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XXVII

LA MANO DE DIOS

Al separarse de la señora de Sauve, Enrique le había dicho:


-Acostaos, Carlota. Fingid que estáis gravemente enferma y bajo ningún pretexto recibáis a nadie en todo el
día de mañana.
Carlota obedeció sin comprender el motivo que podía tener el rey para hacerle semejante recomendación.
Gracias a que ya comenzaba a habituarse a sus excentricidades, como diríamos hoy, o a sus fantasías, como se
decía entonces.
Por otra parte, sabía que Enrique guardaba en su corazón secretos que no confiaba a nadie y en su mente
proyectos que temía revelar hasta en sueños, por lo que, segura de que aun sus ideas más extrañas respondían
a un fin, acostumbraba obedecer todas sus indicaciones.
Aquella misma noche se quejó en presencia de Dariole de una gran pesadez de cabeza, acompañada de ma-
reos, pues tales eran los síntomas que Enrique la aconsejara fingir.
Al día siguiente aparentó querer levantarse, pero apenas hubo puesto los pies en el suelo cuando simuló
resentirse de una debilidad general, por lo que hubo de acostarse de nuevo.
Esta indisposición que Enrique había ya anunciado al duque de Alençon llegó a oídos de la reina Catalina
cuando preguntaba en tono indiferente por qué causa no se presentaba, como de costumbre, la señora de
Sauve a la hora de levantarse.
-Está enferma -respondió la señora de Lorena, que se encontraba allí.
-¡Enferma! -repitió Catalina, sin que un solo músculo de su rostro denunciara el interés con que oyó la
contestación-. Será algún capricho de perezosa.
-No, señora -dijo la princesa-, parece que siente un violento dolor de cabeza y una debilidad que le impide
andar.
Catalina no respondió; pero, para ocultar su júbilo, sin duda, se volvió hacia la ventana, por donde preci-
samente vio a Enrique que atravesaba el patio después de su diálogo con el señor De Mouy.
Se levantó para observarle mejor e, impulsada por esa conciencia que se agita constantemente en el fondo
del corazón de los criminales más feroces, preguntó al capitán de su guardia:
-¿No os parece que mi hijo Enrique está más pálido esta mañana que de costumbre?
Nada más falso; Enrique se hallaba muy preocupado, pero gozaba de perfecta salud.
Poco a poco se fueron retirando las personas que asistían habitualmente al despertar de la reina; quedaron
tres o cuatro de las más íntimas. Catalina, impaciente, las despidió, pretextando que deseaba estar sola.
Cuando salió el último cortesano, la reina cerró la puerta, y, yendo hasta un armario secreto disimulado en
una de las paredes de su alcoba, hizo correr la puerta por una ranura. del zócalo y sacó un libro cuyas gastadas
hojas revelaban su use frecuente.
Puso el libro sobre una mesa, lo abrió por donde estaba la señal y poniéndose de codos:
-Eso es -murmuró mientras leía-, dolor de cabeza, debilidad general, ardor en los ojos a hinchazón del
paladar. Aún no me han anunciado más que dolor de cabeza y debilidad... los otros síntomas no se harán
esperar.
Y continuó:
-Luego, la inflamación llega a la garganta, se extiende hasta el estómago, envuelve el corazón en un círculo
de fuego y hace estallar el cerebro como al contacto de un rayo.
Releyó el párrafo en voz baja y después continuó a media voz:
-La fiebre dura seis horas, la inflamación general doce, la gangrena otras doce, la agonía seis; en total,
treinta y seis horas. Supongamos ahora que la absorción sea más lenta y en lugar de treinta y seis horas serán
cuarenta y ocho; ¡sí, cuarenta y ocho horas serán suficientes! Pero ¿cómo es que Enrique está todavía en pie?
Cierto que él es hombre y hombre de constitución robusta, que quizás haya bebido después de haberla besado
y se habrá secado los labios después de beber.
Catalina esperó la hora de la comida con impaciencia. Enrique se sentaba todos los días a la mesa del rey.
Al llegar se quejó también de mareos, no probó bocado y se retiró en seguida, diciendo que como no había
dormido la noche anterior, deseaba descansar.
La reina madre escuchó cómo se alejaban las pisadas vacilantes de Enrique y ordenó que le siguieran. Le
informaron que el rey de Navarra se había dirigido al departamento de la señora de Sauve.
«Enrique-se dijo-va a encontrar esta noche a su lado el desenlace de un plan que una funesta casualidad ha
dejado incompleto.»
El rey de Navarra había ido en efecto a ver a la señora de Sauve, pero sólo para recomendarle que siguiera
representando su papel.
Al día siguiente, Enrique no salió de su habitación durante toda la mañana y no asistió a la mesa del rey. Se
decía que la señora de Sauve iba de mal en peor y el rumor de la enfermedad de Enrique, difundido por la
misma Catalina, circulaba como uno de esos hechos cuya causa se ignora, pero que están en la atmósfera.
Catalina no cabía en sí de gozo; desde la mañana del día anterior había alejado de la corte a Ambrosio Paré,
ordenándole que fuera a curar a uno de sus criados favoritos enfermo en Saint-Germain.
Era preciso, por lo tanto, para atender a la señora de Sauve y a Enrique, acudir a un hombre de confianza de
la reina, el cual diría únicamente lo que ella quisiera. Si contra todas las probabilidades algún otro médico in-
tervenía y alarmaba a la corte con alguna declaración de envenenamiento, como ya había sucedido otras
veces, Catalina contaba para disuadir a la opinión con el rumor referente a los celos de Margarita por los
amoríos de su esposo. Se recordará que, aprovechando cualquier ocasión, había tratado siempre de recalcar
estos celos y especialmente durante la peregrinación al cementerio de los Inocentes, donde preguntó a su hija
en presencia de varias personas:
-¿Estáis muy celosa, Margarita?
Esperaba, pues, con tranquilo semblante que la puerta se abriera dando paso a un criado que, pálido y
sofocado, gritara: «¡Su Majestad, el rey de Navarra se muere y la señora de Sauve ha muerto!»
Dieron las cuatro de la tarde. Catalina estaba terminando de merendar ante la j aula donde tenía unos cuan-
tos pájaros raros a los que repartía bizcochos, dándoselos a comer en su propia mano.
Aunque su rostro estuviera tan tranquilo y sereno como siempre, su corazón latía violentamente al menor
ruido.
De pronto se abrió la puerta.
-Señora-dijo el capitán de la guardia-, el rey de Navarra está...
-¿Enfermo? -interrumpió rápidamente Catalina. -No, señora, gracias a Dios, Su Majestad goza de perfecta
salud.
-¿Qué queríais decir entonces?
-Que el rey de Navarra está aquí.
-¿Qué me quiere?
-Trae a Vuestra Majestad un monito de la más rara especie.
En aquel momento entró Enrique con una canasta en la mano y acariciando a un tití que estaba acostado en
ella.
Enrique sonreía al entrar y parecía abstraído por completo en la contemplación del encantador animalito.
Pero, por mucho que lo pareciese no dejó de lanzar aquella ojeada que le bastaba en los momentos más difí-
ciles. Catalina estaba muy pálida y su palidez aumentaba a medida que al acercarse su yerno vio iluminadas
sus mejillas por un rubor saludable. La reina madre quedó desconcertada al verle.
Aceptó maquinalmente el obsequio de Enrique, se turbó, le felicitó por su buen aspecto y añadió:
-Estoy tanto más contenta de encontraros tan bien, hijo mío, cuanto que había oído decir que estabais enfer-
mo y, si no recuerdo mal, os quejasteis en mi presencia de cierto malestar; pero ahora comprendo -agregó
intentando sonreír- que se trataba sólo de un pretexto para estar libre.
-He estado muy enfermo, en efecto, señora-respondió Enrique-, pero poseo un específico usado en mis
montañas y que heredé de mi madre que me ha curado.
-¡Ah! Me daréis la receta, ¿no es cierto, Enrique? -dijo Catalina sonriendo de verdad esta vez, pero con una
ironía que no pudo disimular.
-Algún contraveneno -murmuró-, ya tomaremos nuestras medidas para remediar esto. Sin duda, al ver
enferma a la señora de Sauve, habrá sospechado. Verdaderamente parece que la mano de Dios protege a este
hombre.
Catalina esperó con impaciencia la noche; la señora de Sauve no apareció. Mientras jugaba a las cartas, pi-
dió noticias suyas y le dijeron que cada vez estaba peor. Pasó inquieta toda la velada y todos se preguntaban
con ansiedad cuáles serían los pensamientos que agitaban aquel rostro de ordinario tan impasible.
Cuando se quedó sola con sus camareras, se hizo desvestir y acostar, y cuando todo el mundo estuvo
acostado en el Louvre, se levantó, cubrióse con una bata negra, cogió una vela, buscó entre todas sus llaves la
que correspondía a la habitación de la señora de Sauve y subió al departamento de su dama de honor. Catalina
abrió la puerta con precaución, atravesó la antecámara, entró en el salón, puso la vela encima de un mueble,
puesto que una lamparilla ardía junto a la enferma, y como una sombra se deslizó en la alcoba.
Dariole, tumbada en un butacón, dormía al lado de su ama.
El lecho de la señora de Sauve estaba completamente tapado por las cortinas.
La respiración de la joven era tan leve que por un instante Catalina creyó que ya no respiraba.
Por fin oyó un ligero suspiro, y con maligna alegría fue a levantar la cortina para comprobar personalmente
los efectos del terrible veneno, estremeciéndose por adelantado del aspecto de aquella lividez mortal o de
aquella encendida fiebre devoradora que esperaba encontrar; pero en lugar de todo esto halló, tranquila, los
ojos dulcemente cerrados por sus blancos párpados, la boca sonrosada y entreabierta, la mejilla apoyada con
blandura sobre uno de sus brazos graciosamente curvado, mientras el otro, terso y cual si fuera de nácar, se
extendía sobre el damasco carmesí, que le servía de colcha, a la hermosa joven durmiendo casi risueña, sin
duda porque algún sueño encantador dibujaba en sus labios una sonrisa y en sus mejillas el rubor de un
bienestar por nada turbado. Catalina no pudo reprimir un grito de sorpresa que despertó momentáneamente a
Dariole. La reina madre se escondió tras las cortinas del lecho.
La doncella abrió los ojos, pero abrumada de fatiga, sin tratar siquiera de buscar en su entorpecido cerebro
la causa de su desvelo, dejó caer sus pesados párpados y volvióse a quedar dormida.
Catalina salió entonces de su escondite y, echando una ojeada por la habitación, vio sobre una mesita una
botella de vino de España, frutas, pastas azucaradas y dos copas. Enrique debía de haber estado cenando con
la baronesa, que gozaba de tan buena salud como él.
Dirigiéndose en seguida al tocador, Catalina cogió la cajita de plata, que estaba casi vacía. Era exactamente
la misma o, al menos, idéntica a la que enviara a Carlota. Cogió con la punta de un alfiler de oro una partícula
de carmín del tamaño de una perla y al volver a su aposento se la ofreció al mono que aquella misma tarde le
había regalado Enrique. El animal, atraído por el perfume, la devoró ávidamente y, enroscándose en su cesta,
se quedó dormido. La reina esperó un cuarto de hora.
-Con la mitad de lo que éste acaba de tragarse -dijo Catalina-, mi perro Brutus murió hinchado en un
minuto. Se han burlado de mí. ¿Será Renato? ¿Renato? ¡Imposible! ¿Habrá sido entonces Enrique? ¡Oh,
fatalidad! Es claro; si ha de reinar no puede morir. Pero quizá donde el veneno falla, no fracase el acero.
Y Catalina se acostó meditando un nuevo plan que, sin duda, estuvo terminado al día siguiente, puesto que
al levantarse llamó al capitán de su guardia y le entregó una carta ordenándole que la llevase rápidamente a su
destinatario, a quien debería entregarla en propia mano.
La carta iba dirigida al señor de Louviers de Maurevel, capitán de petarderos del rey, calle de los Cerezos,
cerca del Arsenal.

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