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Las Moreras quedan muy lejos

Ella. Me pasó una pequeña advertencia, como quien no quiere la cosa, de que
los deje en paz. O subconscientemente la fui a buscar.
Llegué vagando sin demasiado sentido y sin saber precisamente qué andaba
buscando ahí, si Las Moreras me estaban vedadas. Golpeé. Él salió a la puerta
semi desnudo, con gran impunidad, y me besó. Chusmeamos sobre un par de
cosas y con displicencia se dio vuelta y cerró la puerta. Levanté las cejas, pero
no atiné a mucho más.
Decidí esperarlo, a ver si se le ocurría acordarse de que yo estaba ahí afuera.
Sólo suspiré y me agaché para esperarlo en la tapiecita de la entrada de la
casa. Antigua y heredada, sin demasiados aspavientos arquitectónicos, pero un
paso del tiempo evidente. Reparé en el fileteado porteño de la numeración.
2112. A lo lejos, sentí que la Mili se puso a ladrar y evoqué su blancura, y sus
inocentes y negros ojos perrunos, como la moral del lío en el que estaba
metida. Poco me había importado hasta entonces. Eso aumentó la distancia
entre yo y esa casa, más de la que ya había, o al menos, la sensación de que
de ningún modo sería posible que yo encaje en ella.
Giré la vista, y le dediqué unos segundos al helecho amarillento colgante
próximo a la puerta, que cada vez que salía de la casa me lo llevaba puesto,
mientras pensaba que jamás lo regaría, ni que jamás diría que vivo por
Cortínez 2112 oeste. “Mirá el quilombo en el que me...”
Transcurridos esos minutos, se disipó la neblina de mis pensamientos,
abruptamente. Se me vino el mundo arriba porque la Gloria hizo su aparición
estelar. Acusé el piso con la mirada y me empezó a temblar todo. Cómo mierda
salía de ahí, ahora.
- ¿A quién buscás? – inquirió, arrugando la cara de iguana, seguido de un
gesto que parecía que hubiese tenido la epifanía de su vida. Inspiró como para
gritar “Leonardo”, pero al parecer se arrepintió a medio camino, porque dejó el
aire ir, y se transformó. Yo estaba paralizada.
- ¿De dónde lo conocés? – preguntó con una simpatía tan fingida que podía
olerse desde Estambul. Titubée un poco, viendo qué inventar en una fracción
de segundo. Se me activaron todas las alarmas porque en teoría yo era una
mentirosa ejemplar, había descubierto ese talento no hacía mucho con estas
cosas y ahí me encontraba, chiquita, traicionada y expuesta sin saber qué
contestarle. Por supuesto que fracasé.
-Del trabajo. La agencia. – terminé de pronunciar “-encia” con un hilito de voz
mientras me afectaba el Parkinson entera. Muda me quedé.
Me abrumó su reacción. Ahí sí se rió genuinamente, se acercó a mí y me
abrazó. Como si hubiese sido su hija, como si me hubiera abrazado la
mismísima Lucía. Me agarró la cabeza, estando yo sentada todavía en la tapia
de la entrada de su casa. ¿Pueden entender eso?
Con sus finas y delicaditas manos, me acarició con suavidad las mejillas y
apoyó mi cabeza contra su vientre. Pude sentir el calor de un vientre que, por lo
mucho que sabía, jamás albergaría un hijo o cualquier anticipo de “esperanza”
para esa triste y patética sociedad de dos. De ella yo sabía todo, pero ella de
mí no sabía nada… o eso creí, hasta que la vi sonreírme con cara de “me di
cuenta hace tiempo. Triste y patética gracias a mí. Pero ahí quedaría yo
nomás, como la que hizo trizas un copa y no pagó. Y si bien esa copa venía
trizada hacía tiempo (sino no habría tenido que tocarla para romperla), yo
seguiría siendo la despiadada.
- Ay nena, nena… Dejá de perder el tiempo. - Sonriéndose me soltó despacito
y se quedó parada en la mitad de la galería de la entrada. A mi pesar, Gloria
era volátil y sutil como una brisa. ¿Nos pareceríamos en algún dolor?
¿Seríamos igual de gauchas en la cama? ¿Reaccionaríamos igual a todos los
“te amo” mentirosos que oíamos día a día?
Entretanto escucho que eleva la voz y pregunta, girando la mirada hacia la
ventana entreabierta de la cocina con las celosías un tanto desparejas:
“Leonardo, ¿quién es esta niñita que está en la puerta? Te anda buscando.”
“Niñita”. “Te anda buscando.” Como si la única rastrera fuese yo. Así fue como
me rajó la piel del orgullo por dentro. Pero es que qué es una sino una niñita
con 20 años.
Entre el sopor del momento y la lisergia de los psicotrópicos diarios me levanté
de la tapia, trastabillando y acomodándome el short de jean. Como pude me
eché la mochila a la espalda y a paso apurado alcancé a hacer cinco metros,
hasta que en esa corta lejanía escuché un “Leoooooo, mirá lo que sos.” Y ahí
disparé, en el segundo en que mis sentidos comenzaban a apagarse. Mi
campo visual a reducirse longitudinalmente y los sonidos a opacarse.
Enceguecí y ensordecí pero no frené la marcha, iba a dejarle a la Gloria lo que
me restaba de entereza ahí sino. Lloré y corrí, lloré y corrí del desconsuelo
hasta que súbitamente las calles del barrio desaparecieron, los testigos en sus
camionetas medio pelo se esfumaron y ya no oí ni su voz blandiendo
argumentos en defensa, ni la de Gloria descreyendo.
Abrí los ojos y sobresaltada me refugié en la luz que entraba por la ventana.
“Nena, te sentís bien?”.
“No. Dejame. Me voy. Te veo mañana.”
“¿No me vas a explicar?”
“No. Cuando se me pase la traumatería.”
“Ufa… bueno. Vas a venir las dos, ¿no?”
“Eso espero.”
Me subí como pude los ajados jeans y me calcé. Salí al frío abril de Las
Moreras, y por suerte en la calle no había nadie.
Volvería mañana a las dos. Pero esta vez con el temor de que la Gloria, que no
sé si se llamaba Gloria, o Cecilia, o Clementina, o Celeste, porque sé que su
nombre comienza con C; ni si era de contextura delgada y tez tirando a
trigueña con los pelos largos y de ébano o si en realidad es una blanquita de
corte carré castaño y nariz respingona; hiciera su aparición estelar y esta vez
de verdad. Me estremecí, pero qué sentido tenia. Después de todo la Gloria era
como una leyenda. La escuché en elucubraciones, pude robar un fragmento de
su voz del aire, pero nunca la vi. Ni la vería, ni ella a mí.

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