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Políticas públicas para la inclusión en Colombia: de la realidad

política a la realidad cultural.

Oscar David Saidiza Docente


Universidad Nacional Abierta y a Distancia

La política pública para la inclusión en Colombia.

Al tratar el tema de las políticas públicas orientadas a la realización de los


ideales sociales de inclusión, nos encontramos con un debate no resulto
que debe ser enunciado para mantener la cautela en el presente estudio.
Para la investigación reciente en torno a las dinámicas de inclusión y
protección de los derechos humanos existe una tendencia a centrar el
énfasis en dos aspectos distintos; algunos advierten que los movimientos
sociales son determinantes en el reconocimiento de los derechos
fundamentales de los individuos; para este sector las luchas sociales
presionan la creación de políticas bien definidas que flexibilizan los marcos
legislativos de tal manera que éstos reconozcan distintos sectores de la
población. Otro enfoque, por el contrario, quiere pasar directamente a la
historia legislativa de los marcos jurídicos internacionales y nacionales
para encontrar allí el centro motor de un proceso progresivo de inclusión
social a través de la normatividad concreta. Este enfoque advierte que los
teóricos del liberalismo y del socialismo han inspirado tanto los
movimientos sociales como la legislación en forma paralela siendo esta
última la que finalmente se convierte en medio real para la objetivación
de ideales filosóficos.

Este debate, entonces, se remite a la causa fundamental de algo que de


cualquier manera se presenta como una realidad cada vez más evidente:
la presencia en el escenario de la sociedad de una reivindicación de la
diversidad de formas prácticas de existencia, es decir, una diversidad
cultural que exige ser reconocida en el contexto de una sociedad
pluralista. Esto exige, ante todo, que dicha sociedad normalice su
comportamiento bajo el presupuesto de esta diferencia en las prácticas
de vida y que, en razón a ello, legisle en torno al asunto. No es suficiente
con el conjunto de enunciados que llaman al reconocimiento de la realidad
multicultural, vengan estos desde la filosofía abstracta pasando por las
políticas públicas, o vengan desde las luchas sociales, sino que se requiere
un conjunto de normas que construyan los espacios efectivos para el
reconocimiento de dicha diversidad. De aquí que la legislación no
simplemente reconozca la realidad al advertir la naturaleza diversa de la
sociedad, sino que se detenga en una serie de orientaciones tanto
positivas como negativas para suministrar los presupuestos reales de una
sociedad diversa.

Hacen falta, entonces, las políticas públicas o los marcos jurídicos


necesarios, que van desde el esfuerzo por garantizar las condiciones
materiales mínimas para que cada ciudadano, sin importar su condición
cultural o física (discapacidad por ejemplo), cuente con las bases
económicas para ejercer sus derechos y participar de una vida digna,
hasta las formas de penalización de las actitudes discriminatorias que se
manifiestan tanto en el lenguaje como en las acciones concretas para
impedir la participación de algún sector específico en las distintas
instancias de la sociedad.

En el caso de este documento no vamos a referirnos al debate sobre la


causa absoluta de esta nueva realidad tanto ideológica como normativa
que ahora impregna los discursos sociales tanto en la política como en la
academia, pasando por el arte y el imaginario común, porque
consideramos que la pregunta por la causa absoluta es el rezago de una
lógica del pensamiento metafísica que ignora la necesaria interacción
sistémica entre las causas que explica los fenómenos dentro de una
lógica científica. Haría falta un estudio que determine esa interacción
entre lucha social, ideología y teoría, y ejercicio del poder, que explique
la génesis procesual del actual contexto social que integra como una de
sus realidades la conciencia explícita de estar viviendo en un mundo social
enfáticamente diverso.

Más allá de los enunciados aislados que se oponen a esta realidad la


conciencia moderna del constructivismo social se convierte en la base
para asumir el proyecto de construir una sociedad incluyente. La
herramienta más efectiva para lograrlo es recurrir a una normatividad
clara y, precisamente en torno a este asunto, se ha avanzado en los
últimos años tanto a nivel internacional como nacional y, como veremos,
en una interrelación entre ambos contextos.

Legislación internacional relacionada con la inclusión.

No es procedente, dentro del actual contexto, referirnos a las


declaraciones universales de los derechos humanos que se remontan
hasta las revoluciones políticas europeas de finales del siglo XVIII y que
atraviesan todo el siglo XIX, y que se conocen también en el contexto
americano. Efectivamente estas revoluciones ponen los cimientos
fundamentales del reconocimiento de los derechos del ser humano,
entendiendo por tal a cualquier ciudadano del Estado, aspecto que se
objetiva en el derecho a la igualdad de los seres humanos. Si bien este
antecedente ha desencadenado el reconocimiento de los derechos
universales, precisamente en este ideal de universalidad radica el cambio
fundamental con las reivindicaciones de los últimos cincuenta años en
torno a los derechos humanos. La universalidad allí proclamada no puede
desconocer las diferentes formas prácticas de vida por medio de las cuales
los seres humanos encausan su vida en diferentes contextos espaciales,
sociales y culturales.
Este cambio fundamental que incide en nuestra realidad presente y que
cambia fundamentalmente el discurso universalizante de los derechos
humanos modernos, debe convertirse en el antecedente inmediato de las
políticas internacionales en torno a la inclusión. El objetivo no es ya
adaptar o asimilar a todos los seres humanos a una categoría abstracta
de ciudadano moderno, sino el de proporcionar las condiciones para el
libre desarrollo de la orientación cultural y la realización humana con
dignidad sin que la forma este prefijada de antemano, es decir, sin una
finalidad ideal universal, sino con un horizonte de posibilidades abierto.

En este sentido la ONU establece, en los objetivos del milenio planteados


desde el año 2000 las condiciones básicas para la realización del ser
humano enfocándose en dos criterios fundamentales: la seguridad
económica que incide en las condiciones básicas para sostener la vida
(alimentación, protección en la etapa infantil, superación de los niveles
considerados de pobreza extrema y pobreza) y, por otro lado, la
educación como medio para alcanzar una inserción real en el conjunto de
la sociedad, con cuya interacción el ser humano se realiza.

Con estos objetivos en el horizonte los objetivos del milenio de la ONU


advierten la necesidad de que para el año 2015 se incluya a todos los
niños en un sistema educativo que garantice la educación gratuita durante
toda la primaria. Posteriores aclaraciones de este asunto han llegado a la
conclusión de la necesidad de que esta educación recurra al reforzamiento
de las tradiciones culturales de los diferentes grupos étnicos, de tal
manera que se refuerce la inclusión social sin sacrificar la diversidad
cultural, es decir, la evidente diferencia en las prácticas de vida que se
articula en el conjunto de la sociedad.

La ONU manifiesta claramente la obligación de los países suscritos de


formular las políticas pertinentes para alcanzar estos objetivos: una
educación incluyente y específica junto a unas disposiciones que
garanticen a cada individuo, sin importar su filiación étnica o ideológica,
las condiciones mínimas para la subsistencia de tal forma que se logre
una vida con dignidad.

Las políticas nacionales para la inclusión.

En Colombia la advertencia social de estas disposiciones tiene un claro


mito fundador en la constitución de 1991. Recordemos una vez más que
desde la perspectiva que privilegia el proceso de las luchas sociales, el
origen se remonta, a la década del 80. Sin embargo, desde una
perspectiva sistémica se debe tener en cuenta una interacción de varias
causas que progresivamente generan la política pública efectiva. Sin duda
la lucha social es una constelación que incide efectivamente en la génesis
de la política pública encarnada en la constitución. Nosotros partimos de
esta génesis en la cual confluyen acciones anteriores que, vistas las cosas
con más cuidado, se remontan a luchas muy antiguas que se pueden
encontrar incluso en idelaes modernos que abanderaron las luchas por la
independencia y, si se quiere, en las luchas que durante la conquista de
américa establecieron las comunidades religiosas encabezadas por Fray
Bartolemé de las Casas por el reconocimiento de los indígenas como hijos
de Dios y, por ende, como seres humanos iguales a los españoles. En fin,
resulta mucho más práctico no perderse en los orígenes, sino partir del
antecedente más inmediato que encarna nuestra realidad, una que, por
supuesto, es el resultado de una larga historia.
La constitución del 91, expresa en puntos específicos el reconocimiento
de los derechos económicos, sociales y culturales, gracias a los cuales se
pretende garantizar unas condiciones mínimas para la realización digna
de la vida. Se entiende que no es suficiente con garantizar la libertad, la
igualdad o la vida, si al mismo tiempo no se garantizan las condiciones
mínimas materiales para el ejercicio pleno de aquellos derechos. El ser
humano aparece ya desde el siglo XIX en Europa y en el siglo XX en
América como un ser que se realiza cuando se integra en el entorno social
al cual pertenece. Esta integración, en la medida en que descansa en
relaciones de interdependencia, se asegura únicamente por medio del
trabajo. Que los ciudadanos de una Nación tengan la posibilidad de
trabajar implica su inclusión en la sociedad. Por esta razón, al garantizar
los derechos para una vida digna, aparece el derecho al trabajo como un
derecho fundamental.

Ahora bien, un ser humano integrado en un entorno social por medio del
trabajo, queda también sujeto a las relaciones simbólicas con esa
sociedad. Poder expresar simbólicamente las singularidades culturales de
la sociedad a la que se pertenece aparece como una nueva condición para
una humanidad plenamente realizada. Los derechos colectivos se refieren
a esta posibilidad de manifestar y practicar las particularidades culturales.
En una sociedad como la colombiana, esto resulta de una importancia
fundamental, pues esta sociedad se caracteriza por la alta diversidad de
las prácticas de vida. Reconocemos, entonces, que Colombia es una
sociedad diversa, con múltiples expresiones culturales, y cada una de
ellas representa la cosmovisión misma de un pueblo de la cual sus
miembros son inseparables.

Estas condiciones de carácter económico, social y cultural, representan


una cara de la moneda del conjunto de políticas públicas para la inclusión.
La otra cara la representan las políticas en torno a una educación de
calidad. Para ello la constitución del 91 reconoce no sólo la necesidad de
garantizar la educación primaria gratuita para todos los menores de la
sociedad, sino además fomentar la educación pública de calidad en los
niveles universitarios.
El asunto de la educación está imbricado con las garantías de los derechos
sociales, económicos y colectivos. En efecto, la necesidad de reconocer la
diversidad cultural pasa por la diversificación de la educación misma. Se
espera que ésta no sea un lugar donde se imparta una forma de educación
hegemónica que estandarice las formas de expresión cultural de la
sociedad, sino que, por el contrario, refuerce las tradiciones locales de tal
manera que se proteja la diversidad cultural del país.

Podemos concluir, entonces, que tanto a nivel internacional como local se


encuentran dados los presupuestos teóricos y normativos a partir de los
cuales se considera que se puede garantizar la inclusión social. Facilitar
la inclusión en la sociedad por medio del trabajo y la expresión cultural,
además de una educación construida para reforzar las tradiciones
culturales, demuestra el reconocimiento y el establecimiento de los
mecanismos para garantizar la inclusión. Ahora bien, hace falta analizar
si este discurso que se articula en políticas públicas es suficiente para
establecer una sociedad verdaderamente incluyente. Debemos cambiar
nuestro foco de atención para analizar ahora la realidad socio-cultural e
identificar si acaso lo que aparece como ideal político establecido en
normas institucionales, es decir, como políticas públicas, puede cambiar
las tradiciones culturales del país construidas sobre jerarquías y
prerrogativas tradicionales que se remontan siglos atrás.

Los ideales de inclusión y la realidad cultural en Colombia.

Mientras las políticas públicas legislan en torno a garantizar el pleno


disfrute de los derechos a partir de una política pública centrada en los
derechos económicos, sociales y culturales, además de una educación
pública que garantice las tradiciones culturales de una sociedad diversa,
otro panorama es el que se hace palpable en una sociedad ligada a sus
tradiciones.

Las raíces culturales de un grupo humano tienen una profundidad


histórica que impide que se las desarraigue de un momento a otro.
Aunque, como hemos visto, desde la constitución del 91 -y ya desde
antes- los sectores sociales que conforman el país han dado un giro hacia
unas actitudes más abiertas con respecto a otras formas y prácticas de
vida, es necesario reconocer que la mayoría de la población colombiana
vive arraigada en viejas prácticas y creencias que impiden el
reconocimiento del otro como un ser con derechos análogos a los propios.

Por esencia todo pensamiento tradicional es excluyente. Debido a que las


ideas sobre la multiculturalidad, la diversidad cultural y la posibilidad de
organizar las prácticas de vida de formas distintas es un conocimiento
reciente, las tradiciones que se remontan antes de este reconocimiento
desconocen los fundamentos de estas afirmaciones. Toda sociedad
tradicional, cuyos valores se remontan a pasados míticos o religiosos,
quizá también a prejuicios raciales y biológicos, se reconoce a sí misma
como una comunidad superior, beneficiada por el espíritu divino o el
espíritu de la naturaleza. Tres ejemplos serán suficientes: entre las
comunidades indígenas sus mitologías los relacionan con un orden
cosmológico inalterable y altamente jerarquizado, en las cuales existe un
lugar bien definido para la mujer y el hombre. Además, los otros seres
humanos que están por fuera del grupo poseen un rango inferior. También
podemos reseñar a las comunidades religiosas, entre las cuales el orden
divino establecido en el origen determina las formas posibles de
comportamiento y de organización social. Estos prejuicios les impiden
concebir, por ejemplo, un tipo de organización familiar distinta a la
tradicionalmente conocida. Como tercer ejemplo podemos advertir que ya
en el siglo XIX y del corazón de sociedades aparentemente modernas
surgieron nuevas formas de exclusión de carácter secular.

La naturaleza, como en otro tiempo dioses o espíritus, había seleccionado


una raza a la que le correspondía dirigir los destinos de otros pueblos
menos desarrollados. Para el fundamento ideológico de estas perspectivas
sirvieron las teorías evolutivas que, más allá de su contribución al
conocimiento positivo del proceso natural, sirvieron también para
proyectar toda una ideología social y cultural.

Colombia posee cada una de estas formas de pensamiento egocéntrico


incapaz de descentrarse de sí mismo para reconocer las otras formas
posibles de vida como dignas de derechos. La población indígena
permanece fijada en unas estructuras inmodificables de orden
cosmológico que les impide aceptar las nuevas reivindicaciones de la
mujer, el monopolio de la fuerza y de la justicia por parte de un Estado
centralizado y moderno o la convivencia entre personas del mismo sexo,
por poner algunos ejemplos. En el caso de las comunidades indígenas
cada una de las formas de vida modernas implica una expresión
desconocida e inaceptable pues contradice un orden espiritual del cosmos.
El indígena no se opone tratando de argumentar su posición, simplemente
le es inconcebible, por ejemplo, una relación de pareja entre dos hombres,
ya que tal relación no puede procrear “¿para qué hacerlo entonces?”. Algo
similar se puede decir de las formas de exclusión que se apoyan en las
religiones monoteístas, sólo que estas, por su tradicional participación del
orden social moderno, tratan de asimilar a sus estructuras mentales la
vida moderna. Aunque existe, para ellos, un orden moral del mundo
definido por dios, su participación en las instancias del Estado moderno
nominalmente laico los obliga a traer a sus argumentaciones razones que
quieren hacer pasar por científicas. Aunque es difícil ocultar que lo que
anima cada uno de sus juicios es su fe, la participación social de la religión
la obliga a entrar en el debate y poner a prueba sus estructuras
tradicionales. En última instancia un registro del dogmatismo religioso
desde el inicio de la modernidad demuestra su progresiva flexibilización
en un conjunto de temas. La religión monoteísta cristiana, propia de la
edad media, no existe. Para convivir en el tiempo junto a los Estados
modernos ha tenido que cambiar. Este cambio es, por ahora, desconocido
para las cosmologías indígenas. Finalmente, las nuevas formas de fe
occidental y moderna que parten de la naturaleza se muestran, con
respecto a las formas religiosas, aún más flexibles y abiertas a corregir
sus observaciones egocéntricas. Esto es natural, pues ellas surgen como
inferencias temerarias a partir del conocimiento científico, que
progresivamente ha regresado a sus auténticos límites, impidiendo así
que se lo extrapole como fundamento de formas de organización social
y cultural. En efecto, el biologismo o cientificismo del siglo XIX ha
desaparecido en gran parte porque se ha descubierto, por parte de la
misma ciencia, la incapacidad de reducir el universo simbólico y espiritual
de la cultura a estructuras biológicas, sean estas la fisiología cerebral, la
genética o el instinto.

Como Colombia participa de cada una de estas formas de dogmatismo, le


es muy difícil sumarse a la marcha de los tiempos que relativiza todo
orden determinado espiritual o biológicamente. Desde Nietzsche se
advierte que lo que ha aparecido en la existencia con el ser humano es,
precisamente, “el animal no fijado”, es decir, una especie capaz de darse
forma por medio de sus capacidades de creación artística. En efecto, el
presupuesto moderno que nos impide permanecer fijados en formas de
vida premodernas, es el del constructivismo. El ser humano sabe ahora,
o debería saber, que el mundo social y cultural que le rodea está mediado
y construido a través de símbolos que surgen del ser humano mismo en
interacción con otros de su misma especie. A través del lenguaje y el
pensamiento el ser humano se construye un entorno cultural que, como
cualquier construcción, es susceptible de cambio. Las formas
premodernas, sean mítico-mágicas o religiosas, no conciben su mundo
socio-cultural como una entidad construida por ellos mismos, sino como
un orden establecido por una instancia superior y, por ende,
inmodificable.

De aquí que la tradición nacional mítico-religiosa le impida al conjunto del


país dar el giro hacia las formas de organización modernas conscientes
del constructivismo y, por ende, capaces de pensar nuevos horizontes
para las formas de vida humana. Lejos de esto, el país camina en una
dirección contraria, esencialmente romántica, que lo impulsa a recuperar
sus tradiciones religiosas e incluso míticas. Por una extraña nostalgia se
cree que todo tiempo pasado fue mejor, y que lo más saludable para el
espíritu y el cuerpo es rescatar las formas premodernas de existencia. Se
olvida que ya no podemos renunciar a la conciencia de un mundo natural
determinado por fuerzas físicas y no animado por dioses, y mucho menos
podemos aceptar la idea de un mundo socio-cultural determinado por una
fuerza superior que escapa a nuestra acción conjunta. La existencia de
una academia que se plantea problemas sociales tiene como presupuesto
una constructividad sobre la cual se puede y se debe intervenir. En última
instancia, el camino de regreso está cerrado para el hombre moderno.

Queda así planteada la dualidad: por un lado, tenemos unas políticas


constitucionales traducidas en política pública para la inclusión, que
parten del reconocimiento de la posibilidad de vivir de formas distintas
pues, en última instancia, el mundo socio-cultural es un mundo construido
que puede adquirir diferentes formas. Este es un conocimiento moderno
y, por ende, las mentadas políticas están apoyadas fundamentalmente en
el ejemplo internacional y en las presiones internas de organizaciones
sociales predominantemente urbanas, con un estilo de vida moderno y
con educación universitaria. Estos antecedentes le han permitido a un
limitado sector de la sociedad comprender la realidad del constructivismo
e incluir constitucionalmente leyes que den cuenta del respeto a las
formas diversas de existencia. Sin embargo, el conjunto del país está bajo
el poder de concepciones animistas arcaicas que no son susceptibles de
aceptar el constructivismo. Ellas son las que dominan en la mayor parte
de la sociedad colombiana y, gracias a ello, logran también apoderarse
del establecimiento manteniendo así las prácticas tradicionales de
exclusión en niveles institucionales. Culturalmente, entonces, Colombia
es un país excluyente por sus profundas tradiciones premodernas.

BIBLIOGRAFÍA

Maquiera, D.(1998). Cultura y derechos humanos de las mujeres. En: Las


Mujeres del Caribe en el umbral del 2000, Pilar Pérez Cantó (ed), Madrid,
Dirección General de la Mujer/Comunidad de Madrid, 1998, pág. 171-203.

krotz, E. (1994)., Alteridad y Pregunta Antropológica. En: Constructores de


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