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LOS ÚLTIMOS HIJOS DEL

BOLERO
Cuentos de amor
"Si yo hablara las lenguas de los hombres
y de los ángeles,
y me faltara el amor,
no sería más que bronce que resuena
y campana que toca..."

Corintios 13
Usted es la culpable

"de todas mis angustias... "

Leo Marini

¿Por qué no fui otro hombre?

Bien que no fui otro hombre.

Soy ninguno. Me llamo ninguno. Ulises. Odiseo. Nadie. Ninguno. Pero


usted quería ser Penélope, ese símbolo de fidelidad conyugal, mientras yo
prefería a Calypso o a Circe, por su irremediable acabamiento, por su falta de
eternidad, y quizá porque eso era lo único que iluminaba nuestro amor: su
fragilidad, su liviandad, su falta de asideros, de garantías, su eventualidad, ese
constante equilibrio en el filo del abismo, esa maravillosa angustia de
clandestinos y desaforados.

Así, al menos, pensaba yo en el maldito tiempo en que la conocí.


Tiempo en el que prefería las brasas a cualquier quietud, a cualquier
serenidad.

Pero ahora que está muerta, y bien muerta, voy a escribirle la carta que
le prometí aquel día en que usted se comparaba con Camille Claudel y me
acusaba de ser un Rodin cien años después, y lloraba por haberla
abandonado en el hospicio de Montdevergues y sus lágrimas dejaban en mi
carne como un tajo de navaja, lágrimas terroristas que más bien asemejaban
su rostro, no al de la loca de la calle Turenne, sino al de la Dolorosa de
Caspicara, y yo aprovechaba la ocasión para leerle versos del hermano, de
ese loco hermano, que se llamaba Paúl como cualquiera, y usted, en el
intersticio de esos versos, me decía agitada, que a esa poesía no hay que
leerla sino rezarla.

Y he llegado hasta acá, para escribirle, porque quiero bajar al corazón, a


la obscura sangre de la lengua, escribirle como un acto gratuito, como el acto
de su muerte, escribirle antes de que lleguen los pensamientos, cuando aún
estoy vacío de lenguaje, inocente de sintaxis, tratando de aumentar,
ingenuamente la realidad del mundo, la realidad de este mar que moja mi
melancolía y su recuerdo. Y he venido acá, a este paraíso, porque usted
alguna vez, ahogada de lentitud y quizá de misericordia hacia mi vehemencia,
me dijo "vete a Alandaluz, allá terminarás tu libro”, y fíjese que ha sido verdad,
porque mi libro es usted y usted ya se ha muerto, y esta carta que escribo en
la arena, con mi cuchillo de conchaperla, es el epílogo, un epílogo que se lo
llevará el mar, y que de alguna manera modificará el Sahara, según me lo ha
prometido Borges.

Y he venido más solo que una mitad, afianzándome a la mirada de los


pasajeros para no desaparecer en el camino, y he atravesado Portoviejo,
Jipijapa, Libertad, y en cada uno de ellos ha ido quedando colgada mi mirada,
llena de congoja, hasta que he llegado ciego a esta luz alada, a esta
Alandaluz, a recostarme en la playa que alguna vez contuvo su liviandad de
plomo. Ciego, dije. Ninguno. Nadie. Hornero. Melisígenes. Me llamo nadie, y el
agua del mar es la madeja de lana que usted teje en la espera.

Acostado en la arena, con los cangrejos en los bolsillos, apenas


divisaba, entre brumas, la lejana isla del ahorcado, donde murió Francis
Drake, usted misma me lo contó obsesionada por los cofres del pirata. Un
cangrejo, cerca de mí, me miró y detuvo su andar parsimonioso. Se convirtió
en estatua. Iba a decir de sal, pero ahora reniego de los mitos. Ya he cruzado
todos los mitos que usted contenía, me quedaba uno, ya amado muchas
veces, pero quizá no hasta la saciedad. El mito de su cuerpo, donde está
regada la historia de este perro mundo.

Dibujé con mi cuchillo un pez en la arena, Y pensé que ese era el único
pez que ahora vivía y fulguraba en la playa inmensa. Era un pez plateado por
la desolación de mi mano, un pez tristísimo por la inmensidad del mar. Drake
me llamaba desde la bruma. Yo ya sabía que en alguna otra vida había sido
corsario, (corsario y no Rodin, señora, yo qué culpa), por eso hundí mi daga
en la arena y la llené de sangre, quiero decir de palabras, palabras para usted,
para adornar su sudario.

Ahora, aquí, sé cómo pasa el tiempo, huelo al tiempo, lo escucho; la


playa es un rugoso lomo de elefante, y por allí camina, imperceptible, la
diminuta arena de la edad, y yo sigo escribiéndole mientras las olas tocan
aquella canción de Prokofiev: Marcha de amor para tres naranjas, música para
recordar que usted me ha obligado a quedarme huérfano de un sentimiento
precioso.

Cuando la conocí, yo me sentía veraneado, es decir que cualquier mujer


habría hecho hueco en mis camisas, porque la tramontana para mí tiene forma
de mujer, y en verano, perdone la flaqueza, una nueva mujer me acecha. Pero
la conocí a usted que no sabía nada del misterio de las estaciones y que
estaba, más bien, llena de primavera, fue en el recital que hicimos los ex-
militantes en el Pabellón de Oro, donde alargué mis poemas para tocarle. Su
rostro dulce, su cabello de colegiala, su mirada amarilla como la cerveza,
atenta a mis pobres textos que babeaban Kavafis por todos lados. Su rostro,
señora, cualquiera diría que se había alimentado de miel toda su vida.

Pero como sucede siempre con la mujer fatal, usted pasó desapercibida
para mí en el primer momento, inclusive puedo decir que cuando nos
presentaron me gustó mucho más su marido, o mejor dicho, esa algarabía
recurrente y dichosa que formaba su marido con su conversación inútil, como
si de sus palabras y de sus cabellos fueran saliendo bombillos de Navidad;
aunque ya después, cuando la bruja apareció con la varita mágica de sus ojos,
alentado por el vino, que pone antifaz a mi cobardía, me entregué por
completo a percibir las volutas de su amor, yo, inocente, poeta miserable que
por ese tiempo aún desconocía que el amor no es un estado de ánimo, sino
un estado de gracia.

Empezamos entonces a charlar, ese menage a trois del lenguaje, en el


.que los dos tienen los dardos apuntando, mientras el tercero está en el cielo.
Luego de una gran perorata de su señor, sobre las bondades de la unión
conyugal, yo, en broma, es decir furtivamente, dije: "El matrimonio me
recuerda siempre “La Divina Comedia": (lo dije recitando lo que alguna vez
había anotado en mi diario, quizá de cosecha ajena), "los habitantes del
infierno están condenados a sufrir eternamente, los placeres que alguna vez
desearon".

Usted, señora, se sonrió con una mueca naif y dijo siniestra:

"¿Por qué eternamente?", mientras su marido dibujaba pajaritos de


gestos en la sombra, y usted se retrasaba en sonrojarse, como si el sentido de
sus propias palabras le llegaran como un eco bastante tardío.
Inmediatamente, desde luego, se acercó a él y lo rodeó con sus brazos, lo
besó en la mejilla y le dijo palabras tiernas, como para que, por favor, la per-
donara lo que había dicho tan espontáneamente, es decir demostrándome,
que usted, señora, tenía todos los complejos de mujer de marido único, que
son peores que los de hijos ídem.

En algún momento, cuando su marido feliz llevó a su jilguerito canoro al


water closet, le rogué que me dejara verla otra vez, mañana mismo, pero
usted me habló de su hija, y de las ocupaciones domésticas, y del pretexto, y
de la escoba, y de las camisas planchadas, y del teléfono; toda una burocracia
para que usted dijera sí, y dijo sí, seguramente afectada por mi inquietud y mi
palidez y justo el momento en que su marido regresaba entonando sin saberlo,
la danza de las pulgas.

Y así, poco a poco, con angustia y vehemencia y violencia, fui entrando


en la magia de su vida y de su cuerpo, que eran como dos cosas distintas.
Usted también había seguido paso a paso, el periplo que marca la angustia de
nuestro tiempo: la universidad, el partido, la ambigüedad, la preñez, el
descoloque, la inercia, el vacío, el compañero para que haga ruido, para que
espante a la soledad, y mientras asistíamos a recitales, conferencias,
exposiciones, usted seguía recibiendo el vacío de la época, como se recibe la
comunión, se rodeaba de vacío como la aureola de los santos, y era eso lo
que me entregaba, su vacío, como una dádiva, como un gran sacrificio,
mientras ponía una cara de arte moderno, desfigurada por el sufrimiento. Es
que usted, señora, en aquel tiempo en que la conocí, tenía una irremediable,
envidiable vocación para el sufrimiento, y había que alimentarlo de cualquier
manera, para que no fuera a sentirse feliz por equivocación o negligencia de
mi parte. Es decir, mis ingenuas maldades estaban teñidas de amor y sin
embargo usted me trataba de perverso, quizás sin comprender que yo
simplemente desgarraba mi piel de lobo para que usted asentara sus pies de
caperuza.

Y la primera vez que nos amamos fue la primera vez que se sintió
completa, así me lo dijo usted, señora, con la alegría de la inmoralidad pintada
en sus ojos de ámbar, y en el acto del amor, dichosa por fin:
"Me estoy yendo, gatito, me estoy yendo", utilizando un gerundio y un tono que
la penetraba aún más.

Yo grababa en mi mente la inflexión de su voz, para después, para el


recuerdo. Creo que en definitiva la amaba para después, para cuando se
fuera, para cuando pudiera hacer silencio en mi corazón y en mi cabeza. Creo
que no quería permanecer desprevenido, quedarme solo y abandonado en su
huida (usted me decía que nuestro amor tenía una pistola en la cabeza).
Recuerdo su voz, tan delicada, tan pequeñita, pero ¿ por qué sonaba tanto?
Era como esas piezas escultóricas diminutas, que contienen en sí mismas la
monumentalidad. El sentimiento que yo tenía de usted me acompañaba de la
noche a la mañana, como un enjambre de abejas zumbando a mi rededor, caí
entonces en su trampa porque usted me hizo cotidianizar la dicha, que era
como escuchar un bolero pegado a su piel, y yo, ya marcado y derrotado en
alguna parte, me transformaba en un perro cazador, al acecho de sus
pequeñas vulgaridades, para recordarlas, para que en un momento las
cadenas fueran más livianas.

Había un barcito tránsfuga, desde donde se divisaba la melancolía


pesada de los transeúntes, se llamaba Le Passy, allí usted me abría su
corazón desdichado, mientras escuchábamos a Tracy Chapman, dolida por
los sinsabores de la negritud y que cantaba "no somos nada, y menos en la
ducha". ¿O eso lo decía usted? Allí yo le di mi curriculum vitae, que era más
corto que un suspiro, a saber: poeta, ex militante. La peor profesión del
mundo. Ahora no sé nada. Todos me exigen computación. Y usted reía como
si estuviera dejando caer orquídeas, y me preguntaba ¿pero por qué has
tenido tantas mujeres? Y yo le contestaba sonriendo triste: "álguienes tienen
que ayudar a llevarme".

Mujeres. Pero ahora ya ni eso me alienta. Lo que pasa es que desde


que la conocí estoy condenado a no ver la superficie, cuando veo una mujer
estoy viendo su hueso, es como un desvío profesional (como ahora, en que ya
no la veo a usted, sino su cadáver). Ya no quiero seducir a nadie, ya no
puedo seducir a nadie, ya nadie se siente seducida, nadie siente la seducción.
Y lo que es peor, ya no podemos seducirnos a nosotros mismos, ya no
confiamos en nosotros, la seducción es estrategia del diablo, ya no sabemos
qué significa esa palabra, ni siquiera sentimos su sedosa piel semántica. Pero
yo tenía que seducirla a usted, y adorarla, y protegerla del virus de la infamia,
porque usted, señora, en alguna parte de su cuerpo, era enferma mental y yo
tenía que entrar en esa maravilla fosforescente ahora que mi dolor de cabeza
no existía realmente, pues había empezado a ser tan solo una metáfora de su
ausencia. Usted, de alguna manera, ya traía de la mano a su ausencia. Era su
ausencia. Desprenderme de usted todos los días era empezar a cojear, a
sentir ese dolor absurdo que siente el mutilado, un dolor del miembro que no
tiene.

Mi vida empezó a reducirse, mi destino era la tzantza de mi destino,


maravilloso destino que únicamente se preocupaba del atardecer, de visitar
con usted aquellos lugares habitados por los dioses, por Eros y Tánatos, y
Dionisio y Safo y Eos y Erinies, y Afrodita y Artemisa, y los de la lujuria y la
gula, y las cantinas solitarias, los cafés oscuros, los tristes moteles, los
hoteluchos de carretera, los albergues para extranjeros (extranjeros de la
vida), las calles adyacentes, tenebrosas, la que cruza, y las ocho de la noche
inmoral.

Cuando usted, señora, me hablaba de su marido, de su olímpico


quemeimportismo, yo me ponía más neurótico que un francés recién bañado,
y con profunda melancolía pensaba que no quería escapar de él, sino del tedio
que la rodeaba. Usted había sido bella, y lo seguía siendo, quizá ahora más
bella por esa triangularidad que daba a su rostro una sensación de abismo,
esa triangularidad que es como la firma del primer amante. Pero pensar en su
marido -burdo, vulgar, desnudo de contenidos-, me desasonaba, la veía con
otro rostro, con otros ojos. Cuando usted me contaba arrepentida, que había
tenido que hacerlo, su cuerpo me daba una especie de asco, señora, con el
respeto que se merece, su cuerpo ya no era suyo, era un cuerpo de él, un
cuerpo que no había sabido conservar su trascendencia, un cuerpo sin luz,
sometido a infames penetraciones, lleno de groseras acometidas, de
repugnantes derechos de un hombre que no era de su sangre, que no era de
su familia (quiero decir de la familia de las Camilles), que no la contenía, que
no la alcanzaba.

El rastro que dejan en la arena estas palabras es un rastro parecido al


que dejan los piqueros de patas azules en esta playa desierta, un rastro
sufrido, egoísta, atormentado, que lo va tapando el viento lleno de
benevolencia, es como la poesía, como su huella trágica. Infinidad de veces,
desde el charco que iba formando nuestro amor, le había repetido a usted,
señora, que yo poseía una sola realidad: el arte. Si procreo hijos bastardos -le
decía-, si me vuelvo un asesino o un ladrón, si busco el coño de todas las
mujeres, si traiciono o engaño, o me vuelvo un santo o un prostituto (esas son
mis categorías ahora), no es más que por eso, no tiene otra función que esa,
el arte, esa maldita bruja que ya no tiene nada que ver con la realidad de una
vida convencional, y que me arrastra como en un sueño surrealista, un sueño
donde miro una calavera magnífica, posada sobre mis hombros para ver mejor
la desolación del tiempo.

Pero usted empezó a cambiar, mordida por el perro de los


remordimientos, y yo la sentía lejana, atormentada, seguramente pensando lo
que pensaban los rigurosos rusos de Ana Karenina, es decir que la pasión que
sentía era condenable porque violaba el deber, pero yo le reprendía con
versos de William Blake, diciéndole que solo reprimían su pasión, sus deseos,
aquellos que los tienen tan débiles como para poderlos ahogar. Entonces nos
volcábamos a ese amor literario y usted ya más serena se quedaba dormida,
pero horas más tarde, se despertaba, y su profunda emoción, su rencor, su
maldita conciencia, manipulaba su estética, la tornaba un poco vieja, un poco
tonta, casi disléxica, y las serpientes empezaban a enroscarse en el nido de
sus ojos. Yo miraba, feliz, hay que decirlo, su confusión, y empezaba a
dormirme del lado izquierdo, para tener la certeza de sentir mi corazón.

Al amanecer, usted lloraba, lloraba como si estuviera cantando las arias


de Glück, las de Orfeo y Eurídice, mientras yo frotaba sus muslos con
algodones mojados en espíritu de vino, porque usted siempre sangraba, como
si fuera la llaga del costado.

Ahora que le escribo por última vez, y que tengo la certeza de que no
leerá los grafitis de muerte que se forman en la arena, puedo decirle que, no
sé por qué, empecé a tener un sueño recurrente, un sueño de cuchillos, una
necesidad de volcar hacia usted un acto gratuito, aquél acto gratuito que
siempre me fascinó y que, en mis constantes pesadillas, siempre estaba,
tenaz, persistente, ocre, y que me atraía como un imán irresistible.

Claro, usted era una pesadilla que se le había olvidado grabar al viejo
Goya, la yegua de la noche, como quien dijera. Y hasta me parecía milagroso
despertar razonable (es decir repugnante), después de aquellas pesadillas. "Si
el amor no es maldito, es una forma de piedad", me martillaba desde la
pesadilla un poeta guayaquileño. ¿Usted, entonces, se había vuelto tan
retorcida que me traicionaba con su propio marido? ¿O yo estaba loco? ¿O yo
estaba loco? ¿O yo estaba loco?

Creo, señora, que yo la inventé. Y si es así, la desinventaré. De usted ya


no me importa nada. Quizá solamente recoger pedazos de amor propio,
aunque siento un gran desconsuelo de que, cada día, usted vaya
desapareciendo un poco, como si el tiempo, inmisericorde, tenaz, inalterable,
fuera pasando y repasando su mano atroz por su figura de mujer preciosa,
borrándola, convirtiéndola apenas en el ectoplasma del olvido y de la muerte.

Dicen que el que va a morir, ve pasar toda su vida ante sus ojos, usted
tenía que morir, con los ojos abiertos y tristes. Usted moriría mirándome. Yo
sería su última imagen. Yo sería toda su vida.

Por eso, en esta playa de Alandaluz, estoy recordando lo que quedó de


su luz. Por eso la cosí a puñaladas. Acto gratuito, casi desinteresado, liviano,
borroso, como en las pesadillas. Le cosí a puñaladas, porque cuando uno da
la primera, entra a chapotear en un lago pleno de felicidad.

No siento ningún remordimiento. Soy ninguno. Soy nadie. Soy este


tiempo. Soy Argos, el perro de Odysseus, que murió al presentir su regreso.

Ahora es la noche y los piqueros azules ya no agitan sus alas, ¿Por qué
yo aún las escucho?
Flor de Azalea

"...la vida en su avalancha te arrastró..."

Los Panchos

¿Sabes por qué te escribo, Ñañón? Porque no tengo nada que hacer.
Nunca tengo nada que hacer, me pagan por no hacer nada. Para que me
rasque las pelotas. Para que no me olvide del vacío, del olor a cloaca que
despide este mundo, pero he aquí que te escribo farrullero sólo para
recordarte lo que fuimos, lo que somos, mientras vos estarás por allá, por los
mismísimos mayamis, aliado a los cubanos, chico, alumbrando algún crimen
de la puta madre, y está bien porque como decía el gordo Pacheco: "ya somos
todo aquello contra lo que luchábamos a los veinte años".

Quién como vos, Ñañón, mientras yo (por no hacerte caso) sigo viviendo
con los harapos de la felicidad, a saber: sueldo mensual, corbata maltrecha,
terno de casimir estilo tres cargas familiares, una mancha de huevo en la
solapa, sexo los sábados, y el viernes infaltable al Flor de Azalea.

Parece mentira. ¿Sabías que la flor de azalea no tiene perfume, y que es


venenosa? Parece mentira, pero ya ves, nunca te escuché. Te acuerdas
cuando me decías (tiempos en los que pendejeábamos en el Partido) "tomá
conciencia, no seas bruto" iAhí tienes! Ahora he tomado conciencia... de que
no hay esperanza. Todos los libros que me he tragado no me han hecho
digestión y apenas me han servido para putear en la cantina o dármelas de
sabio con mi jermu. No sé si serán sentimientos de derrota. Sé de la angustia,
del abatimiento que cae en mi espíritu como una negra mariposa nocturna,
pero no sé si seré un desesperado, o un desarrapado o un desperdiciado,
pero ya ni siquiera el cine me llama la atención. Ayer no más daban La
Cucaracha, con esa rica mexicana de nuestro tiempo, la Flor Silvestre pero
nada, le dije a la flaca que se vaya con las guaguas y yo me quedé viendo el
tumbado. A la nochecita me vino a ver el Diablo, y nos fuimos para la Samba
(Samba de mierda entre paréntesis como te consta) que me advirtió que esta
era la última vez si no traía las platas ¡hay!

Pero basta de preámbulos, como dirías Ñañón, si estuvieras aquí y


déjame contarte al correr de la máquina (ni loco que corrija esta porquería si
solo es para vos), el caso es que la otra tarde fui a la biblioteca de la
Universidad para ver si me afanaba algún libro y qué encuentro, una diva
sentada, una diosa polveada y esmaltada, un poco vejancona pero con
pulseras y todo, y voy y me le siento y le digo ¿qué lees? Y qué crees que me
dice sacando su enorme pecho y sonriendo fullera: "Leo el destino".

Ese era mi destino, Ñañón. Los dioses me la habían puesto como


mandada a hacer. La cortejé, la enamoré, la acorralé, diciéndome para mí
mismo, como un porfiado, como un atarantado: "cien mil, solo cien mil, con
eso el arriendo atrasado, las pensiones de los chamos, sacar del empeño el
pickup, y si alcanzaba algo, para mis vegetales, para mis hermanitos, un
sostencito para la flaca". Todo hecho, todo clarito, lástima que cuando se
levantó se le notaba el desnivel ¿cachas? Claro, brother, cojeaba de la dere-
cha, pero yo ya estaba, como quien diría, demasiado motivado para fijarme en
pequeñeces y seguí en el enjuague como si ni tal que se ha ofrecido.
Me subí casi al vuelo a su Trooper rojo que me dio la puñetera idea de
que era una ambulancia que llevaba un enfermo grave: yo. Pero espantado y
todo le di a la conversa y me porté como quien te dice, un Agustín Lara
cualquiera, palabra que le decía; palabra que ronroneaba como un gato de
abasto. Era de una cultura que daba dolor de corazón, la típica cultura piel de
gallina, fíjate que cuando, para medirla, le hice una referencia sobre Marx y
algo sobre Engels (perdonarás no más pero en esta liturgia todo vale), ella me
quedó mirando como desenchufada y me hizo repetir unas dos veces para
finalmente decirme con su cara de mimo:

-¡Ahí tienes! Yo siempre he pensado que Marx y Engels eran una sola
persona, como Ortega y Gasset. ¿No cierto que siempre se aprende algo?

Ahora que si lo pensamos bien, podía estar en lo correcto aunque por


otra vía, es decir que daba en el centro sin apuntar, como en el Zen, preferí
entonces llevar la conversación hacia las telenovelas, donde no hay lugar a
equivocarse ni a sentir vergüenza ajena con los ladrillazos de la estupidez. A
propósito, te acordarás Ñañón de las desveladas que nos pegábamos oyendo
el radioteatro, eso sí era bello, imaginativo, misterioso, me parece estar
escuchándole al Gato, a Maczuma clavando su cuchillo en el enemigo de la
noche y diciendo con voz arrastrada y pegajosa: "Muerrre perro... ", si hasta
ahora prefiero escuchar Porfirio Cadena o cualquier huevada y no la tele pero
en cambio a la flaca no le levantas del aparatito ni con grúa, yeso que sólo es
blanco y negro. La pobre tiene que vivir ficción si no, ¿cómo?

¿En qué íbamos? Ah, ya. Total que parqueamos por allí, por la
Amazonas, ya tú vé, y me invitó a un salón que se llama Nirvana Bar, donde
según me dijo servían el mejor daiquirí con hielo, como para sentirme
Hemingway, Ñañón, yo que en estos tiempos a duras penas y cuando la sed
acecha, ando buscando por la calle esos raspados de hielo de nuestra infan-
cia, que ya se van extinguiendo, esos granizados que sacaban de un enorme
trozo de hielo, con una especie de cepillo parecido a un sapo, ¡Viruta de hielo,
Ñañón!, que te lo repletaban en un vaso y encima te ponía el almíbar del color
que quisieras, ahora creo que esos fantásticos colores no me quitaban la sed
pero cómo me llenaban de alegría. Bueno, al segundo daiquirí ya estaba en la
fase del levante propiamente dicho y ella me miraba embelesada estas
pestañas de María Félix que me ha regalado Dios:

-¿Qué edad tienes?- me dijo, recitando la lección-

Yo no me acuerdo de mi edad, Ñañón, no creas que es finta, no me


acuerdo ¡por mi hostia sagrada! Más bien creo que no tengo edad, como los
locos, pero para no asustarla dije que tenía cuarenta, entonces se sintió más
tranquila (ya te dije que ella estaba en la curva del nunca más, al borde de la
menor pausa) y se sintió en la obligación moral de decirme que estoy muy
bien conservado, y yo aproveché para lanzarle que ella me recordaba a la
Bella Otero. No sé si fue esa frase, esa comparación o los tres tragos que ya
se había zampado, lo que la hizo poner los ojos en blanco y tomarme las
manos, lo cierto es que de allí en adelante ya éramos conocidísimos y yo veía
cada vez más cercana mi pequeña felicidad, aunque con un poco de miedo
porque no sabía cómo respondería a la hora de la verdad, mi garabato.

Bueno, la primera vez no fue tan mala, torcido y todo, el coito se dio,
ayudándome con dedos, dientes, lengua, labios, como en las peleas de barrio
y ella más desatada que un paralítico. Pero lo que se trataba es de marcarla,
Ñañón, para que surtiera efecto mi sacrificio, entonces tuve que proyectarme
mentalmente varias películas, a saber: Nueve semanas Y media, El último
tango, El imperio de los sentidos, Calígula, coma, etcétera. Desde aquella
tarde tuve que emborrachar mi cabeza para ayudarme a que su imagen me
diga algo, que tenía ojos de lejanía, que su cabello olía al seno de mi mamá,
que sus palabras eran mensajes cifrados, que su desazón tenía algo de
Madame Bovary, pero nada, porque cuando la miraba desnuda, desprovista
de la magia que yo le impregnaba, no era más que un pescado frito de tres
días, sus carnes flácidas, sus pechos más manoseados que puerta de baño, y
encima, la pobre, "entre el confesionario y el sillón del sicoanalista" como tuve
la oportunidad de leer en un grafiti que se refería a nuestra ciudad.

Así y todo, la aventura fue profundizándose y ella empezó a ver todo a


través de mis ojos, a prodigarme atenciones, pequeños regalos, insignificantes
para mí, quiero decir para mis necesidades, libros, discos, estilógrafos de
marca, pendejadas con las que quería llegar a mi corazón porque alguna vez,
por charlón, se me había ido aquello de que escribo poemas y hasta le había
hecho un acróstico con su nombre y su apellido, entonces fíjate un poco,
Ñañón, si ya en frío era insoportable, cómo sería soportarle romanticona,
babeante, era como para preguntarse aquello que por las calles de Quito
andaba preguntando la Torera, la loquita, ¿te acuerdas? Ella preguntaba en el
bus a las señoras: "¿Querer morirse es pecado, madamita?"

Mientras tanto, en mi casa de La Tola vivíamos al borde del desahucio,


con los síntomas cotidianos que tenemos en este país casi toda la población y
que no te enumero para que no se te ocurra mandarme un money order.
Entonces, luego de tomarme unos guaspetes con el Diablo, decidí que esa
noche le aplicaría el sablazo genial. Por si acaso fui para donde el poeta
doctor del barrio Pobre Diablo, a que me pusiera a punto, quien me explicó
algo sobre la testosterona y la líbido, diciéndome que la cuestión estaba en la
cabeza, pero que con todo me daba una pastillita que ya se la querría un
burro.

Ni para qué decirte que ella estaba hasta las patas, hasta las patas
torcidas, es cierto. A las tres de la tarde iba y se parqueaba frente a mi
ventana y se quedaba allí dos, tres, cuatro horas, esperando que este que
suscribe y firma, salga a carajearla y a hacerla feliz.

Aquella noche entonces, fuímonos por las laderas del Pichincha. Le dije
que yo no quería moteles ni huevadas, sino la luz de la luna. Empezamos a
besuquearnos, ella feliz con mi herramienta y yo pensando en el arriendo,
hasta que le paré en seco y le conté mi tragedia, le dije que para salir de este
atolladero necesitaba un préstamo, un préstamo, Ñañón, no una paga, un
préstamo, pero ella como que no era con ella, que no, que no, que no tenía,
que estaba gastada (claro que estaba gastada, pero en un sentido metafórico
¿me cachas?), que tenía que pagar las letras del vehículo, los impuestos de la
casa, y para retomar la iniciativa del agarre empezó a practicarme un lavado
de cabeza que ni qué chilena. Fue cuando de las sombras salió el tipo y
golpeó con rudeza la ventana del carro.

Para qué decirte el susto. Ella, espantada, se arregló como pudo sus
bragas, el negro sostén que le colgaba como un maleficio y empezó a llorar. El
hombre, enfundado en una chaqueta militar, abrió la puerta de mi lado y se
hizo un sitio a la fuerza: "Ya carajo -dijo-, vamos para la policía putos de
mierda".
Lo, demás ya lo intuyes, Ñañón, gritos, aullidos, ruegos, vea jefe,
jefecito, por su santa madrecita chi, chi, chi. Qué van a decir mis hijas, mi
papacito. Yo, un poco sereno pero pálido me acerqué al oído de la pobre y
mascullé unas palabras. Ni que hubiera escuchado a Dios, inmediatamente se
sacó sus anillos, sus pulseras, esto es de oro jefecito estos son brillantes, este
zafiro recuerdo de mi abuelita. "Pendejadas" decía el milico impertérrito,
mientras sopesaba las joyitas y las masticaba, "pendejadas", entonces la javie
abrió su cartera desesperada y sacó un puñadísimo de billetes y se lo entregó
dramática como si fuera su virginidad.

Ya habíamos entrado a la avenida La Gasca y yo, con una voz de


ultratumba le solicité al tira que ya basta, que nos perdone, que nunca más.
"Bueno" dijo condescendiente, "que sea la última vez. Tengan cuidado carajo,
esta ciudad se está pudriendo. Aquí me quedo". Y se alejó metiendo los
billusos en una bolsita de cuero.

Yo traté de calmarla pero la pobre temblaba como perro en canoa. Tomé


entonces el volante y fui a dejarla en su casa. "Mañana será otro día", le dije,
besándola en la frente, "estas cosas pasan".

-¿Me llamarás mañana?- preguntó ansiosa.

-A primera hora- respondí yo, pensando "si te he visto no me acuerdo".

En la esquina de su casa me tomé una bielita a pico y al salir encendí el


último cigarrillo. Hice parar un taxi y ordené: "a la Tola, maestro, ¿Conoce el
Flor de Azalea?"
Al entrar le vi al Diablo sentado en la barra, rodeado de fulanas, con su
carota de felicidad. Al verme se levantó y sonriente me extendió la bolsita de
cuero, diciéndome: "Esta es tu parte, viejito, también están las joyas, ahora
hay que festejar".

Por aquí todos bien, como verás, solamente con la pena de que al gordo
Diego, el fotógrafo, le atropelló adrede el camión de la basura, mejor dicho se
lo llevó con basura y todo.

Creo que eso es todo lo que te quería contar, Ñañón, para que te dieras
cuenta de que en esta maldita ciudad, lo que pasa es nada, es mierda. Te
estoy hablando del derrumbe, de la carcoma, es decir del nuevo mundo, loco.
Ni se te ocurra escribirme ni decirme nada, porque ando con el mohicano de la
culpa dándome hachazos en la cabeza. No te preocupes, yo sé que estás.
Aunque lejos, pero estás. Cerca, ya no queda nadie.

Tu íntimo.
Sólo cenizas hallarás

"y si pretendes remover las ruinas


que tú mismo hiciste
sólo cenizas hallarás
de todo lo que fue mi amor. "

Toña La Negra

Te lo digo con el corazón en la mano, Patitas, cuando la conocí yo ya


era malo sin excesos. Dios y el diablo me llevaban de la mano. Claro, tenía yo
veinte años. Lo que pasa es que sus ojos olían a menta, ¿puedes creerlo? Es
lo único que recuerdo. El olor de sus ojos que me viene en bocanadas. Sí,
seguro, no es lo único, pero es lo que más recuerdo. Ojos desilusionados,
como desvaídos por el tiempo.

Puede ser que te suene a falsete lo que te narro, pero toma en cuenta
que este rollo ya está atravesado por el tiempo, la memoria y, de alguna
manera, la cultura.

Siempre la espiaba a la salida de la Facultad. Sí, Filosofía, ¿qué otra


cosa podía estudiar yo que no quería estudiar nada? Llena de polvo de tiza y
pesadumbre salía ella de dictar sus clases. Me parecía a veces que primero
salía ella, vacía, sin contornos, y luego sus mil años que se le metían en el
cuerpo al final de la escalera. Era cuando se sacudía la blusa con un ademán
efímero y se alisaba un poco el cabello con un gesto y un movimiento
imperceptible de su cuello que me alimentaba para toda la vida de ese tiempo
de vida. No, ¿estás loco?, yo no era su alumno, ni modo, ¿quieres saber cuál
era la materia que dictaba? Enseñaba una disciplina que no existe:
Cosmogonía del Vidente. Te imaginas. Era como para reírse. Yo me habría
reído de no haber estado enamorado como un perro.

Solamente tenía tres alumnos, medio lelos, que la seguían a todas


partes como hipnotizados, le prendían el tabaco, la rodeaban en el café, le
acomodaban la silla, le recitaban poemas orientales, pero especialmente la
protegían como una coraza para que no le llegara el mal viento, ni el susurro
de los otros (que era yo), ni la música estrafalaria de Vangelis, en el bar, que
porfiadamente decía "good to see you", ni siquiera la impotente caricia de mi
mente que se desperdiciaba entre el humo antes de llegar a tocarla.

Sí, tenía un nombre, pero era un nombre rutinario, un nombre que te


hacía entrever el desafecto de sus padres. Se llamaba Esthela. Pero no es de
su nombre de lo que quiero hablarte, sino de la estela que ella iba dejando en
mi camino, camino que sin ella pudo haber sido el de un gran futbolista, o un
tremendo líder, o por lo menos un auspicioso pederasta, pero ahí tienes
Patitas, siempre la vida de un joven desalmado tiene sus ojos verdes, y fue en
una exposición del pana, del Marcelo Aguirre, donde por fin Esthela detuvo su
trajinar para reparar en mí. Sí, despacio, loco, como tú dices, despacio te
desenrollo esta historia para que dure más en la cerveza que en la vida real.
Marcelo Aguirre, o sea ese pintor que ha bajado a los infiernos, el que nos ha
abierto una puerta que no se sabe a dónde llevará, sí, sí, pero no, tus lecturas
son tibias, ligeras, nada del Dante, nada de Beatriz, apenas la zorra de la
inteligencia devorándose a sí misma.

Ella estaba sola en uno de los salones, es decir que la sorprendí sola,
¿entiendes lo que te quiero decir?, estaban sus tres zombies, desde luego,
pero ella estaba sola, sola, desprotegida, desmamantada, huérfana, ella y el
cuadro, ella y el túnel del óleo. ¿Te dije Patitas que yo ya era malo sin
excesos? Bueno, me puse atrás de esa soledad que daba frío, atrás pero enci-
ma, pero dentro, ¡maldita sea, para qué sirven las palabras!, las palabras son
como la camisa, nunca la piel. Bueno, me puse atrás de su nuca, en posición
de orar al dios de su nuca, a que me escuchara aquel músculo porfiado y en
actitud de firmes, les pedí a Yahvé, a Otúm, a Pachacámac, a Jesús, a Taita
Marcos, una brizna de solidaridad y de energía para que alargue las manos de
mi cerebro en actitud de súplica y el milagro se dio, ella regresó su mirada
llena de colores tétricos y se topó de golpe con la felicidad de mi edad.

Fresco, suave nomás. Ponte las pilas para que captes. Lo que te cuento
tiene mucho que ver con la cerveza y con aquello que en ese tiempo se
llamaba tenacidad. Así se acercó ella a mí en ese momento, obsesionada por
la fulguración de mi amor, pálida te puedo decir si la palidez tiene el color de la
magnolia, como dice el bolero, se acercó pálida, se acercó lívida y tímida y
besó el carbón de mi mejilla al tiempo en que decía, casi avergonzada de su
desasosiego: "el sueño es la mayor conquista del arte moderno". "No", le dije
yo, mientras viajaba por el oro de su vejez, "el arte moderno es la pesadilla".

¿Qué más quieres que te cuente? El resto es siempre el resto. La magia


es el principio, el resto es el final. Lo que sucede es que con ella siempre fue
el principio. Ya luego empecé a conocer sus cadenas, el simulacro de los años
sesenta, la algarabía romántica que alguna vez vivió y que la dejó
desarticulada como la plastilina, sin ánimo de enfrentar este riquísimo tiempo
del vacío.

De allí fuímonos (te lo digo con esa palabreja para aclararte la velocidad)
fuímonos hacia Guápulo, solos, por primera vez, solos, a recoger sus pasos, a
recoger su edad. La noche era muy noche esa noche. A veces me parecía que
era como la sonrisa del negro, es decir una noche con espasmos, es decir una
noche que por momentos se blanqueaba, chispeaba, con sus palabras.

Hablaba mucho, atropelladamente, me recriminaba mi tiempo en el que


se habían perdido las rosas, y la sensualidad, y las palabras bellas, y las
utopías. "Qué son ustedes", me decía, con el afán de meter en un saco mi
juventud, "generación ambigua, irónica, desalmada; ustedes alimentan la
vaciedad, son 'monjes' del vacío, eso es lo que son, viven al día porque el
pensamiento no les alcanza para el otro. ¿Crees que no te he mirado, crees
que no he mirado tus tristes poses de estar más allá?", y lo decía poniendo
énfasis en ese "más allá" que lo tiraba más lejos "ustedes han llegado al
momento de la nada intelectual", ("¿no has leído a Macedonio?", me
preguntaba mientras yo desfallecía en el ojo de su cintura) "ustedes tienen una
especie de humorismo trágico de la vida, y está centrado solamente en la
emoción, en el estado de ánimo, en la ironía, sin conciencia moral ni política. A
nosotros nos asombraba todo, íbamos de asombro en asombro, de
descubrimiento en descubrimiento, de búsqueda en búsqueda. ¡Asómbrense
de vivir, carajo!".

"De vivir a la vera de un río pestilente", dije yo, "un río de palabras
gastadas, de actitudes gastadas". Pero solo lo dije por parecer duro, por
alimentar su palabra. Desde luego prefería que ella hablara, que me
desnudara de todo conocimiento, de toda reflexión. Te digo sinceramente, casi
no me importaba lo que ella pensara. Ella no creía mucho en lo que decía, o
en el mejor de los casos, estaba dándole de comer a su culpa. Pero qué me
importaba su culpa mientras tuviera a mi lado esos huesos fosforescentes.

Guápulo. Yo ya sabía todo de las calaveras, de las lecturas, del ácido,


de la pintura, de la marihuana que se había consumido en homenaje al
hombre nuevo, inclusive ya la había entrevisto en sueños a ella (¿si te he
dicho que yo primero sueño y después vivo?), vestida de negro o con algún
estropajo hindú, sandalias, un collar de coral y pepitas doradas y su shigra
repleta de piedritas de cuarzo, de ámbar, y de un Sartre subrayadísimo y
manchadas sus páginas con el amarillento y circular alcohol de la vida,
subiendo agitada, bullente, pletórica quizá, con una alegría comunitaria, una
alegría de minga, porque un poco era eso lo que hacían, minga para arreglar
la cabeza, para arreglar el mundo, para desarreglar el orden. Sí, yo la miraba
subir, en el sueño, con su rostro triangular que ya pronosticaba abatimiento, y
mientras ahora me hablaba como de una gran lejanía, como si fuera su eco y
no ella, yo la veía subir, y subir, y subir, quince años antes, incansable,
urgente, llena el corazón de carbones encendidos, y de los Beatles, y de Los
Panchos, sin pensar ni por un momento en la ceniza que iba quedando en el
camino y que esa noche, precisamente, la estábamos recogiendo para que
ella calentara un poco su corazón.

Arrimada al mirador del calicanto, de espaldas a mí y a la Iglesia, bebía


del tarrito de cerveza alemana, como los pájaros, con breves piquidos, con un
levísimo sonido gutural, con una persistente, tenaz saudade (dicen que no hay
traducción para esa palabreja pero conténtate con saber que se trata de una
bola de melancolía que se te atraganta en la memoria) mientras yo me dirigía
al carro y ponía en su honor aquel bolerísimo recuperado por Luis Miguel:
"usted es la culpable de todas mis angustias..." Sí, de todas mis angustias
Patitas, menos de esa, menos de la angustia de estar a su lado y beber el
tiempo de su cuerpo, porque esa no era angustia, sino algo como el salto en
paracaídas. No, no he tenido esa experiencia, pero sí alas delta, me he
lanzado desde Cruz Loma, ha de ser algo así porque su cuerpo era un abismo
en el que yo iba cayendo poco a poco, un abismo de sortilegios y de
hechicerías que me iban llevando en el aire hasta la cima de esa época, que
por ella, hubiera querido vivirla en carne propia.

A la tercera Clausen, me dijo con desparpajo que ya se orinaba. Por allí


había una casetita que alguna vez sirvió para esos menesteres pero que
ahora yacía cuarteada, vacía, sin la alegría del desagüe del retrete; para allá
se dirigió acompañada del oso de su melancolía. Su estela me arrastraba con
la fuerza del huracán, pero claro, no la seguí, no seas tan burdo; esperé que
regresara y con su permiso me volé al mismo sitio. Su olor todavía estaba allí,
más penetrante aún, más tirano, y allí estaba la hierba humedecida por su
urgencia, me incliné entonces y recogí con unción una hojita sobre la que
había orinado, hasta ahora la tengo guardada entre las páginas del I Ching,
Libro Sagrado que algún día me regaló para que supiera quién era yo y a
dónde iba. De vez en cuando la saco para olerla, sí, la hojita, aún conserva
ese singular sabor a su pubis, que era como de té pero un poquito más
salobre. Sí, de té, no sé Patitas, no sé, nunca he probado la infusión de coca,
¿un poco amoniacal?, no es eso lo que quiero decir, mientras yo me esfuerzo
por encantar tú te esfuerzas por descifrar. Claro, eres más pollo que yo.

"Estás preciosa", le dije mientras miraba embobado su perfil nítido,


negro, recortado en el turbulento lila de esa noche. "Pareces una mujer de
Viver". ""Tú estás loco", me dijo madremente, acariciando mi rostro con el
dorso de su mano fría, "pero tu locura es demasiado normal".

Bueno, en vista de que mi inocencia me tornaba impune, le rogué que


fuéramos para mi cuarto, "allí tengo unas reliquias musicales", le dije sin ánimo
de ofenderla, o no sé, "allí duermen entreverados Lucho Gatica y Led Zepellin,
María Luisa Landín y Tina Turner, Elvis Presley y Daniel Santos, Leo Marini y
Nat King Cole. Y claro, Julio, siempre Julio" ¿Iglesias? ¡Qué Iglesias! no seas
tarado, Julio Jaramillo. "Vamos", me dijo, hiriéndome en alguna parte por su
falta de resistencia.

Pero pedí más cerveza, Patitas, si quieres que te eche el resto. Aunque
el resto ya sabes...

Bueno, la primera noche me porté como un enano verde. Si te cuento lo


que pasó no me creerás, pero ahí te va. La primera noche lloré por su belleza.
Cuando la miré desnuda me eché a llorar como un coreano, era tan
conmovedora, tan desgarrante su desnudez, apenas quedaba bajo el sol
pecoso de su hombro el corpiño de encaje negro, la vacuna, para qué decirte
más. De puro desprotegido me afiancé a sus pechos lánguidos, no, no era
nostalgia, ¡qué Edipo!, nada de Edipo, era solamente miedo, miedo a la
maravilla. Besaba sus pechos y ella agrandaba los ojos, yo sentía que por
aquellos ojos entraba mi edad, toda la nostalgia que ella sentía por mi edad.
De todas maneras fue un fracaso. Casi siempre la primera vez es un fracaso,
no, no es disculpa, lo que pasa es que los cuerpos no se ensamblan, no se
constituyen, se miran extraños, como animales.

Luego, varios días después, el aleteo y el quejido fueron uno solo, pero
aquella noche yo sentía, no sé por qué, que hacíamos el amor junto a una
gran multitud, quizás era a causa de sus recuerdos, que entraban en bandada
en el cuarto, se apoderaban de mi lengua, de mis manos, de mis ansias, y
hasta sentía que me querían echar de la cama como a un indeseable.

Cuando dimos fin a ese simulacro, ella se puso muy triste y empezó a
llorar, llora que llora, con un llanto lastimero, monocorde, como la garúa de
Lima. El silencio era una charca llena de sapos. Al amanecer se vistió y se fue.
Esthela. Me puse entonces a recoger su inteligencia olvidada en mi cuerpo,
con la esperanza de cotidianizarla, de darle un sentido más sencillo, menos
agitado, pero nada, porque a partir de aquella noche empecé a amarla como
un autista, como una yegua mansa que la seguía a todas partes ,que hacía
todas las cosas por ella, para ella, no quería que ella hiciera nada doméstico,
nada prosaico, nada humano en definitiva, le traía agua pura de una acequia
sagrada del Pichincha, le preparaba infusiones de hierbas para sus
malestares, le calentaba los pies frotándolos con mis labios, coleccionaba
bromas para sus horas de espanto, le compraba frutas exóticas para perfumar
su piel, níspero, pomarosa, mandarina de viento, contrataba saltimbanquis
para su soledad, en fin, yo estaba en el mundo para servirle, para que su
corazón no sufriera la trivialidad, ni la estupidez, ni la maldad circundante. No
estar a su lado me fraccionaba. Alguna escena de teatro, un libro, una
canción, una película que ella no podía compartir conmigo, me dejaba triste,
disminuido, paralítico, ¡carajo!, puede que yo exagere como una mala corista,
pero qué quieres, va media docena, y este momento todo tiene su sombra,
hasta el color de la cerveza me recuerda las mariposas de su risa. Me
resultaba un martirio, una tortura no estar a su lado, yo, imagínate, que
siempre me retiraba de las peladas para poder extrañarlas, para poder
quererlas un poquito.
Casi siempre amanecía a su lado porque ella me concedió la gracia de
dormir en su casa los días lunes, miércoles y viernes, que no eran días de mal
presagio. Pero aquellos amaneceres en los que despertaba solo en mi cuarto,
poco a poco iba tomando conciencia de eso que los ciudadanos llaman
realidad; me encomendaba a ella como a una diosa, para que ayudara en ese
nuevo día a soportar la presencia de los militares, la caída del pelo, el olor de
los curas, las charlas de la familia. Entonces me levantaba y tenía apenas
ánimo para llegar a la ducha y soñar en el agua su cuerpo líquido.

No te rías cabrón, no tenía nada de cómico, yo estaba llegando a la


locura de la sensiblería, como la de los homosexuales. Imagínate que un día
por teléfono, me dijo con su voz de felpa "te he estado pensando" y yo quedé
tan triste y desolado como un trapeador, porque eso significaba que había
momentos en que no lo hacía, en que no me pensaba, entonces yo, ¡estúpido
alfeñique!, ¿por qué no podía sacarla de mi maldita cabeza ni por un instante?

Por aquél tiempo yo deletreaba la poesía, sí, nunca pasé de allí, pero
quién a los veinte años no ha ordenado en columna sus vulgaridades y sus
quejumbres, deletreaba la poesía y la atormentaba diariamente con mis
poemas y mis flores que ella se las llevaba a sus labios con un gesto que en
alguna parte era japonés... A propósito de japonés, por ese tiempo apareció el
alemán, un antropólogo con ojos de frambuesa que había alquilado un cuarto
en lo de Esthela. La primera vez que lo vi conversando con ella, el corazón se
me fue al piso, era lindo el cabrón, lindo como un retablo, como un dios, como
el rostro de Marlon Brando al momento en que muere en "Los dioses
vencidos", ¿viste esa película?, ¡qué va!, vos no has pasado de Pink Floyd
hermanito. Bueno, te digo que era lindo y a mí su imagen junto a la de Esthela
me hizo trizas, me desbarató más bien dicho porque era como si alguien
hubiera puesto en el rostro del joven Jesús el aura que le faltaba, y luego, más
tarde, la atormenté sistemáticamente con mis celos absurdos, sin que ella
diera la menor importancia al hecho, con su carita llena de amor, con sus
labios húmedos que se prodigaban en reconocer todo mi cuerpo, un cuerpo
joven que todas las noches estaba inventando, para ella, inventando tanto que
alguna vez me dijo: "lo que más amo de tu cuerpo es la perversión, es una
perversión que no te concierne, como la de los niños", pero yo siempre a la
expectativa de sus gestos, a la caza de algo que me descifrara su malquerer,
algo que no podía definirlo ni siquiera en las nítidas noches largas, insomnes,
en las que me pasaba como si fuera un amanuense de sus mínimas palabras,
de sus actitudes, de su mirada desmayada en otros carretes. Nunca había
tenido cerca de mí un rostro que cambiara de expresión con tanta rapidez, de
repente era la perplejidad, la estupidez, la tristeza, muy poco, pero muy poco
la alegría. Su rostro era piscis, ¿está claro?

Muchas veces ella mortificaba mi amor hablándome y hablándome de


cosas pasadas, mientras la miraba ya desnuda, abierta como una amapola,
sentada sobre mi pecho y yo sin poder contener la vulgaridad de mis manos,
de mi lengua que quería paladear la miel salada de sus muslos, porque yo no
necesitaba escucharla sino beberla, saborearla, catarla, entonces frente a mis
ansias se paraba en seco y me miraba con ojos extraviados, lejanos, fríos.
¿Qué pasa?, le preguntaba yo con la vergüenza que se siente frente a la
propia desnudez analizada, y ella me respondía. "no pasa nada, la edad es lo
que pasa", y se ponía a hablarme de sus malditos años sesenta, de no sé qué
guerrilla y no sé qué montañas. "Recuerdo", me decía, "recuerdo aquellos
años, cuando todavía nos amábamos los unos a los otros, y nos
respetábamos, y la inteligencia era como un vino macerado que se repartía
una y otra vez". Pero me lo decía de una manera tan lejana, tan vaga, como si
fuera una referencia al paleolítico. De esas sesiones yo salía aburrido como un
esquimal porque luego ella saltaba de la cama sin consideración alguna a mi
hombría, y se ponía a sacar de sus cofres aquellos recuerdos conservados
con naftalina, fotografías amarillentas de cuando era reina del colegio,
presidenta del curso, abanderada, campeona de oratoria, hijita de papá, sus
quince años, sus veinte en un canchón de Porto velo abrazada de Olimpo
Cárdenas, y las revistas Ecran y Lana Turner y Ava Gardner y Rock Hudson,
¿sabías Patitas que era maricón?, y James Dean y Julieta Greco y se ponía a
recitar pilches poemas de César Dávila, de Vallejo y del coquito Adoum. No sé
por qué ahora que estamos chupando, mi recuerdo de ella se parece a la
viudez, pero no es para tanto hermano, no te pongas amargo, pareces
argentino, espérate un momento, ya vengo, voy al baño, siempre que me
pongo muy lúcido siento ganas de vomitar.

Bueno, te sigo palabreando. Una noche soñé que ella me hablaba en


otros idiomas, te das cuenta pendejo, me hablaba en otros idiomas, ¿por qué
soñé que me hablaba en otros idiomas? No lo sé, ya no me importa, pero
pesado y amargo y borracho como estaba, los huracanes de la liviandad me
permitieron permanecer despierto y angustiado hasta el día siguiente en que
me levanté y fui a su casa mordido por perros imprevistos. Golpeé su puerta,
su adorada puerta de madera vieja que yo había claveteado con rigor para
que no le entrara el frío. Ella la entreabrió con el desasosiego triste de la
complicidad, su rostro estaba lleno de pesadumbre (déjame decir pesadumbre
para que mi dolor sea menor), pero no, ¡qué va!, era cansancio, agotamiento,
a ti no te puedo mentir, a nadie puedo mentir.

Sírvete la última cerveza, Patitas, ya van a cerrar, pero lo que viene


merece la última bielita, bien, no es nada, no pasó nada, más bien dicho lo
que pasó es nada. Solamente que al trasluz, en el intersticio que dejaba su
pelo desordenado, pude divisar nítidamente a figura dorada y desnuda del
alemán. Imagínate esto: sus ojos espantados mirándome, y atrás, alumbrando
la cama, el sol del alemán.

El vómito me alcanzó en el patio de los geranios. De mis entrañas


empezó a salir una masa negra y pesada, como de sangre coagulada y me
vino a la cabeza aquella imagen o palabra que vi o leí en alguna película o
libro. El venado cuando se ve perdido se deja morir. No lucha. Le estalla el
corazón. Solo eso. Le estalla el corazón.

Eso me habría pasado a mí Patitas, si en la esquina no me encuentro


con el flaco Encalada que traía mi maletín de fútbol en la mano. "Te he estado
buscando por todas partes", me dijo, "ahora es la final del campeonato y tu
mamá me sugirió que te buscara donde la vieja".

Fue el día en que ganamos cinco a cero al equipo de la Belisario.

Yo hice cuatro goles.


Macorina

"Ponme la mano aquí, Macorina ponme la mano aquí... "

Chabela Vargas

¿Que por qué me he separado? ¿Es que acaso no lo ves, no lo sientes


en la fulguración de mis ojos, en el aura de mis gestos, en el temblor de mi
cuerpo?

Ya no siento nada. Ahora solo me conmueve la perversión, es decir, lo


que los moralistas llaman la perversión, y yo lo llamo epifanía, encuentro,
aparición, piel del éxtasis. Es como te digo, María Clara. Cuando no estoy en
ese tiempo sin tiempo, en el contacto más profundo con mi piel, en esa
elevación sexual que no contempla ni pasado ni futuro, empiezo a sentir un
vacío en mi cabeza, como los huecos del aire en el aire, nada lo llena, a no ser
el amor, ese amor diferente, iconoclasta que me obliga a olvidarme de mí, que
me consume y me tiraniza, que afila mi estética y me desarma ante la
percepción de algo feo, violento, marchito, desagradable, pestilente, sucio. Mi
corazón se marchita, se enferma, deja de latir ante algo grotesco, vulgar,
innoble. Es como si mi sexo no se compadeciera de lo que soy, como si otra
religión me habitara.
En la noche, apenas soporto su presencia porque duerme. Pero por la
mañana, cualquier persona es un estropajo, un resucitado del sueño, en su
piel han caído la tristeza, la edad, la pesadilla, como una espesa sombra.

Sólo la perversión, te digo, ese culto, ese fervor, por eso vivo esos
instantes con la lucidez anterior al ataque epiléptico. Así lo viví cuando hice el
amor con Julia, cuando descubrí luego, en la ducha su rostro felino, las gotas
de agua regándose por el final del cabello y rodando presurosas, nítidas, por
sus hombros desnudos, por su frente tersa, por el contorno de sus ojos
lúbricos, apenas abiertos por la sensualidad tibia del agua. Labios
entreabiertos que paladeaban la humedad donde minutos antes mi lengua se
había empecinado como un pez loco, cavidad obscura, viva, llena de leche y
vino y aleteos, boca que me ha mordido más que con sus dientes, con su
jadeo, con sus insultos, con esas palabrotas que se refriegan a mi sexo y me
sacuden, me elevan a la cima y me sueltan voluptuosamente al mismo centro
del mundo, a ese centro que luego lo vería perlado, casi cristalino, mientras la
espuma del jabón va bajando delicada, torpemente por su cintura, y se
arremolina en su ombligo donde brillan unas pelusillas que recuerdan lo grato
de mi paso por allí.

Y otra vez Lorna, hace muchas noches, sentada en la playa, desnuda,


con las piernas apenas abiertas, y la ola, esa caligrafía barroca que
delicadamente golpeaba sus muslos, metía arena en sus rincones, acariciaba
su pubis con un quejido inaudible y regresaba hacia el mar como huyendo de
tanta maravilla.

Pero también Esparta, su magro cuerpo que parecía una filigrana, mis
dedos dibujando círculos un poco más arriba de su vientre, y en su vagina,
completándola, permitiéndola aquel movimiento contínuo y perezoso, casi
torpe, como si estuviera pensando bajo el agua, metiéndole mis dedos, sí, o
cualquier cosa que estuviera a la mano: una flor, una fruta, la cabeza de una
botella, la copa, la sangre del vino, un cigarrillo, algo que la ayudara a
mantener el ritmo, la cadencia y el furor, algo que en definitiva le abriera la
puerta de aquel paraíso de donde han sido expulsados los ángeles.

O Andrea cuya belleza me ha sacado lágrimas. La inteligencia de su


cuerpo que me ha avergonzado como a monja de escuela. Con ella ha sido
como si cada parte de su piel pensara por sí misma, como si cada muslo, cada
pecho, cada oreja, cada nalga, durmiera y soñara apaciblemente. El más
ligero temblor de mis manos, la caricia más sutil de mi boca, la fragilidad de mi
saliva, el susurro de mi lengua, iba despertando sus partes secretas, una a
una, disponiéndose para la fiesta, para la liturgia, para el abrazo alacranado
con Dios o el Diablo, no lo sé. Cuerpo lleno de multitudes el suyo, cuerpo
pensado para el amor y el dolor, la vejación y el vicio.

Dime, pues, María Clara, dime tú ¿Cómo entonces sujetarme a la


grotesca, áspera, monótona, cotidiana trivialidad de Alfonso, mi marido...?
Cien mujeres han pasado por mi vida

"... y ninguna me ha robado tu cariño"

Los Panchos

"Mas yo os digo que cualquiera que mira


a una mujer para codiciarla,
ya adulteró con ella en su corazón..: "
Mateo, V,28

Desde que murió mi amigo Patitas, yo me he dado a la desafortunada


tarea de beber solo. Bueno, solo no. Quiero decir con él. Hasta creo que él me
lo exige, quizá porque en vida no se cumplió todo el ciclo de la amistad,
porque nos faltó cosas que decimos, tiempo, ganas, ¡qué sé yo!, o porque la
desazón que me ha producido su muerte, me obliga a arrastrarlo del lado de
acá, a ponerle huesos y ojos y palabras a su ausencia. Lo cierto es que ahora,
cuando nos carcome el tiempo de los desechables (todo es desechable,
comidas, amigos, amores), su presencia se va haciendo más tangible, más
humana, casi corpórea, y muchas veces tengo la sensación de que lo huelo y
lo toco con otros sentidos, y que lo miro a mi lado, sentado, bebiendo su Lima
Dry, como ayer, en casa de las Villafuerte, mientras los amigos de la jorga
bailaban, yo le hice un espacio en el bar, me acomodé junto a su vacío y le
dije en silencio y riéndome: "Creo que eres el único muerto que bebe como un
vivo", lo que me costó una puteada del coronel dueño de casa, porque pensó
que se lo decía a él, que también estaba muy aplicado en acaparar los licores,
y como muerto, porque desde hace mucho tiempo no había guerra con el
Perú, los universitarios se arrastraban en su mediocridad individual, los
obreros iban a misa de siete a agradecer a Dios su resignación, y mi coronel
se sentía más inservible que un paraguas en verano.

Lo cierto es que esa noche la agarramos fuerte, y a no ser porque el


Patitas estaba muerto, la charla hubiera seguido hasta estas mismísimas
horas, en que vuelvo a leer su carta y trato de prolongar su voz, de
comprender su necesidad de franquearse conmigo, de entregarme los
pormenores de su culpa, de esa culpa que finalmente acabó con su vida.

Al revisar esta confesión, que quizá nadie leerá (porque nadie concibe
una amistad más allá de la muerte, y porque ya nadie escucha), descubro
vacíos, desvaríos, ambigüedades, obscuros velos, confidencias gelatinosas
del recuerdo, desconexiones, sintaxis del azar, máscaras, que quizá sean el
verdadero material de la muerte, y que justamente las paso a limpio porque
me voy convirtiendo en un experto para escribir en el agua...

Sus palabras, tal vez triviales e intrascendentes, estaban cruzadas por la


pasión, y dicen que, a veces la profundidad se agita en la superficie; quizá por
eso las rescato y presto mi pluma a su voz que este momento tiene el olor del
ciprés. Sus notas, sucias de cerveza, o soledad, o tiempo, decían así:

"Así es, mi viejo, como te cuento, mi verdadera vocación han sido las
mujeres, no he tenido ni patria, ni partido, solamente he sido militante de su
maravilla. Es una enfermedad que, como todas, ha ido agravándose con el
pasar del tiempo. Enfermedad que me ha humillado y me ha convertido en un
solitario empedernido. La mayor soledad es tener muchas mujeres. A esa
soledad me he acostumbrado desde adolescente, desde cuando tenía trece
años o un poco más. Creo que desde ese tiempo yo ya era machista como mi
mamá, o por su culpa, y coleccionaba mujeres con la misma aplicada
maravilla con la que mi hermano mayor iba juntando alacranes en su cajita de
galletas, para, en la noche, prenderles fuego, mirando cómo ejecutaban su
harakiri, con ojos alucinados y en parte inocentes como la perversidad.

“Yo ya usaba una chaqueta de cuero ajustada en la cintura, llena de


hebillas y sellos y murmullos y perfumes y de música de alas, botas vaqueras,
camisa cuadros, y, cuando se podía, una cicatriz en la mejilla, es decir que era
Marlon Brando en pintura, más que todo por la moto, que fue el primer
dinosaurio en el que me monté y me estrellé, junto con la Gabriela (ella
alquilaba la moto, claro), esa peladita que vivía frente al colegio Mejía y que se
acostaba por una caja de acuarelas. La he vuelto a ver al cabo de los años, en
los periódicos, en la TV, con su fama a cuestas, pintora, obviamente.

Siempre sufrí por esta enfermedad, sufrí mucho, y a veces, cuando


llegaba de mi doloroso trajinar por los cuerpos que agudizaban mi desdicha, el
olor de mis culpas despertaba al barrio entero y yo sentía que me acusaban y
que me daban látigo, y que decían: "Allí va el don Juan, el traicionero", pero
yo no quería traicionar a nadie, te prometo, sino que ese maldito vicio me
arrastraba de una mujer a otra con una fuerza diabólica, irresistible. Te lo juro,
hermanito, he consultado psiquiatras., médicos, paramédicos, brujos,
shamanes, pero todos me han recetado más o menos lo mismo: agua de
pasiflora y reposo completo. Si hubiera una vacuna contra eso, un jarabe, una
maldita inyección que te obligue a permanecer imperturbable ante unos ojos
verdes, seco e impávido ante una piel morena, con ganas de formar una
familia, amar a una sola mujer, coleccionar hijitos y gatos y electrodomésticos,
pero ¡qué va!, apenas estoy saliendo del juego del amor con Martha, mi
pensamiento ya revolotea junto a la imagen de Sofía. Estoy enfermo te digo,
como los alcohólicos, como los drogadictos.

“A mi madre le conocí dos amantes, es decir al primero solamente lo


presentí, era un hombrecillo bonachón, siempre con corbata negra, una
especie de profesor de secundaria, algún residuo de los amigos de mi padre,
poroso, liviano, parecía fabricado en corcho, me daba la mano y la mía la
atravesaba, y en la sala, sentado con las manos juntas y entrelazadas,
desaparecía entre los muebles, se evaporaba, se transfiguraba, y cuando
nuevamente aparecía, se encontraba mirando a mi madre con un gesto de
completa adoración, a mi madre, la Pola Negri del barrio América, las piernas
más preciosas de este hijueputa mundo. (Recuerdo un día, cuando tenía seis
o siete años, mi hermano me sorprendió acariciando las piernas de mi madre
que dormía, y me propinó una bofetada que me estremeció tres días). El
amantito la visitaba jueves y domingo, pero nadie sabía en la casa si estaba o
no, ni siquiera mi madre, a no ser por los moldes de pan de agua que traía
para el cafecito de la tarde. Parece que finalmente desapareció de verdad, y
nos dimos cuenta de su ausencia tres meses después, cuando mi hermana,
que como siempre andaba mal en matemáticas, dejó caer una pregunta como
si arrojara un pañuelo: "¿Qué será del profesor?".

El otro amante me hacía lindos regalos: pelotas de viento, yo-yos,


perinolas, y todas las quincenas traía la revista Ecran para que viéramos
nosotros cómo las artistas de cine se parecían a mamá, pero mi hermano
mayor era un celoso de mierda, y una vez que mamá estaba lela, con los ojos
en blanco, escuchando un bolero de Lucho Gatica, y no respondió a alguna
pregunta de él, me tomó de la mano y me dijo "Vamos Pato... en esta casa ya
no podemos vivir...". De nada sirvieron las lágrimas de ella, que empezaron a
inundar el dormitorio, y me arrastró hasta la casa de la tía Bertha. Lástima que
de allí tuvimos que salir a los tres días, pues se quejó de que yo le había
estado espiando cuando se bañaba. Mi madre nos recibió como a héroes de
Paquisha, y acarició durante dos horas el rostro lloroso de mi hermano.

“Él era el más guapo del barrio América, tenía los ojos más tristes del
mundo, ojos que necesitaban protección, y todas las mujeres que conocía
querían protegerle. Las mujeres de mi hermano desfilaban por la casa durante
todo el día, y mi madre las atendía, les brindaba tamales y cafecito, les
contaba capítulos de su infancia, tenía un pacto secreto con él, un pacto no
dicho, era su confidente, su alcahueta, su celestina, ¡qué sé yo!, coleccionaba
las fotografías, las cartas de sus novias, y a veces se las enseñaba a las
visitas, explicándoles, diciéndoles: esta es la venezolana, esta la que vive en
la Mariscal, esta es la hija del Dr. Gangotena, y ponía cara de perdonavidas,
de comprensiva, y decía con un suspiro: "¡Ay, es que mi hijo es un terrible!",
dándose ella el crédito de tener un hijo así, guapo, bandido, codiciado.

“Los hermanos éramos como conejos, no me acuerdo si seis o siete, y


no me acuerdo por qué fuimos anónimos, es decir él era todos, y en la mesa
siempre almorzábamos con la infaltable visita de una de sus adoradoras, y él
presidía con su rostro de santo y de diablo, y regaba la maravilla de sus ojos
por cada uno buscando cuál de nosotros sería ese día el objeto de sus burlas,
de su inteligencia superior, de esa ironía despiadada que haría que la visitante
lo admirara mucho más.
“Casi siempre me tocaba a mí. Su insistencia conmigo era morbosa.
Especialmente cuando nos visitaba mi prima Martha, una mujer inolvidable,
fatal, que desgració mi corazón a los catorce años, y que levantaba los ojos
del plato de tallarín, con una pesadez aterciopelada, como la de los osos, para
acariciar el rostro de mi hermano, ojos que eran la cámara lenta de la lujuria,
de la aceptación, de la placidez. Y mi hermano desde el cielo de su
autosatisfacción se reía y volvía a la carga. Recuerdo claramente cuando to-
maba la mano de mi madre deteniéndola en su ajetreo, y le preguntaba muy
serio: "¿Mamá, por qué el Pato será tan feo?", y mi madre solícita, hacendosa,
cómplice, contestaba sonreída: "¡Caramba, muchacho!, lo que pasa es que
está en la edad de la fealdad, ya se le pasará", pero mi hermano insistía
mientras yo estaba al punto de las lágrimas: "Pero ya van años que me dices
lo mismo mamá", y ella se contentaba con decir: ¡ Muchacho malcriado!, Y se
iba para la cocina a traer los ajiceros y los saleros, festejando en su interior las
ocurrencias del preferido.

“Otras veces contaba en la casa una historieta de su invención, y decía


que a mí me habían recogido en la quebrada de Miraflores, y que por eso era
tan diferente a los otros conejos. Todos lo festejaban, y la chica de turno se
levantaba asfixiada de la risa, besaba el bello rostro de mi hermano y,
cachetéandolo delicadamente, le decía: "Eres horroroso", mientras yo me
levantaba y me iba al baño a llorar.

“Recuerdo una vez, cuando llegó un famoso circo a Quito. Mi hermano


vino con la cantaleta de que fuéramos todos, porque allí se presentaba una
pizpireta (así le decía mamá) acróbata que él había conocido en Manabí.
Cuando la familia se disponía a salir a algún maldito lado, nos preparábamos
como para ir a la guerra, peor aún si era una invitación de mi pulcro hermano.
Los conejos nos bañábamos por turnos, nos rotábamos hasta el cansancio,
nos poníamos una horrible agua de colonia, cremas baratas, etc., pero lo que
no podían solucionar ni las cremas, ni las brillantinas, ni los menjurjes, era la
rebeldía de mis cabellos. Digo rebeldía, hermanito, para aminorar mi dolor,
pero la verdad es que eran unos hijueputas pelos que no se asentaban con
nada, y que daban la apariencia de que mi cabeza estaba llena de alfileres ne-
gros, como si de por vida estuviera asustado y loco. Mi hermano se burlaba
sanamente y me puso un apodo que lo repetían mis hermanas, ecos de él, y a
veces mi madre cuando la desobedecía: Cerco de pencos, eso es lo que me
decían, cerco de pencos. Durante mucho tiempo, en el frío de mis noches de
infancia (en mi infancia siempre ha llovido), me ponía una gorra de nylon, que
me fabricaba con las medias de mamá, y al otro día mis pelos adormecidos
empezaban nuevamente a despertarse, a pararse, tanto que llegué a odiar los
espejos, las peinillas y los asquerosos ojos de toda mi familia, que eran más
hirientes que mi cerco de pencos.

Bueno, pero esa noche íbamos al circo, y mi hermano deliberaba con mi


madre el asunto de mi cabeza. No había ni una gorra, ni un sombrero, ni una
maldita cachucha. Finalmente, entre risas, decidieron peinarme con agua de
azúcar, una agua amarillenta, densa, melosa, que me pesaba en la cabeza
pero que por fin dominó la aspereza de los cabellos. En el circo, mi hermano
me sentó a su lado y empezó a explicarme algo de los hijueputas elefantes. El
calor que producían los reflectores, los gritos de los payasos, el roncar
estrepitoso de la motocicleta de la muerte, la mierda de los tigres y los leones,
los chocolatines que me daba mi madre a cada momento, el contacto del
brazo de mi hermano sobre mis hombros, la mirada de mis hermanas que,
como idiotas, investigaban mi cara, todo, me producía un sudor asqueroso,
unas ganas de morirme, de meterme en la jaula de los leones y de terminar,
de una buena vez, con esa tortura inconsciente a la que sometía a mis
hermanos a causa de mi fealdad. Los números se sucedían intermina-
blemente, pero siempre eran los mismos artistas disfrazados, hasta los
payasos eran los mismos equilibristas, como en la vida, y en algún momento,
mientras los tambores sonaban para preparar el ambiente del salto triple, mi
madre regresó a mirarme por milésima vez y estalló en la carcajada más
sonora y estrepitosa que jamás haya escuchado, tanto que hasta ahora que
está muerta, la oigo, y me señalaba con el dedo, diciéndole a mi hermano:
"Pero, mírale amorcito, mírale el pelo". El asunto es que el agua de azúcar se
había empezado a secar y que mi cabello estaba absolutamente blanco.

La función se suspendió. No recuerdo hasta cuándo duraron las


risotadas, las explicaciones, las conversaciones con la gente del contorno, los
cuchicheos de boca en boca, los saludos de conmiseración, los ademanes de
comprensión, los remedios caseros, las anécdotas, las ridiculeces de los
payasos que se tomaban la cabeza y se cagaban de la risa, el gesto de mi
hermano, abierto al público, acariciándome, diciéndome "pobre guambra",
dándome palmaditas y enseñando al respetable sus preciosos ojos dormidos,
ojos que la funámbula besuqueó, ante la admiración de todos, mientras nos
acompañaba a la salida, con su minúsculo traje de luces, colgada del brazo de
mi hermano y entre el aplauso general.

"Desde ese día y para siempre, no volví a salir ni a la puerta de calle con
mi madre o con mi hermano, y en el fondo de mi corazón les di por muertos.
Me corté el cabello al rape, con afeitadora maestro, y me dediqué a la
natación. El agua de la piscina del colegio Mejía era helada, pero a mí no me
importaba un carajo lo que sintiera mi cuerpo, y, luego de clases, a las cuatro
de la tarde, yo me metía en el agua y no salía sino cuando Don Beto, el
cuidador, me decía: "Ya muchacho, te vas a empanizar".

Hasta que él se enamoró como un cerdo, como un mariquita, se


enamoró de una flaquita puntiparada, maniquí, que estudiaba derecho
internacional, y que ya traía, desde el nacimiento de alta alcurnia, el anillo de
bodas como si fuera Saturno, la telita de la virginidad como ofrenda, y unas
pulseritas de oro que tintineaban en los ojos tristísimos de mi hermano. Y fue
una noche, una noche toda llena de murmullos, cuando en medio de una de
esas fiestas que religiosamente armaba mi madre cada viernes para exhibir su
prenda amada, mi hermano, borracho como una bicicleta, se acercó a mí, que
bolereaba con una de mis tías, y me ordenó que fuera a dejar a su reina
porque ya era muy tarde.

Había que atravesar la Alameda y yo caminaba junto a ella contento,


entonando a ratos aquella canción de Raúl Show Moreno que dice: "Río
Manzanares, déjame pasar...", y estaba contento porque en el colegio les
habíamos dado una paliza en fútbol a los de cuarto. Feliz, un poco cerveceado
con los restos de los vasos, valiente, me introduje en la Alameda con mi tesoro
a cuestas y mirando de reojo el miedo pintado en su rostro de muñeca. Cerca
de llegar a la laguna, donde meses antes apareció ahogado un estudiante
comunista, la fulana me tomó de la mano, y me pidió que no caminara tan
rápido. La noche era pesada, sin luna y sin estrellas. Yo sentí su mano helada
y empecé a frotarla delicadamente con mis dedos. "No tengas miedo" le dije
"ya falta poco". En un momento, se paró en seco, y me obligó a que mirara su
rostro. Pálida, sudorosa, sus ojos adormecidos por el vino, me preguntó:
"Patito, ¿crees que tu hermano me ama?" "Sí" le contesté sinceramente "él
ama a todas". Seguimos caminando, su silencio se mezclaba con la mortal
oscuridad de la noche. Estaba llorando, yo sentía que estaba llorando y mi
alegría me obligaba a aminorar el paso. "No llores", le dije mientras la invitaba
a sentarse un momento en el pasto húmedo, "te pareces a una artista de cine".
"A cuál", me dijo, enjugándose las lágrimas y viéndome vanidosa. "A Dolores
del Río", le dije nervioso, huyendo de su mirada. Me tomó de la cara con sus
dos manos y me obligó a entrar en sus ojos, fijándolos en los míos con
tornillos, y luego acercó su boca a mi mejilla y empezó a besarme
agitadamente, con besos pequeñitos, como los de los pájaros, hasta que
encontró mis labios, mis labios olor a las primeras cervezas, al primer
lukystrike, mis labios resecos por la edad y la inconformidad. Entonces fue la
eternidad. Los siglos pasaron por la noche, suspendiéndome, dejándome
conocer la nada en la que caminaba Dios, seguramente. El tiempo se tornó
desesperado. Su blusa desesperada, su falda mojada y desesperada, sus
muslos, y sus tetas, y sus uñas, desesperadas, mi sexo, su vagina
impenetrable, y sangrante, y desesperada, llena de latidos luego, como su
corazón, como mis sienes, como toda su carne, como el pasto y el rocío que
se abría y nos devoraba.

Volví a este patético mundo cuando los primeros rayos de la aurora


empezaron a dibujar los árboles, el agua quieta de la laguna, los rastros de
sangre sobre la hierbecilla sometida a nuestros cuerpos. Sentí la mano
temblorosa de la novia de mi hermano, sujeta a la mía, y recordé lo que él,
emocionado, le vino a contar a mi madre cuando la conoció: que una gitana,
leyéndole la mano, y luego el tarot, le había dicho a ella que tenía la línea de
un solo amor. Lo que mi hermano no sabía era que ese amor terminaría
siendo yo. Me sonreí mirando al cielo claro.

Lo primero que hice más tarde, fue contárselo. Su bofetada sonó en todo
el barrio, pero también en todo el barrio empezó a regarse como pólvora, el
acontecimiento de su primera aflicción, de la que no pudo recuperarse nunca,
porque desde ese tiempo se dedicó a la mariguana mientras mi madre iba
desapareciendo, encogiéndose de tristeza. No volví a ver a la noviecita y dejé,
para aumentar la colección de mi madre, todos los asquerosos recados que
me enviaba.

Creo que desde aquella noche otro Patitas me habitó. Era como si me
hubiera cambiado de rostro, de cuerpo, de palabras. El mundo tenía un
sentido y ese sentido eran las mujeres. Qué importaba que viviera la
incertidumbre, si la incertidumbre era mi luz. La incertidumbre era la mujer.
Empecé entonces a dominar las palabras y los ademanes, los gestos y las mi-
radas, los ritmos y los sonidos, las manos y los labios, y bien podía pararse
delante mío la hermana Teresa de Calcuta, con el perdón, que yo ya estaba
sometiéndola a la tiranía de mi deseo. Creo que empecé a despedir un olor
raro, un olor apetecido por las mujeres, lujurioso, salaz. Mi rostro también
cambió, nunca más me corté el cabello y un bigote incipiente afinaba mi
lascivia. La fama empezó a golpetearse en las esquinas del barrio, y las
colegialas pasaban frente a mi casa, como quien no quiere la cosa, pero con
la morbosidad de las perras en celo.

Para darme un toque más grave, empecé a leer los libros peligrosos,
Niezstche, no, primero Vargas Vila, Nietzsche, Miller, Sartre, y luego cuando
entré en la célula, Franz Fannon y el joven Marx. A la célula me llevó la
Julieta, igual me hubiera llevado al cadalso o al infierno, porque sus piernas
eran como un imán, ellas solas tenían temperamento. Los elegidos nos
reuníamos en un cuarto mugriento, sillas de madera, libros, afiches de Lenin y
de Trosky, un telefunken que no servía para maldita la cosa, una mesita, un
reverbero eléctrico en forma de culebra enroscada, unas cuantas tasas
manchadas de café, y claro, ella, la Julieta.

Luego de las peroratas de los panas, de la fe ciega que ponían en


decimos, a los más pollos, que allí, en ese cuartito, empezaba a nacer la
célula Augusto César Sandino, que derrocaría a los milicos, que inauguraría el
parricidio, la vida nueva, la subversión, el camino de Fidel, luego de todo eso,
digo yo, me quedaba con Julieta, ayudándola a poner un poco de orden, para
finalmente tirada allí, en pleno suelo, manoseando como un poseso su
maravillosa rebeldía, su afán de justicia y de igualdad, sus pechos firmes cu-
yas puntas empezaban a inyectarme esa droga que me transportaba al otro
mundo. Era grotesco pensar que tras esas paredes iluminadas
constantemente por la luz de su inteligencia, de su cuerpo Y su deseo, existía
el mundo real, la necesidad de trabajar, de estudiar, de combatir, de tener
miedo, de soportar la infamia de los hombres. Pero ya por Julieta, (a los dos o
tres meses de mezclar la política y la lujuria, con una desfachatez que a mí
mismo me asombraba y me avergonzaba) empecé a darme cuenta de la
verdad de aquella máxima irreversible de que todo lo que dura se acaba, todo
lo que dura se empieza a descomponer, a podrir, un plato de comida, una flor,
un pedazo de queso, un hombre, un amor, un cadáver, y empezaba agitado,
angustiado, a olfatear entre las militantes o entre las amigas de mis hermanas,
algunos ojos nuevos, una nueva mirada, un nuevo cuerpo que aplacara mi
impudicia.

Me mataba el pensar que la amante de turno comenzara a hacerse


predecible, cotidiana, recuperada quizá de aquellos originales conflictos que
eran mi rompecabezas, mi pasatiempo favorito, la manía permanente que
sentía de ir armando, descifrando, el reloj descompuesto de su desequilibrio,
de su soledad.
Fue por ese tiempo que empecé a sentir la ajenidad. A eso te lleva este
vicio, a sentir la ajenidad. Todo es ajeno. Todas las personas son ajenas.
Todas las cosas son ajenas. A duras penas me pertenezco a mí mismo por
ese cordón umbilical que tengo en el cerebro. La ajenidad es también el signo
de nuestro tiempo, como la mediocridad o la codicia.

Esa ha sido mi mayor desgracia, no poder permanecer mucho tiempo


con ninguna mujer, y peor aún, ninguna mujer ha podido soportarme, ninguna
mujer ha querido seguirme a este abismo de fatalidad, a duras penas trinarme,
acompañarme por un rato, como dice la mona Carmen, hasta que se han dado
cuenta de mi inconsistencia, de mi debilidad.

"Eterno peregrino de cloacas", me decía alguien que no hay cómo


nombrada, y yo me ponía tristísimo, al borde de las lágrimas, aunque ya
sabemos que nadie es más insensible que la gente sentimental. He aprendido
a manejar mi debilidad, mis traumas de infancia, me he vuelto un manipulador,
hermanito, y cuando se descubre mi descalabro, mi vacío, saco a relucir la
otra cara, y soy el pobrecito, qué pena. En realidad soy un hombre asqueroso,
un drogadicto, y eso no es un hobby sino un asunto que dura todo el día.

¿Será verdad lo que pregonaban antes? ¿Será verdad aquello de que


en el principio de los tiempos había un solo ser, el andrógino, y que luego se
dividió dos? ¿Será verdad que el amor es la nostalgia que tenemos de volver
al andrógino? Es probable, porque muchas veces, asediado por la culpa, he
pensado que la mujer total, la ideal, la que he buscado como un demente, está
agazapada en el fondo de mí mismo ¿Te das cuenta cómo, apenas te hablo
de griegos y ya me salta la tragedia?
Prefiero entonces contarte lo de la negra, la peladita que vivía al final de
la Asunción, donde la avenida se perdía y empezaba el tugurio de San Juan.
Al principio, cuando tenía diez años apenas y servía en casa de los Zurita,
nadie la miraba, ni Dios. Sólo yo la trataba dulcemente, le regalaba pan de
leche, un poco de pinol, bolas de maní. Pero cuando fue creciendo, su cuerpo
se convirtió en una filigrana que estremecía la calle. Entonces empezaron a
reparar en ella, y hasta vos me dijiste una vez, cuando hablábamos de su puta
miseria: "Pero hermanito, con esa cara y ese culo, ni qué lámpara de Aladino".
Y Aladino fui yo, que poco a poco fui sacando las cosas de valor que había en
la casa, y entregándoselas para que las vendiera en la Plaza Marín. La llevaba
a la quebrada de Miraflores, y me la comía a besos como si se fuera a acabar
el mundo, mis manos eran peces azules en sus nalgas que tenían una piel de
eternidad, como la de los tambores africanos.

De ella pasé sin pena ni gloria, porque al rato sus patrones se la llevaron
a vivir al Guayas y yo tuve que reconfortarme con la gringa, que en verdad no
tenía un carajo de nalgas, sino los ojos más azules de la tierra y el cielo. No sé
por qué a ella le tenía ternura, sentía ganas de protegerle, ¿Te has dado
cuenta que las gringas son huérfanas desde que nacen? Pero ¡qué va!, ella
me pagó con la moneda que yo había puesto en circulación, la moneda de la
inconstancia, de la infidelidad, y alguna noche de farra en casa de las locas
Pérez, al Gálvez le dio por bailar con el torso desnudo, exhibiendo sus
músculos al reviente, y la gringuita se olvidó de mí y empezó a bailar con él,
contra la pared, un set entero de Felipe Pirela, transpirada de deseo, con los
ojos más azules que nunca. Era bella la gringa. Tú has visto una espiga de
oro, una espiga en el campo, cuando el sol cae ya de una manera delicada
sobre las ramas floridas, en junio, pues eso, ella era una espiga dorada por el
sol de junio, una espiga mojada ahora, irreconocible, habitada por demonios.
Nunca la perdoné realmente. Es decir, en el fondo de mi corazón
nunca la perdoné. Yo ya era viejo en estas lides, y perdonarla hubiera sido
humillarla, avergonzada, dejarla sin culpa, sin nada. Yo la quería mucho como
para hacerle la canallada de perdonada. Además, ¿perdonada de qué? Al otro
día me regaló un reloj Lecoutre y una pistola Luger-07 automática, que se
había afanado de su padre, pero ni eso sirvió (aunque todavía los conservo), y
con el rabo entre las piernas decidí volver con la pecosa Carrión, con quien
siempre volvía a curarme el amor propio. Ella me propuso ir a Loja a conocer a
sus padres, y yo, sensible como estaba, no solamente que acepté sino que en
el viaje le ofrecí de todo para aligerar mi corazón, le pedí que nos casáramos,
le juré por su madre santa que nunca más, le prometí una media agüita llena
de niños y una perrita que se llamaría Laika, en honor al primer animal, que,
como yo, estuvo en la luna.

Pero apenas llegamos a su casa de Loja, yo ya empecé a oler síntomas


de desgracia, y todo mi cuerpo empezó a liberarse de su cárcel desde el
momento en que su hermana me clavó en el suelo con su mirada. Tenía algo
de bestial, de otro mundo. Te miraba, y tú te sentías en la cochinchina, y
tenías ganas de esconderte. Cejas unidas, ojos de cristal de noche, pecas a
montón y una nariz adornada con una argolla y que miraba permanentemente
el cielo. El novio, con mucha razón, pasaba cosido a su mano, parecía que se
lo habían pegado, que llevaban esposas invisibles, como las que les ponen a
los criminales (te has puesto a pensar por qué se llamarán esposas), pero lo
que él no podía aprisionar era su mirada, y su mirada me tenía agujereado
todo el cuerpo, hecho una calamidad. Alguna vez fuimos a Vilcabamba
(Paréntesis: al cruzar Vilcabamba el negrito Alvear me dijo algo que hasta
ahora me produce risa: "Nunca te cases con una mujer de Vilcabamba" "¿Por
qué?", le pregunté, presintiendo su respuesta. "Porque te ha de durar mucho",
me dijo y se echó a reír). En el río Ushima yo propuse que nos bañáramos. Y
claro, allí fue.

Entre la luna, la pomarrosa y el níspero. Bastó alejarnos un poco,


inventamos algo para perdemos entre las enormes piedras, resbalar nerviosos
y agitados, para fundirnos en algo que no se llamaba amor sino locura. Más
tarde, perro apaleado (la metáfora es siempre un encubrimiento), asqueroso
salvaje, me sentía tan indigno como cuando en la escuela le robaba las
indulgencias al Chino, y al final de mes tenía mejor calificación que él, en
conducta. No te alargo el cuento por que estoy muerto, pero mi noviecita se
enteró de todo, y luego de ataques, desmayos, puteadas, promesas,
bofetadas, suicidios fracasados, me obligó a afiliarme, ¿así se dice?, a una
secta cristiana, en la que tenía que confesarme todos los viernes. La
desgracia es que ellas pertenecían a la más rancia aristocracia de Loja y era
vox populi mi compromiso con ella. Me atormentaba entonces la confesión, y
cada viernes tenía que buscar otro cura, porque el pecado (cada vez más
secreto) seguía siendo el mismo. Hasta que se me acabaron todos los curas
de Loja y yo tenía que buscar pretextos para irnos a confesar a los pueblos
cercanos: Malacatos, Celica, creo que hasta a los Llanganates, pero igual, mi
pecado siguió incólume, gracias a Dios, hasta que tuve que salir pitado porque
a la hermanita se le habían apagado los ojos y daba muestras de manía
persecutoria obsesiva. Antes fui al parque de Jipiro, donde se habían dado
nuestros juramentos de amor eterno, a recordar con envidia y dolor aquella
maravillosa historia, que era ya una leyenda entre los pobladores, de Miguel
Carpio, aquel viejito de ciento treinta y seis años, que cada onomástico le
daba serenata a su adorada Emperatriz Luzuriaga, con la misma guitarra vieja
y descolorida, con las huellas profundas de esos dedos sarmentosos y
dichosos de fidelidad. Triste, me levanté del banco, y frente al monumento al
Capitán Don Alonso de Mercadillo, derramé una lágrima por mi inconstancia y
mi mala fe.

Así es mi viejo, como te cuento, mi única vocación han sido las mujeres,
mi vocación y mi ruina. Nunca sabré el porqué. Apenas leves indicios, imper-
ceptibles roces con Freud o Jung, presentimientos fugaces, como luces
fosforescentes que irremediablemente son apagados por el interruptor de mi
cobardía. Miedo, mucho miedo, miedo al caballo del insomnio, miedo a la
almohada que habla, miedo a que me pesque solo, a que me grite, a que me
deje desprotegido y en huesos. Creo que toda mi vida me he sentido tan
desolado y huérfano, tan cobarde, que pienso que me he volcado a escribirte
únicamente para inventarme un pasado, para buscar una memoria, para dejar
una huella, una llamada, algo que diga que mi angustia ha sido perdurable...

"Militante del pubis", me decía la Lorena, la secretaria de propaganda del


partido. Por ella entré a la cancillería un par de meses, y por ella conocí a la
colombianita. Una niña de quince años que ya le entraba a todo. Una noche,
en casa del Pancho y mientras los almidonados se dedicaban al póker ya las
divagaciones sobre una eventual conflagración con el Perú, yo me acerqué,
correspondiendo a su mirada sugestiva, incitadora, y le dije: "Sardinita,
palomita, saque el chicle de los ojos". Creo que eso bastó, porque riéndose a
carcajadas me llevó a su recámara, quiero decir a su dormitorio, y empezamos
a ver revistas de cine y a fumar un chafo hasta que mi mano hizo contacto con
su pubis angelical y ella fue abriendo el encaje de su enagua que, hay que
reconocerlo, era lo único almidonado entre los dos.

Su tierna edad me producía vértigo (aunque ya se sabe que hay


infancias que empatan, no importa la edad), pero más vértigo y morbosidad
me producía su precocidad, su desenvoltura, su maravilloso tono de voz, su
dialecto caleña, que sonaba en mis oídos como música del séptimo cielo: "Ay
mijo..." (cuando podía ser su padre) “! Ay, oiga niño, hágamelo por el otro lado,
que ese lado es sagrado". Como dice una canción brasileña: cara de diablo,
nalgas de bebé...

Su padre era ecuatoriano desgraciadamente, director de protocolo, yo lo


conocía muy bien y por eso no sentía ningún remordimiento. Cuando tú
conoces de cerca a los hombres, o vomitas o los abofeteas. La vileza que hizo
con don Remigio (el escritor, el padre del Zapata), me marcó para siempre.
Aprovechando la pobreza del santo viejo, le compró una novela inédita sobre
la historia del cacao, y la publicó con su nombre, elevó su status y fue
nombrado agregado cultural en Pasto. Al viejo Zapata también lo desprecio,
pero ya se sabe que en nuestro país los escritores son invisibles, para la
gente, para el Estado, para el poder, e irremediablemente se mueren de
hambre, entonces se vuelven como las putas, venden su cuerpo y su sangre a
una oficina, a un sueldo, a un gerente de mercadeo, a un mercachifle. No, no
me arrepiento de nada, más bien me festejo cuando recuerdo ese culito de
quince años, por donde había pasado el kama sutra. No sé por qué me separé
de ella. No lo recuerdo. Quizá por la remota posibilidad de llegar a convertirme
en un socio más del Quito Tenis. De todas maneras, a la sardinita la casaron
un año después con el maestro Antonio, un prospecto de poeta que por ese
tiempo andaba por las nebulosas de la sociología y que ya tenía una cuenta
muy larga (me consta) en casi todos los bares de la universidad (aunque no lo
creas, yo también entré a darme un bañito de mediocridad en ese templo). Le
regalaron un departamento en la González Suárez, un automóvil de lujo y un
frac con zapatos de charol incluido. No pudo seguir con la poesía pero en
cambio se convirtió en un gran adulador de palacio, y tuvo gemelos a los cinco
meses de la boda.

Así ha sido, hermanito, cien mujeres han pasado por mi vida,


mancilladas, humilladas, atacadas de histeria por mi simultaneísmo, por mi
capacidad maldita de amar a tres o cuatro a la vez, pero amadas,
diferenciadas, respetadas, dar todo mi amor con cada una, lo mejor de mí, los
sentimientos más nobles, más sinceros. Cuando, por una casualidad o descui-
do, me veía con una sola mujer en mi corazón, empezaba a sentirme más
triste e inseguro que un sordo. Muchas de ellas empezaron a engrosar las filas
del feminismo, a escribir artículos sobre este machista hijodeputa, heridas por
mi desdichado afán de libertad, y te digo desdichado, porque bastaba que yo
viviera una semana con alguna mujer, para empezar a sentir los barrotes, para
tener esa pesadilla recurrente en la que unos seres extraños me cubren los
ojos, la boca, los testículos, con pegajosas cintas negras y me atan al palo
mayor en una plaza pública, donde me lanzan piedras y me escupen y me
golpean, hasta que llega mi madre, y con sus manos tibias, empieza a
despegar los cilicios.

Asustado de mi edad, voy sintiendo que lo que soy no me alcanza para


vivir, la culpa acumulada me ha neurotizado y el suicidio me guiña después de
cada coito deslumbrante. Asustado de mi edad, sí. Más que a Cristo
compadezco a Casanova, su crucifixión en los clavos de la vejez y la
impotencia. Peor para él, seguramente, porque Casanova era puro esperma,
no comprometía su cerebro ni su corazón en la aventura, apenas una sutil
eroticidad que detectaba la poesía de la piel, un sacerdocio de la sensualidad
donde no entraba para nada ni la sensiblería ni la mojigatería. Una comunión
de los cuerpos. Una liturgia. Una oración.
A veces he pensado si no seré yo un santo, ¿un monje de las cloacas?,
¿un redentor del pubis?, ¿de la libertad sensorial?, ¿un adelantado? La
palabra libertino debe provenir de libertad.

Con Don Juan la cosa era diferente. Don Juan Tenorio era enemigo de la
mujer. La despreciaba, sólo la buscaba para mancillarla, desflorarla,
únicamente le interesaba el hecho diabólico de la humillación, la necesidad
enfermiza de desenmascararla, de descubrir y evidenciar su fragilidad, su
servidumbre carnal, así lo leí asombrado en el libro de Zweig, que compré
para buscarme, pero del cual salí más desconsolado, porque yo solamente
quería quererlas, amarlas hasta el punto de morirme.

Miraba a mi alrededor y a mi alrededor el amor se desprestigiaba: a mis


tías les pegaban sus maridos, mi prima Martha se casó con un capitancito que
le obligaba a hacer instrucción militar todas las mañanas, a mis hermanas las
llenaban de hijos y luego huían despavoridos, mis sobrinos tienen más apelli-
dos que la guía telefónica, los grandes matrimonios de mi pobre hermano (tres
hasta aquí) han terminado siempre en la comisaría. El afecto, el amor, era
sujeto de Derecho, imagínate. Y a propósito de Jurisprudencia, yo entré a
estudiar esa canallada. Solamente lo hice por darle gusto a mi madre (que ya
se había muerto), aunque yo sabía que, como en el tango, ese era un Derecho
viejo, un Derecho al servicio de los poderosos, porque aquí también la justicia
ha sido más peligrosa que los criminales y la ciudad de Quito, bella y pacata
en otros tiempos, empezaba a cubrirse con ese manto de infamia, todo el país
empezaba a podrirse, el barrio ya no existía, las casas se volvieron prisiones
de paredes altas, indignas de la vida, barras de hierro en las ventanas,
alarmas, vigilantes cada cuadra, se visitaban por teléfono. Un nuevo monstruo
iba creciendo desde la mitad del mundo: la corrupción, el robo, la perversión
burocrática, la epidemia de la coima, y hasta tu padre te pedía dinero para
tramitarte la cédula de identidad. Los ex-revolucionarios, compañeros de
banca, de ideales, de amores, se unían a los poderosos, levantaban enormes
empresas con doble contabilidad, con doble discurso. Los nuevos ricos
dictaban leyes, ponían diputados, compraban magistrados, sacaban a sus
familiares de los manicomios y los nombraban ministros. Los candidatos se
vestían de payasos, bailaban y cantaban en las tarimas, practicaban el strip-
tease, se arrastraban por los suelos, besaban la mierda de los niños
menesterosos, se casaban con putas. Todo por el poder. Un nuevo y
misterioso comercio apareció: el estudiante de la esquina vendía sangre; el de
más allá comerciaba polvos embrujados contra la pobreza, la joven Anita salía
del colegio directamente al salón de masajes, la señora Carmela vendió su
riñón, el doctor Rodríguez traficaba con niñas recién nacidas. Todo el pueblo
empezó a espantarse de su miseria y a inventarse una desquiciada forma de
vivir, de sobrevivir. Una violencia espejo de la brutal violencia del Estado, una
ratería ídem. Las mujeres se acostaban por un toque de coca, por un par de
aretes, por un saco de lana. El amor andaba parapléjico por las calles, las
personas acezantes, alertas, para pescar a alguien a cualquiera, que le
ayudara a cruzar, a cruzar tan sólo, el temor de la noche.

Por aquellos tiempos, que duran hasta ahora, me empezaron a dar los
ataques de abstracción. Sentía que me iba del cuerpo y de la mente, estuviera
donde estuviera, me iba, no estaba, no escuchaba nada, no existía, estaba
fuera, no me importaba. Las reuniones, las fiestas, las charlas, me
enfermaban, los compañeros empezaron a aislarme porque no me salían las
palabras, hacía un esfuerzo enorme para estirar la mano, para caminar, y en
la facultad los profesores me trataban como a un tarado. Sólo Teo, el amigo
leal, permaneció junto a mí siempre, tratando de sacarme de ese marasmo, de
alentarme, de inventarse alegrías, ganas de vivir, y me llevaba a su departa-
mentito para que estudiáramos el código civil.

Pero yo no podía estudiar el código civil, ¡maldita sea!, porque su esposa


era la imagen patética de todo lo que yo, con tanto dolor y angustia, había
buscado durante toda mi vida. Llevaban un año de casados y ya se
empezaban a percibir los gestos del tedio, la sensación de pereza con que
mira el uno al otro, los ademanes domésticos de la rutina, la desgracia de
despertar juntos luego de atravesar el campo de batalla de la noche. Yo era,
entonces, como el hada madrina que les proporcionaba un giro a su
aburrimiento, una bondadosa presencia que les ayudaba a ahuyentar el
esplín. Un giro que empezó a ser diabólico porque ante cualquier palabra que
yo echara a rodar por el cuarto, ella reaccionaba en cámara lenta, como los
felinos, con unos movimientos tan plásticos que, luego, durante toda la noche,
cabalgaban en mi cerebro con una parsimonia desesperante, cada vez más
desesperante, cada día más desesperante. Una vez, mientras Teo fue a
comprar tequila para preparar un coctel de su invención, me contó el sueño
del camello. Iba montada en un camello por toda la ciudad y en su recorrido se
sentía más alta que los pasos a desnivel, que los edificios, que los árboles
más altos, acariciaba dulcemente la jiba del animal mientras buscaba algo,
alguien, hasta que lo encontró adormecido, en el balcón de un palacete.

No dijo quién. No dijo más nada, pero ese fue un primer indicio para
desarrollar mi infamia. Luego, en un paseo a Rumicucho, en el momento en
que mágicamente nos habíamos separado de los demás, mientras el viento
agitaba sus cabellos murciélagos, me preguntó: "¿Cuál es tu mayor agonía?"
"No sé", le dije un poco pasmado y proseguí con tristeza, "Mi agonía se
esconde en el reloj, mi agonía es el tiempo en que ya no podré amar". Me miró
lánguida, embrujada, como en el sueño, su cuerpo habitado seguramente por
todas las energías del lugar, transformada, puso su dedo del corazón entre
mis labios y balbuceó: "No hables de amor, ¿no ves que esa palabra hace
ruido?", y luego sacó de su bolso folklórico unas esferas de cuarzo, que se las
habían traído de China con hexagramas pintados del I Ching, y que ella había
lavado y luego expuesto al sol, en el Aguarico, para dármelas cargadas de
energía: "Para cuando estés desolado", me dijo, "sólo tienes que frotadas en-
tre tus manos..."

¿Había pues, llegado al fin de mi calvario? Me sonaban en el cerebro las


palabras que alguna vez, en la cantina del chulla Pérez, lleno de cerveza y
rokolería, me dijo Teo: "No hay nada, hermano, nada, ningún sentimiento en
esta puta vida, que se compare a la amistad..."

Pero los caballos estaban allí. La vida con sus caballos desbocados de
deseo, me llevaban a ella, me llevaron a ella. Su piel me martirizó desde la
primera vez que nos, amamos, una piel inventada por Dios, con extractos de
limón y cachalote, con secreciones de lujuria mojada en vegetales. Su piel era
exactamente como la de los gatos: cuando dormía (minutos, segundos, en
piezas empapeladas de amor clandestino), cuando dormía, digo, ronroneaba
en un plano metafísico inalcanzable, pero cuando despertaba era lo más vivo
que hubiera parido la humanidad, y cada poro de su cuerpo contenía la
sabiduría de la forma y el movimiento, y mientras se perdía nuevamente en el
paroxismo de su deseo, alcanzaba a decirme frases que, no sé por qué, me
recordaban a mi madre, frases como esta: "No importa, Patito, lo que te hagan
por afuera, cuida que no te lo hagan por adentro..."
Desnuda, era para mí como un recuerdo de adolescencia. Yo le pedía a
cada momento que se levantara, que caminara un poco. Los hombros
levantados, los brazos en bandolera, las piernas un poquito para adentro,
frente al espejo, regresando su mirada hacia mí, coqueta, ruborizada, casi
infantil, tomándose con sus manos las caderas, enseñándome su lunar, cali-
grafía sensual, los pelos obscuros de su vientre donde mi lengua había dejado
una pertinaz huella humedecida.

Muchos intentos hice -lo juro ante la muerte- de sacármela de la cabeza,


pero cada intento me acercaba más, me obsesionaba más. Dejaba de verla
durante días, pero regresaba a ella con la ansiedad del dipsómano. Para huir
de su espantoso atractivo de lujuria yo me decía: "Ella orina, come, defeca,
como todas", pero eran vanos los intentos. Apenas la veía quedaba bajo su
hechizo. Mi padre Nietzsche (¡quién más!, yo no tuve padre), decía: "¿Vas con
mujeres? No olvides el látigo", y claro, yo lo llevaba, pero para que ella me
latigueara como quisiera. Me disfrazaba de Chaplin, de Elvis Presley, de
Cantinflas, para que siempre le pareciera otro, pues ella estaba enferma de
rutina, y me tomaba yerbas de mucuna, feronia o guayusa, para estar a la
altura de su recién descubierta sexualidad, pero a ella le bastaba con el afrodi-
síaco más grande del mundo: la palabra. Le gustaba que yo le hablara
vulgaridades, palabras obscenas, que le remitiera a ese mundo burdo,
pesado, salaz, de la putería. Le gustaba también que le platicara de mis otras
amantes, y, a veces, me decía con tristeza: "Cuando te hagan falta otras
historias me dejarás e irás en su búsqueda". Y yo le decía que sí, que claro.
Pero fue ella la que me dejó. Teo y ella desaparecieron un día, yo había ido a
las Galápagos con un grupo de alemanas (todas enormes y desarticuladas) y
cuando regresé no los encontré. Ni un papel, ni un teléfono, ni una maldita,
pequeña, ínfima noticia.
Asquerosamente solo, encarcelado en la culpa, sin metas, sin patria, sin
familia, sin amores, sin amigos ¿Para qué vivir, no crees?

Lo único que tenía por delante era mi pasado.

No tengas pena de mí. Mi cuerpo contiene las huellas del amor. Es todo.
Más tarde, cuando termine esta cerveza, me acercaré al cajón del velador y
tomaré la Luger 07 que me regaló la gringa. Iré por última vez a la Alameda,
aquel parque de mi adolescencia, y junto a la laguna donde apareció ahogado
un estudiante comunista, escribiré con mi dedo en el aire: "Mamá..."
Regálame esta noche

"...retrásame la muerte..."

Lucho Gatica

sí, preciosa, es un motel, algo como un hotel pero sin h, es decir sin
sonido, silencioso, eventual, fugaz, como quien dice; sí, es el primero en la
ciudad, no, no se está prostituyendo, la ciudad no se está prostituyendo, no
exageres, son los años sesentas, está creciendo nomás pero ya no pienses en
eso y deja de espiar por las puertas, no toques los botones, ese es el timbre,
vamos, desvístete, sí, es un bolero, ¿de quién?, creo que es felipe pirela, no,
venezolano, para vos todos los buenos son cubanos, sí, de la esquina, allí
arriba ves el parlante, ven, ven, déjame acariciarte, sí, más tarde, recién
estamos en abril, todavía hay tiempo, lo escribiremos más tarde, deja de cami-
nar por favor, para qué has traído el libro, dame acá, pero ¡qué va! pones ojos
de ardilla, de las que vi en chicago trepándose a los árboles frente al ruido
asqueroso de los hombres, negra miedosa, maricona en plenos sesentas,
buscas pretextos, palabras, recuerdos y seguramente te está doliendo el
estómago, la cabeza, las pestañas, las uñas, por no enfrentar tu esencia y
empiezas a charlar, a buscar en el lenguaje de la perorata, el escudo que te
tape el vientre, las ganas, el deseo, a platicarme cosas que yo creo que están
un poco más allá de tu realidad, que son mentira, pero tú dale y dale, sigues
sosteniéndote en lo mismo, con un afán desgastado de hablar siempre de lo
mismo, que las contradicciones y la clase obrera, apabullándome un poco, a
mí que en este momento estoy desnudo, entonces te digo que te dejes de
vainas y te dediques a lo que vinimos, quiero decirte también que tengo frío y
que de tanto oírte sobre las hojas volantes se me han volado las ganas, y
ahora será difícil que anime a este inanimado compañero que yace en el
centro de mí, como si dijeramos a la expectativa, esperando una provocación
explícita que no llega, porque tú sigues tratando de clarificarme lo que piensan
los maoístas de tu facultad, diciéndome que ellos no piensan nada y que
ustedes sí, que ustedes tienen la verdad, que el socialismo, pero negrita, a
qué vinimos. Porque está bien que tengas a lenin de libro de cabecera pero
eso no quiere decir que lo tengas también en mi cama, aquí no cabemos tres,
a la final nos vemos cada nunca, está bien todo, como tú quieras, como tú
digas, la izquierda tiene cincuenta y cinco fracciones, no era eso lo que
pensaba marx, aficionada, y ahora tengo frío, por lo menos déjame unas
cobijas y no escondas la cara, no, nadie nos espía, es el parlante, no, esa es
una ventana por la que yo tengo que pagar cuando salgamos de aquí, no, no
parece un establo, es un motel, el primer motel de la ciudad, ya te dije, y es lo
más simple del mundo, no hay caballos, ni espías, ni nada, solamente hay
gente que se hace el amor, gente que se ama, aunque sea un momento,
tampoco estoy agitado pero creo sin embargo que es suficiente, qué te parece
si pido dos tragos más mientras tú redactas la hoja para el primero de mayo,
pero cúbrete un poco, allí en mi saco hay un esfero, espera te voy a pasar
papel higiénico, no, no se borra, tienes que doblarle en varias partes, yo he
escrito allí algunos poemas, cúbrete, ahora ya no hay cómo hacer nada, estoy
diseminado, tránsfuga, helado, desgraciado, cohibido, ajeno, viejo, pero si no
estoy haciendo ruido, además, qué importa, ja, tu sonrisa desnuda es tu mejor
sonrisa, vestíte, vestíte, vamos, me estoy emborrachando, entumeciendo, en-
tristeciendo, encasquetando, y ahora que se ha ido la luz te atreves a tocarme,
a deslizar tu mano de terciopelo, ahora me besas, pasas tu desnudez sobre mi
barba como el viento sobre el trigo, me besas en el pecho y te dejas mirar. no
sé porqué me siento arrinconado y creo que peleo con alguien. con gran
esfuerzo mi viejo amigo responde a tus caricias, luego cabalgas sobre mí, eres
una amazona a trote lento, no sé por dónde haces nudos, me pones
zancadillas, te viras nuevamente, reptas, tu lengua lengüetea, gime, te bajas
del caballito y otra vez tus ojos atónitos, lúbricos, te tapas de los pies a los
cabellos y dices algo sobre preservativos, sobre hijos abandonados, pero yo
no tengo, yo no uso, yo no quiero, son como las flores de plástico, ¿te gustaría
que te regale un girasol de plástico?, ¿qué te bese con una lengua de plás-
tico?, y bueno, la sociedad, claro que está mal hecha, pero todo está mal
hecho, y dios, dejé de creer en dios el día de mi primera comunión, entonces
no te parecería si por lo menos esto lo hacemos bien, sí, a mí me da mucho
dolor ver tanta gente pobre, ¿cuántos?, yo qué sé cuántos pero me imagino
que muchos, miles, sí, millones, mientras los dos estamos aquí, pero tú
¿quisiste o no?, bueno, si por lo menos hubiera luz, cuando se acabe la vela
nos vamos, igualito, claro, como en el doctor zhivago, sí la vi, la vi dos veces,
sí, yo también creo que estaba mal planteada, la amante se parecía mucho a
mi mujer, y lo que el viento se llevó, nada, una porquería, solamente el color,
¿qué tipos no?, son unos puercos, y viste cómo asoman esos negros
elegantísimos, hijos de puta, nos dan en pastillas lo que les da la gana, no te
alteres, yo también creo eso, burgueses de mierda, quién eres tú, quién eres,
los manotazos de luz te rozan la espalda, tienes espalda de ladrón, de esos la-
drones delgados y tortuosos que se meten por las varandas de las
residencias, no, un hijo nunca, y ahora qué hacemos, aquí venderán, ¿no? no,
aquí no venden, tus manos alargándose hacia un deseo que no encuentra
respuesta, pero no, no es mi complejo machista, sí, los mejicanos sí, méjico
para los mejicanos, cuando yo estuve, estuviste en tlatelolco, no, esa
matanza. tu escalofrío hace contacto con el cigarrillo que por enésima vez se
consume como esta época de consumo, si lo mismo, tú tienes razón, nos
obligan a comprar majaderías, no aquí no venden, en definitiva nos obligan a
venir acá, qué carajo, cuando se acabe la vela nos largamos, pero vámonos a
ver cómo se apaga, lo pusiste en el rincón más distante, ven aquí, arrodíllate
así, no, no, pon los pies así, sí, yo tengo uno o dos libros sobre eso, te pueden
servir, creo que explican el derrumbamiento económico de alemania después
de la segunda guerra mundial, no antes, no, yo no me baño con este frío, pero
el agua está caliente, vení, y bueno pero no puedo mojarme el pelo. mamá.
tómate este trago te puedes resfriar, pero eso ¿ya no lo dije?, qué te pasa, no,
no preguntes así, qué no te pasa, por qué me pasa todo, me sucede todo, me
aplasta todo. sécame la espalda, no, ese es lunar, déjale tranquilo, no hay
como sacar, lo tengo desde chico, te digo que no, eso duele, apagá la vela,
vamos.
Un siglo de ausencia

"en la multitud busco los ojos


que me hicieron tan feliz... "

Los Panchos

Cuando Greta Garbo decidía retirarse del cine, yo nacía. Es decir que
por los benditos años sesenta ya la tuve en mi cama unas cuantas veces. En
sueños, claro, pero ¿acaso los sueños desprestigian la realidad? A medida
que pasa el tiempo uno va confundiéndolo todo, y los que hemos sido pobres
de desafíos, recordamos más los sueños que las realidades, como ahora en
que, tratando de escribir el cuento del Camarada Humo, ese perrito de ceniza,
me voy hundiendo en otras soledosas melancolías.

Es raro, pero en la edad que tengo, en la que casi todos los lobos se han
acostado, lo único que me sale al papel es solamente memoria, nostalgia.
¿Será que en los noventa ya no pasa nada en el espíritu? Parecería que la
vida resbala hacia el pasado, ese pasado cada vez más vertiginoso, como
más cercano; el pasado es ¡ya! Ahora, ¡carajo! El pasado es la palabra
¡carajo!, que acabo de poner hace un instante, y me embarga la nostalgia,
quiero decir: me embargó, me embarga, me embargó.

Es que la memoria es el único laberinto que no tiene salida, pero


también es la guerra de guerrillas contra el olvido, y yo, en las noches, me
aparto un poco del cuerpo tembloroso de la flaca, desenrollo la cobija del
recuerdo, y vuelvo a vivir lo que ya está muerto. Al otro día ella no entiende la
luminosidad de mis ojos y ese cuerpo mío que salta de la cama canturreando
un bolero y luego se mete a la ducha a lavarse el pasado.

Y mi recuerdo ahora estaba centrado en la figura de María, la mica del


piso de arriba, cuando vivíamos en lo del Guido Longo de puro milagro, o
mejor, cuando vivíamos de puro milagro en lo del Guido Longo. Milagros de
mamá claro, porque papá marchó con el fuete hacia otra parte, la mica del
piso de arriba, que tenía la boca más perfecta y los pechos más olorosos de
este perro mundo.

Esa noche precisamente, María cumplía veinte años, porque había


nacido pisándome los talones, pero nuestra célula tenía que pintar pancartas y
muros, y agitar a los moradores del barrio de La Tola, recordando lo que había
pasado unos años antes, por ese mismo junio, en el gobierno de un borracho
encopetado, quien había decretado el imperio de la ley militar, para asesinar
legalmente al pueblo guayaquileño. Murieron miles de compatriotas, y este
señorito dijo días después que lo más representativo del país y de la prensa
ha aplaudido esta matanza de unos pocos hampones, mariguaneros y
prostitutas, en nombre del orden, la tranquilidad y la seguridad nacional. A esa
prensa y a lo más representativo del país era a quienes nosotros íbamos a
enfrentar muy pronto, y mientras tanto nos fogueábamos en la lucha
clandestina, en las maravillosas noches que presagiaban ese día luminoso.

María cumplía veinte años en este aniversario de criminales, entonces,


mientras escribía en las paredes frases encendidas contra los tres militarotes
que nos gobernaban y que nos tildaban a los comunistas de "hijos de
Satanás", escribí en una pared, que con su blancura me imploraba que la
utilice, escribí sin darme cuenta estas palabras: feliz día María, y Firmé con
mis iniciales cruzadas por una espada. Me sentía Rubén Darío, o quizá algo
más, Martí, y decidí con los panas, que esa madrugada le llevaría serenata
con los ciegos de la avenida 24 de Mayo.

Antes de contratar a los ciegos nos tomamos unos copetines con la


Pecosa, una putita que hacía la calle por la Maldonado, y que le gustaba
acariciarme las pelotas en cuanto me veía, fuimos al Casa Blanca, un antro
pestilente que brillaba en la noche con el acerado cuchillo del peligro. A veces
me gustaba ir a esa cantina antes de llegar donde María, eso me daba coraje,
un coraje cegatón que se daba de tumbos apenas vislumbraba su imagen
adorada, porque desde la primera vez que la vi, en el coro de la iglesia de los
Redentoristas, cantando "Salve., salve, Gran Señora", yo ya sabía que ese
vientre y esa voz pararían en un libro, y empecé a reunir sus encantamientos
para encuadernados algún día.

A los ciegos les había contratado para cuatro canciones (aunque todas
las cantaban igual), a saber: Río Manzanares, que no sé por qué le fascinaba
a María, Un siglo de Ausencia, de los Panchitos, Perdón, que cantaba Daniel
Santos, y una de Juan Legido que en alguna parte decía: "En la palma de la
mano la gitana lo leyó ", porque esa frase me convencía de lo irremediable,
convencimiento que, ahora lo entiendo, era el resultado de esa nerviosa
certeza que tenemos los que vivimos en los límites del azar y la hechicería.

Cuando se terminó la última canción y me disponía a tomarme un sorbito


de Lima Dry, ella entreabrió la ventana y en ese momento tuve la certeza de
haber visto, sentido y tocado, sus pechos, que por aquel entonces eran como
la macadamia o el caimito, es decir casi no eran, solo parecían.

Desde esa noche me convertí en un sátiro que ni por un instante dejaba


en paz su cuerpo y aprendí a hacerle el amor (¡qué horrible expresión! ¿por
qué las expresiones están tan lejos del corazón?). Aprendí a regarle mi amor
con los ojos, de cerca, de lejos, sin que estuviera, todo mi cuerpo era una
enorme ofrenda húmeda que se entregaba al suyo apenas la miraba, y más
aún, me excitaban su mojigatería, sus dulces rechazos, su cuerpo
almidonado, lleno de miedos y pecados, y procuraba no darle respiro, leerle
mis poemas, hablarle de Sartre y de Fidel, y del partido y de las tareas, como
si todo esto me ayudara a tender la trampa, la trampa para jilgueros que le
estaba construyendo de puro amor, y se me empezó a borrar el mundo y mi
madre bien podía irse al carajo y mis hermanas allá mismo, y el colegio y el
futuro, porque yo hacía abstracción de todo lo que no fuera ella, no existía ni la
política ni el combate, ni la humillación, ni la pobreza, y yo junto a María era un
titán, un quijote que a la vez contenía los molinos de viento y el aire que los
zarandeaba, y me gustaba verla cuando la dejaba en reposo, cuando por fin
me iba y no la atormentaban las urgencias de mi amor, cuando no estaba
abriendo a la fuerza sus labios con los míos, tangueándole sus piernas con las
mías, arrinconando con mis manos su precioso rechazo, me gustaba verla en
reposo, digo, espiarla con esa actitud soledosa que la definía de cuerpo
entero, olvidada ya de mí, gata parsimoniosa con instinto de perro cazador, es
decir que de la cintura para abajo se quedaba como serena y de la cintura
para arriba parecía que volaba, y yo, desde ese entonces empecé a
vislumbrar que mi única profesión, mi única habilidad en adelante, sería
acoplarme a sus huesos.
Decidí entonces aceptar el trabajo que nos ofrecía un misionero
evangélico que, desde luego, parecía agente de la CIA, lo que a mí me
importaba un coño porque ya había ingresado a las juventudes comunistas y
el metal de mi cabeza y de mi cuerpo eran incorruptibles, pues allí no entraban
ni la carcoma de Dios ni del Diablo. El trabajo consistía en pintar postales,
coloreadas con un pincel delgadito. Creo que nos pagaba veinte centavos
cada una, y yo llegué a reunir como cien sucres o más, porque quería
comprarle a María aquel perfume espantoso que usaba mi madre y que olía a
su cartera y a su mantilla, creo que se llamaba Maja y en el frasco venía una
imagen de mujer españolísima, como las que no me han gustado nunca.

Cuando la vieja Raquel, dueña del bazar "La Linares", que era el más
barato de todo el barrio, me regateó el precio del frasquito, tuve el gusto de
mandarle para la puta madre, y me fui con Patitas para el mercado de Santa
Clara, donde teníamos que repartir hojas volantes y darles una arenga a las
madamitas del mote y la fritada. Fue allí donde me topé de manos a boca,
manos a hocico mejor dicho con el perrito.

Estaba dentro de una jaula, tristísimo, desprotegido, aún sin nombre, sin
padre ni madre, sin nadie que le ladre. Me acerqué y metí un dedo entre la
malla para sentir su pelambre, abrió los ojos lánguidos y me miró con una
complicidad de vagabundo. Quedé tocado por esa mirada y sentí de golpe que
la ternura de María venía a depositarse directamente en mi cabezota y a punto
estuve de que se me escapara una lágrima furtiva en homenaje a todos los
perros abandonados del mundo. Tuve que comprarlo inmediatamente
mientras el Patitas veía esfumarse las esperanzas de una tarde en el cine, con
los tabaquitos y las hermanitas Brizuela, que eran las únicas fáciles de ese
barrio de zánganos, puritanas y futbolistas.
Lo llevé en el bolsillo de la camisa. Era de un color cenizo y sus orejas
afelpadas colgaban como lengüetas de plata, es decir que al final sus orejas
se tornaban blancas plomizas e igual de blancas plomizas eran las cejas que
tapaban sus bolas de cristal inteligente como el cuarzo.

Cuando se lo entregué a María, el perrito aleteó (ya sé que un perro no


puede aletear, pero qué quieres, si el lenguaje es tan limitado), aleteó en sus
manos y luego se acurrucó como si por fin hubiera regresado al vientre cálido
de su madre callejera. A María se le fueron las lágrimas y no paraba de besar
ese pedazo de terciopelo, prodigándome a mí también, como al descuido, uno
que otro beso en mi boca áspera y olor a los primeros cigarrillos. Era increíble
pensar que un perro me trajera esa felicidad, porque desde ese momento ella
sintió que yo era bueno, y su entrega fue más desafiante y definitiva, aunque
yo sospechaba no sé por qué (técnico en incertidumbres), que cuando
acariciaba mi cuerpo con insistencia, de alguna manera estaba acariciando al
perrito, que por ese tiempo ya lo bautizamos con el ritual comunista, con
asistencia de toda la célula, y le habíamos puesto el nombre de compañero
Humo, "pero solo Humo para los amigos" como decía ella desbordante de
coquetería y sacando pecho con orgullo. Pecho que, como anoté, no existía,
sino sólo presentido por mI urgencia.

y fue en carnaval, (luego del loco juego con el agua, ese pequeño
simulacro de violencia sensual en el que participábamos todos, y que nos unía
más y nos prodigaba la secreta camaradería que más tarde terminaba
irremediablemente en casa de la Rita Villafuerte, con el pickup a todo
volumen, y las parejas empapadas bailando al ritmo de las voces
somnolientas y también mojadas de Aznavour o Gatica o Leo Marini,
escribiendo en la alfombra casta, los nuevos jeroglíficos del amor y las
certezas) y fue allí, digo, (lo recuerdo tan claramente como si aún tuviera la
ropa humedecida, mi camisa celeste de niño pinta, como decía mi pobre
madre para sostener mi desgarbada figura, mi camisa celeste pegándose al
olor de su blusa blanca, de segundo curso, atado a su blusa por el agua
adormecida, con una necesidad de fundirla en el bronce de mi afán, diciéndole
palabras resbalosas al oído, sintiendo su maravillosa mitad entre mis piernas y
mi corazón, mientras ella me regalaba su aliento suave y sosegado, como el
de las panteras después de los excesos), fue en ese carnaval que yo deposité
en el caracol de su oreja mi ruego desquiciado. Y fue mucho después de la
insistencia y la epilepsia, que nos encerramos en el baño de la casa, picados
por alacranes imprevistos, ciegos y tumultuosos, y allí fue quitándose poco a
poco su falda azul del uniforme, sus enaguas interminables, sus dulces
medias blancas de colegiala, sus pantaloncitos que aprisionaban una montaña
escalada por mis labios, un volcán negro que empezaba a regarme su lava. Y
fuimos verdaderos sobre las baldosas frías y conocimos la vida, y presentimos
la muerte, y otra vez la vida y otra vez la muerte, y otra vez la muerte y otra
vez la vida, hasta que se nos apareció el hada madrina de la saciedad,
luchando contra los fantasmas de miel de la complicidad y la gratitud.

¿Cuántos años pasaron de ese ,amor carnavalesco? No lo sé. No quiero


saberlo. Como decía mi tío Nacho: "El amor es eterno mientras dura": Pero lo
que sí recuerdo es que el perrito empezó a hablar con María. No, mentira,
pero era como si hablara porque sus ojos y su cola eran tan expresivos, que
bastaba una seña o una mirada de él, para que María le abriera la puerta del
jardín, o le pusiera en su plato preferido, las chuletas de cerdo, o las presas de
pollo, o las bolitas de carne. Entendía todo lo que se le hablaba y cuando yo,
por mortificado, pedía a María que saliéramos, el perrito se desesperaba y
empezaba a aplicar sus dos patas sobre el cuerpo de María, reteniéndola,
suplicándole que no se fuera, y luego me miraba, rencoroso, gruñente. Era
como un hijo, engreído y molestoso, pero yo lo quería también porque él
empezó a alivianar a María de su profunda soledad luego de la muerte de su
padre, cuando ella decidió romper con propios y extraños para poder pasar
unas horas con un fantasma que se deshacía entre sus manos, con un
espejismo etéreo, de una sustancia ambigua, gelatinosa y huidiza, que era yo.
El compañero Humo empezó entonces a crecer en su corazón, y casi siempre
la encontraba tirada en la cama, repasando en voz alta sus libretos de teatro,
platicando con él de los más extraños temas y luego me contaba las
anécdotas del día donde siempre estaba presente el perrito, o me decía
obsesiva: "Te juro Manolito, te lo juro, es posible que los perros no sepan reír,
pero éste sí lo sabe, éste si lo sabe...”, y lo apretaba contra su corazón y le
prodigaba besos en la boca y lo cepillaba la piel con insistencia, y le curaba
maniáticamente sus pequeños lastimados de las patas delanteras, que él se
las mordía para sentirse mimado y atendido. Era obvio que a veces yo
sobraba, y tanto, que en muchas ocasiones, y como quien no quiere la cosa,
María salía para la sala con algún pretexto, seguida imperturbablemente del
camarada Humo, y cuando demoraba y yo empezaba a sentir su ausencia, iba
en su búsqueda y la encontraba sentada en la alfombra, leyéndole Brecht en
voz alta mientras acariciaba su barriguita cenicienta.

Como su casa ya no la retenía nada, puesto que ella cargaba con la


imagen de su padre a donde fuera y a veces hasta transmigraba a su alma,
María decidió alquilar unas piezas en el barrio de San Juan. Desde allí se
divisaba todo Quito, un Quito a veces neblinoso como el lomo del camarada
Humo.
¿Fue allí, quizá? Fue allí donde su corazón empezó a endurecerse, fue
en ese bochorno de pobreza y sufrimiento, en el que las cosas suceden con el
ritmo frenético de la injusticia y el desamparo, donde su rostro se hizo más frío
y su actitud se templó como una lámina de acero. No lo sé, cada uno sabe la
intensidad de su hambre y de su dolor, lo cierto es que desde ese tiempo ella
empezó a participar en las tareas del partido con más vehemencia y me
reprochaba mi abulia, mi desencanto, esa enfermedad idiosincrática que iba
minando lo mejor de mí, lo mejor de nuestro pueblo. "Somos pocos", le decía
yo cuando a veces accedía a una discusión, "somos muy pocos". Y ella me
contestaba firme, segura: "Parecemos menos porque estamos dispersos...", y
movía la cabeza de un lado a otro, casi exactamente como lo hacía el
compañero Humo. Desde luego, empezaron a parecerse físicamente, no sé,
ciertos gestos, cierta temperatura, cierta obsesividad, esa manifiesta, secreta
complicidad que me dejaba fuera, que me hacía sentir indeseable.

En uno de aquellos días de desesperanza, se perdió el perrito. Nunca


había visto a María más frenética, irascible y desesperada, al borde de la
locura si la locura tiene bordes; me llamó por teléfono, y entre sollozos y gritos
me contó la desgracia: en la mañana, le había llevado al camarada Humo a
donde una amiga, para que conociera a Pilú, una perrita burguesa que pedía a
gritos unirse con un miembro del partido, y luego de dejarlos en la terraza
olisqueándose y midiéndose, María se fue a ensayar, y cuando llegó a su
casa, recibió la llamada de su amiga que le contaba angustiada el
acontecimiento: el perrito, sintiendo la ausencia de María, había saltado desde
la terraza y corrido calle abajo, rastreándola. Lo buscaron toda la mañana, en
carro, a pie, en la motocicleta de su hermano, pero el perro, haciendo honor a
su nombre se había hecho humo, y luego de cuatro o cinco horas de recorrer
calles y timbrar puertas, descorazonada y empapada por una lluvia pertinaz,
María regresó a su casa y me llamó. Al caer la tarde pude ir a verla, no sin
antes echarme una bielita en El Celeste, una madriguera para estudiantes.
Algo bullía en mi corazón, un pálpito, una certeza, una maldita esperanza.
Cuando la vi, sus lágrimas aún rodaban por esas mejillas aceradas y dulces.
La saqué a rastras y caminamos y caminamos y caminamos, sin ton ni son, a
no ser por esa maravillosa intuición que en ciertos momentos se despedía de
mí y me permitía rastrear los recovecos oscuros y siniestros del misterio, de la
otredad. (A veces yo sentía patéticamente esas intuiciones diabólicas que me
permitían ver a través de las paredes, o de los días, o de los hombres, y
presentir el suceso, la persona o el terremoto que estaba por acontecer, mamá
me decía que era de tanta lectura, pero yo sabía que mi hermano muerto vivía
unos días adelante de mí, encaramado en mi mismo cuerpo y obligándome a
ver lo invisible de las cosas, como cuando se toma zayapi o ayaguashca, ese
desayuno preferido por nuestros shamanes de Imbabura. Por otra parte, yo
siempre me siento drogado, pero en eso no tiene que ver ninguna yerba a no
ser la yerba de la intensidad.) "Ya no, Manolo, ya no, regresemos", me decía
angustiada, y yo necio, insistente, viraba a la derecha y luego a la izquierda y
luego a la derecha, como si estuviera recorriendo un camino ya transitado y
conocido en algún sueño, hasta que nos topamos de bruces con él, mojado,
indigno, callejero, con sus motas de terciopelo aplastadas, y sus orejas aún
más plateadas por la filigrana de la lluvia. "Ahí lo tienes", le dije, mientras el
camarada Humo la miraba distante, con sus ojillos cruzados por el reproche y
el desconsuelo.

Fue por aquel entonces, digo, que su corazón empezó a endurecerse, o


quizá sólo eran figuraciones mías, lo cierto es que para apurar esa maldita
duda, yo buscaba la manera de que explotara, y un día, mientras ella me
hablaba del hueco inmenso que había cavado en la carne la sabiduría ausente
de su padre, yo le contesté con desgano: "El mejor padre, es el padre
muerto..." No me contestó nada pero percibí en sus ojos el mismo rencor del
Humo, en aquella tarde cruel. A la noche fuimos al recital del poeta Cisneros,
fuimos es un decir porque los caballos del encono la alejaron a siete leguas de
mí, entonces bebió como una loca y se emborrachó y se tiró en mitad del
salón, enseñando la canela de sus piernas maravillosamente altas, dando un
espectáculo al respetable, que desde luego no se perdía la ocasión de
humillarme, y nadie la podía levantar porque ella exigía que fuera el poeta
Cisneros, laureado y sacramentado, el que besara sus labios para levantarse,
especie de Blancanieves a destiempo, tragada por la manzana de la
perversidad, una tristísima perversidad que a mí me tenía al borde de las
lágrimas, y que me obligó a desaparecer.

Ya en otros momentos me pasaba una cosa extraña, sentía urgencia de


abandonarla, pero cuando la dejaba empezaba a extrañarla, parecía que más
bien estaba enamorado del sentimiento que me producía su ausencia, pero
esta vez su ausencia era como si estuviera creciendo un absceso en el
cerebro, y me venían a la cabeza los mejores momentos de ese acontecer,
como si el tiempo se encargara de seleccionar solamente los buenos
recuerdos para no lesionar más aún el corazón, y evocaba la virginidad de sus
gestos, sus pucheros de los primeros lances. (Siempre que terminábamos de
hacer el amor, yo quedaba listo para recibir sus lágrimas desatadas).

En esos días de su ausencia, me despertaba sin ella, es decir con el


bochorno de un día que había que botar a la basura, y empezaba a elucubrar
situaciones donde Otelo era apenas una migaja, una ameba, tanto que en la
desesperación de los celos yo llegaba a tejer ardides contra mí mismo,
confabulaba contra mí, para que la desgracia fuera más definitiva, y salía
despavorido a buscar entre la multitud aquellos ojos que me hicieron tan feliz,
ojos de mujer y humo, es decir de mar, de abatido mar y dolorida tierra.
Finalmente la encontré y le supliqué y le confundí, hasta que fuimos
nuevamente a su departamentito, donde yo empecé a mirar enmudecido la
furia de mi cuerpo desatado, una furia llena de maldad que la obligó a las
posturas más extrañas, a violar los nueve agujeros donde se escondía su
inconstancia, y que la dejó desmadejada por muchas horas. Dolida y
silenciosa, empezó a vestirse con otros trapos que ya no eran mi lujuria, y me
dijo: "Debo ir a un ensayo, mañana estrenamos Esperando a Godot", me miró
con piedad, acarició la cabeza del perrito que yacía silencioso en la cajita de
cartón (respetando quizá la eroticidad sagrada de su dueña), y salió.

Desde que se fue, mi presente empezó a ser tan sólo mi pasado; su


lástima de mí quedó pegada a las sábanas, junto a ese semen seco que
empezaba a ser la primera escultura del olvido. Hice un paneo de la
habitación. La fotografía de ella junto a un tigre embalsamado, en Guano,
donde juramos pasar nuestra vejez, una lata de café colombiano, el sombrero
de su padre crucificado en el espejo, y Bertold Brecht y Alfred Harry, y
Nietzsche, y Vallejo, y Stanislavsky. En la cabecera de la cama, recortado y
pegado con engrudo, el título de ese cuentísimo de Benedetti: "Gracias vientre
leal". Fue el momento en que el camarada Humo se acercó al velador, con sus
orejas levantadas extrañamente, y empezó a hurgar con su hocico hasta que
derrumbó todo el papeleo en el que se distinguía, singular, nítida, diabólica, la
fotografía de mis certeros augurios: un hombre desconocido para mí, serio y
encorbatado, con rostro de futuro brillante. Atrás de la fotografía, con letra
segura y clara: "El sábado, en el aeropuerto, no lo olvides, a las siete. Te
amo".
El camarada Humo saltó sobre mi desnudez y yo acaricié como
autómata su lomo lleno de negros sortilegios enroscados y empecé a sentirme
solo, de soledad absoluta, lelo y des protegido como un gringo, como un
hombre recién cortado el pelo, recordando lo que decía Greta Garbo, aquello
de que es triste estar solo, aunque en ocasiones es más triste estar con
alguien, como ahora en que el compañero Humo lengüeteaba mi desconsuelo
y me decía con su colita nerviosa y afelpada que yo, como el niño de Günter
Grass, no había crecido nunca y seguía aferrado al tambor de hojalata de mi
niñez.

Me vestí despacio, como en cámara lenta, y a punto de abrir la puerta


para largarme, regresé a mirar al camarada, y su melancolía me traspasó.
Volví sobre mis pasos, fui a la cocina, saqué las dos copas de cristal que
utilizábamos en nuestras noches de vino y rosas, las reduje a polvo con la
piedra de moler, las junté a un pedazo de carne e hice tres bolitas del tamaño
de un rulimán. Las puse en el plato de cerámica, que habíamos comprado en
Pujilí, y en el que yo había pintado con letras rojas ese nombre maravilloso:
"Humo", acaricié por última vez su cabeza de algodón negro, y salí.

Afuera, densos nubarrones presagiaban tormenta.


Qué será de mí

"Cuando te ausentes
al verme de nuevo muy solo, sin ti
cuando te vayas dejándome en sombras
que será de mí... "

Leo Marini

La encontré una madrugada, descuajaringada, saliendo del Seseribó,


con su novio, un rubio que olía a porvenir dorado.

Llevaba los ojos a la espalda y la cartera en bandolera; uno de los


tacones se había quebrado y con el zapato en la mano, desconsolada,
golpeaba una y otra vez en la ventana del Bronco mil nueve noventa y tres.

El rubio le increpó de mala manera con su voz gangosa y ella se lanzó


contra él, en cámara lenta, con un gesto tristemente alcohólico. El hombre,
rechazándola de un empujón, abrió la puerta, prendió la máquina y se alejó
tumbando el triángulo del parqueo y gritando alguna blasfemia en inglés. Se
sentó desconsolada en la vereda y empezó a hurgar desesperadamente en la
cartera.

Me acerqué despacio y le ofrecí un cigarrillo prendido. Levantó sus ojos


vidriosos y entrecerrándolos con esfuerzo me dijo:
-¿Eres milico?

-No -le dije-, es una chaqueta heredada.

Sonrió entonces y exclamó, ya segura:

-Soy una perversa en estado de pureza.

Luego empezó a llorar con dedicación, con grandes suspiros, con gestos
ambiguos, como si estuviera ahogándose, limpiándose la nariz con el dorso de
su mano dormida.

Me senté a su lado en silencio, mirando cómo las lágrimas formaban un


hilillo negro que iba de sus mejillas a sus labios, y empecé a recordar lo que
decía mi tío Nacho con respecto a las lágrimas, lleno él también de soledad e
ingratitud: "Toda gran pasión termina en una gota de agua. La memoria sólo
existe para eso, para acumular olvido. Soportar la ausencia es el olvido", y se
tomaba su ron como quien está comulgando.

-Vamos -le dije dulcemente- te llevaré a tu casa. En estos tiempos un


hombre no significa nada, peor si es gringo.

Se rió con ganas y se arrimó a mi hombro. Su cabeza pesaba, olía a


tabaco.

- Vamos -insistí- ya es muy tarde.


La luna. Siempre la luna. Cara de tonta la luna a esas horas. Una hora
antes yo había salido de mi casa, para enfrentarla (a la luna), para que me
dijera de una vez y al aire libre lo que quería decirme a través de la ventana de
mi dormitorio, mientras Viviana dormía a mi lado con la placidez de los
cadáveres, y yo estropeaba la última pesadilla para levantarme decidido e ir
tras su huella de plata. Pero ya no me importaba la luna. Me importaba ese
juguete lloroso que a ratos se estremecía y lanzaba leves suspiros que iban
dejando atrás al llanto.

-Está bien -me dijo limpiándose las lágrimas- me levanto si me das un


beso.

Un beso. Sal, saliva y lágrima. Un beso que cubra mi agobio, la pesadilla


nocturna, la mariposa negra de la cotidianeidad. Un beso entonces para
comenzar a recorrer los laberintos del azar.

Echamos a caminar.

-John es mi novio -me dijo con una voz asustada... Tengo un novio de
porquería.

Entrelazó su mano a la mía y como siempre empecé a ahogarme.

Caminaba danzando, metiendo en su cuerpo la alegría de la madrugada.


Por allí tomamos un taxi y ella dio una dirección. Los Sauces. Avenida de Los
Sauces.

-Los sauces llorones- dije.


Ella se apretó contra mi pecho, alzó su rostro y me dijo:

-No me dejes sola, no esta noche.

Así que también ella. Así que el vacío era ecuménico. Así que esta luna
regaba soledad por todas partes. Así que el miedo y la tristeza y la angustia
viajaban en taxi por las calles de Quito. Así que nos iba creciendo como una
nueva piel, como una nueva costra.

Sus padres vivían en la casa delantera, ella en el departamento de atrás.


En el tiempo de las vacas gordas ese departamento utilizaban las criadas.
Pero ahora, tú sabes...

-Podrían despertarse- dije, mientras ella jugaba con las llaves como si
fueran cascabeles.

-Siempre duermen como osos -me dijo-. Duermen seis meses y seis
meses trabajan. Son asquerosos. Legañas y ojeras.

Prendió la luz. Un dormitorio de juguete. Horrorosos afiches de Frida


Khalo sujetándose con hebillas todas sus enfermedades. Por allí un Chaplin
que era un alivio. Un colchón en el suelo, libros tirados en una silla de mimbre
dos o tres calzonarios como rosas. Se acercó a la casetera y aplastó un botón.
Un ronco estertor salió del aparato:

-Es Janis Joplin -dijo- me muero por ella. Me gustaría atravesar su


garganta. Prepara un bareto -masculló, señalando los libros del veladorcito-.
En el libro de la Yourcenar hay un poco de hierba. Y luego fue al baño. El
ruido de su vómito espasmódico, largo, hizo por un momento dúo a la voz de
la Sony.

Cuando salió era otra. Pálida y bella como una virgen del medioevo, con
una camisa de hombre por toda vestimenta, un cuerpo desprotegido, falto de
insolencia, un cuerpo de hermana, que me lo ofreció sentándose junto a mí.
Con tristeza empecé a divertirme con los botones de su camisa, sus gestos
eran tan intensos que me reprochaba la pasividad de los míos, y he aquí que
de pronto sentí la bruja de su carne, bruja blanca apretada contra mí,
violentándome, produciéndome quejidos de asombro y de deseo. Se sacó la
camisa y dijo:

-Por hoy basta de preámbulos.

Su cuerpo desnudo era un canto al arte de la brevedad, como esos


cuentos perfectos que jamás escribiré. La inteligencia de su cuerpo me
avergonzaba como a un muchacho de escuela. Parada frente a mí parecía un
templo, un templo percibido en sueños, un templo como el que alguna vez vi
en Samarcanda, ¿fue en Samarcanda o en Pyong Yang?

-Eres bella- le dije, tomándola en mis brazos, eres un cuerpo para toda
la vida.

Meandros, algas marinas, tacto del sueño, caballos galopando.


caracoleando. Caricia infiel, solapada y abierta, espuma, más espuma, vértigo
y vértice, imprecación su cuerpo, blasfemia. Ardilla perseguida y muerta y viva,
túnel para llegar al otro día, mágico túnel por el que me estaba yendo, por el
que me iba.
Y luego ¿qué? ¿El restallar de la mariguana viva, con su ojo abierto
hacia el tumbado? ¿El cuerpo agradecido virado hacia el lado de la culpa?
¿La caricia submarina y nostálgica del tiempo que se va?

Las palabras empezaron a caer como una lluvia tenue mientras el día se
sacaba la máscara. Palabras maltrechas apoyándose en el bastón de la
promesa, de la ofrenda, palabras con esparadrapo para las llagaduras.

-No sé tu nombre -me dijo, mientras acariciaba mi rostro con su mano


abierta- y sin embargo no he conocido nada más profundo. ¿Cómo es esto?
Has hurgado mi vida, me has violado, me has robado, me has dejado sin mí.
Quiero que me ames siempre, para siempre.

-Sí -le dije, apenas apenado, chupando uno a uno sus dedos húmedos-
te estoy amando para siempre. La eternidad es solo este momento.

-Eres un monstruo, un malo- dijo.

-El azar produce monstruos- dije convencido.

-Y ahora ¿qué haremos? -dijo desconsolada-, ¿qué harás?

-Sobreviviré -dije-. Estoy acostumbrado a sobrevivir. Es lo único que el


hombre contemporáneo ha aprendido: a sobrevivir. Somos los sobrevivientes
de la post-guerra, pero de la post-guerra fría. En todo caso, parece que algo
nuevo me llevo entre los ojos.
Sonó el teléfono. Un cadáver sacó la mano del ataúd.

-Sí, sí -dijo ella desde otra voz-, estoy bien. Eres un puerco. Okey, a
mediodía, I want to talk to you.

Me vestí y salí. El sol de las once se clavaba en mi cabeza como un


puñal. No sabía si pasar por mi hogar o irme directamente a la oficina.

Como Lázaro, eché a andar.

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