Está en la página 1de 4

PREDICACIÓN FIESTA DE LA VIRGEN DE LAS MISERICORDIAS

“RECONCILIACIÓN CON EL HERMANO POR EL PERDÓN Y EL AMOR A


LOS ENEMIGOS”
31 DE SEPTIEMBRE DE 2016

Contemplar la vida de la Santísima Virgen María es contemplar el


misterio de Dios cuando el hombre se abre totalmente a la gracia
divina. Que en Ella todo es gracia lo afirma la Escritura cuando el Ángel
la saluda “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1,28).
San Bernardo afirmó que “En Ella no hay nada de severo, nada de
terrible; todo es dulzura”.
“A lo largo de la historia de la Iglesia, la Virgen María no ha hecho más
que invitar a sus hijos a volver a Dios, a encomendarse a Él en la
oración, a llamar con insistencia confiada a la puerta de su Corazón
misericordioso. En verdad, Él no desea sino derramar en el mundo la
sobreabundancia de su gracia”1. Hoy, en esta hermosa Basílica, de
nuevo la Madre nos invita a poner nuestros ojos en Cristo, el rostro
misericordioso del Padre, y a contemplarla a Ella como Madre de las
Misericordias, no para quedarnos en Ella, sino para ascender hasta el
mismo Dios, a través de su obra en los santos.
Es significativo observar que en las páginas de la Escritura donde se
menciona la presencia de la Madre son pocas las palabras de Ella, pero
siempre las suficientes para permitir que Dios actué en su historia, y a
través de Ella en la historia de la humanidad. La primera ocasión es en
el momento de la anunciación (Cf. Lc 1,26-38), donde ella calla ante
las palabras del Ángel, luego se pregunta cómo será aquello, para luego
abrirse a la voluntad divina afirmando que se hiciera en ella la voluntad
del Padre, según las palabras del ángel. Pocas palabras, pero las
suficientes para mostrarnos que la voluntad de la Santísima Virgen
siempre estaba orientada hacia el Padre.
Más significativas son las escenas donde aparece la Virgen María
durante el ministerio público de Jesús, pues en ellas pareciera que
Jesús niega su relación o vínculo con la Madre: “¿Quién es mi madre y
mis hermanos?” (Mc 3,33; Mt 12,48), “¿Qué tengo yo contigo, mujer?
(¿Qué a mí y a ti?) Todavía no ha llegado mi hora” (Jn 2,4). De nuevo
1
Cf. BENEDICTO XVI, Homilía del 17 de mayo de 2008
María nos muestra que su lógica no es la humana, sino que su voluntad
está orientada hacia Dios, pues como madre tendría el derecho de
reprochar a su hijo estas palabras, pero ella prefiere callar. Ya podemos
decir algo sobre María como madre de la reconciliación con el hermano
por el perdón y el amor a los enemigos, no porque Cristo sea su
enemigo en estos pasajes, al contrario, porque Ella con su amor ha
aprendido a leer las palabras de su hijo y no ha dado paso a la
enemistad y la discordia. ¡Cuántas veces nosotros nos dejamos llevar
por los impulsos, dejamos que la ira nos domine, imponemos nuestro
punto de vista, y no hacemos el propósito de leer los sucesos y las
palabras desde la perspectiva de la otra persona! Muchos conflictos
evitaríamos si tomáramos la actitud de María: callar, no porque la
razón siempre la tenga la otra persona, sino porque en ella hay algún
motivo, que aunque sea equivocado, merece ser escuchado,
comprendido y corregido con nuestro amor.
Volvamos a la escena, María ha recibido de su hijo unas palabras
difíciles de entender, que a los oídos de cualquiera suenan injustas para
con su madre: “¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado
mi hora” (Jn 2,4). Ante estas palabras, la Madre responde diciendo a
los sirvientes: “haced lo que Él os diga” (Jn 2,5). María que ha
conservado todas las palabras de Jesús y sobre Jesús en su corazón
(Cf. Lc 2,19.51) intuía que no era un reproche, sino una alabanza que
el hijo hacía de Ella porque, si su madre y sus hermanos eran para
Jesús lo que escuchaban la Palabra y la ponían en práctica (Mt 12,50;
Mc 3,35; Lc 8,21), nadie más que ella merecía ese título; primero
porque lo dio a luz, y segundo, porque ella dejó que Dios hiciera en ella
su plan divino, según su palabra, llevando en su vientre al que es la
Palabra o Verbo del Padre (Cf. Jn 1.1-2.14). Ella no sólo se orienta a la
Palabra de Dios, sino que quiere guiar a otros hacia la voluntad de Dios,
al decir a los sirvientes que escuchen a Cristo y pongan en práctica
cuanto les diga (Cf. Jn 2,5). María nos ha llevado de nuevo a Jesús,
desplazando de ella el protagonismo y guiándonos hacia el auténtico
centro: Cristo, su Palabra.
Si María nos había dado una primera pista sobre el perdón y el amor a
los enemigos al no entrar en conflicto con la palabra de su hijo, ahora
Ella nos dice que la clave para una auténtica reconciliación se
encuentra en las palabras de Cristo. Y ¿qué nos dice Cristo acerca de
la reconciliación?
Primero, que nuestro culto a Dios estará vacío de significado si no nos
lleva a una adoración a Dios que no se limite sólo a un momento, sino
a una vida totalmente orientada a cumplir la voluntad del Padre, como
lo hizo la Santísima Virgen María. Por eso culto y conflictos entre
hermanos no tienen lógica; al contrario, Cristo nos dice que cuando
vamos a presentar la ofrenda al altar primero estemos reconciliados
con los hermanos para poder ofrecer el verdadero culto a Dios (Cf. Mt
5,23-26). Ya lo había dicho Dios en el Salmo (133): “¡Mira que es
bueno y da gusto que los hermanos convivan unidos! Como ungüento
fino en la cabeza, que va bajando por la barba, que baja por la barba
de (sacerdote) Aarón, hasta la orla de sus vestidos”. Esta unidad sólo
se logra ofreciendo el perdón, y pidiéndolo a quien le hemos fallado
con nuestras ofensas.
Segundo, ante la pregunta de Pedro sobre el perdón (Cf. Mt 18,21-22),
Jesús le responde con una invitación a perdonar hasta setenta veces
siete, lo cual sabemos, quiere decir que siempre hay que ofrecer el
perdón. Incluso una interpretación literal de este pasaje es ya un
perdón generoso, pues si lleváramos cuentas de las veces que nos
ofende una persona, deberíamos perdonar a esa sola persona unas 490
veces. Pero la vida de cristianos nos exige un perdón más generoso
que el de esa cifra, pues siempre pedimos a Dios que nos perdone,
como nosotros perdonamos a los que nos ofenden (Cf. Mt 6,12; Lc
11,4); además, siempre tendremos la certeza que Dios nos perdona
sin medida, porque Dios es amor (1 Jn 4,8), y “la medida del amor es
amar sin medida” (San Agustín).
La tercera enseñanza es el culmen de las dos anteriores: el amor,
incluso, a los enemigos. Jesús expresa esta instrucción, en el sermón
de la montaña, cuando afirma: “Habéis oído que se dijo: amarás a tu
prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: amad a vuestros
enemigos y rogad por los que os persiguen, para que seáis hijos de
vuestro Padre celestial, que hace salir el sol sobre malos y buenos, y
llover sobre justos e injustos” (Mt 5,43-45). Si ahora decíamos que
Dios es amor, ahora Jesús nos invita a ser nosotros también amor, a
ejemplo de Él el “amor que llega hasta el extremo” (cf. Jn 13, 1), que
ha consumado su obra en la cruz orando por sus enemigos (cf. Lc
23,34), mostrándonos la naturaleza del Padre: el Amor. Jesús ha
puesto en práctica su enseñanza, Él es totalmente “Hijo” por su amor
a todos, incluso a los enemigos y, a partir de este criterio, nos invita a
que también nosotros seamos “hijos” en el amor (Cfr. BENEDICTO XVI.
Jesús de Nazaret. Pag. 60).
¿Quién nos trajo hasta este punto? ¿Quién nos guio a descubrir en esta
noche que ser hijos de Dios significa reconciliarnos con el hermano,
perdonarlo y llegar hasta el punto de amar incluso a los enemigos?
¡Ella, la Madre de las Misericordias! la cual siempre nos dirá “haced lo
que Él, (Cristo), os diga” (Jn 2,5), porque “Ella no hablaba de sí misma,
nunca habla de sí misma, sino siempre de Dios” 2; porque Ella es un
espejo fiel de lo que puede hacer Dios en el hombre, cuando éste se
abre a la gracia sobreabundante de Dios y orienta su vida a la voluntad
divina.
Curioso, nuestra reflexión partió de María y, en un momento Ella se
eclipsó, abriendo paso a Jesús, su hijo, el Hijo eterno de Dios. Así debe
ser la vida de todo cristiano que, a ejemplo de María y san Pablo,
sumerge su vida en la Palabra de Cristo (aprovecho para invitar a todos
a participar en la Iglesia en la Casa); (así debe ser la vida de todo
cristiano) una vida en la que el amor, la misericordia y el perdón
siempre broten de nuestros actos y palabras; una vida en la que
nuestra voluntad se anulen, para ganar la auténtica libertad de los hijos
de Dios (Cfr. Rom 8,21), ajustando nuestra vida a la voluntad del Padre
misericordioso; una vida en la que “vivo yo, pero no soy yo, es Cristo
quien vive en mí” (Gal 2,20).

2
Ibíd.

También podría gustarte