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Jorge Coli ¿Cómo estudiar el arte brasileño del siglo XIX? São Paulo: Senac, 2005.

Traducción de Camila Vargas Boldrini, 2012.

Presentación

Autoritarismo moderno y renovación crítica

Las cuestiones vinculadas a los estudios del arte brasileño y, entre ellas, mas específicamente,
las del siglo pasado, surgen en un tejido histórico internacional, de lo cual, en primer lugar, es
necesario tener conciencia.

Nosotros vivimos, como en todo Occidente, el triunfo de la modernidad que se impuso a lo


largo de los últimos cien años. Ese triunfo, no condujo solamente a una profunda modificación
en los productos artísticos, en el rol de los creadores y en la postura de los críticos. Provocó
también la eliminación de todo lo que no parecía estar dentro de los parámetros que esos
modernos establecían.

La modernidad venció los llamados “académicos”, tan intransigentes en sus criterios, para
imponer algo semejante: un autoritarismo que eliminaba todo que parecía distinto a ella
misma. La historia del arte, así como en ese momento fue concebida, promovía la exclusión de
la alteridad. En un manual, Lionello Venturi enseñaba como un Bouguereau estaba afuera del
campo de las artes, al ser comparado con la verdadera buena pintura, elevada,
indiscutiblemente “artística”. En otro compendio, Francastel demostraba que hasta Delacroix o
Courbet eran imperfectos por ser insuficientemente “modernos”. Sería, por lo tanto,
imposible amar esas artes condenadas que, en la mayor parte de los museos, iba,
avergonzada, a las reservas, cuando no desaparecía físicamente, a tal punto que hoy se ha
perdido el rastro de muchas de ellas.

Doy un ejemplo personal de estas tiranías de gustos y criterios: al final de la década de 1960,
aprendíamos, en la universidad, en los libros, a distinguir el “buen” arte del “malo”. Viviendo
no muy lejos de la Pinacoteca del Estado, en São Paulo, yo no resistía y subía sus escaleras,
fascinado por un cuadro de Oscar Pereira da Silva, de Almeida Júnior o de Weingartner,
dispuestos todavía en las nostálgicas salas, de cortinas pesadas, que Tulio Mugnaini había
concebido. Pues, era imposible entrar en esos recintos sin un profundo sentimiento de culpa,
como si estuviera ante un placer prohibido. El adolescente bastante ingenuo hallaba entonces
una excusa ante la tentación seductora: él estaba allí para aprender lo que “era una pintura
mala”. La coartada, claramente no explicaba el extraño deleite que aquellas telas magnificas
provocaban.

Sin embargo, a ese desdén con que se ignoraban hace algunos años los cuadros académicos,
le siguió una atención cariñosa e interesada. Varios estudios se sucedieron entre 1970 y 1980,
hasta que Jacques Thuillier – significativamente un historiador del siglo XVII, por lo tanto libre
de los prejuicios que nutrían a los especialistas del campo específico – publicó una especie de
admirable manifiesto intitulado Peut-on parler d’une peinture “pompier”?,1 en el cual la
cuestión del arte llamado académico era presentada con agudeza y novedad, abriendo el
campo efectivo para una seria reflexión sobre el asunto.

Tal cambio de posiciones es un hecho consumado: el Musée d’Orsay de París surgió como la
brillante afirmación de esa transformación, y el cuidadoso trabajo de restauración de las
soberbias batallas de Vítor Meireles y Pedro Américo, realizadas hace algunos años en el
Museu Nacional de Belas Artes de Rio de Janeiro, se inscribió naturalmente en ese empeño
renovado.

Esas obras, que pasaron desapercibidas y fueron despreciadas durante un largo periodo de
olvido, no se entregan, sin embargo, tan fácilmente. Como los criterios formales y selectivos
con que se educaron muchas generaciones resultan insuficientes para una comprensión
extensa de los fenómenos artísticos y culturales del siglo XIX, es indispensable proceder a una
ampliación en la inteligencia de la mirada contemporánea. Se trata de un desafío y de una
lección: descíframe o puedes perder todo.

El concepto y la mirada

Es importante no atribuir a las palabras más poderes de los que realmente poseen, ni cargarlas
de una afectividad excesiva, sobretodo en lo que atañe a los conceptos clasificatorios. Ellos
serían muy útiles si solamente agrupasen objetos por medio de algunas afinidades, pero se
vuelven peligrosos porque rápidamente tienden a expresar una supuesta esencia de aquello
que recubren y a substituir lo que nombran, como falsos semblantes escondiendo los
verdaderos.

Esa actitud no es “ingenua”, ni carente de una carga cultural. . Al contrario, presupone una
revisión en el saber. Son – si se quiere - precauciones metodológicas en un momento de
cambios de posiciones. Como sea, ante cualquier obra, la mirada que interroga es siempre más
fecunda que el concepto que define.

Es mejor, por lo tanto, dejar de lado las nociones e interrogar las obras. Es evidentemente más
difícil. Si yo digo “Vítor Meireles es romántico” o “Pedro Américo es académico”, proyecto
sobre ellos conocimientos, criterios y preconceptos que dan seguridad a mi espíritu. Si me
dirijo directamente a las telas, de manera honesta y cuidadosa, percibo que ellas escapan
continuamente a lo que yo suponía que fuera su propia naturaleza y, lo que es peor, huyen a
regiones ignotas, no sometidas al control de mi saber. Así que, en lugar de discutir si Meireles
o Américo son o no clásicos, si son o no románticos, si son o no pre-modernos – lo que me
ubica en parámetros seguros y confortables, pero profundamente limitados –, es preferible
tomar esos cuadros como proyectos complejos, con exigencias específicas muchas veces
inesperadas.

1
Jacques Thuillier, Peut-on parler d’une peinture ‘pompier’? [¿Es posible hablar de una pintura
‘pompier’?]. Paris, PUF, 1984.
“Quien es más grande: Gonçalves Dias o Castro Alves?” Nunca supe contestar esta incomoda
pregunta. Pero, entre Pedro Américo y Vítor Meireles, no vacilo.”2 Manuel Bandeira toma claro
partido por el pintor de Santa Catarina, en un texto sin pretensiones, pero notable por la
agudeza inteligente de la mirada. Es comprensible: el poeta tenía afinidades con todo lo que
fuera contenido, que expresara una sinceridad íntima, una cierta ingenuidad luminosa, sin gran
habilidad aparente, o astucias, o efectos. A Bandeira le gusta el hacer dificultoso que descubre
en las telas de Meireles: “… el pincel resistía, pero el artista dudaba, reflexionaba, porfiado y el
pincel acababa por obedecer de la misma forma, pero transmitiendo a la tela el calor de la
lucha. En casi todos los cuadros del pintor se nota el mismo cuidado que él ponía en los
pequeños estudios de trajes”.3

La crónica de Bandeira, tan suelta y sin pretensiones, sobresale entre los textos que se
escribieron sobre nuestra propia pintura. Porque, justamente, su instrumento es el de la
observación, evitando las categorías, las clasificaciones que, finalmente, siempre son
determinadas por las elecciones del momento – estéticas, culturales, ideológicas.

Al asomarse a las obras, el poeta ofrece una excelente lección al historiador. Él mira e
interroga las imágenes. Él busca y percibe las características esenciales.

Las cosas cambiaron tanto que, afortunadamente, a excepción de un medio muy desinformado
y provinciano, la expresión “arte académico” dejó de ser empleada. Ya no es útil, pues surgió,
en verdad, con un sentido peyorativo, fruto de la lucha librada entre “modernos” y
“tradicionales”. Era, antes, un insulto, y como los objetos que denominaba dejaron de ser
insultados, ella perdió sus poderes.

Vale la pena volver a los ejemplos sugeridos por Bandeira.

Él partió de las dos enormes batallas, Avaí y Guararapes, que se encuentran expuestas en la
gran galería del Museu Nacional de Belas Artes de Rio de Janeiro. Dos telas comparables por
sus dimensiones y su tema, pero absolutamente distintas desde el punto de vista del estilo, la
ejecución, las elecciones artísticas, en fin. Provocaron, en 1879, en el momento en que fueron
expuestas por primera vez, un debate profundo: el público y los críticos las sentían como
nítidamente distintas, o más bien, como excluyentes. Sin embargo, inmensas y opuestas, ellas
eran colocadas bajo la misma rúbrica por el historiador moderno: “académicas”.

Está claro, como ya se dijo, que se trataba de un insulto. Pero venía disfrazado de categoría
analítica y clasificatoria. Basta, entonces, con que reflexionemos: ¿qué valor posee un
concepto clasificatorio o analítico que pone, bajo el mismo rótulo, dos obras tan absoluta y
completamente distintas? Los modernos simplemente no las veían. Ellos no posaban sus ojos
en la superficie pintada. Creaban una frontera, una muralla. De aquí para acá, moderno. De
aquí para allá, “académico”. Lo que es suficiente para una actitud que hacía una óptima
economía de la mirada, del análisis auténtico y de la reflexión fecunda.

2
Manuel Bandeira, “Pedro Américo e Victor Meirelles”, en Flauta de papel, Obras Completas. Rio de
Janeiro, Aguillar, 1967, pp. 553 ss.
3
Ibidem.
La mirada descubre

Apartando el velo de las tiranías clasificatorias, las telas se revelan ricas, sutiles, fascinantes, -
el opuesto a la tarea escolar sin inspiración a la cual está con frecuencia vinculada la idea de
“académico”. Y en pinturas esparcidas sobre superficies tan enormes, hallazgos y soluciones
seductores se multiplican, permitiendo que el recorrido de la mirada se convierta en una
extraordinaria aventura. Tomemos un pequeño detalle de A batalha do Avaí: en el límite
izquierdo de la tela, por detrás del oficial que, sable en mano, empina su caballo, hay un grupo
de soldados envueltos en el humo, bayonetas en ristre. Las [figuras] que están próximas son
definidas por su volumen y su color gris; detrás, ellas sobresalen de la humareda, adquiriendo
un reflejo alargado, de tono crema. Aún más lejos, lo que era palpable desaparece y queda
apenas el brillo, a través de un largo trazo claro: de lo más solido a lo más inmaterial, el objeto
persiste como visualidad.

La atención es bastante para observaciones de ese género. Pero no es suficiente si intentamos


profundizar las interrelaciones culturales intrincadas que estos cuadros poseen, a las cuales
nosotros perdimos acceso porque las obras no nos interesaban más. Sus razones de ser se
fueron, olvidadas durante el largo periodo de desafección.

Pensar en imágenes

Así, desaprendemos que los presupuestos culturales sobre los cuales se asientan las telas de
Meireles o Américo – o de cualquier otro pintor de la época – son tan constitutivos de la
imagen como los colores y las pinceladas. Uno de los puntos importantes es que la pintura del
siglo pasado – y no solamente la llamada “oficial” – mantenía un denso diálogo con la historia
del arte, más antigua o más reciente.

Los pintores jóvenes se inspiraban, citaban a los maestros que les habían precedido. Hasta los
que parecen romper de modo radical, como Manet, si no son percibidos en la perspectiva de la
historia de las imágenes, recurrente en las telas por ellos creadas, pierden, y mucho, su
sentido. Fue a partir del impresionismo que la idea de originalidad se modificó. Y que realizar
una gran obra no significó más orquestar una multiplicidad de imágenes harmoniosamente
organizadas en una gran superficie, apelando a un pasado visual que en ellas se inserta,
actualizado.

El público de hoy, acostumbrado a la genialidad más inmediata, formalmente originalísima y


con referencias culturales estrictamente enfocadas en una subjetividad, como en el caso de
Monet, Van Gogh o Picasso, no sabe que hasta Manet, las dimensiones del cuadro eran algo
esencial – solamente en una tela vasta podría eclosionar la gran obra. Y es cierto que también
ignora las ambiciones de la “pintura de historia”, género entonces considerado
jerárquicamente superior a los otros – retrato, naturaleza muerta, paisaje – porque los
engloba a todos, en una articulación compleja, impuesta por el principio de la narración, y
arduamente obtenida.

Así, la innovación y la especificidad del hacer no eran consideradas, en aquellos tiempos, como
valores fundamentales como lo son para el público de hoy. Lo que importaba era dar cuenta
de un programa ambicioso: contaba menos la novedad individual que la felicidad de vencer los
escollos inherentes al proyecto. En ese contexto, la citación y la referencia al pasado no son de
ninguna manera pastiches originados por la falta de imaginación, sino una manera de mostrar
como aquel elemento pre existente resurge en otra inter-relación.

En Mocidade morta, [Juventud muerta] Gonzaga Duque hace una crítica “moderna” al pintor
Telésforo – seguidor del estilo de Pedro Américo -, y el cuadro a lo que hace referencia alude al
A batalha do Avaí. [La batalla de Avaí]. Es interesante transcribir aquí algunos extractos.

[…] diga usted, señor, ¿que originalidad él desarrolló y presentó en su obra, cuál es la escuela que dirige?
Todo lo que vemos en ese cuadro, todo, sin excepción de un solo punto, ya se hizo, ya se produjo, está
compuesto de reglas usuales y rancias. […] Pedíamos, sin embargo, una nueva manera de pintar, el
modelado seguro, palpitante, de los maestros contemporáneos, una osadía de color o de pincel, alguna
cosa que arrebatase de improviso o nos atrajera paulatinamente, nos fascinara, y nos obligase a
murmurar emocionados – he aquí un artista! […] lo que exigíamos de ese vencedor era su victoria…
¿Donde está?... ¿Él creó alguna cosa?... ¿Modificó las líneas del arabesco académico?... ¿Alcanzó alguna
perfección en el expresivismo de sus figuras?... ¿Descubrió procesos de pintura que nos diesen efectos
nuevos?... ¿Fundó el arte nacional? […] [El grupo dominante] no pasa de flagrante reproducción de la
Batalha de Austerlitz, de Gérard; los demás grupos son copias flagrantes de las composiciones de Horacio
4
Vernet, de Yvon, de Philippoteaux! .

En lo que atañe a las “copias flagrantes”, las observaciones son injustas, y las verdaderas
referencias van bastante más lejos que los cuatro pintores citados. Nos interesa, ahora, esa
exigencia de originalidad, de novedad: Gonzaga Duque, de manera precoz en lo que respecta a
las luces brasileñas, se ubica en un excelente punto de vista: el de la pintura del futuro, de
aquella que vencerá. Tiene, por lo tanto, la misma posición mantenida a lo largo del siglo XX
por el gusto y la crítica esclarecidos. Pero es ella, justamente, lo que le impide ver en la
Batalha do Avaí un cuadro admirable, brillantemente insertado en un procedimiento pictórico
característico del siglo XIX, procedimiento que, en 1900, cuando se publicó el libro, realmente
se extinguía, dando lugar a un arte nuevo. Las grandes batallas de Meireles y Americo no son,
sin embargo, apenas residuos caducos de una tradición muerta: en el momento en que se
realizaron, correspondían a corrientes culturales todavía vigorosas.

Desgraciadamente, la inteligencia de Gonzaga Duque y su cultura visual actualizada son


cualidades que acabaron por perderse bastante. Con frecuencia, se repiten de manera
mecánica, en la crítica y la historiografía posteriores, sin una correcta comprensión de lo que
ocurre, las actitudes que los debates del pasado suscitaban. Aún hoy – pero, por suerte, a un
nivel periodístico no muy elevado – se retoma, por ejemplo, la vieja historia de que O grito do
Ipiranga, del Museu Paulista, habría sido una copia de A Batalha de Friedland, de Meissonnier,
del Metropolitan Museum de Nueva York, cuadros que no poseen relación evidente entre si,
que se refieren mucho más a un modo prototípico de tratar la cuestión y para los cuales, en
todo caso, la noción de copia o imitación servil esta completamente fuera de lugar.

4
Luís Gonzaga Duque Estrada, Mocidade morta São Paulo: Três, 1973, pp. 128-9.
Gonzaga Duque tiene razón, desde el punto de vista moderno, en su ataque violento – él toma
partido por una cierta concepción artística nueva, que se venía afirmando. Durante mucho
tiempo vivimos dentro de esa misma polémica, pero, después de que el arte “académico”
fuera vencido, podemos interrogarnos sobre él y sorprendernos con la riqueza de las
respuestas. Basta con hacer las preguntas adecuadas. Es una tontería acusar un bananero de
no producir mangos.

¿Como vencer los escollos de un análisis que exige los propios medios mentales de la cultura
en la cual el artista se encontraba bañado? Buscando alimentarse de esa cultura. ¿Por donde
Meireles, Pedro Américo, Alexandrino o Almeida Júnior pasaron en su formación? ¿Qué tipo
de lectura tendrían? ¿Qué contactos intelectuales? De los estudios brasileños – sin pretender
agotar la lista y citando apenas dos nombres muy elevados y muy queridos – Alexandre Eulálio
y Gilda de Mello e Souza ofrecieron algunos de los estudios más ejemplares para comprender
la manera como el arte del siglo XIX puede ser estudiado con amplitud, pertinencia y
profundidad.

Finalismo

Sin embargo, considerar otro tipo de recuperación insidiosa de esa pintura es muy necesario:
el de ser considerada como “precursora”. Podemos tener, por ejemplo, una alta estima por el
“modernismo”, y juzgar como bajos los criterios estéticos de lo que llamamos “academismo”.
A eso se asocia una concepción teleológica de la historia del arte, todavía muy presente, en la
cual se inserta la idea de progreso.

Buscamos, entonces, en Pedro Américo o Vítor Meireles, para recuperarlos, las señales del
futuro, las soluciones anunciadoras de una pintura que vendrá. Las obras se encuentran, así,
valorizadas a partir de criterios que les son exteriores, aplicados de adelante hacia atrás.

Esa es una forma todavía más traicionera, pues nos hace creer que nos aproximamos a esos
artistas, cuando, en verdad, percibimos y nos referimos a elementos proyectados en ellos, esto
es, no a los criterios que presidirán a la creación de sus obras, sino a un constructo, un
fantasma que los substituye. El prefijo pré, por ejemplo, encierra trampas a veces definitivas.
Porque raramente designa apenas anterioridad: hace que un conjunto de obras y de
acontecimientos dejen de adquirir sentido en si mismos para definirse a través del futuro, hace
olvidar que los criterios culturales presentes en la creación existían con una coherencia
específica, en una complejidad en donde el pensamiento y lo sensible se mezclaron de manera
singular.

Es legítimo buscar en las obras y en los momentos artísticos su pasado: los creadores de los
cuales derivaron les sirven de raíces. Es, al contrario, engañoso construir para ellos un futuro,
adivinar en ellos aquello que no podían prever.
General y particular

Hay otro punto que se inserta en el elenco de las actitudes más fecundas para el estudio de
nuestro patrimonio artístico del siglo XIX. Desde el principio de ese texto insistimos sobre la
importancia de la mirada. Ella es esencial para el arte de cualquier periodo y de cualquier país,
en particular para el siglo XIX, ante el cual los viejos prejuicios aún no han desaparecido del
todo. Sin embargo, en el caso de Brasil, adquiere un papel todavía más pertinente y, en el
estado actual en que se encuentran las cosas, yo diría hasta subversivo.

Aquí, debo arriesgar una generalización que me parece, sin embargo, importante. El saber
brasileño, en el siglo XX, adquirió una tónica predominantemente “intelectual”, en detrimento
de una postura propiamente cultural. Es el triunfo de las llamadas “ciencias humanas”, que se
revelan, cada vez más, menos y menos humanas. Pero esa formación, traída en gran parte por
la universidad moderna, se creía más que rigurosa: ella se tomaba por verdadera.

La verdad es el karma de esas “ciencias humanas” que traen claves para interpretaciones
pretendidamente objetivas. La relación con la cultura, más difusa, personal, que se vincula a
trayectorias de vida, que lidia con intuiciones, era vista con un cierto desprecio.

Hasta el día de hoy, en Brasil, se habla, por ejemplo, de una critica “teórica” y de otra
“impresionista” – divisiones que sólo se justifican por la separación tácita que evoqué arriba.
Ese clima de prejuicios con relación a la cultura valorizo la “teórica”; en verdad, la lectura de
algunos pocos libros en los cuales se cree encontrar las claves para la comprensión del mundo.
Tengo la impresión, por ejemplo, que las teorías sobre las artes resultaron, en los medios
académicos, más importantes que las obras mismas. El trabajo largo, paciente, a veces
desordenado, pero placentero, de leer novelas, ver cuadros, escuchar música, se torna
secundario en comparación a esquemas interpretativos, necesariamente muy pobres.

Los grandes estudios llamados “sociológicos” del arte, aquellos que realmente compensan la
lectura – pienso en el alto nivel de un Baxandall, por ejemplo -, no son hechos con
“metodología científica”: son una mezcla de intuiciones, de inmensa cultura, de percepciones
muy secretas sobre las relaciones entre los seres humanos y los objetos artísticos.

Hay una evidente seducción en métodos aparentemente objetivos, en estadísticas, en


levantamientos numéricos. O en las convicciones de lo que imaginamos ser los determinismos
de clase, o de ideologías – “gusto burgués”, “criterios oficiales”. Ellos ofrecen una agradable
impresión de seguridad y certeza. El hic está en el hecho de ser completamente falaz.

El impacto de una obra, su fuerza interna, la capacidad de actuar sobre otros creadores, que
multiplicarán, de manera muchas veces indirecta y no explícita, la fuerza de los prototipos, es
imposible de medir en números o por las formas simplificadas de aquello que se imagina es
una comprensión ideológica. Cuando mucho, algunos de esos estudios “científicamente”
sociológicos pueden servir como apoyo secundario, para la comprensión de las obras. Sin
embargo, no funcionan para lo más importante que la historia del arte puede aportar.

Lo más difícil es hacer la unión entre lo particular y lo general. Nuestra historia mental tiene
una tradición de ensayos con resultados fulgurantes, basta pensar en Os Sertões e Casa
Grande e senzala, pero que es pobre en la búsqueda sistemática y paciente de lo particular.
Esas intuiciones, iluminadoras, no pueden ser la regla. Urge un trabajo metódico, inductivo,
que sepa organizar los detalles para de ellos extraer, poco a poco, lo general. Eso vendría a
enriquecer entre nosotros- como pasa entre las grandes culturas de tradición analítica – las
percepciones, controlaría los insights de los ensayos, introduciría un debate seguro.

La tendencia de muchos de nuestros estudios sobre arte – y en particular los que se refieren al
siglo XIX – es la de la generalización. No es fácil, a no ser en ciertas publicaciones universitarias
brasileñas más específicas (afortunadamente su cantidad viene aumentando), encontrar un
lugar en donde publicar el resultado de una investigación específica sobre una obra, sobre una
pregunta. Mi experiencia personal: las invitaciones para conferencias, para artículos, para
cursos solicitan, en su gran mayoría, “visiones panorámicas”, como si el general no pudiera ser
pensado partiendo de lo particular, como si, por ejemplo, el estudio de una obra, implicara una
visión estrecha de las cosas.

Pues bien, entender de verdad el arte es saber verlo en su complejidad concreta. Eso, para el
siglo XIX, surge como definitivamente esencial. Intenté mostrar como estamos en un proceso
internacional de revisión de ese periodo, cargado de prejuicios. Para desarrollar los estudios
que procuren dar a ese universo artístico su plena significación, no hay duda, es necesario
partir de la obra.

Queda un punto a considerar y que deriva de nuestra trayectoria ideológica. El siglo XIX
inventó una historia brasileña. Ella se irguió dentro de un clima cultural nacionalista, que tuvo
configuraciones distintas, pero que permaneció hasta el siglo XX, reforzado por el Estado
Novo. Son mitologías que se pretenden, una vez más, verdades.

La mirada proyectada por el siglo XX sobre la cultura del periodo que le antecedió, sea
“académico” o “moderno”, pasaba, casi siempre, por miradas nacionalistas. Se trata de una
especie de corto-circuito, pues mucho del arte del siglo XIX contribuyó para la formación de
esa mitología histórica brasileña. Por ejemplo, los historiadores publican, en 1817, la carta de
Caminha. En ese momento, ella adquiere existencia – es la invención de lo verdadero. Vendría
legitimar, del punto de vista de la historia, el romanticismo indianista. Ese romanticismo, en
serio o en caricatura, por el derecho o por el revés, se proyectaría como esencia de una
“brasilidad” en nuestro siglo, desde la moda marajoara – art déco a Macunaíma.

Si me vuelvo a ver una obra del siglo pasado, digamos, la Primeira missa no Brasil, de Meireles,
para preguntarme si ella es brasileña o no, yo estaré dentro de ese campo nacionalista, no
importa la respuesta. Es decir, estaré interrogando la obra por medio de una ficción que la
propia obra ayudó a forjar.

Recular ante las identidades, o “raíces”, ilusorias que nuestra historia ha creado se torna, de
ese modo, fundamental para la comprensión de ese periodo que nos interesa. Porque, en
lugar de ser molidos por los propios mecanismos interpretativos que ese arte contribuyó a
montar, podemos, al contrario, preguntarnos cuáles son esos mecanismos, cuáles las piezas los
componen, de qué modo actuaron en nuestro medio cultural, inventando tradiciones,
haciendo palpitar un sentimiento de patria, escondiendo por ahí las diferencias sociales y
humanas, tejiendo las telas de un imaginario tan lindo y confortable. Es más arduo, pero
mucho mejor, sin duda, no dejarse devorar por la araña.

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