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Poco se escribe sobre el papel privilegiado que juegan las series de dibujos animados, y

especialmente las dirigidas a un público infantil, en el análisis discursivo de la alienación


cotidiana. Pienso, por ejemplo, en una serie como Phineas y Ferb (Jeff 'Swampy' Marsh, Dan
Povenmire, 2008-2015), que por lo menos hasta 2012 (momento en el que dejé de ver la serie)
sólo nos mostró a sus protagonistas de vacaciones, disfrutando y viviendo el mito infantil
(¿fantasioso? ¿romántico?) de cada nuevo día es una nueva aventura. Y lo hacen, claro está, y
como pide el mito, sin apenas dolores de cabeza.

Recuerdo que en 2012 entendí las invenciones y las diversiones de los niños a partir de términos
como evasión, juego, imaginación, "no hacer nada"; sin embargo, de aquel entonces recupero un
concepto en especial que se destaca del resto: alivio. Y ahora me pregunto: ¿alivio de qué?

Phineas y Ferb no hacen otra cosa que disfrutar. Día tras día. Su alegría nace, en parte, de la
novedad permanente. No necesitan plantearse si sus juegos se parecen o no, si la estructura de
sus aventuras poseen, o no, cierto aire de familia. Claro, son personajes que, hasta donde yo sé,
disfrutan de omnipotencia e inmortalidad, con lo que podría decirse que no hay fisuras, o
cesuras, en sus vidas. Todo fluye… con una maquinal compulsión de repetición.

En este contexto, una palabra como "alivio" no tiene sentido, como tampoco lo tienen conceptos
como "dolor", "aburrimiento" o "mortalidad". Y sin embargo creo que para entender las
aventuras de Phineas y Ferb necesitamos ampliar la perspectiva. ¿Qué ocurre cuando añadimos
a la ecuación a la hermana de ambos, Candance, o a su archienemigo, Doofenshmirtz?
Recordemos que estos dos personajes, ya desde los primeros capítulos, experimentan las
aventuras de los niños como un fracaso o una molestia permanentes. Los juegos de Phineas y
Ferb, que siempre son divertidos, es decir, un éxito, para ellos dos, suelen coincidir con el
fracaso de los deseos o las aspiraciones de la hermana y el genio maligno.

No es casual que estos dos personajes sean adultos; pero tampoco creo que eso sea concluyente.
Lo interesante es ver las aventuras de esta serie de dibujos animados, con su estructura
experimentada de manera siempre distinta y siempre igual, en toda su amplitud: y ésta incluye,
por un lado, algo así como un mito de la aventura y la felicidad eterna (¿la infancia?), y por otro
una perspectiva que podría llamarse adulta o desencantada: la compulsión de seguir adelante
unida a la pereza, la melancolía o la abulia. Lo relevante no es tanto la edad de los personajes
como la estructura doblemente doble de las aventuras: fuente de felicidad y de desgracia, y tan
similares entre sí (formando un conjunto) como diferentes (conservando su identidad). Ante esta
estructura, unos quieren seguir adelante, con entusiasmo, experimentando una y otra vez algo
diferente y nuevo; otros, desde el mismo punto, sólo quieren detenerse, sin ya energías,
sintiendo que siempre viven lo mismo.

Si sintiéramos empatía por los personajes podríamos intentar explicarnos sus actitudes a partir
de sus experiencias, de sus vivencias, de lo que proyectamos en ellos. Pero eso me preocupa
menos que investigar, por ejemplo, de qué están hechas las cadenas que unen a Candace y a
Doofenshmirtz, en cada momento, a su sensación de hastío, de aburrimiento y melancolía. O,
también, qué significa el término "aventuras". Lo digo porque estoy convencido de que Candace
y Doofenshmirtz no han escogido este polo existencial con relación a las "aventuras", un polo
opuesto al de los dos niños. No han escogido experimentar cada nueva "aventura" con tristeza.
Y sin embargo ocupan una posición muy clara, simétrica a la de los hermanos pero del lado
contrario, con terrible persistencia.
Ellos están ahí, en ese punto preciso. ¿Y qué significa estar ahí? ¿Qué significa repetir lo que ha
venido antes pero con variaciones? ¿Qué significa vivir algo nuevo y, aun así, no quitarte de
encima la sensación de déjà vu? ¿Sigue siendo uno el mismo niño, sigue uno disfrutando de lo
mismo, tras 5, 25 o 55 variaciones del mismo tema - y acaso es el mismo tema-? ¿Sigue siendo
uno el mismo espectador? ¿Dónde ocurre el cambio, digamos, con respecto a uno mismo o a las
circunstancias? ¿Dónde, o cómo, se conserva lo que no cambia?

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