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Lenguaje y Sociedad

¡Usted no me diga!
by CARLOS GONZÁLEZ on Nov 22, 2010 • 12:04 am

Es probable que a la mayor parte de los chilenos la expresión “Usted no lo diga” le recuerde un
personaje a medio camino entre lo tenebroso y lo cómico que en la década de los 80 se dedicaba a
censurar la forma de hablar de sus contemporáneos: el profesor Mario Banderas. Por esos años, el
profesor Banderas, que solía alzar su mano y dictar sus sermones por televisión, escribió también
un libro titulado de igual manera que su famosa frase: ¡Usted no lo diga!

En ese tiempo, esta obra fue criticada de gran manera por el lingüista Ambrosio Rabanales, en su
artículo “Qué es hablar correctamente (A propósito de la obra: ¡Usted no lo diga!)” , donde explica
con claridad que esto de lo correcto o lo incorrecto en las lenguas nunca tiene un valor absoluto y
¡por supuesto! que ni los gramáticos ni las academias de la lengua son “policías del lenguaje”.

Y yo creí que, luego de la paliza que le dio Rabanales, el profesor Banderas habría escarmentado.

Enorme fue mi sorpresa, entonces, cuando por abril de este año, volví a encontrarme en un
quiosco (o kiosco, si lo prefieren) con la palma amenazante del profesor Banderas y su imperativo
“Usted no lo diga”, aunque esta vez matizado (como conviene a estos tiempos) con un
políticamente correcto “si le interesa”. Pensé por un momento que habíamos vuelto a los años
oscuros… pero ¡no! Se trataba de una nueva obra, aunque del mismo autor. Cedí a la tentación y
comencé a leer las 59 páginas que formaban este opúsculo y la impresión que obtuve fue
lamentable.

¿Qué se propone el profesor Banderas al cometer este libro? (Digo cometer, porque escribir sí que
sería aquí una palabra mal usada). Según sus palabras, lo que quiere es recordar las normas
elementales que rigen nuestro idioma con el fin de contribuir a una mejor comunicación,
comprensión y tolerancia entre los chilenos (en serio, literalmente dice eso). ¿Qué es este texto
realmente? Un charquicán de recomendaciones ortográficas, de vocabulario y de pronunciación
(basadas la mayor parte de ellas en la supuesta autoridad del Diccionario de la lengua española de
la RAE), que no sólo están lejos de ayudar en la construcción de esa “utopía banderiana”, sino que
ni con suerte pueden ofrecerle algo a quien quiera expresarse mejor.

¿En qué me baso para decir esto? Revisemos, por ejemplo, el comentario que hace Banderas
sobre el uso de la palabra “citadino” en el relato de una persona afectada por nuestro reciente
terremoto (y posterior tsunami, para usar la jerga periodística). Esta persona reclama: “los
citadinos quieren edificar nuestras casas con cemento y dicen ‘no más adobes’, sin hacer ninguna
distinción”. El profesor Banderas critica el uso de “citadino” (fíjense qué importante es esto para
alcanzar una mejor convivencia entre los chilenos), porque no aparece registrada en el diccionario
de la RAE, y recomienda utilizar en su lugar “capitalino”. Pues bien, es claro que al pobre
damnificado poco le importa que las instrucciones sobre construir sin adobe las haya dicho alguien
que viene de la capital del Estado (porque esto es lo que significa “capitalino” y es así como todos
lo entendemos), sino que lo que quiere es destacar la diferencia que existe entre la visión de
alguien que vive en la ciudad y su propia perspectiva como persona del campo. Es cierto:
“citadino” no aparece registrado en el diccionario de la Academia ¡Peor para ese diccionario,
entonces! “Citadino” es una palabra con un significado claro, útil para lo que el hablante quiere
comunicar y con una formación perfectamente propia de nuestro idioma. Tanto es así que Carlos
Fuentes (de quien nadie podrá decir que escribe mal el castellano) la usa sin problemas en este
fragmento de El espejo enterrado: “Estamos lejos de la recámara de Las Meninas. Estamos en una
calle citadina. Las bombas caen desde los cielos, todo es devastación y miseria”. Ante tonteras
como las de Banderas solo nos queda tomar la postura de Unamuno, de quien se cuenta que en
una ocasión un estudiante le expresó la extrañeza que le causaba que algunas palabras que el
escritor había usado en una conferencia no aparecieran en el diccionario de la Academia. La
respuesta de Unamuno (lingüista de verdad, al fin y al cabo) fue magistral: “No te preocupes, hijo,
ya las pondrán, ya las pondrán”.

Un punto aparte merece la escritura de este libro. Ustedes estarán de acuerdo conmigo en que si
algo se le puede pedir a un texto sobre correcciones idiomáticas es que este mismo se encuentre
bien escrito. Todos sabemos que una de las mejores maneras de enseñar algo es a través del
ejemplo. ¿Con qué me encontré, sin embargo? Lo mismo que pasa tantas veces que alguien señala
la paja en ojo ajeno: que no ve el enorme tronco que tiene en el propio. El texto está infestado de
faltas en el uso de mayúsculas: “Colección” (página 3… ¡la segunda palabra de la introducción!),
“Huracán” (p. 14), “Santiaguinos” (p. 14), “Maremoto” (p. 16), “Septiembre” (p. 18) y muchísimas
más; faltas en ortografía acentual: “dónde” (en función de adverbio relativo… ¡en el primer
párrafo de la introducción!), “éste” (acento innecesario, p. 10 y en varias partes más), “sólo”
(ídem, p. 13), etc.; faltas en ortografía literal: “presidensiales” (p. 30); faltas en ortografía puntual:
“[…] se generan, la agresividad y la violencia” (coma entre sujeto y predicado… ¡en la introducción
del libro y reproducida en la contratapa!); e incluso solecismos (nombre técnico de las cabezas de
pescado) como “La Academia señala para esta voz tiene dos estructuras castizas” (p. 12). Y mejor
paro aquí, porque, a pesar de lo entretenido que resulta, hacer este tipo de críticas (“actuar de
profesor Banderas”, como se suele decir) es demasiado fácil y aporta muy poco.

Ustedes dirán, quizás, que armo mucha alharaca ante una obrita inofensiva. Pues yo digo que este
libro está lejos de serlo. En primer lugar, aunque sea cierto que muchos chilenos tienen problemas
para expresarse de la manera socialmente aceptada en situaciones formales de comunicación, lo
que con harta frecuencia los lleva a ser discriminados, obras como Usted no lo diga nos engañan
peligrosamente al hacernos creer que esta es una situación que puede solucionarse rápidamente,
a golpe de “pildoritas” (o semáforos, para estar al día), cuando, si es verdad que tales carencias
existen, ellas son solo un síntoma de problemas mucho más graves en nuestra formación cultural,
que se deben enfrentar con políticas educacionales bien pensadas (Y no, aumentar un par de
horas de castellano a la semana no es una política educacional bien pensada). En segundo lugar,
como lingüista, sé que este tipo de libros contribuye a perpetuar una imagen caricaturesca de las
personas que nos dedicamos a la investigación del lenguaje, un área que enfrenta problemas
mucho más profundos y desafiantes que el de si una palabra está registrada en un diccionario o
no; por ejemplo, ¿cómo funciona ese mecanismo que permite que con solo emitir una serie de
ruidos por la boca podamos expresar todo lo que pensamos y sentimos?, ¿cómo se relacionan
estas expresiones con nuestros pensamientos?, ¿podremos alguna vez lograr que robots y
computadoras se comuniquen como nosotros?, ¿cómo adquieren los niños los idiomas que
hablan?, ¿es igual ese proceso al que ocurre en los adultos que quieren aprender una segunda
lengua? y tantos otros.

Como ya lo hiciera Ambrosio Rabanales en 1984 en estas mismas circunstancias, ante ese
amenazante “¡Usted no lo diga!”, los lingüistas solo podemos responder con indignación: “¡No me
diga!”. [*]
[*] Escribí la versión original de este texto en mi sitio web en mayo de este año, con el recuerdo de
la cara del profesor Banderas, que aparece dibujado en la tapa de su librito, fresco en la memoria.
Este sábado 20 de noviembre falleció Ambrosio Rabanales. Esto es, entonces, un homenaje a su
memoria.

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