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Mejorar en la definición de sus objetivos la articulación entre necesidad y oportunidad,
y entre visibilidad y proximidad.
La tensión entre necesidades y oportunidades resulta particularmente compleja para las
políticas públicas para la cultura, en la medida en que las primeras, las necesidades, así
como todo lo que respecta a la esfera de los derechos y deberes culturales, resultan
especialmente difíciles de definir. El imperio de la oportunidad, por el contrario, resulta
ser con excesiva frecuencia el input exclusivo o casi único en la definición de los objetivos
de la política cultural en un territorio determinado.
No hace falta mucha ciencia para constatar que las políticas culturales no funcionan
exactamente así. De entrada, el concepto de derecho cultural es todavía precario a pesar de
que la mayoría de declaraciones de reconocimiento de los derechos humanos, a escala
global y a escala local, han incorporado el derecho a la cultura como un imperativo en
términos más o menos imprecisos y a pesar de que, actualmente, sea un tema presente en
la agenda de un buen número de organismos y redes internacionales. Por otro lado,
predicar la conveniencia del consenso alrededor de unos servicios culturales básicos
universales todavía suscita un elevado grado de animadversión entre los detractores de la
incorporación de la cultura – una región de la esfera personal y, por lo tanto, privada – en
el marco competencial de la cosa pública.
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La tensión, esta vez de tipo vertical, entre las nociones de visibilidad y de proximidad se
plantea de forma parecida. Siendo ambas nociones de presencia necesaria en el diseño de
una política cultural, a menudo van desparejas (nos referimos a la habitual desconexión
entre lo que se hace respecto a la cultura “con mayúsculas” y a la cultura “con
minúsculas” en el marco de una determinada intervención institucional) o se hipoteca lo
uno en función de lo otro (nos referimos a políticas en exceso “planas”, anodinas o
monótonas, donde la visibilidad resulta muy difícil, o a políticas “agudas” en exceso,
donde el delirio de la singularidad carece de sólida base). Frente a esta falsa dicotomía,
resulta necesario postular que el proyecto cultural más sólido es a la vez el más visible y,
viceversa, que una amplia base redunda en una mayor capacidad de proyección exterior.
En definitiva, la dinámica interna de la cultura tiene mucho que ver con la doble lógica del
relato de lo particular en clave universal (esta debería ser la meta de las acciones
orientadas a la visibilidad) y del relato de lo universal en clave particular (esta debería ser
la meta de las acciones orientadas a la proximidad).
Entre los múltiples argumentos a favor de un sistema público de la cultura en España que
abundan en las particulares oportunidades estratégicas de las distintas administraciones
territoriales conviene destacar aquí el conjunto de cambios que la geografía de la
producción y del consumo de bienes y servicios culturales está experimentando a lo largo
de los últimos años. Existe, de entrada, un replanteamiento general de las dimensiones
del “territorio cultural”; en palabras de Manuel Castells, la cultura empieza a ser algo
demasiado grande para lo local y, a su vez, algo demasiado pequeño para lo global. Los
axiomas de la oferta cultural institucional, y muy en especial su concepción del territorio
como algo todavía excesivamente limitador y constreñido, contrastan cada vez más con
las dinámicas culturales de la ciudadanía, para quien la territorialidad no constituye tanto
una dificultad como, en muchos casos un valor añadido: un valor añadido en términos de
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proximidad (los servicios “a pie de casa” son particularmente bien recibidos) pero
también un valor añadido en términos de distancia simbólica (viajar para practicar
cultura, algo que constituye la base del turismo cultural como fenómeno emergente).
Coexisten, pues, múltiples territorios culturales, según se observen desde el punto de
vista de la demanda o desde el punto de vista de la oferta de bienes y servicios culturales:
Así las cosas, lo territorial en cultura se encuentra ante un reto y una oportunidad. El reto
consiste en planificar la oferta de servicios culturales desde una perspectiva territorial
mucho más integrada y sistemática. El período de la política cultural autárquica (en cada
lugar debe haber de todo para los del municipio) parece ya hoy en día poco viable. Si en
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otros ámbitos de lo económico y lo social crece con fuerza la imagen de la “ciudad-red”,
resulta urgentemente necesario que los responsables del planificación cultural empiecen a
trabajar desde lógicas de planificación de sus ofertas de servicios superadoras de lo
estrictamente local. Compensando inequidades y generando nuevas economías de escala.
Pasando de la competencia a la cooperación. Sumando recursos para multiplicar
resultados. La oportunidad estriba en el hecho de poder generar, en este nuevo contexto,
una nueva dimensión de centralidad. Si nuestro público, nuestros usuarios, no sólo son
nuestros ciudadanos, las apuestas de visibilidad regional, nacional e incluso internacional
resultan mucho más evidentes. Y ello resulta particularmente interesante para los
territorios “NUTS III” y para las “ciudades medias”, porque su entorno territorial reúne
suficiente “masa crítica” para operaciones algo más ambiciosas que las de costumbre,
porque sus dotaciones de recursos pueden empezar a ser suficientes para acometer
operaciones de superior envergadura y, en definitiva, porque sus posibilidades de
visibilidad más allá del respectivo término municipal también son mayores, sin sufrir por
otra parte, la polución mediática de los eventos que tienen lugar en las grandes metrópolis.
Pero ¿cooperar, para qué? Cooperar para empezar a hacer lo que nadie hace. Cooperamos,
en general, a partir de lo que sabemos hacer y, de hecho, ya hacemos en nuestros lugares
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respectivos: intercambiamos producciones artísticas, producimos exposiciones y eventos,
relacionamos gestores… Pero la gestión cultural territorial presenta, todavía, muchas
lagunas, muchos “agujeros negros”. Si cooperar es sumar recursos para multiplicar
resultados, ¿por qué no hacerlo en torno a las “asignaturas pendientes”?. Aquí van
algunos espacios que nadie ocupa. Las denominadas “otras culturas”: la cultura tecno-
científica, lo que Josep Ramoneda, a propósito del CCCB, denomina la trilogía del “bio”, el
“eco” y el “ciber”. El abordaje de la industria y el comercio cultural a escala local, algo que
a menudo relegamos a más altas instancias autonómicas o estatales, cuando en las
ciudades hay tiendas culturales, librerías, bares musicales, grupos semi-profesionalizados,
pequeños emprendedores, micro-empresas… Todo lo que tiene que ver con la
investigación, el desarrollo y la investigación en materia de políticas culturales
territoriales: datos, estadísticas, indicadores, benchmarking, observatorios, laboratorios, etc.
Reinventar la sociocultura: articulando las iniciativas de múltiples ciudades españolas en
torno a los equipamientos de proximidad...
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los proyectos culturales “estratégicos” suele ser inversamente proporcional a la
importancia de dichos proyectos, la presencia de los responsables de departamentos
tradicionalmente considerados como “duros” –economía, urbanismo, etc. – en cambio se
da en proporción directa. Es preciso recalcar que no se trata de ninguna reivindicación
corporativa. Los mecanismos administrativos y políticos especializados en economía u
obras públicas lidian legítimamente con un amplio elenco de sectores temáticos: no es
preciso que exista una concejalía de bares y restaurantes o un ministerio del acero para que
las instituciones desarrollen políticas industriales o comerciales en los respectivos sectores.
Pero la cultura, para bien y para mal, es distinta, y a lo mejor deberíamos empezar a
aplicar la tan cacareada “excepción cultural” de puertas hacia adentro en nuestras
instituciones. Por lo tanto, atención con la paradoja que supone el hecho de que los
proyectos culturales sean cada vez más centrales y la presencia de los responsables del
sector sea cada vez más periférica.
Diseñar los servicios pensando en los cuatro niveles estructurales interconectados: las
infraestructuras (hardware), los programas (software), los sistemas operativos (orgware)
y las redes externas e internas (netware).
El análisis de las políticas públicas para la cultura suele mostrar su carácter fragmentario; a
menudo, muchas políticas se basan y se autodefinen solamente a partir de su despliegue
de infraestructuras y equipamientos (el espacio público cultural suele plantearse como
objetivo de la política en sí misma, y no como recurso para una intervención más
trascendente). La atención debida a las máquinas de gestión o a la conectividad de las
políticas y sus acciones con iniciativas próximas o análogas suelen estar poco o mal
formuladas en los planteamientos estratégicos de dichas políticas. Concebir los servicios
culturales mediante la analogía con los componentes de un sistema informático resulta
esclarecedor al respecto. Así pues, los servicios culturales deben estar diseñados en cuatro
niveles estructurales interconectados:
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3. Los modelos de gestión de los servicios culturales, con especial mención a los
aspectos participativos contemplados en los mismos, verdadero sistema
operativo u orgware (concepto que en este caso resulta mucho menos frecuente),
capaces de hacer funcionar los programas correctamente y de dotar de vida al
hard.
Completar la intervención directa por parte del estado con la creación de condiciones
para la actuación de la iniciativa social y de la iniciativa privada
La intervención directa por parte del estado constituye un hecho consubstancial al
desarrollo del paradigma de la gestión cultural. Ello no obstante, la creación de
condiciones para la asunción compartida de responsabilidades sobre lo público por parte
tanto de la iniciativa social como de la iniciativa privada constituye uno de los factores
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clave para la consolidación de la gobernabilidad, entendido además como grado avanzado
de subsidiariedad. Lo público, pues, como algo que no es propiedad privada del estado.
“Dar juego” a terceros debe formar parte del diseño estratégico de las políticas públicas
para la cultura, aún en el caso de que las particulares condiciones históricas en el
desarrollo de tales políticas hayan tendido a un monocultivo casi exclusivo de lo público
en manos de la administración, ya sea estatal, autonómica, provincial o local. Teniendo en
cuenta, no obstante, que los vértices del tradicional triángulo de lo público, lo privado y lo
asociativo viven una transformación radical, propiciando el surgimiento de un triángulo
inverso, en el que nuevas formas organizativas tales como las empresas públicas, las
fundaciones o las compañías de interés general desarrollan nuevas formas de gestión
compartida muy distintas a las tradicionales lógicas del subsidio, la compra-venta de
servicios o al subvención.
Replantear cuál debe ser el lugar de la participación ciudadana en las políticas públicas
para la cultura es un reto importante que debe abordarse teniendo en cuenta la múltiple
gama de posibilidades y opciones que la participación supone. En este sentido, merecería
la pena recuperar y actualizar la tradicional distinción entre los sujetos de la participación
(distinguiendo entre individuos aislados, grupos informales y entidades formalizadas) y
los objetos de la participación (distinguiendo a su vez entre el uso o asistencia, la
propuesta y la gestión), explorando las posibilidades y las dificultades que se hallan en
cada una de las intersecciones de ambas coordenadas.
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Mejorar la diversidad y la articulación de la oferta cultural territorial, evitando tanto la
reiteración como la discontinuidad de sus propuestas
Estas aportaciones estratégicas estarían incompletas si no se planteara el tema, o el
problema, de los contenidos y de los programas. Dicho en plata: de la cultura que
gestionamos cuando nos dedicamos a la gestión cultural. La cuestión más preocupante en
este sentido es el bajo índice de diversidad de la oferta existente – las bibliotecas y el sector
del libro hace años que utilizan el término de “bibliodiversidad” para dilucidar, entre
otras cosas, sobre la incierta y compleja relación entre títulos publicados (muchos),
ejemplares impresos (pocos) y libros leídos (no sólo se leen pocos libros, sino que además
se leen pocos títulos) –. El principio rector del mercadeo cultural es la economía de escala.
En el sector del espectáculo en vivo los circuitos y las redes suelen actuar, de hecho, como
“centrales de compras” de espectáculos, con la consiguiente disminución de costes
unitarios y la posibilidad de emprender producciones singulares que de otro modo serían
inviables. Lo positivo de este hecho presenta contrapartidas más bien negativas si se mira
desde el prisma de la diversidad de la oferta cultural. Es bueno que se puedan programar
muchas cosas en muchos lugares. Pero para el ciudadano, la agenda de un lugar se
asemeja a la de otro peligrosamente, lo que no contribuye a estimular las asistencias. El
caso límite, salvo honrosas excepciones, se da en los festivales de jazz, tanto en su versión
de verano como en la de invierno, con su propensión a la clonicidad absoluta. Se impone
reflexionar largo y tendido sobre cómo programar, qué programar y por qué hacerlo.
Porque la oferta escénica, como ya se ha dicho, no es sólo una cuestión de proximidad
(todo aquello de la distancia como valor añadido y tal). Y porque la ciudadanía raramente
es llamada a opinar sobre algo que es en sí manifiestamente opinable. ¿Debemos apostar
por estrategias de especialización territorial selectiva o continuar fomentando el “café para
todos”? ¿Ampliar el radio territorial puede tener consecuencias en la diversidad de las
propuestas? El reto, como si dijéramos, está en dejar de ser “diferentemente iguales” para
poder ser “igualmente diferentes”, es decir, transformar un sistema de mínimos múltiples
en otro de máximos singulares.
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