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Otros yo en los autorretratos fotográficos

Robert A. Sobieszek

(Traducción Felipe López)

Que el hombre exterior sea una imagen del interior y que el rostro sea la expresión
y revelación de la totalidad del carácter es una suposición bastante probable en si
misma, y por lo tanto una suposición bastante segura a la cual justarse; confirmada
por le hecho de que las personas siempre sienten ansias de ver a alguien que se ha
vuelto famoso… la fotografía, a causa de tal alto valor, posibilita la forma más
completa de satisfacer nuestra curiosidad.

Arthur Schopenhauer, 1850.

Existe una dualidad fundamental en los rostros, una dualidad esencial a todo intercambio
humano así como a casi todas las representaciones del semblante humano. En un rostro en
particular se revelan simultáneamente dos yos definidos: un yo exterior evidente y disponible
formado por un rostro y sus rasgos característicos y un yo interior relativamente privilegiado
que apenas puede adivinarse en el rostro visible. El conocimiento popular, las convenciones
sociales y hasta cierto punto la investigación científica consideran que el yo “real” — aquel que
por costumbre se esconde bajo la superficie — se puede descifrar a través de los rasgos y
expresiones exteriores del rostro. El filosofo alemán Arthur Schopenhauer comprendió este
mecanismo, lo mismo que Sigmund Freud, el padre del psicoanálisis, cuando afirmó que “el y
publico es una construcción condicionada del yo psicológico interior”.

Por lo tanto, los rostros y los retratos reales se leen para buscar en ellos indicios de la
personalidad y el carácter interiores. El rostro, ya sea en persona o en representación, es un
escenario sobre el cual se representan las manifestaciones físicas del dolor o la risa, las
disposiciones emocionales del amor o el desamor, los niveles psicológicos del miedo o el deseo
e incluso los estados espirituales de la piedad o el mal. Habitualmente, en la vida real nos
corresponde a nosotros interpretar el carácter interior de las personas con que nos encontramos.
Frente a un retrato solemos tener la ventaja, o a veces la desventaja, de que un artista interprete
por nosotros la personalidad interior de quien ha sido retratado. Sin embargo, con un
autorretrato tenemos que hacer frente a una serie diferente de problemas. Ya no se trata
solamente de que veamos y leamos el rostro de otra persona ni es el simple caso de un artista
individual haciendo una estimación del carácter de otro ser humano. En un autorretrato, donde
el artista y el retratado son visiblemente la misma persona, la dinámica de la lectura,

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interpretación, análisis, y representación implica por definición un ciclo de autorreferencia,
autopresentación, autorrevelación y autocreación. Es más, enfrentarse al propio rostro en un
intento por lograr una representación honesta y convincente del yo, invariablemente da forma a
la comprensión de que lo interno y lo externo son definitivamente diferentes, de que existen por
lo menos dos yos, uno accesible y otro oculto, y que entender el “Yo” en un autorretrato
equivale abiertamente a entender a un “otro”.

Vigilante y espía

“Cuidado con el cuerpo y la mente”, escribió el artista Jasper Johns en sus “Sketchbook Notes”.
“Hay que evitar una situación polar.” Las notas de Johns, ideas preliminares para un grupo de
pinturas-objeto producidas alrededor de 1965, esbozan estrategias específicas para pinturas y
montajes, al igual que una lista de objetos comunes, como linternas y láminas, para usar en las
obras. Las notas también discuten diferentes opciones a disposición de un artista para presentar
o incluir un autorretrato dentro de una obra. ¿Debería ser de perfil, distorsionado, un reflejo en
un espejo, pictórico o manifestado de forma lingüística? Cada opción necesita consideración,
según sugirió Johns al anotar: “Hay que vigilar la imitación de la forma del cuerpo”.

En un curioso párrafo posterior, Johns estableció la diferencia entre dos formas definidas de
observación, antropomorfizándolas como vigilante y espía:

El vigilante cae “en” la “trampa” de mirar. El “espía” es otra clase de persona… Existe
alguna especie de continuidad entre el vigilante, el espacio, los objetos. El espía debe
estar preparado para “moverse”, debe tener cuidado con sus entradas y salidas. El
vigilante sale del trabajo y no lleva con él información. El espía debe recordar y debe
recordarse y recordar que recuerda. El espía se define a si mismo para no ser visto. El
vigilante “funciona” como una advertencia. ¿Alguna vez se encontraran los dos?... El
espía se aposta para observar al vigilante. Si el espía es un objeto extraño, ¿por qué no se
irrita el ojo? ¿Es invisible? Cuando el espía nos irrita, tratamos de quitárnoslo. “No estoy
espiando, sólo mirando”, dice el vigilante.

El vigilante es un observador neutral que sigue con atención los hechos objetivos de su entorno.
El espía es un voyeur y un fisgón, ansioso por darle un vistazo a algún secreto oculto. El
vigilante no tiene que pensar, sólo mirar. El espía, sin embargo, debe entrar a hurtadillas, sin
olvidar y sin ser visto.

Aunque más de un crítico ha dicho que en este fragmento Johns pretendía equiparar el vigilante
al artista y el carácter más repugnante del espía al crítico de arte, podría ser más tolerable
considerar tal dualidad como dos facetas diferentes de un mismo carácter más complejo: el
artista. Es el artista quien debe observar con precisión tanto la presencia física de la obra que

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crea como la apariencia visual de lo que esta siendo representado. (“Existe alguna especie de
continuidad entre el vigilante, el espacio, los objetos.”) Además, es el artista quien necesita
penetrar bajo la superficie de las cosas y adaptar todos los secretos del yo que descubra para ser
representados en dicha superficie. Después de todo Johns dio comienzo a sus notas con la
advertencia “Cuidado con el cuerpo y la mente”. Entonces, al evitar una “situación polar” el
artista es tanto vigilante como espía, y en ningún lugar es tan evidente esta dualidad como en el
autorretrato, al cual alude Johns.

Semblantes aquietados

Según la crítica Susan Sontag, “el yo es un texto: debe ser descifrado… El yo es un proyecto,
algo por construir”. Desde el suizo Johann Caspar Lavater y el francés Duchenne de Boulougne,
los fisionomistas han apreciado las apariencias del yo, evidentes en el rostro y sus expresiones,
como una especie de narración secreta por descifrar. La disciplina de la fisionomía, del griego
physis (naturaleza) y gnomon (intérprete), sostiene que podemos discernir “pasiones particulares
del alma a partir de la forma particular del cuerpo”, en especial el rostro. El entendimiento del
rostro y de la forma en que se comunica le permite a un lector experimentado tener la
oportunidad de escudriñar, así como un espía, el carácter y la psicología ocultos tras el rostro y
hacer frente a la personalidad del sujeto observado.

Pero el yo también es algo que se puede construir, crear o asumir, y por lo tanto es
invariablemente falso. Es algo que los actores y los abusadores de confianza profesionales han
sabido muy bien por siglos, como lo ha sabido la mayoría de los artistas cuando llega el
momento de hacer sus autorretratos. El fotógrafo Richard Avedon sostenía que todo retrato (y
por extensión todo autorretrato) es una forma de actuación o de performancia:

Ya que el retrato es performance y como cualquier performance al hacer un balance de


sus efectos es bueno o malo, no natural o contranatural. Puedo entender que sea una idea
confusa —que todos los retratos sean performances— porque parece implicar alguna
especie de artificio que oculta la verdad del retratado. Pero no es cierto.

Mientras que los fisionomistas estaban convencidos de que el alma podía medirse a través de los
rasgos del rostro, nosotros nos encontramos en un terreno totalmente diferente, pues tenemos
que leer una narración ficcional, el performance de un disfraz que nos transmite solamente la
“verdad” que el retratado desea. Y aún así, cuando esto pasa, ¿no somos de alguna manera
confidentes de las fantasías personales del retratado y no son por lo tanto tales fantasías un
testimonio de la psique del retratado?

Los retratos, sean tradicionales, modernos o posmodernos, sean texto o performance, pueden
interpretarse como un mapa de las operaciones internas del retratado. Los autorretratos llegan a

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ser más reveladores: son mapas de la clase más personal posible, hechos por lo general en
silenciosa complicidad con el yo, el único otro, también por lo general, que está presente en el
momento. El artista alemán Otto Dix señaló que “los autorretratos son confesiones de un estado
interior… Allí no hay objetividad, sólo una transformación incesante; un ser humano tiene
muchas facetas. El autorretrato es el mejor medio para estudiarlas”. Algunos críticos han
argumentado que las distorsiones y las reducciones formalistas asociadas con el arte moderno
han enmudecido tales confesiones y que el rostro “ya no es un espejo del alma o un marcador
fijo para el fluir narrativo”. Aunque hasta cierto punto los rostros en el arte moderno y
especialmente el arte contemporáneo se han convertido en claves más que en textos por
descifrar, los autorretratos han permanecido en su mayor parte admirablemente fieles a los
valores tradicionales de desenmascarar el ego o la personalidad del artista.

En su “Autorretrato en un espejo convexo”, tal vez una de las meditaciones más amplias sobre
la idea del autorretrato, el poeta John Ashbery responde al famoso autorretrato de Parmigianino
de 1524 (en el Kunsthistorisches Museum, Viena), donde el manierista italiano presenta una
imagen distorsionada de si mismo como si se viera en un espejo convexo o una esfera sostenida
en la mano derecha. Ashbery afirma que “el alma se establece a si misma” en la pintura y que lo
expresado en esta obra en particular es que

El alma es una cautiva, tratada humanamente, mantenida

En suspenso, incapaz de ir más allá

Que tu mirada cuando se encuentra con la imagen.

Es precisamente en el encuentro entre la imagen y la mirada, entre la presentación y la


observación, que se revela algo de las pasiones internas.

Los textos son experiencias temporales, indiferentemente de si están escritos o construidos. Las
expresiones faciales también son temporales, atrapadas la mayoría de las veces en lo que Dix
llamo “transformación incesante”; son, con la misma frecuencia, evanescentes, huidizas y
efímeras. Los primeros fisionomistas así lo entendieron; distinguieron claramente entre
fisionomía como el estudio de las expresiones en reposo y patonomía (de pathos, enfermedad)
como el estudio del rostro o el cuerpo en movimiento. Pero, para aclarar y clasificar de manera
sistemática las distintas emociones, humores, pasiones y estados psicológicos presentados por el
rostro, buscaron la manera de destilar de entre este flujo conjuntos definidos de expresiones
medibles. Según la historiadora Patrizia Magli,

Aislar el rostro es aislar una forma permanente, una forma cuyos “rasgos inmutables” se
perciben a través de un proceso que quiere congelar el estado facial de constante flujo en
un estado de inmutabilidad… Es el tiempo de una “medición” lo que detiene las cosas,

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revela una imagen formal y la detiene en una fijeza absoluta, desde la cual interpreta
luego las proporciones, define los contornos e intenta establecer los rasgos esenciales.

La llegada de la fotografía a las artes pictóricas fue tomada al principio como un regalo de Dios
para aquellos ocupados en trazar un mapa de las muchas expresiones del semblante humano,
pero la oleada de retratos sin codificar producidos por la cámara rápidamente dejo atrás y
sobrecargo los sistemas fisionómicos haciendo evidente que eran insostenibles como ciencia.

Puede que los sistemas científicos de la fisionomía hayan colapsado por una sobrecarga de
información, pero el sentimiento expresado por Schopenhauer en el epígrafe citado al inicio de
este ensayo sigue siendo cierto. La fotografía satisface nuestra curiosidad cuando se trata de ver
a los famosos o a los tristemente famosos. Y cuando se trata de artistas retratándose a si
mismos, la satisfacción es mucho más vehemente, más directa e intensamente personal ya que el
autorretrato fotográfico, sea un texto o un proyecto, no cuenta por definición con la mediación
de nadie, más que la personalidad conjugada del vigilante y el espía.

El vigilante, que sólo mira, y el espía, en busca de secretos, son las dos mitades intrincadamente
unidas del autorretrato. Delinear los hechos y la existencia del yo es el trabajo del vigilante,
mientras que buscar la identidad esencial de la personalidad y el significado de ese yo es un
trabajo para el espía. La forma en que el vigilante y el espía realizan sus tareas, así como la
forma en que los datos se registran y se interpretan o expresan, es tan variada como las
personalidades de los artistas individuales independientemente de los distintos intentos por
categorizar y definir las diferentes especies y subgéneros del autorretrato. Más allá de la simple
identificación y de trazar un mapa de los rasgos faciales, los autorretratos se han subdividido en
una serie de aspectos que van desde lo narrativo hasta lo icónico, desde el disfraz hasta el
desmembramiento, desde una sombra hasta un doble sentido, desde lo parcial hasta lo múltiple,
dese simples vestigios hasta distorsiones anamórficas. Y aún, a pesar de cuan refinada y cuan
discreta pueda llegar a ser una taxonomía del autorretrato, la forma simple de ponerlo es que el
sujeto retratado es finalmente divisible en tres: delineación, distorsión y disfraz. Y estas
clasificaciones no son, en manera alguna, mutuamente excluyentes.

Delineación y superficie

Fundamentalmente, un autorretrato es un mapa del rostro o el cuerpo aislado de una persona


retratada. El registro fotográfico delinea al artista que le devuelve la mirada a la cámara, mira en
otra dirección, posa, se refleja en un espejo o está representado de alguna otra manera
naturalista. Lo que vemos es lo que estuvo, por un momento, frente al lente de la cámara. Lo
que vemos, también, es solo la apariencia exterior, la superficie del sujeto. Pero, al final de
cuentas, superficie es lo único que hay para ver. Los fotógrafos entienden esta lección desde el

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principio; lo que importa es la luz reflejada desde la superficie de las cosas y capturada en una
película. Avedon lo dijo más sucintamente:

El asunto es que no es posible acceder a la cosa misma, la naturaleza real del retratado,
desgarrando la superficie. La superficie es todo lo que hay. Solo es posible trascender la
superficie trabajando con la superficie. Lo que se puede hacer es manipular esa superficie
—gesto, vestido, expresión— de forma radical y correcta.

El verdadero problema, en ese caso, se encuentra en la forma en que el artista altera de forma
radical la superficie con el fin de trascenderla cuando la superficie es lo único que hay para
hacer algo.

“Pero tus ojos proclaman/Que todo es superficie”, escribió Ashbery coincidiendo en principio
con Avedon. “La superficie es lo que está/Y nada existe excepto lo que está”. Pero unos pocos
versos más adelante el poeta sugiere que también existe cierto sentimiento en el acto de
enfrentar tales superficies, como resultado del conocimiento de que nunca será posible obtener
una experiencia más profunda o más amplia a partir de las simples apariencias:

Y así como no existen palabras para la superficie, es decir,

No hay palabras para decir lo que es en realidad, que no es

Superficial sino un núcleo visible, entonces no hay

Forma de resolver el problema entre el sentimiento y la experiencia.

Antes que Ashbery, el novelista inglés D.H. Lawrence había escrito sobre el aislamiento
fundamental de l yo moderno al afirmar que “todo hombre es para si mismo un retrato… Es una
pequeña realidad objetiva completa, completo en si mismo, existente por si mismo,
absolutamente, en el medio de la imagen… Somos lo que se ve; todo hombre es para si mismo
una identidad, un absoluto aislado, que se corresponde con un universo de absolutos aislados”.
La historiadora de arte Erika Billeter nos resumió de forma convincente al escribir que “todo
autorretrato comunica una sensación de soledad”.

Casi como si ilustrara la frase “todo hombre es para si mismo un retrato”, John Collins mira una
fotografía montada de si mismo devolviendo la mirada mientras sostiene una fotografía de si
mismo mirando a otra impresión de si mismo mirando de vuelta y así, reduciéndose hasta el
infinito. Usando también elementos fotográficos como tropos de enmarcación, Fred Archer se
aísla a si mismo tras su cámara, mientras que la frente y la mirada fija de Pierre Dubreuil
quedan claramente enmarcados por el frente abierto del visor de su cámara. Otros artistas se
confinan dentro de los marcos de ventanas y puertas y de esa manera aumentan una sensación
de triste aislamiento, como es el caso de los autorretratos de Frederick H. Evans, Louis Faurer,
John Gutmann, Otto Hagel y Max Yavno.

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En su película de 1989, Apuntes sobre vestidos y ciudades, el director alemán Wim Wenders
comentó que los espejos son como una “pantalla privada” sobre la cual uno “puede mirar a su
propio reflejo de manera que es posible reconocer y se esta más dispuesto a aceptar el propio
cuerpo, la apariencia, la historia, en fin, a uno mismo”. “Así como Parmigianino lo hizo”, tabien
mucho fotógrafos han capturado sus propias imágenes como reflejos sobre superficies
especulares. Seneca Ray Stoddard, Georg Muche y Gordon Coster lo hicieron de la misma
manera que lo hizo el manierista italiano del siglo XVI: con un espejo convexo. De forma
similar, Clarence John Laughlin y Norman Rhoads Garrett usaron las superficies convexas de
los guardabarros de un carro para reflejar sus imágenes. Bill Brandt, Florence Henrri e Ilse Bing
(en su autorretrato de 1931) pareen quedar totalmente atrapados por las estrictas geometrías
planas de espejos rectangulares. Dieter Appelt exhala con agresividad sobre su propio reflejo
opacándolo o borrándolo de esta manera. Y, en lo que parece ser una impresión única, Diane
Arbus observa pensativamente su cuerpo embarazado en un espejo montado en una puerta,
aceptándolo, aceptando su apariencia y su historia, parecería.

La pose de W. Eugene Smith es la de un artista taciturno y melancólico a solas en su estudio.


Elfriede Stegemeyer, Edward Weston y Arnold Genthe se paran frente a fondos neutros, con
expresiones distantes y casi distraídas. Alfred Stieglitz se retrata como un joven artista
durmiendo sobre un tramo de escaleras y Roman Vishniac posa sobre la parte alta de la catedral
de Notre Dame en Paris, a la manera del famoso retrato que Charles Nègre hizo de su amigo
Henrri Le Secq en el siglo XIX. Jack Delano se retrata como un peatón solitario en una escena
nocturna dramáticamente iluminada, mientras que Ralph Bartholomew y Brassaï están a solas
con sus cámaras en la noche. La sombra de la cámara de Umbo que cae sobre los ojos del artista
sugiere una ceguera definitiva o un aislamiento visual. Y llegamos a la imagen temiblemente
espectral de Robert Mapplethorpe, cuya mano, que sostiene un bastón con un cráneo en el
mango, y su rostro, los dos muy iluminados, emergen de un vacio totalmente negro. Frente a la
inevitable muerte, el artista se convierte a si mismo en un “absoluto aislado” definitivo.

No es necesario que la cara del artista aparezca en su autorretrato. El torso desnudo de


Lawrence Bach se encuentra junto a una mesa, mientras que Lance Carlson se retrata como un
cuerpo vestido cuyas manos sostienen pinceles, sugiriendo, como lo hace la foto de Edward
Steichen, que el fotógrafo es también un pintor. Haciendo que una parte valga por el todo, Lou
Stoumen solo nos muestra sus pies desnudos y sus zapatos, mientras que Henrri Cartier-
Bresson, famoso por negarse a que le fotografiaran el rostro, elige presentar solo su pierna y pie
derechos. Bruce Nauman fotografía su boca, barbilla y cuello, cada uno de ellos agrandados o
distorsionados por sus manos. Walker Evans, Lee Friedlander y Piet Zwart reducen sus
imágenes a simples sombras, incluso menos que superficies: Evans como una silueta solitaria,

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Friedlander sobre la espalda de una mujer a la cual sigue y la de Zwart proyectada bajo él sobre
el andén.

Distorsión y sueños

Puede que el artista fotográfico sólo tenga la superficie para trabajar, pero el autorretratista
difícilmente se encuentra limitado a la fotografía única, objetiva por medio de la cual puede
trascender la superficie. El critico francés Jean-François Chevrier ha señalado que “la
objetividad ya no se considera un criterio seguro de conocimiento; el registro mecánico se
considera un procedimiento dudoso, que posibilita un amplio margen para toda distorsión
imaginaria posible. Ya no existe una verdad del yo, sino —para usar el término de Lacan— sólo
su „imaginario‟”. Obviamente, nunca puede haber una sola “verdad” susceptible de ser
descubierta ni siquiera en el autorretrato más objetivado y clínico, tan solo simples intentos por
visualizar una faceta definida, momentánea, de la personalidad. El autorretrato más claro y
directo solo nos va a revelar un yo parcial e imaginario. Incluso una serie de autorretratos a
través del tiempo, como los de Robert Heinecken, solo nos pueden dar un vistazo de una
representación sinóptica. Por otra parte, el hecho de que un artista abandone la objetividad en
pro de cualquiera de las distorsiones imaginarias a su disposición no necesariamente significa
que el autorretrato tendrá alguna ventaja al sondear la psique del artista, solo que el producto
final va a verse novedoso o diferente.

Quien este familiarizado con los textos de László Moholy-Nagy o Franz Roh, escritos en la
década de los 20, y por lo tanto centrados en teorías alemanas y de la Bahuaus a cerca de la
modernidad, reconocerán la gama de técnicas fotográficas disponibles para distorsionar
cualquier expectativa convencional del autorretrato “normal”: fotomontaje, fotocollage,
impresión de negativo, montaje en la impresión, fotografía de rayos X, deformaciones ópticas,
barridos de movimiento, foco selectivo, series, cronofotografía, fotograma y otros. Casi todas
estas opciones le permiten al artista la oportunidad de crear análogos visuales de estados
psicológicos, de construir o deconstruir una imagen cuyo texto ni es no real ni trasciende la
realidad y de remplazar el autorretrato convencional con uno que podría considerarse irreal, por
usar el término acuñado por el poeta simbolista francés Stéphane Mallarmé. El término no
sugiere lo no real como tampoco lo surreal, sino algo bastante diferente que esta más de lado de
la realidad, algo lacónico o semejante a un sueño.

Una vez más, Ashbery señaló este aspecto “irreal” de la distorsión:

Las formas retienen una gran parte de la belleza ideal

Mientras se alimentan en secreto de nuestra idea de la distorsión.

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¿Por qué ser infeliz con esta disposición, cuando

Los sueños nos prolongan a medida que son absorbidos?

Algo semejante a la vida ocurre, un movimiento

Surgido del sueño en medio de su codificación.

Aunque la película de Wenders de 1991, Hasta el fin del mundo, resulte ser profética, la
grabación de imágenes de los sueños del yo aún no es una realidad; pero, ciertamente, las
simulaciones de las imágenes de los sueños han prevalecido en los autorretratos fotográficos.
Manipulado, apretado, deformado, el artista se reconstruye como si estuviera en otro estado —
no real, simplemente a un lado de lo real— como en la imagen de Herbert Bayer en la que mira
horrorizado en un espejo a la vez que se despedaza, literalmente.

En representaciones más bien convencionales, Clarence Sinclair Bull, Floris Neusüss y Emery
Révés-Biró se retratan junto con sus modelos (diferentes a ellos) como si fueran parte normal de
su entorno; André Kertész, por otra parte, se presenta relativamente minúsculo y en otro tono
junto a un desnudo monocromático de gran tamaño que se refleja en un espejo distorsionador.
Hans Bellmer posa también con su modelo, La Poupée (la muñeca), un maniquí femenino
articulado, pero junto a ella hay un tenue fantasma que se desmaterializa. El reflejo en el espejo
de Berenice Abbott esta tan distorsionado que se ve grotescamente singular y felino. El rostro
de Susan Unterberg se acerca a la cámara con una expresión dramática que es aun más
inquietante por el leve borroneo de los detalles. Val Telberg parece disolverse frente a su
cámara. Josef Breitenbach se ve perdido en una maraña de arabescos. Konrad Cramer es un
pálido espectro en el medio de un montaje de un busto y un dibujo clásicos. John Brill es una
macha borrosa que corre por un luminoso parque de trenes. Roger Parry llega incluso a negarse
a si mismo invirtiendo los tonos de su autorretrato en una impresión negativa; como lo hace Tim
Gidal, cuya imagen es un fotograma, una sombra invertida formada por la impresión directa de
su silueta sobre el papel.

Facturar y multiplicar la propia imagen son otras formas de construir el yo. Mientras la
cronofotografía de Eadweard Muybridge en la que, desnudo, abanica un hacha parece
protocinemática y, por lo tanto, bastante convencional, el uso de imágenes secuenciales en las
fotografías de Andy Warhol y Renata Bracksieck no lo es: los cuatro semblantes impasibles de
Warhol en esmoquin posando en una cabina de fotos están cada vez más recortados y una de las
cuatro imágenes iluminadas de Bracksieck se encuentra boca abajo. Peter Keetman multiplica
su rostro a través de lo que parece ser una pantalla saturada de aceite de manera que el retrato
queda compuesto por una multitud de pequeños autorretratos.

Tachar, rayar o borrar físicamente de alguna otra manera la apariencia “normal” del retratado
son otros medios a través de los cuales se puede sugerir un estado de ánimo o una agitación

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interior. El rostro de Wallace Berman, un collage en medio de diez estampillas de correo e
impuestos, se desmaterializa gracias a un aurea de líneas que irradian de una manera casi
trascendental. El cuerpo aparentemente desnudo de Bayat Keerl casi desaparece bajo una
espeluznante capa de pintura y raspaduras lineales. El interés de Arnulf Rainer en las formas de
expresión prelingüísticas y psicopáticas da forma a un autorretrato agresivamente rayado,
enmascarado de manera tal que se vuelve, según un crítico, “una expresión del sufrimiento
mental grabado en el cuerpo”. De manera similar, en una imagen de si mismo junto a su reflejo,
Lucas Samaras presiono y deformo manualmente la emulsión de la polaroid antes de que se
solidificara, reconfigurando por completo el cuerpo de una de sus imágenes para darle una
forma nebulosa y a medio hacer. En ejemplos como estos, donde se puede ver a la figura
representando algún código personal o dramático, la noción que Avedon tenia del retrato como
performance o un “comportamiento extremo y estilizado” queda bastante clara.

Disfraz y otredad

El aspecto de performance que tiene el autorretrato toma un carácter completamente diferente


cuando la persona retratada representa un papel, se disfraza o se ficcionaliza de alguna otra
manera. Por supuesto, en última instancia, todo autorretrato es una ficción, un retrato de otra
persona o un terreno en el cual se enfrenta a otro o se encuentra a un alter ego. El historiador de
arte Kirk Varnedoe ha sugerido que a través de sustitutos tales como los papeles públicos o
privados el artista es capas de “expandir su personaje y simultáneamente controlar el acceso a su
personalidad”. Además, un elemento de confrontación es vital para el autorretrato; un
autorretrato confirma su realidad desde una posición de “distanciamiento o incluso hostilidad”:
“El tono teatral —la conciencia explicita de que existe una audiencia ante la cual el yo actúa
como yo o en el papel de yo— es particularmente inquietante ya que la división entre el
observador y lo observado debe tener lugar primero al interior del artista”. Avedon enfatizo
también que todo retrato requiere de un sentido de confrontación para funcionar.

Personalidad múltiple, alter ego, fantasía… de cualquier manera es definitivamente otro el


enfrentado en un autorretrato, incluso en la representación más clínica. Tal como Ashbery
señalo,

…esta otredad, este

“no ser nosotros” es todo lo que vemos

En el espejo, aunque nadie pueda decir

Como fue que llegó a ser así.

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Y puede que nuestra fe en este “no ser nosotros” tenga que ver con una perdida de la certeza de
quienes somos y lo que vemos. Siguiendo a Chevrier, “la fe en la verdad del yo y la fe en la
objetividad del registro fotográfico han muerto simultáneamente. Todo autorretrato, incluso el
mas simple y menos preparado, es el retrato de otra persona”. Simplemente, el yo que mira no
es el yo representado que devuelve la mirada. Con esta libertad en mente cualquier cosa es
posible, incluso el choque entre texto y construcción, discurso y teatro. “El rostro teatral”,
escribió el critico francés Roland Barthes, “no está pintado (hecho), está escrito… Es el acto de
escribir el que somete al texto pictórico, de modo que pintar no es más que inscribir”.

“El cuerpo no es solamente un medio de comunicación”, escribió el crítico francés Roger


Marcel Mayou, “es la realización misma de la multipersonalidad, el lugar donde la otredad es
visible”. Una vez más, Barthes lo enuncia de una forma más simple, “El rostro es solo: la cosa
para escribir”. Lo escrito puede ser cualquier cosa que el artista desee o puede tratar con
cualquier problema que él o ella desee representar ya sea como símil o metáfora. Al disfrazarse
o maquillarse, el yo puede ser como cualquier otro. Disfrazar al yo puede también revelar a otro
personaje, otro yo que por las razones que sean permanece normalmente velado o no es
abiertamente aparente. El “imaginario” se convierte en la imagen, como en el autorretrato de
Robert Mapplethorpe maquillado: un significante claro y contundente de un yo “de aspecto
diferente”.

Los fotógrafos han actuado ante la cámara casi desde el inicio de la fotografía el caso más
famoso y posiblemente el primero seria el del fotógrafo francés Hippolyt Bayard, quien se
presento en 1840 como un ahogado. Siguiendo con la moda romántica del siglo XIX por
l´orientalisme, Roger Fenton se vistió como soldado zuavo y Francis Frith lució un disfraz turco
de verano. Mirando hacia el occidente en busca de inspiración exótica, Nadar (Gaspard-Félix
Tournachon) se vistió con un atuendo indio de los llanos norteamericanos. Poco separa estos
autorretratos de los del futurista italiano Tato vestido de bufón, T. Lux Feininger imitando a
Charlie Chaplin, Lejaren á Hiller representando a un borracho o Paul Outerbridge haciéndose
parar por un vendedor agrícola. De manera similar, existe un paralelo entre Oscar Gustav
Rejlander haciendo el papel de un arruinado personaje de Dickens (lo que no era el caso con el
artista) y el papel de Werner Rohde como un pobre artista bohemio en un estudio en una
buhardilla (lo cual podía estar cerca de la verdad).

En un esfuerzo por subrayar sus papeles dentro de las bellas artes, Anne Köninger adopto la
postura clásica de alguna musa indefinida, Edward Steichen se presentó en la apariencia y traje
tradicional de un pintor del siglo XIX, Edmund Kesting se retrato en el acto de pintar su propio
rostro y George Platt Lynes adopto una pose de arlequín, vinculándose así a la commedia
dell´arte y al teatro moderno. Con menor seriedad, Mehemed Fehmy Agha, director artístico de
Condé Nast, se presenta como un pie con gafas, Angus McBean se introduce en una tina

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sostenida en el medio del aire por una sombrilla, Ralph Eugene Meatyard asumió el carácter de
su alter ego ficticio, Lucy Belle Carter, y Nancy Burson fusionó su personaje con el de un gato
blanco.

Las narraciones de los autorretratos pueden dejar cabos sueltos con mayor frecuencia que
atarlos. El rostro de Judith Golden nos mira a través de una imagen de moda o de publicidad,
como un choque con los estándares de la belleza idealizada de los medios de masa. Eileen
Cowin representa un teatro mudo y pictórico de ambigüedad doméstica y tensión emocional
junto a miembros de su verdadera familia. Cindy Sherman, en dos imágenes de su serie
Fotogramas de una película sin título, posa como una protoactriz indefinida pero de alguna
manera extrañamente familiar, atrapada en un momento crítico de alguna película de serie B
vagamente recordada. En otra forma de teatro, los autorretratos manipulados de Pierre Molinier
tienen que ver con “la ambigüedad sexual hermafrodita y de show a través de figuras que tienen
a la vez características de los dos sexos”. En su retrato Orgullo propio, la surrealista Claude
Cahun (Lucy Schwob) rodea varias imágenes de su rostro con las palabras “Bajo esta máscara,
otra máscara. No voy a acabar de quitarme todas estas caras”, enfatizando así la imposibilidad
moderna de definir un yo verdadero.

El autorretrato es finalmente un enfrentamiento con la mortalidad del yo. El yo que le devuelve


la mirada al artista fue una vez, cuando se tomó la fotografía, y ya no es; al marcar un tiempo
inmediatamente desligado en el tiempo, pronostica la inminencia de la muerte. Tal como la
crítica Patricia Storace anotó, al hablar de las novelas de Ann Beattie, “Aquello que se percibe
en su totalidad incluirá una conciencia ominosa de la muerte futura”. Aunque esto puede ser
cierto en un autorretrato, algunos artistas lo ilustran de una manera directa. En una serie de seis
autorretratos Jean Saudek personifico aun soldado con su espalda literalmente contra la pared y
se quito poco a poco el uniforme, la ropa interior, su materialidad hasta que no queda nada más
que un signo. Joel-Peter Witkin se presento como cierta clase de sacerdote satánico, usando una
mascara blanca con una figurita del Cristo crucificado pegada: el artista es a la vez un vigilante
delineando su apariencia y un espía furtivo o chaman revelando el secreto final.

En su autorretrato Duane Michals esta de pie a la derecha, con los brazos cruzados,
contemplando en silencio su propio cuerpo muerto sobre una camilla a la izquierda. La imagen
es un homenaje sutil y posiblemente inadvertido al famoso autorretrato de Bayard como
ahogado, pero difiere bastante de la imagen anterior. Parecería que Michals nos sugiere que el
autorretratista ya no puede simplemente lucir la apariencia de otro ficcional para afirmar a un yo
singular, representado o no, vivo o no. En este retrato el artista se presenta como dos, uno vivo y
otro muerto, que existen simultáneamente uno junto al otro. El argentino Jorge Luis Borges
describió con palabras la misma condición cuando, en su autorretrato literario “Borges y yo”,

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hizo la diferencia entre él como persona y él como escritor. “Al otro, a Borges, es a quien le
ocurren las cosas… Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro”.

Cada autorretrato en la colección de Audrey y Sydney Irmas, que abarca casi siglo y medio, es
solo una imagen o una discreta serie de imágenes (una muestra o muestras) del reflejo del yo
una vez sea retirado. A la vez, tales muestras afirman los yos individuales de los artistas, no
como fragmentos “sino como todo lo que/Pueda imaginarse por fuera del tiempo; no como un
gesto/Sino como todo, en un refinado estado asimilable”. Pero al parecer cada autorretrato pone
en evidencia también la multiplicidad esencial del yo que los artistas fueron y son y, por
implicación, nos muestra que ninguno de nosotros es un yo singular. Se dice que cuando dos
mentes se reúnen una tercera y superior las acompaña. Tal vez sería más apropiado decir que
cuando una mente existe, otra (u otras) la acompañan. El vigilante observa el exterior mientras
el espía investiga el significado o significados del interior. Solo en un autorretrato pueden tener
la oportunidad de encontrarse.

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