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Cultura
21.12.12
La semana pasada fue entregado el Premio Figari 2012 a Marco Maggi. Residente en Estados Unidos
desde hace muchos años, sigue viniendo a Uruguay con cierta frecuencia. Aprovechamos su última visita
para hablar de su trayectoria, recientemente galardonada, y de sus ideas sobre arte y sistema.
con Liliana Porter y Ana Tiscornia. Azarosamente, durante una conversación para una obra de teatro
-Sylvia iba a componer la música- Rimer Cardillo, que era el escenógrafo, me habló de dibujos que le
habían mostrado Liliana y Ana y me llevó a New Paltz, donde me ofrecieron un lugar en la universidad.
De ahí empecé con una colectiva y luego una individual en Tribeca: el librito de la muestra llegó a Kim
Levin, directora del Village Voice, que puso en la tapa la noticia de la muestra, ¡junto a otras de Marianne
Goodman y Gabriel Orozco! De ahí empecé a trabajar con varias galerías en San Francisco, Brasil,
Houston, San Pablo. Luego de representar a Uruguay en la Bienal de Porto Alegre, junto a otros 12
artistas, fui a varias otras bienales, a Cuba, Brasil, incluso a Corea. Esta estructura es la que me permite
trabajar 14 horas por día, siete días por semana, desde Nueva York. Se fueron sumando personas que te
representan, pero que también te comentan, que es importantísimo, te mantiene focalizado, así como lo
hace la parte académica, los críticos, varios de los cuales, tanto en Estados Unidos como en América
Latina, fueron y son centrales para mi trabajo, además de muchas veces son amigos.
-Me parece que buscás una relación íntima con el espectador que
no puede evitar -si quiere mirar con un mínimo de atención tu
obra- entrar en los detalles.
-Mirá, en enero hice una exposición que se llamó No idea, y al poco tiempo hice otra con un título más
ambicioso, La menor idea. En mi trabajo hay una voluntad de ser insignificante, crear superficies que
estimulen cierta empatía con lo insignificante, y no con una idea, un mensaje, como si yo fuese un
iluminado que proyecta. No, la obra tiene que ser un campo para excavar. La intención final es intentar un
cambio de protocolo, generando cierta modalidad de percepción que mute en dos aspectos, mirar más
tiempo y mirar más de cerca. Para eso existen diferentes estrategias y una es la escala -mínima, casi fuera
de foco, no sólo en el espacio, sino en el tiempo: uno que mira la obra puede ver en ella algo tanto
arqueológico, por ejemplo un jeroglífico, como de ciencia ficción, algún microchip. Trato de dar
estímulos, pero lo más polisémicos posible, atravesando todas las enfermedades de la comunicación, que
pueden ser la imposibilidad de ver, de entender, de descifrar. De hecho, en lo material, hay muchas
referencias a medios de comunicación obsoletos, las diapositivas, los sobres, el lápiz, etcétera. La idea es
-en un mundo que va cada vez más rápido, que es cada vez más multitarea, más distraído y más disperso-
agregar algunos segundos a lo que se estima que es el detenimiento promedio frente a una obra en el
Louvre y en el Metropolitan, 16 y 12 segundos, respectivamente. Por eso me gusta definirme como un
“promotor de pausas”. En un mundo en el que ya no hay direcciones claras, ni convicciones, es difícil
trabajar con conceptos, así que lo que te queda es el proceso, que de hecho me interesa enormemente.
Pero el proceso no se realiza sin el observador.
Emigración, que ocupa una pared entera. El gigantismo del que hablás es un derivado del arte shock de
los 90, pero en mi caso se trata exactamente de lo contrario: puede ser grande, pero siempre es
homeopático. No trata de que la persona dé un paso atrás impresionada por el tamaño, por el espectáculo,
por el miedo, sino que intento provocar el balconeo, la aproximación, que la gente dé un paso adelante.
siglo y por otro tenemos un teléfono en el bolsillo que contiene el mundo entero. Es, de hecho, una
situación precolombina y posclintoniana. Y creo que vamos a tener el posclintoniano para rato.
Riccardo Boglione
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