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Francisco Arriaga - CTLLL - III Sábanas Limpias
Francisco Arriaga - CTLLL - III Sábanas Limpias
Sábanas limpias
Él.
Siempre él.
Tan pronto las cosas se fueron a pique se olvidó de los niños, y poco a poco también fue
olvidándose de ella, quien cada noche encontraba algo distinto, un ‘no sé qué’ flotando en el aire,
enrareciendo el ambiente. Algo había en sus besos, en sus manos irreconocibles ya entonces. La
otra estaba presente en todo momento, a la hora de la cena, entre las risas de los niños, a la hora
de dormir, a la hora de la ducha compartida. No sabía su nombre ni tenía su dirección, tampoco
sus datos.
Armándose de valor buscó cualquier indicio en el registro de llamadas y el directorio del teléfono
celular, por la madrugada escrutó sin cesar la cartera en busca del papelito delator, en busca del
nombre o los nombres.
Él era meticuloso: nada retenía que permitiera inculparlo, por la mañana pudo ver cómo las cosas
no estaban en su lugar, revueltas y vueltas a acomodar con un orden que no era el suyo. Sonrió al
ver aquello, su cartera acomodada como si fuera la cartera de su mujer, y guardando silencio
esperó el momento y la excusa para mandarlo todo al diablo.
El día llegó, sin más. Aquella noche, antes de que ella comenzara a desvestirse, le dijo a
quemarropa ‘ya no te quiero’.
‐No podemos seguir adelante, no soporto más seguir viviendo a tu lado, será mejor que me vaya.
Es mi culpa, esto no funciona, qué vamos a hacerle.
Ni siquiera se despidió de los niños; siempre estuvo escatimándoles caricias, y los ratos de juego
eran sólo requisitos para poseer a aquella mujer noche tras noche, mientras esperaba encontrar
más requisitos en otro futuro, al lado de otra mujer.
Llorar fue lujo que no quiso darse. Ni una lágrima. Al borde de la cama pasó revista a la vida que
llevaron juntos ‐a los cinco años de unión libre‐, y a los últimos meses cuando los detalles fueron
evidentes, imposible ocultar que había otra y que esa otra estaba ganando la partida.
No saber ni su nombre y no conocerla fue un regalo, una bendición, y lo tomó como la
oportunidad para retomar su vida, comenzando desde cero; a los veintiséis años ella le daría a sus
hijos el amor que él no quiso darles, ocupando también su lugar.
El calvario comenzó poco después. La búsqueda de trabajo, terminar los estudios, y encontrar en
la boleta de calificaciones un par de materias que no había aprobado: ni noticia de esos detalles en
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el centro de atención escolar, enviar correos electrónicos, pedir respuestas, buscar una solución.
Quisiera que fuera entonces más que una solución, ‘La Solución’, pero tardaba mucho en llegar.
En la casa esperaban los niños, y también los abuelos de los niños, ‘si las cosas no funcionaron
regrésate a la casa, nunca te cerraremos las puertas y si podemos ayudarte en algo, lo haremos
por ti y nuestros nietos’. La balanza cruel de la tarde ponía en brazos distintos la sonrisa y la
mirada esperanzada de los niños, y la mirada profunda y callada de los abuelos.
Tampoco fue fácil acostumbrarse a la cama enorme y vacía ni baño solitario, a las tardes de cine
con los niños y a cuidarlos mientras manejaba y hacía malabares para no estrellarse en un
semáforo mientras la niña jugaba a golpear al niño, o cuando el niño respondía a dentelladas
sobre el brazo de su hermana.
Fue a principios de mayo cuando supo que volvería a verlo, sólo por necesidad. Su firma era
indispensable para realizar los trámites de pasaportes y visas, y también su presencia como padre
biológico era requerida por el gobierno de los dos países. Así que cuando habló con él recibió una
excusa débil de trabajo y ocupaciones. En su voz, conocida a la perfección, advirtió de inmediato la
negación y lo encubierto, no había compromisos, no había trabajos ni horas extras. Alguien más
llegó a su vida, ‘ojalá el bastardo no se atreva a llevarla a la oficina de migración’. No la llevó, pero
la humilló elegantemente al cubrir sólo los gastos de notarios y papeles firmados, el coste del
trámite lo tuvo que pagarlo ella. ‘Tú eres la interesada, hazte cargo de ello’.
Platicando con la abuela se quejó de lo cansada que era aquella situación. Buscarlo y encontrarlo a
medias, o buscarlo y de plano no encontrarlo. Pero sería peor si al buscarlo tuviera que verlo
abrazando a otra, besando a otra, ésa que se había colado sin saber cuándo entre ellos, y que
terminó quedándose con él.
La televisión ocupaba el lugar principal en la sala, frente a la cocina. Tardes enteras veían cualquier
cosa que programara el Nickelodeon o el Cartoonnetwork, la niña estaba por salir del jardín de
niños y comenzar a estudiar la primaria, y el niño aún se quedaba en la guardería por la mañana,
hasta que el abuelo o la abuela iban a recogerlo. ‘Ni siquiera te importó volver a verlos’ repetía en
silencio mientras los niños corrían alrededor del sillón individual, jugando a perseguirse, alcanzarse
y hacerse cosquillas.
‘Tengo a mis hijos’ repetía como un conjuro por la noche al mirarse en el espejo, mientras peinaba
lentamente el cabello que apenas sentía resbalar por sus hombros. ‘Tengo a mis hijos y no
necesito nada más’. Sus ojos y sus labios confesaban otra cosa, su frente amplia y sin arrugas, los
pómulos firmes y las cejas bien delineadas eran pretextos para detenerse un poco y mirarse
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despacio ‐miradas interminables‐ antes de ir a la cama. Perdió la costumbre de acomodar sábanas
y almohadas, la cama sólo servía para dormir, y sólo sus hijos entraban a su cuarto, ni sus
hermanos ni sus padres habían puesto jamás un pie en el.
La tarde del consulado jamás podría olvidarla. No llegó con la otra, ni siquiera la mencionó.
Cuando los niños vieron su papá se acercaba al carro gritaron en coro ‘papi, papi’, pero él se dirigió
inmediatamente a la ventanilla del conductor. ‘No tengo tu tiempo, así que démonos prisa, lo que
menos quiero es que estos cabrones del departamento de migración me tengan esperando como
su pendejo’.
El abuelo sintió que la sangre se agolpaba en su rostro, la abuela guardó silencio y trató de calmar
el ánimo de los niños.
‘No mis niños, su papá sí los quiere, lo que pasó es que no pudo verlos sentados aquí atrás y tiene
prisa. Ya los irá a visitar después a la casa’.
Que a ella la ignorara era lo menos que esperaba, pero no que a los niños los hiciera a un lado
actuando como si no existieran. ‘Está enojado, hija, por eso te da donde más te duele’ le dijo la
abuela por la noche.
Al terminar de peinarse destapó uno por uno los tubos de cremas y maquillajes. Con cuidado se
aplicó la mascarilla sobre el rostro, después un tratamiento para los ojos y para el rictus.
Claro que no. No había llorado antes por él, tampoco lloraría esta noche ni por él ni por nadie. No
podía darse el lujo de llorar. Entrecerrando los ojos pasó un algodón humedecido en loción
astringente por los párpados, y limpió los residuos del maquillaje. Su rostro joven, piel de durazno
resurgió en el fondo del espejo.
Sus ojos no habían dejado de brillar, pero eran ojos que no miraban a nadie, ni querían ver a
nadie. Deslizando poco a poco la bata para dormir fue acercándose a la cama. Al llegar al pie la
dejó caer por completo, y un suspiro involuntario le brotó de alguna parte del pecho.
Ante sí, una cama vacía, dos almohadas, las sábanas limpias pero sin doblar. Al recostarse en el
lecho quiso dormir por siempre, no despertar jamás.
No lloraba, pero le dolían sus hijos. Y aunque no quería, también le dolía él.
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Francisco Arriaga – Cuando termine la lluvia 57
Cuando termine la lluvia
Cuentario
México, Frontera Norte.
10 de Noviembre de 2009.
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Per aspera ad astra.
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