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©Hola Mamacita

“Realmente nosotros no sabemos cómo se hace un


cuento en el sentido total de ese difícil saber. Podemos,
sí, contar nuestras experiencias personales, pero no
creemos que en sí mismas constituyan una regla ni
mucho menos”.
Ornelio Jorge Cardoso
Carta editorial

Dice Guillermo Samperio que “El cuento es un relato breve que remueve a profundidad el
espíritu del lector, dejándole una marca indeleble y perdurable en su existencia”, y con esto
quisimos hacer este segundo número de El Guardatextos: dedicarlo al cuento, con textos
cortos y con una fuerza necesaria para englobar todo el trabajo de una generación, aquella que,
como he dicho en otras ocasiones, aún está en pañales, pero que poco a poco va tomando la
característica de una literatura en crecimiento. Esto y más se pensó para este edición.
Para su realización invitamos al colectivo Hola Mamacita, camaradas en esto que
llamamos el arte, para ilustrar este número; nuestros lectores más asiduos conocerán ya el
trabajo de estos chicos, ya que también se le brindó un espacio importante en el número uno,
el que dedicamos a la poesía. Se les agradece de antemano siempre el apoyo que han brindado
a nuestro fanzine y blog literario, gente como ellos merece la atención de todos los que, en el
presente y el futuro, nos están leyendo.
1 El Guardatextos sigue creciendo. Esta vez se abrió una convocatoria, la cual tuvo una
buena aceptación, y esta vez fue Alberto Avendaño, otro gran amigo de las letras, el que dedicó
un tiempo de su vida a la lectura de todos los cuentos recibidos, y mediante su criterio
seleccionamos los que eran los mejores trabajados; si hay algo que criticar respecto a los
cuentos no lo culpen a él, sino a mí. En serio. Un agradecimiento enorme por el apoyo desde
siempre, Avendaño. Otro agradecimiento a Diana Trejo, por su conocimiento en el arte
fanzinezco.
Quisiera agradecer, claro está, a nuestro lectores. Sin ustedes nuestras locuras no
podrían realizarse, sin ustedes jamás tendríamos la motivación de seguir adelante pese a los
problemas que conlleva hacer un trabajos de estos. Un gran abrazo a todos. Que viva la
literatura.

Ezequiel Carlos Campos.


Director de El Guardatextos
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©Hola Mamacita
LA CAMA GRANDE
Ángel Soto (Zacatecas, Zac.)

En casa somos cinco: mi mamá, Gabriel, María José, güelita y yo. Vivimos con ella porque de
su casa nos queda cerca todo y porque así el pendiente que fue Gabriel desde que nació, con
esa maña de no alternar en su sollozo para agarrar aire y continuar, se solventa con su sombra
y aquel extraño rito con que una vez le regresó la paz. Así que cada vez que a Gabriel se le va
el aire y las lágrimas a la garganta, toma un huevo y lo recorre de pies a cabeza, y creo que
también murmura algo mientras hace aquello, pero no sabría decir qué: yo sólo alcanzo a notar
el movimiento de sus labios, porque antes de poder acercarme de manera que logre oír las
palabras de güelita, mi mamá me dice no interrumpas, vete a tu cuarto, dile a Marijó que te
ayude con la tarea. Entonces yo me tengo que ir, y me voy mortificado, no tanto por no haber
oído el hechizo que güelita recita, sino porque me da miedo que de tanto hacerlo, un día
cualquiera, sus labios se acaben. Y yo me quedaría desamparado si eso pasara. Los besos de
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güelita son como una extensión de su sombra, un artificio que nos confiere la paz de su
inmediato amparo. Por eso todos, incluso mi mamá, antes de salir a vérnoslas con los días, nos
acercamos por las mañanas a la cama de güelita, le tomamos la mano para que nuestro calor
la despierte y, aún con los ojos cerrados, haciendo un levísimo movimiento de cabeza, pide así
que nos inclinemos un poco hacia ella para asignarnos el beso del alba. De esta manera uno
se siente más capaz de abandonarse a la vida y, cuando sentimos que aquel beso se está
debilitando, ya apagándose como su veladora frente a San Judas Tadeo, que suelta un último
parpadeo, estamos de regreso en casa, donde nos espera sentada a la mesa, y se apresura a
apagar el cigarrillo apachurrándolo en su lengua y luego tira la colilla, y luego la esconde debajo
de su pie como en plan de ocultarnos los vicios. Pero nosotros sabemos que ella fuma. Lo
sabemos porque el humo de cigarro no congenia con los vapores de la cocina, quedando fuera
de esa mezcla de olores; cilantro, pollo, cebolla, a veces arroz, con frecuencia frijoles de olla.
Aunque lo sepamos, le seguimos el juego: nos hacemos tontos para que güelita sea feliz, para
que piense que su engaño resulta y siga con él todos los días, además porque me gusta cuando
la sorprende el ruido de la puerta que se abre, pero, todavía más, la prisa que la posee para
manotear el aire y sacar por la ventana cualquier olor que levante sospechas, entonces nos
pregunta que qué tal nuestro día, que qué hicimos o que si ya tenemos hambre, y, sin que
ninguno le pida que renueve su protección, pues sabemos que no es necesario el sortilegio
mientras estemos en casa, nos lo vuelve a dar, en la frente y como con miedo, de esto estoy
seguro, ya que cuando vamos para el cuarto a hacer lo que sea mientras esperamos que esté la
comida, antes de entrar volteo a la cocina y miro la mirada de güelita, con ese miedo del que
hablo, pero también con un temblor de su pupila que me hace acordar, por pura relación, de
la veladora que se consume en su cuarto, por eso de que es débil. Güelita jamás me ha parecido
débil. Uno la mira en su cama, en esa cama grande llena de ausencias, como si fuera su trono,
y al lado, en cada buró, una estatuilla de esos hombres beatificados o de esas vírgenes
grandiosas que dan la vida a los dioses de carne y exhortación, dice. Güelita es una vieja amiga
de los santos. Una mujer de tales influencias es asistida, y me consta, por fuerzas sobrenaturales
que rebasan mi entendimiento. No hay palabras para esto. Ellos son quienes guardan su sueño
y a quienes confía el principio del nuevo día. Algo de miedo me da aquello, porque el día que
güelita nos falte, no lo dudo, esas sacras amistades ya no tendrán motivos para visitar a la
familia. Eso me da miedo. Porque nosotros no estamos acostumbrados a tratar con ellos, salvo
4 Marijó, que ya algo entiende de plantas y rosarios. Güelita le enseñó desde muy chica a
santiguarse y preocuparse por nosotros. Además se le da tan bien eso de ampararse sola que
a veces pienso que tiene las mismas facultades que ella, lo que me alivia mucho desde que se
le olvida darnos la bendición, desde que se conforma con desearnos buenos días, y es que de
uno para otro comenzó a portarse extraño. Arrastrando los pies como si de repente todo el
cuerpo le pesara. A veces mirando a ningún lado, otras suspirando. Por eso Marijó, por las
tardes, me lleva a la parroquia y me pide que la ayude a rezar. Pregunto que para qué y me
dice para que abuelita se sienta mejor, Samuel, y obedezco, peo no sé si lo hago bien, ni
siquiera si Marijó lo hacía bien, porque al final no pudimos lograr nada. Mamá dice con el
tiempo las personas se cansan, hijo. Y me explicó que había un tipo de sueño y, es más, un
sueño hecho a la medida de nuestros deseos, que al fin y al cabo todos tendríamos en el
momento en que ese cansancio nos ganara. Sólo después supe que uno ya se no podía
despertar de aquello, y cuando güelita cedió a él, por varios días no quise dormir. En parte
porque la extrañaba; en parte porque me daba miedo ya no despertar. Y menos en la tierra,
como güelita, que por tantos años vivió cuidándonos desde su cama. Mamá dijo que me
enfermé de tristeza, pero sólo Marijó entendió que de lo que me debía curar era del miedo.
Lo hizo con un ramillete de hierbas y el largo murmullo de su hechizo. Fue la primera vez que
lo escuché completo y también la primera, de la que tengo memoria, que lo usaron para
quitarme un susto. Creo que le resulta de tan buenos efectos como a güelita con Gabriel. Le
enseñó bien los remedios de la palabra y las bondades misteriosas de todas las plantas de su
jardín: una herencia inacabable que retoña y vive hasta en su propio entendimiento. Tal vez,
con el tiempo, Marijó pueda ocupar la cama grande. Y aunque su mirada tiene el mismo fuego
que la de güelita, en ella es tan nuevo como el de las veladoras que encendió anoche.




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Secretos
Rafael Santos (Tijuana, Baja California)

En la plaza pública un adolescente que embarazó a su novia de secundaria le corta el paso a


un oficinista que no quiere que su esposa se entere que perdió el empleo hace un mes, en la
huida de un oficial que espera arrestarlo con los cargos de un dealer del que recibe sobornos.
La pareja de treintaytantos que se son infieles como si fuera un deporte se alejan de la
persecución, destanteando el paso del anciano que hace mucho tiempo amó en secreto a uno
de sus compañeros de la secundaria y hasta hoy en día no ha podido olvidar. El cual es
atropellado por un taxista que abusa de clientas ebrias al regresar de fiestas los sábados, y que
ya está dando reversa para huir, llamando la atención de la gente amontonada en los puestos
de comida callejera con permisos chuecos, el de esquites y verdura cocida atendido por un
hombre que se masturba pensando en su sobrina de 15 años, el churrero que le hubiese
gustado estudiar una carrera de danza escénica en vez de freír pedazos de masa con manteca
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como lo hizo su padre y el padre de su padre, el señor de los dogos que lleva meses vendiendo
carne echada a perder y el chavo de las crepas que le roba dinero a su mamá para comprar
cigarros sueltos después de la secundaria. La atención del payasito de crucero chingándose un
biónico y que mató a un vagabundo el junio pasado después de una borrachera, la maestra de
primaria comiendo una verdura hervida que muy en el fondo desearía que un alumno cortara
cartucho en clase y se la llevara la chingada, el herrero que sabe de la aventura de su esposa
con su mejor amigo pero que no sabe que sentir, el pintor que ha visto tal vez demasiadas veces
a otros hombres cogerse a su novia, el jugador de futbol de segunda liga que tuvo que darle
una mamada al dueño del equipo para poder jugar su primer partido, la ama de casa que
espera ver al instructor de zumba de la que está perdidamente enamorada, los dos albañiles
que cogen sin amor cuando les toca velar la obra juntos, la arquitecta de 24 años que tuvo que
vender sus calzones en internet para poder pagarse la carrera, a uno de los pervertidos
anónimos que le compró a la estudiante de arquitectura calzones sucios que sostiene la mano
de su esposa, que le esconde a su madre que uno de sus hermanos se suicidó hace unos años
para no alterarla en sus últimos días. El médico en su día de asueto que quería ser panadero.
El estudiante de letras que se arrepiente de haber estudiado letras. El sicario sinaloense dado
por muerto que intenta detener al taxista de que se pele de la escena y que los fines de semana
se viste de hombre araña para llevarles globos a los niños al hospital de cancerología. Y de
nuevo el policía que ahora ve al taxista como su posible chivo expiatorio para los cargos de un
dealer que le roba a su patrón esperando nunca se entere, ya que el adolescente que robó unas
pastillas que leyó servirían para abortar un embarazo de la farmacia frente a la plaza pública
logró escapar.

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EN EL OCASO…
Arturo Aguilar Hernández (Zacatecas, Zac.)

Estaba recostado en su cama con su teléfono. Tocaron la puerta y al abrirla estuvo a nada de
echarse para atrás de miedo. Era su hermano menor ensangrentado. Llorando. Temblaba y
llevaba sosteniendo en su pecho una cobijita teñida de sangre.
−¡Ayúdame! −pronunció luego de poder articular sus músculos bucales.
−¿En qué madres quieres ayuda?
−Te cuento en el camino. Me urge que tomes la camioneta...
Instintivamente salió despavorido. Bajaron las escaleras y en la cochera despegaron la
jeep sin espejear ni prender direccionales o preventivas.
−Ahora sí dime qué madres pasa −exigió−. ¿Qué traes en esa cobija?
Su hermano, llorando y apretando con ternura el bulto, destapó la cara destrozada y
llena de sangre con aberturas en todos lados y pupilas dilatadas que veían la nada de un perro.
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Callejero, desnutrido, sucio, destrozado a mordidas, lleno de sangre y con trozos de pellejo
colgándole.
−¡Pero qué mierdas!
−Es una perrita callejera −dijo con la voz entrecortada− y se me está muriendo −apretó
con fuerza y dulzura al animal−. Unos hijos de su puta madre la pelearon. Pinches culeros,
pero se la pelaron si creyeron que me iba a rajar.
Héctor, de reojo, pudo darse cuenta, ya que no lo había hecho antes, de que su
hermano traía el rostro golpeado. Que peleara no le sorprendió, su jerga colorida sí.
−Veo muy difícil que ese animal sobrev…
−¡Cállate! −tajó inmediatamente− Sobrevivirá y no sólo eso… no volverá a sufrir.
−Por favor, piensa: es domingo, noche…
−¡Chingao, hermano! ¿Eso aprendiste en la universidad? ¿Puro pesimismo?
−preguntó asertivo− No me creas pendejo: llamé a un amigo veterinario.
Aunque no creía que ese animalito sobreviviera fue guiado por su hermano hasta una
casa grande de dos pisos decorada y pulcra pintada de amarillo con un hermoso patio frontal
verde. Martín colocó al perro, que latía con lentitud, en el asiento trasero. Asustado, friolento,
llorando y agitado salió a pulsar el timbre de aquel gran portón blanco.
Ávido, veía de vez en vez su reloj y se desesperaba. Sacó sus llaves y con fuerza
comenzó a golpear la puerta. Nada. Taciturno, se devolvió a la camioneta y volteó a la casa
con cierto dejo de rencor.
−¿Y ahora?
−Seguiremos buscando −sentenció Martín con determinación.
Héctor creía que lo mejor para acabar el sufrimiento de todos esa noche era que la
perra muriera en los brazos de Martín. Pensaba que no habría muerte más hermosa: dentro
del cariño de un humano para redimir a sus compatriotas regionales que eran incapaces de
demostrar la más mínima pizca de humanidad. Recordó una vez que pasaba por el banco
frente al auditorio municipal y vio que estaban unos empleados sobre la acera fumando cuando
un perro callejero, peluchento y huesudo ladró a un hombre que pasaba. Salvajemente lo
corrieron a patadas y objetos lanzados. La gente que vio se molestó y palabreó recio con ellos,
pero uno les dijo a las personas una verdad que no podía negarse: que en vez de molestarse
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distinto.
Iban por las calles toscas y maltrechas a cada veterinaria. Nada. Martín lloraba
amargamente abrazando con fuerza al animal. Lentamente Héctor comenzó a sentir verdadero
aprecio por su hermano, su lucha y el animal que agonizaba. Por su valentía y magnanimidad.
Dos surcos de agua bajaron de su ojo hasta sus mejillas. Se secó las lágrimas y aceleró la
camioneta diciéndole que irían a Zacatecas a buscar un veterinario. El hermano le expuso que
no contaba con mucho dinero y el hermano mayor, sonriendo, le dijo que no se preocupara,
que él tenía ahorros. De repente un gritó rompió el silencio…
−Aquí hay otra veterinaria −dijo con la faz iluminada−. ¡Y está abierta!
−Deja me estaciono.
A gran velocidad se aparcó entre un hueco que hacían dos tráileres. Héctor sintió
verdadera dicha. Ésta alcanzó el paroxismo cuando vio cómo su hermano abrazó y besó al
animal susurrándole que ya todo estaría bien. Estacionados, tomó con fuerza al perro, lo
abrazó y bajó a toda velocidad. A los pocos segundos se escuchó terriblemente el frenar de un
auto. Héctor se volvió sólo para ver cómo su hermano era arrollado junto con la que iba a ser
su próxima mascota. Bajó de inmediato, rogando a dios que estuviera bien. La escena era
aterradora: sangre por todos lados y el cadáver de su hermano con un animal muerto antes del
golpe en los brazos.

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El sereno
Diana Isis (Zacatecas, Zac.)

Perderte, escuchar el silencio. No, un graznar. Alas negras alzando el vuelo. Convulsiones, frío
helando, calor ardiendo. Brujas, brujas, la vieja las espantaba. Fuego y atardecer, blasfemar y
escupir en las tumbas. Dejarte, sí, porque hiela de noche y se apagan las estrellas. Luna llena,
tobillos que duelen, almas cansadas, en pena. Como la pena de abandonarte, escupirte, de no
necesitarte más.
¿Escuchas ahora? Se perdieron, se los comió la bruja y se los tragó la tierra. Secándose
y pudriéndose. ¿Recuerdas? El fuego fatuo bajando por la montaña. El sereno siendo cruel y
calando hondo en los huesos. No preguntaron más por ti, nadie te extrañó, ni te necesitaron.
Como yo, al menos.
Volver la mirada, ver el sol nacer. Igual que aquél parto. Gritos. Nunca cerraste la boca,
los cuervos tampoco. El dolor que no cesa. Heridas que no cicatrizan. Nunca pactamos con la
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bruja. De todos modos no volverías. Me odié sin piedad.
Maldije la tierra. Y los hombres de paja vociferaron desprecio ¿Aún piensas en eso?
Clamaba el despertar de las sombras. La montaña nos llamó. Las brujas murmuraban. Una
alerta imperceptible de peligro. No hubo cuervos ese día... Sangre. Impotencia. Cansancio.
Tomar tu cuello. Forcejeo y despedidas. Juró que me odié sin piedad.
¿Recuerdas? Que nos decían que no fuéramos. Pero tú corrías. Tan vivo como el sol.
Te seguí. Sin remordimiento. No seguir a las brujas. No entrar en su trampa. Estar alerta de
los hombres de paja. Que te miran y te apresan. No había cuervos ese día. No crujían las ramas
de los setos. Nos salimos del camino. Grité que volvieras.
Y volviste. No eras el mismo. Ojos sin luz. Quijada rota. Sin rojo aún. Me asusté.
Porque ahora sí alzaron los cuervos el vuelo. Perecía el sereno. Entonces me hablaron. Los
que ahuyentan a las aves y no las dejan volver. Y lo supe. Debí pactar con la bruja. Pero me
resistí. Te desee como antes. Por eso no tuve de otra.
Y no sé si el diablo me lo perdonó. Porque aquí abajo sólo calan los huesos. Y ya nadie
huye del sereno.

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©Hola Mamacita
Avenida
Mateo Peraza Villamil (Mérida, Yucatán)

Antes disfrutaba sentarme de cara al sol para ver la avenida. Contaba los autos o saludaba a los
niños que surgían aburridos en los asientos traseros. Me gustaba que la tarde cayera en el
horizonte, y la luz redujera su intensidad poco a poco, hasta dar paso al color apagado de las
estrellas y el sonido crujiente de los bichos. Pero ya no salgo porque ha muerto mi abuela
Elena: la única que hablaba sobre la importancia de que un muchacho de mi edad tuviera
contacto con el mundo. Y ahora que no está, que como hormigas hemos transportado la caja
con su cuerpo hasta el nicho donde la devoran los gusanos, nadie se preocupa porque yo tenga
contacto con el mundo. Aquí, en realidad, sólo permanece mi abuelo Juan, incapaz de
levantarse de la hamaca y acosado diariamente por moscas gordas como frijoles. Mi tío José
Luis, que apenas viene, y que cuando viene sólo entra rápido para esconderse de quienes lo
persiguen. Sube corriendo al techo de zinc y se queda tumbado, muy quieto, esperando cese
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el ruido, a que las camionetas, que avanzan por la calles levantando polvo, se vayan, y
desaparezcan los hombres que miran el monte en busca de sus movimientos. Igual se ha ido
la tía Gladys, una mujer buena, que se preocupaba porque yo estuviera limpio. Tallaba mi
cuerpo con mucha alegría y a veces se llevaba una parte de mí a la boca. Qué sabroso eres
Mauricio, me decía con la boca llena, y yo sentía espasmos en el vientre, un golpe o un jalón
en los vellos de la nunca, esas sensaciones que me hicieron valorar mucho a la tía Gladys al
punto de acostarme a su lado en la hamaca y suplicarle que colocara sus manos diminutas y
cálidas sobre mis mejillas frías. Junto con la abuela, ella nunca olvidó ponerme una silla en la
entrada para que mirara la avenida. Las avenidas, explicaba la abuela, son las venas de la
ciudad, y por eso se mueven, porque si no se movieran la ciudad estaría muerta. En ocasiones
era buena y decía frases como esas la abuela Elena. Pero otras veces sus ojos enrojecían y
confesaba a gritos que yo era lo peor que le pasó en la vida. De cualquier modo, cuando el
abuelo Juan quedó inmóvil al caerse de un tejabán, la abuela perdonó mis errores, y también
comenzó a preocuparse por mi limpieza. Me dirigía a la zona trasera de la casa, a la par de las
gallinas, para tallarme con furia la piel. O para llevarse un poco de mí a la boca y pedir que yo
me llevase un poco de ella a la mía. Nunca me negué porque amaba a mi abuela y no me
importaba lo mal que supieran sus pellejos con tal de provocar una sonrisa en su rostro amargo.
Ahora, en cambio, nadie es feliz. Me siento y observo, tras nuestra barda de piedras rotas, los
cambios en la avenida. A lo largo de estos años los coches aumentaron, y enfrente han
construido casas inmensas, casas junto a las cuales la nuestra parece el agujero de una rata. Los
niños ya no me saludan porque no pueden verme. Solamente me hacen caso los albañiles.
Desde las alturas me arrojan piedras o restos de sacos de cemento.

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©Hola Mamacita
CHISTE LOCAL
Joselo G. Ramos (Zacatecas, Zac.)

Quien me ha traído desde hace cuatro meses como aplastado en el suelo, volvió la noche de
antier. Y podría iniciar con la primera mirada o el recuento de minutos que tardé en hablarle,
pero no deseo aburrirte, además esta historia no vale la pena… No, ya déjalo, no vale la pena,
da vergüenza, dije. Si gustas me limpio la imagen que me dio esta parte con otra que traigo por
aquí, chécate, dijo Bantoin y leyó: Me entró el pensamiento de siempre: por qué no olvidar al
perro ahí, amarrado en el árbol; no sé, pero me sentía capaz de hacerlo ese día. Gracias por el
agua, señor… Ya, ya lo reconozco, ¿ya no vive ése aquí? Un amigo me presumía porque le dio
clases. Pues, desde que ganó tal premio se quedó en España, tus compatriotas ya no lo bajan
de burgués y malinchista, dijo Bantoin. “Tus compatriotas”, eres igual de mexicano que yo, no
me vengas con eso ahora. No me hago el muy acá, pero acepta que no soy de aquí. Acabas de
19 decir “Malinchista”. ¿Y eso?, dijo Bantoin. Es algo muy mexicano, la tienes todita adentro, la
lengua… el idioma. Moi, le polyglope. Es que ya tienes nuestras palabras; ¿te acuerdas de la
santurrona que te tiraste en Colima? ¿La que nunca nos dijo cómo le decía vulgarmente al
pene, y hasta se ofendió?, dijo Bantoin. Sí, luego dedujiste que le decía “verga”, porque cuando
se la metiste te dijo: “Ay, la tienes bien rica”. Sí, de hecho, dijo: “la tienes”, y no: “lo tienes”,
qué pendeja, el artículo.
Que no se me permita observar pasar mi vida / sin acariciar las suavidades y las
asperezas, / sólo el cristal de un ferrocarril que está vacío. / Quiero ser con mis manos… Ella
anduvo con uno de mis tíos, dije. Que te lo crea tu puta madre. Andas muy ofensivo. ¿No que
traigo la lengua del mexicano bien adentro? Ahora se aguanta. Bueno, siempre y cuando ya
no salgas con tu francesito; ¿y ella?, pregunté. Nada más leída por hombres, las viejas la
detestan, y eso que es feminista. Pinches, ellas solas se comen, en fin, ya acaba el poema. No,
ya no, si tanta curiosidad te da, termina con “veladoras”. ¿Y el güey éste, el de… el de Doroteo?
Se me olvidan los nombres. Se murió el año pasado, le dejó su biblioteca a una de sus hijas no
reconocidas, te regala sus libros por un kilo de arroz, dijo Bantoin. Pobre. Al fin y al cabo,
todos sus hijos, los reconocidos y los que no, viven de sus libros, unos cobran regalías, otros
los cambian por comida. Bueno, ¿y el otro poeta? Este, Reyes. Hasta que te acuerdas de un
nombre; pues no sé, creo que acaba de publicar uno nuevo. ¿García Rodríguez? Le pasó lo
que a Rulfo, nada más publicó un libro como de cuarenta páginas y ya lo tienen aquí como a
López Velarde. ¿Aragón? Ese está entretenido, dije. A mí me caga cómo escribe, lo bueno de
sus cuentos son las adaptaciones al cine.
Creo que juntarnos no sirvió de mucho, ni revisamos mi texto, tú trajiste uno en francés
y no le entiendo nada, sólo estamos nosotros dos, a los que invitamos prefirieron irse a tomar.
Para la otra lo revisamos, no llores, si falto lo corriges tú solo, dijo Bantoin. Bueno, ojalá que
con el tiempo se vaya acercando más gente. Mejor hay que dedicarnos a otra cosa, por cierto,
tú pagas hoy. Francés y pobre. Ahora sí soy francés, imbécil. Como sea, ya vámonos. ¿Por qué
le habrán puesto así a este lugar? Qué originales. Me imagino que por el país de las maravillas.
Pues bueno, en lo que caminamos te recito algo que sí vale la pena, dijo Bantoin. Sancho
Panza es aquéste, en cuerpo chico, pero grande el valor, ¡milagro extraño!, escudero el más
simple y sin engaño. Ah, es el de la librería de aquí al lado.

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©Hola Mamacita
OVER
Alejandra R. Montelongo (Zacatecas, Zac.)

Ojos abiertos clavados en la pantalla, la boca dispuesta a gritar, el horror en cada gesto y
músculo de su rostro. Así lo encontraron esta mañana, en medio de moscas, cabello a punto
de desprenderse, olor a carne, orines, heces y ramen a punto de fermentar. ¿Dos semanas,
tres días, un mes? ¿Cuánto llevaba? Nadie lo sabía. Algunos en el edificio ni siquiera tenían
idea de su existencia, otros aseguraban que se trataba de un mito. Sólo cuando los agentes de
salubridad acordonaron el inmueble y los médicos forenses bajaron con poleas su cuerpo, los
residentes de la zona pudieron creer en su existencia.
Lo más difícil fue hacerlo bajar sin que su cuerpo se desmembrara. El problema inició
al intentar quitarlo de su asiento. Tan obsesionado con su trabajo estaba el pobre que los
especialistas dijeron que sería necesario enterrarlo con todo y sillón, pues, al primer intento de
separarlo, pedazos de carne se quedaban adheridos a la tela y al plástico. Asunto aparte fue la
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mesita incrustada en su barriga. Hubo quien sugirió quemar la habitación. Otro más secundó
pidiendo la cremación del edificio entero, sería más fácil construir un nuevo complejo
habitacional que desaparecer el hedor y los pedazos de piel.
Al final, nadie respetó las señales de precaución. Todos querían echar un vistazo al
lugar de los hechos y la habitación terminó por parecer una especie de museo: “A su derecha
tres pilas de basura, a su izquierda los restos de frituras, no toque eso que es grasa fresca”. Los
vecinos salían a sus balcones a contemplar la piñata que, oscilante en la noche y con los ojos
aún abiertos, parecía buscar la pantalla en la que el tiempo había retenido su último instante,
ese segundo preciso en que la vida le demostró que horas y horas de trabajo habían sido vanas,
en que la realidad le saboteó haciendo eco en la oscuridad y el vacío de la habitación.
Al cabo de trece horas se lo llevaron por fin al crematorio. Lo echaron al fuego con su
trasero aún pegado al sillón y con el control de Xbox que ni después de muerto quiso soltar.
Mientras, en su habitación, entre pequeñas llamas, la pantalla mostraba a modo de sentencia
“GAME OVER”.


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©Hola Mamacita
Tu culpa
Karim Yaver (Guadalajara, Jalisco)

Todo fue tu culpa. La noche que te quedaste a dormir, con tus pies descalzos, tu cintura
elongada y tu sonrisa como de campos arroz, dejaste impregnada sobre la camisa de mi pijama,
que yo torpemente te ofrecí y tú fatídicamente aceptaste usar, la nada tenue fragancia de tu
perfume. Y no sé si pasó cuando salí al baño o cuando fui por un vaso de agua a la cocina. Tal
vez ocurrió por la mañana, antes de que te desnudaras de nuevo —dándote yo la espalda y
apretando con un poco de ira los ojos— para de nuevo vestirte con tu ropa de la tarde del día
anterior. Es irrelevante conocer el momento preciso. El hecho es que lo hiciste, tomaste tu
perfume y lo rociaste sobre ti y sobre la camisa de mi pijama. Luego no dijiste nada, nunca
dijiste nada; te despediste con un beso en la mejilla, un abrazo cálido y un adiós casi tan dulce
como el aroma que desde entonces comencé a sospechar. Al poco rato salí también, pero no
tras de ti: tenía una vida que vivir. Regresé a casa aquella noche, con la sensación en el estómago
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de que algo habría de encontrar dentro que no pertenecía. Lo ignoré y, a pesar de ello, ingresé.
Mi error no fue desnudarme, pues todas las noches lo hago, y nunca, hasta ahora, me
había salido tan caro. El error fue que, tras arrancar de mí las ropas del día, haya decidido
tomar —quizá por pereza, no lo sé— la misma camisa de mi pijama que habías dejado
descuidadamente tendida sobre la silla del escritorio. El equívoco final y fatídico se concretó
cuando la alcé sobre mí y en ella metí los brazos y la cabeza. La nariz me picó, pero lo volví a
ignorar. Después me acosté, con la firme intención de dormir, y sólo entonces reconocí el
olor.
Han pasado dos semanas ya, y no hace falta decir que sigo con la camisa puesta. No
me he levantado tampoco de la cama, aunque eso no significa que haya dormido mucho. Por
supuesto, no he salido de casa, ni siquiera de mi habitación. Vivo tan concentrado en guardar
en la memoria de mi sentido olfativo tu perfume, y, con él, en la memoria de mi memoria tu
imagen, tu persona y lo que de tu alma alcancé a aferrar, que esta mañana, cuando viniste y
tocaste a la puerta y me gritaste a través de ella que por qué no había ido a la oficina, que si
estaba bien, si necesitaba algo, si podías pasar, fui incapaz de ponerme en pie y abrirte para
que entraras. Temía, seguro, que hubieras cambiado de perfume. Así que tuve que
responderte que todo estaba bien, aunque no fuera así. Tuve que mentirte y dejarte ir y
quedarme donde sigo, abandonado a la cruel agonía del aroma de tu perfume sin ti.
¿Ves, querida, cómo todo fue tu culpa?

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©Hola Mamacita
Los que escriben

Ángel Soto (Zacatecas, Zac., 1995). Escritor de vocación y estudiante de la Unidad Académica
de Letras de la UAZ. Ha incursionado en el género de la novela y el cuento, de la poesía y el
ensayo. Ha sido corrector de estilo en las revistas Barca de Palabras y Abrapalabra, y publicado
también en ellas los cuentos “La última flecha”, “Brevísima intersección de paralelos”, “La
herida”, entre otros menos difamados. Ha colaborado, además, en revistas virtuales y blogs
literarios. Actualmente se dedica a dos compilaciones de cuentos. Es miembro de círculos
intelectuales como el Club del Sapo Triste y la reservada cofradía de los Hijos de Báez. Es
miembro esporádico del Taller Literario Alicia.

Rafael Santos (Tijuana, Baja California, 1994). Hizo un diplomado de creación literaria del
INBA. Tiene cuentos en algunas publicaciones, destacando las antologías de ciencia ficción,
cuento urbano y narrativa nacional: Las Naves de plata (2015), La ciudad que nos imagina
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(2016) y Festival Internacional de la palabra: Narrativa (2017). No ha hecho mucho en
realidad. Disfruta los cigarros Faros tal vez más de lo debido.

Arturo Aguilar Hernández (Zacatecas, Zac., 1991). Es egresado de la Licenciatura en Letras


de la Universidad Autónoma de Zacatecas. En 2012 recibió el Premio Municipal de la
Juventud. Ha colaborado en La Soldadera, en los sitios online Regeneración Zacatecas,
Periómetro y Efecto Antabús, en el proyecto independiente FA Cartonera y en el blog literario
El Guardatextos.

Diana Isis (Zacatecas, Zac., 1996). Estudiante de la Unidad Académica de Letras de la UAZ.

Mateo Peraza Villamil (Mérida, Yucatán, 1995). Pasante de la licenciatura en Biología en la


Universidad Autónoma de Yucatán (UADY). Reportero y editor en el portal de noticias
Homozapping. Columnista en la revista Efecto Antabús. Ha publicado artículos y cuentos en
medios digitales, como en la revista Memorias de Nómada, Manatí, Tamaulipas en la red y el
Periódico de Saltillo. Textos suyos fueron publicados en Si lo breve bueno, cuentos de
Hipogeo, compilación publicada durante el verano del 2016 por la Secretaría de la Cultura y
las Artes (SEDECULTA). Fue jurado durante los años 2016 y 2017 en el Congreso
Interuniversitario de Estudios Literarios y Lingüísticos (CIELL) en la categoría de cuento.
Becario del PECDA en la categoría de Jóvenes Creadores.

Joselo G. Ramos (Zacatecas, 1990). Estudia la Licenciatura en Letras en la UAZ. Ha publicado


cuentos y artículos en diferentes blogs nacionales. Ha participado en distintos congresos de
literatura. Es miembro del Taller Literario Alicia en la capital zacatecana. Es autor del libro de
cuentos Más inquietante (2017).

Alejandra Rodríguez Montelongo (Zacatecas, Zac., 1993). Es egresada de la UAZ de la Lic. en


Psicología (2011-2016) y de la Lic. en Letras (2012-2017). En el 2016 estudió un semestre en
la UGR, Granada. Ha participado en congresos como el Congreso Nacional de Humanidades,
el II Coloquio de Investigadores sobre Mujeres y Perspectiva de Género, el V Encuentro
Nacional de Escritores Jóvenes Jesús Gardea, entre otros.

28 Karim Yaver (Guadalajara, Jalisco, 1992). Narrador, vive en la Ciudad de México. Es


colaborador y autor de El Blog de la Tertulia Literaria, ganador del primer lugar del Concurso
de Cuento Navideño 2017 del Ateno Nacional de la Juventud Estado de México. Ha publicado
en las revistas Symposium y Clarimonda. Participó en el festival de arte y literatura Proyecto
Posh 2017.
Los que ilustran

"Hola Mamacita" es el colectivo de Eu La Shida y Elías No Te Rías, ambos artistas visuales. Se


dedican a realizar lo que llaman "arte ignorante" en forma de collage, pintura, serigrafía,
grabado, fanzines, fotografías, cianotipos, pero también realizan cosas más comercialonas
como stickers, libretas, parches y pines bordados, aretes, separadores, entre muchas otras
cosas. Siempre teniendo nueva producción y productos. Su primera exposición como colectivo
se llevó a cabo en la ciudad de Zacatecas en diciembre de 2017, en la Editorial Rey Chanate y
llevó por nombre "Shabas Güecas". Siempre se guían por la experimentación de técnicas y
materiales, buscando nuevas alternativas y experiencias para su producción, tanto como en
colectivo como individualmente. Buscan maneras para que su producción llegue de una
manera más sencilla y accesible a las personas, exponiendo en bazares y eventos culturales.
Los puedes encontrar en facebook y en instagram con el arroba @holahihellomamacita
o contactarlos al correo: holahihellomamacita@gmail.com; también individualmente como
29 @eulashida y @eliasnoterias
CONTENIDO
Carta Editorial……………..……………………. 1
La cama grande………………..……………….. 3
Secretos……………………………………………. 7
En el ocaso…….……….………………………... 10
El sereno………………………………………….. 14
Avenida……………………………………………. 16
Chiste local……………………………………….. 19
Over………………………………………………… 22
Tu culpa…………………………………………… 24
Colaboradores…………………………………… 27

Contacto
Para colaboraciones:
elguardatextos@gmail.com
Facebook:
El Guardatextos
Blog:
elguardatextos.blogspot.mx

El Guardatextos, año 2, no. 2., es un fanzine que sale cuando se puede.


Este número se editó en el mes de marzo de 2018
en la ciudad de Zacatecas, Zacatecas.
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©Hola Mamacita

“Opino que en el dominio de la mera prosa, el cuento


propiamente dicho ofrece el mejor campo para el
ejercicio del más alto talento”.
Edgar Allan Poe

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