso, es el fracaso lo
posible, a p rim era vista, en la organización de las sociedades hum anas. Se que crea la m u ltip licid ad . Es im posible reducir la m ultip licidad a la unidad
trata de la monarquía como tal y más generalm ente de cualq u ier sobera­ en tanto que no se vea por sí m ism o lo que los m itos p retenden siem pre
nía, del poder propiam ente político, del hecho que pueda ex istir algo sin alcanzar jam ás.
como la auto ridad cen tral, en num erosas sociedades. N unca se le ocurriría a un in vestigado r que opera de acuerdo con los
En nuestra explicación de las m onarquías africanas ya hemos dem os­ m étodos al uso relacionar unos hechos tan diferentes como las m onarquías
trado que si aislam os en exceso el incesto ritu a l, o sea la característica más africanas, el canibalism o tupinam ba y algunos sacrificios de los aztecas.
sorprendente y más espectacular de la in stitució n , resulta im posible no En estos últim os sacrificios, entre la elección de la víctim a y su inm ola­
extrav iarse. Intentam os in terp retar el incesto ritu a l como si se tratara ción, pasa un cierto tiem po durante el cual se hace cu alq uier cosa por satis­
de un fenóm eno independiente y caemos necesariam ente en una form a u facer los deseos del futuro sacrificado; se arrojan a sus pies para adorarle,
otra de psicologism o. Lo que debem os situ ar en prim er plano es el sacri­ se am ontonan para tocar sus ropas. No es exagerado afirm ar que esta
ficio, debem os in terp retarlo todo en torno al sacrificio, aunque el sacri­ futura víctim a es tratad a como «un a auténtica d iv in id ad », o tam bién que
ficio sea dem asiado corriente y dem asiado frecuente, para inspirarnos la ejerce «u n a especie de realeza h o n o rífica». Todo term ina algo más adelante
m ism a curiosidad que el incesto ritu al. con la b ru tal ejecu ció n ...
A quí el sacrificio es cen tral y fun dam en tal, es el rito más com ún; ésta En el caso del prisionero tupinam ba, cabe observar algunas analogías

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con la víctim a azteca y con el rey africano; en los tres casos, la situación diferencias entre nuestras tres instituciones ritu ales dejan de ser intoca­
de la fu tu ra víctim a com bina la grandeza y la b ajeza, el p restigio y la igno­ bles; ya no tienen nada que ver con el tipo de diferen cia que separa el
m inia. R eaparecen los m ism os elem entos positivos y negativos, en sum a, óxido de carbono del sulfato de sodio; proceden de tres m aneras dife­
pero com binados en unas proporciones d iferentes. rentes de in terp retar y de rep resen tar en tres sociedades diferentes el m is­
Todas estas analogías siguen siendo, no obstante, dem asiado vagas y mo dram a de la unidad prim eram ente perdida y luego recuperada gracias
dem asiado lim itad as para ofrecer una base aceptable a una aproxim ación. a un único e idéntico m ecanism o diferentem ente in terpretado . Y no son
En el caso de la víctim a azteca, por ejem plo, los p rivilegio s de que goza son únicam ente los extraños p rivilegio s del prisionero tupinam ba, la auténtica
dem asiado tem porales, tienen un carácter dem asiado pasivo y cerem onial adoración tem poral de que es objeto la víctim a azteca, los que reciben
para que se pueda realm ente relacionarlos con el poder politico real y aquí una explicación satisfacto ria, una explicación en el seno de la cual
duradero ejercido por la m onarquía africana. Lo m ismo ocurre con el p ri­ tanto las analogías como las diferencias entre los tres ritos pasan a ser des­
sionero tupinam ba: h aría falta probablem ente una gran im aginación y una cifrab les, son los propios rasgos dom inantes los que se dejan finalm ente
absoluta in d iferen cia a la realid ad p ara calificar su situción de « re g ia » . descifrar y devolver a la unidad.
N uestra aproxim ación entre los tres fenóm enos puede parecer tanto más En el caso en que nuestro análisis dejara escéptico al lector, en el caso
tem eraria en la m ism a m edida en que las analogías, incluso allí donde son en que la diferen cia entre los tres textos ritu ales le pareciera todavía in su­
m ás v isib les, no se refieren a los rasgos más salientes de las tres in stitu ­ p erab le, cabe m ostrar que siem pre es posible, aquí y en cu alq uier p arte,
ciones, las que les confieren su fisionom ía especial, el incesto ritu al en colm ar esta diferencia con un núm ero considerable de form as in term edias;
el caso del rey africano, la antropofagia en el caso de los tupinam ba, éstas acaban por suprim ir cualq u ier solución de continuidad entre los
el sacrificio hum ano en el caso de los aztecas. A l asociar con una cierta ritos aparentem ente más alejados entre sí, a condición, claro está, de que se
desenvoltura unos m onumentos etnológicos tan im presionantes, unos picos lea el «grup o de transform ación» en la clave de la víctim a pro p iciatoria,
abruptos que los especialistas ya no piensan en escalar co n ju n ta m e n te , y de su eficacia nunca realm ente entendida, y sujeta, por tanto, a las in te r­
como los alpinistas el M ont B lanc y el H im alaya, corremos un grave pe­ pretaciones más variad as, a todas las interpretaciones concebibles, a decir
ligro de in currir en la acusación de im presionism o y de arb itraried ad . Se verdad, ¡a excepción de la verdadera!
nos reprochará que retrocedem os a Frazer y a R obertson Sm ith, sin ver que En num erosas sociedades, existe un rey, pero no es él, o ya no es él,
nosotros tom am os en consideración, esta vez, unos conjuntos sincrónicos, el que es sacrificado. Tam poco es un anim al o todavía no es un anim al. Se
tales como puede constituirlos la investigación reciente. sacrifica una víctim a hum ana que representa al rey y que frecuentem ente
E l pensador juicioso se m antendrá en este caso dentro la doctrina es elegida entre los delincuentes, los inadaptados, los parias como el phar-
m il veces com probada de que una víctim a es una víctim a, un rey es un makos griego. A ntes de su stitu ir al auténtico rey bajo el cuchillo del sa­
rey, de la m ism a m anera que un gato es un gato. El hecho de que algunos crificado!', el niock king le sustituye brevem ente en el trono. La b revedad
reyes son sacrificados y algunas víctim as son tratad as de form a « re g ia » de este reinado y la ausencia de cualquier poder real aproxim an este tipo
sólo constituye una agradable curiosidad, una d iv ertid a parado ja, pero de rito al sacrificio azteca, pero el contexto general sigue siendo, in duda­
cuya m editación debe quedar reservada p ara los espíritus b rillan tes y lig e­ blem ente, el de una auténtica m onarquía. Y así es como se borra la dife­
ros, como W illia m Shakespeare sabiam ente encerrado en algún ghetto lite ­ rencia entre el rey africano y la víctim a azteca: nos encontram os en ambos
rario , bajo la custodia de unos dóciles tíos Tom de la crítica que repiten casos con una víctim a que tiene tanto de lo uno como de lo otro, y que se
todos a coro, cada m añana, que la ciencia es m uy herm osa pero que la sitúa exactam ente entre las dos.
literatu ra lo es todavía mucho más porque no tiene absolutam ente nada Conviene observar, por otra p arte, que el m o ck king reina sobre una
que ver con la realidad. fiesta a la que su m uerte ofrecerá una conclusión sacrificial adecuada. El
No queda más rem edio que ad m itir que esta prudencia no es m uy tem a de la fiesta y el del sacrificio de un rey reaL o paródico van p erp etua­
excitan te p ara unas m entes ávidas de com prensión, pero sigue siendo defen­ m ente asociados — en el In cw a la sw azi, por ejem plo— y eso no tiene nada
dible en tanto que no se disponga de ninguna hipótesis unificadora. A de sorprendente puesto que la fiesta no hace más que reproducir la crisis
p artir del m om ento en que se sospecha que detrás de fenóm enos como los sacrificial en la m edida en que ésta encuentra su resolución en el m eca­
del «ch iv o » e x p iato rio » pudieran d isim ularse, no algún vago p la ce b o psico­ nismo de la víctim a p ro p iciato ria; es una m ism a víctim a pro p iciatoria la
lógico, no algún cloròtico «com plejo de cu lp a» ni ninguna de esas situ a­ que es p ercibida como « d iv in a » , « re g ia » , «so b eran a», cada vez que el
ciones «q u e el psicoanálisis nos ha hecho fa m ilia re s», sino exactam ente el restablecim iento de la unidad le es personalm ente atrib uido . Todos los
form idable resorte de toda unificación cu ltu ral, el fundam ento de todos térm inos que siem pre se han utilizado para design arla, rey, soberano, d iv i­
los ritu ales y de todo lo religioso, la situación cam bia por com pleto. Las nidad, víctim a pro p iciatoria, no son nunca otra cosa que unas m etáforas

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más o menos desfasadas entre sí y sobre todo en relación al m ecanism o la n atu raleza, nos im pide reconocer su iden tid ad . E sta prohibición es tan
único que todas se esfuerzan en aprehender, el m ecanism o de la un an im i­ form al que llev ará sin duda a considerar fantasioso y «su b jetiv o » el presen­
dad fundadora. te esfuerzo por revelar el origen común de todos los rito s.
Los ritos constituyen un continuum in terp retativo alrededor de la víc­ El incesto del rey, en la m onarquía africana, no es realm ente esencial
tim a pro p iciatoria que jam ás llegan a alcanzar y cuya constelación d ib uja su ni desde el punto de vista d el origen, puesto que está subordinado al
im agen en huecograbado. A sí pues, cualq u ier esfuerzo p ara clasificar los sacrificio, ni desde el punto de vista de la evolución p o sterior, del paso a
ritos a p artir de sus diferencias está condenado al fracaso. Siem pre encon­ la «in stitu ció n m o n árquica». D esde ese punto de vista, el rasgo esencial
trarem os unos ritos que se sitúan entre dos o varias categorías, sea cual de la m onarquía, el que la convierte en lo que es y no en o tra cosa, es,
sea la definición que se dé de éstas. evidentem ente, la auto ridad concedida, en vid a, a aquel que in icialm ente
En cualq uier in terpretació n ritu a l del acontecim iento p rim o rd ial, existe no es m ás que una futura víctim a, en virtu d de una m uerte todavía ven i­
un elem ento dom inante que tiende a dom inar sobre los dem ás y luego dera pero cuyo efecto es cada vez retroactivo. A m edida que pasa el
a borrarlos por com pleto a m edida que se aleja el recuerdo de la violen ­ tiem po, esta auto ridad se hace más estable y más d u rad era; los rasgos que
cia fundadora. En la fiesta, es la conm em oración jocosa de una crisis sacri­ se le enfrentan pierden su im portancia: otra víctim a, hum ana y anim al,
ficial parcialm ente tran sfigurad a. Con el tiem po, el sacrificio term in al, como sustituye al auténtico rey. Todo lo que constituye el e n v é s de la auto ridad
se ha visto , se elim in a, y luego aparecen los ritos de exorcism os que acom ­ suprem a, la transgresión, la abyección resu ltan te, la congregación de la
pañan el sacrificio o que lo han sustituid o , y, con ellos, desaparece la últim a violencia m aléfica sobre la persona real, el castigo sacrificial, todo eso se
h u ella de la violencia fundadora. Sólo entonces, nos encontram os en pre­ convierte en «sím b o lo » carente de contenido, com edia irreal que no puede
sencia de la fiesta en el sentido m oderno. La institució n sólo adquiere la d ejar de desaparecer al cabo de un tiem po más o menos prolongado. Las
especificidad que exige de e lla el especialista de la cu ltu ra, para reconocer supervivencias ritu ales son como los residuos de la crisálid a que todavía
en ella su objeto, alejándose y escondiéndose de sus orígenes ritu ales que se pegan a ella pero de los cuales se lib era poco a poco el insecto acabado.
son los únicos que p erm iten descifrarla por entero, incluso bajo su form a La realeza sagrada se m etam orfosea en m era y sim ple realeza, en un poder
más evolucionada. exclusivam en te político.
Cuando más viva es la presencia de los rito s, más se aproxim an a su Cuando contem plam os la m onarquía del A n tiguo R égim en en Francia,
origen com ún, más m ínim as son sus diferencias, más tienden a m ezclarse o cu alq uier m onarquía realm ente tradicio n al, nos vemos obligados a p re­
las distinciones, y más inadecuadas son las clasificaciones. En el seno de guntarnos si no sería más fecundo pensarlo todo a la luz de las m onarquías
los rito s, evidentem ente, la diferencia está presente desde el principio sagradas del m undo p rim itivo en lugar de p royectar nuestra im agen m oder­
puesto que la función prin cip al de la víctim a pro p iciatoria consiste en res­ na de la realeza sobre el m undo p rim itivo . El derecho divino no es una
tau rarla y fija rla , pero esta diferencia in icial todavía está poco desarro llada, fábula inventada de cabo a rabo para m antener dóciles a los súbditos. En
to davía no ha m ultip licad o las diferencias en torno a ella. Francia, en especial, la vida y la m uerte de la idea m onárquica, con su
In terp retació n o rigin aria de la violencia fundadora, el rito in staura, consagración, sus bufones, sus curaciones de escrófulas por sim ple im po­
en tre los elem entos recíprocos, entre las dos caras, m aléfica y b en éfica, de sición de manos real, y , claro está, la g u illo tin a fin al constituyen un con­
lo sagrado, un prim er desequilibrio que poco a poco irá acentuándose, junto que perm anece estructurado por el juego de la violencia sagrada. El
reflejándose y m ultiplicándose a m edida que nos alejam os del m isterio fun­ carácter sagrado del rey, la id en tid ad del soberano y de la víctim a está
dador. En cada rito , por tanto, los rasgos descollantes engendrados por el tanto más cerca de reactivarse en la m ism a m edida en que se ha perdido
prim er d esequilibrio dom inan cada vez m ás, rechazan a los restantes a un com pletam ente de vista, que pasa incluso por ser más cóm ico. Es enton­
segundo plano, y finalm ente los elim inan. Cuando aparece la razón razo­ ces, en efecto, cuando el rey se h alla más am enazado.
n an te, ésta percibe la conjunción de lo benéfico y de lo m aléfico como una El m aestro de todas estas p aradojas, el in térp rete más rad ical del p rin ­
m era «co n trad icció n » lógica. Se cree llam ada entonces a elegir entre los cipio m onárquico en un m undo ya próxim o al nuestro, es Shakespeare que,
rasgos acentuados y los rasgos sin acen tuar; la d eb ilitació n de estos ú lti­ según parece, llen a todo el espacio entre lo más p rim itivo y lo m ás mo­
mos obliga a esta m ism a razón a considerarlos como sobreañadidos, su- derno como si conociera uno y otro m ejor de lo que nosotros mismos
p erfluos, introducidos por error. En todas partes donde todavía no han conocemos a uno o a otro.
sido olvidados, se convierte en un deber suprim irlos. L lega el momento La gran escena de la deposición, en Ricardo II, se desarro lla como una
en que nos encontram os ante dos instituciones aparentem ente ajenas entre coronación al revés. W a lte r P ater la ha visto acertadam ente como un rito
sí; el m ism o principio del saber occidental, el im p rescrip tib le estatuto de in vertid o ; 0 el rey se transform a casi religio sam ente en una víctim a propi-
las diferen cias, fruto de una invitación torpe y crispada de las ciencias de 9. A ppreciatious (Londres, 1957), p. 205.

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cíato ria. Com para sus enem igos con unos Ju d as y unos P ilato s, pero no nente de la víctim a o rigin al, el cual concentra en sus m anos un poder
tarda en reconocer que no puede id en tificarse con C risto, pues no es una político y tam bién religio so . Incluso en el caso de que este poder poste­
víctim a inocente: el m ismo es un traidor, no d ifie r e en nada d e lo s q u e le riorm ente se desdoble y se divida de m uchas m aneras, subsiste la tenden­
ocasionan violencia-. cia a la centralización.
Es in teresan te observar que la etnología estructural se dedica poco a
M in e eyes are fu ll of tears, I cannot s e e ... ese tipo de sociedades en las que ya no encuentra, por lo menos en d eter­
B ut they can see a sort of traito rs here. m inados lugares cruciales, las oposiciones duales con las que descifrar la
N ay, if I turn m ine eyes upon m yself, sign ificativa distan cia. A quí la oposición entre los «ex trem o s» está in te­
I find m yself a traito r w ith the rest: riorizada. P uede exterio rizarse, bajo la form a de la oposición entre el rey
For I have given here m y so u l’s consent y el bufón, por ejem plo, pero siem pre de m anera vicaria y secundaría.
T ’undeck the pom pous body of a k in g ... (IV , i, 244) El carácter em inentem ente in estab le de las sociedades «h istó ricas» po­
dría reflejarse m uy bien en esta interiorización real de la diferen cia, que
En el estudio que ha dedicado a la d ualid ad de la persona real en la perm ite a la traged ia, poco a poco, convertir al rey propiciatorio en el
doctrina leg al m ed ieval, T he K ing's T ico B odies. E rnst S. K antorow icz prototipo de una hum anidad en tregada a la vacilación de las diferencias
ha estim ado p ertinen te in clu ir un análisis de Ricardo II. A unque no llegue en una crisis que ha pasado a ser perm anente.
hasta el m ecanism o de la víctim a p ropiciatoria cuya ap arición , en este
caso, es quizás más notable que en cu alq uier otra p arte, describe de m a­
■k * *
nera adm irab le los desdoblam ientos del m onarca shakesperiano.

".The dup licatio n s, all one, and all sim ultaneo usly active, in
R ichard — “Thus p lay I in one person m any people (V . v. 3 1 )— C u alquier ritu al religioso sale de la víctim a pro p iciatoria y las grandes
are those p o ten cially present in the K ing, the Fool, and the God. instituciones hum anas, religio sas y profanas, salen del rito . Y a lo hemos
T hey dissolve, perforce, in the M irro r. Those three prototypes verificado respecto al poder p o lítico , el poder ju d icial, el arte de curar,
of “tw in -b irth '’ in tersect and overlap and in terfere w ith each other el teatro , la filoso fía, y la propia antropología. Y necesariam ente tiene que
continuously. Y et, it m ay be felt that the "K ing dom inates in the ser así puesto que el m ecanism o m ismo del pensam iento hum ano, el pro­
scene on the Coast of W ales ( I l l . i i ) , the “Fool' at F lin t C astle ceso de «sim b o lizació n », hunde sus raíces en la víctim a p ro p iciatoria. Sí
(I I L iii), and the God in the W estm in ter scene (I V .i), w ith M an ’s bien ninguna de estas dem ostraciones es suficiente por sí sola, su conver­
w retchedness as a p erp etual com panion and an tith esis at every gencia es im presionante. T anto más im presionante, a decir verdad, en
stage. M oreover, in each one of those three scenes w e encounter cuanto coincide casi exactam ente con la opinión de los m itos o riginales
the sam e cascading: from divine kingship to k in g sh ip ’s '“N am e” aparentem ente más ingenuos, los que hacen salir del cuerpo m ism o de la
and from the nam e to the naked m isery of m an .» 10 víctim a o rigin al todas las p lan tas ú tiles al hom bre, todos los alim entos,
así como las instituciones religio sas, fam iliares y sociales. La víctim a pro­
T al vez convenga ir aún más lejos y p reguntarse si, más allá de la p iciato ria, m adre del rito , aparece como la ed u ca d ora por excelencia de la
m onarquía propiam ente dicha, no es la m ism a id ea de soberanía y cualquier h um anidad, en el sentido etim ológico de educación. El rito hace salir poco
form a de poder central lo que está aquí en juego y que sólo puede em erger a poco a los hom bres de lo sagrado; les perm ite escapar a su violencia, les
de la víctim a p ropiciatoria. Es posible que existan dos tipos fundam entales aleja de ésta, confiriéndoles todas las instituciones y todos los pensam ien­
de sociedades, que pueden adem ás in terp en etrarse, por lo menos hasta tos que definen su h um anidad.
cierto punto, las que tienen un poder central de origen necesariam ente Lo que encontram os en los m itos de origen, volvem os a encontrarlo,
ritu al, esencialm ente m onárquicas, y las que no tienen nada de ello , las que bajo una form a algo d iferen te, en los grandes textos de la In dia sobre el
no depositan ninguna h u ella propiam ente po lítica de la violencia fundadora sacrificio:
en el corazón m ism o de la sociedad, las organizaciones llam adas duales. En
las p rim eras, por razones que se nos escapan, el conjunto de la sociedad «L o s dioses, en sus orígenes, inm olaron un hom bre como víc­
tiende siem pre a converger hacia un rep resen tan te más o menos perm a­ tim a; cuando estuvo inm olado, la v irtu d ritu al que poseía le aban­
donó; penetró en el cab allo ; inm olaron un cab allo; cuando estuvo
10. The King’s Two Bodies (N ueva Y o rk , 1957), cap. ii. inm olado, la v irtu d ritu al que poseía le abandonó; penetró en la

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vaca; inm olaron un a vaca; cuando estuvo inm olada, la v irtu d r i­ de fondo de los an álisis precedentes sin convencerse de que todos designan
tu al que poseía le abandonó y penetró en la oveja; inm olaron una el lugar exacto en que la víctim a pro p iciatoria h a perecido, o se supone
o veja; cuando estuvo inm olada, la virtu d ritu al que poseía le aban­ que lo ha hecho.
donó y penetró en el chivo. Inm olaron al chivo. Cuando estuvo in ­ Las tradiciones ligad as a estos lu gares, las funciones de origen ritu a l
m olado, la v irtu d ritu al que poseía penetró en la tie rra ; cavaron que están asociadas, confirm an a cada in stan te la hipótesis que sitú a el
p ara buscarla, y la encontraron: era el arroz y la cebada. Y así lincham iento sagrado en el origen de la polis. Puede tratarse, por ejem plo,
es como todavía h o y, se obtienen cavando la tie rra .» 11 de form as sacrificiales especialm ente transp aren tes, tales como las B otipho-
nia, rep etidam en te m encionadas aquí, o tam bién de la exposición de los
D urkheim afirm a que la sociedad es una y que su u n idad es inicial- transgresores y de otros tipos de penas que recuerdan el pb arm ak os... Es
m ente religio sa. No hay que entender eso como una p ero grullad a o una vero sím il que una investigación directam ente o rien tada por la hipótesis de
petición de prin cip io . No se trata de disolver lo religioso en lo social ni la víctim a p ro p iciatoria desprendería unos hechos to davía más deslum ­
de d ilu ir lo social en lo religio so . D urkheim ha presentido que los hom ­ brantes.
bres son deudores de lo que son, en el plano cu ltu ral, a un p rincipio educa­ Podem os creer que a p artir de estos lugares sim bólicos de la u n idad nace
dor situado en lo religioso. Incluso las categorías del espacio y del tiem po, toda form a religio sa, se establece el culto, se organiza el espacio, se in s­
afirm a, proceden de lo religioso. D urkheim no sabe hasta qué punto tiene taura una tem poralidad h istó rica, se esboza una p rim era vid a social, tal
razón pues no ve el form idable obstáculo que la violencia opone a la como hab ía entendido D urkheim . A hí com ienza todo, de ahí p arte todo,
form ación de las sociedades hum anas. Y , sin em bargo, hace respecto a hacia ahí todo regresa, y cuando reaparece la discordia ah í, sin duda, todo
determ inados puntos de este obstáculo in visib le una descripción m ás exacta term in a. ¿N o es a ese pun to , y a ese acontecim iento, que se refiere la única
de la que hace un H egel, de quien p ud iera creerse, pero equivocadam ente, cita directa que poseem os de A naxim andro, « la voz más antigua del pensa­
que ha tenido en cuenta ese obstáculo. m iento o ccid en tal»? T al vez convenga citar aquí esta p alab ra sorprendente,
Lo religioso es en p rim er lugar el levan tam ien to del form idable obs­ y apropiárnosla, en cierto m odo, para m ostrar, entre otras cosas, que las
táculo que opone la violencia a la creación de cualq uier sociedad hum ana. observaciones y las definiciones precedentes no se inscriben en el marco
La sociedad hum ana no com ienza con el m iedo del «esclavo » ante su «d u e ­ del optim ism o racio n alista. En la evolución que les lleva del ritu al a las
ñ o » sino con lo religio so , como ha visto D urkheim . P ara la in tuició n de institucio n es profanas, los hom bres se alejan cada vez más de la violencia
D urkheim h ay que entender que lo religioso coincide con la víctim a pro­ esencial, hasta el punto en que la pierden de vista, pero jam ás rom pen
p iciato ria, que funda la un idad del grupo sim ultáneam ente en contra y en realm ente con la violencia. Esta es la razón de que la violencia sea siem pre
torno de e lla . Sólo la víctim a p ropiciatoria puede procurar a los hom bres capaz de un retorno a un tiem po revelador y catastrófico; la p o sibilidad de
esta un idad diferen ciad a, allí donde es a un tiem po indispensable y hum a­ dicho retorno corresponde a todo lo que lo religioso ha presentado siem ­
nam ente im posible, en el seno de una violencia recíproca que ninguna re­ pre como venganza d iv in a. Y el m otivo de que H eidegger rechace la
lación de dom inio estable n i ninguna verdadera reconciliación puede con­ traducción h ab itu al es porque cree ver p erfilarse este concepto detrás de
cluir. ella. P ero , en nuestra opinión, se engaña com pletam ente. En el texto de
Creem os que el papel de la víctim a propiciatoria puede ser objeto de A naxim andro aparece la venganza como puram ente hum ana y no como
verificaciones extrem adam ente concretas, incluso en el plano espacial. H ay d iv in a, bajo una form a en absoluto m ítica, por decirlo con otras palab ras.
todo tipo de m otivos para pensar que la verdad está in scrita en la m ism a C item os, p ues, la frase de A naxim andro en la traducción banal que H eid eg­
estructura de las com unidades, en unos puntos centrales a p artir de los ger se esfuerza en criticar pero que nos parece del todo pertinen te e in clu ­
cuales todo irrad ia y que constituyen casi siem pre unos lugares sim bólicos so estrem ecedora:
de una unidad colectiva de cuyo carácter o rig in al no debem os dudar a «A ho ra b ien , a p artir de donde hay generación para las cosas, hacía allí
priori, confirm ado, al menos parcialm en te, por las excavaciones arqueoló­ se produce tam bién la destrucción, según la necesidad; en efecto, pagan
gicas. la culpa unas a otras y la reparación de la in ju sticia, según el ordenam iento
En G recia, estos lugares son la tum ba de determ inados héroes, el del tiem p o .» 12
om pha los, la piedra del agora y fin alm en te, sím bolo por excelencia de la
polis, el hogar com ún. Hesfia. Louis G ernet ha dedicado a estos lugares
sim bólicos un ensayo que me parece que no puede leerse sobre el telón
12. Citado a partir de M. Heidegger, C hem ins qui n e m è n e n t nulle part, trad. por
11. Gatapatha-Brahmana, 1, 2, 3, 6-7, in Svlvain Levi, op. cit., pp. 136-138. Wolfgang Brokmeier, ed. por François Fédier (Gallimard, 1%2).

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CO N CLU SIO N teoría de la evolución de los seres vivos, por ejem plo. Sólo se puede acce­
der a la idea de la evolución al cabo de aproxim aciones y de recortes en­
tre unos datos, los restos fósiles de los seres vivien tes, que corresponden
a los textos religiosos y culturales en nuestra propia hipótesis. N ingún
hecho anatóm ico estudiado aisladam en te puede llev ar al concepto de la
evolución. N inguna observación directa es posible, ninguna verificación em ­
pírica es siquiera concebible puesto que el m ecanism o de la evolución opera
sobre unas duraciones que no tienen la m enor m edida en común con la
existencia in d iv id u al.
C onsiderado aisladam en te, por la m ism a razón, ningún texto m ítico,
ritu al o incluso trágico puede ofrecernos el m ecanism o de la unanim idad
violenta. T am bién en este caso es im prescindible el método com parativo.
Si este m étodo no ha triunfado hasta el m om ento, se debe a que un núm ero
excesivo de sus elem entos son unas variab les y es difícil descubrir el p rin ­
cipio único de todas las variaciones. T am bién en este caso, una vez m ás, hay
que proceder por hip ó tesis, ig u al que en el caso del transform ism o.
La teo ría de la víctim a pro p iciatoria presenta, a decir verd ad , una
N uestra investigación sobre los m itos y los ritu ales ha term inado. Nos superioridad form al respecto a la teoría transfo rm ista. El carácter inaccesible
ha perm itido em itir una hipótesis que ahora ya consideram os como esta­ del acontecim iento fundador no aparece en ella únicam ente como una ne­
b lecida y que sirve de base a una teoría de la religió n p rim itiv a; la am p lia­ cesidad in so slayab le, desprovista de valo r positivo, estéril en el plano de
ción de esta teoría en dirección a la judeo-cristiana y a la to talidad de la la teo ría: es una dim ensión esencial de esta teoría. P ara retener su virtud
cu ltu ra, ya se ha iniciado a p artir de este m om ento. P ro seguirá en otra estructuran te, la violencia fundadora no debe aparecer. P ara cualq u ier es­
p arte. tructuración religio sa y p o streligiosa es indispensable la ignorancia. La
El fundam ento de esta teoría exige algunas observaciones de principio. retirad a del fundam ento coincide con la im potencia de los investigadores
A unque existan m il form as interm edias en tre la violencia espontánea y sus para atrib u ir a lo religioso una función satisfacto ria. La presente teoría es
im itaciones religio sas, aunque jam ás sea posible observar a otras que a éstas la prim era en ju stificar tanto el papel p rim o rd ial de lo religioso en las
ú ltim as, hay que afirm ar la existencia real del acontecim iento fundador. sociedades p rim itivas como n uestra ignorancia de este papel.
No hay que d ilu ir su especificidad ex tra-ritu al y extra-textual. No hay que El térm ino de ignorancia no debe confundirnos. A p artir de la u tiliz a­
referir este acontecim iento a una especie de caso lím ite más o menos id eal, ción que de él hacen los psico an alistas, no h ay que deducir que la e v i­
a un concepto regulad o r, a un efecto de len guaje, a algún juego de manos dencia que se desprende de los análisis anteriores es tan problem ática
sim bólico sin correspondencia auténtica en el plano de las relaciones con­ como aquélla bajo la cual se protegen los conceptos principales del psico­
cretas. Debemos considerarlo a un tiem po como origen absoluto, paso de análisis. D ecim os que un cierto núm ero de aproxim aciones entre los m itos
lo no-humano a lo hum ano, y origen relativo , origen de las sociedades y los ritu ales, a la luz de la traged ia g riega, d e m u estra la tesis de la víctim a
concretas. p ropiciatoria v de la unanim idad vio len ta. Esta afirm ación no es en abso­
L a presente teoría tiene de paradójico que pretende basarse en unos luto com parable a la que convierte, por ejem plo, a los lapsus verbales en
hechos cuyo carácter em pírico no es verificab le em píricam ente. Sólo po­ la « p ru e b a » de cosas tales como la «in h ib ició n » y el «in co n scien te». Está
demos alcanzar estos hechos a través de unos textos y estos m ismos textos claro que los lapsus pueden explicarse de tantas m aneras que no exigen
sólo ofrecen unos testim onios indirectos, m utilado s, deform ados. Sólo la intervención de la inhibición ni del inconsciente. La tesis de la víctim a
accedemos al acontecim iento fundador al cabo de una serie de idas y p ro p iciatoria, en cam bio, es la única que puede explicar todos los m onu­
venidas entre unos docum entos siem pre enigm áticos y que constituyen a m entos cu lturales que hemos com entado. Y no deja de lado ninguno de
la vez el m edio donde la teoría se elabora y el lugar de su verificación. los tem as p rin cip ales; no deja ningún residuo opaco, cosa que no ocurre
D iría que eso equivale a enum erar cantidad de razones p ara negar a jam ás con el p sicoanálisis.
la presente teoría el calificativo de «c ie n tífic a ». E xisten, sin em bargo, al­ Si esto puede ser así, y si es realm ente así, se debe a que la ignorancia
gunas teorías a las que se aplican todas las restricciones que acabam os de religiosa no puede pensarse a la m anera de la inhibición y del inconsciente.
m encionar y a las cuales nadie piensa en negar este m ism o calificativo , la A unque la violencia fundadora sea in visib le, siem pre es posible deducirla

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dem asiado acerca de esta dim ensión esencial. En efecto, el pensam iento
lógicam ente de los m itos y de los ritu ale s, una vez que han sido descu­
m oderno, al ig u al que todos los pensam ientos anteriores, in ten ta descri­
b iertas las articulaciones reales de éstos. Cuanto más avanza, más trans­
b ir el juego de la violencia y de la cultura en térm inos de diferen cias. Este
p aren te se hace el pensam iento religioso, más se confirm a que no tiene
es el prejuicio más arraigado de todos, y el fundam ento m ismo de cualquier
nada a o cultar, nada a rechazar. Es sim plem ente incapaz de descubrir el
pensam iento m ítico: sólo una lectura correcta de la religio sidad p rim itiva
m ecanism o de la víctim a pro p iciatoria. No hay que creer que escapa a un
es susceptible de disip arlo . Es, p ues, al propio hecho religioso donde hay
saber que entiende am enazador. Este saber to d avía no le am enaza. Somos
que d irig irse por últim a vez. Será una últim a ocasión de m ostrar la p ertin en ­
nosotros m ism os, a decir verd ad , los am enazados por este saber, somos
nosotros los que huim os, y huim os de él, más que de un deseo de p arricidio cia y el rigo r de la teoría tom ada en su conjunto, de seguir verificando su
ex trao rd in aria ap titud p ara descifrar y p ara organizar de m anera tan cohe­
y del incesto que es, por el contrario, en n uestra época, el últim o sonaje­
rente como sim ple los datos aparentem ente más opacos.
ro cu ltu ral, el que la violencia nos m ueve debajo de la nariz para seguir
ocultándonos por un cierto tiem po aun lo que ya no tardará en ser revelado.
Si h ub iera que pensar la ignorancia religio sa a la m anera del psicoaná­ * * *
lisis, hab ría algo que se correspondería, en lo religioso, al rechazo en Freud
del p arricidio y del incesto, siem pre hab ría algo de oculto y algo que siem ­
pre estaría oculto. Es fácil m ostrar que no ocurre así. En muchos casos,
E ntre los ritos que con m ayor frecuencia son calificados de «ab e rran te s»,
probablem ente, faltan una o varias piezas esenciales o están dem asiado
o tratados como tales, aparecen ciertam ente los que suponen unas especies
deform adas y desfiguradas para que toda la verd ad reluzca a través de su
de com peticiones deportivas o incluso algo que conviene designar como
reproducción m ítica o ritu a l. Por evidentes que sean estas lagun as, por
juegos de azar. En los indios uito to , por ejem plo, se incorpora al ritu al un
groseras que sean las deform aciones, parece que ni unas ni otras son
juego de p elo ta. Los kayan de Borneo tienen un juego de trom po que
realm ente indispensables para la actitud religio sa, para la ignorancia re li­
tam bién es una cerem onia religiosa.
giosa. Incluso confrontado con todas las piezas del m ecanism o, el pensa­
M ás notable y todavía más incongruente, por lo menos aparentem ente,
m iento religioso jam ás verá en la m etam orfosis de lo m aléfico en bené­
es la p artida de dados que se d esarro lla, entre los indios canelos, en el
fico, en la inversión de la violencia en orden cu ltu ral, un fenóm eno espon­
transcurso de la velada fúnebre. Sólo los hom bres participan en ella. A li­
táneo y que exige una lectura p o sitiva.
neados en dos cam pos riv ales, a uno y otro lado del difunto, se arrojan
Si nos preguntáram os cuál es el aspecto del proceso fundador que
sucesivam ente los dados por encim a del cadáver. Se supone que lo sagra­
debiera estar más oculto, menos susceptible de presentarse bajo una forma
do m ism o, en la persona del m uerto, decide la suerte. Cada uno de los
m an ifiesta y ex p lícita, se responderá sin duda que es el más crucial, el más
vencedores recibe como legado uno de los anim ales dom ésticos del difunto.
capaz de «re v elar un secreto» por lo menos ante nuestros ojos de occiden­
El anim al es m uerto inm ediatam ente y las m ujeres lo cocinan para un
tales, si se nos p erm itiera desvelarlo. Si hubiera que design ar este aspecto,
banquete colectivo.
la m ayoría de nuestros lectores denom inarían sin duda el elem ento de arb i­
Jen sen , que cita estos hechos, añade que los juegos de este tipo no
traried ad en la selección de la víctim a. La conciencia de esta arb itraried ad
están sobreañadidos a un culto p reex isten te.1 Si se dijera, por ejem plo, que
parece incom patible con la divinización de esta m ism a víctim a.
los indios canelos «ju eg an a los dados durante la velada fúnebre de sus
Un atento exam en m uestra que ese m ismo aspecto no queda oculto;
p arien tes» daríam os una idea radicalm ente falsa de lo que está ocurriendo.
no tendríam os ninguna d ificu ltad en leerlo en determ inados d etalles si
El juego en cuestión no se practica fuera de las cerem onias fúnebres. La idea
supiéram os de antem ano lo que conviene buscar. En muchos casos, los
profana de juego está ausente. Somos nosotros quienes la proyectam os sobre
m itos y los ritu ales se esfuerzan por reclam ar nuestra atención sobre el
el rito. Eso no significa que el juego sea ajeno al rito ; nuestros juegos
factor azar en la elección de la víctim a, pero no entendem os su lenguaje.
principales proceden de los ritos. Pero nosotros, como siem pre, invertim os
E sta incom prensión se m an ifiesta bajo dos form as opuestas y análogas; unas
el orden de las significaciones. Nos im aginam os que la velada fúnebre es
veces los detalles más significativos son objeto de un asombro e incluso
un juego sacralizado cuando, al contrario, nuestros propios juegos no son
de una estupefacción que nos lleva a considerarlos «ab e rran te s», otras, al
más que unos ritos más o menos desacralizados. Esto significa que h ay que
contrario, una prolongada costum bre nos lleva a considerarlos como «com ­
in vertir, como ya se ha sugerido, la tesis de H uizin ga; no es el juego lo
pletam ente n a tu ra le s», como una cosa «o b v ia » y respecto a la cual no hay
que rodea lo sagrado, es lo sagrado lo que rodea el juego.
nada que preguntar.
Y a hem os citado varios ejem plos de ritos que ponen de m anifiesto el
1. Op. cit., pp. 77-83.
papel del azar en la selección de la víctim a, pero tal vez no hem os in sistido
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Sabem os que la m uerte, al igu al que todo paso, es vio len cia; el paso Y los m arineros tuvieron m iedo, y cada uno llam ab a a su dios: y
al más allá de un m iem bro de la com unidad am enaza, en tre otros p eligros, echaron a la m ar los enseres que había en la nave, para descar­
con provocar unas peleas entre los su p ervivien tes; hay que rep artirse las garla de ellos. Jo n ás em pero se había bajado a los lados del b uque,
posesiones del difunto. P ara superar la am enaza del contagio m aléfico, hay y se había echado a dorm ir. Y el m aestre de la nave se llegó a
que ap elar, claro está, al m odelo u n iv ersal, a la violencia fundadora, hay él, y le dijo: ¿Q u é tienes, dorm ilón? L eván tate, y clam a a tu
que recu rrir a las enseñanzas transm itidas a la com unidad por el m ism o sa­ D ios; quizás él tendrá com pasión de nosotros, y no perecerem os.
grado. En el caso que nos in teresa, la com unidad ha entendido y recordado Y dijeron cada uno a su com pañero: V en id, y echem os suertes,
el papel del azar en la decisión lib erad o ra. Cuando se perm ite que la vio­ para saber por quién nos ha venido este m al. Y echaron suertes, y
lencia se desencadene, es el azar, a fin de cuentas, lo que regula el con­ la suerte cayó sobre Jo n ás.»
flicto . El rito quiere hacer in terven ir al azar antes de que la violencia tenga
la ocasión de desencadenarse. Se pretende forzar la suerte, forzar la mano La nave representa la com unidad y la torm enta la crisis sacrificial. Los
de lo sagrado obligándolo a pronunciarse sin más dilació n; el rito corre enseres arrojados por la borda es el orden cu ltu ral que se vacía de sus
directam ente en pos del resultado fin al para efectuar un a cierta econom ía diferen cias. Cada cual clam a a su dios p articu lar. Nos encontram os aquí
de violencia. exactam ente ante una desintegración conflictiva de lo religioso. H ay que
El juego de dados de los indios canelos puede ayudar a entender por relacionar el tem a de la nave en peligro con el de N ínive am enazada con
que el juego del azar reaparece con frecuencia en los m itos, las fábulas y la destrucción si no se arrep ien te: se trata siem pre de la m ism a crisis.
los cuentos folklóricos. Recordem os que Edipo se proclam ó hijo de Tique, Se echa a suertes para conocer al responsable de la crisis. El azar, que
la Fortuna, el A zar. H ay ciudades antiguas en las que la selección de algu­ no puede equivocarse puesto que coincide con la div in id ad , designa a Jonás.
nos m agistrados se hace por sorteo; los poderes procedentes del azar ritu al Jonás revela la verdad a los m arineros que le interrogan :
siem pre suponen un elem ento sagrado de «un ió n de los co n trario s». Cuanto
más se piensa sobre el tem a del azar, más se descubre que aparece un poco « Y aquellos hom bres tem ieron sobrem anera, y d ijéro n le: ¿P or
por todas p artes. En las costum bres populares, en los cuentos de hadas, se qué has hecho esto? Porque ellos entendieron que huía delan ­
recurre con frecuencia al azar, sea para «n om b rar los re y e s», sea, al con­ te de Tehová, porque se lo había declarado. Y d ijéro n le: ¿Q ué te
trario , y este contrario es siem pre un poco «lo m ism o », para design ar al que harem os, para que la m ar se nos q u iete? porque la m ar iba a m ás,
debe cum plir una m isión penosa, exponerse a un peligro extrem o, sacrifi­ y se em bravecía. El les respondió: T om adm e, y echadm e a la m ar,
carse al interés general, desem peñar, en sum a, el papel de la víctim a pro­ y la m ar se os q u ietará: porque yo sé que por mí ha venido esta
p iciato ria: grande tem pestad sobre voso tro s.»

Se jugaron a pajitas Los m arineros hacen cuanto pueden para ganar la o rilla por sus propias
E l saber quien sería com ido. fuerzas; p referirían salvar a Jonás. Pero no hay nada que h acer; esos b ue­
nos hom bres se dirigen entonces a Tehová aunque no sea su dios:
¿Cóm o dem ostrar que el tem a del azar se rem onta a la arb itraried ad de
la resolución v io len ta? Conviene ponerse de acuerdo, respecto a este pun­ «Rogárnoste ahora, Jeh o vá, que no perezcam os nosotros por
to, acerca de lo que se quiere dem ostrar. N ingún texto religioso nos apor­ la vida de aqueste hom bre, ni pongas sobre nosotros la sangre
tará una confirm ación teórica de la in terpretación que aquí proponem os. inocente: porque tú, Jeh o vá, has hecho como has querido. Y to­
Encontrarem os, sin em bargo unos textos en los que el s o r te o va asociado maron a Jo n ás, y echáronlo a la m ar; y la m ar se quietó de su
a unos aspectos tan num erosos y tan transparentes del conjunto sign ificati­ furia. Y tem ieron aquellos hom bres a Tehová con gran tem or; y
vo en que lo situam os que la duda apenas es p osible. El libro de Jo n ás, ofrecieron sacrificio a Tehová, y prom etieron vo to s.»
en el A ntiguo T estam ento. En uno de estos textos, Dios encarga a Jonás que
avise a la ciudad de N ínive de que será d estruid a si no se arrep ien te. Q ue­ Lo que aquí se evoca es la crisis sacrificial y su resolución. E l sorteo
riendo sustraerse a esta m isión, el profeta a pesar suyo se em barca en un designa la víctim a; su expulsión salva una com unidad, la de los m arineros
navio: a quienes se ha revelado un dios nuevo puesto que se convierten a J e ­
hová, ya que le ofrecen un sacrificio. Considerado aisladam ente, este texto
«M as Jeh o vá hizo levan tar un gran viento en la m ar, e hízose no nos aclararía gran cosa. Proyectado sobre el telón de fondo de los aná­
una tan gran tem pestad en la m ar, que pensóse rom pería la nave. lisis an terio res, apenas deja nada que d eseai.

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En el m undo m oderno, el tem a del azar parece incom patible con una P ara evalu ar correctam ente la teoría aquí p ro p uesta, h ay que com parar
intervención de la d iv in id ad ; no ocurre lo m ism o en el universo p rim i­ el tip o de saber que in augura con aq u él con que siem pre nos hem os con­
tivo . El azar tiene todas las características de lo sagrado: unas veces vio­ tentado en el campo de lo religio so . H asta el m om ento, h ab lar de D ionisos
len ta a los hom bres, otras esparce sobre ellos sus bendiciones. N ada es era m ostrar en qué difiere de Apolo o de los restan tes dioses. ¿P o r qué,
tan caprichoso como é l, tan dado a los vaivenes, a las oscilaciones que acom­ en lu g ar de oponer Apolo y D ionisos, aunque sólo sea por los m ismos
pañan las visitas sagradas. fines de esta oposición, no conviene aproxim arlos, situarlo s a ambos en la
L a n aturaleza sagrada d el azar reaparece en la in stitució n de las orda­ m ism a categoría d iv in a? ¿P o r qué se com para a D ionisos con A polo, y no
lías. En algunos ritos sacrificiales, la elección de la víctim a a través de la con Sócrates o con N ietzsche? M ás allá de la diferencia entre los dioses,
p rueba ordálica hace todavía más evidente el vínculo entre el azar y la debe haber un fondo común en el cual hunden sus raíces las diferencias
violencia fundadora. En su ensayo «S u r le sym bolism e p o litiq u e: le Foyer en tre los diferen tes dioses y fuera del cual estas m ism as diferencias se con­
com m un», Louis G ernet cita un ritu al especialm ente revelador que se des­ v ierten en flo tan tes, p ierden toda realid ad .
arro lla en la ciudad de Cos, con m otivo de una fiesta de Zeus: Las ciencias religiosas tien en a los dioses y a lo divino por objetos;
debieran ser capaces de d efin ir estos objetos con rigo r. No lo son; como
« L a elección de la víctim a esta determ inada por un procedi­ necesitan decidir con claridad lo que les incum be y lo que no les incum ­
m iento ordálico en tre todos los bueyes que han sido presentados, b e, dejan al rum or público, al « se d ic e » , la m ayor p arte de esta decisiva
separadam ente, por cada una de las fracciones de cada una de las tarea que co n stitu ye, para un a ciencia, la división de sus objetos. Incluso
trib u s, y que luego aparecen c o n f u n d i d o s en una m asa com ún. El en el caso de que conviniera in clu ir en el concepto de div in id ad todo lo
b uey finalm ente designado no será inm olado hasta el día siguien­ que ha sido designado como ta l por cu alq uier persona, en cualq u ier p arte y
te ; pero p rim eram ente es «llev ad o d elan te de la H e stia » , y esto en cualq u ier lu g ar, incluso si esta m anera de proceder fuera correcta, la
o rigin a determ inados rito s. P recisam ente antes, la propia H estia ha p reten dida ciencia de lo religioso es tan incapaz de renunciar a hacerlo como
recibido el hom enaje de un sacrificio an im al.» 2 de ju stificarlo .
No h ay una ciencia de lo religio so , no hay una ciencia de la cultura.
A l fin al del capítulo anterior hem os hecho notar que H estia, el hogar Siem pre nos interrogam os, por ejem plo, acerca de con qué culto especial
com ún, debe señalar e l em plazam iento exacto en que se ha desarrollado conviene relacionar la tragedia griega. ¿R ealm en te con D ionisos, como se
el lincham iento fundador. ¿Cóm o dudar en este caso de que la selección ha afirm ado desde la A n tigüed ad , o con otro d io s? A hí aparece ciertam ente
de la víctim a a través de una p rueba ordálica no está destin ada a rep etir un problem a real, pero secundario en relación al problem a más esencial
la violencia o rig in al? La elección de la víctim a no está confiada a los hom ­ del que apenas se h ab la, el de la relación entre la tragedia y lo divino, entre
bres sino a una violencia que coincide con e l azar sagrado. T am bién aparece, el teatro en general y lo religio so . ¿P o r qué el teatro sólo nace exclusiva­
y se trata de un d etalle extrao rd in ariam en te revelad o r, la m ezcla de todos m ente de lo religioso cuando nace espontáneam ente? Cuando se acaba por
los bueyes in icialm ente diferenciados en trib us y en fracciones de trib u s, la abordar este problem a, siem pre es a p artir de ideas tan generales y en un
confusión en una m asa común que constituye una o b ligato ria prueba pre­ clim a de hum anism o tan etéreo que no se puede llegar a deducir nada
via a la prueba o rdálica. ¿Cóm o no ver en este caso que el rito , dentro en el plano de un saber concreto.
de la trasposición an im al, in ten ta reproducir el orden exacto de los aconte­ A uténtica o falsa, la presente hipótesis m erece el calificativo de cien­
cim ientos o rigin ales? La resolución arb itraria y violenta que sirve de mo­ tífica porque perm ite una definición rigurosa de los térm inos fundam enta­
delo a la p rueba o rdálica sólo in tervien e en el paroxism o de la crisis sacri­ les como div in id ad , ritu al, sagrado, religió n , etc. Serán llam ados r e li g i o s o s
ficial, o sea una vez que los hom bres, al comienzo diferenciados y d istin g u i­ todos los fenóm enos vinculados a la rem em oración, a la conm em oración y
dos por el orden c u ltu ral, han sido c o n f u n d i d o s por la violencia recíproca a la perpetuación de una unanim idad siem pre arraigad a, en últim o térm ino,
e n una m asa c o m ú n . al hom icidio de una víctim a p ropiciatoria.
La sistem atización que se esboza a p artir de la víctim a propiciatoria es­
capa tanto al im presionism o a que se refieren siem pre, a fin de cuentas,
* * * las pretensiones p o sitivistas como a los esquem as arb itrariam en te «red u c­
to res» del psicoanálisis.
A unque u n itaria y perfectam ente « to ta liz a n te », la teoría de la víctim a
pro p iciatoria no sustituye con una m era fórm ula la «m arav illo sa abundan­
2. Op. cit., p. 393. c ia » de las creaciones hum anas en el orden de lo religioso. Podem os co­

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m enzar por preguntarnos si esta abundancia es tan m aravillo sa como se
dice, y conviene v erificar, en cu alq uier caso, que el m ecanism o que aquí Je Je Je
proponem os es el único que no le provoca nigun a violencia, el único que
perm ite superar el estadio de los inventarios extrínsecos. Si los m itos y los
rituales son de una d iversid ad in fin ita es porque todos ellos tienden a un El prejuicio de incoherencia que va ligado a lo religioso es especial­
acontecim iento que jam ás consiguen alcanzar. Sólo existe un único acon­ m ente tenaz, claro está, en todo lo que toca de cerca o de lejos los concep­
tecim iento y sólo una m anera de alcanzarlo; innum erables son, por el con­ tos del tipo «chivo ex p iato rio ». Frazer ha escrito a este respecto, y sus
trario , las m aneras de no hacerlo. diversas ram ificaciones, tales como él podía concebirlas, unas obras tan
Con razón o sin ella , la teoría de la víctim a propiciatoria pretende considerables en el plano descriptivo como deficientes en el plano de la
descubrir el acontecim iento que constituye el objeto directo o indirecto de com prensión exp lícita. Frazer no quiere saber nada de la form idable ope­
toda herm enéutica ritu a l y cu ltu ral. Esta teoría pretende explicar de cabo ración que se oculta detrás de las significaciones religiosas y proclam a
a rabo, «d eco n stru ir» todas estas h erm enéuticas. A sí pues, la tesis de la orgullosam ente esta ignorancia en su prefacio. Está lejo s, sin em bargo, de
víctim a propiciatoria no constituye una nueva herm enéutica. El hecho de m erecer el descrédito en que ha caído. Los in vestigado res que poseen su
que sólo sea accesible a través de los textos no perm ite considerarla como capacidad de trabajo y su claridad en la exposición siem pre han sido esca­
ta l. E sta tesis carece de todo carácter teológico o m etafísico, en todos los sos. Son innum erables, en cam bio, los que no hacen más que retom ar,
sentidos que pueda dar a esos térm inos la crítica contem poránea. R espon­ bajo o tra form a, la profesión de ignorancia de Frazer:
de a todas las exigencias de una hipótesis cien tífica, contrariam ente a las
tesis psicológicas y sociológicas que se pretenden positivas pero que dejan « S i no nos equivocam os, este concepto (el chivo expiatorio)
en la sombra todo lo que las teologías y las m etafísicas siem pre han dejado se reduce a una m era confusión entre lo m aterial y lo in m aterial,
en la som bra, no siendo, a fin de cuentas, más que unos sucedáneos in v e rti­ entre la posibilidad real de colocar un fardo concreto sobre las es­
dos de éstas. p aldas de otro, y la po sibilidad de tran sferir nuestras m iserias fí­
E sta tesis procede de un tipo de investigación em inentem ente positivo, sicas y m entales a otra persona que las sobrellevará en nuestro
incluso en la relativa confianza que concede al len guaje, contrariam ente lu g ar. Cuando exam inam os la h isto ria de este trágico error desde su
a las corrientes contem poráneas que, en el m ismo momento en que la grosera form ación en pleno salvajism o hasta su to tal desarrollo en
verdad se hace accesible en el len guaje, declaran a éste incapaz de verdad. la teología especulativa de las naciones civilizadas, no podemos re­
La absoluta desconfianza respecto al len guaje en un período de deterioro ten er una sensación de sorpresa al v erificar la extrañ a facu ltad que
m ítico tan absoluto como el nuestro desem peña exactam ente el m ismo papel posee la m ente hum ana de conferir a las apagadas escorias de la
que la confianza absoluta en las épocas en que el len guaje es absoluta­ superstición un falso deslum brante baño de o ro .»
m ente incapaz de alcanzar esta m ism a verdad.
Por consiguiente, la única m anera de tratar la presente tesis es verla Como todos los que creen sub vertir las ideologías sacrificiales a través
como una hipótesis cien tífica m ás, p reguntarse si consigue realm en te ex p li­ de la iro n ía, Frazer se convierte en su cóm plice. ¿Q ué hace, en efecto, si
car lo que pretende explicar, si se puede, gracias a ella, atrib u ir a las in sti­ no escam otear la violencia en el seno m ism o del sacrificio? Sólo habla de
tuciones p rim itivas una génesis, una función y una estructura tan satisfacto ­ « fa rd o », de «m iserias físicas y m en tales», como h aría un teólogo de tres al
rias entre sí como lo son en relación al contexto, si p erm ite organizar y cuarto. P uede, por consiguiente, tratar la sustitución sacrificial como si se
to talizar la enorm e m asa de los hechos etnológicos con una real econom ía tratara de una m era fan tasía, de un no-fenómeno. Los autores más re­
de m edios y sin tener que recu rrir jam ás a las m uletas tradicio n ales de la cientes hacen exactam ente lo m ism o y no gozan de las m ism as excusas.
«excep ció n » y de la «a b e rra ció n ». Todas las objeciones que quepa oponer A unque sea com pletam ente insuficien te, el concepto freudiano de tra nsferí
a la presente teo ría no deben desviar al lector d el único problem a que, a debiera hacernos más discreto s; podría incluso llevarnos a sospechar que hay
decir verd ad , im porta. ¿Funciona el sistem a, no aquí o allá únicam ente sino algo que se nos escapa.
en todas p artes? ¿L a víctim a pro p iciatoria es la p iedra rechazada por los El pensam iento m oderno sigue sin querer descubrir la pieza esencial
constructores y que se revela como p iedra an gular, la autén tica clave de de una m áquina que, con un solo e idéntico m ovim iento, term ina con la
bóveda de todo el edificio m ítico y ritu al, la clave que basta con super­ violencia recíproca y estructura la com unidad. G racias a su ceguera, este
poner sobre cualq u ier texto religioso para revelarlo h asta su últim o fondo, pensam iento puede seguir arrojando sobre lo religioso m ism o, erigido
para hacerlo in teligib le p ara siem pre? como siem pre en en tidad separada, pero declarada esta vez «im a g in a ria » y
reservada a determ inadas sociedades o scurantistas o, en nuestra sociedad, a

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determ inados períodos retrógrados o a determ inados hom bres especialm ente
dem asiado, incluso es necesario, que la n atu raleza de este sol sea ignorada
estúpidos, la responsabilidad de un juego que siem pre ha existido y que
o, m ejor aún, que su realid ad sea considerada como nula e in ex isten te. La
sigue siendo el de todos los hom bres, que siem pre se ha p erseguido , bajo
prueba de que lo esencial perm anece está precisam ente en la eficacia sacri­
m odalidades diferen tes, en todas las sociedades. Este juego se prosigue,
ficial de un texto como el de F razer, cada vez más precario y efím ero pro­
especialm ente, en la obra de cierto caballero etnólogo denom inado Sir J a ­
bablem ente, cada vez más rápidam ente desplazado por otros texto s, cada
mes G eorge Frazer, constantem ente ocupado con sus iguales y sus d is­
vez más reveladores y más ciegos al m ism o tiem po, pero en cualq uier
cípulos en racionalism o en com ulgar en una expulsión y en un consumo
caso real y proporcionado a las necesidades de una sociedad determ inada
ritu a l de lo religioso m ism o, tratado como c h iv o expiatorio de todo el pen­
como ya lo era el sacrificio propiam ente ritu al.
sam iento hum ano. A l ig u al que tantos otros pensadores m odernos, Frazer
El problem a que plantean todas las interpretacio n es, tanto la de Frazer
se lav a las manos de las operaciones sórdidas en que se com place lo re li­
gioso, presentándose incesantem ente como absolutam ente ajeno a cualq uier como las qu e, en nuestros días, han sucedido a Frazer, siem pre ha quedado
sin respuesta. E xiste una in terpretació n o una herm enéutica, pero el pro­
«su p erstició n ». N i siquiera se im agin a que este lavam iento de manos lleva
m ucho tiem po siendo catalogado entre los equivalen tes m eram ente in telec­ blem a sigue sin respuesta. La falta de respuesta designa al problem a como
tuales y no ensuciadores de las más viejas costum bres de la hum anidad. ritu al. La in terpretación es una form a ritu al d erivada. M ien tras los ritos
Como p ara dem ostrar que no es cóm plice en nada, que no entiende abso­ perm anecen vivos, no h ay respuesta pero el problem a queda realm ente p lan ­
lutam en te n ada, Frazer m ultip lica las interpretaciones ridicu las de todo este teado. E l pensam iento ritu al se pregunta realm ente qué ocurre con la
«fan atism o » y de toda esta «g ro se ría» a las cuales ha dedicado alegre­ violencia fundadora, pero la respuesta lo elude. La p rim era etnología se
m ente lo m ejor de su carrera. p regunta realm ente qué ocurre con el pensam iento ritu al. Frazer se p re­
Su carácter sacrificial nos sigue inform ando de que, todavía hoy, y gunta realm ente sobre la génesis de lo religio so , pero la respuesta lo elude.
hoy más que nunca, aunque haya sonado finalm ente la hora de su m uerte, En nuestros días, en cam bio, la in terpretació n lleg a a reconocer y a
esta ignorancia no lleg ará a disiparse sin enfrentarse antes a unas resis­ reivin dicar su propia im potencia p ara suscitar auténticas respuestas. Se
tencias análogas a aquéllos de los que hab la el freudism o, pero mucho más declara a sí m ism a in term in a b le. Cree posible establecerse legalm en te allí
form idables, porque en este caso no se trata de unos rechazos de segundo donde ya reside de hecho. C ree in stalarse tranq uilam en te en lo in term i­
orden que cada cual no tard a en rem overse para ex h ib ir, sino de los m itos nable pero se equivoca. La interpretació n se equivoca siem pre. Se equivoca
más vivos de la «m o d ern id ad », de todo lo que no se puede en absoluto cuando cree aprehender la verdad en cualq uier m om ento cuando se encuen­
tratar de m ito. tra realm ente en lo in term in ab le; se equivoca igualm en te cuando acaba
Y , sin em bargo, lo que está en juego es la ciencia. No h ay som bra de por renunciar a la verdad para afirm arse en lo in term inable. S i, en efecto,
«m ístic a » o de «filo so fía » en lo que ahora estam os afirm an d o .'L o s m itos la in terpretación presiente finalm ente la función ritu al que ejerce, por el
y los ritu ales, esto es, las in terpretaciones propiam ente religio sas, g iran en m ismo hecho de aparecer a la luz, esta función ya no puede ejercerse. Los
torno a la violencia fundadora sin lleg ar jam ás a ap rehenderla. Las in ter­ signos de su conclusión se m ultip lican en torno a nosotros. La in terp reta­
pretaciones m odernas, la pseudo-ciencia de la cu ltu ra, giran en torno a los ción va siendo cada vez más « ir r e a l» ; degenera en un farfulleo esotérico y
m itos y los rituales sin lleg ar jam ás realm ente a aprehenderlos. Esto es al m ismo tiem po «se a g ria » ; acaba en la polém ica activa: se llen a de vio­
exactam ente lo que se acaba por verificar a través de la lectura de Frazer. lencia recíproca. Lejos de co n trib uir a expulsar la violencia, la atrae de la
No hay ninguna investigación respecto a lo religioso que no sea in terp reta­ m ism a form a que los cadáveres atraen a las m oscas. O curre con e lla , en
ción de in terpretació n , que no esté basada en últim o térm ino en el mismo sum a, lo m ism o que con todas las form as sacrificiales; sus efectos bené­
fundam ento del propio rito , en la un an im idad v io len ta, pero la relación ficos tienden a convertirse en m aléficos cuando en tre en decadencia. La cri­
está m ediatizada por el rito . Puede suceder incluso que nuestras in terp re­ sis in telectu al de nuestro tiem po no es otra cosa.
taciones estén doble o trip lem ente m ediatizadas por unas instituciones sur­ P ara no ex igir una respuesta, esta p regu nta debe estar m al p lan teada.
gidas del rito , y después por unas instituciones surgidas de estas in stitu ­ Y a sabemos que es así. Y a hemos definido el « e rro r» fun dam en tal de la
ciones. interpretació n m oderna siem pre que su pregu nta se refiera a lo «sag rad o ».
En las interpretaciones religio sas, la violencia fundadora es ignorada Nos im aginam os que esta p regunta está exclusivam ente reservada para
pero su existen cia es afirm ada. En las interpretaciones m odernas, se niega nosotros. Nos creem os la única sociedad que ha escapado alguna vez de lo
su existen cia. Es la violencia fundadora, sin em bargo, lo que sigue gober­ sagrado. D ecim os, p ues, que las sociedades p rim itivas viven «en lo sagra­
nándolo todo, in visib le sol lejano en torno al cual g ravitan no sólo los p la­ d o », es decir, en la violencia. V iv ir en sociedad es escapar a la violencia,
netas sino tam bién sus satélites y los satélites de los satélites; no im porta no evidentem ente en una reconciliación auténtica que respondería in m edia­

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tam ente a la p regunta « ¿ q u é es lo sa g ra d o ?» sino en una ignorancia siem ­ B IB L IO G R A F IA
pre trib u ta ria , de una u otra m anera, de la m ism a violencia.
Como se ha visto , no hay sociedad que no se crea la única en escapar
de lo sagrado. E sta es la razón de que los dem ás hom bres nunca sean del
todo unos hom bres. N osotros no escapam os a la ley com ún, a la ignorancia
común.
Y tampoco escapam os al círculo. La tendencia a borrar lo sagrado, a
elim in arlo por com pleto, prepara el retorno subrepticio de lo sagrado,
bajo una form a que ya no es trascendente sino in m an en te, bajo la form a
de la violencia y del saber de la violencia. El pensam iento que se aleja
in defin idam en te del origen violento se acerca de nuevo a él pero sin saberlo,
pues este pensam iento nunca tiene conciencia de cam biar de dirección. C u al­
q uier pensam iento describe un círculo en torno a la violencia fundadora,
y , en especial en el pensam iento etnológico, el radio de este círculo reco-
m ienza a d ism in u ir; la etnología se aproxim a a la violencia fundadora, tien e,
aunque no lo sepa, a la víctim a propiciatoria por objeto. La obra de Frazer
constituye un buen ejem plo de lo que decim os. E l inm enso horm igueo de A r r o w sm it h , W illia m : «T h e C riticism of G reek T rag e d y », T h e T u lan e
las costum bres aparentem ente más d isp aratad as propone al lector un aba­ D ram a, R e v i e w I I I , 1959.
nico com pleto de las interpretaciones ritu ales. La obra está dotada de una B a t a i l l e , G eorges: L’E ro tism e, Ed. de M in u it, 1957.
un idad pero jam ás se sitúa en el m ism o lu gar donde la sitúa el autor. El B a t e so n , G regory, Don D. J a c k s o n , Ja y H a l e y y John W e a k l a n d : «T o ­
sentido auténtico de su vasta convocatoria m ítica y ritu al escapa a este w ard a T heory of Sch izo p h ren ia», I n t e r p e r s o n a l D yn a m ics, W arren
autor de la m ism a m anera que se le escapa el sentido de su propia pasión G . Bennis e t al. eds. H om ew ood, Illin o is, D oresey P ress, 19 64 , pagi­
etnológica. Podem os y a afirm ar de dicha obra que es el m ito de la m ito­ nas 141-161.
lo gía. No existe diferencia entre una crítica etnológica que busca el común B a t t i s t i n i , Y ves: T ro is P r é s o c r a tiq u e s , G allim ard, 1970.
denom inador real de todos los tem as tratados y una crítica «p sico an alítica» B e i d e l m a n , T . O .: «S w az i R o yal R itu a l» , A frica X X X V I, 19 66 , pâgs. 373-
en sentido am plio que se esforzara en alcanzar, más allá del m ito racio n alis­ 405.
ta, el nudo oculto de las obsesiones frazerianas: el c h i v o ex p iatorio. B e n v e n i s t e , E m ile: Le V ocab ulaire d e s in st it u tio n s i n d o - e u r o p é e n n e s ,
Lo que hemos afirm ado de Freud podemos afirm arlo asim ism o de todo Ed. de M in u it, 19 69 , 2 vols.
el pensam iento m oderno y más especialm ente de la etnología hacia la cual B o a s , F ranz: «T sim shian M ith o lo g y», R e p o r t o f t h e B u rea u o f A m erican
F reud se siente irresistib lem en te atraído. El m ism o hecho de que una cosa E t h n o lo g y X X X I, 185, N.° 25.
como « la etn o lo gía» esté presente entre nosotros, y perfectam ente viva, C a i l l o i s , R oger: L’H o m m e e t l e sa cré, G allim ard , 1950.
cuando los modos tradicionales de la in terpretació n han enferm ado, es uno C a n n e t t i , E lias: M a sse u n d M a ch t, H am burgo, C laassen, 1960.
de los signos que p erm iten d efin ir, en los tiem pos m odernos en general y C h a g n o n , N apoleon A .: Y anom am 'o, t h e F ie r c e P e o p l e , N ueva Y o rk , H o lt,
en el período actual en especial, una nueva crisis sacrificial cuyo curso, R in ehard and W in sto n , 1968.
bajo muchos aspectos, es análogo al de las crisis anteriores. P ero , sin em ­ C o o k , P .A .W .: «T h e In q w ala Cerem ony of the S w a z i», B antu S t u d ie s IV ,
bargo, esta crisis no es la m ism a . D espués de haber escapado de lo sagrado 1930, pâgs. 20 5-2 10 .
más am pliam ente que las dem ás sociedades, hasta el punto de « o lv id ar» D e l c o u r t , M arie: L é g e n d e s e t c u l t e s d e s h é r o s e n G r è c e , P aris, 1942,
la violencia fundadora, de perd erla por com pleto de vista, nos disponem os O e d i p e e t la l é g e n d e d u c o n q u é r a n t , P aris, 1944.
a reen co ntrarla; la violencia e s e n c ia l regresa a nosotros de m anera espec­ D e l c o u r t -C u r v e r s , M arie, ed. y trad .: E uripide, G allim ard, 1962.
tacular, no sólo en el plano de la h isto ria sino en el plano del saber. Este D e r r i d a , Jacques: La P h a r m a cie d e P laton , col. T e l Q uel, S eu il, 1968.
es el m otivo de que esta crisis nos in v ite, por prim era vez, a violar el D i e l s , H e r m a n n y W a lte r K r a n z : D ie F r a g m e n t e d e r V orsokratiker, B er­
tabú que ni H eráclito ni E urípides, a fin de cuentas, han violado, a dejar lin , 1934-1935.
por com pleto de m anifiesto, bajo una luz perfectam ente racio n al, el papel D o s t o y e v s k i , Fedor: El D oble.
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338
La obra de René Girard -situ a d a en los confines de la crítica literaria, la
antropología, la teología, el psicoanálisis co le ctivo- ha provocado una
profunda conmoción en el panorama cultural de las últimas décadas.
El propósito de La violencia y lo sagrado es remontar hasta los orígenes de
todo el edificio cultural y social que está en el centro de nuestra civilización,
investigando los mitos y los ritos que fundan y perpetúan todo orden social.
La investigación se apoya simultáneamente en una relectura muy personal
de los clásicos griegos y en una discusión rigurosa de los principales
sistemas -sociológicos, etnológicos, psicoanalíticos- que han intentado
ofrecer una explicación global de los prim eros ritos y de las primeras
instituciones culturales y sociales. En particular, René Girard polemiza
vivamente con Freud, o m ejor dicho con sus sucesores, poco*clarividentes0
respecto a ciertas intuiciones de Tótem y tabú.
Tras criticar las insuficiencias de la teoría del complejo de Edipo, Girard
pone énfasis en el rol de la «violencia fundadora» y en el de la «víctima
propiciatoria», negligidos ambos, hasta el presente, por todos los
investigadores, y sin embargo fundamentales.
El audaz y polémico ensayo de René Girard pertenece tanto al ámbito de
las ciencias humanas como al de la literatura. Una vasta cultura etnológica y
unas referencias sólidas e incontestables permiten construir al autor una
nueva teoría de lo sagrado y dar una interpretación convincente de
numerosos temas míticos y rituales - la fiesta, los gemelos, los hermanos
enemigos, el incesto, la ambivalencia del modelo, el doble, la máscara,
e tc - , cuya significación profunda aparece aquí de forma tan evidente
debido a que han sido estudiados, por primera vez, en su unidad circular.
Finalmente, quizás uno de los méritos mayores de Girard estriba en la
claridad y la elegancia de su exposición. Liberado de todas las oscuridades
propias de las jergas iniciáticas, he aquí un libro de enorme importancia
científica que a la par es una bellísima obra literaria.
René Girard (Avignon, 1923), antropólogo, historiador y crítico literario, ha
desarrollado su actividad universitaria en Estados Unidos, desde 1947. En
esta colección se han publicado las siguientes obras fundam entales de este
autor: Mentira romántica y verdad novelesca, La violencia y lo sagrado, El
chivo expiatorio, La ruta antigua de los hom bres perversos, Shakespeare
(Los fuegos de la envidia) y Veo a Satán caer como e l relámpago.

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