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Leer y escribir

Por Sandra Russo

En la clase de Castellano de primer año del


secundario, la profesora preguntó quiénes leían.
Levanté la mano junto con un par de compañeros. Ella
me preguntó qué estaba leyendo. “Una de Corín
Tellado”, le contesté. Hubo unas risas generales que
acompañaron la cara desconcertada de la profesora.
Supuse que mi respuesta no era un carta ganadora y
maldije mi ímpetu participativo. Pasaron dos meses, y
una tarde la profesora, antes de irse del aula, me
volvió a preguntar con una ligera sorna y un tono casi
compasivo: “¿Y ahora qué estás leyendo?”. No sin
cierto temor a provocarme un nuevo contratiempo,
susurré: “Una de Dostoievsky”. Ella se quedó
mirándome. “¿Cuál?”, preguntó. Crimen y castigo,
confesé. Puso la palma de la mano en mi mejilla, y
sonrió. “Vas bien”, dijo.
Nunca supe por qué leía de chica. En mi casa no había
libros. Había, bueno, una enciclopedia que hacía juego
con los muebles del comedor, y una Historia de Grecia
y de Roma en dieciséis tomos que nadie en dos décadas
se ocupó de abrir. Las novelitas de Corín Tellado me
las había empezado a comprar en el kiosco de la
esquina no bien me cansé de leer Susy, secretos del
corazón. Las recuerdo como películas porno, en las que
la trama nunca importa. Pasaba rápidamente las hojas
de peripecia y circunstancia para llegar a los
párrafos en los que él se inflamaba de deseo y ella lo
detenía justo antes de ceder a su pasión. Cómo
apareció Dostoievsky, no tengo la menor idea. Sí
recuerdo que con Crimen y castigo me sentía Jo, la de
Mujercitas, arrobada, leyendo, comiendo manzanas
deliciosas mientras el tiempo pasaba en el altillo. Jo
fue la primera lectora cuya descripción leí. Y lo que
me había atrapado de esa descripción era la fuga, el
receso, la tregua que para esa niña suponía entrar en
una trama imaginaria y lograr que la realidad se
diluyera.
“Escribir es una forma de libertad personal. Nos
libera de la identidad colectiva que vemos forjarse a
nuestro alrededor. Al final, los escritores escribirán
no para ser héroes proscriptos de alguna subcultura,
sino para salvarse a sí mismos, para sobrevivir como
individuos.” Esto se lo escribió John de Lillo en una
carta a Jonathan Franzen, que era joven, novelista,
exitoso, mediático, buen mozo, culto, colaborador del
New Yorker, best seller y, así y todo, estaba
deprimido. Muy deprimido. Franzen es autor de un
ensayo que causó bastante revuelo hace unos años
cuando lo publicó en Harper’s Bazaar. Se llamaba
“¿Para qué molestarse?”. Es inevitable no asociarlo
con el inolvidable Crack Up de Fitzgerald, sólo que
esta vez el autor no se miraba trágica y genialmente
el ombligo, sino que desnudaba un cuadro de situación
general. Era un largo y nutricio análisis de la
posición actual de la novela en el campo cultural
norteamericano. Era fundamentalmente la admisión de
que los novelistas ya no son quienes cambiarán nada,
que el ámbito de influencia de una novela es cada día
más acotado y pequeño, y que mientras lectores y
escritores siguen encapsulados en su fascinación por
las tramas y los estilos, las nuevas tecnologías se
ocupan de hacer el lifting cultural en millones de
consumidores que no tienen conciencia de sí. Los
escritores pueden cosechar fama y prestigio, algunos
pocos hasta ganar dinero, pero la novela como producto
cultural ya no es ni masivo ni decisivo. Salvo
artefactos editoriales mayúsculos, como Harry Potter o
Memoria de mis putas tristes, ningún lector invierte
ansiedad en la expectativa de una próxima novela. La
no ficción ha reemplazado a la tregua de la lectura de
ficción. La lectura ya no es un viaje hacia una
dimensión imaginaria, sino un baño de inmersión en la
realidad y el intento de salir un poco más airosos de
nuestras confusiones.
“Ya había comprendido que la promoción o el trayecto
en limusina a una filmación de Vogue no eran simples
complementos. Eran el premio principal”, decía
Franzen, con el desasosiego de quien se había tomado
demasiado en serio a sí mismo. “El novelista tiene
cada vez más cosas que decir a lectores que cada vez
tienen menos tiempo de leer: ¿dónde encontrar la
energía de influir en una cultura en crisis, cuando la
crisis consiste en la imposibilidad de influir en la
cultura?”, se preguntaba Franzen en el artículo del
Harper’s. Y es una gran pregunta.
Un gran cuchillo que no vemos y que no empuñamos ha
dividido la torta en tres. De un lado, el más pequeño,
como el de los que no saben o no contestan en algunas
encuestas, están los fieles a la letra escrita. Del
otro, están los que sólo buscan calmarse: entretenerse
de lo insoportable con los medios electrónicos que no
demandan esfuerzo intelectual y ofrecen como
mercancías valiosas desde traseros femeninos pintados
con flúo hasta hombres rata disfrazados de araña. Y,
finalmente, están los que no pueden elegir, porque
están mucho más atrás de cualquier posibilidad de
elección cultural.
Shirley Heath, antropóloga y lingüista de Stanford, se
pasó una década, los ’80, recorriendo “zonas de
transición forzosa” como aeropuertos, transportes
públicos, salas de espera o lugares de veraneo
entrevistando a gente a la que veía con libros
“serios” en sus manos. Quería saber, Heath, por qué
esa gente lee, cuando la lectura de ese tipo de libros
parece hoy una forma de resistencia a las inercias de
la época. Su investigación la llevó a concluir que hay
dos tipos de “lectores resistentes”: aquellos para
quienes el hábito de leer fue “firmemente inculcado”
en la infancia, como un don familiar, como un rasgo de
aristocracia cultural relativa al “buen uso del tiempo
libre”, y aquellos que, más misteriosamente, han sido
niños “socialmente aislados”, y que han aprendido
solos a dejarse acompañar por los autores de los
libros que han leído. De este segundo tipo de lectores
es del que, según Heath, suelen salir los escritores.
Leer y escribir son dos acciones humanas vinculadas en
la primera de sus acepciones a la alfabetización.
Cuántas personas en una sociedad son capaces de
codificar y decodificar letras es uno de los índices
que miden cierto estado de las cosas. Pero leer y
escribir, en una segunda capa de esa cebolla, implica
actualmente otro tipo de actividad intelectual que
roza, en el mundo del mercado, la bancarrota. De ahí
la gran pregunta de Franzen y el origen de su
perturbación: si nuestra cultura de mercado se las ha
ingeniado para pertrecharse contra toda influencia
cultural, ¿de dónde sacar la energía para influir
sobre ella? ¿Con qué artilugios o atributos seductores
se puede desenmascararla? ¿Con qué piedra se puede
romper el hechizo de la parafernalia electrónica?
¿Cómo dar cuenta de esos otros mundos paralelos que se
baten a duelo mientras las nuevas generaciones se
internan cada vez más en el reino de lo literal, lo
instantáneo, lo ligero? ¿Cómo escapar del presunto
elitismo al que lectores y escritores son condenados
por los organizadores anónimos de esta triste gran
fiesta?

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