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MICHEL PASTOUREAU

LA VIDA COTIDIANA
DE LOS CABALLEROS
DE LA TABLA
REDONDA

bolsiTEMAS • 25
Ediciones Temas de Hoy
ACERCA DEL AUTOR

Nacido en 1947, Michel Pastoureau, archivero y paleógrafo, ha


dedicado su tesis al estudio del bestiario heráldico en la Edad Media.
Especialista en armerías y sellos, ha sido el primero en utilizar estos
documentos para el estudio de las estructuras sociales, el universo
mental y la vida material de la población medieval. Es autor de
Armoriel des chevaliers de la Table Ronde.

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Para la impresión de este libro se ha utilizado papel ecológico sin cloro.
Colección: BOLSITEMAS
©Librairie Hachette, 1976
© EDICIONES TEMAS DE HOY, S. A. (T. H.), 1994
Paseo de la Castellana, 93. 28046 Madrid
Autor: Michel Pastoureau
Título original: La vie quotidienne en France et en Angleterre au temps des chevaliers de la Table Ronde (XII-
XIII siècles)
Diseño de colección: Rudesindo de la Fuente
Ilustración de cubierta: Miniatura, Museo Británico, Londres. (Oronoz)
Traducción: Armando Ramos García
Revisión de la edición española: José Manuel Calderón
Primera edición: marzo de 1994
ISBN (edición francesa): 2-01-002800-7
ISBN (edición española): 84-7880-366-1
Depósito legal: M. 3.648-1994
Compuesto en EFCA, S. A.
Impreso en Grafiris Impresores, S. A.
Printed in Spain - Impreso en España

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INDICE

INTRODUCCIÓN

I
CAPÍTULO
EL RITMO DE LA EXISTENCIA
La población francesa e inglesa.—Nacimiento y bautismo—Matrimonio—Vejez y
muerte—El ritmo del tiempo—El tiempo corto: el día—El tiempo largo: año y
calendario
CAPÍTULO II
SOCIEDAD FEUDAL Y SOCIEDAD CABALLERESCA
Caracteres generales de la sociedad—Señores y vasallos—El señorío, marco de la vida
cotidiana—Siervos y villanos—La población de las ciudades—El mundo de los clérigos
—La caballería—La vida caballeresca—El ideal y las virtudes de la caballería
CAPÍTULO III
EL PAISAJE DE LA TIERRA ABANDONADA AL VERGEL FLORECIDO
Las roturaciones—Páramos y marismas—El bosque—El vergel.
CAPÍTULO IV
«TAL SEÑOR, TAL MORADA»: EL CASTILLO Y EL HABITAT
El castillo: recinto exterior—El castillo: recintos interiores—La torre del homenaje:
decoración interior y mobiliario—La vida cotidiana en el castillo—La casa campesina
CAPÍTULO V
ES HORA DE PONER LA MESA
La alimentación de los campesinos—La alimentación de los señores—Las bebidas y el
vino—El ayuno—Costumbres aristocráticas en torno a la mesa
CAPÍTULO VI
HACIA UNA SOCIEDAD DE APARIENCIA: VESTIMENTA, COLORES,
EMBLEMAS
Nacimiento de la moda—Tejidos y colores—El vestido masculino.—El vestido
femenino—Las armerías
CAPÍTULO VII
UN TIEMPO PARA LA GUERRA, UN TIEMPO PARA LA PAZ
Guerras privadas y paz de Dios—El servicio militar feudal—Los mercenarios—El
equipo de los combatientes—Los caballos—La guerra de sitio—La batalla

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CAPÍTULO VIII

ALGUNOS NOBLES «OCIOSOS»


Los torneos—La caza—El ajedrez
CAPÍTULO IX
EL AMOR CORTES Y LA REALIDAD AFECTIVA
Un fenómeno literari.—La atracción física y los criterios de belleza—Los placeres de la
carne—Las realidades afectivas.
CAPÍTULO X
LA PARTE DEL ENSUEÑO
Desplazamientos y viajes—Las peregrinaciones y el culto de las reliquias—La atracción
de Oriente y lo geográfico maravilloso—Los animales y los bestiarios—Lo bretón
maravilloso y el universo del Grial.
ALGUNAS PÁGINAS EXTRAÍDAS DE LA LITERATURA CORTÉS
Un valvasor hospitalario—El torneo de Tenebroc—El encuentro de Lanzarote y Ginebra
—Una comuna en rebeldía contra monseñor Galván—El viaje de Kaherdin—Una
velada en casa del conde de Saint-Gilles.
BREVE CRONOLOGÍA
NOTAS
BIBLIOGRAFÍA

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INTRODUCCIÓN

EL título del presente libro necesita algunas aclaraciones. En efecto, nuestro objetivo
no es sólo el de describir la existencia —apasionante pero ficticia— de los héroes de la
Tabla Redonda recreada por las novelas de caballería de finales del siglo XII y
comienzos del siglo XIII, sino también el de estudiar la vida cotidiana real de la
población francesa e inglesa durante el período comprendido desde la coronación de
Enrique II Plantagenet (1154), rey de Inglaterra, hasta la muerte de Felipe Augusto
(1223), rey de Francia. Más que la época de San Luis, estas tres cuartas partes de siglo,
constituyen, en muchos aspectos, el centro de la Edad Media occidental. Era necesario,
pues, dedicarle de forma especial un volumen de esta colección.
¿No hubiese sido quizá preferible, para definir esta época cuya cronología abarca de
forma poco equitativa dos siglos, haber elegido una expresión menos ambigua, como «a
finales del siglo XII», o «hacia 1200», o incluso «bajo el reinado de Felipe Augusto»?
Pero además de ser poco elegantes y escuetas, es probable que cualquiera de esas
expresiones diera una idea demasiado restrictiva de las regiones y decenios observados.
Por literaria que sea, la fórmula «la vida cotidiana de los caballeros de la Tabla
Redonda» parece que corresponde mejor con las intenciones reales de nuestro trabajo.
Hay tres razones para ello.
La primera se debe a los límites sociales que le hemos dado. Así, si no se ha olvidado
ninguna clase de la sociedad, se ha dado prioridad, por no poder ser exhaustivo, al
estudio de la vida cotidiana de la aristocracia, menos la de los príncipes que la de los
ámbitos caballerescos. No era del todo inútil que una de las palabras del título hiciese
referencia a dicho aspecto.
La segunda se refiere a las fuentes que hemos utilizado: entre los diferentes tipos de
documentos a los que hemos recurrido —algunos de los cuales, como los sellos y
armerías, son a menudo despreciados por los historiadores— se ha dado cierta
preferencia a las novelas «corteses», en especial, a la literatura artúrica, a las obras de
Chrétien de Troyes y a las de sus continuadores. ¿Por qué ese privilegio? Porque dicha
literatura, lejos de ser gratuitamente recreativa, es una literatura militante que trata de
imponer su visión del mundo y de la sociedad. Porque ofrece una imagen a la vez fiel y
engañosa, realista y visionaria, y, gracias a ello, puede ofrecer al historiador
informaciones más ricas y matizadas que un documento jurídico o arqueológico seco e
imparcial. Y por último, porque sus héroes son a la vez los dobles y los modelos, las
sombras y los ídolos, las huellas y las matrices de esa clase social en crisis —la pequeña
y baja nobleza de la que queremos justamente estudiar su vida cotidiana 1. Hay que
destacar además que esa expresión «el tiempo de los caballeros de la Tabla Redonda»
delimita con exactitud el período que nos ocupa, al menos en cuanto a la historia
literaria. En efecto, fue el poeta normando Wace quien, en su Román de Brut, 1155,
mencionó por vez primera esa mesa redonda que el rey Arturo habría hecho fabricar con

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el fin de evitar toda querella de preeminencia entre sus caballeros 2. Y fue una novela
anónima, una de las más hermosas que la Edad Media nos haya legado, La muerte del
rey Arturo 3, cuya fecha de terminación puede situarse en torno a los años 1225-1230, la
que, al contarnos el crepúsculo del reino artúrico, pone fin al primer ciclo de aventuras
de esos caballeros, ciclo en el que tres generaciones de historiadores, cronistas, poetas y
novelistas han trabajado durante casi un siglo. No obstante, ambas fechas no son más
que puntos de referencia. No son infranqueables. No es necesario decir que nuestra
exposición se saldrá a veces de ese marco cronológico. Como tampoco es necesario
subrayar que la historia de la vida cotidiana no puede ser encerrada dentro de ambas
fechas.
La razón última debe ser buscada en nuestra voluntad de no circunscribir este estudio
a la superficie de un reino. La historia de la vida cotidiana no se detiene en las fronteras,
y sobre todo en esos siglos XII y XIII en que todos los países de la cristiandad
occidental viven al ritmo de la misma civilización y en los que la historia de Francia y
de Inglaterra están, más que en cualquier otra época, íntimamente vinculadas. La
Mancha no es un mar que constituya barrera alguna; es más bien como un lago
continuamente cruzado por personas, mercancías, ideas y obras. Se usan los mismos
vestidos en Londres que en París; se toman los mismos alimentos en los campos de
Lincoln que en los de Orleans; uno se deleita de la misma literatura en los castillos de
Yorkshire que en los de Poitou. Las novelas de la Tabla Redonda, cuya acción transcurre
en Gran y Pequeña Bretaña (siendo la segunda la Bretaña francesa), se comprenden por
el mismo público, de cada lado de la Mancha al tener un mismo idioma. Algunas notas
más para precisar los límites de este libro. La proximidad cronológica de un volumen de
la misma colección*, de Edmond Faral, dedicado a La vida cotidiana en el tiempo de
San Luis 4 nos ha llevado a dar poca importancia a ciertos aspectos con el fin de evitar
repeticiones inútiles. Por ejemplo, debido a que Faral estudia detalladamente la sociedad
parisina, hemos dejado de lado la vida de las ciudades, ciudades que, por otro lado,
hasta finales del siglo XII, tanto en Francia como en Inglaterra, están habitadas por
apenas un 5 por ciento de la población total. Del mismo modo, hemos renunciado a
estudiar la vida religiosa y las actividades económicas, ya que esos capítulos son
también tratados con amplitud por Faral, con resúmenes retroactivos hacia el período
que nos concierne. De manera general, hemos insistido sobre los aspectos materiales y
las condiciones psicológicas de la vida cotidiana. No nos hemos detenido demasiado en
el marco institucional, del que se observan cambios significativos hacia los años 1180 y
1200. No era este el lugar para hacerlo. Por lo demás, la mayor parte de los
historiadores del medievo reconocen hoy que el bonito andamio del sistema feudal, tan
laboriosa y minuciosamente construido por los historiadores del derecho, es en muchos
puntos una construcción quimérica incapaz de resistir al análisis cuando se entra en lo
concreto de la realidad cotidiana.

*El autor hace referencia a la colección francesa La vie quotidienne... de la Editorial


Hachette.

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CAPITULO I
EL RITMO DE LA EXISTENCIA

EL hombre del siglo XII parece sentir cierta indiferencia en relación con el tiempo. El
cómputo de las horas y de los días, los problemas de cálculo y calendario son asuntos de
los clérigos. Los momentos importantes de la vida se hacen notar únicamente por la
obligada ceremonia religiosa que les acompaña. El tiempo pertenece a la Iglesia.
Caballeros y campesinos no son dueños del ritmo de su existencia. Impotentes, asisten
al paso de los días, de los años, que les hace envejecer inexorablemente, devolviendo
sin pausa cada cosa a su lugar. De ahí esa resignación que les empuja a preocuparse más
del tiempo cotidiano que del tiempo que transcurre.

La población francesa e inglesa

El período que nos ocupa se sitúa en esa larga fase de desarrollo demográfico que
abarca desde comienzos del siglo XI hasta los últimos decenios del siglo XIII. El
fenómeno es de tal amplitud e importancia para la historia de Occidente, que los
especialistas han hablado de «revolución demográfica». Las causas de este desarrollo
son múltiples: progresos de la paz y seguridad, reforzamiento de la autoridad pública,
desarrollo de las actividades comerciales y, sobre todo, un incremento de los recursos
agrarios debido al desarrollo técnico y la utilización de nuevas superficies. Se estima
que entre el año 1000 y el año 1300, la población de Europa occidental se triplicó.
En esta fase de larga duración, el período que se extiende entre los años 1160 y 1220
representa un momento particularmente importante. La aceleración de ese crecimiento,
si no puede medirse de forma directa, si se ve atestiguada por numerosos indicios:
ampliación de las superficies de cultivo, aumento del precio de la tierra, fragmentación
de las grandes propiedades, creación de nuevas aldeas, nuevas parroquias, nuevos
monasterios, transformación de pequeños pueblos en pueblos importantes, crecimiento
de las ciudades que se ahogan en sus antiguos recintos y que deben dotarse —como lo
hizo París entre 1190 y 1213— de otros nuevos, mucho más amplios que los anteriores.
Por supuesto, es imposible evaluar con precisión la población inglesa y francesa en un
momento determinado de ese período. No obstante, podemos proponer algunas
estimaciones; proceden, en su mayor parte, del historiador estadounidense J. C. Russel 1.
Hacia 1200, la población de Europa sería de unos 60 millones de habitantes, y la del
mundo se estima entre 350 y 400 millones. Francia es el reino más poblado de
Occidente: en sus límites en la época —unos 420.000 km2—, alberga al menos a 7
millones de individuos. Las Islas Británicas, mucho menos pobladas, sólo cuentan con
2,8 millones de habitantes, de ellos 1,9 para Inglaterra. No obstante, la diferencia de
densidad entre ambos reinos es escasa: 16 habitantes por km2 en Francia, frente a 14 en
Inglaterra.

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A título de comparación, citemos otras cifras: a comienzos del siglo XIII, la Península
Ibérica (reinos cristianos y territorios en manos del Islam) contaría con 8 millones de
habitantes; Italia con algo menos; el conjunto de las regiones germánicas (Alemania,
Austria, Suiza) 7 millones; Hungría 2 millones; Polonia 1,2 y el Imperio bizantino entre
10 y 12 millones.
Siempre en torno a 1200, la población de París sería de unos 25.000 habitantes,
distribuidos de forma muy desigual entre las 253 hectáreas delimitadas por el nuevo
recinto de Felipe Augusto. La de Londres es semejante, incluso ligeramente superior. En
Francia, el resto de las «grandes» ciudades son Ruán y Toulouse, pero ninguna de las
dos alcanza a tener la mitad de población que París. En Inglaterra, Londres constituye
(ya) un excepcional fenómeno urbano, cuando el resto de las ciudades de cierta
importancia (York, Norwich, Lincoln y Bristol) apenas alcanzan los 5.000 habitantes.
Pero Londres y París están lejos de ser las ciudades más grandes de la cristiandad. En
la primera mitad del siglo XIII, en efecto, Roma y Colonia contaban al menos 30.000
habitantes, Venecia y Bolonia 40.0000, Milán y Florencia 70.000. La mayor ciudad
cristiana sigue siendo Constantinopla que, en el momento de ser tomada por los
cruzados en 1204, albergaba entre 150.0000 y 200.0000 personas.
Semejantes cifras no deben ocultar la imprecisión de nuestros conocimientos en lo
referente a varios puntos: imposibilidad de evaluar la población urbana en relación con
la población total; de cartografiar las densidades de poblamiento debido a la gran
variedad en una misma región y, sobre todo, imposibilidad de sacar conclusiones
generales a partir de casos aislados.
La demografía de finales del siglo XII está constituida por múltiples contrastes:
contraste entre las zonas muy pobladas y las zonas vacías; entre las familias numerosas
y los hogares sin hijos; entre la importancia de la mortandad infantil y el número de
ancianos.

Nacimiento y bautismo
Los hombres del siglo XII confían en la vida y respetan las enseñanzas del Evangelio:
se multiplican. El índice anual de natalidad está en torno a un 35 por mil. En todas las
clases de la sociedad, la familia numerosa en un hecho habitual. Por otro lado, las
parejas reales se esfuerzan por dar ejemplo: Luis VI y Alix de Saboya, Enrique II y
Leonor de Aquitania, Luis VIII y Blanca de Castilla tuvieron todos ocho hijos.
La fecundidad, a lo largo de nuestro período, parece ampliarse cada vez más. Así, en
Picardía, un sondeo permitió observar que en los ámbitos aristocráticos la proporción de
familias numerosas (es decir de 8 a 15 hijos) era de un 12 por ciento en 1150, de un 33
por ciento hacia 1180 y de un 42 por ciento en 1210. Se trata por tanto de un
crecimiento considerable 2.
Contrariamente a lo que han afirmado durante mucho tiempo los historiadores, el
período de fecundidad de las mujeres en los siglos XII y XIII, es bastante parecido al de
las madres actuales. Si se creyó más corto fue porque era a menudo interrumpido por la
muerte durante el parto o por el fallecimiento de un marido cuya edad podía ser muy
superior a la de su mujer. En efecto, las jóvenes viudas, salvo en la aristocracia, pocas
veces volvían a casarse. Sin embargo, el nacimiento del primer hijo parece ser
relativamente tardío, y, por ello, la distancia que separa a las generaciones es
importante; aunque éstas están menos marcadas que en nuestra época, debido a esa
frecuente diferencia de edad entre ambos cónyuges, o entre el primero y último de los
hijos.
Es significativo el ejemplo de Leonor de Aquitania. Nacida en 1122 3, contrae

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matrimonio a los quince años (1137) con el heredero del trono de Francia, el futuro Luis
VII, a quien da dos hijas: María (1145), y Alix (1150). Repudiada en 1152, después de
quince años de matrimonio, se casa con Enrique Plantagenet, diez años más joven que
ella. De esta nueva unión nacerán ocho hijos: Guillermo (1153), Enrique (1155),
Matilde (1156), Ricardo (1157), Godofredo (1158), Leonor (1161), Juana (1165) y Juan
(1167). Así pues, sus sucesivas maternidades se sitúan a los 23 y 28 años por un lado, y
por otro a los 31, 33, 34, 35, 36, 39, 43 y 45 años. Transcurren 22 años entre el
nacimiento del primero y el último de sus hijos.
Otro caso es revelador: Guillermo el Mariscal, conde de Pembroke, regente de
Inglaterra entre 1216 y 1219, espera cumplir los cuarenta y cinco años para casarse;
elige entonces a Isabel de Clare, rica heredera, treinta años más joven que él. A pesar de
la diferencia de edad entre ambos cónyuges la pareja tiene nueve hijos. Por otro lado, en
ambos casos sólo se trata de hijos conocidos. Los que mueren a muy temprana edad se
mencionan pocas veces en las actas y crónicas.
En efecto, la mortalidad infantil es muy elevada. Aproximadamente la tercera parte de
los niños no supera los cinco años, y al menos un 10 por ciento mueren durante el
primer mes de vida. Por ese motivo, el bautismo se lleva a cabo muy pronto,
generalmente al día siguiente de su nacimiento. En la iglesia parroquial tiene lugar una
ceremonia que se asemeja mucho a la de nuestros días. En el siglo XII, la costumbre de
sumergir desnudo en el agua al recién nacido ha desaparecido casi por completo. El
bautismo se hace por «infusión»: el sacerdote vierte tres veces el agua bendita sobre la
frente del recién nacido en la que hace la señal de la cruz y pronuncia la fórmula: Ego te
baptizo in nomine Patris et Filii et Spiritus Santi. Era costumbre también tener varios
padrinos y madrinas. El registro civil no existía, por ello era bueno que fuesen
numerosos los que conservasen el recuerdo del acontecimiento. Sabemos que Felipe
Augusto fue bautizado el 22 de agosto de 1165, día siguiente al de su nacimiento, por el
obispo de París, Mauricio de Sully (quien decidió, en 1163, la construcción de Notre-
Dame), y que tuvo tres padrinos y tres madrinas: Hugo, abad de Saint-Germain-des-
Prés; Hervé, abad de Saint-Victor; Eudes, antiguo abad de Sainte-Geneviève; su tía
Constanza, esposa del conde de Toulouse, y dos viudas que vivían en París 4.
El niño al ser bautizado recibe un solo nombre. Este será su nombre completo, el
único que le es indispensable y por el que se le designará durante su vida. Lo que
denominamos apellido no es aún más que un apodo accesorio (nombre de lugar, de
oficio, mote) particular del individuo y no de la familia. Estos apodos comienzan a ser
hereditarios bajo el reinado de Felipe Augusto (1180-1223), en algunas regiones
(Normandía, Ile de France); pero su evolución es todavía lenta. En los textos, las
personas son generalmente designadas por el nombre de pila seguido de las diversas
indicaciones de origen, residencia, función y cualidades.
Dicho nombre de pila es con frecuencia el nombre de uno de sus padrinos o madrinas.
Como consecuencia, la moda varía poco. Los dos nombres de hombre más conocidos
son los mismos en Inglaterra y Francia: Juan y Guillermo. Seguidamente encontramos
en Inglaterra: Roberto, Ricardo, Tomás, Godofredo, Hugo y Esteban; en Francia: Pedro,
Felipe, Enrique, Roberto, y Carlos. Otros son propios de las modas de diferentes
provincias: Balduino en Flandes, Teobaldo en Champagne, Ricardo y Raúl en
Normandía, Alain en Bretaña, Eudes en Borgoña; o también se vincula al culto de un
santo en un territorio más restringido: Remigio en la región de Reims, Medardo en la de
Noyon, Marcial en la de Limoges 5; y en Inglaterra, Gilberto en la diócesis de Lincoln.
Para mujer María y Juana son, en ambos reinos, los nombres que más se llevan;
después vienen probablemente Alix, Blanca, Clemencia, Constanza, Isabel, Margarita,
Matilde y Perrine. La forma puede variar con la provincia (Elisabeth en Artois, pero

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Isabelle en Poitou; Mahaut en Flandes pero Mathilde en Normandía y Maud en
Languedoc), o con la categoría social: así Perrine, Perrette y Pernelle designan en
general a plebeyas, mientras que Petronila, forma más erudita, se reserva a las mujeres
de la aristocracia. Ocurre otro tanto con Jacquine, Jacquette y Jacquotte en relación con
Jacqueline 6.
Hasta la edad de seis o siete años, el niño o la niña permanece en manos de las
mujeres. Su actividad principal es el juego: canicas, dados, tabas, peonzas, caballitos de
madera, pelotas de trapo o piel, muñecas de madera talladas o articuladas, vajillas y
objetos de alfarería en miniatura, escondite, gallina ciega, salto a pídola, etc. Parece
probado que la Edad Media mostró cierta indiferencia por el mundo de los niños. Muy
pocos textos y obras de arte nos muestran a padres encantados, enternecidos o
asombrados por los gestos de su progenitura antes de que alcanzaran la edad adecuada
para el inicio de su educación.

Matrimonio

La importancia del matrimonio es a la vez familiar, patrimonial y económica. Es


signo de unión de dos familias, de dos linajes, para los que en ocasiones supone un
medio de reconciliación. Significa también la unión de dos fortunas, de dos potencias.
De ahí la necesidad de elegir bien a la pareja. Vimos cómo Guillermo el Mariscal esperó
a los cuarenta y cinco años para casarse con Isabel de Clare; dicho matrimonio hace de
él, hijo menor de una familia con poca fortuna, uno de los personajes más ricos de
Inglaterra. El señor que casa a su hijo o su hija pide siempre consejo, no sólo a sus
parientes más alejados, sino también a sus vasallos; además, el derecho feudal le obliga
a tener en cuenta la opinión y autorización de su soberano. Por otro lado, este último
debe hacer todo lo que esté en sus manos con el fin de casar rápida y ventajosamente a
la hija de un vasallo muerto.
Pero el matrimonio es ante todo un sacramento. Se lleva a cabo gracias a un
intercambio de compromisos ante un sacerdote. Por ello, las autoridades civiles dejan a
la Iglesia el cuidado de legislar en la materia. Las costumbres apenas influyen y la
legislación es más o menos la misma en todo Occidente. Para la Iglesia, el elemento
esencial del matrimonio es el consentimiento de ambos cónyuges. El de los padres no es
indispensable, y teóricamente se les prohíbe obligar a sus hijos a una unión que no
desean. La literatura épica es abundante sin embargo en ejemplos contrarios, mostrando
a una joven, forzada por su padre, su tutor o su señor, para que contraiga matrimonio
con un rico y poderoso anciano al que no quiere. Rosamonde, heroína de la Chanson de
Elie de Saint-Gilles, proclama a menudo su aversión:

No quiero a un anciano de piel arrugada [...] una piel que por fuera no parece
enferma, pero que interiormente está carcomida; no podré soportar su carne marchita y
prefiero huir como una cautiva... 7

Existen varios impedimentos al matrimonio: tener menos de doce años para las
jóvenes y menos de catorce para los jóvenes; que uno de ellos haya recibido las órdenes
mayores; ser parientes en un grado prohibido, en general un grado inferior al séptimo
(es decir, tener en común un bisabuelo de un abuelo). Pero pueden conseguirse
dispensas en cuanto a este último punto.
El matrimonio es indisoluble a partir del momento en que ha sido consumado. Se
prohíbe el repudio, y. el divorcio no existe. El único medio de deshacerlo consiste en
anularlo, invocando la impotencia o la esterilidad de uno de los cónyuges o probando un

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caso de consanguinidad inadvertido en el momento en que se celebró. No se trata en ese
caso de una ruptura real, sino de la simple constatación de que el matrimonio, al ser
imposible, jamás ha existido 8. En ese aspecto, la Iglesia se mostró a veces muy flexible.
Por ejemplo, en marzo de 1152, el matrimonio de Luis VII y Leonor fue anulado por el
concilio de Beaugency. El pretexto fue que Hugo Capeto, bisabuelo del abuelo de Luis
había contraído matrimonio con una hermana del tatarabuelo de Leonor. Las causas
reales de la separación se encontraban en la desavenencia de la pareja (a pesar de que la
crónica hable mucho de las aventuras de la reina) y sobre todo por el hecho de que en
quince años de matrimonio real, Leonor sólo hubiese dado a luz dos hijas.
Felipe Augusto no tuvo la misma suerte que su padre. Su primera mujer, Isabel de
Hainaut, murió en 1192; en segundas nupcias casó con Ingeborg, hermana del rey de
Dinamarca, el 14 de agosto de 1193. Pero, por razones que los historiadores no han
conseguido determinar, repudió a su nueva esposa al día siguiente de su matrimonio y
trató por todos los medios de separarse de ella, invocando, entre otros motivos, cierto
parentesco de esta última con su primera mujer. A solicitud del rey, una asamblea de
prelados y barones anuló el matrimonio. Pero la reina, encerrada en una abadía de
Flandes, consiguió reclamar ante el papa, que anuló la sentencia dictada. Felipe Augusto
no hizo caso y buscó una nueva esposa. No fue fácil; todas las dinastías de Europa le
negaron sus hijas o hermanas. Terminó encontrando, en el lejano Tirol, a la hija de un
pequeño vasallo del duque de Baviera: Inés de Merania. Se casó con ella el 14 de junio
de 1196. A partir de ese momento el conflicto con el papa comenzó a agravarse. En
enero de 1200, Inocencio III reunió en Viena una asamblea de obispos que lanzó un
interdicto sobre los dominios de Felipe Augusto. Se anularon celebraciones, culto y
administración de los sacramentos. El castigo infligido al soberano pesaba sobre todo el
pueblo. La sentencia fue tan grave (el matrimonio de su hijo Luis, el futuro Luis VIII, y
de Blanca de Castilla tuvo que ser celebrado, el 23 de mayo de 1200, en tierras del rey
de Inglaterra, en Port-Mort, cerca de Andelys) que el rey tuvo que ceder. Rechazó a Inés
y volvió con Ingeborg a finales de aquel mismo año; pero únicamente en 1212 le fue
devuelta su dignidad de reina.
En ciertos períodos del año, estaba prohibido contraer matrimonio: desde el primer
domingo de Adviento hasta la octava de la Epifanía; desde la Septuagésima hasta la
octava de Pascua; desde el lunes ames de la Ascensión hasta la octava de Pentecostés.
La ceremonia, que tiene lugar a menudo en sábado, no es en esencia muy diferente de
las del siglo XX. Los futuros esposos no llevan un traje especial, sino sus mejores
vestidos; cubren su cabeza con un velo o una corona. Como para el bautismo y los
desposorios, se procede al intercambio del consentimiento y de los anillos en el pórtico
de la iglesia; gestos y fórmulas poco han cambiado hasta nuestros días. Después de
estos intercambios, se entra en el templo para la celebración de la misa. A la salida, es
costumbre ir a rezar al cementerio. Enseguida comienza la fiesta, que dura varios días,
tanto entre los ricos barones como entre los simples campesinos. Todo el señorío y la
aldea, según los casos, participa en ella. El matrimonio del hijo mayor de un poderoso
señor es el que da lugar a las fiestas más largas, los regalos más suntuosos y al banquete
más generoso.

Vejez y muerte
La Edad Media no conoce la vejez tal como se concibe hoy en día. Aparte del ingreso
en un monasterio, no existe otro medio de «jubilación». Cada cual es, hasta su muerte,
un adulto que debe, salvo imposibilidad física, ejercer la plenitud de sus actividades.
Hombres de setenta a ochenta años toman parte aún en las tareas del campo, en las

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batallas, en las lejanas peregrinaciones o en el ejercicio del poder político.
Además, la población no muere tan joven como podría creerse. En efecto, si la
esperanza de vida se fija entre los 30 y los 35 años (hay que tener en cuenta que es
apenas inferior a la de la primera mitad del siglo XIX) ello es debido sobre todo a la
gran mortandad infantil: la tercera parte de los recién nacidos no supera los 5 años. Pero
el resto, seleccionados de forma natural, tienen buenas posibilidades de alcanzar una
edad relativamente avanzada. Ha podido estimarse que en la Inglaterra del siglo XIII,
sobre 1.000 niños nacidos en un mismo año, 650 debían alcanzar la edad de 10 años,
550 la edad de 30 años, 300 la edad de 50 años y 75 la edad de 70 años 9.
Algunos ejemplos hablarán por sí solos. Por desgracia, todos han sido tomados de
entre las casas dinásticas y los altos prelados, ya que son los únicos personajes de los
que conocemos las fechas de nacimiento y muerte. Además, en el siglo XII, muchas
personas ignoran su edad, debido a que no conocen el año de su nacimiento. El propio
Guillermo el Mariscal se creía más viejo de lo que era: en 1216, en el momento de
acceder a la regencia de Inglaterra, afirma tener «ochenta años pasados», cuando
nosotros podemos establecer con certeza que había nacido entre 1144 y 1146.
Luis VII murió a los 60 años; Felipe Augusto a los 58; Ingeborg de Dinamarca a los
60; Luis VIII sólo vivió 39 años, pero su mujer Blanca de Castilla, 65; el emperador
Federico Barbarroja murió a los 68; Guillermo el León, rey de Escocia, a los 71;
Enrique II Plantagenet a los 56. Sus hijos, Ricardo Corazón de León y Juan sin Tierra,
vivieron respectivamente 42 y 49 años, pero su madre, Leonor, murió a los 82 años,
después de ver morir a 8 de sus 10 hijos.
Los clérigos, más que el resto, alcanzan una edad respetable. San Bernardo murió a
los 63 años igual que Abelardo, a pesar de sus desgracias; Guillermo de las Blancas-
Manos, arzobispo de Reims, vivió 67 años; Hugo de Puiset, obispo de Durham, 70;
Roben Grossetéte, obispo de Lincoln, 78; Gilbert Foliot, obispo de Londres, 79; el papa
Gregorio VIII murió a los 87 años y el sucesor de su sucesor, Celestino III, a los 92. El
siglo XII nos ha dejado incluso el recuerdo de un centenario: San Gilberto de
Sempringham, fundador de la orden de los Gilbertinos que nació en 1083 y murió en
1189.
Así, al menos en los ámbitos aristocráticos, no es raro alcanzar la edad de 60 años.
Incluso superar los 70 años no está considerado como algo excepcional. Probablemente
por ello, el autor anónimo de la novela La muerte del rey Arturo, con el fin de subrayar
la gran edad alcanzada por su héroe, atribuye al rey Arturo, no 70 ó 75, sino 92 años 10.
Hay que reconocer, sin embargo, que la longevidad varía con la condición social.
Entre los plebeyos, la esperanza de vida varía de acuerdo con las hambres, las epidemias
y, en ciertos lugares, las enfermedades endémicas. Muchos fueron los poetas que, como
Hélimand de Froimont, meditaron sobre la brevedad de los días que el hombre
transcurre en este mundo:
Muerte que de golpe te llevas a los que piensan vivir muchos años [...] Muerte que jamás te cansas de transformar
una cosa elevada en baja [...] A menudo te llevas al hijo antes que al padre, recoges la flor antes que el fruto [...]
Y arrancas en su juventud, los veinticinco o treinta años a quien se cree en la mejor edad... 11.

El ritmo del tiempo

El laico no sabe apreciar con exactitud el paso del tiempo. Conserva mal el recuerdo
de un acto lejano (como la fecha de su nacimiento) y no es capaz de ver el futuro para
establecer sus planes. Si va en peregrinación, o hace un largo viaje, no se halla
capacitado para calcular cuándo estará de vuelta, y lo que hará después. Así, los héroes
de la Tabla Redonda se van frecuentemente en busca de aventuras sin fecha ni proyecto

14
de vuelta. Cronistas y novelistas, salvo excepción, son muy poco precisos en materia de
fechas y cronología; se contentan con fórmulas oscuras («en la época del rey Enrique»,
«hacia la época de Pentecostés», «cuando los días se alargaron»), o resaltan
simplemente lo que es poco habitual en el transcurso de los días. En la práctica, los
acontecimientos se sitúan en relación con las grandes fiestas u otros eventos cuya
importancia quedó impresa en las memorias.
La mentalidad medieval es sobre todo sensible al ciclo regular de los días, de las
fiestas y de las estaciones, a la permanencia de las esperas y de las vueltas a empezar, al
mismo tiempo que a un lento e inapelable envejecimiento. Todo ello en marcha y en
suspenso. De ahí los temas, literario y artístico, del Elogio del tiempo pasado (el
universo envejece; ya no es lo que era; ¿dónde están las alegrías, las virtudes y las
riquezas pasadas?...), y de la Rueda de la Fortuna (todo vuelve siempre a su lugar, cada
cual ve cómo su destino desciende, asciende y después vuelve a descender; para qué
querer modificar el orden de las cosas...).
Esta resignación algo imposible viene probablemente del hecho de que el hombre de
la Edad Media —tanto el caballero como el campesino— sólo tiene del tiempo una
experiencia concreta. La reflexión intelectual, los cálculos precisos son patrimonio de
unos pocos clérigos. El resto, todos los demás, no conocen más que la alternancia del
día y la noche, del invierno y el verano. Su tiempo es el de la naturaleza, con el ritmo de
las labores agrícolas y el pago de las deudas y rentas señoriales. Los escultores
representaron a menudo en la piedra (en los pórticos de nuestras grandes catedrales y
alrededor de las pilas bautismales sobre todo en Inglaterra) ese calendario de la vida
rústica, en que cada mes se ilustra con una actividad: febrero el descanso ante la lumbre;
marzo ve la vuelta a las tareas agrícolas: se cava la viña y se cortan los sarmientos; abril
es el mes más hermoso del año, cuando todo vuelve a empezar y se representa con un
ramillete de flores en las manos de una joven; mayo es el mes del señor, que se va de
cacería o a la guerra en su caballo más hermoso; junio se reserva para la recogida de la
hierba; julio para la cosecha; agosto para la trilla; septiembre y octubre son los meses de
la vendimia, pero el segundo es también el de la sementera; en noviembre, se hacen las
provisiones de leña para el invierno, sacando los cerdos a bellotear, éstos se sacrificarán
en diciembre, cuando se prepararán de nuevo los festines de enero 12.

El tiempo corto: el día

El ritmo de la jornada está regulado sobre todo por el curso del sol; el día es corto en
invierno, largo en verano. El habitat agrupado permite contar con las campanas del
monasterio, que anuncian los oficios más o menos cada tres horas: maitines a
medianoche, laudes hacia las 3 h, prima hacia las 6 h, tercia hacia la 9 h, sexta a
mediodía, nona hacia las 15 h, vísperas hacia las 18 h y completas hacia las 21 h. Por
otro lado, esas horas están lejos de ser iguales entre sí: varían con la latitud, la estación
del año o la aplicación del campanero. La hora de las vísperas en particular, no es nada
estable. En Inglaterra, tercia, sexta y nona se tocan antes que en el continente (hasta tal
punto que noon terminará designando, en inglés, el mediodía).
¿Cómo se mide el paso del tiempo? Algunos conventos poseen relojes hidráulicos,
semejantes a clepsidras antiguas, que se componen principalmente de un recipiente del
que el agua cae gota a gota: una misma cantidad de líquido emplea el mismo intervalo
de tiempo para vaciarse. Pero se trata de un aparato frágil y complejo, que se halla poco
extendido. Con mayor frecuencia, se emplea el cuadrante solar, y, para medir los
tiempos breves, un simple reloj de arena, cuyo funcionamiento (o incluso el tamaño) es
análogo al que emplean aún hoy las amas de casa. De noche, el fraile que toca los

15
oficios se orienta por la posición de los astros o por el tiempo que dura una vela. Los
textos nos dicen que se consumen tres en una noche y que ésta se divide en primera,
segunda y tercera vela. El campanero puede también calcular las horas, de una manera
más aproximada, según las páginas que ha leído y las oraciones o salmos que ha
recitado.
El empleo del tiempo de una jornada es, por supuesto, diferente según las regiones,
las estaciones del año y las categorías sociales. Sin embargo, pueden observarse ciertas
constantes. La gente se levanta pronto, generalmente antes de que salga el sol, ya que
las actividades comienzan con el alba; antes de empezar con la labor diaria, es preciso
lavarse, vestirse, rezar las oraciones u oír misa. Es raro que uno se alimente tras saltar
de la cama, pues las prácticas religiosas exigen estar en ayunas. El «desayuno», primera
de las tres comidas dianas, tiene lugar más tarde, hacia la hora de tercia; divide la
mañana en dos partes más o menos iguales. La «comida», más copiosa, se sitúa entre
sexta y nona. Le sigue un momento de descanso, dedicado a la siesta, la lectura, el paseo
o el juego. Las actividades se reanudan mediada la tarde, y duran hasta la puesta del sol.
En invierno, esta parte del día es relativamente corta. La «cena» se sitúa entre vísperas y
completas. Más larga que el resto de las comidas, puede estar seguida de una velada;
pero, salvo la noche de Navidad, no se prolonga demasiado. La gente se acuesta pronto
en el siglo XII. La iluminación (velas de cera o pez, lámparas de aceite) es cara y
también peligrosa; la noche es más o menos inquietante: es el momento de los
incendios, de las traiciones y de los peligros sobrenaturales. La legislación prohíbe,
continuamente, la prolongación del trabajo a partir de la caída de la noche y castiga con
severidad los crímenes y delitos entre la puesta y la salida del sol.

El tiempo largo: año y calendario

Ocurre con los días lo mismo que con las horas: son tributarios de la Iglesia. El ciclo
del año es el del calendario litúrgico, cuyas épocas más relevantes son el Adviento y la
Cuaresma, y las fiestas principales Navidad, Pascua, Ascensión, Pentecostés y Todos los
Santos. La costumbre de celebrar la Asunción de la Virgen (15 de agosto) sólo se
impondrá en el siglo XIII. Fue en el concilio de Nicea, en el año 325, cuando la fecha de
Navidad se fijó definitivamente para el 25 de diciembre, y en el siglo VII la fiesta de
«Todos los Santos» se estableció el 1 de noviembre. La fecha de las otras tres grandes
fiestas es móvil. La primera tarea de los «computistas» consistía en determinar la fiesta
de Pascua, fijada a partir del siglo VI (a pesar de que el uso hizo que permaneciese
fluctuante hasta finales del siglo VIII) «en el domingo que sigue a la primera luna llena
posterior al 21 de marzo». En la actualidad se sigue haciendo el mismo cálculo. Pascua,
hoy como en la Edad Media, se sitúa como muy pronto el 22 de marzo, y como muy
tarde el 25 de abril; la Ascensión se celebra cuarenta días después de Pascua, y la de
Pentecostés, cincuenta.
Si el año litúrgico comienza el primer domingo de Adviento, no ocurre lo mismo con
el año civil. La fecha de su comienzo varía según las regiones o países. En Inglaterra, el
año comienza el 25 de diciembre; después, poco a poco, las cancillerías episcopales y
reales inician la costumbre de desplazar ese comienzo al 25 de marzo, día de la
Anunciación; dicho esquema prevalecerá desde finales del siglo XII hasta 1751. En
Francia, los usos difieren de una entidad administrativa a otra. Ciudades
geográficamente muy cercanas tienen, en ese aspecto, costumbres muy diferentes: así,
en Soissons, el año comienza el 25 de diciembre; en Beauvais y Reims el 25 de marzo;
en París el día de Pascua; en Meaux el 22 de julio (santa María Magdalena). Sin entrar

16
con detalle en todas esas diferencias, notemos que los días más habitualmente elegidos
son Navidad (regiones del oeste y suroeste), la Anunciación (Normandía, Poitou, parte
del centro y este) y Pascua (Flandes, Artois, dominio real).
Debido a su movilidad, esta última fecha es bastante incómoda. Para la cancillería de
los reyes de Francia, que inicia el año en Pascua, algunos años tienen casi dos meses de
abril y otros sólo medio. Así, en 1209, el año comenzó un 29 de marzo y terminó, casi
13 meses más tarde, un 17 de abril: hubo pues 47 días de abril (30 + 17). Por el
contrarío, en 1213, en el que el primer día del año fue un 14 de abril y el último día un
29 de marzo, tuvo tan sólo 16 días (16 + O)13.
En las actas y las crónicas, la mención del milenario, calculado en relación con la
encarnación de Cristo, no es de uso frecuente. Se prefieren a veces las fórmulas «el
enésimo año del reino de nuestro rey (de nuestro conde) N...», o «nuestro rey (nuestro
conde) N... que reina desde hace tantos años». Por otro lado, si los nombres de los
meses son los mismos que empleamos actualmente, existen diversas fórmulas para
distinguir el día de la fecha. Tomemos el ejemplo del 28 de septiembre. Unas veces se
dirá «el 28 de septiembre», otras «el tercer día antes de que septiembre termine» (es
decir 3 días antes del final del mes de septiembre), otras «el 4." de las calendas de
octubre», más generalmente «la víspera de San Miguel».
En efecto, para la mayor parte de los individuos, las fiestas litúrgicas y de los santos
son los únicos puntos de referencia del año. Pero se corre con ello el riesgo de la
confusión. En dos diócesis vecinas, puede festejarse al santo en dos fechas distintas. Y,
por el contrario, ciertos santos universalmente venerados, pueden ser festejados en
diferentes fechas en el transcurso del año. Se celebra el aniversario de su nacimiento, de
su conversión, de su martirio, del descubrimiento o traslado de sus reliquias. San Martín
por ejemplo, se festeja al menos tres veces: el 4 de julio (San Martín del verano), día de
su ordenación, el 11 de noviembre (San Martín del invierno), día en que fue enterrado;
el 13 de diciembre, día del retorno de sus reliquias de Auxerre a Tours. Otras
costumbres muestran aún más la influencia de la vida religiosa en el calendario: el día
de la semana, en algunos períodos del año, se designa con el tema del Evangelio leído
en la iglesia. Así, el jueves de la segunda semana de cuaresma es denominado «El rico
malvado», el viernes «Los vendimiadores» y el sábado «La mujer adúltera» 14.
Pero esos problemas de cómputo son asunto de los clérigos. Señores y caballeros,
siervos y villanos, habitantes de los burgos y de las ciudades apenas si los entienden. Su
atención recae sobre todo en las fechas establecidas por los tribunales de justicia y
asambleas feudales, ceremonias y recepción de nuevos caballeros (Pascuas,
Pentecostés); pagos de las rentas (Candelaria, Todos los Santos) e inauguración de ferias
y mercados. Pero si son sensibles al ritmo de los innumerables días de fiestas de
guardar, al retorno periódico de las fiestas religiosas y de las diversiones, lo son aún más
al ciclo de las estaciones del año, al tiempo marcado por la naturaleza: para todos
existen los buenos y los malos días.

17
CAPITULO II
SOCIEDAD FEUDAL Y SOCIEDAD CABALLERESCA

TRATAR de evocar en pocas líneas las estructuras sociales de finales del siglo XII y
comienzos del siglo XIII es una ardua empresa. El tema es sumamente extenso y en
algunos de sus aspectos —como las relaciones entre la nobleza y la caballería—
constituye una de las tareas más controvertidas de las actuales investigaciones en
historia medieval. En efecto, la primera mitad del siglo XII marca el apogeo de lo que se
llama la sociedad feudal, mientras que los últimos decenios de dicho siglo y los
primeros del siguiente ilustran ya el lento pero inexorable declive. Entre las dos fechas
que fijan los límites de esta obra, se produce una aceleración de las transformaciones de
la sociedad, decisiva para el porvenir de Occidente. Pero éste no es lugar para
detenernos demasiado. Por consiguiente, trataremos simplemente de esbozar los
contornos de las diferentes categorías sociales, insistiendo en lo que, desde el punto de
vista económico y sociojurídico, influye de forma particular en la vida cotidiana.
Nuestra exposición, que sólo tiene por objeto facilitar la comprensión de los capítulos
que siguen, es voluntariamente concisa, no exhaustiva y poco matizada, en especial en
lo referente a las diferencias entre Francia e Inglaterra.

Caracteres generales de la sociedad

Ante todo, la sociedad del siglo XII es cristiana; para formar parte de ella, incluso
civilmente, es necesario ser cristiano. Paganos, judíos y musulmanes, si son a veces
tolerados, serán siempre excluidos. Occidente vive al ritmo de una misma fe. Cada
señorío, cada ciudad, cada entidad política forman parte en mayor medida de la
cristiandad universal que de un reino determinado. De ahí la intensidad de los
intercambios, la flexibilidad de las fronteras, la ausencia de naciones y de
nacionalismos; de ahí el carácter universalista, no sólo de las costumbres y de la cultura,
sino también de las estructuras sociales e incluso de las instituciones. No existe una
sociedad francesa y una sociedad inglesa. La vida, las gentes y las cosas son las mismas
en Cornualles y en Borgoña, en Anjou y en Yorkshire. Las únicas diferencias reales son
impuestas por la latitud y las condiciones geográficas.
Esta es una sociedad jerárquica. Si en algunos de sus rasgos parece algo anárquica (la
noción de Estado no existe; algunos derechos y poderes —moneda, justicia, ejército—
se reparten entre múltiples autoridades), se organiza con fuerza en torno a dos principios
de orden: el rey y la pirámide feudal. En la época que nos incumbe, el primero tiende
incluso a adelantarse al segundo. Aparece como una realidad en Inglaterra a partir del
reinado de Enrique II y en Francia a finales del reinado de Felipe Augusto.
Por otro lado, en cada uno de los diferentes niveles, la sociedad tiende a formar
grupos y asociaciones, desde las cofradías hasta las corporaciones de oficios, desde las
ligas de barones hasta las comunidades aldeanas. Los individuos actúan pocas veces en
nombre propio y jamás son considerados individualmente. Aún no están clasificados por

18
estamentos, pero sí constituidos en cuerpos y «estados» 1.
Finalmente, en algunos aspectos, es ya casi una sociedad de clases, aunque éstas no
desempeñen un papel relevante en la organización judicial y política o en el reparto de
los derechos y deberes. Clases muy poco delimitadas y muy abiertas (Guillermo de
Auvernia, obispo de París a comienzos del siglo XIII era hijo de siervos), pero no
obstante una sociedad de clases. La vida cotidiana pone más de relieve a hombres ricos
y poderosos e individuos pobres y sin poder que a clérigos, nobles o plebeyos.

Señores y vasallos

La Europa feudal es un mundo rural en el que la riqueza se fundamenta en la tierra.


La sociedad está dominada por los terratenientes, cuyo poder es a la vez económico y
político. Son los señores. Para comenzar, la feudalidad es el sistema que define las
relaciones de dependencia entre esos señores y los vasallos. Se basa en dos elementos
esenciales: el compromiso vasallático y la concesión del feudo 2.

El vasallo es un señor más o menos humilde que, por obligación o por interés, se
vincula a la persona de un señor más poderoso, a quien promete fidelidad. Este
compromiso constituye el objeto de un contrato que determina unas obligaciones
recíprocas. El señor promete a su vasallo protección y mantenimiento: la defensa contra

19
sus enemigos, la asistencia jurídica, la ayuda de sus consejos, la ofrenda de regalos y
«liberalidades», el mantenimiento en su corte o, más generalmente, la concesión de una
tierra que le permita vivir a él y a los suyos: el feudo. A cambio, el vasallo debe a su
señor un servicio militar (cuyas modalidades se fijan por contrato), una asistencia
política (consejos, misiones) y jurídica (ayuda en la administración de justicia, ocupar
su escaño en el tribunal señorial), a veces servicios domésticos, siempre muestras de
deferencia y respeto y, en algunos casos, una ayuda pecuniaria. En Francia, esos casos
son cuatro: el rescate, la salida hacia la cruzada, el matrimonio de la hija mayor y la
investidura como caballero del hijo mayor. Salvo para los señoríos importantes, el
contrato vasallático se efectúa rara vez por escrito. Pero da lugar a una ceremonia ritual
que es más o menos la misma en todas las regiones: el vasallo, de rodillas, pronuncia
para comenzar una fórmula de homenaje («Me convierto en tu hombre...»);
seguidamente, de pie, jura sobre las Escrituras o sobre reliquias, fidelidad a su señor;
para finalizar, este último le hace entrega del feudo por medio de un objeto que
constituye su símbolo (rama, hierba, terrón) o que es el símbolo del poder que
representa (cetro, anillo, bastón, guante, estandarte, lanza). Genuflexiones, intercambio
de besos, gestos litúrgicos acompañan esta ceremonia que puede realizarse una sola vez
o se renueva periódicamente.
En su origen, el feudo se concedía a título personal o de forma vitalicia; pero el
principio de la herencia se impuso poco a poco. A finales del siglo XII es ya la norma en
Francia e Inglaterra. A cada cambio de titular, el señor se contenta con percibir un
derecho de «relieve». A menudo, el feudo no se transmite únicamente al hijo mayor o
primogénito, sino que se reparte entre todos los hermanos. De ahí la constante división
del territorio y el progresivo empobrecimiento de los vasallos.
En su feudo, el vasallo ejerce todos los derechos políticos y económicos, como si
fuese el verdadero propietario. El señor sólo conserva la posibilidad de confiscar el
feudo cuando su vasallo no cumple con sus compromisos. Por el contrario, el vasallo
que se considera perjudicado por su señor puede, a la vez que conserva la tierra, retirarle
el compromiso de fidelidad y recurrir al soberano: es el «desafío».
Es sistema feudal, en efecto, se halla edificado como una pirámide en la que cada
señor es vasallo de un señor más poderoso. En la cúspide se halla el rey que, por otro
lado, trata de situarse fuera del sistema; en la parte baja, los vasallos menos poderosos,
los valvasores, personajes que la novela de caballería presenta como modelos de lealtad,
amabilidad y prudencia. Entre ambos, toda una jerarquía de grandes y pequeños
barones, desde duques y condes hasta los poseedores de los castillos más modestos. El
poder de un señor depende de la extensión de sus tierras, el número de sus vasallos y del
tamaño de su o sus fortalezas.

El señorío, marco de la vida cotidiana

El señorío es el conjunto de tierras sobre las que el señor —sean los que fueren su
fortuna y su poder— ejerce los derechos de propiedad y soberanía. Es. la entidad
política y económica básica en una sociedad casi exclusivamente rural. Existen de todos
los tamaños y formas; el señorío tipo es la castellanía que, sin ser muy grande, tiene una
extensión capaz de englobar varios pueblos y poseer un castillo fortaleza así como los
feudos necesarios para su guarnición. Ducados, condados y grandes feudos eclesiásticos
se dividen de este modo en cierto número de castellanías. La geografía feudal se
caracteriza por una división extrema, pues los señoríos son raramente una superficie
continua, debido a la diversidad de adquisiciones (herencias, donaciones, compras,
conquistas) y a la necesidad de producir casi todo lo que necesitan. Las guerras privadas

20
tienen a menudo como motivo el deseo de un señor de reunir en una sola dos de sus
tierras separadas por la de un vecino.
Aparte de algunos pequeños feudos que el señor ha podido enfeudar a alguno de sus
hombres de armas, el señorío está dividido en dos partes: las tenencias y la reserva. Las
tenencias son pequeñas superficies de tierra otorgadas por el señor a campesinos a
cambio de una parte de su producción (pagadera en especie o en dinero según las
modalidades diferentes entre una región y otra) y servicios en trabajo a realizar en las
tierras propias: las prestaciones personales (arado, recogida de la hierba, vendimia,
acarreo). La reserva es el dominio explotado directamente por el señor. Comprende: el
castillo y sus dependencias, tierras de labor cultivadas por siervos domésticos o por
campesinos en su prestación personal; pastos, bosques y ríos sobre los que todos los
habitantes del señorío poseen derechos ,de uso más o menos amplios.
Sobre el conjunto de las tenencias y la reserva, el señor representa la autoridad
pública: administra justicia, ejerce los derechos de policía, asegura la defensa militar. A
ese poder general de mando, une un poder económico vinculado con su calidad de
propietario: por un lado percibe tasas sobre todas las actividades comerciales (peajes,
ferias, mercados); por otro lado posee algunos talleres e instrumentos de producción
(forja, molino, prensa, horno) de los que los habitantes se ven obligados a servirse y por
cuyo uso deben pagar una tasa. Ese monopolio, denominado «banalidad», se extiende
incluso a veces a los animales: algunos señores poseen un toro o un verraco al que los
campesinos están forzados a llevar sus vacas o sus cerdas, so pena de incurrir en una
fuerte multa.

Siervos y villanos

Los campesinos a los que se les han concedido tenencias se dividen jurídicamente en
dos grupos: los villanos y los siervos.
El villano disfruta de una completa libertad personal; políticamente depende del
señor, pero puede circular libremente, vivir donde quiera, e incluso cambiar de señorío.
Por el contrario, el siervo está vinculado a su tenencia, padece ciertas limitaciones y está
gravado con algunas cargas. Soporta impuestos más pesados que los del simple villano;
no puede testificar en un proceso contra un hombre libre, entrar en el clero o
beneficiarse con plenitud del uso de los bienes comunales. No obstante, su condición
nada tiene que ver con la de los esclavos de la Antigüedad: tiene cierta personalidad
jurídica y puede poseer un patrimonio; el señor, que le debe justicia y protección, no
puede golpearle, matarle o venderle.
La servidumbre es rara en ciertas regiones (Bretaña, Normandía, Anjou), muy
frecuente, sin embargo, en otras, donde casi toda la población campesina está
constituida por siervos (Champagne, Nivernais). Igualmente, la condición servil varía
de un feudo a otro, de un señorío a otro. De forma general, a finales del siglo XII, la
distinción entre hombres libres y no libres está, en realidad, poco marcada. Siervos y
villanos llevan la misma vida diaria; hay una tendencia a situarles en una misma
categoría social, a la que se le imponen restricciones y obligaciones que, en su origen,
sólo recaían en los siervos: la tasa de formariage que debe pagar el campesino cuando
toma por esposa a una mujer fuera del señorío, o de «manomuerta» cuando debe
regularizar la situación para heredar los bienes y la tenencia de sus padres. Las
diferencias parecen más económicas, pues, que jurídicas. No hay tantos libres y no
libres como ricos labradores que poseen animales de labor e instrumentos de trabajo y
pobres braceros que, por toda riqueza, poseen sus brazos y su coraje. Es frecuente
también encontrar a villanos miserables y siervos algo afortunados.

21
La clase campesina tiene ya sus notables, que se ponen al servicio del señor
convirtiéndose en sus «ministeriales» (funcionarios) o bien que, frente a su
arbitrariedad, asumen la dirección de la comunidad aldeana. Esa comunidad, formada
por el conjunto de los jefes de familia, desempeña un papel importante en la vida de los
campesinos: administra las tierras y el rebaño comunales, decide sobre la rotación de los
cultivos y organiza el reparto de la talla, impuesto que debe pagar al señor todo plebeyo
que habita en el señorío.

La población de las ciudades

Generalmente, las ciudades no son más que grandes pueblos. Sin embargo, desde el
siglo XI se asiste en todo Occidente a un innegable desarrollo urbano, vinculado a un
nuevo ímpetu del comercio y de las actividades derivadas de él, al desarrollo del
artesanado y ciertas formas de industria, y a la multiplicación de las asociaciones
profesionales y municipales. Las ciudades atraen a multitud de personas, adquieren
importancia, amplían su recinto. Sus habitantes soportan cada vez más difícilmente la
autoridad y los derechos que ejerce su señor. De ahí esos motines que llevan el nombre
de «movimiento comunal». El procedimiento y la forma difieren de una ciudad a otra,
pero en todas partes se trata de conseguir, por medio de la violencia o por un acuerdo
pacífico, privilegios, franquicias y un derecho de gobernarse que se consignarán en una
carta de comuna. Por tanto, las ciudades se distinguen cada vez más del «país llano»;
gracias a las libertades conseguidas tratan de salirse del sistema feudal. Su organización,
sus estatutos varían considerablemente. Pero si la evolución de la condición política es
diversa, la evolución social es más o menos similar en todas las partes. Mercaderes y
artesanos se asocian en comunidades de oficios (las futuras corporaciones), cuya
influencia pesa cada vez con más fuerza en la vida de la ciudad. Dichas comunidades, al
crear los monopolios, al fijar los salarios, las horas de trabajo, las condiciones del
empleo; al reprimir las huelgas, verificar la calidad de la mercancía, castigar
severamente los fraudes y las trampas, terminaron no sólo dirigiendo completamente el
comercio y la producción, sino también controlando la administración municipal. Aquí
como en el campo, la jerarquía no se estableció de acuerdo con ideas jurídicas, sino por
criterios económicos: existen los ricos y los pobres. Por un lado los patricios,
mercaderes con fortuna, maestros artesanos y rentistas, que detentan el poder político,
reparten y perciben los impuestos, poseen casas y terrenos de los que cobran alquileres.
Por otro lado, las gentes del común, el mundo de los pequeños artesanos, obreros,
aprendices y miserables de toda especie que, como las tejedoras liberadas por Yvain en
la novela El caballero del león, no pueden hacer otra cosa que gemir por su suerte:
Tejeremos sin cesar telas de seda, pero no por ello estaremos mejor vestidas. Siempre seremos pobres y estaremos
desnudas; siempre tendremos hambre y sed. Nunca ganaremos suficiente para mejorar nuestra comida [...]. Pues
quien gana veinte sous por semana, no puede salir de la miseria [...]. Y mientras nosotras estamos en la escasez, el
hombre para quien trabajamos se enriquece gracias a nuestra labor... 3.

El mundo de los clérigos


La sociedad eclesiástica se halla extraordinariamente diversificada y sus lindes con el
mundo de los laicos no están siempre muy claras. Es clérigo todo hombre que haya
recibido la primera de las órdenes menores; además ha debido ser tonsurado y vestir la
larga sotana distintiva de su estado. Se trata de un estatuto bastante flexible, y los

22
intermediarios entre civiles y verdaderos miembros del clero son numerosos.
Ser clérigo es un estado bastante solicitado ya que trae consigo importantes
privilegios. En efecto, los clérigos sólo dependen de los tribunales eclesiásticos, más
indulgentes que las jurisdicciones civiles; están exentos del servicio militar y de la
mayor parte de los impuestos debidos al señor; sus bienes y su persona se hallan
protegidos de forma especial; finalmente, se les reserva el disfrute de los beneficios
eclesiásticos. Por el contrario, se les prohíbe mezclarse en los asuntos del mundo, en
particular: hacer comercio; los que han recibido las órdenes mayores no tienen el
derecho de contraer matrimonio, y los regulares que realizaron el voto de pobreza no
pueden tener patrimonio.
Los clérigos titulares de un cargo disfrutan de bienes cuyos recursos les permitan
vivir: son los beneficios. Estos se dividen en beneficios menores (curatos, prioratos,
castellanías) y beneficios mayores (arzobispados, obispados, abadías). Tanto en Francia
como en Inglaterra, la Iglesia es la propietaria más rica del reino, y como tal, otorga
parte de sus dominios a quienes están a su servicio. La importancia del benefició es
proporcional a la de la función desempeñada.
Es frecuente que el obispo sea elegido por los sacerdotes de la iglesia catedral: los
canónigos. A veces hasta se consulta a los fieles. Pero a menudo un poderoso señor, el
rey o bien el papa, es quien consigue imponer a su candidato. A finales del siglo XIII, el
obispo se halla en efecto cada vez más sometido al control de la Santa Sede, que trata de
disminuir sus poderes de jurisdicción y vigilar la forma en que administra la diócesis.
Incluso, Inocencio III crea la costumbre de hacer venir a Roma a los obispos al menos
una vez cada cuatro años.
El arzobispo es el titular de un obispado metropolitano. Existen ocho en Francia
(Rouen, Reims, Sens, Tours, Burdeos, Bourges, Narbona y Auch) y dos en Inglaterra
(Canterbury y York). Es un personaje relevante que, tanto el rey como el papa, cada uno
por su lado, tratan de vigilar de cerca. De ahí la frecuencia de conflictos en relación con
los nombramientos, como el que enfrentó durante seis años (1207-1213) a Juan sin
Tierra con Inocencio III, cuando este último consagró como arzobispo de Canterbury, y
con ello primado de Inglaterra, a su amigo Esteban Langton en vez de al candidato real.
En el interior de la diócesis, es el obispo quien hace los nombramientos, para la
concesión de los beneficios menores. Los señores conservan no obstante el derecho de
presentar un candidato para el ministerio de las iglesias que fundaron. Si éste es
canónicamente de recibo, el obispo ratifica la presentación. También aquí existen abusos
y conflictos.
La mayoría de los sacerdotes están al servicio de las parroquias rurales. Su
reclutamiento es local, aunque está lejos de ser perfecto. Por lo general, el sacerdote
debe vivir del único ingreso de su beneficio y asegurar la gratuidad del culto y de los
sacramentos. Si bien por todas partes se desarrollan prácticas simoníacas, está
prácticamente reconocido el cobro del bautismo y los funerales. Por otro lado, la
obligación del celibato no siempre se respeta: en ciertas parroquias, el cura vive con una
«sacerdotisa», concubina o esposa legítima, si así podemos expresarnos. Es una práctica
que no se puede exagerar; en algunos lugares, tiende a desaparecer bajo la influencia de
prelados reformadores. Pero si la literatura abunda en ejemplos de curas ávidos,
orgullosos y libertinos, incluso si la corriente anticlerical recorre toda la Edad Media
con una constante agresividad, no se puede asegurar que los malos curas hayan sido más
numerosos que los buenos.

La caballería

23
La caballería es una institución que se introdujo en el sistema feudal hacia el año mil.
Es caballero, en el sentido estricto, todo hombre de armas que ha pasado por los ritos de
una ceremonia de iniciación específica: la investidura. No obstante, esa ceremonia no
era suficiente; también se debían obedecer ciertas reglas y sobre todo observar una
manera particular de vivir. Así pues, los caballeros no forman una clase jurídica, sino
una categoría social que une a los especialistas del combate de caballería —el único
eficaz hasta finales del siglo XIII—, que poseían los medios suficientes para llevar esa
existencia aparte que era la vida caballeresca. En teoría, la caballería está abierta a todo
hombre que haya sido bautizado: todo caballero puede armar, a su vez, a otro siempre
que lo juzgue digno de tal honor, sin ninguna consideración de origen y condición. Los
cantares de gesta nos ofrecen ejemplos diversos de plebeyos (campesinos, leñadores,
porquerizos, comerciantes, juglares, cocineros, porteros, etc.) 4 que fueron armados
caballeros como recompensa a los servicios ofrecidos al héroe. A veces se trata de
simples siervos. Así, en la Chanson de Ami y Amile, dos siervos reciben la orden de
caballería de las manos de su señor al que, a pesar de la lepra, permanecieron siempre
fieles:
Con esa ocasión, el conde Ami [...] no olvidó a sus dos buenos siervos: el mismo día de su curación, los armó a los
dos caballeros 5.

Pero la realidad es muy diferente. A partir de mediados del siglo XII, los caballeros
suelen reclutarse casi exclusivamente entre los hijos de caballeros y formar así una clase
hereditaria. Las investiduras de plebeyos no han desaparecido, pero son ahora
excepcionales. Dos razones hay para ello. La primera reside en el proceso de cooptación
que favorece, de forma inevitable, el dominio de una clase, la aristocracia de la tierra,
sobre una institución que no se rige por ninguna norma de derecho. La segunda —quizá
la más importante— está vinculada con los imperativos socioeconómicos: el caballo, el
equipo militar, la ceremonia y las fiestas de la investidura son caras; la propia existencia
del caballero, hecha de placeres y ociosidad, presupone, para vivirse, cierta riqueza que,
en esta época, sólo puede ser la tierra. En efecto, ser caballero únicamente aporta gloria
y honor; hay que vivir pues, ya sea de la generosidad de un rico y poderoso personaje
(algo que es aún fácil a comienzos del siglo XII, pero que será mucho más difícil cien
años después), o de las rentas del patrimonio. Así, son numerosos los que, a las
liberalidades domésticas de un señor, prefirieron la concesión de un feudo, por pequeño
que fuese.
Hacia 1200, los caballeros son esencialmente los señores y los hijos de señores. En
Francia ese fenómeno se acentúa en el transcurso del siglo XIII, hasta tal punto que
poco a poco la condición de caballero deja de ser considerada como algo individual y se
transforma en capacidad hereditaria reservada a las capas superiores de la aristocracia.
Se produce entonces una fusión entre caballería y nobleza 6.

La vida caballeresca
La caballería es ante todo una forma de vida. Requiere una preparación especial, una
entronización solemne, actividades que no pueden ser del común. La literatura épica y
cortés nos proporciona descripciones detalladas, aunque probablemente algo engañosas
debido a su carácter ideológico. Hay que tratar de corregirlas por medio de las fuentes
narrativas, los textos diplomáticos y los datos de la arqueología.
La vida del futuro caballero comienza con un largo y difícil aprendizaje, que recibe
en principio en el castillo paterno, y posteriormente, a partir de los diez o doce años,
cerca de un rico padrino o un gran protector. La primera formación, familiar e
individual, tiene por finalidad la enseñanza de los rudimentos de la equitación, caza y

24
manejo de las armas. La segunda, más larga y más técnica, es una verdadera iniciación
profesional y esotérica. Se recibe de forma colectiva. En efecto, en todos los peldaños
de la pirámide feudal, cada señor se halla rodeado de una especie de «escuela de
caballería», donde los hijos de sus vasallos, sus protegidos y en ocasiones sus parientes
menos afortunados acuden para aprender el oficio militar y las virtudes de la caballería.
Cuanto más poderoso es el señor, más numerosos son sus alumnos 7.
Hasta una edad que varía entre los dieciséis y los veintitrés años, esos adolescentes
ejercen ante su protector el papel de sirvientes domésticos y de custodia. Sirviéndole en
la mesa, acompañándole en las cacerías, compartiendo sus diversiones, aprenden las
cualidades del hombre de mundo. Y después ocupándose de sus caballos, manteniendo
sus armas, siguiéndole en los torneos y en los campos de batalla, adquirirán los
conocimientos del guerrero. Desde el día en que realizan esta última función y hasta el
de su investidura, llevan el título de escudero. Algunos que, por falta de fortuna, mérito
u ocasión, jamás podrán acceder a ser armados caballeros, permanecerán en aquel
estado toda su vida. Pues sólo después de dicha ceremonia uno puede atribuirse tal
nombre.
El desarrollo del ritual de esa ceremonia fue fijado en fecha tardía. En el período que
estudiamos, las formas pueden ser todavía diversas, tanto en la realidad como en las
obras literarias. En particular, se observa una gran diferencia entre las investiduras que
tuvieron lugar en tiempos de guerra y las que se llevaron a cabo en tiempos de paz. Las
primeras se daban en el campo de batalla, antes del inicio de ésta o después de la
victoria; son las más gloriosas, a pesar de que los gestos y las fórmulas se reduzcan a su
más sencilla expresión, generalmente a la entrega de la espada y el espaldarazo (golpe
de espada en la espalda). Las segundas van a la par con la celebración de una gran fiesta
religiosa (Pascua, Pentecostés, Ascensión) o civil (nacimiento o boda de un príncipe;
reconciliación de dos soberanos). Son espectáculos casi litúrgicos, que tienen por marco
el patio del castillo, el pórtico de una iglesia, una plaza pública o la hierba de un prado.
Exigen de los futuros caballeros una preparación sacramental (confesión, comunión) y
una noche de meditación en una iglesia o capilla: la vela de las armas. Siguen varios
días de festines, torneos y festejos.
La ceremonia propiamente dicha se desarrolla siguiendo una normativa sacralizada
totalmente. Comienza con la bendición de las armas, que el padrino en caballería
entrega a su ahijado: primeramente la espada y las espuelas, después la cota de mallas y
el yelmo o casco de metal, finalmente la lanza y el escudo. El escudero le viste,
mientras él recita alguna oración y pronuncia un juramento por el que se compromete a
respetar las costumbres y las obligaciones de la caballería. Para terminar, tiene lugar el
espaldarazo, un gesto simbólico cuyo origen y significado siguen siendo discutidos y
cuyas expresiones eran multiformes: generalmente, el oficiante, de pie, daba al joven
neófito, de rodillas ante él, un firme golpe con la palma de la mano sobre la espalda o la
nuca. En algunos condados de Inglaterra y algunas regiones del oeste de Francia, dicho
gesto se reduce a un sencillo abrazo o incluso a un apretón de manos. En el siglo XIV, el
espaldarazo ya no se hará con la mano sino con la hoja de la espada y se acompañará de
la fórmula ritual: «En el nombre de Dios, de San Miguel y San Jorge, te armo
caballero». A pesar de la diversidad de las explicaciones propuestas, se tiende hoy a ver
en esas prácticas los vestigios de una costumbre germánica por la que un anciano
transmitía a alguien más joven las cualidades y virtudes del guerrero 8.
La investidura, etapa capital en la carrera del caballero, no transforma en nada su vida
cotidiana. Esta se compone de cabalgatas, batallas, cacerías y torneos. Los señores con
grandes posesiones ocupan los primeros puestos y desempeñan los primeros papeles,
mientras que los vasallos con feudos pobres deben contentarse con las migajas de la

25
gloria, del placer y del botín. El ejemplo de Guillermo el Mariscal, último miembro de
una familia con poca fortuna, quien tuvo el honor de hacer caballero a Enrique el Joven,
primogénito de Enrique II, rey de Inglaterra fue probablemente excepcional:
Ese día, Dios hizo recaer en el Mariscal un inmenso honor: en presencia de condes, barones, y de numerosos
señores de prestigiosos linajes, él que carecía de la menor porción de feudo, él que no poseía nada más que su
caballería, entregó la espada al hijo del rey de Inglaterra. Muchos sintieron envidia, pero nadie se atrevió a
manifestarla de forma abierta 9.

Los caballeros, iguales en derecho, no lo son de hecho. Existe una especie de


«proletariado caballeresco», que consigue sus rentas, caballos e incluso sus armas de los
poderosos (reyes, condes, barones) a costa de los cuales debe vivir. Esos caballeros
necesitados, ricos en esperanzas pero pobres en feudos, son a menudo jóvenes que
esperan la sucesión paterna o a los que su falta de fortuna condena a servir a un
protector. Bajo la dirección del hijo de algún príncipe o conde, forman bandas
turbulentas, corren aventuras y alquilan sus servicios de torneo en tornero, de campaña
en campaña. Son los primeros en emprender la cruzada o una lejana expedición, cuya
incertidumbre tanto les agrada. Como Guillermo el Mariscal, buscan seducir a una rica
heredera, que les proporcione la fortuna que no pudieron darles ni sus hazañas ni su
nacimiento. De ahí la fecha tardía de su matrimonio, aunque en esta búsqueda
matrimonial y territorial no todos consiguiesen el éxito del futuro regente de Inglaterra
10
.
Probablemente a ese público de jóvenes caballeros, ávidos de hazañas amorosas y
guerreras, se dirigían las novelas de caballería y la literatura cortés. En ella encuentran
la imagen de una sociedad que no existe y que desean imponer. Una sociedad en la que
las cualidades, las prácticas y las aspiraciones de la clase de caballería, serían los únicos
ideales posibles 11.

El ideal y las virtudes de la caballería

La caballería no es sólo una forma de vivir, es también una ética. Si se considera


históricamente innegable el compromiso moral adquirido por el joven guerrero el día de
su investidura, debemos reconocer que la existencia de un verdadero código de
caballería está atestiguada únicamente en la literatura. Y sabemos qué distancia existe,
en el siglo XII, entre los modelos literarios y la realidad cotidiana. Además los preceptos
de dicho código difieren de una obra a otra, y su espíritu se modifica sensiblemente a lo
largo del siglo. Los ideales del Cantar de Roldan ya no son los de Chrétien de Troyes.
Escuchemos a Gornemant de Goort cuando enseña al joven Parsifal los deberes del
caballero:
Hermano, cuando tengáis que luchar contra un caballero, recordad lo que os voy a decir: si habéis conseguido
imponeros a él [...] y si es él quien se ve forzado a pediros piedad, no lo matéis estúpidamente; concededle
misericordia. Por otro lado, no seáis demasiado charlatán ni demasiado curioso [...]. Quien habla demasiado comete
un pecado; guardaos pues de ello. Y si encontráis a una señora o una doncella que se ve en apuros, os lo ruego, haced
todo lo que esté en vuestro poder para socorrerla. Termino con un consejo que sobre todo conviene no despreciar:
entrad a menudo en el monasterio, implorad al Creador de todas las cosas, con el fin de que tenga piedad de vuestra
alma y que en este siglo terrenal os guarde como a un cristiano 12.

De manera muy general, el código de la caballería puede resumirse en tres grandes


principios: fidelidad y lealtad a la palabra dada ante todos; generosidad, protección y
asistencia a todos los menesterosos; obediencia a la Iglesia y defensa de sus ministros y
bienes 13.
A finales del siglo XII, el perfecto caballero no es aún Parsifal, ni por supuesto
Galaad, tal como ambos aparecerán, hacia 1220, en la Búsqueda del Santo Grial. No es

26
tampoco Lanzarote, cuyos amores con la reina Ginebra tienen algo de incompatible con
las virtudes de la caballería. El «sol de toda caballería» es Galván, el sobrino del rey
Arturo, un miembro de la Tabla Redonda que posee en el más alto grado las cualidades
que se esperan de un caballero: la franqueza, la bondad y la nobleza de corazón; la
piedad y la templanza; el coraje y la fuerza física; el desprecio del cansancio, del
sufrimiento y de la muerte; la conciencia de su propio valor; el orgullo de pertenecer a
un linaje, de ser el hombre de un señor, de respetar la fidelidad jurada; y sobre todo,
esas virtudes que el antiguo francés denomina «largesse» y «courtoisie» que ningún
término de la lengua moderna puede traducir de forma satisfactoria.
La largesse es a la vez la liberalidad, generosidad y prodigalidad. Se opone a la
riqueza. Tiene por contrarios la avaricia y la búsqueda del beneficio, algo que es
patrimonio de los mercaderes y burgueses, ridiculizados siempre por Chrétien de Troyes
y sus imitadores. En una sociedad en que la mayor parte de los caballeros viven
parcamente de lo que sus protectores les quieran dar o conceder, es normal que la
literatura exalte los regalos, los gastos, la generosidad y la manifestación del lujo.
La courtoisie es todavía más difícil de definir. Comprende todas las cualidades que
acabamos de enumerar, pero se añaden: la belleza física, la elegancia y el deseo de
agradar; la dulzura, la pureza de alma, la delicadeza de corazón y de las maneras; la
agudeza de la mente, la inteligencia, una exquisita cortesía y, por decirlo todo, un cierto
esnobismo. Supone además la juventud, la libertad de todo apego a la vida, la
disponibilidad para la guerra y los placeres, la aventura y la ociosidad. La courtoisie se
opone a la vilainie, defecto propio de los villanos, los palurdos, las gentes malnacidas y
sobre todo mal educadas. Pues para ser cortés, la nobleza de nacimiento no es
suficiente; los dones naturales deben ser afinados por una educación especial y
mantenidos por una práctica diaria en la corte de un gran señor 14. La del rey Arturo
constituye un modelo. En ella se hallan las damas más bellas, los caballeros más
valientes y las maneras más corteses.

27
CAPITULO III
EL PAISAJE. DE LA TIERRA
ABANDONADA AL VERGEL
FLORIDO

EL paisaje de Europa occidental, a finales del siglo XII, ya no es lo que había sido en
el año mil: una inmensidad de páramos y bosques salpicada de algunos claros en los que
se establecían los hombres, los cultivos y la civilización. Bajo la acción de una intensa
roturación, la cristiandad se extendió notablemente sobre sí misma, y en algunos lugares
el aspecto de la campiña fue muy modificado: se ampliaron los claros del bosque,
retrocedieron las aguas, se prolongaron las llanuras hasta las colinas y las marismas. La
causa principal fue el desarrollo demográfico: para alimentar a un mayor número de
bocas, era necesario ampliar las superficies cultivadas, ya que no era posible mejorar la
productividad.

Las roturaciones
A pesar de su importancia, dicho fenómeno —que se inició a finales del siglo X y
durará hasta finales del siglo XIII— es aún poco conocido por parte de los historiadores.
Es difícil realizar un estudio exhaustivo, ya que son muy variadas las formas que pudo
revestir: deforestación, desmonte, acondicionamiento del baldío, desecación de las
marismas, conquista de terreno al mar. Lo que sí parece seguro es que el siglo XII es la
época en que dicha extensión de la ocupación del suelo resulta particularmente
emprendedora, aunque su amplitud difiere de una región a otra: considerable en
Borgoña, Auvernia, Bretaña y más escasa en Normandía, Artois, centro y sur de
Inglaterra. Por otro lado, conviene corregir la tradicional imagen de los monjes que
destruyen el monte alto para ampliar las tierras de cultivo pertenecientes a la abadía. La
mayor parte de las roturaciones fue obra de los campesinos que trabajaban bajo las
órdenes de un señor; y la lucha no se llevó a cabo tanto contra el propio árbol, sino más
bien contra los arbustos, el matorral y los espinos 1.
A pesar de que hay un evidente retorno del baldío y del monte bajo en la época de la
guerra de los Cien Años, será no obstante durante los siglos XII y XIII cuando el paisaje
del norte y oeste de Francia adopte su aspecto tradicional, el que será suyo, sin grandes
modificaciones, hasta mediados del siglo XVIII. Un paisaje de páramos y bosques,
praderas y tierras de labranza, jardines y vergeles, entrecortados armónicamente por
aguas corrientes y aguas estancadas. Un paisaje que, a pesar de condiciones geográficas
distintas, tiende a presentar una fisionomía, similar debido a la uniformidad de las
prácticas agrarias: la cría extensiva y el policultivo de productos de autoconsumo a base
de cereales. En las regiones de bosque bajo aparece progresivamente un habitat
disperso, que no había conocido el primer milenio, ni tampoco el siglo XI. Granjas
aisladas se instalan entre los antiguos lugares de población y los territorios de reciente
desmonte donde se han creado pueblos nuevos. Con ellas surge cierta forma de

28
individualismo agrario, en explotaciones que no se hallan divididas ni sometidas a los
imperativos de la economía colectiva. La toponimia de esas aldeas normandas, bretonas
y poitevinas, conserva a menudo el nombre de esos pioneros, que consiguieron de su
señor el derecho de instalarse, solitarios, en el lugar de sus rozas: La Rogerie, La
Martinerie, La Richardais, La Thomassais, La Thibaudière, La Guichardière, Chez-
Foucher, Chez-Garnier 2.

Páramos y marismas

El páramo, más que el bosque, ocupa la mayor parte del terruño. Se trata de la tierra
gaste (de nadie) de las novelas de caballería, allá donde se pierden las pistas y donde
dan comienzo los peligros, las incertidumbres y lo maravilloso. La realidad es más
banal: se trata de tierras incultas definitivamente abandonadas a los arbustos baldíos
temporales debidos a la rotación de los cultivos o también lugares de paso para personas
y animales. Sus límites con las tierras de siembra no están siempre muy bien
delimitados; por ello, en los pueblos, los conflictos son frecuentes entre cultivadores y
pastores en relación con los atropellos producidos por un rebaño.
Marismas y pantanos tienen igualmente un papel importante en la vida del campo:
suministran abundante caza y pescado. Las marismas, como en las costas de East Anglia
y de Poitou, se explotan para producir sal; las orillas fluviales para producir juncos,
cañas, y sobre todo turba, valioso carbón vegetal cuya recogida está reglamentada;
drenados y desecados, como en los Fens ingleses, como en las costas flamencas,
bretonas y poitevinas, se transforman en pólderes, que se dedican primero a pastos y
después a cultivos. En cuanto a los ríos, sirven a la vez de fronteras y vías de
circulación. Circulación de productos alimenticios y de personas, pero a la vez de las
ideas y del progreso. Fronteras reales —las únicas realmente lineales— entre dos
señoríos, dos principados, dos países; pero también fronteras maravillosas, en una
literatura que inicia siempre su aventura del otro lado del vado, del otro lado del puente.
El bosque

Igualmente, la aventura comienza en la linde del bosque, que es no sólo tierra de


nadie como el páramo, sino también soltaine (desierto) como el mar y el océano. El
bosque literario no recuerda en nada el sentimiento de la naturaleza. Los autores hacen
del bosque un lugar de difícil penetración, refugio de los ermitaños, de los proscritos o
de los amantes desafortunados, como Tristán e Isolda. Es un lugar propicio para las
emboscadas y los encuentros no deseados, un mundo lleno de peligros y de siniestros
presagios, donde el límite entre los peligros reales y las amenazas sobrenaturales no está
claro 3. El bosque típico es el del Brocéliande, en el corazón de Bretaña, donde los
animales salvajes conviven con los monstruos, los salteadores se codean con los
hechiceros y los caballeros de la Tabla Redonda (como aquí el valiente Calogrenant)
acuden en busca de la aventura y toman contacto con el misterio, los prodigios y las
hadas.

Ocurrió hace algo más de siete años. Me encontraba solo y caminaba en busca de aventuras, armado de pies a
cabeza como conviene a todo caballero. La suerte me condujo hasta el centro de un espeso bosque donde las sendas,
cortadas por los arbustos y el matorral, ocultaban múltiples peligros. Con dificultad pude seguir una de ellas. Estuve
cabalgando un día entero, de tal forma que conseguí salir de ese bosque. Se trataba del bosque de Brocéliande... 4

Los lugares comunes de los poetas no consiguen traducir la realidad. El bosque del
siglo XII ya no es el de la época carolingia. Las sendas lo cruzan, los hombres trabajan

29
en él y los rebaños pacen. Ermitaños y gentes fuera de la ley no se instalan en el corazón
del bosque, sino más bien en los claros y en sus lindes. En Francia y en Inglaterra (en
esos momentos más boscosa que Francia), no existe ya un solo bosque virgen. La mayor
parte de ellos no son ni hostiles ni impenetrables, sino abiertos y ampliamente
explotados. Por la variedad de productos que ofrecen, constituyen en efecto un elemento
esencial de la vida económica. Para comenzar, la madera, primera riqueza de Occidente
y principal soporte de la civilización; esa madera que reemplaza a menudo la piedra, el
hierro y el carbón; con la que uno se calienta, con la que se sostienen la viña y las
galerías subterráneas, con la que se fabrican utensilios, herramientas, recipientes e
instrumentos de todo tipo; con la que se construyen muebles, casas, cobertizos,
empalizadas, barcos, carros y carruajes. Para continuar con las cortezas, que sirven para
curtir la piel; los productos resinosos de los que se fabrican pegamentos y colas, cirios y
antorchas; plantas de las que se extraen materias medicinales y tintóreas; productos
comestibles que, para la mayor parte de los campesinos, constituyen más que un simple
alimento de complemento (miel, setas, hierbas, frutos salvajes); y finalmente, porque
suministra carne, pieles, caza, esta última reglamentada y reservada a los más poderosos
5
.
Por otro lado, los bosques constituyen inmensos terrenos de pastos para los rebaños
señoriales y de los pueblos. Caballos, bovinos, ovinos y caprinos acuden a pacer la
hierba del sotobosque y las hojas de los arbustos, mientras que los cerdos se alimentan
bajo robles y encinas, de bellotas y hayucos. Esta última actividad es hasta tal punto
primordial en la vida del campo que, en casi todas las regiones de Inglaterra, la
costumbre consiste en medir el tamaño de un lugar boscoso según el número de cerdos
que puede engordar en un año. Sabemos así que el bosque de Pakenham (hoy Suffolk),
que alimentaba a cien cerdos a finales del siglo XI, sólo podía hacerlo a la mitad en
1217 6.
El bosque, rico gracias a múltiples e indispensables productos, se halla sometido a
una reglamentación rigurosa, que limita los derechos de los campesinos sobre la
madera, los frutos y la caza. Furtivismo y recogida clandestina son a menudo para ellos
el único medio de esquivar una legislación que discrimina notablemente a los villanos
en relación con los señores, y a los individuos en relación con las comunidades. En
todos los grados de las relaciones feudales, incluso en el más alto, son innumerables las
impugnaciones y conflictos que tienen como causa los privilegios sobre el bosque. Y
esto es así hasta tal punto que, en 1216, el rey de Inglaterra, Juan sin Tierra, propietario
de la casi totalidad de los bosques del reino, fue obligado, a semejanza de la famosa
Carta Magna de 1215, a conceder a sus barones en rebelión una Carta del bosque que
limitaba la extensión de sus dominios y la de sus derechos en materia de cacería.

El vergel

A la naturaleza salvaje del páramo o del bosque, se opone la naturaleza civilizada del
vergel. Bajo ese término se designa el jardín o huerto del señor, situado a la sombra del
castillo, fuera del muro del recinto, no lejos del torreón. Se accede a él por una poterna y
una pasarela encima del foso. En las obras literarias es el lugar del paseo, del reposo, del
ocio aristocrático y de las citas amorosas. El agua, que circula con libertad, el verde
césped, los árboles de esencias raras donde cantan melódicamente numerosos pájaros
hacen de él un verdadero paraíso terrenal, donde los amantes encuentran un refugio
seguro y delicado, y el castellano y sus personas más cercanas acuden a comulgar con la
naturaleza, lejos de la multitud y de los placeres vulgares 7.
La realidad es más prosaica. Ciertamente, el jardín o vergel constituye un lugar

30
propicio para jugar y deambular, pero sobre todo tiene por finalidad suministrar al
castillo frutas, legumbres, vino, agua fresca, hierbas aromáticas, plantas textiles y
medicinales. Por lo demás debido a la falta de textos detallados y a una iconografía
realista poco sabemos de estos vergeles o huertos de los siglos XII y XIII. A finales de
la Edad Media, en las fincas más ricas, los vergeles son jardines compuestos de césped
y macizos simétricos, cortados por avenidas rectilíneas, salpicadas de fuentes, estanques
y motivos arquitectónicos. Pueden tener también invernaderos, espalderas, cenadores,
pajareras e incluso a veces una casa de fieras. Lo agradable supera lo útil 8. Es probable
que así fuese ya a comienzos del siglo XIII en las residencias de los príncipes. Pero en
el resto, el vergel tiene sobre todo una función utilitaria. El jardín del señor, como el del
campesino, es ante todo un huerto. Un huerto mejorado, bellamente empalizado, con
diversos árboles frutales, una parra, un pozo o una fuente de agua corriente, quizá algún
otro conjunto floral (rosas, lirios, violetas), pero siempre un huerto. Legumbres y frutas
tienen prioridad sobre el césped y las flores. Nos encontramos lejos de los jardines de la
literatura cortés, con su paisaje idílico, su maravillosa flora, su fauna exótica, como el
del gigante Maboagrain que nos describe Chrétien de Troyes al final de su obra Erec y
Enide:

Dicho jardín no estaba rodeado de pared ni empalizada alguna, sino de una sencilla capa de aire que formaba por
todas partes un vallado mágico. Tenía tan sólo una entrada, de tal forma que ese jardín estaba tan cercado como si
hubiese sido cerrado por un recinto de hierro. En invierno, como en verano, siempre tenía flores y fruta madura. Era
una fruta encantada: podía disfrutarse en el interior del jardín, pero no comerse fuera; quien intentaba sacarla del
jardín era incapaz de encontrar la salida hasta que no la devolvía a su lugar. Había aquí todos los pájaros que vuelan
en el cielo, aquellos cuyo canto alegra y encanta a los hombres, y cada especie estaba abundantemente representada.
De igual modo, en ese vergel crecían con abundancia todas las especias y todas las plantas medicinales que se hallan
en las regiones más lejanas... 9.

31
CAPITULO IV
«TAL SEÑOR, TAL MORADA»:
EL CASTILLO Y EL HABITAT

NUESTRO período ve el apogeo del castillo feudal clásico, el de tipo románico


constituido por un torreón rodeado por varios recintos.
Los primeros castillos, que surgieron en la época carolingia, se elevaban sobre un
sencillo montículo que se coronaba por un edificio de madera y estaba rodeado por una
o dos empalizadas y un foso. Pero desde finales del siglo X, los sistemas de fortificación
no dejan de perfeccionarse: se alzan los muros; se excavan los fosos; en sus ángulos, los
recintos son flanqueados de construcciones salientes; y sobre todo, la piedra reemplaza
poco a poco la madera, inicialmente para el torreón y después para el conjunto de las
torres de defensa y murallas. Lo cual culminará en esa obra maestra de fortificación
románica que es el Château-Gaillard, construido por orden de Ricardo Corazón de León
en un meandro del río Sena, entre 1196 y 1198. Los primeros decenios del siglo
siguiente marcan en efecto una nueva etapa con la aparición de los castillos de tipo
gótico: perímetro de los recintos más pequeño y torres de defensa más numerosas;
aspecto en general más almenado y recargado; disminución de la importancia y tamaño
del torreón, reemplazado en su función militar por una gran torre del homenaje, y en la
de residencia por una morada real: el palacio.
Describiremos aquí un castillo tipo de finales del siglo XII. Supondremos que está
construido en piedra, aunque en esa época las construcciones fortificadas de madera, o
mitad y mitad, son aún las más numerosas; en Inglaterra sobre todo, donde los
progresos de la fortificación son más lentos que en Francia. La piedra es a menudo un
lujo reservado a los señores más poderosos, reyes, duques o condes. Pocos son los
vasallos que pueden vanagloriarse de haber heredado de su padre una morada de madera
y transmitir a su hijo un castillo de piedra. Finalmente, nuestra descripción, aunque sea
algo esquemática, tratará de ser exhaustiva y fiel. En efecto, a pesar de la diversidad de
emplazamientos, constructores y destinos, se observan grandes similitudes. Hay dos
razones principales para ello: la uniformidad de las técnicas de la poliorcética (en
realidad, muy retrasada en relación con las de la fortificación), y la existencia de normas
imperativas (lugares, formas, dimensiones) fijadas por la Iglesia o los soberanos 1.

El castillo: recinto exterior

El primer recinto del castillo está protegido por defensas externas destinadas a romper
el ímpetu un tanto vigoroso de un eventual asaltante: setos de espino, filas de estacas
clavadas en el suelo, terraplenes, empalizadas, obras avanzadas como la tradicional
barbacana, especie de fortín de madera que protege el acceso del puente levadizo. Al
pie del muro está el foso, lo más profundo posible (a veces más de 10 metros, como en
Trematon y Lassay) y siempre muy ancho: 10 m en Loches, 12 m en Dourdan, 15 m en

32
Tremworth, 22 m en Coucy. Raramente está lleno de agua, y su perfil tiene más
frecuentemente la forma de V que de U. Cuando se ha excavado bastante por delante del
recinto, su escarpa se halla coronada por una empalizada, la contrabraga, un camino de
ronda que encierra la plaza desde el exterior. A esa franja de terreno se le da el nombre
de liza.
El recinto propiamente dicho está constituido por gruesos muros continuos, llamados
cortinas, y diversas construcciones que se denominan con el término genérico de torres.
En general, el recinto surge directamente por encima del foso; sus cimientos se hunden
profundamente en el suelo y la base de sus muros toma forma de talud con el fin de
resistir mejor la obra de minado de los asaltantes y hacer rebotar los proyectiles
arrojados desde lo alto de las murallas. La forma del recinto depende del lugar elegido,
pero su perímetro es siempre considerable. En Coucy, es un trapecio de 285 m de lado;
en Fréteval, un círculo cuyo diámetro supera los 140 m; en Gisors, un polígono de 24
lados cuyo perímetro es superior a 1 km. El castillo fortaleza en nada se asemeja a la
residencia individual. La altura de las murallas varía entre 6 y 10 m y el espesor entre
1,50 y 3 m. No obstante, en algunas fortalezas, como Château-Gaillard, dicho espesor
puede, en algunos lugares, superar los 4,50 m. Las torres, muy a menudo redondas, pero
en ocasiones cuadradas o poligonales, son generalmente más altas que las murallas. Por
otro lado, su diámetro (entre 6 y 20 m) difiere según su emplazamiento, situándose las
más anchas en los ángulos salientes y cerca de la puerta de entrada. Están huecas y
divididas en plantas por suelos de madera, abiertos en su centro o en un lateral con el fin
de dejar pasar un cable por el que se elevan hasta la plataforma superior los proyectiles
necesarios para la defensa de la plaza. Por el contrarío, las escaleras se disimulan dentro
de los muros. Cada planta forma así una habitación en la que se acuartela a los
defensores; una chimenea acondicionada en el muro permite encender fuego. Las únicas
aberturas son las aspilleras, vanos alargados y estrechos y muy derramados hacia el
interior. Las de Fréteval, por ejemplo, tienen una altura de un metro y una anchura de 30
cm en el exterior y 1,30 en el interior. Lo cual dificulta la penetración de los dardos
enemigos, a la vez que deja a los defensores la posibilidad de tirar en todas las
direcciones.
Sobre la muralla se sitúa el adarve o camino de ronda, exteriormente protegido por un
parapeto almenado. Sirve para la vigilancia, la comunicación entre las diferentes torres
y la defensa de la plaza. Entre los merlones, las almenas están a veces provistas de una
puerta de palenque que se abre alrededor de un eje horizontal, detrás de la cual se
cobijan los ballesteros para cargar su arma. En tiempos de guerra, el camino de ronda se
alarga a menudo hacia el exterior gracias a una especie de galería móvil de madera que
se coloca delante del parapeto. Esos andamiajes de formas variadas se denominan
hurdeles. El suelo se halla calado con el fin de permitir a los defensores tirar
verticalmente sobre los asaltantes cuando éstos se han refugiado al pie de las murallas.
Desde finales del siglo XII, particularmente en las regiones meridionales de Francia, se
comienzan a reemplazar los hurdeles de madera, poco sólidos y fácilmente inflamables,
por verdaderos saledizos de piedra, construidos al mismo tiempo que los parapetos. Son
llamados matacanes. Su función es la misma que la de los hurdeles, pero tienen la
ventaja de ser más sólidos y favorecen el lanzamiento vertical de los proyectiles
destinados a rebotar sobre el talud de la muralla.
El recinto comprende a veces varias poternas, de dimensiones reducidas y destinadas
al paso de los peatones, pero siempre una única puerta, que se fortifica de forma muy
especial, ya que es en ella donde el asaltante concentra sus esfuerzos. Se halla
flanqueada por dos grandes torres coronadas por un puesto de guardia y protegida más
allá del foso por una barbacana. Sus batientes son de madera dura, revestidos de hierro;

33
durante el ataque están sostenidos por enormes vigas con el fin de resistir los golpes de
los arietes. Ante ellos se baja el rastrillo, reja corrediza formada por viguetas de madera
unidas y reforzadas por piezas metálicas. La propia reja está protegida por la parte
móvil del puente levadizo cuando éste ha sido alzado. En la época que estudiamos aún
no es una construcción muy elaborada, sino una simple pasarela que desciende
verticalmente por medio de cadenas accionadas por un torno. A pesar de estas diversas
protecciones, la gran puerta sigue siendo el lugar más vulnerable de la fortaleza por el
que el enemigo —cuando lo consigue— penetra en la plaza.

El castillo: recintos interiores

Así se presenta el primer recinto. Todo castillo de cierta importancia posee al menos
otros dos, de dimensiones más reducidas, pero construidos siguiendo los mismos
principios de fortificación: fosos, empalizadas, murallas, torres, parapetos, puertas y
puentes. Generalmente, la distancia que los separa es bastante grande, lo que hace que
todo el castillo sea una plaza fuerte. Como ejemplo valga de nuevo el de Fréteval, en el
que son perfectamente concéntricos: el primero tiene un diámetro de 140 m, el segundo
70 m y el tercero 30 m 2. Este último, denominado camisa, se halla sin embargo cercano
a la torre del homenaje protegiendo el acceso.
El espacio delimitado por los dos primeros recintos constituye el patio interior, donde
se encuentra instalada una verdadera aldea, que comprende: las casas de los campesinos
que trabajan para el señor, los talleres y las habitaciones de los artesanos domésticos
(herreros, carpinteros, albañiles, canteros y carreteros), personal de las granjas y de los
establos, el horno, el molino y la prensa; un pozo, una fuente, a veces un vivero, un
lavadero y los puestos de los mercaderes. La disposición es la misma que la de una
«aglomeración» aldeana, con su desorden de calles y construcciones. No obstante, a
finales del remado de Felipe Augusto, cuando la organización del castillo se hace más
metódica, se tiende a desplazar esos edificios contra las paredes interiores de las
murallas con el fin de facilitar la libre circulación. Poco a poco, ese tipo de aldea irá
saliendo del interior del castillo para establecerse a su alrededor, del otro lado del foso.
Sus habitantes, como el resto de los habitantes del señorío, tan sólo se refugian en el
interior amurallado en caso de graves amenazas.
Entre el segundo y tercer recinto se sitúa el patio alto, donde se da cobijo también a
todo un conjunto de construcciones: las habitaciones de la guarnición, la capilla
señorial, las caballerizas, las perreras, los palomares y las halconeras, los almacenes de
alimentos, las cocinas y los aljibes.
La torre del homenaje, detrás de su camisa, pocas veces construida en el centro del
castillo, sino más bien en uno de sus extremos de más difícil acceso, constituye a la vez
la residencia del señor y el corazón militar de la fortaleza. Domina el conjunto desde
una altura que supera a menudo los 25 m: 27 m en Etampes, 28 m en Gisors, 30 m en
Houdan, Dourdan y Fréteval, 31 m en Châteaudun, 35 m en Tonquédec, 40 m en
Loches, 45 m en Provins 3. Su sección puede ser cuadrada (Torre de Londres),
rectangular (Loches), hexagonal (Tournoël), octogonal (Gisors), cuadrilobulada
(Etampes), pero generalmente es circular, con un diámetro comprendido entre los 15 y
los 20 m y unos muros de 3 a 4 m de espesor.
La torre del homenaje, como el resto de las torres, está dividida en pisos por suelos de
madera. Con una finalidad defensiva, su única puerta se abre en el primer piso, es decir
al menos a 5 metros del suelo. Se accede a ella por una escalera, un andamio o una
pasarela que la ponen en comunicación con el parapeto de la camisa. Sea cual fuere, ese
medio de acceso debe poder ser fácil y rápidamente eliminado en caso de ataque. En

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esta planta es donde se encuentra la gran sala o sala mayor, habitación en ocasiones
abovedada que constituye el centro vital de la residencia del señor. En ella come, se
divierte, recibe a sus huéspedes y sus vasallos y administra justicia, incluso en invierno.
En el piso superior se halla su aposento y el de su esposa; se sube por medio de una
estrecha escalera de piedra adosada a la pared. El tercer y cuarto pisos reúnen los
aposentos de hijos e hijas, de los sirvientes y algunos fieles. La parte superior de la torre
del homenaje es semejante a la de los recintos, con su parapeto almenado y su camino
de ronda provisto de hurdeles y matacanes. Se añade una atalaya desde la que un vigía
observa permanentemente la campiña de los alrededores. Bajo la gran sala, la planta
baja no posee abertura alguna hacia el exterior. No obstante, no sirve de cárcel o
calabozo como han creído algunos arqueólogos del siglo pasado, sino de almacén donde
se amontona la madera, la leña, el vino, el grano y las armas. En algunas torres del
homenaje, un local en el subsuelo puede igualmente cumplir dicha función, o bien
albergar un pozo o una estufa, o a veces incluso disimular la entrada de un subterráneo
excavado bajo el castillo y que tenía su salida en pleno campo. Sin embargo, ese caso no
era frecuente. Y cuando existía, dicho subterráneo servía sobre todo para conservar
frescas las provisiones del año y no para facilitar una huida secreta, romántica o
desesperada.

La torre del homenaje: decoración interior y mobiliario

El aspecto interior de la residencia señorial puede resumirse en tres rasgos: sencillez,


sobriedad y escasez de mobiliario 4. Ya hemos dicho cómo estaban distribuidas las
habitaciones dentro de dicha torre. Tal disposición no es diferente cuando el señor vive
en un palacio de la ciudad (principesco o episcopal), o bien, como ya es el caso en
Inglaterra meridional a comienzos del siglo XIII, una casa solariega no fortificada: la
obra tiene la forma de un rectángulo alargado en lugar de la de un cuadrado o un
círculo; pero la pieza principal se halla igualmente en la primera planta; comunica con
el extenor por medio de una escalinata de piedra, y con la capilla y los otros aposentos
(en la misma planta o encima) por medio de varios pasillos; la planta baja, abovedada y
mal iluminada, sirve de almacén o sala para la guarnición.
Pero volvamos a la torre del homenaje y a la gran sala. Por alta (7 a 12 m) y extensa
(50 a 150 m2) que sea, constituye siempre una única pieza. Puede dividirse a veces en
varios gabinetes por medio de cortinajes, pero se trata, en cualquier caso, de un arreglo
provisional adaptado a una circunstancia especial. Del mismo modo, el alféizar
trapezoidal de las ventanas y los profundos alvéolos excavados en la pared pueden, una
vez aislados, formar algo así como unos saloncitos. Las ventanas son huecos mucho
más altos que anchos, abovedadas de medio punto, abiertas en el espesor de la muralla
como las aspilleras y precedidas de una banqueta de piedra donde uno se sienta para
charlar o mirar hacia fuera. Pocas veces acristaladas —ya que el cristal cuesta caro y se
reserva para las ventanas de las iglesias—, están provistas de una rejilla de metal o
mimbre, o también, cubiertas por un hule o una hoja de pergamino engrasado, clavada
sobre un marco. Se añade una contraventana interior de madera que a menudo
permanece abierta cuando no se duerme en este lugar. Dichas ventanas, a pesar de ser
pocas y relativamente estrechas, dejan pasar suficiente luz para iluminar la sala durante
los días de verano. Al anochecer y en invierno, se suple no sólo por el fuego de la
chimenea, sino también con el empleo de antorchas resinosas, velas de sebo o lámparas
de aceite colgadas de las paredes o del techo. De este modo, la iluminación interior es
siempre fuente de calor y de humo, sin que por ello se consiga vencer la humedad, la
gran plaga de los aposentos medievales. Los cirios, como los cristales, quedan para los

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más ricos y las iglesias. El suelo, hecho de madera, tierra apisonada o, menos frecuente,
de losas de piedra, nunca se deja desnudo. En invierno, se cubre de paja menuda o
trenzada en forma de estera. En primavera y verano, esta paja es reemplazada por
juncos, ramas y flores (lirios, gladiolos, azucenas). A lo largo de las paredes se cuelgan
hierbas olorosas y plantas aromáticas, como la menta y la verbena. Las alfombras de
lana y las piezas de tela bordadas, que sirven para sentarse, se reservan en general para
los aposentos y los dormitorios. El suelo de la gran sala se cubre esencialmente con
pieles.
El techo, que es así mismo el suelo de la planta superior, se deja habitualmente en
estado natural; pero en el siglo XIII se intenta pintar, utilizando las vigas y los arcones
para representar una decoración geométrica, un friso heráldico o un plantel de follajes
con animales. Semejantes motivos pueden adornar también las paredes; pero la
decoración más frecuente consiste en un color uniforme (preferentemente ocre: rojo y
amarillo) o un dibujo lineal que imita el de la piedra de construcción o los cuadrados de
un damero. No obstante, no son raros en las estancias principescas los frescos que
representan escenas alegóricas e históricas sacadas de leyendas, de la Biblia o de obras
literarias contemporáneas. Por ejemplo, sabemos que al rey de Inglaterra Enrique III le
gustaba dormir en un aposento en el que las paredes estaban pintadas con episodios de
la vida de Alejandro Magno —héroe por el que la Edad Media sentía una admiración
particular. Pero eso es un lujo de soberano. El pequeño vasallo en su torre del homenaje
de madera deberá contentarse con una pared prácticamente desnuda donde, como
adorno, penderá su lanza y escudo.
Con las tapicerías ocurre lo mismo que con las pinturas murales: recurren (con
frecuencia) a motivos geométricos, vegetales o históricos. No son tanto verdaderos
tapices (generalmente importados de Oriente) como bordados sobre tela gruesa como la
llamada «de la rema Matilde» conservada en Bayeux. Se emplean para fines muy
diversos: disimular una puerta o una ventana, dividir una gran sala en varias
«habitaciones», etc. En efecto, este término chambre no suele designar el lugar en que
se duerme, sino el conjunto de esos tapices, bordados y telas diversas con los que se
arregla y personaliza el interior y que siempre se lleva consigo de viaje 5. Era el
elemento esencial de la decoración y de la vivienda de la aristocracia.
Los muebles del siglo XII, siempre de madera, se desplazan continuamente ya que,
salvo la cama, no cumplen una única función. Así, el cofre, el mueble por excelencia,
sirve a la vez de armario, mesa y asiento. Para desempeñar ese último papel, puede estar
provisto de un respaldo e incluso de un brazo. Sin embargo, el cofre sólo es un asiento
para un momento determinado. La gente se acomoda sobre todo en bancos colectivos,
divididos a veces en forma de sillas de coro, o sobre banquillos, unos taburetes
individuales desprovistos de respaldo. El sillón está reservado para el dueño de la casa y
para el huésped de calidad. Escuderos y doncellas se sientan sobre manojos de paja
cubiertos o no de telas bordadas, o simplemente en el suelo, como lo hacen los
sirvientes y criados. Unas tablas y unos caballetes forman la mesa que se levanta, a
menudo, en medio de la gran sala a las horas de las comidas. Los comensales sólo se
colocan de un lado de la mesa, reservándose el otro para el servicio de las fuentes.
Aparte de los cofres, en los que se disponen en desorden vajilla, utensilios, vestidos,
dinero y cartas, los muebles no son muy numerosos: a veces un armario o una alacena;
más raramente un aparador, en el que los más ricos exponen con orgullo su preciosa
vajilla o algunas piezas de orfebrería. A menudo se trata de nichos excavados en la
pared y cubiertos por una tela o una contraventana: hacen la vez de muebles. Los
vestidos no se colocan plegados, sino enrollados y aromatizados. Las cartas, del mismo
modo, se enrollan sobre un pergamino para después introducirlas en un bolso de tela,

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una especie de «caja fuerte» que contiene a su vez uno o varios bolsos de cuero.
Si a este inventario añadimos varios joyeros, algunos objetos de escaso valor y
algunos objetos de devoción (relicarios, pilas de agua bendita), tendremos ante nosotros
un cuadro aproximado del mobiliario que adorna la gran sala de una torre del homenaje.
Como vemos, se halla lejos de ser abundante. Y el de los aposentos o dormitorios es aún
más reducido: una cama y un cofre en el de los hombres; una cama y una especie de
mesa de tocador en el de las mujeres. Nada de bancos ni sillones; uno se sienta encima
de canapés de paja o de tela, en el suelo o encima de la cama. Esta es inmensa,
cuadrada, a veces más ancha que larga 6. La costumbre es de no dormir solo. Incluso
cuando el castellano y su esposa poseen cada uno su habitación propia, duermen
generalmente juntos. En los aposentos de sus hijos y sus hijas, de los sirvientes o de los
visitantes, las camas son colectivas. Se acuestan juntas dos, cuatro o seis personas.
La cama señorial se coloca sobre una tarima, la cabecera contra la pared, los pies
hacia la chimenea. Un armazón de madera forma el techo, de donde descienden unas
cortinas que aíslan a los durmientes. El juego de cama no es muy distinto del nuestro.
Sobre un jergón o un colchón se coloca una colchoneta de plumas cubierta por encima
con una sábana. La sábana superior se pliega por encima de la manta, pero se deja que
el conjunto cuelgue. Por encima se extiende una colcha de plumón o algodón punteado
como nuestros edredones. Travesaños y almohadas cubiertos con fundas muy
semejantes a las que empleamos actualmente. Las sábanas, blancas y bordadas, son de
lino o de seda; las mantas de lana, guarnecidas de armiño o de vero. Entre los menos
ricos, el cáñamo reemplaza la seda y la sarga a la lana.
En esta cama cómoda y espaciosa (es tan ancha que para «hacerla», hay que ayudarse
de un palo), se duerme desnudo. Sólo la cabeza se cubre con un gorro. Antes de
acostarse, se cuelgan los vestidos en una especie de percha, formada por un listón de
madera fijado en la pared y que se adentra en la habitación de forma paralela a la cama.
No obstante, se conserva la camisa, que sólo se quita una vez en la cama, y que después
se enrolla bajo la almohada con el fin de volver a ponérsela antes de levantarse.
En la chimenea del dormitorio, el fuego no arde permanentemente. Se enciende al
anochecer, para una velada familiar que encuentra aquí mayor intimidad que en la sala
mayor. En efecto, en este aposento, la chimenea es colosal, dotada de un hogar
preparado para quemar enormes bloques de madera, y de banquetas donde pueden
sentarse doce, quince o veinte personas. Su campana cónica y sus montantes
prominentes forman un apartado en el interior de la sala. Su inmenso dintel no está
decorado; sólo a comienzos del siglo XIV se iniciará la costumbre de hacer figurar en
este lugar el escudo de armas de la familia. Algunas salas espaciosas poseen dos (a
veces tres) chimeneas, no apoyadas en dos paredes alejadas, sino contiguas ambas. En
Inglaterra, en los torreones más modestos la chimenea no se halla pegada a la pared,
sino colocada en el centro de la sala; una gran piedra plana constituye el hogar y la
campana está formada por una gran pirámide rudimentaria de ladrillos y madera 7.

La vida cotidiana en el castillo

Lo que caracteriza la existencia en el interior del castillo, es su monotonía. La


fortaleza sólo se anima unos días al año, dispersos entre Pascua y Todos los Santos,
cuando desempeña su papel de centro militar, político y económico: con ocasión de una
feria, de una fiesta, después de la cosecha y la vendimia, o cuando ha llegado el
momento de pagar las rentas, de convocar la hueste o de reunir el tribunal señorial.
Dichas ocasiones no son frecuentes, y numerosos son los días en que el castillo aparece

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triste y vacío. Los hombres se aburren y tratan de estar fuera lo más posible, de cacería,
en torneos o simplemente en los campos. Se emplean en continuas querellas de
vecindad, a la espera de la lejana expedición que les dará a conocer horizontes nuevos y
maravillosos. Las mujeres esperan su retorno, encerradas en una sala poco cómoda del
torreón, donde pasan los días bordando y cosiendo.
La monotonía de la vida cotidiana explica que toda visita sea acogida con alegría. La
del peregrino, cuyos relatos de viaje hacen soñar. La del juglar, cuyas acrobacias les
divertirán. La del trovador, que maravillará contando las aventuras del rey Arturo y sus
caballeros. Pero sobre todo la del huésped de calidad, a quien se ofrece el aposento más
ostentoso, contiguo al del castellano y donde éste habrá expuesto con orgullo lo más
valioso que posee. El siglo XII conoce el sentido de la hospitalidad. Tanto en el castillo
como en la choza, todo visitante es bienvenido. Escuchemos a Chrétien de Troyes
contarnos cómo Lanzarote y dos de sus compañeros son recibidos por la familia de un
humilde vasallo:

Al salir del bosque, divisaron la casa de un caballero. Su esposa, sentada ante la puerta, parecía muy amable.
Apenas les vio se levantó, corrió hacia ellos, les saludó con alegría y les dijo:
«Sed bienvenidos. Deseo acogeros en mi morada. Bajad del caballo, encontraréis reposo en mi casa.» «Señora, os
lo agradecemos. Puesto que vos lo ordenáis, bajaremos y permaneceremos esta noche en vuestra casa.»
Descienden del caballo. Seguidamente, la señora, que era muy cortés, hizo atar los caballos. Llamó a sus hijos y
sus hijas; todos acudieron sin tardar: caballeros, donceles corteses y apresurados, doncellas encantadoras. Ordenó a
sus hijos quitar la silla de los caballos y cuidarlos perfectamente; todos lo hacen con placer. A sus hijas les pide que
desarmen a los visitantes. Lo hacen de inmediato; después entregan a cada uno un corto mandil que cuelga del cuello.
Seguidamente son conducidos al interior de la casa que era sencilla y acogedora. El dueño de la casa se hallaba
ausente; estaba de cacería en el bosque con dos de sus hijos. Pero pronto le vieron llegar. Como es propio de la gente
bien educada, sus hijos salieron al encuentro; descargan la caza y le dicen: «Señor, señor, sabed que tenéis por
huéspedes a dos caballeros.» «Que Dios sea alabado», contestó.
Mientras el padre y sus dos hijos dan una alegre acogida a los caballeros, toda la gente de la casa se afana. Cada
cual agiliza su tarea: unos ayudan en la preparación de la comida; otros encienden las candelas. Otros traen una toalla
y una palangana y agua para que se laven las manos; la vierten sin querer economizar. Cada cual se lava y después se
sienta a la mesa. Realmente, nada faltaba en esta estancia y en ella todo era agradable 8.

La casa campesina

La casa del campesino a menudo no es más que una choza, cuyo aspecto difiere un
poco según las regiones. Todo lo más que puede observarse son algunos particularismos
locales en el empleo de ciertos materiales. Sus paredes, cuando no son totalmente de
madera, están hechas con ripia, que forma un armazón poco vistoso, y con adobes
compuestos de una mezcla de barro y paja menuda. En el centro y sur de Francia, el
adobe se reemplaza por tierra apisonada. El techo, con un agujero para dejar salir el
humo, se hace con paja y pocas veces con teja o pizarra. Las aberturas son estrechas y
escasas, en general, una puerta y una ventana que se cierra interiormente por medio de
una contraventana de madera. La estancia se compone de una pieza única con huecos
para las camas y una rudimentaria cocina. Las paredes están desnudas, el techo es bajo,
y el suelo de tierra batida cubierto de paja o hierba. Ahí se trabaja, se recibe a la gente,
se prepara la comida, se come y se duerme.
Como el edificio, el mobiliario es muy poco confortable y rudimentario: una gran
artesa —por su tamaño se evalúa la fortuna del habitante—, uno o dos bancos, algunas
banquetas y una o varias camas en las que duermen entre dos y ocho personas. Cuando
existe, la mesa se reduce a una vieja puerta colocada sobre dos caballetes. No obstante,
por toscos que sean, esos muebles tallados a golpe de hacha en planchas de roble, son
muy sólidos y se transmiten de generación en generación.

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Raramente la casa está provista de bodega, es más bien una cueva excavada bajo el
suelo, en uno de los lados. Por el contrario, por encima de la estancia se halla siempre el
granero, al que se accede por una escalera exterior. El campesino guarda en este lugar su
bien más preciado: su grano. En cuanto a las dependencias que rodean la estancia, su
número y su tamaño varían según la riqueza del propietario. El terrateniente posee un
hórreo para conservar su trigo, su paja y su hierba; un cobertizo para cobijar sus carros y
sus herramientas de trabajo; un establo, una majada; una o varias porquerizas, y quizá
incluso una caballeriza. El simple peón no posee nada de todo eso; debe concentrar su
paja, sus escasas herramientas y sus pocas gallinas en el interior donde come, duerme, y
vive toda su familia. Ocurre otro tanto con el pequeño huerto situado detrás de la
humilde casa. Mientras los más pobres se contentan con obtener algún nabo y unas
hierbas, los más ricos cultivan buenas legumbres, frutas, vides y plantas textiles.
Como el castellano, el campesino tampoco vive mucho dentro de su casa. Tanto en
invierno como en verano, pasa su jornada fuera, en el campo, en la huerta, en el río, en
el molino, en el mercado o por los caminos. Está poco apegado a su casa y no trata de
embellecería ni hacerla más cómoda. Por otro lado, la conquista de nuevas tierras y la
necesaria rotación de los cultivos hacen que la vida agrícola sea relativamente
itinerante. En el mismo señorío, el villano cambia frecuentemente de tenencia y, por
ello, de habitación.

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CAPITULO V
ES HORA DE PONER LA MESA

DE la alimentación medieval conocemos sobre todo los menús de los fastuosos


festines principescos de los siglos XIV y XV, así como las pintorescas recetas culinarias
dadas por numerosos tratados recopilados a instancia de la burguesía; pero ninguno de
ellos es anterior al siglo XIII. Con anterioridad a esa fecha, las costumbres alimentarias
son mal conocidas, en particular las de la clase campesina. Por falta de fuentes
especializadas, su estudio debe abordarse de forma indirecta, por medio del estudio de
las prácticas agrícolas y actividades comerciales. El examen de los aspectos económicos
del sistema feudal, incluso para la aristocracia, aparece más instructivo que las
informaciones propiamente técnicas, narrativas o literarias. De este modo, la novela
cortés, que es sin embargo pródiga en relación con los diferentes ritos que rodean las
comidas, se muestra parca en detalles sobre la composición de los menús y la
preparación de los alimentos. Un extraño pudor, enteramente literario, impide a menudo
a los autores informarnos acerca de lo que comían sus héroes; sabemos únicamente que
«los alimentos eran muy ricos y abundantes» 1. He aquí un ejemplo característico:

Los sirvientes instalaron una mesa y la prepararon para la comida. Después de lavarse las manos, los tres
comensales se sentaron sin tardar. Sería muy engorroso para vuestras mercedes si os enumerase las viandas que les
fueron servidas. Por ello, mejor será que lo mantenga en silencio. Mis oyentes se habrán aliviado y me evitaré una
pena inútil. Pero sin mentir, puedo deciros que tuvieron carne en cantidad y buenos vinos a voluntad... 2.

Esta carencia es tanto más lamentable cuanto que nuestro período corresponde a un
giro en la historia de la alimentación: el perfeccionamiento de los sistemas agrarios
implica la aparición de nuevos cultivos y mejores rendimientos; el desarrollo de la cría
de ganado permite un mayor consumo de carne; los cereales dejan de ser el componente
básico de la alimentación de las clases menos favorecidas, la obsesión del hambre se
hace menos fuerte; los productos circulan más, los gustos cambian y los modales de la
mesa se hacen más refinados.
A pesar de la falta de documentación, es posible no obstante mostrar un cuadro más o
menos completo de lo que podría servirse, a finales del siglo XII, en la mesa señorial y
en la del campesino. Lo que conocemos peor no es tanto la naturaleza de los productos
consumidos, como la manera en que se preparaban (ya que sobre ese asunto la literatura
es a menudo disparatada) y sobre todo las cantidades que se consumían en cada comida;
y no en los días de grandes festines y festividades, sino en los días normales.

La alimentación de los campesinos


Para villanos y siervos, la base de su alimentación son los cereales 3. Estos no siempre
están panificados —además, todos no lo pueden estar—, se consumen sobre todo en
forma de papillas y gachas. Los más habituales son la cebada, el centeno y el trigo, con
frecuencia sembrados y cosechados conjuntamente con el fin de obtener una mezcla de

40
la que se hace un pan grisáceo. Las regiones montañosas cultivan la espelta, las
provincias meridionales diferentes especies de mijo. La avena se emplea sobre todo en
la composición de sopas y bodrios, que también pueden elaborarse a partir de cañamón,
legumbre (alubias, guisantes, berzas) o frutos salvajes (castañas, bellotas). Sólo a finales
de la Edad Media ciertos cereales comienzan a ser reservados de forma específica para
la alimentación de los animales.
Sin embargo, ya en el siglo XII, la mejora de las condiciones de vida y un relativo
enriquecimiento permiten al campesino alimentarse de otros productos además del pan,
gachas y papillas: las aves de corral suministran huevos (que se consumen
abundantemente), ofrecen alimento en carne (pollos, capones, gansos) y permiten pagar
en especie algunas rentas señoriales. Los quesos, fuertes o dulces, con o sin hierbas,
pero hechos más con leche de oveja que de vaca. El pescado, comprado en salazón o
ahumado (arenque en especial) o bien conseguido —a menudo de forma clandestina—
en el río o laguna cercanos. Algunas legumbres, cultivadas en el pequeño huerto de la
casa (además de las ya mencionadas: lentejas, judías verdes, cebollas, ajos, nabos,
puerros). Numerosa fruta, que no procede de huerto, sino de los bosques, prados y setos:
manzanas y peras, por supuesto, pero también moras, ciruelas, nísperos, alisos, serbas,
nueces, avellanas, arándanos y bayas diversas. Es divertido constatar que cuando un
texto habla de una fruta sin mencionar la especie, se trata, en Francia, de una manzana y
en Inglaterra de una pera. Finalmente, aparte de las aves de corral y de alguna caza
menor procedente del furtivismo, la carne es sobre todo de cerdo, que se mata en el mes
de diciembre, pero que por medio de salazones se conserva durante todo el año.
Ya se trate de cereales, carnes o pescados, la cocina del campesino utiliza
abundantemente condimentos y plantas aromáticas (ajo, mostaza, menta, perejil, serpol,
etc.). Frituras y asados son más bien raros. La mayor parte de los platos se presentan en
una forma intermedia entre la sopa y el guiso, con un fuerte sazonamiento y una salsa a
base de miga de pan, agraz, cebolla, nuez y a veces algo de pimienta, o de canela
comprada a precio de oro al comerciante de especias.
Por supuesto, esto sólo puede permitírselo el rico labrador. Pues para la mayoría de
los siervos, la papilla y el pan siguen siendo la alimentación habitual, y todo lo que
acabamos de enumerar sólo constituye un alimento de circunstancias especiales o
reservado a los días de fiesta. El campesino del siglo XII está aún excesivamente
preocupado por una mala cosecha de cereales. El bajo rendimiento y la mediocridad de
las técnicas de conservación le prohíben prever sus reservas alimentarias más allá de un
año y le ponen a merced de las condiciones climáticas. La escasez y el hambre, aunque
en descenso en relación con el siglo XI, o incluso con el siglo XIV, son sin embargo
frecuentes. A pesar de cierto progreso, el miedo al hambre y la obsesión por la
alimentación perduran; de ello da testimonio la imaginería campesina, en la que el
molinero es siempre un traidor que hace padecer hambre, el carnicero un personaje
fascinante, y el tema de la multiplicación de los panes ocupa, bajo formas diversas, un
lugar destacado 4. El folclore y la literatura abundan en relatos que nos cuentan robos de
alimentos, escenas de francachela o bien de transformación de materias más vulgares en
maravillosos alimentos. Así, el Román de Renart, donde el hambre es siempre el motor
de las fechorías del zorro, y donde la mayor parte de sus aventuras se inician con la
constatación de la penuria alimentaria:
Era en el momento en que termina el verano, cuando ya se percibe la estación invernal. En su casa, Renart
constató con dolorosa decepción que sus provisiones se habían acabado: ya no le quedaba nada para alimentarse, ni
un céntimo para comprar víveres, nada para reavivar sus fuerzas. Entonces, empujado por la necesidad, se puso en
camino... 5.

41
La alimentación de los señores

La alimentación del señor, como la del campesino, varía más por su fortuna que por la
región en que vive. Un modesto «castellano» de Maine o Poitou se alimenta más o
menos de la misma manera que un pequeño caballero que vive en Kent. En ambas
casas, las tres comidas diarias se parecen más a las de rico labrador que a las de su
soberano, el rey de Inglaterra.
Sin embargo, no hay que exagerar —como lo hacen los cantares de gesta— la
opulencia de los festines reales durante el período que nos ocupa. Son más tardíos. El
testimonio más antiguo, históricamente indiscutible, de un banquete suntuoso dado por
un rey de Francia, nos lo ofrece Joinville, que relata el que celebró San Luis en honor de
su hermano Alfonso de Poitiers en la plaza del mercado de Saumur en 1241 6. En efecto,
si el lujo alimentario es ya «el primero de los lujos» (según la expresión de Jacques
Legoff) 7, nuestra época no es aún la del esnobismo de la mesa y de los refinamientos
culinarios. Ciertamente, la glotonería y la gula son vicios ampliamente cultivados en
todos los peldaños de la sociedad aristocrática —una sociedad para la que cada semana
conlleva al menos un día (o incluso dos) de francachela— pero la verdadera
gastronomía ocupa ahí muy poco espacio. Sólo se desarrollará en la segunda mitad del
siglo XIII, y estará vinculado a la ascensión de la burguesía urbana que, antes que la
nobleza, buscará en la cocina especializada una muestra de éxito social e incluso cierta
ética. Pero entre los señores del siglo XII, los excesos en la mesa nada tienen aún de
valioso ni de ideológico. Con la misma facilidad uno se priva de comer o se atiborra.
Ocurre con los componentes de la Tabla Redonda, que alternan los días de abundancia
en la corte del rey Arturo con los días de ayuno camino de la aventura, cuando es
necesario contentarse con un mendrugo de pan y un poco de agua que les ofrece un
ermitaño hospitalario 8. No obstante, esas son referencias literarias. ¿Qué es lo que
comen realmente un señor «honesto» y su familia en la gran sala de una torre del
homenaje que no es ni el castillo de Camelot ni la cabaña de un anacoreta?
La diferencia esencial entre la alimentación del señor y la del campesino reside en la
abundancia de alimentos cárnicos de que se compone su dieta. Nada de gachas ni de
papillas, poco pan; pero por el contrario, mucha carne. Para comenzar, los productos de
esa caza reservada a la clase aristocrática: ciervos, gamos, corzos, jabalíes, liebres,
perdices, codornices, faisanes; en algunas regiones: cormoranes, urogallos, cabra
montes e incluso osos. Seguidamente las aves de corral especialmente destinadas al
consumo: gansos, capones, pollos, pichones; también pavos, cisnes, chorlitos, grullas,
garzas, alcaravanes, que constituyen alimentos o platos de fiesta (el pato es considerado
poco comestible). Y para terminar la carne de matanza, principalmente de cerdo. Jamás
se come caballo, y hasta mediados del siglo XIII los bovinos se crían sobre todo para las
labores del campo y los ovinos para el suministro de la lana.
El pescado también es vanado en la mesa del señor. Se come fresco cuando es de
agua dulce, salado, seco o ahumado cuando procede del mar. Se prefiere sobre todo el
primero, y son apreciados particularmente el salmón, la anguila, la lamprea y el lucio.
También se saborea a veces la carne de ciertos cetáceos (ballena, marsopa e incluso
tiburón), cuyo precio se paga más por su escasez que por su sabor insípido. Por el
contrario, salvo las ostra (que se comen cocidas), los mariscos son poco apreciados, así
como los crustáceos. El pescado, ya sea asado, hervido o transformado en pastel —
como las carnes— va siempre acompañado de una salsa o de un relleno en cuya
composición entran innumerables especias y condimentos, cultivados en el huerto
(cebolla, ajo, perejil, hinojo, acedera, perifollo), suministrados por la flora local
(tomillo, menta, mejorana, romero, setas) o bien importados de Oriente (pimienta,
canela, comino, clavo). El ajo, la pimienta, la menta y el vino adicionado con miel

42
constituyen la base de todo sazonamiento.
Las «hierbas» (es decir las legumbres), de las que se cultivan numerosas especies en
el huerto, se aprecian poco los días de fiesta. Se reservan más bien para los días de
ayuno o para las comidas ligeras. Las carnes se sirven solas, o con alguna hoja de
ensalada (lechuga y berro principalmente), o también con fruta cocida (peras,
melocotones, ciruelas). Después de los quesos, cuyas variedades no cambian demasiado
de una región a otra (fuertes o dulces, con o sin aromas), siempre se reserva un lugar
importante a los postres. Se trata sobre todo de pasteles (tortas, tartas, buñuelos,
alfajoro) y dulces a base de miel, almendras y jalea de fruta. Los más ricos hacen llegar
de Tierra Santa azúcar de caña así como fruta exótica y deliciosa: albaricoques,
melones, dátiles, naranjas, higos. El resto se contenta con manzanas, peras, cerezas,
grosellas, frambuesas (las fresas no gustan demasiado), nueces y avellanas. Pero
generalmente, la fruta cruda no importada se come más bien fuera de las comidas, en el
transcurso de los paseos, en el huerto o en los bosques.

Las bebidas y el vino

En materia de bebidas, las diferencias sociales se reflejan más en la calidad de los


productos consumidos que en su naturaleza. Nobles y plebeyos se emborrachan con la
misma bebida: el vino, la bebida por excelencia del Occidente medieval.
En efecto, la cerveza es de consumo local: Flandes, Artois, Champagne, norte y
centro de Inglaterra. Las regiones que no la producen no la aprecian mucho. En Anjou,
Saintonge, Borgoña e incluso en París, beber cerveza no constituye ningún placer.
Además, al conservarse mal y soportar difícilmente los transportes, se destina a ser
consumida en el propio lugar de fabricación. Por otro lado, es un brebaje reservado más
bien a las mujeres; los hombres sólo la toman cuando hay escasez de vino. Para obtener
la cerveza, la cebada no es el único cereal transformado en malta: se fabrica igualmente
con trigo, avena y espelta. Pero hasta el siglo XV, no existe la costumbre de perfumarla
con lúpulo; por ello se asemeja más a la cerveza antigua (de la que conserva el nombre)
que a la que bebemos actualmente. No obstante, existen diversas clases: puede ser
«pequeña», fuerte, dulcificada con miel, puede llevar especias e incluso ser mentolada.
La sidra, considerada indigna de un paladar de hombre normal, sólo la beben los
campesinos más pobres del oeste de Francia. Menos agria, la sidra de pera está más
extendida; rebajada con agua, constituye en muchos pueblos la bebida de los niños.
Hasta la edad de los siete y ocho años, los niños beben igualmente leche, cuyo consumo
entre los adultos supone un signo de debilidad extrema o de sin razón. El aguamiel es
muy conocido, se sirve al final de las comidas, puro o mezclado con vino, y se utiliza
para sazonar muchas comidas. Con algunas frutas salvajes (moras, endrinas, nueces), se
fabrican vinos poco fermentados y fuertemente aromatizados que desempeñan, sobre
todo entre los campesinos, el papel de nuestros licores. No se conoce el aguardiente de
frutas, sólo el alcohol de grano (de la cebada en particular), que constituye más un
remedio que un «digestivo». Finalmente, antes de ir a la cama, se bebe a veces una
tisana (menta, verbena, romero) en la que se echan especias o miel.
Pero la bebida por excelencia, la que se bebe en todo momento y a todas las horas del
día, es el vino; considerado como una fuente de salud, un don de la existencia, de la
naturaleza, que merece un respeto casi religioso. Por ello, la vid se cultiva por doquier.
Desde el año mil no deja de extenderse, a lo largo del curso de los ríos, en el entorno de
las ciudades y alrededor de los monasterios y castillos. Esa extensión plantea problemas,
ya que, desde el más rico hasta el más pobre, todos quieren poseer su viñedo y creen
que su vino es el mejor. Se cultiva incluso más allá del actual límite climático, hasta en

43
Frisia y Escama.
Las principales zonas vinícolas de Inglaterra son las de Kent, Suffolk y el condado de
Gloucester. Pero incluso hasta Lincoln y York no existe catedral o abadía que no
produzca su propio vino para el culto. En Francia, la geografía de la viña se halla aún
más dispersa 9. Los tres grandes viñedos son el Auxerrois-Tonnerrois, que alimenta parte
importante del consumo parisiense; el Aunis y la Saintonge, que cuenta con la
exportación de su producción a Inglaterra gracias al puerto de La Rochelle y,
finalmente, la región de Beaune, cuyo desarrollo se sitúa en el reinado de San Luis. Pero
hay otros, que, a pesar de no ser tan extensos no dejan de ser menos célebres o
económicamente importantes. En el norte: Laonnois, la Champagne, el bajo valle del
Sena, la campiña de París y de Beauvais. A lo largo del Loira: las regiones de Nevers,
Sancerre, Orléans, Tours y sobre todo Angers. Más al norte: las de Issoudun, Saint-
Pourçain, Clermont y Cahors. El desarrollo del viñedo bordelense es más tardío. Se
llevara a cabo sobre todo en el reinado de Enrique III, cuando las posesiones
continentales de éste se redujeron al condado de Guyenne, lo que motivó la desaparición
de los vinos ingleses.
La mayor parte de los territorios dedicados al viñedo ya se han especializado. En el
norte, los vinos blancos ligeros; en Borgoña, los vinos tintos, espesos y fuertes. En las
mesas de los aristócratas, se prefieren los primeros hasta mediados del siglo XIII. Más
tarde, quizá bajo la influencia de la burguesía urbana, se producirá un cambio en los
gustos y se apreciarán más los vinos espiritosos de Beaune y los vinos generosos de
Languedoc, Cataluña u Oriente. A estas diferencias geográficas se suman diferencias
sociales. Hay que distinguir una viticultura de calidad, de la Iglesia, los príncipes y los
ricos burgueses, de una viticultura de cantidad de los campesinos.
Como la cerveza, el vino se conserva mal. Hay que beberlo en el mismo año o a más
tardar en el siguiente. Efectivamente, si los métodos de viticultura ya se han
perfeccionado (en realidad no cambiarán hasta el siglo XIX), las técnicas de
vinificación son aún mediocres. El vino viejo sólo puede ser cocido y, de este modo, se
consume bastante. También se beben muchos vinos mezclados con hierbas, con
especias, con pimienta, endulzados con miel y aromas. Como para creer que el vino
natural carecía de sabor suficiente. En todo caso, tan sólo las mujeres, los niños y los
enfermos lo rebajaban con agua. Convaleciente, Erec oye cómo su amigo Guivret le
dice:
Beberás de ese vino al que se le echa agua. No obstante, yo tengo un vino excelente, siete barriles llenos; pero el
vino puro te haría daño, tienes aún muchas heridas... 10.

Prudente, siguió ese sabio consejo.

El ayuno

A pesar de los periódicos retornos del hambre y la escasez, la población de los siglos
XII y XIII está menos subalimentada que mal alimentada: carencia de proteínas y
exceso de harinas entre los campesinos; alimentación demasiado rica y picante en los
ámbitos nobles. Por ello, las prácticas de abstinencia desempeñan un papel (a sabiendas
o no) auténticamente dietético.
En efecto, la Iglesia impone a los fieles numerosos días de ayuno. Estos van en
aumento a partir de la reforma gregoriana: dos días por semana (el miércoles y el
viernes) en tiempo ordinario; tres (a veces cuatro) durante las semanas de Adviento;
todos los días, salvo los domingos, durante el período de Cuaresma; finalmente, la
víspera de cada gran fiesta 11. A esos ayunos litúrgicos se suman ayunos y semiayunos
decididos por el obispo por motivos excepcionales. En teoría, más de una tercera parte

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de los días del año debían ser dedicadas al ayuno. En la práctica era algo diferente.
Tanto más cuanto que esa gran frecuencia se acompañaba de exigencias demasiado
penosas. En efecto, ayunar consiste en no comer más de una vez por día, al anochecer,
después de vísperas, absteniéndose de ingerir vino, carne, huevos, pasteles y todo
producto animal, que no sea pescado. Cada cual ayuna según sus posibilidades: los más
pobres se alimentan de agua, pan y legumbres; los más ricos aprovechan para hartarse
de salmón, anguilas, lucio, quesos (únicos lácticos para los que existe cierta tolerancia)
y frutas exóticas. Pero la abstinencia alimentaria no es la única. Se debe añadir la del
juego y la cacería; además hay que practicar la continencia, recogerse en la meditación
y la oración y dar limosna.
Naturalmente, todas estas restricciones son a menudo teóricas. Hay que poseer las
virtudes de San Luis para poder respetar escrupulosamente las prescripciones de la
Iglesia. En realidad, cada cual tiene su forma de ayunar. Sobre todo, se trata de evitar los
abusos. Entre los más desfavorecidos es donde el ayuno resulta más impopular y más
dolorosamente sentido. «Todos los que han vivido la experiencia saben que Cuaresma,
esa felona, sólo trae angustia y tormento. Es odiada por las gentes pobres. El plebeyo la
considera odiosa...» 12 Así se expresa el autor anónimo de un curioso poema compuesto
durante la primera mitad del siglo XIII: La batalla de Cuaresma y Carnal. Este texto
satírico rima, a la manera épica, la lucha que enfrenta a dos personajes alegóricos:
Cuaresma y Carnal. La primera personifica la vida ascética y el ayuno; tiene por
soldados los peces, legumbres y frutas. El segundo representa la abundancia y los
placeres de la vida; sus tropas son las piezas de caza, aves de corral, pâtés y todos los
platos grasos. Después de combates homéricos y una última batalla que fue dura, cruel y
terrible, Cuaresma fue vencida. Es desterrada a perpetuidad, salvo una vuelta anual de
poco más de seis semanas, desde el miércoles de Ceniza hasta el sábado Santo.

Costumbres aristocráticas en torno a la mesa

Los usos y costumbres que acompañan las comidas nos son mejor conocidos que los
propios menús. Aunque si la literatura no es aquí parca en cuanto a detalles, éstos son a
menudo estereotipados y responden más a procedimientos de autor que a una
preocupación de realismo. Además, sólo se refieren a la aristocracia. Y por desgracia, la
documentación iconográfica no permite paliar esa laguna para el resto de las categorías
sociales. Los cuadros de esas comidas, figurados o contados, ponen casi siempre de
relieve al señor, pocas veces al campesino.
Los últimos decenios del siglo XII y los primeros del siglo XIII, no constituyen aún la
época de los refinamientos alimentarios, y tampoco es la época de la verdadera etiqueta
de la mesa. En Francia, el reinado de Felipe III (1270-1285) supone en este ámbito
como en el de la moda del vestir, un giro decisivo. Sin embargo, ya no estamos en los
tiempos toscos de la primera época feudal, y las novelas corteses del momento parecen
adelantarse a la realidad al hacer gala ya de una gran cortesía en las maneras, La
acogida de un huésped se desenvuelve siempre según un mismo ceremonial: el
castellano le espera ante la puerta de su morada, le ruega descienda del caballo, ordena
que sea desarmado y que se cuide al caballo; le hace entregar por una de sus hijas una
capa. Después, un servidor toca la corneta con el fin de llamar a los comensales; se
invita al señor a que se lave las manos, en el lavadero o en las magníficas palanganas
que los sirvientes han traído de la sala mayor; se le ofrece una toalla para que se seque
perfectamente. Todos acuden a comer; el mantel es de un blanco inmaculado, la vajilla
de oro y plata; el amo de la casa invita a su huésped a sentarse a su lado y compartir los
alimentos y la bebida de su mesa. Los platos son numerosos, la comida rica y deliciosa,

45
los vinos exquisitos. Lecturas, espectáculos y canciones hacen olvidar el largo tiempo
dedicado a la comida. Finalmente, se levantan de la mesa, el vientre lleno y la mente
alegre; los sirvientes despejan las mesas y se retiran los manteles; de nuevo se lavan las
manos, antes de ponerse a charlar o pasear por el jardín 13.
Semejantes descripciones son tan frecuentes y tan poco variadas que su esfuerzo de
realismo se hace sospechoso. ¿Dónde se detienen los lugares comunes del poeta?
¿Dónde comienzan los testimonios del observador?
Las cortesías de bienvenida no son un cliché literario. La sociedad medieval es una
sociedad en perpetuo desplazamiento y los sedentarios provisionales siempre se
muestran acogedores con el viajero. Entre los más ricos, existe la costumbre de invitar a
menudo a comer. Del mismo modo el rito de lavarse las manos antes y después de las
comidas no es un invento de escritor. Por convicción o por necesidad, la aristocracia es
limpia y se mantendrá así hasta el siglo XVI. Así pues, lo que los autores exageran es
menos el gesto que la decoración. Vimos cómo las mesas estaban situadas en la gran
sala de la torre del homenaje: unas tablas encima de unos caballetes; realmente nada
fastuoso. El mantel, en cuya blancura reside el grado de la elegancia, es una rareza
reservada a los días de fiesta; las servilletas son desconocidas. La vajilla de oro y plata,
cuando existe, se coloca encima del aparador, no encima de la mesa. Incluso los
príncipes comen con utensilios de estaño o de terracota.
No hay tenedores, pocas cucharas, a menudo un único cuchillo para cada dos
comensales. Los alimentos líquidos o semilíquidos se sirven en una escudilla provista
de asas que sirve para dos personas, bebiendo una después de otra. Pescados, carnes y
alimentos sólidos se sirven encima de anchas rebanadas de pan, que se empapan del
jugo o de la salsa. Con el cuchillo se separan grandes pedazos que seguidamente se
llevan a la boca con los dedos. El vino puede beberse en un gran vaso que se llena antes
de la comida y que es compartido por varios comensales, o bien en un cubilete
individual que un copero acude a llenar de un tonel cada vez que se lo piden. Las
fuentes, traídas de las cocinas antes de sentarse a la mesa los invitados, se cubren con
una tela que sólo se quita en el momento de servir. En esa costumbre, los textos
literarios no sólo ven un procedimiento para mantener calientes los alimentos, sino
también un medio para prevenir cualquier intento de envenenamiento; además
mencionan la presencia de probadores y describen prácticas maravillosas y profilácticas
que permiten, con la ayuda del unicornio o un diente de serpiente, observar la presencia
del veneno.
Estamos mal informados sobre el desarrollo de la comida y el orden en que se
tomaban los alimentos. Los textos no concuerdan. Así, se puede comenzar por el potaje,
los pâtés, los quesos o incluso la fruta. Aunque esta última es a veces relegada al final
del almuerzo, con los pasteles y otros dulces, no es algo de uso general. Incluso en
algunos casos se termina con los pâtés. Las miniaturas nos muestran mesas abastecidas
de todo tipo de platos, calientes y fríos, líquidos y sólidos, salados y dulces. ¿Quizá se
probaban diversos platos a la vez? En lo que respecta a las carnes y al pescado, una cosa
es cierta: se sirve primero la carne de los animales de caza, después la carne de ave de
corral, y posteriormente los diferentes pescados. Una vez terminada la comida es
costumbre que se sirvan licores, es decir vinos generosos (por consiguiente, diferentes
de los que han acompañado a los alimentos), así como tisanas fuertemente especiadas 14.
El tiempo que dura la comida nos es igualmente desconocido. Si es ciertamente largo,
no es menos verdad que no alcanza las cinco, seis o incluso ocho horas de que nos
hablan los cantares de gesta. ¿Quizá la duración se podría calcular en una hora y media
para el almuerzo y dos horas y media para la cena? En efecto, la comida de la noche es
más larga que la del mediodía; el alimento es más abundante, y es entonces cuando los

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juglares acuden para demostrar sus habilidades, los trovadores para hacer oír sus rimas y
los peregrinos para contar sus viajes.

47
CAPITULO VI
HACIA UNA SOCIEDAD DE
APARIENCIA: VESTIMENTA,
COLORES, EMBLEMAS

LA civilización medieval es la civilización del signo. Palabras, gestos, costumbres,


todo tiene un sentido aparente y un sentido oculto. Como la vivienda y la alimentación
—y quizá en un grado más acentuado—, la vestimenta posee un significado social. Se
lleva la vestimenta propia de un estado o condición. Por el número de sus piezas, la
calidad de sus telas, el brillo de sus colores, la variedad de sus adornos y accesorios, la
vestimenta puede indicar el puesto de un individuo en el seno de un grupo y el lugar de
ese grupo en la sociedad. Vestirse de forma más rica o más pobre de lo que es costumbre
en su categoría social es un pecado de orgullo o una muestra de decadencia 1. Para la
aristocracia, sobre todo, cuyo poder económico disminuye en beneficio de la burguesía
urbana, es necesario poner perfectamente de relieve las diferencias y los privilegios
debidos al nacimiento y a la pertenencia a una casta.
No obstante, este aspecto jerarquizado del vestir, reforzado por el uso de emblemas e
insignias, no excluye los cambios regulares en las formas de vestirse e incluso la
aparición de modas, prudentes o excéntricas, efímeras o duraderas 2.

Nacimiento de la moda

El siglo XII ve lo que podría denominarse el nacimiento de la moda. Efectivamente


después de la invasión de los bárbaros, la vestimenta de los occidentales se había
transformado, pero se trataba más de una lenta evolución que de una serie de cambios
profundos. Y si a veces se habían conocido gustos pasajeros por algún tipo de
vestimenta, se trataba de algo esporádico y no frecuentemente repetido, como es el caso
a partir de mediados del siglo XII. La difusión del ideal cortés introdujo efectivamente
en los ámbitos aristocráticos una mayor preocupación por la apariencia. A la cortesía de
las maneras, es preciso sumar la elegancia del vestido. Este se hace cada vez más
importante en las relaciones económicas y sociales; como producto de lujo, puede
importarse incluso de muy lejos, ser ofrecido como regalo o incluso utilizado como
medio de pago. Cada vez más se tiende a juzgar a la gente por su vestimenta, como lo
atestigua la literatura cortés que otorga siempre un lugar destacado a la descripción de
los vestidos y de los cuidados físicos y que a veces dota a sus héroes de vestimentas tan
suntuosas que se convierten en irreales. Así, la reina Ginebra ofrece a Enide, hija de un
pobre vasallo, un abrigo que

era magnífico y de excelente calidad. Su escote iba provisto de dos piezas de cebellina. Sus broches tenían el valor
de una onza de oro: de un lado un jacinto, de otro un rubí que brillaba más que un carbunclo. El forro era de blanco
armiño; nadie había visto algo tan hermoso y tan fino. En sus bordes, la tela estaba ricamente adornada con pequeñas
cruces multicolores: azules, rojas, violetas, blancas, verdes, turquesa y amarillas... 3.

El período que estudiamos se sitúa entre dos decenios en que la vestimenta se ha


transformado profundamente: los años cuarenta del siglo XII, los años veinte del siglo
XIII. El primero marca incluso una especie de revolución en la manera de vestir. Hacia

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1140, en efecto, desaparecen los últimos rasgos de la vestimenta germánica, traída en el
siglo V por los invasores bárbaros y conservada sin demasiadas modificaciones bajo los
merovingios y los carolingios. Con gran escándalo por parte de la Iglesia —que ve en
ello una moda inconveniente y afeminada—, los hombres, a imagen de las mujeres,
adoptan el vestido largo. Además, abandonando los cabellos cortos y el rostro imberbe,
dejan crecer la barba y el cabello que hacen rizar con tenacillas. En ambos sexos, briales
y abrigos se arrastran por el suelo; las mangas se ensanchan y se alargan hasta el punto
de cubrir las manos; se calzan zapatos extravagantes, con una inmensa punta curvada
cuya moda durará hasta los últimos años del remado de Luis VII 4. De forma general, se
va extendiendo el uso de accesorios, de telas dúctiles y sedosas, de colores vivos y los
cortes que ponen de relieve las formas del cuerpo. La preocupación por la indumentaria
se convierte entre los nobles en una constante, a pesar de las críticas de los predicadores
que ven en ello, como San Bernardo, un apego demasiado grande a los asuntos del
mundo y una frivolidad cercana al libertinaje. Hacia 1220, quizá un poco antes en las
regiones meridionales, se produce otro cambio importante: la desaparición del brial y la
aparición del sobreveste especie de túnica sin mangas que se coloca por encima del
vestido o la armadura. A una vestimenta uniforme le sustituye otra más personalizada.
Volveremos sobre ello más adelante. Esta transformación va acompañada de nuevas
modas: para las mujeres, la de los vestidos muy ajustados, escotes altos y pequeños, los
cabellos ocultos; para los hombres, la de los rostros afeitados y cabellos cortos, con
flequillo por delante, sabiamente ondulados por encima de las sienes y levantados en
forma de burlete sobre la nuca. Esta disminución de la pilosidad capilar y facial, se
impone a los combatientes por el empleo del gran yelmo cerrado que se generaliza
después de la batalla de Bouvines.
Y es que en los siglos XII y XIII ocurría como en nuestros días: las modas en el vestir
eran más cronológicas que geográficas. Aparte de los imperativos del clima, la gente se
viste más o menos de la misma manera en Londres, París, York o Burdeos. Los
particularismos regionales, cuando existen, se refieren más al color y a la textura de los
tejidos que a la naturaleza y corte de los vestidos. Del mismo modo, no existe una forma
de vestir propia para cada edad de la vida: salvo los bebés, sólidamente envueltos en
pañales de entre los que sólo sobresale la cabeza 5, todos los niños van vestidos como
los adultos. Las únicas diferencias son las relacionadas con el sexo, aunque no siempre
muy acentuadas. No obstante, examinaremos de forma separada la vestimenta
masculina y la femenina. Nos limitaremos a la aristocracia: el campesinado, en efecto,
se presta mal a un estudio en detalle, no sólo porque nuestra documentación es limitada,
sino también porque a menudo el vestido del villano se reduce a una copia tosca y
simplificada del de los nobles.

Tejidos y colores

La importancia social del vestido está atestiguada por el gran número de actividades
que se refieren al vestir y a la extraordinaria variedad de los tejidos 6. Además, su
fabricación corresponde generalmente a las mujeres: la del campesino cosecha el lino,
esquila las ovejas, carda y tiñe la lana: la del caballero emplea su ocio en hilar, tejer y
bordar.
Las telas de hilo son las más habituales porque se producen en el lugar: el cainsil, una
fina tela de lino con la que se hacen las camisas y las sábanas; el dril, que es una fuerte
tela de cáñamo que se emplea para los forros y la vestimenta de trabajo; el fustán, un
tejido mitad hilo mitad algodón (el algodón se importa de Egipto o de Italia) que sirve
tanto para la ropa como para el mobiliario. La industria de la lana, por el contrario, se

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halla más localizada (Flandes, Champagne, Normandía, el centro/este de Inglaterra), y
la calidad de las lanas es infinita, desde los paños ordinarios de sarga o tirataña, hasta el
célebre stanfort —sólida lana inglesa confeccionada en Stanfort— o el magnífico
camelino, dúctil, ligero, que imita la lana del camello. Cada ciudad tiene su especialidad
en textura, color, dibujos. Los tejidos pueden ser llenos (de un único color), mezclados
(de mezclilla), diapreados (con flores y follajes), moteados o rayados de maneras
diversas.
Esta multitud de variedades se vuelve a encontrar en las sedas, importadas de Oriente,
Egipto, Sicilia, y cuyo consumo en Occidente se incrementa fuertemente en el siglo XII.
El damasco es diapreado tono con tono; el osterlín con tinte violeta; el siglatón procede
de las Cicladas; el bofu de Bizancio, el baldequino de Bagdad. Los más solicitados son
el samit, paño espeso y lujoso, el paile, tejido recamado fabricado en Alejandría, y el
cendal, tela muy flexible semejante a nuestro tafetán.
Como la moda de las sedas, la de las pieles está vinculada al desarrollo del comercio.
Las más lujosas se importan de Siberia, Armenia, Noruega y Alemania y son marta,
castor, cebellina, oso, armiño y vero. Estas dos últimas pieles son muy cotizadas. La piel
blanca del armiño se motea con el pelo negro que adorna el extremo de su cola, y el
vero se mezcla con el pelaje de una ardilla denominada «gris»; el vientre suministra el
blanco y el dorso su gris azulado. De estas pieles se hace el cuello y el forro de los
vestidos de lujo. Sin embargo, las procedentes de la fauna local (nutria, tejón, garduña,
zorro, liebre, conejo, cordero) se estiman menos; son cosidas en el interior de las
mangas o entre las dos telas de las pellizas. Las más ordinarias, como el conejo, se tiñen
de rojo para el adorno de los puños de las mangas y los bordes inferiores de los briales.
Y es que la moda tiene sus exigencias cromáticas; la elección de los colores depende
de las consideraciones jerárquicas. El más preciado es el rojo —el color por excelencia
— del que se sabe crear una infinidad de matices, a partir de plantas tintóreas (granza) o
de substancias animales (cochinilla); le siguen el blanco y el verde. El amarillo no se
diferencia del oro y sólo se emplea para las piezas grandes. El azul se convertirá en
color refinado bajo el reinado de San Luis. Anteriormente, se utilizaba sobre todo para
los vestidos ordinarios, como el gris, el negro y el pardo.
Por regla general, la Edad Media tiene un sentido de los colores más desarrollado que
la Antigüedad o la época moderna. Considera cada uno según su grado de luminosidad.
Los que desprenden mayor claridad (rojo, blanco, verde, amarillo) son los que más
gustan, mientras que se dejan de lado aquellos a los que, por falta de conocimientos
técnicos, no se les sabe sacar brillo. Esto lo ilustra el estudio semántico de los términos,
que muestra cómo la población medieval veía en el azul un color insulso, en el gris algo
sucio o abigarrado, en el pardo un color demasiado sombrío y en el negro una ausencia
de luz inquietante 7.

El vestido masculino

El señor, cuando se viste, se pone sucesivamente unos calzones, una camisa, las
calzas, los zapatos, la pelliza y el brial. Si piensa salir, toma su capa o abrigo, algo con
que cubrirse la cabeza y sus botas. Si va al combate, se coloca su equipo militar por
encima de su vestimenta civil.
Los calzones son la única pieza propiamente reservada a los hombres. Se trata de un
largo calzoncillo de tela fina, cuyas perneras, rectas, flotan, huecas o rizadas, y
descienden hasta los tobillos. La costumbre, muy antigua, de teñirlos de rojo,
desaparece durante el siglo XII, cuando se extiende la moda de los calzones de seda o
cuero. Salvo en este último caso, son a partir de ahora siempre blancos, incluso entre los
que continúan llevándolos de cansil. Los calzones se mantienen en la cintura por medio

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de un cinturón de tela o cuero, del que cuelgan la bolsa, las llaves y a veces una especie
de ligas que mantienen las calzas. Pero estas últimas, metidas por debajo de los
calzones, se sostienen con frecuencia por medio de un cinturón 8, que sirve para levantar
los bajos de los pantalones. Las calzas se parecen a las medias y suben hasta media
cadera. Flexibles, moldeando la pierna, son de tela, lana tricotada o incluso de seda, y a
veces con soleta. Son de color oscuro (castaño, carmín o verde), salvo las de lujo que
dibujan rayas horizontales con franjas de colores diferentes.
La camisa es una túnica interior, cerrada por arriba, abierta por debajo hacia adelante
y hacia atrás, que cae hasta media pantorrilla por encima de los pantalones y de las
calzas, y cuyas largas mangas se estrechan en las muñecas. Es blanca o cruda, hecha de
sarga entre los campesinos y de fina tela de lino o de seda en los ámbitos caballerescos.
Las más hermosas están bordadas en el cuello, los puños y partes que sobresalen del
brial, y estampadas en la pechera. En el siglo XIII, la camisa de lana, cuyo uso se
generaliza, se hace más corta y ajustada. La costumbre es quitársela para dormir y
mudarla cada ocho o quince días. En invierno, entre la camisa y el brial, se coloca una
especie de largo chaleco sin mangas: la pelliza. Es una prenda de lujo, cálida y cómoda,
compuesta de una piel cubierta por dos telas. Sus galones bordados y la piel que aparece
en el cuello y en los escotes hacen de ella una pieza muy elegante, que puede exhibirse
en la intimidad de una velada.
El brial, vestido noble por excelencia, es una túnica de lana o de seda que se coloca
pasándola por la cabeza a través del ancho cuello. Sus mangas son medianamente largas
y muy anchas; su falda, amplia, plegada, abierta por delante y por detrás, cae hasta los
pies. Se ajusta a la cintura gracias a un cinturón, sobre el que cae como una blusa. A
finales del reinado de Felipe Augusto, el brial se reemplaza por la saya, falda de lana
más corta y más ajustada que está dotada de unas mangas largas y estrechas. En el
momento de salir, se coloca encima el sobreveste, una túnica del mismo corte, pero
desprovisto de mangas y que no baja más allá de las rodillas. Dicho sobreveste se corta
de una tela de lujo (paile, cendal, samit) y se tiñe de un color vivo que contraste con el
de la saya.
Como el brial, el abrigo o capa es una prenda reservada a los nobles. Puede tener una
forma variada, pero el más habitual es casi circular, semilargo y sin mangas.
Generalmente abierto por un lado, se sujeta sobre el hombro derecho por medio de un
broche o una hebilla. Es de tela guarnecida, adornada con franjas y bordados. De viaje o
en tiempos de lluvia, es reemplazado por la capa, amplia esclavina cerrada provista de
un capuchón que se coloca como una casulla. Es de lana no desbruada.
A pesar de su diversidad, el calzado puede agruparse en dos categorías: los zapatos y
los borceguíes. Los primeros, de tela o de piel, tienen más o menos la forma de los
actuales; sin embargo, se llevan dentro de las botas. Los segundos, de recio cuero de
España, se asemejan a nuestras botas de esquí; guardan el tobillo y se cierran por medio
de numerosas argollas y lazos. Pero los caballeros prefieren unas botas altas
impermeables, de cuero flexible, de color negro o rojo. Los hombres dedican una
atención especial a la elegancia de sus pies. Es en esta parte del vestir donde las modas
son más insólitas y caprichosas. La estética está en los pies pequeños. El calzado va
ajustado, sin tacón, pero con gran lujo de adornos (bordados, colores vivos, cueros con
mosaicos) y de accesorios (cordones, botones, ribetes, cintas).
Los tocados presentan así mismo una gran variedad 9. Para comenzar es preciso
mencionar la cofia, pequeño birrete de lana o tela que tiene la forma de un gorro de
baño. En invierno va cubierta por un gran gorro cónico con el extremo doblado, o
cuadrado y provisto de orejeras. En verano, se reemplaza por un solideo de algodón
semejante a una boina, o bien por un sombrero de felpa de anchos bordes doblados. Los

51
días de fiesta, se cubre la cabeza con un capelo, ancha cinta de un valioso tejido
adornado de bordados, perlas, flores o plumas de pavo real.
Finalmente, la última pieza de la vestimenta son los guantes, usados por casi todos.
Los de los caballeros son de punto o piel. Muy ajustados en la mano, son más amplios
en la muñeca y cubren gran parte del antebrazo. Es una prenda que se ofrece a menudo
como regalo y que, además, tiene un valor simbólico: entregar su guante a un señor es
signo de homenaje, tirarlo signo de desafío; como en la actualidad, se retira cuando se
entra en una iglesia o antes de dar la mano a alguien. Los cazadores llevan mitones de
piel, los artesanos guantes de ruda tela y los campesinos manoplas de cuero con las que
arrancan los espinos.

El vestido femenino

La mayor parte de los elementos que componen el vestido femenino difieren poco,
tanto en su naturaleza como en su confección, de los que llevan los hombres. Sin
embargo, se observa mayor diversidad de telas y colores, así como una proliferación de
adornos y accesorios 10.
Las mujeres no llevan ese calzón, pero se rodean a veces el pecho con un velo de
muselina que desempeña el papel de sostén. Por encima se colocan una camisa plisada
que cae hasta los tobillos. Bien sea de hilo o de crespón de seda, su primera cualidad es
la blancura, y, como la de los hombres, lleva bordado el cuello, los puños y el borde
inferior, es decir todas las partes que sobresalen de la túnica o el brial. Después del aseo,
las mujeres visten una especie de albornoz más amplio que la camisa, pero cortado del
mismo tejido. En invierno utilizan además una pelliza de armiño, semejante a la de los
hombres pero más larga y más ricamente adornada.
El vestido que se pone encima es el brial. Existen dos tipos: el brial ordinario que no
es más que una simple túnica que cae hasta media pantorrilla y el brial compuesto,
aparecido hacia 1180, formado por un corpiño muy ajustado, una ancha franja que
realza el talle y una larga falda abierta de un lado 11. Alarga más la silueta, a la vez que
moldea el torso, el vientre y las caderas. En ambos casos, el cuello es amplio y
redondeado, las mangas largas y ensanchadas a partir del codo. Pero para estas últimas,
la moda se muestra particularmente versátil. Hacia 1185-1190, su extremo forma como
un inmenso embudo que barre casi el suelo; por el contrario, a comienzos del siglo XIII,
se asiste a un cambio radical: la parte baja de las mangas comprimen el antebrazo, que
es apretado por medio de cintas o incluso por costuras hechas después de vestirse 12. Los
más bellos briales son los de paile o samit, estampados en la parte delantera del corpiño,
fruncidos en la parte inferior de la falda, adornados y realzados con bordados; los más
apreciados proceden de Inglaterra o de Chipre. Son reemplazados a veces por faldas de
cendal o de camelino, vestidos menos ajustados, dotados de cola (algo que la Iglesia
juzga desvergonzado) y cuyo corte menos uniforme resalta el cuerpo. Como la saya para
los hombres, la túnica, asociada al sobreveste, conseguirá poco a poco suplantar el brial
e imponerse definitivamente bajo el reinado de San Luis. Ya se trate de una túnica o de
un brial, la elegancia exige que la mujer se rodee por encima con una larga cinta
(correas de cuero trenzadas, cordón de seda o lino) que dispone sabiamente: una primera
vuelta a la altura del talle, un nudo encima de los riñones, después una segunda vuelta
alrededor de la cintura, un nuevo nudo en lo alto de la entrepierna, y se dejan caer los
extremos hasta el suelo en longitudes iguales.
Las calzas apenas si difieren de las del hombre, salvo en que se sostienen siempre con
ligas. Los zapatos son de todo tipo: altos o bajos, cerrados o abiertos, con o sin lengüeta,
de cuero o felpa, de tela, forrados o no. La moda se fija en los pies minúsculos, talones
altos y andar ondulante y estudiado.

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La capa o abrigo femenino es una esclavina semicircular que se cierra, no sobre el
hombro como el de los hombres, sino sobre la parte delantera, por medio de diversos
alfileres, a cuya confección se le dedica un cuidado especial. Se juzga un abrigo por la
calidad de su pana (forro que lleva) y sus ligaduras. Los vestidos más sueltos emplean
también como medio de cierre el alfiler, semejante al nuestro, pero de mayores
dimensiones, y el botón. El uso de este último se extiende sobre todo a finales del siglo
XII, en forma de botones dobles que se meten en dos ojales. Pueden ser esféricos o
planos, de cuero, de tela, de hueso, de cuerno, de marfil o de metal.
Finalmente, si la costumbre para todas las mujeres consiste en tener los cabellos lo
más largos posibles, el tocado propiamente dicho varía con la edad 13. Las jóvenes,
solteras o casadas, dividen su cabello con una raya en medio en dos trenzas que colocan
por delante y que si nos fiamos de los documentos iconográficos, caen a menudo hasta
las rodillas. Esas trenzas a su vez pueden prolongarse con colgantes sujetados en cada
extremo. Entre las que no han sido favorecidas por la naturaleza, unos postizos
hábilmente colocados ayudan a paliar los defectos de longitud capilar. Desde 1200, la
moda de las inmensas trenzas tiende a desaparecer para dar lugar a los cabellos cortos,
mantenidos hacia atrás por una diadema y que flotan por encima de los hombros. Antes
de salir o entrar en una iglesia, se cubren con un velo de muselina de lino o de seda. Las
mujeres de más edad se hacen un moño (rellenado artificialmente si es necesario) que
cubren con un pañuelo que anudan bajo la barbilla y se corona por una especie de
diadema que ciñe el cráneo de forma horizontal. Las viudas y las religiosas llevan toca,
ancho tocado de tela ligera que oculta completamente los cabellos, las sienes, el cuello e
incluso lo alto del busto.

Las armerías

La vestimenta no es el único medio para manifestar la personalidad o traducir la


pertenencia a un grupo.
Numerosos accesorios, insignias y emblemas desempeñan una función análoga. Entre
estos últimos, es preciso hacer mención especial a las armerías, que nacen en el siglo
XII y que suponen para el historiador uno de los espejos más fieles de la mentalidad
medieval.
Todos sabemos lo que son las armerías: emblemas de colores, propios de un
individuo, una familia o una comunidad, sometidos, en su composición, a normas
especiales y representados generalmente sobre su escudo 14. Lo que no se conoce tanto
es que no fueron un patrimonio de la nobleza, que difieren completamente de las figuras
emblemáticas de la Antigüedad, que nada tienen que ver, por decirlo así, con el
misterioso mundo de los símbolos y que su aparición no está en absoluto vinculada con
las cruzadas. En efecto, el más antiguo es el de Godofredo Plantagenet, futuro conde de
Anjou: un escudo de color azur con seis leones de oro. Siguiendo una tradición, hoy
cuestionada, fue en 1127 cuando lo habría recibido de su suegro, el rey de Inglaterra
Enrique I, con ocasión de su matrimonio con la hija de éste, Matilde, viuda del
emperador Enrique V. Sea como fuere, el segundo cuarto del siglo XII ve el nacimiento
de las armerías en las diferentes regiones de Europa occidental: Anjou, Normandía,
Picardía, Ile-de-France, Inglaterra meridional y valle del Rin. Desde 1150, su uso se
extiende no sólo geográficamente sino socialmente. Si bien en su origen sólo los jefes
militares lo portaban, de manera progresiva se irá generalizando su uso entre los
vasallos y los vasallos de éstos, hasta tal punto que a comienzos del siglo XIII toda la
mediana y pequeña nobleza está provista de su escudo de armas. La moda y expansión
es tal que deja de ser algo reservado a los combatientes. Unos tras otros, las mujeres

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(antes de 1156), las ciudades (a partir de 1190), los clérigos (hacia 1200), los burgueses
(hacia 1225) e incluso los campesinos (a partir de 1234) se lo atribuyen. Esta difusión
durará hasta el siglo XV. En efecto en la Edad Media, el hecho de llevar escudo de
armas jamás fue reservado a una categoría social particular.
El origen de las armerías no es ni oriental, ni hermético. Está vinculado a la evolución
del equipamiento militar y más particularmente a la del casco. Cuando, a comienzos del
siglo XII, los combatientes se vuelven irreconocibles dentro de su armadura, se adopta
la costumbre de pintar en la superficie plana de su escudo señales que sirvan para su
reconocimiento, en un principio inestables y cambiantes siguiendo su fantasía, después
cada vez más permanentes. Puede hablarse de escudo de armas a partir del momento en
que un mismo personaje emplea constantemente los mismos signos. Para elaborarlos, se
acude a distintos elementos: los pendones suministraron los colores y las divisiones
geométricas; los sellos, el repertorio de las figuras (animales, plantas, objetos) y el
carácter hereditario de éstas; los escudos finalmente, la forma triangular y la disposición
general. Las armerías no fueron pues una creación espontánea, sino una fusión en un
único sistema de diferentes elementos preexistentes.
Esa fusión no se llevó a cabo de forma repentina, sino progresivamente. Así, el uso
hereditario de armerías se impuso poco a poco. En el reinado de San Luis, son
numerosos los hijos que aún muestran un escudo diferente del de su padre. Del mismo
modo, las normas de composición se fijan a partir de mediados del siglo XIII. Tan sólo
se respetó una desde el principio (heredada con probabilidad de los pendones): la que
ordenaba la disposición de los esmaltes y prohibía colocar «metal sobre metal y color
sobre color». Los metales son el oro (amarillo) y la plata (blanco); los colores, el sable
(negro), el gules (rojo), el azur (azul), el sinople (verde) y más tarde el púrpura (violeta
oscuro). Es contrario a la norma colocar el oro al lado de la plata, gules al lado del azur,
sable al lado de sinople, etc. En cuanto al lenguaje del blasón, se irá separando poco a
poco del lenguaje habitual. De esta forma el color verde, sinople en heráldico clásico, es
en los siglos XII y XIII, simplemente verde.
Pero el aspecto técnico de las armerías no es lo esencial. Lo más interesante para el
historiador consiste en buscar los motivos que presidieron la elección de cierta figura
por una determinada familia o individuo. Quizá se trata de una razón política: se adopta
la misma figura que su señor o que el jefe de la facción a que se pertenece. Así, son
numerosas las familias flamencas que, a imagen de las armerías condales, llevan un león
en el suyo. Tal vez el deseo de evocar un vínculo de parentesco, un hecho histórico, un
origen geográfico o una profesión. Un albañil elegirá una paleta, un carnicero un buey,
un pescador un pez; alguien que fue a la cruzada podrá conservar la cruz en su armería
mientras que otro, originario de una lejana ciudad, colocará en él un objeto que la
recuerde. Sobre todo, puede ser una alusión al patronímico, al nombre de pila o al
apodo. Un Jehan Lecocq llevará un gallo, Guillermo Legoupil un zorro. A partir de
mediados del siglo XII, la gran familia de los Lucy, con posesiones en Inglaterra y en el
continente, adopta como emblema un lucio, porque en el francés antiguo la palabra lus
designaba dicho pez. O puede ser por una sencilla razón de gusto vinculado o no a
consideraciones más o menos simbólicas. No obstante, cuando existe, el simbolismo
heráldico resulta siempre muy primario: el león evoca la fuerza, la oveja la inocencia, el
jabalí el coraje, la cruz el cristiano, etcétera.
Limitado en un principio a algunos animales (león, águila, oso, ciervo, jabalí, lobo,
cuervo) y a algunas formas geométricas, el repertorio de las figuras se diversifica
cuando el uso de las armerías se extiende a la pequeña nobleza y a los no combatientes,
y comienzan a ocupar un lugar no sólo en las diversas piezas del equipo militar
(escudos, pendones, sobrevestes, gualdrapas de los caballos) sino en todos los objetos,

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muebles y vestidos de la vida cotidiana: sellos, monedas, pesas, manuscritos, vidrieras,
piedras sepulcrales, embaldosado, faldas, guantes, capas, herramientas y utensilios
diversos. La literatura no escapa a esta invasión. Desde comienzos del siglo XIII dota a
sus héroes de armerías copiadas de la realidad 15. Al rey Arturo se le atribuyen muchos y
diferentes, pero quizá cabría destacar el que representa tres bandas gules; a su primo
Bohort un escudo semejante pero cuyo campo es de armiño (a imitación de los cuarteles
verdaderos), y al paladín Galaad, el primero de los elegidos para la búsqueda del Grial,
un escudo de plata con cruz de gules, que recordaba el emblema de los caballeros
cristianos que partían hacia Tierra Santa.

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CAPITULO VII
UN TIEMPO PARA LA GUERRA,
UN TIEMPO PARA LA PAZ

COMBATIR es la razón de ser del caballero.


Desde el momento en que recibe la investidura se convierte en un soldado de Dios,
que debe atemperar su gusto por la guerra y someterle a exigencias de su fe. Pero ese
gusto, esa pasión por las actividades guerreras permanece. Por lo demás, toda una
literatura le entretiene. Una literatura que describe, al tiempo que exalta, heroicos
combates en los que unos caballeros magníficos, portando brillantes armaduras, realizan
hazañas increíbles antes de encontrar una muerte sublime o conseguir la más gloriosa de
las victorias. Una literatura militante, que habla de guerra justa, de paz magnánima, que
canta la valentía generosa de los que luchan porque se aplique el buen derecho de su
señor, para defender a los ministros y bienes de la Iglesia, para ayudar a los débiles y a
los pobres necesitados.
Pues bien, la realidad es otra. Las hazañas de un Calvan, o de un Lanzarote son
fantásticas. No hay cotas de malla inexorables, no hay yelmos engastados de piedras
preciosas, no hay espadas mágicas que hagan triunfar a los que las emplean. La guerra
no es gloriosa sino interesada. La paz no es noble sino humillante y continuamente
pisoteada. Las grandes batallas son raras y poco mortíferas; la muerte sublime no existe.
Aquí igualmente, hay mucho trecho entre la luminosidad del sueño y el gris de la
existencia cotidiana.

Guerras privadas y paz de Dios

A mediados del siglo XIII, el declarar la guerra es un derecho que pertenece a


cualquiera. Se trata de uno de los medios que tiene todo individuo para salvaguardar sus
derechos, siendo el otro el recurso a la justicia del señor. De alguna forma es factible la
elección entre la vía de hecho y la vía del derecho. Esa concepción de la guerra privada,
heredada de la antigua faida (derecho de venganza) de los germanos, había
desaparecido prácticamente en la época de Carlomagno; reaparece sin embargo en el
siglo X, con la decadencia de la autoridad central, y se prolonga hasta comienzos del
siglo XIII convirtiéndose en uno de los rasgos fundamentales de la sociedad feudal. La
guerra privada tiene sus propias reglas, se declara de acuerdo a una forma establecida y
dura mientras no sea suspendida por una tregua o concluida por una paz. Abarca a todo
el linaje de los beligerantes, hasta un grado avanzado, en general hasta aquel a partir del
cual se permite contraer matrimonio sin dispensa. En la realidad, sin embargo, todos no
pueden tener la iniciativa de la guerra, ya que ésta supone cierto poder, a la vez político
y financiero. Así pues, la guerra es conducida esencialmente por los propietarios de
feudos importantes, en nombre de sus propios intereses o, en escasas ocasiones, de los
intereses de sus vasallos.
Salvo las cruzadas, de las que hablaremos más adelante, las guerras entre naciones no

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existían. La mayoría son luchas entre un señor y su vasallo, rivalidades entre dos feudos
o venganzas entre dos linajes. Así, las continuas querellas que enfrentan al rey de
Francia y al rey de Inglaterra no son en absoluto un conflicto entre dos países, sino una
guerra privada entre un potente vasallo y su soberano, en la que cada cual busca un
medio para defender lo que cree que es su legítimo derecho. Y cuando en 1214 Felipe
Augusto marcha al norte de Francia para realizar la gloriosa campaña que culminará en
la batalla de Bouvines, no acude tanto a enfrentarse contra una coalición internacional (a
cuyo mando se halla, no obstante, el emperador y rey de Alemania, Otón de Brunswick)
sino a castigar a un vasallo rebelde, a saquear el feudo de un hombre que ha faltado a
sus deberes de feudatario: el conde de Flandes, Fernando.
Evidentemente, este aspecto jurídico de la guerra no es el único. Ya que si constituye
una manera legal de sancionar sus derechos, es también un medio eficaz de aumentar su
fortuna y poder. La guerra en el siglo XII supone siempre la búsqueda de un botín. Para
los poderosos que la capitanean se trata menos de la expresión de una vulgar codicia
que de una necesidad: los beneficios cosechados servirán para pagar a los mercenarios,
fortificar los castillos y recompensar a los vasallos que han prestado su ayuda y, con
ello, asegurarse una vez más su fidelidad para las siguientes operaciones. Algo que será
tanto más valioso cuanto que éstas serán probablemente defensivas, puesto que un éxito
conlleva siempre una nueva agresión. Para los caballeros que acompañaban a su señor,
el botín representa el precio de su apoyo, ya que, como veremos, esa ayuda militar que
les imponen las instituciones feudales no sólo les cuesta tiempo, sino también dinero, ya
que cada uno debe equiparse a sus expensas. Y en todos ellos, aristócratas o plebeyos,
vasallos o mercenarios, la idea del lucro y la rapiña se halla siempre presente e incluso
constituye la principal motivación para ir a luchar.
Así pues, la guerra consiste más en capturar, robar y requisar que en vencer o matar al
enemigo. Está hecha más de golpes de mano, saqueos, asedios, incendios que de
acciones de envergadura y batallas decisivas. Se alarga con frecuencia, interrumpida por
efímeras treguas y reaparece anualmente entre finales de marzo y comienzos de
noviembre para nunca arreglar nada 1.
Por ello, los que pretenden alcanzar un objetivo, político o jurídico claro, recurren
más bien a la negociación. Esta se lleva a cabo bajo formas diversas: encuentro entre
dos beligerantes en una frontera, en territorio neutral o durante una peregrinación;
intercambio de embajadores, prelados o laicos de alta alcurnia, que se benefician de su
inmunidad, acompañados de una delegación numerosa y que son portadores de cartas
credenciales y regalos cuya recepción es siempre solemne; utilización de enviados
menos destacados, generalmente clérigos, con plenos poderes para negociar; recurso a
arbitrajes y mediaciones, ya sea por parte de un poderoso personaje (el papa es
representado por uno de sus legados; un gran señor emparentado con las dos partes
presentes: como el conde de Flandes Felipe de Alsacia que quiso ser durante todo su
«reinado» —1168-1191— el gran mediador de Occidente) o por parte de un grupo de
árbitros designados tras un compromiso. La conclusión de un tratado es un hecho
frecuente, y las garantías sobre las que se establece, numerosas: juramento sobre las
Escrituras o sobre las reliquias; nombramiento de «rehenes garantes», es decir vasallos
o súbditos que deberán convertirse en prisioneros si su señor no respeta el compromiso
contraído en el tratado; amenaza de sanciones religiosas (excomunión) o jurídicas
(retirada del homenaje o confiscación del feudo). No obstante, su eficacia sigue siendo
escasa 2.
Las guerras privadas, entre pequeños vasallos o grandes feudatarios, son siempre
conflictos interminables que asolan los campos y degeneran en bandolerismo. La Iglesia
es la primera que interviene contra esa plaga. Además de la invitación a la cruzada y al

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establecimiento de la caballería —dos instituciones destinadas a canalizar al servicio de
Dios los ardores guerreros de los combatientes— adoptó, en el transcurso del siglo XI,
diferentes medidas ejemplares con el fin de limitar las desastrosas consecuencias de
estas guerras. A mediados del siglo siguiente, las medidas pueden agruparse en dos
grandes normas: la paz de Dios y la tregua de Dios. La primera destinada a proteger a
los no beligerantes (eclesiásticos, mujeres y niños, campesinos, peregrinos, mercaderes)
y algunos bienes de utilidad pública (iglesias, molinos, cosechas, animales de tiro),
colocándolos «bajo la paz de Dios» con el fin de que no sean atacados o destruidos. La
segunda prohíbe los enfrentamientos durante ciertos períodos del año (Adviento,
Cuaresma, Pascua) o de la semana (desde el viernes por la tarde hasta el lunes por la
mañana) que conllevan una vida religiosa más intensa. Violar la paz o la tregua de Dios
es una felonía grave que supone la excomunión y la citación ante un «tribunal de paz»
formado por prelados y señores. Las sanciones de dicho tribunal son siempre severas.
Respetadas y eficaces en un principio, dichas normas cayeron poco a poco en desuso
cuando la Iglesia las amplió en exceso; particularmente a comienzos del siglo XIII,
cuando intentó establecer la tregua de Dios cada semana desde el miércoles por la tarde
hasta el lunes por la mañana. Un hecho es significativo a este respecto: la gran batalla
de Bouvines (27 de julio de 1214), que enfrentó a los príncipes más poderosos de
Occidente, tuvo lugar un domingo.
Sin embargo, fue el poder civil —en especial los soberanos—, el que tomó el relevo a
la Iglesia para limitar las guerras privadas. Por ejemplo, Felipe Augusto, fue el primero
en prohibirlas a los plebeyos. Además, instituyó varias leyes que fueron poco a poco
imitadas, de formas diversas, por los reinos vecinos: la famosa cuarentena del rey que
prohibía atacar a los parientes de su adversario durante los cuarenta días siguientes a la
declaración de hostilidades (con lo que se pretendía poner fin a las frecuentes agresiones
de sorpresa); la salvaguardia real que otorgaba a una persona, un grupo o un
establecimiento la posibilidad de pedir la protección especial del rey: atacarle suponía
atentar contra el propio soberano; finalmente el compromiso real que constituía una
garantía por parte del rey de un pacto de no agresión establecido entre un señor y una
comunidad 3.
Entre los años 1220-1230, la guerra es pues menos frecuente. A las limitaciones
impuestas por las estaciones del año (en invierno no se lucha), las circunstancias
atmosféricas (la lucha cesa cuando llueve), las horas del sol (jamás se lucha de noche),
las limitaciones impuestas por la Iglesia (antiguas paz y tregua de Dios), se suman las
que emanan de un poder soberano cada vez más poderoso.
A partir de ahora, la actividad esencial del caballero ya no es la guerra, sino el torneo.

El servido militar feudal

La segunda mitad del siglo XII está marcada por cierta decadencia de las instituciones
militares. A los muy rigurosos principios feudales se oponen aplicaciones prácticas
mucho más flexibles, donde el papel del dinero va haciéndose más importante que el de
los compromisos vasalláticos.
El vasallo, a cambio de la tierra que le ha sido entregada en feudo, debe a su señor,
entre otras obligaciones, una ayuda militar. Esta puede adoptar tres formas: la hueste, la
cabalgada y la guardia o vigilancia. El servicio de la hueste sólo puede ser exigido por
los señores situados en lo alto de la pirámide feudal: reyes, duques, condes. Es una
expedición ofensiva a larga distancia, exigible una sola vez al año, y con una duración
limitada de cuarenta días; cada vasallo acude con cierto número de sus propios vasallos
(siendo dicho número proporcional a la importancia de su feudo) y se equipa a sus
expensas (armas, víveres, caballos). Pasados los cuarenta días, el señor puede prolongar

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el servicio, pero entonces debe tomar a sus expensas los gastos de equipamiento y
entregar una indemnización a los que han aceptado dicha prolongación. El servicio de
cabalgada tiene una dimensión temporal (una semana generalmente) y espacial (el
equivalente a una jornada de marcha menor). Este es el servicio que con mayor
frecuencia se solicita, pues sirve sobre todo en la guerra entre vecinos: expediciones
llevadas a cabo con rapidez sobre las tierras del adversario o golpes de mano intentados
contra un castillo. Puede ser reclamado por el señor cada vez que le parezca. El servicio
de guardia suministra jefes a la guarnición de la fortaleza señorial; al no tener más que
un papel defensivo, lo cumplen sobre todo vasallos con cierta edad, inválidos o
momentáneamente imposibilitados para guerrear.
Todo ello concierne de forma exclusiva a los hombres que poseen una tierra. Los
servicios militares de los plebeyos se definen de forma mucho más difícil, ya que varían
según las regiones. En el norte de Francia, los villanos sólo están obligados a prestar
ayudas defensivas: guardia del castillo, y colaboración en la defensa del señorío cuando
éste es atacado. A menudo, además, se han liberado de la primera pagando una tasa que
permite mantener en su lugar una guarnición profesional; y para la segunda únicamente
desempeñan un papel de circunstancia (vigías, cavadores, escoltas). No obstante, en sus
propios dominios, el rey de Francia exige a veces un servicio al plebeyo: cada entidad
administrativa (prebostazgo, comuna, abadía real) debe suministrar un contingente de
tropas de a pie proporcional al número de hogares que cobija. Se pide entonces una
aportación a todos los habitantes con el fin de equipar a los que han sido voluntarios o
designados por sorteo.
Además, al lado de esas formas normales de ayuda militar, el rey y algunos de los
grandes señores feudatarios pueden, en caso de peligro extremo, efectuar un
reclutamiento masivo de todos los individuos, vasallos o villanos, para una asistencia no
limitada en el tiempo: el llamamiento para la guerra es una reminiscencia del antiguo
servicio público debido por todos los hombre libres al soberano carolingio. En el siglo
XII, no obstante, dicho llamamiento sólo fue convocado una vez en Francia, por el rey
Luis VI, cuando en el mes de agosto de 1124, el emperador Enrique V trató
frustradamente de invadir Champagne 4.
Sin embargo, toda esta organización es bastante teórica. En sus aplicaciones, el
servicio militar feudal funciona de forma mediocre. Aparecen pretextos en todos los
niveles. Durante las cabalgadas, los pequeños vasallos titubean al tener que alejarse de
sus tierras, y a menudo se niegan a servir más allá de los límites del señorío. En cuanto a
los grandes señores, nunca acuden con presteza al llamamiento del soberano. En
Inglaterra, son numerosos los que no aceptan seguir al rey en sus expediciones en el
continente. En Francia, Luis VII y después Felipe Augusto encuentran dificultad para
conseguir la ayuda de algunos de sus feudatarios; e incluso a veces sólo la consiguen
tras complicadas negociaciones, en las que se alternan promesas y amenazas. De forma
general, únicamente acuden a la hueste los que no se hallan demasiado alejados del
campo de operaciones.
A estas carencias se suman los retrasos, la indisciplina, la relajación en el momento
del combate y la mediocridad de los efectivos. Cada feudatario, en efecto, cuenta con un
número bastante reducido de vasallos, a los: que él mismo tiene que negociar, prometer
y amenazar con el fin de convencerles para que le acompañen. La misma deficiencia se
encuentra de nuevo —al menos en Francia— en todos los escalones de la pirámide
feudal. A comienzos del siglo XIII, por ejemplo, Felipe Augusto dispone de un ejército
que no es superior a los 3.000 hombres, de ellos unos 2.000 son soldados de a pie que
proceden del dominio real, 300 mercenarios de Brabante y 200 ballesteros. Incluso en
tiempos de guerra apenas consigue reunir para su hueste más de 350 ó 400 caballeros.

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Un documento con el título Los caballeros del reino de Francia nos informa que en
1216, es decir, dos años después de la batalla de Bouvines, el ejército del reino no
contaba con más de 436 caballeros, todos originarios del norte de Francia. Así, el duque
de Bretaña, Pedro I Mauclerc, lleva con él a 36 caballeros, cuando puede reclutar diez
veces más para su propio servicio de hueste; el conde de Flandes aporta 46, y el ducado
de Normandía, el más poderoso de la cristiandad, únicamente 60 5.

Los mercenarios
Las carencias de ayuda militar por parte de los vasallos originaron la aparición de
verdaderos soldados a sueldo. Poco a poco el dinero se convierte en el verdadero
«motor» de la guerra. Se autoriza a los vasallos de edad avanzada, enfermos o ausentes
(por ejemplo en peregrinación) a pagar una tasa por hacerse reemplazar. Esa práctica,
progresivamente, se fue ampliando. En Inglaterra, a partir de mediados del siglo XII,
cualquier vasallo podía pagar su «servicio militar». E incluso se tiende a hacer pagar un
impuesto a todos los hombres libres para reclutar el ejército real. Felipe Augusto, en
Francia, instituye un poco más tarde unos feudos «dinero»: los beneficiarios no reciben
tierras, sino una renta a cambio de la cual deben al rey una ayuda militar, generalmente
para servir como arqueros o ballesteros. Dichas prácticas permiten a ambos soberanos
recompensar de mejor forma a los que aceptan luchar a su lado, contratar a verdaderos
profesionales de la guerra y sentar así las bases de un ejército permanente.
Aunque podamos citar a caballeros que a veces vendieron sus servicios al mejor
ofertante, los mercenarios se reclutan habitualmente fuera de los ámbitos de la nobleza,
y a menudo en las regiones pobres o demasiado pobladas de Europa occidental (País de
Gales, Brabante, Flandes, Aragón, Navarra). Son designados con su nombre de origen
(aragoneses, galeses, etc.), o bajo los términos más genéricos de «roteros» o
«cottereaux». Todavía escasos en el siglo XII, son empleados en un principio por el rey
de Inglaterra, convirtiéndose a partir de los años 1160-1170 en una auténtica plaga para
Occidente: no sólo transforman el arte de la guerra con la utilización de armas nuevas,
que matan en vez de capturar (puñales, garfios, ballestas), sino que se organizan en
grupos temibles, casi invencibles, con jefes que terminan trabajando por cuenta propia y
con los que hay que negociar continuamente. En efecto, parecen aún más peligrosos en
tiempos de paz que en tiempos de guerra, ya que, a la espera de las hostilidades, viven
en el país y cometen exacciones y sacrilegios de todo tipo. Contra esos grupos armados
se organizan periódicas cacerías y cruzadas auténticas; pero, a pesar del rigor de los
castigos infligidos a los que son capturados (en 1182 Ricardo Corazón de León hace
degollar a la mitad de uno de esos grupos originarios de Brabante que consiguió
capturar; al resto los despide después de privarles de visión), Europa occidental deberá
soportar a esos mercenarios hasta mediados del siglo XV 6.

El equipo de los combatientes

El equipo de los combatientes es relativamente bien conocido. Si muy pocos vestigios


han legado hasta nosotros —debido a la escasez de las materias primas, en particular del
hierro, las armas usadas o deterioradas se volvían a emplear para hacer otras nuevas—,
los testimonios iconográficos (miniaturas y sobre todo sellos) y las descripciones
literarias (cantares de gesta y novelas de caballería) son muy abundantes. Lo que
sorprende, ante todo, es la gran diversidad de armas y vestidos, tanto entre los que
luchan a caballo como entre los que lo hacen a pie. Algunos van vestidos aún como los

60
guerreros representados en el célebre tapiz de la reina Matilde conservado en Bayeux;
otros van ya equipados como San Luis y sus compañeros. La razón principal de dicha
disparidad reside en la obligación que tiene cada cual de armarse a sus expensas. El
precio del equipo es muy elevado y son pocos los que lo poseen completo. Ya hemos
visto cómo algunos candidatos a la caballería retrasaban la fecha de su investidura
debido a que su fortuna, o la de su padre, no les permitía la adquisición de un equipo
conveniente. En efecto, el equipo de un caballero debía comprender al menos: el yelmo,
la cota de mallas, el escudo, la espada y la lanza; el de un hombre de armas a caballo: la
loriga o cota de mallas, el casco de hierro, la espada o venablo, el arco o la ballesta; el
del infante: camisote o cota de mallas de cuero, un casco de hierro o de cuero hervido,
arco, ballesta, y muchas armas ofensivas más como hondas, mazas, bastones, puñales y
garfios de todo tipo.
Estudiemos en detalle algunos de estos diferentes elementos.
La loriga o cota de mallas es, para el caballero, la pieza principal del equipo
defensivo. Es una especie de túnica metálica, hecha de un ensamblaje de anillas de
hierro o acero, que se coloca como una camisa, apretada al talle por medio de un
cinturón, que desciende hasta las rodillas, abierta por delante y por detrás con el fin de
facilitar el montar a caballo, y se prolonga hacia arriba en forma de un capuchón que
envuelve el cuello, la nuca y la barbilla. Las mangas, que se recogen en un principio por
encima del codo, se alargan poco a poco y terminan, hacia 1200, encerrando toda la
mano en forma de manopla. Esta cota de mallas procede del antiguo camisote que
llevaban los guerreros en los siglos X y XI, vestido de cuero y tela gruesa que
paulatinamente se fue cubriendo con anillas de metal. La cota de mallas nació cuando se
pensó en engarzar esos anillos entre sí para formar un tejido de mallas que hacía inútil el
soporte de cuero o de tela. A finales del siglo XII, una buena cota de mallas está
formada por unos treinta mil anillos y pesa entre 10 y 12 kg. Se hace aún más pesada en
el siglo siguiente, debido a que algunas partes —o incluso el conjunto— fueron tejidas
en mallas dobles o triples, y al refuerzo de algunas otras (hombros, codos, rodillas) con
placas de hierro u hojalata cosidas directamente sobre las anillas. La solidez se
incrementa entonces en detrimento de la flexibilidad. Las mallas son barnizadas con
colores diferentes, siendo el verde el más frecuente; incluso algunos grandes señores las
hacen dorar, platear o decorar con bordados en los extremos de las mangas y la parte
baja de la túnica. Chrétien de Troyes llega al extremo de dotar a su héroe Erec de una
cota de mallas de plata verdadera, realizada con pequeñas mallas triples, que no se
oxidaba y que parecía más ligera y más cómoda que un abrigo de seda 7.
Evidentemente, semejante vestido jamás existió. El precio de una cota de mallas
ordinaria es tan alto que sólo un pequeño número de caballeros puede permitirse el lujo
de adquirirla. El resto se contenta con un simple jubón, camisa con mallas de mangas
cortas, reducido a veces a un vulgar peto. Para proteger sus pies y sus piernas, el
caballero los cubre con medias hechas también de un tejido metálico: las calzas. Estas
se sostienen gracias a un lazo en lo alto de la pierna. Bajo la cota de mallas, el caballero
lleva no sólo sus vestidos «civiles» (calzón, camisa, brial de los que ya hablamos con
anterioridad), sino también, en ocasiones, una especie de jubón de piel o de tela, repleto
de hilaza o estopa y punteado como nuestros edredones: el gambison. Esta pieza está
destinada a amortiguar los golpes y los roces, por esa razón cubre a menudo brazos y
piernas. En vez de la cota de mallas, los hombres de armas a caballo llevan como
armadura el mismo gambison reforzado con placas de cuero o de hierro.
A finales del siglo XII aparece la cota de armas, amplia túnica de lino o de seda que el
caballero se coloca por encima de su cota de mallas para protegerla del sol o de la
lluvia. En sus inicios unida o decorada con colores de fantasía, dicha cota se cubre de

61
armerías en los primeros años del siglo XIII.
Las otras dos piezas esenciales del armamento defensivo son el yelmo y el escudo. El
yelmo sufre una importante evolución en el transcurso del período que nos interesa.
Hacia mediados del siglo XIII no es aún más que un casco de acero, formado por un
casquete hemisférico o cónico, reforzado en su base por un círculo grueso del que
cuelga el nasal, barra de hierro rectangular destinada a proteger la nariz. Poco a poco, la
parte trasera de dicho casco se prolonga hacia la nuca, mientras que el nasal se ensancha
con el fin de proteger las mejillas. Entre los años 1210 y 1220, ese conjunto se hace
cilíndrico en su totalidad, gracias al añadido de placas laterales que cubren las orejas y
las sienes. Tal es el yelmo clásico del siglo XIII, cuyas únicas aberturas son las ojeras y
algunos agujeros de ventilación. Pesado y molesto, sólo se lleva durante el combate; en
las demás ocasiones, los caballeros prefieren llevar un pequeño bacinete de hierro que
cubre nada más que la parte alta del cráneo.
El yelmo, aunque relleno en su interior, no se coloca directamente en la cabeza, sino
sobre el capuchón de la cota de mallas a la que se fija por medio de una docena de lazos
de cuero que se pasan a través de las mallas. A menudo incluso se coloca entre ambos,
para amortiguar los golpes, una especie de gorro de tela o de lana. A veces, el yelmo va
pintado; también en estos casos, el color verde es el elegido con más frecuencia. Ciertas
partes —la cima, el nasal, el círculo que refuerza la parte baja del casquete—, pueden ir
cinceladas y engastadas con mayor o menor riqueza; por ejemplo, con cristales de color,
que se convierten, en las novelas de caballería, en magníficas piedras preciosas o
brillantes carbunclos que permiten ver en plena noche.
El escudo tiene la forma de una gran almendra curvada a lo largo de su eje vertical y
terminada en punta, que permite hincarlo en el suelo con el fin de cobijarse detrás. En
efecto, sus dimensiones son considerables: en torno al 1,50 m de alto, y una anchura
comprendida ente 50 y 70 cm; cubre enteramente al combatiente, desde la barbilla hasta
los dedos de los pies, y sirve de camilla después de la batalla. Está formado por un
ensamblaje de maderas sostenidas por un doble armazón metálico, que rodean los
bordes y que alcanzan el centro por medio de una especie de estrella de ocho brazos. El
interior va acolchado, el exterior cubierto de piel, tela o cuero sostenido por clavos.
Donde el escudo está más curvado, la superficie se prolonga en una protuberancia de
metal más o menos saliente, la broca (de donde procede el nombre de broquel)
finamente labrada y, a veces, con engastes de cristal o piedras finas. Cuando no lucha, el
caballero puede llevar el escudo en bandolera o colgarlo del cuello por medio de una
correa que se alarga a voluntad, guiche. Durante el combate, pasa la mano que sujeta las
riendas del caballo por debajo de unas correas más cortas, en forma de cruz o de collar,
que sostienen el escudo en el antebrazo o la muñeca. Servirse de forma adecuada del
escudo es un arte difícil que exige, si creemos en los textos, un aprendizaje muy largo.
Cuando la superficie exterior es de tela o cuero, va pintada y decorada con figuras
florales, geométricas o animales que —como vimos con anterioridad— se transforman
poco a poco en emblemas heráldicos reales. A medida que la cota de mallas se refuerza
con placas metálicas (en particular las aletas que cubren la espalda), la función
protectora del escudo disminuye, y su papel se convierte entonces en el de mero
portador de las armerías. En el primer cuarto del siglo XIII,se hace pues más pequeño,
isósceles y pierde su broca.
Este escudo de forma almendrada no es el único. El antiguo escudo redondo de los
caballeros carolingios no ha desaparecido completamente en el siglo XII. Pero si los
caballeros siguen en ocasiones utilizándolo, parece ya más bien reservado a los hombres
de armas y a algunos infantes.
Esto en cuanto a las armas defensivas. Veamos ahora el equipo ofensivo de los

62
combatientes.
La espada es el arma de caballería por excelencia. Está constituida por tres partes: la
hoja, la empuñadura y el pomo. Tamaño y forma son muy variables; sin embargo, la
más corriente es la espada «normanda», de un metro de largo y de unos 2 kg de peso. Su
hoja es ancha (entre 7 y 9 cm), hecha de un acero robusto aligerado gracias a una o dos
ranuras en cada lado plano, y a veces adornada con damasquinados; sus filos son duros
y acerados. Se emplea más como un arma de corte que como un arma de estoque: se
trata de golpear al adversario más que de matarle. Cuando se utiliza la punta, es sólo
para romper los escudos y destrozar las cotas de malla. La empuñadura es la parte de la
espada más ricamente adornada; estrecha y alargada —ya que a menudo se maneja con
las dos manos— está protegida por dos gavilanes de la guarnición, rectos o curvados
hacia la hoja. El pomo tiene la forma de un disco de 6 a 10 cm de diámetro. En
ocasiones es de algún metal precioso y puede servir, al menos en los cantares de gesta,
como relicario. Así Durandarte, la espada de Roldan, tiene un pomo de oro que contiene
muchas reliquias:

[...] el diente de San Pedro y sangre de San Basilio,


cabellos de Monseñor San Dionisio
y un trozo del vestido de Santa María 8.

Y es que, en efecto, la espada es objeto de toda una liturgia. Es considerada como la


más noble de las armas, símbolo de la justicia y de la autoridad. Cada caballero trata de
conservar la suya el mayor tiempo posible, para después transmitirla a su hijo o a su
ahijado en caballería. Las espadas de los héroes literarios llevan cada una un nombre: la
del rey Arturo se llama Excalibur; la de Carlomagno Joyeuse, la de Olivier, Hauteclaire,
la de Ogier el Danés, Courtain.
La vaina va atada al cinturón por su lado izquierdo; es de madera cubierta de piel o de
tela más o menos valiosa. Cuando el caballero se sirve de dos espadas, una para el
combate a caballo, y otra para el combate a pie, esta última no posee vaina. Más larga y
más pesada, la lleva el escudero. Está también más afilada: al ser el combate a pie más
peligroso, se intenta herir cuanto antes al adversario, alcanzándole con esta segunda
espada a través de la visera o en el pliegue de la ingle, entre la cota de mallas y las
calzas.
La lanza es un arma de asta. Su longitud (unos tres metros) y su peso (entre 2 y 5 kg)
no permiten su empleo como jabalina. Su asta está pintada y se elige de una madera
dura que pueda resistir los choques: en general es de fresno, a veces de ojaranzo,
manzano o abeto. Su parte inferior termina en una punta metálica que permite clavarla
en el suelo (lo que, en el combate, significa que se quiere parlamentar). En el otro
extremo, la madera se engasta en un hierro de lanza, corto, terminado en punta, en
forma de cono, de rombo o de hoja. El lugar del asta donde el caballero coloca su mano
se halla hundido y a veces cubierto de una piel; se le designa entonces con el nombre de
gamuza. Mientras se camina, la lanza se lleva en posición vertical; durante el combate
se mantiene ya sea en posición horizontal (encima del hombro o bajo la axila; a la altura
de la cabeza o de la cintura), o en posición oblicua; en este último caso, el asta está
calada gracias a un rodete de fieltro colocado en la parte delantera de la silla. Lo
esencial consiste en resistir el choque, y utilizar el ímpetu de la carga para derribar al
adversario, traspasar su escudo y romper su cota de malla.
En lo alto del asta, justo debajo del hierro, se fijan, por medio de clavos, diferentes
trozos de tela que cumplen funciones emblemáticas. En la primera mitad del siglo XII,
es el gonfalón, pequeño estandarte rectangular terminado en varias puntas. Hacia 1150,
es reemplazado por el pendón, bandera igualmente rectangular, pero cuyo eje mayor es

63
paralelo al de la lanza, y que se reserva a los jefes guerreros que acuden a la hueste o a
prestar el servicio militar, con varios pequeños vasallos llamados mesnaderos. Ese
pendón lleva el escudo de armas y sirve para reagruparse en el corazón de la batalla.
Los caballeros que sólo son hombres de armas no enarbolan un pendón, sino un
modesto estandarte, estrecha pieza triangular hecha con una tela bicolor con los colores
del señorío 9.
El equipo ofensivo de los hombres de armas e infantes es mucho más variado que el
de los caballeros. Entre las armas de mano, hay que citar el hacha; la más corriente se
denomina «danesa» (longitud del mango: 1 m; superficie del filo: 30 cm/15 cm); la
correa, un látigo sin mango constituido por un conjunto de correas de cuero; la maza de
armas, una especie de maza cuya cabeza está estrellada de puntas; el cuchillo o puñal,
temible sobre todo en los combates cuerpo a cuerpo; y los múltiples y toscos bastones
con los que se arman los más pobres de los palurdos y villanos. Picas y venablos
rudimentarios reemplazan la lanza; están hechos de un largo mango en cuyo extremo
hay un garfio de hierro, ancho y puntiagudo, a veces doble o triple, destinado a hacer
caer los caballos o tirar por tierra a los caballeros.
Entre las armas arrojadizas, hay que mencionar la honda, formada de un mango, una
bolsa y dos correas; pero sobre todo el arco y la ballesta.
El arco es generalmente de madera de tejo o fresno, de metal o de asta; su tamaño
varía entre uno y dos metros, aunque los más cortos parecen haber sido los más
reputados. Lanza una flecha de unos 90 cm a una distancia que puede superar los 200
metros; como la lanza, la flecha puede ir adornada con un pequeño pendón. El uso de la
ballesta, aunque muy antiguo en Occidente, sólo consiguió imponerse en la segunda
mitad del siglo XII. Tenida por arma desleal, demasiado mortífera e indigna de un
cristiano, fue prohibida por la Iglesia durante mucho tiempo todavía. En 1139, el
segundo concilio de Letrán reserva su uso para la guerra contra los infieles. Pero los
combatientes occidentales no tienen en cuenta esas prohibiciones, y a partir del reinado
de Enrique II el ejército inglés cuenta con un cuerpo de ballesteros permanente y, más
tarde, Ricardo Corazón de León los multiplica (el destino querrá que él mismo sea
herido mortalmente por una de estas armas); fue imitado en Francia por Felipe Augusto,
que crea incluso una compañía de ballesteros a caballo.
La ballesta del siglo XII está hecha de un pequeño arco rígido fijado a un soporte de
madera que le es perpendicular. Utiliza una flecha más corta y más ancha que la del
arco. Como este último, está en ocasiones provista de un estribo por donde se pasa el pie
para facilitar el arrastre de la cuerda, que se tensa con las dos manos y se sujeta a una
ranura donde se mantiene hasta el momento de disparar, gracias a una muesca. La
superioridad de la ballesta radica en que no cansa la mano cuando la cuerda está tensada
y se puede así asegurar mejor la puntería. No obstante, su alcance y su potencia no son
mucho más grandes que los del arco; y por el contrario, su manejo es mucho más lento:
mientras un ballestero despide dos flechas, un arquero consigue lanzar diez, doce o
quince flechas 10.

Los caballos

El caballo desempeña un papel muy importante en las actividades guerreras del


caballero. A diferencia de la novela cortés, el cantar de gesta lo presenta como el más
fiel compañero del héroe y lo personaliza con un nombre: Tencedor es el caballo de
Carlomagno, Veillantif el de Roldan, Tachebrun el de Ganelon; el caballo de Guillermo
de Orange se llamaba Baucent, el de Renaud de Montauban Bayard y el de Ogier el
Danés Broiefort, animal fiel que llora de alegría al volver a ver a su amo tras una

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separación de siete años 11.
Minuciosos casuistas, los autores designan de forma diferente a los caballos, según la
función a la que estén destinados: el palafrén es el caballo de la aristocracia; montado
por damas y prelados en cualquier ocasión y por señores durante las ceremonias. El
corcel es el caballo de batalla; el caballero no cabalga con él hasta que se inicia la
batalla; en el camino es conducido por el escudero, que monta en un rucio, fuerte
caballo de tiro habitualmente empleado en las tareas del campo y el tiro. La acémila por
último es el animal de carga que lleva los bagajes y el equipo durante los
desplazamientos.
Esas sutiles distinciones no parecen haber existido en realidad. El estudio
iconográfico de sellos ecuestres, por ejemplo, pone de relieve una gran disparidad de
caballos de guerra a lo largo de los siglos XII y XIII. Sin embargo, está claro que un
caballero equipado de forma adecuada posee al menos: un caballo para el camino, en el
que viaja, un caballo de tiro, que transporta sus armas y sus arreos, y uno o dos caballos
reservados especialmente para el combate. Es curioso, las yeguas, al parecer, no fueron
consideradas adecuadas para este último uso.
Poetas y novelistas describen con muchos detalles el color de estos caballos. Los más
cotizados son los blancos y los negros, después vienen los llamados baucents, es decir,
los de un color cualquiera pero con grandes manchas blancas; después los liards, vairs o
ferrands, es decir, los grises con diferentes formas de tordillo. Por el contrario, los
bayos con pelaje aburelado (oscuro) y los alazanes color soro (leonado) son más bien
despreciados.
La guarnición se modifica bastante en la segunda mitad del siglo XII. Los arzones de
la silla se amplían, sobre todo el de detrás, el fuste trasero, que tiende a formar un
pequeño respaldo. Esa silla, siempre muy trabajada en los textos literarios, se coloca
sobre un tapiz rectangular, a veces adornado con motivos heráldicos, es la gualdrapa. A
finales de siglo, ésta se transforma en un verdadero caparazón, la montura enlorigada,
que cubría, con una finalidad protectora, el cuello, cuerpo y patas del animal.
Asemejándose a la cota de malla del caballero, este armazón se cubre a partir de ese
momento de armerías. Estas adornan igualmente la testera, estrecha pieza de cuero o de
metal que protege la cabeza. Los estribos de medio círculo, como los que podemos
contemplar en la tapicería de Bayeux, son reemplazados por estribos triangulares que
van sujetos por unas anchas correas de cuero que se colocan bajo la gualdrapa, hacia
adelante sobre los flancos anteriores del caballo. De ahí la necesidad de largas espuelas,
formadas por una varilla metálica que termina en punta cónica. Las primeras espuelas
con estrella móvil, menos dolorosas para el animal, aparecen a comienzos del siglo XIII,
pero sólo se imponen de forma muy lenta 12.
Frente a lo que se viene afirmando frecuentemente, el uso de las espuelas nunca se
reservó sólo para la clase caballeresca; no obstante, los caballeros constituyen de alguna
forma su símbolo: después de la espada, es la segunda de las armas entregadas al joven
guerrero el día en que es armado caballero; es también la última que se le retira cuando
ha cometido una falta grave (traición en general), y pierde su calidad de caballero: son
entonces rotas de un hachazo y después aplastadas en el suelo.

La guerra de sitio
Las guerras del siglo XII son guerras larvadas, cuyas operaciones principales —y a
menudo únicas— consisten en asolar las tierras del vecino e intentar algún golpe de
mano contra su castillo. Las grandes batallas y los grandes asedios son raros. Pero las
actividades poliorcéticas, aunque algo veleidosas, forman parte de las técnicas de

65
combate y representan una parte importante de la vida cotidiana de los ejércitos.
Un asedio es una empresa prevista para que dure mucho tiempo, siempre muchas
semanas y a veces, varios años. El famoso Château-Gaillard resistió ocho meses (de
septiembre 1203 a abril 1204) las tropas de Felipe Augusto y la ciudad de Acre sólo se
entregó a los cruzados después de un sitio de dos años (de octubre de 1189 a julio de
1191). De ahí la cantidad y variedad de las obras realizadas por los asaltantes alrededor
de la fortaleza: instalación de tiendas, cobertizos, casuchas de madera para albergar
hombres, víveres, animales y material; obras de allanamiento de tierras, fosos,
empalizadas para rodear la plaza e impedir la llegada de eventuales ayudas;
construcción de escalas, torres y galerías montadas sobre ruedas para acercarse a las
murallas.
Estas no sólo deben resistir a los hombres, sino también a los disparos de artillería.
Gracias a la experiencia de las cruzadas las armas se perfeccionaron, imitando las que
empleaban los árabes y los bizantinos. A pesar de su diversidad, podemos agruparlas en
dos categorías: máquinas de resorte y máquinas de balancín. Las primeras son enormes
catapultas, cuyas dimensiones y complejidad impiden construirlas in situ; hay que
traerlas de un depósito. El tipo más corriente recuerda a una gigantesca ballesta que
puede propulsar jabalinas, viguetas y faláricas incendiarias. Las segundas son ballestas
más sencillas, semejantes a las de la Antigüedad; construidas in situ por carpinteros,
bajo la dirección de un jefe de obra, pueden lanzar grandes piedras o pedazos de roca,
productos incendiarios, materias asfixiantes (azufre inflamado, por ejemplo) e incluso
carroñas con el fin de propagar una epidemia en la plaza. La más usada es el trabuco,
especie de honda gigante capaz de lanzar una bola o piedra de 20 a 30 kg a una distancia
superior a los 200 metros.
Estos bombardeos no van destinados a derribar las murallas, menos aún a aplastar a
los sitiados, sino a proteger a los que actúan al pie de los muros. En realidad, no se trata
de apuntar a un objetivo concreto, sino de concentrar los tiros sobre una parte de
muralla, y así, neutralizar al adversario. Mientras los encargados de mover la tierra
rellenan los fosos, y los zapadores, protegidos por el techo de una galería movediza,
avanzan hacia el pie de las murallas de las que tratan de desprender piedras. A veces
prefieren desplazarse a través de una galería subterránea, con el fin de excavar enormes
huecos en los cimientos de la fortaleza y prender fuego. Más que las máquinas de guerra
es ese trabajo de los zapadores el que provoca en los muros del recinto
derrumbamientos y brechas por los que los asaltantes tratarán de invadir la plaza. A no
ser que consigan entrar por la puerta, cuando ésta ya ha cedido a los golpes del ariete,
enorme viga de madera dura (a veces con un extremo metálico) de 6 a 10 m de larga,
suspendida por cables en forma de andamio y accionada en un movimiento de balancín
por una docena de hombres. Por otro lado, el asalto de las murallas por medio de escalas
y el combate cuerpo a cuerpo, aunque muy representados en las miniaturas, no parece
que se dieran mucho en la práctica.
Por otra parte, los sitiados poseen medios eficaces para rechazar los asaltos enemigos:
no sólo garfios y líquidos en ebullición destinados a los que trepan los muros con ayuda
de escalas, torres de madera en poco tiempo construidas y desde las cuales sus arqueros
y ballesteros pueden dominar a los de enfrente, sino también, y sobre todo, ballestas y
catapultas semejantes en todo a las de los asaltantes. Para los del interior, en efecto, lo
esencial consiste en destruir con rapidez, por medio de sus propias máquinas, las de los
adversarios. Los «bombardeos» tienen, pues, lugar en ambos sentidos, como en los
futuros asedios de artillería de fuego. Durante el asedio de Toulouse, en Francia (1218),
el célebre Simón IV de Monforte, uno de los jefes de la cruzada contra los albigenses,
fue víctima de una bola lanzada por un armadijo desde la ciudad, cuando él mismo se

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encontraba a más de 200 metros de las murallas 13.
A pesar de su aspecto impresionante, la eficacia de todas estas máquinas de guerra
sigue siendo bastante escasa: cargarlas es una acción lenta y un trabuco, por ejemplo,
sólo puede lanzar un proyectil cada dos o tres horas. En los asedios ordinarios, es muy
raro que se utilicen varios a la vez, y además, el ardor de los asaltantes no fue siempre
como nos lo cantan los libros de caballería. Parece que la paciencia hizo más que la
combatividad, pues debemos constatar que en el siglo XII, la caída de una plaza fuerte
se debía, sobre todo, al cansancio, al hambre, a las epidemias o a la traición.

La batalla

La guerra y la batalla siguen siendo, hasta el siglo XIV, dos hechos militares
fundamentalmente diferentes. En un libro reciente, M. G. Duby subrayaba con acierto
cómo la primera terminaba en el momento en que la segunda se iniciaba 14: la batalla es
un «proceso de paz», una verdadera «ordalía». Provocarla o aceptarla, es querer poner
fin a un conflicto que se eterniza y se deteriora; es asumir el riesgo de perder en unos
instantes los escasos beneficios de varios meses, o incluso varios años de lucha; es, por
último, someterse al tribunal de Dios sin poder poner en tela de juicio la sentencia que
dará a conocer el resultado. En ese sentido, tiene una referencia sagrada, y sus ritos
tienen algo de litúrgico: elección de un lugar específico, extenso y llano (la «llanura
campestre»); larga y solemne preparación (arenga de los jefes; ceremonia penitencial y
eucarística); punzantes exhortaciones cantadas por los clérigos de ambos bandos a lo
largo del combate; y al final, derrota siempre total de uno de los dos adversarios, dando
a entender a todos la plenitud del justo derecho del vencedor. La victoria hace que todo
sea legítimo, lo que precedió a la batalla y lo que la seguirá.
Durante el período que nos interesa las grandes batallas entre cristianos son muy
raras; incluso, puede decirse que tan sólo tuvo lugar una, la de Bouvines, el domingo 27
de julio de 1214. A ese respecto, es significativo el hecho de que esa fue la primera
batalla en regla llevada a cabo por un rey de Francia después del desastre de Brémule,
en 1119, que vio cómo Luis VI era derrotado por el rey de Inglaterra Enrique I
Beauclerc. El mismo aparece en los libros de caballería. A los grandes combates
colectivos, los autores, y particularmente Chrétien de Troyes, prefieren los duelos, los
torneos, los enfrentamientos de pequeños grupos. Habrá que esperar una novela
compuesta hacia 1230 La muerte del rey Arturo, para asistir con detalle a un combate de
gran envergadura: la batalla de Salesbières (Salisbury). Bien es verdad que esa espera es
recompensada, ya que se trata de una batalla de titanes, «la más grande que jamás haya
existido», la que puso fin a las aventuras de Arturo y sus caballeros provocando al
aniquilamiento del reino de la Tabla Redonda.
Pero eso es literatura. Veamos mejor cómo se desenvuelve una batalla real.
La táctica es relativamente simple. En el momento del enfrentamiento, cada ejército
se halla más o menos alineado en tres filas. En la primera, los piqueros a pie armados
con esas mazas y garfios de los que ya hemos hablado; en la segunda a pie también, los
arqueros y ballesteros; detrás, la caballería, equipada con el material pesado (caballeros)
en el centro y los menos provistos de armas (hombres de armas) en las alas. A estos
caballeros, y sólo a ellos, corresponde el papel ofensivo. Alineados en una única fila,
deben hostigar al enemigo por medio de sucesivos asaltos, desbordando por las alas a su
propia infantería, detrás de la cual vuelven a protegerse después de cada ataque que no
haya sido decisivo. Arqueros y piqueros no se mueven; su misión es exclusivamente
defensiva: contener el ímpetu de la caballería contraria y proteger la suya. Su único
movimiento consiste en extender sus alas (a veces hasta formar un círculo completo),

67
cuando la caballería se halla amenazada por varios lados.
En poco tiempo, después de dos o tres asaltos de cada lado, la confusión se hace
general y degenera en una sucesión de combates singulares, o más bien de pequeños
grupos, en los que cada vasallo, cada escudero trata de no alejarse del estandarte de su
señor y de luchar a su lado, algo que no siempre resulta fácil. A partir de los primeros
enfrentamientos, los signos de reconocimiento visuales (estandarte, escudos, cotas de
armas con sus armerías) desaparecen. Las equivocaciones son frecuentes y es necesario
emplear gritos de guerra, que sirven tanto para asustar al enemigo, y fortalecer los
ardores del propio bando, como para reconocer o hallar a los suyos en el centro de la
confusión. Cuando no son invocaciones políticas o religiosas —como el famoso Diex
aïe (Dios ayuda) de los cruzados— esos gritos de guerra son simplemente nombres de
feudos, acompañados o no de un determinante. Así, los hombres del conde de Hainaut
gritan orgullosamente «Hainaut el noble», mientras los jefes de guerra flamencos, por
alusión al escudo de armas de su conde, gritan «Flandes al león».
Incluso cuando la confusión es total, cada caballero trata de enfrentarse con un único
caballero del otro bando; no tanto en virtud de alguna norma de un honor caballeresco
que no existe, sino con un objetivo lucrativo: se trata de hacer prisioneros, exigirles un
rescate y volver lo más rico posible. No se mata, primero se captura y después se
regatea. En plena batalla tienen lugar transacciones de todo tipo; los prisioneros son
liberados a partir del momento en que han prometido pagar un rescate; y vuelven a
recoger las armas con el fin de capturar a su vez algún prisionero cuyo rescate
compense el suyo. Además, unas hostilidades demasiado fuertes resquebrajan los
juramentos de asistencia y lealtad más sólidos. A partir del momento en que el combate
se hace más duro y la fortuna se tambalea, cada señor debe renegociar la fidelidad de los
que le han acompañado. El dinero, aquí también, es el catalizador de la batalla. Las
realidades guerreras no conocen las hazañas generosas de Galván, Lanzarote y sus
compañeros. La valentía existe, por supuesto (al margen de que la cota de malla proteja
de la mayor parte de los golpes), pero la temeridad es una virtud que no se cotiza. Cada
cual trata de salir indemne, física y económicamente, de la batalla: esquivar la flecha de
ballesta (la única mortal) y evitar ser arrojado del caballo por los soldados de a pie, cuyo
papel, cuando se inicia la confusión, consiste en hacer que caigan los caballos y tirar al
suelo a los caballeros. Las propias crónicas hablan de caballeros «muy prudentes»
(habrá que leer «timoratos») que se cobijan detrás de otros. En esas batallas campales, la
principal víctima es la infantería, mutilada por los caballeros, pisoteada por los caballos,
exterminada en el momento de la derrota. En efecto, cuando son capturados, arqueros y
piqueros no son objeto de rescate, sino asesinados con el fin de saquearlos. Por el
contrario, entre los caballeros, si bien las heridas son numerosas, las muertes son
escasas.
Quizá una sola en Bouvines, si hacemos caso de una crónica y de todas formas, según
las estimaciones más creíbles, menos de un dos por ciento de todos los que se hallaban
presentes. Bien es verdad que la batalla duró apenas dos horas, y que los efectivos reales
eran poco numerosos: los estudios recientes admiten que el ejército de Felipe Augusto
contaba con 1.300 caballeros, 1.200 hombres de armas y unos 5.000 hombres de a pie,
mientras que la coalición angloimperial de Otón de Brunswick agrupaba a un número
más o menos igual de caballeros y entre 1.000 y 2.000 hombres de a pie suplementarios
15
. Son cifras muy modestas para lo que fue la mayor batalla entre cristianos de la época
que estudiamos. Nos hallamos lejos de las llanuras de Salisbury, el crepúsculo de la
Tabla Redonda, en la que, según Wace, se enfrentaron algo más de 100.000
combatientes, y donde, según el autor anónimo de La muerte del rey Arturo, pereció
después de un día entero de combates fratricidas casi la totalidad de la caballería

68
artúrica 16.

69
CAPITULO VIII
ALGUNOS NOBLES «OCIOSOS»

L
A sociedad medieval, rutinaria y monótona, es también una sociedad de fiesta y
juego. La primera no se entiende sin la segunda, y para todos, incluso los más
desfavorecidos, hay un tiempo para el trabajo y otro para el ocio y las diversiones. Al
ocio se le dedican los primeros momentos de la tarde, y un día entero a la semana: el
domingo. Además, toda ceremonia importante va acompañada de diversiones colectivas,
en las que se mezclan caballeros y villanos, gentes del burgo y del campo. La literatura
nos presenta cuadros idílicos, pero que dan una idea clara de cómo se desarrolla la fiesta
en el final del siglo XII. Con ocasión del matrimonio de Erec y Eneide podemos leer:

Todos los menestrales de la región, todos los expertos en el arte de divertir se habían concentrado en la corte de
Arturo. En la gran sala reinaba una atmósfera de gran alegría. Cada cual hacía gala de sus habilidades: uno saltaba,
otro se dejaba caer, un tercero hacía juegos de prestidigitación; éste silbaba, ése cantaba; el de más allá tocaba el
caramillo, otro la flauta y todavía otro la viola. Las jóvenes bailaban farándolas. Todos participaban de la alegría
general. Nada se había ahorrado para que cundiese la alegría [...] Durante todo el día puertas y ventanas
permanecieron abiertas. Tanto ricos como pobres, todos pudieron entrar. Y el rey Arturo en nada se mostró avaricioso.
Dio orden a sus cocineros, panaderos, coperos para que distribuyeran pan, vino y caza a voluntad. Nadie fue privado
de lo que le apetecía. Y todo fue concedido con abundancia... '.

La mayor parte de las diversiones son comunes a todas las categorías sociales: el
paseo y los espectáculos (teatro, juglares, animales), la música y la canción, la danza —
que probablemente es la distracción favorita de la población medieval—; los juegos de
azar y los juegos de sociedad. Todos son bien conocidos; no nos detendremos
demasiado 2. Pero hay otros que son patrimonio de la aristocracia y que, como tales, no
siempre han sido bien comprendidos por los historiadores. Hablaremos a continuación
de tres de ellos.

Los torneos
Los torneos son la principal diversión de los caballeros 3. Constituyen, más que la
guerra —en que los enfrentamientos reales son más bien raros—, lo esencial de la vida
militar y el medio más seguro para alcanzar celebridad y fortuna. Por ello, las novelas
de caballería, y en particular las de la Tabla Redonda, les dedican más de la mitad de su
contenido 4. El origen de dichos torneos permanece oscuro, pero se considera bastante
antiguo y vinculado a las costumbres guerreras de los pueblos germánicos. En su forma
medieval, su existencia está atestiguada entre el Loira y el Mosa en la segunda mitad del
siglo XI. A partir de esa fecha, y a pesar de las prohibiciones hechas por la Iglesia y
algunos soberanos, la moda no deja de extenderse. En las regiones en que la paz de Dios
hizo retroceder la guerra privada, el torneo representa, en efecto, para la clase

70
caballeresca, el único medio de desahogar la fuerte agresividad remante y una de las
raras ocasiones para dejar el castillo, su monotonía ociosa y su rutinaria existencia. A
pesar de todo, la Iglesia, en el transcurso de los siglos XII y XIII, sigue condenando
esos fútiles encuentros en los que se juega luchando; juegos de azar y de dinero, en los
que a menudo hay algún muerto, y donde se debilitan inútilmente las fuerzas de la
caballería cristiana, cuya única preocupación debería consistir en defender Tierra Santa.
Pero las condenas resultan ineficaces. Sin embargo, si bien es verdad que algunos
soberanos —como Enrique II Plantagenet o San Luis— están de acuerdo, la mayor parte
se muestran tolerantes, incluso los que como Felipe Augusto tienen en poca estima esos
torneos. En efecto, son sus feudatarios los verdaderos instigadores, los organizadores y
a veces los primeros participantes. Así, en la segunda mitad de siglo XII, Francia —
sobre todo en el norte y oeste— constituye el paraíso de los amantes de los torneos.
Pero, ¿quiénes son esos aficionados? En su mayor parte jóvenes que acaban de ser
armados caballeros, no casados, sin feudo, y que en grupos turbulentos van en busca de
aventura y de un matrimonio ventajoso. Bajo la orden de un hijo de príncipe o conde,
van de torneo en torneo durante cinco, diez y a veces quince años, a la espera de poder
instalarse en el feudo familiar 5. Para Guillermo el Mariscal, esa «juventud» itinerante y
deportiva duró veinticinco largos años.
El torneo puede ser considerado como un deporte 6. Un deporte de equipo, pues la
justa a caballo, en la que se enfrentan dos contra dos en singular combate no existe antes
del siglo XIV. El torneo del siglo XII no opone a dos individuos sino a dos grupos de
hombres de armas, algunos a caballos, otros a pie, y el buen orden que precede al
combate se transforma con rapidez en una tumultuosa confusión, donde, como en los
campos de batalla, se lucha en pequeños grupos, empleando símbolos de
reconocimiento. En realidad el torneo, más que la guerra, fue el principal agente de la
difusión de las armerías entre la nobleza del siglo XII. Este deporte de equipo es
también una forma de hacer dinero. Existen verdaderos profesionales del torneo que
alquilan sus servicios al grupo de aficionados a los torneos que más ofrece. Incluso
algunos de esos campeones se asocian con dos o tres y se especializan en un tipo de
combate particular. En esos casos son muy cotizados. Con independencia de ese
mercenariado, el torneo —quizá más que la guerra— es una fuente de ingresos para los
caballeros que en él participan. Se intenta capturar al adversario, exigirle un rescate,
quitarle las armas, su arnés y su caballo. Multitud de contactos verbales e intercambios
de promesas tienen lugar en el corazón mismo de la batalla, y también al final de las
hostilidades. Es posible hacer fortuna. La Historia de Guillermo el Mariscal nos
informa que, en diez meses, el futuro regente de Inglaterra, que iba de torneo en torneo
asociado con un temible compañero flamenco llamado Roger de Gangi, consiguió exigir
rescate a ciento tres caballeros 7. Como puede suponerse, semejante hazaña no pudo
llevarse a cabo sin riesgos. El torneo es un deporte peligroso. Los heridos son siempre
numerosos, los muertos no son raros y la Iglesia les niega a veces la sepultura cristiana.
La utilización de armas corteses, con puntas y filos desgastados, o bien de madera, sólo
se irá imponiendo poco a poco. Hasta mediados del siglo XIII, el armamento de los
participantes en los torneos no difiere en nada del de los combatientes reales.
Y sin embargo, aunque se asemejen, los torneos no son la guerra. Son
acontecimientos alegres. Salvo una larga interrupción durante la Cuaresma, se organizan
torneos cada quince días, entre febrero y noviembre, dentro de una misma provincia; no
en las grandes ciudades, sino cerca de una fortaleza solitaria, en el límite entre dos
feudos, o dos principados. No tienen lugar ni en la plaza de un pueblo ni en las lizas de
un castillo, sino en campo raso, en un páramo o en un prado cuya superficie no esté
limitada. Un torneo no se improvisa. El señor que asegura la organización debe, con

71
varias semanas de antelación, hacer saber los días y el lugar en todos los alrededores.
Además, debe enviar mensajeros a todas las provincias vecinas, prever el alojamiento de
los participantes (a veces varios centenares) y de sus acompañantes, reunir víveres,
preparar las tribunas, las tiendas, las caballerizas, las diversiones y los festejos
populares. Cada torneo es una fiesta que atrae a multitud de personas, ya que si
únicamente los nobles participan en el combate, los espectadores pertenecen a todas las
categorías sociales. La fiesta es asimismo una feria, que permite vivir a un sinnúmero de
artistas, mercaderes, cocineros, bufones, mendigos y malhechores.
El torneo dura varios días, generalmente tres. Los combates comienzan al alba,
después de la misa, y sólo se interrumpen al anochecer, a la hora de vísperas. Se
enfrentan varios grupos —formados según el origen geográfico o feudal—, primero de
forma sucesiva, después de forma simultánea. La confusión es tan grande que unos
heraldos deben desempeñar para los espectadores el papel de nuestros comentaristas:
describir los principales hechos de armas y gritar el nombre de sus autores. Las primeras
horas de la noche se dedican a vendar las heridas, a los festines, a la música, a la danza
y a los juegos de amor. Al día siguiente, todo vuelve a comenzar otra vez. Al anochecer
del último día, mientras cada cual hace sus cuentas, la más noble de las damas presentes
entrega al caballero que se haya mostrado más valiente y más cortés en la batalla una
recompensa simbólica. En las obras literarias, es a menudo un lucio, un pez que pasa
por tener virtudes de talismán. Lanzarote, cuando participa, es siempre vencedor. En su
ausencia, el premio recae en su primo Bohort, y algunas veces en Galván. De forma
general, la literatura artúrica parece adelantarse a la realidad: a partir de finales del siglo
XII describe combates singulares, exalta las hazañas individuales y hace desempeñar a
las mujeres un papel determinante en el comportamiento de los campeones 8. Pues bien,
fue sólo en el siglo siguiente cuando los torneos verdaderos tomaron ese aspecto cortés,
glorioso y refinado.

La caza

La caza frente a la guerra y al torneo, se realiza en todas las estaciones del año. Es un
ejercicio en el que muchos caballeros no dudan en enfrentarse a las intemperies más
rigurosas, incluso a los peligros más temibles. En algunos de ellos constituye una pasión
que linda con el desorden. Así, a Felipe Augusto —al que pocas diversiones conseguían
entretenerle— le gustaba cazar todos los días, después del almuerzo, tanto en tiempos
de guerra como en épocas de paz, en Francia como en el extranjero, e incluso en Tierra
Santa 9.
Pero si la caza es una pasión, al mismo tiempo constituye una necesidad. Tiene como
finalidad la de servir en la mesa señorial las piezas indispensables para una alimentación
basada en la carne; por ello, se halla reglamentada de forma estricta. La persecución de
caza mayor en el bosque y de conejos y liebres en el monte bajo, está reservada a los
poseedores de los feudos. La población de las aldeas, a la que la caza suministra una
alimentación complementaria, sólo puede conseguirlo en pleno campo o en los límites
del bosque. No obstante, la caza no tiene siempre como objetivo proveerse de carne. A
veces lo que se busca es eliminar animales feroces (zorros, osos, lobos) que amenazan
las cosechas, las aves de corral e incluso a los campesinos. Es entonces cuando adquiere
su carácter deportivo, salvaje y peligroso 10.
Debe hacerse una alusión especial a la cetrería; introducida en Occidente a comienzos
del siglo XI, que se convirtió con rapidez en uno de los pasatiempos favoritos de la
sociedad aristocrática. En efecto, es una actividad típicamente noble, a la vez cruel y
elegante, en la que las damas no desdeñan tomar parte. Pero es también un arte difícil, a

72
cuyo aprendizaje el futuro caballero debe dedicar largas horas. Hay que saber capturar
el ave, alimentarla, cuidarla, enseñarle a obedecer a los gestos y silbidos, a reconocer las
presas y darles alcance 11. Esta delicada destreza, la más refinada de la educación
cortesana, se enseña en numerosos tratados, recopilados en su mayoría en Sicilia,
algunos de los cuales todavía se conservan 12. En ellos aprendemos cómo debe
desarrollarse el amaestramiento del joven halcón. Debe ser capturado en el nido, pocos
días después de nacer si es posible. Después de una primera muda, hay que cuidarle las
uñas, colocarle una campanilla en la pata (con el fin de encontrarle cuando se pierda) y
coserle los párpados, pues para adiestrarle bien debe estar ciego. Comienza
seguidamente el amaestramiento real: acostumbrarle a mantenerse en una varilla o en la
muñeca de su amo; enseñarle los silbidos a los que debe obedecer; después,
familiarizarlo de nuevo con la luz descosiéndole los párpados, y excitarle con presas
ficticias. Todo ese trabajo exige casi un año entero. Llega, por último, la caza de la
primera pieza. El ave, colocada encima de la muñeca de su amo, se ciega gracias a una
capucha que se le retira en el momento en que aparece la pieza. El halcón se lanza
entonces por los aires, observa su presa, se abate sobre ella y le da caza hasta que un
silbido le ordena volver a la muñeca.
Más que el perro y el caballo, el halcón es el animal preferido de los caballeros del
siglo XII. Es el ave noble por excelencia, cuya posesión se prohíbe a los plebeyos. Si
comprarse uno cuesta muy caro, ofrecer uno es un regalo principesco. Para su amo, la
muerte de un halcón constituye una pérdida dolorosa. Por ello, los tratados de cetrería
ofrecen numerosos consejos para conseguir que su vida se prolongue lo más posible. No
obstante, en ese aspecto las obras no consiguen mostrar la misma seriedad que en la
enseñanza de las técnicas de adiestramiento, y además, por otro lado, no están de
acuerdo entre ellos. He aquí por ejemplo, las recetas que aconsejan tres tratados para
cuidar un halcón que se ha resfriado. El primero nos dice casi juiciosamente:
Toma vino caliente y añádele pimienta aplastada; mete esa mezcla en su garganta y mámenlo hasta que
termine de digerir. Entonces curará 13.

El segundo recomienda un régimen con más sustancia:


Mezcla lejía con cenizas de sarmientos y con ello llena su garganta. Déjalo digerir, después dale una lagartija
para que la coma. Curará 14.

Finalmente, el tercero preconiza una cura completa:


Toma cuatro trozos de tocino untados de miel y salpicados de limaduras de hierro; méteselos en la garganta. Hazlo
durante tres días sin darle otra cosa de comer. El cuarto día, le darás para comer un pollito que previamente habrás
emborrachado con gran cantidad de vino. Después le calientas el pecho ante el fuego y se lo mojas con leche caliente.
Los días siguientes le darás de comer gorriones y todo tipo de pajaritos. Curará con toda seguridad 15.

El ajedrez
Entre los innumerables juegos de sociedad, los dados son los más populares.
Desempeñan entonces el papel que más tarde corresponderá a las cartas. Se juega a los
dados en todas las categorías sociales, en la choza, en el castillo, en la taberna y hasta en
los conventos, con una pasión desastrosa que soberanos y prelados reformadores
censuran en vano. Se juega el dinero, los vestidos, el caballo o la casa, y son muchos los
que, como el poeta Rutebeuf, se quejan de haber perdido todo lo que poseían. Además,
es un juego peligroso. A pesar de la utilización de un cubilete, las trampas son
frecuentes, en particular por empleo de dados falsificados: unos tienen una cara

73
imantada, otros una cara reproducida dos veces; y, en otros casos una de las caras es
más pesada que el resto gracias a la adición de plomo. Eso explica las múltiples
querellas, que pueden complicarse hasta el punto de transformarse en una guerra
privada 16.
Más inofensivo es el tres en raya, juego que no es de azar sino de reflexión: sale
vencedor el que primero consiga alinear tres (a veces cinco) peones sobre una línea
geométrica formada por líneas perpendiculares y oblicuas, algo que no es muy difícil.
Más elaborado es el enigmático juego de tablas del que la literatura se ocupa mucho,
pero del que no conocemos bien las reglas; se trata de una especie de chaquete, que se
juega entre dos o cuatro jugadores, con varios dados y gran cantidad de fichas. Con ese
término se designa también al juego de las damas, cuyas reglas son ya en el siglo XII las
mismas que en la actualidad.
Pero el juego de sociedad por excelencia es el del ajedrez, del que los autores hablan
sin cesar. Aparece en Francia, no en tiempos de Carlomagno, como se ha dicho con
frecuencia, sino en el transcurso del siglo XI. Pronto se convierte en distracción favorita
de la sociedad aristocrática. Aprender a jugar al ajedrez forma parte de la educación
integral del caballero, y para ser hábil jugador, hay que recibir las primeras nociones,
según la Chanson de Gui de Nanteuil, a la edad de los seis años 17. Tal debió ser el caso
de Bédoïer, el condestable del rey Arturo, al que todas las novelas de la Tabla Redonda
presentan como el mejor jugador de su tiempo 18.
La literatura, en efecto, concede un lugar importante a las partidas de ajedrez. Es a la
vez una nota anecdótica y un procedimiento dramático 19. Una partida puede
comprometer intereses considerables: en ellas se juega el destino de una mujer, de un
prisionero, de un ejército, o incluso de todo un reino. A menudo, el vencido, furioso por
su derrota, hiere o mata a su vencedor. En la Caballería Ogier, Charlot, el hijo de
Carlomagno, derrotado por Baudinet, hijo de Ogier el Danés, «tomó el tablero con las
dos manos, lo lanzó contra la cabeza de su vencedor y se lo hundió hasta el punto de
que se salieron los sesos» 20. La realidad es menos violenta. En ese juego no se apuesta
vida humana alguna, ni reino, ni incluso dinero. Además, la Iglesia lo prohíbe. Señoras
y doncellas no dudan en sentarse alrededor del tablero y son en ocasiones tan expertas
como los hombres; por ejemplo, la leyenda presenta a una Leonor que derrota a los más
altos príncipes de Francia e Inglaterra.
Pero es quizá el momento de preguntarse cómo se juega, cómo son las piezas y cuáles
son las diferencias entre el juego del siglo XII y el que hoy conocemos 21.
El tablero, de madera o metal, es un objeto de lujo que su propietario expone con
orgullo, incluso si no sabe servirse de él. De grandes dimensiones, constituye a menudo
la parte superior de una caja ricamente adornada, en el interior de la cual se encuentra
otro juego, como el chaquete o el tres en raya. El tablero, hasta finales del siglo XII, no
estaba formado por la alternancia de casillas blancas y negras. Es monocromo (en
general blanco) con simples rayas grabadas en hueco (y a veces realzadas con color
rojo) para delimitar las sesenta y cuatro casillas. Su transformación en damero parece
haberse operado en tiempos de Felipe Augusto. Pero ello no modificó en nada las reglas
del juego —incluso hoy es posible jugar al ajedrez sobre un tablero unicolor— aunque
facilitó la visión y la verificación de las jugadas. Estas no eran muy semejantes a las
nuestras debido a varias diferencias en la naturaleza y avance de las piezas. La principal
reside en la ausencia de reina, reemplazada por una especie de senescal que no puede
desplazarse en todas las direcciones, sino sólo en diagonal y avanzando únicamente una
casilla cada vez. Es una pieza que, en el tablero, tiene poca importancia. De la misma
forma, el alfil no tiene el valor del actual: en diagonal sólo avanza dos casillas (aunque
puede pasar por encima de otra pieza). Por el contrario, el movimiento del rey, de la

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torre, del caballo y de los peones no es muy diferente del actual, salvo en algunas
particularidades, como, por ejemplo, para el rey y la torre la posibilidad de enrocar sea
cual fuere su posición, y para los peones la imposibilidad de avanzar más de una casilla
en la salida o de «comer» al pasar. Como hoy, la finalidad u objetivo consiste en dar
mate al rey del contrario, y también, como hoy, se decía «jaque mate» al rey cuando está
directamente amenazado 22.
La forma de las piezas varía según las regiones y la calidad de los juegos. Para los
juegos ordinarios, se utilizaban ya piezas muy estilizadas, esculpidas en huesecitos o en
madera. No obstante ninguna regla imponía una forma de fabricación. En cuanto a los
juegos más ostentosos, sus piezas son de marfil, ébano, ámbar o jaspe, y son figurativas.
Entre ellas, tres son estables: el rey, que siempre lleva una corona; el caballo,
representado por un guerrero a caballo, y los peones, figurados por soldados a pie no
muy armados. La figura del senescal, puede ser la de un hombre sentado, una figura
semejante a la del rey pero sin corona, o también —bajo la influencia de la civilización
cortés— una dama. El alfil es un obispo en Inglaterra y en el oeste de Francia, un conde
en Flandes y países renanos; en otras partes un anciano, un árbol o un animal. Por
último, la torre puede materializarse en un hombre armado a pie y muy bien equipado,
en un animal que lleva una torre encima, o, con frecuencia, en una verdadera escena que
hace intervenir a dos personajes: Adán y Eva, San Miguel matando el dragón, dos
monstruos enlazados o dos caballeros enfrentándose con la lanza. Cada jugador dispone
de dieciséis piezas al inicio de la partida como en el actual juego. Pero si de un lado
están las blancas, del otro no están las negras, sino las rojas. En efecto, en el juego del
ajedrez ocurre como en el universo de los símbolos: hasta el siglo XIV, la mentalidad
occidental opondrá el blanco, no al negro —que también es ausencia de color— sino al
rojo, el color por excelencia.

75
CAPITULO IX
EL AMOR CORTÉS Y LA REALIDAD AFECTIVA

EN el primer capítulo de este libro ya hablamos del matrimonio, su esencia religiosa


y sus consecuencias económicas y jurídicas. Conscientemente no hablamos entonces del
amor. En la época de las novelas de la Tabla Redonda como en cualquier otro momento,
la vida conyugal y los impulsos del corazón son dos realidades diferentes; unas veces en
perfecta armonía, otras en total discordancia.
Hablar del amor a finales de siglo XII, es evidentemente hablar del amor cortés, esa
nueva forma de amar, de gran modernidad en muchos aspectos, cantada por los
trovadores y escenificada por los novelistas. Las obras literarias ofrecen sin duda al
historiador la imagen más completa y más seductora de la vida efectiva. ¿Pero ofrecen
una imagen fiel?

Un fenómeno literario

La expresión «amor cortés» jamás fue empleada por los autores medievales que
preferían las de buen amor, verdadero amor y sobre todo fino amor 1. Esa denominación
es un invento de la crítica moderna, y es tanto más difícil de definir cuanto que encierra
realidades muy diversas. De forma general puede admitirse que sirve para designar ese
amor basado en la sublimación de la dama, como nos lo describen los poetas líricos y
los novelistas de los siglos XII y XIII; pero el problema literario es mucho más
complejo. Es preciso tener en cuenta las épocas, los ámbitos y los géneros; hay que
diferenciar los talentos y las intenciones de los autores, y sobre todo, hay que discernir,
más allá de las fórmulas y de los lugares comunes, una doctrina matizada, inestable y
multiforme 2.
Los orígenes lejanos de esta doctrina son aún desconocidos. Pero es cierto que en las
primeras manifestaciones literarias, en los comienzos del siglo XII, se trata de una
reacción en contra de la moral religiosa imperante y de una voluntad de cambiar las
costumbres y quizá la sensibilidad. En realidad, para la Iglesia, el amor es un
sentimiento del que hay que desconfiar: causa de adulterios, atenta contra el sacramento
del matrimonio y compromete la salvación de las almas; incluso entre cónyuges son
necesarias mucha prudencia y moderación. Con San Bernardo, la Iglesia del siglo XII
pone de relieve el famoso pasaje de San Jerónimo: «Hacia la mujer de otro, todo amor
es infame; hacia la suya, todo amor debe ser comedido; es adúltero todo el que ama con
demasiado ardor a su propia esposa» 3.
Los poetas de lengua de oc fueron los primeros que se alzaron contra semejantes
enseñanzas. Para ellos, el amor no es locura sino sabiduría; en nada envilece al
individuo, sino que por el contrario fortalece todas las capacidades del corazón y de la
mente. Entre 1100 y 1280 más o menos, seis generaciones de trovadores cantan cómo el
amor es un principio vivificador, fuente de todas las virtudes, que hace del hombre un
ser a la vez sutil y generoso, humilde y conquistador, sincero y alegre. Pues sin ser
platónico —algo muy lejano— el fino amor de los trovadores exige una perfecta

76
disciplina del deseo. El amante, sometido por completo a su dama, le debe un total y
largo servicio amoroso sin tener seguridad de su recompensa. Debe dedicar sus fuerzas
a vivir de esa incertidumbre, progresar moralmente en función de la templanza que se
impone y de los obstáculos que encuentra. Por otro lado, esa ética sólo se justifica y
puede razonarse por los méritos de la dama, siempre celebrada como la más hermosa y
la más noble. Entre algunos poetas, esa amada incluso queda transcendida: el
pretendiente, inmerso en un estado cercano a la contemplación religiosa, está
enamorado de su propio estado amoroso; y llega a un punto en que no desea más que el
deseo 4. El amante entonces pierde toda voluntad, toda personalidad, ya no es más que
un niño con el que la mujer amada puede hacer lo que quiera:
Por ella, seré mentiroso o sincero,
leal o lleno de engaño,
villano o completamente cortés,
trabajador o perezoso,
ya que es ella quien posee el poder
de ensalzarme o humillarme 5.

Los novelistas del norte de Francia presentan el amor cortés de forma menos refinada.
El disfrute carnal, incluso si no es siempre lo esencial, tiene en él una parte importante.
La voluptuosidad algo devanescente de los poetas líricos se transforma en ellos en
sensualidad real. Además, el estudio psicológico se hace más matizado y profundo, y los
personajes —sobre todo las figuras femeninas— muestran un relieve más acentuado. Si
es verdad que los trovadores reinventaron el amor, a los autores del norte debemos
atribuir la promoción literaria de la mujer.
No obstante, el amor que escenifican las novelas de caballería conserva numerosas
similitudes con el que cantan los poetas occitanos. También él es fuente de alegría, de
virtudes y hazañas. Si no es siempre antimatrimonial (así en el Erec o el Yvain de
Chrétien de Troyes), es sin embargo con frecuencia adúltero. Raramente se quiere lo
que se posee, pero incluso en ese caso la devoción del amante hacia su dama es
extremo. Las obras tardías oponen a menudo a Lanzarote, el perfecto amante, fiel a
Ginebra hasta en el deshonor y a Galván, el hombre galante, el seductor ligero envuelto
en numerosas aventuras sentimentales 6. Por último, como el amor provenzal, el amor
caballeresco se vivifica de las dificultades con las que se enfrenta: el matrimonio de la
dama y los celos del marido, la diferencia de condición (el pretendiente es siempre de
un rango inferior), el alejamiento en el espacio, las calumnias de los envidiosos o la
incomprensión de los amigos.
Pero la moda literaria de esa forma de amar fue un tanto efímera. Desde mediados del
siglo XIII, los gustos comienzan a cambiar. Las obras literarias se hacen más realistas
para satisfacer a un público nuevo, más «burgués», que parece querer apreciar más los
méritos domésticos de una esposa legítima que los encantos incomprensibles de una
amante caprichosa e inaccesible.

La atracción física y los criterios de belleza

Si la dama idolatrada por los trovadores es a menudo un ser lejano, idealizado,


sublimado, la heroína escenificada por los novelistas del norte fue siempre un ser carnal.
Lo que seduce al caballero es la belleza de su cuerpo, al menos tanto como su
perfección moral. El amor nace de la atracción física. El propio Galván, el sol de toda
caballería, parece dar preferencia a un lindo rostro antes que a un alma bella. Aunque es
cierto que en esa segunda mitad del siglo XII la mayor parte de los autores, y
probablemente también la mayor parte del público, cree en la identidad de lo Bueno y

77
de lo Bello. Una bella apariencia sólo puede reflejar profundas cualidades internas. Sólo
a partir de los años 1220 y 1230 esa idea, platónica, desaparece de la novela cortés, y
aparece a partir de ese momento lo que podría llamarse el tema de la belleza del diablo,
donde la seducción se acompaña a menudo del vicio y la hipocresía. Por ejemplo, en el
Lanzarote en prosa, espléndidos caballeros se portan con cobardía o perfidia y bellas
señoritas se muestran como «diabólicas doncellas», un fenómeno inconcebible
cincuenta años antes 7. Ese cambio es posible que se corresponda con el avance del
antifeminismo monástico y el desarrollo del culto a la Virgen. El ideal de la mujer se
hace más místico y mucho menos carnal. Al mismo tiempo, bajo la influencia del
progreso de la teología del matrimonio, la indulgencia de los novelistas con respecto a
la mujer adúltera se cambia ahora en una virtuosa severidad.
Pero todo ello nos adentra demasiado en el siglo XIII. Volvamos a nuestra época, en
la que, como norma, la belleza se asimila a la bondad; asimilación que, por otro lado, no
deja de decepcionar al historiador, pues los autores, dan de la belleza de sus personajes
una imagen convencional y estereotipada. Para ser simpáticos, basta con que sean
guapos; y para ser guapos, basta que se correspondan con cánones establecidos por la
moda. La heroína cortés tiene siempre la tez clara, el rostro alargado, los cabellos
rubios, la boca pequeña, los ojos azules y las cejas bien dibujadas. He aquí cómo en su
romance de Lanval, María de Francia presenta a la más hermosa doncella de la tierra:
Tiene un cuerpo bien hecho, la cintura estrecha, el cuello más blanco que la nieve sobre las ramas. Sus ojos son de
color gris azulados, su rostro muy claro, su boca agradable y su nariz perfectamente regular. Tiene las cejas negras, la
frente despejada, los cabellos rizados y muy rubios. A la luz del día, lanzan más brillo que un hilo de oro 8.

Semejante descripción, hecha únicamente de clichés, vuelve a encontrarse en


Chrétien de Troyes y sus imitadores. El problema consiste, pues, en saber en qué
medida esos lugares comunes reflejan los gustos de la época. Si —como podemos
suponer— existe concordancia, ¿serían los criterios de la realidad los que influyen en
las obras literarias, o sería la literatura la que crea la moda? Por supuesto, es difícil dar
una respuesta. Poetas y novelistas son siempre a la vez creadores y testigos.
Las diferentes partes del cuerpo femenino, salvo el rostro, son descritas pocas veces.
La mayor parte de los autores con una actitud muy casta, evitan mencionar, sobre todo,
lo que se encuentra más abajo del cuello. No obstante, gracias a algunas excepciones,
puede deducirse que a los hombres del siglo XII les gustan las mujeres esbeltas, de talle
estrecho, piernas largas y pecho alto y pequeño. Pero las novelas del siglo siguiente, que
suministran detalles más numerosos y realistas en esta materia, traducen ya un cambio
de gustos: se prefieren las formas generosas «por mius sosfrir le jeu del lit» 9.
En cuanto a los cánones de la belleza masculina, son aún más difíciles de describir. El
caballero de la novela cortés ya no es el héroe de la epopeya, cuya seducción residía en
la mayor parte de los casos, enteramente en su fuerza física y en el desprecio al
sufrimiento y a la muerte. Galván y Lanzarote ya no tienen relación alguna con Roldan
y Guillermo. Su prestancia nada debe a su musculatura, sino a la gracia de su juventud y
a la elegancia de sus atavíos. Más que el vigor del cuerpo, los novelistas se detienen a
describir la magnificencia de sus vestidos. Un caballero seductor es un caballero joven,
amable, gracioso y bien vestido 10. No se nos dice más.
Pero si en escasas ocasiones se describe la belleza en términos realistas, los autores
dibujan a menudo la fealdad con numerosos detalles que nada deben a clichés y lugares
comunes. Generalmente, se trata de retratos de villanos. Por ello, a falta de conocer con
precisión las reglas de la estética corporal, sabemos cuales son los defectos de los que
un caballero debe carecer si quiere desempeñar el papel de seductor: una cabeza gruesa,
grandes orejas, cabellos castaños o muy negros, cejas largas, pilosidad facial

78
desarrollada, ojos hundidos, nariz corta y achatada, anchas aberturas nasales, boca
rajada hasta las orejas, labios gruesos, dientes amarillos y mal dispuestos, cuello macizo
y corto, espalda jorobada, vientre prominente, brazos cortos, piernas finas, dedos
ganchudos y pies hinchados 11.
Semejantes atributos no son patrimonio de la fealdad masculina. En su Cuento del
Grial, Chrétien nos presenta a la doncella más fea que jamás se haya visto:
Su cuello y sus manos eran más negros que el más negro de los metales. [...] Sus ojos eran simples huecos, tan
pequeños como ojos de rata. Su nariz era a la vez la del mono y la del gato; sus orejas parecían las del asno o las del
buey. Sus dientes tenían el color amarillo del huevo y su barbilla era semejante a la de un macho cabrío. De su pecho
surgía una joroba, de la que veíamos su hermana en la espalda. ¡Verdaderamente, tenía los riñones y la espalda, como
para dirigir el baile! 12.

Los placeres de la carne

Basado en la atracción física, el amor cortés no puede ser sólo espiritual y platónico.
A la unión de las almas debe sumarse la de los cuerpos. Dos recientes tesis han puesto
de manifiesto que, incluso entre los trovadores con un lirismo más etéreo, el servicio
idólatra de la dama no tiene otra finalidad que la de conseguir la posesión física 13.
Algunos, como Bernard de Ventadour, ni siquiera esconden su deseo:
Si al menos ella tuviese la osadía de
conducirme, una noche, hacia el lugar en que se desnuda,
y hacerme, en ese lugar secreto,
con sus brazos un lazo alrededor del cuello... l4.

Otros dan una definición más púdica de la recompensa que esperan recibir. Peire de
Valeria canta con más recato:
Y ya que mis ojos la han contemplado,
ruego a Dios me dé vida,
para ser el servidor de su cuerpo noble y bello 15.

Pero en ambos casos, la esperanza es la misma. Sin embargo, la originalidad —y la


dificultad— por parte de la mayoría de los poetas de lengua de oc reside en el hecho de
que al parecer dan mayor importancia al propio deseo que a su realización. Los placeres
de la carne son en ellos más soñados que vividos. Y por medio de una dialéctica hábil y
desconcertante, algunos teóricos llegan incluso a admitir que todas las alegrías sensuales
del amor físico, salvo la consumación final serían contrarias al verdadero buen amor.
Los autores del norte se muestran menos casuistas. El trovador Conon de Béthune nos
habla con franqueza de su cuerpo «que siempre está deseoso de pecar». Y a menudo, los
novelistas no temen hacer alusión a la realización carnal de las pasiones que refieren. Es
cierto que la mayor parte se contenta con describir los besos intercambiados por sus
héroes y callan, con pudor o ironía, lo demás (sorplus). Así, el autor de Joufrois,
fingiendo ignorancia, dice a su audiencia, después de acostar a la reina de Inglaterra en
la cama de su héroe:

No os diré nada de lo que el conde hizo con su amiga. No me encontraba bajo la cama, no estaba escuchando y por
tanto

Pero algunos, sobre todo en el siglo XIII, no dudan en dar detalles concretos de las
escenas eróticas que inventan. Servirá como ejemplo este pasaje del Libro de Arturo,
que la decencia nos prohíbe traducir: // U met la main sor le piz et sor les mámeles et
sor le ventre, et li manoie la char qu'elle avoit tendre et blanche... 17. No obstante, éste

79
es un caso excepcional. En la novela cortés, el arte del autor rara vez infringe la
decencia, y los placeres de la carne, si son evocados con frecuencia, jamás son vulgares,
lascivos o equívocos; tanto más cuanto que la mayor parte de las veces el acercamiento
de los cuerpos sólo es consecuencia del de los corazones.

Las realidades afectivas

El amor cortés es un tema literario destinado a un público reducido. Es además, según


los propios poetas, una expresión de la afectividad reservada a una élite. Sin embargo
resulta difícil admitir que tuviera una realidad efectiva, pues incluso en los ámbitos
aristocráticos, no es ésa otra cosa que un juego mundano. Para el historiador parece
imposible encontrar en la literatura cortés una fuente que pueda ser utilizada de modo
fiable para estudiar la realidad del amor a finales del siglo XII y comienzos del XIII, ya
que la imaginación supera con mucho el testimonio, y hay que corregirla y completarla
recurriendo a otras fuentes: crónicas, fábulas, actos públicos y privados, textos jurídicos
y teológicos, obras de arte, documentos demográficos, etc. Pero, si su consulta permite
obtener algunos conocimientos sobre las manifestaciones de la vida amorosa, nos
enseña muy poco acerca de los sentimientos reales. En la historia, como siempre,
cuando se intenta alcanzar las verdades del alma y del corazón, los documentos
enmudecen. En ese ámbito también, es la literatura la que suministra las mejores
hipótesis; aunque son sólo hipótesis.
Pocas realidades pueden ser captadas. Tales son los vínculos afectivos dentro del
matrimonio. Por un lado, numerosos indicios intentan demostrar que el apego conyugal
no existe: diferencias de edad entre cónyuges; papel de los padres en el compromiso
matrimonial; papel del dinero en los contratos; desinterés por los hijos; frecuencia de la
viudez y de los segundos o terceros matrimonios. Pero por otro lado, los actos nos
muestran que los matrimonios clandestinos, sin el consentimiento de los padres, de la
familia o del señor son muy frecuentes. Hasta tal punto que en 1215, el cuarto concilio
de Letrán tuvo que imponer la publicación de las amonestaciones antes de la ceremonia
18
. Así pues, si hay matrimonios por interés, también los hay por amor. Entonces, ¿por
qué no admitir que en el siglo XII, como en la actualidad, existían matrimonios de todo
tipo y algunas familias sólo eran grupos económicos o jurídicos artificiales? ¿Por qué
las relaciones entre los cónyuges no podían ser entonces lo que siempre han sido?
Cuentos y fábulas populares se burlan frecuentemente de los matrimonios de villanos,
en los que unas veces es el marido el que trata a su mujer como a una bestia de carga, y
otras es la esposa la que «lleva los calzones». Por supuesto, es preciso evitar los
anacronismos, tener en cuenta las condiciones materiales, la duración de la vida y las
diferencias de mentalidad, pero ¿por qué creer que el matrimonio en el siglo XII se
vivió con sentimientos diferentes de los que los esposos siempre han tenido: la pasión o
la tibieza, la ternura o la indiferencia, el amor o el desprecio? 19.
Las costumbres, mejor conocidas que los sentimientos, nos dan una imagen de la vida
amorosa poco acorde con la moral de San Jerónimo. A pesar de las condenas de la
Iglesia, la fidelidad conyugal no parecía ser una norma de vida muy extendida. Los
adulterios son innumerables en todas las categorías sociales. Con ello, también son
incontables los bastardos, a los que sin embargo la sociedad no admite en su seno con
facilidad. Al estar la familia basada exclusivamente en el matrimonio, los hijos nacidos
fuera de él carecen desde un punto de vista jurídico de familia, raza o condición. (Por
ello, el bastardo de una mujer sierva es un ser libre.) Además, en teoría no pueden optar
a la sucesión de sus padres, ni. entrar en el clero, ni ocupar un cargo civil. Incluso

80
ciertas costumbres les prohíben transmitir a sus propios hijos los bienes que hayan
podido adquirir. Sin embargo, en la realidad, la situación de los bastardos difiere según
su origen. Un bastardo de rey no es un bastardo de villano, y en las familias de los
príncipes los hijos de un adulterio son a menudo tratados como los hijos legítimos. Ni
siquiera se les niegan los honores: Guillermo Larga-Espada, probable hijo de Enrique II
y su amante titular, la bella y enigmática Rosemonde Clifford, fue conde de Salisbury y
uno de los más poderosos barones de Inglaterra; mientras que Fierre Charlot, hijo de
Felipe Augusto y una «doncella de Arras», recibió el obispado de Noyon, uno de los
más importantes del reino.
Así pues, la continencia predicada por la Iglesia está lejos de ser la virtud más
practicada. A pesar de la reforma gregoriana, pocos parecen haber sido los clérigos
seculares que respetan su voto de castidad. Aún a finales del siglo XII, los textos
consignan con admiración los casos de sacerdotes que morían vírgenes 20. Sin embargo,
el estudio de esta libertad general de las costumbres, sus causas y sus consecuencias, su
extensión y sus límites sigue sin realizarse. La voluptuosidad de los trovadores, la
sensualidad de los novelistas, la grosería de los goliardos y, como contrapartida, la ira
de los predicadores y las amenazas de los teólogos comportan demasiados lugares
comunes para poder ayudar al historiador a establecer un panorama claro y útil. Las
prácticas contraceptivas y abortivas, por ejemplo, que comienzan a poder ser estudiadas
desde los siglos XIV y XV, son totalmente desconocidas en nuestro período21. De igual
modo, la difusión de la homosexualidad, que el derecho canónico presenta como el
pecado supremo, nunca ha sido examinada de forma seria. A pesar de algunas alusiones
literarias, la homosexualidad parece haber estado poco extendida. Pero resultaría
interesante saber por qué. ¿Sería debido a las rígidas estructuras familiares o quizá a las
prohibiciones religiosas? En todo caso, si bien es verdad que es considerada por los
teólogos como el mayor de los vicios, también es obligado constatar que los príncipes
homosexuales —como por ejemplo los reyes de Inglaterra Guillermo el Pelirrojo y
probablemente Ricardo Corazón de León— jamás fueron objeto de sanciones religiosas
por haber realizado prácticas contra natura 22. ¿Indiferencia o privilegio?

81
CAPITULO X
LA PARTE DEL ENSUEÑO

LOS hombres del siglo XII, ya fuesen clérigos, caballeros o campesinos, raramente
están satisfechos con su existencia. La realidad cotidiana es triste, vana, ingrata y falaz.
El mundo que les rodea es decepcionante. Todos desean otro universo, un reino nuevo
en el que el hombre no estuviese sometido a los caprichos de la naturaleza ni a los
imperativos de su condición social; una Jerusalén terrestre donde la paz y la seguridad
reinasen por mil años; u otro lugar idílico y lejano donde las palabras, las gentes y las
cosas pudiesen revestir su verdadero significado y no el que simulan aquí abajo.
Esa necesidad de verdad, ese deseo de olvidar, esa nostalgia de una edad de oro, cada
cual lo vive a su manera. Los medios de evasión no faltan. La literatura sabia y el
folclore popular describen países maravillosos, poblados por animales y criaturas
fantásticas, unos países en los que el poder y la riqueza están al alcance de todos y
donde cada cual, a su gusto, puede convertirse en héroe, emperador o mago. Por lo
demás, brujos y hechiceros no pertenecen sólo a la literatura: charlatanes, herejes e
iluminados de todo tipo recorren Occidente y proponen, tanto al villano, como al monje
y al señor brebajes, reliquias, ideas y sueños. En su conjunto, la sociedad está dispuesta
a consentir a todos los que consigan emocionarla. Cada uno, desde lo más alto hasta lo
más bajo de la escala social, trata de evadirse con el fin de encontrar, más allá de las
realidades engañosas, el sentido oculto de su propio destino '.

Desplazamientos y viajes

El viaje es el primero de los sueños. Es también el que se realiza con más facilidad
por parte de una sociedad que aún no es sedentaria del todo. En efecto, no hay nada más
falso que imaginar a la población del siglo XII encadenada a sus posesiones, sus
pueblos, sus castillos. Todos se desplazan, y principalmente los soberanos, que se hallan
entre los más viajeros de Occidente. El reinado de un rey no es más que un larguísimo
itinerario a través de sus dominios, de los feudos de sus feudatarios o de los reinos
vecinos, con excursiones a veces más allá de las fronteras de la cristiandad. A este
respecto, el ejemplo de Ricardo Corazón de León es más expresivo que cualquier otro:
se ha podido calcular que durante los 117 meses que duró su reinado (del 6 de julio de
1189 al 6 de abril de 1199) pasó 6 en Inglaterra, 7 en Sicilia, 1 en Chipre, 3 en diversos
mares, 15 en Tierra Santa, 16 en diferentes prisiones de Austria y Alemania y 69 en
suelo de Francia, de ellos 61 en sus propios feudos 2. La corte de Inglaterra, pues, no
estaba ni en Londres, ni en York, sino donde se encontrase el rey, unas veces en
Burdeos, otras en Lincoln, otras en Canterbury y otras en Rouen. En las obras literarias,
la monarquía del rey Arturo tampoco escapa a las normas del vagabundeo.
En el interior del reino de Logres, Arturo y sus compañeros se hallan en perpetua
peregrinación, desde Carlion hasta Winchester, desde Carduel hasta Escalot, desde

82
Tintagel hasta Camelot.
Pero no sólo los reyes van de ciudad en ciudad y de castillo en castillo; los grandes
feudatarios les siguen o les imitan, y sus barones hacen lo mismo en el marco del feudo
o del señorío. En el interior de éste, los propios villanos no están vinculados para
siempre a la tenencia que les ha sido otorgada; pueden cambiar de posesión,
establecerse en una tierra recientemente roturada, en una aldea nueva e incluso
instalarse en otro señorío. Esos desplazamientos no son tanto resultado de una voluntad
personal cuanto de los imperativos de las actividades económicas, de la vida política y
de un sistema que impone que toda propiedad de la tierra no sea más que una concesión
temporal por parte de alguien más poderoso.
A los periódicos cambios de residencia, se suma el continuo desplazamiento motivado
por la actividad cotidiana de los hombres. A pesar de su mala calidad, caminos y
senderos se hallan muy frecuentados: séquitos de los príncipes, funcionarios y
mensajeros, jefes guerreros y soldados, campesinos en busca de nuevas tierras,
convoyes de mercaderes, compañías de artesanos, albañiles, carpinteros, cavadores,
leñadores, estudiantes, frailes y clérigos en discordia con la iglesia o 1a abadía,
caminantes y bandidos, leprosos, mendigos, excluidos y rechazados de toda especie que
se desplazan en todas las direcciones de un extremo al otro de la cristiandad. Las
fronteras no constituyen obstáculo alguno pues se hallan mal delimitadas. Si a veces son
lineales, como el curso de un río, la mayoría de las veces no son más que simples zonas
donde dos poderes interfieren. Algunas son prácticamente imposibles de delimitar
debido a la multiplicidad de los enclaves y la extrema confusión de las relaciones
feudovasalláticas; por ejemplo, las que separan el ducado y el condado de Borgoña.
Otras evolucionan al mismo tiempo que el medio físico y son transformadas por la tala
de un monte, la desecación de una laguna o la excavación de un canal. Además, las
fronteras de un reino no siempre coinciden con las de las provincias eclesiásticas y las
diócesis, ni sobre todo con las de los feudos y señoríos. Los condes de Flandes y
Champagne, por ejemplo, poseen como tales, tierras situadas en el reino de Francia y
también fuera de él. Occidente forma entonces una extensa entidad cuyas fronteras
internas no están cerradas a las personas, las mercancías, ni, por supuesto, a las ideas.
La verdadera aventura sólo comienza más allá de los límites de la cristiandad.
Pero las dificultades comienzan mucho antes. En el gran contraste existente entre la
movilidad de la población y la mediocridad de los medios de transporte. A menudo, el
viaje no es más que una sucesión de incomodidades, peligros y contratiempos. A pesar
de cierta mejora a finales del siglo XII, gracias a la construcción de numerosos puentes
de piedra, la red de caminos sigue estando mal adaptada a las exigencias de los
desplazamientos. En Francia, las excelentes vías romanas, abandonadas a finales del
primer milenio, fueron sustituidas poco a poco por caminos de origen religioso, feudal o
comercial, cuyo abanico tiene como centro París y no ya Lyon. En general son pistas o
simples senderos, desprovistos de cualquier tipo de revestimiento, impracticables en
invierno, mal trazados, estrechos, sinuosos e imprecisos. Sin embargo, algunas
carreteras son más anchas, rectas y en algunos lugares pavimentadas; nacieron a la vez
que las grandes catedrales y sirvieron para transportar la piedra desde las canteras,
situadas a veces a 20, 30 o incluso a 50 km del lugar de construcción; pero no son
muchas y necesitan un continuo mantenimiento, pagado gracias a fuertes peajes
impuestos a los que las frecuentan 3. En Inglaterra, donde la red romana se había
conservado mejor, son los caminos secundarios los que faltan, por lo que los viajeros
deben aventurarse a través de praderas, páramos y bosques.
Además de la mala calidad material de los caminos, hay que contar con la inseguridad
del entorno y la gran cantidad de peajes que se exigen a cada momento: para pasar un

83
vado, un puente, un puerto de montaña, para entrar en un señorío; para cruzar un valle,
una ciudad, incluso un bosque. De ahí el carácter fluctuante de los itinerarios; algunos
prefieren alejarse del camino o del sendero, con el fin de evitar el pago de un impuesto
demasiado fuerte, el rescate exigido por algún castellano más o menos bribón o el
encuentro con una banda de salteadores. Para tener mayor seguridad, sólo se viaja de
día, en grupo, y se multiplican los rodeos. Se avanza lentamente. Los hombres se
desplazan a caballo o a pie; las mercancías son arrastradas por animales de tiro o en
carros. Entre el siglo XI y el siglo XIII, la generalización del cabestro, de la herradura
del caballo y del carro de cuatro ruedas, permitió aumentar, si no la velocidad, sí el peso
de los productos transportados.
Cuando la estación del año y la geografía lo permiten, se hacen esfuerzos para utilizar
al máximo las vías fluviales, más seguras y menos costosas. Los ríos son las vías
comerciales por excelencia, por donde se transportan los productos pesados, como el
grano, la sal, el vino, la madera y la lana. En estos transportes, los caminos sólo se usan
para unir dos ríos; en Flandes incluso los canales desempeñan ya ese papel. Cuando es
posible, se usa también la vía marítima, que presenta la ventaja de carecer de peajes.
Pero si la Mancha y el mar del Norte se cruzan en todas las direcciones, en otros lugares
se teme la alta mar y hay que contentarse con navegar a cabotaje, a veces durante largas
distancias. Hasta la aparición de los grandes Koggen frisones, hacia 1220, los barcos
tienen escaso tonelaje, ya se trate de barcos de vela que encontramos en la Mancha y en
el Atlántico, o de galeras de vela y remos que circulan por el Mediterráneo.
Hombres y mercancías, viajan pues, continuamente. Pero a la densidad de circulación
se opone la lentitud de los desplazamientos. Por tierra, un convoy recorre entre 25 y 40
km diarios, dependiendo de la naturaleza del terreno y de los obstáculos encontrados.
Un documento de finales del siglo XII nos informa que un carretero prevé 23 días para
llevar unas mercancías desde Troyes hasta Montpellier 4. Un correo solitario, más
rápido, consigue hacer etapas diarias de 60 a 70 km. Sabemos que un mensajero de
Felipe Augusto, en 1197, consiguió hacer el trayecto París-Orleans en un día; pero ése
es un caso excepcional. Hacia 1200, en efecto, son necesarios 3 días para ir de París a
Rouen; unos 10 días de París a Londres: 2 semanas de París a Burdeos y más de 20 días
de París a Toulouse. Además, se necesita una semana para ir a York desde Londres; más
de un mes para viajar de Londres a Roma, y, según que los vientos sean favorables o no,
entre 20 y 50 días para desplazarse, por mar, desde Venecia a Tierra Santa. Pero todo
eso no detiene el ímpetu de los viajeros. Los hombres de los siglos XII y XIII no tienen
prisa. Y cuando deben desplazarse de forma más rápida, utilizan los medios necesarios.
Por lo demás, podemos observar que la duración media que acabamos de mencionar
difiere poco de las que aún observamos a mediados del siglo XVII.

Las peregrinaciones y el culto de las reliquias

La peregrinación es el primero de los pretextos para ponerse en camino, para


abandonar el horizonte diario y buscar en otro lugar más o menos lejano ese acceso al
sueño que no se halla en el pueblo ni en el castillo. Pero está claro que pocas veces es el
motivo invocado. Inicialmente se trata de un castigo más que de una diversión. La
peregrinación responde en su origen más a un acto de penitencia que a la sed por el
cambio de panorama; aun cuando no es impuesto por un tribunal, responde al deseo,
confesado o no, de hacerse perdonar alguna mala acción que pudiese comprometer la
salvación. Cuanto más lejos se va, tanto más alto es el beneficio espiritual que resulta.
Las peregrinaciones a los santuarios poco alejados del lugar de residencia sólo tienen
como finalidad, en general, la de conseguir los favores de un santo, para tener éxito en

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una futura empresa, o solicitar un milagro de su benevolencia con el fin de salir de una
situación apurada.
Constituida de forma progresiva, la red de las diferentes peregrinaciones cubre en el
siglo XII el conjunto de la cristiandad. En Francia, los santuarios más visitados son los
dedicados a la Virgen o a los santos más venerados: Saint-Martin de Tours, Sainte-Foy
de Conques, Notre-Dame du Puy, la Madeleine de Vézelay, Rocamadour, el Mont-
Saint-Michel, Saint-Hilaire de Poitiers, Saint-Martial de Limoges y Saint-Serin de
Toulouse. En Inglaterra, los peregrinos acuden sobre todo a la tumba de Saint Cuthbert
en Durham, a la de Eduardo el Confesor en Westminster, y a la de Thomas Becket en
Canterbury después de su canonización en 1173. Hacia el final del siglo se añade una
peregrinación algo más particular: la que se realiza a la abadía de Glastonbury, en los
confines del país de Gales, donde en 1191 se descubrieron las presuntas tumbas del rey
Arturo y la reina Ginebra.
Al lado de estos grandes santuarios, existen otros, más pequeños, que forman parte de
las peregrinaciones regionales o locales. En efecto, para la mayor parte de la población,
el culto de los santos parece ser lo esencial de la vida religiosa. Por ese motivo, todas las
iglesias tratan de tener al menos uno, aun a expensas de un tráfico sin escrúpulos
denunciado incluso por algunos contemporáneos. Tras el saqueo de Constantinopla por
los cruzados, en 1204, los cristianos establecidos en Oriente hacen llegar con
regularidad a Occidente toda clase de reliquias de una autenticidad más que dudosa. El
emperador Balduino I, por ejemplo, envió a Felipe Augusto: un fragmento de la vera
cruz, cabellos de Cristo, un trozo de tela procedente de sus pañales, así como un diente
y una costilla de San Felipe. Y sabemos que, en 1239, Balduino II vendió a San Luis la
«verdadera» corona de espinas por 20.000 libras de plata fina, cuando ya dos ejemplares
de la supuesta corona se conservaban cerca de París, una en Saint-Germain-des-Prés, la
otra en Saint-Denis 5. Si creemos a Rigord, este segundo ejemplar era sin embargo muy
conocido por los parisinos, ya que había servido, en tiempos de Felipe Augusto, para
una curiosa ceremonia:
Al mes siguiente, el 23 de julio [1191], Luis, el hijo del rey de Francia, cayó enfermo de ese mal gravísimo que los
médicos denominan disentería. Como su caso era desesperado, he aquí el remedio al que se acudió. Después de haber
rezado y ayunado durante mucho tiempo, los monjes de Saint-Denis tomaron el clavo y la corona del Señor, así como
el brazo de San Simeón, y anduvieron con los pies descalzos, llorando, acompañados por una gran procesión de
clérigos y fieles, hasta la iglesia de San Lázaro, en las cercanías de París. Ahí se rezó al Señor y se bendijo al pueblo.
Pronto, todos los religiosos de París, el obispo Mauricio, sus canónigos, su clerecía y todos los habitantes acudieron,
también con los pies descalzos, llorando y llevando con ellos el cuerpo o los restos de gran número de santos. Todos
se reunieron en una única procesión que, alternando cánticos y lamentaciones, llegó hasta el palacio real donde
agonizaba Luis. Se ofreció un sermón al pueblo, y a continuación se comenzó a rogar al Señor en medio de sollozos
con el fin de conseguir la curación del joven príncipe. Después, se tocó al niño con el clavo, la corona de espinas y el
brazo de San Simeón, con los que se trazó la señal de la cruz en el vientre. De pronto quedó libre del peligro que le
amenazaba. Y no sólo eso, sino que su padre, el rey Felipe, que en ese momento se hallaba en Tierra Santa, también
fue curado de la misma enfermedad a esa misma hora 6.

Pero la verdadera peregrinación, la que exige un verdadero y, a veces, doloroso


heroísmo, es la que se lleva a cabo en tierras lejanas, en tierra extranjera: Roma,
Compostela, o los Santos Lugares. Algunos teólogos afirman que todo cristiano digno
de este nombre debe esforzarse en realizar alguna al menos una vez en su vida. En todo
caso, es hacia allí donde los tribunales envían a los criminales para que expíen sus faltas
más graves. Compostela, en donde se habían descubierto, en el siglo IX, los restos de
Santiago el Mayor, es el lugar más frecuentado porque es el que más fácil acceso tiene.
También Roma recibe numerosos viajeros, que acuden a rezar ante las tumbas de los
apóstoles Pedro y Pablo y las de los primeros cristianos mártires.
Los peregrinos se desplazan en pequeños grupos. Son reconocidos por su ancho
sombrero de felpa, el zurrón que llevan en bandolera y el gran bastón coronado por un

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pomo, el báculo, en el que se apoyan para andar. Antes de salir han hecho bendecir su
vestimenta y coser encima de su caperuza y su gorro los emblemas de tela o metal que
representan la cruz, una vieira o un objeto que les sea querido y que pondrán en
contacto con las reliquias visitadas. Durante el camino, son albergados de forma gratuita
en las abadías y los hospitales de peregrinos distribuidos a lo largo de los grandes
itinerarios. A menudo, algún castellano hospitalario les acoge y les pide que animen la
velada familiar con el relato de su viaje y sus aventuras. A pesar de que su persona y sus
bienes están protegidos, los peregrinos, como el resto de los viajeros, se hallan
expuestos a los peligros del camino. Son frecuentes los encuentros no deseados, y los
incidentes tanto más numerosos cuanto que esos «andadores de Dios» se unen a
aventureros de toda calaña, desde los inofensivos clérigos y monjes desertores hasta los
temibles bandidos y salteadores de caminos 7.
La más peligrosa, aunque también la más «eficaz» entre todas las peregrinaciones es
la que tiene por destino Jerusalén. Exige tiempo, dinero y medios de protección que no
están al alcance de todos. Por ello, los viajeros son sobre todo aristócratas, aunque ya
existan, en Inglaterra, Francia e Italia, unas oficinas que se encargan de facilitar el
trayecto a Tierra Santa a peregrinos de toda condición. Más que las cruzadas
propiamente dichas, fueron estas peregrinaciones individuales o en pequeños grupos las
que, en el transcurso del siglo XII, encaminaron a los caballeros occidentales hacia los
Santos Lugares. En ese ultramar alejado y misterioso, tratan de buscar el cumplimiento
de un destino que quisieran grandioso y al que su vida mediocre y rutinaria en
Occidente no consigue dar sentido alguno. Aun cuando la idea de cruzada conoce ya
cierta decadencia puesto que la mayoría de las grandes expediciones militares llevadas a
cabo por soberanos sólo consiguen fracasos lamentables, la llamada de Oriente continúa
ejerciendo sobre la clase caballeresca una fascinación muy cercana a la neurosis
colectiva.

La atracción de Oriente y lo geográfico maravilloso

Esta fascinación se ejerce por igual sobre los que no pueden iniciar dicho camino. Se
halla en todos los ámbitos de la creación literaria, artística, folclórica o científica; de la
misma forma que la imagen que uno se hace de la tierra. Los pocos mapamundis
europeos que se conservan representan una tierra circular, que tiene por centro Jerusalén
y por «cumbre» —donde colocamos hoy el polo Norte— el lugar de donde procede la
luz, el Oriente, representado por una alta montaña encima de la cual se halla el paraíso
terrenal. La visión del mundo, como la de la sociedad, es tripartita. Hay tres continentes:
Europa, África y Asia, esta última tan extensa como las otras dos juntas, y tres entidades
marítimas: el Mediterráneo en el centro, el océano Indico entre Asia y África, y el
océano «circular» que rodea el planeta por todos los lados. Por supuesto sólo están
correctamente dibujados los contornos de la Europa occidental y de la cuenca
mediterránea 8.
La literatura geográfica, sobre todo cuando trata de ser divulgativa, como las
numerosas Imágenes del mundo recopiladas en los siglos XII y XIII, confirma la
amplitud de esos desconocimientos. Todo lo que se halla más allá de Dinamarca, del
Sahara, del Cáucaso o del mar Caspio es, por decirlo así, «incierto» y da lugar a las más
increíbles descripciones, a las más fabulosas leyendas. El gusto del público por lo
maravilloso se hace cómplice de la ignorancia y credulidad de los autores y lleva a éstos
a ampliar sin límites los extraordinarios relatos de sus predecesores.
Entre todos los lugares lejanos, la India es el territorio cuya atracción y misterio son
más prodigiosos. Es un país que conoce cada año dos inviernos y dos veranos. Sus

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selvas, tan altas que tocan las nubes, están compuestas por árboles asombrosos: algunos
tienen hojas grandes como una casa, otros dan frutas enormes y magníficas pero llenas
de ceniza, otros suministran un carbón que puede arder durante un año entero sin
consumirse. Las nueces son grandes como la cabeza de un hombre, y los racimos de
uvas tan pesados que sólo puede llevarse uno cada vez. Las serpientes tienen piedras
preciosas en lugar de ojos. Todos los ríos acarrean pepitas de oro, salvo el Ganges,
donde, por el contrario, pueden pescarse anguilas que miden más de 300 pies (100
metros) de largo. Además, la India está habitada por diversos pueblos, unos más
extraños que otros. Algunos son antropófagos y se comen a sus miembros más viejos;
otros, muy velludos, únicamente se alimentan de pescado crudo y agua salada; otros,
para vivir, necesitan respirar constantemente el olor de una manzana. Existen hombres
que tienen tan sólo un ojo, rojo, situado en medio de la frente; otros poseen seis dedos
en el pie; otros tienen la boca situada en medio del pecho y los ojos en medio de los
hombros; y otros por último sólo poseen un pie, pero tan ancho que pueden servirse de
él como de un escudo o como de una sombrilla 9.
Etiopía, que la mayoría de los autores sitúan al sur de Asia, entre la India y Egipto,
alberga a criaturas maravillosas. Todos los animales carecen de orejas y a veces de ojos;
por ello, las piedras preciosas no se hallan en los ojos de las serpientes, sino en el
cerebro de los dragones, que, por otro lado, no se dejan capturar con facilidad. Los
hombres se alimentan de carne de leones y panteras, lo que les hace gruñir como las
fieras; andan desnudos y no hacen nada; algunos tienen por rey a un perro y otros a un
cíclope gigantesco; en cuanto a los que viven en el desierto, hacia el este, cerca de las
antípodas, comen principalmente saltamontes secos y, por ello, jamás superan los
cuarenta años de edad 10.
Más extendidas que esas recopilaciones didácticas, destinadas a un público más o
menos sabio, están las leyendas construidas sobre mitos geográficos, pero recogidas y
transmitidas por la cultura popular. Por ejemplo la del Preste Juan —cuyas primeras
menciones aparecen a mediados del siglo XII— que sitúa en alguna parte de Asia
central un país fabuloso, en el que gobierna un rey sacerdote con el nombre de Juan,
cristiano de rito nestoriano y gran enemigo del Islam, que podría ser un valioso aliado
para reconquistar Tierra Santa. En el siglo XIII, se enviaron muchas embajadas por
parte de los soberanos occidentales a ese país imaginario que, en el siglo siguiente, y
debido a que no se consiguió hallar en Asia, se desplazaron hacia Africa".
Otra leyenda muy extendida, y que contaminará las tradiciones geográficas hasta
finales de la Edad Media, es la de San Brendan. Ya no se relaciona con Asia, sino que
tiene sus orígenes en el folclore célticocristiano de la Irlanda primitiva. San Brendan,
abad de un monasterio irlandés, habría salido, en el siglo VI, con catorce de sus monjes
a la búsqueda del paraíso terrenal más allá de los mares. Habría navegado durante siete
años en una frágil embarcación desprovista de timón; durante esta odisea tuvo
encuentros mucho más extraordinarios que los del propio Ulises. Por ejemplo, con una
ballena gigante, que tomó por una isla y en la que desembarcó junto con sus
compañeros un día de Pascua para celebrar la misa. Finalmente, habría alcanzado la isla
de la Felicidad, situada en las regiones donde el sol jamás se pone: allí, un ángel se le
habría aparecido para ordenarle que diese media vuelta y volviese para contar las
maravillas que había visto. La Navegación de San Brendan fue ciertamente el libro de
viajes más popular en la Edad Media. El texto latino, recopilado en el siglo X, se tradujo
a todas las lenguas vernáculas de Europa occidental 12.

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Los animales y los bestiarios

A lo geográfico maravilloso se vincula lo maravilloso animal, cuya variedad de


expresión se refiere a todas las categorías sociales. En efecto, el universo animal es un
lugar privilegiado, donde pueden sumergirse, sin correr riesgo alguno, todas las
creencias, todas las esperanzas y todos los fantasmas de una población para la que el
soñar es una necesidad.
Sin embargo, el hombre del siglo XII tiene con los animales un contacto directo y
cotidiano, y la fauna que le rodea nada tiene de fantástica. Los animales domésticos son
más o menos los mismos que en la actualidad. Dentro de la casa, los gatos son aún
raros, pero a veces se utilizan comadrejas más o menos domesticadas para cazar ratas y
ratones. Se domestican igualmente cuervos, cornejas, chovas y, más tarde, periquitos.
Por el contrario, los perros no parecen haber sido objeto de atención antes de mediados
del siglo XIII; no tienen derecho a entrar en las casas y se asocian a menudo a
costumbres poco generosas. Cuenta Suger cómo el asesino del conde de Flandes, Carlos
el Bueno, fue atado a un poste en compañía de un perro, al que se torturó, el cual, bajo
el efecto del dolor, despedazó el rostro del criminal 13. Los dos animales más apreciados
son el caballo y el halcón; mientras que el mejor conocido desde el punto de vista
científico es el cerdo: en efecto, al estar prohibida la disección humana por la Iglesia,
los médicos estudian la anatomía a través de la del cerdo, considerado el animal más
semejante al hombre. Los animales salvajes resultan tan familiares como los animales
domésticos. Si en Inglaterra los lobos fueron exterminados en el siglo X, en el
continente se encuentran por todas partes, en ocasiones incluso en las cercanías de las
ciudades. Del mismo modo, osos y jabalíes pueblan abundantemente los bosques
europeos. Tampoco las grandes fieras son desconocidas por parte de la población. Los
soberanos poseen casas de fieras llenas de animales importados de Asia o África, que el
pueblo puede visitar los días de fiesta. La de los reyes de Inglaterra en Caen y la de
Felipe Augusto en Vincennes serán célebres. Por último, no son raras las personas que
se dedican a exhibir animales de pueblo en pueblo, presentando guepardos, monos,
serpientes y aves exóticas 14. Este conocimiento concreto del mundo animal, en nada
disminuye la atracción, fuerte y extendida de las obras de zoología, donde lo
maravilloso ocupa un lugar primordial: los bestiarios. Se trata de compendios que, bajo
el pretexto de describir las costumbres de los animales salvajes o domésticos, sacan del
estudio de la naturaleza símbolos religiosos y preceptos morales. A pesar de su falta de
originalidad —ya que deben la mayor parte de su ciencia a los autores de la Antigüedad
y de la Alta Edad Media— su popularidad es inmensa e influye tanto en las formas más
elaboradas de la creación artística como en los relatos más ingenuos de la mitología
popular. En efecto, de cada animal relatan fábulas destinadas a impresionar al
campesino, maravillar al caballero, seducir al artista e inspirar al predicador.
He aquí un florilegio sacado del De Bestiis de Hugo de Saint-Victor y Hugo du
Fouilloy, de los bestiarios románicos de Philippe de Thaün, Guillaume le Clerc y Pierre
de Beauvais, y del Liber de proprietatibus rerum de Barthélemy l'Anglais 15.
Por ejemplo, el lobo es a los ojos de la población medieval el animal más cruel y más
astuto. Corre siempre en la dirección del viento con el fin de que los perros no puedan
seguir sus huellas; cuando aúlla, coloca una pata ante su boca para hacer creer que no
está solo. Su mordedura es tanto más venenosa cuanto que se alimenta de sapos y que,
como el perro, tiene a menudo la rabia. Es tan diabólico que por donde pasa, la hierba
no vuelve a crecer. No obstante, el hombre que se encuentra con un lobo tiene una
posibilidad entre dos de librarse de él: es preciso que sea él el primero que vea al lobo;
éste pierde entonces su agresividad y huye. Pero si es el lobo el que primero ve al

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hombre, éste permanece paralizado y termina siendo devorado; y si, con mucha suerte,
consigue escapar, quedará mudo hasta el final de sus días.
El oso es también un mamífero muy conocido. Se trata de un enorme animal que
tiene en las patas todo su poder. La hembra es mucho más fuerte que el macho y casi
imposible de capturar; además huele muy mal. El oso macho, por el contrario, puede ser
domesticado, con la condición de sacarle los ojos y hartarle de miel. Cuanto más se le
pega más vigoroso y grueso se pone; puede utilizarse entonces como animal de tiro.
Cuando muere se recupera su grasa: aplicada sobre la cabeza, constituye el mejor
remedio contra la calvicie. El período de gestación de la osa, al ser únicamente de
treinta días, origina que sus crías nazcan muertas. Además, no son más grandes que una
rata y carecen de ojos y pelo. Es la madre la que les devuelve la vida y les da una
anatomía conveniente lamiéndoles vigorosamente durante varios días seguidos.
Dicha resurrección, como es evidente, posee un significado cristológico. La volvemos
a encontrar bajo formas semejantes en los capítulos del león y el pelícano: el primero
reanima con un soplo a sus pequeñuelos nacidos muertos; mientras que la hembra del
segundo devuelve la vida a los suyos, muertos por su padre, hiriéndose el pecho con su
pico y regándoles con su sangre.
Sin embargo, es el ciervo el que se adopta con mayor frecuencia como símbolo de
Cristo. Odia las serpientes, que son criaturas del demonio, las persigue y las come. Está
entonces condenado a una muerte segura si, en las tres horas que siguen a la absorción
del veneno, no bebe el agua de una fuente. Si consigue hacerlo, no sólo se salva, sino
que se le devuelve la juventud. De ahí su longevidad. Todos los autores le atribuyen una
vida extraordinariamente larga, aunque sin ponerse de acuerdo respecto a la duración.
Hugo de Saint-Victor, el más generoso, le hace vivir hasta novecientos años. Además, el
ciervo nunca está enfermo, jamás tiene fiebre, y el hombre que come cada día algo de su
carne termina beneficiándose de su inmunidad. Es un animal al que le gusta mucho la
música; puede ser atraído y capturado por medio de melodiosos silbidos. Pero éstos sólo
son eficaces cuando tiene las orejas levantadas; cuando no, es completamente sordo.
Rodeado por los cazadores, el ciervo no se defiende, pero llora muchísimo, con lo cual a
veces consigue salvar su vida.
Entre los animales exóticos, el camaleón es el más extraordinario. Tiene el cuerpo de
una lagartija, las escamas y el lomo de un pez, la cabeza de un mono y las patas de un
halcón. Por ser muy perezoso, cambia a menudo de color y puede adquirir cualquiera,
salvo el blanco y el rojo. Jamás come ni bebe; el aire es su único alimento. Por ello, su
cuerpo no tiene sangre. En cuanto a su estómago, posee propiedades mágicas: si se le
prende fuego, comienza de pronto a llover o surge una tormenta.
Mejor conocido es el cocodrilo, al que los autores otorgan curiosos estados de ánimo.
Es una gran serpiente de color amarillo, provisto de cuatro patas gigantescas, sin lengua
y dotado de un carácter completamente inconsecuente: cuando come, no sabe detenerse
y traga los alimentos hasta enfermar; se tumba entonces en la arena y ya no puede
moverse hasta después de digerirlo todo, lo que puede durar varios días. Del mismo
modo, cuando ve a un hombre, no puede evitar atraparlo y comérselo, sin embargo, por
otro lado tiene un natural bueno además de sensible. Por ello, después de terminar ese
acto se arrepiente de su mala acción y llora durante varias horas.
Los bestiarios no hablan sólo de animales reales. A menudo dedican largos capítulos a
monstruos y seres quiméricos. Dejemos de lado al dragón, grifo, basilisco y las sirenas
—cuyo carácter fantástico ya estaba en el siglo XIII envilecido— y mencionemos en
este epígrafe para terminar a otras cuatro o cinco criaturas menos conocidas pero
igualmente extrañas.
La mantícora es la más sanguinaria de todas las bestias. Tiene además el color de la

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sangre. Su cuerpo es el de un león, su cola la de un escorpión y su cabeza la de un
hombre. Cada una de sus mandíbulas está provista de una triple fila de dientes. Ningún
ser puede escapársele, pues es el animal más rápido de la tierra.
Sólo el león no la teme. Por el contrario, le aterroriza el leontófono, el más pequeño
de los roedores que, sólo por el olor de su orina, puede causarle la muerte. Más
inofensivo es el tarando, un gran buey que tiene la cabeza de un venado y la piel de un
oso. Vive en las regiones frías y es muy asustadizo; como el camaleón, también cambia
con frecuencia de color. La leoncrocuta nace del emparejamiento del lobo cerval y la
leona; lo que no le impide tener el cuerpo de asno, las patas de ciervo, la melena de
león, la cabeza del camello, y a veces, voz humana. Pero la más asombrosa de todas las
criaturas es, sin duda alguna, el monje de mar, monstruo marino que habita las costas de
Noruega: si su cuerpo es el de un pez, su cabeza es la de un hombre tonsurado y en sus
hombros lleva una especie de capuchón semejante al de los monjes.

Lo bretón maravilloso y el universo del Grial

Lo maravilloso en los textos novelescos, al contrario de lo que ocurre en bestiarios y


obras didácticas, es mucho más mágico que fantástico. Lo monstruoso cede su lugar a lo
extraño. El desconcierto sólo es parcial. Las criaturas misteriosas y los fenómenos
sobrenaturales son más sobrecogedores que inquietantes, ya que su propia extrañeza
conserva siempre una cierta apariencia de realidad. Además, sus habituales
intervenciones en la vida cotidiana, nunca son totalmente gratuitas; se trata de signos,
advertencias, mensajes enviados del más allá 16. La mentalidad medieval, en efecto, cree
en la existencia de intermediarios entre el mundo de Dios y el de los hombres: almas de
los muertos, ángeles y demonios, genios y hadas, que se manifiestan con prodigios cuyo
significado es premonitorio. Por este motivo, historiadores y cronistas no dejan de
señalar lo que, antes de los extraordinarios acontecimientos, no era normal en relación
con el orden natural de las cosas: milagros, sueños, apariciones, cometas, eclipses:
El año 1187 de la Encarnación del Señor, el 4 de septiembre, hubo un eclipse de sol en el grado dieciocho de la
Virgen; duró dos horas, nació Luis, hijo de Felipe Augusto, ilustre rey de los franceses 17.

En las obras literarias, la interpretación de los prodigios se reserva a los especialistas,


entre los cuales los autores distinguen a los encantadores que como Merlín sólo utilizan
su ciencia con fines generosos, de los brujos y hechiceros, que han firmado un pacto con
el diablo y tan sólo tratan de causar daño al hombre. Todos ellos unen a sus dones de
astrólogos poderes curativos: conocen las virtudes de las plantas y saben preparar los
filtros. Como Thessala, la hábil y servicial gobernanta de Fénice, son expertos en todas
las artes de la nigromancia y pueden proclamar:
Sé curar la hidropesía y la gota, el asma y la esquinancia; sé leer en la orina y tomar el pulso; no vale la pena elegir
a otro médico. Además, conozco los encantamientos y los sortilegios cuya eficacia ya no hay que demostrar. La
propia Medea jamás conoció otros iguales... 18.

Pero la literatura que gira en torno a la Tabla Redonda ya no se contenta con esa
forma de lo maravilloso, por lo general muy corriente, que se encuentra en muchas
obras literarias. Sino que añade caracteres nuevos que les son propios y que, en su
mayor parte, tienen su origen en los cuentos célticos de Irlanda y país de Gales. La
fusión de estos diversos elementos constituye lo maravilloso bretón; esa extraña
atmósfera, ambigua y fascinante que confiere a la literatura artúrica una seducción
inigualable. Encontramos pocas descripciones precisas; todo se halla a media luz y con
interrogantes. Lo que aquí se calla es casi más importantes que lo que se dice. Se trata

90
menos de provocar la admiración del oyente que de dejar vagar su imaginación.. No es
necesario ir hasta India para ver criaturas extraordinarias: aquí, el mundo de los muertos
se codea con el mundo de los vivos, y la frontera que los separa no es infranqueable. Le
basta al caballero errante atravesar un páramo, un río, un bosque para penetrar, sin darse
cuenta, en el reino de los dioses y de las hadas; basta con embarcarse solitario en una
nave abandonada para ser llevado hacia un país misterioso donde le espera su destino.
En el transcurso de la aventura encuentra enanos pérfidos y pendencieros, gigantes
deformes y tiránicos contra los que debe luchar para liberar a alguna joven, que se
revela en seguida lúbrica y caprichosa; se detiene en un castillo encantado, donde pasa
la noche luchando contra armas mágicas que desaparecen al alba; cruza un bosque
donde los animales le hablan y le invitan a confesar sus pecados; después llega a un
cementerio crepuscular donde puede contemplar, ya excavada, su propia tumba y leer en
una lápida el relato de su cercana muerte.
El encanto de esta literatura proviene también de sus contrastes y contradicciones.
Los autores se inspiran en los relatos irlandeses y galeses, temas y motivos que
pertenecen a la mitología céltica y que, evidentemente, no comprenden. Al querer
embellecerlos o darles una explicación, los deforman, los mutilan, pero los adornan con
una aureola de misterio que seduce a la vez al autor y a su público y aún continúan
haciéndolo. Incluso, a veces, parecen ser superados por sus propias creaciones, como los
lectores a los que se dirigen, fascinados por lo que cuentan 19.
El mejor ejemplo de ello es el Cuento del Grial, que Chrétien de Troyes inicia a
petición del conde de Flandes Felipe de Alsacia y que la muerte le impedirá terminar a
tiempo 20. Chrétien, en varios lugares, parece como deslumbrado, incluso cegado por ese
tema extraño y grandioso que no ha elegido y del que no consigue dominar todas las
claves. Qué decir en relación con sus imitadores, sus continuadores, que quisieron
reescribir o proseguir su obra inacabada cuyo carácter enigmático parecía haber
sacudido al propio autor en un altísmo grado.
Después de la muerte de Chrétien de Troyes, en efecto, toda la sociedad caballeresca
se sintió sobrecogida por el tema del Grial que, aunque remodelado, adaptado,
transformado por varias generaciones de poetas y novelistas, nunca ha podido aclarar la
totalidad de sus misterios. Estos encuentran su punto de partida en la escena central del
relato de Chrétien. El joven Parsifal, recientemente armado caballero, llega un atardecer
a un castillo donde es recibido por un señor noble y cortés pero con defectos físicos.
Mientras esperan la hora de la cena conversando, he aquí que un extraño cortejo cruza la
gran sala:
Un joven salió de una habitación sosteniendo una magnífica lanza por el medio del asta. Cruzó la sala entre el
hogar y los comensales sentados en el lecho. Todos los que se hallaban presentes pudieron contemplar entonces cómo
una gota de sangre descendía a lo largo del asta hasta la mano del joven [...] Llegaron después otros dos, unos jóvenes
magníficos, sosteniendo cada uno en sus manos un candelabro de oro ricamente trabajado, en el que brillaban una
decena de velas. Apareció luego una doncella noble que llevaba un grial, encantadora y muy bien vestida. Cuando
entró en la sala con dicho grial, se hizo una claridad tan grande que las velas dejaron de dar luz, igual que hacen la
luna y las estrellas cuando sale el sol. Detrás, avanzaba otra doncella llevando un ábaco de plata. El grial, que iba
delante, había sido fundido en oro, el oro más puro, y engastado con todo tipo de piedras preciosas, las más ricas y
variadas que pudiesen encontrarse en la tierra o bajo el mar. Después, tal como había hecho la lanza, cruzaron el grial
y el ábaco por delante de la cama y desaparecieron en otra habitación 21.

El extraordinario espectáculo llena de curiosidad al joven Parsifal que desea


interrogar a su anfitrión, preguntarle por el significado de la lanza que sangra y a quién
se lleva el grial y su contenido. No obstante, no se atreve a ello: el paladín Gornemant
de Goort, que le había albergado hacía poco, le enseñó que un perfecto caballero no
debe hacer preguntas indiscretas. Mantiene pues silencio y, sin saberlo, ha estado a
punto de conocer una aventura incomparable, la más prodigiosa jamás ofrecida a un

91
joven caballero. Si hubiese planteado la pregunta que le quemaba en los labios, no sólo
su anfitrión habría sanado y el país se hubiera liberado de calamidades espantosas, sino
que él mismo podría haber recibido sublimes recompensas. Pues bien, todo ello lo sabrá
más tarde, como también sabrá que el castellano con defectos físicos recibe el nombre
de Rey Pescador (debido a que su herida no le permite otra distracción que la pesca) y
que el grial no contiene otro alimento que una hostia destinada a mantener en vida a un
anciano que no es otro que el propio padre del Rey Pescador.
Chrétien no nos dice más. Pero más que un cuento extraño e inacabado, ofrece a la
posteridad un mito extraordinariamente fructífero alrededor del cual y durante varias
generaciones se cristalizarán los sueños y aspiraciones de una gran parte de la sociedad
occidental. Surgirá toda una literatura que tratará de explicar el defecto físico del Rey
Pescador, la identidad de su padre, la sangre de la lanza y el significado del grial 22. Un
sencillo plato para Chrétien de Troyes, dicho grial se convertirá una y otra vez en vaso,
copón o cáliz en el que Cristo bebió el Jueves Santo, escudilla en la que al día siguiente
José de Arimatea recogió la sangre que caía de sus heridas, o incluso, para el poeta
alemán Wolfram von Eschenbach, en una piedra preciosa que otorga poder y riquezas y
que protege de la muerte.
En el vertiginoso vacío dejado por el silencio de Parsifal, poetas y novelistas trataron
de ofrecer su visión del mundo y de la sociedad, y el público hará que florezcan en él
sus esperanzas e ilusiones. Si el joven caballero hubiese hablado, si hubiese planteado la
cuestión fatídica, la literatura del medioevo habría perdido su leyenda más perturbadora,
y la literatura universal uno de sus temas más poéticos e inefables. Pero, ese día, Parsifal
tenía cita con el Destino, y un autor genial quiso que fuese una cita fallida.

92
ALGUNAS PAGINAS EXTRAÍDAS DE LA
LITERATURA CORTÉS

Por supuesto, la literatura cortés no ha sido nuestra única fuente para estudiar la vida
cotidiana en Inglaterra y Francia a finales del siglo XII y comienzos del XIII. No
obstante, nos ha parecido útil ofrecer aquí, en forma de páginas suplementarias, algunos
extractos algo más largos que los que vienen citados en el texto. Además de una
invitación a recorrer obras admirables, muy poco leídas, reservadas a los filólogos e
historiadores de la literatura, encontraremos una justa selección de la información que
puede o no suministrar su lectura al historiador. Realista o «maravillosa», rica o pobre
en detalles sobre la vida cotidiana, la literatura medieval sigue siendo siempre un
documento histórico. Incluso cuando transpone la realidad, incluso cuando la desfigura,
sus descripciones interesan al historiador. Los autores únicamente deforman lo que
existe; tan sólo elaboran sus quimeras a partir de lo que conocen. E incluso la manera en
que sueñan traduce siempre algo de su cultura, sus aspiraciones, sus creencias y sus
preocupaciones ideológicas 1.
Hemos elegido y traducido seis extractos que interesan a la vez al historiador de la
vida económica, de las estructuras sociales y del pensamiento. No es necesario subrayar
que nuestra elección no tiene como objetivo mostrar la elegancia literaria. Al plantearse
estos textos como documentos, hemos tratado sobre todo de no traicionarlos. O al
menos no hacerlo demasiado. El francés antiguo y los dialectos afines, plantean, en
efecto, problemas de traducción a menudo arduos. No hay lugar para detenernos 2.
Sepamos que los más abundantes son los presentados, por un lado, por la mezcla
continua del presente y del pretérito a lo largo del relato, y, por otro, por la repetición de
una misma idea o de un mismo miembro de oración en términos diferentes. En cuanto al
problema de los tiempos, hemos tratado de utilizar lo más posible el presente histórico.
En cuanto a las repeticiones, hemos optado por traducirlas casi todas, siendo las escasas
supresiones (colocadas entre corchetes) debidas al deseo de no hacer ilegible la
traducción de ciertos pasajes.

Un valvasor hospitalario

No es necesario presentar aquí a Chrétien de Troyes 3. Nos hemos referido a él con


frecuencia en las páginas anteriores. Cuatro de los seis extractos que hemos traducido
proceden de sus escritos. Además de una rápida visión del arte del mayor novelista que
ha dado la Edad Media, brindarán una idea de las informaciones que la literatura
artúrica de finales del siglo XII puede ofrecer al historiador.
Erec y Enide, escrita hacia 1170, es la primera de las obras conservadas de Chrétien.
El tema principal es el conflicto entre el amor y la aventura caballeresca. El siguiente
texto se encuentra al comienzo del relato: Erec, miembro de la Tabla Redonda, persigue

93
a un enano y a un misterioso caballero que le han ofendido vilmente. Consigue llegar así
a una ciudad fortificada, donde conocerá a la hija de un hospitalario valvasor que
convertirá en su mujer: Enide. Observaremos el contraste entre la pintura viva y
pintoresca de las escenas de calle y la descripción totalmente convencional de la bella
joven miserablemente vestida.
A lo largo del camino, Erec sigue al caballero armado y al enano que le golpeó. Por fin llegaron a un burgo
fortificado, sólido, bien plantado y de buena apariencia. Franquearon rápidamente la puerta. En el interior, caballeros
y doncellas —muchas muy bellas— organizan un gran y alegre alboroto. Unos pasean por las calles sus gavilanes y
sus jóvenes halcones; otros traen sus terzuelos y sus azores dorados; otros, apartados, juegan a los dados, al ajedrez o
al chaquete. Los mozos, en las caballerizas, cepillan y friccionan los caballos. En sus habitaciones, las damas se
preparan. Muchos son los que se adelantan hacia el caballero; ya lo conocen o lo han visto llegar de lejos,
acompañado por el enano y la joven. Todos le brindan una acogida calurosa; pero no se preocupan por Erec que, para
ellos, es un perfecto desconocido.
Erec, a través del burgo, sigue al caballero, hasta que ve que encuentra alojamiento —de lo que se alegra mucho.
Continuando su camino observa, más allá, sentado sobre unos escalones, a un valvasor más bien viejo y cuya casa
parece modesta. Es un hombre de cabellos blancos, aparentemente de buena cuna. Sentado ahí, solitario, reflexiona
perdido en sus pensamientos. Erec se dice a sí mismo que ese hombre le dará cobijo. Franquea la puerta y penetra en
el patio. El valvasor va a su encuentro, y, antes de que Erec haya pronunciado una sola palabra, le dirige un saludo:
—Buen señor —dice— sed bienvenido. Si deseáis quedaros en mi casa, mi morada está dispuesta a recibiros.
—Os lo agradezco —contesta Erec—; en efecto, hoy tengo gran necesidad de encontrar albergue.
Erec desciende del caballo. El valvasor toma sus riendas y tira de él. Se alegra de tener a semejante huésped.
Después llama a su mujer y a su hija —de gran belleza—, que están trabajando en un taller, pero ignoro la naturaleza
de su tarea. Sale la dama en compañía de su hija. Esta última va vestida con una amplia camisa blanca plisada, sobre
la que se ha colocado un refajo del mismo color; son sus únicos vestidos. No tiene túnica, e incluso su refajo está tan
usado que tiene rotos por el costado. Pero si la vestimenta es pobre, el cuerpo que cubre es magnífico.
Es una joven muy agradable. La Naturaleza, al hacerle ver la luz, se aplicó de forma particular; y, posteriormente,
se preguntó más de quinientas veces cómo pudo un día hacer una criatura tan bella; ya que, a pesar de sus esfuerzos,
jamás había conseguido crear un ejemplar semejante. Esa es la prueba de que nunca se había visto a una persona tan
encantadora. Pueden creerme con toda seguridad: por rubios y brillantes que fuesen, los cabellos de Isolda la Rubia
no pueden compararse con los suyos. Además, tiene la frente y el rostro tan puros y tan blancos como la flor de la
azucena; y sus mejillas —don supremo de la Naturaleza— tienen una tez maravillosamente iluminada por un tierno
color bermejo. Tal es la luz. de sus ojos que se asemejan a las estrellas; jamás Dios ha hecho algo tan hermoso; ocurre
otro tanto con la boca y la nariz. ¿Cómo podría aún definir su belleza? Realmente está hecha para ser observada; uno
puede mirarse en ella como en un espejo.
Al salir del taller, la joven observa al caballero que jamás ha visto. Intimidada por el desconocido, permanece algo
distante, silenciosa y ruborizada. En cuanto a Erec, se siente turbado por tanta belleza. El valvasor dice entonces a la
joven:
—Toma el caballo y llévalo al establo con los míos; cuida que no le falte de nada; quítale la silla y el freno, dale
avena con hierba; limpia y cepíllale, y procura que esté bien cuidado.
La joven toma el caballo, desata su petrel, le quita la silla y el freno. El animal encuentra en ella una destreza llena
de atenciones. Le coloca un lictor, le almohaza y fricciona la panza con cuidado. Después lo sujeta ante un pesebre
que llena de hierba y avena fresca. Hecho esto, vuelve al lado de su padre. Le dice su padre:
—Querida hija mía, toma a ese señor por la mano y hazle los honores.
Obedece enseguida, mostrando así que en ella no hay villanía alguna. Tomando la mano del caballero, sube con él
a la casa. Ya la señora se ha adelantado a ellos con el fin de hacer los preparativos, extender las mantas y cobertores
sobre las camas. Allí se sientan los tres. Erec con la joven a su lado, el dueño de la casa de frente. Ante ellos, arde un
fuego que arroja resplandores. El valvasor carece de sirvienta y camarera para su servicio; tiene tan sólo un doméstico
que, en la cocina, prepara la carne y las aves para la cena. No se tarda en su tarea, pues es un experto preparando las
carnes y las aves para la sopa. Una vez dispuesta la comida, según se le había ordenado, trae agua en dos palanganas.
Rápidamente se colocan las mesas, se pone el mantel y el servicio de mesa; los comensales pueden sentarse. Se les
ofrece todo lo que desean.
Cuando han terminado de cenar a sus anchas y se han levantado, Erec pregunta a su anfitrión, el señor de la casa:
—Dígame usted, buen hombre, ¿por qué su hija, tan hermosa y buena, lleva tan pobres vestidos?
—Buen amigo —contesta el valvasor—, la pobreza afecta a mucha gente y yo me encuentro entre ellas. Es para
mí un gran dolor verla tan míseramente vestida; pero me es imposible remediarlo. Durante toda mi vida he guerreado,
hasta el punto de que hoy he perdido toda mi tierra; está vendida o hipotecada. Y sin embargo, hubiese podido tener
bellos vestidos si le hubiese permitido aceptar todo lo que la han ofrecido. El propio señor de este burgo la hubiese
vestido con lujo y satisfecho todos sus deseos, pues ella es su sobrina y él es conde. No existe barón alguno en toda la
región, por prestigioso que sea, que no haya querido hacer de ella su mujer —fuesen cuales fueran mis condiciones
—. Pero aún espero un mejor partido, con la ilusión de que Dios le otorgue mayores honores y que un lance conduzca
a algún rey o algún príncipe ante ella y se la lleve con él. ¿Podría bajar del cielo un rey o un conde que tuviera
cuidado de mi hija? Es tan hermosa que es imposible encontrar a otra igual. Y su prudencia es aún más grande que su
belleza. Jamás Dios hizo persona tan noble y tan buena. Cuando la tengo a mi lado todo el universo me parece

94
diferente. Es mi placer y mi felicidad, mi consolación y mi ayuda, mi fortuna y mi tesoro. A nadie quiero como a
ella.*

El torneo de Tenebroc

En la mayor parte de las novelas de caballería, casi la mitad de los versos están
dedicados a los relatos de los torneos. Es un ejercicio de escuela en el que los autores
sobresalen. Pero si la narración monótona de los enfrentamientos puede a veces cansar
al lector, la minuciosa descripción del equipamiento de los combatientes constituye
siempre una valiosa fuente para el historiador del vestido y del armamento. He aquí un
ejemplo elegido también de Erec y Enide. Se trata del gran torneo organizado por el rey
Arturo ante las murallas de Tenebroc (Edimburgo) y destinado a finalizar de forma
magnífica los festejos que siguieron a la boda de Erec y Enide.

Un mes después de Pentecostés tiene lugar un gran torneo en la llanura, al pie de Tenebroc. Se observan muchos
estandartes color bermejo, muchas tocas, muchas guarniciones, unas azules, otras blancas, ofrecidas por amor. Se
trajeron numerosas lanzas; unas pintadas de azur y gules, otras de oro y plata, otras a franjas o moteadas con diversos
colores. El mismo día del torneo se ven numerosos yelmos, de hierro o de acero, verdes, amarillos, rojos, que brillan
bajo el sol. También todo un bosque de armerías y brillantes cotas de malla, espadas colgadas del lado izquierdo,
buenos escudos completamente nuevos, unos de azur y otros de gules, otros de plata con un bullón de oro; y multitud
de excelentes caballos que corren unos contra otros, calzados y alazanes, blancos y castaños, negros y bayos.
Ahora el campo está cubierto de armaduras. De cada lado, los combatientes se acometen. El estruendo de la pelea
comienza con el ruido de las lanzas que se rompen. Los escudos son perforados, las cotas de malla torcidas y
traspasadas; los caballeros caen, las sillas se vacían, los caballos sudan y echan espumarajos. Se tiran las espadas por
encima de los que han caído pesadamente; algunos acuden para hacerlos prisioneros, otros para ayudarles a montar de
nuevo en la silla. Erec monta un caballo blanco; sale solo hacia adelante de su fila y busca a un adversario con quien
enfrentarse. He aquí que, en frente, el Orgulloso del Páramo corre a su encuentro; monta un caballo irlandés que
cabalga a gran velocidad. Erec le golpea sobre el escudo, justo delante del pecho, con un golpe tan violento que le
derriba de su corcel. Después, planta ahí a su adversario y prosigue su carrera. Randuraz, hijo de la Vieja de Tergalo,
cabalga hacia él vestido con un cendal azul. Es un caballero de gran valor. Arremeten el uno contra el otro y se
colman de golpes en el escudo que llevan en bandolera. De un violento bote de lanza, Erec derriba por tierra a su
adversario. Dando media vuelta, encuentra al rey de la Ciudad Roja, caballero muy valiente y esforzado. Cada cual
mantiene las riendas por el nudo y su escudo por las abrazaderas, ambos poseen una buena armadura y un buen
caballo. Se acometen con tal brutalidad que ambas lanzas vuelan en pedazos sobre los broqueles nuevos. Jamás se ha
visto semejante choque. Ahora se golpean con la armadura, el escudo y el caballo. Pero ni las correas, ni las riendas
son capaces de sostener al rey: cae por tierra, arrastrando en su caída las riendas y el freno. Todos los que vieron este
asalto quedaron maravillados y proclaman que enfrentarse a un combatiente como Erec es causa de numerosos
disgustos.
Pero Erec no se preocupa por capturar caballos o caballeros; trata simplemente de comportarse con valentía en ese
torneo con el fin de dar a conocer su bravura. A su alrededor, los combates continúan. Sus hazañas dan ánimo a los
que luchan junto a él [...].
Debo hablar también de monseñor Galván que combate de forma magnífica. Ha derrotado a Guincel y hecho
prisionero a Gaudin de la Montaña. Captura caballeros, se adueña de sus caballos, realiza hazañas. Girflet, el hijo de
Do, y Sagremor de Desréé se comportan con igual valor: han rechazado a sus advérsanos hasta las puertas de la
ciudad; son numerosos los que han caído en sus manos después de haber sido derribados de sus caballos. Pero bajo
las murallas, los enemigos se reagrupan y vuelven al asalto. Sagremor, caballero de gran valor es derribado de su
caballo. Ha sido ya capturado cuando llega Erec en su ayuda. Este último rompe su lanza contra su adversario y le
golpea de tal forma en el pecho que cae al suelo; saca después su espada, rodea a los que se hallan en frente, les
hunde los yelmos y los hace volar en pedazos. Huyen, cediéndole el terreno; incluso el más temerario tiene miedo.
Erec golpea y hace caer a tantos que termina por recobrar a Sagremor. Todos los adversarios vuelven hacia la ciudad.
En ese momento tocan a vísperas [...].
Ese día, gracias a sus hazañas, Erec es considerado como el mejor combatiente del torneo. Pero a la mañana
siguiente lo hace aún mejor: captura y desarma a tantos caballeros que nadie lo puede creer, salvo los que le han visto
con sus propios ojos. Ambos campos reconocen en él al vencedor, gracias a lo bien que ha sabido manejar la lanza y
el escudo. Su fama se hace inmensa. Sólo se habla de él; nadie posee semejantes cualidades: tiene el rostro de
Absalón; habla como Salomón y su coraje es el del león; por su generosidad y sus liberalidades, iguala a Alejadro *.

* Traducido según la edición de M. Roques, París, 1952, versos 342-546


* Traducido según la edición de M. Roques, París, 1952, versos 2.081-2.214.

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El encuentro de Lanzarote y Ginebra
El caballero de la carreta (hacia 1180) fue encargada a Chrétien de Troyes por la
condesa María de Champagne, hija de Luis VII y Leonor. En esta obra aparece por vez
primera un personaje al que la literatura medieval dedicará un culto inagotable:
Lanzarote. Sin embargo, Chrétien no parece haber sentido un particular aprecio por este
héroe. Al mismo tiempo que le dedicaba el relato (que, por otro lado, no conseguiría
terminar), trabajaba en otra obra, mucho más personal: El caballero del león (Yvain). Es
quizá lo que explique el carácter a menudo confuso, incluso oscuro, de El caballero de
la carreta, cuyos episodios, numerosos, carecen de vínculo de unión entre ellos. Sin
embargo, existen ciertos pasajes de gran calidad, como el encuentro adúltero en que
Lanzarote se dirige al dormitorio de Ginebra, la mujer del rey Arturo. Es una escena
admirable, que pertenece a todos los tiempos y a todos los países.
La reina Ginebra ha sido raptada por un caballero felón llamado Meleagante. Keu, el
senescal de Arturo, sale en su búsqueda, pero es herido y a la vez hecho prisionero por
el raptor. Seguidamente, Galván y Lanzarote se ponen en marcha con el fin de liberar a
los cautivos. Después de numerosas pruebas, Lanzarote encuentra a Meleagante y le
derrota en un combate singular. Ginebra, tras darle una mala acogida porque llega en
una carreta (vehículo infamante, asimilado en la novela, con una picota itinerante),
agasaja a su salvador y le invita a reunirse con ella esa misma noche, cerca de la ventana
de la habitación donde está encerrada con Keu.

Sin hacer un solo gesto, con un sencillo parpadeo, la reina le indica un ventana y le dice:
—Esta noche, cuando todos estén durmiendo, entra en el huerto y ven a hablar conmigo a esta ventana. Por
supuesto, no podré hacer que entréis ni acogeros en mi habitación; permaneceréis fuera y yo dentro; no
podremos, vos entrar aquí, ni yo ir hacia vos, salvo de palabra o darnos la mano. Pero si ello no os disgusta,
permaneceré en la ventana hasta el alba. No tratemos de juntarnos, pues en mi dormitorio, en frente de mí,
descansa Keu, el senescal, quien, cubierto de llagas no cesa de gemir. En cuanto a la puerta, siempre está
cerrada y bien custodiada. Cuando vengáis tened cuidado de que ningún indiscreto os descubra.
—Señora —contesta Lanzarote—, podéis estar segura de que tomaré todas las precauciones para que ningún
espía mal intencionado me vea.
Después de ponerse de acuerdo sobre la cita, se separan con el corazón alegre. AI salir del lugar, Lanzarote
se siente invadido por tanta felicidad que olvida todos sus tormentos. Para él la noche llega con mucha lentitud,
y el día se le antoja, en su impaciencia, más largo que un año entero [...]. Finalmente, cuando ve caer la noche,
simula un gran cansancio, afirma que ha velado demasiado, que necesita descanso. Pero los que hayáis hecho
lo mismo comprenderéis que actúa de esta manera y se hace conducir a su lecho para engañar a las gentes de su
posada. En realidad, su lecho no le atrae; por nada en el mundo querría ni podría permanecer acostado. Por el
contrario, se levanta veloz y constata con satisfacción que fuera no hay luna ni estrellas, y que en la casa todas
las antorchas, lámparas y linternas están apagadas. Sale tomando todas las precauciones para no llamar la
atención de los guardias, con el fin de que todos estén seguros de que había dormido toda la noche en su cama.
Rápido y solitario, consigue alcanzar el huerto sin encontrarse con nadie. La suerte le acompaña: recientemente
un lienzo de pared que rodea el huerto se ha venido abajo. Penetra por dicha brecha y se apresura hacia la
ventana. Una vez allí, silencioso, tratando de no toser ni estornudar, espera la llegada de la reina. Por fin llega, sin
saya ni brial; vestida tan sólo con una camisa blanca sobre la cual se había colocado un manto de escarlata y de
cisemus 4. Lanzarote, viéndola apoyarse en los barrotes de la ventana, le dirige un saludo lleno de amor, que la reina
le devuelve de inmediato; pues es el mismo deseo el que les atrae a uno y otro [...].
Ahora se han acercado y mantienen sus manos juntas. Pero el hecho de no poder juntarse más les ocasiona una
pena infinita; maldicen los barrotes de hierro que les separan. Lanzarote declara entonces que, si la reina consiente,
las rejas no le detendrán durante mucho tiempo e irá a su lado.
—Pero no veis —repuso la reina—, cuán sólidas son estas rejas. Es imposible torcerlas, imposible romperlas.
Jamás conseguiréis empujarlas hacia vos con fuerza suficiente para arrancarlas.
—Señora, en cuanto a eso no os preocupéis. No creo que estos hierros sean más fuertes que yo. Salvo vuestra
voluntad, nada me impedirá llegar hasta vos. Si me dais vuestro permiso, el camino para mí no tendrá obstáculos; si,
por el contrario, mi propuesta no os agrada, por nada en el mundo me comprometería.
—Por supuesto, os doy mi consentimiento. Mi voluntad no os detiene. Pero, por si acaso hicierais ruido, esperad
que me acueste. ¡Qué catástrofe si el senescal que duerme en esta habitación se despertase [...] y me viese ante la
ventana!
—Volved pues a vuestra cama, Señora, y no temáis por el ruido que voy a hacer. Me creo capaz de arrancar estos

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barrotes sin demasiada dificultad y sin despertar a nadie.
Dicho esto, la reina se aleja. Lanzarote se enfrenta a la ventana. Agarra los barrotes, tira de ellos en todas las
direcciones, de tal forma que consigue doblarlos, y después los arranca. Pero el hierro es tan acerado, que se abre la
primera falange hasta el nervio, y que en otro se ha cortado la articulación. No obstante, ni se ha percatado de que
está herido, que la sangre corre. Es otra cosa lo que ocupa su pensamiento. A pesar de la altura de la ventana, la
atraviesa rápidamente. Después de asegurarse de que Keu duerme, se acerca a la cama de la reina, lleno de una
adoración mayor que si se hallase ante las reliquias de un santo. La reina le tiende los brazos, le abraza y aprieta
contra su corazón; después le atrae hacia su cama, a su lado, y le da la más dulce de las acogidas. [...] Pero si el amor
de la reina es inmenso, el de Lanzarote es aún mil veces mayor. [...]
Ahora, Lanzarote ha conseguido sus fines: la rema acoge gratamente su presencia y su deseo; la tiene entre sus
brazos; ella le tiene entre los suyos. Sus mutuos besos y caricias son tan dulces y suaves que sienten una dicha y una
felicidad que jamás nadie ha sentido. Pero en ese asunto mantendré silencio; esas son cosas que no se deben decir en
un cuento. El más delicioso de los placeres es el que el cuento no cuenta.
Durante toda la noche, Lanzarote se ha embriagado de gozos voluptuosos. Pero he aquí que el cruel día le arranca
de los brazos de su amiga. Muy temprano, recuerda a un mártir; para él es un verdadero suplicio tener que levantarse
y salir; su corazón le empuja a permanecer al lado de la reina. [...] Finalmente, se dirige hacia la ventana, ignorando
que deja tras de sí las huellas de su paso: las sábanas manchadas con la sangre que ha salido de sus dedos. Se va con
la muerte en el alma, lleno de sollozos y suspiros. La imposibilidad de concertar otra cita le pesa dolorosamente.
Tristemente, vuelve a cruzar esa ventana por donde había entrado con el corazón henchido de alegría. A pesar de las
profundas heridas en sus dedos, consigue volver a enderezar los barrotes y colocarlos en su sitio, de tal forma que
ninguno, del lado que sea, parece haber sido ni arrancado ni torcido. Antes de salir, se pone de rodillas en la
habitación como si se hallase ante un altar. Después, lleno de una inmensa tristeza, se aleja. Sin ser descubierto, sin
encontrar ni despertar a nadie, alcanza su estancia, se desnuda y se acuesta en el lecho. Fue solamente entonces
cuando descubrió las llagas de sus dedos; pero no se asombra por ello, comprendiendo que son debidas a los barrotes
de hierro que ha arrancado de la ventana. Por lo demás, no piensa en quejarse: hubiese preferido tener los dos brazos
arrancados antes que no haber conseguido franquear la reja *.

Una comuna en rebeldía contra monseñor Galván

No resumiremos el Cuento del Grial, del que ya hemos hablado en el capítulo X de


este libro. Digamos simplemente aquí que, Chrétien, a lo largo de la novela, gracias a un
enredo que le es habitual, hace alternar las aventuras de Parsifal y las de Galván.
Siempre fiel a sí mismo, el sobrino del rey Arturo, el «sol de toda caballería», sirve de
alguna forma corno modelo para apreciar los progresos del joven Parsifal, primero en su
vida de caballero, después en su vida de cristiano.
El siguiente extracto traducido nos cuenta una de las numerosas aventuras de Galván.
Su caballo ha perdido una herradura. Mientras busca a un herrero, se encuentra con un
joven señor que se va de cacería con un brillante séquito. El joven ofrece a Galván
hospitalidad y pide a uno de los caballeros de su séquito que conduzca a nuestro héroe
al castillo, donde su hermana le dará acogida. Por desgracia, dicha invitación hace entrar
a Galván en una ciudad en la que un rumor falso dice que había matado al rey.
El caballero se pone en camino, llevando a monseñor Galván hacia un lugar donde todos le odian y desean su
muerte, sin conocerle ni haberle visto nunca. Ni él mismo sabe lo que le espera. Observa los cimientos del castillo,
construido sobre un brazo de mar. Al ver las murallas y la torre del homenaje, las juzga suficientemente sólidas como
para poner a sus ocupantes a salvo de todo peligro. Después mira la ciudad, su población, numerosa y acogedora, las
mesas de los negociantes cubiertas de monedas de oro y plata; observa las calles y plazas llenas de buenos obreros
que ejercen todo tipo de oficios: unos fabrican yelmos y otros lorigas, otros lanzas y escudos, otros correas y
espuelas, otros espadas. Aquí se están tejiendo paños, allí se tunden y se tiñen; más lejos se trabaja el oro y la plata,
operaciones delicadas y espléndidas: fabricación de copas y escudillas, de joyas engastadas con piedras preciosas,
anillos, cinturones, bullones. En verdad, podría creerse que, en esta ciudad, hay una feria permanente, gracias a la
riqueza que encierra: cuero, pimienta, granos, pieles de vero y gris, en resumen, todas las mercancías posibles e
imaginables.
Se paran en las calles para contemplar el espectáculo. Pero pronto alcanzan el patio del castillo. Unos sirvientes se
acercan para llevarse los caballos y los bagajes. El caballero entra en la torre del homenaje, llevando de la mano a
monseñor Galván al que conduce hasta los aposentos de la dama.
—Amiga —le dice—, vuestro hermano os saluda y os pide que este señor sea bien acogido y tratado. Hacedlo de
buen grado y no de mala gana; actúa como si fueseis su hermana y él vuestro hermano. Consentid a todo lo que
desee; no os mostréis avariciosa, sino por el contrario generosa, franca y cortés. Haced todo lo mejor posible, pues yo

*Traducido según la edición de M. Roques, París, 1958, versos 4.506-4.733

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debo volver a unirme con vuestro hermano en el bosque.
—Bendito sea el que me ha enviado semejante compañía —exclamó la joven alegremente—; debe amarme para
enviarme semejante compañero. Se lo agradezco. En cuanto a vos, noble señor, sentaos aquí, a mi lado. Le haré buena
compañía, pues me parecéis hermoso y amable y porque mi hermano me lo pide.
Dicho eso, el caballero se va; no puede permanecer con ellos. Galván queda solo con la joven, algo de lo que no se
queja en absoluto. Ella es encantadora, atenta y de tan buena educación que no piensa que pueda ser observada
mientras se halla a solas con su compañero.
Finalmente, comienzan a hablar de amor y, ciertamente, muy locos estarían si hablasen de otra cosa. Monseñor
Galván la corteja y la promete ser su caballero de por vida. La joven no rechaza dicha propuesta, sino por el
contrario, la acepta gustosamente. Sin embargo, he aquí que entra en el aposento un valvasor que, al reconocer a
Galván, le va a causar muchas desgracias. Les sorprende en una conversación galante y entrecortada de besos. Ante
semejante espectáculo, no puede contenerse; grita su indignación:
—¡Qué caiga sobre ti la vergüenza! ¡Qué Dios te destruya, mujer, que te dejas así cortejar, abrazar y acariciar por
un hombre al que deberías odiar más que a cualquiera en el mundo! Desgraciada pervertida, ¿cómo puedes
comportarte de forma semejante? Deberías arrancarle el corazón con tus manos en vez de abrazarle. [...] Pues el que
está sentado a tu lado, es el asesino de tu padre; y ¡tú le cubres de besos! Realmente, cuando una mujer puede
alcanzar su placer, todo lo demás le es indiferente.
Dicho eso, echa a correr antes de que monseñor Galván haya podido pronunciar una sola palabra. En cuanto a la
joven, cae al suelo sin conocimiento. Galván la toma en sus brazos y la levanta; aún está verde de miedo cuando,
volviendo en sí, exclama:
—¡Ay! Estamos perdidos. Hoy voy a morir injustamente por vos, y vos, lo adivino, vais a morir por mí. Ahora, la
comunidad de los habitantes acudirá ciertamente aquí. Vos veréis, serán más de diez mil, concentrados ante esta torre.
Felizmente, aquí no faltan armas; voy a buscarlas. Un hombre de valor podría por sí solo defender esta torre contra
todo un ejército.
Sale a la búsqueda de una armadura, corriendo como alguien que tiene mucho miedo. Cuando se la pone se siente
con mayor segundad. Pero, por desgracia, no ha encontrado escudo alguno.
—Amiga, ni vale la pena ir a buscar otro.—le dice Galván, haciéndose un escudo con un tablero de ajedrez del
que tira al suelo las piezas de marfil, piezas muy duras y diez veces más pesadas que las habituales piezas de hueso.
Ahora, ocurra lo que ocurra, se siente capaz de defender la puerta y la entrada de la torre del homenaje. Se ha ceñido
su espada Excalibur, la mejor de las espadas, la que corta el hierro tan fácilmente como la madera.
Al salir del patio, el valvasor encuentra rápidamente una asamblea de habitantes, el alcalde, los regidores y una
turba de burgueses, todas personas gruesas como son esas gentes que no tienen costumbre de comer pescado. Se
acerca a ellos y se pone a gritar:
—A las armas, compañeros, vamos a capturar a Galván, el traidor que ha asesinado a nuestro rey.
—¿Dónde está? ¿dónde está? —grita la muchedumbre.
—Podéis confiar en mí, ya he podido verle. Galván, ese traidor, se encuentra en la torre del homenaje y busca
placer; abraza y acaricia a nuestra dama, que le deja hacer y se halla a gusto. Pero ahora vamos, hay que hacerlo
prisionero. Si podemos entregarlo a nuestro señor, le habremos hecho un gran favor. El traidor se ha conducido de
forma tan malvada que debe ser cubierto de vergüenza. No obstante, hay que cogerlo vivo; así lo preferirá nuestro
señor, y tendrá razón, pues los muertos no temen nada. Ahora, levantad la ciudad y cumplid con vuestro deber todos.
De pronto, el alcalde se abalanza, y todos los regidores detrás de él. ¡Hay que ver las hachas y las alabardas que
cogen esos villanos enfurecidos! Uno se adueña de un escudo sin correas, otro un batiente de puerta, un tercero un
cristal.
El pregonero llama a la concentración; todo el pueblo se reúne. Se tocan las campanas de la comuna con el fin de
que acudan todos. Incluso los más pobres se dotan de armas: garfios, mayales, una pala o una maza. No había nadie,
por pequeño que fuese, que no acudiese armado con alguna cosa.
Con toda segundad, si Dios no le ayuda, monseñor Galván es hombre muerto. Valiente, la doncella se prepara para
prestarle ayuda. Increpa a los habitantes:
—Atrás, atrás, canallas, perros rabiosos, siervos despreciables; ¿quiénes son los demonios que os han llamado?
¡Qué Dios os prive de toda alegría! Si me ayuda, estad seguros de que no os llevaréis a este caballero que aquí se
encuentra; por el contrario, si Dios quiere, muchos de vosotros caerán heridos o morirán. Este caballero no ha venido
hasta aquí volando como un pájaro ni utilizando un pasadizo secreto. Es el huésped de mi hermano; me lo ha enviado
rogándome que lo trate como a mi propio hermano. ¿Y me reprocháis que le tenga en agradable compañía? Quien
quiera entenderlo que lo entienda: es la única razón por la que le he festejado; jamás he pensado en otra locura. Por
todo ellos os echo en cara la vergüenza que me causáis al acudir hasta la puerta de mis aposentos para amenazarme
con vuestras espadas, sin que exista pretexto alguno. Pues si tenéis alguno, no me lo habéis dicho. Vuestra actitud es
para mí un ultraje espantoso.
Mientras expresa así su ira, los asaltantes han comenzado a derribar la puerta con sus hachas; consiguen romperla
en dos. Pero en el interior, Galván cumple eficazmente su papel de portero y defiende el acceso; con su espada golpea
tan violentamente al primer enemigo que se presenta que los demás, asustados, ya no se atreven a avanzar. Cada cual
piensa en sí, temiendo por su vida. Nadie es tan temerario como para dar un paso hacia adelante; todos temen al
portero. [...] La doncella recoge las piezas del ajedrez que habían caído al suelo y se las lanza con toda su furia a la
cabeza. Apretando su cinturón, levantando la falda, jura con ira que, mientras viva, hará todo lo que esté en su poder
para hacerles dar muerte.
Pero los villanos son obstinados. Afirman que derribarán la torre sobre ellos si no se rinden. Los sitiados redoblan
su valentía y se defienden haciendo llover sobre sus adversarios las enormes piezas del ajedrez. La mayor parte huye,

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incapaz de continuar el asalto. Pero seguidamente, con sus picos de acero, se ponen a cavar bajo la torre con el fin de
derribarla. Renuncian a concentrar el esfuerzo sobre la puerta, pues se halla muy bien defendida. Además, dicha
puerta, hay que saberlo, es tan estrecha y tan baja que dos personas difícilmente podrían cruzar juntos; por dicho
motivo, un solo caballero valiente puede asegurar su custodia y defenderla. Y para hundir hasta los dientes a esos
villanos desprovistos de armaduras, y para hacerles saltar los sesos, el portero que ahí se encuentra es ciertamente el
mejor*.

El viaje de Kaherdin

Entre las distintas versiones de la novela de Tristán, la del poeta británico Thomas es
con mucho la más lírica, la más cortés. Sin embargo, no por ello deja de ser
extremadamente violenta. Las penas psicológicas presiden la obra, y el autor no se
detiene a contar otra cosa que las pasiones desgraciadas que unen a sus héroes. No
obstante, observando un poco más, vemos que la evocación de la decoración, lejos de
ser abstracta e idealista, abunda a menudo en pequeños detalles concretos sobre la vida
cotidiana. Existen incluso ciertos pasajes en los que la preocupación realista es sensible:
son los que están relacionados con la navegación y problemas del comercio. He aquí un
pequeño ejemplo5.
Estamos en el final de la novela. Tristán, gravemente herido, va a morir a Bretaña.
Pide a su cuñado y amigo Kaherdin que vaya a Inglaterra en busca de Isolda, la mujer
del rey Marcos, por quien siente un amor trágico.
Kaherdin abraza a Tristán y se despide de él. Va a preparar su viaje. A la primera racha de viento, se pone en
camino. Los hombres levan el ancla; izan las velas. Con el viento, muy suave, el barco se dirige hacia el norte,
rompiendo las olas para ganar la alta mar. Lleva una tripulación joven; transporta un bello cargamento: telas de seda
de colores poco habituales, una preciosa vajilla de Tours, aves de presa importadas de España. Es ése un medio para
ocultar el objetivo real del viaje: la búsqueda de Isolda, cuya ausencia es tan dolorosa para Tristán. Kaherdin y los
suyos surcan las olas y se dirigen con todas sus velas extendidas hacia Inglaterra. Navegan durante veinte días y
veinte noches antes de divisar la isla donde podrán conseguir noticias de Isolda. [...]
Llegan a la desembocadura del río Támesis. Kaherdin lo remonta con su cargamento. Después se aproxima a un
lugar abrigado del estuario, pero aguas abajo de la ciudad. En una barca prosigue el camino hacia Londres donde
atraca cerca del puente. Ahí desembala su mercancía y expone sus ricas telas.
Londres es una ciudad floreciente. En toda la cristiandad no hay otra tan generosa ni tan activa; ninguna tiene tanta
fama; ninguna una población tan próspera. A las gentes de Londres les gusta mostrarse benevolentes y corteses;
siempre están llenas de alegre ardor. La joya de Inglaterra es esta ciudad. No hay que buscarla en otro lugar. Al pie de
sus murallas corre el río Támesis. Por él llegan los productos de todas las regiones visitadas por los mercaderes
cristianos. Los londinenses son muy ingeniosos. Por ello Kaherdin ha viajado hasta aquí con sus paños y sus aves —
algunos de los cuales son magníficos.
Sobre su muñeca coloca una de buen tamaño; toma una tela notable por su color y una copa finamente tallada y
engastada, y lo lleva todo para ofrecérselo al rey Marcos a la vez que le dirige un hábil discurso: ha venido a este
remo con todo lo que posee; piensa venderlo con el fin de ganar más; solicita del rey su protección para circular
libremente por el país sin temer ser encarcelado, sin que se le imponga un rescate ni sea atacado por cualquier
chambelán o vizconde. Ante su corte, el rey le promete un salvo conducto *.

Una velada en casa del conde de Saint-Gilles


Jean Renart es a menudo considerado como el primer escritor realista francés. En
efecto, sus novelas difieren mucho de las del ciclo de la Tabla Redonda. Sus detalles
concretos son más abundantes y precisos, los cuadros intimistas, más largos y
numerosos y la pintura de los sentimientos más sencilla, más real 6. Este gusto por la
realidad, por la descripción no idealizada de los lugares, de las personas y de las
costumbres, aparece ya plenamente en su primera obra, L'Escoufle, novela «de
aventuras» escrita hacia 1200.
Guillermo y su prometida Aelis, que huyen de la corte del emperador de Alemania, se
*Traducido según las ediciones de F. Lecoy, París, 1975, versos 5.682-5.820, y de A.
Hilka, 1932, versos 5.887-6.026.
* Traducido según la edición de J. C. Payen, París, versos 2.534-2.594 y 2.643-2.680.

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ven separados por un acontecimiento poco habitual: un escoufle (ave de presa parecida
al milano) sustrae a Guillermo un anillo que le había ofrecido Aelis, creyendo ver en él
un trozo de carne; el joven emprende inútilmente la persecución de la rapaz, pero
cuando regresa no encuentra a su amada en la pradera en que la había dejado. Se buscan
durante siete largos años. Después de muchas aventuras desgraciadas, Aelis termina al
servicio de la mujer del conde de Saint-Gilles. Pues bien, una mañana, Guillermo
encuentra a los halconeros del conde y se une a ellos en la cacería. En el transcurso de
ésta mata a un escoufle que lucha con un halcón; en un momento de dolor y de rabia, le
abre el vientre y le devora el corazón para vengarse del ave de presa que había sido
causa de sus desgracias. Después, lleno de remordimiento, pide a los asombrados
halconeros que le perdonen su conducta. De vuelta a la ciudad, se separan, pues
Guillermo no acepta la invitación que le hacen de cenar con ellos.
El conde tiene una costumbre que le agrada mucho: consiste en retirarse cada anochecer con sus afines a la
habitación de las doncellas de su mujer. Acude al lugar a comer fruta y divertirse con su compañía. Aelis
particularmente sabe distraerle. Se disponen las camas y cojines alrededor del fuego con el fin de sentarse encima.
Así lo ordenó el conde el día en que se produjo el extraordinario acontecimiento del que ya he hablado.
Después de la cena, acude a la habitación y, mientras se le prepara la fruta, se desnuda para sentirse más cómodo.
Se quita todos sus vestidos salvo el calzón. Aelis, la más hermosa de las jóvenes, le retira incluso su camisa y hace
que se ponga un sobreveste de invierno, pues teme el frío. Cuando la condesa y el resto de las personas se han
sentado alrededor del fuego, muestra sus grandes cualidades cortesanas. Aelis, gracias a su actitud amable y alegre,
encanta a todos los presentes. Lleva una pelliza de vero completamente nueva, desabrochada y sin mangas, de tal
forma que se pueden observar las lindas sombras que hace su camisa. [...]
El conde coloca afectuosamente su cabeza sobre las rodillas de Aelis, mientras que ella misma mete su brazo
derecho por la apertura del sobreveste. Es así cómo se divierte mientras espera que su fruta esté cocida. Pero en
medio de estos festejos recuerda de pronto a sus halconeros. [...] Sin moverse ni volver a colocarse su camisa,
exclama:
—Estoy pensando en mi halconero mayor y sus acompañantes. ¿Cómo es posible que hayan ido hoy de caza al río
y que no hayan traído nada? ¿Cómo voy a saber lo que han cazado? El halconero no ha vuelto por aquí. Sepan que
estoy muy disgustado.
A un joven sirviente, que está cortando peras en una copa de madera, ordena que vaya a buscar al halconero mayor
a su morada, en el otro extremo de la ciudad, y le diga que se apresure en venir a dar noticias de sus halcones, y decir
quién se ha comportado mejor durante la cacería y quién peor. El joven corre hasta la casa del halconero y cumple
con su misión como se le había encomendado. Pero el halconero mayor se pone furioso al saber que el conde le hace
llamar,
—Por Saint-Gilles —dice—, en ningún caso iré hasta allá antes de mañana. [...]
Pero en ese momento recuerda al joven que fue a cazar con él esa mañana cerca del río. Cambia de plan:
—Voy a ir a ver al conde y contarle una aventura extraordinaria. ¿Está acostado?
—No. Está de velada, aún no ha comido su fruta.
—Voy pues volando; con ello conseguiré al menos una manzana o una pera.
—Es muy posible, y quizá un trago de vino. Venid sin tardar.
Ambos salen y llegan a la habitación. Al verles llegar, el conde pregunta:
—Halconero, ¿qué has cazado hoy? No me lo ocultes.
—Muy pobre es la contribución que vuestros halcones han aportado a nuestra cena.
—Ciertamente. ¿Dónde habéis ido de caza? ¿Cómo es posible que hayáis vuelto con el morral vacío?
—Señor, pronto va a hacer siete años y medio que estoy a vuestro servicio, pero nunca, lo juro, he visto lo que he
visto hoy. Tenía conmigo en el río al menos diez halcones, sin contar los terzuelos; sin embargo, no conseguí observar
ningún pato para poder soltarlos.
—¿Cómo es posible?
—Os puedo asegurar que en una distancia de siete leguas no conseguí ver pájaro alguno. Por ello, volví hacia las
marismas, con el fin de perseguir a dos garzas que me habían señalado. [...] Creedme, hace ya mucho tiempo que una
jornada no me había parecido tan larga. Pero creo y estoy seguro de que ni siquiera nuestros antepasados han asistido
nunca a un espectáculo tan extraordinario como el que he podido contemplar hoy. He quedado totalmente
transtornado. Y también vos lo estaréis cuando sepáis de lo que se trata. [...]
—¿Qué quieres decir?
—Os voy a contar lo ocurrido y diré toda la verdad*.

* Traducido según la edición de H. Michelant y P. Meyer, París, 1894, versos 7.016-


7.142.

100
BREVE CRONOLOGÍA

1152 Matrimonio de Enrique Plantagenet y Leonor de Aquitania.


1154-1189 Reinado de Enrique II Plantagenet (Inglaterra).
1155 Wace: Román de Brut.
1159-1181 Pontificado de Alejandro III.
1163-1182 Construcción de Notre-Dame de París.
hacia 1165-1170 Maria de Francia: los Lais.
hacia 1165-1175 Thomas de Inglaterra: Tristán.
1170 Asesinato de Thomas Becket.
hacia 1170 Chrétien de Troyes: Erec y Enid.
1171-1172 Ocupación de Irlanda por Enrique II.
1175Reconstrucción de la catedral de Canterbury.
hacia 1175 Chrétien de Troyes: Cligès.
hacia 1175 Primeras páginas del Román de Renart.
1180-1223 Reinado de Felipe II Augusto (Francia).
hacia 1180 Chrétien de Troyes: El caballero de la carreta y Yvain.
hacia 1182-1183 Chrétien de Troyes emprende su Cuento del Grial.
1187 Toma de Jerusalén por Saladino.
1189-1199 Reinado de Ricardo Corazón de León (Inglaterra).
1189-1192 Tercera cruzada.
hacia 1190-1192 Béroul: Tristán.
1194 Batalla de Fréteval.
1194-1260 Construcción de la catedral de Chartres.
1196-1198 Construcción del Château-Gaillard.
1198-1216 Pontificado de Inocencio III.
1199-1216 Reinado de Juan sin Tierra (Inglaterra).
1200 Privilegios de Felipe Augusto a la universidad de París.
1202-1204 Cuarta cruzada.
1202-1204 Conquista y sumisión de Normandía por Felipe Augusto.
1204 Muerte de Leonor de Aquitania.
1204 Saqueo de Constantinopla por los cruzados.
Comienzo de la cruzada contra los albigenses.
1208 Fundación de la orden de los Hermanos menores.
1212 Finalización del nuevo recinto alrededor de París.
1212 Cruzada de los «niños».
1213 Batalla de Muret.
1214 Primeros privilegios otorgados a la universidad de Oxford.
1214 Batallas de La Roche-aux-Moines y de Bouvines.
1215 Fundación de la orden de los Hermanos predicadores.
1215 Cuarto concilio de Letrán.
1215 La Carta Magna otorgada por Juan sin Tierra.
1216-1227 Pontificado de Honorio III.

101
1216-1272 Reinado de Enrique III (Inglaterra).
1217 Expedición francesa a Inglaterra.
1218 Sitio de Toulouse por Simón de Montfort.
hacia 1220-1230 Recopilación del Lanzarote en prosa (El propio
Lanzarote, Búsqueda del Santo Grial y Muerte de Arturo.)
1221 Muerte de Santo Domingo.
1223-1226 Reinado de Luis VIII (Francia).
hacia 1225 Tristán en prosa.
1226 Muerte de San Francisco de Asís.
1226-1270 Reinado de Luis IX (Francia).
1229 Fundación de la universidad de Toulouse.
1229 Tratado de París: el Languedoc anexiona-
do al dominio real.

102
NOTAS

INTRODUCCIÓN
1
El mejor estudio sobre la relación entre las novelas artúricas y la sociedad feudal de finales del siglo
XII es el de E. Koehler, Ideal und Wirklichkeit in der höfishchen Epik, Tübingen, 1956.
2
Edición I. Arnold, París, 1938-1940, versos 9.747-9.752.
3
Edición de J. Frappier, París, 1936. Véase igualmente su Etude sur la mort le roi Artu, 2.ª ed., París,
1961.
4
Primera edición, París, 1938.

CAPITULO I

1
J. C. Russel, Late Ancient and Medieval Population, en Transactions of the American Philosophical Society,
nueva serie, vol. 48, 3 (1958).
2
Citado por A. Joris en Histoire de la France (bajo la dirección de G. Duby), París, 1970, tomo I, pág. 287;
según R. Fossier, La terre et les hommes en Picardie, París, Lovaina, 1968, tomo I, págs. 284-286.
3
Algunos cronistas fijan a veces su nacimiento en 1120, pero 1122 es la fecha general mente admitida.
4
A. Franklin, La vie privée au temps des premiers Capétiens, París, 1911, tomo II, págs. 17-18.
5
A. Giry, Manuel de diplomatique, Paris, 1894, págs. 367-368.
6
L. Gautier, La Chevalerie, París, 1894, págs. 362-363, nota 1.
7
Elie de Saint-Gilles. Traducción según la edición de G. Raynaud, Paris, 1879, versos 1.735-1.739.
8
J. Ellul, Histoire des institutions, tomo III: Le Moyen Age, 6.ª ed., Paris, 1969, págs. 238-239.
9
J. C. Russel, British Medieval Population, Alburquerque, 1948, pág. 84.
10
La mort le roi Artu, Ed. J. Frappier, París, Ginebra, 1936, pág. 179, 1.3-7.
11
Hélinant de Froimont, Les vers de la mort. Traducción según la edición de F. Wulff y E. Walberg, París, 1905,
estrofa XIX, versos 1-2; estrofa XX, versos 1-2; estrofa XXIII, versos 5-6; estrofa XXV, versos 4-6.
12
E. Mâle, L'art religieux du XIIIe siècle en France, 5.ª ed., París, 1923, págs. 66-75.
13
A. Giry, op. cit., páginas 141-147 y 196-197.
14
A. Franklin, op. cit.,tomo I, págs. 45-46.

CAPITULO II

1
Véase J. Ellul, Histoire des institutions. Tomo III: Le Moyen Age, 6.ª ed., París, 1969, págs. 119-128.
2
Para un primer enfoque de la sociedad feudal, veremos esencialmente M. Bloch, La société féodale, nueva ed.,
París, 1966, que pondremos al día con R. Fossier, Histoire sociale de l'Occident médiéval, París, 1970, págs. 121-275.
3
Traducción según la edición de M. Roques, Paris, 1960, versos 5.292-5,313.
4
L. Gautier, La Chevalerie, París, 1894, págs. 247-250.
5
Edición de P. Dem-browski, París, 1969, versos 3.264-3.267.
6
Véase M. Bloch, op. cit., págs. 395-444; R. Fossier, op. cit., págs. 175-178 y 237-238; G. Duby, Situation de la
noblesse en France au début du XIIIe siècle, en Tijdschrift voor Geschiedenis, 1969, págs. 309-315.
7
P. Du Puy de Clinchamps, La chevalerie, 3.ª ed., Paris, 1973, págs. 31-35.
8
Ibidem, págs. 37-49.
9
Histoire de Guillaume le Maréchal, Traducción según la edición de P. Meyer, París, 1891, tomo I, versos 2.084 y
siguientes.
10
G. Duby, Les jeunes dans la société aristocratique de la France du Nord-Ouest au XIIe siècle, en Annales..., 19 (5),
sept.-oct. 1964, págs. 835-846. R. Fossier, op. cit., págs. 175-178 y 237-238.
11
G. Duby, Les jeunes..., págs. 221-222. Véase igualmente E. Koehler, Ideal und Wirkichkeit in der
höfishchen Epik, Tübinguen, 1956.
12
Chrétien de Troyes, Le conte du Graal. Traducción según la edición de F. Lecoy, París, 1975, tomo I, versos
1.637-1.668.
13
P. du Puy de Clinchamps, op. cit., págs. 51-58.
14
H. Dupin, La courtoisie au Moyen Age, Paris, 1931, y P. Y. Badel. Introduction à la vie littéraire du Moyen Age,
Paris, 1969, págs. 76-82.

CAPITULO III

103
1
G. Duby, L'économie rurale et la vie des campagnes dans l'Occident médiéval, Paris, 1962, tomo I, páginas 142-
169.
2
G. Duby, op. cit., págs. 161-165, y G. Fourquin, Le paysan de l'Occident au Moyen Age, Paris, 1972, pág. 87.
3
P. Y. Badel, Introduc tion à la vie littéraire du Moyen Age, Paris, 1969, pág. 120 y 184. J. C. Payen, Littérature
française: le Moyen Age, París, 1970, págs. 57-58.
4
Chrétien de Troyes, Le chevalier au lion. Traducido según la edición de M. Roques, París, 1960, versos 172-
187.
5
J. Legoff, La civilisation de l'Occident médiéval, Paris, 1964, págs. 169-171. M. Devèze, Histoire des forêts, Pans,
1973, 2.ª ed., págs. 28-40.
6
G. Duby, op. cit., tomo II, págs. 641-642, y G. C. Homans, English Villa gers of the XIIIth Century, Londres,
1960, pág. 77.
7
P. Y. Badel, op. cit., pág. 120. J. C. Payen, op. cit., pág. 59.
8
C. Enlart, Manuel d'archéologie française. Architecture civile, Paris, 1929, págs. 224-237.
9
Traducción según la edición de M. Roques, París, 1952, versos 5.689-5.714.

CAPITULO IV
1
Sobre la fortificación y los castillos, hemos utilizado sobre todo: C. Enlart, Manuel d'archéologie française.
Tomo II, 2.ª parte: Architecture militaire et navale, 2.ª ed., París, 1972. S. Toy, The Castles of Great Britain. 2.ª ed.,
Londres, 1954. P. Heliot, Sur les résidences princières bâties en France au Moyen Age, en Moyen Age, 61 (1955), págs.
27-61 y 231-317. R. A. Brown, English Castles. 2.ª ed., Batsford, 1962. J. F. Finó, Forteresses de la France médiévale. 2.ª
ed., Pans, 1970.
2
J. F. Finó, op. cit., págs. 364-365.
3
Ibidem, págs. 307-445.
4
Sobre la disposición de las estancias y el mobiliario, véase: A. Kerll, Saal und Kremenate der altfranzösischen
Ritterburg, Göttingen, 1909. A. Franklin, La vie privée au temps des premiers Capétiens. 2.ª ed., Paris, 1911, tomo II,
págs. 281-294. M. Wood, The English Medieval House, Londres, 1965.
5
F. Godefroy, Dictionnaire de l'ancienne langue française... Paris 1883, tomo II, pág. 45.
6
Sobre la cama véase: E. Viollet-le-Duc, Dictionnaire raisonné du mobilier français, Paris, 1872, págs. 156-172.
7
C. Enlart, Manuel d'archéologie française: Architecture civile. 2.ª ed., Paris, 1929, págs. 147-159.
8
Le chevalier de la Charrette. Traducción según la edición de M. Roques, París, 1958, versos 2.510-2.565.

CAPITULO V

' O. Klauenberg, Getränke und Trinken in altfranzösischen Zeit nach poetischen Quellen dargestellt. Göttingen, 1904,
pág. 1. Véase también G. Lozinski, La bataille de Carême et de Charnage, París, 1933, págs. 62-77.
2
Perceval, Seconde continuation. Traducido según la edición de C. Potvin. Mons, 1866-1871, versos 31.918-
31.928.
3
Sobre la alimentación medieval, véase: A. Gottschalk, Histoire de l'alimentation et de la gastronomie. Paris,
1948, tomo I, páginas 281-352 y 381-408.
4
J. Legoff, La civilisation de l'Occident médiéval, Paris, 1964, págs. 290-300.
5
Le roman de Renart. Traducción según la edición de J. Dufournet, Paris, 1970, rama III (episodio de Renart y
las anguilas), versos 1-9, pág. 229.
6
Histoire de saint Louis. Ed. de N. de Wailly, Paris, 1868, &XXI, págs. 34-36.
7
Op. cit., págs. 439-440.
8
Sobre el tema, véase O. Mueller, Die tägliche Lebensgewohntheiten in den altfranzösischen Artusromanen.
Marburg, 1889, págs. 10-23.
9
R. Dion, Histoire de la vigne et du vin en France des origines au XIXe siècle, París, 1959, págs. 197-379.
10
Chrétien de Troyes, Erec et Enide. Traducción según la edición de M. Roques, París, 1952, versos 5.108-5.111.
11
Dictionnaire d'archéologie chrétienne et de liturgie. París, 1927, tomo VII, 2.ª parte, col. 2.482-2.501.
12
Edición citada en la nota 1. Aquí, versos 34-39.
13
J. Lods, Quelques aspects de la vie quotidienne chez les contuers du XIIe siècle, en Cahiers de civilisation médiévale,
tomo IV, 1961, págs. 23-45.
14
A. Schultz, Das höfische Leben zur Zeit der Minnesinger. 2.ª ed., Leipzig, 1889, tomo II, págs. 382 y siguientes.

CAPITULO VI

' J. Legoff, La civilisation de l'Occident médiéval, París, 1964, págs. 441-442.


2
Sobre la vestimenta, la obra esencial sigue siendo: C. Enlart, Manuel d'archéologie française: Le costume, París,
1916. Se completará con: J. Quicherat, Histoire du costume en France... París, 1875, págs. 146-226. G. Demay, Le
costume au Moyen Age d'après les sceaux, París, 1980. L. Gautier, La chevalerie. Ed. revisada por J. Levron, París,
1959, págs. 321-330. M. Beaulieu, Le costume antique et médiéval. 5.ª ed., París, 1974, págs. 79-101.
3
Chrétien de Troyes, Erec et Enide. Traducción del antiguo francés según la edición de M. Roques. París,
1952, versos 1.589-1.601.
4
C. Enlart, op. cit., págs. 29-31 y 262-263.
5
Ibidem, págs. 295-298.

104
6
Sobre las telas: C. En lart, op. cit., págs. 1-12 y M. Beau lieu, op. cit., págs. 82-83.
7
A. Ott, Etude sur les couleurs en vieux français. Paris, 1899.
8
El nombre original es braïel y se trata de un tipo de cinturón, de cuero o de tela, que sujetaba los calzones.
9
C. Enlart, op. cit., págs. 131-173.
10
Sobre la vestimenta femenina, véase particularmente G. Demay, op. cit., págs. 91-108.
11
L. Gautier, op. cit., págs. 322-325.
12
C. Enlart, op. cit., págs. 36 y 53-55.
13
Ibidem, págs. 174r224.
14
R. Mathieu, Le système héraldique français. Paris, 1946, pág. 13.
15
Entre otros, véase: G. J. Brault, Early Blazon. Oxford, 1972, págs. 37-52.

CAPITULO VII

1
G. Duby, Le dimanche de Bouvines, Paris, 1973, págs. 100-144.
2
F. Ganshof, Histoire des relations internationales: le Moyen Age, Paris, 1953, págs. 119-156.
3
F. Lot y R. Fawtier, Histoire des institutions françaises au Moyen Age, tomo II, París, 1958, páginas 421-430 y
tomo III, París, 1962, págs. 49-53.
4
Ibidem, tomo I, París, 1957, págs. 44-69 y tomo II, págs. 511-535.
5
F. Lot, L'art militaire et les armées au Moyen Age, Paris, 1946, págs. 218-219.
6
J. Boussard, Les mercenaires au XIIe siècle. Henri II Plantagenêt et les origines de l'armée de métier, en
Bibliothèque de l'Ecole des chartes, tomoCVI, 1945-1946, páginas 189-224. G. Duby, op. cit., págs. 103-110.
7
Erec et Enide. Edición de M. Roques, París, 1952, versos 2.637 y siguientes.
8
La chanson de Roland. Traducción según la edición de G. Moignet, París, 1969, versos 2.345 y siguientes.
9
Sobre el armamento, véase: L. Gautier, La chevalerie, nueva edición por J. Levron, París, 1959, páginas 331-
342. W. Boeheim, Handbuch der Waffenkunde, reimpresión, Graz, 1966, páginas 23-59, 120-192, 229-268, 305-330. J.
F. Finó, Forteres ses de la France médiévale, 2.ª ed., París, 1970, páginas 129-139 y 199-201.
10
R. Payne-Gallwey, The crossbow medieval andmodem... Nueva York, 1958, págs. 20-30 y 57-72.
11
La chevalerie d'Ogier de Danemarche. Edición de M. Barrois, Paris, 1842, versos 10.688 y siguientes.
12
L. Gautier, op. cit., págs. 342-348. W. Boeheim, op. cit., págs. 193-223.
13
J. F. Finó, op. cit., págs. 141-154. R. Payne-Gallwey, op. cit., págs. 249-319.
14
G. Duby, op. cit., págs. 145-159.
15
J. F. Verbruggen, Le problème des effectifs et la tactique de Bouvines en 1214, en Revue du Nord, tomo XXXI,
1949, págs. 181-193.
16
Edición J. Frappier, reimpresión, París, 1964, págs. 225-246 §176-191.

CAPITULO VIII

1
Chrétien de Troyes, Erec et Enide. Traducción según la edición de M. Roques, París, 1952, versos 1.983-
2.014.
2
La obra de E. Faral, La vie quotidienne au temps de saint Louis, publicada en esta misma colección (Paris,
1938), dedica el capítulo VI de su tercera parte a esas diversiones. Su estudio se aplica perfecta mente a nuestro
período.
3
Sobre los torneos, véase sobre todo: G. Duby, Le dimanche de Bouvines, París, 1973, págs. 110-128; así como
la Histoire de Guillaume le Maréchal, ed. P. Meyer, Paris, 1891-1901, tomo I, ver sos 2.471-5.094 y tomo III, pág.
XXXV-XLIV.
4
Véase O. Mueller, Turnier und Kampf in den altfranzösischen Artusromanen. Erfurt, 1907.
5
G. Duby, Les jeunes dans la société aristocratique de la France du Nord-Ouest au XIIIe siècle, en Annales;
Economies, Sociétés, Civilisations, 19 (5), sept.-oct. 1964, págs. 835-846.
6
Véase J. J. Jusserand, Les sports et les jeux d'exercices dans l'ancienne France, Pans, 1901.
7
Op. cit., versos 3.414 y siguientes.
8
O. Mueller, op. cit., passim.
9
Véase, por ejemplo, los Gesta Philippi Augusti de Rigord. Ed. H. F. Delaborde, París, 1882, §3, págs. 10-12.
10
Véase el tomo I de D. de Noirmont, Histoire de la chasse en France. París, 1867; y sobre todo F. Borchert, Die
Jagd in der altfranzösischen Literatur. Götingen, 1909.
11
L. Gautier, La chevalerie, Ed. revisada por J. Levron. Paris, 1959, págs. 349-353.
12
Los tratados más antiguos (Dancus rex, Guillelmusfalconarius, Gerardus falconarius) han sido editados por G.
Tilander en Cynegetica, IX, Lund, 1963.
13
Guillelmus falconarius, op. cit., pág. 148.
14
Dancus rex, op. cit., pág. 80.
15
Gerardus falconarius, op. cit., pág. 208.
16
F. Semrau, Würfel un Würfelspiel im alten Frankreich. Halle, 1910.
17
Ed. P. Meyer, París,1893, versos 117-118.
18
Así Erec et Enide, op. cit., versos 1.703-1.704.
19
P. Jonin, La partie d'échecs dans l'épopée médiévale, en Mélanges Jean Frappier, Paris, 1970, págs. 483-497.

105
20
Ed. J. Barrois, Paris, 1842, versos 3.176-3.180.
21
Sobre el ajedrez en la Edad Media, véanse H. J. R. Murray, A. history of chess, Oxford, 1913, págs. 394-775.
22
F. Strohmeyer, Das Schachspiel in Altfranzösischen..., en Abhandlungen Herr Prof. Dr. A. Tobler, Halle, 1895,
págs. 381-403.

CAPITULO IX

1
J. Frappier, «Amour courtois», en Mélanges... Jean Boutière, Lieja, 1971, págs. 243-252.
2
Véase en particular la tesis de M. Lazar, Amour courtois et fin 'amors dans la littérature du XIIe siècle, Paris,
1964. A completar con M. Lot-Borodine, La femme et l'amour au XIIe siècle d'après les poèmes de Chrétien de Troyes,
París, 1909; y J. Frappier, Vues sur les conceptions courtoises dans les littératures d'oc et d'oil au XIIe siècle, en Cahiers
de civilisation médiévale, 1959, pág. 135-156.
3
Citado por P. Y. Badel, Introduction à la littérature française du Moyen Age, Paris, 1969, pág. 84. Véase
igualmente J. Coppin, Amour et mariage dans la littérature française du Nord au Moyen Age, Paris, 1961.
4
W. Kellermann, L'eclosion du lyrisme occidental: l'amour vénération, en Entretiens sur la renaissance du XIIe
siècle, París, 1968, páginas 373-395.
5
A. Jeanroy, Les poésies de Cercamon, París, 1922, I, versos 51-56.
6
J. Frappier, Le personnage de Gauvain dans la Première Continuation de Perceval, en Romance Philology, XI, 4
mayo 1958, páginas 331-344.
7
J. C. Payen, Figures féminines dans le roman médiéval français, en Entretiens..., op. cit., págs. 407-428.
8
Traducción según la edición de J. Rychner. Paris, 1973, págs. 89-90, versos 563-570.
9
Gerbert de Montreuil, La continuation de Perceval, ed. M. Williams, Paris, 1922, verso 400.
10
H. Loubier, Das Ideal der männlichen Schönkeit beim dem altfranzösischen Dichten des XII. und XIII.
Jahrhunderts, Halle, 1890.
11
P. Ménard, Le rire et le sourire dans le roman courtois en France..., Ginebra, 1969, págs. 529-544.
12
Traducción según la edición de F. Lecoy, París, 1975, tomo I, versos 4.596-4.608.
13
Véase la tesis de R. Nelli, L'erotique des trouvadours, Toulouse, 1963.
14
Traducción según la edición de C. Appel, Halle, 1915, n.º 27, versos 42-45.
15
Citado por Lazar, op. cit., pág. 71.
16
Traducción según la edición de W. O. Streng-Renkonen, Turku, 1930, versos 4.332-4.335.
17
Citado por P. Ménard, op. cit., pág. 264.
18
L. Génicot, Le XIIIe siècle européen, París, 1968, págs. 64-66.
19
R. Fossier, Histoire sociale de l'Occident médiéval,París, 1970, pág. 131.
20
M. Bloch, La société féodale, nueva edición, París, 1966, pág. 428.
21
J. T. Noonan, Contraception, a history of its treatment by the catholic theologians and canonists, Cambridge
(Mass.), 1966. J. L. Flandrin, Contraception, manage et relations amoureuses dans l'Occident chrétien, en Annales..., año
24, nov.-dic. De 1969, págs. 1.370-1.390.
22
J. Legoff, La civilisation de l'Occident médiéval, París, 1964, pág. 392.

CAPITULO X

1
P. Rousset, Recherches sur l'émotivité à l'époque romane, en Cahiers de civilisation médiévale, tomo II, 1959, págs.
53-67. J. Legoff, La civilisation de l'Occident médiéval, París, 1964, págs. 240-248 y 420-421.
2
F. M. Powiche y E. B. Fryde, Handbook of British Chronology, Londres, 1961, pág. 33.
3
J. Hubert, Les routes du Moyen Age, en Les routes de France depuis les origines jusqu'à nos jours,
Paris, 1959, págs. 25-56.
4
L. Génicot, Le XIIIe siècle européen, Paris, 1968, pág. 210.
5
A. Franklin, La vie privée au temps des premiers Capétiens, Paris, 1911, tomo I, págs. 24-25.
6
Rigord, Gesta Philippi Augusti, traducción de F. Guizot, Paris, 1825, págs. 100-101.
7
Sobre las peregrinaciones véase R. Oursel, Les pèlerins du Moyen Age, París, 1963.
8
M. Mollat, Grands voyages et connaissance du monde du milieu du XIIIe siècle à la fin du XVe siècle,
París, s.f., tomo I, págs. 16-38 (mecan.).
9
C. V. Langlois, La connaissance de la nature et du monde au Moyen Age, París, 1911, págs. 83-89.
10
Ibidem, págs. 159-160.
11
P. Alphandéry y A. Dupront, La chrétienté et l'idée de croisade, tomo II, París, 1959, págs. 169-
171.
12
D. O'Donoghue, Brendaniana. Saint Brendan the voyager in story and legend, Dublín, 1893.
13
Suger, Vita Ludovici grossi régis, edición H. Waquet, 2.ª ed., París, 1964, cap. XXX, págs. 246-248.
14
Sobre los animales en la Edad Media, véase A. Franklin, La vie privée d'autrefois: les animaux.
París, 1897, tomo I, págs. 1-274.
15
Hugues de Saint-Victor, De Bestiis, ed. en J. P. Migne, Patrologielatine, tomo CLXXVII, Paris,

106
1854, col. 12-163. Philippe de Thaün, Le Bestiaire, ed. por E. Walberg, Lund y París, 1900. Pierre de
Beauvais, Le Bestiaire, ed. por C. Cahier en Mélanges d'archéologie..., Paris, 1847-1856, tomo II, págs.
109-292, tomo III, págs. 203-288, tomo IV, págs. 55-187. Guillaume le Clerc, Le Bestiaire, ed. por
Reinsch, Leipzig, 1890. Barthélémy l'Anglais, Liber de proprietatibus rerum, ed. por G. B. Braitenberg,
Franfort, 1609. Nos hemos servido igualmente de la obra de A. Franklin citada en la nota anterior.
16
Sobre lo literario maravilloso véase: E. Faral, Recherches sur les sources littéraires des romans
courtois..., París, 1913, págs. 307-388 y P. Y. Badel, Introduction a la vie littéraire du Moyen Age, Paris, 1969,
págs. 128-134.
17
Rigord, op. cit., páginas 70-71.
18
Chrétien de Troyes, Cligès. Traducción según la edición de A. Micha, París, 1957, versos 2.983-2.991.
19
Véase sobre todo J. Marx, La légende arthurienne et le Graal, Paris, 1952.
20
J. Frappier, Chrétien de Troyes et le mythe du Graal, Paris, 1972.
21
Le conte du Graal. Traducido del antiguo francés según la edición de A. Hilka, Halle, 1932, versos 3.191-
3.242.
22
J. Marx, op. cit., págs. 317-388.

ALGUNAS PAGINAS EXTRAÍDAS DE LA LITERATURA CORTES

1
Sobre esos asuntos, puede consultarse esencialmente J. C. Payen, Typologie des sources du Moyen Age
occidental: le román, Turnhout, 1975, págs. 61-67.
2
Para un primer enfoque, resulta de utilidad el libro de G. Raynaud de Lage: Introduction à l'ancien français,
primera edición, París, 1959. Para la sintaxis, el mejor estudio es el de P. Ménard: Manuel d'ancien français:
Syntaxe, Burdeos, 1968.
3
La bibliografía de los trabajos dedicados a Chrétien de Troyes, es inconmensurable. La mejor introducción
a dicho autor y a su obra sigue siendo el libro de J. Frappier: Chrétien de Troyes, nueva edición, París, 1971
(Connaissance des lettres).
4
Nombre dado a la piel de marmota.
5
Las obras dedicadas a la leyenda de Tristan son innumerables. Se encontrará una excelente síntesis, así
como una edición y traducción de todas las versiones románicas, en la obra de J. C. Payen: Tristan et Iseut, París,
1974.
6
Véase sobre todo R. Lejeune: L'oeuvre de Jean Renán, Lieja y París, 1935. Sobre las descripciones realistas de
L'Escoufle, se consultará en particular a F. Lyons: Les elements descriptifs dans le roman d'aventure au XIIIe siècle,
Ginebra, 1965, págs. 85-107.

107
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