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Entre los muchos relatos que encontramos en la mitología, relativos a la transmisión de

los poderes fecundantes del toro, como luego veremos, encontramos un curioso relato
que nos transcribe Ángel Álvarez de Miranda, en su obra “Ritos y Juegos del Toro”, que
lo recoge, al parecer, de M. Curiel Merchán, de sus “Cuentos extremeños”, cuyo relato
lo sitúa en la zona de Trujillo, Cáceres.
En el mismo podemos apreciar, en primer lugar, que la figura principal del relato, sobre
la que pivotan el resto de los personajes, es un toro de oro que representa el agente
genésico fecundante, cuya creencia compartieron varias sociedades en la antigüedad.
Ese es el núcleo principal de la narración, que la tradición oral popular nos ha regalado,
y que por su curiosidad transcribimos a continuación:

“Esto había de ser un rey, que tenía una hija, a quien un príncipe había deshonrado y
abandonado. Esta princesa quería que su padre la comprase un toro de oro que fuera
igual que los de verdad.
El rey mandó hacerlo, y cuando estaban haciéndolo fue la princesa y le dijo al que lo
hacía que lo hiciera hueco, pero que no se enterase nadie.
Así le hicieron el toro, lo llevaron a su palacio y lo colocaron en su dormitorio. Ella se
entró en el toro y allí estuvo sin salir durante varios días. Como el rey no la veía ya
hacía tiempo, mandó buscarla por todo el palacio, pero sin resultado.
Unos días después empezaron a faltas cosas de comer, lo que extrañó mucho al rey, que
no pudo encontrar al ladrón que se las quitaba, sin sospechar que el ladrón era su hija,
quien le robaba y guardaba en el toro todo lo robado. Luego empezó a quitar no sólo
cosas de comer, sino todo lo bueno que podía. Por esto, y sobre todo por no encontrar a
la princesa por más que la buscaron, estaba el rey muy disgustado, y del gran disgusto
cayó enfermo y tuvo que llamar a un hijo suyo, príncipe que vivía en otras tierras
lejanas.

Al llegar el príncipe y ver un toro de oro tan grande pidió al padre que se lo diera,
pero el rey, llorando desconsoladamente, le dijo que no, que era un recuerdo que tenía
de su querida hija, pero que cuando muriera se lo quedaría con gusto.
Al fin el rey, lleno de pena por la desaparición de su hija, se murió, y el príncipe se
llevó el toro a su casa, sin sospechar que estaba hueco y que dentro de él iba su
hermana.

Monumento a Pasifae, Vilanova i la Geltrú, Tarragona

Al poco tiempo de estar el toro de oro en el palacio del príncipe empezaron a faltar
cosas de comer y de todas clases, y al príncipe le extrañaba quién fuera el ladrón y
dónde las escondía, hasta que ya pensó en llevarse el toro a su dormitorio, no fuesen
también a robársele.
Una noche, cuando la princesa creyó que su hermano estaba dormido, salió del toro
para seguir robando. Pero el príncipe, que no estaba dormido, la vio y la dijo:
- ¡Ah! ¿Pero eres tú?
- Sí, yo soy; pero no se lo digas a nadie, que no quiero que nadie me vea ni sepa que
estoy aquí.
La prometió el hermano callarse y no descubrir a nadie este secreto. Pero, pasados
unos días, la dijo que tenía que marcharse a la guerra, pero que ya daría órdenes para
que dejasen fuera cosas de comida para que ella las cogiera y no muriera de hambre, y
la dijo:
-Mira, hermana, siento mucho marcharme, pero vendré en cuanto pueda. Cuando tú
oigas tres palmadas en las nalgas del toro, sal sin miedo, que soy yo, que ya he vuelto
de la guerra. Se abrazaron y se marchó el príncipe. Un día estaban arreglando las
criadas en el dormitorio del príncipe y dijo una de ellas:
-Mira qué toro tan bonito tiene el príncipe.
Y fue y dio tres palmadas en la nalga. Enseguida salió la princesa, y las criadas, al
verla, dijeron:
-Esta es la que se come la comida y roba las cosas.
Y la cogieron y la tiraron por la ventana, cayendo en un zarzal.
Una mujer que vivía enfrente y lo vio recogió a la princesa y se la llevó a su casa. A los
pocos días vino el príncipe y empezó a dar palmadas en las nalgas del toro, pero nadie
contestaba, y el príncipe, del disgusto, se puso malo.
Su hermana la princesa, estando en casa de la vecina, tuvo un hijo, y se enteró que su
hermano había llegado de la guerra y estaba enfermo en la cama. Entonces preparó un
gran cesto de flores y entre ellas envolvió a su hijito, poniéndole una carta en la mano
en la que decía dónde ella estaba. Mandó a una muchacha con el cesto diciéndola que
fuese al palacio del príncipe con él, preguntando si querían flores para el mal de
amores, pero que no diese el cesto a nadie como no fuera al mismo príncipe.
Fue la muchacha al palacio, ofreciendo las flores, y no paró hasta que no entró en el
mismo dormitorio del príncipe. Éste, al ver flores tan hermosas, empezó a moverlas y le
gustaban mucho.
La muchacha entonces le dijo:
-Señor, más abajo las hay más bonitas.
Rebuscó el príncipe y enseguida vio al niño con la carta en la mano. La cogió, la leyó y
en seguida salió a casa de su hermana, a quien vio lleno de alegría, preguntándola
cómo había sido salir del toro de oro sin esperarle. Su hermana le contó lo ocurrido, y
el príncipe, furioso, fue a palacio y mandó matar a las criadas. A la buena mujer que
recogió a la princesa se la llevó a palacio, junto con su hermana.
La esposa del príncipe, que no conocía a su cuñada, preguntó que quién era ésta, y la
contestó que era su hermana, que desde entonces viviría con ellos en palacio, y ellos
criarían a su sobrino como a hijo propio, y que como ellos no tenían hijos le harían su
heredero.
Y todos vivieron muchos años muy felices, conservando el toro de oro”.
Pesífae y el Minotauro

Tal como analiza a continuación Álvarez de Miranda, sobre el significado de este relato
extremeño, la alusión a un príncipe que deshonra a la princesa es una argucia narrativa
para desviar el significado primordial del toro, que es “el verdadero agente de la
fecundación de la princesa”, ya que el interés de la misma al solicitar a su padre que le
comprase un toro de oro, puede interpretarse como el deseo por conquistar la
fecundidad.
Las creencias, en la antigüedad, sobre la potencia genésica del toro y el poder
fecundador que podía transmitir, era un dogma que compartieron muchas culturas.
Recordemos a las mujeres egipcias levantando sus faldas ante el toro Apis, cuando salía
en procesión o lo visitaban en su templo de Menfis, y a través de la “Ventana de la
aparición de Apis” le mostraban el sexo, en la esperanza de obtener el don de la
fecundidad; o la Diosa Madre, o Gran Madre, de Anatolia, a la que representaban, con
formas voluminosas, dando a luz un toro que simbolizaba al paredro fecundador de la
diosa.
Artemisa Efesia

Otras semejanzas podemos encontrar en el mito de Pesífae, quien solicita a Dédalo le


fabrique una vaca de madera, revestida con la piel de dicho animal, para introducirse
dentro de ella y conseguir quedar fecundada por el toro, que el dios Poseidón envió al
rey Minos de Creta, de cuyo acto zoofílico dio a luz un hijo con cabeza de toro, “El
Minotauro”.
O qué decir de la diosa “Artemisa Efesia”, la «Señora de Éfeso», de Anatolia en la etapa
helenizante, cuya efigie era representada, escultóricamente, con el pecho enjambrado de
mamelones, que no eran otra cosa que dídimos (testículos) de toro, como remembranza
de una diosa madre, semejante a la frigia Cibeles o la anteriormente citada Gran Madre.

Además del cuento relatado por Álvarez de Miranda, en España hubo una serie
de costumbres relacionadas con la obtención de la fecundidad que proporcionaba el
toro, como fue “el toro de boda”, ya recogido por Alfonso X El Sabio en la Cantiga 144 e
ilustrada con una preciosa miniatura, y cuyas corridas rituales, de las que en otro
artículo nos ocuparemos, están testimoniadas, principalmente, por el norte de
Extremadura (Plasencia, Hervás, Coria etc.), con una serie de variantes como la “danza
de la vaca moza” de Montehermoso, Cáceres, el “toro de las banastas”, de La Rioja, el
“toro de las calderas” de Soria, etc., todos en el fondo unidos por el nexo común del
poder fecundante y genesíaco del toro, cuyas creencias eran compartidas por diversas
culturas circundantes del “Mare Nostrum” y en muchas sociedades de la antigüedad.

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