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CAPÍTULO CUARTO

Estábamos de nuevo ante el pupitre del sheriff. Había llegado el momento

de hablar claro y en serio.

—Anoche leí en los periódicos la referencia del suceso —dijo—. ¿La ha leído usted?

—Sí, claro…

—¿Es exacta en el fondo?

—Sí.

—A grandes rasgos, el periódico dice que usted entró en el bar de Barney Quill unos cuarenta y cinco
minutos después de la medianoche del viernes y disparó cinco veces sobre Quill; que regresó en su
coche hasta la roulotte que tenía estacionada en el parque turístico de Thunder Bay; que despertó
al vigilante y le dijo que acababa de matar a un hombre; que luego esperó en el vehículo que llegara
la Policía… ¿Fue así?

—Sí.

—El periódico dice además que los policías le trajeron detenido a esta prisión, que su esposa le
acompañó, y ella misma dijo a la policía que Barney Quill la había perseguido hasta el interior del
bosque y la había apaleado luego a la entrada del parque turístico…

¿Correcto?

—Sí.

—Que el médico de la cárcel hizo un examen parcial que resultó negativo; que su esposa se avino a
someterse al detector de mentiras, y que si bien se realizó la prueba, aún no se sabe el resultado.
¿De acuerdo?

—Sí.

—El periódico dice también que usted se negó a dar más detalles de por qué mató a Barney Quill.
¿Es cierto?

—Sí.

—¿Ha hecho usted alguna otra declaración a la Policía?

—No.

—Muy bien. Hasta ahora, magnífico… Busquemos algo que pueda habérseles escapado a los
periódicos.

¿Vio usted a Barney Quill perseguir a su esposa?

Por vez primera sus ojos revelaron emoción. Fue más bien un leve destello que un guiño.

—No —dijo con calma.

—¿Le vio usted golpearla en el parque?


—No.

—¿La oyó usted gritar, como ella afirma?

—No… Bueno, me pareció oír gritos, así como en sueños. Yo la encontré en la roulotte.

El antiguo fiscal estaba en su elemento.

—Por tanto, usted se enteró de la agresión porque su propia esposa se lo contó…

—Sí.

—¿Qué hizo entonces?

Yo intentaba obligarle a revelarme algo más concreto.

—La atendí, naturalmente. Se encontraba en mal estado. Tenía un ojo hinchado y la cara llena de
hematomas… y los brazos… Traía la ropa desgarrada…

De nuevo vi una expresión de reptil en sus pupilas.

—Continúe.

—Había otras huellas en su cuerpo… —silbó más que habló.

—¿Qué hizo usted con esas huellas?

—Las limpié.

—¿En el remolque?

—Inmediatamente.

Hice una pausa para mirarme las uñas. Sin apartar de ellas la vista, agregué:

—¿No se le ocurrió que hubieran constituido una prueba importante? Se humedeció el pequeño
bigote, que comenzaba a serme simpático, y luego sacó un cigarrillo.

—¿No se le ocurrió? —insistí.

—¿Si se me ocurrió qué? —preguntó con frialdad.

—Que destruía la mejor prueba del delito de Quill.

—No lo pensé —dijo quitándose la boquilla de los labios—. Las lavé en cuanto pude.

—¿Lo hizo antes o después de matar a Barney Quill?

—Antes.

—¿Cuánto tiempo estuvo usted con su esposa sin decidir su aparición en el bar?

—No lo recuerdo.

—Porque lo considero importante, le sugiero que intente precisarlo.

—Quizás una hora —dijo después de una pausa.


—¿Tal vez más?

—Tal vez.

—¿Tal vez menos?

—Tal vez.

Encendí un cigarro. No me di prisa.

Estudié a mi hombre, que parecía inescrutable como un árabe, jugueteando con la boquilla mientras
se humedecía el bigote con el labio inferior. Por lo visto no se daba cuenta de que era culpable de
asesinato en primer grado, es decir, que «con premeditación y alevosía había dado muerte a un tal
Barney Quill».

Fue una tentación hacerle las preguntas fatales. ¿Por qué no aprovechar mi experiencia para
salvarlo? ¿Acaso para mí no era sino una oportunidad de derrotar a Mitch Lodwick…? ¿Se trataba
quizá de un bajo deseo de ganar un caso difícil y derribar al fantasmón de Amos Crocker de su
pedestal como mejor abogado del condado? ¿Era tal vez porque quería presentarme candidato al
condado por la misma demarcación de Mitch y era mi oportunidad de derrotarle al enfrentar
nuestras respectivas capacidades? Y, aunque con muchas menos posibilidades, ¿no sería porque en
cierta ocasión un borracho molestó a mi hermana Gail cuando era estudiante en el Instituto, y mi
padre le pegó tal paliza que por poco le mata, y luego desafió a las autoridades a que le detuvieran
caso que se atrevieran a hacerlo? Pero ¿qué tenía todo esto que ver con la inocencia o culpabilidad
de Frederick Manion?

En este momento Sulo Kangas asomó en la puerta.

—Mediodía —anunció—. La comida está servida… —Sulo me dirigió una mirada de inteligencia y
agregó—: ¿Quiere comer con nosotros, Paul? Me estremecí ante la perspectiva.

Eché una ojeada al reloj y me puse en pie.

—Lo siento, Sulo —mentí serenamente—. Tengo una invitación para comer en la ciudad.

Contemplé entonces a mi futuro cliente y descubrí con sorpresa que estaba sonriendo.

—Bien hecho, abogado —murmuró cuando Sulo se hubo retirado—. Que le siente bien la comida.

—Gracias —respondí—. Lo mismo digo. Volveré a las dos.

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