Está en la página 1de 460

PROLOGO

Este libro es producto de una vida de estudios, pero se da


el caso de que su aparición tiene lugar precisamente en un mo­
mento en el que la inteligencia de la oración eucarística tradicional,
y en particular el canon de la misa romana, es más actual que
nunca. En efecto, desde hace mucho tiempo no se había visto nunca
en la Iglesia católica un deseo tan vivo y tan generalizado de
volver a descubrir una eucaristía plenamente viva y verdadera.
Pero, desgraciadamente, tampoco se había visto nunca que se ma­
nifestasen con tanto aplomo teorías tan caprichosas que si llegaran
a ponerse en práctica nos harían perder casi todo lo que aún con­
servamos de la tradición auténtica. Quisiéramos que este volumen
contribuyera a fomentar este resurgimiento restando a la vez áni­
mos a e$a anarquía ignorante y pretenciosa que podría ser su ruina.
Grande es nuestra gratitud para con todos los que nos han ayu­
dado en este trabajo. Entre los investigadores de las últimas gene­
raciones nos sentimos muy obligados en particular a estudiosos como
E. Bishop y A. Baumstark. Ningún maestro contemporáneo nos ha
iluminado o estimulado tanto como e) hombre de ciencia, destacado
por su probidad y sagacidad, con el que tuvimos el honor de estar
asociado como uno de sus más modestos colaboradores de la pri­
mera hora en la fundación del Instituto de estudios litúrgicos de
París, dom Bernard Botte. El mejor homenaje que podemos tri
butar a su ciencia crítica es el de decir que aun en los casos en que
hemos tenido que separarnos de él en algunos puntos secundarios

11
Prólogo

no hemos podido hacerlo sino aplicando sus propios principios con el


espíritu que él mismo nos había inculcado.
Permítasenos también expresar aquí nuestra gratitud a todos
los que han facilitado nuestras investigaciones, en particular a los
benedictinos de la abadía de Downside, que pusieron a nuestra
disposición los tesoros de la biblioteca del difunto E. Bishop, al pro­
fesor Cirilo Vogel, que puso igualmente a nuestra disposición las
bibliotecas de la universidad de Estrasburgo, a monseñor Sauget,
que hizo otro tanto con la biblioteca vaticana, al canónigo A. Ga­
briel, cuya cordial hospitalidad, sólo comparable con su impecable
erudición, ha hecho del Mediaeval Institute, en la Eibrary of Notre
Dame University, como un séptimo cielo de los eruditos e investi­
gadores, y a los numerosos amigos israelitas, que han mostrado
tanta simpatía hacia nuestros estudios, especialmente al rabino
Marc H. Tanenbaum, de Nueva York, por sus calurosos estímu­
los, y al cantor Brown, de Temple Bethel, South-Bend, Indiana,
que, no contento con prestarnos generosamente los más preciosos
libros de su propia biblioteca, nos ha ayudado con su experiencia
del ritual sinagoga!. Si este libro pudiera contribuir, por poco que
fuera, a la amistad entre judíos y cristianos, veríamos realizado
asi uno de nuestros más ardientes votos.
Un último testimonio de gratitud debemos tributar a nuestro
joven hermano en religión Jean Eesaunier, por la infatigable dedi­
cación con que nos ha procurado o fotocopiado los documentos de
que teníamos necesidad.

Abadía de la Lúceme, fiesta del Corpus Christi de 1966

P .S .: Cuando ya teníamos casi terminado este estudio pudimos


leer los trabajos ya publicados del padre Ligier. Una conversación
tenida con él en el momento en que íbamos a dar el visto bueno
para la impresión nos permitió comprobar la estrecha convergencia
de nuestros puntos de vista sobre la relación entre la eucaristía
y los formularios judíos. No habiéndose publicado todavía sino una
parte de sus investigaciones, tenemos empeño en hacer constar
que no tienen ninguna dependencia de las nuestras.

12
NOTA ADICIONAL A LA SEGUNDA EDICION

Dom E. Botte nos lia honrado dirigiéndonos un escrito en el que refuta


nuestras objeciones a su reconstrucción del texto griego en que se basa el
texto siríaco del Testamentum Domini, Por una parte piensa que fue un
error el que nos fiásemos deí sentimiento de los sacerdotes sirios o maronitas,
para quienes el siríaco es poco más o menos lo que el latín para la masa
de los sacerdotes occidentales. Por otra parte subraya que aytoy no puede
querer decir sino «haz que venga».
Acerca del primer punto no tenemos inconveniente en aceptar su obser­
vación. Con todo, es posible que algunos de los filólogos con que cuenta el
clero sirio o maronita no sean tan ignorantes del siríaco como la genera­
lidad de los sacerdotes de Occidente lo son del latín.
Sobre el segundo punto nos limitamos únicamente a observar que la
torpeza de las traducciones antiguas del griego al siríaco es un fenómeno
tan general (que se explica por la diferencia de recursos de las dos lenguas),
que hace que se estimen conjeturales las más rigurosas retroversiones
en tanto no se puedan justificar mediante la presentación del texto original.
Por supuesto, esto se aplica lo mismo a nuestra propia retroversión que
a la de dom Botte... si parva licet componere niagnis.

* *
*

Con posterioridad a la primera edición del presente libro, el Consitium


para la reforma de la liturgia he preparado nuevos formularios eucarísticos
romanos. Hemos añadido un capítulo suplementario que analiza la reforma
del canon romano y los tres nuevos textos aprobados. Intentamos, además,
enjuiciar tales reformas capitales.

13
Capítulo primero

TEOLOGÍAS SOBRE LA EUCARISTÍA


V TEOLOGÍA DE LA EUCARISTÍA

Este libro se ha escrito para invitar a los lectores a un viaje de


descubrimiento. Creemos que semejante periplo es uno de los más
apasionantes que se pueden proponer a los que presienten las ri­
quezas todavía poco o nada explotadas de la tradición cristiana.
Nosotros mismos emprendimos esta travesía hace más de treinta
años y, con haberla reemprendido con frecuencia no pocas veces
desde entonces, no nos hacemos la ilusión de haber sacado a ia
luz todos los tesoros entrevistos desde la primera jornada.
Basta, en efecto, con tratar de seguir, paso a paso, la floración
progresiva de la eucaristía cristiana. Aquí entendemos por eucaristía
exactamente lo que la palabra significaba desde los orígenes: la
celebración de Dios revelado y comunicado, del misterio de Cristo,
en una oración de tipo especial, en la que la oración misma reúne
la proclamación de los mirabilia Dei y su re-presentación en una
acción sagrada que es el centro de todo el ritual cristiano.
Podrá decirse que no pocos han emprendido esta exploración
anteriormente a nosotros. Nuestro intento, sin embargo, es comple­
tamente distinto. En primer lugar, no vamos a ocupamos del con­
junto de la liturgia eucarística, sino — repitámoslo — de lo que
ocupa precisamente su centro : lo que se llama en oriente la anáfora,
que une inseparablemente los equivalentes de nuestro prefacio y
de nuestro canon romanos. Pero sobre todo, la descripción de esta
eucaristía, por muy atenta y cuidada que la deseemos, no es nuestro
objetivo último. Lo que vamos a perseguir es la inteligencia de lo

15
Teologías sobre la eucaristía

que hay de común, de fundamental bajo sus formas diversas, y


no menos el sentido del desarrollo, más o menos feliz, más o menos
amplio, de este núcleo o, mejor dicho, de esta célula madre del
culto cristiano.
Esperamos se nos perdone que evoquemos aquí la emoción,
todavía viva, que experimentamos el primer día que recorrimos
estos grandes textos en un antiguo ejemplar1. Juntamente con el
deslumbramiento provocado por el descubrimiento de las joyas
más resplandecientes de la tradición litúrgica, nos maravillaba la
unidad gloriosa de lo que irradiaba de tantas facetas. Descubría­
mos la eucaristía como un ser desbordante de vida, pero de una
vida dotada de una interioridad, de una profundidad y de una
unidad incompatibles, aun cuando esta vida no pueda traducirse
sino en mútiples expresiones, como en una armonía, o más bien
una sinfonía de temas concordantes que se van orquestando poco a
poco. Habíamos, por decirlo así, visto con nuestros propios ojos
esa túnica tornasolada, esa vestidura sagrada en la que se refleja
el universo entero en torno a la Iglesia y a su Esposo celestial.
En ningún poema, en ninguna obra de arte, y menos todavía en nin­
gún sistema de pensamiento abstracto nos parecía haber podido
expresarse mejor ese voiá; Xpiaroü, que es al mismo tiempo mens
Fxdesloe.
Aun exponiéndonos quizá a que se nos crea temerarios, añadire­
mos que una experiencia de este género es seguramente necesaria
para dedicarse a los estudios litúrgicos, para entrar en el movi­
miento litúrgico no como en una diversión de anticuario, una expe­
riencia de esteta, una dudosa mística de masas o on una pesada
y pueril pedagogía de muchedumbres. Hay en ello un test que
permite con toda seguridad distinguir entre los liturgistas del pa­
sado y del presente los que son verdaderos «amigos del Esposo»
y los que son meros eruditos, por no decir simples pedantes o
vulgares bufones.
Hay personas que han cumplido todos los textos y que segura­
mente no han sentido nunca nada semejante. Y hay también otros,
monómanos rascadores de rúbricas o fervientes «directores de es-

1. H aiüawd, Liturf/ies East<m end Western, 1878,

16
Teologías sobre la eucaristía

cena», que por muy alejados que estén de los primeros, comparten
por lo menos con ellos la misma callosidad, Los unos, sean todo lo
doctos que se quiera, no son sino los arqueólogos de la liturgia, y
los otros, aun cuando estén convencidos de ser sus conservadores,
no harán sino pastelear con ella o corromperlo. Sólo Dios sondea
las entrañas y los corazones, pero a nadie le está vedado tener sus
impresiones. Por mi parte tengo la convicción de que un Cirilo de
Jerusalén (o el autor de las catcquesis que llevan su nombre), al
igual que un Gregorio de Nacianzo, un san Máximo o un san León,
no son en este punto de aquellos a quienes faltó la gracia, como tam­
poco, en los albores de la edad moderna, un cardenal Bona o, más
cerca de nosotros, un Edmund Bishop o un Antón Baumstark,
Confieso que estoy mucho menos seguro de un sano sentido liturgista
de otros personajes del pasado, que han ejercido considerable influjo
en este terreno, por no hablar de modernos o de contemporáneos,
personas todas a las que no se me perdonaría si les asignara nomi­
nalmente un puesto en el infierno personal en el que las llevo in
pectore.
Si se me pregunta cómo puedo justificar tal atrevimiento,
responderé que basta con haber comido algunas migajas de am­
brosía para descubrir sin dificultad la sobria ebríetas de los unos y
no dejarse engañar por los que han podido poner etiquetas por
todas partes y hasta mancillar todo el mantel con sus dedos sucios,
pero que, habiendo acudido seguramente sin gran apetito al ban­
quete del Cordero, no notaron siquiera que los manjares tenían
en él un gusto particular.
No hace todavía mucho que un abad benedictino que me honra
con su amistad me contaba cómo creía haber descubierto lo que es
la liturgia. Siendo todavía novicio había emprendido valientemente la
lectura de toda la obra de Migne, comenzando por el primer tomo,
y había topado de golpe con la liturgia eucarística del libro v m
de las Constituciones apostólicas: repentinamente se le habían abierto
los ojos. En esta confidencia hallé un eco de mis antiguas im­
presiones, pues aquél era seguramente el texto que más me había
impresionado en la antigua colección de Ham m ond: aquella aná­
fora que parecía haberse propuesto realizar a la letra la famosa
fórmula de Justino sobre el celebrante, que «da gracias tanto como

17
Bouycr, eucaristía 2
Teologías sobre la eucaristía

puede»a. En efecto, todo, absolutamente todo lo que puede encerrar


la eucaristía antigua se hallaba allí reunido, aun cuando es cierto que
textos más sobrios, como la maravillosa anáfora de Santiago, ex­
presan más sensiblemente su progresión y su brío.
Me apresuro a decir que uno y otro teníamos muy respetables
predecesores entre los patrólogos del renacimiento cristiano, sin
hablar de algún liturgista anglicano entre los más distinguidos,
que habían creído descubrir en dicho texto nada menos que la
anáfora apostólica y como el modelo primitivo y permanente de
toda eucaristía ideals, Sé muy bien a qué burlas me expongo por
parte de los sabios liturgistas contemporáneos al revelar en las
primeras páginas de este libro un entusiasmo tan ingenuo, del que
no me recato en decir que no se ha extinguido todavía. Compila­
ción tardía de un hereje (o semihereje), impostor por añadidura,
liturgia en el papel, que no tuvo nunca (y que, por lo demás, no
hubiera podido tener nunca) el menor comienzo de realización
efectiva: esto — nos aseguran hoy a porfía los más respetables
manuales — es lo que habríamos debido aprender a pensar. Pueden
estar tranquilos: todo esto lo discutiremos ampliamente, y si
después de ello no retenemos todos esos juicios igualmente peren­
torios, pero desigualmente ciertos, se verá que también nosotros te­
nemos buenas razones para rechazar el carácter primitivo de la
liturgia pseudodementina (por no hablar de la de Santiago). Sin
embargo, creemos por lo menos que estos textos, como terminus
ad quem, si ya no como terminus a quo, de una evolución muy
antigua, tienen con qué justificar los entusiasmos un tanto juve­
niles de los liturgistas de los siglos xvn o x v m y de algunos otros
muy posteriores a ellos, más bien que la negligencia con que los
tratan actualmente críticos algo más satisfechos de lo debido con
sus primeras comprobaciones.
Sea de ello lo que fuere, no es un vago romanticismo, apoyado
en una ciencia insuficiente, lo que explica el interés y hasta la fas­
cinación suscitada durante largo tiempo por la anáfora de las
Constituciones apostólicas. Es que, por el contrario, ésta es un23

2. S an J ustino , Pritnera apología 67, 5.


3. Cf. W, J ardín*: * A. Grisbrook Ej Anglican Liturgias of the jevenleenth
eigkfii-enth Centuries, Londres 19S8, y nuestro capítulo xi.

18
Teologías sobre la eucaristía

testigo particularmente elocuente de lo más teológico que envuelve


la tradición litúrgica. Representa seguramente el mayor esfuerzo
jamás realizado para explicitar a fondo toda la teología implícita
que había en la eucaristía antigua, si ya no primitiva.
Evidentemente, se trata de una teología a la que no nos tienen
acostumbrados los manuales modernos (y seguramente por ello
puede ser tan fascinador su descubrimiento). Esta teología, por
muy rigurosa que sea (y no deja de serlo a su manera), se acerca
mucho al sentido primero del griego QcoÁoyía, que designa un
himno, una glorificación de Dios por el Áóyoc, el pensamiento ex­
presado del hombre. Este pensamiento aparece en ella, por cierto,
racional en sumo grado, pero con esa razón que es armonía, mú­
sica intelectual, y cuya traducción espontánea es, por tanto, un
canto litúrgico, y no un virtuosismo sutil o una fastidiosa ro­
tulación.
Do que debiera proporcionarnos el estudio a que vamos a de­
dicarnos es precisamente una teología de este género, único que
se presta a una teología eucarística digna de este nombre. Para
hablar con más exactitud: se trata de la teología de la eucaristía.
Esta corrección de lenguaje no es ociosa. En efecto, hay un abismo
entre las teologías eucarísticas que han proliferado en la Iglesia
católica y fuera de ella, primero, al terminar la edad media y
luego ya en la época moderna, y eso que merece exclusivamente ser
llamado la teología de la eucaristía. Pío x i no tuvo reparo en decir
—■en una época en que la afirmación, proferida por alguien que
no fuera el papa, hubiera parecido no solamente escandalosa, sino
absurda— que «la liturgia es el principal órgano del magisterio
ordinario de la Iglesia». Pero si, en efecto, lo es por lo que hace
a la proclamación del misterio cristiano en general, podemos pensar
que debe serlo por excelencia en cuanto a la proclamación de lo que
constituye su propia sustancia: el misterio eucarístico, y en particu­
lar en la celebración de este misterio. Ahora bien, es un hecho
que las teologías corrientes sobre la eucaristía no asignan por lo
regular puesto alguno a la eucaristía en el sentido primero de la
palabra, a la gran oración eucarística tradicional. Son ciertamente
teologías sobre la eucaristía. No son casi nunca la teología de la
eucaristía: una teología que proceda de ella, en lugar de venir a

19
Teologías sobre la eucaristía

aplicársele desde fuera, sea como sea, o de reducirse a sobrevo-


larla sin dignarse jamás tomar contacto con ella.
Esto es cierto — hay que reconocerlo — aun en el caso de las
mejores obras que en las últimas generaciones nos han llevado a una
visión de la eucaristía más sana que la de los siglos precedentes.
Es justo que nos mostremos agradecidos a los Lepin a. los l*a
T aille456, a los V onier9, a los M asure7, que rechazaron los modos
de ver de los Eessio y de los Lugo, y nos restituyeron una concep­
ción mucho más satisfactoria, en particular de su relación con el
sacrificio de la cruz (aunque quizá nos inclinemos demasiado a
endosar sin verificación los agravios que formulan contra sus pre­
decesores). Pero se hace difícil admitir que sus propias síntesis
puedan ser definitivas, si se tiene en cuenta que el puesto que
asignan al testimonio de la eucaristía sobre su propio significado
y su propio contenido es tan exiguo como en sus predecesores.
Sus obras se basan en algunas palabras de la Escritura: práctica­
mente en las solas palabras de la institución y luego, a lo sumo,
en algunos textos del capítulo sexto de san Juan y de la primera
epístola a los Corintios. Y todavía se limitan a interpretarlos en la
óptica de las controversias medievales o modernas, sin que les
pase por las mientes el desplazamiento de las perspectivas im­
puesto por un estudio exegético primeramente filológico e histórico,
como el que había de practicar más recientemente Jeremías8, sobre
las palabras eucarísticas de Jesús. Pero sobre todo sus construcciones
no proceden tanto de los textos como de nociones a priori del signo
o del sacrificio. Y sí de paso topan con algunas fórmulas litúrgicas,
es para echar mano de ellas a lo sumo a título de confirmación, o,
todavía más frecuentemente, para mostrar cómo se armonizan o pue­
den armonizarse, a costa de explicaciones más o menos laboriosas,
con teorías del sacramento o del sacrificio fraguadas independien­
temente de ellas.
4. M , L e p in , JJId ie du s&crifice de la Messe d'aprés Íes théobgiens depuis f origine
jusquJk «as jones, París 1926.
5. M. be la T aille, M ysterium Fideit P arís 1931.
6. A. V onier , L a CU de la doctrine eucharistiq»e, tr. ir., Lyón 1942.
7. E . M asure, L e Sacrifice du Ckef, P arís 1932.
8. J . J eremías, The Ettckaristic JVords of Jesús, Londres 1966, trad. inglesa de la
nueva edición alemana publicada en 1960 en Gotinga, Die Ahendmahlsworte Je su, pero
habida cuenta de las modificaciones introducidas en su texto por e! autor en 1964.

20
Teologías sobre la eucaristía

Si esta comprobación se impone todavía cuando se trata de


autores recientes, tan preocupados por inventariar y comprender
todas las riquezas de la tradición teológica, patrística y medieval
como los que acabamos de citar, no nos costará trabajo imaginar
la ignorancia pura y simple de la eucaristía (en el sentido en que
tomamos aquí constantemente la palabra, y que es su sentido básico)
que revelan tantas otras especulaciones anteriores de que están
abarrotados nuestros manuales. Los resultados de este estado de
cosas son graves en primer lugar, aunque no exclusivamente, en el
plano doctrinal. Aun manteniéndose dentro de la ortodoxia, por
lo menos en cuanto no la contradicen, las teologías eucarísticas así
construidas crean y multiplican los falsos problemas. Incapaces
de resolverlos (lo cual no tiene nada de extraño, puesto que están
mal planteados), no son menos incapaces de descartarlos, puesto
que son ellas precisamente las que los engendran. La teología
eucarística se ve así invadida por controversias interminables que,
a cambio de un fruto huero y decepcionante, desvían la atención
del misterio eucarístico que debería absorberla por entero.
Un primer ejemplo de estas querellas sin verdadero objeto,
pero a la vez sin salida, nos lo ofrecen desde la alta edad media
las discusiones entre los bizantinos y los occidentales sobre el mo­
mento, y, sobre todo, sobre el medio de la consagración eucarís­
tica. ¿Se produce por las palabras de la institución o por una ora­
ción especial, a la que se reservará el nombre de epiclesis? Cuando
se releen por una parte y por otra los autores de la época, en la
que la elaboración de las anáforas era todavía un hecho contem­
poráneo, por lo cual podían tener todavía una inteligencia connatural
de las mismas, se cree hallar en ellos argumentos decisivos en
favor de una u otra de las teorías, con exclusión de la contraria.
Pero hay que reconocer que esto sucede porque se leen tales
textos a una luz y con preocupaciones que les son ajenas. Si, por
el contrario, volvemos a sumergimos en las perspectivas de la
antigua celebración eucarística, parece desvanecerse la alternativa.
Lo esencial que por una parte y por otra se quiere retener y afirmar
se podrá mantener tanto más fácilmente desde el momento en que se
cese de oponerlo artificialmente a aquello de que es solidario en
realidad.

21
Teologías sobre la eucaristía

Si esto se puede decir a propósito de la antigua controversia


que, poco a poco, se ha instalado y osificado en las teologías res­
pectivas del este y del oeste, con más razón podrá preverse otro
tanto de las controversias más tardías, nacidas en épocas en que
nadie tenía ya la capacidad de releer los formularios antiguos según
sus propias coordinadas. Tal es en particular el caso de la contro­
versia entre protestantes y católicos, que quedó estancada e inmo­
vilizada en la época barroca. ¿Es la celebración eucaristica un
sacrificio actual o el memorial de un sacrificio pasado? De nuevo,
y todavía más, la cuestión planteada, formulada en estos términos,
no sólo no es susceptible de respuesta alguna satisfactoria, sino
que en rigor carece incluso de sentido. En efecto, con las palabras
«sacrificio» y «memorial» supone realidades completamente distin­
tas de las que las mismas palabras recubren en los antiguos for­
mularios eucarísticos.
¿Qué decir entonces de las controversias modernas, que no
han cesado de agitar los espíritus en el interior del catolicismo,
sobre el problema de la presencia eucaristica, de la presencia no
sólo de Cristo en los elementos, sino también, y sobre todo, de su
acción redentora en la celebración litúrgica?
Escudriñando el misterio eucarístico, ya a la luz de una filosofía
que se puede decir prefabricada, ya de una historia de las religiones
comparadas, que lo compara con lo que no tiene la menor relación
de origen con él, nos enredamos más que nunca en aportas cuyo
solo enunciado debería ya poner en guardia advirtiéndonos que nos
lanzamos por un camino falso : ¿ Cómo puede el mismo cuerpo estar
simultáneamente presente en diversos lugares a la vez? ¿Cómo
puede una acción única del pasado volver a hacerse presente todos
los días? Para salir del atolladero bastaría quizá, y es ciertamente
necesario para comenzar, con volver a los textos antiguos. A condi­
ción, por supuesto, de dejarlos hablar en su propio sentido, se des­
vanecen estos rompecabezas, y la verdad del misterio, sin cesar
de ser misteriosa, vuelve a hacerse inteligible y consiguientemente
creíble y adorable.
Pero las teologías sobre la eucaristía que no se preocupan
de lo que hemos llamado la teología de la eucaristía, que ni siquiera
parecen sospechar la existencia de ésta, no se limitan a engendrar

22
Teologías sobre la eucaristía

cuestiones absurdas y controversias estériles. Reaccionan inevita­


blemente de rechazo sobre la eucaristía, para alterar y viciar más
o menos gravemente su práctica. Si la liturgia se deteriora por el
desgaste del uso, por la rutina y la esclerosis, todavía mucho más
radicalmente queda falseada por teorías que no le deben nada,
pero según las cuales se pretenderá abusivamente remodelarla. Por­
que en este caso no se trata de esos errores que son simples negli­
gencias u olvidos más o menos profundos. Se trata de errores
cometidos solemnemente y por principio y que, so protexto de enri­
quecer o de reformar, van sencillamente a estropear o a mutilar
irremediablemente.
Es, en efecto, un fenómeno constante el hecho de que una
teología sobre la liturgia que no procede de la liturgia, al no hallar
en ella nada que la satisfaga verdaderamente, acaba pronto por
segregar pseudo-ritos o fórmulas aberrantes. La liturgia, guarnecida
con estos adornos, se ve pronto disfrazada y violentada, si ya no
desfigurada. Tarde o temprano, el sentido de la incongruidad del
complejo así producido suscita deseos de reforma. Pero si, como
sucede con demasiada frecuencia, la reforma procede entonces sen­
cillamente de una teología a la última moda, y no en modo alguno
de un verdadero retorno a las fuentes, da golpes de ciego, cercenando
lo que todavía tenía de primitivo y en cambio consuma el proceso
ya iniciado de camuflaje de lo esencial bajo lo secundario.
Basta con pensar en la reforma de la liturgia ecuarística por
el protestantismo del siglo xvi. So pretexto de volver a la eucaristía
evangélica, no hizo sino confinar de hecho las palabras de la ins­
titución en el aislamiento facticio en que las había elevado ya en
teoría la teología medieval. De la tradición que las rodeaba hasta
entonces no conservó sino la tardía tendencia medieval a sustituir
por una evocación psicológica y sentimental de los acontecimientos
evangélicos la acción sacramental, profundamente misteriosa y real,
del Nuevo Testamento y de los padres de la Iglesia. Y lo coronó
todo haciendo invadir la celebración por los elementos penitenciales
que en los últimos siglos no habían cesado de sobrecargar sus
contornos. A'l fin se fue a desembocar en una eucaristía en la que
no hay nada de eucaristía en sentido propio. Si en ella se habla
todavía (cosa que ni siquiera sucede siempre) de «acción de gracias»,

23
Teologías sobre la eucaristía

se hace sencillamente en el sentido de una expresión de gratitud


por los dones de gracia recibidos individualmente por los comul­
gantes : sentido medieval tardío y degradado hasta el completo
contrasentido, de una expresión neotestamentaria que no transmite
ya casi nada de su sentido primitivo.
Estas falsas teologías que involucran la eucaristía en lugar
de desarrollarla y luego la destruyen pretendiendo reformarla, fo­
mentan evidentemente piedades eucarísticas degradadas, de las que
se nutren a su vez. ¿No es un indicio revelador el hecho de que la
expresión «devoción eucarística» haya venido a designar preferente­
mente, si no ya exclusivamente, en la época moderna, prácticas o
devociones que se dirigían a los elementos eucarísticos ? En estas
condiciones no hay por qué sorprenderse de que esta devoción, no
contenta con ignorar esta celebración, se haya desarrollado de hecho
con detrimento de la misma, o sólo haya reaccionado sobre ella
para obscurecerla y enmascararla. Así la misa no será ya más que
un medio para llenar el tabernáculo. O bien se interpretará como si
culminara en esta «adoración del santísimo sacramento» a que da
lugar la consagración, mediante la elevación sobreañadida tardía­
mente.
Veremos que la liturgia luterana, lejos de reaccionar eficaz­
mente contra esta inversión de las perspectivas primitivas, no hizo,
por el contrario, sino llevarlas a su término lógico, amputando al
canon romano todo lo que sigue a la consagración y a la elevación
y trasladando a este lugar el sanctus con el benedictas. Hasta tal
punto es cierto que las reformas que no proceden de una mejor
inteligencia de la liturgia tradicional no hacen sino llevar al colmo
su alteración.
Aun sin llegar a estos extremos, ¿qué pensar de una piedad
eucarística que multiplicaba las bendiciones con el santísimo en la
misma medida en que disminuía las comuniones, que se complacía
en las exposiciones cada vez más solemnes, al mismo tiempo que en
las «misas rezadas» lo más «privadas» posible, que visitaba afectuo­
samente al «divino prisionero del sagrario», pero que no tenía un
solo pensamiento para el Cristo glorioso, siendo así que la euca­
ristía no hacía (o no hace) sino cantar su victoria?
También aquí nos es fácil descubrir la paja en el ojo de nues­

24
Teologías sobre la eucaristía

tros predecesores, al mismo tiempo que nos exponemos a no notar


siquiera la viga que se hunde en el nuestro. Cierto que podemos
felicitarnos de que vuelva a descubrirse el sentido colectivo de la
celebración eucarística mientras se vuelve a concepciones del sacri­
ficio eucarístico que implican nuestra participación. Pero es ya una
muy mala señal que los valores de adoración y de contemplación,
concentrados ayer en una devoción eucarística ajena de hecho a
la eucaristía, no parezcan haber repercutido en nuestra celebración
de ésta, sino que se hayan más bien volatilizado pura y simple­
mente con la desaparición progresiva de las prácticas en que se
habían insertado: bendiciones del Santísimo Sacramento, visita al
Santísimo, acción de gracias después de la comunión, etc. En estas
condiciones la celebración colectiva, que no está animada por la con­
templación, y menos todavía por la adoración de Cristo presente
en su misterio, corre gran peligro de degradarse para convertirse en
una de esas manifestaciones de masas tan caras al paganismo
contemporáneo, superficialmente nimbada por un aura de senti­
mientos cristianos. ¿No es así inevitable que nuestra unión con el
sacrificio del Salvador mediante la misa venga a confundirse en
ella, como lo estamos ya viendo demasiado, con una simple adición
al opus redemptionis, de nuestras obras completamente humanas,
hasta que se acabe por sustituirlo pura y simplemente por éstas?
¿O debemos acaso quedar más sorprendidos de que, una vez
más, no pudiendo hallar satisfacción para tales tendencias en una
liturgia que no las ha inspirado, quieran algunos aprovecharse de
la reforma en curso para obtener, o imponer, lo que sería una
suprema deformación? Mezclando, como debe hacerse, el ecume-
nismo en boga con la «conversión al mundo», se nos proponen
refundiciones de la misa que — como siempre, naturalmente —
pretenden hacerla volver a sus orígenes evangélicos conservando
en ella (o introduciendo, si es preciso) únicamente lo que puede
convenir — así se nos dice—■ al hombre de hoy, un hombre al
que actualmente se proclama totalmente des-sacralizado... Un pre­
lado que no pudo proponer al concilio un proyecto de este gusto,
celebra una conferencia de prensa para procurar la mayor propa­
ganda a esa «misa ecuménica» y secularizada, que el hombre de
hoy pueda comprender sin tener necesidad de aprender nada.

25
Teologías sobre la eucaristía

Por su parte, un teólogo conciliar, sin osar aventurarse tan lejos,


sugiere por lo menos que se deje a un lado el canon y se sustituya
por la liturgia de Hipólito adaptada al gusto del día. Otros pasan de
las palabras a los hechos. Se prepara ya la liturgia del mañana con
«ágapes fraternales» (también ecuménicos, por supuesto), en los
que se distribuye pan y vino no consagrados, sino hechos objetos
de una simple «acción de gracias», de la que, evidentemente, está
ausente toda sospecha de «magia sacramental»... Todo esto pertenece
sin duda al campo de la fantasía y parece tan pobre y tan ridículo
que hemos vacilado mucho antes de mencionarlo aquí. Pero andemos
con tiento: así es como se preparan y se coagulan grupos de pre­
sión que de aquí a poco podrían pesar considerablemente en las
eventuales reformas y que, no pudiendo nunca tomar en la mano
su dirección, podrían sofocar o falsear su realización.
Dom Tambert Beauduin decía que la relativa fosilización de la
liturgia en los tiempos modernos había sido quizá su salvación:
de lo contrario, explicaba, ¿qué habría subsistido hasta nosotros de
la gran tradición de la Iglesia ? Ha pasado ya la era de esta momi­
ficación y hay que felicitarse de ello. Pero para revivir no basta
con cambiar de nuevo. No hace falta que un hormigueo de descom­
posición recubra tan pronto a Dázaro, apenas salido del sepulcro,
que esta vez se exponga a volver a él en serio. Demasiado estamos
viendo ya lo que divagaciones individuales o quimeras colectivas
llegan a tejer en torno a las mejores orientaciones de la autoridad
conciliar. Para todos los desaguisados litúrgicos, tanto contem­
poráneos como del pasado, para todo lo que los acompaña, los fo­
menta o los produce, en la piedad como en el pensamiento religioso,
sólo puede haber un remedio, pste es el retorno a las fuentes, con
tal que sea auténtico y no simulado ni fallido.
¡Qué estímulo tan singular no es para el teólogo católico ver
lo que este retorno ha producido ya de positivo, incluso fuera de la
Iglesia católica! Nuestros ecumenistas improvisados, que creen
salir al encuentro de los protestantes barrenando la tradición cató­
lica, no tienen el menor barrunto de lo que éstos han recobrado ya
con frecuencia de esta misma tradición, aun siendo todavía incapa­
ces de apreciarlo. Para todos los protestantes que no se resignan
a vivir de lo que hay de más muerto en su propio pasado carece

26
Teologías sobre la eucaristía

absolutamente de atractivo una eucaristía sin misterio, sin presencia


real, que no sea más que una gozosa reunión fraternal en un
común recuerdo agradecido de un Jesús que sólo aparezca hom­
bre en la medida en que pueda olvidarse que es Dios. Y, como
me decía recientemente un ecumenista protestante, «el mayor impe­
dimento actual fiara el acercamiento entre nosotros podrían cons­
tituirlo esos católicos que creen que para ellos debe consistir el
ecumenismo en abandonar todo lo que nosotros estamos en vías
de recuperar y en adoptar todo eso de que nosotros estamos en
vías de despojarnos». Y ¿qué decir de esos patrocinadores del
«hombre moderno» que creen hacerle aceptable el cristianismo
secularizándolo al máximo, en una hora en que psicólogos y antro­
pólogos concuerdan en reconocer que lo sagrado, y hasta el mito
(en el sentido en que lo toman los modernos historiadores de las
religiones y que no tiene nada de común con la terminología ni
con la problemática increíblemente retardataria de Buitmann) no se
puede despojar de lo humano a secas sin infligirle una herida mortal ?
Más que todas las discusiones, la mejor cura de estas diferentes
ilusiones de católicos que se profesan perdidamente modernos, pero
que no han tenido todavía tiempo de informarse de lo más inte­
resante que hay en la evolución de sus contemporáneos, se hallará
en el retorno a esa fuente por excelencia que es la eucaristía
naciente.
Aunque para ello hace falta releer y reinterpretar los textos
aplicándose pacientemente a discernir el movimiento de la fe viva
de la Iglesia que hizo tomar forma su eucaristía, que hizo de ella
su propia expresión, la más pura al mismo tiempo que la más
plena, Esto es lo que querríamos por lo menos esbozar en las
páginas siguientes.
No se tratará de redescubrir la fórmula de esa anáfora apos­
tólica, que en un principio se creyó hallar precisamente en el li­
bro v i i i de las Constituciones apostólicas y luego en otros muchos
textos más cerca de nosotros, hasta en la Tradición igualmente
apostólica, como lo hizo el bueno de dom Cagin y tantos otros
admiradores de Hipólito, que no parecen haberse todavía desen­
tendido de este último espejismo. No se tratará de ello, sencilla­
mente porque tal fórmula no existió nunca, pues de lo contrario, por

27
Teologías sobre la eucaristía

lo pronto, todo el mundo la conocería, ya que nadie habría osado


fabricar ninguna otra...
Pero esto no quiere decir, ni mucho menos, que no haya un
tipo, un esquema, y, sobre todo, como un alma viva de toda eucaris­
tía fiel a su sustancia original, alma que se reveló y en cierto
modo se proyectó en los más antiguos formularios eucarísticos,
En ellos podemos volver a captarla en su unidad fundamental y
también en su inagotable riqueza, algo así como el Evangelio, que
escapa a toda fórmula única y no podría encerrarse en todos los
libros que llenaran la tierra y, sin embargo, se nos ha transmitido
auténticamente en los cuatro evangelios canónicos. Desde luego,
de la eucaristía no existe formulario inspirado y, por tanto, defi­
nitivo. Pero esto es debido a que, siendo por su naturaleza la
eucaristía de la Iglesia respuesta humana a la palabra de Dios
en Jesucristo, no puede quedar acabada hasta tanto que la Iglesia
no se vea consumada en su unión perfecta con su Esposo, el
Cristo total que sólo entonces alcanzará su edad adulta en la
multitud definitiva y en la perfecta unidad de todos sus miembros.
Este movimiento, este ímpetu espiritual de la eucaristía orientado
consiguientemente hacia el «signo del H ijo del hombre», es lo
que los documentos del período creador de la liturgia cristiana
deben ayudarnos a descubrir y a reconocer luego en las grandes
oraciones que han venido a ser clásicas y que todavía hoy siguen
consagrando nuestras eucaristías. Así pues, volviendo a descubrir
éstas como desde el interior, hallando, por así decirlo, el hálito de
vida que las penetró como para modelarlas desde dentro, nos halla­
remos finalmente en condiciones de penetrar el sentido de lo que hace
la Iglesia cuando hace la eucaristía, sin lo cual la Iglesia misma no
podría hacerse en ella, en nosotros y de nosotros.

28
Capítulo II

LITURGIA JUDIA Y LITURGIA CRISTIANA

Para exponer fielmente la génesis de la liturgia eucarística y,


con más razón, para comprenderla como desde el interior, es pre­
ciso tomar bien la embocadura. En un estudio de este género, de
los primeros pasos depende todo lo que sigue. Imaginar que la
liturgia cristiana surgió por una especie de generación espontánea,
sin padre ni madre, como Melquisedec, o atribuirle confiadamente
alguna paternidad putativa que impidiera definitivamente la per­
cepción de su auténtica genealogía, es reducir de antemano todas
las reconstrucciones a un andamiaje más o menos erudito, más o
menos ingenioso, de contrasentidos.
Es cierto que la liturgia cristiana, y la eucaristía por excelen­
cia, es una de las creaciones más originales del cristianismo. Pero,
por muy original que sea, no es ciertamente una creación ex nihüo.
Creerlo así sería condenarse a no comprender ya gran cosa de ella.
Sería no solamente equivocarse acerca de los materiales con que
se construyó, sino, lo que es más grave, comenzar ya por extra­
viarse por lo que hace al movimiento que los combinó para edificar
con ellos ese templo espiritual, o más bien ese gran árbol de vida
que es la anáfora. En efecto, los materiales que utiliza la euca­
ristía cristiana distan mucho de ser una simple materia bruta. Son
piedras ya pulimentadas y sabiamente trabajadas. Y no provienen
de una obra en demolición, de donde se habrían tomado para
darles nueva forma sin tener en cuenta su configuración originaria.
Muy al contrario, se trata de un taller, en el que se ha heredado

29
Liturgia judía y liturgia cristiana

conscientemente una experiencia largamente elaborada, al mismo


tiempo que sus productos acabados, con los que de nuevo se va a em­
prender la obra. Y esto no se hará para abolir los primeros resul­
tados, sino para redondearlos y perfeccionarlos mediante un aca­
bamiento y consumación genial, y más que genial, pero — y vale
la pena decirlo— sin que se borre un ápice de lo que se había
grabado ya anteriormente.
No se puede partir de cero con las primeras fórmulas eucaris­
t ía s cristianas, de la misma manera que no se puede partir de cero
con el Evangelio. En uno y otro caso existe, por designio provi­
dencial, un Antiguo Testamento, por encima del cual no es posible
saltar a pie juntillas. Porque si, como aparece claro, la providencia
juzgó necesaria esta etapa, nosotros no tenemos el derecho ni la
posibilidad de descartarla con el revés de la mano.
Al decir esto dejamos ya indicada la dirección en que debemos
buscar las preparaciones providenciales. Sería por lo menos sorpren­
dente que el Antiguo Testamento de la liturgia no fuera el mismo
que el del Evangelio. Por sorprendente que esto sea, es, sin em­
bargo, lo que más de un hombre de ciencia parece admitir como
un axioma que no se puede ya tratar de establecer ni podemos
permitirnos discutir. Una de dos, se diría, o bien no hay prehistoria
de la eucaristía, o bien, si la hay, debe hallarse necesariamente
fuera del judaismo.
La permanencia, o la persistencia, de este estado de ánimo en
sabios tan profundamente intuitivos como ampliamente documen­
tados es a todas luces un tanto desconcertante.
Cuando se ve el inmenso esfuerzo de un Odo Casel para hallar
en los ritos paganos más incongruos los antecedentes del misterio
del culto cristiano y el poco interés que mostró por los antece­
dentes judíos menos discutibles de este misterio, se pregunta uno
cómo pudo un espíritu tan abierto ser tan poco accesible a ciertas
evidencias. Y lo más fuerte de todo es que no ignoraba, en modo
alguno, los textos judíos, cuya comparación con los textos cristianos
se impone en primer lugar. No deja de citarlos \ Observó sus parale­
lismos más sorprendentes. Pero para él son precisamente eso y sólo
1. Cf. O. Casel, Le Mémorial du Seigneur dans ¡a liturgie de l’antiquité chrétienne,
tr. fr., París 194S, p. 23ss.

30
Liturgia judía y liturgia cristiana

eso: notables paralelismos. No parece poder pensar que el origen,


y consiguientemente la explicación, de lo que hay de más sui generis
en la eucaristía cristiana pueda buscarse por este lado. Uno y otro,
origen y explicación, no los busca ni parece poderlos suponer
sino en los misterios paganos.
Otro liturgista más sabio todavía y quizá más genial que
Casel, Baumstark, no puede resistir a la evidencia2. Según él,
los préstamos, o las filiaciones, de ciertos textos de la liturgia
cristiana con respecto a la liturgia judía, no pueden ponerse en tela
de juicio. Pero no poco le costó llegar a registrar esta dependencia
como un hecho original. En este terreno de la oración eucarística
en particular se halla repugnancia en suponer que las correspon­
dencias temáticas, y hasta de expresión, puedan ser primitivas. La
mayor parte de los estudiosos piensan que se trata de un hecho
secundario, de una contaminación tardía, sobrevenida en el mo­
mento de dar la última mano a los textos eucarísticos cristianos
que habían de hacerse clásicos, hipótesis que no se asienta en
nada positivo, pero cuya inverosimilitud se apreciará cuando se
observe el furioso antisemitismo que desgraciadamente reinará
entre los cristianos desde fines de la era patrística. Notemos que
en los autores sirios es en quienes, por lo regular, está más acu­
sado este antisemitismo. Recordemos sólo los textos inauditos de
san Juan Crisóstomo, que Lukyn Williams reunió sobre este tem a3.
Ahora bien, esos mismos autores son los que en este caso serían
responsables de este remiendo tardío echado a las formas de la
Iglesia con las de la Sinagoga.
La cuestión que se plantea en estas circunstancias es, por tanto,
inevitable. ¿Por qué se quiere a todo trance ir a buscar tan
lejos y con rodeos tan poco verosímiles, evitando hallar tan cerca
las verdaderas fuentes de la liturgia cristiana? Parece que hay que
dar a esta cuestión una serie de respuestas, que por lo demás se
apoyan y hasta encajan unas en otras. Primeramente, nuestra

2. A. B aumstark, todavía reticente en Trisagion and Qeduíá, en «Jahrbuch für


Liturgiewissenschaft» m (1923), p. 18-32, en el tercer capítulo de su Liturgie comparée,
Chevetogne 21939, adopta una opinión muy próxima a la que sostendrá todo este libro.
3. A. L ukyn W illiams , Adversus Judaeos. A . B ird’s E ye View of Christian Apolo-
giae antil the Renaissance, Cambridge 1935. Véanse textos como: Crisóstomo, Contra
los judíos, PG 48, col. 843ss.

31
Liturgia judía y liturgia cristiana

ciencia crítica de los orígenes cristianos depende demasiado de los


trabajos protestantes y refleja, por consiguiente, un prejuicio fun­
damental del protestantismo, a saber, que la tradición, lejos de
completar la Escritura, no puede ser sino una degradación y una
corrupción de la misma. En segundo lugar, la misma ciencia sigue
dependiendo de las oposiciones conceptuales de una dialéctica he-
ge] iana, que no ve otra explicación posible de la síntesis cristiana
sino el conflicto de una antítesis «pagano-cristiana» con la tesis
«judeo-cristiana». Finalmente, todo esto se entarquina con una
de esas falsas evidencias críticas que el final del siglo x ix tomó
por hechos intangibles, pero que no son sino un desarrollo sofístico
de experiencias provisionales: rocas aparentes que se desmoronan
bajo la verdadera crítica.
Reasumamos sucesivamente estos tres puntos. Eos estudiosos
católicos admiten en el cristianismo, a partir del Nuevo Testamento,
que los textos inspirados no pueden aislarse del cuerpo en que está
vivo el Espíritu que los inspiró. Eo admiten porque son católicos
y porque, de lo contrario, dejarían de serlo. Y habiéndolo admitido,
no tienen dificultad en establecer sobre los hechos más irrefuta­
bles la solidez de este a priori, hasta tal punto que los mismos
doctos protestantes acaban de mejor o peor gana, pero cada vez
más decididamente, por convenir con ellos en este punto. Sin
embargo, tan pronto como se trata, no ya del cristianismo, sino
del judaismo, deja de funcionar el reflejo católico. El antiguo a
priori protestante toma entonces la delantera. Aquello cuya realidad
no se ha tenido dificultad en admitir, y también en probar, cuando
se trataba del cristianismo (los textos inspirados no se pueden
oponer a la tradición ni aislar de ella, sino al contrario: en ella
y de ella surgieron), cuando ya no parece imponerse como
de fe, se olvida que es, en primer lugar, una verdad de sentido
común. Y por el hecho mismo, quien es católico en cuanto al Nuevo
Testamento, vuelve a ser, o se hace, protestante en cuanto al
Antiguo.
Tradición no puede aquí ser ya sino sinónimo de super-
fetación extraña a los textos sagrados, que viene a acabar en
degradación y, finalmente, en alteración radical de su contenido.
Esto fue admitido de una vez para siempre por la vieja ciencia

32
Liturgia judía y liturgia cristiana

protestante. La más moderna ciencia católica, no viéndose obligada


a ponerlo en duda, lo acepta y lo endosa perezosamente.
Sin embargo, debería parecemos raro que lo que es la con­
dición de la verdad de vida en el Nuevo Testamento, no lo sea en el
Antiguo; que los textos sagrados no puedan en un caso separarse de
la tradición viva, y que en el otro caso deban separarse de ella;
que a partir de Cristo la palabra de Dios viva en el pueblo de Dios,
en el que mora el Espíritu que creemos haberla inspirado, mientras
que antes de Cristo esta palabra debería haber, como quien dice,
caído del cielo, como si el Espíritu hubiera producido directamente
la letra sin pasar por el corazón de los hombres y, por consiguiente,
sin dejar en ellos el menor testimonio vivo de su paso.
De hecho, el progreso de las ciencias bíblicas, primeramente
entre los protestantes, ha denunciado el artificio de esta dicotomía \
No sólo tanto, sino aún más, en el Antiguo Testamento que en el
Nuevo, la verdad revelada vive en los corazones antes de depo­
sitarse en la letra, y aun una vez fijada con el máximo de auto­
ridad, sigue manteniéndose viva y susceptible de desarrollo en esos
corazones. Porque antes de Cristo no tenemos todavía la autoridad
única, final, de una personalidad trascendente, que domine cualquier
otra expresión de la verdad y se imponga como la Verdad final.
Aislar, separar palabra santa y tradición, palabra de Dios expresada
de una vez para siempre y vida en el pueblo de Dios del Espíritu
que inspiró dicha expresión, es todavía más opuesto, si cabe, a la
naturaleza de las cosas en el Antiguo Testamento que en el Nuevo.
Es, por consiguiente, imposible imaginar la relación entre el Nue­
vo Testamento y el Antiguo, como una relación que en éste sólo
afectaría a los textos inspirados en sentido estricto y podría y
hasta debería descuidar lo que los rodea.
Sin embargo, la objeción de que Jesús denunció en las tradi­
ciones de los escribas y de los fariseos una corrupción de la palabra
del Antiguo Testamento y como lo que impedía principalmente4

4. Véase, como uno de los primeros, el artículo inspirado a O. Cullmann por lo


problemas suscitados por la Formgeschichte y publicado en «Revue d’histoire et de philo-
sophie religieuses», Estrasburgo 1925, p. 459-477, 564-579. Por otra parte, a la escuela
escandinava de exégesis corresponde el mérito de haber mostrado la importancia capital
de la tradición judía, y particularmente de la tradición litúrgica, para una inteligencia
exacta del Antiguo Testamento.

33
Liturgia judía y liturgia cristiana

pasar de esta última a su propia palabra, hace gran impresión a


primera vista. Pero toda su fuerza proviene de su ambigüedad.
Lo que denunció Jesús no es la tradición en cuanto tal, sino sus
formas aberrantes o desecadas. Tal denuncia tiene siempre vigor
con respecto a las deterioraciones o a las decadencias, no menos
posibles en el cristianismo que en el judaismo. Estos extravíos o
estas petrificaciones son los que hoy lo mismo que ayer producen
las herejías. Pero una tradición, sea la que fuere, no se ha de
juzgar por sus fallos. Nuestro mejor conocimiento de los fa­
riseos 5, y más en general de aquellos movimientos que animaron
el judaismo antiguo, a los que demasiado fácilmente se califica de
sectarios y que más bien deberían compararse con nuestras órdenes
religiosas, nos ha convencido de su valor positivo6. Aun cuando
entre ellos no faltaran quienes quedaran inmovilizados en su re­
pulsa a la novedad creadora del Evangelio, no menos numerosos
fueron los que se apoyaron en tales movimientos para ir más lejos.
Y quizá en el apóstol cristiano más riguroso en su voluntad de
universalismo, en su oposición a encerrar el cristianismo en las
categorías fijas del judaismo, en san Pablo, es en quien, a pesar
de todo, más destaca todo lo que depende estrechamente de estas
categorías, en las más atrevidas formulaciones del Evangelio7.
Para ceñirnos a este único ejemplo de san Pablo, los estudios que
se han multiplicado sobre la relación entre su pensamiento y el
pensamiento rabínico impiden creer que este último no pueda tener
utilidad alguna cuando se trata de comprenderle, si no es para fijar
el sentido gramatical de una fórmula o el género literario de una
perícopa. Más profundo error sería todavía el creer que lo que se
relaciona con el pensamiento judío en su propio pensamiento no
es sino un peso muerto, como los restos de un corsé que habría
podido hacer saltar, aunque sin lograr despojarse de él. Al cuerpo,
y no a la sola vestidura del pensamiento paulino, en lo que tiene de

5. Cf. la obra ya antigua, pero todavía digna de Iec-rse, de li. T ravf.rs H erfokd,
The Pharisees, Londres 1924.
6. Imposible dar aquí una bibliografía, siquiera elemental, de todo lo que se ha
escrito sobre el problema de las «sectas» judías desde los descubrimientos de Qumrán.
Remitiremos a A. D upont-Sommer, Les Écrits esséniens découverts pres de la Mer Marte,
París 1959, que servirá de introducción general.
7. W .D. D avies, Paul and Rabbinic Judaisin, Londres 1948.

34
Liturgia judía y liturgia cristiana

más personal, es al que se liga este pensamiento judío. Su alma


cristiana no es comprensible si se la separa del alma judía que la ha­
bía precedido, y de la que aquélla se desprendió por una mutación,
en la que los arrepentimientos cuentan menos que las floraciones.
Seguramente se d irá : para distinguir las tradiciones ciertamente
auténticas de las dudosas o netamente heterogéneas, tenemos en el
cristianismo un criterio sencillo: las primeras son las que se remon­
tan hasta Cristo, o por lo menos hasta los apóstoles. Evidentemente,
este criterio no puede entrar en juego cuando se trata de tradiciones
anteriores al cristianismo. Pero desde el punto de vista cristiano
hay para éstas un criterio recíproco, cuya aplicación es todavía
más cómoda. Nos referimos a lo que el cristianismo apostólico
retuvo de hecho de la tradición judía.
Ahora bien, cuanto más se multiplican los descubrimientos
contemporáneos, como sucede desde los descubrimientos de Qumrán,
tanto más evidente aparece que la amplitud de esa conservación
renovadora rebasa con mucho todo lo que podía imaginarse poco ha.
La suposición de los exegetas dominados por las concepciones pos-
hegelianas, a saber, que la originalidad cristiana se habría por lo
menos definido en una sustitución de los temas propiamente judíos
y, por tanto, particularistas por temas de pensamiento helenísticos,
universalistas y mediante tal sustitución, aparece despojada de fun­
damento y hasta de sustancia. Es una mera concepción del espíritu,
que no podía imponerse a los hechos sino en la medida en que
eran poco o mal conocidos.
En primer lugar, el conocimiento que tenemos hoy día del
judaismo helenístico basta para convencernos de que el hecho de
haber utilizado como medio de expresión, o incluso de reflexión,
los materiales y hasta los instrumentos del pensamiento griego, no
tiene nada de específicamente cristiano, sobre todo nada que permita
oponer el cristianismo al judaismo. En efecto, nada es más claro
sino que los judíos lo hicieron mucho antes que los cristianos,
y que si jamás hubo alguna helenización efectiva del cristianismo
antiguo — si no ya prim itivo—, esto se produjo en la escuela de
los judíos, y no precisamente en reacción contra ellos8.
8. Cf. E.R. Goodenough, B y Light Light. The M ystic Gospel of Hellenistic Judaism,
New Haven 1935, y H.A. W olfson, Philo, Cambridge (M ass.) 1948.

35
Liturgia judía y liturgia cristiana

Sin embargo, los mejores estudios contemporáneos sobre Filón


prueban cada vez más que, de hecho, entre los judíos se había
tratado más que de judaización de los elementos y de los temas
del pensamiento griego, de una conversión o de una inmersión en este
último9. Lo mismo se debe decir de los autores cristianos, cuya
originalidad se había creído poder reducir a un proceso de heleni-
zación. El autor del cuarto Evangelio, en quien se creía prefe­
rentemente poder descubrir una transferencia evidente de medio
intelectual y cierta metamorfosis religiosa, tras un estudio más
profundizado y más abundantemente provisto de términos de
comparación, se ha revelado mucho más tributario del judaismo
y mucho más fiel a su espíritu de lo que se hubiera podido imaginar
hace una o dos generaciones10.
Pero si en el conjunto de la tradición cristiana existe un ele­
mento que, en todas las formas que se le conocen, presenta con­
tinuidad y dependencia con respecto al judaismo, es seguramente
la oración eucarística. Cierto que no existe creación más creadora
en el cristianismo, y sin embargo, todo el estudio que va a seguir
establecerá — así creemos— que, ya se trate de los temas funda­
mentales, de sus relaciones recíprocas, de la estructura o del desarro­
llo de la oración, es tan inquebrantable la continuidad con la ora­
ción judía llamada berakah, que no se ve cómo se pueda eludir
la dependencia.
Aquí es donde entra en juego el último argumento que se opone
al examen de tal hipótesis. No podemos negar que su solo enunciado
hace a primera vista un efecto tan decisivo, que puede uno sentirse
tentado a abandonar toda discusión. Pero aquí es el caso de decir,
si ello es oportuno en alguna ocasión, que o bien el argumento
prueba demasiado, o bien no prueba nada.
En efecto, a toda comparación entre las eucaristías cristianas y
los textos correspondientes de la liturgia judía oponen algunos la
objeción, que creen insoluble, de que no poseemos de ésta ningún
texto anterior a la edad media. ¿ Cómo se podría, pues, dicen, estable­
cer una comparación valedera entre textos tan tardíos y la eucaristía,
ya primitiva, ya evolucionada en las formas todavía en uso, y que
9. Cf. J. D aniélou, Philon d’Alexandrie, P arís 1958.
10. Cf. C.H. Dow>, The Interpretation of the Fourth Gospel, Cambridge 1953.

36
Liturgia judia y liturgia cristiana

en su mayoría quedaron fijadas en la época patrística ? Por impresio­


nante que sea el argumento, no pasa de ser un paralogismo. Todo
él se basa en una confusión implícita entre la fecha de un texto
y la fecha conocida del más antiguo manuscrito o de la más anti­
gua colección que nos lo ha conservado. En este sentido es perfecta­
mente exacto que los más antiguos manuscritos que poseemos de
la liturgia sinagogal son ejemplares medievales más o menos tardíos
del Seder Amram Gaonn, colección que no fue compuesta hasta
el siglo ix. Pero antes de sacar de ello conclusiones precipitables,
convendría recordar que hasta los descubrimientos de Qumrán no
poseíamos tampoco ningún testigo del texto hebreo de la Biblia
que fuera anterior a la fecha mencionada.
En términos más generales, antes de los descubrimientos más
o menos recientes de papiros egipcios, eran rarísimos los manus­
critos de los autores de la antigüedad llegados hasta nosotros, que
se remontaran más allá del renacimiento carolingio o del primer
renacimiento bizantino, que son aproximadamente contemporáneos.
Si tiene algún valor el razonamiento que concluye que la liturgia
judía, tal como la conocemos, no puede ser anterior a dicha época,
¿quién estará dispuesto a sostener la tesis, que debería imponerse
paralelamente, con respecto a toda la literatura de la antigüedad
grecolatina ? De hecho — conviene notarlo — no faltó en el si­
glo x v in un erudito que lo sostuvo. Tal fue Hardouin-Mansart,
que con una lógica impávida no vaciló en denunciar en Virgilio,
Horacio, Cicerón, así como en Platón y en Homero, meros testa­
ferros utilizados por los monjes desocupados de Bizancio o de
las Galias para cubrir sus propias elucubraciones1112... Es cierto que el
autor, tan erudito como ingenioso, de esta fantástica teoría debía
acabar los días encerrado.
Las mismas coincidencias externas y la crítica interna, que des­
truyen esta argumentación especiosa en el caso de los autores
clásicos se imponen también en el de la liturgia judía. Aunque no
poseamos ningún testigo completo de los textos que se remonte más
11. Cf. D avid H edegard, Seder R . Amram Gaon, Part I , Hebrew T ext with critica!
Apparatus, Trattslation with Notes and Introduction, Lund 1951. Constantemente habre­
mos de rem itir a este volumen, que designaremos con la abreviatura DH.
12. Esta increíble historia la ha expuesto O wen Chadwick , From Bossuet to Newman,
Cambridge 1957, p. 49ss.

37
Liturgia judía y liturgia cristiana

allá de Amram Gaon, tenemos alusiones y citas precisas innega­


blemente anteriores, que no es posible poner seriamente en duda
que estos textos, en su conjunto, son mucho más antiguos que sus
más viejos testigos llegados hasta nuestros días. Y esto se ve co­
rroborado por su contenido, su estilo y su lengua, que no pueden
pasar seriamente por medievales. Los textos de oraciones judías
que se pueden comparar con los textos más antiguos de la eucaristía
cristiana, no reflejan la teología judía de la alta edad media, sino
la del judaismo contemporáneo de los orígenes cristianos. Y tanto su
estilo como su lengua tienen parentesco con las oraciones y los
himnos descubiertos en Qumrán, más bien que con el hebreo de
los piyutim posteriores, por no hablar del hebreo de la edad media.
Pero sobre todo, son tan numerosos los dichos rabínicos, las pres­
cripciones o las citas de la Misnah o de la Toseftah, innegablemente
de muy alta antigüedad, que convergen con ellas de una manera
o de otra, que no podemos permitirnos una duda seria, por lo menos,
en cuanto al tenor general de las oraciones.
A esto debe añadirse una contraprueba. La sorprendente proxi­
midad entre los textos suministrados por Amram Gaon y los textos
todavía en uso en la sinagoga de nuestros días1314atestigua el conser-
vativismo litúrgico de los judíos, todavía mucho más marcado que el
de los cristianos, lo cual nos asegura que aquí menos que nunca se
puede deducir la fecha de un texto de la de un manuscrito o de
una colección. A esto se añade algo que sabemos de buena fuente:
si de hecho modificaron los judíos su liturgia después del comienzo
de la era cristiana, en los casos en que estas modificaciones no eran
mera adición de nuevos factores, en general, fueron guiadas por
el empeño en abolir en el culto judío todo lo que había podido ser
reempleado o reinterpretado por los cristianos. Tal es especialmente
el caso del calendario de las lecturas bíblicas u. De aquí se sigue una
seguridad muy especial por lo que hace a los fragmentos de la litur­
gia judía que son innegablemente paralelos a los textos cristianos

13. C í. S. S inger, The Authorised Daily Prayer Book of thc United Congregations
of the British Empire, with a new translation, Londres “ 1944, e I. A brahams, A Cotnpa-
nion to the Authorised Daily Prayer Book, ed. revisada, Londres 1922 (reeditado en
1966).
14. Cf. R.G. F inch , The Synagogue Lectionary and the New Testament, Londres
1939.

38
Liturgia judía y liturgia cristiana

más característicos. Si todavía se conservan, es porque los judíos


mismos los juzgaron tan esenciales, tan fundamentales, que la preo­
cupación polémica no tuvo más remedio que ceder precisamente
donde hubiera tenido más ocasiones de manifestarse.
Finalmente, hay que recordar algo que es capital: no es única­
mente en los textos de oraciones donde parece acusarse la depen­
dencia de la Iglesia con respecto a la sinagoga. Es también en
todos los aspectos del culto, ya se trate de la arquitectura, de la
música sacra o hasta de la iconografía, última cosa que sólo han
revelado los descubrimientos recientes.
La arqueología ha mostrado, en efecto, un parentesco, que se
puede decir evidente, entre la disposición de las sinagogas con­
temporáneas de los orígenes cristianos y la de los primeros lugares
de culto cristianos, tal como persistió en Siria. Hemos tratado esta
materia en otro estudio, y tenemos la intención de volver sobre la
misma en un volumen ulterior15. Aquí nos limitaremos a recordar
algunos puntos importantes.
Las sinagogas antiguas son, como las iglesias cristianas, domus
ecclesiae: la casa donde se reúne la asamblea de los fieles. Están
estrechamente ligadas con el templo de Jerusalén (o con su recuerdo).
Están orientadas según éste para la oración. La dirección del debir,
el «santo de los santos», donde se estimaba que residía la presencia
divina, la sekinah, está marcada en las más antiguas por un pórtico
cerrado por un arca, en la que reposan las Sagradas Escrituras y
provista, a imitación del templo, de un velo y del candelabro de
siete brazos, la menorah. Más tarde el pórtico — de hecho, no utili­
zado ya hacía tiempo— será reemplazado por un ábside, al que
se verá finalmente desplazada el arca. La asamblea misma se orga­
niza en torno a la «cátedra de Moisés», donde se sienta el rabino
que preside, en medio de los bancos de los «ancianos». Se agrupa
en torno al béma, estrado provisto de un púlpito, al que sube el lec­
tor para leer, como lo vemos en el Evangelio, los textos que el
hazmn, el «ministro», antepasado de nuestro diácono, ha sacado
del arca. Luego se vuelven todos hacia Jerusalén para la oración16.

15. Véase en nuestro volumen Le Rite et ¡’Homme, París 1962, el capítulo sobre el
espacio sagrado.
16. Cf. E.L. S ukenik , Ancient Synagognes in Palestino and Grcecc, Londres 1934.

39
Liturgia judía y liturgia cristiana

En las antiguas iglesias sirias, la cátedra de Moisés se convirtió


en el solio episcopal, y el banco semicircular alrededor, en el asiento
de los presbíteros cristianos. Pero quedaron, como en la sinagoga,
en medio de la asamblea. El béma sigue también cerca del arca de
las Escrituras, en su puesto antiguo, no en el fondo, sino a cierta
distancia del ábside. El arca está velada con su cortina y el
candelabro la acompaña siempre. El ábside, sin embargo, no está
ya vuelto hacia Jerusalén, sino hacia O riente: símbolo de la expec­
tativa de Cristo en su parusía. Mientras que en las antiguas sina­
gogas estaba vacío (más tarde se instalará en él el arca), en la
iglesia siria este ábside oriental está actualmente ocupado por el
altar, precedido de una segunda cortina, como para significar que
ahora es ya el único «santo de los santos», en la espera de la
parusía1718.
La confrontación de estas dos disposiciones ilustra mejor que
ningún comentario no sólo el origen judío del culto cristiano, sino
también lo que constituye la novedad cristiana. La eucaristía reem­
plazó a los sacrificios del templo y la sekinah reside ahora ya en la
humanidad de Cristo resucitado, que no tiene ya morada terrestre,
pero volverá el último día, como el Oriente definitivo anticipado
por cada eucaristía.
La iconografía comparada viene a corroborar esta genealogía del
culto cristiano. Cuando se descubrió la sinagoga de Dura Europos
y pudieron admirarse sus frescos, apareció como una excepción, en
contradicción — a lo que parecía— con el iconoclasmo judío. De
hecho, como lo ha puesto de relieve Sukenik en su estudio sobre
las antiguas sinagogas, la sinagoga de Dura Europos no es una
excepción sino por la singular conservación de su decoración” .
Pero, prácticamente, en todas las sinagogas antiguas subsisten ves­
tigios de una decoración muy semejante. De aquí hay que concluir,
como lo subraya el autor, que sólo en fecha tardía y como innega­
ble reacción contra el cristianismo, se proscribió en las sinagogas
toda ornamentación figurativa.
La semejanza, sin embargo, de los temas bíblicos seleccionados
en las sinagogas y de los que se hallan en los frescos o en los
17. Cf. el artículo, antes citado, L e R ite et l'Homme.
18. Op cit., p. 82ss.

40
Liturgia judía y liturgia cristiana

mosaicos paleocristianos, es impresionante. Los mismos episodios


se escogen por una parte y por otra. Y el modo de tratarlos atestigua
que en la sinagoga, como más tarde en la Iglesia, eran interpretados
en el sentido de una aplicación actual al pueblo de Dios que celebraba
su «memorial» en la liturgia. Más adelante volveremos sobre este
punto, pero hay que subrayar que son tan sorprendentes las ana­
logías, e incluso identidades, por ejemplo, entre la sinagoga de Dura
Europos y la iglesia descubierta en la misma localidad, que algunos
han llegado a preguntarse si lo que se había tomado por una sina­
goga no sería más bien una iglesia judeocristiana1920. Esta suposición
ha parecido hallar un apoyo en el hecho de que entre los fragmentos
de manuscritos descubiertos en la supuesta sinagoga se ha hallado
uno que ofrece una de las oraciones eucarísticas de la Doctrina
de h s doce apóstoles, pero en hebreo... En realidad son numerosos
los indicios convergentes que muestran que se trata de una sinagoga,
pero no deja de ser cierto que la continuidad entre la sinagoga y la
iglesia aparece aquí tan estrecha, que la equivocación puede tener
alguna excusa.
Este descubrimiento de un original hebreo de una oración
eucarística de la Doctrina de los doce apóstoles subraya un último
hecho que no permite ya dudar de la génesis de la oración euca­
rística cristiana a partir de las oraciones judías. Queremos decir
que poseemos toda una serie de textos particularmente precio­
sos, que sirven de enlace entre la liturgia judía y la liturgia cristiana.
Se trata, en primer lugar, de textos, como los de la Doctrina de
los doce apóstoles, textos judíos que los cristianos pudieron utilizar
durante algún tiempo sin modificarlos, pero dando sencillamente
un sentido nuevo a ciertos temas esenciales, tales como qahal
(ekklesia), berakah (eukharistia), etc.
Pero no tardamos en ver sucederse otros textos, como aquellos
cuyo origen judío señaló Bousset, en el libro vil de las Constitu­
ciones apostólicas 20, y que Goodenough estudió más en detalle 21.

19. Este punto de vista fue sostenido en una exposición en la Patristic Conference
de Oxford, de 1963.
20. W. Bousset, Bine Jüdische Gebetsammlung im siebenten Buch der Apostolischcn
Konstitutionen, en Nachrichten von der Kóniglichen Gesellschaft der Wissenschaften zn
Gottingen, Philologische-Historische K lasse, 1915 (1916) 435-485.
21. Goodenough, op. cit., p. 306ss.

41
Liturgia judía y liturgia cristiana

En éstos son judíos el fondo y el cuerpo del texto, pero sólo se


añadieron algunas palabras para precisar la interpretación y trans­
posición cristiana.
Demos un paso más y en un nuevo estadio hallaremos, como en
el libro v m de la misma compilación, oraciones innegablemente
de factura cristiana, pero que están dominadas por modelos judíos y
que hasta siguen incorporando fragmentos de oraciones judías.
Una vez que se han observado todos estos hechos, resulta muy
difícil seguir rechazando las comparaciones textuales. Por consi­
guiente, si se examinan punto por punto los textos y se sigue
paso a paso su evolución, creemos que resultará evidente que la
oración eucarística, como todas las «novedades» cristianas, es una
novedad enraizada no sólo en el Antiguo Testamento en general,
sino más inmediatamente en esa prehistoria del Evangelio, que
es la oración de los que «aguardaban la consolación de Israel»®.2

22. De los términos hebreos, árameos o siríacos que aparecerán en este volumen,
hemos procurado dar sencillamente una transcripción que facilite en lo posible la lectura
a quienes no sean orientalistas de profesión.

42
/
Capítulo I I I

PALABRA DE DIOS Y «BERAKAH»

Palabra de Dios y conocimiento de Dios

El elemento de la liturgia sinagogal que atrae inmediatamente


nuestra atención cuando buscamos los orígenes de la eucaristía
cristiana es ese tipo de oraciones llamadas en hebreo berakoth,
término cuya traducción habitual fue en un principio la palabra
griega aó^apwma. En castellano, se traduce generalmente cáyapsoría
por acción de gracias, al igual que berakah, si bien en el uso judío
se llama a las berakoth más bien «bendiciones». El padre Audet,
O.P., en estudios muy sugestivos, ha maltratado un tanto esta tra­
ducción b Ha subrayado con razón el hecho de que «acción de
gracias», en e! uso corriente que hacemos de la expresión, ha venido
a significar sencillamente un agradecimiento. Se da gracias en el
sentido de que se expresa a Dios el agradecimiento por un favor
particular que nos ha hecho. Por el contrario, subraya J.-P. Audet,
la eucharistia primitiva, al igual que anteriormente la berakah
judía, es fundamentalmente una proclamación, una confesión de
los mirabiha Dei. Su objeto no se limita en modo alguno a un don
recibido y a la gratitud, más o menos egocéntrica, que ha podido
suscitar.
Por muy justificada que esté esta observación, no habría, sin
embargo, que endurecerla tanto como lo hace, o tiende a hacerlo,
el autor. La berakah judía, ni tampoco la eucaristía cristiana, pueden

1. J.-P. A üdrt» Esquisse historique du genre littéraire de ia «Bénédtelions juive


et de F%Euckoristiw% chrétienne, en «Revue biblique», I958j p. 371 ss. Véase también su
edición comentada de L a Dúhtchd, París 1958.

43
Palabra de Dios y «berakah»

en modo alguno asimilarse a la alabanza desinteresada, tal como


se halla, por ejemplo, en los himnos cultuales de la antigüedad
clásica, en esos himnos, ya más literarios, que leemos en Homero, o
en los himnos netamente filosóficos de la época helenística, como el
famoso himno de Cleantes. En efecto, la berakah, especialmente las
berakoth litúrgicas que son los antecedentes inmediatos de la
eucaristía cristiana, es siempre la oración propia del judío como
miembro del pueblo elegido, que no bendice a Dios en general,
a la manera de un filósofo neoplatónico, por los mirabilia Dei
que no le afectan personalmente. Se trata, por e! contrario, de la
bendición del Dios que se ha revelado a Israel, que se le ha comu­
nicado de manera única, que le «conoció» y consiguientemente se
le dio a «conocer» ; lo cual quiere decir que creó entre él y los suyos
una relación sid generis, relación que, sea cual fuere el objeto
preciso de la alabanza, está por lo menos latente en ésta.
Si no queremos, por tanto, extraviamos, ya restringiendo, ya
ampliando abusivamente el sentido preciso de una expresión que
designa una oración de tipo muy especial, debemos comenzar por
restituirla a su contexto literario e histórico, En efecto, la berakah
es especial con la especificidad de toda la piedad judía. Ésta es
una piedad que no considera nunca a Dios en general, en abstracto,
sino siempre en correlación con un hecho fundamental: la alianza
de Dios con los suyos. Con más precisión todavía, la berakah es una
oración, cuya característica esencial consiste en ser una respuesta:
la respuesta que brotó finalmente como la respuesta por excelencia
a la palabra a Dios.
Por consiguiente, el preámbulo indispensable para todo' estudio de
las berakoth judías es un estudio de lo que había venido a signifi­
car la palabra de Dios para los judíos que las compusieron y utili­
zaron. Y el primer punto que hay que señalar tan pronto se aborda
este estudio, es hasta qué punto la «palabra de Dios» significa para
los judíos contemporáneos, de los orígenes cristianos algo más y
muy distinto de lo que significa para la mayoría de los cristianos
modernos. Las más de las veces nuestros manuales teológicos pre­
fieren hablar de la «revelación» más bien que de la «palabra de
Dios». La palabra de Dios no parece interesarles sino en cuanto
revela ciertas verdades inaccesibles a la razón humana. Dado que

44
Palabra de Dios y conocimiento de Dios

estas mismas «verdades* se conciben como enunciados doctrinales


separados, la palabra de Dios acaba por reducirse a una colección
de fórmulas. Además se desprenderán de la palabra misma de Dios
para reorganizarse en una secuencia más satisfactoria lógicamente,
y hasta para retocarlas y refundirlas de modo que resulten más
claras y más precisas. Todo lo que después de esto quede de la
palabra divina aparecerá como un residuo, como una especie de
tejido conjuntivo sin interés en sí mismo. De esta manera, se quie­
ra o no, la palabra de Dios acaba por producir él efecto de un
fárrago heteróclito, del que el teólogo profesional podrá sacar,
como un mineral fuera de su ganga, exiguos, pero preciosos cono­
cimientos abstractos, que luego habrá de clarificar y sistematizar.
Así pues, en esta perspectiva, no es ya la palabra de Dios más que
una presentación elemental, grosera, confusa, de verdades más o
menos involucradas, que los teólogos tienen el quehacer de sacar
a la luz y de poner en orden *.
Pero aun para los que no están afectados directamente por esta
deformación profesional, fruto de una teología concebida como una
ciencia abstracta, la palabra de Dios, considerada globalmente como
Sagrada Escritura, no pasa de ser con frecuencia más que una
comunicación de ideas. Es que para nosotros los modernos, la pa­
labra, y particularmente la palabra escrita, tiende a no ser más que
esto. Una deformación escolar, prácticamente universal, nos con­
vence de que no se escucha, y sobre todo no se lee, sino para apren­
der algo que no se sabía. El resto, si es que hay algún resto, pasa
por ser una diversión o fantasía superflua.
En cambio, para el judío piadoso, y en el mayor grado para
aquellos judíos que meditaban la palabra divina al final de todo lo
que nosotros llamamos el Antiguo Testamento, la palabra divina
significaba una realidad intensamente viva. No era en primer lugar
ideas que había que manejar, sino un hecho, un acontecimiento,
una intervención personal en su existencia. Para ellos no existía
la tentación de identificar religión de la palabra con religión inte-2

2, U na reacción comienza por fin a dejarse sen tir en este punto, de la que es un
signo especialmente confortante la serie de trabajos de P ie r r e G relot , en p articular
La Biblia, palabra de Dios, H erd er, Barcelona 1968, y Biblia y teobgia, H erder, B a r­
celona 1968.

45
Palabra de Dios y «berakah»

lectualista. El mero enunciado de tal equivalencia les habría pare­


cido absurdo y hasta falto de significado.
En primer lugar, en efecto, cuando se servían del término «pa­
labra de Dios», estaban muy próximos al sentido primitivo de la
palabra humana. Pero además eran dóciles a lo que tal palabra
divina dice por sí misma, a la manera como todavía se nos presenta
a nosotros en la Biblia345.
Los hombres no comenzaron a hablar para dar cursos 0 con­
ferencias. Y Dios, al hablarnos, no se constituye en profesor de
teología. La experiencia primera de la palabra humana es la de
otro que entra en nuestra vida. Y la experiencia, todavía fresca y
ya completa, de la palabra divina al final de la antigua alianza, era
la de una intervención análoga, pero infinitamente más impresio­
nante y más v ital: la intervención del Dios todopoderoso en la vida
de ¡os hombres.
«Escucha, Israel, yo soy el Señor tu Dios, y tú no tendrás otro
dios sino a mí» *. He aquí, para el judío, no sólo el resumen de
toda la palabra de Dios, sino la palabra de Dios más típica. En
ella hace Dios irrupción en este mundo, para imponérsenos en él
con su presencia, venida a ser en cierto modo tangible. Pero la
palabra de Dios se define en cada página de la Biblia o, mejor, se
manifiesta así. No es un discurso, sino una acción: la acción por
la que Dios interviene como dueño de nuestra existencia. «El
león rugió», dice Amos, «¿quién no temerá? El Señor Dios habló;
¿quién no profetizará?» 6 Lo cual quiere decir que la palabra, tan
pronto se hace oir, toma posesión del hombre para realizar su
designio. Isaías dice por su parte:

Como bajan la lluvia y la nieve del cielo y no vuelven allá sin haber
empapado y fecundado la tierra y haberla hecho germinar, dando la simiente
al sembrador y el pan al que come, así la palabra que sale de mi boca no
vuelve a mi vacía, sino que hace lo que yo quiero y cumple mis de­
signios 6.

3. Véanse ios estudios de M. B ubsr sobre la palabra» H. U rs von B althasar ha


mostrado todo lo que de ellos deberla sacar la teología cristiana; Einjame ZwiesPracke.
M artin Buber and das Christerttum, Colonia y Olten 1958,
4. Dt 6,4.
5. Am 3,8.
6. la 5S,10s3.

46
Palabra de Dios y conocimiento de Dios

Para Israel, la palabra divina, como toda palabra digna de este


nombre, no sólo es acción, intervención personal, presencia que se
afirma y se impone, sino que, siendo como es la palabra del Todo­
poderoso, produce por su propia virtud lo que anuncia. Dios es
verdadero, no sólo en el sentido de que no miente nunca, sino en
el sentido de que lo que él dice es la fuente de toda realidad7. Basta
que él diga algo para que se haga.
Esta convicción es tan fuerte que en Israel ni siquiera los im­
píos pueden esquivarla. Eos reyes infieles atormentarán a los pro­
fetas para que profeticen lo que a ellos les agrada, o por lo menos
para que se callen, pues están convencidos de que tan luego se ha
dejado oir la palabra de Dios, aunque sea por boca de un sencillo
pastor como Amos, va derecha a su realización8.
Eos profetas, por su parte, ilustran su convicción de ese poder
de ¡a palabra de Dios que los desborda a ellos mismos. Ezequiel no
vacilará en representar anticipadamente, con acciones simbólicas,
que recuerdan los manejos de los magos, los acontecimientos que
anuncia, para recalcar su ineluctable realización910. Sin embargo,
esto no es magia, puesto que no se trata de un esfuerzo del hombre
para forzar a los acontecimientos a seguir su voluntad. Muy al
contrario: como en un signo sacramental, es la afirmación concreta
del poder de Dios que habla, que puede hacer lo que dice con su
simple palabra expresada.
El término de todo esto será la certeza traducida por el relato
sacerdotal de la creación: la paiabra de Dios no se iimita a inter­
venir en el curso de las cosas preexistentes para modificarlas, sino
que todas las cosas sólo tienen existencia, radicalmente, por una
palabra de Dios que las hizo ser. Y no son buenas sino en cuanto
permanecen tales como la palabra divina las proyectó en el s e rlu.
Hasta que no se comprenda esto, o mientras se niegue uno a
aceptarlo, no tendrá sentido alguno la Biblia. O bien, si se le halla
algún sentido, no es el suyo, no es el que el pueblo de Dios reco­
noció en la palabra de Dios.
7. Véase e l artículo áAVjlkia e n Theologisches Wórterbuch d e G. K m el .
S. Cf. Am 7, 10ss; J e r 26, etc.
9. Cf. Ez 5, 1-3, y el comentario de Adoleh£ L ods, Les prophetes d‘Israel et les
debuts du judañsme, París 1935, p. 58-59.
10, Gén 1.

47
Palabra de Dios y «berakah»

Pero con esto no se quiere decir que la palabra de Dios esté


vacía de contenido intelectual o que pareciera tal a los judíos. Lle­
gar a esta conclusión equivaldría a llevar hasta el absurdo la reac­
ción necesaria contra el error precedente. En realidad no es esto
sino ceder a la tentación permanente de agnosticismo, que con
demasiada frecuencia paraliza el pensamiento religioso moderno
(sobre todo, pero no exclusivamente, protestante), pero que era
tan ignorada por el judaismo antiguo, como le era ajeno nuestro
intelectualismo exangüe.
La palabra de Dios en Israel tiene como correlativo el conoci­
miento de Dios. Es muy cierto que este conocimiento no es cues­
tión de abstracciones. Pero no por ello deja de ser conocimiento,
en el sentido más rico de que es susceptible el término u. El cono­
cimiento de Dios que resulta de la palabra, que es su fruto por
excelencia, conocimiento cuyo objeto será Dios, procede de un
conocimiento anterior a la palabra y que se expresa en ella: el co­
nocimiento cuyo sujeto es Dios “ . El primero no procede, ni puede
comprenderse sino a partir del segundo. «Conocerá como he sido
conocido» 13: esta frase de san Pablo expresa el circuito y la efica­
cia de la palabra divina, evocados por Isaías.
El «conocimiento de Dios», en el sentido radical del conoci­
miento que tiene Dios de nosotros, es algo muy distinto de una
simple omnisciencia, impasible, o simplemente contemplativa. En la
Biblia, «conocer» Dios a un ser significa interesarse por él, ligarse
a él, amarlo, colmarlo de sus dones. «Sólo a vosotros os he conocido
entre todas las familias de la tierra», dice Dios a los israelitas por
Amos; «por eso os castigaré por todas vuestras iniquidades» u, En
otros térm inos: he hecho por vosotros lo que no he hecho por nin­
gún o tro ; así pues, os exigiré lo que no podría exigir a-nadie.
El conocimiento de Dios (entendamos todavía él conocimiento
que tiene de nosotros) irá, pues, parejo con su elección: la elec­
ción que ha hecho de algunos para que en ellos o por ellos se cum-12

11. Véanse sobre esta noción las notas de A. N eh ?.*, en L'Essenee du Propkétiswe,
París 195$, especialmente p. lOlss.
12. Cf. las excelentes observaciones sobre la importancia de esta consideración, de
dom J. D upont, Gnosis, ia connoissance religieuse dans les ¿pitres de saint Paul, Lovat-
na . Paría 194-9, p. 51ss.
1$. ICor 13,12, 14. Ani 3,2.

48
Palabra de Dios y conocimiento de Dios

pía su designio “. Este conocimiento implica su compasión, su


simpatía con nuestras miserias, incluso con nuestras flaquezas, lo
cual proviene no sólo del hecho de habernos creado, sino de que es
para nosotros como un padre lleno de comprensión :

Cuan benigno es un padre para con sus hijos,


tan benigno es el Señor para con los que le temen,
pues conoce bien de qué hemos sido hechos,
sabe que no somos más que lodo1516.

Este conocimiento, finalmente, es amor: un amor misericordio­


so, que condesciende en unirse, y para unirse, en abajarse hasta el
nivel de lo que está más lejos de él, tanto y más por su indignidad
que por su flaqueza. Esto es lo que se expresará en la imagen de las
nupcias, aplicada al Señor y a su pueblo. Todavía más en concreto,
según Amós se comporta Dios con Israel como un hombre enamo­
rado de una mujer indigna, de una prostituta, pero a la que acabará
por hacer digna la inmensidad del amor con que es amada1718, Según
Ezequiel, e! amor inmerecido de Dios se ha dirigido a una hija na­
cida de adulterio, abandonada desde su nacimiento, verdadero en­
gendro, a la que ha buscado para realzarla, criarla y hacer de ella
una reinaIS. El epitalamio real del salmo 45 dibuja esta unión como
en transparencia tras la de un rey israelita y de una princesa ex­
tranjera1920. Y el Cántico de Salomón no será, a su vez, recibido en
el canon de los libros inspirados sino gracias a la interpretación
que, a través de la Sulamita, ve a la hija de Sión llamada a la unión
con un rey que es el Rey de los cielos “ .
Estas imágenes nupciales son la contrapartida de una expresión
típicamente hebraica, que descubrimos desde las primeras páginas
del Génesis21. La unión de los esposos, en la conjunción carnal, en
que se expresa y se realiza la unión de dos vidas en una sola, es
15. Cf. H .H . R owi/ey, T h e Biblical D octrine o f Election, Londres 1950.
16. Sal 103, 13-14.
17. Os 3.
18. E z 16.
19. Se trata verosímilmente de un poema compuesto para las bodas del rey Acab
con Jezabel.
20. C f. A . R obert , L a description de 1’É p o n x et de l’É pause dans Cant. 5,11-15 et
7,1-6, «n M étanges B . Podechard, L yón 1945, p. 211ss.
21. Gén 4,1.

49
Palabra de Dios y «berakah»

«conocimiento» por excelencia. Recíprocamente, la sexualidad re­


cibirá así una suprema consagración. La unión del hombre y de la
mujer hallará su sentido descubriendo su misterio, que es el del
«conocimiento» recíproco en que debe florecer el diálogo de amor
entre Dios, que habla, y el hombre, que le responde con la fe en
su Palabra.
El conocimiento que estamos llamados a tener de Dios, siendo
como es en nosotros, por la palabra, fruto del conocimiento que
tiene Dios de nosotros, se modelará según lo que es su fuente. Será
en primer lugar una fe obediente, como lo desarrollará especial­
mente Isaías **. Sólo se conoce a Dios creyendo en él de tal forma
que se desvanezca todo lo que no es él, todo lo que no procede de
su palabra. Pero no se cree así sin empeñarse efectivamente en la
obediencia a esta palabra.
Añádase a esto que tal obediencia no es una obediencia cual­
quiera a una palabra cualquiera. Como lo pusieron de relieve Amos
y Oseas, cada uno por su parte, si Dios nos exige la justicia, es
porque él es el justo por excelencia. Y nosotros no podemos bene­
ficiarnos de su misericordia sin límites y ni siquiera reconocerla, sin
hacernos nosotros mismos misericordiosos. Por esto, a los ojos
divinos la misericordia vale más que el sacrificio 33. La fe obediente,
inherente al conocimiento de Dios a que es llamado el hombre, es
por consiguiente, de hecho, una conformación de nosotros mismos
con él. Pero esta conformación no es posible sino porque Dios — y
éste es el secreto final de su palabra— ha querido condescender
en unirse con nosotros para unirnos con él. Siguiendo este camino
es como conocer a Dios equivaldrá a amarle, a amarle como él-nos
ha amado, a responder a su amor, por la propia virtud de este amor
comunicado.
Aquí es donde se delinea el contenido intelectual de este «cono­
cimiento» y donde se ve lo que tiene de único. Conocer a Dios
como hemos sido conocidos por él, es finalmente reconocer el amor
con que nos ama y nos persigue a través de todo, y — precisa­
mente porque se reconoce — reconociéndolo darle el consentimien­
to, entregarse, confiarse a él.23
22. Cf. Is 1,19-20; 30,15, etc.
23. Os 7,6, que será citado por Jesús en Alt 19,13.

50
Palabra de Dios y conocimiento de Dios

Así se puede comprender sin equívocos cómo la palabra de Dios,


en la piedad judía, tal como lo expresa el salmo 119, acabará por
identificarse con la ley : la torah. Por sí misma, esta identificación
no significa en modo alguno un legalismo cualquiera, Porque la
torah, tal como la comprendió Israel, es algo muy distinto de una
ley en el sentido estrecho del latín ktx, o incluso en él sentido más
amplio del griego vóp,o;!*. Da torah no es únicamente, ni en pri­
mer lugar, una serie de prescripciones formales que ordenan una
determinada conducta. Es incluso mucho más que una regla interior
que corresponda a alguna naturaleza eterna de las cosas. 1& torah
es una revelación de lo que es Dios mismo en lo que quiere hacer
de los suyos, los que ha elegido, «conocido», en el sentido de que
los ha amado hasta el punto de unirse a ellos como en la unión
indisoluble de un hombre y de una mujer. ¡ Cuán revelador es el
leitmotiv del Devítico: «Sed santos como yo soy santo», que Jesús
reasumirá y explicitará diciendo: «Sed perfectos como vuestro Pa­
dre celestial es perfecto» ! 2B.
Es que la torah, su observancia fiel, debe marcar al pueblo de
Dios con su sello, un sello cuya impronta reproduce la propia ima­
gen de aquel que la imprime. Da revelación de la torah sobre el
Sinaí, en el Exodo, tiene su preludio en la revelación del nombre
divino hecha a Moisés, sobre el mismo macizo del H orebaB. Esta
revelación del nombre de Dios, que significa la revelación, la comu­
nicación, de él mismo, es la base de la alianza entre él y los suyos242567.
Recíprocamente, ellos serán sus testigos por la práctica de la ley,
porque así constituirán para los otros pueblos el testimonio vivo
de lo que él hace y, en lo que hace del hombre, de lo que él es.
En este sentido la torah, en sus prescripciones morales, pero
también hasta en el detalle de sus disposiciones ceremoniales, viene
a ser como la expresión de una vida común entre Dios y su pueblo,
de una presencia que es unión. Así se puede decir ya de la torah
lo que Jesús dirá de la ley evangélica : es un yugo suave y una carga

24. V éase E . J acob, Théologie de ¡'Ancien Testamenta Neuchatel-Parts 1955, p. 2l9ss,


a sí como el artículo vóiaoc del Theologisches lYorterbuch de G. K it t e d .
25. Mt 5,48. Cf. Lev 19,2.
26. V éase E , J acob, op. cit,, p. 38ss.
27. Ibid.

51
Palabra de Dios y «berakah»

l ig e r a P o r q u e es un yugo de amor. Pone a Dios en la vida de los


que él ha conocido y que le conocen a su vez.
Da meditación que desarrollarán los sabios desplegará todas las
implicaciones de la palabra así comprendida y aceptada282930. En todo
el Oriente antiguo era la sabiduría un conocimiento práctico, nu­
trido de experiencia meditada y que remataba en el arte supremo :
el arte de vivir. Da sabiduría real, en particular, no era sino el arte
de hacer vivir, no a un solo individuo, sino a todo un pueblo. Esta
sabiduría, recibida en Israel con la realeza, se impregnó allí de las
enseñanzas de la palabra. Como el rey no es allí más que una epi­
fanía del único Rey verdadero, Dios conocido en su t o r a h , la sabi­
duría aparecerá allí como el don de Dios al rey que le representa,
el don que hará que reine conforme a los caminos divinos. El prin­
cipio de la verdadera sabiduría será, por tanto, la meditación de la
palabra divina, bajo la inspiración del Espíritu, del soplo de vida
divina que la inspira. Proyectará, por tanto, la luz de lo alto sobre
la experiencia y la reflexión racional del hombre.
Pero a través de la experiencia histórica de Israel, guiada e ilu­
minada por la palabra, no tardará en hacerse evidente que Dios,
como es el único rey verdadero, es también el único sabio digno de
este nombre. Da sabiduría, identificada con el contenido esencial
de la palabra, con la t o r a h acabará así por significar el designio
divino, según el cual debe tomar forma la historia del hombre para
realizar un pueblo, una humanidad según d corazón de Dios. Da
torah revelada aparecía inseparable de una presenda especial de
Dios con los suyos, la sekinah, que hacía que habitase con ellos bajo
la tienda a lo largo de su peregrinación; por ello la sabiduría aca­
bará confundiéndose con esta Sekinah31. Pero entonces ésta no
habitará ya simplemente en un santuario en medio de los suyos, sino
que su santuario serán los corazones acordes de éstos.
Esta interiorización y esta humanización de la palabra divina

28. Cf. Misnah, tratado Berakoth n , 2 y 106. Los tratados Berakoth, respectiva*
mente de la MÚnah y de la Toseftafv fueron traducidos al inglés con tin comentario por
A. L ukym W illiams , Tractate Berakoth, Londres 1921.
29. Véase H. D uesíserg, Les $ cribes inspirést P arís 1939.
30. Cf. Ecío 24,23.
31. Cf. todo el capítulo 24 del Eclesiástico, donde se dice que la sabiduría mora en
la columna de fuego y de nube y en el tabernáculo.

52
Las «berakoth», respuesta a la palabra

en la sabiduría, que preparan su universalización, vienen en cierto


modo al encuentro de las últimas visiones y de las supremas pro­
mesas proféticas. Para Ezequiel como para Jeremías, la sustancia
de la nueva y eterna alianza que deben aguardar los exiliados,
llevando consigo, en sí mismos, la presencia de la sekinah, la cons­
tituirá una ley grabada en los corazones y no ya en tablas de piedra.
Así «el conocimiento del Señor recubrirá la tierra como las aguas
recubren el fondo de los mares» **.
En este momento va a afirmarse el carácter misterioso de la
sabiduría divina. Desborda el pensamiento de los más sabios de los
hombres, como los pensamientos de Dios desbordan los pensa­
mientos del hom bre: sólo Dios la conoce. Es para Dios como otro
él mismo, de modo que conocerla es conocer a Dios en el sentido
más fuerte. El hombre no puede acceder a ella sino por la revela­
ción por excelencia, Así, de la sabiduría que parecía partir de la
tierra, hecha de la razón del hombre aplicada a las experiencias
de aquí abajo, pero que se elevó hasta el cielo, se pasa al apoca­
lipsis : a la revelación de los designios últimos, impenetrables de
Dios, en la que él mismo se revelará a los suyos para revelarse
pronto al mundo entero de una manera finala .
De ahí resulta, al final de la antigua alianza, la espera de una
suprema revelación de la palabra, en una efusión del Espíritu sin
precedentes31. Con el Mesías, el ungido de lo alto que viene a sal­
var a su pueblo, Dios en persona debe venir como al descubierto
para que el pueblo lo reconozca y lo acoja, a Un mundo al que la
presencia desvelada consumirá en sus aspectos temporales y tem­
porarios, para consumarlo en la eternidad bienaventurada.

Las <aberakoth», respuesta a la palabra

A 'la palabra así entendida aportará su respuesta la oración de


las berakoth. Estas son la respuesta, despejada poco a poco, de la
fe obediente a la palabra desplegada progresivamente en su anchu-324
32. Cf. Ea 36,26ss y Jer 31,31ss.
33. Véase D. D eden, h e <mystéren> paulintcn, en «Ephemerides Theologicae Lava*
nienaes», t. x m , 1936.
34. Cf. J1 3,1-5, al que citará Pedro en Act 2,17-21.

53
Palabra de Dios y «berakah»

ra, su altura y su profundidad misteriosas. Son, por tanto, la ex­


presión acabada del conocimiento de Dios en el corazón del pueblo
al que él ha conocido, «único entre todos los pueblos de la tierra»
Puede decirse que los salmos, los cánticos del pueblo de Dios,
que éste acabó por reconocer también como inspirados, como pa­
labra de Dios, fueron progresivamente alimentando y preparando
el desarrollo de la oración de Israel en la forma de las berakofh.
Notemos el sentido del hecho de que los salmos, las grandes ora­
ciones de Israel, llegaran a ser recibidos como una parte integrante
y como una parte central, «cordial», de la Biblia, de la Sagrada
Escritura en la que se depositó la palabra inspirada. Ningún hecho
podría poner mejor en evidencia este significado de la palabra de
Dios para Israel, como de una palabra creadora, cuya creación por
excelencia es la de un corazón nuevo en el hombre, en cuyas tablas
de carne pueda grabarse la torah, de modo que el hombre responda
en todo su ser, y primeramente en su corazón, a la intención pro­
funda de ¡a palabra divina. Po que ésta quiere hacer interviniendo
en su vida, el designio cuya realización persigue ella pacientemente,
pero con omnipotencia, a través de la historia de un pueblo en la
cual lo va modelando, es un hombre que conozca a Dios como él
misino ha sido conocido, que responda a su palabra con una res­
puesta que no es sino la última palabra de ésta, proferida en él
mismo. Aunque la traducción del salmo 27 en k ^ Biblias protes­
tantes : «Mi corazón me dice de tu p arte: Buscad mi faz, yo busco
tu faz, Dios mío», no sea más que una conjetura, traduce a mara­
villa este designio de toda la palabra.
Pos salmos, considerados en su variedad y en su conjunto, cons­
tituyen como una vasta berakah, aun cuando desbordan la forma
precisa que será definida por la tradición judia sólo después de la
composición y organización de toda su compilación. Incluso el es­
quema de la berakah, como esquema espontáneo de la oración que
responde a la palabra, les es anterior. Se halla en las más antiguas
tradiciones de Israel. Por su parte, en cambio, lo alimentarán con
su sustancia, de tal forma que se puede decir que la tradición ul­
terior deducirá de su recitación constante su teoría plenamente35

35. Cf. el texto de Amos citado en la nota 14,

54
Las «berakoth», respuesta a la palabra

explicitada. Así se explica que la liturgia judía no haya cesado de


encuadrar el rezo de las berakoth en la oración continuada de todo
el salterio, como lo haría también posteriormente la liturgia cris­
tiana®. Si las berakoth judías, como la eucaristía cristiana, vinie­
ran a aislarse del salterio, quedarían separadas de sus raíces. La
una como las otras, no tardaría en ver debilitarse y mermarse su
sentido y correrían peligro de reducirse a un marco varío.
Desde el Génesis y el Exodo aparece el esquema de la berakah.
Los ejemplos de ella que nos dan estos libros son ya de una nitidez
tan sorprendente que se ve uno tentado a descubrir en ellos un re­
flejo de la piedad tardía de los escribas sacerdotales, últimos redac­
tores o revisores de estos escritos. Las fórmulas aparecen, sin em­
bargo, en ellos tan sencillas y tan espontáneas, que hay grandes
probabilidades de que sean más bien modelos lejanos, retenidos y
conservados, de la respuesta inmediata a la palabra, modelos que
el desarrollo de ésta habría ido sencillamente rellenando cada
vez más.
En los Salmos, en los que se siente por todas partes este enrique­
cimiento de la oración primitiva por la palabra cada vez más reve­
ladora, el esquema de la berakah aparece más de una vez subya­
cente, aunque raras veces se destaca. Puede decirse que está ahí
como un cristaf en formación en su agua madre, invisible todavía
a la mirada superficial, pero dispuesto a precipitar toda su sustancia
en una forma que ésta exige.
Cuando Eiiezer, en el Génesis, encontró a Rebeca y tomó con­
ciencia de la manera como Dios, que se había revelado a Abraham,
lo había guiado todo, exclamó: «Bendito sea el Señor, Dios de mi
amo Abraham, que no escatimó su benevolencia y su bondad a mi
a m o » E n otras palabras : se bendice a Dios porque ha mantenido
sus promesas a aquel que había creído en su palabra. El objeto de
esta bendición, por rudimentaria que sea, es el reconocimiento de lo
que había de expresar san Pablo: «Dios hace que todas las cosas
concurran al bien de los que él ama»M.
Más impresionante es quizá todavía la berakah pronunciada por3678

36. Cf. DH, p. 26ss.


37. G ín 24,27.
38. Rom 8,28.

55
Palabra de Dios y «berakah»

Jetró, suegro de Moisés, sobre todo' si se restituye a todo su con­


texto. Jetró ve, como con sus propios ojos, que Dios ha hablado
efectivamente a Israel por Moisés y ha realizado sus promesas.
Entonces exclama: «Bendito sea el fseñor que os sacó de las manos
de los egipcios y de las del faraón, que liberó al pueblo de la na­
ción egipcia. Ahora sé que el Señor es m is grande que todos I03
dioses.» El texto añade: «Luego Jetró, suegro de Moisés, ofreció
a Dios un holocausto y sacrificios. Aarón y todos los ancianos de
Israel acudieron, en compañía del suegro de Moisés, a participar
de la comida tomada en presencia de Dios» 39.
Esta berakah es, por tanto, en un extraño al pueblo de Dios, la
expresión de su asociación a la fe de éste. Con ella reconoce Jetró
que la palabra divina se ha hecho oir en Israel, que le ha mantenido
sus promesas. Esta proclamación de Dios, reconocido en sus mira-
büia, suscita la ofrenda del sacrificio y consiguientemente la entrada
en la comunión del pueblo al que formó la palabra, en la presencia
de Dios.
Numerosos salmos no serán sino berakoth de este género, sen­
cillamente desarrolladas. Desplegarán la plenitud del sentido de
estas expresiones: bendecir (benedicere), cantar (cantare), confesar
(confiten), proclamar (praedicare) aplicadas a los mirabilia Dei,
tal como los anuncia, los manifiesta, lS¡Kproduce la palabra todo­
poderosa. Ya sea su objeto precisado la creación en general, o algún
beneficio recibido individualmente, en todo caso está siempre impli­
cada en su alabanza la experiencia propia de Israel: Dios manifes­
tado primeramente en la historia de los suyos, y que será luego re­
conocido por todas partes y en todo, hasta tal punto que para el
israelita creyente todo es sencillamente un eco de su palabra, la
obra que la atestigua.
Los salmos que son oraciones de petición suponen siempre
el trasfondo de esta alabanza; ésta es el resorte de toda oración: el
Dios al que ora Israel no es un desconocido. Es el Dios muy cono­
cido por su palabra, reconocido en las altas gestas que la acompa­
ñan y que son su producto. Incluso cuando este presupuesto es sólo
implícito, es él el que subtiende la oración: el Dios que ha hecho

39. Éx 18,9-10.

56
Las «berakoth», respuesta a la palabra

esas maravillas que se creen, es el único de quien todo se puede


esperar.
Pero muchos salmos esbozan ya, y con frecuencia no sólo es­
bozan, un desarrollo del esquema que vendrá a ser formal en las
grandes berakoth litúrgicas de la sinagoga. En particular, en los
salmos redactados para acompañar los sacrificios (y que parecen
ser uno de los tipos más antiguos y más constantes en su estruc­
tura), una primera fase evoca en el gozo de una confesión de fe
jubilosa las altas gestas pasadas de Dios en favor de los suyos.
Luego se ofrece el sacrificio en medio de súplicas para que renueve,
y confirme también, sus maravillas pasadas. Con frecuencia un
oráculo sacerdotal, tomado sin duda en los orígenes, de los presa­
gios discernidos a lo largo del rito, viene en este lugar a prometer
la liberación o la gTacia esperada. De esta manera el salmo, co­
menzado en la alabanza, desarrollado en la súplica, terminará en
doxología : Dios es siempre el mismo; hoy y mañana, como en otro
tiempo, colmará a los suyos*®.
Este esquema aparece con particular relieve en un salmo como
el 39. Se abre con la proclamación de las liberaciones pasadas:

Puse toda mi confianza en el Señor,


y se inclinó hacia mí
y escuchó mi llamada.
Me sacó de la hoya de ruina,
del fango cenagoso.
Afirmó mis pies sobre piedra
e hizo seguros mis pasos.
Puso en mi boca un cántico nuevo,
un himno de gloria a nuestro Dios.

Viene luego la ofrenda sacrificial, con la oración en que se


ruega que se muestre Dios siempre el mismo, que haga todavía y
que remate lo que ha comenzado en favor del que le invoca. Pero es
al mismo tiempo una consagración del orante mismo, en su sacri­
ficio y más allá de la oblación material, la cual no hace sino repre­
sentar la confiada entrega de sí mismo a la voluntad divina.40

40. V éase A ace B emtzen, Introductiofi to tke Oíd Testamentj vol. i, Copenhague
1948, p. 14635, y S . M o w INCkel , The Psalms in Israel's Worskip, Oxford 1962.

57
Palabra de Dios y «berakah»

No te agradaron el sacrificio y la ofrenda,


pero me has dado un oido abierto.
No deseas el holocausto y el sacrificio expiatorio.
P or ello dije: «Heme aquí que vengo.»
En el rollo de la ley se escribió de m í:
Tengo mi complacencia, i Dios m ío!, en hacer tu voluntad,
y dentro de mi corazón está tu ley;
he proclamado tu justicia en la asamblea numerosa.
No he tenido mis labios cerrados; tú, i oh Yahveh!, lo sabes :
no he tenido encerrada tu justicia en el secreto de mi corazón,
sino que he proclamado tu fidelidad y tu redención...
No apartes de mí, ¡oh Yahveh!, tu misericordia:
sean mi salvaguardia tu misericordia y tu piedad,

Desde esta base de la consagración a la voluntad de Dios puede,


en efecto, brotar la oración. Lo hace con tal certeza, que la súplica
misma se convierte espontáneamente en alabanza nueva y definitiva.

...A grádete librarme, ¡oh Yahveh]


Corre, i oh Yahveh!, en mi ayuda.
Sean confundidos y humillados
los que quieren arrebatarme la vida...
Salten de gozo y alégrense fc^ti
aquellos que te buscan.
Que exclamen sin cesar: «iEnsalzado sea Yahveh!»,
los que esperan en tu auxilio.

El nudo de este salmo está en un pensamiento que se repite no


pocas veces en el Salterio y que es una enseñanza capital de los
profetas, en particular de Isaías. No es la materialidad de ofrenda
alguna la que puede satisfacer al Señor, sino la ofrenda de sí mismo.
Sólo la consagración de nuestra voluntad a su voluntad, recono­
cida en su palabra, da sentido a nuestros sacrificios".
La exégesis del siglo xix, bajo el influjo de prejuicios protes­
tantes, quiso ver en estas fórmulas un repudio de los sacrificios,
que se expresaría con la mayor fuerza en las palabras de Isaías que
había de reasumir Jesús: «Misericordia quiero, y no sacrificio»
Pero, como lo ha mostrado bien la escuela escandinava contem­
poránea, hay ahí un falso literalismo que desconoce el estilo deli-
41. Cf. I s 1.
42. Cf. nota 23.

58
Las «berakoth», respuesta a la palabra

beradamente paradójico de los profetas. Éstos no son protestantes


o anticlericales por anticipación, que quieran sustituir por la qui­
mera de una religión laica la realidad inevitablemente ritual de la
religión concreta. Expresan sencillamente el sentido que debe
adoptar el sacrificio en la religión de la palabra: una consagración
del hombre y de su vida entera por el ritual mismo Lo que de
ello resultará no será una moral en la que quede absorbida la reli­
gión que consagre las conciencias morales haciendo de toda la vida
un solo acto de religión.
Lo que hay de verdad en esta perspectiva es que la oración
consecratoria que acompaña al sacrificio irá ocupando en éste un
puesto cada vez mayor, según vaya expresando con más fuerza la
consagración del hombre mismo. Nada más típico desde este punto
de vista que la evolución del sentido dado a una expresión litúrgica:
sevah todak («sacrificio de alabanza» o «acción de gracias»). En
los orígenes designa un género particular de sacrificios, cuyo signi­
ficado lo expresa el salmo de alabanza que los acompaña. Pero poco
a poco el «sacrificio de alabanza» significará la alabanza misma,
venida a ser no sólo una parte integrante del ritual sacrificial, sino
ei sacrificio por excelencia. De ahí expresiones como ésta, tan elo­
cuente, que se halla todavía en Oseas: «el sacrificio de los labios» “.
Este «sacrificio de los labios», en que se expresa la oblación del
corazón, formará una misma cosa con ese «corazón contrito y que­
brantado» que en la conclusión del salmo 51 se opone ai ritualismo
sin contenido.
Que aquí no había en modo alguno superación, sino interiori­
zación del sacrificio, nada lo traduce mejor que un detalle de expre­
sión de san Pablo. Le brota tan naturalmente, que debía ser ya ha­
bitual entre los judíos, pese a su giro tan paradójico que roza con
el contrasentido. En uno de los más antiguos textos en que se
traduce el sentido sacrificial dado a la cruz por los cristianos, dirá
que Cristo se entregó a sí mismo por nosotros como una ofrenda
y un sacrificio a Dios en olor de suavidad “ Es evidente la refe-43
43. V é a » en p a rtic u la r A. H aldar, A ssociations o f tiie Cult Prophcts among tke
ajicient $ em ites, 194S, y J . P edéssen , The Role playeé by inspired Pcrso-ns among the
ancient Sem itas, «n S tu d ie s itt O íd Testam ent Prophecy presentad lo T M . Robinson,
Edim burgo 19S0.
44. Oa 14,2. 45. E f S.2.

59
Palabra de Dios y «berakah»

renda al salmo 39 que acabamos de citar. Pero el salmo decía lite


raímente: «lo que tú quieres no es la ofrenda», sino la aceptación
de la voluntad divina. San Pablo traduce, o más bien transpone el
sentido, diciendo lo que en las palabras es poco más o menos lo
contrario: esta aceptación de la voluntad divina es la ofrenda que­
rida por Dios ".
Da progresiva introducción en el centro del sacrificio, de la ora­
ción de ofrenda de uno mismo bajo la forma específica de una
berakah, sacará sus últimas consecuendas en el culto sinagogal. En
la imposibilidad de ofrecer ya sacrificios en que se hallarán los
judíos de la cautividad y de la diáspora, una oración de este tipo,
que responde a la lectura de la palabra, acabará por reemplazar el
culto sacrificial. Cuando sea reconstruido el templo, acompañará en
él a los sacrificios de la mañana y de la tarde. Y en todas las sina­
gogas se pronunciará esta oración, con la faz vuelta hacia Jeru-
salén, y más exactamente hacia el santo de los santos, donde el sumo
sacerdote, una vez al año, introducía la sangre de la expiación*7.
Todo esto explica la descripción que en el libro de Nehemías
se nos hace del qahal, es decir, de la asamblea litúrgica del pueblo,
al retorno de la cautividad, en las ruinas del templo En el primer
qahal, en que se había concluido la alianza, en el Sinaí, a las diez
palabras de la torah fundamental había respondido el pueblo con su
adhesión unánime, y luego se habían ofrecido los primeros sacrifi­
dos de la alianza ®. En el qahal no menos solemne que había mar­
cado la reforma de Josías, después de la lectura del Deuteronomio,
es decir, de la ley iluminada por los profetas, que renovaba la pros­
cripción de los ídolos, se había renovado igualmente esta adhesión,
y la alianza renovada se había sellado en la pascua, el sacrificio me­
morial de la salida de Egipto En el tercer gran qahal, el del es­
criba Esdras, que la sinagoga del último judaismo considerará como
su fundación o su consagración sl, se lee toda la torah sacerdotal
de los escribas, el Pentateuco acabado en su redacción definitiva467

46. U na discusión más detallada de este problema se hallará en nuestra Spiritttafité


du Nettveav Testement et des P ires (Histoire de te SpirititaJüé ckrétienHe, tomo i,
P arís 1960), p, 180ss.
47. Cf. DHj p. Slss. 48. Neh 8-9.
49. Éx I9ss. SO. 2Re 22ss.
Sl. Cf. el primer capítulo de] libro clásico de A. Cohén, Le Talmud.

60
Las «berakoth», respuesta a la palabra

en el exilio. Entonces todavía no es posible celebrar los sacrificios:


no hay templo, no hay altar, y seguramente ni siquiera víctima que
pueda hallarse para ofrecerla. Pero los ancianos, al comprometerse
a reconstruir el santo lugar y a restaurar su servicio, pronuncian
la berakah más explícita, en su forma más exhaustiva por su con­
tenido, que se halla en la Biblia.
Eos levitas comienzan exhortando al pueblo a la acción de
gracias:

¡ Levantaos! ¡ Bendecid al Señor vuestro Dios de eternidad en eternidad!


Bendito sea tu nombre glorioso, que rebasa toda bendición y toda alabanza.

Sigue luego una gran oración, que recorre toda la historia de


la creación, luego toda la historia del pueblo de Dios hasta la hora
presente y que termina con una consagración formal a sus desig­
nios, al mismo tiempo que con una instante súplica de que reanude
y acabe su obra en favor de los suyos y en ios suyos.
Puede decirse que tenemos aquí como el modelo de las dos
grandes oraciones del oficio sinagogal: las bendiciones, que enca­
minan hacia la qeduiah y la redacción dél semah, y luego la gran
oración de la amidah, o tefillah (la oración por excelencia). La
piedad del judaismo extenderá hasta a través de la vida entera del
israelita piadoso las ramificaciones de estas berakoth, que se hallan
en detalle en los tratados de este nombre, en la Misnah y en la
Toseftah. Desde su despertar, en cada una de las acciones del día,
hasta que se acueste y se sumerja en el sueño, consagrarán el con­
junto de sus actos. Y por el hecho mismo consagrarán el mundo,
restituyéndolo en la alabanza a esa palabra que lo había creado en
su origen, puesto que no serán, todas y cada una, sino otros tantos
actos de «reconocimiento» de dicha palabra, como origen y fin de
todas las cosas. Como dice a san Justino el rabino Trifón hacién­
dose eco de toda la tradición rabínica, es por la ofrenda incesante
de estas berakoth como los judíos dispersos entre los gentiles ten­
drán conciencia de ofrecer a Dios en todo lugar «la ofrenda pura»
de que había hablado el profeta Malaquías “ Y de esta manera Is-

52. J ustino , Diálogo con Trifón, 116-117; PG 6, col. 745-746.


53. Mal 1,10-12.

61
Palabra de Dios y «berakah»

rael entero creerá realizar la promesa del libro del Éxodo, de hacer
de él un pueblo todo él sacerdotal, un reino de sacerdotes, cansa-
gradores de todo el universo a la sola voluntad divina revelada en
la torahu.
Es cierto que con esta visión final que Israel llegó a formarse
de su propio papel pasamos definitivamente más allá del viejo
ritual tomado de Canaán. Sean cuales fueren las transformaciones
de sentido y de contenido que éste hubiera podido sufrir, ahora se
ve ya superado. Y es seguramente por esto por lo que el aniquila­
miento definitivo del templo y de sus sacrificios el año 70 de nuestra
era no podrá aniquilar a Israel ni el culto de la torah.
Como ya lo hemos subrayado, esto no solamente no significa
tanto una moralización de los sacrificios como la sacralización de
la moral, o más bien de la «justicia* de la torah, sino que además
sería un error creer que esta religión del último Israel se sustraería
a todo acto ritual particular, y más especialmente a todo sacrificio
definido. Nada es más significativo que observar el nuevo ritual,
que, muy al contrario, surgió entonces como espontáneamente, y
al que darán todo su sentido las comunidades, las haburoth, como
se dirá un poco más tarde, de la esperanza mesiánica “ .- Nos referi­
mos al ritual de las comidas, en particular de las comidas en comu­
nidad, las tardes de sábado o de fiesta. Para los sacerdotes de Qum-
rán o de Damasco, como para los esenios o los terapeutas, de los
que nos habla Josefo, esta comida acaba por constituir no sólo un
equivalente nuevo de los antiguos sacrificios, sino finalmente el
único sacrificio que subsiste, en la espera de la nueva y eterna alian­
za I,a gran berakah pronunciada por el presidente de la asamblea
sobre la última copa, repartida entre todos, invocaría la venida inmi­
nente de! Mesías y consagraría, en esta espera, el «resto» fiel al
reino esperado. Con este nuevo sacrificio hemos llegado a la cena
y a la prehistoria inmediata de la eucaristía cristiana.

54, Cf. Éx 19.


55, El término no está atestiguado sino después del comienzo de la era cristiana.
56, Cf. G. V e b íiís , Les mwmscrits du Dé se n de Jttda, París-Tournai, 1953, p. 59ss.

62
C apítulo IV

LAS «BERAKOTH» JUDIAS

Lo transmisión de las fórmulas tradicionales; las fórmulas breves

El mejor comentario medieval de la liturgia judía, el Sefer


Abudharam, obra del rabino David ben Yosef Abudharam, que
vivía en Sevilla alrededor de 1340, observa justamente que hay dos
tipos de berakoth en la tradición judía *. Das unas son breves
fórmulas que no tardaron en estereotiparse y que no implican sino
una alabanza-acción de gracias: una bendición en el sentido más
estricto. Las otras son fórmulas más desarrolladas, en las que
llalla su puesto la oración de súplica, pero siempre en un contexto
de bendición. Las primeras están destinadas a acompañar cada una
de las acciones del judío piadoso, desde que se levanta por la ma­
ñana hasta que se acuesta. Las segundas tienen su puesto, ya en el
servicio sinagoga! (por la mañana, al mediodía y por la tarde), ya
en las oraciones de las comidas, particularmente las que acompañan
a la última copa, compartida por todos los comensales.
A todas estas berakoth están consagrados un capítulo entero
en la Misnah y toda una sección correspondiente de la Toseftah
(grandes fuentes talmúdicas). El capítulo Berakoth es el primero
de la Misnah, y el material que allí se cita y se discute es incontes­
tablemente de la más remota antigüedad. En él se hallan las fórmu­
las de las berakoth breves en su integridad. Las fórmulas largas,1
1. S efbk A budharam, Praga 1784, 2 B y 3 A. Existe una reedición moderna, in­
completa,, por C.L. E jisenreich , Klausenberg 1927.

63
Las «berakoth» judías

por el contrario, que se suponen conocidas de todos, se citan gene­


ralmente o se evocan con la sola mención de sus primeras palabras.
Sin embargo, más de una vez las citas de que son objeto nos per­
miten hacernos una idea suficiente de su contenido, y hasta de deta­
lles controvertidos de su desarrollo.
El texto completo de estas fórmulas largas ha llegado hasta
nosotros gracias a los libros de oraciones, los siddurim, como se
llaman hoy2. Pero estas compilaciones no comenzaron a consti­
tuirse sino en la época llamada de los gaonim, es decir, de los pre­
sidentes de las academias judías, que servían al mismo tiempo de
tribunales de justicia. Eos gaonim y sus academias suceden a partir
del siglo ix de nuestra era a los amomim, comentadores a partir
del siglo i i i , de ios más antiguos dichos tradicionales del judaismo
de los tanaim, cuya compilación es el Talmud (en sus dos recensio­
nes, de Jerusalén y de Babilonia)345.
Sin embargo, estas colecciones de los gaonim no son, ni quieren
ser en ningún grado, obras originales. Como lo expresa el Seder
Rab' Amram Gaon, no fueron constituidas sino para fijar una tra­
dición inmemorial, cuyos orígenes se consideraban entonces como
inspirados *. Esta fijación, como lo muestran las divergencias entre
los mismos manuscritos medievales del Seder Amram Gaon, no fue
nunca absoluta, Elbogen había creído poder sacar de ello la conclu­
sión de que en los orígenes este Seder no había contenido el texto
de las oraciones, sino únicamente su explicacións. Esta opinión es
rechazada por ¡a mayoría de los especialistas contemporáneos, en
particular por David Hedegard, que preparó la edición crítica de
la colección en cuestión6. El texto de las explicaciones del rabino
Amram, y más todavía su introducción, supone, en efecto, de la
manera más clara, que lo que le habían pedido las comunidades
judías (seguramente españolas), a las que quiere contentar, era en
primer lugar una edición autorizada de estas oraciones. Por lo

2. Cf. la introducción de DH, p, xxsa,


3. Itrid., p. x v n ss.
4. DH, p. 3ss.
5. I, E lbogen, artículo Pr&yer-Bcoks, en The Universa! Jetvith Eucyclopedia, Lon­
dres I9Q1-10Ü6, t, v iii, p, 620,
6. Cf, D H , p. x x v i; también L. Ginzberg, en «Jewish Quarterly Review», New
Seríes, vol. x x x m , p. 321.

64
Transmisión de fórmulas tradicionales

demás, su texto se halla también en un libro del mismo género,


algo posterior, el Seder del famoso Saadia Gaon
Son notables las divergencias en el texto de las oraciones de uno
a otro de los principales manuscritos del Seder Amram: el códi­
ce 613 del British Museum, que data de fines del siglo xiv o de co­
mienzos del xv y que sirvió de base a la edición de Coronel (1865),
el códice 1095 de la Bodleian Library (1912), y el códice Sulzberger,
del Jewish Theological Seminary de Nueva York, acabado el 8
de noviembre de 1516 y editado (con una reedición de los otros
dos) por Hedegard, en 1951. Notemos inmediatamente que estas
diferencias son casi insignificantes, y hasta inexistentes, por lo que
hace a los textos capitales que examinaremos más en detalle y que
tienen más importancia para nuestro estudio: las oraciones de las
comidas y las oraciones centrales del oficio sinagogal. Eos textos
todavía en uso hoy día en las diferentes sinagogas y que se hallan
en las ediciones modernas impresas para el uso litúrgico, como
la de Singer, siguen también muy de cerca las fórmulas dél Gaon,
Lo primero que hay que hacer, sin embargo, es explicar estas
variaciones. Por el hecho mismo esclareceremos un problema fun­
damental para la justa comprensión de la tradición litúrgica sinago­
gal, y que tiene por lo menos su análogo en la tradición litúrgica
del cristianismo.
Iros historiadores modernos del culto sinagogal, como los del
culto cristiano, se imaginan con frecuencia que la libertad origina­
ria de las formas de oración debió ser sustituida, más o menos
tardíamente, por una formulación fijada por escrito y que adquirió
por consiguiente el carácter de ne varietur. Este doble presupuesto
no se basa sino en una idea preconcebida, en la que se refleja el
protestantismo de los primeros historiadores que la pusieron en
circulación.
En primer lugar, es una característica constante de la tradi­
ción oral en los medios más diversos, pero particularmente en los
medios semíticos, el hecho de transmitirse bajo la forma de un
esquema muy definido, por medio de fórmulas nexo muy determi­
nadas, a partir de las cuales se conserva cierta libertad por lo que7
7. Cf. Siddur R. Sandia Gaon, td. I. D avibson, S. A ssaf, B .I. J oel, Jerusalén
1941.

65
Las «berakoth» judías

hace a los detalles de las expresiones. Pero esta libertad está es­
trictamente orientada por la conciencia del esquema subyacente y se
mantiene dentro de ciertos límites gracias a las expresiones clave
conservadas religiosamente8. Por otra parte, cuando viene a expe­
rimentar la necesidad de una fijación completa de las fórmulas por
la escritura, se conserva siempre, por lo menos durante algún
tiempo, el sentimiento de que tal fijación concierne ante todo al
esquema y a las claves. De esta manera los copistas, en todo caso
hasta la época de la tipografía, y por lo menos en los casos de
textos juzgados en sí mismos más o menos periféricos, no tendrán
nunca escrúpulo en sustituir los detalles de los formularios que
puedan tener ante los ojos, por variantes orales que las hayan
subsistido y a las que estén más o menos habituados.
Así, de un golpe se desvanece una doble quimera, la de la im­
provisación primitiva de las oraciones y la de su esclerosis final
en un literalismo rígido. Así las oraciones judías, fijadas o no
en sus detalles, en los orígenes y hasta nuestros días tuvieron
inmediatamente un contenido, una estructura y términos clave per­
fectamente definidos. Y hasta en sus fórmulas fijas se presta aten­
ción precisamente a estos elementos. Por supuesto, el peligro de
formalismo amenaza constantemente en el judaismo, como en cual­
quier otra religión. Pero es vano imaginar que una voluntad de
improvisación perpetua permita escapar a este peligro con más
seguridad que el uso repetido de formularios tradicionales. Todos
los que están acostumbrados a las oraciones «improvisadas», caras
a ciertos medios protestantes, saben con qué facilidad tienden a
convertirse en muletillas, dando vueltas sin cesar en un juego
machacón de clisés repetidos hasta la saciedad. Do que hay que
reconocer, por el contrario, es que apenas si hay religión en la
que los maestros espirituales se hayan mostrado más constantemente
preocupados que en el judaismo por evitar el formalismo que vacía
de sentido sus oraciones. Uno de los temas más constantes en la
predicación de los rabinos respecto al rezo de las oraciones pres­
critas es precisamente éste: que tales oraciones carecen de todo
valor y no son siquiera oraciones propiamente dichas cuando se

8. Cf. E duasd N ielsew , Oral Trodition, Londres 1954, p. 18sa.

66
Transmisión de fórmulas tradicionales

recitan sin el acompañamiento de lo que ellos llaman la kawannah \


Este término de hebreo rabínico, que corresponde a un verbo cuya
raíz es kwn y que significa «fijar la atención», expresa la actitud
interior de quien mantiene su inteligencia y su corazón incesante­
mente despiertos mediante un acto de fe viva, de adhesión de todo
el ser al sentido de lo que se dice y, más allá de las palabras
pronunciadas, a las realidades sagradas que evocan.
Para lograr esto enseñan los rabinos a rezar las oraciones repo­
sadamente y con cuidado, observando las pausas indicadas, pro­
nunciando con esfuerzo a fin de fijar la atención, pero sobre todo
a meditar las fórmulas, a penetrarse de ellas lo más profundamente
posible. A este objeto recomiendan la práctica de hacer que el rezo,
en particular de las grandes berakoth de la liturgia sinagogal,
vaya precedido de un momento de meditación silenciosa, en la
que cada uno rumie por su cuenta lo que se va a decir públicamente.
De esta manera la kawannah halleb, «la atención del corazón», será
el alma y el fruto de la oración litúrgica.
Toda la enseñanza del Sermón de la montaña concerniente
a la oración, con la entrada necesaria en el contacto a solas con
Dios, con la absorción en su sola presencia para hacer una oración
digna de este nombre, lejos de ser un mentís a la tradición rabínica
en este punto, no es sino su más pura expresión. Como se ha
observado con razón, la enseñanza de Jesús contra los fariseos,
cuya oración cae en un formalismo sin contenido, coincide con
las enseñanzas de los más venerados entre los mismos doctores
fariseos9l0. Por lo demás, es muy de notar que las críticas de Jesús
contra una práctica desvitalizada no va nunca contra la oración
sinagogal en sí misma, de la que no se puede dudar que Jesús la
hiciera suya hasta sus últimas horas de la tierra, sin sombra de
reticencia.
Pero, al mismo tiempo que los rabinos multiplican las adver­
tencias y los consejos para hacer de la oración el acto más personal
de todos, no pondrán menor empeño en desviarla del individualismo.

9. Cf. D H , p. x x x ix y kts referencias que da. Añádase O. S hoxjsm, D e r B e g r iff


der Kaxu&nna «n der alten Kabbala, en «Mouatschrift fü r Geschichte und W issensdiaft
des Judentums», yo!, 78 (1934), p. 492ss.
10. Cf. la nHrn de R. T ravsrs H ehfobd , citada en la nata 5 del cap. primero.

67
Las «berakoth» judías

La oración colectiva, en medio del pueblo de Dios reunido a este


objeto, debe prepararse con la oración y la meditación personales.
Pero, siempre y en todas partes, debe el fiel individual orar en
unión con el pueblo, y su oración debe hallar su regla en la adhe­
sión del corazón a las expresiones tradicionales de la oración co­
lectiva. Faltando esto, dicen, tendería el hombre a pedir lo que le
sugieren sus tendencias egoístas1112. No bendeciría a Dios sino con
intenciones centradas en su propio interés; pediría a Dios su propia
satisfacción. En cambio, en su adhesión a la oración del pueblo
fiel acabará por no pedir nada que no sea la realización de la sola
voluntad de Dios, y por alabar a Dios, no por lo que le afecta
individualmente, sino por la realización de su único designio. Cual­
quier otra oración sería sencillamente una idolatría camuflada. La
única oración verdadera es la que nos convierte, dentro del pueblo
de Dios y su escuela, en adoradores del Dios que nos ha hablado,
que no cesa de hablamos, en adoradores que, por su parte, no
cesan de aportar a su palabra el fíat de su fe exultante.
El estudio de las breves berakoth enumeradas y comentadas por
la Misnah y la Toseftah, sobre todo si se releen a la luz de las
interpretaciones que no cesará de dar de ellas la tradición rabínica
posterior, manifiesta efectivamente que no tienden a otra cosaia.
Contribuyen a hacer de la vida entera del piadoso israelita un acto
constantemente renovado de atención a Dios en todas las cosas, a
su palabra en todas las acciones humanas. La forma clásica de
estas oraciones comienza con una invocación al Dios de Israel, que
prácticamente es siempre la m ism a: «Bendito (eres) Adonay, Dios
nuestro, rey de los siglos (o del universo).» Es, pues, el nombre
divino revelado a Moisés en el Horeb el que se invoca inmediata­
mente con la perífrasis tradicional de Adonay (el Señor), ya que
lo hace impronunciable el respeto debido al nombre sagrado. Es
ese Dios revelado, pero que sigue siendo el Deus absconditus, el Dios
oculto, misterioso hasta en su revelación, al que en toda circuns­
tancia se reconoce como señor de nuestra vida y de todo el

1 L Cf. Sefer Ha-Kuxari, e d . D av id C a s s e i ., L e ip z ig 1853, p. 233s¿, y S. K s a u s s ,


SynagogaJe Allertümer, Leipzig 1 922, p . 95.
12. Se hallarán fácilmente en la traducción de L ukvn W il l ia m s , citada en la nota 28
del cap. 3.

68
Transmisión de fórmulas tradicionales

universo. Es alabado, «bendecido» en el reconocimiento jubilante


de los suyos, como su Dios, el que hizo alianza con ellos en ese
intercambio inefable de «conocimiento» que supone la revelación
del nombre sagrado, y la aceptación correlativa del yugo suave y del
peso ligero de la torah. Pero a este Dios no lo confiesan los suyos
como a una divinidad tribal cualquiera, como a uno de los innume­
rables «señores de la alianza» de los cananeos. Es como el rey
de todas las cosas, el que tiene los siglos en su mano por su
sabiduría omnipotente: el Señor del mundo a través de toda su his­
toria. Y puede decirse que el fiel que lo confiesa así, realiza, por
el hecho mismo, la venida de su reino hic et nimc.
En efecto, la sucesión variable de la oración proclamará, gene­
ralmente mediante una referencia explícita a una palabra de la
Escritura, el señorío del Dios de Israel sobre la realidad con que
en el momento mismo se ve uno enfrentado, la acción en el mundo,
a la que va uno a aplicarse. Así el mundo, oscurecido por el
pecado del hombre, recobra su significado originariamente, y la
acción del hombre en él no será sino el cumplimiento del de­
signio de Dios.
Desde el despertar, la ablución matinal será santificada con
la fórm ula:

Bendito eres, Señor, Dios nuestro, rey de los siglos, que nos santificas
con tus mandamientos y nos prescribistes lavarnos las m anos13.

Una vez despejada la conciencia del sueño, añade el fiel:

Bendito eres, ... tú que restituyes las almas a sus cuerpos mortales, aso­
ciando así el despertar mañanero con las perspectivas de la resurrección.

Al canto del gallo se dice:

Bendito eres, ... tú que diste al gallo la inteligencia para discernir el


día de la noche.

Entonces vendrán las tres bendiciones con que el israelita alaba


a Dios por no haberle hecho gentil, ni esclavo, ni mujer. Éstas no
13. DH, p. 13.

69
Las «berakoth» judias

significan, como lo han explicado siempre los rabinos, enorgulle­


cimiento por un mérito propio que no poseen los otros, sino un con­
siderar de nuevo la gracia inmerecida de conocer a Dios, de poder
y deber cumplir las prescripciones de la ley1*. Da misoginia que
un antisemitismo demasiado imaginativo ha creído descubrir en
la última de las tres fórmulas, olvida sencillamente que a la mujer
se le prescribe decir:

Bendito eres, ... tú que me has creado según tu voluntad.

Dos rabinos explican ambas bendiciones diciendo que es una


gracia para el hombre haber sido llamado a desempeñar ceremonia­
les, como para la mujer el haber sido dispensada de ellos para
poder consagrarse a las ocupaciones del hogar16.
El fiel se incorpora luego diciendo:

Bendito eres, ... tú que levantas a los humildes.

Dirige una primera mirada a lo que le rodea y exclama:

Bendito eres, ... tú que abres los ojos de los ciegos.

Se viste y dice:

Bendito eres, ... tú que vistes a los que están desnudos.

Se levanta, y poniendo los pies en el suelo, dice:

Bendito eres, ... tú que extendiste la tierra sobre las aguas.

Y a todo lo largo del día no habrá objeto o ser que no remita


su pensamiento a Dios y a su palabra de amor que lo creó todo para
los suyos, ni acción en que no se entregue de la misma manera a
la voluntad de Dios revelada.
Después de estas cien bendiciones, cuyo número simbólico se
complacen en comentar los rabinos]S, se comprenderá el significado
exacto de la palabra de san Pablo: «Todo lo que Dios ha creado1456
14. Cf. la nota de DH, p. 10.
15. Ibid.
16. D H , p. 16ss.

70
Las «berakoth» que preceden al «Semah»

es bueno y nada debe rechazarse, con tal que se tome con bendi­
ción (sóyapinría — berakoh), ya que queda santificado por la pa­
labra de Dios y por la oración» n. En efecto, la práctica constante
de ias berakoth se convierte en una oración que envuelve total­
mente la vida del hombre y del mundo, por la que todas las cosas
son como devueltas a la palabra creadora y corno restituidas a la
bondad original que ésta les había conferido. Así es, dirán todavía
los rabinos, como toda la vida fiel del pueblo de Israel, hasta en
sus ocupaciones aparentemente más profanas, reviste un carácter
no solamente sagrado, sino sacerdotal. Por ello son los israelitas
ese pueblo sacerdote de que hablaba el libro del Exodo, por el
hecho de que toda su vida, envuelta en la red de las berakoth,
reconsagra, mediante la palabra de Dios y la oración, el universo
entero a su amor. Así se comprende que el rabino Trifón, en su
diálogo con Justino, explique a Maiaquías 1,11, sobre la ofrenda
pura ofrecida en todo tiempo y en todo lugar entre los paganos,
diciendo que es eso lo que realizan los judíos de la diáspora, los
cuales no cesan de bendecir a Dios en todas las cosas, entre los
que lo ignoran171819.
Todavía los mismos rabinos, que repetían que la sekinah inora
invisiblemente con todo grupo de judíos reunidos para meditar la
torah, no vacilan en decir que todo judío fiel, al pronunciar las
berakoth sobre todo lo que ve o toca con sus manos, lo convierte
en morada consagrada para esta misma sekinah M.

Las «berakolh'íí que preceden al eSemah»; la «qeduiah»

Sobre este fondo general de las múltiples berakoth, que hacen


de toda la existencia del judío piadoso una universal y constante
«bendición» sacrificial, es donde las grandes berakoth, del servicio
sinagoga! y de las comidas, principalmente en las comunidades de
expectación mesiánica, adquieren todo su relieve. Nos llevan a la

17. lT iro 4,4.


18. Cft nota 52 del cap. 3.
19. Cf. el bello texto del Zohar, atribuido al rabí Simeón, que L, G il l e t trad u jo y
comentó en Cwnmunúm in the Messiah, Londres 1942, p. 138,

71
Las «berakoth» judías

fuente de esa vida sacerdotal del pueblo de Dios, en una súplica


detallada por la santificación de su nombre, la venida de su reino, el
cumplimiento de toda su voluntad, entre una gran berakoh por
el don de la vida. Éstos son, en efecto, los tres temas respectivos
de las berakoth que preceden al acto central del culto sinagogal:
la recitación del semah, de la gran tefillah — la oración por exce­
lencia de las dieciocho (en realidad son hoy diecinueve) bendiciones
que la siguen, y finalmente de los berakoth de las comidas.
El oficio sinagogal de la mañana debia, como ya hemos dicho,
ir precedido de un momento prolongado (una hora, dicen los ra­
binos) de meditación y de oración privada, a ser posible en la
sinagoga misma®". Desde la más remota antigüedad, esta oración
preparatoria se alimentó del rezo del Salterio. Parece ser que comu­
nidades particularmente fervorosas de la antigüedad precristiana
conocieron ya la práctica, renovada en la época moderna por los
hassidim de Polonia, de hacer preceder a este servicio público una
recitación de todo el Salterio, por lo menos, en ciertos días. Pero
no tardaría en introducirse el uso de reservar especialmente a esta
hora de meditación matutina los salmos 145 a 150, es decir, la gran
alabanza cósmica con que termina el Salterio20212. Paralelamente,
después de la refección vespertina se introducirá pronto el uso de
recitar todo el hall el (los salmos 113 a 118). Es el «himno» del
que los relatos de la cena nos dicen que lo cantaron los discípulos
después de haberla tomado n. Apenas si es necesario subrayar que tal
es el origen de las laudes matutinas y de las vísperas cristianas.
Baumstark subrayó con razón que todos los antiguos ritos cris­
tianos, tanto de Occidente como de Oriente, les asignaron estos
mismos salmos23.
Los pesuqe de zimra, es decir, los «pasajes de salmos», forman
todavía hoy un preludio obligatorio del servicio sinagogal. Su
recitación va precedida de berakoth, que son como un sumario de
los temas contenidos en los salmos que siguen : la alabanza de Dios
por su creación y por la manera como hizo que todas las cosas

20. Cf. M isnakt tratado Berakoth v, 1, y D H , p. 32.


21. D H , p, 32ss.
22. Cf. M t 26,30 y paralelos.
23. A . B aumstark , Liturgie comparé*, p. 118ss.

72
Las «berakoth» que preceden al «semah»

concurrieran al bien de sus elegidos, los que Dios «conoce» y


ama 2\
Sea cual fuere el interés de este oficio preliminar, nosotros
restringimos nuestro estudio al servicio sinagogal propiamente
dicho y a sus berakoth características, pues, como no tardará en
notarlo el lector, nos encaminan directamente hacia el servicio euca-
rístico de la Iglesia cristiana.
El primer grupo de berakoth que en él se encuentra tiene por
objeto, como ya lo hemos señalado, preparar el acto central de la
piedad judía cotidiana: la recitación del semah, es decir, principal­
mente de las palabras del Deuteronomio:

Escucha, Israel: el Señor tu Dios es el único Señor; amarás al Señor


tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu pensamiento,
y a él solo servirás®.

En efecto, en la repetición de estas palabras, en su asimilación


por 1a oración de 'la fe, se renueva el pueblo de Dios en ese cono­
cimiento de Dios que responde ál conocimiento que él tiene de los
suyos y que forma el núcleo de la piedad de Israel. A expresar este
conocimiento tienden las oraciones precedentes.
Primitivamente, el día del sábado, así como el lunes y jueves
de cada semana, venían a continuación de la lectura solemne de la
ley y de los profetas2425627. Hacia la época patrística, esta lectura fue
trasladada del comienzo al fin del servicio, cuya conclusión cons­
tituye actualmente, Parece claro que esta transposición se operó
en reacción contra los cristianos, que entretanto habían asignado
este lugar supremo al banquete eucarístico. Se puede pensar que esta
reacción afectaba en bloque, a través de los cristianos, a las comuni­
dades judías que habían llegado ya a hacer de las comidas de
comunidad el equivalente, y a sus ojos un equivalente superior, de
los sacrificios del templo21. Los minim, a que se refiere en la
misma época la duodécima de las oraciones actuales de la tefillah,
24. D H , p. 27ss.
25. D t 6,4-9, a l que se añadió 11,13-21, y N úm 15,37-41 (según Misnah, tratado
Berakoth n , 2). C f. DH, p. 52ss.
26. Cf. E m e W ehneh, The Sctcred Bridge, L ondres - N ueva York 1959, p. 3s$
y 50ss.
27. Cf. D H , p, XXXv i i t - x x X i X y 16.

73
Las «berakoth» judías

que se introdujo por entonces, son seguramente, mezclados sin dis­


tinción, los cristianos y aquellos judíos cuyas orientaciones mesiá-
nicas se había notado que los conducían directamente al cristia­
nismo
Sin embargo, aun hoy día subsiste al comienzo del servicio sina-
gogal un órgano testigo de la lectura que se hacía en este lugar
en los orígenes. Es la oración llamada qaddis, que era la conclusión
primitiva del targum, es decir, de la traducción parafraseada en
arameo que seguía a la lectura ritual de las Escrituras en hebreo
De hecho, en este bloque de las oraciones centrales, inmutablemente
hebraicas, sólo esta oración se ha recitado hasta estos días en
arameo. Su primera parte, que es también la más antigua, ciertamente
anterior a la era cristiana, merece citarse. Es evidente que es la
fuente directa de la primera parte de la oración dominical:

Glorificado y santificado sea su gran nombre, amén, en el mundo que


é! creó según su voluntad. Establezca él su reino durante nuestra vida, y
durante nuestros dias y durante la vida de toda la casa de Israel, pronta­
mente y sin tardar. Amén.

Entonces comienzan las berakoth que introducen la recitación


del semah. Como volveremos a verlo en la oración final de la
comida, el seliah. sibbur, es decir, el miembro de la comunidad
designado para pronunciar la oración en nombre de todos (hoy, y
desde el siglo vi, es siempre el hazzan, el ÚTC7]péT7]<; de que hablan
los Evangelios, es decir, el «ministro», antepasado del diácono cris­
tiano) invita a la comunidad a la «bendición»:

Bendecid a Adonay, que debe ser bendecido.

Todos responden:

Bendito sea Adonay, que debe ser bendecido por los siglos de los siglos*2930

2$. Cf, O. CuzxvAot, L e P rtbtim e littéraire et historique du Koman pscudo-cUmen-


tint P arís 1930, p. 170ss.
29. Texto e n D H t p. 41ss, con comentario, p. 40. C f. D a v id D e S ola P ool , The
Oíd Jevrish Aramaic Prayer, the Kaddisk, Leipzig 1909.
30. D H , p. 43.

74
Las «berakoth» que preceden al «Semah»

El seliah sibbur dice, o más bien canta, como es la regla en


todas estas oraciones solemnes, esta gran bendición llamada yózer

Bendito seas, Señor Dios nuestro, rey del universo, que formas la luz
y creas las tinieblas, que haces la paz y creas todas las cosas; que en
[tu] misericordia das la luz a la tierra y a todos los que moran en ella,
y en tu bondad renuevas la creación todos los dias y sin cesar. ¡Qué nu­
merosas son tus obras, Señor! En la sabiduría las hiciste todas, la tierra
está llena de tus posesiones; Rey, único que fuiste ensalzado antes de los
tiempos, alabado, glorificado y ensalzado desde los días antiguos; Dios
eterno, en la abundancia de tus misericordias ten piedad de nosotros, Señor
de nuestra fuerza, Roca de nuestra protección, escudo de nuestra salvación,
i oh t ú ; nuestra protección! El Dios bendito, grande en conocimiento, preparó
y formó los rayos del so l: fue un don que él produjo para gloria de su
nombre. Los jefes de sus ejércitos son seres santos, ensalzan al Todopode­
roso, sin cesar declaran la gloria de Dios y su santidad. Bendito seas, Se­
ñor, Dios nuestro, en los cielos, en las alturas y sobre la tierra, acá abajo.
Seas bendito, nuestra Roca, nuestro Rey y nuestro Redentor, Creador de los
seres santos, alabado sea tu nombre por siempre jamás, Rey nuestro, Creador
de los espíritus que le sirven. Y todos estos espíritus que le sirven se man­
tienen en pie en las alturas del universo, y con temor proclaman a plena
voz a! unísono las palabras del Dios viviente y del rey eterno. Todos son
muy amados, todos son puros, son poderosos, todos cumplen temblando la
voluntad de su Señor, todos abren sus bocas en la santidad y en la pureza,
y alaban y glorifican y santifican el nombre del gran Rey, único poderoso y
temido; santo es él. Todos ellos toman sobre sí el yugo del reino de los
cielos, unos de otros, y se animan unos a otros a santificar a su lenguaje
puro, con una santa melodía se responden todos al unísono eu temor y dicen
con reverencia...

Aquí se unen todos ai seliah sibbur y cantan con él la qedusah:

S anto , sa n to , santo e l S eñ o r sabaoth : la t ie r r a e n t er a e stá llena


DE SU GLORIA.

El seliah sibbur continúa:

Y los ofanim y los santos hayoth, con ruido de grandes aguas, se elevan
unos frente a otros, alaban y dicen...

y de nuevo cantan todos:


31 . D H j p. 4653.

75
Las «berakoth» judías

B e n d it a sea la gloria d e l S eñ o r , d e s u lu g a r .

Él continúa y concluye:

AI Dios bendito ofrecen agradables melodías, al Rey, al Dios que


vive y dura para siempre hacen oir sus cantos y sus alabanzas, pues sólo él
realiza obras poderosas y hace las cosas nuevas, el Señor de las batallas:
siembra la justicia, hace brotar la salvación, crea la curación, es reveren­
ciado en las alabanzas, Señor de las maravillas, como se ha dicho: [Dad
gracias] a aquel que hace las grandes luces porque su gracia dura para
siempre, Bendito seas, Señor, creador de las luminarias.

A continuación de lo cual enlaza inmediatamente la segunda


berakak, ahabah:

Con amor abundante nos lias amado, Señor, Dios nuestro, con grande
y sobreabundante piedad has tenido piedad de nosotros, Padre nuestro, Rey
nuestro; por causa de tu gran nombre y por causa de nuestros padres
que pusieron su confianza en ti, y a los que enseñaste los mandamientos
de vida, otórganos también a nosotros esta gracia. Padre nuestro, Padre
misericordioso, ten piedad de nosotros y pon en nuestros corazones que
comprendamos, que escuchemos, que aprendamos y enseñemos, que estemos
atentos para cumplir todas las palabras de instrucción en tu torah. con
amor. Ilumina nuestros ojos para tus mandamientos, apagúese tu torah a
nuestros corazones y estén nuestros corazones unidos para temer tu nombre,
de modo que no seamos cubiertos de confusión y abatidos para siempre,
pues hemos puesto nuestra confianza en tu grande, santo y temible nombre:
regocijémonos y hallemos la felicidad en tu salvación y no nos abandonen
jamás tu misericordia y tu gracia. Y venga sobre nosotros la paz de los
cuatro ángulos de la tierra entera, y haz que volvamos a subir a nuestro
país, pues eres un Dios que salva. Tú nos elegiste de entre todos los pue­
blos y de entre todas las lenguas y nos hiciste próximos a tu gran nombre
en la fidelidad. Bendito seas, Señor, tú que elegiste a tu pueblo, Israel, en
el amor®.

Sigue luego la recitación colectiva del semah...


Esta doble berakak se abre, pues, en la perspectiva general de
las oraciones judías matinales, con una alabanza del Dios creador,
que se precisa inmediatamente en un acto de acción de gracias
por la luz. Pero de la luz física se pasará a la luz espiritual del cono-32
32. DH, p. 50ss.

76
Las «berakoth» que preceden al «semah»

cimiento de Dios, y por tanto, a la acción de gracias por el don


de la semah. Por el hecho mismo, de ¡a alabanza del Dios creador
se habrá pasado a 'la del Dios salvador, que interviene en la historia
para congregar el pueblo de sus elegidos.
El paso de la berakah por la luz visible a ¡a berahah por la luz
invisible de la torah se hace con la mención de los ángeles, que
contemplan sin cesar y sin cesar alaban la gloria divina. Esto nos
hace notar que en la perspectiva judia no se separan ni se oponen,
como en las concepciones helenísticas, las dos luces, la visible y la
invisible. No son sino dos aspectos sucesivos de una sola realidad,
en la que se entra más profundamente w. Para el judaismo, fiel a las
concepciones bíblicas, el mundo, creación del Dios único, es un
mundo único. El mundo no es un mundo distinto del mundo
m aterial: es el mismo, visto en su aspecto más profundo, o más
elevado. O, por mejor decir, y para servirnos de una excelente
expresión de Newman, lo que nosotros llamamos el mundo visible
no es sino la orla de un mundo, el resto del cual nos es invisi­
ble ’u. Y recíprocamente, como en la visión del capítulo 6 de
Isaías, subyacente a todo este texto, Dios mismo aparece como
luminoso, en un sentido que no es únicamente físico, pero que es
también físico. Su gloria, en sentido bíblico y judío, es una irradia­
ción de su ser que se refleja en toda la creación, tanto visible como
invisible334536. Los ángeles superiores, los serafines mismos, como lo
indica su nombre, están hechos de un fuego misterioso, que es como
un primer reflejo del brasero de la vida divina, y el fuego del
altar y de las lámparas del santuario se limita a evocarlo. Este
fuego recuerda el abrasamiento, la transfiguración de todas las
cosas que produce el descenso' de la sekinah, la presencia divina,
a la nube luminosa en que se envuelve33. La gloria que dan ¡os sera­
fines a Dios cantando la qeduSah, es ese reflejo de la gloria divina,
que retorna a su fuente. Pero en ellos es un reflejo consciente, que
33. V l , L o s s k y , en su obra sobre La Vision de Dieit, París 1964, muestra hien lo
que en la tradición cristiana oriental se ha conservado de esta concepción bíblica y judia.
34. Cf. Parochial and P/ain Sermons, vol. n y vol. ivf los dos sermones sobre
lo> ángeles.
35. Véase la obra de A.M. R amsey* La Gloire de Dieu et ¡a Transfiffuraiio» dn
Ckrist, tr. fr., P arís 1965-
36. No ha mucho hemos estudiado esta noción en un artículo publicado en «Bible et
Vie chrétienne», t. xx (1957), p, 7ss.
Las «berakoth» judías

se expresa por el canto, así como en Dios la luz ígnea es la del


Espíritu, que se expresa en la palabra. El hombre será asociado
tanto a esta revelación de gloria como a esta glorificación de ala­
banza que responde a ésa, primero contemplando la luz visible en
la faz de la creación, luego apropiándose, gracias a la torah recibida
y aceptada, el homenaje consciente de la qedusah angélica.
Ea segunda berakah desarrolla esa visión del don de la torah
y de su aceptación, como acto supremo de amor divino, que suscita
el amor recíproco de las criaturas al único Santo, al único Señor,
cuyo señorío y santidad son los del amor. De ahí el puesto asignado
en esta oración al corazón, es decir, no a ia sensibilidad, sino a ese
foco de todo el ser humano que es la inteligencia amante, que
se consume, por adhesión a la torah, en ese conocimiento de amor
que responde en el hombre al conocimiento en que le ha envuelto
D ios3r. Más aún : de ahí el puesto asignado por esta misma oración
a la paternidad divina para con Israel.
Dalman afirma con cierta exageración que la expresión «Padre
nuestro» se aplica con frecuencia a Dios en las oraciones de la
sinagoga3S. Esto es cierto en cierta medida por lo que hace a las
fórmulas modernas, pero no lo es tanto de las más antiguas. Por
el contrario, no cabe duda de que es significativa la insistencia en
este título, repetido dos veces en la cumbre de la oración ahabah,
precisamente antes de la recitación del semah. Estas palabras,
dirigidas a Dios por Israel en tal contexto, no son la fórmula de
una fe en una simple adopción del todo corriente. Traducen la
emergencia de una fe en una verdadera asimilación a su vida, por
su amor que crea el nuestro, dentro de la torah dada a los corazones
creyentes. Una vez más, y ahora más que nunca, nos hallamos aquí
como al borde de la revelación evangélica. Es superfluo imaginar
influencia cristiana posterior para dar razón de la extensión cre­
ciente de esta apelación, «Padre nuestro», en la liturgia judía. Debía
resultar naturalmente de una repetición cotidiana y de una medita­
ción constante de la oración que acabamos de analizar.
Ea qedusah de los serafines, con su prolongación en la berakah
de los ofanim y de los hayoth, reclama un comentario particular.378
37. Véase el artículo jcapSíoc del Theologischss Worterbitch de G. KlT'rti.
38. Véase D H , p. 50ss.

78
Las «berakoth» que preceden al «Semah»

Hay que señalar, en primer lugar, que la qeduSah, ya en tiempos


de Amram Gaon y probablemente muy anterior a él, no era
cantada solamente en este lugar en el servicio sinagogal, sino
también en otras dos ocasiones : antes de la 3.a berakah de la tefillak
(como lo veremos más adelante) y después de la lectura profética
que se halla hoy al final del s e r v i c io D e ahí la distinción clásica
entre la qedusah de yózer (que tiene lugar en la oración que aca­
bamos de estudiar), la qeduSah de la tefillah y la qedusah de sidrah.
Se ha suscitado la cuestión de si las tres recitaciones son igualmen­
te antiguas y, si no lo son, cuál de ellas sería la más antigua. La
mayoría de los especialistas (particularmente Kohler y Ginzberg)
consideran la qedusah de yózer como ciertamente de la más re­
mota antigüedad. Elbogen es casi el único que opina diversamente
y sostiene que la qedusah de sidrah es la más antigua. Esta dis­
cusión es bastante ociosa. Lo cierto es que ya los tannaim conocen
y consideran como tradicional la qedusah de yózer, mientras que
no tienen referencias tan explícitas a las dos otras. Los libros
apocalípticos que corren bajo el nombre de Henoc hacen de la
qedusah el elemento esencial del culto celestial, que se representan
visiblemente según el modelo del culto sinagogal tal como lo co­
nocen sus autores 4“. Odeberg quiso sacar de ello la conclusión, sin
duda alguna abusiva, de que el semah mismo no habría sido en los
orígenes la cumbre del culto sinagogal, del que habría podido incluso
estar ausente, mientras que este puesto habría pertenecido primiti­
vamente a la qedusah de yózer41. Sin embargo, lo que subrayan
los comentarios rabínicos de yózer es que este texto presenta el
canto de la qedusah por los ángeles como él equivalente celestial
de la aceptación del yugo de la torah, significada para los israelitas
por la recitación del semah®. En un caso como en el otro, el
reino de Dios se realiza en el reconocimiento, adorante y amante
por parte de las criaturas, y el mundo entero se hace armonía
armonizándose con Dios mismo.394012

39. Véase te disertación de H edegafd, en DH, p. 47ss.


40. Cf. H . O deberg , 3. Enoch or the Hebrew Book of Enock, cdited and translated
■with Intreduction, Commentary and critical Notes, Catrfbridge 1928, p. 184ss de la in­
troducción.
41. Ibid.
42. Cf. el comentario de O deberq sobre 35,6 de 3Henuc,

79
Las «berakoth» judías

Hay que añadir que a la qedusah y a la berakah angélicas co­


rresponden dos zonas o dos aspectos del mundo espiritual. I<a
qedusah, asociada expresamente a los jefes de los ejércitos angé­
licos, representa la glorificación de Dios en el mundo celestial
— enteramente ocupado y lleno con su sola presencia — ya por los
serafines, como en la visión de Isaías, ya por los arcángeles, como
Miguel y Gabriel, a los que la. especulación judía posterior tenderá
a asimilar con aquéllos. El segundo canto evoca la visión inicial de
Ezequiel, en una alusión a los espíritus que sostienen e! universo
visible: son los cuatro querubines, o hayoth — los «seres vivien­
tes» —, espíritus de los elementos del mundo (los axoi^sEa de que
hablará san Pablo) tó, y los cuatro ofanim — las «ruedas» conste­
ladas de ojos —, espíritus de las esferas astrales. El canto atribuido
a estos otros espíritus angélicos expresa, pues, la gloria de Dios
considerada, no ya en su majestad inaccesible, como en la qeduSah,
sino en su presencia manifestada en este mundo, especialmente en
el templo de Jerusalén: el lugar de su morada. Este canto, que
será presentado por Ezequiel como el himno de los hayoth y de los
ofanim, es un equivalente del canto litúrgico de la instalación
del arca en el tabernáculo, citado en Núm 10,36. Se puede pensar
que también la qedusah, que cita Isaías como el canto de los serafines,
debía ser ya en el templo de su época un canto que acompañaba
al sacrificio del incienso, mucho antes de ser adoptada en la ora­
ción sinagogal**.
Conviene subrayar la importancia que tienen en todas estas
oraciones los temas de la luz y del conocimiento A veces se ha
querido oponer la piedad judía a lo que se llama el misticismo helé­
nico, como una espiritualidad de la palabra, que alimenta la vida,
por oposición a una contemplación luminosa que sacia únicamente
el conocimiento *e. No se puede dudar que el desarrollo de la
palabra divina, y la revelación progresiva del Dios de Israel como
el Dios viviente que interviene en el curso de las cosas, para hacer
vivir a los que la escuchan, son características de la religión bíblica4356
43. Cf. G ál 4,3 y 9, y Col 2,8 y 20.
44. Cf. todavía lo que dice O deberc, op. cit., p. 184.
45. Cf. loa estudios que hemos dedicado a estos temas en el judaismo y en el Nuevo
Testamento, en nuestra. Spirituaiité du Nouvenu Testament et des Péres.
46. Ibid,

80
Las «berakoth» que preceden al «Semah»

y judía. Pero las oraciones que acabamos de examinar, los temas


bíblicos de que están tejidas atestiguan que este desarrollo de la
palabra del Dios viviente que hace vivir, no debe oponerse a una
mística de luz y de conocimiento: la una envuelve a la otra, tanto
en la piedad judía como en la Biblia,
Es cierto que a veces se ha querido reducir a tardías influencias
iranias estos desarrollos bíblicos del tema de ía luz ígnea. Pero
con esto se olvida que hasta los desarrollos más tardíos, quizá de
los temas sacerdotales, particularmente de la presencia divina en
la nube luminosa, se relacionan con las tradiciones más arcaicas
de Israel tocante a la alianza sinaíticafí. El Señor que se revela
a Moisés en el Horeb aparece de golpe como el Dios de la mon­
taña agreste, donde se revela en el rayo para dar a los suyos la
torah de la alianza. Así también el conocimiento, todo amor, que
se expresa en estas berakoth es evidentemente la flor del «conoci­
miento de Dios», de los profetas. Con estos temas nos hallamos,
pues, en el centro de una mística judía que es fundamentalmente
bíblica, aun cuando es cierto que tenemos que aguardar de otros
textos, de los que pronto nos ocuparemos, los aspectos comple­
mentarios de la piedad de Israel, en que la palabra y la vida vendrán
a ocupar el primer plano**.
Una última observación a propósito de las berakoth que preceden
ál setnah debe destacar 'la manera como la última, la ahabah,
manifiesta ya la tendencia a pasar de la acción de gracias a la
súplica, para volver finalmente a la alabanza en una breve doxología.
Es un movimiento que hemos señalado ya desde el salterio y que
alcanzará toda su amplitud en la tefillah de ias dieciocho bendiciones.
Según las últimas perspectivas de la fe de Israel, en cierto sentido
se nos ha hecho ya todo el don de Dios, y sobre todo el don de su
amor. Pero no por ello deja de aguardar todavía este don su plena
realización escatológica, la cual desarrollará para siempre la ora­
ción hasta llegar a la alabanza pura. Por tanto, la súplica se intro­
duce naturalmente en la alabanza misma, como oración en que se
pide que se realice con plenitud lo que constituye el objeto de la*4

47. Cf. en nuestra obra L a Bible et I’Évangile, París 21953, el capítulo sobre la
mística jad ía y el relativo al problema del culto.
4S. Cf. infra, p. 9Qs$.

81
£
Las «berakoth» judías

alabanza, de modo que esta súplica se consuma a fin de cuentas


en la alabanza de que procede.
Pero aquí no nos extenderemos acerca del semah, ya que éste
debía desaparecer en la liturgia cristiana, en la que, como veremos,
el banquete eucarístico ocupará el puesto central. Limitémonos a
puntualizar que la actual fórmula tripartita del semah, que a Dt 6,4-9
añade Dt 11,13-21 y Núm 15,37-41, debió desarrollarse en tres
etapas. A lo que parece, sólo la primera cita pertenecía al servicio
del templo, de donde debió pasar al servicio sinagogal. Las otras
dos se añadieron sucesivamente. Un desarrollo paralelo debió seguirse
en cuanto a la oración de conclusión que se añade: la gehullah, como
se la llama hoy, por referencia a la tercera cita, correspondiendo
cada una de sus partes a cada uno de los tres textos bíblicos,
hasta el punto de citar expresiones de éstos.
En cambio, Dt 6,4-9, en los orígenes, y en todo caso en el
culto sinagogal, si ya no en el del templo, iba precedido de la
recitación de los diez mandamientos. Su desaparición es otro fruto
de la polémica anticristiana, como lo insinúa, por lo menos, el
tratado Berakoth (12a) de la Misnah. Seguramente se quería hacer
oposición a la afirmación de los cristianos, según los cuales sólo
el decálogo, entre las prescripciones legales, tenía un alcance per­
manente *9.

La «tefillah» de las «Semonek esreh»

Después del semah y de la oración que lo sigue y que no mira


sino a imprimir su sentido en el espíritu de los fieles, viene la
. tefillah de las dieciocho bendiciones (semoneh esreh). Su nombre
mismo significa que es la oración por excelencia. Es, en efecto, la
fórmula en que poco a poco se fue definiendo el conjunto de los
objetos de oración que pueden exclusivamente y deben obligatoria­
mente solicitar la atención del israelita.
Aunque era fundamentalmente oración de súplica (el sustantivo
tefillah, como el verbo hitpaipei se aplican en hebreo rabinico úni-49

49. Cf. D H , p. S2-53.

82
La «tefillah» de las «Semoneh esreh»

camente a este género de oración), se considera como una serie de


«bendiciones», porque en ella preceden tres berakoth propiamente
dichas y siguen otras tres a las doce peticiones, cada una de las
cuales, por lo demás, termina con una breve berakak. La tefillah
nos ha llegado en dos recensiones, la de Babilonia y la de Jerusaién.
La de Babilonia es la que presenta el $eder Atnram Gaon, y la que
nosotros reproducimos. La de Jerusaién fue publicada por primera
vez por Salomón Schechter5”. Se discute cuál de las dos se aproxi­
ma más al uso contemporáneo de Cristo. Pero esta discusión no
tiene quizá la importancia que podría creerse. Ya Abudharam obser­
vaba que no había dos comunidades judías de su tiempo en que se
recitara exactamente en los mismos términos51. En efecto, entre
estas grandes oraciones de la sinagoga, parece ser ésta la que en el
detalle de las fórmulas conservó durante más tiempo la mayor
ductilidad, como sucede actualmente en las Iglesias de rito bizan­
tino por lo que hace a las ectenias, que parecen haber derivado
directamente de ella, como veremos más adelante. Sin embargo,
el contenido de cada una de estas dieciocho (actualmente diecinueve)
oraciones quedó fijado en fecha muy temprana, como lo atestiguan
los abundantes y múltiples comentarios a que dieron lugar en la
literatura rabínica5253.
Al contrario de las berakoth que preceden al semah, siempre
correspondió recitarlas al hazzan (como al diácono en las ectenias
cristianas), puesto de pie ante el arca de las Escrituras y vuelto
hacia JerusaiénM. Pero el uso quiere, todavía hoy, que tanto el
hazzan como cada uno de los fieles las reciten una primera vez
mentalmente y en silencio, antes de que el hazzan sólo las cante
desde el principio hasta el fin. Los fieles responden entonces amen
a cada berakah, y vuelve a cantarse el qedusah entre la segunda
y la tercera berakah, precedida de una oración de introducción,
de la que conocemos tres formas diferentes M.
Parece cierto que originariamente el tiempo de silencio que
precedía a la recitación en voz alta no se llenaba con una recitación
en voz baja, sino con oraciones silenciosas individuales, inspiradas
por los temas familiares de la oración pública que iba a seguir,
50. Cf. DH, p. 70ss. 51. Ibid. 52. Ibid.
53. DH, p. <5. 54. D H , p. 114.

83
Las «berakoth» judías

pero sin ninguna fórmula impuesta. L,a petición de los discípulos a


Jesús: «Enséñanos a orar> (rpoosóyeofiat, traducción habitual de
hitpaipel), parece referirse precisamente a esta tefillah personal, de la
que el padrenuestro' daría una fórmula sintéticass. Más adelante
volveremos sobre este punto, Veamos primero las tres berakoth
iniciales, tal como se hallan en el Seder Amram Gaon, según la tra­
dición de Babilonia, con la qeduSah y su introducción más solemne,
que parece ser también la más antigua : Van precedidas de un versícu­
lo introductorio, que pasaría al oficio cristiano de cada d ía :

Señor, abre mis labios,


y mi boca publicará tus alabanzas.

Siguen inmediatamente las tres berakoth iniciales:

1. (Aboth) Bendito seas, Señor, Dios nuestro y Dios de nuestros pa­


dres, Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob, Dios grande,
poderoso y reverenciado. Dios altísimo que obras misericordia, que posees
todas las cosas, que te acuerdas de las piadosas acciones de los padres y que
enviarás un redentor a los hijos de sus hijos, por tu nombre, en el amor:
bendito seas, Señor, escudo de Abraliam.
2. (Geburoth) Tú eres poderoso para siempre, Señor; tú vivificas a
los muertos, tú eres poderoso para salvar, tú que haces caer el rocío, que so­
plen los vientos y que caiga la lluvia, que sostienes a los vivos con miseri­
cordia, que vivificas a los muertos en [tu] gran piedad, sostienes a los que
caen, curas a los enfermos, liberas a los cautivos y confirmas la fe de los
que duermen en el polvo. ¿Quién es semejante a ti, Señor de las potesta­
des, y quién se te asemeja, Rey que das muerte y que vivificas, que haces
brotar ía salvación? Y tú eres además fiel en resucitar a los muertos. Bendito
seas, tú que vivificas a los muertos. (Keter) Una corona te será dada por
las multitudes de lo alto65 como por las asambleas de aquí abajo; todos con­
cordes te repetirán la alabanza santa, según fue dicho por tu profeta: «Y cla­
maban unos a otros diciendo: Santo, Santo, Santo el Señor sabaoth; la tierra
entera está llena de jm gloria.» Entonces, con un ruido de grandes aguas,
poderoso y fuerte, dejan oir sus voces, y elevándose hacia ti, dicen: «Bendita
sea la gloria del Señor, de su lugar.» De tu lugar resplandece, i oh Rey nues­
tro!, y reina sobre nosotros, pues nosotros te aguardamos. ¿Cuándo reinarás?
Reina pronto en Sión, en nuestros días, y permanece en nuestras vidas. Seas
glorificado y santificado en medio de Jerusalén, tu ciudad, a través de
todas las generaciones y por todos los siglos, Y sean nuestros ojos tu 5

55. Cf. DH, p. 70.

84
La «tefillah» de las «semoneh esreh»

reinado, según la palabra dicha en los cantos de tu poder por David, el


ungido de tu justicia: «El Señor reinará para siempre, tu Dios, Sión, por
todas las generaciones. Aleluya» 5S.
3. (Qedusat ha-sem). De generación en generación tributad homenaje
a Dios, pues sólo él es [muy] alto y santo, y tu alabanza, ¡oh Dios nues­
tro!, jamás se apartará de nuestra boca, pues tú eres un rey grande y santo.
Bendito seas, Señor, ¡oh Dios santo! *57.

La primera berakah es, por tanto, una conmemoración de los


padres con quienes se concluyó la alianza, especialmente de Abraham
y de los patriarcas (de ahí el nombre aboth, «los padres», que se
da a la oración); al mismo tiempo es una acción de gracias anticipada
por la venida futura del Mesías, que rescatará a sus hijos.
La segunda (geburoth) pasa a la acción de gracias por la vida
y su fecundidad; se desarrolla igualmente como bendición por la
resurrección esperada.
La tercera, la qedusat ha-sem, puede considerarse como la
bendición por excelencia, pues es la bendición del nombre divino,
revelado a los padres y guardado en los labios de los hijos. De
ahí la solemnidad de su introducción, con el canto de la qedusah.
En efecto, en el nombre divino se comunica a los suyos Dios en
persona, por encima de todos sus dones.
Después de esto entramos en las doces (o ahora trece) oraciones.

4. (Binah) Tú otorgas a¡ hombre el conocimiento y ensenas al ser


humano la inteligencia. Otórganos el conocimiento, la inteligencia y el dis­
cernimiento que de ti vienen. Bendito seas, Señor, que derramas graciosa­
mente el conocimiento.
5. (Tesubah) Padre nuestro, haznos volver a tu torah, y airéenos,
¡oh Rey nuestro!, a tu servicio: recondúcenos en perfecto arrepentimiento a
tu presencia. Bendito seas, Señor, que te complaces en el arrepentimiento.
6. (Selisah) Padre nuestro, perdónanos, porque hemos pecado; perdó­
nanos nuestras transgresiones, ¡oh Rey nuestro!, porque tú eres bueno y
perdonas. Bendito seas, Señor, que agracias y perdonas abundantemente.
7. (Gehuliah) Mira a nuestra aflicción y toma en tu mano nuestra
causa, rescátanos pronto por tu nombre, porque tú eres un Redentor pode­
roso. Bendito seas, Señor, Redentor de Israel.

SÉ. Se piensa en los «ancianos» del Apocalipsis, que arrojan sus coronas delante de
Dios (+,10),
57, DH, p. 83ss, en cuanto a las tres primeras «bendiciones», y p. 114ss, en cuanto
a la qedusah y su introducción (keter).

85
Las «berakoth» judías

8. (Refnah) Cúranos, Señor, y seremos curados; sálvanos y seremos


salvados, y otorga perfecta curación a todas nuestras heridas, porque tú,
i oh D ios!, eres un médico misericordioso. Bendito seas, Señor, que curas
a los enfermos de tu pueblo, Israel.
9. (Birkat ka-Sanim) Bendice para nosotros este año, S eñor; séanos
provechoso (y da el rocío y la lluvia como bendición sobre la faz de la
tierra, con el viento sobre el país, sacia al mundo entero con tu bondad,
llena nuestras manos de tus bendiciones y de las riquezas de los dones de tus
manos; vela sobre este año, líbralo de todo mal, de toda destrucción y
de toda calamidad, y haz que sea esperada, sea su fin la paz. Sé indul­
gente con nosotros, ten piedad de nosotros, de todos sus productos y
de todos sus frutos; bendícelo, como los años buenos, con la bendición del
rocío, de la vida, de la abundancia y de la paz). Bendito seas, Señor, que
bendices los años,
10. (Qibbus galuyoth) Haz que suene el gran cuerno de nuestra libe­
ración y alza tu lábaro para congregar a los exiliados; proclama la liberación
y congréganos de los cuatro ángulos de la tierra (en nuestro país). Ben­
dito seas, Señor, que congregas a los dispersos de tu pueblo, Israel.
11. (Birkat mispat) Restaura a nuestros jueces como en el comienzo,
y a nuestros consejeros como en los orígenes, y reina sobre nosotros tú
solo, Señor, en la gracia, en la misericordia, en la justicia y en el juicio.
Bendito seas, Señor, rey que amas la justicia y el juicio.
12. (Birkat ha~minim) Y para los calumniadores no haya esperanza
(si no vuelven a tu alianza), y perezcan en un instante todos los malvados;
sean prontamente suprimidos nuestros enemigos; desarraiga pronto, aplasta
y humilla en nuestros días la dominación de la arrogancia. Bendito seas,
Señor, que quebrantas a los malvados y humillas a los arrogantes.
13. (Birkat saddiqim) Con los justos, los piadosos y los verdaderos
prosélitos conmuévanse tus misericordias, Señor, Dios nuestro; otorga una
buena recompensa a todos los que esperan fielmente en tu nombre, y pon
nuestra parte con ellos, no seamos confundidos jamás. Bendito seas tú,
Señor, apoyo y esperanza de los justos.
14. (Birkat Yerusale-m) A Jerusalén, tu ciudad, vuelve en tu misericor­
dia, y haz en ella tu morada, como dijiste. Reconstrúyela en nuestros días
como una construcción eterna. Bendito seas, Señor, que reconstruyes a
Jerusalén.
15. (Birkat David) Haz que florezca pronto el retoño de David, y que
su cuerno sea exaltado por tu salvación, pues nosotros aguardamos tu
salvación todo el día. Bendito seas, Señor, porque tú haces florecer el cuerno
de la salvación.
16. (Tefillah) Oye nuestra voz, Señor, ten piedad de nosotros y acepta
nuestra oración en [tu] misericordia y [tu] favor, porque tú eres un Dios
atento a nuestras oraciones y a nuestras Súplicas; de tu presencia, j oh Rey

86
La «tefillah» de las «semoneh esreh»

nuestro!, no nos despidas vacíos, porque tú escuclias la oración de toda


boca. Bendito seas, Señor, que escuchas la oración5859601.

L,a primera oración (llamada binah, «inteligencia», o dehah,


«conocimiento, o birkat hokmah, «bendición de sabiduría»), como
haciendo eco a la bendición por el nombre que la precede, es muy
naturalmente una oración por el «conocimiento de Dios». Se refiere
evidentemente, en primer lugar, al conocimiento de la torah, de las
exigencias divinas sobre el hombre. Pero es claro que en este
contexto el conocimiento de la torah y de Dios son una misma
cosa. Se trata de llegar a esa relación de intimidad mutua que
tiende a producir su revelación, de tal modo que la torah imprime en
nosotros el sello del nombre divino, que la santificación del nombre
nos santifique a nosotros mismos con su propia santidad.
La oración siguiente (tesubah) es una oración de arrepenti­
miento, más exactamente una imploración para que Dios mismo nos
dé d arrepentimiento, la tesubah, que se podría traducir también
por el retorno (a Dios), la conversión.
La tercera (selisah, «perdón») implorará consiguientemente el
perdón.
La cuarta (gehullah, «redención») pide luego el rescate, es
decir, la liberación de las tribulaciones acarreadas al pueblo por
sus pecados. El Talmud ve en ello una alusión a la redención
escatológica que se espera del Mesías Raschi, por el contrario,
lo entiende de la liberación actual de los males particulares que
pueden afligir a los fieles50. La suposición de Zunzsl, según el
cual se habría introducido a la sazón de una aflicción nacional, ya
en tiempos de Antíoco iv, ya quizá más tarde en tiempos de
Pompeyo, puede admitirse sin dificultad. Después de esto viene
una petición de tiempos favorables (la birkat ha-sanim, «plegaria
por los años», sobrentendido : años buenos), de cosechas abundantes,
y más en general de la «paz», en la que el salóm hebreo incluye la
prosperidad material.
Sigue (qibbus galuyoth, «reunión de los dispersos») una ora­
58. D H , p. 87ss.
59. Mishahj tratado MegillaH, 176,
60. Ad loe,, en su Commentaíre du T alm ud babylonien,
61. Die gcttesdienstHcken Vvrtf'áge der fu fe n , Francfort del Meno =1892, p. 381.

87
Las «berakoth» judías

ción por la reunión de los exiliados y de toda la diáspora de


Israel.
Viene luego la birkat mispat: la oración por la justicia, que
es una oración por las autoridades, en la que se pide que sean fieles
a la voluntad divina, de modo que garanticen el reinado del Señor
mismo sobre los suyos.
A continuación de ésta y antes de la oración por los pro­
sélitos se introdujo tardíamente la berakah que elevó de dieciocho
a diecinueve el número de las «bendiciones» tradicionales. Es la
famosa oración contra los apóstatas y calumniadores del pueblo
de Israel. Estos minim son ciertamente los cristianos, especialmente
los judeocristianos y todos los del pueblo judío que están en con­
nivencia con ellos o se los juzga tales. Las fórmulas son más va­
riables que las de todas las demás, en parte, probablemente, por
razón de la censura que pudieron ejercer sobre ella las autoridades
cristianas o por el mero temor de tal censura®.
La birkat saddiqim, oración «por los justos», es, en realidad,
una oración en la que se entiende pedir por los prosélitos que
están decididos a adherirse al pueblo de Dios.
La birkat Yerusalem, que le sucede, se aplica evidentemente,
desde el año 70 de nuestra era, a la reconstrucción de Jerusalén
destruida por Tito. Pero, como lo hace notar Abrahams ®, las
fórmulas primitivas debían aplicarse, no a la reconstrucción, sino
a la edificación de Jerusalén y a su posesión perpetuada de la
presencia divina.
Después de esto, la birkat David implora formalmente la venida
del Mesías davídico.
Una última petición, especialmente solemne, y a la que se da,
lo mismo que al conjunto de las dieciocho bendiciones, el nombre de
tefillah, «oración» por excelencia, pide que sean escuchadas todas
las oraciones de Israel.
Así se pasa a las tres bendiciones finales, en las que vuelve
a dominar el tema de la alabanza.

17. (Abodah) Acepta, Señor, Dios nuestro, a tu pueblo, Israel, y sus


oraciones, y restaura el servicio del Santo de los santos de tu casa: recibe62

62, Cf. DH, p. 94. 63, A brahams, op. cit., p. LXV.

88
La «tefillali» de las «semoneh esreh»

pronto en [tu] amor y en [tu] favor los holocaustos de Israel y su oración;


que el servicio de tu pueblo, Israel, sea siempre acepto ante ti, y vean nues­
tros ojos tu retorno a Sión en [tu] misericordia. Bendito seas, Señor, que
restauras tu presencia en Sión.
18. (Hodak) Te damos gracias, Dios nuestro y Dios de nuestros pa­
dres: tú eres la roca de nuestras vidas, el escudo de nuestra salvación a
través de todas las generaciones. Te daremos gracias y proclamaremos tu
alabanza por nuestras vidas puestas en tu mano y por nuestras almas con-
ñadas a tu cuidado. T ú eres todo bondad, porque tus misericordias son infa­
tigables ; eres misericordioso, porque tu compasión no cesa nunca: nosotros
tenemos siempre nuestra esperanza en ti. No seamos confundidos, Señor.
Dios nuestro, no nos abandones, no nos ocultes tu faz, y, ¡ oh Rey nuestro!,
sea tu nombre bendecido y ensalzado por siempre. Todo lo que vive debería
darte gracias, selah, y alabar tu nombre, i oh totalmente bueno!, en la verdad.
Bendito seas, Señor, cuyo nombre es todo bondad, y a quien conviene la
acción de gracias.
19. (Birkat kohanim) Otorga la paz, la prosperidad, la bendición, la
compasión, la misericordia a nosotros y a todo Israel, tu pueblo, y bendí­
cenos, ¡oh Padre nuestro!, a todos nosotros juntos, por la luz de tu faz;
porque por la luz de tu faz nos diste, Señor, Dios nuestro, la torah de vida,
de amor, de gracia, de justicia y de misericordia, y plázcate bendecir a tu
pueblo, Israel, en todo tiempo. Bendito seas, Señor, que bendices a tu
pueblo, Israel, en la p az6465.

Aunque la primera de estas tres últimas bendiciones no co­


mienza con la fórmula clásica «bendito seas...», es considerada
como berakah de alabanza, porque no tiene otro objeto que la
alabanza de Dios por Israel. Se llama abodah, «servicio», y general­
mente se admite que procede directamente de la oración que se
recitaba en el tiempo de Jerusalén para la ofrenda cotidiana del
holocausto Más tarde habría sido retocada para aplicarse a la
restauración de los sacrificios interrumpidos por Tito.
La sigue una oración llamada hodah, «acción de gracias» por
excelencia, porque resume todos los motivos de bendición del Señor
en una doxología final.
La última berakah no es sino una preparación para la bendi­
ción aarónica, que debía rematar primitivamente el servicio66.

64. D H , p. 96ss.
65, <X X. E lbogeh , Studien su r Geschichte des jüdischen Gottesdienstes, Berlín
1907, p, 55.
66. Núm 6,24-26.

89
Las «berakoth» judías

Ya hemos hecho notar el estrecho parentesco de las tres pri­


meras peticiones del padrenuestro y del qaddis, que (en los orígenes)
concluía las lecturas escriturarias. Ahora se puede añadir que uno
y otro son como una expansión de la principal de las berakoth
iniciales, la bendición sobre el nombre. La continuación del padre­
nuestro aparece a su vez como un resumen de las doces peticiones
centrales. Pero hay todavía que considerar dos hechos que resaltan
de las discusiones de los rabinos. El primero es que el rezo de las
dieciocho bendiciones no fue impuesto cada día a todos, sino por la
escuela de Gamaliel (contemporáneo de Cristo). El segundo es que
hasta entonces sólo entre semana se usaba de estas dieciocho bendi­
ciones *7. Los sábados y los días de fiesta no implicaban sino
un formulario de siete bendiciones. Parece que la versión del
padrenuestro en el Evangelio de san Mateo, con sus siete versículos,
quiso adaptarse exactamente a este m arco676869.

Las «berakoth» de tas comidas

Nos queda por examinar otra serie de oraciones judías, cuyo


interés para el estudio de la eucaristía antigua salta particularmente
a la vista: la liturgia de las comidas. Esta liturgia se imponía en
toda comida judía, aunque sólo se tratara de una simple refección
individual. Pero adquiría todo su relieve en las comidas de fami­
lia, particularmente en las comidas de fiesta, como la de la pascua.
Ya hemos tenido ocasión de señalar que en las comunidades judías,
como la de Qumrán, había alcanzado el puesto y el significado de
los antiguos sacrificios. Según la opinión de algunos exegetas
modernos, como Pedersen, en los orígenes de Israel la comida pas­
cual había sido probablemente el único sacrificio *9. Así también
la comida de comunidad, que, en la espera del festín mesiánico
evocado por los profetas reúne al «resto» que tiene conciencia de
formar el núcleo del futuro y eterno Israel, viene a ser el supremo

67. Cf. DH, p. 67.


68. Cf. M t 6,9ss.
69. Cf. J . P edehsen , Passahfeste und Passahlegende, en «íleitschrift füx alttesta-
mentiiche Wíssenschaft» l i i (1934), p. I6lss.

90
Las «barakoth» de las comidas

y único sacrificio. Por otra parte, hay que notar que las oraciones
de la comida, y en particular la gran acción de gracias con que
termina, fueron consideradas siempre por los judíos como particular­
mente venerables. Los rabinos les atribuyeron una antigüedad
fabulosa,0. Aun cuando haya en esto alguna exageración, estas
oraciones cuentan ciertamente entre los más antiguos ritos judíos
que han llegado hasta nosotros. Louis Finkelstein, que les ha dedi­
cado un estudio especialmente sugestivo, observa con razón que
esta liturgia familiar no tuvo menos importancia que el servicio de
la sinagoga para el mantenimiento de la vida religiosa comunitaria
de Israeln.
El preludio obligado de la comida era el lavatorio ritual de
las manos con el que los judíos comenzaban también la jornada,
Luego, en una comida de ceremonia, cada uno que llegaba bebía
a su vez una primera copa de vino repitiendo por su parte esta
bendición:

Bendito seas, Señor, Dios nuestro, rey de los siglos, que nos das este
fruto de la vid7*.

Es la primera copa que menciona san Lucas en su relato de


la cena y que creó tantas dificultades a los exegetas cristianos igno­
rantes de las comidas judías70712374. Las palabras de Jesús que cita
Lucas a este propósito acerca del fruto de la vid que no beberá
ya con los suyos hasta que se encuentren de nuevo en el reino, son
una alusión transparente a esta fórmula.
Pero la comida no comenzaba oficialmente antes de que el
padre de familia o el presidente de la comunidad partiera el pan
que se iba a distribuir entre los comensales, con esta bendición:

Bendito seas, Señor, Dios nuestro, rey de los siglos, que haces producir
pan a la tie rra 7*.

70. Cí. DH, p, 139.


71. L ouis F ihkklstein , The Btrkat Ha-Mastrn, en «Jewis Quatterly Keview», nueva
serie, val. x ix (1628-1929), p. 211ss,
72. M im ah, tratado Bcrakolh VI, 1, y Toseftttk, tratado Berakoth iv, 8.
73. Cf. Le 22, 17-18.
74. Cf. la primera referencia de la nota 72, y DH, p. 144.

91
Las «berakoth» judías

Esta bendición era considerada como una bendición general


por toda la comida que iba a seguir, y nadie que llegara más tarde
podía ya participar en ella.
Los manjares y las copas se sucedían luego, pronunciando cada
uno, por su parte, una serie de bendiciones apropiadas. La comida
de pascua se distinguía sencillamente por los manjares especiales,
hierbas amargas y cordero, que en ella figuraban, con oraciones
especiales correspondientes a los mismos, y por la recitación dialo­
gada de la haggadah, es decir, de una especie de homilía tradicional
sobre el origen y el sentido siempre actual de la fiesta”. Más
adelante tendremos ocasión de volver a hablar de esta haggadah.
En todos los casos, sin embargo, se situaba el acto ritual al
final de la comida. En las comidas de fiesta celebradas la noche
precedente (como nuestras primeras vísperas), a este momento,
poco más o menos, era introducida la lámpara, normalmente por
la madre de familia, que la había preparado y encendido ” , La
lámpara era bendecida, a su vez, con una bendición que evocaba
la creación de las luminarias para iluminar la noche17. Este es el
origen del antiguo uso cristiano del lucernario, que ha sobrevivido
hasta nuestros días en la bendición del cirio pascual. Luego, con una
bendición propia, se quemaba incienso” . Seguidamente tenía lugar
un segundo lavatorio general de las manos. El presidente era el
primero en recibir el agua de manos de un servidor, o a falta de
éste, del más joven de los comensales7*.
Esto nos explica la escena descrita por el cuarto evangelista’”.
Es probable que en esta función llevara Juan el agua a Jesús, que,
traduciendo en un gesto expresivo la enseñanza de amor humillado
que quería dar a los suyos, le tomó el aguamanil de las manos y,
comenzando por Pedro, considerado como el más digno después
de él, lavó no las manos, sino los pies de sus discípulos.
Tras estos diferentes preliminares era cuando el presidente,
delante de la copa de vino mezclado con agua que le habían presen-756890

75. C f. J . J erem ías , The Eucharistic Words of Jesús, p. 58.


76. M&noJí, tratado Berakoth v n i , 5 y 6.
77. Ibid.
78. Misnah, tratado Berakoth vi, 6.
79. C f. D H , p. 145.
80. Jn I3,3sa.

92
Las «berakoth» de las comidas

tado, invitaba solemnemente a los asistentes a asociarse a su acción


de gracias.

Demos gracias a nuestro Dios, que nos ha alimentado de su abundancia,

decía, inclinándose, en el caso de una asamblea compuesta del mí­


nimo de comensales que equivaliera al de una asamblea sinago-
g a l: diez, por principio ai. Se le respondía igualmente:

Bendito sea aquel cuya abundancia nos fia alimentado y cuya bondad
nos hace vivir.

El Talmud de Jerusalén asegura que este diálogo se remonta


por lo menos a los tiempos de Simón ben Setah, que vivía bajo Ale­
jandro Janneo, 103 a 67 antes de Cristo®.
El presidente canta entonces una serie de berakoth, que son
en número de cuatro en los siddurim, comenzando por el Seder
Amram Gaon®. Pero la Misnah sólo conoce las tres primeras, y
los comentarios rabínicos datan la cuarta de la rebelión de Bar
Khokeba **. Nosotros nos limitaremos, pues, a estudiar las tres
primeras, utilizadas ciertamente por Cristo y que parecen muy
anteriores a la era cristiana. Según el tratado Berakoth de la Misnah,
la primera se remontaría a Moisés, la segunda a Josué, la tercera
a David y Salomón8586. Como lo hace notar Dembitz, esto significa
únicamente que su origen era inmemorial88, Finkélstein ha esta­
blecido que la tercera debía remontarse al siglo n antes de Cristo,
mientras que las dos primeras podrían ser mucho más antiguas
todavía87.
Ni la Misnah ni la Toseftah nos dan su texto completo, que
no se halla antes del Seder Amram Gaon. Pero multiplican las
alusiones al contenido de las fórmulas desde la época más remota,
las cuales nos garantizan la conformidad sustancial del texto
todavía en uso hoy día, con la práctica antigua.

81. DH, p. 146. Pasado este mínimo, se suprime «nuestro Dios».


82. M tfnahj tratad o Berakoth Vir, 2,
83. Cf. D H , p, 139. 84. Ibid. 85. Ibid.
86. L.N. D e m bit z , Jew ish Services ¿n Synagogue and Home, Filadelna 1898, p. 435.
87. Op. cit., p. 220ss.

93
Las «berakoth» judías

Bendito seas, Sefior Dios nuestro, rey del universo, que alimentas al
mundo en [tu] bondad, [tu] gracia y [tu] misericordia, que das el alimento
a toda carne, porque alimentas y sostienes a todos los seres y procuras su
alimento a todas tus criaturas. Bendito seas, Señor, que das a todos [su]
alimento.
Te damos gracias, Señor, Dios nuestro, por este país deseable, bueno
y vasto, que te plugo dar a nuestros padres, y por la alianza con que marcaste
nuestra carne, la torah que nos diste, la vida, la gracia, la misericordia y
el alimento que nos has otorgado en toda sazón. Y por esto, Señor, Dios
nuestro, te damos gracias y bendecimos tu nombre. Bendito sea tu nom­
bre sobre nosotros continuamente y para siempre. Bendito seas. Señor, por
el país y por el alimento.
Ten piedad, Señor, Dios nuestro, de tu pueblo, Israel, de tu ciudad,
Jerusalén, de Sión, morada de tu gloria, del reino de la casa de David, tu
ungido, y de la grande y santa casa que fue llamada con tu nombre. Ali­
méntanos, consérvanos, sosténnos, ten cuidado de nosotros, alivíanos pronto
de nuestras angustias y no nos dejes en la necesidad de los dones de los
mortales, porque sus dones son mediocres y su reproche es grande, mien­
tras que nosotros hemos esperado en tu santo, grande y temible nombre.
Vengan durante nuestra vida Elias y el Mesías, hijo de David; retorne a su
lugar el reino de la casa de David, reines tú, tú solo, sobre nosotros; díg­
nate conducirnos allá, regocijarnos y consolarnos en Sión, tu ciudad. Ben­
dito seas, Señor, que reconstruyes a Jerusalén88.

Como lo subrayan los comentadores judíos, la primera de estas


berakoth es una bendición por el alimento recibido que se amplía
en bendición cósmica, por toda la creación, especialmente la crea­
ción continuada de la vida89.
La segunda, partiendo del hecho de que el alimento del israelita
es fruto de ¡a tierra prometida, es una bendición para este país
de la promesa. Paralelamente a la primera, se desarrolla en una
bendición por la alianza, sellada por la circuncisión y el don de
la torah9091. Así viene a ser una bendición por toda Ja historia de la
salvación. En realidad, en las fórmulas de los sidduritn actualmente
en uso, a la mención de la tierra, de la alianza y de la torah se
añade la de la liberación de Egipto Esto no se halla formalmente
en Amram Gaon, ni en el texto algo posterior de Saadia Gaon,
88. DH, p. 147ss,
89. Cf. J.H . TIektz , The Anthorised Daily Prayer-Booh o f the United ííebrew
Congregations o f tte B ritish Empire, vol. i i i , Londres, 1945, p. 968ss.
90. Cf. D H , p. 147.
91. Cf. S ingek, op. cit., p. 280.

94
Las «berakoth» de las comidas

pero se ve ya en ia Machzor Vitry, del rabino Semshah ben Samuel


(hacia el 1100 de nuestra era)*8.
La tercera berakah es una súplica en que se pide que se prosiga
y se renueve actualmente la acción creadora y redentora de Dios
en los días antiguos, y que halle su coronamiento último en la venida
del Mesías y en el establecimiento final del reino de Dios. Vemos
aquí el pleno desarrollo de esta tendencia, notable en todas las be-
rakoth estudiadas, a prolongarse en una oración por la consumación
de las obras divinas que son objeto de la alabanza antes de que se
retorne a ésta en la doxoiogía final. El fin de la oración, con su
alusión a Jerusalén reconstruida, puede llevar la marca de un ju­
daismo posterior a la catástrofe del año 70. Pero aquí se aplica
de rechazo la observación hecha a propósito de la decimocuarta
bendición de la tefillah: la idea de la edificación de Jerusalén que
debe continuarse hasta la plenitud dedos tiempos mesiánicos y es una
idea judía completamente tradicional. I¿t idea cristiana de la Igle­
sia que se va construyendo hasta la parusía, no hará sino trans­
ponerla.
Hay que añadir que el Seder Amram Gaon, en conformidad con
la más antigua tradición rabínica, prescribe ciertas variaciones en la
tercera berakah, o bien para el día del sábado, o bien para dias
festivos ®.
La forma de los días festivos es particularmente digna de no­
tarse, sobre todo porque es objeto de alusiones muy precisas en
la toseftah91. Después de la súplica por que retorne a su lugar el
reino de la casa de David, introduce este inciso:

Dios nuestro y Dios de nuestros padres, levántese y venga el memo­


rial de nosotros mismos y de nuestros padres, el memorial de Jerusalén, tu
ciudad, el memorial del Mesías, hijo de David, tu siervo, y el memorial
ile tu pueblo, de toda la casa de Israel, levántese y venga, llegue, sea visto,
aceptado, oído, recordado y mencionado delante de ti, para la liberación,
el bien, la gracia, la compasión y la misericordia en este día [aquí se precisa
la fiesta]. Acuérdate de nosotros, Señor, Dios nuestro, con esta ocasión,
para hacemos bien, visítanos por causa de él y sálvanos por él, vivificándonos9234

92. Cf. Macksor Vitry, par. 83 (ed. S. H urwitz , Berlín 1923). Lo mismo en
Maimónides; cf, S, B ahr, Seder Abcdat Israel, Jerusalén 1927, p. 555.
93. Cf. DH, p. lSlas.
94. Tratado Berakoth m , 49a, En cuanto al texto, DH, p. 152.

95
Las «berakoth» judías

con una palabra de salvación y de misericordia: sé indulgente con nosotros,


concédenos gracia y muéstranos tu misericordia, porque tú eres un Dios
y un rey gracioso y misericordioso.

1*0 notable en este texto es el empleo tan frecuente que hace del
término «memorial», en hebreo sikkaron. Este texto es la mejor
confirmación que se puede imaginar de la tesis tan sólidamente
establecida por Jeremías en su libro sobre las palabras eucarísticas
de Jesús En efecto, el memorial no es aquí simple conmemoración.
Es una prenda sagrada, dada por Dios a su pueblo, que éste conserva
como su tesoro espiritual por excelencia. Esta prenda implica una
continuidad, una permanencia misteriosa de las grandes acciones
divinas, de los mirabilia Dei conmemorados por las fiestas. Porque
es para el Señor mismo una atestación permanente de su fidelidad
consigo mismo. Es, por tanto, la base de una súplica confiada en la
que se pide que la virtud inagotable de la palabra, que produjo
los mirabilia Dei en el pasado, los renueve y los acompañe en el
presente. En este sentido es como la «memoria» de las acciones
divinas que el pueblo guarda fielmente, puede incitar a Adonay a
tener «memoria» del pueblo. Porque nuestra conmemoración sub­
jetiva no es sino el reflejo de una conmemoración objetiva, estable­
cida por Dios, que atestigua, en primer lugar, delante de él su propia
fidelidad. De ahí esa fórmula de oración, tan característica, que
había además de pasar de la sinagoga a la Iglesia: «Acuérdate de
nosotros, Señor.»
Las expresiones tan llenas de sentido, que piden que «el me­
morial de tu pueblo, de toda la casa de Israel, levántese y venga,
llegue, sea visto, aceptado, oído, recordado y mencionado delante
de ti, para la liberación, el bien, la gracia, la compasión y la mise­
ricordia en este día...» subrayan el carácter objetivo atribuido
justamente por Jeremías al memorial así entendido. El «memorial»,
prenda dada por Dios a sus fieles, precisamente para que se lo re­
presenten como homenaje de su fe a su fidelidad, convirtiéndose
así en base de su súplica, viene a ser así, como lo subraya Max
Thurian, una forma superior del sacrificio, el sacrificio plenamente95

95. Op. cit., p. 23795, Véase también B.S. C im .ns, Memory and Traditien in Israel,
Naperville (Illinois, U S A ) 1962.

96
Las «berakoth» de las comidas

integrado en la palabra y en la acción de gracias que ésta suscita


como respuesta.
Nada lo prueba mejor que ei hecho de que esta fórmula del
«memorial» se añadía igualmente a la oración abodah, que — repi­
támoslo— consagraba los sacrificios del templo en los orígenes. De
ahí el carácter sacrificial atribuido a la comida en comúnM. Da
comunidad, al bendecir a Dios por su comida, al reconocer en ella,
con esta berakah, el memorial de los mirabilia Dei de la creación
y de la redención, reconoce en ella el signo eficaz de la perpetua
actualidad en ella de esos mirabüia, y más en concreto todavía de
su cumplimiento escatológico en su favor. L,a oración por todo lo
que tiende a este cumplimiento halla aquí una prenda segura, Da.
fe de Israel, al «reconocer» la virtud inagotable de la Palabra
que crea y que salva, se ajusta, por decirlo a su objeto'. Aquí,
el pueblo mismo se consagra a la realización del designio divino,
mientras lo acoge en una misteriosa y real anticipación *7. Tenemos
aquí como la fuente, a la vez de la noción cristiana del sacrificio
eucarístico y, más en general, de la eficacia de los sacramentos,
tal como la comprenderán las primeras generaciones cristianas. De
hecho, como lo veremos más adelante, la virtud sacramental y
sacrificial de la eucaristía hallará el desarrollo fundamental de su
expresión en esta tercera berakah venida a ser la anamnesis euca­
ristía , con su prolongación ulterior en lo que se llamará la
epiclesis.
En estrecha correlación con todo esto debe plantearse una
última cuestión a propósito de las berakoth de la tradición litúrgica
sinagogal.
Ha habido quienes se han preguntado si el uso de la palabra
«bendición» para traducir berakah no envolvía un contrasentido,
por lo menos posible. Por bendición (pensemos en las bendiciones
del ritual romano) hemos venido a entender una oración en que se
pide que sea otorgada una gracia al ser bendito, si éste es una
persona, o que sea ligada a la cosa de que se use, si se trata efec-96

96, Cf. J ,H , H ebtz , op. c itfJ p, 14S y 972,


97* Cf. M ax T hürian , L ’Euckaristie, mémarial du. Seigneurf sacrifice d'actie»t de
gráce eí d’ijitercessi&fi, Neuckatel - París 1959, p. 21ss (trad, castellana: La eitcaristía,
ed. «Sígueme», Salamanca 1967).

97
Las «berakoth» judías

tivamente de una cosa. En uno y otro caso, bendecir tiene por


objeto una criatura. Por el contrario — se hace notar con razón —,
barak, en las berakoth judías, no tiene otro objeto que a Dios.
La bendición se dirige a él, y no precisamente para que envíe su
gracia sobre nosotros, para referirnos nosotros a él en una pers­
pectiva radicalmente desinteresada.
Esta observación tiene perfecta razón de ser. Sin embargo,
no se debería endurecer y menos todavía sacar de ella consecuencias
excesivamente sistemáticas.
En primer lugar, hay que señalar que en el uso bíblico se dan
abundantes ejemplos, en los que barak, «bendecir», tiene por com­
plemento directo, si ya no cosas, en todo caso ciertamente a hombres.
Pensemos en la exclamación de Jacob en su lucha nocturna con
el ángel: «No te dejaré partir hasta que me bendigas»98, o también
en el episodio tan característico del mismo Jacob, que suplanta
a Esaú para apropiarse la bendición paterna". Podrían regis­
trarse otros muchos casos análogos. Pero el más importante es
el de la bendición aarónica:

El Señor os bendiga y os guarde;


El Señor haga brillar su faz sobre vosotros y os sea propicio;
El Señor levante sobre vosotros su faz y os dé la paz

Su renovación, recordémoslo, cierra la tefillah. No cabe duda


de que aquí se entiende la bendición como una oración de un
género muy especial, reservada, a lo que parece, a un hombre de
Dios, sacerdote, padre o maestro espiritual, y por la que se estima
que puede obtener de Dios, con una autoridad garantizada en
cierto modo por Dios mismo, una gracia especial para el que es
objeto de la bendición.
Por otra parte, las doce berakoth centrales de la tefillah, aun
cuando es cierto que las concluye la bendición teocéntrica, en sentido
de alabanza y de acción de gracias, sin embargo, son ante todo y
directamente oraciones de bendición en el sentido en que entende­
mos hoy día esta palabra. Son, en efecto, oraciones destinadas a

98, Gén 32,26.


99, Gén 27,
100. Núm 6,24*20.

98
Las «berakoth» de las comidas

obtener una grada definida para ciertas personas, y en este caso,


más en concreto, a bendecir determinados elementos de su exis­
tencia, algunos de ellos puramente temporales: alimento, prospe­
ridad, paz o, si se prefiere, a bendecir a dichas personas en estas
realidades creadas y por ellas.
Lo que es cierto en las perspectivas en que el judaismo más
evolucionado ha explicitado el movimiento más profundo de la
palabra divina, es que no hay bendidón que no se remonte a Dios
desde su primer impulso, para luego retornar a él en definitiva. Una
criatura cualquiera nuestro uso, al hombre
mismo no se le bendice en todo lo que hace, sino en el caso en que
se remonte a Dios, principio de todas sus acdones, ■de toda su
vida, para reconocer que todo viene de él solo, y que, sobre todo,
él conserva un soberano poder. Ni tampoco se desarrollará la
bendición sin una consagración de todo el ser d d hombre a Dios,
con todos los seres con que está asociada su vida, consagración
que se consumará en un último homenaje, en el que todas las
cosas se unirán y se perderán en cierto modo en la pura doxología.
Con esto no se niega que haya de haber una línea característica
de desarrollo de las berakoth, para acabar precisamente por conver­
tirse en oraciones de súplica. Lo cierto es que incluso su súplica
procede de la acción de gracias, de la confesión de la sola realeza
divina. E igualmente la súplica tenderá a invadirlo todo y como
sumergirlo mediante esta confesión y esta consagración. Además,
no hay consagración, del hombre o del mundo, sino en el libre
reconocimiento', por parte dd hombre, de la soberanía de Dios,
de la que dependió el principio mismo de la creadón.
Esto excluye ciertamente toda desviación mágica que reduzca
¡a bendición a la infusión en un objeto, de una virtud de la que
el hombre pueda usar y disfrutar a su arbitrio. Como también
esto excluye toda idea, incluso espiritualizada en apariencia, de
una bendición del hombre que sólo apunte a su propio bien. Sin
embargo, en las auténticas perspectivas bíblicas propias de lo mejor
del judaismo, esto no entraña el menor «desinterés» de sabor quie-
tista. Muy al contrario: una de las convicciones más fundamentales
de la piedad judía, como la Biblia, es la de que el hombre hallará
su plena felicidad, y hasta su felicidad física, en la adhesión sin

99
Las «berakoth» judías

reserva a la voluntad de Dios, en la consagración exclusiva a su


sola gloria. No hay bendición del hombre y del mundo sino en
una acción de gracias, en un homenaje de alabanza y de confesión,
que tome pie de todo para remontarse a él solo. Pero ésta es
seguramente la bendición más sustanciosa que se pueda concebir para
el hombre y para el mundo en que Dios lo ha situado.

Las diferentes estructuras de la eucaristía cristiana


y la fuente de sus diferencias

Antes de cerrar este capítulo debemos hacer todavía una obser­


vación que será de la más alta importancia para lo que sigue de
nuestro estudio. Se refiere a la estructura respectiva de los dos grupos
de berakoth que acabamos de estudiar, el del servicio sinagogal
y el de las comidas. En este último caso tenemos tres berakoth:
la primera se refiere a la creación, y más en particular a la crea­
ción de la vida; la segunda, a la redención, evocada por la tierra
prometida, cuyos frutos se acaban de comer; la tercera amplía
la berakah en el sentido más preciso de alabanza de los mirabilia Del
ya realizados, para desembocar en una súplica, en que se pide la
realización escatológica del pueblo elegido, en ese reino, en el
que se alabará a Dios perpetuamente por la edificación definitiva
de Jerusalén.
Es evidente que las dos berakoth que preceden al semah,
y luego la tefillah que lo sigue, acusan un desarrollo estrechamente
paralelo a éste. Ea primera de estas otras berakoth es también una
«bendición» por la creación, aquí por ¡a aeación de la luz, ya visi­
ble o invisible (el «conocimiento»). La segunda es a su vez una
«bendición» por la redención, concretada esta vez en el don de la
torah. El conjunto de las dieciocho bendiciones representará tam­
bién, pero esta vez en una serie de intercesiones detalladas, una
ampliación de la berakah por los dones pasados desarrollada en
una imploración de dones futuros, considerados como la continuación
y coronamiento de los mirabilia conmemorados en la alabanza. Pero
aquí, tanto como en la tercera berakah de las comidas, la oración,
no obstante la multiplicidad de objetos particulares que ahora en­

100
Las diferentes estructuras de la eucaristía

globa, se unifica siempre conforme a la idea directriz de la edifica­


ción de Jerusalén que se ha de consumar en el reino escatológico.
V así una vez más la oración desemboca en la alabanza en la
doxología final.
Para simplificar podemos servirnos de siglas aplicadas a cada una
de las oraciones. llamemos A a !a primera berakah anterior al
sermh, B a la segunda, C al conjunto de la tefillah. Así también,
a las tres berakoth finales de las comidas las llamaremos respectiva­
mente D, E, F. Nuestra observación equivaldrá, pues, a decir
que A es paralela de D, B de E, C de F, mientras que el desarrollo
ABC constituye un conjunto orgánico a su vez paralelo al que se
desarrolla en DEF.
Si, como veremos, el desarrollo de la liturgia cristiana primitiva
parece haberse verificado en marcos heredados de la liturgia judía,
podremos esperar hallar en las más antiguas oraciones del banquete
eucarístico cristiano un esquema muy próximo al esquema DEF.
A partir del momento en que el banquete eucarístico cristiano no se
celebre ya separadamente de un oficio de lecturas y de oraciones,
en el que los cristianos primitivos seguirán asociándose todavía a los
judíos en la sinagoga, sino al contrario, a continuación de tal
oficio, más o menos análogo al de la sinagoga, pero ya propio de la
Iglesia, podrá esperarse también ver surgir una oración cristiana,
en la que aparezcan seguidos el esquema ABC y luego el esquema
DEF. Pero este paralelismo, que no se había producido nunca
entre los judíos, ya que las comidas no estaban nunca ligadas para
ellos inmediatamente con el servicio sinagogal, suscitará un pro­
blema que no se había planteado todavía. El paralelismo entre ABC
y DEF se acusará tanto más por cuanto la desaparición del semah,
una vez que ocupe su lugar el banquete eucarístico, situará a ABC
en inmediata proximidad de DEF. Entonces podrá esperarse ver
una fusión, más o menos lograda, más o menos a fondo, entre
ABC y DEF.
Todo esto, como podremos comprobarlo, corresponde exactamen­
te a la historia de la liturgia eucarística. Las más antiguas fórmulas
de eucaristía que poseemos implican exclusivamente una oración
(o más bien una sucesión de tres oraciones) del tipo DEF. A partir
del momento en que queden como soldados oficio cristiano de lec­

101
Las «berakoth» judías

tura y de oración y banquete eucarístico, veremos aparecer una


oración eucarística, en la que un esquema ABC se suelde, más o
menos fácilmente, con el esquema DEF.
Pero pronto pueden observarse refundiciones más o menos
importantes con objeto de sintetizar los dos grupos, de modo que
se eviten 1os duplicados o las repeticiones demasiado marcadas.
Donde esta manipulación remate en una refundición completa, se
llegará al final a un nuevo esquema que podemos caracterizar con
la fórmula AD-BE-CF.
Ha llegado ya el momento de ver cómo en realidad la oración
eucarística cristiana iba a nacer de las berakoth judías, en un prin­
cipio simplemente reempleadas con ligeros retoques, luego progre­
sivamente transfiguradas.

102
Capítulo V

DE LA «BERAKAH» JUDÍA A LA EUCARISTÍA CRISTIANA

Uso de la nberakah» por Jesús

El cardenal Schuster decía que Cristo había hallado en el


salterio como el libro sacerdotal ya listo para poder leer en él
la liturgia de su sacrificio1. Todavía más exacto sería decir esto
de la liturgia judía y de sus berakoth, aunque hay que reconocer
que éstas no hacen sino destacar lo que estaba latente bajo el
salterio. Las palabras de Cristo suponen — como se ha hecho notar
con frecuencia— un dominio sin igual de la Biblia hebraica, con
un sentido soberano de aquello acerca de lo cual le correspondía
a él, y a él solo, decir la última palabra. Sin embargo, Jesús
aparece como el heredero predestinado de la piedad sinagoga!.
Puede decirse que a él estaba reservado descubrir al mundo entero
todo lo que ésta encerraba en germen y hacerlo florecer en su
propia piedad. Pero inscribiéndose en la piedad judía del Hijo de
María es como la piedad del Hijo de Dios se había de expresar
humanamente.
Como se puede decir de Jesús de Nazaret que es la palabra
hecha carne, de su humanidad podría decirse que es el hombre que
llegó a pronunciar la perfecta «bendición», esa en que todo lo
humano se entrega en una respuesta perfecta al Dios que habla.
La. palabra divina halla en la vida humana de Jesús su perfecta
I. L S chuster , Líber Sacratnenioriun, tr. castellana, Herder, Barcelona I935ss;
p. 191 de la edición francesa.

103
De la «berakah» judía a la eucaristía cristiana

realización creadora y salvadora. La perfecta bendición que pronun­


ciará Jesús se consumará en el acto supremo de su existencia, en
la cruz.
Aparte de algunas breves invocaciones, los Evangelios sinópticos
no nos han citado más que una sola oración desarrollada de Jesús.
Eo mismo hay que decir de san Juan.
Llama la atención el hecho de que la oración citada por Mateo y
Lucas después de la primera misión de los doce, sea una berakah
típica. Y todavía es más notable que su tema sea el que hemos
visto aflorar como el tema mayor, y finalmente, como el tema do­
minante de las berakoth: el «conocimiento» de Dios en nosotros,
que responde al conocimiento que él tiene de nosotros, en la ben­
dición que suscita como respuesta su propia palabra.
La berakah por el conocimiento llega en este texto a su con­
sumación, porque en Jesús se dice Dios perfectamente al hombre
y por el hecho mismo suscita la respuesta perfecta del hombre. Con­
siguientemente, esta berakah por el conocimiento que tiene el Padre
del Hijo y por el conocimiento que el H ijo recibe así del Padre, se
desarrolla en una berakah por la comunicación de esta intimidad
singular a los «pobres», en el sentido en que lo tomaba Israel,
es decir, a los que sólo viven de la fe.
He aquí el texto, tal como lo ofreció san Lucas, sin duda en
la forma más próxima a las fórmulas que efectivamente debió de uti­
lizar Jesú s:

En aquella hora se sintió inundado de gozo por el Espíritu Santo y


d ijo : Yo te alabo, Padre, Señor del cieío y de la tierra, porque has oculta­
do estas cosas a los sabios y prudentes, y las revelaste a los pequeñuelos.
Sí, Padre, porque tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entrega­
do2 por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre, y quién
es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo3.

En este texto no hay un solo detalle que no esté píetórico de


sentido. Para comenzar, la exultación de Jesús expresa ese gozo
que es él alma de toda berakah. Es la exultación del que descubre
por la revelación divina el sentido de toda cosa y de la vida misma
2, n«psSíen.
3. Le 10,21-22! cf. Mt 11,25-27.

104
Uso de la «berakah» por Jesús

del hombre. Todo, en efecto, adquiere su sentido en nuestro cono­


cimiento de Dios, como de quien nos conoce primero. Antes de que
nosotros tengamos conocimiento de cosa alguna, antes de que exis­
tamos, él nos conoce. Nos conoce con ese conocimiento que es
amor, que cuando lo descubrimos hace que todo se resuelva en
su amor.
Pero la exultación propia de Jesús desborda infinitamente la de
todo creyente de la antigua alianza. Su oración es la del que sabe
no sólo que es conocido por Dios, sino que es, en cierto modo, el
objeto único del conocimiento divino: de aquel en quien el cono­
cimiento propio de Dios, no sólo en cuanto Señor soberano del cie­
lo y de la tierra, sino como Padre, se complace perfectamente. Dios
había comenzado a revelarse como Padre, a Israel, para Israel.
Pero Jesús aparece aquí como el Hijo único, el Hijo «amado», en
quien todo Israel se realiza, se resume, pero también se supera.
No obstante, el reconocimiento de esta unicidad del «conoci­
miento» de que es objeto, en Jesús, lejos de replegarse sobre él
mismo, redunda espontáneamente sobre el mundo, sobre los hom­
bres. Por esto, en sus labios más que nunca la berakah es confe­
sión, proclamación de las maravillas divinas. Pero es sobre todo la
comunicación de esa maravilla única que forma el fondo y el todo
del conocimiento divino. Y recíprocamente, esa comunicación no
es sino una irradiación de la «eucaristía» permanente que forma
como el fondo del alma de Cristo.
Notemos a este propósito cómo el sentido de esta inseparabi­
lidad de la proclamación del Evangelio y de la «eucaristía» se
mantendrá vivo en la antigua tradición litúrgica. En los padres
sirios tomará la homilía espontáneamente la forma de un himno
eucarístico *.
Sin embargo, esta comunicación de la Sabiduría suprema supone
la humillación de toda sabiduría humana, como lo explicaría san
Pablo en su primera epístola a los Corintios. No es accesible sino a
los pequeños, a los que han sido tocados por ese espíritu de infan­
cia sobrenatural que es el solo Espíritu del Padre, en quien sólo
Jesús mismo puede regocijarse de conocer al Padre como el Padre4

4. Cf., en particular, las homilías de san Efrén.

105
De la «berakah» judía a la eucaristía cristiana

le conoce a él. Estos «pequeños» son los que la piedad de los últi­
mos salmistas había llamado los «pobres» por excelencias, los que
no tienen nada propio sino la fe, que los entrega sin reserva a este
Espíritu. Tal es el beneplácito, la sú8oxí<x, el designio de amor
gratuito del Padre, que en el Hijo y por el Hijo hallará su realiza­
ción en todos los hombres.
Sólo al Hijo, en efecto, es «transmitido» todo; él es la fuente
para todos los demás, al mismo tiempo que el contenido, de la tra­
dición suprema. En ésta, el conocimiento que Dios tiene eternamente
de su obra se revela como condensado en un conocimiento único.
Su súSoxía, su entera complacencia reposa en el Hijo, como en el
único Hijo «amado» del Padre. Porque el Padre halla en él solo
ese conocimiento recíproco que es como el «reconocimiento» per­
fecto de su amor. Pero este conocimiento que sólo él tiene del
Padre, él nos lo abre, según el designio mismo del Padre. Nos lo
revela glorificando al Padre con su confesión, en la que se realiza
al mismo tiempo la palabra de Dios y la respuesta del hombre...
Harnack dijo muy bien de este texto que aparece en ios sinóp­
ticos como un aerolito joánnico 56. No es sólo un sorprendente gustó
anticipado del tono y de la atmósfera propios de san Juan lo que
se tiene en él. Se anuncia ya el tema cuyo desarrollo formará el
núcleo del cuarto Evangelio: la intimidad única entre el Padre y
el Hijo, y el Evangelio, la «buena nueva», cifrada en nuestra in­
troducción en esa intimidad7. Sin embargo, uno no puede menos
de extrañarse de que Harnack y sus contemporáneos en general
fueran tan poco capaces de darse cuenta del reverso de esta
analogía.
Este texto de Tucas y de Mateo manifiesta por sí solo, mejor
que ningún otro argumento, el error que se cometió durante mu­
cho tiempo al querer buscar el secreto de la cristología joánnica
en una supuesta helenización del cristianismo primitivo. En efecto,
nada hay por el contrario más primitivo, más semítico, más espe­
cíficamente judío del judaismo de la sinagoga, que todos los tér-
5. Véase A. Causse, L es pauvres d*lsra'¿!t Estrasburgo - París 1922.
6. Ea una ironía de la historia que el Evangelio joánnico, tenido por el más hele-
nizado por la critica del siglo x ix , hoy nos parezca por lo menas tan judío como el de
Mateo.
7. Cf. en san Juan todo el conjunto de los discursos que siguen a la cena (I3$a).

106
Uso de la «berakah» por Jesús

minos y basta la forma de esta oración8. El tema que ésta des­


arrolla es quizá el tema más central de la Biblia, y aquí llega a su
eclosión final conforme a su línea más autónom a: conocimiento
que es también amor, conocimiento que se tiene de Dios, que no
es nunca sino el fruto del conocimiento que Dios tiene de nos­
otros. Eos modos de expresión son también bíblicos, con el para­
lelismo antitético, la afirmación absoluta, matizada luego con un
correctivo que parece contradecirla, pero que no hace sino prolon­
garla. Finalmente, el marco en que esto se inscribe es exactamente
el de una oración vertida en el molde de las berakoth sinagogales.
Lo que Mateo añade al texto que le es sustancialmente común
con Lucas, no es menos judío en su forma y en su fondo.

Venid a mí todos los que estáis rendidos y agobiados,


que yo os daré descanso.
Cargad con mi yugo...,
pues mi yugo es llevadero,
y mi carga, ligera9.

Este yugo, que es una carga ligera, es exactamente la expresión


que designaba para los rabinos la aceptación de la iorah, como lo
hemos visto a propósito de la bemkah por la luz y el conocimien­
to ln. Análogamente, el reposo sabático hallaba para ellos su imagen
en la entrada en el país de la promesa, asimilada a una entrada en
el reposo mismo de Dios, que fue el coronamiento de la obra
creadorau. La nueva torah, la eterna alianza que es su continua­
ción, nos harán entrar en el verdadero sábado: ese reposo lleno de
gozo que seguirá a la obra de Dios plenamente realizada, esa obra
que, como dice san Juan, consiste en que nosotros creamos1*.
San Juan, por su parte, pone una gran oración en boca de Je­
sús después de la cena, en el momento en que va a entregarse a su
pasión u. En ella no hace Jesús sino reasumir y explicitar lo que891023

8. Sería inconcebible que un texto así compuesto hubiera sido producido por cris­
tianos hekmzados para ser atribuido por ellois a Cristo.
9. M t 11,28-29.
10. Cf. supra, p. 74.
11. Véanse más adelante las oraciones destinadas al sábado, citadas en las p. 139ss.
12. J n 6,29.
13. Cap. 17.

107
De la «berakah» judía a la eucaristía cristiana

se hallaba ya más que en germen, para los suyos, en la mencionada


berakah de san Mateo y de san Lucas, donde Cristo expresaba el
sentido de su misión, que habían de prolongar los apóstoles.
Es cierto que en el capítulo 17 de san Juan, la súplica, siguiendo
una tendencia que hemos puesto ya de relieve en las berakoth ju­
días, refluye en cierto' modo sobre la acción de gracias. Pero la
acción de gracias, la «confesión» en la alabanza, se lee, como en
transparencia, de un extremo a otro. Toda esta «oración sacerdo­
tal», como se la ha llamado14156, surge de una contemplación de la glo­
rificación de Dios, que fue la obra de Jesús en la tierra, para pedir
su propia glorificación, en la que la del Padre será consumada en
la salvación de los creyentes.
Si la oración de Mateo y de Lucas estaba inscrita en una berakah
por el «conocimiento» divino comunicado, aquí se pide la comu­
nicación de la vida divina, como la glorificación suprema de Dios
Cristo será glorificado en su resurrección, que consumará la gloria
divina volviéndose fuente de vida para los suyos. Pero esta vida
queda definida desde las primeras palabras: «La vida es que te
conozcan a ti, único Dios verdadero, y al que tú enviaste, Jesu­
cristo» “. Esta vida se afirmará en la unidad de amor entre los
fieles, que dimanan de la unidad entre el Padre y el H ijo : unidad
de «conocimiento» recíproco, enraizado en la unidad de vida. Será
en ellos el efecto de su «santificación», es decir, de su consagración,
en la «santificación» de Cristo que está a punto de realizarse, es
decir, en su sacrificio1718. Esta santificación se realizará en ellos como
se realiza en é l: en la «verdad», es decir, en la comunicación del
«conocimiento» de Dios en una comunión con su vidaie.
El objeto del conocimiento de vida así compartido con los su­
yos por el Hijo, es formalmente el nombre divino. Este nombre
fue dado al Hijo en la comunicación sustancial que el Padre hace
de sí mismo al Hijo, dándole el ser, y que se extenderá a los hom­
bres mediante la cruz. De ahí la convergencia final de todos estos
temas en el tema dominante de la gloria divina, que irradia en la
14. E l nombre le fue dado por el exegeta David Chytraeus, en el siglo xvi.
15. Cf. v. 1 al 5.
16. V. 3.
17. V. 17-19. Cf. el artículo ávtáCetv, en el Ttteotogisckes Worierbitch de G. K ittel .
18. V. 17.

108
Sentido del «memorial»

propia glorificación del Salvador por su cru z: conocimiento de


Dios, santificación de los suyos, vida comunicada, unión en el amor,
donde se afirma la difusión de esa vida incomparable que es la vida
de D ios13.
Tales son los pensamientos que la última cena evocaría para
los primeros cristianos y que habían de impregnar sus ulteriores
celebraciones eucarísticas.

Las •zberakotk» de la comida y la institución de la eucaristía; sentido


del «memorial»

Ta discusión, seguramente sin solución posible, sobre si ¡a


última cena de Jesús con los suyos fue o no el banquete pascual, no
debe ocuparnos demasiado aquí, puesto que se concentra en un pun­
to secundario. Mientras que la mayoría de los exegetas modernos se
inclinaban a darle una respuesta negativa, Jeremías, con una
demostración de extraordinaria brillantez, parece haber invertido por
el momento la situación'192012’. Sin embargo, san Juan nos dice formal­
mente que la pascua se iba a celebrar la tarde misma de la muerte
de Jesús, lo cual implica, a lo que parece, la respuesta negativa21.
L,os sinópticos parecen a primera vista creer lo contrario, puesto
que describen la comida de la víspera después de haber insistido en
la preparación del cenáculo para la pascua2324. Pero es por lo menos
curioso que no nos digan nada que permita concluir que se trataba
efectivamente de ésta. Tas palabras citadas por san Tucas: «Ar­
dientemente he deseado comer esta pascua con vosotros...» parece
a primera vista disipar la ambigüedad33. Pero en realidad no hace
sino llevarla al extremo, puesto que puede expresar igualmente el
sentimiento de no poder comerla como la satisfacción de separarse
de ellos tras esta celebración. Jeremías mismo reconoció el voto de
abstinencia2i en las palabras que siguen: «Porque os digo que ya

19. V. 22ss.
20. J. J erem ías , The Eiicharistic IVindi af Jesuí, capítulo primerc.
21. Cf, J n 18,28 y 19,31.
22. Cf. M t 26,17ss y paralelos.
23. Le 22,15-16.
24. Op. cit., p. 207ss.

109
De la «berakah» judía a la eucaristía cristiana

no la comeré hasta que se realice en d reino de Dios...», y un


poco más adelante: «No beberé ya del fruto de la vid hasta que
venga el reino de Dios.» Pero resulta casi impensable si debe impli­
car una abstención de Jesús con respecto a la pascua... que con
todo habia de presidir,.. Por otra parte, entre los detalles citados
por los mismos sinópticos, que parecen oponerse a la idea de que
la fiesta que sigue a la cena pascual coincidía con el día mismo
en que moría Jesús (y no con el día siguiente), el hecho de que
Simón de Cirene volvía del campo — para no citar otros —, se re­
siste a las explicaciones de J e r e m í a s E s muy probable que los
evangelistas quieran decir con estas palabras, no que volvía de su
trabajo matinal, sino que regresaba de una simple excursión, per­
mitida incluso en día de fiesta, a uno de los enclaves rurales lindan­
tes con la ciudad. Sin embargo, es cierto que todo lo que precede
a la cena, si ya no lo que la sigue en los tres primeros evangelios,
orienta hacia una celebración pascual, aunque sea muy poco lo que
en la cena misma va francamente en este sentido.
El esfuerzo de A. Jaubert38 por armonizar todas las divergen­
cias y salvar el carácter pascual de la última cena, es de una inge­
niosidad que ha encantado a no pocos exegetas perplejos; pero las
consecuencias de su hipótesis la hacen inverosímil. Eos discípulos,
opina la autora, habrían sencillamente seguido otro calendario que
el de la masa de los judíos. Pero, suponiendo que hubieran efecti­
vamente aplicado ese otro cálculo en el que ella se basa, habrían
tenido su última velada con el Maestro, no el jueves, sino el mar­
tes. Tanto con respecto a los relatos evangélicos, como en consi­
deración de la tradición unánime, aparece imposible tal divergencia
que no ha dejado huella en los unos ni en la otra. Y sobre todo,
no se ve cómo en Jerusalén mismo, donde todos los corderos pas­
cuales debían inmolarse juntos en el templo, uno o algunos grupos
disidentes habrían podido celebrar la pascua en otra fecha sin sus­
citar un alboroto.
Pero todas estas discusiones, por interesantes que sean desde
el punto de vista de la historia evangélica, carecen de importancia256

25. Me 15,21 y Le 23,26.


26. A nne£ J aubert, L a date de la Céne; calen drier bibiique et Hturgie ckrétienne,
P arís 1957.

110
Sentido del «memorial»

para 5a interpretación de !a cena y de la eucaristía que había de


surgir de la misma. A decir verdad, se pone por lo regular tanto
empeño en esta discusión porque se supone que las referencias pas­
cuales de la cruz y de la eucaristía dependen absolutamente del
carácter pascual que se pueda o no asignar a la cena. Sin embargo,
este apriorismo es completamente ajeno a la realidad. En efecto, en
primer lugar la perspectiva de la pascua, la inmolación de los cor­
deros en este caso, coincide con la muerte del Señor, por lo cual se
proyecta sobre la última cena, tanto si ésta precede a la pascua
como si forma una misma cosa con ella. Pero, sobre todo, las re­
miniscencias pascuales están presentes en las oraciones, no sólo
de la comida de aquella noche única, sino incluso en todas las co­
midas. Y, en realidad, ya fuera la cena esta comida singular u otra,
es evidente, sin género de duda, que Jesús no asoció a ninguno de
los detalles propios de ía cena pascual la institución eucarística de la
nueva alianza. Esta se aplica únicamente a lo que la comida de pas­
cua tenía de común con todas las comidas, es decir, al rito de la
fracción del pan al principio, y al de la gran acción de gracias sobre
la copa de vino mezclada con agua, al fin. Y hasta podemos añadir
que esto es lo que permitió, sin que surgiera jamás problema algu­
no, que la eucaristía cristiana se celebrara con toda la frecuencia
que se quisiera y no sólo una vez al año.
Por muy interesante que sea el significado del cordero pascual
para comprender la muerte de Cristo37, no es necesario partir del
rito de su manducación, y mucho menos de ritos secundarios, como
el de los ázimos o el de las hierbas amargas, para comprender en
su origen la oración eucarística cristiana. Hay que basarse en el
pan partido al comienzo de la comida y en la copa repartida al final,
dos ritos que tradicionaímente le estaban ligados.
Según los rabinos, el pan, cuya bendición que acompañaba a la
fracción, iniciaba la comida ritual, representaba el alimento por
excelencia, la vida dada y conservada por el creador“ . I,a bendición
de la Doctrina de los doce apóstoles, de la que pronto hablaremos
y cuyo origen judío es indudable, manifiesta el hecho de que ciertas
comunidades judías de la época vieran ya en la fracción del pan278
27. Cf. J eremías , op. cüt,, p. 220ss.
28. Cf. J eremías, op, cit,, p. 233ss.

m
De la «berakah» judía a la eucaristía cristiana

único y en su manducación común la imagen de los dispersos de


Israel y de su reunión en el cuerpo resucitado, que evocaba la vi­
sión de Ezequiel
Más ricas y más explícitas parecen haber sido todavía las aso­
ciaciones de la copa y del vino que la llenaba. El símil joánico
desarrollará el nuevo sentido que debe asumir la vid, en la atmós­
fera de una interpretación eucarística de la pasión30. Pero ya desde
el profeta Isaías3132, y seguramente mucho antes, la vid había sido
para Israel el símbolo del pueblo de Dios, desarraigado de Egipto
para ser replantado en Sión por David. L,a vid de oro que H ere­
des había hecho¡ representar sobre el frontón del templo materia­
lizaba su sentido a los ojos de todos. La copa repartida implicaba
además las ideas de la alianza, como en el salmo 23; de una liba­
ción de acción de gracias, como en el salmo 116; de la aflicción
aceptada de la mano de Dios, como en el salmo 80 (de la que tene­
mos un eco en la discusión con los hijos del Zebedeo) w.
En forma más general, detrás de toda la comida y de sus ben­
diciones se agolpaban, con el recuerdo de la pascua y del éxodo,
las promesas proféticas del banquete mesiánico33*. Jesús las había
reasumido al hablar del banquete en el que los justos, venidos de
todos los puntos del horizonte, se sentarían a la mesa en el reino,
con Abrahani, Isaac y todos los profetas u. Maurice Goguel observó
con razón que los relatos de la multiplicación de los panes insisten
en la anticipación del banquete mesiánico por lo menos tanto como
en el prodigio “ . De la multitud atraída por su palabra, por su ben­
dición del pan partido entre todos sus oyentes, comenzará a for­
mar Jesús la comunidad de la alianza. Aunque el discurso dado
por el cuarto Evangelio después de una de estas comidas pudiera
desarrollar enseñanzas ulteriores36, es por lo menos probable que
esté ligado a una predicación de Jesús, que fue una primera pre­
paración de lo que anunciaría en la última cena.
Todo esto, y seguramente otros muchos hechos y palabras que

29. Cf. infra, p. 127. 30. Jn 15. 31. Cf. Xs 5.


32. Alt 20,22-23. 33. Cf. J eremías , op. cíl , p. 233ss.
34. M t 8,11 y Le 13,28.
35. M aurice Goguel, Jesús et les origines du ehristianisme i: La vie de Jesús,
París 1932.
36. Cf. C.H, D qdd, op. cít., i>. 333ss.

112
Sentido del «memorial»

ignoramos: todas las comidas tomadas ya con el pequeño grupo de


los discípulos, tras lo que comunidades más o menos semejantes,
como la de Qumrán, habían podido asociar a la comida, parece
haberse precipitado desde los preliminares de la cena. Cuando Jesús
toma la primera copa, sus palabras mencionadas por san Lucas pre­
sagian lo que va a seguir87. Después de repetir la bendición que
hemos mencionado, bendición que evocaba ya la viña de David, esa
viña que es el pueblo de Israel, proclama con palabras apenas os­
curas la cesación del antiguo estado de cosas, únicamente prepara­
torio, y la inminente renovación de Israel en el reino (o el reinado)
que va a instaurar su m uerte: «En verdad os digo: no beberé ya
de este fruto de la vid hasta que lo beba nuevo en el reino de Dios.»
Sus palabras a continuación de la bendición y fracción del pan,
preparadas seguramente por las enseñanzas del discurso sobre el
pan de vida, anunciarán a la vez el sentido sacrificial de su muerte
y definirán cómo dará su carne, no sólo por la vida del mundo (en
la cruz), sino en alimento de vida para los suyos (en sus banquetes
eucarísticos).
No hay razones para suponer que Jesús modificara la bendición
tradicional del pan, tal como la hemos citado según el Seder de
Amram Gaon, que la presenta todavía tal como se hallaba ya en
■la Misnah:

Bendito seas, Señor rey del universo, que haces producir pan a la tie rra 378.

Los discípulos responden su amén, después de lo cual parte


Jesús el pan y lo hace circular diciendo probablemente:

Tomad, esto es mi carne,

o quizá:

Tomad, he aqui mi carne.

El análisis de Jeremías, que versa sobre las diferentes fórmulas


del Nuevo Testamento, parece, en efecto, concluyente para demos­
37. Le 22,16.
38. Cf. el capítulo precedente, p. 91.

113
De la «berakah» judía a la eucaristía cristiana

trar que todas ellas son fórmulas litúrgicas consagradas ya por


diversos usos locales. Éstas tienen tras sí una fórmula aramea o
hebraica, en la que Jn 6 fue casi seguramente el único que conservó
el término exacto usado por Jesús® : En el paralelismo con sangre,
parece ser que es carne ( basar-bisra) y no cuerpo lo que impone
tanto la tradición rabínica como la tradición propiamente bíblica.
«Esto es mi cuerpo» será una especie de targum helenizante, hecho
necesario por el paso a una liturgia de lengua griega.
Igualmente, al final de la comida, tomando Jesús en la mano la
copa preparada, pronuncia las tres bendiciones usuales. Consi­
guientemente, éstas debían implicar como lo ha establecido Fin-
kelstein*°, por lo menos los elementos que siguen, aunque la
fórmula pronunciada efectivamente sería probablemente todavía
más próxima, si no en todos los detalles, por lo menos en la tona­
lidad religiosa, a la elocuencia litúrgica de los formularios' de
Amram G aon:

1. Bendito seas, Señor, Dios nuestro, rey del universo, que alimentas
al mundo entero en [tu] bondad, [tu] gracia y [tu] misericordia.
2. Te damos gracias, Señor, Dios nuestro, porque nos hiciste entrar
en posesión de un país bueno y vasto.
3. Señor, Dios nuestro, ten piedad de Israel tu pueblo,
de Jerusalén tu ciudad,
de Sión, lugar donde mora tu gloria,
de tu altar y de tu templo.
Bendito seas, Señor, que construyes a Jerusalén*1.

Haciendo circular entonces Jesús la copa — todavía según Je­


remías, a cuyos análisis remitimos al lector— habría empleado la
expresión hebraica dam be-riti, o la aramea adam keyami (literal­
mente sangre de mi alianza), únicas posibles gramaticalmente en
las lenguas semíticas, pero que el griego tradujo correctamente
en cuanto al sentido : Esto es mi sangre, de la alianza, derramada
por vosotros.
Eas palabras que siguen, traducidas generalmente:39401

39. J eremías, op, cit., p, I73ss y 196ss.


40. Cf. L, FiNKEisrEiN, op. cit.
41. J e r em ía s , op. cit., p. l93ss.

114
Sentido del «memorial»

Haced esto en memoria mía,

han sido objeto de interminables discusiones entre los exegetas


modernos, según que admitieran o no como verosímil que Jesús
hubiera podido instituir en una fórmula tan explícita una ceremo­
nia que debía renovarse. Dom Gregory Dix ha tenido el mérito de
poner en claro que la cuestión está mal planteada “ fia. renovación
de la comida religiosa no podía crear ningún problema, puesto que
la eucaristía no era para los judíos una novedad en su forma ritual
(que ellos habrían conservado en todo estado de causa, tanto des­
pués como antes de Jesús), pero sí en su contenido. El acento no
carga, pues, sobre la prescripción: «haced esto», sino más bien so­
bre la añadidura: «haced esto [sobrentendido: de ahora en ade­
lante] en memoria mía.» Más exactamente, como lo pone de relieve
Jeremías, estas palabras deben traducirse a s í:

Haced esto como memorial mío,

y a esta palabra hay que dar el sentido que tuvo siempre en la li­
teratura rabínica, y especialmente litúrgica, de la época ®. No signi­
fica en modo alguno un acto psicológico, humano, de retorno sobre
el pasado, sino una realidad objetiva destinada a hacer perpetua­
mente actual delante de Dios, para Dios mismo, alguna cosa o a
alguien. Como lo ha mostrado muy bien Max Thurian, esta misma
concepción del memorial tiene sus raíces en la Biblia. En ella no es
d memorial únicamente un elemento ritual esendal de ciertos sacri­
ficios, sino lo que da el significado final de todo sacrificio, y del de
la pascua eminentemente 1‘. Es una institución, podemos decir, esta­
blecida por Dios, dada e impuesta por él a su pueblo, para perpe­
tuar para siempre sus intervenciones salvadoras. El memorial no
sólo dará subjetivamente a los fieles una garantía de su eficacia
permanente, sino que primeramente garantizará ésta, como con
una prenda que ellos podrán y deberán presentarle, como prenda
de su propia fidelidad.423
42, Cf. The Skape of the Liturgy, Londres 1945, p. 55sa.
43, Cf. supra, p. 9Sss.
44, M ax T hur ia n , op. cit., todo el primer capítulo, Véase también N, D a h l , Anam*
néstSj tnfmoire et commémoration dans le christianisme pnm itif, en «Studia Tbeologica»,
Lünd 1948, p. 69as.

115
De la «berakah» judía a la eucaristía cristiana

Hemos señalado cómo las interpolaciones festivas de la tercera


berakah del final de la comida multiplican precisamente el empleo
de esta palabra sikkaron, «memorial», en un sentido que es segura­
mente éste4546. Tenemos la seguridad de que estas interpolaciones,
centradas sobre el memorial, eran ya una práctica anterior al co­
mienzo de nuestra era. Tenemos, por tanto, derecho a pensar que
directamente sugirieron a Jesús su fórmula. Y en particular en el
caso en que la cena no hubiera sido la comida pascual, podemos in­
cluso preguntarnos si Jesús mismo no improvisaría en la tercera
berakah un memorial explícito de su sangre derramada para la
nueva alianza.
Repitámoslo : el hecho de que este memorial se hallara añadido
en los mismos términos, tanto a la oración abodah, para la consa­
gración de los sacrificios del templo, como a la tercera berakah de
las comidas, acentúa su carácter sacrificial.
Así es como, en primer lugar, recibe francamente la cruz el
sentido del sacrificio, en que se consumarán y a la vez se abolirán
todos los sacrificios anteriores. Este sentido lo da la berakah del pan
y del vino, como de su cuerpo y de su sangre, que deben constituir
para siempre la sustancia del memorial dejado por Jesús a los suyos
para que sea representado sin cesar a Dios por ellos, como prenda
definitiva de su amor redentor. Se puede, por tanto, decir que en
la cena la cruz de Cristo y la eucaristía de los cristianos recibieron
de Jesús inseparablemente un carácter sacrificial: la cruz de Cristo
porque él se entregó a ella en la cena en oblación inmolada, como la
del cordero pascual, con vistas a realizar la nueva y eterna alianza
conforme al designio divino reconocido en su eucaristía; la euca­
ristía de los cristianos, porque por el hecho mismo se convierte
ésta en el memorial de Jesús y de su acción saludable. Como dirá
san Pablo, cada vez que la celebren «anunciarán», o «proclamarán»,
no en primer lugar al mundo, sino a Dios, esa muerte cuyo recuer­
do es para él mismo la prenda de su fidelidad en salvarlos
Parece que hay que dar todavía un paso, siguiendo a Jeremías,
y añadir con él que el fruto esperado de esta re-presentación a
Dios dél memorial de la muerte redentora es, en la intención misma
45. Cf. supra, p. 96.
46. ICor 11,26.

116
Las «berakoth» judías y la oración de los primeros cristianos

de Jesús, el cumplimiento final de su obra en su parusía4'. L,a invo­


cación, ligada siempre en la liturgia judía a la evocación del memo­
rial, es siempre, efectivamente, ia realización de la experiencia es-
catológica Y es seguramente a lo que se refiere san Pablo cuando
dice: «Cada vez que coméis de este pan y bebéis de esta copa, anun­
ciáis la muerte del Señor, hasta que él venga», donde el «hasta que
él venga» implica seguramente «para que él venga» 4789,
Así se comprende cómo la yuxtaposición de la esperanza tra­
dicional, que se refiere a la realización del pueblo definitivo de
Dios en la definitiva «edificación» de Jerusalén y de la esperanza
de la parusía, producirá en la antigua Iglesia la invocación de un
acabamiento de Cristo en nosotros. Este acabamiento, esta realiza­
ción perfecta, ¿no aparece no solo prometido, sino esbozado en la
celebración eucarística, en la que venimos a ser el cuerpo de Cristo
al alimentarnos de su carne y de su sangre, en la fe en su resu­
rrección ?

Las «berakoth» judías y la oración de los primeros cristianos

Desde ahora podemos damos cuenta de que era preciso resti­


tuir lo que hoy día llamamos «el relato de la institución» de la eu­
caristía, al contexto que le es propio, el de las berakoth rituales de
la comida judía, a fin de percibir el sentido y todo el alcance de sus
expresiones. Da palabra anunciadora de todo lo que va a seguir a
la cena, que nos fue conservada por san Lucas, enlaza con la berakak
preparatoria sobre la primera copa. La berakah sobre el cuerpo (o
la carne) de Cristo, con la berakah inicial de la fracción del pan. La
berakah sobre la sangre de la nueva alianza, con la segunda y con
la tercera de las berakoth finales. Y, finalmente, la palabra sobre el
«memorial» supone todo lo que evocaban los incisos de las fiestas,
también en la tercera.
Hay que decir m ás: estas palabras de Cristo que iban a engen­
drar la eucaristía cristiana son como las emergencias de toda una

47. Cf. J eremías , op. cit., p. 237ss.


48. Cf. supra, p. 95.
49. Cf. J erem ías , op. cit., ibid.

117
De la «berakah» judía a la eucaristía cristiana

estructura subterránea de ios Evangelios, la de la liturgia judía en


que aquéllas están encuadradas. Si se separan de ésta, se desconoce
todo el movimiento que las arrastraba. Y recíprocamente, se corre
peligro de perder su sentido exacto, si no se percibe todo lo que
aquéllas consuman y coronan. El cristianismo primitivo se vio pre­
servado de cometer jamás este error por el hecho de que la oración
cristiana siguió vertiéndose en las formas de la berakah judía y de
la tefülah, es decir, de la oración de petición que brota de ellas sin
separárseles jamás. Las primeras fórmulas de la eucaristía cristia­
na, a imitación de lo que Cristo mismo había hecho, no serán sino
fórmulas judías aplicadas, mediante algunas palabras añadidas, a
un contenido nuevo, que, por lo demás, todo en ellas lo preparaba.
Que la expresión de las primeras oraciones cristianas se plasmó
espontáneamente conforme a la de las berakoth judías y de sus pro­
pios desarrollos, se ve atestiguado de manera particularmente impre­
sionante en las epístolas paulinas. Todas, poco más o menos, se
abren con una berakah y pasan luego a la tefillah, a la súplica de
que se realice perfectamente el don que es objeto de la acción
de gracias. La enseñanza, la exhortación que forman el cuerpo de
la epístola quedarán dominadas por este preámbulo. No son sino la
explicación de lo que éste envuelve. Están, por tanto, marcadas por
esa contemplación exultante, atravesadas por esa aspiración supli­
cante de que se cumpla el misterio reconocido y confesado.
Estas introducciones están generalmente edificadas sobre los dos
términos de ei^apicrrla (° cóXoYta) y de Tcpoaeux1! que ya en el
judaismo de lengua griega traducían los dos términos hebreos de
berakah y de tefillah.
En la primera epístola a los Tesalonicenses tendremos:

Damos siempre gracias a Dios (eáyapKjToüpiev) por todos vosotros y


recordándoos en nuestras oraciones (irpoasux&v}, haciendo sin cesar ante
nuestro Dios y Padre memoria de la obra de vuestra fe, del trabajo de
vuestra caridad y de la perseverante esperanza en nuestro Señor Jesu­
cristo... M.

En ¡a segunda tendremos también:50

50. ITes i.

118
Las «berafcoth» judías y la oración de los primeros cristianos

Hemos de dar a Dios gracias (cj^aptccreiv) incesantes por vosotros, her­


manos, y eso es muy justo, porque se acrecienta en gran manera vuestra fe
y va en progreso vuestra mutua caridad.., P ara eso sin cesar rogamos (tipoosu-
-/óiieGt.) por vosotros, para que nuestro Dios os haga dignos de vuestra
vocación, y con toda eficacia cumpla su bondadoso beneplácito y la obra
de vuestra fe, y el nombre de nuestro Señor Jesús sea glorificado en vos­
otros, y vosotros en él, según la gracia de Dios y del Señor Jesucristo...51523.

Que esta fórmula inicial esté sincopada en el caso de la epístola


a los Gálatas expresa bien la vehemencia de la inquietud y de la
indignación que indujeron a san Pablo a escribirles. Pero el movi­
miento espontáneo se mantiene como en transparencia tras su voto
inicial:

La gracia y la paz sean con vosotros de parte de Dios Padre y de


nuestro Señor Jesucristo, que se entregó por nuestros pecados para librar­
nos de este siglo malo, según la voluntad de nuestro Dios y Padre, a quien
sea la gloria por los siglos de los siglos. A m én68.

En cambio, a los Romanos, aunque todavía no conoce a sus des­


tinatarios, por lo cual este encabezamiento pierde algo de su calor
habitual, les dirá formalmente:

Primeramente doy gracias a mi Dios por mediación de Jesucristo res­


pecto a todos vosotros, porque vuestra fe se divulga con aplauso en todo
el mundo. Porque Dios, a quien doy culto (XaTpsúro, término cultual por
excelencia) en mi espíritu anunciando el Evangelio de su Hiio, me es tes­
tigo de cuán incesantemente hago memoria de vosotros siempre, en mis
oraciones, a ver cómo, por fin, se me allana alguna vez el camino, si Dios
quiere, para llegar hasta vosotros5®.

En las introducciones a las dos epístolas a los Corintios, sólo


la EÚxapicrría se expresa formalmente, aunque la Tzpoczuyr- está
subyacente, por lo menos al final de la primera.

Doy continuamente gracias a Dios por la gracia que os ha sido otorgada


en Cristo Jesús, porque en él habéis sido enriquecidos en todo: en toda
palabra y en todo conocimiento, en la medida en que el testimonio de Cristo
51. 2Tes 1.
52. Gál 1.
53. Rom 1,

119
De la «berakah» judía a la eucaristía cristiana

ha sido confirmado entre vosotros, así que no escaseéis en don alguno mien­
tras llega para vosotros ¡a manifestación de nuestro Señor Jesucristo, que
a su vez os confirmará plenamente, para que seáis hallados irreprensibles
en el día de nuestro Señor Jesucristo. Pues fiel es Dios, por quien habéis
sido llamados a participar con Jesucristo, su Hijo y Señor nuestro 6Í.

Y en la segunda leemos:

Bendito (eúXoYYyréc) sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, P a­


dre de las misericordias y Dios de todo consuelo, que nos consuela en todas
nuestras tribulaciones, para que podamos consolar nosotros a todos los atri­
bulados con el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por
D io s...6E.

A los Filipenses dirá, con el matiz de confianza apacible y gozosa,


que es tan característico de sus relaciones con esta Iglesia:

Doy gracias a mi Dios cada vez que me acuerdo de vosotros, y siempre,


cuando hago la oración, todas mis súplicas por todos vosotros son hechas
ccn alegría, por vuestra contribución a la causa del Evangelio desde el pri­
mer día hasta ahora, teniendo esta confianza: que el que empezó entre vos­
otros la obra buena, la llevará a su término hasta el día de Cristo Jesús...
Y ésta es mi oración ('toüto 7upoosúyofí.o«): que vuestro amor todavía
abunde más y más en conocimiento perfecto y en toda sensibilidad, hasta que
lleguéis a discernir los valores de ¡as cosas, para que así seáis puros e irre­
prochables para el día de Cristo, llenos del fruto de justicia que se obtiene
por medio de Cristo, para gloria y alabanza de D íosí6.

En la epístola a los Colosenses, la bendición y la oración que la


acompaña estallan en una vasta exposición de todo el designio de
Dios y de su realización, no sólo en el caso del apóstol y de sus
destinatarios, sino en el mundo entero:

Damos gracias al Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, rogando cons­


tantemente por vosotros, desde que oímos hablar de vuestra fe en Cristo
Jesús y del amor que tenéis para con todo el pueblo santo, por causa de la
esperanza que os está reservada en los cielos, de la cual habíais ya oído ha­
blar en el mensaje de la verdad, del evangelio, que llegó hasta vosotros;54*

54. ICor 1.
55. 2€or 1.
55. FIp 1.

120
Las «berakoth» judías y la oración de los primeros cristianos

como asimismo está fructificando y creciendo en todo el mundo, al igual


que entre vosotros, desde el día en que oísteis y conocisteis la gracia de
Dios genuinamente, tal como aprendisteis de Epafras, nuestro querido con­
siervo, que es fiel servidor de Cristo en provecho vuestro, el cual también
nos puso de manifiesto vuestro amor en el Espíritu.
P or lo cual también nosotros, desde el dia que esto oímos, no cesamos
de rogar por vosotros y de pedir que lleguéis a !a plenitud en el conocimiento
de su voluntad en toda sabiduría e inteligencia espiritual, para que cami­
néis según el Señor se merece, a plena satisfacción suya, dando frutos
en toda obra buena y creciendo en el conocimiento de Dios; fortalecidos en
toda fortaleza, según el poder de su gloria, con vista a toda constancia y
comprensión; y llenos de alegría, deis gracias al Padre que os capacitó
para participar de la herencia del pueblo santo en la luz. Él nos libertó del
poder de las tinieblas y nos trasladó al reino del H ijo de su amor; en quien
tenemos la redención, el perdón de los pecados.
Él es imagen del Dios invisible, primogénito de toda criatura, porque
en él fueron creadas todas las cosas en los cielos y sobre la tierra, las visibles
y las invisibles, ya tronos, ya dominaciones, ya principados, ya potestades:
todas las cosas fueron creadas por medio de él y con miras a él; y él es
ante todo, y todas las cosas tienen en él su consistencia. Y él es la cabeza
del cuerpo, de la Iglesia; él, que es principio, el primogénito de entre los
muertos, para que así él tenga primacía en todo: pues en éi tuvo a bien
residir toda la plenitud, y por él reconciliar todas las cosas consigo, paci­
ficando por la sangre de su cruz, por él, ya las cosas de sobre la tierra,
ya las que están en los cielos.
Y a vosotros, que erais antes extraños y estabais animados de disposi­
ciones hostiles en vuestras malas obras, ahora ya os ha reconciliado por
su cuerpo de carne mediante la muerte, para presentaros santos, sin tacha
e irreprochables ante él, si es que permanecéis bien cimentados y firmes
en la fe, y sin dejaros apartar de la esperanza del evangelio que oísteis,
el cual ha sido proclamado a toda criatura bajo el cielo, y del cual yo,
Pablo, fui constituido servidor57.

En fin, en ia epístola a los Efesios, se volverá a esta misma


«eucaristía» inicial, ordenada en la perspectiva de la edificación de
la Iglesia como plenitud de Cristo, de manera que constituya un
himno a todo el designio divino y a su realización en nosotros, en
un tono particularmente litúrgico.

Bendito Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con
toda bendición espiritual en los cielos, en Cristo, por cuanto nos eligió en

57. Col 1.

121
De la «berakah» judía a la eucaristía cristiana

el antes de la creación del mundo, para ser santos e inmaculados en su pre­


sencia. En su amor nos predestinó a ser hijos adoptivos para él por medio
de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria
de su gracia, con la que nos ha agraciado en el Amado. En él tenemos la
redención por medio de su sangre, el perdón de los pecados según la riqueza
de su gracia, que ha prodigado con nosotros en toda sabiduría e inteligencia,
dándonos a conocer el misterio de su voluntad, según el benévolo designio
que se había formado de antemano referente a la economía de la consu­
mación de los tiempos: recapitular todas las cosas en Cristo, las que están
en los cielos y las que están en la tierra. En él fuimos también agraciados
con la herencia, predestinados — según el previo decreto del que lo impulsa
todo conforme a la decisión de su voluntad— a ser nosotros alabanza de su
gloria, los que previamente tenemos puesta en Cristo la esperanza. En él
también vosotros, tras haber oído la palabra de la verdad, el evangelio de
vuestra salvación; en él también, después de haber creído, fuisteis sellados
con el Espíritu Santo de la promesa; el cual es prenda de nuestra herencia,
para la redención del pueblo que Dios adquirió para sí, para alabanza de
su gloria.
Por eso, yo también, habiendo oído hablar de la fe que hay entre vosotros
en el Señor Jesús, y de vuestro amor hacia todo el pueblo santo, no ceso
de dar gracias por vosotros, haciendo mención de vosotros en mis ora­
ciones, para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria,
os dé espíritu de sabiduría y de revelación en el pleno conocimiento de é l;
para que, iluminados los ojos de [vuestrol corazón, sepáis cuál es la espe­
ranza de su llamada, cuál la riqueza de la gloria de su herencia en el pueblo
santo, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder con respecto a nosotros,
los que creemos, según la eficacia del poder de su fuerza que desplegó en
Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en
los cielos, por encima de todo principado y potestad y virtud y dominación
y de todo nombre que se nombra, no sólo en este mundo, sino en el venidero.
Y todas las cosas las puso debajo de sus pies; y lo dio, como cabeza sobre
todas las cosas, a la Iglesia, que es su cuerpo, la plenitud del que lo llena
todo en todo.
Y vosotros estabais muertos por vuestras culpas y pecados, en los que
en un tiempo caminabais según la corriente de este mundo, según el prín­
cipe de la potestad del aire, del espíritu que actúa ahora entre los hijos de
la rebeldía. Entre éstos, también nosotros todos vivíamos entonces según las
tendencias de nuestra carne, realizando los deseos de la carne y de la mente,
y éramos, por naturaleza, hijos de ira, exactamente como los otros.
Dios, sin embargo, rico como es en misericordia, por el mucho amor
con que nos amó, también a nosotros, muertos por nuestros pecados, nos
vivificó juntamente con Cristo — de gracia habéis sido salvos—, con él nos
resucitó y con él nos sentó en los cielos por Cristo Jesús, para mostrar en
los siglos venideros la extraordinaria riqueza de su gracia por su bondad

122
Las «berakoth» judías y la oración de los primeros cristianos

hada nosotros en Cristo Jesús. Pues por la gracia habéis sido salvados me­
diante la fe; y esto no proviene de vosotros: es don de Dios, no de las
obras, ijpra que nadie se gloríe. Porque de él somos hechura, creados en
Cristo Jesús para obras buenas, las que Dios preparó de antemano para que
las practicáramos K.

Aquí más que nunca, las instrucciones que van a seguir inme­
diatamente forman cuerpo con la berakak hasta tal punto que sus
resonancias se prolongan prácticamente hasta el final de la epístola.
La exposición del misterio de Cristo aparece como llevada por la
ola de la eucaristía, que sólo parece haberse desplegado para reple­
garse sobre él.
La confrontación de estos textos, con la progresión que lleva a
la expansión final de las grandes epístolas cristológicas, no es
menos reveladora de la teología que de la oración de san Pablo.
Aquí se pone de manifiesto que esta teología es fundamentalmente
eucarística, en cuanto no es sino una meditación de lo que fue la
materia de la eucaristía cristiana. Por esta razón, procediendo de
la acción de gracias, en la plegaria por la realización del misterio,
no tiende sino a la doxología, a la glorificación de Dios, todo en
todos, Es una teología, en el sentido que tenía esta palabra en la
antigüedad helenística; un elogio, una glorificación en la alabanza
del Dios de quien se habla. Puede decirse que los padres griegos, en
particular los Capadocios, y eminentemente san Gregorio de Na-
cianzo, al que por excelencia se dará el nombre de teólogo, en lo
más fuerte de sus amplificaciones especulativas no perderán nunca
de vista este sentido, esta orientación primera de la teología. Y no
está vedado pensar que la elaboración, que se acababa por entonces,
de las anáforas destinadas a ser clásicas, no contribuyó poco, en
los que fueron sus autores, a conservar también vivo el sentido
de una «ortodoxia», que es a la vez glorificación recta y doctrina
recta5S.
Pero, para volver a los textos paulinos, se ve cómo todos ellos
no son sino una continua vuelta a la berakah por el conocimiento
de Dios, en el doble aspecto de este conocimiento, que es fe y589
58. E f 1 y 2.
59. Este tema, fam iliar a los autores ortodoxos modernos» se basa en un juego de
palabras entre Só£a, en el sentido bíblico de gloría» y 3ó£iz en el sentido clásico de opinión.

123
De la «berakah» judía a la eucaristía cristiana

amor. En la epístola a los Colosenses, en el interior de la TCpoaeuyy),


de la tefillah en que se pide la plena realización de este conocimien­
to, pasará a primer término la definición de su objeto. En el con­
texto propio de la epístola, de oposición a las gnosis judías des­
viadas, se afirmará, pues, la unidad entre creación y redención.
Único es, en efecto, el creador y el redentor: Cristo, en quien el
mundo, como había sido creado en su origen, debe ser reconciliado
con su autor, en el misterio de su cruz. Este misterio es también
el de la Iglesia congregada en su cuerpo crucificado, para llegar a
ser como la plenitud de su cuerpo resucitado.
En la epístola a los Efesios, esta visión terminal invade todo
el horizonte. Está presente desde la bercikah propiamente dicha,
desde la acción de gracias. La creación no se menciona ya explí­
citamente. De golpe se evoca el designio de Dios que todo lo abarca,
designio por el que, en la ávax£<paXoúw<ns, en la «recapitulación»
final, reasumirá según el plan primitivo, su obra alterada, dividida.
La plenitud del designio original, implicada desde siempre en Cristo,
será explicada al final de los tiempos en la Iglesia, en la que él
mismo se realiza. Así el conocimiento a que todos están predestina­
dos y que el Evangelio les aporta, será el descubrimiento y la rea­
lización de ese único «hombre perfecto», en el que Cristo muerto,
resucitado y subido al cielo se consuma todo en todos.
Uno se sentiría tentado a decir que aquí sorprendemos la pre­
sión progresiva de la visión cristiana que habían preparado las
fórmulas judías, pero que a su vez va a penetrarlas, a impregnar­
las, hasta el punto de remodelarlas. La reorientación es decisiva:
de la torah hacia Cristo, de la alianza primera hacia el misterio de
la nueva alianza, misterio de la cruz, que es también el misterio
de Cristo en nosotros, esperanza de la gloria, para servirnos de una
palabra clave de la epístola a los Colosenses6°.
Desde las primeras generaciones cristianas, esta permanencia
y esta metamorfosis se señalan iguaímente en las oraciones en que
se vertió el testimonio más ardiente tributado a C risto: las de los
mártires. A través de las cartas auténticas de éstos, en el momento
en que se consuma su ofrenda en la de Cristo mismo, llama la*

SO. Col 1,27.

124
Las «berakoth» judías y la oración de los primeros cristianos

atención que ésta se vea siempre expresada por la berakah judía.


En Pérgamo, durante el imperio de Marco Aurelio, exclama
Carpo en la hoguera:

Bendito seas, Señor, H ijo de Dios, porque, a pesar de mi pecado, me


has juzgado digno de tu herencia6162.

Tenemos a Teódoto de Ancira, bajo Diocleciano, cuya berakah


se desarrolla en tefillah, como la de muchos o tro s:

Señor Jesucristo, que creaste el cielo y la tierra, tú no abandonas a los


que ponen en ti su esperanza.
Te doy gracias por haberme hecho digno de ser ciudadano de la ciudad
de los cielos y de heredar tu reino.
Te doy gracias por haberme permitido vencer al dragón y aplastar
su cabeza.
Da el reposo a tus siervos y desvía hacia mí el furor de tus enemigos.
Da la paz a tu Iglesia y líbrala de la tiranía del demonio. Amén °.

Lo mismo se diga de Ireneo de Sirmio, también bajo Diocle­


ciano :

Te doy gracias, Señor Jesucristo, por haberme dado perseverancia en


las pruebas y tormentos diversos, y por haberme juzgado digno de com­
partir tu gloria eterna.
Señor Jesucristo, que te dignaste sufrir por la salvación del mundo,
abre tus cielos a fin de que los ángeles puedan recibir el espíritu de tu
siervo Ireneo, que soporta estos tormento por tu nombre y por el pueblo
que crece en la Iglesia católica de Sirmio. Te ruego e imploro tu miseri­
cordia, para que te dignes acoger y consolidar a los otros en la f e 63.

Pero de todas estas oraciones, la más interesante es la más


antigua, la de Policarpo de Esmima, muerto a mediados del siglo n.
El relato de su martirio nos muestra a este obispo entregándose al
fuego exactamente como si fuera a celebrar la eucaristía por última

61. E n la edición crítica de Los Acta M artyrum, de K nopf-Kruger , Tubinga 1929,


p, 12-13.
62. R vinast, Acta primorum tnariyrutn sincera, París 1689, en la reedición de 1859,
p. 384.
63. Ibid., p. 313.

125
De la «berakah» judía a ¡a eucaristía cristiana

vez. Y en esta celebración suprema, en la que se identifica con la


hostia que es Cristo, podemos pensar que su oración es un calco
de la eucaristía que tenía costumbre de ofrecer. Ahora bien, esta
oración sigue todo el desarrollo de la berakah ju d ía : alabanza del
creador, luego del redentor, presentación del «memorial» y súplica
de que sea bien acogida su ofrenda, y doxología final.

Señor, Dios todopoderoso, Padre de Jesucristo, tu H ijo muy amado y


bendito, por quien te hemos conocido, Dios de los ángeles y de las potestades,
Dios de toda la creación y de toda la familia de los justos que viven en tu
presencia: te bendigo por haberme juzgado digno de este día y de esta
hora, de ser contado en el número de tus mártires y de tener parte en el
cáliz de tu Cristo para así resucitar a la vida eterna del alma y del cuerpo
en la incorruptibilidad del Espíritu Santo.
Sea yo con ellos acogido en tu presencia como una oblación preciosa
y aceptable: tú me has preparado a ello, tú me lo has mostrado, tú has
mantenido tu promesa, Dios de la fidelidad y de la verdad. Por esta gracia
y por todo te alabo, te bendigo, te glorifico por el eterno y celestial sumo
sacerdote, Jesucristo, tu hijo muy amado: por él, que es contigo y con el
Espíritu, te sea dada gloria, ahora y en los siglos venideros. A m én6465.

Las primeras liturgias eucarístícas

Parece, sin embargo, que es la Didakhe, llamada entre nosotros


Doctrina de los doces apóstoles, la que nos ha conservado el ejemplo
más antiguo de estas formulaciones de la eucaristía, en la que la
Iglesia, como Cristo en la cena, se servía todavía de las fórmulas
judías, dando sencillamente, con algunos incisos, un sentido nuevo
a sus expresiones.
No nos toca aquí discutir la cuestión del origen de la Doctrina
de los doce apóstoles, que se ha querido situar o bien a los comien­
zos de la Iglesia, o bien mucho más tarde, después del 180, a la
sazón de la crisis montañista
Repitámoslo un vez más, y no será la últim a: la fecha y el ori­
gen de una oración litúrgica no deben confundirse con los de las
colecciones en que se halla. Ahora bien, lo que nos interesa en la
64. M artyrium P oíy carpí, PG 5, col. 1040.
65. Cf. A udet, La Didaché, París 195$.

126
Las primeras liturgias eucarísticas

Doctrina de los doce apóstoles, para nuestro estudio, son única­


mente estas oraciones. Que éstas son de origen judío, como lo reco­
noció el primero entre los modernos, Dibeliusw, resulta evidente
con sólo compararlas con las oraciones judías tradicionales de las
comidas. Hay incluso que ir más lejos que Dibelius, que pensaba
hallar aquí una oración de judíos helenísticos. Recordemos que la
sinagoga de Dura-Europos nos ha transmitido un fragmento de
papiro en que leemos una oración hebraica que es el elemento cen­
tral de la berakah de la Doctrina de los doce apóstoles667.
Pero es evidente que en la Doctrina de los doce apóstoles la ora­
ción utilizada por los cristianos recibió algunas añadiduras, por
cierto no muy hábiles, que quieren precisar el sentido nuevo que
le dan.

Respecto a la eucaristía, daréis gracias de esta manera:


Primeramente, sobre e! cáliz:
Te damos gracias, Padre nuestro, por la santa viña de David, tu siervo,
la que nos diste a conocer por medio de Jesús, tu siervo (ttkü;) .
A ti sea la gloria por los siglos.
Luego, sobre el fragm ento:
Te damos gracias. Padre nuestro, por la vida y el conocimiento que nos
manifestaste por medio de Jesús, tu siervo.
A ti sea la gloria por los siglos.
Como este fragmento estaba disperso sobre los montes y reunidos se
hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino.
Porque tuya es la gloria y el poder por Jesucristo eternamente.
Después de saciaros, daréis gracias a sí:
Te damos gracias, Padre santo, por tu Santo nombre, que hiciste morar
en nuestros corazones, y por el conocimiento, y la fe, y la inmortalidad,
que nos diste a conocer por medio de Jesús, tu siervo.
A ti sea la gloria por los siglos.
Tú, Señor todopoderoso, creaste todas las cosas por causa de tu nombre
y diste a los hombres comida y bebida para su disfrute. Mas a nosotros
nos hiciste gracia de comida y bebida espiritual y de vida eterna por tu
siervo.
Ante todo, te damos gracias porque eres poderoso. A ti sea la gloria
por los siglos.
Acuérdate, Señor, de tu Iglesia, para librarla de todo mal y hacerla
perfecta en tu amor, y reúnela de los cuatro vientos, santificada, en el

66. Cf. A ui;kt, op. cit.


67. Cf. supra, p. 41.

127
De la «berakah» judía a la eucaristía cristiana

reino tuyo, que has preparado. Porque tuyo es el poder y la gloria por
los siglos.

Venga la gracia y pase este mundo.


Hosanna al Dios de David.
E l que sea santo, que se acerque.
El que no lo sea, que haga penitencia.
Maraña tha.
A m én68.

Hemos subrayado las adiciones evidentemente cristianas. Nótese


su pequeño número y su laconismo. También se habrá notado que
no hemos subrayado las menciones de la Iglesia. El texto hebreo
que se ha encontrado muestra que sxx^ oÍk, en nuestro texto grie­
go, corresponde sencillamente al hebreo qahal, que para los pri­
meros redactores y recitadores de la oración designaba exactamente
la reunión esperada de la diáspora de Israel.
Das discusiones continuadas todavía entre los críticos cristianos
— que ignoran (voluntariamente o no) textos judíos paralelos —
para saber si tenemos aquí una oración eucarística en sentido estric­
to o una oración para el ágape, separada ya — así se supone— de
la eucaristía, o todavía dos grupos de textos aplicables a celebracio­
nes diferentes, estas discusiones, decimos, resultan vanas si se tie­
nen en cuenta estos paralelismos. El conjunto es de un solo tenor,
conforme a la sucesión tradicional de las berakoth de la comida
(bendición sobre la copa inicial, bendición sobre el pan partido, tri­
ple bendición sobre la última copa). Pero en su estado final se apli­
can evidentemente a una comida sagrada de una cristiandad todavía
muy próxima al judaismo, la cual no podía ser sino su eucaristía.
Con esto se comprende mejor que los cristianos conservaran casi in­
tactas aquellas oraciones judías, por cuanto ofrecían ciertamente
una forma particular de comunidades dominadas por la expectación
mesiánica. ¿Qué comunidad concreta fue su autor? Seguramente
es vano querer precisarlo. Pero por estos textos podemos formar­
nos alguna idea de lo que debieron de hacer de las oraciones judías
tradicionales, antes de los primeros cristianos, judíos como los de
Qumrán o de la comunidad zadoquita de Damasco.
68. Doctrina de los doce apóstoles ix y x, según la trad. de D. R u iz B ueno, en
Padres apostólicos, BA C, M adrid 1950, p. 86ss.

128
Las primeras liturgias eucaristicas

La mención de las colinas, en las que estaba disperso el trigo,


indica un origen palestino, o por lo menos sirio. El enlace entre la
vida y el conocimiento, la mención misma del alimento y de la be­
bida espirituales pueden pertenecer ya a este judaismo mesiánico,
como también al cristianismo primitivo, al igual que la insistencia
en el nombre divino revelado y hasta el título de «Padre nuestro»
dado a Dios. Pero todo1esto entrañaba tan fácilmente para los cris­
tianos un contenido más preciso, que por el momento podían no
sentir la necesidad de decir más. Jesús, como lo ha mostrado muy
bien Daniélou, era para ellos ese nombre divino revelado®, como
era también el alimento y la bebida espirituales, así como la vida
y el conocimiento hallados en la fe en él y que procuran la inmorta­
lidad en la participación en su resurrección.
Hasta la misma invocación final: «Venga tu gracia y pase este
mundo» pudo muy bien ser judía antes de ser adoptada por los
cristianos. En cambio, «Hosannah al Dios de David» es una expre­
sión críptica, típica del cristianismo primitivo, de la creencia en la
divinidad de Jesús. Por su corrección de la fórmula repetida por los
Evangelios: «Hosannah al hijo de David», parece ser un eco de
la discusión de Jesús con los escribas acerca del salmo 110”.
Das palabras que siguen son una invitación a la comunión, que
parecen ser la más antigua expresión que poseemos, de la necesidad
de la penitencia para los cristianos que quieren acercarse a la sa­
grada mesa después de haber pecado. Pero cabe preguntarse si no
habrían podido emplearla también, por ejemplo, los discípulos del
Bautista.
Maraña tha, expresión de la expectación de la parusía, que nos
ha conservado san Pablo*701, confirma, por su posición al final de la
oración, lo que el mismo san Pablo nos dejaba ver acerca de la orien­
tación escatológica de aquellas primeras eucaristías, en las que
se «anunciaba» la muerte del Señor «hasta que él venga». Como
más de una aparición del Resucitado debió de estar en relación con
las primeras celebraciones, éstas continuaron en la expectación de
su retomo. Sobre todo si se considera que la imploración de 'la

€9, Cf. J . D Am¿LOO, Théotogie du ju dé o-ckris tianis mc, P arís 1958, p. 199ss.
70. M t 22,41-45 y paralelos.
71. ICor 16,22.

129
De la «berakah» judía a la eucaristía cristiana

venida del Mesías pertenecía ya, por lo menos en los días de


fiesta, a la conclusión de la berakah judía sobre la copa, podemos,
sin embargo, preguntarnos si la fórmula misma Maraña tha no sería
tomada por los primeros cristianos de otros grupos anteriores de
judíos piadosos.
Tenemos la suerte de poder captar en otros textos no menos
arcaicos el paso de este primer estado de las oraciones litúrgicas
cristianas a una forma más madura y llamada a subsistir. De una
oración judía cristianizada con algunos retoques ligeros se pasa
a una oración enteramente recompuesta en la perspectiva cristiana.
Pero ésta conservará siempre, con el esquema judío tradicional,
reempleos literales de las fórmulas precristianas. Da hallamos en
otra colección arcaica o arcaizante, no menos difícil de datar y de
localizar: las Constituciones apostólicasTi.
Dos siglos xvii y x v m , particularmente en ciertos medios an­
glicanos y sobre todo non jurors, las recibieron con gran entusias­
mo. Debido a su atribución (sostenida por el texto, pero insosteni­
ble históricamente) a san Clemente de Roma, se creyó hallar en la
liturgia del libro v m (la liturgia clementina, como se la llamará)
un calco casi inmediato de la liturgia de los apóstoles. De hecho,
como veremos, este texto, con ser tan interesante, revela no sólo
una elaboración muy avanzada, sino además una manipulación siste­
mática, y representa más bien una fase final, no un estado primitivo
en la evolución de la oración eucarístíca. El conjunto de la compila­
ción parece haber sido arreglado a fines del siglo iv, ciertamente por
un sirio, como lo muestra la estrecha afinidad de esta liturgia
del libro vrn con la liturgia jerosolimitana llamada de Santiago.
Pero divergencias de detalle de la liturgia pseudoclementina serán
típicas de la liturgia antioquena. Por las fórmulas cristológicas
y trinitarias debía el autor pertenecer a un medio semiarriano de
kquella región. Volveremos a ocuparnos por extenso de todo esto,
Pero hay otra parte de esta compilación, la cual ofrece un
interés innegable, y hasta excepcional, para nuestro conocimiento
de la eucaristía primitiva, aunque se ha tardado mucho tiempo
en notarlo. Es el libro v i l En él se halla una serie de oraciones que72

72. F .X . F unk, D idascaiia e t C enstitutiones apostoioruvi, vol. i, Paderbom 1905,

130
Las primeras liturgias eucarísticas

nos transmiten no sólo materiales cristianos primitivos, sino tam­


bién, a no dudarlo, materiales judíos empleados por cristianos en
época muy remota. La manera como algunos de estos elementos
son empleados en la síntesis muy posterior de la liturgia del libro vm
nos permite captar, al vivo, el proceso de la constitución de la euca­
ristía cristiana más sistemáticamente concebida a partir de elementos,
no sólo de un cristianismo arcaico, sino de un judaismo cris­
tianizado.
Wilhelm Bousset tiene el mérito de haber atraído la atención
hacia estas otras oraciones, como también el de haber sido el primero
en reconocer en ellas oraciones judías empleadas por los cristianos n.
Goodenough precisó, en forma seguramente casi definitiva, las trans­
formaciones (muy análogas a las que observamos en la Doctrina
de ios doce apóstoles) que acarreó este reempleo7374. La hipótesis
fantástica de este notable erudito, al que una imaginación desen­
frenada parece haberle engañado una vez, a saber, que estos textos
habrían sido compuestos por judíos alejandrinos que habrían ver­
tido su judaismo en el molde de la «religión de misterios», cuyo
hierofante habría sido Filón, esta hipótesis, decimos, es absolutamente
insostenible7576. El lenguaje mistérico de Filón, que le es común
con toda dase de contemporáneos, y no solamente con los interesados
por las cuestiones religiosas, no pasa de ser precisamente eso:
un lenguaje. Es quimérico buscar un ritual cualquiera al que hu­
biera que aplicarlo7S. En realidad, como lo vamos a ver, estos
textos no representan sino una forma local de las oraciones de la
sinagoga que ya hemos estudiado. Aunque se trate de una forma
desarrollada evidentemente en medio de habla griega, sin embargo,
no debe gran cosa al helenismo fuera de su lengua, y aun esta
misma lengua no contiene vestigios apreciables de la jerga mistérica
tan cara a Filón.
Del examen de estos textos resulta que fueron compuestos
en griego por alguien cuyo conocimiento del hebreo era bastante
rudimentario. Es reveladora la manera como tropieza con expre­

73. Op, cit., nota 20 del cap. 2.


74. Op. cit., nota 8 del cap. 2.
75. Op. cit., p. 235ss.
76. C f. n u estra obra L e R ite et tkH om m e, cap. v m .

131
De la «berakah» judía a la eucaristía cristiana

siones como felmoni. Pero al mismo tiempo revela que los judíos
helenizados que trabajaron en estos textos antes que los cristianos,
que habían de volver sobre los mismos para retocarlos (aunque
muy ligeramente), trabajaban sobre fuentes hebraicas. Hasta tal
punto es cierto que no hubo nunca judaismo alejandrino, por hele-
nizado que estuviera, que se hiciera realmente independiente de las
tradiciones de Palestina.
Cuando se conoce el texto de la tefillah palestina o babilónica,
basta con leer estas oraciones para darse cuenta inmediatamente de
que las tres primeras son un equivalente, simplemente más prolijo,
de sus tres primeras bendiciones. La siguiente es una oración para
el sábado, que fue acomodada más tarde (con bastante poca habi­
lidad) como oración para el domingo cristiano. Das dos últimas
de la serie son respectivamente una oración que sintetiza las berakoth
14, 15, 16 y 17 de la misma tefillah, y una amplificación de la 18.
Es, por tanto, muy probable que bajo el conjunto se hallara pri­
mitivamente una tefillah para el sábado, formada de siete oraciones,
según un esquema, cuya existencia, como ya lo hemos visto,
está atestiguada en la época de los orígenes cristianos. Da séptima,
ligada a la bendición aarónica, debió desaparecer pura y simple­
mente de la liturgia una vez cristianizada ésta, corriendo la misma
suerte dicha bendición.
Veamos la primera de estas oraciones, que no es evidentemente
más que una forma de targumismo de la bendición aboth, la primera
de las dieciocho. Nótese que pudo ser empleada por cristianos sin
que hubiera que cambiar o que añadir una sola palabra. En efecto,
la idea que aparece al final, de que Jacob, en la visión de la escala
celestial, había visto anticipadamente al Mesías, se halla ya en
la tradición judia” .

Eterno Salvador nuestro, rey de los dioses: único todopoderoso y Se­


ñor, Dios de todo lo que existe y Dios de nuestros padres santos y sin re­
proches, que fueron antes de nosotros, Dios de Abraham, de Isaac y de
Jacob, misericordioso y compasivo, paciente y abundante en misericordia,
a quien todos los corazones son visibles al descubierto y todo sentimiento
oculto se le revela: las almas de los justos claman a ti, en ti han puesto7

77. C f. L. C bufaux, L a tkéoíogie de VÉglise su iva n t sa in t Paní, P a rís 1942, j». 277o*
sobre la visión del M esías y de la J eru sa lé n escatológica por los patriarcas.

132
Las primeras liturgias eucarísticas

los santos su esperanza. El Padre de los sin reproche, el que escucha a los
que le invocan con rectitud y conoce hasta las súplicas tácitas, pues tu
presciencia se extiende hasta las entrañas de los hombres, y por la con­
ciencia sondeas el pensamiento de cada uno, y en toda región de la tierra
asciende a ti el incienso en oraciones y palabras; ¡oh tú, que estableciste
el siglo presente como el estadio de la justicia y abriste a todos la puerta de
la limosna, tú que mostraste a cada uno de los hombres, con un conocimiento
innato y un juicio natural, y según la expresión de [tu] ley, que la posesión
de la riqueza no es eterna y que no dura la belleza de una apariencia agra­
dable, que la fuerza física se disipa fácilmente y que todo [esto] no es
sino humo y vanidad, mientras que sólo la conciencia de una fe sin fraude
pasa a través de los ciclos, donde, elevándose con la verdad, recibe [de tu]
diestra las delicias fu turas; al mismo tiempo, y aun antes de recibir la
promesa de la resurrección, el alma exultante se regocija de ella. En efecto,
desde los orígenes, cuando nuestro antepasado Abraham se aplicaba al ca­
mino de la verdad, tú lo condujiste con visiones y le enseñaste lo que es
este siglo, de modo que tu conocimiento despejó e! camino a su fe; la fe
siguió al conocimiento y la alianza siguió a la fe. Tú dijiste, en efecto: «Haré
tu simiente como las estrellas del cielo y como la arena en las orillas del
mar.» Pero además, habiéndole otorgado el don de Isaac y sabiendo que
éste se conduciría igualmente, te llamaste también el Dios de éste diciendo:
«Yo seré tu Dios y el de tu posteridad» w. Y como nuestro padre Jacob se
iba a Mesopotamia, le hablaste por el Cristo que le mostraste, y le dijiste:
«He aquí que estoy contigo: yo te aumentaré y te multiplicaré abundante­
mente» 7879801 Y a Moisés, tu fiel y santo servidor, le hablaste también en la
zarza ardiente: «Yo soy el que es, ése es mi nombre eterno y mi memorial
para las generaciones de las generaciones» !0. Defensor de la raza (ysvou¡;)
de Abraham, tú eres bendito por los siglos®1.

Limitémonos a comparar con esta oración eí texto condensado


de la primera de las dieciocho bendiciones, tal como se lee en el
Seder Amram Gaon, Notaremos que todos sus términos reaparecen
en nuestra oración, que no es sino una amplificación de aquél, y
en la que se utilizan las formas de un estoicismo popular que se
hallan ya en los libros sapienciales de lengua griega para interpretar
las nociones más puramente judías.
Bendito seas, Señor, Dios nuestro y Dios de nuestros padres, Dios de
Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob, Dios grande, poderoso y re-
78. Cf. Gén 22,17 y 17,7.
79. Gén 26,24 y 48,4.
80. Éx 3,14-15.
81. Constituciones apostólicas, 1. v u , c. 33; F.X. F rx x , Didascalia et constitutiones
apostolorum, rol. x, Paderborn 1905, p. 424ss.

133
De la «berakah» judía a la eucaristía cristiana

verenciado. Dios altísimo, que obras misericordia, que posees todas las cosas,
que te acuerdas de las piadosas acciones de nuestros padres y enviarás un
redentor a los hijos de sus hijos, por tu nombre, en el amor: bendito seas,
Señor, escudo de A braham 8S!.

I,a segunda de nuestras oraciones es igualmente una amplifica-


ción de la segunda «bendición», geburoth. Nótese que su desarrollo
está inspirado en el salmo 104. Como en la oración judía, venida
a ser tradicional, hallamos aquí, por una parte, la insistencia en la
bendición de las estaciones del año, de los tiempos favorables que
procuran a los fieles su subsistencia y, por otra parte, el paso de
la vida presente a la vida de la resurrección. Este rasgo, que los
comentaristas judíos de geburoth atribuyen con razón a influencia
farisea828384, proporcionó un empalme completamente natural a los
desarrollos cristianos que vamos a subrayar. Pero esta vez cita­
remos, en primer lugar, la oración judía que se conservó en la tra­
dición hebraica, para poner en evidencia todo lo que pertenece ya a
la tradición del judaismo, siendo así que podría uno verse tentado,
muy erróneamente, a no reconocer en ello más que interpolaciones
cristianas.
En efecto, la segunda oración del Gaon dice:

Tú eres poderoso para siempre, Señor; tú vivificas a los muertos, tú


eres poderoso para salvar, tú que haces que caiga el rocío, que soplen los
vientos y caiga la lluvia, que sostienes a los vivos con misericordia, que vivi­
ficas a los muertos en [tu] gran piedad, sostienes a los que caen, curas a
los enfermos, liberas a los cautivos y confirmas la fe de los que duermen en
el polvo. ¿Quién es semejante a ti, Señor de las potestades, y quién se te
asemeja, Rey que das muerte y que vivificas, que haces b ro ta rla salvación?
Y tú eres además fiel en resucitar a los muertos. Bendito seas, tú que vi­
vificas a los muertos•*.

Veamos ahora en qué se convirtió esta oración en la tradición


explotada por el libro vn de las Constituciones apostólicas:

Bendito eres, Señor rey de los siglos, que por el Cristo hiciste todas
las cosas y por él al principio ordenaste el caos, que separaste las aguas de las
82. Cf- supra, p„ 83.
83. Cf- DH, p. 85.
84. Cf. supra, p* 84.

134
Las primeras liturgias eucarísticas

aguas con el firmamento y que derramaste un espíritu de vida, que consoli­


daste la tierra, extendiste el cielo y adornaste el uno y la otra con criaturas
apropiadas. Porque por tu bondad, ¡oh Señor!, fue el mundo establecido en
su belleza, el cielo plantado como una tienda, iluminado con astros como
consuelo de las tinieblas; la luz y el sol fueron engendrados para dar el día
y producir los frutos, la luna para marcar los tiempos según que crece o
disminuye, asi como fue llamada la noche y proferido el dia, apareciendo el
firmamento en medio de los abismos. Tú dijiste también que se reunieran
las aguas y apareciera lo seco. En cuanto al mar, ¿quién podrá describirlo?
El mar que viene, alborotado por las olas, pero se vuelve atrás, rechazado
de las riberas por orden tuya, porque tú dijiste que se rompieran sus olas.
Sin embargo, hiciste de él un camino para los animales, pequeños o gran­
des, y para los navios. En lo sucesivo hizo la tierra germinar flores de múlti­
ples colores y árboles engalanados de todas formas y que, mantenidos por la
variación de las luminarias, se desarrollan sin desviarse nunca de tus pres­
cripciones, nacen o desaparecen como señal de las estaciones y de los años,
sirviendo alternativamente a las necesidades de los hombres. Luego fueron
establecidas las diferentes especies de anímales, terrestres, marinos, aéreos
o anfibios, y la sabiduría, artífice de tu presciencia, da a cada uno lo que
tú tienes previsto, pues como no falló en producir su diversidad, tampoco
descuida el mirar por sus diversas necesidades. Y habiendo, como término de
tu obra, dispuesto en tu sabiduría al animal dotado de razón, ciudadano del
mundo, lo formaste diciendo: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y
semejanza», estableciéndolo como un mundo en este mundo, con la ayuda
de los cuatro elementos, modelándole un cuerpo a partir de los cuerpos ele­
mentales y adaptándole un alma creada de la nada, gratificándolo con cinco
sentidos e imponiendo al alma el espíritu ( voüv) como guía de los sentidos.
Y por encima de todo esto, dueño, Señor, ¿quién expondrá dignamente el
curso de ¡os vientos que traen aguaceros, el centellear de los relámpagos,
el estruendo de los truenos, todo lo cual proporciona a todos su alimento y
templa armoniosamente la atmósfera? Sin embargo, habiendo desobedecido
el hombre, lo privaste de la recompensa de la vida, aunque sin aniquilarlo,
sino de tal suerte que, habiéndose dormido un poco de tiempo, volviste
a llamarlo a renacer, por tu promesa jurada. Tú, que vivificas a los muer­
tos por Jesucristo, nuestra esperanza, aboliste el decreto de [nuestra
muerte]

Notemos de nuevo en esta fórmula las expresiones tomadas de


los filósofos. En las que siguen hallaremos todavía otras. Una
vez más, se trata de un rasgo notable ya en los escritos sapienciales
de la Biblia griega, con los que se hallarán todavía más emparen-85

85. CA v il, 34; F unx, op. cit., p. 426ss.

135
De la «berakah» judía a la eucaristía cristiana

tadas las oraciones que siguen. Pero los préstamos de este género,
sobre todo los tomados del estoicismo vulgarizado, no faltan tam­
poco en san Pablo, por muy palestino que sea su judaismo 86.
I^a tercera parte es para nuestro estudio la más interesante de
la serie. A la tercera berakah de las semoneh esreh, con la qedusah
que, como hemos dicho, la precedía en la oración pública, incor­
pora la sustancia de la oración, por la cual era introducida la
qedusah, la oración keter («corona»), tan notable por su insistencia
en el reinado divino. Por primera vez hallamos aquí en la qedusah
la fórmula los cielos y la tierra (y no la tierra sola), que pasará
a las conciencias cristianas. Viene evidentemente de la oración
ydzer y se halla ya en los targumes litúrgicos. Hay que su­
poner que los judíos alejandrinos la habían incorporado ya al
texto8J.
Otro rasgo significativo de esta tercera oración del libro vn
es la manera como incluye igualmente la recitación, si no del sema}i,
por lo menos, de un texto que le es equivalente, tomado del primer
libro del Deuteronomio. Parece que tenemos aquí una confirmación
suplementaria de la tesis común de los comentadores judíos,
según la cual el puesto primitivo de la qedusah habría sido inmedia­
tamente antes del semah, de modo que la qeduSah de la tefillah ven­
dría de una transposición ulterior de la qedusah de yózer. En efecto
— como lo vemos aquí—, la qedusah, al ser transpuesta, arrastró
consigo al semah, lo cual prueba que le estaba ligada primitiva­
mente
Para facilitar la comparación, veamos una vez más la oración
keter, la qedusah que lleva consigo, y la tercera berakah, tal
como 1as tenemos en el Seder Amram Gaon para ser recitadas una
tras otra por el hazzan

(Keter) Una corona te será dada por las multitudes de lo alto, como
por las asambleas de aquí abajo; todos concordes te repetirán la alabanza
santa, según fue dicho por tu profeta: «Y clamaban unos a otros diciendo:
Santo, santo, santo es el Señor sabaoth, la tierra entera está llena de
su gloria.» Entonces, con un ruido de grandes aguas, poderoso y fuerte,

86. Cf. supra, p. 34.


87. Cf- E r ic W erner , T h e Sacred Bridgej p. 284&S.
88. Cf. supca, p. 7S.

136
Las primeras liturgias eucarísticas

dejan oír sus voces y elevándose hacia ti dicen: «Bendita sea la gloria del
Señor, de su lugar.* De tu lugar resplandece, ¡oh Rey nuestro!, y reina
sobre nosotros, pues nosotros te aguardamos. ¿ Cuándo reinarás ? Reina
pronto en Sión, en nuestros días, y permanece en nuestras vidas. Seas glo­
rificado y santificado en medio de Jerusalén, tu ciudad, a través de todas
las generaciones y por todos los siglos. Y vean nuestros ojos tu reinado,
según la palabra dicha en los cantos de tu poder por David, el ungido de
tu justicia: «El Señor reinará para siempre, tu Dios, Sión, por todas las
generaciones. Aleluya.»
(Qedusat ka-sem) De generación en generación tributad homenaje a
Dios, pues sólo él es [muy] alto, y santo, y tu alabanza, ¡oh Dios nuestro!,
jamás se apartará de nuestra boca, pues tú eres un rey grande y santo.
Bendito seas, Señor, ¡ oh Dios santo! w.

Veamos ahora el texto sintético de las Constituciones apostólicas.


En él observaremos, precediendo a la entrada de los temas que
acabamos de volver a oir, otros textos más, cuya proveniencia
trataremos luego de descubrir.

Grande eres, Señor todopoderoso, y grande es tu fuerza, y tu inteligencia


es incomparable: creador, salvador, rico en gracia, paciente, corega50 de
misericordia, tú, que no descuidas la salvación de tus criaturas, porque eres
bueno por naturaleza, sino que tienes consideración con ios pecadores, invi­
tándolos a la penitencia, porque tu educación es compasiva. En efecto, ¿cómo
subsistiríamos nosotros si de repente nos llamaras a juicio, siendo así que
nos cuesta trabajo recobrar aliento en nuestra flaqueza cuando tienes pa­
ciencia con nosotros? Los cielos han anunciado tu poder y la tierra, conmo­
vida en su seguridad, está suspendida sobre la nada. El mar agitado por
las olas, que alimenta a una innumerable manada de vivientes, es retenido
por la arena, temiendo tu voluntad, y fuerza a todos a exclam ar: «¡Qué
magníficas son tus obras!, Señor, todas las hiciste en [tu] sabiduría; la
tierra está llena de tu creación!» Y el ardiente ejército de los ángeles, con
los espíritus inteligibles, dice: «Uno solo es santo [para quienquiera que
sea]»®1, y los santos serafines de seis alas, juntamente con los querubines,
te cantan el himno de victoria, claman con [sus] voces que no callan jamás:
aSanto, santo, santo, el Señor sabaoth; los cielos y la tierra están llenos
de tu gloria.» Y la multitud de los otros órdenes, los ángeles, los arcánge­
les, los tronos, las dominaciones, los principadas, las autoridades, las po-8901

89. Cf. supra, p. 84.


90. El corega era exactamente, en griego clásico, el que se hacía cargo He todos los
gastos de un festival.
91. El traductor griego no comprendió el sentido del liebreo feimon y lo transcribió
tal cual, al igual que lo® Setenta, Aquite y Teodoción.

137
De la «berakah» judía a la eucaristía cristiana

testades dicen en voz a lta : «Bendita la gloria del Señor, de su lugar.»


Israel, sin embargo, tu Iglesia terrestre sacada de las naciones, rivalizando
con los poderes celestiales, noche y día, con todo su corazón y con todo el
deseo de su alma, canta: «El carro de Dios, a miríadas y a millares se
regocija, el Señor está en ellos, en elSinaí, en el santuario.» El cielo
conoce al que extendió su tienda sin basarla sobre nada, como un cubo de
piedra; que reunió la tierra y lasaguas,que difundió losaires pa
tener la vida, y que la rodeó de fuego para calentarla] y consoladnos]
de las tinieblas. El coro de las estrellas [nos] pasma expresando al que
las contó y manifestando a! que las nombró, como los vivientes al que los
animó y los árboles al que los plantó. Todos, sin embargo, hechos por tu
palabra, representan la fuerza de tu poder, por lo cual también todo hom­
bre, como dominando sobre todo esto por causa de ti, debe desde el fondo
de! corazón devolverte por el Cristo el himno de todo esto. Porque tú eres
bueno en tus beneficios y munífico en tus compasiones, el único todopoderoso,
porque te basta con querer para poderlo, y tu poder eterno enfría la llama,
cierra las fauces de los leones, amansa a los monstruos marinos, alivia a
los enfermos y derriba los poderes: abate, cuando se ensoberbecen, a un
ejército de enemigos, a un pueblo numeroso. T ú eres el que en elcíelo
en la tierra o en el mar no es nunca limitado por ningún límite. Y esto
no viene de nosotros, Señor, sino que es el oráculo de tu siervo, qued ij
«Y conocerás en tu corazón que el Señor, tu Dios, es Dios en lo a
en el cielo, aquí abajo en la tierra, y que no hay otro sino Él» ” ,
No hay, en efecto, otro Dios sino tú solo; no hay otro santo sino tú,
Señor, Dios de [todo] conocimiento, Dios de los santos, santo por encima de
todos los santos, porque los santificados lo son por tus manos. Glorioso y so­
breexaltado, invisible por naturaleza, insondable en tus juicios, tú, cuya vida
no tiene necesidad de nada, inmutable e indefectible en [tu] duración, infa­
tigable en [tu] operación, indescriptible en [tu] grandeza, eterno en [tu]
belleza, inaccesible en [tu] morada, establecido para siempre en tu taber­
náculo, tú, cuyo conocimiento' es sin comienzo, cuya verdad es sin cambio,
cuya obra es sin intermediario, cuyo poder es incontestable, cuya monarquía
es inseparable, cuyo reinado es sin fin, cuya fuerza, sin rival, cuyo ejér­
cito, innumerable. Porque tú eres el Padre de la sabiduría, el demiurgo de la
creación hecha por un mediador, pero cuyo principio eres tú, corega de
la providencia, donador de las leyes, saciedad de la indigencia; [tú eres]
el que castiga a los impíos y recompensa a los justos, el Dios y Padre
de Cristo y Señor de los que le veneran, cuya promesa es sin mentira, cuyo
juicio es incorruptible, cuya sentencia es indeclinable, cuya piedad es ince-92

92. Dt 4,39, Como lo hizo notar Baunistark, es notable que este versículo precis
mente, y no 6,4ss, fuera, utilizado por la liturgia de los SRmaritanos. Este último hecho
hace suponer que debía suceder así en las formas arcaicas de la liturgia sinagogal y
que a ellas, y no a un retoque cristiano se debió esta presencia en un texto distinto del
temah, pero de sentido equivalente.

138
Las primeras liturgias eucarísticas

sante, cuya eucaristía es eterna, por guien te es debida una adoración digna
de ti, por parte de toda naturaleza racional y santa93.

Aquí cabe preguntarse de dónde vienen las amplificaciones ini­


ciales sobre la penitencia, que no se hallan en la tercera bendición,
tal como la tenemos en el G aon y en los otros libros de oraciones,
medievales y modernos. Hay que señalar que corresponden a los
contenidos respectivos de la cuarta, y sobre todo de la quinta, de
la sexta, séptima, y hasta de la octava de las bendiciones de las
semoneh esreh; sobre el conocimiento de Dios, el arrepentimiento,
el perdón, la redención y la curación de todos los males, en particu­
lar de las enfermedades, vistos como consecuencia dél pecado.
Da cuarta de nuestras oraciones no tiene correspondencia en las
semoneh esreh. Y, sin embargo, no deja de ser, con su insistencia
en el sábado, el fragmento más judío de todo el conjunto, hasta
el punto de que las añadiduras cristianas, especialmente recalcadas,
no pudieron borrar su destino primitivo al aplicarlo al domingo.
Debemos recordar aquí que las dieciocho bendiciones, en su uso
más antiguo, no se recitaban el día del sábado, sino que eran
reemplazadas por una fórmula en siete bendiciones o berakoth, como
debió de ser el modelo judío de nuestras oraciones. Nuestro texto
parece habernos conservado la sustancia del formulario especial
para el sábado, que no tardó en caer en desuso. L,a continuación
de las oraciones del libro v n de las Constituciones apostólicas nos
da una idea de lo que debía ser esa fórmula contracta, y el texto
que presentamos a continuación nos ayuda a comprender cómo la
alabanza del sábado debía constituir su eje.

Señor todopoderoso, tú creaste el mundo por el Cristo y de ello estable­


ciste un memorial en el sábado, porque en este día hiciste que se guardara
reposo por los trabajos para meditar tus leyes y prescribiste fiestas para
regocijo de nuestras almas y para que en ellas conmemorásemos la Sabiduría
93. CA v n , 35; F unk, op. cit., p. 423ss. Este texto nos explica cómo el sanctu
formaba parte de la liturgia cristiana desde los orígenes antes de figurar en ella en el
ágape eucarfstico* E l hecho está atestiguado por C lemente R omano, Epístola a los Corin­
tios 34, y por T ertuliano , De OraHone 3; PL, 1, col. 1156-1157. Pero sólo nuestra
texto nos permite afirmar que su recitación pertenecía todavía, como en la sinagoga, a las
oraciones del oficio de las lecturas. O rígenes , a lo que parece, nos presenta el primer
testimonio de su paso a la oración eucarística de la comida sacramental, De Principiis iv,
3,14.

139
De la «berakah» judía a la eucaristía cristiana

que tú creaste: como, por causa nuestra, consintió en nacer de una mujer,
se manifestó en la vida, mostrándose en el bautismo como Dios y hombre:
sufrió por causa nuestra por tu permisión, murió y resucitó por tu poder.
P or esto, celebrando el domingo la fiesta de la resurrección, nos regocijamos
por razón de aquel que venció a la muerte y sacó a la luz la vida y la
incorrupción. Por él, en efecto, condujiste a ti a las naciones, para hacer
de ellas el pueblo que te adquiriste, el verdadero Israel, el amigo de Dios,
el que ve a Dios. Porque tú, Señor, sacaste a nuestros padres del país de
Egipto, los libraste del horno de hierro, del lodo, y de los ladrillos que
tenían que amasar, los rescataste de la mano del faraón y de sus súbditos
y los condujiste a través del mar como a pie enjuto y los hiciste morar
en el desierto gracias a tus beneficios de todas clases; tú les hiciste el don
de la ley, es decir, del decálogo, que tu voz pronunció y que tu mano es­
cribió, tú les prescribiste el sábado, no como pretexto para la ociosidad, sino
como ocasión de piedad, para el conocimiento de tu poder, para impedirles
hacer mal, rodeándolos de una santa barrera, para instruirlos y regocijarlos
de la semana. P or esto [estableciste] una semana, siete semanas, el séptimo
mes y el séptimo año y, a su séptimo retorno, el jubileo, el año quincuagésimo,
para el perdón, de tal forma que los hombres no tuvieran excusa alguna
para paliar su ignorancia; [la ley] les prescribió descansar cada sábado,
de tal modo que nadie ose siquiera proferir una palabra de cólera el día del
sábado. El sábado es, en efecto, el reposo de la creación, el acabamiento
del mundo, la búsqueda de la ley, la alabanza eucarística a Dios por los
dones que ha hecho a los hombres. Pero el domingo rebasa todo esto en
cuanto manifiesta al mediador mismo, al providente, al legislador, al principio
de la resurrección, al primogénito de toda [la] creación, al Dios Verbo, y
al hombre engendrado por María, único [que lo fue] sin concurso del hom­
bre, al que vivió santamente, fue crucificado bajo el poder de Poncio
Pilato, murió y resucitó de entre los muertos. Por esto el domingo, ¡oh
Señor!, [nos] invita a ofrecerte la eucaristía por todas las cosas ( tocvtüív);
porque ella misma es la gracia que viene de ti y cuya grandeza ha recubierto
cualquier [otro] beneficio81.

A falta de término más directo de comparación, podemos com­


parar con esta oración e! inciso introducido en la tercera berakah
del final de las comidas en día de sábado. En efecto, en él observare­
mos la misma teología sabática:

Consuélanos, Señor, Dios nuestro, en Sión, tu ciudad, consolidando tu


templo, y sé misericordioso, Señor, Dios nuestro, con tu pueblo, la ciudad
de Jerusalén y Sión, morada de tu gloria...94

94. CA v il, 36; F vmk, op. cit., p. 432s&.

140
Las primeras liturgias eucarísticas

Dígnate, Señor, Dios nuestro, fortalecemos con tus mandamientos, y


[especialmente] con el mandamiento del séptimo día. Este día es grande
y santo por causa de tu santidad y de tu reposo, y en él descansaremos
nosotros conforme al mandamiento de tu voluntad: no haya turbación ni
agravio en nuestro reposo. Y retome pronto a su puesto el reino de la
casa de David, etc...*.

La quinta de nuestras oraciones comienza combinando el con­


tenido de las berakah decimocuarta y decimoquinta: la Birkat Ymt-
salem y la Birkat David. Recordémoslas:

(Birkat Yeruscdem) A Jerusalén, tu ciudad, vuelve en tu misericordia, y


haz en ella tu morada como dijiste. Reconstruyela en nuestros días como
una construcción eterna. Bendito seas, Señor, que reconstruyes a Jerusalén.
(Birkat David) Haz que florezca pronto el retoño de David, y que su
cuerno sea exaltado por tu salvación, pues nosotros aguardamos tu salva­
ción todo el día. Bendito seas, Señor, porque haces florecer el cuerno de la
salvación

Veamos ahora lo que se halla en el primer párrafo de la quinta


oración presentada en las Constituciones;

Tú que cumpliste las promesas de los profetas, que tuviste piedad de


Sión, que hiciste misericordia a Jerusalén, exaltando el trono de David, tu
siervo, en medio de ella, por el nacimiento de Cristo, que nació según la
carne de la semilla de David, de la única que permaneció virgen...*7.

Lo que sigue combinará también la berakah decimosexta (tefi-


llah), por la buena acogida de las oraciones, con la decimoséptima
(abodah), la que reasume, según nos dicen los rabinos, la oración
que acompaña en el templo a la ofrenda de los sacriñcios.
En Amram Gaon están formuladas así:

(TefiUah) Oye nuestra voz, Señor, ten piedad de nosotros y acepta nues­
tra oración en [tu] misericordia y [tu] favor, porque tú eres un Dios
atento a nuestras oraciones y a nuestras súplicas; de tu presencia, ¡oh Rey
nuestro!, no nos despidas vacíos, porque tú escuchas la oración de toda
boca. Bendito seas. Señor, que escuchas la oración.9567

95. D H , p. 151.
96. Cf. supra, p. 86.
97. CA v il, 37; F iínk, op. cit., p. 436ss.

141
De la «berakah» judía a la eucaristía cristiana

(Abodah) Acepta, Señor, Dios nuestro, a tu pueblo, Israel, y sus ora­


ciones, y restaura el servicio del Santo de los santos de tu casa: recibe
luego en [tu] amor y en [tu] favor los holocaustos de Israel y su oración,
que el servicio de tu pueblo, Israel, sea siempre acepto ante ti, y vean
nuestros ojos tu retomo a Sión en [tu] misericordia. Bendito seas, Señor,
que restauras tu presencia en S ión98.

Das Constituciones apostólicas sintetizarán sin dificultad estas


dos oraciones en una sola. Ésta introducirá de nuevo una evocación
detallada de los padres, esta vez en función de los sacrificios que
nos relata la Biblia.
... Y tú ahora, Señor, ¡ oh D ios!, acepta las oraciones que están en los
labios de tu pueblo tomado de las naciones, de los que te invocan en ver­
dad, como aceptaste los dones de los justos en sus generaciones. Tú diri­
giste tu mirada, en primer lugar, al sacrificio de Abel y lo aceptaste, al de
Noé cuando salió del arca, al de Abraham cuando hubo salido de la tierra
de los caldeos, al de Isaac en el pozo del juramento, al de Jacob en Betel9910,
ai de Moisés en el desierto, al de Aarón entre los vivos y los muertos, al
de Gedeón sobre la piedra y los vellones antes de su pecado, al de Manoah
y su mujer en la llanura, al de Sansón sediento antes de su transgresión, al
de Jefté en el combate antes de su promesa temeraria, al de Barac y de
Débora a propósito de Sisara, al de Samuel en Masfah, al de David en
la era de Ornan el jebuseo, a los de Salomón en Guibeón y en Jerusalén,
al de F.lias en el monte Carmelo, al de Elíseo en la fuente desecada, al de
Josafat durante la guerra, a los de Ezequías en su enfermedad y a propósito
de Senaquerib, al de Manasés en el país de los caldeos después de su trans­
gresión, al de Josías por la pascua, al de Esdras al retorno [de la cautividad],
al de Daniel en el foso de los leones, al de Jonás en el vientre del monstruo
marino, al de los tres jóvenes en el horno ardiente, al de Ana en el taber­
náculo, delante del arca, al de Nehemías y de Zorobabel cuando se volvieron
a levantar las murallas, al de Matatías y de sus hijos en su celo hacia ti,
al de Jael en sus bendiciones. También ahora recibe, pues, las oraciones
que tu pueblo te ofrece, con [su] conocimiento, por Cristo, en el Espíritu 10°.

Varios de estos nombres deben retenerse. En efecto, más de una


vez volveremos a encontrar, en particular a Abel y Abraham, men­
cionados en una oración eucarística cristiana en el momento en que
se implora la aceptación del sacrificio.
Finalmente, la última de nuestras oraciones corresponde a la
98. Cf. supra, p. 86 y p. 88.
99. £1 texto, sin duda por un error de copista, dice Belén.
100. C A v n , 38j F cnk , op. cit., p. 438.

142
Las primeras liturgias eucarísticas

decimoctava de las «bendiciones»: hodak, la que concluye en


la vuelta clásica a la acción de gracias inicial, el conjunto de la
tefillah.
Aquí las tenemos, a continuación una de otra :

(Hodah) Te damos gracias, Dios nuestro y Dios de nuestros padres:


tú eres la roca de nuestras vidas, el escudo de nuestra salvación a través
de todas las generaciones. Te damos gracias y proclamamos tu alabanza,
por nuestras vidas puestas en tus manos y nuestras almas confiadas a tu
cuidado. Ttí eres todo bondad, porque tus misericordias no se fatigan jamás;
eres misericordioso, porque tu compasión no cesa nunca; nosotros tenemos
siempre nuestra esperanza en ti, No seamos confundidos, Señor, Dios nues­
tro, no nos abandones, no nos ocultes tu faz, y, ¡ oh Rey nuestro!, sea tu
nombre bendecido y ensalzado por siempre. Todo lo que vive debería darte
gracias, selah, y alabar tu nombre, ¡oh totalmente bueno!, en la verdad.
Bendito seas. Señor, cuyo nombre es todo bondad, y a quien conviene la
acción de gracias M1.
Te damos gracias por todas las cosas, Señor todopoderoso, porque no nos
has retirado tus misericordias y tus compasiones, sino que en toda genera­
ción salvas, libras, socorres y proteges. Porque has sido nuestro amparo en
los días de Enós y de Henoc, en los días de Moisés y de Josué, en los días
de los jaeces, en los días de David y de los reyes, en los días de Samuel,
de Elias y de los profetas, en los días de Ester y de Mardoqueo, en los
días de Judit, en Sos días de Judas Macabeo y de sus hermanos. También en
nuestros días socórrenos, por tu gran pontífice, Jesucristo, tu siervo. En
efecto, él [nos] libró de la espada, él nos libró del hambre aUmentándo[nos],
él [nos] curó de la enfermedad, él [nos] protegió de la lengualaa.
P or todo [esto], te damos gracias por el Cristo, a ti, que nos diste una
voz dispuesta para la confesión, habiendo [nos] provisto de una lengua
armoniosa, como la de un plectro. [Tú nos proveiste igualmente] del gusto
para apreciar, del tacto para distinguir, de los ojos para ver, de los oídos
para oir, del olfato para oler, de las manos para trabajar, de los pies para
caminar. Y todo esto tú lo formas de una partícula en el seno materno y,
después que ha cobrado forma, le otorgas un alma inmortal y lo haces
salir a la luz. A este animal racional, al hombre, tú lo instruiste con [tus]
leyes, lo iluminaste con [tus] juicios y, después de conducirlo por un poco
de tiempo a la disolución, le prometiste la resurrección. ¿Qué vida será,
pues, suficiente, qué longitud de siglos será tal, que el hombre pueda darte
gracias por ello? Pero lo que no nos es posible cumplir como seria me­
nester, debemos desempeñarlo en cuanto está en nuestro poder. Porque tú102

101. Cf, su p ra, p. 88.


102. Hemos subrayado los él, puestos en este lugar para atribuir a Cristo todo lo
que en la oración, primitiva debía de atribuirse a Dios.

143
De la «berakah» judía a la eucaristía cristiana

nos libraste de la impiedad del politeísmo, nos sustrajiste a la secta de los


que dieron muerte a Cristo, nos libraste de la ignorancia en que habíamos
errado. Tú nos enviaste el Cristo como un hombre en medio de los hom­
bres, él, que es el Dios H ijo único; tú hiciste que habitara en nosotros el
Paráclito, nos pusiste bajo la custodia de los ángeles, redujiste a la ver­
güenza el diablo; tú habías hecho ser lo que no era, tú conservas lo que
existe, tú das a la vida su medida, tú [le~\ procuras su alimento, tú has
prometido la penitencia. Por todo esto, a ti la gloria y la veneración, por
Jesucristo, ahora y siempre por todos los siglos. A m én m ,

Una vez más, las diferencias están, sobre todo, en las enumera­
ciones detalladas, que sustituyen a las fórmulas globales que pre­
valecieron en las oraciones judías. Como hemos podido observar
en las oraciones precedentes, cada vez nos hallamos con esos elogios
exhaustivos, tradicionales en los escritos sapienciales, con los cuales
está evidentemente emparentado el judaismo alejandrino de nuestras
fórmulas. Estos elogios que se hallan igualmente en la epístola a los
Hebreos, proporcionan a los utilizadores cristianos un punto de
inserción final, lo más apropiado para la inserción de Cristo y de su
obra.
Con estas oraciones, por muy judías que sean todavía debajo del
barniz cristiano, pero de las que partes enteras entrarán en bloque
en la oración eucarística, de factura francamente cristiana, del
libro vin, como no tardaremos en comprobar, vemos formarse
la oración cristiana como en el interior de la oración judía. Cuando
quede despejada, aparecerá como la cosa más natural que se com­
pusiera, no sólo en su molde, sino también de su sustancia.103

103, CA v il, 3S¡ F ukk, op. d t., p. 438ss.

144
C a p ít u l o V I

LA EUCARISTIA PATRÍSTICA Y LOS VESTIGIOS DE LA


EUCARISTÍA PRIM ITIVA

Constitución de los formúlanos tradicionales

La fijación por escrito de las oraciones litúrgicas, en el cristia­


nismo como en el judaismo, es un fenómeno relativamente tardío. En
un caso como en otro no se produjo sino a partir de! momento
en que se tuvo la sensación de que corría peligro de alterarse la
tradición si no revestía formas fijas en los detalles. Las herejías,
con la reacción que provocaron, fueron un factor de particular
importancia en esta evolución. Esta es la razón por la que efectiva­
mente no vemos generalizarse textos cristianos de este género
sino después de la gran crisis del arrianismo, es decir, a partir de
la segunda mitad del siglo iv.
No obstante, un documento como la Tradición apostólica de san
Hipólito atestigua que antes de esta fecha comenzaron a redactarse
modelos típicos. Pero el mismo documento atestigua también que pri­
meramente se propusieron más bien como ejemplos destinados a
guiar a los celebrantes y no precisamente como fórmulas ne varie-
tur \ Y viceversa, mucho después de la aparición y de la generaliza­
ción de formularios relativamente fijos pudieron persistir casi hasta
nuestros días variaciones sobre los temas fundamentales. En la
misma liturgia romana, por muy conservadora que parezca, no cesó
prácticamente nunca la redacción de prefacios eucarísticos variables.

1. Cf. Tradición apastóiicat final del párrafo 10,

145
La eucaristía patrística

La liturgia mozárabe, casi todo el tiempo que se mantuvo


viva, conoció esta plasticidad tocante a todas las partes de la euca­
ristía2.3 Y las liturgias orientales por su parte, en particular entre
los coptos, los etíopes y los maronitas, siguieron elaborando hasta
el final de la edad media fórmulas más o menos nuevas.
Con todo, es cierto que el gran desarrollo de los formularios
eucarísticos coincide con el apogeo de la patrística, es decir, un
período que se extiende de mediados del siglo iv a mediados del
siglo v i : de los padres capadocios a san Gregorio Magno. Dado
que los manuscritos litúrgicos estaban destinados al uso litúrgico
y se destruían o se dejaban de lado cuando ya no servían, sólo nos
quedan algunos preciosos fragmentos de una época más antigua.
En cambio, como las composiciones de esta época habían llegado
a imponerse y a persistir, estamos sumergidos en un cúmulo de
textos producidos en aquel tiempo. Puede decirse que entonces fue
cuando la eucaristía halló sus expresiones clásicas. No hay que
lamentar demasiado que no tardaran en poner más o menos trabas
a la improvisación. En efecto, hay que reconocer que los siglos
siguientes no produjeron prácticamente sino variaciones, más o me­
nos logradas, sobre los temas que en aquella sazón acabaron por
definirse y organizarse. O bien se perderán éstos de vista y no se
tardará en caer en palabrería y en extravíos de la imaginación.
Cuando la que, para simplificar, llamamos nosotros la edad media
no se atenga ya a los textos patrísticos, la oración eucarística se
hallará en constante peligro de adulteración y de disolución8.
Por el contrario, cuando se recorren los textos de esta gran
época, queda uno sorprendido por su vigor y su riqueza. Pero,
por lo menos a primera vista, queda uno también desconcertado por
su variedad. Se dejan percibir ciertas constantes, pero la multipli­
cidad de las formas que las envuelven es tal, que se ve uno perplejo
para clasificar estos documentos, y más todavía para establecer
su genealogía. Sin embargo, poco a poco, se ha ido imponiendo un
acuerdo entre los liturgistas comparatistas para asociar esta vasta
proliferación a cinco grandes centros principales, o, para ser
más exactos, a cinco áreas de composición y de difusión inicial.
2. Cf. infra, p. 317ss.
3. Cf. m ira, p. 337ss,

146
Constitución de los formularios tradicionales

Tres de ellas se sitúan en Oriente y dos en Occidente. Así, a pro­


pósito de la oración eucarística se puede hablar en términos gene­
rales de cinco esquemas fundamentales, que se reconocen todavía
hoy en los textos más venerables que se han mantenido en uso.
Éstos son, para enumerarlos de este a oeste: el tipo sirio oriental,
el tipo sirio occidental, el tipo alejandrino, él tipo romano y el
tipo galicano y mozárabe.
No debemos cerrar los ojos a lo que hay de simplificación en
esta división aceptada comúnmente. Por ejemplo, hay que admitir
que el llamado tipo sirio occidental contaminó más o menos tanto
al tipo sirio oriental como al tipo alejandrino, prácticamente en todos
los formularios de estos que nos son accesibles directamente. Ade­
más, si se observa más de cerca, el mismo tipo sirio occidental
implica dos variedades con diferencias bastante profundas, que
quizá se puedan referir a Antioquía y a Jerusalén respectivamente*.
Así también en Occidente, el tipo romano va acompañado de
toda una serie de tipos secundarios, como el lyonés y sobre todo el
milanés (llamado ambrosiano)456. Es sumamente difícil determinar
si son tipos romanos galicanizados, o si más bien conservaron
formas romanas arcaicas. Es tan difícil que hasta algunos han
llegado a sostener que el tipo romano, en los orígenes, no se dis­
tinguía netamente en una confusión de formas locales, todas ellas
más o menos análogas a las formas que llamamos galicanas o
mozárabes, las cuales habrían seguido evolucionando en otras partes,
quedando, en cambio, inmovilizadas en Roma*.
En todo caso es cierto que hay que contar con exportaciones
imprevistas y con metamorfosis locales, no siempre fáciles de ex­
plicar. No es en Bizancio donde pueden hallarse mejor las carac­
terísticas del antiguo rito bizantino, sino más bien en la lejana
Armenia, pese a los revestimientos originales y particularmente
prolíficos que hubieron de experimentar7. Influencias, sobre todo
de Palestina, alteraron mucho más radicalmente, y hasta abolieron
muchos usos locales antiguos8. De la misma manera, no es en Ca-
4. Cf. infra.r p. 252ss.
5. Cf, A , K in Oj Liturgies of the Pritn&tial Sees, Londres 1957, p. Iss y 286ss.
6. Cf., por ejempío, G regory D i x , The Shape of the Liturgy, p. 553ss.
7. C f. A. B admstark , Liturgie comparée, p. 35.
8. B auustark , op. cit., p. 6,

147
La eucaristía patrística

padocia, ni en la vecina Siria, ni tampoco en Constantinopla, sino


únicamente en Egipto, donde hallamos la eucaristía de san Basilio
bajo una forma que parece ser la original *.
Fuera de estas transferencias, más o menos globales, hay elemen­
tos erráticos, que es todavía más difícil explicar por qué conducto
pudieron llegar allá, donde ahora los hallamos. Para sólo citar un
ejemplo, ¿cómo se explica que en medio del canon ambrosiano
tropecemos con una frase que parece provenir directamente de una
anáfora siria occidental?
A través de todos estos intercambios hay dos hechos tan eviden­
tes, que con frecuencia se ha intentado explicar por ellos todas las
aparentes asimilaciones. Nos referimos al imperialismo de Roma
y al de Bizancio. Contrariamente a lo que muchos modernos pro­
penden a imaginar según una concepción romántica del liberalismo
(o de la anarquía) ortodoxo y del autoritarismo romano, el imperia­
lismo bizantino, en particular en nuestro terreno, parece haber sido
mucho más sistemático (o mucho más riguroso) que el imperialismo
romano. Durante largo tiempo la liturgia romana se fue extendiendo
mucho más por un proceso de préstamos espontáneos, o de adopción
querida (o estimulada) por las autoridades seculares, que por
esfuerzo alguno de la autoridad pontificia. Durante mucho tiempo ha
sorprendido en gran manera sobre este punto el liberalismo de la
carta de san Gregorio Magno, en la que éste aconseja a san Agus­
tín de Cantórbery que fabrique para los anglosajones una liturgia
apropiada tomada de las fuentes que le parezcan mejores. Hasta
tal punto, que se ha querido ver aquí una falsificaciónI0. Hoy día
todos, o casi todos, convienen en reconocer su autenticidad. Es
cierto que se hallan algunos ejemplos en sentido contrario, como
una carta particularmente estrecha y llena de acrimonia del papa
Inocencio al obispo DecenciO' de Gubbion. Pero ésta traduce un
temperamento personal en su autor, mucho más que una política
coherente de la sede romana en aquella época. De hecho, la antigua
Roma eclesiástica parece haber permanecido largo tiempo indife­
rente a la expansión de su propia tradición litúrgica. Y en lo

*5. 3 auristas x, op. cit.j p. 59.


LO. Cf. E pist. 64, Lib. x i ; PL, 77, col. 1187.
11. Cf. G regory D ix , op. cit., p. 564.

148
Constitución de los formularios tradicionales

sucesivo se mostró extraordinariamente acogedora de las tradiciones,


galicanas u otras, que volvieron a ella con las ediciones de sus
propios libros, que los «bárbaros» habían interpolado copiosamente
para su propio u so ia. Habrá que aguardar hasta Gregorio v n para
ver modificarse esta política (o más bien ausencia de política). En
efecto, este papa provocará en algunos años la destrucción casi com­
pleta del rito mozárabe y su sustitución en España por el rito
romano12I314. Con todo, no hay que olvidar, por una parte, que el
rito mozárabe se había desacreditado dogmáticamente por el apoyo
que había creído hallar en sus fórmulas una teología adopcionista,
y, por otra parte, que los reyes españoles, movidos más o menos
por la propaganda de los monjes de Cluny, habían ya precipitado
el movimiento, más o menos espontáneo, que tendía a dicha sus­
titución.
Bizancio, en cambio, desde el siglo v siguió una política de
supresión pura y simple de las tradiciones locales y de su sustitu­
ción por la liturgia llamada bizantina, que, a decir verdad, no era
sino la forma particular que la liturgia siria occidental había llegado
a adoptar en la nueva Roma sobre el Bosforo. Las defecciones que
de esto se seguirán y que se han cargado en la cuenta de las herejías
nestoriana o monofisita, hoy día parecen haber sido más bien reac­
ciones del nacionalismo cultural, exasperado por aquella voluntad
imperial de unificar a todo trance1*. El absolutismo al que esta
voluntad había de llegar en el siglo x i i se expresará sin ambages
en una famosa consulta del gran canonista Teodoro Balsamón, El
patriarca ortodoxo alejandrino de la época le había preguntado qué
había que pensar y qué había que hacer de la liturgia de Santiago,
a lo cual aquella gran autoridad le respondió que no había más
liturgias ortodoxas que las llamadas de san Juan Crisóstomo y de
san Basilio, por supuesto, bajo la forma en que se conocían y se
practicaban en la ciudad imperial. La respuesta es tanto más
característica, cuanto que Balsamón mismo era de origen antio-
queno, pero no parecía tener el menor barrunto de la tesis, con

12. C f. m ira , p. 3l6ss.


13. Cf. in fra, p. 315.
14. El metropolita S erafín , en su libro L'Église orthodoxc, París 1952, pone muy
de relieve este punto.

149
La eucaristía patrística

todo, incontestable, de que las liturgias de la nueva Roma no eran


sino subproductos de aquella liturgia de su ciudad natal1S.
En cambio, no hay que olvidar que las victorias de estos dos
imperialismos se han revelado más de una vez como victorias de
Pirro. Lo que hemos dicho sobre la evolución de la liturgia romana
y sobre los orígenes mismos de la liturgia bizantina es más que su­
ficiente para que se comprenda esto sin dificultad. Si la liturgia
llamada romana acabó finalmente por imponerse en todo el Occi­
dente, lo hizo en una forma abigarrada, en la que no hay ya de
romano más que cierto marco y ciertas fórmulas, pasablemente
anegadas bajo una afluencia de fórmulas extranjeras y ocultas
bajo todo un enchapado de ritos, de ornamentos y de cantos que
no tienen nada de romano. Análogamente, la liturgia bizantina,
que no nació en Bizancio, sino en Antioquía y que fue refundida,
en Antioquía o en otra parte, antes de ser transportada a la ciudad
imperial, debía verse aquí recubierta con una primera y considera­
ble aportación monástica venida de Jerusalén y, más concretamente,
de la laura de san Sabas. El monasterio de Stoudios, en la capital,
será el centro (en todo caso, el principal) de esta verdadera refun­
dición. Y estos elementos alógenos distan mucho de ser los últimos
que seguirá recibiendo la ciudad de los basileis antes de reexportar­
los, bajo el sello imperial, juntamente con lo que le quedaba de su
más antiguo fondo.
Estas pocas alusiones eran seguramente necesarias para que
nadie se haga ilusiones sobre la pureza o la autonomía de los cinco
grandes tipos de liturgia eucarística generalmente reconocidos.
A decir verdad, no son sino familias, entre las cuales hay nume­
rosas alianzas, y en las que en todo caso se permanece en el interior
de una misma raza.
Independientemente de los ulteriores cruzamientos, que pudie­
ron borrar más o menos las diferencias primitivas entre los tipos
enumerados, parece que hay que reconocer ciertos parentescos ori­
ginarios. Pero éstos, repitámoslo, resisten a los prejuicios más
enraizados. Estamos acostumbrados a ver a la cristiandad como
dividida desde muy antiguo en dos bloques, Oriente en torno a Bizan-
15. Cf. PG, 119, coi. lQ33ss. Por supuesto, Eatsamón condena igualmente la liturgia
de sati Marcos.

150
Constitución de los formularios tradicionales

ció, y Occidente en torno a Roma. En esta división hay no poco de


artificio, como se revela particularmente, aunque no únicamente,
en el terreno litúrgico. En efecto, la liturgia siria occidental (es
decir, en este caso, de Antioquía) parece emparentada más directa­
mente con las liturgias galicana y mozárabe que con sus vecinas
de Oriente, si nos atenemos a lo que parece fundamental. Y toda­
vía más claramente, la liturgia romana y la liturgia alejandrina
parecen ser, si ya no hermanas, por lo menos primas hermanas.
Con otras palabras: sí se quiere trazar una línea de separación
entre los diferentes caminos de la tradición litúrgica y sobre todo
eucarística, entre los diferentes modelos de oración que fueron los
primeros en constituirse en ella, esta línea no puede ser vertical.
Esta ignora la separación habitual entre Oriente y Occidente y
tiende a revelar otra que divide en dos tanto a Oriente como a
Occidente.
Añadamos sin tardar que el hecho es seguramente tan poco
conforme con nuestros hábitos mentales, que muchos hombres de
ciencia tienen todavía dificultad para aceptarlo francamente. No
pueden negar ni las sorprendentes analogías ni las comunes dife­
rencias, ya que unas y otras son palmarías. Pero querrán expli­
carla por influjos más o menos tardíos, más bien que por alguna
comunidad de origen. Esto sucede particularmente a propósito de
lo que podemos llamar el extremo Occidente (galicano y mozárabe),
comparado con Siria occidental18. Muchos admiten que las analo­
gías son un hecho secundario y no primitivo. Más adelante veremos
algunas razones que parecen militar contra tal opinión. Ésta, sin
embargo, es todavía sostenible, vista la fecha relativamente tardía
de todos nuestros documentos detallados sobre los ritos del extre­
mo Occidente, En cambio, es mucho más difícil sostener la tesis
de las influencias tardías para explicar las analogías entre Roma
y Alejandría. En efecto, es claro que cuanto más antiguos son los
textos hasta los que podemos remontamos y que son testigos segu­
ros de un uso local, tanto más llamativas son en este caso las
analogías.
Sea de ello lo que fuere, en los textos, tal como se nos presentan 16

16. Cf. A , K tng, op. cit., p. 4S7ss.

151
La eucaristía patrística

a nosotros, y cualquiera que sea la forma como se quiera dar


cuenta de ellos, las analogías están a la vista. Son primeramente
analogías de estructura, pero con frecuencia van acompañadas de ana­
logías quizá más sorprendentes (lo cual no quiere decir más pro-
bativas por sí solas) en los detalles de las fórmulas.
Para limitarnos aquí a la estructura de la eucaristía, veamos
cómo se presenta ésta, primeramente en las cuatro familias en las
que, tomadas por parejas, hallamos, pues, semejanzas.
Comenzando por el rito sirio occidental, cuya estructura parece
de una claridad muy particular, tenemos sucesivamente:
1) Una primera parte de acción de gracias, que conduce al him­
no que en Occidente llamamos el s<mctus.
2) Una segunda parte de acción de gracias, que conduce al
relato de la institución eucarística.
3) Una oración de tipo particular, pero prácticamente universal,
a la que se llama anamnesis, y que parece ser una reasunción y
amplificación de las palabras : «Haced esto en memoria (o como
memorial) de mí.»
4) Otra oración, también de tipo muy definido, pero que, a decir
verdad, no se halla en su plenitud sino únicamente en el rito sirio
occidental y en los ritos influidos por é l: ¡a epiclesis, es decir, una
invocación en que se pide que descienda el Espíritu Santo para
consagrar el pan y el vino y convertirlos en el cuerpo y sangre
del Salvador, y, secundariamente, que sea aceptado por parte de
Dios el sacrificio ofrecido y sea comunicada su gracia a los parti­
cipantes en el mismo.
5) Una serie de intercesiones detalladas, por todas las nece­
sidades de la Iglesia y de! mundo, y de conmemoraciones de los
santos.
6) Una doxología final de forma trinitaria.
Añadamos, como rasgo propio de la liturgia siria occidental,
que 1) está dominada por la persona divina del Padre y es más
o menos puramente una acción de gracias por la creación, mientras
que 2) está dominado por el Hijo y da gracias por la redención,
así como 3); 4) y también en cierto grado 5) introducen al Espí­
ritu y desarrollan el tema de la santificación de la Iglesia y de
todo el universo, en una perspectiva francamente escatológica.

152
Constitución de los formularios tradicionales

Todo esto podemos hallarlo en el mismo orden por lo menos


en cierto número de formularios galicanos y mozárabes, con ¡a única
excepción de S), que no figura en ellos. Pero en el extremo Occi­
dente, el' contenido de las diferentes partes es con frecuencia mucho
más esfumado en los detalles, y no es raro que se desvíe más o menos
completamente con respecto a este esquema, aunque siempre se
halla a) una acción de gracias inicial que termina en el sanctus,
b) una reanudación (más o menos clara) de la misma, que desembo­
ca en las palabras de la institución, c) una sucesión, en la que cier­
tamente se enmarañan con frecuencia la anamnesis y la epiclesis,
pero más a menudo todavía se deshilan y hasta se deshilachan casi
en cualquier dase de oración, d) una doxología, generalmente poco
desarrollada.
Si pasamos a Roma, hallamos aquí un orden completamente di­
ferente y que puede parecer desconcertante si se tiene presente la
sencillez y armonía del precedente. Tenemos primeramente: 1), que
también aquí es una acción de gracias que conduce al sanctus,
pero en la que se mezclan la redención y la creación (las más de las
veces la creación es, a lo sumo, evocada), 2) una primera oración
que evoca el sacrificio, 3) una primera serie de intercesiones por
los vivos y de conmemoraciones de los santos, 4) una oración — en
dos fórmulas distintas, pero ligadas — en la que se pide la acepta­
ción del sacrificio y se añade una invocación formal para la consa­
gración de los elementos eucarísticos, S) el relato de la institución,
ó) una anamnesis, bastante semejante a la de Siria occidental, aunque
más sobria, 7) una última invocación — actualmente también en dos
oraciones unidas— para que sea aceptado el sacrificio ofrecido y,
ahora más en concreto, para que tenga en todos nosotros su efecto
de gracia, 8) una nueva intercesión, esta vez en primer lugar por
los difuntos, luego de nuevo por los vivos, esta última, acompañada
de una nueva conmemoración de los santos, 9) la doxología final.
En Alejandría, sobre todo si nos referimos a los documentos
más antiguos, caemos en un orden análogo, sólo que todas las
intercesiones fueron agrupadas al principio, así como las conme­
moraciones, y este bloque, con la oración que lo precede en el rito
romano, avanzó hasta antes del sanctus. Tenemos, pues, el orden
siguiente:

153
La eucaristía patrística

1) Acción de gracias inicial.


2) Primera oración, que evoca el sacrificio.
3) Copiosas intercesiones y conmemoraciones terminadas en
una oración en que se pide la aceptación del sacrificio.
4) Reiteración de la acción de gracias que conduce al sanctus.
5) Nueva oración en que se pide la aceptación del sacrificio,
con una invocación formal por la consagración de los elementos.
6) El relato de la institución.
7) La anamnesis.
8) Una última invocación para que sea aceptado el sacrificio
ofrecido, y más en concreto para que tenga en nosotros todos sus
efectos de gracia,
9) La doxología final.
A esto conviene añadir que ni en Roma en el texto que ha
llegado hasta nosotros, ni en Alejandría en las más antiguas formas
de los textos que nos son conocidas, hay el menor vestigio de una
atribución particular de las grandes secciones de la anáfora a las
tres personas divinas en particular, consideradas una tras otra.
Particularmente, sólo en fórmulas visiblemente influidas por ¡a
Siria occidental se halla en Egipto una invocación especial de una
venida del Espíritu Santo, ya en la segunda o en la tercera de las
oraciones, entre las cuales, tanto en Alejandría como en Roma,
parece a primera vista haberse desparramado todo el contenido de
la epiciesis siria. En otros térm inos: la epiclesis, tal como se entiende
de ordinario, no parece más primitiva en Alejandría que en Roma,
donde parece sencillamente estar ausente. O, si se prefiere, en
Alejandría como en Roma, no hay una, sino por lo menos dos
epiclesis (si se toma la palabra epiclesis en sentido lato), una antes
y otra después del relato de la institución, sin hablar de la que se
podría llamar una preepiclesis, que viene mucho antes de todo
esto. Pero hoy día en Roma y, a lo que parece, en Alejandría en
los orígenes, no se hace intervenir al Espíritu Santo.

Supervivencia de un tipo más antiguo: Adday y Mari


Antes de comenzar a desenredar lo que parece ser una maraña,
pese a las analogías parciales que pueden sugerir una primera pista

154
Supervivencia de un tipo más antiguo: Adday y Mari

para las investigaciones que se han de efectuar, conviene que nos


fijemos en el quinto tipo de la eucaristía patrística, el de Siria
oriental. L,o hemos dejado de lado hasta aquí, porque se resiste
evidentemente a entrar dentro de ninguno de los grupos precedentes.
Por su contextura general, por lo menos a primera vista, podría
acercarse más bien al otro tipo sirio, aunque no por su plan, que
difiere de él en un punto capital: las intercesiones y conmemora­
ciones, todas ellas agrupadas en un solo bloque como en Siria
occidental, en lugar de seguir a la epiclesis, se insertan entre la
anamnesis y ésta, de una forma que no se halla en absoluto en
ninguna otra parte. Tenemos, pues, el plan que hemos presentado
en primer lugar, pero en el que están metatizados 4) y 5):
1) Primera acción de gracias que conduce al sanctus.
2) Segunda acción de gracias que conduce al relato de la
institución.
3) Anamnesis.
4) Intercesiones y conmemoraciones.
5) Epiclesis.
6) Doxología final.
Sin embargo, cuando se examina el testigo más antiguo de este
esquema, la eucaristía llamada de los apóstoles, o también de Adday
y de Mari, salta a la vista que aquí es facticio el esquema en
cuestión17. Sólo se obtuvo, y por lo demás muy imperfectamente,
por adición de elementos visiblemente de épocas diferentes, a costa
del fraccionamiento de una oración o de una serie de oraciones
más antiguas. Pero éstas, sin duda por razón de su grandísima
antigüedad, fueron respetadas casi enteramente en su tenor original.
Puede decirse que sus extremidades separadas artificialmente, tien­
den constantemente a soldarse por encima de los elementos adven­
ticios. No hay más que suprimir éstos para que se vea resurgir una
oración innegablemente de un solo y mismo tenor. Y todo induce a
creer que esta oración es la más antigua composición eucarística
cristiana que tenemos actualmente al alcance. Representa un modelo
muy distinto de las oraciones de la época patrística. En cambio,
aunque todas sus oraciones son cristianas, se amolda exactamente
17, Cf. E .C . R a t c l if f , T h e O riginal Fortn o f the Anaphora o f Addax and M ari}
en «Journal of Theological Studies*, vol. 30 (1929), p. 23ss.

155
La eucaristía patrística

al patrón de las oraciones judías para la última copa de la comida.


Veamos primeramente cómo la anáfora primitiva engarzada en
la liturgia de Adday y de Mari surge casi con evidencia de la com­
posición bastarda que lleva actualmente este nombre en los libros
litúrgicos de los nestorianos, de los caldeos católicos y de todos
los que han recibido su influencia en el Malabar y otras partes.
He aquí el texto que ofrece el misal nestoriano de Urmia, a
base de la tradición de Bernard B otte:

I. Es digno de ser glorificado por todas las bocas, confesado por todas
las lenguas, adorado y ensalzado por todas las criaturas, el nombre adorable
y glorioso de la Trinidad gloriosa, del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo,
que creó el mundo por su gracia, y a sus habitantes por su clemencia, que
salvó a los hombres por su misericordia y nos hizo una gran gracia a nos­
otros, los mortales.
II. Tu grandeza, Señor, la bendicen y la adoran millares de seres
de lo alto y miríadas de miríadas de ángeles santos; ejércitos de seres es­
pirituales, servidores de fuego y de espíritu, glorifican tu nombre con los
santos querubines y los serafines espirituales, que aportan la adoración a
tu grandeza, claman y glorifican, y se responden unos a otros diciendo:
«Santo, santo, santo es el Sefior poderoso. El cielo y la tierra están llenos de
sus alabanzas, de la naturaleza de su esencia y de! resplandor de su gloriosa
grandeza. Hosanna en las alturas y hosanna al Hijo de David. Bendito sea
el que viene y vendrá en el nombre del Señor. Hosanna en las alturas.»
III. [Y con estos poderes celestiales] te alabamos, Señor, [también]
nosotros, tus servidores frágiles, débiles y flacos, porque tú nos diste una gran
gracia por la que no se puede dar nada a cambio. Porque tú te revestiste de
nuestra humanidad para vivificarnos con tu divinidad; tú elevaste nuestra
humildad y nos levantaste de nuestra caída; tú resucitaste nuestra mortalidad,
perdonaste nuestras faltas y remitiste nuestros pecados. Tú justificaste la
culpabilidad de nuestros pecados. Tú iluminaste nuestra inteligencia y con­
denaste al enemigo, Señor Dios, e hiciste triunfar a la pequenez de nuestra
débil naturaleza por las misericordias abundantes de tu gracia. Y por todos
tus auxilios y tus gracias para con nosotros te damos alabanza, honor, con­
fesión y adoración, ahora y siempre, y por los siglos de los siglos. Amén.
IV. Señor, Dios poderoso, recibe esta oblación por toda la santa Igle­
sia católica, y por todos los padres piadosos y justos que fueron agradables
a tus ojos, y por todos los profetas y apóstoles, por todos los mártires y
confesores, por todos los que lloran y están afligidos, por todos los que
son pobres y maltratados, débiles y perseguidos, y por todos los difuntos
que partieron y nos dejaron, por este pueblo que aguarda y espera tu miseri­
cordia, y por mi inconstancia y mi debilidad.

156
Supervivencia de un tipo más antiguo: Adday y Mari

V. Tú, Señor, por causa de tus numerosas e inefables misericordias,


haz memoria buena y favorable de todos los padres piadosos y justos que
fueron agradables a tus ojos, en la conmemoración del cuerpo y de la san­
gre de tu Cristo, que te ofrecemos sobre tu altar puro y santo, como tú
nos lo enseñaste, y danos tu tranquilidad y tu paz, todos los días del siglo.
VI. Señor, Dios nuestro, danos la tranquilidad y la paz todos los días
de! siglo, a fin de que todos los habitantes de la tierra sepan que tú eres
el único verdadero Dios Padre y que enviaste a Jesucristo, tu H ijo muy
amado. Y él mismo, Señor y Dios, vino y nos instruyó en toda pureza y
santidad.
VII. [Haz memoria] de los profetas, apóstoles, mártires, confesores,
obispos, doctores, sacerdotes, diáconos, y de todos los hijos de la santa
Iglesia católica, que fueron marcados con el signo de vida del santo bautismo.
V III. Y también nosotros, Señor, tus servidores frágiles, débiles y
flacos, que estamos reunidos en tu nombre y estamos presentes ante ti
en este momento, hemos recibido, según la tradición, el ejemplo que viene
de ti, regocijándonos, glorificando, ensalzando, conmemorando y celebrando
este misterio grande, tremendo, santo, vivificante y divino, de la pasión,
muerte, sepultura y resurrección de nuestro Señor y salvador Jesucristo.
IX. Y venga, Señor, tu Espíritu Santo, y repose sobre esta oblación
de tus siervos; bendígala y santifíquela, a fin de que sea para el perdón
de las faltas y la remisión de los pecados, para la gran esperanza de la
resurrección de entre los muertos y la vida nueva en el reino de loscielos,
con todos los que fueron agradables a tus ojos.
X. Y por toda esta economía, grande y admirable, te alabamos y te
glorificamos sin cesar en tu Iglesia rescatada por la sangre preciosa de tu
Cristo, en voz alta y con el rostro descubierto, dirigiéndote alabanza, ho­
nor, confesión, adoración a tu nombre vivo y vivificante, ahora y siempre,
y por los siglos de los siglos. A m én18.

El gran liturgista anglicano E C. Ratcliff, que ha dedicado a


este texto uno de los estudios más profundos a que ha dado lugar,
subraya en él primeramente la ausencia del relato de la institución.
; No habría aquí un ejemplo único de supervivencia de un tipo
primitivo de oración eucarística, en el que no figuraban estas
palabras, como tampoco se las halla en la Doctrina de los doce
apóstoles? Además, todo el párrafo n , con el sanctus y las primeras
palabras del párrafo m (puestas entre corchetes, y que por lo
demás no se hallan en la anáfora maronita de san Pedro, llamada

18. &ERNAKD B otte , probiémes de l’anophore syrienne des apotres Addai et Mari,
en «L’Orient Syrien*, vol. x, fase. 1 (1965), p. 89ss. E l texto está traducido en las
p. 91ss, según el M is sale Urmiense, Roma 1906.

157
La eucaristía patrística

chorar, la cual incorpora buena parte de nuestro texto) interrumpe


la sucesión del desarrollo. En cambio, éste vuelve a ser continuado
si se pone en conexión el párrafo m con el párrafo i.
Lo mismo debe decirse del párrafo ix, que puede considerarse
como una epiclesis (por lo menos en sentido lato); notemos, en
efecto, que pide que descienda el Espíritu Santo sobre la oblación
y no pide explícitamente la consagración del pan y del vino en el
cuerpo y sangre de Cristo. Si se mantiene, el comienzo del párrafo x
queda en el aire. En cambio, si se suprime, se observa que este
párrafo x enlaza directamente con el final del párrafo vm , que
constituye la anamnesis.
De aquí resulta que, por una parte, el sanctus y todo lo que va
ligado con él, y la epiclesis por otra, parece deben considerarse
como recargos posteriores.
Lo mismo parece poder decirse de los párrafos i v - v i i . Las
intercesiones no sólo aparecen aquí en una forma que, según todos
los paralelos que poseemos, parece tardía, sino que además son inco­
herentes. En particular, el párrafo v i i queda en el aire, y esto aun
cuando se le añadan las palabras que Renaudot supone que faltan
y que nosotros hemos puesto entre corchetes: «Haz memoria».
Si se operan estas supresiones, nos hallamos en presencia de
una oración de estructura bastante bella en tres párrafos. En ella
se celebra a Dios, l.°) por su obra creadora, 2.°) por su obra re­
dentora llevada a cabo en Cristo, 3.°) se presenta el memorial de éste,
sobre cuya base se le tributa gloria.
Sin embargo, dom Botte ha dirigido en dos artículos una serie
de observaciones críticas contra esta reconstitución, que no pueden
pasarse por altoI9.
Está completamente de acuerdo con Ratcliff en cuanto a la
supresión de todo el párrafo n , incluido el sanctus.
Pero no cree que la ausencia de las palabras de la institución
sea un hecho primitivo. Su objeción se basa en el hecho de que el
comienzo de la anamnesis (párrafo v m ) : «Y también nosotros,
Señor, tus servidores frágiles, débiles y flacos, que estamos reunidos
en tu nombre...», queda no menos en el aire que antes con las
19. Añádase al artículo mencionado en la nota precedente! L ’Anaphore chaldéenne
des A potres, en «Orientalia christiana periódica», voL 1S (1949), p. 259ss>

158
Supervivencia de un tipo más antiguo: Adday y Mari

supresiones sugeridas por Ratcliff. Este comienzo parece ser suge­


rido por una frase precedente, pero no lo es más por la conclusión
de i i i que por la de vil.
Mas los mismos nestorianos que siguen utilizando la anáfora
de Adday y de Mari conocen también otras dos, que atribuyen res­
pectivamente a Nestorio y a Teodoro de Mopsuesta. Ahora bien,
precisamente la última implica una anamnesis que presenta estre­
chas analogías con la de Adday y de Mari (tal como sucede con las
oraciones de intercesión, que por lo menos hoy se hallan tanto en la
una como en la otra, en formas evidentemente afines). Pero la aná­
fora de Teodoro contiene efectivamente las palabras de la insti­
tución, en un texto bastante particular, que conviene citar:

... él, que con sus apóstoles, la noche en que fue entregado, celebró
este misterio (en siríaco: roso) grande, tremendo, santo y divino: tomando
pan, lo bendijo, lo partió, lo dio a sus discípulos y dijo: Esto es mi cuer­
po, partido por vosotros en remisión de los pecados. Asimismo el cáliz: dio
gracias, se lo dio y dijo: Esto es mi sangre del Nuevo Testamento, derra­
mada por muchos en remisión de los pecados. Tomad, pues, todos, comed de
este pan y bebed de este cáliz, y hacedlo así todas las veces que os reunáis
en memoria m ía20.

Si se compara este texto con la anamnesis de Adday y de Mari,


el comienzo de aquélla: «Y también nosotros... que estamos reunidos
en tu nombre...», aparece como un eco directo de la conclusión
de las palabras de la institución dadas en forma semejante a la consig­
nada por Teodoro de Mopsuesta. Esta impresión se refuerza si se
observa un poco más adelante, en la anamnesis, esta otra frase:
«Celebrando este misterio grande, tremendo, santo, vivificante y
divino.» Parecen un eco del mismo relato, esta vez de su primera
frase. La coincidencia se hace irresistible si se observa además,
siguiendo siempre a dom Botte, que los antiguos comentaristas de
la liturgia siria tienen conocimiento de una formulación de las
palabras de la institución que debía terminar, no como en Teodoro:
«todas las veces que os reunáis en memoria mía», sino «todas las
veces que os reunáis en mi nombre», lo cuál converge exactamente
con la fórmula de la anamnesis de Adday y de Mari.
20. Cf. R en au d q t, Liturgiarnm- orientaiium Collectio, París 1712, t. 2, p. 619.

159
La eucaristía patrística

Hay que reconocer que esta demostración parece tan luminosa


que dista poco de ser irrefutable. En realidad, desde que, hace
bastantes años, la propuso' dom Botte, nadie se ha aventurado a
refutarla. No faltará seguramente quien pregunte: Pero si las
palabras de la institución se hallaban originariamente en nuestro
texto, ¿cómo pudieron desaparecer de él en lo sucesivo ? Dom Botte
replica con razón que los manuscritos litúrgicos en que no figuran
estas palabras son innumerables, incluso en casos en los que por io
menos los comentaristas contemporáneos no dejan la menor duda de
su presencia obligada en la celebración. Tal sucede, en efecto, en
Occidente con todos los testigos de la liturgia galicana, con todos
los testigos más antiguos de la liturgia mozárabe, y en Oriente, con
numerosos manuscritos siríacos, en particular entre los maronitas.
Sencillamente debía suponerse que todo celebrante sabía de memoria
la fórmula habitual en un rito determinado.
Pasemos a la epiclesis. Sin negar la exactitud de la observación
hecha por Raícliff, a saber, que su introducción rompe una conexión
evidente entre el final de v m y él comienzo de x, dom Botte hace
notar justamente que no por ello deja de ser de factura arcaica tam­
bién la epiclesis y que los paralelismos de su estructura atestiguan
por otra parte que fue compuesta directamente en siríaco y no puede
ser una traducción posterior de algún original griego. Permítasenos
hacer notar por nuestra parte que la entera supresión de ix haría
desaparecer del texto primitivo un elemento que se halla en las ora­
ciones judías de la comida, precisamente entre la anamnesis — en
el sentido más estricto de evocación de un memorial — y ía doxo-
logía final. Tal es, en efecto, el fin de la presentación del memorial
a D ios: para que él dé su cumplimiento final, en su pueblo, a los
magnolia conmemorados. Pero esto es precisamente lo que se
descubre si suprimimos sencillamente el comienzo de ix, a saber,
la invocación expresa para que descienda el Espíritu Santo.
Entonces tenemos un texto, en el que el desarrollo de los
temas es exactamente el de la parte correspondiente de las berakoth
de la comida:

...conmemorando y celebrando este misterio grande, tremendo, santo,


vivificante y divino de la pasión, muerte, sepultura y resurrección de nues-

160
Supervivencia de un tipo más antiguo: Adday y Mari

tro Señor y salvador Jesucristo, para el perdón de las faltas y la remisión


de los pecados, para la gran esperanza de la resurrección de entre los
muertos y la vida nueva en el reino de los cielos, con todos los que fueron
agradables a tus ojos.

En estas condiciones, el pensamiento del memorial, lejos de verse


interrumpido por la invocación del Espíritu Santo, sigue como
subyacente a todo el final de la frase. Así pues, una vez que la
esperanza escatológica se pone en relación directa con la pasión
y la glorificación del Salvador, el párrafo x no da ya la sensación
de estar desconectado: «toda esta economía» se aplica perfecta­
mente al conjunto de la oración precedente.
Esto responde al mismo tiempo a una última objeción hecha
por dom Botte a Ratcliff, a saber, que la ausencia de todo elemento
de intercesión en una anáfora antigua sería un hecho único, difícil de
explicar.
Pero una vez que se restituye el final de ix al texto original,
no hay ya razón para dejar en él nada de las otras intercesiones.
Volveremos a hablar de esto cuando tratemos de los desarrollos de
la eucaristía en el siglo iv, para reconocer por otra parte, siguiendo
a dom Botte, la relativa antigüedad de este mismo elemento, tal
como se ofrece en el estado presente de nuestra anáfora.
Creemos deber hacer todavía una última observación antes de
proponer la reconstrucción del texto primitivo a que se llega. Al
comienzo del párrafo i, «el nombre adorable y glorioso de la T ri­
nidad gloriosa, del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo...»
parece una añadidura que no puede ser anterior a finales del siglo iv.
L,a expresión «nombre de la Trinidad» está, por lo demás, vacía
de sentido. El paralelismo con la conclusión en el párrafo x
hace suponer que el texto original, tanto al principio como al
final, mencionaba sencillamente: «el nombre adorable y glorio­
so que creó el mundo por su gracia, etc.». Una vez efectuada
esta supresión, hay perfecta consonancia entre el comienzo y el
final de la oración. A lo que parece, proporcionan un ejemplo más
del empleo, familiar a los primeros cristianos, de la expresión «el
nombre divino», para designar la persona misma de Jesús81. En-21

21, Cf. supra, p. 128,

161
La eucaristía patrística

tonces se comprende mucho mejor el paso, en forma inmediata,


de la oración eucarística a una invocación directa de Jesús.
Ahora podemos ya intentar presentar una reconstrucción de la
forma original de la oración eucarística de Adday y de Mari. Pon­
dremos en bastardilla las palabras de la institución, cuya presencia,
después de la demostración de dom Botte, parece imponerse, pero
cuya forma exacta es materia de conjetura:

1. Es digno de ser glorificado por todas las bocas, confesado por todas
las lenguas, adorado y ensalzado por todas las criaturas, el nombre adorable
y glorioso que creó el mundo por su gracia, y a sus habitantes por su cle­
mencia, que salvó a los hombres por su misericordia y nos hizo una gran
gracia a nosotros, los mortales.
2. Te alabamos, Señor, nosotros, tus servidores frágiles, débiles y fla­
cos, porque tú nos diste una gran gracia por la que no se puede dar nada a
cambio. Porque tú te revestiste de nuestra humanidad para vivificamos
con tu divinidad; tú elevaste nuestra humildad y nos levantaste de nuestra
caída; tú resucitaste nuestra mortalidad, perdonaste nuestras faltas y re­
mitiste nuestros pecados. T ú justificaste la culpabilidad de nuestros pecados.
T ú iluminaste nuestra inteligencia y condenaste al enemigo, Señor Dios, e
hiciste triunfar a la pequeñez de nuestra débil naturaleza por las misericor­
dias abundantes de tu gracia. Y por todos tus auxilios y tus gracias para
con nosotros te damos alabanza, honor, confesión y adoración, ahora y
siempre, y por los siglos de los siglos. Amén,
3. Nuestro Señor Jesucristo, con sus apóstoles, la noche en que fue
entregado, celebró este misterio grande, tremendo, santo y divino: tomando
pan ¡o bendijo, lo partió, lo dio a sus discípulos y dijo: Esto es mi cuerpo,
partido por vosotros en remisión de los pecados. Asimismo el cáliz: dio
gracias, se lo dio y dijo: Esto es mi sangre del Nuevo Testamento, derra­
mada por muchos en remisión de los pecados. Tomad, pues, todos, comed de
este pan y bebed de este cáliz, y hacedlo así todas las veces que os reunáis
en mi nombre. Y también nosotros, Señor, tus servidores frágiles, débiles
y flacos, que estamos reunidos en tu nombre y estamos presentes ante ti en
este momento, hemos recibido, según la tradición, el ejemplo que viene de
ti, regocijándonos, glorificando, ensalzando, conmemorando y celebrando este
misterio grande, tremendo, santo, vivificante y divino, de la pasión, muerte,
sepultura y resurrección de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, para el
perdón de las faltas y la remisión de los pecados, para la gran esperanza
de la resurrección de entre los muertos y la vida nueva en el reino de los
cielos, con todos los que fueron agradables a tus ojos. Y por toda esta
economía (siriaco: indabranutha), grande y admirable, te alabamos y te
glorificamos sin cesar en tu Iglesia rescatada por la sangre preciosa de tu
Cristo, en voz alta y con el rostro descubierto, dirigiéndote alabanza, honor,

162
Supervivencia de un tipo más antiguo: Adday y Mari

confesión, adoración a tu nombre vivo y vivificante, ahora y siempre, y por


los siglos de los siglos. Amén.

Esta oración, así restablecida tal como debía ser aproximada­


mente su forma original, aparece evidentemente con un carácter
plenamente semítico. No lleva huella alguna de los desarrollos teo­
lógicos, incluso anteriores al arrianismo, que debían producirse en
el cristianismo de las Iglesias helenizadas. Ea forma como la do­
minan las nociones asociadas del nombre divino, identificado, según
parece, con Cristo, y de la economía, es decir, del designio que
halló en él su realización, nos traslada a lo que el padre Daniélou
ha descrito como la teología judeocristiana, la cual no sobrevivió
al desarrollo de la misión en los medios helenísticos.
El modo como, repetidas veces, se pasa dei Padre al Hijo, en
torno a esta noción del nombre divino, es todavía un testigo de una
teología muy poco desarrollada, como la que reflejan los discursos
y las oraciones de los Hechos de los Apóstoles.
Eas redundancias que se observan, la acumulación de sinónimos
arrastrados por el paralelismo, son ya rasgos característicos de la
oración judía. El calco de los temas de ésta salta a la vista de un
extremo a otro. Eos dos primeros párrafos, que son todavía dos
oraciones bien distintas, tratan sucesivamente en la alabanza, de la
creación y de la conservación, y luego de la redención. En el segun­
do, la mención de la «inteligencia» corresponde a la de la torah
y del «conocimiento». Asimismo, en la tercera parte, tal como
proponemos reconstituirla, la presentación del «memorial» por
parte de los fieles hace presente el recuerdo inseparable del Mesías
y de ellos mismos, en Dios, de quien se aguarda el cumplimiento
último en ellos de lo que constituye el objeto del memorial, exacta­
mente como en la oración judía.
Y de la misma manera esta súplica acaba en alabanza en la
doxología final.
Muy primitiva parece también esta traducción del memorial
por el typos, el «ejemplo», como hemos traducido nosotros siguien­
do a dom Botte, pero igualmente se podría decir el sacramento,
pues, dado por Dios y transmitido por la tradición, nos comunica
evidentemente el «misterio» de Cristo que nosotros alabamos, ensal-

163
La eucaristía patrística

zamos, conmemoramos, celebramos (esta misma última palabra se


traduciría quizá más exactamente por realizamos).
Pero el rasgo más primitivo de esta oración eucarística está
en que todavía no se halla en ella ninguna fórmula técnicamente
sacrificial. No se trata de sacrificio ni de ofrenda. En cambio, es
claro que la noción del «memorial» que forma su núcleo, identifi­
cado explícitamente con el «misterio» del Christus passus y también
con el sacramento que él nos dio, conserva todo su denso signifi­
cado, tan típicamente judío, que ha puesto en evidencia Jeremias.
Con este «memorial» podemos invocar a Dios para que sus altas
gestas logren su realización en nosotros, así como el memorial, en
cuanto dado por Dios, conserva para nosotros la actualidad per­
manente de las mismas, Así el memoria! eucarístico aparece como
el equivalente del sacrificio, tomado en el sentido más elevado que
había podido destacar el Antiguo Testamento, en lo que aparece
como el sacramento cristiano por excelencia. Habrá que contar,
por tanto, con ver surgir en la anamnesis, como no tardaremos
en comprobarlo, las primeras fórmulas explícitamente sacrificiales
de la eucaristía. En la anamnesis no serán otra cosa que la traduc­
ción, en un lenguaje más inmediatamente accesible a los no judíos,
de todo lo que implicaba el memorial judío. Y, en este lugar por
excelencia en la oración eucarística, su explicitación irá pareja
con una expresión cada vez más formal de la celebración eucarística
como actualmente sacrificial, precisamente en cuanto nos une a la
cruz de Cristo, a la que en los orígenes impuso este carácter.
A este propósito conviene esclarecer el enlace entre la anamnesis
y el relato de la institución. Si dom Botte tiene razón, como creemos,
en esta eucaristía de Adday y de Mari vemos ya este relato incor­
porado a la oración eucarística y empalmando por su conclusión con
la formulación de la anamnesis. El mismo dom Botte no vacila en
poner como principio, siguiendo a Lietzmann32: «No hay anamnesis
sin relato de la institución.» Por nuestra parte nos inclinaríamos
más bien a decir: «No hay relato de la institución sin anamnesis.»
Hemos visto, en efecto, y ahora podemos verificarlo, que la anam-2

22. Cf. dom B. B otte, Problémes de l'Anamnése, en «Journal of Ecclesiastical Hi¿-


ttxry», v d . 5 (1954), p. 161s, y H. L ietzmann, Messe uitd Herrenmahi, Berlín *1955,
p. SO.

164
Supervivencia de un tipo más antiguo: Adday y Mari

nesis cristiana tiene su prehistoria y su fuente primera en el «me­


morial», formulado en la primera parte de la tercera de las
berakotk finales de las comidas judías los días de fiesta. Pero es
claro que en las oraciones judías este «memorial» no estaba ligado
directamente con ningún relato de este género. Y, como parecen
mostrarlo las fórmulas de la Doctrina de los doce apóstoles, en los
orígenes de la eucaristía cristiana no se hallaba tampoco en ésta,
por lo menos en este lugar. Esto no debe extrañamos, pues no
parece que Jesús mismo tratara de incorporar lo que nosotros lla­
mamos las palabras de la institución eucarística, a las berakoth mis­
mas, que seguramente dejaría intactas. Parece, sin embargo, que
Jeremias tiene razón al explicar las divergencias de detalle en los
relatos de la institución que nos ha transmitido el Nuevo Testamento,
por el hecho de que se trataba ya de formulaciones litúrgicas loca­
les diferentes unas de otras. Pero parece que en los orígenes,
cuando la eucaristía formaba todavía un todo indivisible con el
conjunto de una comida completa de comunidad, debieron de reci­
tarse, como se recitaba antes la haggadah de la pascua, en el trans­
curso de la comida y como explicación de ésta. Cuando la eucaristía
se desprendió de la comida, la bendición inicial del pan se vio
confundida con la primera de las tres berakoth sobre la copa final,
puesto que una y otra tenían el mismo objeto: una bendición por
el alimento, que daba pie para una bendición más general por la
creación y la conservación de la vida. Entonces — creemos nos­
otros -— la nueva haggadah de la comida sagrada se vio incorporada
a la oración eucarística. Vino naturalmente a soldarse con las pala­
bras de la anamnesis en la tercera bendición, tanto porque ofrecía
su justificación, como porque las palabras «Haced esto en memo­
rial de mí» eran atraídas, allí directamente por la formulación de
este memorial en esta parte de la oración. En la tradición litúr­
gica podemos hallar un doble testimonio de este hecho. Incluso
donde se organice y se redistribuya sistemáticamente toda la oración
eucarística, subsistirán diversos ejemplos, en los que el relato de
la última cena no será incorporado, en la alabanza por la redención,
a la vocación detallada de los mirabilia de Cristo, pero será reasu­
mido después de la mención de su muerte y de su glorificación,
como lo esboza la anamnesis. Y en otras partes, en particular en

165
La eucaristía patrística

Egipto, el relato surgirá, no antes de que comience ía anamnesis


propiamente dicha, sino en el interior de ésta. Esto también puede
explicar el hecho, a primera vista desconcertante, de que haya una
liturgia cristiana (la de san Juan Crisóstomo) en la que las pala­
bras «Haced esto...» desaparecieron pura y simplemente del relato.
Aquí es donde podemos verificar la exactitud de la observación
del padre De Vaux: no hay necesidad de recitar una rúbrica una
vez que se ejecuta.

La «Tradición apostólica» de san Hipólito

El testimonio de la liturgia de Adday y de Mari sobre un tipo


primitivo de eucaristía calcado directa y exclusivamente sobre las
oraciones de las comidas judías, se ve corroborado por todo un grupo
de otros textos. Pero todos ellos son testigos de la subsistencia, más
o menos prolongada según los lugares, de una oración eucarística
cuyo esquema se había elaborado en la época en que la eucaristía
se celebraba en una comida de comunidad, sin enlace directo con el
oficio de lecturas y de oraciones, ya de la sinagoga, ya de la Iglesia
primitiva.
El más interesante de estos textos es la oración eucarística
que el documento conocido generalmente como la Tradición apos­
tólica y atribuido a san Hipólito aconseja utilizarlo a un obispo
recién consagrado.
Los problemas que plantean este documento y su autor son
extraordinariamente complejos y, particularmente espinosos. De
ello sólo diremos aquí lo necesario para una lectura inteligente del
texto que nos interesa, reservándonos para más adelante volver
a tratar de su influencia ulterior y sobre todo de su relación con
la tradición litúrgica propiamente romana.
Si a propósito de este texto y de su interpretación no se quiere
caer en razonamientos de círculo vicioso nacidos de inconscientes
peticiones de principio, hay que comenzar por distinguir cuatro
cuestiones que se plantean acerca de él, Por muy ligadas que estén
entre sí, y precisamente porque lo están, importa mucho no con­
fundirlas. La primera es la del establecimiento del texto, ya de

166
f
La «Tradición apostólica» de san Hipólito

todo el documento, ya simplemente de la oración eucarística, que


es lo que aquí nos interesa en primer lugar. De este texto, que debió
de redactarse en griego, sólo tenemos traducciones, y estas traduc­
ciones están todas incorporadas a otros documentos, en los que no
siempre es fácil distinguir lo que es cita y lo que es adaptación.
De ahí el título, de tanta prudencia y modestia, que dio dom Botte
a la última edición del documento preparada por él: «Ensayo de
reconstitución» a .
La segunda cuestión es la del título. Es curioso que la mayor
parte, por no decir la totalidad, de los comentaristas modernos,
parecen olvidar que el título mismo no es más que una conjetura
que depende de la respuesta que se dé a la tercera cuestión.
Esta concierne al autor de nuestro texto. También aquí están
todos de acuerdo en que se trata de un cierto Hipólito, y en este
particular es ía tradición lo suficientemente unánime para que toda
duda pueda parecer irrazonable. Pero con esto no hemos adelantado
gran cosa, pues ni los antiguos ni los modernos están de acuerdo
sobre la persona del tal Hipólito y más en particular sobre el
conjunto de obras que se le deban atribuir.
Finalmente, aun cuando esta cuestión se resolviera de forma
indiscutible, todavía quedaría la cuarta cuestión, que es quizá la
más importante: ¿ hasta qué punto nos hallamos ante una obra
personal y hasta qué punto refleja una tradición local particular,
y cuál?
Vamos a tratar, si ya no de responder a cada una de las cues­
tiones, por lo menos de despejar los elementos principales de solución
que tengamos entre las manos.
Veamos primeramente cómo se puede reconstituir nuestro texto.
Apareció por primera vez en 1848, en Londres, en una edición de
H. Tattam, de una compilación en lengua copta boháirica, a la
que el editor tuvo la desacertada idea de ponerle por título The
Apostolicé Constitutions, En realidad era sencillamente un testigo
particularmente interesante de la colección canónica del patriarcado
de Alejandría, llamada Synodos. Sólo la tercera parte tenía relación23

23. B ernasd B otte» L ii Troditi&n üpostolique de saint Hippoiytej essai de recons-


Htution, en «Liturgicwissenschaftliche Quellen utid Forschungen», 39f Münster de West-
faiia 1963,

167
La eucaristía patrística

con la compilación de las Constituciones apostólicas, de cuyo li­


bro v i i i reproducía las oraciones en forma abreviada. La segunda
parte contenía un documento análogo, pero diferente, que todavía
se ignoraba, y al que se llamó Constitución de la Iglesia egipcia.
En 1870, D.B. Haneberg editaba, por su parte, en Munich, con el
título de Cánones S. Hippolyti arabice e codicibtis romanis, un texto
árabe de este último. Este volvería a hallarse todavía en un nuevo
texto, esta vez en copto sahídico, del Synodos alejandrino, editado
por P. de Lagarde en 1878, y luego en los textos árabe y etiópico,
editados por G. Horner en 1904. Entretanto, en 1899, I. Rahmani
había editado en Maguncia un texto siríaco, traducción de un
original griego perdido, el Testamentum Dotnini nostñ lesu Christi,
en él que había fragmentos del mismo documento (y en particular
de su oración eucarística), unas veces reproducidos literalmente,
otras con abundantes desarrollos personales21.
Finalmente, en 1904, E. Hauler publicaba un texto palimpsesto
latino, descifrado bajo un manuscrito de Verona de las Sentencias
de san Isidoro de Sevilla. Este palimpsesto reproducía, entre otras
colecciones canónicas antiguas, una versión latina de este mismo
texto, del que existían ya versiones boháirica, sahídica, árabe y
etiópica en diferentes recensiones del Synodos alejandrino. Pero hay
que observar que en este nuevo testigo, más precioso que todos los
demás, puesto que el manuscrito mismo se remonta al siglo v, se
presentaba el texto con un título hoy completamente borrado e
ilegible.
Esto nos lleva derechamente a nuestra segunda cuestión: el
título original de la colección, llamada hasta entonces Constitución
de la Iglesia egipcia, por el mero hecho de haberse hallado prime­
ramente en diferentes versiones del Synodos alejandrino. Dos estu-24

24. Por lo demás, F.X. F unk había añadido en 1905 a su edición de las C onstituí
ñones apostólicas (vol. n , p, 72ss) otro texto griego, al que a veces se ha llamado
Constitución pof Hipólito, aunque este título no aparece en el texto mismo sino en la se­
gunda parte, y actualmente se le llama mas bien Epitome (es decir, «resumen») de las
Constituciones apostólicas. De hecho, en esta segunda parte, en el caso de una oración
de la consagración episcopal se reproduce efectivamente en esta compilación, no el texto
de las Constituciones apostólicas, sino el de la hipotética Constitución- de la Iglesia egip­
cia, tal como lo tenemos en la versión etiópica, corroborada por el texto latino de Verona.
Asimismo, para la ordenación del lector no prescribe, como estas mismas fuentes, otra
cosa que la entrega del libro.

168
La «Tradición apostólica» de san Hipólito

dios, uno de E. Schwartz, publicado en 1910, y otro de R.H. Con-


nolly, en 1916, convencieron a la generalidad de los eruditos mo­
dernos de que se trataba de hecho de la Tradición apostólica, la
[’A]7rocrTo>.iKY) rrapáSooti;, título que figura en una lista de obras
reproducida en el pedestal de una estatua anónima hallada en
Roma en el siglo xvi y que, después de haberse conservado largo
tiempo en el Museo de Letrán, está instalada actualmente al pie
de la escalera que conduce a la Biblioteca Vaticana 2®.
Esta identificación resulta probable por el hecho de que un
prólogo de la composición en cuestión (prólogo que se halla a la vez
en ¡as versiones latina y etiópica, y que tiene cierto paralelismo con
el libro v in de las Constituciones apostólicas) anuncia que el autor,
después de haber hablado de los carismas, va a exponer ahora la
tradición (aunque él mismo no precisa: la tradición apostólica).
Ahora bien, dado que en el pedestal de la estatua este título sigue
inmediatamente a la mención de un [7t]epi ^apurpárcov, no cabe duda
de que la coincidencia es sorprendente. Sin embargo, no es com­
pletamente demostrativa sino caso que se admita que el personaje
anónimo representado por la estatua es ese Hipólito al que se
atribuye nuestro texto en la versión árabe del Synodos.
Por otra parte, este último punto se admitía generalmente hasta
hace muy poco, primero porque la estatua se había descubierto
en la vía Tiburtina, en un lugar donde había sido sepultado y
venerado un m ártir de este nombre, y luego porque se creía que
diversas obras llegadas hasta nosotros bajo el nombre de Hipólito,
se podían poner en relación con uno u otro de los títulos que
figuraban en el pedestal.
Sin embargo, hay que reconocer que, aun después de todo esto,
no acaba de disiparse la perplejidad. Eusebio, que atribuye siete
obras a Hipólito, y en particular un cómputo pascual que podría
corresponder al mencionado en el pedestal de la estatua, sabe úni­
camente que era obispo, pero ignora de dónde2526. San Jerónimo, si
bien prolonga la lista de Eusebio en su De viris ülustribus y men-

25. C f. E. S chw artz , U eber die pseudoopostoHscken K irchenordnungen, Estrasburgo


1910, y R.H . C omnolly1, T h e So-Called Egyptiatn C kurck O rder and D erived D ocumente
(«Texts and Studics» v m , 4), Cambridge 1916.
26. E u seb io , Historia eclesiástica v i, 20-22.

169
La eucaristía patrística

ciona en particular un comentario de los salmos y un tratado sobre


la resurrección, que podrían corresponder a otros dos títulos de la
estatua, no sabe más sobre Hipólito, sino que éste —según el
contenido de otra obra que le atribuye— habría hablado una vez
en presencia de Orígenesv. En otro lugar, en una carta al papa
Dámaso, lo califica de m ártir272829. Teodoreto, que cita a Hipólito
varias veces, lo califica también, sin más, de obispo y de m ártir**.
Pero ninguno de estos autores parece tenerlo por romano.
En cambio, a partir del siglo v, algunos de los que mencionan
todavía a Hipólito, le asignan una localización definida. Desgra­
ciadamente no están de acuerdo. No hay que prestar gran atención
a lo que dice Gelasio, según el cual habría sido obispo de Arabia,
pues esto se basa muy probablemente en una lectura demasiado rápida
de Eusebio, de donde resulta un contrasentido30. Otros lo presentan
ciertamente, a partir de este momento, como obispo de Roma,
mientras que otros, en cambio, le asignan una sede de Oporto,
que no parece haber existido hasta una época muy tardía31. Focio,
sin embargo, que lo tendrá por discípulo de san Ireneo, se abstiene
de atribuirle localización alguna32.
En el siglo x ix el descubrimiento de los Philosophoumena (o
Elenkhos), atribuidos a Hipólito primeramente por Jacobi, luego
por Bunsen y finalmente por sabios de tanta talla como Dóllinger,
Vollanar y Harnack, impondría una revisión de todas las hipó­
tesis sobre Hipólito. Según el contenido de este texto, sería este
personaje un sacerdote romano, en conflicto con el papa Ceferino
y fuego, por algún tiempo, antipapa contra su sucesor Calixto.
Se le supondría haberse reconciliado con Ponciano, segundo sucesor
de Calixto, antes de su común martirio, puesto que, a pesar de
todo, acabaría por figurar en la lista de los mártires venerados en
Roma, Toda esta delicada construcción, algunos de cuyos elementos
son meramente conjeturales, se ha visto vigorosamente sacudida por
27. S an J erónimo, De viris illustribuSj 61.
28. Bpistulae7 36, 16, Corpus de Piena, vol, i, 1910, p. 283,7,
29. T eodoheto, Branistes i, i i , m ; PG, 83, col, 85D, 172C, 284D.
30. E. S chwartz, PubU&istische Sammlungen gum acacianiscíten Schisma, en «Abhand-
lungen der Bayerischen Akademie d e r Wissenschaften, Philosophisch-historische Abtei-
lung*, nueva serie, 10, Munich. 1934, p. 96, 28.
31. Cf. P. N autin, Hippolyte et Josipe, Paría 1947, p. 16.
32. Focio, Bibliothfeth 121; FG, 103, col. 401.

170
La «Tradición apostólica» de san Hipólito

una tesis sostenida por M. Nautin en 1947”. Según él, el Frag­


mento contra Noeto, que parece ciertamente de Hipólito según el
testimonio de Teodoreto, habría seguramente reempleado elemen­
tos de! Elenkhos. Pero este mismo reempleo atestiguaría que estas
dos obras son de autores diferentes, a juzgar por la teología, por el
método heresiológico, por la formación del espíritu, como también
por el estilo. Como, por otra parte, atestigua el Elenkhos que su
autor lo es también de un tratado Sobre el Universo, título mencio­
nado también en el catálogo de la estatua, habría que concluir que
esta estatua no es de Hipólito, sino de algún otro personaje, único
a quien convendrían las calificaciones de romano y de antipapa.
M. Nautin, apoyándose sobre todo en una noticia de Focio, que
atribuye un Sobre d Universo a Josefo, piensa que se trata de una
confusión de nombres y que el antipapa romano era en realidad
un cierto Josipo (’lcíxmtw;, nombre que Focio declara hallar en los
manuscritos, pero que atribuye a un error de copista).
En este caso, Hipólito sería el autor de nuestra colección, al
mismo tiempo que de toda una serie de obras que le atribuye la
antigüedad y que ofrecen evidentes afinidades de estilo y de ideas
con esta colección. Pero no habría ya la menor razón de tomarlo
por romano y tendríamos que resignarnos a ver en él algún obispo,
sin duda oriental, pero imposible de localizar. El punto más flaco
de esta nueva teoría está en que, a pesar de todo, habría que atri­
buir a este Hipólito por lo menos dos tratados consecutivos, a los
que convendrían los dos títulos: Sobre los carismas y Tradición
apostólica, que se siguen precisamente en el pedestal de la estatua
del hipotético Josipo, por no hablar de otros escritos que pueden
corresponder a la misma lista. Mera coincidencia, replica M. Nautin.
Pero, por una parte, B. Capelle, por lo que hace al estilo del
Elenkhos y del Fragmento que separa M . Nautin, y por otra dom
Botte por lo que hace a su contenido, parecen haber mostrado que
los argumentos de M . Nautin no son en modo alguno tan decisivos
como pudieran parecer a primera vista3*. Ea coincidencia, por lo34
33. Op. cit. en la nota 31.
34. Cf. dom B esnard B otte, Note ju r tantear du «De Universo», attribué á saint
Hippolyte, en «Recherches de Théologle ancienne et médiévale», tomo x v n i, 1951, p. Sss,
y dom B ernard Capelle, Hippolyte de Rome, y A propos d}Hippolyte de Romc, ibid.,
t. x v ii, 1950, p* 145$s. y L x ix , 1952, p. 193ss.

171
La eucaristía patrística

menos inquietante, entre los dos títulos consecutivos y el contenido


de dos obras ligadas, que el mismo' M. Nautin atribuye sin vacila­
ción a Hipólito, a lo cual se añade el lugar donde fue descubierta la
estatua, no parece, pues, en modo alguno a dom Botte carecer de
fuerza probativa en favor de la unidad de autor. He aquí lo que
sostiene dom Botte:
«l.° El autor de la Tradición apostólica [entendemos aquí nues­
tra colección] es con seguridad el titular de la estatua romana.
»2,° El autor vivía en Roma y allí gozaba de cierta considera­
ción, puesto que se le había levantado una estatua.
»3.° Este autor se llamaba Hipólito: los indicios de la tradi­
ción literaria (Epítome, Cánones de Hipólito1) concuerdan con los
datos arqueológicos concernientes a la estatua.
»4.° La posición equívoca de Hipólito, jefe de una comunidad
disidente, explica las fluctuaciones de la tradición; pero se trata,
seguramente, del m ártir romano celebrado el 13 de agosto al mismo
tiempo que el papa Ponciano» w.
A nosotros nos parece que esto supone todavía demasiadas con­
jeturas, probables o simplemente posibles, y que suscita demasiadas
dificultades no suficientemente resueltas para que se pueda tener
por demostrado. Con todo, nos parece que es por lo menos la hipó­
tesis más verosímil en el estado actual de la cuestión.
Pero aunque se admita esto, no basta para dirimir la cuestión
que aquí nos interesa más que nada. El documento, al que segui­
remos dando el título de Tradición apostólica y que consentimos en
atribuirlo todavía a un Hipólito, sacerdote romano y algún tiempo
antipapa, ¿debe por ello ser tenido por un simple reflejo de la li­
turgia romana de la época? ¿O no representará más bien concepcio­
nes propias de su autor? Y en este caso, ¿ de dónde las sacaría? Dom
Botte, en la primera edición que había preparado anteriormente
para la colección «Sources chrétiennes», se mostraba afirmativo.
Nuestro documento sería típicamente romano, por su contenido y
por su estilo, y atestiguaría, por tanto, la pura romanidad de su
autor reconocido3S36.

35, L a Tradición apostólica (ed, de M ü n ste r), p. x lv .


36. HiFifOLVTB De Kome, L a Tradition apostolique, en «Sources chrétiennes», n.° 11,
P a rís 1946, p. 9 y p. 24,
La. «Tradición apostólica» de san Hipólito

En su nueva edición emplea términos que parecen más matiza­


dos. Después de las líneas que acabamos de citar, escribe: «Pode­
mos, por tanto, considerar la Tradición apostólica como un escrito
romano. ¿Quiere esto decir que representa exactamente la disci­
plina y la liturgia de Roma en el siglo m ? Debemos guardarnos
de endurecer las posiciones y de incurrir en un anacronismo. No
podemos hacer de la Tradición el equivalente en el siglo m de lo
que será a fines del siglo vi el Sacramentaría gregoriano. En tiempos
de san Gregorio ha adoptado ya la liturgia romana su forma defi­
nitiva. En el siglo n i estamos todavía en el período en que se or­
ganizan las primeras liturgias. Todavía no se ha superado el es­
tadio de la improvisación, e Hipólito presenta sus oraciones como
modelos, no como fórmulas fijas. Por otra parte, no es verosímil
que escribiendo en Roma, presente como la verdadera tradición co­
sas que no tendrían nada que ver con los usos romanos. Segura­
mente precisó algunos puntos por su propia autoridad. Pero en
conjunto podemos con derecho pensar que la Tradición representa
seguramente la disciplina romana de comienzos del siglo i i i » 11.
Huelga subrayar que en este contexto «el estadio de la impro­
visación», «el período en que se organizan las primeras liturgias»
son expresiones que no se han de tomar demasiado a la letra: de lo
contrario, ¿cómo podría tratarse de descubrir en tal período, en tal
estadio «los usos romanos», «la disciplina romana de comienzos del
siglo III» ?
En cambio, la cuestión que no se puede esquivar es la de saber
en qué medida efectivamente Hipólito — por el hecho de escribir
en Roma, supuesto que fuera a s í— no podía presentar allí «como
la verdadera tradición» cosas que no tenían nada que ver con los
usos romanos. Precisamente si el autor de lo que nosotros creemos
ser la Tradición apostólica es también el del Etenkhos — como nos
convence de ello dom Botte—, parece cierto que no tenía grandes
escrúpulos en otros terrenos, por lo cual precisamente pudo llegar
a convertirse en antipapa. La teología trinitaria corriente en Roma,
y que ciertamente los papas de su tiempo no habían inventado allí,
le parecía una burda herejía®. Que allí pudieran contraerse, con
37. E n la p. x iv del volumen citado en nuestra nota 23.
38. Gf. PhÜQSOphoumena, 9,1 2.

173
La eucaristía patrística

aprobación de la Iglesia, matrimonios entre libres y esclavos, le


parecía abominable®: escándalo incomprensible para un romano,
cristiano o no. Finalmente, que la penitencia se practicara allí con
mitigaciones que parecen haber sido allí una tradición local poco
menos que constante, era para él particularmente inadmisible".
Después de esto no debe sorprender sobremanera el que la liturgia
del país le pareciera no menos intolerable. Y de hecho parece ser
que porque le desagradaban las liturgias que veía celebrar donde
él estaba, como le desagradaba todo lo demás, por eso creyó nece­
sario presentar una a su manera.
¿Qué nos dice, en efecto, sobre el particular?

Ahora, movidos por la caridad para con todos los santos, hemos llegado
a lo esencial de la tradición que conviene a las Iglesias, a fin de que los
que están bien instruidos guarden la tradición que ha subsistido hasta el
presente, según la exposición que nosotros hacemos de la misma y, tomando
conocimiento de ella, se vean consolidados, por causa de la caída o del error
que se ha producido recientemente por ignorancia, y (por causa) de los
ignorantes, y el Espíritu Santo confiera la gracia perfecta a los que tienen
una fe recta, a fin de que sepan cómo deben enseñar y guardar todas
(estas) cosas los que están a la cabeza de la Iglesia41.

¿No es probable que se refiera aquí a los mismos (Ceferino,


Calixto y sus fieles) a quienes ataca por su nombre en otros luga­
res? ¿Y no es, por consiguiente, igualmente claro que, en este caso
como en los otros, los verdaderos usos romanos no son los suyos,
sino los de sus adversarios?
¿Es esto decir que inventa y que pretende imponer algo? Es
poco probable, en un conservador tan encarnizado como él. Hay
más bien que creer que sólo tiene por legítimos usos diferentes de
los que ve en Roma (y en otras partes), usos que ha conocido en
una región menos evolucionada, de la que es sin duda originario, y
que tratará de imponer, so color de restauración, donde él se halla
actualmente. ¡Cuántos romanos en general, y en aquella época en
particular, y cuántos cristianos y hasta eclesiásticos romanos sólo
lo eran por adopción! Hay razones para suponer que Hipólito per­
tenecía a esta última categoría.
39. Ibid. 40. Ibid.
41. Tradición apestéiica 1.

174
La «Tradición apostólica» de san Hipólito

¿Podemos precisar su origen? El padre Hanssens lo creyó, y


pensó que había que ver en él a un alejandrino venido a ser sacer­
dote romano y que trataba de transportar de Alejandría a Roma
las formas que él juzgaba ideales. Dom Botte se niega, y no sin
razón, a ver en esta hipótesis algo más que una creación de la fan­
tasía*3. En efecto, es exacto que en Hipólito no se puede descubrir
absolutamente nada de las particularidades de la liturgia alejan­
drina, o más en general, del cristianismo alejandrino. Si, en cam­
bio, el Synodos de los patriarcas alejandrinos recogió tan fácil­
mente sus elucubraciones, esto no prueba nada en favor de dicha
hipótesis, ya que esta colección, como toda la legislación canónica
y litúrgica de Alejandría, admite también toda clase de aportacio­
nes que sabemos ser extranjeras, y en particular un cúmulo de
elementos sirios.
Si hay que propender a una localización particular de los orí­
genes de Hipólito, quizá sea Siria, exactamente como pensaba ya
Tillemont, la que goza de más títulos para tal reivindicación **. Sus
prejuicios de clase, su rigorismo penitencial, su teología que se re­
siente por todas partes de sabel'ianismo, a lo cual hay que añadir su
prevención sistemática contra, los filósofos, son otros tantos rasgos
que lo oponen a Alejandría y que lo relacionan con Siria, y espe­
cialmente con sus elementos más semíticos. Ahora bien, allí es pre­
cisamente donde habían de sobrevivir más tiempo las demás arcai­
cas formas litúrgicas cristianas, como nos lo ha mostrado ya la
liturgia de Adday y de Mari...
Incluso si se adoptara lo que no pasa de ser una simple hipó­
tesis, no por ello habría por otra parte que concluir que Hipólito
habría tratado de aclimatar en Roma una liturgia completamente
extranjera. En todos los lugares en que se había introducido el
cristianismo desde la primera generación cristiana, y más en par­
ticular por las juderías locales, había debido existir una liturgia de
este género, y aun pasado un siglo y más, todavía no había podido
perderse del todo su recuerdo. Veremos que de hecho se hallan423

42. J.M . H anssens, L a iiturgie d’Hippotyte, Roma 1959. Cf. el juicio de dom B otte
en la introducción a su edición de la Tradttio, de Müoster, p. xvi,
43 . L en a in de T il l e m o n t , Ménwires {oar servir á l*Histoire eCCÍé$i<LStiquef t. m ,
París 1701, p. 674

175
La eucaristía patrística

d ife r e n te s v e s tig io s de ella en Ita lia y en o tras p artes. P e r o n o está


v ed a d o p en sa r que H ip ó lito , en e s te p u n to co m o en o tro s, lleg a ra
a en trar en conflicto' con las a u to r id a d es rom an as p ra ctica n d o u na
p o lítica d elib erad am en te arca iza n te, p ero q u e era so b re todo' la d e
un p ro v in cia l atrasado. S u litu r g ia n o es u n a sim p le su p erv iv en cia ,
co m o la d e A d d a y y d e M ari. V e r e m o s q u e revela el artificio de
su s p rete n sio n es de p r im itiv ism o . P e r o es p ro b a b le q u e esta s m is ­
m as p rete n sio n es estu v ier a n a lim en ta d a s p o r u n cierto p r o v in c ia ­
lism o : H ip ó lito n os ap arece in m o v iliz a d o en u n p asad o, q u e él
reten ía tod avía, au nq u e sin se r y a en a b so lu to capaz d e g u a rd a rlo
in tacto, y a s í n o s ap arecen tam b ién m ás d e un p ro v in cia l y a sí s e ­
rían p rin cip alm en te lo s sir io s.
E r a d ifíc il evitar esta larga in tr o d u cc ió n . Q u izá n o s sir v a para
leer la eu caristía d e H ip ó lito sin p ro y ec ta r so b r e ella u n a lu z q u e
no le corresp on d e. E s p ro b a b le q u e e sta eu ca r istía n o n o s e n se ñ e
gran co sa acerca d e lo q u e había v e n id o a s e r y a la litu rg ia eu ca -
rística a m ed ia d o s del sig lo iii en R o m a y en o tra s p artes. Más
b ien n o s p erm ite v e r lo q u e e sta litu r g ia p o d ía se g u ir sie n d o to d a ­
v ía en algu n as reg io n es d ista n te s, lo q u e to d a v ía se p o d ía in te n ta r
restau ra r y m an ten er en o tras p artes, en cu a n to a fo r m a s q u e e s ­
taban en v ía s de d esap a rició n . A q u í tam b ién d arem os el te x to tra ­
d u c id o (y esta v ez p rev ia m e n te re co n stitu id o ) p or d o m B o t t e :

Presenten los diáconos la oblación [al obispo] y éste, imponiendo las


manos sobre ella con todo el presbiterio, diga dando gracias:
— El Señor esté con vosotros.
Y digan todos:
— Y con tu espíritu.
— Levantad vuestros corazones.
— Los tenemos levantados hacia el Señor.
— Demos gracias al Señor.
— Es cosa digna y justa.
Continúe entonces a s í:
Te damos gracias, ¡oh Dios!, por tu Hijo (puerum) muy amado, Je­
sucristo, al que nos enviaste en estos últimos tiempos (como) salvador, re­
dentor y mensajero (angelum) de tu designio, a él que es tu Verbo inse­
parable, por quien todo lo creaste y al que, en tu beneplácito, enviaste del
cielo al seno de una virgen y que, habiendo sido concebido, se encarnó y se
manifestó como tu Hijo, nacido del Espíritu Santo y de la Virgen. Él, cum­
pliendo tu voluntad y adquiriéndote un pueblo santo, extendió las manos

176
La «Tradición apostólica» de san Hipólito

mientras sufría para librar del sufrimiento a los que tienen confianza en ti.
Mientras se entregaba al sufrimiento voluntario, para destruir la muerte
y romper las cadenas del diablo, hollar al infierno, conducir a los justos a
la luz, fijar la regla (terminum) y manifestar la resurrección, tomando pan,
te dio gracias y dijo: Tomad y comed; esto es mi cuerpo, partido por
vosotros.
Asimismo el cáliz, diciendo: Esto es mi sangre, que es derramada por
vosotros. Cuando hagáis esto, hacedlo en memoria de mi.
Acordándonos, pues, de su muerte y de su resurrección, te ofrecemos
este pan y este cáliz, dándote gracias por habernos juzgado dignos de pre­
sentarnos delante de ti y de servirte como sacerdotes,
Y te pedimos que envíes tu Espíritu Santo sobre la oblación de la santa
Iglesia. Al reunir(los), otorga a todos los que participan en tus santos
(misterios) (que participen en ellos) para que se vean llenos del Espíritu
Santo, para la consolidación de (su fe) en la verdad, a fin de que te alabe­
mos y glorifiquemos por tu H ijo Jesucristo, por quien (sea) a ti gloria y
honor con el Espíritu Santo en la santa Iglesia, ahora y por los siglos de
los siglos. Amén **.

Este texto no ofrece casi ninguna correspondencia verbal con


ei de la eucaristía de Adday y de Mari, pero precisamente por ello
son más impresionantes la analogía de su estructura y la comunidad
de sus temas, en común adherencia con el esquema judío de las
oraciones de la mesa. Vemos el mismo paso de la acción de gracias
por la creación a la acción de gracias por la redención; la misma
concepción de la anamnesis, es decir, como una evocación del me­
morial dado por Dios, para pedirle la reunión final de sus elegidos
en la Iglesia con vistas a su glorificación. En el párrafo que precede
a la anamnesis y al relato de la institución que la introduce, se
notará la presencia insistente de los temas de la formación del pue­
blo de Dios y de 1a alianza ( terminum) que eran ya claves del
desarrollo de la oración judía.
Por otra parte, si el relato de la institución forma aquí, sin
género de duda, parte del texto, faltan, en cambio, el sanctus y sus
apéndices, las intercesiones y las conmemoraciones desarrolladas.
Hay que señalar todavía los arcaísmos de la teología, y en par- 45
44. Edición Botte, de M ünster, p. l l s s (n.° 4). Sobre el diálogo introductorio,
cf. C.A. B oumak, Variaixts in the introducción to the Eucharistic Prayer, en Vigilia*
christianae, t. 4 (1950), p. 94ss.
45. E l etiópico dice ser'et, que significa «testamento». Es probable (cf. B orre, p. 15r
nota 4) que el griego dijera Ópo$.

177
La eucaristía patrística

ticular de la cristología, que nos remontan no sólo a la teología


judeocristiana, con Cristo considerado como «ángel», sino también
a los discursos de los Hechos, con la expresión puer ( tocó;) que
se le aplica en dos ocasiones.
En el texto, tal como lo hemos presentado, figura una epidesis:
«Te pedimos que envíes tu Espíritu Santo sobre la oblación de la
santa Iglesia.» Llama la atención ver que concuerda casi exacta­
mente con la epiclesis inserta en la eucaristía de Adday y de Mari.
Como ésta, es de lo más rudimentario, en cuanto que no pide ni la
aceptación del sacrificio, ni menos todavía su consagración me­
diante la conversión de los elementos. Aquí también se apunta direc­
tamente a la reunión de todos los fieles en la Iglesia.
Pero también en este caso podemos preguntamos si esta fórmu­
la de epiclesis pertenece al texto primitivo. Dom Gregory Dix lo
ha puesto en duda en su propia edición de la TradicióniS. H a hecho
primeramente notar la incoherencia del texto latino en este lugar,
lo cual parece revelar una manipulación poco hábil. Así, insinúa, el
texto primitivo podría ser el que se ve reproducido en el Testa-
mentum Domini. Cierto que se habla del Espíritu Santo, pero no
se lo puede calificar de epiclesis, ni aun tomando el término en sen­
tido lato, ya que no se pide la venida del Espíritu Santo al sacra­
mento (o sobre el sacramento). Citemos esta fórmula en la traduc­
ción latina de Rahmani: Da deinde, Deus, ut tibí unumlur omnes,
qui participando accipiunt ex sacris (mysteriis) tuis, ut Spiritu
Sancto repleantur ad confirmationem fidei in veritate...
Podríamos traducirlo a s í:

Da finalmente, ¡ oh D ios!, que te sean unidos todos los que reciben de


tus santos (misterios) y participan en ellos, q u e sean llenos d e l Espíritu
Santo para la confirmación de su fe en la verdad..,47.

Richardson ha opuesto algunas dificultades menores a la idea


de que este texto hubiera podido prestarse a la transformación final
atestiguada por las versiones tanto latina como etiópica48. Pero sobre
46. Cf, dom G regory D i x , The Treatise on the Apostolic Tradition oj Saint Hippo-
lytus of R im e, Londres 1937, p. 75ss,
47. R ahmami, op. cit,, p. 45.
48. Cf. C.C, R ichardson , The So-called Epiclesis in Hippoiyhts, en «Harvard
Thtologrical Revíew», vol. 40 (1947), p. 1015$.

178
La «Tradición apostólica» de san Hipólito

todo dom Botte, que en un principio había sostenido que, aun cuan­
do ia forma dada por el Testamentum Domini fuera primitiva, no
por ello dejaba de ser el equivalente de una epiclesis (lo cual, re­
pitámoslo, parece un abuso de lenguaje), cambió luego de parecer,
creyendo descubrir la huella de la epiclesis de la Tradición, no en
esta frase final de la oración del Testamentum, sino en una fórmula
anterior1*. A primera vista hay que reconocer que ésta no ofrece
nada que se le parezca. Pero hay que seguir paso a paso a dom Botte
en una demostración, que es quizá la obra maestra de ingeniosidad
de este sabio tan perspicaz.
Veamos primeramente el texto en que se basa su análisis y su
reconstrucción. Sigue inmediatamente a la anamnesis y Rahmani
la traduce a s í:

O fferim us t ib í katic gratiarum actionem, aetema Trinitas, Domine le su


Christe, Domine Pater, a quo omnis creatura et omnis natura contremiscit
in se confugiens, Domine Spiritus Sánete, adfer potum hunc et escam hanc
sm etitatis tuae, fac ut nobis sint non in iudicium, ñeque in ignominiam
vel in perditíonem, sed in smationem et in robus spiritus nosiri 30

Dom Botte no tiene reparo en subrayar el carácter aparente­


mente deshilvanado y tropezoso de este texto. Esta fórmula trini­
taria, en la que se menciona primeramente al Hijo, le parece cu­
riosa. Luego se detiene en la fra se : Domine Spiritus Sánete, adfer
potum hunc et escam hanc sanctitatis tuae, especialmente pesada
e incoherente. Se pregunta qué es 3o que obtendríamos operando
la retro versión del siríaco al griego del que es traducción (el griego
es la lengua original del Testamentum, como también de la Tradi-
tio). He aquí la respuesta: La retraducción de Domine Spiritus
Sánete no puede ofrecer dificultad: y.úpie Trveüpa aytov. Notemos,
sin embargo, que TCveüpa ¡íyiov puede ser tanto un acusativo como
un nominativo vocativo. Pero el siríaco lo tomó por un nominativo
vocativo, pues de lo contrario no lo habría conservado en este lu­
gar, o le habría antepuesto una partícula.
Adfer es en siríaco el imperativo de la forma afel del verbo4950

49, Cf, «Sources chrétiennes», n.* 11, p. 23 y L'épiclkse de Vcmaphore d'Hippolyte,


en «Recherebea de théologle ancienne et médiévale», t. 14 (1947), p. 241ss.
50. R a b u a n i , op. cit., p. 43.

179
La eucaristía patrística

étá, venir, forma causativa [aytóy], que significa, por tanto: haz
que venga. Pero lo notable es que el yod que termina esta forma
indica que el sujeto es femenino: espíritu es femenino en siríaco.
Si traducimos al griego, nos hará falta un imperativo' en segunda
persona del singular; pero en griego no tiene importancia el género
del sujeto. Podremos traducir por Ttépjjov o por un compuesto de
7tlp.i|jov. Potum hunc et escam hanc, como no hay casos en siríaco,
el complemento determinado del verbo va precedido de la partícu­
la l; pero esta misma partícula l tiene también valor de preposición
que indica movimiento. El texto siríaco equivale, por tanto, a un
acusativo, precedido o no de iní. Esto nos d a : [éxí] toutov t&v
ttÓtov y.al vaÚT^v tyjv JSptoaiv. Sanctitatis es un idiotismo. El nombre
precedido de la partícula d, nota del genitivo, es el equivalente del
adjetivo. Debemos, por tanto, suponer áyto?, que concuerda natu­
ralmente con la última palabra: tocúttjv tyjv ppwcfiv tíjv ayíccv.
Tuae: en siríaco tenemos de nuevo la partícula d, con el pro­
nombre personal de segunda persona, de nuevo con la forma fe­
menina. Es el equivalente de oou, que se refiere a potum et escam,
y no a sanctitatis. Si reunimos los elementos analizados, obtenemos:
xúpie TtvsCpa «ytov 7tép4ov [éitl] toutov tóv uotov xal [sitl] TaÚTrjv
(ipücriv tyjv áyíav oou 81.
Esto no es todavía suficiente para que tengamos una epiclesis,
y sobre todo queda en el aire el comienzo de la frase. Pero, repi­
támoslo, esa fórmula trinitaria en que se invocaba primero al Hijo,
parecía sospechosa. Pongamos, pues, un punto después de Trinitas
y supongamos que seguía luego: Domine Pater Domini lesu Christi,
etcétera, fórmula que se halla en una anáfora etiópica, igualmente
dependiente de Hipólito. Admitamos que el traductor siríaco, una
vez más, se confundió y tendremos finalmente una epiclesis com­
pletamente satisfactoria:

Señor, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, etc., envía al Espíritu Santo


sobre esta bebida y sobre este m anjar santos... *52.

Todo esto es tan deslumbrante que uno quisiera que le conven-

s i. B otte, L'Épictese de ¡’anaphore d'Hippoíyte, p. 246.


52. Ibid., p. 247.

180
La «Tradición apostólica» de san Hipólito

ciera. Seguramente nos convenceríamos si no releyéramos en el


mismo artículo de dom Botte dos prudentes consejos que dirige a
los estudiosos de estos textos. El primero es que no se aísle nunca
un pasaje de su contexto. El segundo, que no se trabaje con tra­
ducciones, sino siempre sobre los textos mismos, lo cual exige que
uno sea buen orientalista. No podemos menos de aprobarlos... Pero
esto nos sorprende tanto más cuanto que dom Botte mismo, en este
caso particular, parece transgredir alegremente el primero de estos
dos consejos, aislando la cláusula Domine Spiritus Sánete adfer po-
tum hunc et escam hanc sanctitatis tuae. Si por una parte se de­
muestra excelente orientalista al operar la retroversión al griego,
¿no se dejó por otra parte impresionar por la torpeza del latín de
Rahmani, consecuencia frecuente de un exceso de literalismo? Por
consiguiente, antes de operar aisladamente la retroversión de este
miembro de frase, ¿no habría valido más releer toda la frase en
siríaco y preguntarse si ésta ofrecía tanta dificultad que hubiera
que imputar al traductor una cascada de contrasentidos? Hemos
de reconocer que si se lee de un extremo a otro haciendo abstrac­
ción de la traducción, no parece exigir eso. Como en punto a orien­
talismo no podemos ciertamente compararnos con un maestro como
dom Botte, la hemos presentado a especialistas indiscutibles del
siríaco, y que tienen además la costumbre cotidiana de servirse de
esta lengua en su propia liturgia. Ninguno' de ellos ha visto en ella
más dificultad que nosotros y todos la han entendido como nos­
otros :

Te ofrecemos esta acción de gracias, Trinidad eterna: Señor Jesucristo,


Señor Padre, ante quien toda criatura tiembla y se aleja, Señor Espíritu
Santo, procúranos este alimento de tu santidad, de modo que no sea para
nuestro juicio, ni para nuestra confusión o nuestra perdición, sino para la
curación y alivio de nuestro propio espíritu53.

Notemos sencillamente que el femenino del verbo se explica por


la invocación de la Trinidad. Podría admitirse la corrección de dom
53. Si se desea una retroversión en griego, ésta no ofrece dificultad: itpootpépopiév oot t^v
t o c ó t e a e l ú v i a T p t o tq, K ó p i e ’ lif c o o u X p í o t * , K ú p t e n á r r j p , á t p ' o í ttócox i t- r ím c » x a l
sO x a p so rfo v
7T$chc tptkrtc; trujupptxTEL, el; íocútjív ábrotpiiyeic, Kúpie ITveOfxa <£'í&ov1 ¿nivsYxe (o: émxwpTiYTloov)
TOÜTOV TÓV TCÓTOV XOtl TaÍTTJV T ^V ^pójCTtV TOO ¿YU&F'i.OD OOU, p.V) YSVT]0r]Tíó fiíq XpftUV CClC-
XÍVT)V y) ¡¿T jpiav á A X ¿ e l e C y i s í a v x a l otepécoctcv t o o -Jh i & v .

181
La eucaristía patrística

Botte, de «alimento de tu santidad» en «tu alimento santo». Pero lo


mejor sería, probablemente, entender: «alimento de tu santifica­
ción». Aparte de esto, el principio según el cual no se debe corregir
un texto sino cuando parece necesario, debe retraernos de modificar
una fórmula que no deja de ser coherente, como ejemplo típico de
esas apologías que, como lo veremos pronto, se introdujeron muy
temprano en las liturgias sirias, antes de invadir nuestras liturgias
medievales de Occidente. Así pues, sin someter el texto a mani­
pulaciones que no parece exigir, no creemos posible hacer surgir
aquí una epiclesis. Hay que concluir que el autor del Testamentum,
que no la habría suprimido si la hubiera hallado en Hipólito, no la
había hallado en éste. Lo que equivale a decir que la epiclesis, tanto
en la Tradición apostó tica como en la eucaristía de Adday y de Mari,
probablemente no es primitiva. La sorprendente semejanza entre
la fórmula que se halla en la mayoría de los textos de la liturgia
de Hipólito llegada hasta nosotros y la que figura en todos los de
Adday y de Mari indinaría a hacer creer que era una fórmula
de epiclesis que durante algún tiempo fue popular en Oriente. Es
seguramente una fórmula muy arcaica, puesto que, repitámoslo, no
pide ni la consagradón de los elementos y ni siquiera la simple acep­
tación del sacrificio, sino únicamente una venida del Espíritu Santo
al sacramento y por el sacramento, que ha de conducir a la santi­
ficación de los que participan de él, y más particularmente a su
consumación en la unidad del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia.
El texto del Testamentum que, a nuestro parecer, tenía razón
en retener dom Gregory Dix como vestigio del texto primitivo de
Hipólito, nos permite sorprender cómo la epiclesis del Espíritu
se introdujo en este lugar en las liturgias eucarístícas de Oriente.
Recordemos, en efecto, la fórmula que da como conclusión de la
larga amplificación en forma de apología, que añade a la anamnesis :

Da deinde, Deus, ut tibi uniantur omnes, qui participando accipiunt ex


sacris (mysteriis) tuis, ut Spiritu Sancto repieantur ad confirmationem fidei
in vertíate, ut tribuant tibi semper doxologiam et Filio tuo dilecto lesu
Christo, per quern tibi gloria et imperium cum Spiritu Sancto in saeculum
saeculorum s‘.4

S4. R ahmami, op, cit., p. 4S.

182
La «Tradición apostólica» de san Hipólito

Aquí podemos admitir que el redactor del Testamentum, habien­


do separado el final de la frase de Hipólito de su comienzo, añadió
la invocación (Deus), modificó el orden de las palabras, sustituyó
por un verbo pasivo (uniantur, que supone évoüaOoci) el activo
que supone la traducción latina de Verona in unum congregans,
confirmada por la etiópica, y que debía ser elq £v eruváywv. Sobre
todos estos puntos tiene probablemente razón Richardson,
El texto que leía este redactor debía, por tanto, ser algo parecido
a esto:

... reuniéndolos, da a todos los que participan en tus santos misterios


para la plenitud del Espíritu Santo, con vistas a la consolidación de la fe
en la verdad, que te alaben y te glorifiquen por tu H ijo Jesucristo, por quien
sea a ti gloria y honor con el Espíritu Santo, en la santa Iglesia, ahora y
por los siglos de los siglos. A m én55.

Dom Botte hace notar que en el texto, tal como lo presenta el


palimpsesto de Verana, confirmado por la versión etiópica, esta
mención del Espíritu, al que deben recibir con plenitud los comul­
gantes, se explica, y sólo puede explicarse, como consecuencia de
la invocación anterior de la venida del mismo E spíritu56. Nosotras,
de acuerdo con A idan Kavanagh ” , creeríamos más bien lo contra­
rio. ¿Por qué se vino a insertar después de la anamnesiSj o más
exactamente en su conclusión, antes de retom ar a la alabanza en la
doxología final, una invocación al Espíritu, sin precedente en las
oraciones judías ni en las más antiguas oraciones eucarísticas cris­
tianas, como lo prueba en todo caso el texto primitivo de Adday
y de Mari? Esto debió hacerse en dos etapas. La mención del Es­
píritu Santo fue sugerida aquí a la vez por la idea de la reunión de
todos en el cuerpo de Cristo y en su plenitud, y la de su unanimi­
dad en la glorificación del Padre por e! Hijo. Porque este acaba­
miento escatológico de la Iglesia consumada en la unidad, y esta
consagración de la humanidad a la gloria del Padre por el Hijo
son, en efecto, las dos facetas inseparables de la obra del Espíritu
SS. En este caso no ofrece ya dificultades la construcción de la palabra «da», que,
de lo contrario, queda en el aire.
Stf, Op. d t., p. 247.
57, A toan Kavanagh, T hm ghts tm the Román Anophora, en «Worship», vol, 39,
n.° 9, 1965, p. 515ss.

183
La eucaristía patrística

en la pneumatología cristiana prim itiva: él es el sello de la unidad


en el cuerpo de Cristo, y él es el «Espíritu de la gloria», el que glo­
rifica al Hijo, y lleva así a término su propia glorificación del Pa­
dre. Así pues, tarde o temprano debía producirse la mención del
Espíritu en la conclusión de la anamnesis cristiana, en el punto
preciso en que ésta remataba en la doxologia. Esta mención es la
que, según creemos, vemos aflorar por primera vez tras el texto
primitivo de Hipólito', tal como debía leerlo el autor del Testamen-
tum Domini. Un poco más tarde, en el momento en que la teología
tenga empeño en precisar el papel del Espíritu, será natural que
allí donde se había introducido su mención se pida más formalmente
su venida. Pero en este primer estadio de una epiclesis propiamente
dicha será también natural que se pida ésta, aunque todavía sólo
para que produzca en los comulgantes el fruto de su comunión.
Es exactamente lo que hallamos en la epiclesis que se introducirá,
ciertamente en fecha temprana, en Adday y Mari, como también
en Hipólito.
Notemos que todavía no se pide que consagre la eucaristía al
hacer aceptar su sacrificio; menos todavía se trata de transforma­
ción de los elementos. Lo que se pide es que venga a «la oblación».
Esta fórmula es muy preciosa, pues al asociar por primera vez al
Espíritu con «la oblación», prepara el camino para desarrollos ulte­
riores.
Esto nos lleva a un rasgo de vocabulario que revela un primer
desarrollo doctrinal, por el que el texto de la Tradición apostólica,
hasta en su forma primera y no retocada, se muestra francamente
más tardío que el de Adday y de Mari. Y es ésta una primera intro­
ducción (y única, aparte de aquella de la epiclesis, que nos parece
sobreañadida) de términos técnicamente sacrificiales en un texto
de oración eucarística. Recordemos que e'1 texto de la anamnesis
de Hipólito dice efectivamente:

Acordándonos, pues, de su muerte y de su resurrección, te ofrecemos


este pan y este cáliz dándote gracias por habernos juzgado dignos de estar
delante de ti y de servirte como sacerdotes.

En la anamnesis de Adday y de Mari no hallábamos todavía


nada de esto, Sin embargo, en ella quedaba claramente expresado

184
La «Tradición apostólica» de san Hipólito

todo el contenido, específicamente semítico, del «memorial» ju­


dío : una prenda dada por Dios de su acción salvadora, que nos­
otros podemos presentarle con la seguridad de que nuestra oración
que pide el cumplimiento de esta acción en nosotros, será escuchada,
puesto que esta prenda significa también su permanente actualidad
para nosotros. Recordemos una vez más que esto, ya en el judais­
mo contemporáneo de los orígenes cristianos, hacía de la berakah de
la comida en las comunidades de la esperanza mesiánica, no sólo
el equivalente de un sacrificio1, sino también el sacrificio en toda su
pureza.
Esto es io que un cristianismo todavía semita, como el de la aná­
fora de Adday y de Mari, podia seguir expresando en la misma termi­
nología, Pero una anáfora de este tipo, al pasar a cristianos de len­
gua griega, tenía necesariamente que explicar que la «memoria»
que hacemos de Cristo en la eucaristía no es una mera evocación
psicológica, subjetiva, sino ante todo una representación de su pro­
pio don a Dios, Entonces era inevitable que hiciesen su aparición
las expresiones sacrificiales, que debían surgir precisamente en este
punto de la eucaristía para traducir el contenido del «memorial»
judío en una anamnesis helenizada.
Después de la aparición de] término de «oblación» en la anam­
nesis misma y como simple manifestación de su sentido más pro­
fundo, no podían tardar en introducirse otros términos asociados
a éste. En particular se abriría paso la conciencia de que celebrar
la eucaristía es desempeñar el ministerio sacerdotal por excelencia.
Pero el sacrificio eucarístico, cuya sustancia está en el «memorial»
de los beneficios divinos, que Dios mismo pone en nuestras manos
para que nosotros se lo presentemos de nuevo, aparece como el don
de Dios por excelencia; así también este carácter sacerdotal de la
acción en que su pueblo se lo representa, es únicamente efecto de
la consagración a Dios, que a su vez es su gracia suprema. De ahí la
otra añadidura: damos gracias, finalmente y por encima de todo,
por haber sido constituidos en ese pueblo de sacerdotes que puede
«dar gracias» con plenitud. Es lo que no se cansan de explicar los
padres de aquella época, como Justino en su Contra Trifón: los ju­
díos decían que habían realizado su vocación de pueblo sacerdotal
llenando su existencia con las berakoth tradicionales, pero de

185
La eucaristía patrística

hecho son los cristianos los únicos que pueden responder plena­
mente a tal vocación, por la eucaristía de Cristo Jesús °®.
Pero aquí parece que hemos dado ya un paso más. Sin excluir
una referencia a todo el pueblo de Dios, que celebra unánimemente
la eucaristía, parece que en estas palabras hay que ver ya una alu­
sión más precisa al ministerio del que pronuncia la oración euca-
rística, en nombre de todos eilos, pero en virtud de una misión,
de una consagración particular, que viene del Cabeza de todo el
cuerpo. En otros térm inos: en esta oración que — no lo olvide­
mos — es sugerida a un obispo recién consagrado para la eucaristía
que celebra como conclusión de su consagración, las palabras «ser­
virte como sacerdote» se aplican sin duda, todavía no en sentido
exclusivo, pero eminente, en el interior del cuerpo y para todo el
cuerpo, al que, presidiendo la eucaristía, aparece en ella como
el representante del «cabeza» en medio de los suyos.
En la eucaristía de Hipólito hay otro rasgo que la opone a la
de Adday y de Mari, pese a su estrecho paralelismo. Esta diferencia
puede parecer a primera vista puramente literaria. Sin embargo, de
hecho anuncia una mutación en la eucaristía, que debía revelarse
mucho más sustancial que la aparición de una terminología sacri­
ficial, la cual no hacía sino traducir realidades ya presentes en otra
expresión, y portadoras ya del significado que esta terminología
se limita a hacer más explícita. Como lo ha revelado dom Botte,
la eucaristía de Adday y de Mari es fundamentalmente semítica,
por cuanto es evidente que su fórmula no es una traducción del
griego al siríaco, sino una composición realizada directamente en
un idioma semítico. En efecto, en ella se desarrolla un juego cons­
tante de paralelismos, del que no hallamos equivalente alguno en el
texto propuesto por la Tradición apostólica. Pero esto no es todo.
La eucaristía de Adday y de Mari está calcada sobre las berakotk
judías de las comidas, hasta el punto de form ar todavía, como éstas,
no una sino tres oraciones, cada una de las cuales tiene su conclu­
sión propia (la segunda va incluso marcada con un Amén). En
cambio, la eucaristía de Hipólito, por muy fielmente que siga el
plan de Adday y de Mari con el desarrollo de los temas que se suce-58

58. Cf. supra, p. SI.

186
La «Tradición apostólica» de san Hipólito

dían ya en las tres berakoth de las comidas judías, no forma sino


una sola oración seguida. Este rasgo — del que pronto volveremos
a ocupamos por extenso—, contrariamente a lo que imaginan to­
davía la mayoría de los liturgistas cristianos, lejos de acusar su
carácter primitivo, manifiesta su factura relativamente tardía. Adday
y Mari es una fórmula arcaica, de indiscutible autenticidad. La Tra-
dición apostólica, por el contrario, es obra de un arcaizante. No cabe
duda de que Hipólito debía saber muy bien todo lo que debía ha­
ber — y nada m ás— en una eucaristía primitiva, y en qué orden
debían encadenarse los elementos. Con todo, él mismo no era capaz
de formularla como lo habrían hecho los «santos» a quienes se
remitía celosamente: sencillamente porque su lengua habitual, y
con su lengua sus maneras de componer y hasta de pensar, no eran
ya las de un semita, sino las de un ciudadano del imperio helenís­
tico59. Cierto que la bella armonía con que se desarrolla su oración
no habría sido posible si no hubiera tenido como base una progre­
sión orgánica ya presente en los modelos antiguos que él quería
conservar. Pero tal armonía no viene a traducirse en la unidad lógica
y retórica de su redacción sino gracias a un ideal formal y concep­
tual que había ignorado el cristianismo primitivo por cuanto no
dejaba de ser semítico. Su eucaristía no es ya una sucesión de bera­
koth judías procedentes unas de otras, sino un solo período hele­
nístico, que las fusiona en un todo continuado. Entre lo que segu­
ramente quería producir y lo que produjo de hecho hay la misma
diferencia, como lo atestigua la comparación con la liturgia de Adday
y de Mari, que entre un auténtico mueble Luis xiv y su imitación
por un buen artesano del arrabal de Saint-Antoine. A primera vista
es lo mismo. Pero basta con mirar más de cerca para descubrir la
cola y los clavos que no debían estar allí.
Por lo demás se puede decir que su mano se traiciona precisa­
mente por haber espolvoreado su combinación con arcaísmos in­
tencionados, pero que en él son precisamente tan intencionados que
se descubren a primera vista. Porque al repetirlos a diestro y sinies­
tro no puede menos de mezclar con ellos sus elucubraciones perso­
nales. Pone cuidado en llamar todavía a Cristo, como lo hacían los
59. Esto es lo que quiere decir cuando en su Comentario de Daniel ilama al imperio
romano «nuestro reino».

187
La eucaristía patrística

primeros cristianos, el Hijo (puer, traducción de rae?<;), o el Ser­


vidor del Padre, el Mensajero, o más exactamente el «Ángel» de su
voluntad, lo cual es — sobre esto volveremos también — una super­
vivencia, que se hallará en otros textos, de una muy antigua cristo-
logia judeocristiana. Pero al mismo tiempo subraya, en una forma
que es propia de su teología, mucho más refleja que la de los pri­
meros cristianos, la libertad de Cristo al entregarse a la muerte. Y si
bien el empleo que hace de la imagen de Cristo que extiende los
brazos (en la cruz) como para atraernos a todos a él, se refiere tam­
bién a una vieja imagen apocalíptica quizás anterior a san Pablo,
en él, sin embargo, envuelve esta sistematización elaborada.
Antes de separarnos de él debemos observar la forma en que
nos da el diálogo introductorio de la eucaristía cristiana. Es cier­
tamente la más antigua atestación de éste, pues la liturgia de Adday
y de Mari sólo nos ha llegado provista de un diálogo que será co­
mún a las anáforas siríacas, pero que no parece tan primitivo. Ha-
salutación : «El Señor esté con vosotros — Y con tu Espíritu», aun
cuando no se ve atestiguada por las formas de la liturgia judia que
conocemos, no puede ser sino de origen semítico: en griego debía
ya producir el efecto curioso y enigmático que produce en algunos
modernos. Ha insistencia: Sursum corda — Habernos ad Dominum,
también semítica (él «corazón», para los griegos y latinos, sólo tie­
ne sentido fisiológico), parece ser una creación propiamente cris­
tiana, que subraya — como la orientación simbólica que sustituyó
a la oración dirigida hacia el santuario jerosolimitano— el carác­
ter, a la vez trascendente y escatológico, de la oración eucarística
cristiana: tiende hacia la Jerusalén celestial que es actualmente la
Jerusalén futura. Pero el último cambio: Gratias agamus Domino —
Dignum et iustum est, viene directamente de la fórmula judía que
precedía a las tres berakoth del final de las comidas. Debemos in­
cluso precisar más y subrayar que es la fórmula que debía emplear­
se en comidas de menos de diez comensales, es decir, que no for­
maban la asamblea mínima necesaria para el culto sinagogal. ¿No
es esto un testimonio del hecho de que Hipólito trata de restituir
una eucaristía cristiana, que en su época, poco más o menos en
todas partes, había salido ya de su marco primitivo, a las formas
que revestía cuando sólo se reunían, en una comida que les era

188
Transformación de la anamnesis y nacimiento de la epiclesis

propia, un puñado de judíos cristianos, los cuales habían tenido


primero su servicio de lecturas y de oraciones con los otros judíos
de la sinagoga? Esto concuerda con el hecho de que Hipólito ignora
sistemáticamente el enlace directo operado entre un servicio de
este género, que en su época hacía ya tiempo que era propio de los
cristianos, y la eucaristía. El testimonio de Justino nos asegura, sin
embargo, que este enlace era ya un hecho corriente un siglo antes w.
No podría imaginarse nada que pintara mejor lo facticio' y desmesu­
rado del arcaísmo de Hipólito. No nos describe ninguna liturgia
de su tiempo, corriente en Roma o en alguna otra parte. Trata
desesperadamente de resucitar, en cuanto tiene capacidad para
ello, la liturgia de épocas pasadas, de la que cuando él escribía
no había ya, con gran probabilidad, más que raras supervivencias
en lugares más o menos apartados.

Transformación de la anamnesis y nacimiento de la epiclesis

Adday y Mari por su arcaísmo incontestable, Hipólito por su


arcaísmo deliberado, nos dan, por tanto, dos testimonios conver­
gentes, y tanto más notables en su convergencia cuanto provienen
de fuentes tan diferentes, acerca de lo que debió ser la oración
eucarística cristiana en su estadio más primitivo. No solamente
es una oración todavía completamente calcada sobre las oraciones
judías, cuyo contenido y progresión respeta totalmente, sino que
es una oración calcada exclusivamente sobre las tres berakoth finales
de las comidas. En Adday y Mari subsiste su separación. En Hipólito
ha desaparecido ésta, pero los temas siguen en su puesto primitivo
(a lo sumo, la primera acción de gracias por la creación tiene ya
tendencia a reducirse, bajo la presión de los desarrollos cristianos
de la segunda por la redención). Por supuesto, en ninguna de las
dos liturgias hay sanctus ni mención de los ángeles y de su culto,
como tampoco hay desarrollo del tema de la luz y del conocimiento
divinos, ni tampoco se ven largas intercesiones y conmemoraciones
de los «santos». Todos estos temas no aparecerían sino a partir del60

60. Cf. J ustino , Primera apología, 67.

189
La eucaristía patrística

momento en que, habiéndose soldado la eucaristía al servicio de ora­


ciones y de lecturas, las oraciones de procedencia judía que las
mencionaban vendrían a combinarse o a fundirse con las oraciones
procedentes de las berakoth de las comidas.
Sin embargo, sería un error concluir que la eucaristía cristiana
no era sino una pura alabanza del Creador y del Redentor. Esta
eucaristía de forma primitiva, por su tercer párrafo, procedente de
la tercera y última berakoth de las comidas judías, al evocar el
«memorial» de los mirabilia Dei, pasaba ya de la alabanza a la
oración. Y lo hacía en la lógica misma de este «memorial» : para
que las altas gestas de Dios, representadas delante de él, tengan
en nosotros toda su realización escatológica, es decir, para que
todos nosotros lleguemos a la unidad perfecta del pueblo de Dios
definitivo, en el Cristo total, quedando perfectamente unidos la ca­
beza y los miembros. De esta manera, al igual que en la tercera
berakah judía, la oración, nacida de la alabanza, podía retornar
a la alabanza en la doxología final: para que Dios sea glorificado
por Cristo en todo su cueTpo, la Iglesia, animado de su Espíritu.
Así vemos el doble desarrollo que debía seguirse de aquí y que
este estudio nos ha permitido captar en su estado naciente.
Por una parte la necesidad de traducir — digamos sin reparo:
de «targumizar» —>para los «griegos» el sentido tan denso del «me­
morial» judío, originaría en la anamnesis misma fórmulas explíci­
tamente sacrificiales : es la «oblación», de que habla por primera vez
la anamnesis de Hipólito. Esta oblación no es otra cosa que la
representación a Dios de la prenda de salvación que él dio a su
pueblo en el «memorial». Esta prenda ofrece la base a la súplica
de que el «misterio» de Cristo, que es el alma de este memorial,
tenga en nosotros su realización, lo que equivaldrá a nuestra consa­
gración como un pueblo de sacerdotes entregados a la sola alaban­
za del Padre, por el Hijo, en el poder del Espíritu.
De ahí también, aunque no tanto en el centro de la anamnesis
como en su conclusión, el segundo desarrollo : el que debía rematar
en lo que nosotros llamamos la epidesis. Esa reunión en Cristo,
en su cuerpo, de todos los suyos para formar la Iglesia, y su con­
sagración a la gloria de Dios, era para los cristianos la obra propia
del Espíritu. En este lugar era, por tanto, completamente natural

190
Otros testimonios

una expansión del final de la oración que englobara la mención del


Espíritu. En lo que nosotros nos inclinaríamos a considerar como
la forma original de la eucaristía de Hipólito, todavía visible tras la
conclusión de la eucaristía del Testamentum, nos parece ver surgir
esta mención en su contexto y por este motivo.
Así se comprende fácilmente que en la época en que se crea
necesario insistir en la igual divinidad y personalidad del Espíritu,
es decir, en la segunda mitad del siglo iv, y probablemente en Siria
— de ello volveremos a hablar —, se desarrolle lo que en un princi­
pio era sólo algo incidental, para hacer de ello la primera epiclesis:
una invocación formal del descenso del Espíritu, hoy, sobre la cele­
bración eucarística, paralelo al del Hijo en la encarnación, para
consumar su efecto en nosotros. De ahí la forma precisa de esta epi-
clesis originaria, tal como la hallamos tanto en la refundición de
Adday y de Mari como en lo que parece ser también una refundición
de Hipólito: no se invoca todavía la venida del Espíritu para con­
sagrar e! sacrificio (aun cuando se invoca en proximidad inmediata
con las primeras fórmulas sacrificiales); ni tampoco se invoca para
que transforme los elementos, sino para que haga que la celebración
de la eucaristía produzca en nosotros sus efectos : la consumación de
la Iglesia en la unidad para que glorifique para siempre al Padre,
por el Hijo, en el Espíritu (o con el Espíritu). En este primer es­
tadio revelará inevitablemente la epiclesis su carácter tardío, ya
por el simple corte que produce, como en el caso de Adday y de
Mari, ya por el efecto de redundancia que produce, como en el caso
de Hipólito, añadiéndose a otra mención, probablemente anterior,
del Espíritu, sin llegar todavía a absorberla.

Otros testimonios

A lo que parece, tenemos algunos indicios de supervivencia de


este tipo primitivo de la eucaristía, por lo menos, hasta el siglo iv,
y quizá hasta el siglo v, en las liturgias locales: sin el satnctus y lo
que lo acompaña, y seguramente también sin las intercesiones y
conmemoraciones que se hallan, sin embargo, en todas partes en
dicha época. El primero se halla en un texto citado en favor de
La eucaristía patrística

sus ideas por un arriano de Occidente, que había debido hallarlo


en una colección litúrgica del norte de Italia, a fines del siglo xv
o a comienzos del v, pues el cardenal Mai halló este testimonio en
un manuscrito milanés“.
Veamos el texto, desgraciadamente incompleto, pero que parece
conducirnos hasta una anamnesis en que parece estar a punto de
surgir el relato de la institución, en medio de términos sacrificiales
que se aplican directamente a la «acción de gracias» :

Es digno y justo, equitativo y justo, que te demos gracias por todas las
cosas, Señor Padre santo, Dios todopoderoso y eterno, que [por la luz]
de tu incomparable bondad te dignaste brillar en las tinieblas, enviándonos
a Jesucristo como Salvador de nuestras almas, el cual, humillándose por
nuestra salvación se sometió hasta la muerte, de modo que restituyéndonos
la inmortalidad que había perdido Adán, nos hizo sus herederos y sus hi­
jos. No podemos dar dignamente gradas a tu gran misericordia ni alabarte
por tal bondad, pero pedimos a tu amor grande y compasivo que aceptes este
sacrificio que te ofrecemos, presentes ante tu divino amor, por Jesucristo
nuestro Señor y nuestro Dios, por quien pedimos y suplicamos...

Fórmula seguramente interesante, tanto por el arcaísmo de su


esquema como1 por ¡os detalles de expresión, muy próximos a!
estilo del canon romano, y que sin duda nos permite hacernos alguna
idea de las formas realmente arcaicas de la liturgia romana o de
liturgias afines, mejor que con un recurso dudoso a Hipólito.
Más recientemente se ha redescubierto un fragmento de otra
anáfora atribuida a san Epifanio y que ofrece estas mismas par­
ticularidades : ausencia del sanctus y de la mención del culto angé­
lico, ausencia de toda conmemoración de los santos y de toda
intercesión. Dom Botte la ha estudiado en un artículo de la revista
«Muséon» 111. Es otro testimonio de la supervivencia hasta la misma
época, esta vez en el mundo griego, de eucaristías desarrolladas
según el patrón que hallamos a la vez en la liturgia de Adday y *62

61* A. M a i , Scriptorum Veterum Nova Coileetio, t. n i , 1827, 2> parte, p. 208ss.


Dom Gregoky D ix , op, cit.t p, 540, atrajo justamente la atención sobre este texto. Cf., pos­
teriormente, L.C. M oiílbetíg, Sacrametitariiim V$ronen$et Roma 1956, p. 202.
62, Dom B ehnahd B otte, Fragmente d'une Anapkore inconntte attribvée 4 íamf
Bpiphane, en «Muséon», t. 73 (1960), p. 3 llss . E l texto, en la forma en que lo tene­
mos, na puede ser anterior al concilio de Calcedonia. Cf. H. E ngberding, Z u r Grieckischen
Bpiphanius Liturgie, ibid., t, 74 (1961), p. 135ss*

192
Otros testimonios

de Mari y a través de la de Hipólito. Por raras que sean estas pre­


ciosas reliquias, bastarían para asegurarnos, si pudiera quedar al­
guna duda, de que nuestra reconstitución de la fórmula primitiva de
Adday y de Mari no tiene nada de quimérico, como también de que
el arcaísmo de Hipólito, por facticio que pudiera ser ya, no era,
sin embargo, ilusorio.
No obstante, es un hecho que tan pronto como nos hallamos en
presencia de textos fijados, de uso ampliamente documentado y man­
tenido más o menos completamente hasta nuestros días, nos aparecen
modelos totalmente otros. Y, sean cuales fueren las diferencias
que acusan ai comienzo de este capítulo, todos presentan, además
de los elementos ya presentes en el tipo de eucaristía que podemos
considerar como primitivo, la misma serie de elementos adicionales,
pese a las variaciones que se puedan descubrir en su orden. Es ya
hora de que nos ocupemos de estos otros tipos, únicos que habían
de sobrevivir a través de la tradición católica y ortodoxa. Ea
primera cuestión que evidentemente se planteará acerca de ellos
será la de explicar cómo pudo producirse la sustitución por estos
tipos, que no tardó en ser prácticamente universal, del antiguo
que sólo conocemos ya por algunos vestigios.

193
B ouyer, eucaristía 13
Capítulo V II

LA EUCARISTIA ALEJANDRINA Y LA ROMANA

San Hipólito y los orígenes de la liturgia romana

En el siglo vr, con san Gregorio Magno, hace su aparición el


canon de la misa romana, poco más o menos tal como lo utilizamos
todavía, fuera de ciertos detalles secundarios h Este canon ofrece una
estructura muy distinta de la eucaristía de Hipólito, una factura
no menos diferente (de nuevo, como en la liturgia de Adday y de
Mari, nos hallamos en presencia, no de una oración seguida, sino
de una sucesión de oraciones encadenadas), y ni siquiera una de sus
expresiones ofrece un parentesco reconocible con fórmula alguna
de Hipólito. Para los que quieren que la Tradición apostólica repre­
sente el uso romano de su tiempo sólo hay una conclusión posible: el
canon de la misa actual es producto de una inverosímil dislocación,
habiéndose roto, desorganizado, desfigurado todo por la introduc­
ción de elementos adventicios, los cuales acabaron con la bella uni­
dad que se supone haber habido en los orígenes de la eucaristía
romana. Esta concepción castastrófica de la evolución de la euca­
ristía en Roma desde el período patrístico, fue lanzada particular­
mente por Antón Baumstark*.
Conviene recordar que P. Drews y el mismo Baumstark, cuando
también éste estaba hipnotizado por las liturgias sirias occidentales12

1, Cf. dom B ernarjd B otte , Le Canon de la Messe ramaine, Lovaina 1935.


2. Cf. A. B aumstark , D ar ePróblem* des rómischen Messkancms, en «Ephecnerídes
litúrgica», t. 53 (1939), p. 204ss.

195
La eucaristía alejandrina y la romana

(por no decir nada de W.C. Bishop), la habían admitido sobre la


base supuesta de un origen del canon romano que nadie osaría ya
buscar en esa dirección3. Eruditos anglicanos, como W alter F re re 1
se la habían apropiado con entusiasmo, hallando en ella una justifica­
ción inesperada del abandono de la tradición litúrgica romana de la
eucaristía en su propia Iglesia. A. Jungmann5 y Th. K lauser6
la vulgarizaron. Y en nuestros días, como era de esperar, reforma­
dores intrépidos se apoderan de ella para forzar a la autoridad
a librarnos de ese monstruo y hacernos volver finalmente a la verda­
dera tradición católica y romana, perdida desde hace por lo menos
quince siglos7.
En todo esto nos parece que se obra con gran precipitación
y sobre bases de increíble fragilidad. Ya hemos dicho, con el solo
examen de la personalidad de Hipólito y de su obra en general, las
razones positivas que tenemos de dudar de que en su época repre­
sentara la verdadera tradición romana, aunque fuera miembro del
clero romano. Pero si pasamos a comparar su eucaristía con todo lo
que sabemos por otra parte con seguridad sobre la eucaristía roma­
na posterior a él, resulta no solamente dudoso, sino verdaderamente
inverosímil — hay que reconocerlo— que la liturgia de Hipólito
pudiera engendrar, aun tras todas las adulteraciones que se puedan
imaginar, la actual liturgia romana. En efecto, dada la completa
ausencia de comunidad tanto en la estructura, como en la factura
o en el detalle de las expresiones, sería notoriamente insuficiente
hablar de una dislocación producida por la introducción de cuerpos
extraños en el modelo primitivo. El canon romano, por lo menos,
desde san Gregorio, es ciertamente la liturgia romana. Si, dos siglos
o dos siglos y medio antes, la liturgia romana hubiese sido la
liturgia de Hipólito, entonces habría que decir que a la liturgia roma-

3* V éase sobre todo esto el artícu lo de dom C abuol sobre el ccin&Ji romano, en efl
D ictionnaire d’archéohgie chrétiewne e t de liturgie.
4. W altes H . F rere , T h e Anaphora o f great E ucharistic Prayer, Londres 1938.
5. A. J uncmantí, E l sacrificio de la misa, BA C, Madrid *1965.
6. T h . K lauser , The Western L it u r g y and its History, Londres 1952.
7. Citemos únicamente, como un ejemplo entre muchos, un artículo de L eo M aiion ,
publicado en «Commonwealth», 1965, p, 590ss, que califica desdeñosamente el canon ro­
mano de «popurrí galicano», «llegado tarde a la misa romana», y propone que sea pura
y simplemente descartado. No menor fantasía sería desmontarlo y volverlo a motilar
conforme al plan sirio occidental.

196
I

San H ipólito y los orígenes de la litu rg ia rom ana

na le sucedió como aquel cuchillo que era siempre el mismo cuchillo,


aunque se le hubiera ido cambiando sucesivamente el mango y la
hoja. No es una modificación o múltiples modificaciones lo que
habría tenido que producirse entre una y otra, sino la sustitución
total de un texto por otro.
¿Cuándo, cómo, por qué habría tenido lugar esta sustitución?
De ello no tenemos el menor testimonio. Tenemos que aceptar el
hecho, sin poder situarlo ni explicarlo, si aceptamos que Hipólito
representa la liturgia romana a mediados del siglo m . Tener que
admitir tal mutación, de la que nadie parece haber guardado el
menor recuerdo, y ello en la Iglesia que se ha distinguido entre
todas por el conservadurismo, es — reconozcámoslo — una dificul­
tad tan considerable, que por sí sola debería inducirnos a poner en
duda que Hipólito nos describa verdaderamente la liturgia romana
del siglo n i. Como por otra parte hemos visto que las razones in­
trínsecas que tenemos para creerle, es decir, las que pueden resultar
del conocimiento de su obra y de su personalidad, son de lo más
exiguas (por no decir nulas), parece que esto debería bastar para
disipar el espejismo a que han sucumbido la mayoría de los eru­
ditos recientes. Explicar la evolución que pudo producir el canon
de la misa romana de san Gregorio a partir de la de san Hipólito,
es proponerse un quehacer que no tiene la menor probabilidad
de prosperar, pues equivale a lanzarse sin razón suficiente y
hasta sin verosimilitud, por un camino imposible. Insistiendo en
ello se [legará fatalmente a la idea de que el canon de la misa roma­
na es inexplicable, injustificable, inaceptable, pero ello sencillamente
porque se habrá querido a todo trance imponerle una explicación que
no tiene el menor fundamento.
Pero esto no es todo. Por inverosímil que sea a priori la mu­
tación total, y no sólo la alteración más o menos profunda que
habría debido producirse en la misa romana para pasar de san
Hipólito a san Gregorio, no podemos refugiarnos en los dos siglos
y medio o tres que las separan, para imaginar una lenta descom­
posición y Juego recomposición que, faltando todo testimonio histó­
rico, no pasaría de ser, de todas formas, imaginaria. Aunque no
tenemos un texto completo del canon antes de san Gregorio, tene­
mos puntos de referencia acerca de lo que era ya muy anterior-

197
La eucaristía alejandrina y la romana

mente, de una forma exacta en la segunda mitad del siglo ív.


El De Sacramentis, reconocido hoy generalmente como obra de san
Ambrosio, contiene, en efecto, una serie de alusiones a la eucaristía
que él empleaba, las cuales, en toda la parte central, van hasta la
cita expresa, más o menos literal. Este trazado, que una feliz coinci­
dencia nos permite efectuar, nos asegura que en todo caso, inme­
diatamente antes del relato de la institución e inmediatamente antes
de la anamnesis, se hallaban entonces fórmulas que debían ser, si
ya no palabra por palabra, por lo menos con poca diferencia, las mis­
mas que en tiempos de san Gregorio. Además, ya en su tiempo, a la
alabanza inicial seguía una serie de intercesiones. Esto nos basta para
decir que san Ambrosio conocía ya un canon cuyo desarrollo coin­
cide prácticamente con el de san Gregorio, mientras que no nos
enseña nada que pudiera relacionarse con san Hipólito más que
este último texto. Así pues, no se trataría de una lenta disgrega­
ción, sino de un cataclismo sobrevenido en el espacio de apenas
un siglo y que habría sustituido una eucaristía por otra.
Una sola teoría, que se ha sostenido a veces, permitiría explicar
la cosa. Sería preciso que el canon que hoy día llamamos romano
no fuera en modo alguno romano, sino ambrosiano, o en todo caso
milanés, y que el prestigio del gran obispo hubiera podido inducir
a Roma a dejar de lado su propio rito para adoptar el milanés en
su lugar8. La cosa parece tan enorme que resulta inverosímil. Hay
que añadir que esto iría directamente contra lo que sabemos con
mayor certeza sobre las relaciones entre la liturgia de Milán y la
de Roma en la época de san Ambrosio. Durante largo tiempo pa­
reció imposible atribuirle el De Sacramentis, porque el De mysteriis
(que es ciertamente obra suya) sigue para el bautismo una liturgia
diferente de la que se contiene en el De Sacramentis. Y la liturgia
del De Sacramentis se opone a la otra explícitamente como a la
liturgia romana. Posteriormente, un examen atento del pensamiento
y del estilo de los dos escritos, tal como lo ha llevado a cabo en
particular dom Botte, ha convencido prácticamente a todos de que
no pueden tener sino un solo y mismo a u to r9. La conclusión que

8. Véase T u . K latjser, op. cit., p, 20-21,


9. Véase la introducción de dom B otte a su edición y traducción del De mysteriis
y del De Sacramentis, en «Sources chrétiennes^j París 1&50.

198
La liturgia alejandrina

se impone es ésta: entre la redacción del De Sacramentis y la del


De mysterüs debió adoptar Milán la liturgia de Roma en puntos
en que discrepaba de ella. En otras palabras: las cosas debieron
suceder precisamente al revés de la suposición precedente: no es
Roma la que en tiempos de san Ambrosio tiende a adoptar la litur­
gia milanesa (por cuanto entonces diferían), sino que es en Milán
donde se tiende a adoptar la liturgia romana.
Más vale, por tanto, abandonar todas estas hipótesis, renunciar
pura y simplemente a las ideas de dislocación, de desmembramiento,
de metamorfosis de la eucaristía romana, renunciando a la idea in­
fundada que sirve de base a todo esto. Hipólito puede informarnos
sobre ciertas características de una eucaristía arcaica, que en su
época debía, ya hacía mucho tiempo, haber desaparecido de Roma y,
sin duda, de otros muchos lugares, pero no hay que preguntarle el
origen de la eucaristía romana, tal como la tenemos por lo menos
en su formación en tiempos de san Ambrosio.

La liturgia alejandrina

¿Habremos por ello de renunciar a comprender la génesis del


canon romano? De ninguna manera. Si Hipólito no puede sernos
útil a este objeto y más bien puede desorientamos y extraviamos,
tenemos otros testigos, y algunos de ellos anteriores a la época de
san Ambrosio, de un rito afín al rito romano, según el conocimiento
que tenemos de éste, y cuya evolución nos es conocida un poco
mejor.
Tenemos todas las razones para creer que sería mucho más
provechoso lanzarse por otra pista. El rito de que habíamos ahora
es e! de Egipto, y más en particular el de la metrópoli, de Alejandría.
Repitámoslo: entre las formas sólidamente atestiguadas de la eucaris­
tía romana y las de la eucaristía alejandrina son múltiples las analo­
gías de contenido, de estructura y hasta las semejanzas de expresión.
Si queremos, pues, reunir todos los elementos capaces de esclarecer
la génesis de la eucaristía romana actual, conviene estudiarla en rela­
ción con la eucaristía alejandrina. Aquí nos hallamos en un terreno
sólido y, lejos de que el principio de explicación adoptado multiplique

199
La eucaristía alejandrina y la romana

los problemas insolubles y haga finalmente inexplicable tanto la evo­


lución que hay que tratar de descubrir como el producto final que
tenemos ante los ojos, la comparación va a proyectar mucha más luz.
Vamos a ver que esta comparación contribuirá a hacer perfectamente
comprensible lo que muchos se empeñan en declarar absurdo.
No negamos, sin embargo, que a primera vista el rito alejandrino,
todavía más que el rito romano, nos propone una eucaristía cuya
complejidad podría parecer incoherencia. Cuando se compara el rito
alejandrino con su vecino el rito sirio occidental, del que recibió
influencia en fecha muy temprana, hasta el punto de ser sustituido
prácticamente por éste, dicho rito alejandrino parece presentar, al
igual que el romano, exactamente los mismos elementos, pero en un
arden extrañamente disperso. Pero no hay necesidad de seguir largo
tiempo la comparación para comprender que sería lanzarse de nuevo
por una falsa pista querer explicar la liturgia alejandrina a partir
de una liturgia siria occidental, en la que todo se habría desparra­
mado en desorden. Como no tardaremos en verlo, el orden de la
eucaristía siria occidental, por admirable que sea, es, en efecto,
evidentemente un orden buscado deliberadamente, sistemático, ob­
tenido por los procedimientos de una retórica elaborada. Más a ú n :
fue concebido en el marco de una teología trinitaria también muy
evolucionada. Fue éste, por tanto, el que a todas luces se introdujo
posteriormente entre los elementos que tenemos todas las probabili­
dades de hallar en la eucaristía alejandrina en un estado anterior,
si ya no primitivo. Se comprende perfectamente a partir de qué
principios y por qué procedimientos se pudo pasar de un estado
de la eucaristía como el que subsistió largo tiempo en Egipto, al
que se estableció primeramente en Siria occidental antes de impo­
nerse en Egipto mismo. No se comprende en absoluto cómo se habría
podido tener la idea de desmembrar ei orden sirio si hubiera sido
primitivo (cosa que, una vez más, parece imposible) para llegar al
orden egipcio. Y precisamente en Egipto mismo podemos ver cómo
se efectúa el paso en orden inverso.
Debemos, pues, finalmente partir de la liturgia alejandrina
para compararla luego con la liturgia romana si queremos esperar
poder sorprender en su estado naciente esos nuevos tipos de litur­
gias eucarísticas que el siglo iv iba a propagar por todas partes

200
La liturgia alejandrina

e instaurarlos definitivamente en la tradición, pero cuyos orígenes


tienen todas las probabilidades de ser bastante anteriores.
En la liturgia griega llamada de san Marcos, clásica durante
mucho tiempo en la Iglesia de Alejandría, y de la que la liturgia
copta llamada de san Cirilo no pasa de ser una traducción10, la
eucaristía sigue un plan que ya hemos expuesto y que volvemos
a recordar:
1) Acción de gracias inicial.
2) Primera oración que evoca el sacrificio (nosotros la llama­
mos preepiclesis).
3) Copiosas intercesiones y conmemoraciones, terminadas por
una oración por la aceptación del sacrificio (esbozo de la primera
epiclesis).
4) Reanudación de la acción de gracias que conduce al sanctus.
5) Nueva oración que pide con más insistencia la aceptación
del sacrificio, con una invocación formal de la consagración de los
elementos (primera epiclesis en este rito).
6} Relato de la institución.
7) Anamnesis.
8) Última invocación para que sea aceptado el sacrificio ofre­
cido y, más en concreto, para que tenga en todos nosotros sus
efectos de gracia (segunda epiclesis).
9) Doxología final.
El bloque que va de 6) a 9) corresponde evidentemente a todo
el final de la oración eucarística, tal como existía desde los orígenes,
por lo cual no nos plantea nuevos problemas. La estructura y el
origen del bloque que va de 1) a S) es lo que va a reclamar ahora
nuestra atención.
Notemos primeramente que el diálogo introductorio es el mis­
mo que en la eucaristía de Hipólito, con la sola reserva de que en
lugar de «El Señor esté con vosotros», tenemos al principio: «El
Señor esté con todos.»
Después de esto, 1) desarrolla una acción de gracias que se ve
interrumpida por la serie de las oraciones y conmemoraciones, pero

10. Véase sobre estas liturgias I.M . H ansseüís, Instituciones íitutgicae de ritibus
crierttaiibus, tomo m , parte n , Roma 1932, p. 632ss. Para completar la bibliografía,
J.M . S auget, Bibiiographie des ¡iturgies orientales, Roma 1962, p, 32ss y S2ss,

201
La eucaristía alejandrina y la romana
1
que se reanuda en 4) para rematar en el sanctus. Esta acción de
gracias pasa, como 37a hemos solido verlo, del tema de la creación
al de la redención. El hombre hecho a imagen de Dios, caído, pero
levantado por la encarnación redentora de Cristo, calificado de
sabiduría y de luz, forma el centro de las perspectivas, lo cual es
muy alejandrino, como prolongación en el cristianismo, de la línea
.sapiencial que hemos observado en las oraciones judías del libro vn
de las Constituciones apostólicas). Cuando se reanuda la acción de
gracias, se concentra en el nombre divino — según otro tema con
el que estamos ya familiarizados —, glorificado por encima de todos
los «poderes», en el siglo presente y en el siglo venidero. Esto da
lugar a la invocación del culto angélico y al sanctus.
Veamos el texto de san Marcos, tal como lo presenta Brightman:

Es verdaderamente digno y justo, santo y equitativo, saludable para


nuestras almas, alabarte a ti, que eres Dueño, Señor, Dios, Padre todopode­
roso, cantarte, darte gracias y narrar tus altas gestas (dvOofioXofetoScct).
noche y día, con una boca que no se fatigue, con labios que no hagan nunca
silencio, con un corazón que no se calle jamás, a ti, que hiciste el cielo y
lo que se halla en el cielo, la tierra y lo que hay en la tierra, los mares, las
fuentes, los ríos, los estanques y todo lo que se halla en ellos, a ti, que
hiciste al hombre según tu propia imagen y semejanza y le otorgaste el goce
del paraíso, Pero cuando cometió la transgresión no lo despreciaste ni aban­
donaste, sino que en tu bondad volviste a llamarlo por la ley, lo instruiste
por los profetas, lo reformaste y renovaste por este misterio tremendo, v i­
vificante y celestial, e hiciste todo [esto] por tu sabiduría, la luz verdadera,
tu Hijo único, nuestro Señor, Dios y Salvador Jesucristo, por quien a ti,
con é! y el Espíritu Santo, dando gracias ofrecemos este culto razonable
(Xoyixóv) c incruento, culto que te ofrecen, Señor, todas las naciones desde
la salida del so! hasta su ocaso, del norte al mediodía, porque grande es tu
nombre entre todas las naciones y en todo lugar se ofrece incienso a tu
santo nombre y un sacrificio puro, en inmolación y oblación...” .
...Porque tú eres el que está por encima de todo principado, autoridad,
potestad y dominación, y de todo nombre, no sólo en este siglo, sino también
en el siglo venidero: mil millares y diez mil miríadas de santos ángeles y
de los ejércitos de arcángeles te asisten, tus dos muy venerables vivientes
te asisten, así como los querubines de múltiples ojos y los serafines de seis
alas, que con dos se cubren el rostro, con dos los pies y con las otras dos1

11. P.E. B r ig H tu a k , Liturgies Eastern and Western, vol. i: Eastern Lilurgies,


Oxford 1896 (como es sabido, sólo se ha publicado este volumen)» p. 225ss. Este texto
¿e estableció a partir del Codex Rossanensis, del siglo x n , Cf. op. cit., p. 1 12.

202
La liturgia alejandrina

vuelan y claman uno a otro con boca infatigable y en himnos divinos


((teoXoyte'.') que no callan nunca, cantan, claman, glorifican, gritan el himno
de la victoria y el trisagio, diciendo a tu gloria sobreeminente: Santo, santo,
santo, Señor sabaoth, el cielo y la tierra están llenos de tu santa glorio1213.

Una vez más, este texto, por sus referencias sapienciales, tiene
particular afinidad con las oraciones judías del libro vii de las
Constituciones apostólicas, mientras que su humanismo «lógico»
es muy característico del cristianismo alejandrino, así como es típi­
camente egipcio en la evocación de la creación, la insistencia en las
aguas, las fuentes, los ríos y los estanques. Pero su origen primero
es indubitable: es una refundición cristiana de las berakoth sinago-
gales asociadas al sanctus. Notemos aquí que la qedusah es presen­
tada sin el versículo de Ezequiel, que bendice la presencia divina
en el lugar de su morada. Esta omisión se debe sin duda al hecho
de que los cristianos que utilizaron esta oración comprendían toda­
vía que se trataba allí de una bendición por la presencia divina en el
santuario jerosolimitano, privado ya de objeto. Más tarde la
sustituyeron por otra bendición, que significaba que para ellos la sc-
kinah estaba entonces establecida en la humanidad del Salvador.
Es también muy interesante, y típica del cristianismo patrístico,
la referencia el «sacrificio puro» ofrecido a Dios en todo lugar
entre las naciones. Como ya lo hemos hecho notar, esta cita de
Malaquías 1 era, según san Justino, invocada por ios rabinos
como aplicada a las berakoth que eran elevadas a Dios por los judíos
de la diáspora. Pero el mismo texto opone a esta interpretación
la de los cristianos : este «sacrificio puro» ofrecido entre todas las
naciones es más bien la eucaristía cristiana1*.
Pasemos a las intercesiones y conmemoraciones. En todas las
liturgias orientales tuvieron estos textos tendencia a desarrollarse
y hasta a inflarse progresivamente. Pero en el caso presente de la
liturgia de san Marcos tenemos pruebas, como lo veremos en seguida,
de que el texto de su eucaristía, aun habiendo sufrido amplificacio­
nes progresivas, se mantiene en esta parte sustancialmente fiel a uti
esquema muy antiguo.

12. B rightwak, op< de., p. I31ss.


13. J ustino , Diálogo con Trtfón, 116-117.

203
I

La eucaristía alejandrina y la romana

Entre las dos invocaciones del nombre divino, que encuadran


la súplica en la acción de gracias, hallamos sucesivamente oraciones
por la Iglesia en general, por la paz en el cielo y en esta vida, por
la curación de todos los males, de la muerte y del pecado, por los
cristianos ausentes de sus casas, por la lluvia, las estaciones favora­
bles, la fecundidad de la tierra, por las autoridades. Viene luego una
conmemoración de los difuntos, en la que los santos y el conjunto
de los fieles finados son objeto de una sola oración (indicio de gran
antigüedad), a ia que al final se asocia a los vivos para que todos
juntos tengan «su parte y su herencia con los santos>.
Aquí se introdujeron los dípticos, es decir, la lista de los nom­
bres de aquellos a quienes se quería conmemorar especialmente
Viene luego una recomendación de las ofrendas y una invocación
que implora que el sacrificio sea aceptado, y que acarrea una serie
de invocaciones particularizadas por los oferentes o por aquellos ¡
a cuya intención se ofrece: primero los obispos, los sacerdotes y i
todo el clero, la ciudad cristiana, y finalmente una súplica contra
los enemigos de la Iglesia. En último lugar, después de una como
recapitulación de todos los objetos de intercesión enumerados, se
vuelve, mediante la invocación reiterada del nombre divino, a la
acción de gracias1415.
Notemos aquí que la oración misma que seguirá al sane tus
no hará más que reasumir el tema de la recomendación del sacrificio,
para pedir de nuevo, y más formalmente, que Dios mismo lo con­
sagre. Así puede decirse que, como el conjunto de las intercesio­
nes está inserto en la acción de gracias, el final de ésta, con el sanctus,
está inserto, a su vez, en la petición final de aceptación del sacrificio
eucarístico, una primera evocación de la cual en la acción de
gracias inicial había dado lugar a las intercesiones.
Si recordamos ahora el contenido y el orden de las oraciones
de la tefillah, nos llamará la atención ver que los temas de la ora-
14. Aquí no podemos entrar en todos los problemas que plantean los dípticos. Véase
la disertación de E. B ishop , impresa a continuación de la edición de las Homitics of
l^arjai por R.K . Comnolly, Texts and Studies, vol. v m , Cambridge 1909, p. 97ss.
15. Cf. B e i g h t a j a n , op. cit., p. 128&S. M ás adelante presentamos lo que se tiene por
asegurado de las formas primitivas de las intercesiones y conmemoraciones egipcias. Dado
que todas estas oraciones, con frecuencia, son muy variables de un manuscrito a otro
de una misma liturgia, sólo daremos el texto íntegro en el caso de las Constituciones
apostólicas, y la parte del texto de la liturgia de Santiago que parece primitiva.

204
La liturgia alejandrina

ción se corresponden exactamente, habida cuenta de las inevitables


transposiciones. Sólo su orden se ve un poco alterado, pero no
completamente.
En la tefillah, la primera bendición evocaba las santas acciones
de los «padres» del pueblo de Dios y su expectación de un redentor.
La segunda daba gracias por la vida, su conservación y la resurrec­
ción. La tercera bendecía el nombre divino. Algo de esto parece haber
entrado ya en el final de la primera parte de nuestra acción de gracias,
con la evocación del culto definitivo ofrecido hoy, gracias a'l Re­
dentor, que nos restituye los dones perdidos por el pecado, a lo que
sigue luego la bendición del nombre divino.
Luego, en las bendiciones impetratorias de la tefillah se rogaba
sucesivamente por la penitencia, él perdón, la redención, la cura­
ción, la lluvia y estaciones prósperas que acarrearan paz y prospe­
ridad, la liberación de los cautivos y de los dispersos, las autoridades,
contra los minim, por los fieles, y finalmente por la edificación
escatológica de la ciudad santa y por la venida del Mesías.
Venían luego las bendiciones tefillah y abodah, que pedían fueran
escuchadas las oraciones y aceptados los sacrificios de Israel.
Finalmente, la bendición hodah alababa de nuevo él nombre di­
vino, mientras que la birkat ha-kohanim recapitulaba los temas de
las intercesiones.
Es sorprendente la correspondencia de los temas, como también
la analogía, si no de todo el curso del desarrollo, por lo menos de
su m arco: entre una evocación del culto tributado a Dios por el
pueblo fiel (en la espera, y ahora gracias a la venida, del Redentor)
y una súplica final por la aceptación de las oraciones y de los sacri­
ficios de este pueblo, con la invocación — también en las dos series
de oraciones — del nombre divino, que abría y concluía las inter­
cesiones y conmemoraciones.
Pero la semejanza aparece todavía más estrecha si, en lugar
de tomar como término de comparación la fórmula de las semoneh
esreh, que se impuso finalmente al uso sinagogal (mientras que era
más fluctuante en la época de los orígenes cristianos), tomamos
la fórmula particular de la tefillah que hemos reconocido en el li­
bro vil de las Constituciones apostólicas, donde lleva ya las señales
para creerla también alejandrina,

205
La eucaristía alejandrina y la romana

En ésta, como en la liturgia de san Marcos, no sólo la qedusah,


sino también las bendiciones que precedían a su primera recitación,
antes del semak, vinieron con el tiempo a insertarse en medio de
la tefillah.
Esta fórmula inicia igualmente un proceso en que el contenido de
las oraciones que siguen al bloque de la qedu&ah, en la tefillah venida
a ser clásica, son atraídas hacia un puesto anterior a aquélla. Asi,
la 4.*, 5.a, 6.a, 7.a y 8.a quedan como incorporadas a la 3.a : la
bendición del nombre. Asimismo esta tefillah alejandrina incluía las
bendiciones 14.a, 15.a, 16.a y 17.a (por la edificación de Jerusalén,
la venida del Mesías, la aceptación de las oraciones y de los
sacrificios de Israel) en una sola gran invocación final. Y, lo que
es más, introducía en esta última súplica una lista de los sacrificios
del pasado que habían sido aceptados por Dios. Hallamos lo mismo
en la eucaristía de san Marcos, y los dos justos del Antiguo Testa­
mento que en ella se mencionan son Abel y Abraham, que iban
igualmente en cabeza de la lista en la oración contenida en las
Constituciones apostólicas.
A ¡o que parece, este análisis nos permite concluir, desde ahora,
que la presencia universal, en los textos fijados de la eucaristía que
aparecen a partir del siglo iv, del sanciits y de la acción de gracias
que lo precede, de las intercesiones detalladas y de las conmemo­
raciones de los santos, proviene de la reunión, venida a ser habitual,
del servicio de lecturas y de oraciones con la comida eucarística.
En el primero de estos servicios habían subsistido todos estos
elementos del servicio sinagogal, aunque, por supuesto, evolucionan­
do a la vez. Cuando este servicio se unió a la comida eucarística,
estas oraciones que lo terminaban, como en el antiguo uso judío,
se combinaron con la oración eucarística de la comida sagrada para
formar un todo único. Su carácter ya eucarístico en el sentido eti­
mológico de la palabra, hacía, por tanto, completamente natural
esta fusión.
También naturalmente iba a originar ciertas compresiones inevi­
tables, por el hecho de que los dos bloques implicaban los mismos
elementos de acción de gracias por la creación y la redención, y de
oración por la realización de las altas gestas de Dios, objeto de la
herakah -eukharistia.

206
Anáfora de Der Balizéh

Esto es lo que nos queda por ver, para lo cual estudiaremos


ahora lo que vinieron a ser en la liturgia alejandrina los elementos
de la oración eucarística propios del banquete sagrado.
Pero antes conviene citar algunos testimonios arcaicos de la
eucaristía egipcia. Estos nos certificarán por una parte la antigüe­
dad sustancial del esquema de las intercesiones y de las conme­
moraciones conservadas en las formas más tardías de la liturgia
de san Marcos. Y al mismo tiempo nos permitirán distinguir, en su
última parte, entre las formas antiguas y las formas evolucionadas
que nos da a conocer el texto recibido.

Anáfora de Der Bcdizéh, anáfora de Serapión

L,a anáfora de Der Balizéh, que nos ha sido transmitida por


un papiro del siglo vi, está desgraciadamente incompleta. El texto
comienza con el final de las intercesiones e implica una laguna
de por lo menos dieciséis líneas al final de la anamnesis y al co­
mienzo de la epiclesis que la sigue. Pero otro papiro, esta vez del
siglo IV, publicado por Andrieu y Collomp, nos da, en cambio, un
comienzo de anáfora del mismo tipo, que, comparado con ei texto
precedente, nos permite verificar la continuidad de la tradición
alejandrina por lo que hace a esta primera parte.
Veamos primeramente este último texto, donde está claro que
faltan las primeras palabras:

... [Es digno y justo, etc.],., celebrarte día y noche, a ti, que hiciste el
cielo y lo que se halla en el cielo, la tierra y lo que hay en la tierra, el mar
y los ríos y lo que en ellos se halla, a ti que creaste a! hombre segtin tu
imagen y semejanza: tú dispusiste todas las cosas por tu sabiduría, luz
verdadera, tu H ijo único, nuestro Señor y Salvador Jesucristo. P o r lo cual,
dándote gracias, con él y el Espíritu Santo, te ofrecemos este culto razonable
e incruento, que te ofrecen, Señor, todas las naciones, desde la salida del
sol hasta su ocaso, del norte hasta el mediodía, porque tu nombre es santo
entre las naciones, y en todo lugar se ofrece el incienso a tu nombre, en un
puro sacrificio, en ofrenda e inmolación.
Te rogamos y te suplicamos: acuérdate de la santa y una Iglesia católica,
de todos tos pueblos y de todas las greyes. Otorga la paz celestial a todos
los corazones y concédenos también la gracia de la paz en el transcurso de

207
La eucaristía alejandrina y la romana

nuestra vida; y del rey de la tierra; sean sus designios, designios de paz,
para con nosotros y para con tu santo nombre.., w.

Todo esto concuerda casi palabra por palabra, excepto algunos


puntos abreviados, con el texto clásico de san Marcos. De estas
diferencias no hay, sin embargo, que concluir que suponen a todo
trance amplificaciones posteriores, pues varias de las fórmulas
más desarrolladas de san Marcos siguen más de cerca el texto de la
berakak judía anterior a la qedusah.
Veamos ahora el fragmento de anáfora de Der Balizéh. Salta a la
vista que reproduce una fórmula del mismo tipo, a partir de la úl­
tima petición, contra los infieles y por los fieles.

...L o s que te odian. Sea tu bendición sobre tu pueblo que cumple tu


voluntad. Levanta a los que caen, devuelve los extraviados al camino recto,
fortifica a los que están faltos de valor.
Porque tú estás por encima de todo principado, autoridad, potestad y
dominación, y de todo nombre, no sólo en este siglo, sino también en el
siglo venidero. Los millares de los santos ángeles y los ejércitos innumerables
de los arcángeles te asisten, así como los querubines de múltiples ojos y
los serafines de seis alas, que con dos se cubren el rostro, con dos los pies y
con otras dos vuelan; todos proclaman en todo lugar que tú eres santo.
Con todos los que te aclaman, recibe nuestra oblación hoy, mientras repeti­
mos : Santo, santo, sanio, Señor sábaotk; el cielo y la tierra están llenos
de tu gloria.
Llénanos también a nosotros de tu gloria y dígnate enviar tu Espíritu
Santo sobre estas ofrendas que tú creaste, y haz de este pan el cuerpo de
Nuestro Señor Jesucristo y de este cáliz la sangre de la nueva alianza
de nuestra mismo Señor y Salvador Jesucristo. Y como este pan en otro
tiempo disperso sobre las alturas, las colmas y los valles fue recogido de
modo que no formara más que un solo cuerpo, como también este vino, bro­
tado de la santa vid de David, y esta agua, brotada del Cordero inmaculado,
mezclados vinieron a ser un solo misterio, así también reúne a la Iglesia
católica de Jesucristo,
Porque nuestro Señor Jesucristo, la noche en que fue entregado, tomó
pan en sus santas manos, dio gracias, lo bendijo, lo santificó, lo partió y lo
dio a sus discípulos y apóstoles diciendo: Tomad, comed de él todos; Esto
es mi cuerpo, dado por vosotros en remisión de los pecados. Asimismo, des­
pués de la comida, tomó el cáliz y dio gracias, bebió de él, se lo dio, di­
ciendo : Tomad, bebed de él todos; esto es mi sangre, derramada por vos-16
16. Cf. M. A ndrieu y P . C olcomp, Fragmenta sur papyrus de ÍAnaphore de saint
Mure, eri «Revue des Sciences religieusesj>, Estrasburgo, vol. 8, 1928, p . 500.

208
Anáfora de Der Balizéh

otros para remisión de los pecados. Cada vez que coméis de este pan y
bebéis de este cáliz anunciáis mi muerte, proclamáis mi resurrección, ha­
céis memoria de mí.

El pueblo:
Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección y oramos..........

... A nosotros, tus siervos, otórganos el poder del Espíritu Santo, la con­
firmación y el acrecentamiento de la íe, la esperanza de la vida eterna que
viene, por nuestro Señor Jesucristo, con el que a ti, Padre, es la gloria,
con el Espíritu Santo, por los siglos. AménIV.

Evidentemente, esta laguna somete a los historiadores de la


liturgia al suplicio de Tántalo. ¿Teníamos aquí, a continuación de
la anamnesis, una segunda epiclesis dirigida al Espíritu? Y, supo­
niendo que lo fuera, ¿qué le pedía que realizara? O bien, por el
contrario, aquí como en lo que nos ha parecido ser el estado primi­
tivo del texto de Hipólito, ¿ teníamos sencillamente una petición de
unión de los cristianos para la edificación del cuerpo de Cristo, que
incluía la mención del Espíritu como sello de esta unidad? Segura­
mente no podremos nunca responder a estas preguntas, a menos
que una feliz casualidad haga surgir de las arenas de Egipto un
segundo manuscrito, esta vez completo, de la misma oración. En
espera de esta ganga improbable, tenemos, quizás, sin embargo,
alguna posibilidad de conjeturar una forma más antigua todavía
de la epiclesis, o más bien de las epiclesis egipcias. El indicio más
interesante que poseemos a este propósito nos lo suministra un do­
cumento de mediados del siglo iv. Es el eucologio de Serapión de
Thmuis, aquel obispo amigo y corresponsal de san Atanasio. Eos
comentaristas de la oración eucarística que contiene subrayan
lo que hay evidentemente de muy personal en la redacción de esta
oración. En ella hallamos una curiosa mezcla de imágenes joánicas,
desviadas hacia una especie de gnosticismo inofensivo, y de jerga
filosófica, vagamente mistagógica, presente ya en Clemente de Ale­
jandría en el siglo precedente, y que florecerá con más vigor en el
siguiente en Sinesio de Cirene1S. De aquí resulta que algunos temas178

17, Cf. C.H. R oberts y B, C apelle , A n early Euchologium, The Dér-Boliseh papy-
rus eniarged and reedited, Lo vaina 1949.
18. Véanse los himnos de éste en la edición de N. T erzac. h i , Roma *1949.

209
Bouyer, eucaristía 14
La eucaristía alejandrina y la romana

esenciales a la eucaristía tradicional quedan más o menos volatiliza­


dos. Sin embargo, el esquema de la eucaristía alejandrina se des­
cubre por todas partes, aun cuando con frecuencia sólo se halle en
filigrana. Y, como vamos a verlo, no es tan cierto que todas las
particularidades de Serapión sean únicamente un reflejo de su
propia fantasía teológica y retórica.

Es digno y necesario alabarte, cantarte, glorificarte a ti, Padre increado


del H ijo único Jesucristo.
Te alabamos, Dios increado, inescrutable, inefable, incomprensible para
toda naturaleza creada.
Te alabamos a ti, que eres conocido por el H ijo único, a ti que por él
eres anunciado, interpretado y dado a conocer a la naturaleza creada. Te
alabamos a ti, que conoces al H ijo y revelas a los santos las glorias que le
conciernen, a ti que eres conocido por el Logos que engendraste, a ti que
eres revelado a los santos. T e alabamos, Padre invisible, corega de la in­
mortalidad. T ú eres la fuente de la vida, la fuente de la luz, la fuente de
toda gracia y de toda verdad. Amigo de los pobres, propicio a todos, tú
los atraes a todos a ti por la venida de tu H ijo muy amado. Te rogamos,
haz de nosotros hombres vivos. Danos el Espíritu de luz, a fin de que te
conozcamos a ti, el verdadero, y al que enviaste, Jesucristo. Danos el Espí­
ritu Santo, a fin de que podamos decir y contar tus misterios inefables.
Hable en nosotros el Señor J esús, con el Espíritu S anto: celébrete él por
nosotros. Porque tú estás por encima de todo principado, autoridad, potestad
y dominación, por encima de todo nombre, no sólo en este siglo, sino también
en el siglo venidero.
Mil millares y diez mil miríadas de ángeles, de arcángeles, de tronos,
de dominaciones, de principados, de potestades te asisten y, sobre todo, los dos
serafines muy venerables de seis alas, con dos de las cuales se cubren el
rostro, con dos los pies y con las otras dos vuelan; ellos cantan tu san­
tidad; recibe nuestra aclamación con la suya cuando decimos; Santo, santo,
santo, Señor sabaoth, el cielo y la tierra están llenos de tu gloria maravillosa.
Señor de las potestades, llena este sacrificio de tu poderosa participación.
Porque a ti ofrecemos este sacrificio vivo, esta oblación incruenta. A ti
ofrecemos este pan, figura del cuerpo de tu H ijo único.
Este pan es la figura de tu sagrado cuerpo, porque el Señor Jesús, la
noche que fue entregado, tomó pan, lo partió y lo dio a sus discípulos di­
ciendo : Tomad y comed de él todos; Esto es mi cuerpo, partido por vosotros
en remisión de los pecados.
P or lo cual nosotros, celebrando el memorial de su muerte, ofrecemos este
pan y rogamos: por este sacrificio ¡ sé propicio a todos nosotros, senos pro­
picio, oh Dios de verdad!
Y como este pan, en otro tiempo diseminado sobre las colinas, fue re-

210
Anáfora de 13er Balizéh

cogido para que fuera uno, asi reúne tu santa Iglesia, de toda raza, de
todo país, de toda ciudad, de todo poblado, de toda casa, y haz de ella
la Iglesia una, viva y católica.
Y te ofrecemos este cáliz, figura de la sangre, porque el Señor Jesu­
cristo, habiendo tomado un cáliz después de la comida, dijo a sus discípulos:
Tomad, bebed, esto es la nueva alianza, esto es mi sangre, derramada por
vosotros en remisión de los pecados. P or lo cual nosotros ofrecemos este cáliz,
figura de la sangre.
Dios de verdad, venga tu santo Logos sobre este pan, para que el pan
se haga el cuerpo del Logos, y sobre este cáliz, para que el cáliz se haga la
sangre de la verdad. Y haz que todos los que participan de él reciban el
remedio de vida, para la curación de toda enfermedad, para la confirmación
de todo progreso y de toda virtud, y no para su condenación, Dios de verdad,
ni para su vergüenza o su confusión.
Te hemos invocado a ti, el Increado, por el Hijo único, en el Espíritu
Santo. Úsese piedad con este pueblo, sea hallado digno de progreso. Que
Sos ángeles que asisten al pueblo triunfen sobre el Maligno y edifiquen la
Iglesia.
Te rogamos también por los que reposan y de los que hacemos memoria.

Aguí se mencionan los nombres.

Santifica estas almas, pues tú conoces a todas. Santifica a todos los que
se durmieron en el Señor.
Ponlos en el número de tus santas potestades. Dales un puesto y una
morada en tu reino.
Recibe también la acción de gracias del pueblo. Bendice a los que han
aportado las oblaciones y las eucaristías.
Otorga salud, integridad, gozo y todo progreso del alma y del cuerpo a
todo este pueblo, por tu Hijo único, Jesucristo, en el Espíritu Santo, como
era, es y será, de edad en edad y por todos los siglos. A m én1*.

AI filosofismo alejandrino y hasta clementino de Serapión puede


cargarse en cuenta la absorción de casi toda la oración en el cono­
cimiento y la vida, aunque éstos son términos bíblicos ya centrales
en las berakath judías, y aunque el desarrollo que Ies da es comple­
tamente joánico. Más característica de esta gnosis, por ortodoxa 19
19. £1 Eucologio de S erapión, editado primeramente por A. D tuxtiuewsxy , en Kiev,
en 1894, luego por G. W oebermtn, en 1898, en el volumen n de la nueva serie de
Texto and Untersuchungen de Gebhardt y H arkack, fue reeditado por F unk en un
segundo volumen que a su edición de las Constituciones apostólicas añadía los Testimonia
et Sctipturoc propinquae, Paderborn 1906, El texto de la anáfora se halla en las p. I72ss.
Cf. ei artículo que le dedicó dom B ernaüd Capei.e e : L'Anaphore de Sérapion, en
cMuséon», t. 49 (1936), p. lss y 425ss.

211
La eucaristía alejandrina y la romana

que sea en su fondo, es quizá la desaparición del culto lógico y


de la oblación incruenta, cuya mención al final de la primera parte de
la acción de gracias parece tradicional en Egipto. Sin embargo, volve­
remos a hallarlos en Serapión después del sanctns, pero no la
primera recomendación de la oblación, que viene ordinariamente
ai final de la intercesión intercalada. Sin duda «decir y contar 1os
misterios inefables» (evidentemente, en la oración eucarística) era
en su mente una equivalencia suficiente,
En cambio, ¿habrá que pensar que la reducción de toda la oración
de intercesión al solo párrafo en que se pide la vida y el conoci­
miento — primera rareza aparente de esta eucaristía— viene
también de la teología particular de su autor? Quizá se pueda decir
esto de la formulación que le da. Pero un poco más adelante vere­
mos que no nos faltan razones para suponer que podía creerse
autorizado, por una tradición que él conocía, a condensar así en
una sola oración las intercesiones del comienzo.
¿Qué decir entonces de las particularidades de las dos epiclesis,
la que precede al relato de la institución y la que lo sigue? Volviendo
a leer la anáfora de san Marcos veremos dentro de unos instantes
que esta doble epiclesis es un rasgo característico de la tradición
alejandrina. Pero en el texto de Der Balizéh la primera pedía ya la
transformación de los elementos en el cuerpo y en la sangre de
Cristo, y esto mediante una venida del Espíritu. No olvidemos que
este texto está incompleto, lo cual, dada la extensión de la laguna,
nos permite quizá suponer en él una segunda epiclesis, pero no adi­
vinar su contenido. Sea de ello lo que fuere, en Serapión ni la
primera ni la segunda epiclesis contienen mención alguna del Espí­
ritu, y sólo en la segunda se pide la transformación, que se espera
de una venida del Eogos.
¿Habrá también que atribuir esta última particularidad a la fan­
tasía de Serapión? Así lo afirman buen número de comentaristas,
pero la cosa es muy poco probable. En primer lugar, sólo con leer
su texto, salta a la vista que tiende a introducir en todas partes
al Espíritu Santo. Su oración, aunque relativamente breve, lo men­
ciona cuatro veces en lugares donde no lo introduce ninguna otra
eucaristía conocida. En estas condiciones sería ya bastante extraño
que lo hubiera él borrado donde lo había puesto la tradición, si a

212
Anáfora de Der Balizéh

mediados del siglo iv hubiera existido tal tradición en Egipto. Pero


si se tiene en cuenta lo que sabemos por otra parte acerca de la
personalidad de Serapión, ésta resulta altamente inverosímil20. En
efecto, aparte de este eucologio, lo más cierto que sabemos de él es
que tenía la preocupación de combatir a los arríanos, o arrianizan-
tes, que ponían en duda la divinidad del Espíritu Santo. Precisa­
mente para responder a su solicitud sobre este punto compuso
san Atanasio las cartas doctrínales que le dirigió. ¿Cómo pensar,
entonces, que Serapión hubiera podido cometer la falsa maniobra,
directamente opuesta a sus preocupaciones, que se le quiere atribuir?
Si en la tradición de la eucaristía hubiera habido ya una oración
que pidiera al Espíritu Santo que operara la consagración, Serapión
habría sido el último que pensara en manipularla para atribuir exclu­
sivamente al Logos esta intervención propiamente divina...
Todo lo que se puede suponer es que las epiclesis alejandrinas
de su época no mencionaban a ninguna persona divina en particular
(pronto veremos que esto no es inverosímil) y que fue él quien
tuvo la idea de atribuir una intervención, por lo menos al Dogos.
Otra particularidad de la eucaristía de Serapión está en lo que
sigue a esta última epiclesis : mención de los ángeles, recuerdo de los
difuntos y el último desarrollo de una oración por los oferentes y por
todo el pueblo de Dios. También esto lo hallaremos pronto en otras
partes, y hay todas las razones para creer que no es Serapión su
inventor.
Pero la particularidad más importante de su texto consiste en
que el relato de la institución no precede en él a la anamnesis, sino
que está como imbricado en ella. En la liturgia etiópica y en otras
partes se hallan otros ejemplos de esta particularidad que nos parece
tan curiosa. En todo caso manifiesta la estrecha trabazón sentida
en la antigüedad, entre la anamnesis y la introducción del relato
en la misma oración eucarística. Podemos preguntarnos si tal
disposición no es tan antigua, y hasta quizá más antigua que la que

20. Véase la introducción de J. L ebon a su edición y traducción francesa de laa


Cartas a Sera-pión de san A tanasio , en la colección «Sources chrétiennes». Dom B otte ,
UEucotoge de Sérapúm ast-il antkentique?, en «Oriens Christianus» (48, 1&64, p. 50ss)
piensa, en efecto, que el autor podría haber sido un pneumatúmaco de fines del siglo iv.
Pero se hace difícil creer que un pneumatótnaco multiplicara hasta tal punto las men­
ciones del Espíritu...

213
La e u c a r is t ía alejandrina y la romana

prevaleció finalmente y que viene a coordinar el relato con la


anamnesis sin suprimir su distinción.
Todavía hay que subrayar una última particularidad de esta
eucaristía: al igual que la liturgia de Adday y de Mari y que las
grandes oraciones judías, fuente de nuestras oraciones cristianas, no
es verdaderamente una sola oración, sino una sucesión de oraciones
breves, encadenadas por su sentido pero totalmente discontinuas
por su composición. Esto podrá decirse, por lo menos en una cierta
medida, incluso de las formas más tardías de la eucaristía egipcia.
Pero es singularmente interesante observar este hecho en la pluma
de un escritor como Serapión, evidentemente penetrado de cultura
helénica. Si a pesar de ello se atuvo a una forma de composición
tan marcadamente semítica, hay ciertamente que pensar que los
modelos de la eucaristía que se consideraban regulares en su época,
por lo menos donde él vivía, seguían todos fieles a este patrón.
Añadamos todavía algo que no concierne solamente a Serapión,
sino también a la anáfora de Der Balizéh, que, sin embargo, no
parece haber recibido influencia de él, el uso que uno y otra hacen,
aunque en diferentes lugares, de fórmulas de la Doctrina de los
doce apóstoles. De esto se ha querido a veces concluir que tal Doc­
trina sería de origen egipcio. Esto es totalmente inverosímil: un
egipcio no habrá tenido nunca la idea de hablar de pan «diseminado
sobre las colinas», lo cual, en cambio, se comprende muy bien
en boca de un sirio o de un palestino. Esto es tan cierto, que el
redactor de Der BaMzéh juzgó necesario añadir a las colinas la
mención de los valles...
Por otra parte, podemos preguntarnos si Serapión conoció de
primera mano el texto de la oración de la Doctrina de los doce
apóstoles. El uso que hacen de ella induciría a pensar que les llegó
a través de la refundición que hallamos en el libro vn de las Cons­
tituciones apostólicas, que pone la oración por la primera copa
después de la oración por el pan, y la introduce asi en una euca­
ristía sintética, que supone la comida ritual separada ya de la real.
Tras estas pistas que nos han abierto las formas más arcaicas
de la eucaristía egipcia, podemos pasar finamente al estado en que
se presenta la última parte de la eucaristía en el texto de san Marcos
que ha venido a ser clásico.

214
A n a m n e s is y e p ie te s is e n la litu r g ia e g ip c ia

Lo que nosotros llamamos la primera epiclesis sigue al sanctus.


Enlaza con ella mediante un nexo que se halla en todos los testigos
de la tradición egipcia: la reasunción de la idea de plenitud, tomada
de las últimas palabras del sanctus en esta tradición : «Los cielos y la
tierra están llenos de tu gloria.» La presencia de este nexo hace
pensar que en este lugar había habido un corte. En efecto, como
hemos dicho, la epiclesis está ya esbozada antes del sanctus y de las
intenciones por que se ofrece el sacrificio, en la primera fórmula
de su recomendación a D ios:

Acepta, ¡oh Dios!, los sacrificios de los que ofrecen [sus] ofrendas, [sus]
eucaristías en tu altar santo, celestial y espiritual (vospdv) en las alturas
de los cielos, por la liturgia arcangélica, de los que han ofrecido mucho o
muy poco, en oculto o en público, de los que querrían, pero no tienen nada
que ofrecer, las ofrendas de hoy, como aceptaste los dones del justo Abel, el
sacrificio de nuestro padre Abraham, el incienso de Zacarías, las limosnas
de Cornelio y los dos óbolos de la viuda, acepta igualmente sus eucaristías y
dales, a cambio de las [realidades] corruptibles, las incorruptibles; de las
terrestres, las celestiales; de las temporales, las eternas.. . M.

La idea de este intercambio conduce evidentemente a una ora­


ción por la transformación de los dones, y ésta es la razón por
la cual la presencia de esta idea en la anáfora de Der Balizéh, como
en otro texto del que hablaremos pronto, se halla en la segunda
parte de esta epiclesis, que debe ser su puesto originario. Sin em­
bargo, en el texto de san Marcos, esta oración fue trasladada tras
la anamnesis, a la segunda epiclesis. Cabe preguntarse si este tras­
lado, y quizá también la atribución al Espíritu Santo, de la trans­
formación implorada, no son las primeras señales de una influencia
siria occidental sobre la liturgia de Alejandría. Es cierto que Sera-
pión es ya un testigo de esta transposición, aun cuando ignora la
epiclesis que pide la venida del Espíritu Santo. Pero el uso que
hace de la Doctrina de los doce apóstoles muestra que está ya in­
fluido por los formularios sirios.
21, U kjohtmah, op. cit., p. 129,

215
La eucaristía alejandrina y la romana

Lia primera epiclesis actual de san Marcos menciona al Espíritu


Santo, pero éste parece atraído aquí por la idea de plenitud, y lo
que se espera de él no es la transíormación de los elementos, sino
la consumación del sacrificio:

En verdad, el cielo y la tierra están llenos de tu santa gloria por la


epifanía de nuestro Señor, Dios y Salvador Jesucristo: llena igualmente,
¡ oh Dios 1, este sacrificio de la bendición que viene de ti por la visitación
f ) de tu Espíritu todopoderoso. Porque nuestro Señor y Dios
y gran rey (7rot¡i¡la{M\eÚ5 ) Jesús, el Cristo, la noche que se entregó a sí mismo
por nuestros pecados y soportó la muerte por todos en la carne, estando
a la mesa con sus santos discípulos y apóstoles, habiendo tomado pan en
sus manos santas, puras y sin mancha, y levantado los ojos al cielo, a ti,
su Padre, Dios nuestro y de todas las cosas, dando gracias, bendiciendo [lo],
santificándolo y partiéndolo, lo distribuyó entre sus santos y bienaventu­
rados discípulos y apóstoles diciendo: Tomad, comed, esto es mi cuerpo, par­
tido por vosotros y repartido en remisión de los pecados (el pueblo responde:
Amén).
Asimismo, habiendo tomado la copa después de haber cenado y habiendo
mezclado vino y agua, levantando los ojos a ti, su Padre, Dios nuestro y
de todas las cosas, dando gracias, bendiciéndola, santificándola, llenándola de
Espíritu Santo, la pasó a sus santos y bienaventurados discípulos y apóstoles
diciendo: Bebed de ella todos. Esto es mi sangre, de la nueva alianza, derra­
mada por vosotros y por muchos y repartida para remisión de los pecados
(el pueblo responde: Amén).
Haced esto como memorial de mí, pues cada vez que coméis de este pan
y bebéis de esta copa, anunciáis mi muerte y confesáis mi resurrección y mi
ascensión hasta que yo venga. Maestro, Señor todopoderoso, rey celestial,
anunciando la muerte de tu Hijo único, nuestro Dios y salvador Jesucristo,
y confesando su bienaventurada resurrección de entre los muertos a! tercer
día, así como su ascensión a los cielos y su sesión a tu diestra, Dios Padre,
y aguardando su segunda, tremenda y terrible parusía, en la que ha de venir
a juzgar a los vivos y a los muertos en ia justicia y a dar a cada uno según
sus obras — sé indulgente con nosotros, Señor, Dios nuestro—, hemos pre­
sentado lo que viene de tus propios dones delante de ti, y te rogamos y te
suplicamos, [Dios] amigo de los hombres y bueno, envía de tu sagrada
altura, del lugar donde está establecida tu morada, de tu seno indescriptible,
e! Espíritu de la verdad, el Señor, el vivificador, que habló por los profetas
y por los apóstoles, que está presente en todas partes y todo lo llena, que
por sí mismo y no como un servidor despliega en quien quiere la santifica­
ción según tu beneplácito, que es simple por naturaleza, multiforme en su
actividad, fuente de los dones divinos, que te es consustancial, que procede
de ti, que comparte el trono de tu reino con nuestro Dios y salvador Jestt-

216
Anamnesis y epiclesis en la liturgia egipcia

cristo; míranos y envía sobre estos panes y sobre estas copas tu Espíritu
Santo, a fin de que los santifique y los perfeccione como Dios todopoderoso
que es, y haga de este pan el cuerpo (Amén del pueblo) y de esta copa de
sangre de la nueva alianza, de nuestro Señor y Dios, salvador y gran rey
Jesucristo mismo, a fin de que sean para todos los que de ellos participamos,
[fuente de] fe, de vigilancia, de cuidado, de pnidencia, de santificación, de
renovación del alma, del cuerpo y del espíritu, para la comunicación de la
bienaventurada vida eterna e incorruptible, para la comunicación de tu
nombre santísimo, para la remisión de los pecados, a fin de que, en esto y en
todo, tu nombre santísimo, precioso y glorificado, sea glorificado, cantado con
himnos y santificado, con Jesucristo y el Espíritu Santo, como era, y es, y
será de generación en generación y por todos los siglos de los siglos. Amén

Este texto, evidentemente recargado en su última parte, no pa­


rece ser ni anterior ai concilio de Constantinopla de 380, ni poste­
rior al de Calcedonia de 450, puesto que los eoptos monofisitas lo
tradujeron poco más o menos como se halla en su liturgia de san
Cirilo, mientras que la letanía de los títulos del Espíritu Santo está
evidentemente tomada en gran parte del símbolo constantinopolitano.
Tenemos, con todo, que la epiclesis, por mucho que se haya
desarrollado, está estrechamente soldada a la anamnesis, e incluso
incorporada a la segunda parte de esta. Pero se puede conjeturar
que se desarrolló a partir de una fórmula que debía ser muy próxima
a ésta, habiéndose pedido ya anteriormente la transformación :

Hemos presentado delante de ti lo que viene de tus propios dones y te


rogamos y te suplicamos [Dios], amigo de los hombres y bueno, míranos
y envía sobre estos panes y estas copas tu Espíritu Santo, a fin de que
para nosotros que participamos de ellos sean [fuente del fe y de renovación
del alma, del cuerpo y del espíritu, para la comunicación de la vida eterna
y la glorificación de tu santo nombre, etc.

Más tarde nos preguntaremos sí no podemos incluso remon­


tarnos a un estado todavía anterior a esta epiclesis. Por ei momento
contentémonos con observar que la anamnesis que conduce a ésta,
engloba ahora, después de 1a resurrección, no sólo la ascensión, sino
la parusía misma: explicación, digna de notarse, de la unidad viva­
mente sentida del misterio «conmemorado», cuya realización va a2
22. B xightman , úp. cít.» p. 132ss. Nótese que el texto copto supone en la íinanine.sis:
delante de tu santa gloria...» (ibid.. p. 178).

217
La eucaristía alejandrina y la romana

implorarse, no como algo sobreañadido, sino como simple despliegue


de las virtualidades de la muerte y de la resurrección de Cristo.
Muy notable es también esta fórmula de presentación del sa­
crificio : «Hemos presentado delante de ti lo que viene de tus pro­
pios dones.» Más o menos literalmente será conservada por todas
las liturgias de Oriente. No se podía describir en forma más feliz
cómo el memorial es sacrificial: como el don que Dios mismo nos
hace de la prenda de su misterio salvador, para que se la presen­
temos en la acción de gracias y así nos entreguemos a todo el efecto
permanente de este misterio que tiende a su propia ralización, a la
gloria de Dios.
Por primera vez también hallamos aquí la frase «Haced esto
como memoria de mí», desarrollada con las palabras de san Pablo,
pero puestas en boca de Cristo y acompañadas de un desarrollo que
subrayamos aq u í:

... Cada vez que coméis de este pan y bebéis de esta copa, anunciáis mi
muerte y confesáis mi resurrección y mi ascensión, hasta que yo venga.

Esto se hallará igualmente en otras partes en Oriente, y podemos


suponer que fue también de Siria de donde esta fórmula, como la
epiclesis desarrollada, pasó a Egipto33.
La influencia del relato paulino de la institución, rasgo común
también a todo el Oriente, no está menos marcada sobre el relato
que reproduce la eucaristía de san Marcos. Pero aquí, como en todas
las liturgias clásicas, se descubren tres factores de evolución: una
tendencia a acentuar el paralelismo entre lo que se dice sobre el
pan y lo que se dice sobre la copa, una tendencia a armonizar los
cuatro relatos deí Nuevo Testamento y, finalmente, una tendencia
a acompañar la descripción de las acciones de Cristo con adjetivos
y otras fórmulas que expresan la devoción («elevando los ojos
o ti, su Padre...'», «en SUS manos santas, puras y sin mancha», etc.).
Pero la gran cuestión que se plantea es la de saber cómo se pudo
llegar a introducir, primeramente en la oración que provenía de ¡a
berakah abodah para la aceptación de los sacrificios de Israel, una 23

23. Ci. infra, p. 272s y p. 308ss. El texto de Santiago tiene ya el cambio de


persona, pero sólo añade la resurrección.

218
Anamnesis y epiclesis en la liturgia egipcia

mención, ausente de las liturgias más antiguas, de la transforma­


ción de los elementos en el cuerpo y sangre de Jesucristo.
Repitámoslo: en las fórmulas de san Marcos, esta petición pa­
rece atraída, o por lo menos preparada, por el final de la primera
parte de la oración de recomendación del sacrificio, que introduce
la idea de un intercambio entre los dones materiales, terrenos, tempo­
rales que nosotros presentamos, y los dones espirituales, celestiales,
eternos que aguardamos de Dios. Pero con esto no hacemos sino
desplazar hacia atrás el problema, puesto que en las fuentes judías
no había nada que orientara hacia esta idea. Nosotros nos indinaría­
mos a creer que para explicar su emergencia en este lugar hay
que prestar atención a una primera compresión que pudo produ­
cirse por la reunión de las oradones derivadas de las berakoth ante­
riores al íemah, combinadas ya con las derivadas de la tefillah,
y ahora con las que provenían de las berakoth del final de la comida.
Pudo parecer admisible que se guardara al comienzo de la eucaristía
una intercesión general y detallada, y al final una súplica más
breve, más inmediatamente centrada en la edificación de la Iglesia,
cuerpo de Cristo, subyacente ya en todas las peticiones del comienzo.
Pero la repetidón, a algunos instantes de distancia, de una bendi­
ción por la creación y luego por la redención, centrada la primera vez
en la luz y él «conocimiento», y la segunda, en la vida y la alianza,
debió parecer tarde o temprano un duplicado intolerable.
Por lo demás, las mismas oraciones judías, en particular las
de la Doctrina de tos doces apóstoles, tendían ya a mezclar los
temas de la vida y del conocimiento, así como la alianza se concretaba
en la torah. Así pues, especialmente bajo el influjo de una teología
fuertemente inspirada en el cuarto Evangelio, como lo vemos en
el caso de Serapión, se trasladaría, con gran naturalidad, a la pri­
mera parte de la acción de gracias el tema de la vida junto al de
la luz de verdad y se fundirían en una sola evocación de la reden­
ción nuestra liberación de la ignorancia idolátrica y la de la muerte.
Pero entonces, ¿qué se iba a poner en lugar de la doble bendición,
que en la comida sagrada todavía autónoma precedía inmedia­
tamente a la anamnesis? Precisaba un enlace entre el conjunto final
de las oraciones tomadas de la tefillah, sobre la aceptación por
Dios de nuestras oraciones y de nuestros sacrificios, y la evocación

219
La eucaristía alejandrina y la romana

del memorial. Cómo se estableció este enlace nos lo muestra la com­


paración de la primera epidesis alejandrina con la oración abodah.
La oración abodah terminaba con una invocación de un retorno ma­
nifiesto de la sekinah a Sión. Así también la primera epidesis
egipcia pide que seamos llenos de la gloria de Dios (Der Bcdizéh),
o que su poderosa participación (Serapión) o su bendición y su
visitación (Marcos clásico) llenen nuestro sacrificio. Asi pues, esta
petición del retorno de la Sekinah, que para los cristianos primitivos
mora todavía en Cristo resucitado, es la que debió suscitar la petición
final de la consagración de los elementos en el cuerpo y sangre
de Cristo.

Parentesco de las eucaristías egipcia y romana

Este estudio de la eucaristía egipcia nos ha proporcionado,


según creemos, la mayoría de los elementos necesarios para eluci­
dar el canon de la misa romana, Su sola analogía general de estruc­
tura nos invita a establecer cierta relación entre una y otro. En
efecto, si comparamos con el plan de la eucaristía de san Marcos
el de la eucaristía romana, descartando el memento de difuntos y el
nobis queque, observamos que concuerdan exactamente, casi con
la sola diferencia de que el bloque de las intercesiones y conmemo­
raciones, en lugar de venir antes del sanctus, le sigue inmediata­
mente. Y aun el esquema de este mismo bloque es el mismo que
en el rito alejandrino: primero, lo que nosotros hemos llamado la
preepiclesis (te igitur), luego las intercesiones (memento de vivos),
después las conmemoraciones de los santos (communicantes) y fi­
nalmente la primera epidesis. Esta, al igual que en Alejandría, está
formada de dos oraciones (hanc igitur y quam oblationem). Pero,
evidentemente, como ya se ha rezado el smictus, éstas se siguen in­
mediatamente.
A esta analogía de estructura hay que añadir toda una serie de
paralelismos verbales, que no permiten suponer que se trate de una
coincidencia fortuita. Sólo en Egipto y en Roma comienza el diá­
logo introductorio por : «El Señor está con vosotros» (o, en Egipto,
«con todos»). Así también a continuación tenemos sencillamente

220
Parentesco de las eucaristías egipcia y romana

en los dos rito s: «Arriba los corazones.» En Roma comienza !a


eucaristía p o r : «Verdaderamente es digno y justo, equitativo y sa­
ludable», y en Alejandría: «Verdaderamente es digno y justo
(Alejandría añade santo), equitativo y saludable...» Sólo en estos
dos casos se pasa inmediatamente de los motivos de acción de gra­
cias a la expresión del culto tributado a Dios, mediante la transi­
ción : «Cristo, por quien...» L,o mismo se diga de la mención de los
coros de los ángeles citados a continuación, sin enlace, y de la intro­
ducción del sanctus mediante una súplica de que nuestra propia ala­
banza sea aceptada con la suya. Asimismo sólo en los dos casos los
dones de los fieles son desde este momento calificados de dones
santificados (qui tibí offerunt hoc sacrificium imidis... r¿ri xpoacps-
póvTwv Tot¡; dueña!;, toí e\>yapicnr¡pux.), en la intercesión que precede
a la consagración. En el relato romano de la institución, el detalle
de que Jesús levanta los ojos ad te Deum fatrem suum tiene un
paralelo exacto en él relato de la liturgia de san Marcos. En la
anamnesis, 'la fórmula offerimus praeclarae maiestati tuae de tuis
donis ac datis corresponde al texto atestiguado por la versión
copta : va era éx tmv acov Stóppjv 7rpoe0T)xa¡Ji.ev svc¡>7UOV Tr¡q ¿'/íoti; aou
Pero el paralelismo que más (fama la atención está en que
la primera parte de la primera epiclesis egipcia pide la presenta­
ción en el altar celestial, «por la liturgia ( = servicio) angélica»,
del sacrificio ofrecido en la tierra, y continúa «como aceptaste los
dones de tu justo Abel, el sacrificio de nuestro padre Abraham»,
expresiones que se hallan exactamente en el supra quae y el suppli-
ces (que, como veremos, debían por lo demás formar una sola ora­
ción en el siglo iv) de la misa romana, en la que constituyen el
equivalente de la segunda epiclesis.
Sin embargo, aparte del puesto especial del bloque de las inter­
cesiones en el canon romano, parece ser que las otras diferencias
aparentes no son sino diferencias entre dos variantes de la misma
tradición, y la «romana» debió de existir en Alejandría al igual que
en Roma en una época arcaica. En efecto, si comparamos con el
canon romano, no ya la eucaristía de san Marcos, sino la de Serapión,
observamos: 1,°) que en Alejandría, al igual que en Roma, se de­
bieron conocer, aunque no se conservaron después del siglo iv, dos
epiclesis, ninguna de las cuales invocaba expresamente al Espíritu

221
La eucaristía alejandrina y ia romana

Santo, 2.°) que Alejandría conoció igualmente una mención de los


ángeles al final de la última epiclesis, 3.°) que Alejandría poseyó
también un memento de difuntos, con lectura de sus dípticos, des­
pués de esta epiclesis, 4.°) que finalmente Alejandría enlazaba en­
tonces dicho memento con la conclusión mediante una fórmula que
venía a ser la oración por los que ofrecen el sacrificio, análoga­
mente a lo que nosotros tenemos todavía en el nobis quoque. Re­
leamos, en efecto, el final de la eucaristía de Serapión:

... Que los ángeles que asisten al pueblo triunfen del Maligno y edi­
fiquen la Iglesia.
Te rogamos también por los que reposan y de quienes hacemos aquí
memoria.

Aquí se recuerdan ios nombres.

Santifica estas almas, pues tú conoces a todas. Santifica a todos los que
se durmieron en el Señor.
Ponlos en el número de tus santas potestades. Dales un puesto y una mo­
rada en tu reino.
Recibe también la acción de gracias del pueblo. Bendice a los que han
aportado las oblaciones y las eucaristías.
Otorga salud, integridad, gozo y todo progreso del alma y del cuerpo
a todo este pueblo, por tu H ijo único...

No solamente sorprende el paralelismo en la sucesión de las


ideas, sino que aquí hay analogías, si ya no identidad, en las ex­
presiones. Ros difuntos son «los que reposan», «los que se dur­
mieron» o qui dormiunt in somno pacis. Su admisión en la biena­
venturanza se expresa en los dos casos como una traslación espa­
cial : se pide a Dios «un puesto» para ellos en su reino, o que los
ponga in loco lucís, refrigerii ef pacis.
El «también», que enlaza una última evocación de los oferen­
tes con la de los difuntos, tiene, a su vez, un paralelo en el quoque
del nobis quoque peccatoñbus. Asimismo, antes, la petición de las
gracias esperadas de la comunión estaba ligada en Serapión con un
xo lvcovouvttjc, al que parece hacer eco el ex hac altaris participatione
del canon romano; así también la mención de haec plebs tua sancta
en la anamnesis romana responde quizá a las dos menciones del

222
P a r e n t e s c o d e la s e u c a r i s t í a s e g i p c i a y r o m a n a

«pueblo» que vienen un poco más lejos en Serapión **. Hasta el


hecho de que el memento de difuntos esté unas veces presente en
este lugar y otras ausente, en los testigos del texto romano, parece
haber tenido un paralelo en Alejandría, como lo muestra la diver­
gencia entre el uso de Serapión y el de san Marcos.
Por otra parte, la comparación con la anáfora de Der Balizéh
muestra que también en Alejandría la petición de transformación
de los elementos podía enlazar con la primera epicfesis, exactamente
como en Roma, y también con la segunda.
Finalmente, hay quizá una última diferencia aparente entre
Roma y Alejandría, de ¡a que Serapión nos permite suponer que
corresponde a lo que también Alejandría podía practicar en época
más remota. En Roma, tas intercesiones por los vivos están todas
reunidas en una sola oración, por lo demás muy densa, mientras
que en Alejandría, como en todo el Oriente, se extienden en una
larga serie de peticiones que irá desarrollándose cada vez más. Pero
en Serapión, como en el canon romano, las bailamos condensadas
en una sola oración, más breve todavía en Serapión que en el
memento romano.
Asi pues, la única diferencia mayor que queda es la del puesto
de las intercesiones y conmemoraciones. También nos ocuparemos
del problema del puesto primitivo y de la exacta interpretación de
la oración que invoca la traslación de las ofrendas al altar celestial
por los ángeles, pero desde ahora podemos observar que la mención
de los ángeles hecha por Serapión al final de la epielesis última, hace
pensar que esta mención podía hallarse allí, tanto en Egipto como
en Roma.
Ra diferencia entre las posiciones respectivas del sanctus y del
grupo de intercesiones y conmemoraciones en Roma o en Ale­
jandría, parece deber explicarse sencillamente por los dos puestos
diferentes en que se recitaba la qedusah en el rito sinagogal, ya
juntamente con el semah, antes de la tefillah, ya en conexión con
ésta. A propósito del libro vn de las Constituciones apostólicas he­
mos visto las razones que nos da este texto para creer que ya los
judíos de Alejandría la recitaban una sola vez, en la tefülah, pero
24. E stas analogías han sido señaladas repetidas veces, particularmente por B auéj-
STAKK y JU N CM AN N .

223
L a e u c a r is t ía a l e j a n d r in a y la r o m a n a

trasladando con él a ésta el Semah, lo que por otra parte parece jus ­
tificar a los liturgiólogos judíos que piensan que su recitación en
conexión con el semah es la más antigua. En Roma, donde había
de haber una fuerte proporción de judíos alejandrinos, es probable
que las sinagogas utilizaran juntamente con la versión de los Se­
tenta, una liturgia traducida al griego, como en Egipto. Los cris­
tianos, que utilizarían allí a los Setenta, antes de que este texto
sirviera de base a las viejas versiones latinas, construirían, pues,
allí su propia liturgia a partir de la misma versión de los textos
litúrgicos judíos usada en Alejandría. Así se explica la comunidad
originaria de las liturgias cristianas alejandrina y romana, que el
constante vaivén entre las dos capitales mantendría a través de todo
su desarrollo hasta el siglo IV, en que la liturgia romana (como las
otras liturgias de Occidente) pasaría del griego al latín.
Pero la presencia de buen número de judíos orientales, y en
particular palestinos, en Roma, había mantenido aquí un conserva-
tivismo mayor que en Alejandría. Se conservaba, pues, la qedusah,
con el Semah que la seguía, en su puesto primitivo, antes de la tefil-
lah y no en la plena mitad de ésta. De tal uso debió resultar la única
diferencia notable en la estructura de la eucaristía, en Roma y en
Egipto.
Sólo nos queda por examinar el problema que plantea el puesto
primitivo de las menciones del altar celestial, con los ángeles que
son llamados a trasladar allá nuestro sacrificio, y la mención subsi­
guiente de los sacrificios anteriormente aceptados, de «Abel el jus­
to» y de «nuestro padre» o «patriarca» Abraham. Esta cuestión,
mínima en apariencia, suscita todo el problema del sentido y del
contenido de la epiclesis, o más bien de las epiclesis primitivas. El
testimonio de Alejandría coincide con los tomados de las más anti­
guas refundiciones de las eucaristías más arcaicas, para mostrarnos
que hay una epiclesis, si ya no primitiva, por lo menos relativa­
mente antigua, a continuación de la anamnesis. Pero esta epiclesis,
incluso cuando la vemos dirigida ya al Espíritu Santo, no es en un
principio sino un desarrollo aportado a la conclusión de la anam­
nesis, que siempre, y ya en el. judaismo, había pedido que el objeto
del «memorial» tuviera su realización en los que lo celebran, ya se
tratara de la construcción escatoiógica de la Jerusalén eterna, ya

224
P a r e n t e s c o d e la s e u c a r i s t í a s e g ip c ia y r o m a n a

de la edificación de la Iglesia como cuerpo de Cristo. Ya hemos


visto que tenemos buenas razones para pensar que esta ¡dea de la
unidad del cuerpo de Cristo, que se consuma en la glorificación final
del Padre, por el Hijo, en el Espíritu, fue la que atrajo en este lugar
una primera mención del Espíritu, que en un. segundo estadio se
desarrollará en una invocación formal de su venida sobre nosotros
y sobre nuestra celebración. Como lo muestran las epiclesis que
se hallan hoy en la liturgia de Adday y de Mari y en la de Hipólito,
en los orígenes de esta epiclesis no se trataba de ninguna otra cosa:
no se decía una sola palabra de transformación de los elementos.
Esta idea parece haber surgido en otra parte, en la primera
epiclesis, tai como la tenemos tanto en la liturgia de Der Baliséh
como en el canon romano, en el quam oMationem. Ya hemos visto
que no es sino el producto de una evolución de la oración abodah
(combinada con la oración precedente, la tefillah), que concluía
la parte impetratoria de las semoneh esreh y que en los orígenes era
una oración por la aceptación de los sacrificios de Israel, ella misma
reasumida en la liturgia del templo, según nos dicen los rabinos.
Notemos cómo aflora aquí una segunda fuente de las expresiones
sacrificiales en la liturgia eucarística cristiana, a partir del momento
en que ésta alcanza todo su desarrollo. Cuando había habido que
traducir el «memorial» para cristianos no semitas, habían hecho
ya su entrada en la anamnesis las expresiones sacrificiales para ex­
plicar su sentido. Aquí se hallan ya desde los orígenes de la oración
en cuestión. Pero ya en el uso sinagoga! había habido la tendencia,
estimulada por el hecho de que esta oración sigue a la tefillah, que
recomienda las oraciones de Israel, y se entiende de la aceptación
de sus sacrificios en sentido no sólo de los sacrificios rituales del
templo, sino también, y quizá todavía más, de las múltiples berakoth
que hacían de la vida entera del pueblo judío una sola acción sacer­
dotal Esta recomendación de los sacrificios, reasumida y adaptada
por el uso cristiano, como lo vemos muy bien en la liturgia de san
Marcos, por no hablar de la de Serapión, se entenderá como una
recomendación de la eucaristía, considerada todavía ante todo como
una oración de consagración, no sólo de los elementos de la comida

2ü. Cf. )ü que hemos dicho antes, p, 70.

225
Bouycr, eucaristía 15
L a e u c a r is t ía a l e j a n d r in a y la r o m a n a

sagrada, sino, con ellos y por ellos, de toda la vida de la Iglesia.


Sin embargo, parece que es en esta epiclesis (ya hemos tratado
de explicar por qué proceso) donde se llegará a precisar la petición
de aceptación como petición de transformación de los elementos.
Hemos visto que en la primera epiclesis egipcia se preparó esta idea
con la de un intercambio entre los dones materiales, terrenos, tem­
porales que nosotros aportamos, y los dones espirituales, celestiales,
eternos, que aguardamos de Dios. Esta primera idea se formula en
este lugar en términos que vienen de san Pablo, no a propósito de
la eucaristía, sino a propósito de las ofrendas de la caridad Por
una parte, el hecho de que él mismo interpretara estas ofrendas en
sentido litúrgico y, por otra parte, el que entre los cristianos la
celebración eucaristica estuviera desde los orígenes asociada a una
comida en común, realización de la caridad por la puesta en
común de las ofrendas de los fieles, explica perfectamente la
transposición.
Pero la primera parte, anterior al sanctus en la liturgia de san
Marcos, de la oración de recomendación del sacrificio eucarístico,
en la que se expresa esta idea básica, expresa paralelamente otra
concepción, cuyas raíces son todavía más antiguas y provienen di­
rectamente del judaismo. Es la idea de que nuestras ofrendas son
aceptadas por Dios si van unidas al culto angélico: de ahí la peti­
ción que se va a hacer a Dios, de que envíe un ángel para que lleve
de la tierra al cielo nuestras oraciones y nuestros sacrificios, En el
Apocalipsis los ancianos (que son sacerdotes celestiales, o, en otras
palabras, ángeles) ofrecen a Dios copas de oro llenas de perfume,
que son las oraciones de los santos37. Peterson se hizo bien cargo
de la importancia que tenía para los primeros cristianos, que en
ello seguían a los judíos, la noción de que el culto terreno que acepta
Dios nos une al culto celestial de las potencias angélicas26278. Es sin
duda alguna lo que se trasluce tras las visiones de Isaías 6 y de
Ezequiel 1, ligadas a la qedttsah y a las bendiciones que la acompa­
ñan en el culto judío. Remontándonos todavía más, tenemos la an­
tigua tradición sacerdotal consignada en el Pentateuco, según la cual

26. Cf. Rom 15,27.


27. Ap 5,8. Cf. también 8,4-.
28. Cf. E. P eterson , L e livre des Anges, trad. fr., Paría 1954.

226
P a r e n t e s c o d e la s e u c a r i s t í a s e g ip c ia y r o m a n a

el culto mosaico, con su altar y sus sacrificios, no era sino una


reproducción del culto celestial y, por tanto, una asociación de los
hombres a éste2930.
Más aún. Parece difícilmente contestable que la idea según la
cual los ángeles mismos presentan a Dios nuestras propias oracio­
nes y sacrificios, no es una idea puramente cristiana ignorada por
el judaismo3®. Es cierto que no se menciona en las más antiguas
oraciones judías. Pero se halla ya con todas sus letras en el libro
de Tobit. Rafael le dice, en efecto; «Cuando tú y Sarah, tu nuera,
orabais, yo llevaba delante del Santo el memorial de vuestras ora­
ciones» (el Santo quiere decir Dios ; 12,12), y un poco más adelante
añade; «Yo soy Rafael, uno de los siete ángeles que presentan las
oraciones de los santos, y que van y vienen delante de la gloria del
Santo.» En el texto de san Marcos, es muy probable que esta evo­
cación fuera sugerida directamente por la cita de Malaquías 1,11,
acerca del sacrificio ofrecido en todo lugar a Dios entre las nacio­
nes. I,o que sigue, en efecto, muestra que no sucede así con los
sacrificios actuales de Israel, mancillados por las infidelidades del
pueblo. Pero el capítulo 3 añade: «He aquí que yo enviaré mi án­
gel, que preparará el camino delante de mí, y el Señor, al que bus­
cáis, vendrá súbitamente a su templo... Y él (se trata siempre del
ángel mencionado) se sentará con el que refina y purifica la plata;
y purificará a los hijos de Eeví, los purgará como el oro y la pla­
ta, de modo que puedan ofrecer al Señor una oblación en la justi­
cia. Entonces la oblación de Judá y de Jerusalén será agradable en
la presencia del Señor, como en los antiguos días y en los primeros
años» (3,1-4).
Aquí se halla evidentemente la fuente de la referencia al «servi­
cio» de los ángeles y al altar celestial, en el que deben presentar
nuestras ofrendas. Pero la manera como se formula en el canon
romano tiene todos los visos de ser la más primitiva, es decir, la
petición de que un ángel, o los ángeles, sean enviados por Dios
para efectuar este traslado de la tierra al cielo. Antes de pensar en
pedir el envío especial de una persona divina a este objeto, ya se

29. Cf . S * 25,9.40.
30. De este punto hay que decir lo mismo que de la glorificación de Dios en la
tierra y en los cielos (cf. supra, p. 136).

227
L a e u c a r is t ía a l e j a n d r in a y la r o m a n a

trate del Logos O del Espíritu, estaba en la línea más natural del
pensamiento cristiano primitivo, como del pensamiento judío de
donde procedía, invocar a este fin el ministerio angélico, es decir,
de los espíritus cuya característica es precisamente la de ser envia­
dos para establecer el enlace entre el cielo y la tierra, y viceversa.
Se comprende muy bien que a una teología más evolucionada le
pareciera necesario destinar a esta consagración de la eucaristía
una intervención directamente divina, y que la petición de envío de
los ángeles fuera sustituida por la de una misión del Logos o del
Espíritu. Por el contrario, si tal petición hubiera sido primitiva,
sería completamente incomprensible que se hubiera retirado su men­
ción de la liturgia romana para sustituirla por la de una misión
angélica.
Esto nos lleva a decir unas palabras sobre una discusión que
agitó vivamente los espíritus hace algunos años. Dom Cagin, y
luego el padre De la Taille sostuvieron que el ángel de la epiclesis
romana no era efectivamente sino una figura para designar al Es­
píritu o al V erbo31. A esto replicó justamente dom Botte que el
texto conocido por san Ambrosio debía mencionar no un «enviado»
particular, sino a los ángeles en general32. En todo caso, el hecho
de que en este lugar hable de los ángeles muestra que para él se
trataba en este texto de un ministerio angélico, exactamente como
en el texto de la liturgia de san Marcos.
Sin embargo, la idea que parece haberse abierto camino en el
siglo iv, de invocar especialmente al Logos y luego al Espíritu
Santo, no debe oponerse simplemente a la idea, que debe ser mucho
más antigua y hasta muy próxima a los orígenes, de invocar la mi­
sión de los ángeles. Como se ve en el texto de Malaquías 3, que
hemos citado, y como es un hecho general de la Biblia cuando en
ella se habla dd «ángel del Señor» ni el Antiguo Testamento ni el
judaismo antiguo establederon jamás una distinción tajante como
la que ha venido a ser la nuestra, entre presencia de los ángeles y
presencia de Dios mismo. El «ángel» hace a Dios presente local­
mente, aunque salvaguardando su trascendencia. Esta concepción

31. Cf. dom P, Cagin, T e D eum on lllatio, Soíesmes 1906, p. 2l5ss. y M. de i .a


T aille, M y steriu m F idei, p. 271ss.
32. C t. dom B otte, L e Canon de !a M esse romaine, p. 66.

228
P a r e n t e s c o d e la s e u c a r i s t í a s e g ip c i a y r o m a n a

puede parecer extraña desde el punto de vista de nuestra teología


moderna, pero precisamente la teología del cristianismo primitivo
no era en este sentido más «moderna» que la del judaismo de donde
emergía. El Apocalipsis cristiano nos describe el Dogos exacta­
mente como describe a los ángeles33. Además — cosa quizá todavía
más curiosa — enumera una trinidad singular, en la que el tercer
término es «los siete espíritus que están en la presencia de Dios» 34.
Es cierto que en otra parte menciona al «Espíritu» en singularss,
pero si se pregunta cuál pueda ser su relación con estos «siete espí­
ritus», la única respuesta posible es, o bien que es uno de ellos, o
que, según el vidente, no son más que una sola realidad con él.
Para presentar las cosas de otra manera, a los ojos de los pri­
meros cristianos, como de los judíos, el mundo celestial forma un
todo inseparable. Cuando descienden los ángeles a la tierra, la pre­
sencia de la sekinah desciende con ellos llevada en las alas de los
querubines, por las «ruedas» de fuego que son los ofcmim, y glori­
ficada por el vuelo y el canto de los serafines. Asimismo, en los
relatos evangélicos, el Hijo de Dios que desciende a la tierra en la
natividad es acompañado por todos los ejércitos angélicos*36. Su
cuerpo en el sepulcro está encuadrado por dos ángeles, que deben
ser los mismos que los querubines del templo, que extendían sus
alas a ambos lados del propiciatorio37. Y también en la ascensión
se eleva con los ángeles al cielo38.
Así pues, los antiguos, al evocar el ministerio angélico para
llevar nuestra ofrenda al altar del cielo estaban, sin duda, persua­
didos de que lo que pedían no era solamente lo análogo de la su­
bida de Cristo al cielo y de la bajada correlativa del Espíritu, sino
que era en cierta manera lo mismo. El Espíritu, como Paráclito
enviado a la Iglesia entre la ascensión y la parusia, lejos de poder
oponerse a la bajada de los ángeles, era a sus ojos «el ángel del
Señor» por excelencia, inseparable por lo demás de todos «los que
están delante de la faz de Dios» y presentan allí nuestras oraciones
y nuestros sacrificios, como también nos fortalecen de su parte.
Jesús mismo, como lo ha mostrado Barbel en un libro muy revela­

33. Cf. Ap 1 9,llss. 34. Cf. Ap 1,4-5; 4,5.


35» Cf. Ap 5,2; también 22,17. 36. Cf. Le 2,8$s.
37. Jn 20,12; cf. Le 24,4. 38. Act l.lOss.

229
L a e u c a r is t ía a l e j a n d r i n a y la r o m a n a

dor, según ciertas formas de la cristología primitiva es concebido


como un «ángel», es decir, «el Enviado» del Señor, en quien el Se­
ñor mismo purificaría su templo y restablecería la identidad entre
los sacrificios de la tierra y el culto de lo alto, como en la visión de
Malaquías3940. Hipólito, siendo como era un anticuario empedernido,
no vacilaba todavía en designar a Jesús con este título, en el que una
teología tan suspicaz como la suya no veía, por tanto, nada de re­
prensible ".
Tales expresiones no se harán sospechosas sino después de las
luchas contra el arrianismo. En esta aparente confusión entre los
ángeles y su ministerio, y Cristo o el Espíritu y sus misiones respec­
tivas, se discernirá una ambigüedad capaz de prestar servicio a los
herejes. Entonces, en la primera fase del conflicto arriano, es cuan­
do, como lo vemos con Serapión, debió introducirse él L,ogos en la
epiclesis, como el único en quien el sacrificio terrestre puede venir
a ser uno con el sacrificio celestial. Cuando se desvíe de él la con­
troversia para fijarse en la divinidad del Espíritu, se pasará más
bien a pedir que sea enviado el Espíritu sobre los elementos, como
lo había sido al seno de la V irgen41, para que «manifiesten», como
dirán no pocas epiclesis, la presencia dél cuerpo mismo y de la
sangre del Logos redentor.
En este momento, en Alejandría, no se conservará ya a los
ángeles sino en una fórmula general, en la introducción de la pri­
mera epiclesis, cuyo cuerpo quedará reservado a una persona di­
vina, única capaz — como se pensará en adelante — de efectuar el
paso del sacrificio terrestre al celeste en la transformación de ¡os
dones ofrecidos.
En Roma, el conservativismo local se resistirá todavía a esta
modificación de las fórmulas. Se admitirá ¡a expresión formal de la
transformación de los elementos, en la primera epiclesis, donde
debió de nacer, pero se conservará la invocación de los ángeles, o
del ángel, para operar la traslación del sacrificio de nuestro mundo
al mundo celestial. Eo más que se hará en este sentido será dejar
anónima la transformación implorada, considerada evidentemente

39. Cf. J . B arbel , Christos Angelas, Boira 1941.


40. Cf. supra, p. 177.
41. Cf. Le 1,35.

230
P a r e n t e s c o d e las e u c a r is t ía s e g ip c ia y r o m a n a

como una obra específicamente divina que no puede ser atribuida a


ninguna criatura. Así se trasladará a los ángeles, con las reminis­
cencias de los sacrificios aceptados en el pasado, que habían debido
provocar su introducción, de la primera a la segunda epiclesis. El
examen de las diferentes formas de la liturgia alejandrina nos ha
mostrado hasta qué punto fueron frecuentes tales cambios de una
a otra epiclesis, lo cual debía facilitar, primeramente en Siria, a lo
que parece, la concentración de todos los temas de las diferentes
epiclesis en una sola, la última. Pero que el puesto primitivo de esta
recomendación del sacrificio eucarístico, por referencia a los sacri­
ficios antiguos, es la primera y no la segunda epiclesis, resulta del
origen de la primera epiclesis en la bendición abodah, en conclusión
de la tefillah. Dado el carácter no sólo primitivo en el cristianismo,
sino precristiano, de las ideas sobre los ángeles en él depositadas,
se puede incluso pensar que tal recomendación procede verosímil­
mente de una fórmula judía que no ha llegado hasta nosotros, en la
que el ángel (o los ángeles) acompañaban ya a Abel y Abraham (el
sacrificio de este último ¿no bastaba para evocar el ángel ?). En la
antigua liturgia romana hay no pocas probabilidades de que no
hubiera epiclesis en absoluto después de la anamnesis, sino que
ésta terminara sencillamente con la petición de que, una vez acep­
tado nuestro sacrificio como presentación a Dios de lo que viene
de él, seamos a cambio «llenos de toda gracia y bendición celestial».
La desaparición en este punto de Abraham y del ángel, que aca­
rrea la de Abel, pudo haber provocado las fluctuaciones en la redac­
ción definitiva de la fórmula, de que son indicio las divergencias
entre el texto de san Ambrosio y el que nos ha transmitido el canon
en su forma final. Una vez que el quam oblationem precisó, como
oración por la transformación de los elementos, la oración primitiva
por la aceptación del sacrificio, el traslado al cielo del sacrificio te­
rrestre vino felizmente a presentarse como la contrapartida de la
«bendición» que nos «llena», en la perspectiva del cambio' entre el
don recibido de Dios y el que nosotros le ofrecemos, que no es en
todo caso sino el suyo.
La liturgia de Serapión nos hace sospechar que también en
Egipto pudieran trasladarse los ángeles de la primera a la segunda
epiclesis, puesto que él, que los omite en la primera, los hace apare-

231
L a e u c a r i s t í a a l e j a n d r i n a y la r o m a n a

cer a continuación de la segunda, pero para asignarles únicamente


el papel de rechazar las incursiones diabólicas en el pueblo de Dios.
¿Y qué decir de Melquisedec? En el canon romano vuelve a
aparecer, se dirá, «sin padre ni madre», por cuanto no nos es posible,
contrariamente al caso de Abel, Abraham y el ángel, hacer la ge­
nealogía de su presencia en este texto a partir de textos emparenta­
dos y anteriores. Podemos- pensar que, como invita a creerlo la
epístola a los Hebreos, era ya objeto de especulación en ciertos
medios judíos contemporáneos de los orígenes cristianos. Así pues,
quizá se introdujera ya, como los otros nombres de patriarcas, en
ciertas formas de la «bendición» abodah. Si, por el contrario, su
introducción en la oración cristiana proviene precisamente de la
carta a los Hebreos, no sabemos si la epiclesis romana fue pre­
cedida por otras en este punto : hasta ahora es, con la eucaristía
de las Constituciones apostólicas11, la única oración de este género
verdaderamente antigua que contiene esta mención
Estas diversas comparaciones y los esclarecimientos a que han
dado lugar nos han abierto el camino para una lectura del canon
romano que sólo exigirá ya un mínimo de comentario. La econo­
mía de su estructura y el sentido exacto de sus fórmulas podrán
ahora aparecemos en toda su antigüedad particularmente venerable.

Estructura del canon romano y su explicación

El Señor esté con vosotros.


— Y con tu espíritu.
Levantemos los corazones.
— Los tenemos levantados hacía el Señor.
Demos gracias al Señor, Dios nuestro.
— Es digno y justo.

Esta forma del diálogo introductorio, cuyos dos primeros ver­


sículos con sus responsorios son tan puramente semíticos y que243
42. Cf. infra, p. 258s,
43. Véase G. B ardy » Melchisédec dans la tradition patrisiique, e » «Revue bibti-
que», 1926, p. 4 1 6 ss , y 1927, p. 25&s. Bardy señaló que algunos antiguos quisieron ver
en Melquisedec al Espíritu Santo, Cf. B ardv, art, Melckisédéciens, en Dictionnaire de
tkéologie cathoHqne.

232
E str u c tu r a del can on rom ano

no se hallan textualmente sino en Hipólito y en la liturgia egipcia


(esta última difiere en una palabra: «todos» en lugar de «vosotros»),
debe considerarse como la forma más primitiva que ha llegado
hasta nosotros. Es, sin embargo, muy significativo que el tercer
versículo nos dé la forma «al Señor, Dios nuestro», y no «al Señor»,
como en Hipólito. Habíamos hecho notar que esta última fórmula
aparecía como una supervivencia de la eucaristía primitiva que,
según la feliz fórmula de dom Gregory Dix, era una comida privada
de los cristianos **, con la que éstos completaban el culto sinagogal
público, al que asistían todavía con los judíos. Tal fórmula con­
venía, en efecto, según el uso judío, a la comida de una pequeña
asamblea, inferior en número de participantes requerido para una
asamblea sinagogal (diez, dicen los rabinos). Da fórmula romana,
por el contrario, es la exigida en el judaismo para una asamblea equi­
valente a la de la sinagoga. El que fuera preferida es quizá indicio
del hecho de que la unión de la comida sagrada con el servicio de
lecturas y de oraciones se haría en Roma en fecha lo suficientemente
temprana para que todavía se conociera allí el sentido primitivo del
empleo de una fórmula más bien que de la otra.
Como comienzo de la eucaristía citaremos el texto del prefacio
reservado hoy al tiempo pascual:

Verdaderamente es digno y justo, equitativo y saludable darte gracias


en todo tiempo, (•ero confesarte (praedicare) más gloriosamente en este
tiempo en que ha sido inmolada nuestra pascua, que es Cristo. Porque Él es
el verdadero Cordero que quitó los pecados del mundo, que destruyó nuestra
muerte y reparó nuestra vida resucitando. Por esto, con los ángeles y los
arcángeles, con los tronos y las dominaciones, con el entero ejército de los
cielos cantamos el himno de tu gloria diciendo sin cesar: Santo, santo, santo,
Señor Sabaoth.
Los cielos y la tierra están llenos de tu gloria.
Hosanna en las alturas.
Bendito el que viene en nombre del Señor.
Hosanna en las alturas.

El prefacio, como solemos llamarlo en la liturgia romana15, es,


como sabemos, un texto variable, como también, hasta cierto punto,45
44. Dom G regory D i x , The Shape of the Ltturgy, véase el capítulo prim ero.
45. El origen de este término es obscuro. E s cierto que la lengua latina antigua

233
L a e u c a r is t ía a l e j a n d r in a y la r o m a n a

el communicantes, y sabemos que también el hanc igitur ofreció


durante mucho tiempo esta característica, Volveremos a tratar más
por extenso de esta variabilidad de las oraciones eucarísticas cuando
tratemos de las liturgias galicanas e hispánicas, en las que esta
variabilidad se conservó en el conjunto, y no sólo en algunas de
las oraciones de la eucaristía. Algunos liturgistas suponen, de forma
completamente gratuita, que de hecho habría habido en un princi­
pio, en Roma como en otras partes, una ñjación de todo el texto
de la eucaristía, que habría sucedido al período de improvisación, y
que luego, apenas llevada a cabo esta fijación, se habría intro­
ducido una nueva variabilidad en función del año litúrgico44. Pero
en ninguna parte de los textos que poseemos de las liturgias occi­
dentales se puede descubrir esta fase intermedia de fijación del
conjunto entre dos períodos distintos de variabilidad. Parece de­
berse decir más bien que la variabilidad, que se ha mantenido ínte­
gramente en el prefacio hasta nuestros días, y de la que todavía
tenemos algunos restos en el communicantes, y el vestigio de los
hanc igitur, fuera de uso en su mayoría, no es sino una superviven­
cia de la antigua improvisación. Naturalmente, a partir del mo­
mento en que se desarrolló el año litúrgico, las nuevas composiciones
tendieron a modelarse conforme a sus diferentes fases. Pero los
antiguos sacramentarlos romanos están recargados de una plétora
de piezas que, en conjunto, no provienen ciertamente de un deseo de
expresar las características propias de los diferentes tiempos del
año litúrgico más o menos plenamente elaborado. Hay incluso que
ir más lejos y decir que no pocas de ¡as oraciones clasificadas en
nuestras colecciones en función del año litúrgico sólo están ligadas
a éste con un lazo muy flojo, de modo que hay todas las razones
de creer que le fueron apropiadas posteriormente con escasas mo­
dificaciones o sin modificación alguna. El prefacio que acabamos

podía tomar praefari en sentido de proclamar en voz alta y que el término pudo, por
tanto, aplicarse en un principio en este sentido al canto de la eucaristía. Pero, como
veremos más adelante, en la liturgia galicana el término praefaUo designaba, por otra
parte, una especie de comentario inicial de una celebración que iba a seguir. Es posible
que este sentido se deslizara a nuestro «prefacio» romano cuando éste pasó, con la
liturgia de que formaba parte, a las regiones galicanas, lo cual explicaría que se haya
considerado como un simple preludio al canon.
46. Esta tesis fue particularmente desarrollada por G regory D ix en The Shape of
the Liturgy,

234
E str u c tu r a d el can on rom an o

de citar, si se suprime la cláusula que hemos subrayado y que da la


sensación de haber sido sobreañadida, podría haberse aplicado per­
fectamente a toda celebración dominical en los orígenes, antes de
ser reservado al tiempo pascual.
Por regla general, cuanto más antiguos son los prefacios roma­
nos, más intercambiables resultan debido a la densidad y plenitud
de sus expresiones. Citemos todavía los actuales prefacios de na­
vidad y de la epifanía:
Verdaderamente es digno y justo, equitativo y saludable, darte gracias en
lodo tiempo y en todo lugar, Señor, Padre Santo, Dios eterno y todopoderoso,
pues por el misterio del Verbo encamado resplandeció a los ojos de nuestro
espíritu la nueva luz de tu claridad, de modo que conociendo visiblemente
a Dios, seamos por él arrebatados al amor de las [realidades] invisibles.
Por esto...

El segundo, después del mismo preámbulo, continúa:


... Pues, cuando tu Hijo único apareció en la sustancia de nuestra morta­
lidad, nos reparó con la nueva luz de su inmortalidad, etc...

Si no estuviéramos acostumbrados a utilizar la primera de estas


oraciones para navidad y la segunda para la epifanía, no habría el
menor inconveniente en intervertir el empleo de ambas. Una y otra
expresan la restauración de la creación por la encarnación reden­
tora en términos en los que el entrecruzamiento de la luz de la
gloria divina y de! «conocimiento» de Dios — que es una misma
cosa con la inmortalidad — son un eco directo de las oraciones
judías de uso cotidiano.
Basándonos en estos ejemplos parece poderse captar la razón
primera por la que la liturgia romana, aun después de haber fijado
las oraciones siguientes del canon, dejó a los celebrantes la libertad
de improvisar el comienzo. Se quería sin duda aproximarse a la
brevedad de las antiguas oraciones transmitidas por la sinagoga,
o a sus temas (que se hallan textualmente en los ejemplos que
acabamos de citar), aunque deseando conservar la facultad de ex­
presar sucesivamente los múltiples aspectos del único misterio sal­
vador. Dejos de que la complejidad del año litúrgico fuera causa
de la variabilidad de las oraciones, aquélla procedió más bien de la
causa que ha mantenido ésta. Y por esta razón, en lo sucesivo,

235
La eucaristía alejandrina y la romana

esta variabilidad vino a adaptarse a los temas distinguidos sucesi­


vamente en la sucesión de los tiempos y de las fiestas. Pero, como
diremos más adelante, este proceso no dejó de debilitar en muchos
prefacios relativamente tardíos esa expresión una y total del mis­
terio cristiano que se halla en los más antiguos, lo que perjudicó
no poco a la liturgia romana posterior.
El sanctus mismo nos aparece aquí por primera vez bajo la
forma que casi invariablemente ha venido a ser prácticamente uni­
versal. Ya en la liturgia alejandrina hemos visto desaparecer la
bendición tomada de Ezequiél 1, y hemos explicado esta desapa­
rición por el hecho de que los antiguos cristianos estaban todavía ¡o
bastante cerca de los judíos como para comprender que en la litur­
gia judía era una bendición por la presencia divina en el santuario
jerosoümitano. En Alejandría, cuando desaparezca esta bendición
no se podrá ya sustituir por otra, puesto que lo impedirá el enlace
de la epiclesis con el final del sanctus mediante la idea de plenitud.
En cambio, donde no existía este enlace, por ejemplo, en Roma o
en Siria, vemos muy pronto introducirse el «Bendito el que viene en
nombre del Señor», intercalado entre los dos «hosanna». Por
supuesto, esta fórmula la sugirió su empleo por los discípulos para
saludar la entrada de Jesús en Jerusalén. Pero para comprender
todo su sentido, y en particular el sentido que tomará en la euca­
ristía cristiana, hay que remontarse al salmo 118, del que está
tomada. Este ha venido a ser para los cristianos el salmo* pascual
por excelencia. Pero para los judíos era primeramente un salmo
de entronización, que en la entrada del arca en el templo glorificaba
la entrada del Señor mismo en su santuario*7. Así pues, en boca de
los que celebran la eucaristía es una confesión de la divina sekinah
que entra en el santuario escatológico de la Iglesia. La consagración
eucarística nos da bajo las especies de pan y de vino no solamente
el cuerpo y la sangre glorificados de Jesucristo, sino además, por
el hecho mismo, la presencia definitiva de Dios con los suyos en la
Iglesia, cuerpo de Cristo.

A li, pues, Padre clementísimo, te rogamos humildemente y te pedimos,


por Jesucristo, tu Hijo, nuestro Señor, que aceptes y bendigas estos dones,47
47. Cf. S. M owincksx, op. c i t , vol. i, p. l70ss.

236
Estructura del canon romano

estos presentes, estos santos sacrificios sin manclta que te ofrecemos primera­
mente por tu santa Iglesia católica: dígnate darle la paz, protegerla, re­
uniría en la unidad y gobernarla por todo el orbe de la tierra; y también
por tu siervo nuestro papa N., nuestro obispo N., y por todos los que,
fieles a la ortodoxia, guardan la fe católica y apostólica.
Acuérdate, Señor, de tus siervos y siervas N. y N. y de todos los cir­
cunstantes, cuya fe y devoción te es conocida [por quienes te ofrecemos o]
que ellos mismos te ofrecen este sacrificio de alabanza por sí y por todos
los suyos, por la redención de sus almas, por la esperanza de su salud e in­
columidad, y dirigen sus votos a ti, Dios eterno, vivo y verdadero.
Reunidos en una misma comunión y celebrando el santísimo día de la
resurrección de nuestro Señor Jesucristo según la carne, veneramos en pri­
mer lugar la memoria de la siempre virgen María, Madre de nuestro Dios
y Salvador Jesucristo, y la de los bienaventurados apóstoles y mártires, Pedro
y Pablo, Andrés, Santiago, Juan, Tomás, Felipe, Bartolomé, Mateo, Si­
món y Tadco; Lino, Cleto, Clemente, Sixto, Comelio, Cipriano, Lorenzo,
Crisógono, Juan y Pablo, Cosme y Damián, y todos los santos, por cuyos
méritos y ruegos concédenos que en todo seamos fortalecidos con el auxilio
de tu protección, por el mismo Cristo nuestro Señor. [Amén.]
He aquí, pues, ¡a ofrenda que te presentamos tus siervos y con nosotros
la familia entera, también por los que te has dignado regenerar can el agua
y con el Espíritu Santo, concediéndoles la remisión de los pecados; acép­
tala, Señor, con benevolencia; ordena nuestros días en tu paz, líbranos de
la condenación eterna y cuéntanos en la grey de tus elegidos, por Cristo
nuestro Señor [Amén].
Esta ofrenda, ¡ oh D ios!, dígnate bendecirla, aceptarla, aprobarla plena­
mente, hacerla espiritual (rationabilem) y digna de tu agrado y [hacer]
que se convierta para nosotros en el cuerpo y sangre de tu H ijo muy amado,
nuestro Señor Jesucristo...

El conjunto de las cinco oraciones forma un todo, que es lo


que vino a ser la tefillah en la tradición romana. Hay que remitirse
al texto más desarrollado de la preepiciesis en la liturgia de san
Marcos y, tras éste, a la primera oración del libro vil de las Consti­
tuciones apostólicas, para comprender cómo la evocación de los
«padres» y de sus piadosas acciones, en la expectación del Mesías
esperado por sus hijos, llevó primeramente a la evocación del culto
puro y sin mancha ofrecido en todo lugar por los judíos fieles
en sus berakoth y luego por los cristianos en la eucaristía. Así se
vino a suplicar al Padre «dementísimo» (calificativo que se le apli­
caba ya en la oradón judía en este lugar) que acepte la ofrenda
actual, por este Mesías dado ahora, como la oblación «pura e inma­

237
La eucaristía alejandrina, y la romana

culada». En la oración de san Marcos, la idea de la renovación del


hombre operada por Cristo conducía luego a la glorificación del
nombre divino, como en la tefillah judía la evocación de la esperada
resurrección de los padres conducía a esta misma glorificación. Aquí
ha desaparecido la transición (aunque puede hallarse una reminis­
cencia de ella en la reunión de la Iglesia que se va a evocar en
seguida), como también parece estar ausente la invocación del
nombre. En realidad no es así. Eo que esta invocación significaba
para los primeros cristianos, a saber, la revelación de Dios como
Padre, en su Hijo Jesús dado al mundo, se halla en la solemne
invocación al comienzo de la oración, dirigida a Dios como Padre,
por Jesucristo su Hijo. El sentido de esta ofrenda de la eucaristía,
materializada aquí en los elementos, los cuales no pueden calificarse
de ofrendas «santas y sin mancha» sino por referencia a la eucaris­
tía de que son objeto, se nos da por el fin que le es asignado: la
paz, ¡a protección, la reunión final de toda la Iglesia católica a
través de la tierra entera, y no ya de Israel solo. Al papa se le
nombra en primer lugar entre aquellos a quienes va a extenderse
explícitamente la oración. El nombre del obispo se le asoció cuando
esta liturgia se celebraba fuera de Roma. Durante largo tiempo
se mencionó a continuación el nombre del emperador y, si se daba
el caso, el del re y 48. El final de la fórmula designa, no a todos
¡os fieles, como a veces se interpreta, sino a todos los otros cabezas
de la Iglesia que tienen participación en este quehacer de congregar
al único pueblo de Dios en la «ortodoxia» de la fe apostólica49.
Puede decirse que aquí el episcopado, y el principado cristiano
asociado con él en la función de regir al pueblo de Dios en la
unidad en cuanto sucesores de los apóstoles, ocupa el lugar de los
«padres» en las perspectivas del pueblo judío.
El memento nos hace pasar del pueblo, tomado en su totalidad
y en su unidad, a todos sus miembros y a sus necesidades individua­
les. De ahí la introducción en este lugar de los dípticos que men­
cionan a los vivos por los que se quiere rogar en particular. Hemos

48. Cf. las variantes aducidas por doin Jüotte en la p. 32 de Le Canon de la Messe
romaine.
49. Cf. L ’ordinaxre de la Messe romainet traducción francesa d e dom ííe r n a r d U o t t e
y de Chjristini M qhrmann, París 1953.

238
Estructura del canon romano

puesto entre corchetes la mención «por quienes te ofrecemos» por


no aparecer antes del siglo ix “. Estas palabras revelan el paso de
una noción de la ofrenda común de la eucaristía, «sacrificio de
alabanza», por todos los que rodean el altar, a la de una ofrenda
que hacen los ministros por «oferentes» supuestos ausentes, o sim­
ples testigos pasivos de la eucaristía. Es muy interesante lo que
se pide para los miembros del pueblo de Dios. Es la redención,
que resume la penitencia, el perdón y el rescate pedidos sucesiva­
mente por las bendiciones quinta, sexta y séptima de la tefillah. La
«salud» que viene a continuación corresponde igualmente a la cura­
ción, objeto de la octava, y la «incolumidad» a la paz y a la
prosperidad, objeto de la novena. Si se observa la referencia anterior
a la fe y a la devoción de los oferentes, se ve que también dejó su
huella el «conocimiento» de Dios, objeto de la cuarta. Los «dispersos»
que venían luego y a los que todavía mencionaba la oración egipcia,
han desaparecido, al igual que los perseguidores, que se hallaban
también en ella, y a los fieles que se les oponían. Como las auto­
ridades (que figuraban en la undécima bendición) se habían men­
cionado ya, no había por qué volver a hacerlo.
El communicantes, con las conmemoraciones de los santos, sigue
aquí a las intercesiones, como en la oración egipcia. Podría uno
preguntarse por qué estas conmemoraciones no se introdujeron
en cábeza para que correspondieran a la mención detallada de los
«padres» que nos transmitió la tefillah, con Abraham, Isaac, Jacob
y todos los otros nombres que podían añadir formas más des­
arrolladas, como las del libro vn de las Constituciones apostólicas.
Pero no olvidemos que esas mismas formas helenísticas de la tefillah
judía introducían una segunda lista de santos personajes después
de las intercesiones, en unión con la oración por la aceptación del
sacrificio. De ahí viene, en la liturgia romana como en la egipcia,
la conmemoración de los santos situada en el mismo lugar. La men­
ción de los apóstoles debe ser la más antigua, a la que no tardaría
en unirse a la de la Virgen. Los mártires que siguen son romanos,
o venerados en Roma. Hemos intercalado las palabras de conme­
moración del día de pascua, que corresponden al prefacio citado.50

50. V íanse las notas de dom B otte, p, 34.

239
La eucaristía alejandrina y la romana

En los antiguos sacraméntanos eran mucho más numerosas


que hoy las enunciaciones del misterio cristiano celebrado en este
día y que precedían a la mención de los santos. Corresponden en
cierta medida a las fórmulas variables del «memorial», que también
la última de las «bendiciones» del final de la comida introducía en
las fiestas judías. Quizá estas referencias puestas en este lugar
antes de la «memoria» de los santos, nos ayuden a interpretar
el enigmático communicantes empleado absolutamente al comienzo
de la oración Lo que hace que todo el pueblo de Dios viva en
una sola comunicación, con los difuntos como con los vivos (cosa
que inculcaba ya tan fuertemente toda la primera parte de la tefillah),
es que todos juntos están unidos en la «memoria» eucarística del
misterio salvador, en la que se inserta, por así decirlo, la «me­
moria» de los apóstoles y de los mártires. Así, para los judíos, la
«memoria» de las altas gestas de Dios en el pasado, la «memoria»
de los «padres» que habían sido sus testigos, y la «memoria» anti­
cipada del Mesías aguardado formaban un solo «memorial» presenta­
do a Dios en la berakah.
Las dos últimas oraciones que hemos citado, hanc oblationem
y quam oblationem, forman juntas la primera epidesis de la litur­
gia romana. Ya hemos visto que también la primera epidesis de
la liturgia egipcia estaba formada por dos oraciones distintas, la
primera de las cuales se desarrollaba, como la hanc oblationem, en
una enumeración de las intenciones más especiales por las que se
ofrecía el sacrificio. Pero en Egipto el sanctus y su introducción
se insertaban entre las dos, lo cual hacía necesario el nexo, tomado
de la idea de plenitud, para encadenar la segunda. También aquí
se mantienen distintas las dos oraciones, pero se unen inmediatamen­
te, como en la tefillah se unían ia 16.a bendición, en la que están
como recogidas todas las peticiones de Israel para ser recomendadas
a Dios, y la bendición abodah, que le recomienda sus sacrificios
mismos.
Aquí hemos dado de nuevo la fórmula especial, conservada to­
davía, de la eucaristía ofrecida por los neófitos que acababan de
ser bautizados en pascua. En la antigüedad y hasta muy entrada51

51. Véase !a nota de dom B otte,op. cit., p. 55as.

240
Estructura del canon romano

la edad media, no era sino un ejemplo, entre muchos, de las inten­


ciones especiales que podían formularse en este lugar52. El «ordena
nuestros días en tu paz» parece haber sido en un principio una
simple intención particular de este género, que san Gregorio Magno
puso aquí en forma estable5354.
El quam oblationem es propiamente la presentación del sacrificio
eucarístico para que sea aceptado por Dios. Entre los adjetivos
con que califica la oblación, rationabüem es evidentemente la tra­
ducción del «culto lógico», es decir, ofrecido en el Eogos, que es
la Palabra hecha carne. Pero evoca también la «palabra» por la
que el hombre da en Cristo mismo su respuesta, identificada aquí
con la eucaristía. Recordemos que en Alejandría se evocaba este
«culto lógico» ya desde la preepiclesis.
San Ambrosio, al decirnos que a la alabanza del comienzo de
la eucaristía sucedían las intercesiones, atestigua, por lo menos en sus
grandes líneas, este comienzo del canon romano en la segunda
mitad del siglo iv. Pero con esta última oración alcanzamos la parte
del canon que nos cita el santo casi por entero y más o menos lite­
ralmente. Parece, en efecto, que no se contenta con dar de ella una
paráfrasis explicativa, sino que en medio de sus explicaciones cita
textualmente las palabras mismas que a partir de aquí empleaba
él en la oración eucarística.
Veamos la forma que da de la oración que corresponde a nuestro
quam oblationem:

Haz para nosotros regular (scriptam), espiritual (rationabüem), digna


de tu agrado esta oí renda, que es (o : porque es) la figura del cuerpo y de
la sangre de nuestro Señor Jesucristo...5*.

Ea continuación del comentario, que es del más marcado realismo


sacramental, muestra que aquí figura, como r-moc en las liturgias
griegas, lejos de oponerse a la realidad de la presencia, quiere
decir que los elementos sensibles se convierten en el signo eficaz

52. Cf. dom BOTTE, op. cit., p. 58ss.


53. Cf. A. J unojíann, E l sacrificio de la misa, p. 844, nota 4.
54. De Sacramen-tis iv, 5-6, ed. B otte («Sources chrétiennes», n.° 25), p. 84-86;
véase lo que anteriormente dice de las intercesiones del comienzo (iv, 4; p. 81) que
siguen a la alabanza de Dios.

241
Bouyer, eucaristía 16
La eucaristía alejandrina y la romana

de la misma. En este sentido nuestra fórmula «que [esta ofrenda]


se convierta para nosotros en el cuerpo y sangre de,., nuestro
Señor Jesucristo» significa lo mismo, aunque en una forma que es
para nosotros más clara, pero que no lo era más para los antiguos.
Si es verdad lo que hemos sugerido: que en Roma y en Alejan­
dría debía ser el mismo el puesto originario de las referencias al
altar celestial, al ángel y a los patriarcas, estas referencias debían
surgir desde las primeras palabras del hanc igitur oblationem
{por lo demás, el texto de san Ambrosio, aun situándolas después
de la anamnesis, las hace depender de una reiteración de la expresión
hanc oblationem). En este caso aparece que la petición de acepta­
ción del sacrificio, así como la de la transformación de los elementos
fluía directamente de ahí.
Ahora pasamos al relato de la institución, a la anamnesis y a ¡a
segunda epiclesis, que forman un único conjunto estrechamente
ligado. En san Ambrosio es tan continuo el enlace, que la última
frase, que engloba la epiclesis en la anamnesis, resulta por ello
muy pesada, lo que explica que finalmente se prefiriera la redacción
actual, que corta en dos frases la epiclesis y la separa de la anam­
nesis).

La víspera de su pasión tomó pan en sus santas y venerables manos y,


habiendo elevado los ojos a ti, Dios, su Padre todopoderoso, dando gracias
lo bendijo, lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo: Tomad, comed de
él todos, pues esto es mi cuerpo. Igualmente, después de cenar, tomó este
precioso cáliz en sus santas y venerables manos y, dando gracias de
nuevo, lo bendijo y lo dio a sus discípulos diciendo: Tomad y bebed de
él todos, pues esto es el cáliz de mi sangre [la sangre], de la nueva y eterna
alianza — el misterio de la fe — que será derramada por vosotros y por
muchos para la remisión de los pecados. Cada vez que hiciereis esto haréis
mi memorial.
Por lo cual, Señor, en memoria de la bienaventurada pasión de Cristo,
tu Hijo, nuestro Señor, de su resurrección de los infiernos y también de su
gloriosa ascensión a los cielos, nosotros, tus siervos, con todo tu pueblo
santo, presentamos a tu gloriosa (praeclarae) majestad, de tus propios dones
(de tuis donis ac datis), la víctima pura, la víctima santa, la victima sin
mancha, el sagrado (sanctum) pan de la vida eterna y el cáliz de la salud
perpetua.
Sobre ellos dígnate mirar con rostro propicio y sereno y aceptarlos
como te dignaste aceptar los presentes de tu siervo, el justo Abel, el sacri-

242
Estructura del canon romano

licio de nuestro patriarca Abrahatn, y el que te ofreció tu sumo sacerdote


Melquisedec, sacrificio santo y hostia inmaculada.
Suplicárnoste humildemente, ¡oh Dios todopoderoso!, haz que [estas
ofrendas] sean llevadas por manos de tu santo Ángel a tu altar excelso, a
la presencia de tu divina majestad, para que todos cuantos, participando de
este altar, recibiéremos el sacrosanto cuerpo y sangre de tu Hijo, seamos
colmados de toda bendición y gracia celestial. Por el mismo Cristo nuestro
Señor. [Amén.]

Ya hemos señalado las particularidades del rdato de la insti­


tución en la liturgia egipcia, donde sus amplificaciones y armoni­
zaciones, habituales en ¡as fórmulas de la época, se aproximan mu­
cho a las de nuestro texto. El inciso mysterium fidei es una particu­
laridad exclusiva del rito romano. Se han construido- toda clase de
hipótesis inverificables sobre la manera como estas palabras pudieron
venir a insertarse en la fórmula relativa al cáliz H. Su sentido es
claro: se trata del misterio paulino, que forma una misma cosa
con ¡a alianza en Cristo, y que se ve evocado aquí.
La anamnesis se detiene en la ascensión, lo cual es señal de
su antigüedad. La mención «nosotros, tus siervos», opuesta a «todo
tu pueblo santo», se refiere evidentemente a los oficiantes, a los
que, sin embargo, se unen todos los fieles en la presentación del sa­
crificio a Dios. La fórmula que explica el «memorial» en términos
sacrificiales es casi palabra por palabra la que hemos explicado
en la liturgia de san Marcos. Las dos fórmulas ligadas que des­
arrollan la segunda epiclesis han quedado ya abundantemente co­
mentadas. Nos contentaremos con añadir a lo dicho anteriormente
que las últimas palabras de la primera, sanctutn sacrificium, imtna
culatam hostiam, añadidas por san León y que son una última alu­
sión a la ofrenda pura de las naciones en Malaquías, en su primera
intención se aplican al sacrificio de Melquisedec, mencionado en
último lu g ar50.
Viene luego, antes de la gran conclusión doxológica, una suce­
sión de oraciones que, después de la mención de los ángeles, ofrecen
evidente paralelismo con el final de la eucaristía de Serapión, como
también con el final de las conmemoraciones en la de san Marcos.

S5. Cf. dom B otte, L e Canon de la M esse romaine, p. 62.


5(5. Cf. L 'O rdinaire de ia Messe romaine, p. 82, n. f.

243
La eucaristía alejandrina y la romana

Acuérdate también, Señor, de tus siervos y siervas N. y N., que nos


precedieron con la señal de la fe y durmieron el sueño de la paz. A éstos,
Señor, y a todos los que descansan en Cristo, rogárnoste les concedas lugar
de refrigerio, de luz y de paz, por el mismo Cristo nuestro Señor. [Amén.)
También a nosotros, pecadores, tus siervos, que esperamos en la multitud
de tus misericordias, dígnate darnos alguna participación en compañía de
tus santos apóstoles y mártires Juan, Esteban, Matias, Bernabé, Ignacio,
Alejandro, Marcelino,Pedro, Felicidad, Perpetua, Agueda, Lucía, Inés, Ce­
cilia, Anastasia, y de todos tus santos, en cuya compañía te rogamos nos
admitas, no como quien aprecia los méritos, sino como quien otorga perdón,
por Cristo nuestro Señor, por el cual creas siempre, Señor, todos estos
bienes, los santificas, los vivificas, los bendices y nos los otorgas.Por
él, con él y en él, a ti, Dios Padre omnipotente, en unidad del Espíritu
Santo, es dada toda honra y gloria por todos los siglos de los siglos. Amén.

Dado que el memento de difuntos está ausente de numerosos


manuscritos entre los más antiguos, algunos han concluido que no
era más que una añadidura tardíaa. Es muy poco probable, ya
que el nobis quoque, que no falta nunca, enlaza evidentemente con
él. Esta omisión debe explicarse por ei hecho de que en una
determinada época no se recitaba en las misas dominicales, como
es sabido. La sucesión de las ideas, sorprendente en este lugar en
q ue son inusitadas, es la misma, desde el final de la epiclesís hasta
el final de la oración eucaristica, en la eucaristía de Serapión. Y el
final de las conmemoraciones de la liturgia de san Marcos, donde
se pasa también de una oración por los difuntos a una última súplica
por los oferentes mismos, presenta coincidencias verbales, todavía
más marcadas, con nuestro texto “ . Como lo ha subrayado entre
otros dom Botte, la factura de este memento es, por lo demás, de
una lengua particularmente arcaica, con su mención de la «señal de la
fe» (el sello del bautismo), del refñgerium y del paso a la vida
eterna descrito como traslado de un lugar a otro
El nobis quoque, con su feliz fórmula final sobre la gratuidad
de nuestra admisión en la sociedad de los santos — esa Jerusalén
celestial con cuya visión terminaban las berakoth judías antes de
volver a la alabanza en una doxología de conclusión —, se prestó
57. Cf. dom B otte, op. eit-, p. $7ss.
58. Kotl toiítíúv 7rávTíúV t«í ctváttauaov,. .. ’fin&v Si tó¡ té Xt] t í S; XPicTiwvá
jcoci sOápeoTa xal d'va^dtpTTi'Ta Stáp/joat, xotl Sóc ftjuv [icplS* «ai, xAíjpov tíxwv [ístó: rcáv-rcóv
Ttüv ¿YÍwv o°u (B biohtman, op. cit., p. 129). 59. Loe. cit.

244
E structura del canon romano

a una última enumeración de los santos. Esta es muy variable en los


manuscritos medievales, que recogen todos aquellos a los que podía
estar más particularmente ligada la devoción local6".
En el texto romano, Ignacio es el m ártir de Antioquía; Ale­
jandro, Marcelino y Pedro son mártires de los que poco sabemos;
Felicidad y Perpetua, las dos célebres mártires africanas, Águeda
y Lucía dos mártires sicilianas, Inés y Cecilia dos mártires roma­
nas, y Anastasia, la titular, quizá legendaria, de la basílica al
pie del Aventólo 41.
Las bendiciones por «todos estos bienes» que siguen antes
de la doxología, parecen haberse dirigido en los orígenes al con­
junto de los dones de los que se había tomado la materia de la
eucaristía, y cuyo resto serviría para las distribuciones de caridad,
en la antigüedad ligadas siempre a su celebración ®. Hay que notar
que en ciertos formularios hispánicos esta bendición acabó por
absorber la doxología final
Si se pregunta por qué en Roma, como en Alejandría, por lo me­
nos en ciertos casos arcaicos, el memento de los difuntos pudo
venir así a situarse entre el fin de la epiclesis y la doxología,
parece que la respuesta debe hallarse en el carácter, fuertemente
escatológico de esta conclusión desde los orígenes. Dado que los
que habían muerto en la fe nos habían precedido, como lo dice la
oración, a la Jerusalén celestial, era lógico que una última oración
se refiriera a ellos antes de pedir para nosotros mismos nuestra
introducción anticipada, por la eucaristía, en el coro de la glorifica­
ción eterna.
Finalmente, se ha podido notar que hemos puesto entre corchetes
los Amén interiores al canon, porque sólo tardíamente aparecen
en los manuscritos6061234. De hecho, esto significa sencillamente que
ya en la alta edad media no había manera de que los fieles respon­
dieran a oraciones dichas ya en voz baja, aun cuando no se había

60. Particularmente en países francas se evocará ordinariamente a san Martín.


61. Cfi dom B ottf, 0 ]i. cit., p. 12, y R . v an D o r en , Les Saitits dit Canon de la
Messe, en «Questions liturgiques et paroissiales'», t. 16 (1931), p. 57ss.
62. La idea fue sostenida primero por Duchesne. Cf. dom 13otte, op. cit., p. 69.
63. Cf. infra, p. 326.
64. EL más antiguo m anuscrito que los contiene es uno de Reim s del siglo ix ,
Cf. dom B otte, op. cit., p. 57.

245
La. e u c a r i s t í a a l e j a n d r i n a y la r o m a n a

introducido todavía el uso curioso de que el mismo celebrante se


respondiera. Pero, repitámoslo, la distinción de las oraciones, con
sus conclusiones separadas, es quizá el mejor indicio de la muy
remota antigüedad del canon romano. Y cuando todos pedían
todavía oírlo entero, es muy razonable creer que los fieles marcaban
con el «amén» estas conclusiones, al igual que en la liturgia de
Adday y de Mari.
El canon romano, restituido así a su verdadero contexto, aparece,
pues, como uno de los testigos más venerandos de la más alta
tradición de la oración eucarística, por lo menos contemporáneo,
en su conjunto, de las formas más arcaicas de la eucaristía alejandri­
na. Hay todas las razones de creer que la sucesión de estas ora­
ciones y su contenido, con no pocas expresiones claves, se remontan
directamente a la época, ciertamente muy antigua, en que la euca­
ristía, en Roma como en todas partes, se ligó definitivamente con
el servicio de lecturas y de oraciones. Esto quiere decir que Hipó­
lito, que quería todavía ignorar este enlace, lejos de ser el padre
de tales oraciones, no debió de propagar en Roma su propio rito,
si es que lo hizo, sino para tratar en vano de desalojar de allí un
rito que debía parecerse ya mucho al que nos ha sido transmitido
y que todavía utilizamos, si se exceptúa la lengua, que entonces
era todavía el griego.

246
C a pítu l o V IH

LA EUCARISTÍA SIRIA OCCIDENTAL

Su carácter tardío

El tipo de liturgia que subsistió en Roma y en Alejandría,


si se exceptúan ciertas particularidades locales, debió ser práctica­
mente universal en la Iglesia a partir del momento en que se com­
binaron en un solo conjunto el servicio de lecturas y de oraciones
y el ágape eucarístico. Pero en el siglo iv vemos aparecer en Siria
occidental, en el circulo de Antioquía, una liturgia eucarística de
tipo profundamente diferente, aunque se encuentren en ella los
mismos elementos. Los primeros modernos que la descubrieron en la
liturgia del libro v m de las Constituciones apostólicas, y luego, poco
después, en la liturgia jerosolimitana llamada de Santiago, que­
daron literalmente deslumbrados. Particularmente entre los anglica­
nos se inspiraron en esta liturgia toda una serie de tentativas de
restauración de una eucaristía tradicional, en los siglos xvn y xvm b
Es que, por una parte, la eucaristía de las Constituciones apostólicas,
atribuida a Clemente Romano (de ahí el nombre de liturgia clementi-
na, con que se conocerá durante mucho tiempo) se adornaba con
el prestigio de la autoridad apostólica, al igual que la de Santiago,
atribuida al hermano del Señor. Pero hay también otra razón, y es
que estos textos son composiciones de una disposición admirable,
de gran riqueza de pensamiento y de expresión, sostenida por una
1. C f. el libro de J ardine G aisbkúoke , Angiican L itu rg ie j o f the Sevonteenth and
E ighteentk Centurias, ya mencionado. Véase más adelante, p. 42Jss.

247
L a e u c a r is tía s i r ia o c c id e n ta l

elocuencia de una retórica consumada. Hace ya mucho tiempo


que nadie toma a la letra las pretensiones de apostolicidad de estos
textos. Pero no por ello han perdido, ni mucho menos, todo su
prestigio. Todavía en el siglo x x se han hallado teóricos, como
Drews 2, que han visto aquí la forma más antigua y más pura de la
eucaristía y que han intentado mostrar por qué hipotética evolución
habría podido salir de ella la misma liturgia romana. En forma
más matizada y con mayor prudencia, uno de los más grandes
liturgistas anglicanos de la última generación, el obispo Walter
Frere, en su libro The A napkom 3, mantendrá todavía que tenemos
aquí la eucaristía ideal, concebida y desarrollada conforme a un
plan que es sustancialmente primitivo, aun cuando su realización
represente una evolución innegablemente avanzada. L,a continuidad
del desarrollo, la unidad lógica de la estructura trinitaria en que
se inscribe, le parecen fiadores de la antigüedad casi apostólica de
este esquema eucarístico, sea lo que fuere de los detalles variables
de las fórmulas que pueden revestirlo. De esta persuasión han
procedido, y no cesan de proceder, en la Iglesia anglicana y tam­
bién en otras muchas Iglesias, ensayos más o menos concordantes
de reconstitución de una oración eucarística ideal, presentada como
radicalmente primitiva.
No negamos que la eucaristía siria occidental se puede considerar
como idea!, por lo menos, en cuanto jamás se ha expresado con
tanta magnificencia ni en un marco tan satisfactorio para un cierto
espíritu lógico, todo el contenido tradicional de la eucaristía cris­
tiana. Pero que esta eucaristía pueda ser considerada como primi­
tiva, aun con todas las reservas que se quiera sobre ios detalles de
expresión de que la hallamos revestida, ya en las Constituciones
apostólicas, ya en la liturgia de Santiago, hay que decir francamente
que es la más extraña aberración que se pueda imaginar. Esa
impecable unidad lógica, esa continuidad de desarrollo y el inta­
chable sistema trinitario en que se ve con admiración inscribirse
los materiales tradicionales, son otros tantos signos irrecusables no
sólo de una fecha tardía, sino de una elaboración refleja, que los
manipula con una osadía casi increíble. En verdad, si la eucaristía
2. P . D r e w s , Zi¿r Entstehungsgeschichte des Kan&ttfj T ubinga 1902,
3* W .H. F rere, The Anaphora or great Euckarisiie Prayer, Londres 1938

24S
S u c a r á c te r ta r d ío

primitiva se vio alguna vez completamente dislocada, para volver


luego a ser montada de nuevo conforme a un patrón lo menos tradi­
cional posible, tal se puede decir de la eucaristía siria occidental.
Todo este trabajo lleva en sí su fecha y su marca de origen. Supone
a la vez la evolución muy avanzada a que no llegó hasta el siglo iv
la teología trinitaria, y la última retórica, griega, cuyo centro debía
ser casualmente Antioquía. No se trata de poner en duda la legiti­
midad y ni siquiera la excelencia de la teología de los padres
griegos del siglo iv. Ni pensamos tampoco en desconocer las reali­
zaciones literarias del helenismo de su época. Como lo ha dicho
muy bien Aimé Puech, se puede estimar que Tibanio, el maestro
antioqueno de Basilio y de los dos Gregorios, había puesto a punto
un tipo admirable de cultura y había preparado formas literarias
de una flexibilidad y de una riqueza a las que no faltaba ya más
que el contenido de un pensamiento sustancioso, que precisamente
iban a verter en ellas esos autores cristianos *. Pero hay que reconocer
que todo esto nos aleja lo más posible del mundo de ideas y de
formas de expresión que habían conocido los primeros cristianos.
Tas primeras oraciones cristianas, tanto por su contenido, por
mucho que lo hubiera renovado la «novedad» evangélica, como por su
forma espontánea, son profundamente semíticas, incluso cuando
se ven formuladas en griego. Ahora bien, en este marco es incon­
cebible la posibilidad de una oración larga y elocuente, desarrollada
sistemáticamente. El pensamiento que anima las oraciones judías
y las primeras oraciones cristianas no se mueve en modo alguno con­
forme a la andadura de la lengua griega. Y para hallarse en condi­
ciones de hacerlo no habrían tenido a su disposición los moldes
literarios sin los que ni siquiera podría formularse un pensamiento
de este tipo.
En la Biblia, o en la antigua liturgia sinagogal, no hay oraciones
largas. Y si no las hay, es que no podía haberlas. Tas lenguas
semíticas, como el hebreo, que sólo tiene algunas preposiciones,
dos o tres conjunciones, y carece de pronombres relativos, se niegan
a ello. Se pueden componer rosarios de oraciones encadenadas por4

4. Cf. en A m é P uech , Histoire de ¡a littéraiure grecQue ckrétienne, vol. 3, París


1930, el capitulo sobre los capadocios, y A .E J. F estuciére , Antioche fdisnnc et chré-
tienne, París 1959-

249
L a e u c a r is tía s ir ia o c c id e n ta l

los temas que las recorren, pero no oraciones larga y lógicamente


desarrolladas, que requieren el apoyo de una sintaxis compleja,
provista de gran variedad de términos de enlace.
Las excepciones sólo son aparentes. Dejemos a un lado las
oraciones del libro de Ester. Estas fueron precisamente añadidas
en la versión griega. La mayoría de los salmos largos no son en
modo alguno oraciones largas, sino más bien, como lo ha mostrado
la escuela exegética escandinava, liturgias que ponen una tras otra
oraciones diferentes, que corresponden a las fases sucesivas de un
sacrificio, de una procesión o cualquier otro género de oficio
complejo5. De ahí las apariencias de inconsecuencia, los pasos
bruscos de un tema a otro, que fueron la desesperación de los exe-
getas mientras se obstinaron en querer analizarlos como se ana­
lizaría el himno de Cleantes o incluso un himno homérico.
Los únicos salmos largos que no caen dentro de esta categoría
son los salmos sapienciales, que son meditaciones tardías sobre la
historia sagrada. Se puede comparar con ellos la gran oración de
Nehemías que antes hemos resumido6. Aquí hallamos una fuente
de eucaristías desarrolladas, pero no un verdadero antecedente.
Porque todos estos textos son profundamente diferentes de las
formas que estas eucaristías recibirán en el mundo helénico. Sus
meditaciones, en efecto, no se salen de un plano puramente na­
rrativo. En ellas no se reconstruye la historia conforme a una
síntesis racional. En tanto la meditación sapiencial permanece en
medio semítico, se limita a marcar una serie de hechos, considerados
como típicos en su diversidad, con un mismo estribillo, como e!
conocido «porque su misericordia es eterna», del salmo 136, o «den
gracias al Señor por su gracia y por sus misericordias en favor
de los hijos de Adán», del salmo 107. Las más de las veces ni
siquiera se va tan lejos en la organización, sino que se acumulan
simplemente testimonios sucesivos dé la constante misericordia divina
(salmo IOS) o ejemplos renovados de la infidelidad humana (sal­
mo 106). O bien, si se esboza una estructura, será mediante un
juego literario completamente oriental, como la composición de
los salmos alfabéticos.
5. Cf. A aüE ÍSe JÍTZEN, Op, CÍt.
6. Véaae antes, p. 60s.

250
S u c a r á c te r ta r d ío

Habrá que llegar a una forma de pensamiento francamente


griega, en un mundo literario heredado del helenismo, para ver
sintetizarse la meditación sapiencial dentro del marco eucarístico,
conforme a las líneas articuladas de una teología sistemática. Pa­
rece que aquí menos que nunca se puede separar el fondo de la
form a: este fondo de una visión de la historia organizada a
partir de una teología sintética, no podía aparecer sino en una
forma griega.
Sin embargo, en el Nuevo Testamento, naturalmente en san
Lucas, vemos un primer indicio del paso que iba a efectuarse de una
forma estilística (y al mismo tiempo de una forma de pensamiento)
a otra. El cántico de Zacarías es todavía, a primera vista, un salmo.
Pero si se lee atentamente en griego, se ve que ya no lo es. El
juego de las partículas, por rudimentario que sea, el empleo de con­
junciones variadas, hizo de él un período griego, que recubre y
fusiona los miembros independientes de un salmo semítico.
Lo mismo se observa, y ya lo hemos señalado, cuando se pasa
de la eucaristía de Adday y de Mari a la de san Hipólito. Como
lo hace notar con razón dom Botte, es evidente que la primera
fue compuesta en una lengua semítica. Ni es menos evidente que
Hipólito, pese a su atenta preocupación por guardar ne varietur
el esquema más antiguo de la oración eucarística, compuso la suya
en griego, y como griego, por lo menos de adopción.
Las grandes oraciones eucarísticas sirias occidentales exhiben
todavía más claramente lo que podría realizar la última retórica
griega aplicándose a dar de la eucaristía una fórmula conforme
a sus cánones y comenzando para ello por repensarla desde sus
mismos fundamentos con el fín de reescribiría. Una vez más, no
fue mera coincidencia que estas oraciones se escribieran en Antio-
quía o en sus aledaños. Jamás habrían podido componerse en otro
lugar ni en otra época, sino en la que enseñó allí Libanio.
En efecto, la retórica griega tardía no es ya únicamente una
retórica asiática, sino una retórica siria. Aunque se imaginaba no
ser sino la última perfección del arte de un Demóstenes o de un
Esquines, en realidad habia llegado a ser algo muy diferenteT.7

7. Véase E. N oxden, D k Antike Kunslprosa, Leipzig - Berlín *1923.

251
L a e u c a r is tía s i r ia o c c id e n ta l

Conservaba de aquél la preocupación por un desarrollo racional,


deductivo, del pensamiento, en una rigurosa forma gramatical, em­
pleando a fondo, pero con discernimiento, todos los recursos del
vocabulario y de la sintaxis griega. Pero a ello había añadido un
gusto oriental de la profusión y del brillo de las imágenes, de la
distribución armoniosa de las ideas y de las sonoridades, y por
encima de todo una ampliación del ritmo. Allí la monodia griega
se traducía en una especie de sinfonía completamente helenística,
que habría parecido el colmo del mal gusto y de la extravagancia
no sólo a Demóstenes, sino también a Cicerón. De ahí resulta que
por más que la frase se alargue y trate de adaptarse, no puede
contener todo el período. Éste, asumiendo así un elemento oriental,
y más concretamente semítico, rebota en una serie de frases suce­
sivas. Pero el conjunto no deja de ser griego, no sólo por la estruc­
tura de cada una de sus frases, sino también porque éstas se
encadenan, si ya no con enlaces sintácticos expresos, por lo menos
por la continuidad de un ritmo que, armonizando las palabras
y las imágenes, conserva siempre el hilo de un mismo pensamiento
directivo.
A griegos formados en la escuela de los siglos iv o v antes de
nuestra era habría parecido la literatura semítica no sólo intra­
ducibie, sino inasimilable. En cambio, a estos seudogriegos les
ofrecía un alimento de primera clase para la amplificación, que
era la última palabra de su retórica evolucionada y que podemos
llamar decadente, si la juzgamos según los cánones clásicos. Pero,
evidentemente, para que su barniz helénico no saltara en pedazos,
tenían ellos que asimilar dicha literatura, aunque a costa de una
digestión que la dejaría desconocida.
La primera condición sine qua non sería una nueva distribución
de la materia que la adaptara al desarrollo tanto del pensamiento
como de la lengua griega, analizando cada idea en sus partes para
reconstituir un conjunto en que las ideas particulares y parciales
se sintetizaran por sí mismas en una idea general.
El esquema trinitario, tal como lo elaboró en el siglo iv la
teología cristiana de lengua griega, proporciona así el marco
soñado en que desplegar la más suntuosa orquestación retórica de
los temas eucarísticos tradicionales. De ello resultará la liturgia

252
L a e u c a r i s t í a d e la s « C o n s t i t u c i o n e s a p o s t ó l i c a s »

de Antioquía y de Jerusalén. Era inevitable que encantara a toda la


Iglesia bizantina, en la medida misma en que Bizancio adoptaría
juntamente la retórica (y más en general la estética) de Antioquía,
con la teología de Basilio y de los dos Gregorios89.
Parece que podemos hallar, verosímilmente en Antioquía misma,
el primer producto, y el más exuberante de este trabajo, en la
liturgia eucarística del libro v m de las Constituciones apostólicas.
Un poco más tarde aparece en Jerusalén, con la liturgia llamada
de Santiago, una composición análoga, pero de economía más
sobria y más acabada. Las liturgias atribuidas a san Basilio y a san
Juan Crisóstomo serán refundiciones y decantaciones de ésta, que
conducirán este tipo a su forma clásica.

Estructura y fuentes de la eucaristía de las «Constituciones


apostólicas»

Es corriente entre los comentaristas de la eucaristía del libro vm


de las Constituciones apostólicas afirmar que se trata aquí de una
liturgia en el papel, que no pudo ser nunca utilizada tal cual,
debido a su prolijidads. Con esto se olvida lo que nos dice san
Justino de los antiguos celebrantes, que daban gracias «lo más
que podían» I0. Es de creer que en la Antioquía del siglo iv, más que
en ninguna otra parte del mundo en ninguna otra época, había
quienes podían mucho. La eucaristía del libro vm de las Constitu­
ciones apostólicas, pronunciada por un celebrante de lengua muy
suelta, apenas si duraría más de un cuarto de hora. Si los liturgistas
modernos no fueran por lo regular eclesiásticos pertenecientes a
Iglesias en las que la improvisación litúrgica no es ya más que un
recuerdo, sabrían por experiencia que una oración de tal longitud
no es cosa inusitada en las Iglesias en que todavía se practica la ora­
ción ex tempore. Los fieles están demasiado acostumbrados para

8. C f. G eíivase M a t h ew , By&antme Aestketics, Londres 1963, p. 23.


9. E n realidad, las catcquesis de san C irilo d e Jeru salén m uestran que se tra ta de
tina litu rg ia que debió se r utilizada, si no ta l cual, por lo menos en sus grandes líneas,
antes que la llam ada d e Santiago (cf. en p articu lar la 5:* Mistagógica). B ibliografía eu
J.M . S auget, op. cit., p. 34ss.
10. Primera Apología, 67.

253
L a e u c a r i s t ía s ir ia o c c id e n ta l

osar quejarse de ello, y los pastores no tendrían la idea de pedirles


su parecer, aunque tales Iglesias son generalmente las que se
creen más democráticas. Podemos creer que lo mismo sucedería en
la antigua Iglesia mientras fue regla la improvisación. Ni tampoco
está vedado creer que el sordo descontento de los fieles por la
intemperancia verbal de ciertos eclesiásticos influyera en 'la desapa­
rición progresiva de aquella libertad de palabra. Este factor debió,
por io menos, añadirse allí a ciertas preocupaciones sentidas por
la autoridad ante más de una improvisación, en la que la prolijidad
de las fórmulas podía ir de la mano con la inconsistencia del pen­
samiento. La liturgia del libro vil de las Constituciones apostólicas
parece haber sido el fruto de un esfuerzo por delimitar ya con ¡a
mayor exactitud, pero también con la mayor amplitud posibles, el
contenido y la progresión juzgados por su autor como el ideal de
una buena eucaristía. Pero para ello se aprovecha de una abundancia
que debía comenzar ya a fatigar, aunque no debía parecer todavía
tan insoportable como nos parece a nosotros.
Esta liturgia, no obstante su localidad, es uno de los bellos
textos eucarísticos de la antigüedad, y en todo caso seguramente el
que expresa, lo más completamente posible, todo lo que los antiguos
cristianos podían hallar o poner en una oración eucarística. Gene­
ralmente se admite que su autor debía ser arriano o, por lo menos,
semiarriano. Sin embargo, no hay que olvidar que muchas expre­
siones que hoy día pueden parecer propias de esa escuela se hallan
ya en no pocos padres antenicenos, cosa que Petau fue el primero
en descubrir. Apenas si las hay que no puedan expresar tanto
una teología embrionaria como una teología positivamente defectiva.
Así, lo que hizo numerosos a los semiarrianos fue que los arría­
nos, cuando usaban un lenguaje prudente, se limitaban a emplear
expresiones que habían circulado largo tiempo sin que nadie viera en
ellas malicia. Estos semiarrianos, en torno a Basilio de Ancira, no
tendrían gran dificultad en aceptar la ortodoxia nicena cuando la
consustancialidad del Hijo fuera acompañada de una declaración no
menos firme sobre la distinción de las hipótesis y perdiera así toda
apariencia de sabelianismo.
Es evidente que el autor puso empeño en reunir todos los ma­
teriales que pudo tener a mano, para incorporarlos a su texto. En

254
L a e u c a r i s t í a d e la s « C o n s t i t u c i o n e s a p o s t ó l i c a s »

él hallamos de paso expresiones que son reminiscencias de Hipólito


(no pocas de cuyas prescripciones fueron además incorporadas tex­
tualmente a las otras partes de las Constituciones). Pero su fuente
mayor se halla en aquellas antiguas oraciones judías alejandrinas,
cristianizadas mediante algunas interpolaciones que el autor mismo
nos conservó en su libro v i l . A s í nos hallamos en condiciones de
apreciar a la vez la fidelidad con que se preocupó por incorporar a
su construcción todo lo que halló en las fuentes, como también la
libertad con que lo redistribuyó y recompuso todo en un conjunto
verdaderamente personal.
Si comparamos el resultado final con las liturgias que hemos
hallado en Egipto o en Poma, dos hechos se nos imponen ya.
El primero es que esta liturgia pseudoclementina está formada con
los mismos elementos que la liturgia romana o alejandrina. Todo
lo que hemos hallado en éstas, y nada más, se halla también aquí,
únicamente en una forma generalmente más detallada, aunque no
siempre, como si el compilador no hubiera querido dejar nada
implícito. La segunda es que es imposible suponer que el tipo
egipcio o romano pudiera proceder de este tipo antioqueno. ÍJste
representa una síntesis concebida con madurez y aplicada con deli­
beración, siendo inconcebible que se hubiera pensado nunca en
desmembrarla para volverla a plasmar conforme a Otro orden. Este
último se explica muy bien históricamente, como ya lo hemos visto,
si se parte de los antecedentes proporcionados por las oraciones
judías de la sinagoga y de la mesa. Lo que no se ve, en cambio,
es cómo tal orden habría podido resultar de una dislocación de la
eucaristía de las Constituciones apostólicas. Parece, por el contra­
rio, incontestable que esta liturgia siria es una recomposición inten­
cionada de una liturgia local que debía ser muy análoga a la liturgia
romana y egipcia. Veremos más tarde la verificación de esto cuando
volvamos a ocuparnos de la forma larga de la liturgia de Adday
y de Mari, en la que parece hallarse una liturgia siria completa,
aunque nada, o poco, recompuesta.
Vamos a dar, y a comentar, el texto de la liturgia del libro vm
de las Constituciones apostólicas en tres fragmentos sucesivos,
repartición que corresponde al plan trinitario de toda la compo­
sición. Pero conviene detenernos en el diálogo' introductorio.

255
La eucaristía siria occidental

La gracia de Dios todopoderoso, el amor de nuestro Señor Jesucristo


y la comunicación (xoivovía) del Espíritu Santo estén con todos vosotros.
— Y con tu espíritu,
Arriba el espíritu ( t ¿ v vouv),
— Lo tenemos levantado hacia el Señor.
Demos gracias al Señor.
— Ks digno y justo.

Aquí como en Hipólito, y quizá por su influjo, hallamos la


fórmula breve: «demos gracias a Dios», cuyo origen y significado
primero hemos visto ya. Pero los dos versículos precedentes fueron
helenizados por completo. L,a. sustitución del saludo «El Señor
esté con vosotros», por la bendición tomada de 2Cor 13,13, vendrá
a ser universal en el Oriente sirio y en todos los países adonde se
transporte su liturgia. Pero no fue adaptada sin una transformación
significativa. Se tuvo la preocupación de establecer en ella el orden
jerárquico trinitario, poniendo al «Dios todopoderoso» en el
primer miembro y atribuyéndole la gracia, mientras que a Cristo
se le sitúa en el segundo y se le atribuye la áyároj (lo cual es una
marcada transgresión del orden constante en san Pablo). Tampoco
son los «corazones» los que deben elevarse a Dios (para espíritus
formados a la griega, el corazón no es más que la sede de las
emociones), sino el voü<;, la parte más espiritual del alma en la
antropología helénica.
Viene luego la primera parte de la eucaristía, que nos llevará
hasta el sanctus:

i Cuár.11 verdaderamente digno y justo es ante todas las cosas cantarte


con himnos, Dios que es por esencia, antes de todo lo que vino al ser, del que
toda patria en los cielos y en la tierra toma su nombre, el único no engen­
drado, sin principio, sin rey, sin dueño, sin necesidad, el corega de todo
bien, superior a toda causa y a toda génesis, el que es siempre tal como es
y el mismo, del que vinieron a la existencia todas las cosas que cambian!
Porque tú eres el conocimiento sin principio, la visión eterna, el oído no
engendrado, la sabiduría innata, el primero por naturaleza y el único que
es el ser y está por encima de todo número, el que hizo que todas las cosas
vinieran al ser de la nada por tu H ijo único, al que engendraste antes de
todos los siglos, sin intermediario, por tu voluntad, tu poder y tu bondad,
Hijo único, Dios Logos, sabiduría viva, primogénito de toda la creación,

11. '£le dU.7i0ti<; y no sencillamente como en Alejandría y en Roma (vert).

256
La eucaristía de las «Constituciones apostólicas»

ángel de tu gran designio, tu sumo sacerdote, rey y señor de toda naturaleza


espiritual (vo-qTÍjs) y consciente, el que es ante todo y por el que todo
[existe]. En efecto, Dios eterno, todo lo hiciste por él, y por él extiendes a
todas las cosas tu providencia atenta, pues por él hiciste la gracia del ser,
y diste ser en el bien: Dios y Padre de tu Hijo único, que por él hiciste
ante todo los querubines y los serafines, los eones y los ejércitos, las potes­
tades y los principados, las autoridades, los arcángeles y los ángeles, y des­
pués de esto creaste por él todo el mundo visible y todo lo que en él se
halla. Porque tú eres el que estableció el cielo como un aposento y lo exten­
dió como una tienda, y tú asentaste la tierra sobre el vacío, por tu sola
decisión, tú fijaste el firmamento y tú estableciste la noche y el día; tú que
sacas la luz de tus tesoros y cuando se retira haces que desciendan las tinie­
blas para el reposo de los vivos que se mueven en este mundo, tú estable­
ciste el sol para que gobernara el día y la bina para que gobernara la noche,
y el coro de las estrellas lo inscribiste en el cielo para alabanza de tu majes­
tad ; tú eres quien hizo el agua para bebida y purificación, el aire vivificante
para la inspiración y la espiración y para la emisión de la voz, por medio de
la lengua, que golpea el aire, y del oído, al que pone en actividad para que
capte el lenguaje que de esta manera le alcanza; tú eres quien hizo el fuego
para consolarnos de las tinieblas, para la satisfacción de nuestras necesidades,
para calentarnos e iluminarnos; tú separaste el gran mar de ¡a tierra e hiciste
el agua navegable y la tierra firme bajo nuestros pies, llenaste la una de
anfinales pequeños y grandes, la otra de bestias domésticas y salvajes; tú
la proveiste de árboles variados, la coronaste de plantas, la embelleciste
con flores, la enriqueciste con simientes; tú estableciste el abismo y le pu­
siste un gran dique todo en derredor, el mar que levanta las olas de sus
aguas salinas, y lo contuviste con las puertas de arena de las playas; al
soplo de ios vientos tú lo elevas hasta la altura de las montañas y luego
lo extiendes como una llanura; ora lo vuelves furioso en invierno, ora lo
calmas y lo amansas hasta el punto de que su travesía resulta fácil a los
navegantes; tú surcaste de ríos el mundo que creaste por Cristo, lo regaste
con arroyos y lo embriagaste con fuentes perpetuas, reforzándolo todo
alrededor con las colinas para que la tierra fuera firme y no temblara. Tú,
en efecto, llenaste el mundo que te pertenece, de plantas perfumadas y salu­
dables, de animales numerosos y variados, poderosos y débiles, comestibles
y domesticabas, domésticos y salvajes, de serpientes que silban, de pájaros
que cantan, por el ciclo de los años, las variaciones de los meses y de los
dias, el orden de las estaciones, el circuito de las nubes que derraman sus
aguaceros, para engendrar los frutos y alimentar a los vivientes, regular
el soplo de los vientos cuando agitan, como tú se lo prescribiste, la multitud
de los vegetales y de las plantas.
Además, no sólo creaste el mundo, sino que hiciste al hombre, como ciu­
dadano del mundo, haciendo aparecer en él como [otro] mundo en el mundo.
Porque tú dijiste a la sabiduría: Hagamos al hombre a nuestra imagen y

257
Bouyer, eucaristía 17
La eucaristía siria occidental

semejanza, y domine sobre los peces del mar y sobre las aves del cielo.
Por esto lo hiciste de un alma inmortal y de un cuerpo destructible, la una
a partir de la nada, y el otro, de los cuatro elementos, y le diste según el
alma el discernimiento racional, la facultad de distinguir entre la piedad
y la impiedad, de observar lo justo y lo injusto, y según el cuerpo le otorgaste
los cinco sentidos y el movimiento. Porque eres tú, Dios todopoderoso, quien
por el Cristo había plantado el paraíso en Edén, en Oriente, lo habías ador­
nado con todos los vegetales de que es posible alimentarse, y los habías
introducido en él como en un hogar bien abastecido, y al hacerle a él habías
implantado en él la ley de modo qne tuviera en sí mismo y por sí mismo las
semillas del conocimiento divino (0eoYvwolae). Y al introducirle en aquel
jardín de delicias le habías conferido autoridad sobre todo para que
se aprovechara de ello, sin vedarle gustar sino de una sola cosa en la espe­
ranza de bienes mejores, de modo que si hubiera guardado este precepto
habría tenido la inmortalidad en recompensa. Pero cuando despreció este
precepto y gustó del fruto prohibido, por la seducción de la serpiente y de
común acuerdo con la mujer, aunque lo arrojaste justamente del paraíso, no
te desviaste completamente de él en su perdición, gracias a tu bondad, porque
era tu obra, sino que, habiéndole sometido la creación, se la diste para
que sacara de ella su sustento con sus sudores y su trabajo, porque de ti
viene la germinación, el crecimiento y la madurez; con un juramento lo
llamaste a revivir una vez que se hubiera dormido brevemente y le prome­
tiste que soltarías la atadura de la muerte para la vida de la resurrección.
No contento con esto propagaste en una muchedumbre numerosa sus des
rendientes y glorificaste a los que se adherían a ti, mientras que cas­
tigabas a los que se desviaban de t i : tú aceptaste el sacrificio de Abel,
como el de un justo, mientras que rechazabas el don de Caín, el homicida,
como impío, y tras ellos viniste en ayuda de Set y de Enós y trasladaste
a Henoc. Porque tú eres el creador de los hombres y el corega de la vida,
el que satisface su necesidad, el dador de las leyes, el remunerador de los
que las observan y el vengador de su transgresión, tú que trajiste el gran
diluvio sobre el mundo por causa de la multitud de los impíos y libraste
del diluvio en el arca al justo Noé con ocho almas vivas, término de los
hombres pasados, comienzo de los que nacerían, tú que inflamaste el fuego
terrible contra la pentápolis de Sodoma y que de una tierra fértil hiciste
una salina por causa de la malicia de sus habitantes, mientras que libraste
al justo Lot de los tormentos. Tú eres el que libró a Abrahatn de la im­
piedad de sus antepasados, lo estableciste heredero del mundo y le hiciste
ver anticipadamente a tu Cristo; consagraste a Melquisedec como sumo
sacerdote de tu culto; a tu servidor Job, en su gran prueba, lo sacaste ven­
cedor de la serpiente, principio del mal; hiciste a Isaac hijo de la promesa,
a Jacob padre de doce hijos y de una multitud salida de ellos y los con­
dujiste a Egipto en número de setenta y cinco almas. Tú no volviste la espalda
a José, sino que, en recompensa de la prudencia que le habías otorgado, le

258
La eucaristía de las «Constituciones apostólicas»

diste el gobierno de los egipcios. Y como los hombres habían corrompido


la ley de naturaleza y, o bien pensaban que la creación se h ad a por sí misma,
o bien la honraban más de lo que conviene, tú no dejaste que se extraviaran,
sino que produjiste a tu santo servidor Moisés y por él le diste la ley
escrita para que viniera en ayuda de la ley de la naturaleza, mostraste que
la creadón era tu obra, destruiste el error del politeísmo, glorificaste a
Aarón y a sus descendientes por el sacerdocio, castigaste a los hebreos en
su pecado, los recibiste en su conversión, heriste a los egipcios con las diez
plagas; separando el mar, hiciste que los israelitas lo atravesaran, castigaste,
sumergiéndolos, a los egipcios que los perseguían, endulzaste por el leño
el agua amarga, de la piedra hendida hiciste manar agua, hiciste llover el
maná del cielo, diste las codornices del aire como alimento, fuiste para
elios una columna de fuego por la noche, para iluminarlos, y una columna
de nube de día, para preservarlos de los calores. Produjiste a Jesús como
cabeza, por quien aniquilarias a los siete pueblos de Canaán, hendiste el
Jordán, desecaste los ríos de Etán, hiciste que se derrumbaran las murallas,
sin necesidad de máquinas ni de mano de hombre. Por todo esto, a ti la
gloria, Señor todopoderoso. Innumerables ejércitos de ángeles, de arcán­
geles, de tronos, de dominaciones, de principados, de autoridades, de potes­
tades, de huestes eternas, los querubines y los serafines de seis alas, que
con dos se velan los pies, con dos la cabeza y con las otras dos vuelan, te
adoran, diciendo con los miles de millares de arcángeles y las diez mil
miríadas de ángeles, con clamores incesantes y que no se callan jam ás:
Santo, santo, santo, Señor sabaoth. Los cielos y la tierra están llenos de
su gloria, bendito por los siglos. Amén

Esta primera parte está centrada en el Padre, pero desde las


primeras palabras afirma que el Padre lo creó todo por Cristo, y
más particularmente al hombre, puesto que la antigua alianza con
Abraham fue fundada en una visión anticipada del Cristo que
había de venir121314. Y la conclusión del relato de la antigua alianza,
con la entrada en Canaán después de la pascua y del éxodo,
y el establecimiento en Palestina, subraya que fue obra de «Jesús»,
forma equivalente de Josué, lo que está evidentemente lleno de
sentido en la mente del redactor.
Louis Duchesne hizo notar, cosa que puede parecer bastante
natural, que uno se extraña al ver que se corta bruscamente una
evocación tan detallada del Antiguo Testamento “. Pero no creemos
12. B richtuan , op. cit., p. 14ss. Cf. F.X . F uñe, Constitutumes apostólico#, vol. i,
p. 496ss.
13. Cf. supra, p. I32s.
14. Cf. L o uis D uch esne , Origisies du Cuite chrétien, P arís *1920, p. 61, n.° 1.

259
L a e u c a r i s t í a s i r ia o c c i d e n t a l

que haya que suponer con él que se haya perdido una parte del
texto. En la segunda parte serán evocadas a su vez las vicisitudes ul­
teriores de la historia de Israel, con las intervenciones de los
profetas. Pero parece ser que todo esto, en la interpretación del
autor de la oración, no es tanto la continuación de la antigua
alianza como el esbozo progresivo, dentro del marco establecido
por ésta, de la nueva alianza que se consumaría en la encarnación
redentora.
Predomina el tema del conocimiento, como en la berakah judía
que conducía a la qedusah. Pero en este texto se ve desarrollado
en un ambiente netamente sapiencial (como ya en las oraciones
judías del libro vil). También como en éstas, se hace a este propó­
sito la introducción de C risto: el «Hijo único», el «Dios Logos»
es identificado con la «sabiduría viva», al mismo tiempo que procla­
mado «primogénito de toda la creación, ángel del designio mara­
villoso, sumo sacerdote, rey y señor». En la expresión «ángel del
designio» se reconoce de paso una influencia de Hipólito.
El tema de la creación, todavía como en las oraciones judías,
sigue inseparable del de la providencia activa, que mantiene en el
ser y da ser en el bien (sú elvai). De ahí una gran visión de toda
la creación, descrita desde el comienzo como tendiente hacia el
hombre y acabándose con la aparición de éste, creado a imagen
divina, en un diálogo entre el Padre y la sabiduría, e introducido
en el paraíso «plantado por el Cristo, en Edén, en Oriente».
Esta descripción, con la fusión de reminiscencias de los pri­
meros capítulos del Génesis y deí salmo 104, sigue de cerca y com­
bina las tres primeras oraciones de la tefillah judía helenística que
hemos hallado ya en el libro v i i . Sigue siendo muy judía, aunque
de un judaismo evidentemente helenizado, por su insistencia en la
distinción radical del Creador y de la criatura, en la gratuidad
de la creación. La conclusión del relato en la mención del árbol
del bien y dd mal proporcionará la ocasión para pasar del tema del
conocimiento al de la vida, y más concretamente de la inmortalidad,
que había sido preparada por la afirmación de la creación del
hombre como alma individual en un cuerpo perecedero.
Así pasamos también de la creación a ¡a historia del pecado y de
la redención primera, en la primera alianza. Desde el comienzo

260
L a e u c a r i s t í a ríe las « C o n s t i t u c i o n e s a p o s t ó l i c a s »

de la historia sagrada, es decir, inmediatamente después del pecado,


e! autor de la eucaristía cree percibir la llamada al nuevo naci­
miento, a la vida de la resurrección. Llega incluso hasta a declarar
destruida la sujeción de la muerte por esa promesa ya hecha ai
comienzo de la historia de la salvación. De ésta destaca al justo
Abel y su sacrificio como principio de la humanidad salvada,
opuesta a la descendencia de Caín, y que se perpetúa a través de Set,
de Enós, y de Henoc, arrebatado al cielo. La historia del diluvio
y de Noé, del fuego caldo sobre Sodoma y Gomorra, viene a ser
una primera realización de la separación — a la vez juicio' y libe­
ración — entre las posteridades adamitas. Entonces se introduce
a Abraham, como quien fue liberado de la impiedad de los ante­
pasados, establecido heredero del universo, y admitido a una
primera visión de Cristo. Con él se pone en relación a Melquisedec
y su sacrificio, asi como a Job, declarado vencedor de la serpiente
antigua. En Isaac, Jacob y los doce patriarcas vemos constituirse
el pueblo prometido, introducido en Egipto por José. La liberación
operada por Moisés una vez que este pueblo se vio reducido a la
esclavitud por los egipcios, aparece como la victoria inicial sobre
la idolatría del politeísmo, en la revelación de «la ley escrita para
que viniera en ayuda de la ley de la naturaleza». Con Moisés entra
Aarón, principio del sacerdocio Ievítico. Viene luego todo el relato
del éxodo (aunque no se menciona expresamente la pascua), desde
las diez plagas hasta el derrumbamiento de Jericó delante de «Jesús,
jefe del ejército», el cambio de las aguas amargas en aguas dulces,
el agua de la roca, la mención del maná y de las codornices, con la
columna de fuego y de nube. También aquí, aunque la dependencia
sea menos estrecha que antes, los puntos salientes son poco más
o menos los mismos que en otra pieza judía del libro vu, la que
corresponde a las últimas peticiones de la tefülah. El padre Ligicr ha
puesto, por otra parte, en evidencia la sorprendente semejanza entre
todo este resumen de la historia sagrada y los que se hallan en
las amplificaciones de las bendiciones tefülah y abodak, propias de
la fiesta de las expiaciones ,5.

15. L . L i g í r r , Anapkorcs orientales et priéres jxtives, en «Proche-Orient Cbrétien»,


t. XI I I (1963), p. 3ss y 99ss. Cf. en su libro-, Peché d*Adam et peché du monde, vol. 2,
París 1961, fas p. 289s&.

261
La eucaristía siria occidental

Nótese que esta evocación de la creación y de la redención inicial


está incluida en una evocación del universo angélico. Los ángeles
aparecen, inmediatamente después del primogénito, Hijo único,
Logos y sabiduría, como la primera creación, a la que sigue la del
mundo visible y de todo lo que éste encierra. Simétricamente,
después de la obra redentora, cuando se ha derrumbado Jericó y
Jesús ha introducido en su herencia al pueblo rescatado, reaparecen
los ángeles: «Por todo esto, a ti la gloria, Señor todopoderoso. Y
te adoran innumerables ejércitos de ángeles, de arcángeles, etc.» En
la primera enumeración angélica habrá que notar después de los
querubines y los serafines, los eones y los ejércitos, es decir, los
ángeles rectores de las economías sucesivas y en conflicto.
I,a segunda introduce el sanctus, en el que hay que observar
la forma arcaica, intermedia en ciertos respectos entre la versión
egipcia, que no es sino su versión judía, a la que se ha amputado
la bendición de Ezequiel, y las formas posteriores. Aquí no tenemos
todavía la bendición y los hosanna del salmo 118, pero se ha intro­
ducido una bendición general: «Bendito por los siglos.» Nótese
también que la cita de Isaías, aunque comporta la adición «los cie­
los», conserva todavía «llenos de su gloria», en lugar de «llenos
de tu gloria», que prevalecerá más tarde.
Después del sanctus va a centrarse la eucaristía en el Hijo y en
la consumación de la historia saludable en su pasión-glorificación.
Santo, j cómo lo eres en verdad!, y santísimo, altísimo, ensalzado por
los siglos. Santo también tu Hijo único, nuestro Señor y Dios, Jesucristo,
que sirviéndote en todas las cosas a ti, su Dios y su Padre, admirable en
la creación y digno de ser celebrado por su providencia, no desdeñó a la
raza perdida de los hombres, sino que después de la ley natural, después
de la torah, después de las reconvenciones de los profetas, después de las
intervenciones de los ángeles, una vez que hubieron corrompido con la ley
positiva la ley natural, apartado de su memoria el diluvio, la combustión
[de las ciudades pecadoras], las lluvias de Egipto, las matanzas de Pales­
tina, y cuando iban a perecer los que todavía subsistían, le plugo, por tu
instigación, a él, que era el creador de los hombres, hacerse hombre; al
legislador someterse a las leyes; al sumo sacerdote, hacerse víctima; a!
pastor, oveja, y te aplacó (¿¡UufjtevíaaTo) a ti, su propio Dios y Padre,
te reconcilió con el mundo y libró a todos los hombres de la cólera sus­
pendida sobre ellos, naciendo de una Virgen, él, Primogénito de toda la
creación, según las profecías relativas a él, que él mismo había inspirado

262
La eucaristía <lc las «Constituciones apostólicas?,

(ún’ kütoO Trp<ippr¡0eí(Mi<;), de la raza de David y de Abraham, de la tribu


de Judá; fue engendrado en el seno de la Virgen el ([lie forma todos los
seres engendrados, fue hecho carne el que no es carnal, el que nació fuera
del tiempo nació en el tiempo. Habiendo vivido santamente (TuoXtTSU(rap,£\io<;,
éffftóí), habiendo sido educado según los preceptos (évhéap.oji;), habiendo des­
terrado de los hombres toda enfermedad y toda dolencia, habiendo hecho
signos y prodigios en medio del pueblo, habiendo tenido participación en
nuestro alimento, en nuestra bebida, en nuestro sueno, él que alimenta a
todos los que tienen necesidad de alimento y sacia a medida de sus deseos
a todo lo que vive, manifestó tu nombre a los que lo ignoraban, puso en
fuga a la ignorancia, excitó de nuevo la piedad, cumplió tu voluntad, acabó
la obra que le habías encargado hacer y, habiendo operado perfectamente
todas estas cosas, entregado en manos de los impíos por la traición de
sacerdotes y de sumos sacerdotes indignos de este nombre, y de un pueblo
infiel a la ley y pervertido, y sufriendo abundantemente de su parte, so­
portando toda suerte de injurias con tu consentimiento, entregado al go­
bernador Pilato, juzgado el juez, condenado el Salvador a ser clavado en
la cruz, él, que está por encima de toda pasión (a7ra6-f|s), y murió, él, que
por naturaleza es inmortal, fue sepultado, el vivificador, a fin de disolver
las pasiones y de arrancar de la muerte a aquellos por quienes había suce­
dido [todo aquello], a fin de romper los lazos del diablo y librar a los
hombres de su seducción; resucitó de entre los muertos al tercer día y,
después de pasar cuarenta días con sus discípulos, subió a los cielos y se
sentó a tu derecha, ¡oh tú!, su Dios y su P adre16.

Se ve que esta eucaristía de Antioquía, como la de Alejandría,


enlaza su segunda parte con el sanctus con un nexo que veremos
repetirse idéntico en todos los textos derivados de ella. Pero en
Antioquía este enlace no es proporcionado por la idea de plenitud,
sino por la de santidad. Esta santidad, alabada en el Padre, es pro­
clamada igualmente en el Hijo, lo que lleva a recordar una segunda
vez su asociación con el Padre en la conservación y preservación de
toda criatura. Entonces se reitera la evocación de la historia sagra­
da, el don de la ley natural, de la ley escrita, la predicación de los
profetas, las altas gestas de Dios en favor de su pueblo, atribuidas
a intervenciones angélicas, presentadas como otros tantos preludios
de la encarnación. Conforme a una línea de pensamiento que se
hallará también en los padres capadocios, particularmente en san
Gregorio Nacianceno, se describe la encarnación con una serie de
paradojas: el creador del hombre se hace hom bre; el legislador
16. B r ig h t m a n ^ op. cit., p. 19ss.

263
La eucaristía siria occidental

se somete a la ley; el sacerdote se hace víctima; el pastor, oveja;


el Dios Verbo se hace carne; el autor de todo nace de una V irgen; el
incorpóreo toma cuerpo; el eterno es engendrado en el tiempo 17.
La encarnación es redentora primeramente por cuanto opera la re­
conciliación con el Padre.
Luego se pasa a un relato sucinto de la vida de Cristo en la
tie rra : viviendo en la santidad y enseñando con autoridad, librando
a los hombres de toda dolencia, mientras que él mismo se somete a
las mismas necesidades que nosotros, él, que alimenta a todo lo
que vive. En todo esto, por todo esto revela Cristo el nombre
divino a los que lo ignoraban, poniendo en fuga a la ignorancia,
restituyendo la piedad y cumpliendo la voluntad divina.
Este cumplimiento culmina en la contradicción suprema de la
impiedad de los sacerdotes, de la infidelidad del pueblo que le
traiciona, de la injusticia sufrida por el juez por excelencia, el
Salvador condenado, el impasible clavado en la cruz, el inmortal
sufriendo la muerte. Pero la sepultura del autor de la vida libra del
sufrimiento y de 'la muerte, rompe las cadenas del diablo y libera
a todos los hombres de su malicia (otra frase que parece revelar el
infiujo de Hipólito). Finalmente resucita y, después de los cuarenta
días con los suyos, sube al cielo y se sienta a la diestra del Padre.
La acción de gracias por la historia redentora se termina ahora
en y por la acción de gracias por la historia del Logos hecho carne
para reconciliarnos y liberarnos. Ahora seguirá la anamnesis, que
englobará todavía, como lo hemos visto en la antigua tradición
egipcia representada por Serapión, el relato de la institución. De
ahí se desprenderá la aplicación de la redención a nosotros mismos,
por el Espíritu Santo.

Acordándonos, pues, de !o que soportó por nosotros, te damos gracias.


Dios todopoderoso, no tanto como debemos, sino tanto como somos capaces,
y cumplimos lo que éí nos ordenó. Porque la noche en que fue entregado
habiendo tomado pan en sus manos santas y sin mancha y habiendo levan­
tado tos ojos al cielo, a ti, su Dios y Padre, lo partió y lo dio a sus dis­
cípulos diciendo: listo [es] el misterio de la nueva alianza, tomad de él
todos, comed, esto es mi cuerpo, partido (0p'jTc-ró[xevov) para remisión

17. Cf. la homilía (n.° 38) de san Gregorio N aciancejío sobre la natividad del
Señor, PG, 36f col. 312ss.

264
La eucaristía de las «Constituciones apostólicas»

de los pecados. Asimismo, habiendo mezclado la copa de vino y de agua


y habiéndola santificado, se la dio todavía diciendo: Bebed de ella todos,
esto es mi sangre derramada por un gran número para remisión de los
pecados: haced esto como en memoria de mi, pues cada vez que coméis
este pan y bebéis esta copa, anunciáis mi muerte hasta que venga.
Acordándonos, pues, de su pasión y de su muerte, y de su resurrección
y de su relomo (¿7tavóSou) a los cielos y de su segunda parusía venidera,
en la que él vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos, y a dar a cada uno
según sus obras, te ofrecemos a ti, rey y Dios, según tu prescripción, este
pan y esta copa, dándote por él gracias por habernos hecho dignos de
estar delante de ti y de desempeñar este sacerdocio (iepctTsúav) y te supli­
camos dirijas tu mirada favorable sobre estos dones que presentamos de­
lante de ti, Dios que no tiene necesidad de nada, y los halles agradables en
consideración (eíq Ti¡jer)v) de tu Cristo, y envíes sobre este sacrificio tu
Kspiritu Santo, testigo de los sufrimientos del Señor Jesús, de modo que
manifieste (ámoep-qv/jj que este pan [es] el cuerpo de su Cristo, y esta copa,
la sangre de tu Cristo, a fin de que los que participen de él sean confirmados
en la piedad, obtengan la remisión de los pecados, sean librados del diablo
y de su extravío, llenos del Espíritu Santo, sean hechos dignos de tu
Cristo, obtengan la vida eterna y seas tú reconciliado con ellos. Señor
todopoderoso.
Te rogamos también, Señor, por tu santa Iglesia de un extremo [del
mundo a! otro], que tú te adquiriste por la preciosa sangre de tu Cristo,
de modo que la guardes sin perturbaciones ni tempestades hasta la consu­
mación de [este] siglo, y por todo el episcopado que dispensa en la rectitud
(<-jfj0oTO¡zoúav¡!;) la palabra de la verdad.
Te invocamos también por la indignidad (oúSevíccí) de mí, que te lo
ofrezco, y por todo el presbiterado, por los diáconos y por todo c! clero,
a fin de que otorgues a todos la sabiduría, llenándolos de! Espíritu Santo.
Te invocamos también, Señor, por el rey y por todos los que están en auto­
ridad y por todo el ejército, a fin de que todos obtengan la paz, de modo
que, pasando todo el tiempo de nuestra vida en la tranquilidad y la con­
cordia, te glorifiquemos por Jesucristo, nuestra esperanza.
Te lo ofrecemos también por todos los que en los siglos te fueron agra­
dables, los santos patriarcas, profetas, justos, apóstoles, mártires, confeso­
res, obispos, sacerdotes, diáconos, subdiáconos, lectores, cantores, vírgenes,
viudas, laicos y todos aquellos cuyos nombres te son conocidos.
Te lo ofrecemos también por todo este pueblo, a fin de que lo hagas,
a gloria de tu Cristo, un sacerdocio real, una nación santa, por los [que
viven] en la virginidad y en la santidad, por las viudas de la Iglesia, por
todos los que están en el santo matrimonio y que procrean, por los lujos
de tu pueblo, que obres de modo que no rechaces a ninguno de nosotros.
Te suplicamos también por esta ciudad y los que la habitan, por los en­
fermos, por los que están en amarga servidumbre, por los que están en

265
La eucaristía siria occidental

las minas, por los que están prisioneros, por los que navegan o viajan, ríe
modo que proveas a las necesidades de todos, siendo su socorro y su defensor.
Te invocarnos también por los que nos odian y nos persiguen por causa
de tu nombre, por todos los que están fuera [de la Iglesia] y que se lian
extraviado, de modo que los conviertas al bien y suavices sus sentimientos.
Te invocamos también por los catecúmenos de la Iglesia y por los que
son probados por el enemigo, y por nuestros hermanos penitentes, a fin de
que perfecciones a los unos en la fe, purifiques a los otros del poder del
Maligno, aceptes la penitencia de estos últimos y ¡es perdones, como a nos­
otros mismos, los pecados.
Te lo ofrecemos también por la salubridad del aire y la abundancia de
los frutos, a fin de que, participando sin cesar en tus bienes, cantemos
constantemente al que da a toda carne su sustento.
Te invocamos también por los que están ausentes por motivos justos,
a fin de que nos guardes a todos en la piedad y nos reúnas en el reino de
tu Cristo, Dios de toda naturaleza consciente e inconsciente, rey nuestro,
sin temor, sin ofensa y sin reproche.
Porque a ti [pertenece] toda gloria, honor y eucaristía, temor y adora­
ción, al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, ahora y siempre y por los
siglos de los siglos, sin cesar y sin fin. A ménIS.

Como se ve, en esta eucaristía d relato de la institución per­


tenece a la tercera parte de la oración, esa que remata en el
cumplimiento actual y futuro del misterio en nosotros mismos.
Como en la anáfora de Serapión, no va seguido de la anamnesis:
está incluido en ella. Es el «memorial», que nos prescribió celebrar
en nuestra acción de gracias que evoca sus propias acciones, sus
propias palabras en la última cena.
Con las palabras «hacer esto como memorial de mí» se sueldan
las palabras paulinas «cada vez que coméis este pan y bebéis esta
copa, anunciáis la muerte del Señor hasta que él venga», tal como
lo hemos visto también en la eucaristía de san Marcos. De ahí el
desarrollo de la anamnesis, que conmemorará, como un solo misterio,
aquí, la pasión, la muerte, la resurrección y la ascensión de Cristo,
y hasta su retorno final para el juicio. Notemos también la forma
particular de las palabras de la institución, que pone al principio
en boca de Cristo la proclamación del misterio.
En la conclusión de esta anamnesis es donde hacen su aparición
las fórmulas sacrificiales: «Te ofrecemos a ti, rey y Dios, según
18. B bightmaH, op. cit.r p. 2Üss.

266
La eucaristía de las «Constituciones apostólicas?,

su prescripción, este pan y esta copa, dándote por él gracias por


habernos hecho dignos de estar delante de ti y de desempeñar este
sacerdocio (fórmula que podría venir del texto griego de Hipólito).
Así se pasa, en seguida, a la primera parte de la epiclesis: «...y te
suplicamos dirijas tu mirada favorable sobre estos dones que
presentamos delante de ti, Dios que no tiene necesidad de nada,
y los halles agradables en consideración de tu Cristo...» Señalemos
la sobriedad al mismo tiempo que ¡a exactitud con que estas expre­
siones traducen para un medio helenístico el sentido exacto del
memorial. La prescripción divina de Cristo es la que nos permite
presentar delante de Dios el memorial establecido por él, como
también presentarnos a nosotros mismos en la acción de gracias.
Estos presentes no son, pues, sino un reconocimiento de que nos­
otros lo recibimos todo del que no tiene necesidad de nada, y sólo
en su don fundamos la esperanza de que nuestro sacrificio pueda
serle agradable, y nosotros con él.
Sigue la segunda parte de la epiclesis, en la que tiene lugar
la mención del Espíritu Santo. Se pide su envío sobre este sacrificio,
a fin de que manifieste (áTcoíp^vv¡) que es el cuerpo y la sangre de
Cristo. El fundamento de esta invocación es una fórmula curiosa,
por la que se califica al Espíritu Santo de «testigo de los sufrimientos
del Señor Jesús». Aquí hay una reminiscencia de la epístola a los
Hebreos (9,14), la cual habla de Cristo que «en virtud del Espíritu
eterno se ofreció», reminiscencia fundida en una cita de la primera
epístola de san Pedro (5,1), que a sí mismo se califica de «testigo
de los sufrimientos de Cristo».
La tercera parte de 'la epiclesis pide finalmente que todos los
participantes en esta eucaristía sean «confirmados en la piedad, ob­
tengan la remisión de los pecados, sean librados del diablo y de su
extravío, llenos del Espíritu Santo, sean hechos dignos de tu
Cristo, obtengan la vida eterna y seas tú reconciliado con ellos,
Señor todopoderoso».
Así vemos que la antigua y primera invocación por el cumpli­
miento en nosotros del misterio conmemorado, atrae a sí la oración
por la aceptación del sacrificio, soldada muy hábilmente con la
expresión de éste, que había brotado del memorial. El enlace entre
las dos epiclesis primitivas se hace por la petición de que el

267
L a e u c a ristía siria o ccid en ta l

Espíritu que va a realizar en nosotros el misterio, manifieste (sin


duda por ello mismo) que el memorial es ciertamente el cuerpo y la
sangre de Cristo,
Después de esto se detalla la oración en una letanía de inter­
cesiones, abarcando a la Iglesia y al mundo entero en su solicitud:
Iglesia universal, episcopado, presbiterado y clero, rey y titulares
de la autoridad y de la fuerza armada con vistas a la paz y a la
tranquilidad — conmemora a los patriarcas, profetas, justos, márti­
res, confesores, obispos, sacerdotes y diáconos, y a todos los fieles
difuntos, a la comunidad particular reunida y la ciudad donde esto
tiene lugar, a todos los hombres, comprendidos los que nos odian
o que se extravian, a los catecúmenos, los endemoniados, los peni­
tentes, pidiendo finalmente tiempos favorables y cosechas abundantes.
Tales son los temas abarcados por esta nueva tefillah, en la que hay
constante referencia de toda petición a la realización de una ala­
banza universal. Nótese que aquí la oración contra los persegui­
dores no solamente fue omitida, como en Roma, sino que fue reem­
plazada por una oración por ellos, y que la oración judía por los
prosélitos, que la seguía, se transformó en una oración por los ca­
tecúmenos.
Si se quiere resumir la excelencia de esta oración, diremos que
— en su transcripción en un marco helenístico, de una eucaristía
cuyo marco primero era radicalmente judío— manifiesta un sentido
todavía plenamente vígil de todo el contenido de las nociones
claves de esta eucaristía original. Así, en esta traducción y en esta
nueva disposición dictadas por una teología y una estética literaria
tan profundamente helenizadas, se mantuvo la sustancia de la euca­
ristía judeocristiana, apenas sin merma ni alteración. Es un record
verdaderamente notable. Pero para lograr esto se fragmentaron
los datos primitivos de la eucaristía, luego se volvieron a reunir
en un mosaico tan bien ensamblado que parece hecho de primera
intención, con una ingeniosidad que llena de estupor. Temas de la
creación y de la redención, encadenados por la idea maestra del
Dios providente y sabio, cuyo Lagos es la sabiduría eterna que se
inscribe en el tiempo ; historia de la salvación, esbozada en la anti­
gua alianza y realizada en la nueva; anamnesis del misterio sal­
vador, reconocida como el sacrificio perfecto, cuya aceptación se

268
Síntesis final de la eucaristía de Santiago

pide al mismo que lo procuró; venida del Espíritu Santo sobre los
dones que él nos ha otorgado, para que nosotros mismos y todo él
universo en nuestro derredor le seamos presentados para alabanza
de su gloria: todo esto, decimos, se puso en su sitio con una
maestría y una delicadeza tales, que constituyen uno de los mayores
triunfos de la claridad del espíritu helénico aplicada al misterio
de un cristianismo completamente bíblico y judío en sus orígenes.

Síntesis final de la eucaristía de Santiago

Este logro alcanzará un último perfeccionamiento en otro texto,


sin duda muy poco posterior. Es el de la liturgia llamada de San­
tiago. Si se compara con la que acabamos de estudiar, puede pensar­
se que en ella se han decantado felizmente todos los elementos
secundarios de aquélla, que corrían peligro de estancar su corriente
en lo anecdótico y de alargar la recapitulación de los misterios
divinos en una simple enumeración. Pero también habrá tal estiliza­
ción y fusión de los elementos primitivos, que más de uno no se
podrá ya reconocer. Factores irreductibles se verán aquí reducidos
por la fuerza a la unidad de un desarrollo sin falla ni tropiezo, con
peligro de una evaporación por lo menos parcial de su contenido.
No obstante, la liturgia de Santiago es quizá el monumento
literario más acabado de toda la literatura litúrgica, en la economía
y equilibrio de su redacción.
Esta liturgia, aun cuando ciertamente no sea Santiago su autor,
representa una tradición jerosoliniitana, como lo muestran las
numerosas alusiones que contiene a los santos lugares y el papel
que en ella desempeña constantemente la evocación de la Jerusalcn ce­
lestial, No tardó en extenderse por todas partes, debido sin duda
a los peregrinos que de todas las latitudes acudían a la ciudad
santa para visitar las basílicas constantinianas. No sólo Siria y
Arabia, sino también Grecia, Etiopía, Armenia, Georgia y los
países eslavos atestiguan por los manuscritos y las traducciones allí
descubiertos, que su difusión había sido extraordinaria. Sin embar­
go, pronto había de ser suplantada por los dos formularios abre­
viados que se atribuyen corrientemente a san Basilio y san Juan

269
La eucaristía siria occidental

Crisóstomo respectivamente. Su adopción por Bizancio los intro­


ducía en su lugar en todo el Oriente. Posteriormente no se celebraba
ya en griego sino, en casos excepcionales, en Jerusalén y en algunos
otros lugares, como la isla de Zante. Pero diferentes prelados or­
todoxos han autorizado y estimulado estos últimos años su revalo­
rización. Sin embargo, los sirios, tanto jacobitas como católicos, son
los únicos que la emplean todavía habitualmente en una versión
siriaca antigua1*.
Veamos esta eucaristía, traducida a base del texto griego de la
valiosísima edición crítica preparada por Basile M ercier:

El amor del Dios y Padre, la gracia del Señor y Dios e Hijo, y la


comunicación y el don del Espíritu Santo estén con todos vosotros.
— Y con tu espíritu.
Elevemos el espíritu y los corazones (téw voüv xa! rá? xapSla?).
— Los tenemos elevados al Señor.
Demos gracias al Señor,
— Es digno y justo*0.

Este diálogo, una vez más presenta una modificación signifi­


cativa de la fórmula paulina, con objeto de plegarla al esquema
de la teología trinitaria del siglo iv. Pero en el caso presente, en
lugar de intercambiar los atributos del Padre y del Hijo (amor
y gracia respectivamente), se les han dejado, aunque modificando
el orden de las personas. Nótense otros ligeros retoques, el más
importante de los cuales es «el don» situado en endíadis con su
«comunicación».
El mismo espíritu de compromiso guardó en la segunda fórmula
los corazones, aunque introduciendo el voü?, como lo había hecho,
aunque en su lugar, el texto de las Constituciones apostólicas.1920

19. C f. I.M . H ahssehs , Instituciones titurgicae de ritibus orientolibus, tomo m ,


parte segunda, Roma 1932, p. 587ss. Complétese con la introducción del trabajo de B. Mer­
cier citado en la nota siguiente.
20. B. Ch . M e r c ie r , La titurgie de saint Jacques, edición crítica del texto griego
con traducción latina, en Patrología orientalis, t. 26, P arís 1948 (el fascículo que con­
tiene este texto apareció ya en 1946), p. 198. Notemos que el más antiguo manuscrito
griego es del siglo ix (Vat. gr. 2282). Ya en 414-416 menciona Egeria una versión
tarantea». U na versión siriaca fue ciertamente producida ya en el siglo vi en Edesa.
El textus receptas siríaco actualmente en uso es del siglo x m . Bibliografía en J,M . Sau-
ü*T, op. cit., p. 52 y 112-113.

270
Síntesis final de la eucaristía de Santiago

¡ Cuán verdaderamente es digno y justo, equitativo y saludable ala­


barte, cantarte en himnos, bendecirte, adorarte, glorificarte, darte gracias!,
a ti, creador de toda criatura visible e invisible, tesoro de los bienes eternos,
fuente de la vida y de la inmortalidad, Dios y Señor de todas las cosas, al
que cantan en himnos los cielos y los cielos de los cielos, y todas sus po­
testades, el sol y la luna y todo el coro de las estrellas, la tierra, el mar
y todo lo que hay en ellos, Jerusalén celestial, la panegyris de los elegidos,
la Iglesia de los primogénitos cuyos [nombres están] inscritos en los cie­
los, las almas de los justos y de los profetas, las almas de los mártires y de
los apóstoles, los ángeles, los arcángeles, los tronos, las dominaciones, los
principados y las autoridades, las temibles potestades, los querubines de
innumerables ojos y los serafines de seis alas, que con dos alas se cubren
el rostro, con dos los pies y con las otras dos vuelan, clamando uno a otro
con voces que no se callan, en incesantes teologías, el himno de victoria de
¡a majestad de tu gloria, cantando con voz sonora, clamando, glorificando,
gritando y diciendo: Santo, santo, santo, Señor sabaoth, el cielo y la tierra
están Henos de tu gloria, hosanna en los altos lugares. Bendito el que
vino y viene en el nombre del Señor, hosanna en los altos lugares91.

Esta primera parte, que ya sólo menciona al Padre, se unificó en


una recapitulación de la creación entera, invitada a asociarse uná­
nimemente al himno de los serafines. Toda la creación está aquí
como resumida en la Jerusalén celestial, la panegyris, es decir, la
asamblea de fiesta, la Iglesia de los primogénitos, cuyos nombres
están escritos en los cielos (se reconocen los términos de la epís­
tola a los Hebreos), los espíritus de los justos y de los profetas,
a los que fueron añadidas las almas de los mártires y de los após­
toles. Aquí hallamos el sanctus en la forma completada que nos ha
transmitido la liturgia romana y que hemos comentado a propósito
de ésta (notemos, sin embargo, la añadidura «que vino» al bíblico
«que viene»).
Como sucede siempre en Siria, la segunda parte enlaza con la
primera mediante la idea de santidad, tomada del sanctus.

Tú eres santo, rey de los cielos y el Señor y dador de toda santidad, y


santo es tu Hijo único, nuestro Señor Jesucristo, por quien hiciste todas las
cosas, y santo es tu Espíritu todo Santo, que sondea todas las cosas y tus
profundidades, ¡oh Dios y Padre!, santo eres tú, todopoderoso, omniope-
rantc, tremendo, bueno, misericordioso (djcmXoeyyve), tú que tienes particu­
larmente compasión con tu obra, que hiciste de la tierra al hombre a tu
21. Ibid.

271
La eucaristía siria occidental

imagen y semejanza, que le habías dado el disfrute del paraíso y que,


cuando hubo transgredido tu mandamiento y cayó, no le volviste la espalda y,
en tu bondad, no lo abandonaste, sino que lo instruiste como Padre mi­
sericordioso, lo llamaste por medio de la ley, lo instruiste por los profetas.
Finalmente enviaste al inundo a tu H ijo único, nuestro Señor Jesucristo,
a fin de que lo renovara y resucitara con su venida tu propia imagen,
él que, bajado de los cielos y habiendo tomado carne del Espíritu Santo y
de Santa María, siempre virgen, madre de Dios, y habiendo vivido con los
hombres, lodo lo dispuso para la salvación de nuestra raza. Cuando él,
sin pecado, iba a sufrir por nosotros, pecadores, una muerte voluntaria y
vivificadora por la cruz, la noche en que fue entregado, o más bien en que
el mismo se entregó, por la vida del mundo y su salvación, tomó pan en
sus manos santas, puras, sin mancha e inmortales, y habiendo levantado
los ojos al cielo y habiéndolo presentado (ávaSEt^a?) a ti. Dios y Padre,
dando gracias lo bendijo, lo santificó, lo partió y lo dio a sus santos dis­
cípulos y apóstoles diciendo: Tomad, comed, esto es mi cuerpo, partido
por vosotros y dado para remisión de los pecados [Amén del pueblo]. Asi­
mismo, después de haber cenado, tomando la copa y habiendo mezclado
vino y agua, fijando los ojos en el cielo, te la presentó a ti, Dios y Padre,
dando gracias la bendijo, la santificó, la llenó del Espíritu Santo y la dio
a sus santos y bienaventurados discípulos y apóstoles diciendo: Bebed de
ella todos, esto es la sangre de la nueva alianza, derramada por vosotros y
por muchos para remisión de los pecados. Haced esto como memorial de m í:
cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del
Hijo del hombre y confesáis su resurrección hasta que venga [sigue otro
amén del pueblo]

La referencia inicial a la santidad divina pasa a la misericordia,


por la que Dios, habiendo creado al hombre a su imagen y habién­
dolo introducido en el paraíso, después de su caída no lo abandonó,
sino que, como Padre compasivo, lo llamó por la ley, lo instruyó
por los profetas y envió finalmente a su propio Hijo para que res­
taurara y reanimara aquella imagen perdida. El relato de !a economía
redentora se prosigue sin interrupción. Para lograrlo, el relato
de la institución eucarística se separó de la anamnesis, a la que
debía estar incorporado primitivamente, y se insertó en la evocación
de la pasión. Asi la anamnesis se convertirá simplemente en la
conclusión de la relación de los mimbilia Dei. Notemos de paso
la doble insistencia del que se entrega a la muerte (en este texto
hasta sus manos se califican de inmortales). Notemos también que,
22. M ércier , op. cit,, p, 2QQs í .

272
Síntesis final de la eucaristía de Santiago

si bien la conclusión paulina del relato de la cena está ligada al


relato mismo, sin embargo, se deja en tercera persona.
Los diáconos empalman la anamnesis diciendo: «Lo creemos
y lo confesamos», y el pueblo entero (como en la eucaristía de Sera-
pión) interviene para decir con e! sacerdote:

Anunciamos tu muerte, Señor, y confesamos tu resurrección...

Entonces el sacerdote solo continúa:

...nosotros, pecadores, haciendo memoria de sus sufrimientos vivificantes,


de su cruz salvadora, de su muerte, de su sepultura, de su resurrección de
entre los muertos al tercer día, y de su retomo (ávóSou) a los cíelos y de su
sesión a tu diestra, Dios y Padre, y de su segunda, gloriosa y tremenda
parusía, cuando vendrá con gloria a juzgar a los vivos y a los muertos,
cuando ha de dar a cada imo según sus obras — sé indulgente con nosotros,
i Señor Dios nuestro!— o más bien te ofrecemos según su misericordia
(eúcmX«i'Xvíav) a ti, Señor, este sacrificio tremendo e incruento, suplicán­
dote que no obres con nosotros según nuestros pecados ni nos des según
nuestras iniquidades, sino que tu suavidad (értte(xetav) y tu inexpresable
amor a los hombres, abrogando y borrando el documento que nos acusa,
otorgues a nuestras súplicas tus dones celestiales y eternos — que el ojo
no vio, que el oído no oyó y que no vinieron al corazón del hombre— que
tú preparaste, ¡oh Dios!, para los que te aman: no rechaces a tu pueblo
por causa de mí y de mis pecados, Señor amigo de los hombres, pues tu
pueblo y tu Iglesia te lo suplican (el pueblo: Ten piedad de nosotros, Señor,
Dios Padre, todopoderoso); ten piedad de nosotros, ¡oh D ios!, ¡ oh P ad re!,
¡oh todopoderoso!; ten piedad de nosotros, Dios, Salvador nuestro; ten
piedad de nosotros según tu gran misericordia, y envía sobre nosotros y
sobre estos dones que te presentamos, a tu Espíritu totalmente santo, Señor
y vivificador, que comparte el trono contigo, Dios y Padre, y con tu Hijo
único, y que reina contigo, consustancial y coeterno, que habló en la ley
y los profetas, y en tu nueva alianza, que descendió en forma de paloma
sobre nuestro Señor Jesucristo, junto al río Jordán, y que moró en él,
que descendió sobre tus santos apóstoles bajo la apariencia de lenguas de
fuego, en el aposento alto de la santa y gloriosa Sión el día del santo
Pentecostés; envía tu mismo Espíritu totalmente santo, Señor, sobre nos­
otros y sobre estos santos dones que te presentamos, a fin de que visi­
tándolos con su santa, buena y gloriosa presencia (izapouata) los santifique
y haga de este pan el cuerpo santo de Cristo [Amén del pueblo] y de
esta copa la sangre preciosa de Cristo [ofro amén], a fin de que para
todos los que de ellos participan sean para remisión de los pecados y para
la vida eterna, para santificación de las almas y de los cuerpos, para fruc-

273
La eucaristía siria occidental

tiíicación de las buenas obras, para confirmación de tu santa Iglesia ca­


tólica y apostólica, que tú fundaste sobre la roca de la fe a fin de que
las puertas del infierno no prevalecieran contra ella, librándola de toda
herejía y escándalo de los artífices de iniquidad, guardándola hasta la con­
sumación de los siglos. Te ofrecemos todavía, Señor, por los santos lu­
gares que tú glorificaste con la teofanía de tu Cristo y la visita de tu
Espíritu totalmente santo, especialmente por la santa y gloriosa Sión, madre
de todas las Iglesias, y por toda santa Iglesia católica y apostólica en el
mundo entero: otórgale desde ahora en abundancia los dones de tu Espíritu
totalmente santo, ¡oh S eñor!23.

Hay que notar el paso de la anamnesis a la epiclesis, que se


efectúa en una transición que es muy del estilo patético' de toda
esta oración.
La evocación del juicio suscita una ferviente súplica a la divina
misericordia. De ahí fluye, por lo pronto, la única frase especí­
ficamente sacrificial de todo este texto: «Te ofrecemos... Señor,
este sacrificio tremendo e incruento.» Pero luego es copiosamente
comentada con un llamamiento a la gracia divina, de la que se aguar­
da que rasgue y borre el acta de nuestra condenación (alusión a
Col 2,14) y nos otorgue los dones celestiales. De ahí la epiclesis,
particularmente desarrollada, que viene a ser un elogio del Espí­
ritu, paralelo a los que se han hecho del Padre y del Hijo en las
dos primeras partes, Este influyó visiblemente en el texto de la li­
turgia de san Marcos, en la forma relativamente tardía en que se
mantuvo ésta. Aquí se pide concretamente no sólo que el Espíritu
manifieste que el pan y el vino sacramentales son el cuerpo y la
sangre de Cristo, sino que haga de ellos este cuerpo y esta sangre.
Lo que sigue se amplía en una oración por toda la Iglesia, que se
concretará primero en una súplica especial por los santos lugares.
Como en la liturgia de las Constituciones apostólicas, pero en una
forma ya más desarrollada, seguirá toda una tefillah cristiana,
donde cada petición se enlaza con ei memorial mediante las palabras
«acuérdate», constantemente repetidas.

Acuérdate, Señor, de todos nuestros santos padres y obispos que dis­


pensan en forma ortodoxa, a través de la tierra entera, la palabra de tu verdad
Acuérdate, Señor, de nuestro santo padre N., de todo su clero y de todo

23. M ekcikh , op. d t., p. 202ss.

274
I

1 Síntesis fina! de la eucaristía de Santiago

su sacerdocio, otórgale una ancianidad honorable, guárdalo mucho tiempo


apacentando tu pueblo en toda piedad y santidad,
i Acuérdate, Señor, aquí y en todas partes, del honorable presbiterado,
del diaconado en Cristo, y de todo otro ministerio y orden eclesiástico y de
nuestra fraternidad en Cristo, así como de todo el pueblo que ama a Cristo,
Acuérdate, Señor, de los sacerdotes que nos asisten en esta santa hora,
ante tu santo altar, en la ofrenda del sacrificio santo e incruento, y dales,
1 como a nosotros, una palabra para que nuestra boca se abra a la gloria y
alabanza de tu santísimo nombre.
Acuérdate, Señor, según la muchedumbre de tu misericordia y de tus
compasiones, también de mí, humilde y pecador, tu indigno servidor, y
protégeme en tu misericordia y tus compasiones, líbrame y sustráeme a mis
perseguidores, Señor, Señor de las potestades, y puesto que abundó en
mí el pecado, sobreabunde tu gracia.
Acuérdate también, Señor, de los diáconos que rodean tu santo altar
y otórgales una vida sin reproches, guarda su diaconía sin tacha y obténles
una buena promoción.
Acuérdate, Señor, de esta santa ciudad, que es la tuya, ¡oh Dios nues­
tro!, y de la que ejerce el imperio, de toda ciudad y poblado y de todos los
que en ellos moran en la fe ortodoxa y en la piedad, de su paz y de su
1 seguridad.
I Acuérdate, Señor, de nuestro rey piadosísimo y amante de Cristo, de
i todo su palacio y ejército, de sus auxilios de lo alto y de su victoria; toma
en la mano el grande y el pequeño escudo y levántate para socorrerle, somé­
tele todas las naciones, guerreras y bárbaras, que quieren la guerra, dirige
sus consejos para que pasemos una vida sosegada y tranquila en toda
piedad y santidad.
Acuérdate, Señor, de los cristianos que van y vienen a adorar en los
santos lugares de Cristo.
Acuérdate, Señor, de los cristianos que navegan o viajan, que están en
el extranjero, de los que están en cadenas y en prisión, de los que están
cautivos o desterrados, de los que están en las minas, en los tormentos y
en amarga servidumbre, padres y hermanos nuestros, del apacible retorno
de cada uno a su casa.
Acuérdate, Señor, de los que están en la vejez y en la impotencia, de
, los enfermos, de los lisiados y de los que son afligidos por espíritus impuros,
i de su pronta curación venida de ti, ¡ oh D ios!, y de su salvación.
1 Acuérdate, Señor, de toda alma cristiana afligida y probada, necesitada
| de tu misericordia y de tu auxilio, ¡ oh D ios!, y de la conversión de los
, extraviados.
Acuérdate, Señor, de los que sirven en la virginidad, la piedad y la ascesis,
j y de nuestros santos padres y hermanos que luchan sobre las montañas, en
I las cuevas y en las cavidades de la tierra, así como de todas las comuni­
dades ortodoxas y de la que está aquí en Cristo.

275
La eucaristía siria occidental

Acuérdate, Señor, de nuestros padres y hermanos que trabajan y nos


sirven por causa de tu santo nombre.
Acuérdate, Señor, de todos para su bien, ten piedad de todos, Señor,
seas reconciliado con todos, da la paz a la muchedumbre de tu pueblo,
disipa los escándalos, aniquila las guerras, haz que cesen los cismas de las
Iglesias, disuelve prontamente las herejías que aparecen, rompe la barrera
entre las naciones, levanta el cuerno de los cristianos, otórganos tu paz y tu
amor, ¡oh Dios!, nuestro Salvador, esperanza de todas las extremidades de
la tierra.
Acuérdate, Señor, de la salubridad del aíre, de las lluvias apacibles,
de los rodos benéficos, de la abundancia de los frutos, de un fin favorable
que corone el año con tu bondad, porque los ojos de todos esperan en ti,
y tú les das su sustento en el tiempo oportuno, abres tu mano y colmas los
deseos a todo ser viviente.
Acuérdate, Señor, de los que han dado fruto y dan fruto en tus santas
Iglesias, i oh Dios!, que se acuerdan de los pobres y de los que nos han
pedido que hagamos memoria de ellos en las oraciones.
Dígnate también, Señor, acordarte de los que han ofrecido ofrendas en
este día sobre tu santo altar, y de las intenciones por las que cada uno ha
ofrecido o en que ha pensado, y de todos los que te mencionamos...
Acuérdate también, Señor, de nuestros propios padres, amigos, allegados
y de los hermanos que están aquí-
De todos aquellos de quienes hemos hecho memoria acuérdate, Señor,
y de todos los ortodoxos de los que no hemos hecho memoria, dales a
cambio de los bienes terrenos los celestiales, de los corruptibles los in­
corruptibles, de los temporales los eternos, según las promesas de tu
Cristo, puesto que tú tienes autoridad sobre la vida y la muerte.
Dígnate todavía, Señor, acordarte también de los que en los siglos pa­
sados te fueron agradables, de generación en generación, de los santos
padres, patriarcas, profetas, apóstoles, mártires, confesores, santos doctores
y de todo espíritu justo consumado en la fe de tu Cristo.
[Aquí se introduce una lista de conmemoraciones que comienza por la
Virgen, el Bautista, los apóstoles, y que no cesa de extenderse. Después
de lo cual continúa el celebrante:]
De todos estos acuérdate. Dios de los espíritus de toda carne, de los
que hemos conmemorado y de los ortodoxos que no hemos conmemorado,
hazles tú mismo descansar en la tierra de los vivos, en tu reino, en las
delicias del paraíso, en el seno de Abraham, de Isaac y de Jacob, nuestros
santos padres, de donde han huido dolor, tristeza y gemido, allí donde
irradia la luz de tu faz que resplandece en todas partes; y para nosotros,
Señor, dispon cristianamente el fin de nuestra vida, séate éste agradable,
sea sin pecado y apacible: reúnenos a los pies de tus elegidos cuando quie­
ras y como quieras, con tal que sea sin vergüenza y sin pecado, por tu

216
S í n t e s i s f i n a l d e la e u c a r i s t í a d e S a n t i a g o

Hijo vínico, nuestro Señor, Dios y Salvador Jesucristo, porque él es el


único sin pecado que ha aparecido sobre la tierra zl,
... con el que tú eres bendecido y glorificado con tu Espíritu totalmente
santo, bueno y vivificante, ahora y siempre y por ios siglos de los siglos.
A m én25.

Esta forma de intercesión final es la más desarrollada que ha­


llamos en liturgia alguna de la época patrística. Como ya dijimos a
propósito de ia liturgia egipcia, cuyas formas tardías (particu­
larmente en la epiclesis y en estas intercesiones y conmemoraciones
que la siguen en Siria) recibieron ciertamente influencia de la
eucaristía siria occidental, estas intercesiones son el elemento que
durante largo tiempo se mantuvo más maleable en las oraciones
eucarísticas (como en la liturgia judía). Pero el estado en que nos
ha sido transmitida ¡a liturgia de Santiago, comprendida esta parte,
se había alcanzado ya a mediados del siglo v, pues las traducciones
siríacas utilizadas por los jacobitas monofisitas de Siria io atestiguan
poco más o menos en todos los detalles. Esta gran súplica, todavía
mucho más desarrollada que la de las Constituciones apostólicas,
debido a la influencia de Siria en todos los peregrinos (a los que
hemos visto que hace alusión esta oración) parece haber marcado
casi en todas partes las letanías de intercesión que el mismo Occi­
dente romano había de tomar de Oriente en lo sucesivo. Pero la
fórmula jerosolimitana, en esta parte como en las dos precedentes,
conserva su color propio, hecho de una retórica particularmente
calurosa, de un tono muy bíblico.
Sin embargo, si consideramos la eucaristía de Santiago en su
conjunto, nos llama inmediatamente la atención 1a limpidez de
su teología trinitaria, servida por un plan todavía mucho más
riguroso y exigente que el que podía observarse en la liturgia
del libro v i i i de las Constituciones apostólicas. Todos los duplicados,
todas las repeticiones de conceptos fueron desterrados de ella inexo­
rablemente. En ella se alaba al Padre por toda la creación, reunida
en esa «Iglesia de los primogénitos», que es designada como la
24. Aquí» como al final de la liturgia, de san Marcos, se introdujo una conmemoración
de los obispos en comunión con quienes se celebra. En el texto de Santiago presentado
por B. M ercier se nombra a los cinco patriarcas. Esta conmemoración interrumpe visi­
blemente el curso de la oración.
25. M erciek , op. cit., j>. 2Ü8ss.

277
L a e u c a r istía siria o c cid e n ta l

Acuérdate, Señor, de nuestros padres y hermanos que trabajan y nos


sirven por causa de tu santo nombre.
Acuérdate, Señor, de todos para su bien, ten piedad de todos, Señor,
seas reconciliado con todos, da la paz a la muchedumbre de tu pueblo,
disipa los escándalos, aniquila las guerras, haz que cesen los cismas de las
Iglesias, disuelve prontamente las herejías que aparecen, rompe la barrera
entre las naciones, levanta el cuerno de los cristianos, otórganos tu paz y tu
amor, ¡oh Dios!, nuestro Salvador, esperanza de todas las extremidades de
la tierra.
Acuérdate, Señor, de la salubridad del aire, de las lluvias apacibles,
de los rocíos benéficos, de la abundancia de los frutos, de un fin favorable
que corone el año con tu bondad, porque los ojos de todos esperan en ti,
y tú les das su sustento en el tiempo oportuno, abres tu mano y colmas los
deseos a todo ser viviente.
Acuérdate, Señor, de los que han dado fruto y dan fruto en tus santas
Iglesias, ¡ oh D ios!, que se acuerdan de los pobres y de los que nos han
pedido que hagamos memoria de ellos en las oraciones.
Dígnate también, Señor, acordarte de los que han ofrecido ofrendas en
este día sobre tu santo altar, y de las intenciones por las que cada uno ha
ofrecido o en que ha pensado, y de todos los que te mencionamos...
Acuérdate también, Señor, de nuestros propios padres, amigos, allegados
y de los hermanos que están aquí.
De todos aquellos de quienes hemos hecho memoria acuérdate, Señor,
y de todos los ortodoxos de los que no hemos hecho memoria, dales a
cambio de los bienes terrenos los celestiales, de los corruptibles los in­
corruptibles, de los temporales los eternos, según las promesas de tu
Cristo, puesto que tú tienes autoridad sobre la vida y la muerte.
Dígnate todavía, Señor, acordarte también de los que en los siglos pa­
sados te fueron agradables, de generación en generación, de los santos
padres, patriarcas, profetas, apóstoles, mártires, confesores, santos doctores
y de todo espíritu justo consumado en la fe de tu Cristo.
[Aquí se introduce una lista de conmemoraciones que comienza por la
Virgen, el Bautista, los apóstoles, y que no cesa de extenderse. Después
de lo cual continúa el celebrante:]
De todos estos acuérdate, Dios de los espíritus de toda carne, de los
que hemos conmemorado y de los ortodoxos que no hemos conmemorado,
hazles tú mismo descansar en la tierra de los vivos, en tu reino, en las
delicias del paraíso, en el seno de Abraham, de Isaac y de Jacob, nuestros
santos padres, de donde han huido dolor, tristeza y gemido, allí donde
irradia la luz de tu faz que resplandece en todas partes; y para nosotros,
Señor, dispon cristianamente el fin de nuestra vida, séate éste agradable,
sea sin pecado y apacible: reúnenos a los pies de tus elegidos cuando quie­
ras y como quieras, con tal que sea sin vergüenza y sin pecado, por tu

276
S í n t e s i s f i n a l d e la e u c a r i s t í a d e S a n t i a g o

Hijo único, nuestro Señor, Dios y Salvador Jesucristo, porque él es el


vínico sin pecado que ha aparecido sobre la tierra 2á,
... con el que tú eres bendecido y glorificado con tu Espíritu totalmente
santo, bueno y vivificante, ahora y siempre y por los siglos de los siglos.
AménZ5.

Esta forma de intercesión final es la más desarrollada que ha­


llamos en liturgia alguna de 'la época patrística. Como ya dijimos a
propósito de la liturgia egipcia, cuyas formas tardías (particu­
larmente en la epiclesis y en estas intercesiones y conmemoraciones
que la siguen en Siria) recibieron ciertamente influencia de la
eucaristía siria occidental, estas intercesiones son el elemento que
durante largo tiempo' se mantuvo más maleable en las oraciones
eucarísticas (como en la liturgia judía). Pero el estado en que nos
ha sido transmitida la liturgia de Santiago, comprendida esta parte,
se había alcanzado ya a mediados del siglo v, pues las traducciones
siríacas utilizadas por los jacobitas monofisitas de Siria lo atestiguan
poco más o menos en todos los detalles. Esta gran súplica, todavía
mucho más desarrollada que la de las Constituciones apostólicas,
debido a la influencia de Siria en todos los peregrinos (a los que
hemos visto que hace alusión esta oración) parece haber marcado
casi en todas partes las letanías de intercesión que el mismo Occi­
dente romano había de tomar de Oriente en lo sucesivo. Pero la
fórmula jerosolimitana, en esta parte como en las dos precedentes,
conserva su color propio, hecho de una retórica particularmente
calurosa, de un tono muy bíblico.
Sin embargo, si consideramos la eucaristía de Santiago en su
conjunto, nos llama inmediatamente la atención la limpidez de
su teología trinitaria, servida por un plan todavía mucho más
riguroso y exigente que el que podía observarse en la liturgia
del libro v m de las Constituciones apostólicas. Todos los duplicados,
todas las repeticiones de conceptos fueron desterrados de ella inexo­
rablemente. En ella se alaba al Padre por toda la creación, reunida
en esa «Iglesia de los primogénitos», que es designada como la
24. Aquí, como al final de la liturgia de san Marcos, se introdujo una conmemoración
de loa obispos en comunión con quienes se celebra. En e! texto de Santiago presentado
por B, M ercier se nombra a los cinco patriarcas. Esta conmemoración interrumpe visi­
blemente el curso de le. oración.
25. M ercieh , op. cit., p. 2Q8ss.

277
La eucaristía siria occidental

Jerusalén celestial. El Hijo es celebrado como aquel en quien y


por quien la divina economía de la misericordia infinita realizó el
designio de reunir y restaurar todas las cosas con miras a esta
glorificación. El Espíritu es invocado como aquel por quien la
obra del H ijo halla en nosotros su última consumación, ahora y
por la eternidad.
Pero hay que ver a qué precio fue pagada esta síntesis. La
anamnesis, centro de la eucaristía cristiana primitiva, debió para ello
disolverse y verterse en 'la acción de gracias por la historia de la
salvación, que originariamente era su introducción. De aquí resulta
que la epiclesis, que en un principio no era sino un desarrollo
de la anamnesis, se desprendió de ésta para adquirir una amplitud
y una independencia que la ponen completamente en paralelo con
la evocación del Padre como creador y del Hijo como redentor.
Esto hace pensar en la fórmula de san Gregorio Nacianceno, que
decía que la revelación del Padre era asunto del Antiguo Testamen­
to; la del Hijo, del Nuevo; la del Espíritu, de la Iglesia. La idea es
bella, pero no deja de ser algo facticia. En realidad, las personas
divinas no se revelan separadamente. El Padre no se revela como
Padre sino en el Nuevo Testamento y en la historia de la Iglesia.
En cambio, una vez llevada a cabo la obra divina, el Espíritu se
descubre en acción desde el comienzo de la creación y de la reden­
ción, cuando el Hijo estaba ya latente en todas las cosas, como
una sombra producida anticipadamente antes de tomar cuerpo en
ellas y de transfigurarlas con su presencia. Por consiguiente, tales
dicotomías, o tricotomías, por satisfactorias que sean para el espí­
ritu lógico, son peligrosas para una teología y una espiritualidad
vivas. Esto se aplica ya en cierta medida en la liturgia de las Cons­
tituciones apostólicas. Pero este defecto se acusa aún más en el
caso de la liturgia de Santiago, que lleva el esquematismo hasta a re­
servar al Padre la creación sola, al H ijo únicamente la redención y
al Espíritu únicamente la santificación.
Sin embargo, no por ello deja de ser cierto que esta misma
eucaristía, pese a la consumada helenización de su forma, así como
del pensamiento que la subtiende, está notablemente próxima a la
eucaristía primitiva. Está enteramente atravesada, hasta la expansión
de la oración de intercesión en la tercera parte, por el arranque

278
I
Síntesis final de la eucaristía de Santiago

doxológico, tan fundamental en toda eucaristía. En ninguna parte


^ se expresa tan poderosamente desde el comienzo ni está tan cons-
I tantemente sostenido a través de todo el desarrollo, el tema de la
j glorificación universal de Dios. No menos llama la atención, desde
' este punto de vista de la fidelidad a los orígenes, la manera como
i todo está centrado en la confesión exultante de la misericordia
1 divina, hasta los desarrollos de la epiclesis y de las intercesiones,
j Dos ecos de la oración judía «con un amor abundante», que seguía
I a la qedusah, parecen resurgir aquí en forma sorprendente. Este
t amor, esta misericordia, que culminan en la manifestación de la pa­
ternidad de Dios para con sus elegidos, vienen a ser como la llave
que introduce al Salvador y su obra en el centro de la eucaristía
t cristiana.
Hay también que subrayar un hecho paradójico, que muestra
1 admirablemente cómo la más innegable helenización de la forma
y del fondo de un texto tradicional no significa por ello la evapo­
ración y la transmutación de su contenido primero. Con demasiada
facilidad se suele oponer a la espiritualidad judía, centrada en la
1 vida, la espiritualidad helénica o helenizada, centrada en el cono-
J cimiento. Una observación incitante, pero que recomienda la mayor
prudencia en las generalizaciones de este estilo: las más antiguas
oraciones cristianas de la eucaristía, siguiendo a las oraciones judías,
en la alabanza anterior al sane tus son acciones de gracias por el co-
i nocimiento, y vuelven todavía a este tema en la alabanza que pre-
¡ cede a la anamnesis, aunque esta segunda acción de gracias está
dominada por la vida, asociándole los temas del conocimiento de
la ley y del nombre divino. Por el contrario, la eucaristía de San­
tiago, por muy helenizada que esté, es de un extremo a otro, y
desde su primera parte, una acción de gracias por la vida, en la
que el conocimiento no aparece sino en fugitivas alusiones y única­
mente en la segunda parte.
Con todo, hay que reconocer que se desvía, todavía más pro­
fundamente que la eucaristía misma de las Constituciones apostó­
licas, de los modelos judíos o judeocristianos que les suministraron
la sustancia. La eucaristía pseudoclementina, en su primera parte,
i guardaba todavía, con el predominio de los temas de la luz y del
| conocimiento, una acción de gracias por la historia de la salvación

I 279
La eucaristía siria occidental

en el Antigua Testamento, ligada a la acción de gracias por la crea­


ción. Así también su segunda parte, que daba gracias por la vida
renovada en la consumación de la historia de la salud, que rema­
taba en la encarnación redentora, evitaba todavía atraer a sí el
relato de la institución eucarística. Este seguía incorporado a la
anamnesis, de la que la epiclesis, por muy elaborada que estuviera
ya, no era en todo caso más que un apéndice. Por el contrario, en
la eucaristía de Santiago el relato de la institución fue absorbido
en la acción de gracias por la encamación redentora, y ahora es
la anamnesis la que no pasa de ser un apéndice, en el que acaba la
acción de gracias, y el incentivo para una epiclesis venida a ser
prácticamente independiente. En cambio, aquí como en el libro v m
de las Constituciones apostólicas, la atracción a continuación de la
anamnesis, de todas las fórmulas sacrificiales, reducidas explícita­
mente a no ser más que una expresión del memorial primitivo,
restituye la unidad de la perspectiva original de la eucaristía : no
sacrificio y memorial, sino sacrificio en cuanto memorial.

280
Capítulo IX

LA FORMA CLÁSICA DE LA EUCARISTÍA BIZANTINA

La liturgia asntioquena de los doce apóstoles

La liturgia de Santiago, pese a su popularidad universal durante


algún tiempo en Oriente, había de ser suplantada con bastante ra­
pidez por liturgias emparentadas con ella. Éstas parecen ser meras
reducciones y refundiciones, si ya no de esta misma liturgia, por lo
menos de liturgias análogas y de las que puede darnos alguna idea
la del libro v m de las Constituciones apostólicas. Son las liturgias
atribuidas a san Juan Crisóstomo y a san Basilio respectivamente1.
Una y otra serían adoptadas por la gran Iglesia de Constantinopla
y en particular por influjo de ésta, que no tardó en ser preponde­
rante, ocuparían casi en todas partes el puesto de la liturgia de
Santiago, como también en Egipto el de la liturgia de san Marcos.
La liturgia llamada de san Juan Crisóstomo parece haber sido
en un principio sencillamente la liturgia utilizada en Antioquía
cuando el santo ejercía allí su ministerio sacerdotal y luego episco­
pal. Es posible que la transportara consigo a Constantinopla, de
donde había de irradiar a todo el mundo de habla griega. No parece
que él fuera su autor, sino únicamente su revisor. Esta revisión se
acusa en cierto número de fórmulas que llevan 'la huella de sus per­
sonales preocupaciones teológicas. Es posible que juntamente con
estas adiciones efectuara también algunas abreviaciones. Lo que
1, Cf. I , H anssens, In s titu tio n e s litú rg ic a s, tomo m , parte segunda, p. 569&s. B i­
bliografía en S auget, op. cit., p. 51-52.

281
La forma clásica de ¡a eucaristía bizantina

hace pensar en esto es la existencia de una liturgia, hoy día conser­


vada en siríaco a la vez por los sirios jacobitas, o unidos con Roma,
y por los maronitas, y que lleva el nombre de liturgia de los doce
apóstoles. Ésta parece proceder de un texto griego anterior de la
liturgia llamada de san Juan Crisóstomo, en el que no figuraban
estas adiciones que llevan su sello, mientras que se hallan en cam­
bio algunas fórmulas, ciertamente muy antiguas, que han desapa­
recido en el texto atribuido al santo8.
Esta liturgia de los doce apóstoles nos permite llegar al texto
de una liturgia breve de Antioquía, innegablemente emparentada
con el texto atribuido a Santiago, pero que en diferentes pimíos se
aproxima más a la liturgia de las Constituciones apostólicas23. Vea­
mos en primer lugar la parte de esta liturgia que va hasta el sane tus:

E l amor de Dios Padre, la gracia del H ijo único y la comunicación del


Espíritu Santo estén con todos vosotros.
— Y con tu espíritu.
Levantemos los corazones.
— Los tenemos levantados hacia el Señor.
Demos gracias al Señor.
— Es digno y justo.
Es digno y justo adorarte y glorificarte, pues tú eres el Dios verda­
dero, con tu H ijo único y el Espíritu Santo. Tú nos sacaste de la nada
al ser, de la caída tú nos levantaste y no cejaste hasta hacemos subir
al cielo a fin de que obtuviéramos el reino venidero. Por todo esto te
damos gracias a ti, a tu H ijo único y al Espíritu Santo, Ante tí y en torno
a ti están los querubines de múltiples ojos y los serafines de seis alas. Éstos
te glorifican y alaban, con todos ios demás poderes celestiales, con una
voz que no calla nunca, y, en cantos que no cesan, proclaman y cantan:
Santo, santo, santo el Señor sabaoth. E l cielo y la tierra están llenos de
tu gloria. Hosanna en los lugares altísimos. Bendito sea el que viene y
que vendrá en el nombre del Señor nuestro Dios. Hosanna en los altísi­
mos lugares.

Esta parte parece una forma breve de un texto análogo al de


Santiago, pero en el que la mención central de la Jerusalén celestial

2. Cf, H . E ngberxhiíg, D ie syrische Anaphora der Z w o lf Aposte!, en O riens chris-


tü tn vS f 1937, p. 213ss.
3. E n n u estra traducción seguirem os Ja edición del P. A, R aes , Anapkorae syriacae,
Roma 1940, vol. i, fase, 2, p. 2 l2 ss. E l texto de base de esta edición, es u n m anuscrito
del siglo x (Britisk museum, n,° 286).

282
La liturgia antioquena de los doce apóstoles

es sustituida por la del reino celestial y escatológico. A decir ver­


dad, podemos ya preguntarnos si este texto es una forma abreviada
del de Santiago, o si no es más bien una forma breve de un texto
análogo, pero anterior, que había de adoptar en Jerusalén ciertas
características locales. Lo que sigue refuerza esta impresión, como
vamos a verlo.
Pasemos a la segunda parte, hasta la anamnesis:

Tú eres santo y totalmente santo, con tu H ijo único y el Espíritu Santo.


T ú eres santo y totalmente santo en la majestad de tu gloria. T ú amaste
al mundo hasta darle tu H ijo único a fin de que quien crea en él no pe­
rezca, sino que tenga la vida eterna; [tu Hijo] que vino y que, habiendo
cumplido toda la economía instituida para nosotros, en la noche en que
fue entregado, tomó pan en sus manos santas y sin mancha, y habiéndolas
levantado al cielo lo bendijo, lo santificó y lo partió, luego lo dio a sus
discípulos y apóstoles diciendo: Tomad, comed de él todos, esto es mi
cuerpo, roto y dado por vosotros y por muchos para remisión de los pe­
cados y para la vida eterna. Asimismo el cáliz, habiendo cenado, mezcló ei
vino y el agua, dio gracias, lo bendijo, lo santificó y después de haberlo
gustado, lo dio a sus discípulos y apóstoles diciendo: Tomad, bebed de él
todos, esto es la sangre de la nueva afianza, derramada por vosotros y por
muchos, y distribuida para remisión de los pecados y para la vida eterna.
Haced esto como memorial de mí. Cada vez que comiereis este pan y be­
biereis esta copa, anunciaréis mi muerte y confesaréis mi resurrección
hasta que yo venga.
[El pueblo responde:] Tu muerte, ¡Señor! Confesamos tu resurrección
y aguardamos tu retomo.
[El celebrante continúa:] Haciendo memoria, Señor, de tu saludable
prescripción y de toda la economía instituida para nosotros: de tu cruz,
de tu resurrección de entre los muertos, de tu ascensión al cielo, de tu
sesión a la diestra de la majestad del Padre, de tu parusía, en la que ven­
drás con gloria a juzgar a los vivos y a los muertos, y a dar a cada uno
según sus obras con compasión, tu Iglesia y tu grey te suplican, y por ti
y contigo suplican a! Padre diciendo: Ten piedad de mí. [El pueblo re­
pite: Ten piedad de nosotros], Y nosotros también, que hemos recibido tus
gracias, te damos gracias por todo y por todos.
[El pueblo: Te alabamos.]

Lo más notable en esta parte es que está centrada, como en la


eucaristía de Santiago, en la evocación del amor misericordioso
que nos salvó. Pero aquí, como en los textos posteriores, esta evo­
cación toma la forma de una cita, puesta en segunda persona, del

283
La forma clásica de la eucaristía bizantina

evangelio según san Juan (3,16). Y ahora ya esta evocación, en la


línea de la tradición, absorbe toda la acción de gracias por la re­
dención. Inmediatamente después pasamos, con una sola frase de
enlace, al relato de la institución. Aquí es provocada la anamnesis
por la misma amplificación, de origen paulino, del «Haced esto
como memorial de mí», que hemos hallado en Santiago puesta en
boca de Cristo, en primera persona. La anamnesis, al igual que en
esta otra liturgia, se orienta hacia la epiclesis, con una invocación
de la misericordia divina. Pero aquí descubrimos una particularidad
que parece muy arcaica. Como en la eucaristía de Adday y de Mari,
la anamnesis se dirige no al Padre, sino al Hijo. Quizá es todavía
más sorprendente que no aparezca todavía ninguna fórmula sacri­
ficial. Pasemos a la epiclesis y a las oraciones que la siguen:

[El diácono dice:] ¡E n silencio y con temor!


[El celebrante continúa:] Te rogamos, Señor todopoderoso y Dios de
las potestades, prosternándonos delante de ti, que envíes tu Espíritu sobre
las ofrendas presentadas y nos manifiestes que este pan es el cuerpo santo
de nuestro Señor Jesucristo; esta copa, la sangre de este mismo Jesucristo,
nuestro Señor, a fin de que todos los que gusten de ellos obtengan la vida
y la resurrección, la remisión de los pecados, la curación del alma y del
cuerpo, la iluminación del Espíritu y la seguridad delante del tremendo
tribunal de tu Cristo. Nadie de tu pueblo se extravíe, Señor; haz que
seamos todos dignos de servirte en la tranquilidad, de permanecer en tu
servicio todo el tiempo de nuestra vida, de gozar de tus misterios celes­
tiales, inmortales y vivificantes, por tu gracia, tu misericordia y tu com­
pasión, ahora, siempre y por los siglos de los siglos.
[Amén del pueblo.]
Te ofrecemos, Señor todopoderoso, este sacrificio espiritual por todos los
hombres, por tu Iglesia católica, por los obispos que dispensan la palabra
de verdad, por mi indignidad, por los sacerdotes y los diáconos, por todos
los creyentes de la región, por todo el pueblo de los fieles, por un tiempo
favorable y por los frutos de la tierra, por los que han presentado estas
ofrendas, por los que son nombrados en las santas Iglesias... Otorga a
cada uno el auxilio que necesita.
A nuestros padres y hermanos que murieron en la verdadera fe, otór­
gales la gloria divina el día del juicio; no entres en litigio con ellos, pues
ningún viviente es inocente delante de ti: sólo uno fue hallado sin pecado
en la tierra, tu H ijo único, nuestro Señor Jesucristo, el gran purificador
de nuestra raza, por quien esperamos hallar misericordia y remisión de los
pecados, para nosotros y para ellos.

284
Liturgia de san Juan Crisóstomo

[£7 pueblo responde:] Perdona, borra nuestros pecados. Hacemos me­


moria en primer lugar de la santa Madre de Dios, la siempre Virgen Ma­
ría, de los santos apóstoles, de los mártires que resplandecen con su victoria
y de todos los santos que te fueron agradables. Por su oración y su inter­
cesión presérvanos del mal, y sea sobre nosotros tu misericordia, en este
mundo y en el venidero, a fin de que glorifiquemos tu nombre bendito, por
Jesucristo y el Espíritu Santo.
íh l pueblo concluye:] Como era en todo tiempo y por los siglos de
los siglos.

Aquí nos hallamos de nuevo en presencia de detalles arcaicos.


El término de ofrenda y el de sacrificio aparecen una sola vez cada
uno, el primero en la epiclesis y el segundo al comienzo de las in­
tercesiones. La venida del Espíritu Santo se pide, no como en San­
tiago para que haga de los elementos el cuerpo y sangre de Cristo,
sino, como en las Constituciones apostólicas, para que manifieste
que lo son, produciendo en los participantes todos los efectos del
misterio. Igualmente la epiclesis, en lugar de esbozar directamente
las oraciones que siguen (y que son de notable concisión), guardó
su conclusión propia,

De la liturgia de los doce apástales a la liturgia de san Juan


Crisóstomo

La comparación de este texto con el texto propagado hoy bajo


el nombre de san Juan Crisóstomo es de lo más interesante. Note­
mos que la primera fórmula del diálogo fue tomada a la letra del
texto paulino (salvo menudas diferencias), lo que parece ser un
primer signo de una preocupación teológica por volver a la letra
de las citas escriturísticas, y no tanto un arcaísmo. Veremos de
ello una manifestación mucho más espléndida en toda la eucaristía
de san Basilio, como también en otras análogas.
Aparte de esto, veamos la forma que adoptó la primera parte de
la oración eucarística;

Es digno y justo cantarte con himnos, darte gracias, adorarte en todo


lugar de tu soberanía: porque tú eres [eí] Dios inefable, inconcebible,
invisible, incomprensible, que es siempre, siempre el mismo, tú y tu Hijo

285
La forma clásica de la eucaristía bizantina

único y tu Espíritu S anto; tú nos sacaste de la nada al ser, de la caída


tú nos levantaste, y no cejaste hasta hacernos subir al cielo a fin de que
obtuviéramos el reino venidero. Por todo esto te damos gracias a ti, a tu
Hijo único y a tu Espíritu Santo, por todos tus beneficios, los que cono­
cemos y los que no conocemos, por los manifiestos y por los ocultos; te
damos gracias también por este servicio (Xei-roupYtas), que te suplicamos
aceptes de nuestras memos, aunque millares de arcángeles te asisten y decenas
de millares de ángeles, los querubines y los serafines de seis alas, de múl­
tiples ojos, lanzándose, volando, proclamando, clamando y diciendo: Santo,
santo, santo, Señor sabaoth; el cielo y la tierra están llenos de tu gloria;
hosanna en los altos lugares; bendito sea el que viene en el nombre del
Señor; hosanna en los altos lugares*.

Es evidente que el texto siríaco que precede traduce un texto


griego prácticamente idéntico con el que acabamos de traducir,
aparte la serie de adjetivos que hemos puesto en cursiva al co­
mienzo, y la otra expansión del final, en la que hay que notar par­
ticularmente la introducción, bastante curiosa en este lugar, de una
fórmula sacrificial, sobre la que todavía volveremos.

Con ellos también nosotros, Señor de las potestades, que amas a los
hombres, proclamamos y decimos: T ú eres santo y totalmente santo, así
como tu Hijo único y tu Espíritu Santo; tú eres santo y totalmente santo, y
majestuosa es tu gloria, tú que tanto amaste al mundo-, que le diste a tu
H ijo único, a fin de que quienquiera que crea en él no perezca, sino que
tenga la vida eterna [tu Hijo,] que vino y, habiendo cumplido toda la eco­
nomía instituida por nosotros, la noche en que él mismo se entregó, tomó
pan en sus manos santas, puras y sin mancha, dio gracias, lo bendijo, lo
partió y lo dio a sus santos discípulos y apóstoles diciendo: Tomad, co­
med, esto es mi cuerpo para vosotros; igualmente el cáliz, después de haber
cenado, diciendo: Bebed todos de esto, esto es mi sangre de la nueva
alianza, derramada por vosotros y por muchos para remisión de los pe­
cados. [Ei pueblo responde: Amén.]
Haciendo, pues, memoria de ésta su saludable prescripción y de todo
lo que tuvo lugar por nosotros, de la cruz, de la sepultura, de la resurrección
al tercer día. del retorno a los cielos, de la sesión a [tu] diestra, de la
segunda y gloriosa parusía, ofreciéndote lo que es tuyo, de lo que es tuyo,
en todo y por todo...
[£1 pueblo continúa:] ...T e cantamos, te bendecimos, te damos gracias,
Señor, y te rogamos, ¡ Dios nuestro!5.
4. B right MAíí, op. cit., p. 321ss. El texto seguido es el del Codex B atberini, de
comienzos del siglo ix .
5. B rightmax, op. cit., p. 324ss.

286
Liturgia de san Juan Crisóstomo

Esta vez volvemos a notar con la desaparición del paso de la


primera a la segunda persona de la Trinidad en el encabezamiento
de la oración, la sustitución de la simple invocación de la piedad
divina por una fórmula sacrificial (próxima a las halladas en Roma
y en Alejandría), por ¡o demás perfectamente expresiva del sentido
originario del memorial. Pero lo que es extraordinario y constituye
un hecho tínico en la historia de la liturgia es que la anamnesis no
se apoya ya en la palabra de C risto: «Haced esto com o memorial
de mí.» Mientras que estas palabras, en la liturgia siria de los doce
apóstoles, como en la de Santiago, se veían extendidas y precisadas
por contaminación con las palabras de san Pablo (en lCor 11,26),
citadas ya por la liturgia de las Constituciones apostólicas, aquí han
desaparecido por completo.
Te ofrecemos todavía este culto espiritual (Aoyi>cí¡v) e incruento y te
invocamos, te rogamos, le suplicamos envíes tu Espíritu Santo sobre nos­
otros y sobre estos dones presentados, y hagas de este pan el precioso
cuerpo de tu Cristo, cambiándolo por tu Espíritu Santo [Amén], y de lo
que hay en esta copa, la preciosa sangre de tu Cristo, cambiándola por tu
Espíritu Santo [Amén], de modo que para los que participan de ellos sean
para la sobriedad (víjóiv) del alma, la remisión de los pecados, la comuni­
cación de tu Espíritu Santo, la plenitud del reino, el libre acceso (ttappvjaíav)
cerca de ti, y no para el juicio o la condenación.
Te ofrecemos también este culto espiritual por los padres, los patriarcas,
los profetas, los apóstoles, los predicadores, los evangelistas, los confe­
sores, los continentes que entraron en el reposo en la fe y por todo justo
consumado en la fe, por encima de todo por la totalmente santa, pura, hi-
pergloriosa y bendita nuestra Señora, la madre de Dios y siempre virgen
Alaría, san Juan, el precursor y bautista, y los santos apóstoles, dignos de
todo elogio (7rau£u<pf)(Xíüv) y el santo N., del que hacemos memoria, y todos
los santos, por cuyas oraciones dígnate, ¡oh Dios!, protegernos. Acuérdate
también de todos los que se durmieron en la esperanza de la resurrección
de vida eterna y dales el descanso allí donde irradia (ÉTmxotrei) la luz
de tu rostro.
Te invocamos todavía, Señor, rogándote te acuerdes de todo el episcopado
ortodoxo que dispensa la palabra de tu verdad, de todo el presbiterado,
del diaconado en Cristo y de todo orden sagrado.
Te ofrecemos todavía este culto espiritual por la tierra habitada, por la
santa Iglesia católica y apostólica, por los que pasan su vida en la pureza
y la santidad, por los que están en las montañas, en las cuevas y en las ca­
vidades de la tierra, por el rey fidelísimo, por la reina que ama a Cristo,
por todo su palacio y su ejército: dales, Señor, un reinado apacible, a fin

287
La forma clásica de la eucaristía bizantina

de que en esta quietud pasemos una vida sosegada y tranquila en toda


piedad y santidad. Acuérdate, Señor, de la ciudad donde vivimos y de toda
ciudad y poblado, asi como de los que en ellos moran con fe.
En primer lugar acuérdate, Señor, de nuestro arzobispo N.
Acuérdate, Señor, de los que navegan, de los que viajan, de los que
están enfermos, lisiados o cautivos, y de su salvación.
Acuérdate, Señor, de los que llevan fruto y hacen el bien en tus santas
Iglesias, y que se acuerdan de los pobres, y envía sobre todos nosotros tus
misericordias, y danos que con una sola boca y un solo corazón glorifique­
mos y cantemos con himnos tu nombre preciosísimo y majestuoso, del
Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, ahora y siempre, por los siglos
de los siglos. Amén *.

Aquí comienza la epiclesis con una tercera fórmula sacrificial


ausente de la anáfora siríaca, pero que parece tomada de la anam­
nesis de Santiago. Como la epiclesis de esta última, pide no sola­
mente que el Espíritu manifieste que el pan y el vino son el cuerpo
y ¡a sangre de Cristo, sino que haga de ellos este cuerpo y esta
sangre. Por primera vez vemos introducirse esta puntualiza-
ción suplementaria: «Cambiándolos (psxapáXXínv) por tu Espíritu
Santo.» Esto constituye la primera introducción de una fórmula
de teología técnica, en una oración eucarística. Se halla igualmente
en el texto, venido a ser clásico, de san Basilio.
También como en Santiago, la epiclesis se prolonga sin solución
de continuidad en las intercesiones, para rematar finalmente en la
doxología del nombre divino.
Las adiciones que hemos puesto en cursiva al comienzo plan­
tean diversos problemas.
L,a serie de adjetivos que subrayan la trascendencia concuerda
demasiado exactamente con las preocupaciones de san Juan Cri-
sóstomo en su De incognoscibüitate Deij para no provenir de su
pluma. Aquí no hay que ver precisamente, como lo han imaginado
no pocos comentaristas modernos de este tratado, una influencia
de los misterios paganos o del neoplatonismo, sino más bien la reac­
ción muy viva, inaugurada por los Capadocios, contra el arrianismo
de los arríanos anomeos, como Eunomio, que pretendía poder redu­
cir a un concepto adecuado la esencia divina. La misma preocupa­
ción bíblica pudo suscitar la insistencia en los beneficios invisibles
6. B r ig h t m a n , op. cit., p. 329ss.

238
Liturgia de san Basilio

de Dios y la reintroducción de una mención más extensa de ¡os se­


res angélicos.
En cuanto a la fórmula sacrificial añadida antes del sanctus, en
este punto preciso no tiene antecedente tradicional. En sustancia,
puede venir ya de Hipólito, ya de una tradición recogida por él
mismo.

Lo liturgia de san Basilio

Hoy día se utiliza en el mundo bizantino o en el mundo que


recibió su influencia una anáfora posterior, sin duda, a la de los
doce apóstoles, pero ciertamente anterior a la refundición de ésta,
que acabamos de estudiar. Es la atribuida a san Basilio de Cesárea.
Su texto actual, comparado con diversos estados anteriores que
se pueden descubrir a través de una versión siríaca antigua, de una
versión armenia seguramente del siglo v y finalmente de la redac­
ción todavía más antigua que todos estos documentos y que se nos
ha conservado en Egipto tanto en griego como en copto y en etió­
pico, plantea un delicado problema crítico. Dom Engberding, que
se ha aplicado a este problema, y al que sigue particularmente
Baumstark, piensa que el texto egipcio debe ser el de una antigua
anáfora capadocia que Basilio habría refundido ulteriormente y
que luego habría sido todavía desarrollada7. Hanssens pone en
duda esta teoría, pensando que la atribución a san Basilio del texto
que los egipcios conocieron en fecha muy temprana, sería incom­
prensible si se tratara simplemente de un texto que hubiera servido
de base a su propia composición 8. Nosotros, por nuestra parte, nos
inclinaríamos a pensar que esta forma, la más antigua que nos es
accesible, es ya producto de una sintesis muy personal, que Basilio
mismo, un poco más tarde, pudo haber rellenado más y que habría
sido todavía completada después de é!, aunque sin alteraciones o
transformaciones sustanciales.
Sea de ello lo que fuere, la anáfora que lleva su nombre, intro­
ducida en fecha temprana en Egipto (quizá por él mismo en un

7. Cf. H. E ngberding, Das euckaristische Hochgebet der BasiliusliturgU, M ünster


de W estfalia 1931, y A„ B aumstark» Lihirgie comparée, p. 58ss,
8. I. H awssens, Institutiones ¡iturgicae, t, m , parte segunda, p. 578

289

B ouyer, eucaristía 19
La forma clásica de la eucaristía bizantina

viaje que hizo a este país) en su forma primera, debía poco después,
seguramente ya bajo una forma más larga, ser transportada a Cons-
tantinopla, probablemente por un obispo también originario de
Capadocia y que muy bien habría podido ser su amigo, san Gre­
gorio Nacianceno. En todo caso es cierto que se estableció allí mu­
cho antes que la anáfora atribuida a san Juan Crisóstomo. De allí
se propagaría a todo el Oriente antes de verse, poco a poco, su­
plantada por esta última.
Es probable que la eucaristía de Basilio, al igual que la de ios
doce apóstoles, fuera primero la condensación de un texto más co­
pioso, pero que parece haber sido más afín que el de Santiago al del
libro v m de las Constituciones apostólicas. Exactamente como su­
cedió con el texto llamado de los doce apóstoles, esta fórmula breve
sufrió, sin embargo, a su vez un proceso de ampliación que había
de rematar en la forma recibida hoy día en la liturgia bizantina.
Pero, ya en su forma breve y a través de sus sucesivas ampliacio­
nes, parece haber respondido a un designio consciente de producir
una eucaristía de factura lo más bíblica posible. Ya la eucaristía
del libro vxii de las Constituciones apostólicas y más aún la de San­
tiago habían incorporado a su texto más de una cita bíblica. Pero
parece que san Basilio fue eí primer redactor de una oración euca-
rística que tratara de emplear únicamente fórmulas literalmente
bíblicas. No podría hallarse mejor confirmación de la ley, paradó­
jica sólo en apariencia, sentada por Baumstark: cuando un texto
litúrgico reproduce textualmente fórmulas bíblicas, esto es señal,
no de antigüedad, sino de elaboración tardía5.
El hecho es que todos los textos litúrgicos antiguos, en la me­
dida en que son contemporáneos, si no de la redacción, por lo me­
nos de la canonización de los textos del Nuevo Testamento, no ma­
nifiestan la menor tendencia a atarse a sus expresiones, y ni si­
quiera a citarlos ocasionalmente. Con las primeras grandes liturgias
sirias occidentales — y esto es una confirmación de su fecha rela­
tivamente tardía— se insinúa el primer esfuerzo por inspirarse
literalmente en los textos bíblicos. Pero para hallar una eucaristía
que no pase de ser un mero centón bíblico, hay que llegar a san9

9, B aumstark , op. cit,, p. 65.

290
Liturgia de san Basilio

Basilio, de quien conocemos ia apasionada adhesión a un estudio


bíblico minucioso, inspirado por Orígenes.
Los ejercicios de este género, en los que nos veríamos tentados
a no ver más que pasatiempos laboriosos, pero de una puerilidad
bárbara, encantaban a los letrados de la época. Después de haber
compuesto relatos evangélicos en forma de centones homéricos o
virgilianos, cuando ia Biblia griega se impusiera a su vez como el
primer monumento literario de una cristiandad helenizada, se aca­
baría por fabricar recíprocamente nuevos textos, plasmando por
el mismo procedimiento fórmulas tomadas de los libros inspirados ls.
Pese al carácter particularmente facticio que tal procedimiento de
composición podía dar a la eucaristía de san Basilio, la familiaridad
que el santo tenía con la Escritura y que se extendía hasta a los
temas y no sólo' a la corteza de las palabras, unida a! poder de sín­
tesis de su pensamiento, hizo de su texto uno de los más bellos
formularios de la tradición. Su plan trinitario, al igual que en
Santiago, es impecable, pero la abundancia del material bíblico uti­
lizado de manera tan sagaz, le da más flexibilidad y vida, contraria­
mente a lo que se hubiera podido temer. El resultado es una mag­
nífica letanía de todos los títulos y de todas las atribuciones de las
personas divinas en la Biblia, a través de la cual se transparenta la
gran visión origeniana de la economía de 'la salud, corregida por san
Atanasio y sus sucesores.
Vamos a presentar este texto en su forma completa, desde hace
mucho tiempo en uso en el rito bizantino, aunque poniendo en
cursiva las fórmulas añadidas al texto de san Basilio tal como cree
poder reconstituirlo dom Engberdíng, y en negritas el estado pri­
mitivo al que llegamos gracias a las fórmulas egipcias.

Tú que eres dueño, Señor, Dios, Padre todopoderoso, adorable, (cuán


digno y conveniente es a la majestad de tu santidad alabarle, cantarle
con himnos, bendecirte, adorarte, darte gracias, glorificarte, a ti que
eres el único realmente Dios (SvTfcic; ovra GeÓv), y ofrecerte con corazón
contrito y espíritu humillado éste nuestro culto razonable, pues tú eres
quien nos dio a conocer tu verdad. Y ¿quién es digno de alabar tus pro­
digios (SuvoOTTeíag), de hacer oir todas tus alabanzas?, ¿o de narrar tus10

10. Cf. P. de L abriolle, H ts taire de la Httératnre latine chrétiemte, París 31947,


t. n , p. 480-481.

291
La forma clásica de la eucaristía bizantina

maravillas en todo tiempo? Señor de todas las cosas, Señor del cielo,
de la tierra y de toda criatura visible e invisible, tal como está» sentado
en un trono de gloria y que penetra con tu mirada basta los abismos,
sin principio, invisible, incomprensible, indescriptible, inmutable, Padre de
nuestro Señor Jesucristo, del gran Dios y Salvador de nuestra esperanza,
que es la imagen de tu bondad, la impronta (crtppaySs) igual a su modelo,
que te muestra en sí mismo a ti, el Padre; [que es él] Logos viviente,
Dios verdadero antes de los siglos, sabiduría, vida, santificación, poder,
luz verdadera, por el que (rrocp’o!>} fue manifestado el Espíritu Santo, el
Espíritu de verdad, el don de la filiación, la prenda de nuestra herencia
futura, primicia de los bienes eternos, el poder vivificante, la fuente de la
santificación, por quien (7tap’o3) toda criatura racional (Xoyixf]) y espi­
ritual es hecha capaz de darte culto y te tributa la glorificación eterna,
porque todas las cosas están a tu servicio. Porque a ti alaban los ángeles,
los arcángeles, los tronos, las dominaciones, los principados, las auto­
ridades, las potestades y los querubines de múltiples ojos; te rodean
los querubines, de los que cada uno tiene seis alas, con dos de las cua­
les se cubren el rostro, con dos los pies y con dos vuelan, claman los unos
a los otros con bocas que no se fatigan, en doxologías que no callan,
clamando, proclamando, gritando el Himno de victoria y diciendo: Santo,
santo, santo, Señor sabaoth, el cielo y la tierra están llenos de tu gloria.
Hosanna en los lugares altísimos. Bendito el que viene en el Nombre
del Señor. Hosanna en los lugares altísimos.
Con estas potencias bienaventuradas, Señor que amas a los hombres,
también nosotros, pecadores, gritamos y decimos: ¡Cuán santo (ócyioq)
y totalmente santo eres tú!, y no hay medida para la majestad de tu
santidad, y [tú eres] santo en todas tus obras, porque todo lo dispusiste para
nosotros {bar¡yayzc, t¡[üv) en la justicia y en el juicio verdadero. En efecto,
habiendo hecho al hombre tomando polvo de la tierra, y habiéndolo
honrado con tu imagen, lo habías colocado en el paraíso de delicias
prometiéndole la inmortalidad de la vida y el goce de los bienes eternos
en la observancia de tus preceptos. Pero cuando te hubo desobedecido
a ti, Dios verdadero que lo había creado, y hubo sido seducido por el
engaño de la serpiente y murió en SUS propias transgresiones, lo expul­
saste en tu justicia, ¡oh Dios!, del paraíso a este mundo y lo hiciste volver
a la tierra de donde había sido sacado, disponiendo (ohcovag&v) para él
la salud [que vendría] de la resurrección (jraXiyyevsoíag) en tu Cristo
mismo : Porque no repudiaste para siempre tu obra, que tú habías hecho
en tu bondad, y no olvidaste la obra de tus manos, mas la visitaste de
múltiples maneras por las entrañas de tu misericordia, tú le enviaste [los]
profetas, realizaste milagros por tus santos que te fueron agradables en
todas las generaciones, nos hablaste por la boca de tus servidores, los
profetas, anunciándonos anticipadamente la salud venidera, tú diste la
ley para socorrernos, estableciste los ángeles para guardarnos. Pero cuan-

292
Liturgia de san Basilio

do vino la plenitud de los tiempos, nos hablaste por tu mismo Hijo,


por quien habías también creado los siglos. Él, que es el esplendor de tu
gloria y la forma de tu sustancia, que sostiene todas las cosas con la pa­
labra de su poder, no consideró como rapiña la igualdad contigo. Dios
y Padre, pero, siendo Dios antes de los siglos, fue visto en la tierra y
vivió (ouvwvEOTpácp-?)) entre los hombres, y habiendo tomado carne de
una Virgen santa, se anonadó (sxévwaev) a sí mismo tomando la forma
de siervo, habiéndose hecho conforme al cuerpo de nuestra humildad a
fin de hacernos conformes a ¡a imagen de su gloría. Porque, como por un
hombre había entrado el pecado en el mundo, y con el pecado la muerte,
plugo a tu Hijo único, a él qne está en tu seno, Dios y Padre, nacido de
una mujer, ¡a santa Madre de Dios y siempre virgen María, nacida bajo
¡a ley, condenar el pecado en su carne, a fin de que nosotros, que estábamos
muertos en Adán, fuéramos vivificados en él mismo, tu Cristo. Habiendo
vivido como ciudadano de este mundo (ip.7roXiTeuoáij.£vo; tw xóauor to¿T<pj
dando las ordenanzas de la salud, desviándonos del extravío de los ídolos,
nos introdujo en el conocimiento de ti, verdadero Dios y Padre, habién­
donos adquirido para sí mismo como un pueblo que fuera el suyo, un
sacerdocio regio, una nación santa, habiéndonos purificado por el agua
y santificado por el Espíritu Santo, él mismo se entregó en compen­
sación a la muerte en la que estábamos retenidos, vendidos por el
pecado, y descendió a los infiernos (eíq áSrjv) por la cruz, a fin de
llenar todas las cosas de él mismo [o: de cumplir todas las cosas por sí
mismo], deshizo las ataduras de la muerte y resucitó al tercer día, y ha­
biendo abierto a la carne la vía de la resurrección de los muertos, como
no era posible que fuera dominado por la corrupción el dispensador de
la vida, vino a ser primicia de los que durmieron, primogénito de entre
los muertos, a fin de tener en todas las cosas la primacía, y, subido a los
cielos, se sentó a la diestra de tu majestad en los altos lugares, él que
vendrá a dar a cada uno según sus obras.
Sin embargo, nos dejó como un memorial (ólCOUVÍj¡iO!Ta) de su pa­
sión saludable, lo que nosotros te hemos presentado según sus propias
prescripciones. Porque cuando se dirigía a la muerte voluntaria, encomiable
(áolSifxovj y vivificante, la noche en que se entregó por la vida del mundo,
tomando pan en sus manos santas y sin mancha, habiéndotelo presen­
tado ( ) lo partió y lo dio a sus santos discípulos y apóstoles
diciendo: Tomad, comed, esto es mi cuerpo, partido por vosotros para
remisión de los pecados. Asimismo, tomando también la copa del fruto
de la vid, habiéndola mezclado, habiendo dado gracias, la bendijo, la
santificó y la dio a sus discípulos y apóstoles diciendo: Bebed de ella
todos, esto es mi sangre de la nueva alianza, derramada por vosotros
y por muchos para remisión de los pecados. Haced esto como memorial
de mí: porque cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa anun­
ciáis mi muerte y confesáis mi resurrección. Haciendo, pues, Señor,

293
La forma clásica de la eucaristía bizantina

nosotros también memoria de sus sufrimientos saludables, de su cruz


vivificante, de su sepultura durante tres días, de su resurrección de entre
los muertos, de su retorno a los cielos, de su sesión a tu diestra, Dios
y Padre, y de su segundo advenimiento glorioso y temible, te ofrecen
lo que es tuyo de lo que es tuyo, en todo y por todo, por causa de
esto, Señor totalmente santo, también nosotros, pecadores, tus ser­
vidores indignos, a los que has hecho dignos de Servir (^etTOupYEÜv) en tu
santo altar, no por causa de nuestras justificaciones, pues nosotros no he­
mos hecho nada bueno sobre la tierra, sino a causa de tus misericordias
y de tus compasiones que has derramado en abundancia sobre nosotros,
osamos acercarnos a tu santo altar y, proponiendo los símbolos (irpoafiévree;
xa ávxíxwra) del santo cuerpo y sangre de tu Cristo, te suplicamos y te
invocamos, Santo de los santos, por la benevolencia de tu bondad, que hagas
venir tu Espíritu Santo sobre nosotros y sobre estos dones que te pre­
sentamos, bendígalos, santifíquelos y preséntenos [en] este pan el
cuerpo mismo precioso de nuestro Señor, Dios y salvador Jesucristo,
y [en] esta copa la sangre misma preciosa de nuestro Señor, Dios y
salvador Jesucristo, derramada por la vida del mundo, cambiándolos por
tu Espíritu Santo. Y a nosotros todos, que participamos del pan único
y de la copa [única], únenos unos con otros en la comunión del único
Espíritu, y haz que ninguno de nosotros participe del cuerpo y sangre de
tu Cristo para el juicio y la condenación, sino que hallemos misericordia
y gracia con todos los santos que te fueron agradables en los siglos,
¡os antepasados, los padres; los patriarcas, las profetas, los apóstoles, los
heraldos, los evangelistas, los mártires, los confesores, los doctores y todo
espíritu justo consumado en la f e n .

Si se observan las variaciones que hemos introducido en la tipo­


grafía, se ve inmediatamente que las adiciones posteriores al último
texto de san Basilio son de poca importancia. Sólo se trata de al­
gunas amplificaciones retóricas, de breves fórmulas explicativas, o
de prolongación de las citas bíblicas. Aquí, como en el caso de la
anáfora de san Juan Crisóstomo, no hemos presentado las añadí-1

11. V éase B rigktman , op. cit., p. 3 2 lss., por lo que hace al texto Cf. H . E ngrer-
ding , op. cit., en cuanto a la separación de los diferentes estratos, así como p a ra el texto
alejandrino presemtado pot R e n a u d o t , op. cit., t. i, p. 64ss. Sobre el texto alejandrino de
san Basilio, cf. la bibliografía de S avget, op. cit., p. 82-83.
L as referen cias bíblicas son, en cuanto a lo esen cial:
Sal SO (seguimos aquí la num eración de los S eten ta), 19; Rom 12,1; cf. Rom 2,20;
Sal 25,7; D an 3,55; lT im 1,11; H eb 1,3; J n 14,8; l j n 1,1; J n 1,9; Rom 8,15; E f 1,14;
Sal 118,91; S a l 144,17; cf. Sal 88,15; G én 2; G en 3; Rom 8,10; G én 3,23; Gén 3,19;
H eb 1,1; G ál 4,4; H eb 1,1-3; F lp 2,6; B a r 3t3S; F lp 2,7 y 3,21; Rom 8,29; Rom 5,12;
J n 1,18; Rom 8,3; J n 17,3; IP e 2,9; Rom 7,14; Act 2,24; A ct 3,15; iC o r 15,20; Col
1,18; H eb 1,3; etc.

294
Liturgia de san Basilio

duras tardías con que se recargó la epiclesis. Pero nótese que el in­
ciso «cambiándolos por tu Espíritu», que hemos reproducido, apa­
rece ya como una interpolación (tomada sin duda del texto pre­
cedente), que en nuestro texto hace violencia a la gramática.
En cambio, si nos referimos a la forma más antigua del texto,
ilama la atención por su sobriedad (notable principalmente en la
parte que precede al sanctus), pero también ya por la riqueza bí­
blica de su mismo esquema. Todo el drama dél pecado y de la reden­
ción está resumido en la enajenación del hombre producida por el
pecado, que viene la muerte a acusar, y — gracias al «intercambio»
en que consiente C risto— en la reconstitución de la humanidad
en un pueblo que sea el suyo y que recobre la vida por esta recons­
titución. El bautismo se ve así evocado en conexión con la obra
redentora, y el Espíritu se ve introducido como aquel que, en el
misterio sacramental, nos comunica el efecto de lo que se realizó
en Cristo mismo. L,a epiclesis, en su forma elemental, introducirá
de nuevo al Espíritu como aquel que, «presentándonos» el cuerpo
y la sangre de Cristo bajo los «antitipos» del pan y del vino, nos
unirá unos con otros en un solo Espíritu (el texto egipcio puntuali­
zaba : «en un solo cuerpo y en un solo Espíritu»),
Esta tan notable continuidad del desarrollo, ya completamente
bíblica, y particularmente paulina, no quedará en modo alguno
esfumada por las amplificaciones aportadas por san Basilio. La an­
tología de citas bíblicas que insertará el santo no hará sino dar su
relieve a cada una de las personas divinas. De aquí resultará una
eucaristía no menos expresamente trinitaria que la de Santiago,
pero que se sustraerá al simplismo excesivamente lógico de ésta:
Padre-creación, Hijo-redención, Espíritu-santificación. Muy al con­
trario, la principal amplificación de san Basilio se introducirá desde
la primera parte o acción de gracias por la creación, de manera
que muestre cómo al principio de todas 'las cosas están unidos inse­
parablemente el Padre y el Hijo con el Espíritu Santo, aun en su
misma distinción. Uniendo la epístola a los Hebreos, el prólogo de
san Juan y los grandes textos cristológicos de san Pablo, se alaba
aquí ai Hijo como imagen viva del Padre, el Logos, en el que todo
él se expresa, la sabiduría vivificante que nos santificará y nos ilu­
minará. Viene a nosotros por sí mismo, según la enseñanza de los

295
La forma clásica de la eucaristía bizantina

dos grandes textos complementarios sobre el Espíritu, de las epís­


tolas a los Romanos y a los Gálatas — el Espíritu Santo que rea­
liza en nosotros esta santificación, cuyo fruto es nuestra participa­
ción en la propia filiación del Hijo. De ahí esa glorificación de Dios,
en la que desde ahora podemos entrar, como inauguración antici­
pada de la vida eterna en el Espíritu, cuya promesa constituye
Cristo.
Después del sancius, la acción de gracias por la redención se nu­
trirá de una visión de la economía salvadora, dominada por el texto
de los Filipenses sobre el anonadamiento del H ijo 12, compensador
de la codicia desordenada de Adán, y por el de los Gálatas, sobre el
mismo Hijo, que se sometió a las limitaciones y necesidades de la
humanidad pecadora, a fin de librarnos de ellas “. Se pasa del uno al
otro por la evocación, tomada de la epístola a los Romanos, de Cris­
to que acepta la muerte para libramos del pecado, así como Adán,
consintiendo en el pecado, nos había englobado en la m uerte11.
Todas las amplificaciones añadidas antes de esto a la evocación
del Antiguo Testamento, tienen por objeto prepararnos para la vi­
sión de fe de esta oposición entre pecado-muerte y vida-redención
en la áyáro), en que Cristo aparece como el segundo Adán, que re­
para la falta y el error del primero. Nótese también en la misma
perspectiva, cómo san Basilio, en cada una de las dos partes de la
acción de gracias, unió al tema — primero exclusivamente deta­
llado — de la vida creada y resucitada, el del «conocimiento» y de
la luz de verdad que ésta nos aporta en Cristo. Es un notable tes­
timonio del hecho de que no. amplificó el texto trabajando sencilla­
mente sobre él para desarrollarlo, sino con la preocupación de res­
tituirlo a la plenitud de la eucaristía primitiva. Más adelante vere­
mos otros testimonios de la innegable existencia de esta preocupa­
ción en el santo.
Si luego pasamos a la anamnesis observamos, tanto en la forma
desarrollada como en la forma más antigua de nuestro texto, que
conserva en él toda su consistencia primitiva, al igual que en la
liturgia pseudoclementina. Contrariamente a la liturgia de Santiago,

12. C f. F lp 2,5ss.
13. C f. G ál 4,4,
14. Cf. Rom 5,12ss.

296
Liturgia de san Basilio

en la que el relato de la institución se separó de la anamnesis, para


ser introducido en su puesto cronológico en la acción de gradas
por la redención, aquí, como en el libro vm de las Constituciones
apostólicas (y como en la anáfora de Serapión), el relato queda no
sólo ligado a la anamnesis, sino incrustado en ésta. Notemos tam­
bién la sobriedad de las expresiones sacrificiales. Los ulteriores
desarrollos de san Basilio no hacen sino subrayar d hecho de que
se «propone» sencillamente a Dios lo que él mismo nos «presenta»,
por Cristo. No re-presentamos a Dios nada de lo que nosotros
podríamos ofrecer por nosotros mismos, sino solamente lo que
Cristo le «presentó» primero1 y nos ordenó re-ponerlo delante de
é l: el memorial de su pasión salvadora.
Esto nos lleva a precisar el sentido' del verbo dcvaSet^ai, que
nuestro texto emplea primeramente recordando la acción de Cristo
en la cena, y que luego reaparecerá en la epidesis estrechamente
ligada a la anamnesis, hasta el punto de no ser sino su remate, para
expresar lo que nosotros aguardamos de la venida del Espíritu.
La misma palabra empleada en los dos casos muestra bien el sen­
tido de consagración que se le asigna. Como Cristo, al celebrar una
primera vez la eucaristía d d pan y del vino como de su cuerpo y
de su sangre, representó, significó, eficazmente al Padre su sacrifi­
cio que se consumaría en la cruz, nosotros aguardamos del Espíritu
que nos represente a nosotros mismos el pan y el vino como ese
mismo cuerpo y esa misma sangre, por los cuales seremos asocia­
dos al nuevo Adán y a su obra redentora. Así los áv-nTurox de su
muerte redentora, que nosotros proponemos ahora al Padre, no
serán símbolos vacíos de contenido, sino expresión de la presenda,
misteriosa, pero real y eficaz, de lo que expresan. Sin embargo, en
esta perspectiva, la consagradón dd pan y del vino no está aislada
de la consagración de nosotros mismos, por la que el Espíritu hará
de nosotros un solo cuerpo en Cristo. Pero, recíprocamente, esta
realización última de la eucaristía en nosotros mismos reposa en la
convicción de que el poder dd Espíritu de Cristo garantiza su con­
tenido permanente, para la Iglesia que tiene fe en la palabra dd
Salvador, en d memorial que él estableció de una vez para siempre.
Después de esto, apenas si hay necesidad de subrayar cuán íntima
es, pues, en esta epidesis la conexión entre la aceptación del rae-

297
La forma clásica de la eucaristía bizantina

mortal sacrificial, la consagración de los elementos y el efecto de


nuestra participación: hacer de todos nosotros el cuerpo de Cristo
en su plenitud.
No parece que en ningún texto litúrgico elaborado haya otro
ejemplo de una fusión tan perfecta entre los desarrollos teológicos
de fines del siglo iv y una visión de la eucaristía completamente
fiel a la sustancia y a la unidad originales de su contenido. Por esto
es por lo que esta composición, lejos de ser un simple mosaico de
textos bíblicos relacionados artificialmente unos con otros, no es
sino una explicitación del fondo más primitivo de la eucaristía, a
través de estos paralelismos regidos y organizados por ella. La es­
peculación, lejos de independizarse con respecto al movimiento pri­
mero de la palabra divina, se mantiene tan profunda y completa­
mente enraizada en él, que se amolda naturalmente a sus expre­
siones más diversas. Las reúne, pues, no en un orden facticio, sino
en un orden que pone sencillamente de relieve sus conexiones
latentes.
La intercesión tan abundante que, a su vez, enlaza estrechamente
con las últimas palabras de la epiclesis, no es menos digna de nues­
tra atención. La epiclesis terminaba con la evocación de todos los
santos, en cuya comunión nos hace entrar la eucaristía. El sacer­
dote continúa luego:

... particularmente de la totalmente santa, inmaculada, bendita por exce­


lencia, nuestra gloriosa señora, la madre de Dios y siempre virgen María,
de san Juan, el profeta, precursor y bautista, de los santos apóstoles
dignos de toda alabanza (7rav£oq>í|[x<»v), del santo..., cuya memoria celebra­
mos, y de todos tus santos, por cuyas oraciones dígnate protegernos
i oh D ios!
Acuérdate también de todos los que se durmieron antes [de nosotros]
en la esperanza de la resurrección de vida eterna;
por la salvación, la protección, la remisión de los pecados del servidor
de Dios... [memento de vivos]; por el reposo, la remisión del alma de tu
servidor...; en un lugar de luz, del que han huido el dolor y los gemidos,
dale el reposo, ¡oh Dios nuestro! [memento de difuntos], dales el reposo
allí donde irradia la luz de tu fa z ;
te rogamos todavía, Señor, acuérdate de tu santa Iglesia católica y
apostólica, de una extremidad a otra de la tierra habitada, dale la paz, a
ella, que tú te adquiriste por la preciosa sangre de tu Cristo, y consolida
esta santa casa hasta la consumación de los siglos;

29S
Liturgia de san Basilio

acuérdate, Señor, de los que te han traído estos dones, y de aquellos


para quienes, por quienes y a la intención de quienes, los han traíd o ;
acuérdate, Señor, de los que llevan fruto y hacen buenas obras en tus
santas Iglesias acordándose de los pobres: dales a cambio tus riquezas
y tus dones celestiales; dales a trueque de las cosas de la tierra las celestiales;
de las temporales, las eternas; de las corruptibles, las incorruptibles;
acuérdate, Señor, de los que están en los desiertos, en las montañas, en
los sepulcros y en las cavidades de la tierra;
acuérdate, Señor, de los [que viven] en la virginidad, la piedad, la ascesis
y pasan su vida en la santidad;
acuérdate, Señor, de nuestros reyes muy venerables y muy fieles, a los
que tú has juzgado dignos de reinar sobre la tierra; corónalos de verdad
y de benevolencia; extiende tu sombra sobre su cabeza el día del combate;
fortalece su brazo; exalta su diestra; fortifica su reinado; somételes las
naciones bárbaras que quieren las guerras; otórgales una paz profunda
e inmutable; di a su corazón cosas buenas para tu Iglesia y para todo tu
pueblo, a fin de que en la serenidad que nos procuren llevemos una vida
apacible y tranquila en toda piedad y santidad;
acuérdate, Señor, de todo principado y autoridad, de nuestros hermanos
que están en el palacio y de todo el ejército; guarda a los buenos en su
bondad y haz a los malos buenos con tu bondad;
acuérdate, Señor, del pueblo que nos rodea, y de los que están ausentes
por justa causa, ten piedad de ellos y de nosotros según la multitud de tu
piedad: llena sus granjas de todos los bienes, guarda sus uniones en la paz
y en la concordia, educa a sus hijos, instruye a sus jóvenes, fortifica a sus
ancianos, da ánimos a los que desfallecen, reúne a los dispersos, endereza
a los extraviados y únelos a tu santa Iglesia católica y apostólica; libra
a los que están afligidos por espíritus impuros; navega con los que navegan;
acompaña en el camino a Jos que viajan; cuídate de las viudas; protege
a los huérfanos; libera a los cautivos; cura a los enfermos; acuérdate,
¡oh Dios!, de todos los que están en juicio, en destierro, en toda tribula­
ción o necesidad, o en turbación, y de todos los que tienen necesidad de
tu gran compasión, y de los que nos aman, de tos que nos odian, y de los
que en nuestra dignidad nos han pedido que roguemos por ellos; y de todo
tu pueblo acuérdate, Señor, Dios nuestro, y derrama sobre todos la ri­
queza de tu piedad, otorgando a todos lo que [te] piden para su salvación.
Y de aquellos de quienes no hemos hecho memoria, por olvido debido a su
multitud, ten memoria tú mismo, ¡oh Dios!, que conoces la estatura y el
rostro de cada uno, que conoces a cada uno desde el seno de su madre.
Porque tú eres, Señor, el socorro de los que están sin recursos, la espe­
ranza de los desesperados, el Salvador de los que sufren pruebas, el puerto
de los navegantes, el médico de los enfermos; sé tú mismo todo para
todos, tú que conoces a cada uno, su demanda, su casa y su necesidad. Libra,
Señor, a esta ciudad y a toda ciudad y poblado de la carestía, del hambre,

299
La forma clásica de la eucaristía bizantina l

de los temblores de tierras, del fuego, de la espada, de la invasión extran­


jera, de la guerra civil;
en primer lugar, acuérdate, Señor, de nuestro arzobispo..,; otorga a tus
santas Iglesias que se mantengan en la paz, en la seguridad, el honor, la salud,
la longevidad, distribuyendo fielmente la palabra de la verdad;
acuérdate, Señor, de todo el episcopado de los ortodoxos, que distri­
buyen fielmente la palabra de la verdad;
acuérdate, Señor, según la muchedumbre de tus misericordias, también
de mí en mi indignidad; perdóname toda transgresión voluntaria o involun­
taria, y por causa de mis pecados no retires la gracia de tu Espíritu Santo
a los dones presentados;
acuérdate, Señor, del presbiterado, del diaconado en Cristo, y de todo
orden sagrado, y no confundas a ninguno de los que estamos en torno a
tu santo a lta r;
míranos en tu bondad, Señor, manifiéstatenos en la riqueza de tus
misericordias; otórganos estaciones favorables y fructuosas; da lluvias a
la tierra para que fructifique; bendice la corona del año con tu bondad;
haz que cesen los cismas de las Iglesias; pon término a los ataques de los
gentiles; deshaz prontamente las sublevaciones de las herejías por el po­
der de tu Espíritu Santo; recíbenos a todos en tu reino, consagrándonos
como hijos de la luz e hijos del día; otórganos tu propia paz y tu propio
amor, Señor, Dios nuestro, pues tú nos has hecho don de todo, y danos
glorificar y cantar en himnos, con una sola boca y un solo corazón, tu
nombre de incomparable majestad ( n:ávTi{jiov mal ¡reYa>.07ipEjré<;), del Padre,
del Hijo y del Espíritu Santo, ahora y siempre y por los siglos de los
siglosls.

Esta intercesión, menos patética, más sobria que la de la liturgia


de Santiago, es ciertamente una de las más bellas y más armoniosas
fórmulas de este género que nos ha legado la antigüedad cristiana.
Una vez más hay que señalar aquí la proximidad muy especial en
que se halla con respecto a las expresiones más antiguas de la ora­
ción cristiana, las que dependen todavía más estrechamente de la
oración judía. Esto no lo atestigua solamente el mero enlace directo
de toda petición con el memorial mediante la fórmula «acuérdate».
El desarrollo de la oración reúne más exactamente que ningún otro
formulario cristiano citado anteriormente, todo el contenido de las
dieciocho bendiciones. Más aún, sigue su progresión más de cerca
que ningún otro texto. Especialmente notable es el hecho de que25

25. P ara este fin de la oración, seguimos el texto de B k ig h t m a n (según el Codtx


B arberini).

300
Liturgia de san Basilio

La conmemoración de los santos, y en primer lugar la de los del An­


tiguo Testamento, la Virgen, el Bautista y los apóstoles, que apa­
recen como el término de su linaje, constituye la base de toda la
oración, como en la tefillah judía. Notemos a este propósito que
la evocación de los fieles difuntos continúa sin interrupción la de
■los santos (signo de arcaísmo que debe tenerse en cuenta). El retor­
no final de la oración a los celebrantes de la eucaristía, con la recapi­
tulación consecutiva de las intenciones de esta celebración, ofrece
no menor interés. Mientras que, en la redistribución sistemática
de los elementos de la eucaristía en la liturgia siria occidental, todo
lo que provenía de las «bendiciones» judías ábodah y tefillah tendía
generalmente a fundirse en la epiclesis sintética, aquí vuelve a ha­
llarse en su puesto primitivo el contenido primitivo.
Estas últimas particularidades de la eucaristía de san Basilio
confirman la impresión de que al refundir el santo la eucaristía siria
occidental tuvo la intención consciente de restaurar en ella algunos
elementos primitivos que tendían a desvanecerse en la liturgia pseu-
doclementina, y que la consumación de la nueva síntesis borró
completamente en la liturgia de Santiago, Parece innegable que al
componer su nuevo formulario tenía ante los ojos, a'l igual que el
autor de las Constituciones apostólicas, modelos particularmente
arcaicos. Pero parece haberse preocupado todavía más que éste por
respetar el diseño primitivo. Podemos incluso preguntarnos si no
recurriría directamente a los formularios judíos. En semejante dis­
cípulo de la exégesis origeniana no sería inverosímil, por excepcio­
nal que parezca en su época, el recurso a los iudaica al mismo tiem­
po que a los textos bíblicos. Eigier parece haber demostrado tales
préstamos en las oraciones propias de la anáfora basiliana para la
preparación de la comunión16. En todo caso es cierto que ninguna
reformulación tan tardía de la eucaristía cristiana parece tan exac­
tamente informada sobre sus orígenes ni tan cuidadosa de preser­
var el espíritu y hasta la 'letra de éstos.

16. Véase su artículo en «Proche-Orient chrétien», que citamos en la nota 15 del


capítulo v i i i .

301
S u p e r v iv e n c ia s ir ia en la fo r m a la r g a d e A d d a y y d e M ari

Estas observaciones sobre los arcaísmos deliberados de la eu­


caristía de san Basilio y en particular de sus conmemoraciones e
intercesiones, nos invitan volver sobre la tradición litúrgica siria
oriental, de la que ya hemos hablado a propósito de la eucaristía
de Adday y de Mari. Hoy día nos la conservan los nestorianos,
como también los caldeos unidos con Roma y la Iglesia india (tam­
bién católica) llamada siromalabar. Estas tres Iglesias utilizan to­
davía la eucaristía llamada de los apóstoles o de Adday y de Mari,
aunque, como hemos visto, bajo una forma ulteriormente desarro­
llada, que no por ello ha dejado de conservar intactos sus más anti­
guos elementos. Ros nestorianos utilizan además otros dos textos
atribuidos a Nestorio y a Teodoro de Mopsuesta respectivamente.
Estos dos últimos, sobre todo el primero, revelan incontestable­
mente el influjo de los formularios evolucionados de Siria occiden­
tal. Sin embargo, presentan más de una particularidad que denotan
la persistencia y el resurgir, después de la separación de 'la Siria
oriental, de una tradición semítica anterior, que ninguna heleniza-
ción había logrado borrar. Un detalle significativo de este hecho es
el puesto que la epiclesis conservará siempre en estos textos: no
antes, sino después de las intercesiones finales. Eos sirios orienta­
les adoptaron la epiclesis sintética de Antioquía y de Jerusalén, su
combinación de la oración por la aceptación del sacrificio y, consi­
guientemente, por la consagración de los elementos, con la oración
por que tenga su efecto en nosotros la celebración dd memorial
eucarístico. Pero parece que no pudieron resignarse a la inversión
de la antigua oración nacida de ¡a tefillah, que implicaba el tras­
lado de la petición de aceptación de los sacrificios y de las oracio­
nes del pueblo de Dios, dd final al comienzo de las súplicas. Hasta
en la liturgia de Nestorio sobrevivirán otras particularidades que
son igualmente semíticas.
Ea primera concierne al diálogo introductorio. En esta tradición
tenemos siempre al comienzo la fórmula tomada de la segunda epís­
tola a los Corintios, pero nunca se modifica ni el orden bíblico de
las personas divinas ni sus atribuciones primitivas (la gracia a Cris-

302
Forma larga de Adday y Mari

to, la a.yá.Tzr¡ al Padre). Además, se trata siempre de los corazones,


que son invitados a elevarse hacia Dios. Pero la tercera cláusula del
diálogo se presenta siempre en Siria oriental en una forma que no
tiene equivalente en ninguna otra oración. El «demos gracias...»
inicial se sustituye siempre por la expresión «es ofrecida la obla­
ción ( qorban)...». Esta fórmula se ve empleada incluso con la eu­
caristía de Adday y de Mari que, aparte de esto, no implica ex­
presiones técnicamente sacrificiales ni en su forma original, ni en
la más desarrollada. Parece que nos hallamos aquí ante un muy
antiguo testimonio del sentido sacrificial dado ya a la eucaristía en
la época en que todavía se expresaba simplemente en la terminolo­
gía de las oraciones sinagogales.
Otra equivalencia de este género, que no ofrece menor interés,
se halla en el empleo, frecuente en estas liturgias, de la palabra rozo
(equivalente de «misterio» en siríaco). Lo hemos observado ya en el
texto de Adday y de Mari. Su empleo en el de Teodoro llama to­
davía más la atención. La anamnesis, en lugar de reasumir la pala­
bra «memoria!» en la conclusión del relato eucarístico, en uno y otro
texto lo sustituye por la expresión «celebramos él misterio... por el
cual la salud vino a toda nuestra raza», precisa Teodoro. Pero Teo­
doro, más adelante, en la parte de la anamnesis que en él se hace
explícitamente sacrificial, la repite una vez más en una frase muy
reveladora:

Ofrecemos en presencia de la Trinidad gloriosa, con corazón contrito


y espíritu humillado, este sacrificio vivo y santo, que es el misterio del
Cordero de Dios que quita los pecados del mundo, rogando y suplicando en
tu presencia que {te] sea grato, Señor, divinidad adorable, y que sea acep­
tada por tu misericordia esta oblación pura y santa por la que fuiste
apaciguado y reconciliado, por los pecados del mundo n .

El final mismo de este texto adquiere todo su relieve cuando se


compara con lo que antes, en la acción de gracias por la redención,
se decía de 'la cruz:

...E l Dios H ijo Ünico, el Verbo, aunque era la imagen de Dios, no


consideró como rapiña la igualdad con Dios, mas se anonadó a sí mismo17

17. R ekaudot, op. cit., t ii, p. 619.

303
La forma clásica de la eucaristía bizantina

y tomó la semejanza de un esclavo, descendió del cielo, se revistió de


nuestra humanidad, de un cuerpo mortal y de un alma racional, inteligente
e inmortal, de la Virgen santa, por virtud del Espíritu Santo, y con ello
llevó a término y realizó toda esa grande y admirable economía que había
sido preparada por tu presciencia desde antes de la constitución del mundo.
T ú mismo la realizaste luego, en estos últimos tiempos, por tu Hijo único,
Nuestro Señor Jesucristo, en quien habita toda la plenitud de la divini­
dad corporalmente; él es también cabeza de la Iglesia y primogénito de
entre los muertos, y él es cumplimiento de todas las cosas, todas las cuales
son cumplidas por él. Él mismo, por el Espíritu eterno, se ofreció a Dios
en ofrenda inmaculada y nos santificó por la oblación de su cuerpo una vez
realizada, y pacificó por la sangre de su cruz lo que está en el cielo y lo
que está en la tierra, él, que fue entregado por nuestros pecados y resucitó
por nuestra justificación,,.18.

Sigue luego el relato de la institución que ya hemos citado al


discutir sobre su presencia originaria en la eucaristía de Adday y
de Mari.
La comparación de estos textos de la acción de gracias y de la
anamnesis de Teodoro muestra con la mayor claridad que el «mis­
terio» es en esta tradición la presencia sacramental de la oblación
efectuada una vez en 'la cruz, según la expresión de la epístola a
los Hebreos. Sin embargo1, esta presencia en el misterio, de la obla­
ción tínica, es tan real que el mismo misterio 'litúrgico celebrado
puede llamarse nuestro sacrificio vivo y santo, sacrificio que, a su
vez, es finalmente reidentificado con la oblación de la cruz. No
puede desearse una evidencia más clara de que, para Teodoro y su
medio, el misterio sacramental de la eucaristía es el equivalente
exacto del memorial judío, concebido como conteniendo lo que
evoca y aplicado a la cruz del Salvador.
No nos extenderemos ya en citar la eucaristía de Teodoro sino
para precisar que en ella como en las de Santiago y de san Juan
Crisóstomo, la epiclesis pide formalmente que el Espíritu «haga»
del pan y del vino («por la virtud de tu nombre», puntualiza Teo­
doro) el cuerpo y la sangre de Cristo. En este punto, como hemos
podido ya notar en lo que hemos citado, es muy afín a la de san
Basilio, por su abundante recurso a las fórmulas bíblicas. El papel
central que asigna también al texto de Filipenses 2 induciría a pen­
18. Ibid.j p, 618.

304
F o r m a la r g a d e A d d a y y M a r i

sar que se inspiró directamente en ella. Pero la acumulación de 'las


citas, no tan bien fundidas, y una cierta redundancia de lenguaje,
pese a fórmulas particularmente felices, la sitúa, diríamos nosotros,
un poco más abajo en una clase de composiciones que debió de
incluir otras muchas. La de Nestorio es otro ejemplo, un poco más
tardío, que estudiaremos en otro capítulo y que nos hará como tocar
con la mano ia hipertrofia y la descomposición que pronto habían
de amenazar a eucaristías de una teología demasiado didáctica, al
mismo tiempo que de un biblismo tan recargado que confirma su
índole facticia.
En cambio, la eucaristía de Adday y de Mari, que hemos citado
en ia integridad de su recensión larga, aunque únicamente para
extraer sus elementos más arcaicos, debe ocuparnos ahora, tal como
se nos ofrece todavía hoy.
Si se vuelve a examinar este texto 1!), se observará que no entra
dentro del esquema evolucionado que la misma Siria oriental aca­
baría por aceptar de la Siria occidental, aunque manteniendo la epi-
clesis, incluso desarrollada sintéticamente, como la conclusión de ia
tefillah cristiana. Sus intercesiones y conmemoraciones, ail igual que
su anamnesis, ofrecen algunas analogías con las que se hallan en
el texto atribuido a Teodoro. Pero, a primera vista, el orden en que
esta última serie de oraciones se desarrolla en Teodoro, afín al que
se halla en las eucaristías dd libro v m de las Constituciones apos­
tólicas o de Santiago, parece haber sido trastocado en la liturgia de
Adday y de Mari, por algún motivo incomprensible. Sin embargo,
dom Botte, aun admitiendo que aquí como en las otras partes del
texto desarrollado hubiera podido haber manipulaciones poco há­
biles, hace observar que es inconcebible que se destruyera sistemá­
ticamente el orden aparentemente más lógico de Teodoro, para llegar
a éste. La sola comparación dd texto largo de Adday y de Mari
con el núdeo más antiguo que encierra, nos ha mostrado ya el ex­
tremo conservativismo que de hecho dominó su desarrollo. Hemos
visto que cuando se introdujo aquí la epiclesis, pese al hiato que pro­
dujo en la anamnesis, no acarreó modificación alguna dd texto an­
tiguo de ésta, que hubiera podido permitir restablecer la continui-19

19. Cf. supra, p. I56ss.

305
La forma clásica de la eucaristía bizantina

dad. Hay grandes probabilidades de que la añadidura de las inter­


cesiones, así como ia del sanctus, se produjera en condiciones aná­
logas. En efecto, si tomamos la continuación del texto extenso, tal
como se nos presenta en la liturgia todavía en uso, vemos cómo se
puede resumir. La primera parte, de acción de gracias por la crea­
ción, sustituyó por la fórmula de la misma que se hallaba en la li­
turgia de la comida eucarística la que debía estar primitivamente
ligada al sanctus en la liturgia del oficio de lecturas y de oraciones.
1 ,0 mismo se diga de la acción de gracias por la redención, que sigue
a aquélla y que, a ojos vistas, debía en un principio estar ligada
directamente con la precedente. Después de lo cual, iv y v constitu­
yen una verdadera preepiclesis, como la que hemos observado en
los ritos de Roma y de Egipto, pero que está muy próxima a la
primera «bendición» de la tefillah, pues todavía es fundamental­
mente una conmemoración de los padres en la fe (simplemente se
añadieron a los profetas los mártires). Con vi sigue la oración por
la seguridad y la paz, y luego la oración por la conversión de los
infieles, v n es una oración por los ministros de la Iglesia, que con­
duce abruptamente en el texto escrito a la anamnesis, pero que debía
ligarse con ella por intermedio de un relato de la institución euca­
rística, muy semejante al que se ha mantenido1 en la eucaristía de
Teodoro. No es el caso de repetir aquí lo que ya hemos explicado
y que acabamos de recordar tocante al desarrollo de la epiclesis a
partir de la anamnesis, aunque en el interior de ésta.
La primera observación que se impone es que aquí, como en san
Basilio, hallamos un orden muy análogo al de la tefillah, a partir
de iv hasta vi inclusive. La. conmemoración de los santos tiene lugar
al comienzo y es asociada a una primera evocación del sacrificio eu-
carístico, que en textos más evolucionados, como en el del te igitur
romano, ocupó su lugar. La seguridad y la paz conducen a la ex­
pansión del «conocimiento» de Dios, y todo termina con una ora­
ción por el ministerio sagrado, que en este texto, como al final de la
intercesión de san Basilio, es el equivalente de la oración por la re­
comendación de los sacrificios de Israel en la tefillah, y que, por
tanto, corresponde a la primera epiclesis de Roma y de Alejandría.
Después de esto se comprende que la epiclesis final, si bien invoca al
Espíritu Santo, no lo hace para obtener la aceptación del sacrificio

306
Forma larga de Adday y Mari

(ya evocada en iv y en vi), sino sencillamente para que la celebración


tenga todo su efecto en nosotros.
Este plan converge, pues, casi exactamente, a partir de lo que
hemos llamado la preepiclesis, con el plan fundamental de! canon
romano. Pero es un grado más arcaico, primeramente porque dejó
la conmemoración de los santos antes (y no después) de la inter­
cesión por los vivos. Además de esto, en lugar de que toda la acción
de gracias pasara a la cabeza, antes dei sanctus, éste, como todavía
en las oraciones judías, queda encuadrado entre una acción de gra­
cias por la sola creación, que lo precede, y una acción de gracias por
la sola redención, que lo sigue.
En otras palabras, la forma desarrollada de la anáfora de Adday
y de Mari atestigua la existencia anterior, en Siria como en Roma y
en Egipto, de una eucaristía en la que todavía no se hacía sino recitar
seguidas las formas cristianas de la qeduSah y de las bendiciones
que la encuadraban (después de la tefillah), y finalmente de las ora­
ciones propias de la comida sagrada, con sólo algunos ajustes ele­
mentales. Aquí el único ajuste consiste en que la bendición del
oficio sinagogal por la creación, centrada en la luz, se reemplaza
por la bendición de la comida, centrada en la vida, y también en
que la bendición por la torah se reemplaza por la bendición por la
alianza. Esto ya no dejaba después del equivalente de la tefillah
sino el equivalente de la oración judía por el memorial y su efecto
en los que lo celebran.
Puede añadirse que este orden, en cuanto difiere del de Alejan­
dría, atestigua ciertamente la influencia en la Siria cristiana, del orden
sinagogal palestino, donde la qedusah se mantiene en su puesto pri­
mitivo, antes de la tefillah. Una vez más se trata de la misma influen­
cia que, incluso en Roma, debió determinar la misma disposición.
Puede decirse que tenemos aquí como una prueba palpable del hecho
de que el orden sintético de las liturgias sirias occidentales, a partir
de 3a liturgia pseudodementina, es en Siria misma donde hace su
aparición, producto de una refundición. Eos esquemas afines de la
eucaristía romana, alejandrina o siria arcaica (si ya no primitiva)
no son sino variantes locales de un orden que debió de ser univer­
sal a partir del momento en que se soldaron el oficio de lecturas y
de oraciones, y el ágape eucarístico. Ea forma primitiva de Adday

307
L a f o r m a c lá s ic a d e la e u c a r is t ía b iz a n t in a

y de Mari, que atestigua un estado de cosas en que todavía no se co­


nocía esta soldadura, hace que nos remontemos todavía a mayor anti­
güedad. Pero, recíprocamente, la lógica como la retórica helenís­
tica del orden sirio occidental son incontestablemente posteriores.

Genealogía y génesis de la epiclesis

Este capítulo nos ha permitido ver cómo la eucaristía siria occi­


dental alcanzó su forma que había de ser clásica, y al mismo tiempo
verificar su génesis. La conclusión nos la proporcionará un estudio
recapitulativo del desarrollo de la epiclesis. Tenemos ya, en efecto,
todos sus datos y, con las eucaristías de san Juan Crisóstomo y de
san Basilio, la hemos visto alcanzar el estadio final.
Si por epiclesis se entiende una invocación explícita del Espíritu
Santo, que se sitúa inmediatamente después de la anamnesis, o en
todo caso en la última parte de la oración eucarística, su primera
aparición tiene lugar, en términos poco más o menos idénticos, en
la que descubrimos en la liturgia de Adday y de Mari, como tam­
bién en la de la Tradición apostólica. En Adday y Mari parece
incontestable que no pertenece al texto primitivo. Pero aquí es ve­
rosímilmente la refundición más antigua que se puede descubrir20.
Aparece, en efecto, que el Espíritu, y su venida sobre la oblación
no están en este estadio en relación con la aceptación celestial del
sacrificio', y menos todavía con la consagración del pan y del vino
que haga de ellos el cuerpo y la sangre del Salvador. En este lugar
se invoca al Espíritu sencillamente porque se pide, como ya en las
oraciones judías, que la celebración del memorial tienda eficazmente
a la edificación de la Jerusalén futura en su unidad definitiva y, ai
mismo tiempo, a la glorificación final de Dios. Esta unidad, que
para los cristianos será la del cuerpo de Cristo llegado a su pleni­
tud en la Iglesia, y esta glorificación del Padre por el Cristo total,
también para ellos, son la obra propia del Espíritu. Así pues, tarde o
temprano, su mención debía introducirse en este lugar. Y cuando1, de­
bido a las controversias teológicas de la segunda mitad del siglo iv, se

JO. Cf. supra, i>. iS9ss,

308
G e n e a lo g ía y g é n e s i s d e la e p ic le s is

dirija la atención hacia su divinidad, será también natural que en este


lugar no sólo se le mencione, sino que se le invoque formalmente.
■Si tenemos razón de pensar, pese a las objeciones opuestas por
dom Botte a dom Dix, que el Testamentum Domini nos permite
remontarnos a un estado anterior de la liturgia de san Hipólito,
estado en que sólo se daba la mención, pero no todavía la invoca­
ción de una venida especial de! Espíritu, en estos dos estados suce­
sivos del mismo texto podemos captar al vivo cómo se pasó del
uno al o tro 212.
¿Nos permite esto afirmar que esta primera forma, no consa-
cratoria, de la epiclesis, es ya una propiedad siria, es decir, que
apareció en Siria antes de propagarse por otras partes? Nos vería­
mos tentados a creerlo, aunque en ello queda todavía una parte de
conjetura. El testimonio concorde de Roma y de lo que parece ser
el estado más antiguo de los textos egipcios, indina a pensar que ni
Roma ni Alejandría y su proximidad conocieron nada semejante
antes del siglo iv. Carece absolutamente de fundamento serio la
idea de que la antigua liturgia romana habría conocido una epiclesis
de este género, que luego habría desaparecido por razones impene­
trables, sin dejar la menor huella23. En Egipto vemos introducirse
progresivamente esta epiclesis del Espíritu, a lo que parece, después
de un período de tanteos, ya figure allí en su puesto nonnal y cier­
tamente original, ya fuera dirigida en un principio1 no al Espíritu,
sino al Verbo, y sin embargo por uno- de los teólogos más acérrimos
de la divinidad del Espíritu Santo® Por otra parte, los otros prés­
tamos que parecen acompañar allí su aceptación final no debieron
tampoco provenir sino de Siria. Fue innegablemente en Siria donde
se compuso la epiclesis de Adday y de Mari (y más concretamente,
en siríaco). Finalmente, repitámoslo, sería muy posible que san
Hipólito mismo fuera de origen sirio. El arcaísmo general de su
teología trinitaria, así como sus gustos 'litúrgicos, su rigorismo peni­
tencial, su conciencia de clase, casi tan extraña al mundo equívoco
de Alejandría como a las antiguas costumbres, son otras tantas
21. Cf. supra, p. 177sü.
22. Cf. supra, p. 22ls*. I.a idea sostenida por W.C. B isnoi1, The Primitive Form
o f Cansecratícnt of the Uo¡y Eucharist, en «The Church Quarterly Review», julio 1908,
p. 385ss, es un puro apriorismo que carece de tase.
23- Cf. supra, p. 2Q9ss.

309
L a f o r m a c lá s ic a d e la e u c a r i s t í a b iz a n t in a

probabilidades convergentes24256. Pero esto es todo lo que se puede


decir del particular.
En cambio, la oración por la aceptación del sacrificio, que se
desarrollará en una petición formal de consagración de los elemen­
tos, antes de combinarse con la epiclesis del Espíritu Santo, brotada
de la anamnesis, y que en los orígenes no tenía este objeto, no tiene
nada particularmente sirio. Proviene, en efecto, no del memorial
desarrollado en la tercera parte de la berakah que sigue a las comi­
das, sino de la oración abodah, conclusión de la tefillah judía®.
Está, pues, en su puesto normal allí donde la hallamos todavía en
el canon romano, allí donde figuró primeramente en la liturgia egip­
cia y donde se mantendrá siempre en la liturgia siria oriental: al
final de las intercesiones y de las conmemoraciones. Con respecto
al relato de la institución, su puesto es antes, no después de este
relato. Únicamente la síntesis teológica operada en Siria occidental
juntamente con una dislocación y una refundición sistemática de
las antiguas oraciones eucarísticas, hará que esta oración se fusione
allí con la epiclesis del Espíritu Santo en la conclusión de la anam­
nesis. A partir de este momento la epiclesis pedirá a la vez tres
cosas: la aceptación del sacrificio (identificado explícitamente con
la presentación a Dios del memorial del Salvador), la consagración
consecutiva del pan y del vino como el cuerpo y la sangre de Cris­
to, y finalmente (lo único que es primitivo), que esta venida del
Espíritu Santo que nos une a todos en el cuerpo de Cristo, que es
la Iglesia, nos permita a todos glorificar eternamente al Padre en
esta unidad
Esta síntesis es incontestablemente siria, y más concretamente
siria occidental. En ella vemos cómo el elemento central (aunque el
más tardío) ocupa progresivamente más lugar. La anáfora pseudo-
clementina se limita todavía a pedir que el Espíritu Santo manifieste
(&r.a<p’f\vy¡) que el pan y el vino son d cuerpo y la sangre de Cristo,
asociándonos plenamente a él y a su r e d e n c i ó n Y a la de San-

24. Cf. supra, p. I72ss.


25. Cf. supra, p. 204ss. El hecho de que ya el judaismo, como hemos dicho, intro­
ducía la evocación del memorial en los mismos términos, tanto en la onación abodah
como en la 3.a berakah, de la comida, establecía una equivalencia entre ellas y preparaba
su fusión.
26. Cf. supra, p. 266s. 27. Cf. supra, p. 2Ó4.

310
Genealogía y génesis de la epiclesis

tiago, a la que seguirá la de san Juan Crisóstomo ” , precisa más al


pedir que el Espíritu Santo haga del pan y del vino el cuerpo y la
sangre de Cristo, y es posible que fuera el mismo san Juan Cri­
sóstomo el que añadió: «...cambiándolos por tu Espíritu», aun
cuando la adición tiene probabilidades de ser más tardía.
E! formulario siríaco de los doce apóstoles, sobre cuyo texto
griego primitivo trabajó él, tropezaba, sin embargo, en este lugar con
una palabra que él tradujo por «manifestaba» ao y que tiene no
pocas probabilidades de ser el ¿xoorjVYj de la liturgia pseudoclemen-
tina. Sin embargo, no es imposible que fuera ya áva8 eL¡;ai, al que
se atendrá san Basilio. También <xvaSe“£ai puede traducirse por
«manifestar». Pero ya hemos visto que el empleo particular de esta
palabra por san Basilio, que la aplica primero a la presentación que
el Hijo hace de su ofrenda al Padre, da a esta voz un sentido cier­
tamente equivalente al de nuestro término «consagrar» cuando
decimos «consagrar el pan en el cuerpo» y «eí vino en la sangre de
Cristo»282930. Todo lo que en el Oriente bizantino se pueda acumular
posteriormente en este lugar, no hará sino subrayar la fuerza de
esta expresión, sin añadir nada que no contenga ya en cuanto a
realismo sacramentarlo. Desde este punto de vista el -rcoiecv de
Santiago y de san Juan Crisóstomo sólo aporta una claridad deci­
siva a la fuerza de un pensamiento que san Basilio, como sabemos,
prefería, cuando su expresión parecía nueva, dejar el mayor tiem­
po posible al abrigo de fórmulas lo más discretas posible.

28. Cf. supra, p. 273 y 287,


29. C f. supra, p. 284.
30. Cf. supra, p. 294.

311
Capítulo X

LA EUCARISTIA GALICANA Y MOZÁRABE

Su parentesco con el tipo sirio occidental

Nos queda por estudiar un último canal de la tradición litúr­


gica en su época creadora, el que está representado por la liturgia
galicana 1 y la liturgia mozárabe23, con las que se pueden relacionar
las liturgias célticas y los fragmentos que nos han llegado de litur­
gias itálicas no romanas ’. El parentesco entre el Oriente sirio y lo
que se puede llamar el extremo Occidente es manifiesto en 'la ora­
ción eucarística, pero se extiende a otros muchos elementos, no
sólo de sus liturgias respectivas, sino de todo su cristianismo.
Por ejemplo, la disposición de los lugares de culto, en Galia
como en España, se ha mantenido hasta nuestros días radicalmente
extraña a los usos romanos. Incluso cuando la liturgia romana se
propagó por estas regiones no la modificó por lo menos hasta el
renacimiento (y en España hasta bien pasado este período). La
Iglesia occidental, como la Iglesia siria, sitúa el altar en la concha
del ábside, vuelto hacia Oriente. Un segundo centro de la celebra-

1. Sobre la litu rg ia galicana, véase W .S , P okter , The GaJliean R ite, L ondres 1958,
y particularm ente la bibliografía, añadida por F .L . C r o ss , p. 57ss. É sta se puede com­
pletar con el capítulo de A . K ín g , en Liturgias of the Past, L ondres 1959, p. 77$s y el
volumen de E. K owalevsky , L e Canon euckaristigite de P a n d en rite des Gautws, P arís
1957.
2. C f. el capítulo de A. K ing , en L itu rg ia s o f the Prim atial Sees, Londres 1957,
y la bibliografía dada por A. B a u m s t a r k , L itu rg ie comparéc, p. 225ss.
3. B ibliografía sobre el rito ambrosiano en B aumstaRK, op. cit., p. 226-227. Véase
también. A. K ing , L itu rg ies of the Prim atial Sees, p. 28óss.

313
La eucaristía galicana y mozárabe

ción ío constituye aquí e! ambón, situado hacia el centro del edifi­


cio, y en cuya proximidad se hallan los asientos donde los oficiantes
ocupan su puesto para el oficio de las lecturas que precede al ágape
eucarístico, y no en algún santuario inaccesible a los fieles más allá
del altar.
Lo mismo se diga de las vestiduras y de las insignias llevadas
por los oficiantes. El omophorion episcopal, el báculo en forma de
tau, la casulla muy amplia llevada por los sacerdotes solos, la dal­
mática y el orarion del diácono, y hasta la paterissa utilizada por
los prelados fuera de ia iglesia son particularidades que subsistie­
ron más o menos tiempo en extremo occidente, aun después de la
introducción de los libros romanos, y algunas de las cuales reflu­
yen entonces hasta Roma.
Todo esto viene del Oriente sirio, así como el gusto por un ritual
y un arte religioso cargados de simbolismo, una poesía eclesiástica
desbordante, por no hablar del monaquisino céltico, cosas todas
que la antigua Roma cristiana siguió ignorando hasta mucho des­
pués de la época patrística.
¿Cómo pasaron estas tradiciones de un extremo al otro del Me­
diterráneo? Ro ignoramos, pues no sabemos casi nada de los orí­
genes del cristianismo occidental. Durante la edad media afirmarán
los romanos que a ellos se debe la evangelización de los celtas y de
sus sucesivos conquistadores germánicos, los cuales, en ocasiones,
no se mostrarán menos categóricos. Pero aquéllos lo harán para im­
poner sus propios usos, y éstos para defender los suyos. Nada se
puede sacar de leyendas que son argumentos ad hominem privados
de apoyo en los hechos conocidos históricamente.
En realidad, los mercaderes sirios que surcaban todos los mares,
fueron muy probablemente, una vez hechos cristianos, los pri­
meros vehículos de su fe hasta estas regiones consideradas remo­
tas. En todo caso, es lo cierto que tan pronto como aparecen aquí
cristiandades constituidas, su herencia parece principalmente siria.
La liturgia de las Galias, que se mantuvieron célticas o diversa­
mente germanizadas, es el más claro testimonio de este hecho,
aunque no el único.
Sólo conocemos retazos de liturgias propiamente célticas, en
particular por lo que hace a la eucaristía, a través del misal de

314
S u parentesco con el tipo sirio occid en tal

Stowe4. En éste presentan una mezcolanza de usos y de textos


de orígenes diversos, muy característica de gentes que gustaban de
andar de una parte a otra. Pero el fondo primero es el mismo que
se halla en las liturgias galicana y mozárabe. Estas últimas, a decir
verdad, no representan propiamente dos liturgias, sino una sola,
que todo el tiempo que vivió se caracterizó por una incesante proli­
feración de formularios variables según un esquema tradicional. Los
libros galicanos y mozárabes no son prácticamente más que colec­
ciones locales diferentes de formularios de este género. Fuera de
esto no difieren sino en detalles relativamente insignificantes. Por
lo que hace al pían de la gran oración eucarística, su acuerdo es
prácticamente completo, a través de la variabilidad de los formu­
larios, tan ilimitada en un mismo lugar como de un lugar a otro.
Por lo demás, no es raro hallar todo un formulario particular
o parte de él, igualmente en 'los libros galicanos y en los libros
mozárabes.
Esta liturgia que podríamos llamar galicano-hispánica, con sus
afines célticas o itálicas, se vería condenada a una desaparición más
o menos completa, por lo menos a primera vista, poco después de
terminada la era patrística. En Inglaterra, en el sínodo de Whitby,
la vieja cristiandad céltica capitulará ante el imperialismo de los
nuevos cristianos reclutados por la misión romana de san Agustín
de Cantórbery (pese a las prescripciones tan liberales dirigidas a
éste por san Gregorio Magno). En Gaña, la pretensión de Pipino
y de Carlomagno al imperio romano les inspirará la idea del reempla­
zar autoritativamente la tradición litúrgica local por la de Roma,
que había ganado ya toda la Italia del norte. Finalmente en España,
el infortunado asunto del adopcionismo de Elipando de Sevilla,
que se apoyaba en libros litúrgicos de la España visigoda, compro­
meterá a los ojos de la santa sede Ja liturgia que llamamos mozá­
rabe. Bastará con un papa enérgico como Gregorio vn, ayudado
por la expansión de sus antiguos hermanos cluniacenses por la pe­
nínsula, para aboliría casi de un golpe. Durante el Renacimiento, un
cardenal corifeo del humanismo cristiano, Jiménez de Cisneros, lo­
graría salvar y consolidar lo que quedaba de ella. Pero la celebración

4. Cfi G .F. W arner , The S to w e M issal, 2 vols., Londres 1906 y 1915.

315
La eucaristía galicana y mozárabe

efectiva de esta liturgia, salvaguardada hasta nosotros más bien


como una curiosidad arqueológica, fue reducida casi a nada a par­
tir de la última revolución española. Tanto' es así que de la antigua
tradición cultual de todo el Occidente cristiano no subsiste ya hoy
más que una celebración galopante despachada por algunos clérigos
en una capilla aislada de la catedral de Toledo. Hay que alabar los
esfuerzos de los benedictinos de Santo Domingo de Silos, que estu­
dian y editan los antiguos textos mozárabes; y ocasionalmente resu­
citan su contenido en celebraciones excepcionales — desgraciada­
mente — tanto por su rareza como por su solemnidad. Pero hasta
ahora sus esfuerzos no han logrado más que prolongar la existencia
de un fantasma moribundo.
Hay, sin embargo, una contrapartida de esta triste historia.
Cuando Carlomagno y sus sucesores obtuvieron los libros romanos,
se procuraron nuevas ediciones para el nuevo imperio germánico.
Los que desempeñaron esta tarea no pudieron resignarse a ver
desaparecer tesoros tradicionales, que sus patronos no habrían quizá
vacilado en liquidar. El resultado fueron libros teóricamente roma­
nos, pero en realidad guarnecidos de elementos galicanos. Por un
curioso azar de las cosas, estos libros volverían a Roma, donde en­
tonces no brillaban las facultades críticas ni el genio creador y
donde serían, por tanto, recibidos aparentemente sin dificultad. De
ahí resulta que la liturgia que todavía celebramos ahora y que
llamamos romana no es en realidad sino un marco romano sobre­
cargado ya de elementos extranjeros, en el que se introdujeron ele­
mentos galicanos por lo menos en un cincuenta por ciento. Sin em­
bargo, además de cierto número de oraciones, el elemento principal
que se mantiene completamente romano es el canon, a excepción
de prefacios más o menos recientes, que generalmente son también
materiales galicanos (e incluso mozárabes) más o menos reela­
borados.
Sin embargo, con los libros mozárabes, modernos o antiguos5,
una serie de libros galicanos nos permite con todo, por lo menos
en el papel, evocar las antiguas oraciones eucarísticas de las antiguas

5. E dición dftl M issole M ix tu m del cardenal C iS N E B O S en 1 5 0 0 , en Toledo (repro­


ducida en M igne» P L 8 5 ) . D o m M . F érotik publicó e n 1904 (P a rís) el L íber ordinum ,
y en 1912 (P a rís ) el L íb er Moaarabicus Sacram entonon en notables ediciones críticas.

316
Su parentesco con el tipo sirio occidental

Galias. Estos son erl Missale goihicum, el Missale gallicanum vetus■,


el Missale Frwncorum6, el misal de Bobbio 7*, las misas publicadas el
siglo pasado por Mone®, a lo cual hay que añadir algunos libros
célticos, como el misal de Stowe, sin olvidar elementos que han
sobrevivido en el misal ambrosiano moderno, en particular el jue­
ves y sábado santo. Este conjunto, repitámoslo, es de una abun­
dancia desconcertante. En estos documentos, relativamente tardíos,
que han llegado hasta nosotros no solamente hallamos eucaristías
asignadas a todos los domingos y fiestas del año, y a numerosas
fiestas, con innumerables misas votivas, sino que son múltiples los
formularios de recambio para el mismo día o para la misma misa.
Parece que poseemos aquí un tesoro, fijado excepcionalmente por
la escritura, de improvisaciones litúrgicas en un marco dado, que
continuaron todo el tiempo que se mantuvo viva esta liturgia.
Su anáfora eucarística está constituida por cinco oraciones dis­
tintas, sólo dos de las cuales se mantenían más o menos invariables.
Ea primera, que corresponde al prefacio romano, se llama en los
libros españoles ülatio (que es la traducción exacta del griego
ávácpoprx), y en los libros galicanos immolatio o contestado. Sigue el
sanctus, en el que las fórmulas griegas parecen haberse conservado
generalmente en medio de fórmulas latinas. Al sanctus sigue, a su
vez, una oración llamada postsanctus, que se liga con él ordinaria­
mente con el mismo nexo que en S iria: la repetición de la palabra
«santo». Como en numerosos manuscritos litúrgicos, tanto de Oriente
como de Occidente, tampoco en los libros galicanos propiamente
dichos figuran las palabras de la institución, sino únicamente en
referencias de pocas palabras. Después de ellas viene una última
oración, llamada postpridie en los libros mozárabes y postsecreta
o postmysterium en los libros galicanos.
6« Publicados por prim era ve? por el cardenal T ommasi , Códices Sacramentorum
ncmgentis annis vetustiores, Roma 1680 (reproducida particularm ente en M igne, P L 72).
Ediciones modernas del Missale gothicum de H.M< B annistek (L ondres 1917) y de
L..C. M o h l b e r g (Roma 1 9 6 !); del Missale gallicanum vetus , de L.C. M o j i l b e r g ,
L. E izenhofer y P . S iefrtn (Rom a 1958), y del Missale Francorum, por los mismos
(R om a 1957).
7. Publicado por prim era ve? por J . M abillon , en su Musaeutn italicum, P a rís 1687,
t. j , vol. 2, p. 287ss. Edición m oderna de E,A . L ow e (Londres 1917 y 1920).
P rim e ra edición en F ran c fo rt del R in en 1850, reproducida en MiONE, P L 138,
col. 862ss. Edición crítica de MoHLSESG, E izenüofex y Siffkin, en su Missale galiicQ-
num vetus, p. 74-91.

317
La eucaristía galicana y mozárabe

Es tal la diferencia de lo que se halla bajo estas diferentes rú­


bricas, que al recorrer estos libros puede darse que tenga uno la
sensación de que todo esquema de una oración eucarística estruc­
turada, o simplemente consistente, haya quedado disuelta en las
eventualidades de una improvisación desenfrenada. Eos 'libros mo­
zárabes en particular, pero no exclusivamente, están plagados de
formularios, en los que uno se pierde en un raudal de palabras,
mientras se pregunta qué tienen que ver todavía con la eucaristía.
Algunos, por su profusión, pueden rivalizar con el libro v i i i de las
Constituciones apostólicas. Pero, con no poca frecuencia, el desorden
del pensamiento contrasta en extremo con la expresión, quizá por el
contrario demasiado estudiada, de los autores sirios occidentales.
A veces, el carácter completamente incongruente de una u otra
de estas oraciones podría explicarse por el hecho de haber sido
colocadas por error bajo una rúbrica a la que de hecho no corres­
pondían. Pero, en forma más general, hay que reconocer sin va­
cilar, con Walter Frere, que aquí se toca con la mano el peligro
a que expone una facultad de improvisación dejada a los oficiantes,
desde el momento en que una tradición no se vive ya conscien­
temente 5.
Esto no quiere decir, sin embargo, que los textos plenamente
conformes con la tradición que hemos visto elaborarse en el Oriente
sirio no sean aquí legión, muchos de los cuales son ciertamente
de los más antiguos, mientras que otros podrían todavía haberse
producido en época relativamente tardía. En cambio, pese a comen­
taristas como W alter Frere o como Eugraf Kowalevsky, no es cierto
que todos los textos que se desvían del canon que hemos visto
elaborarse en Siria occidental hacia fines del siglo iv, sean aberra­
ciones posteriores. Entre ellos puede haberlos y vamos a comprobar
411 e los hubo muy probablemente, que revelan un estado anterior,
en el que la tradición de origen sirio no se había plasmado toda­
vía en la forma en que había de quedar finalmente aprisionada en
Antioquía y en sus alrededores.
De todas maneras, es sumamente difícil fechar estas oraciones.
Los manuscritos galicanos nos suministran textos recopiados en9

9. W .H. F rere, The Anaphora, p. 106.

318
Su parentesco con el tipo sirio occidental

el siglo v iii , o hasta en el v n y que, cuando no se ve todavía


en ellos influencia de los textos romanos, pueden ser anteriores.
Los más antiguos manuscritos mozárabes no se remontan más allá
del siglo x. Pero, repitámoslo una vez más, ni la fecha de un ma­
nuscrito y ni siquiera la de una compilación es suficiente para de­
terminar la edad de una oración litúrgica que se halla en ellos por
primera vez.
La influencia de los dos hermanos, san Leandro y san Isidoro,
sucesivamente obispos de Sevilla en el siglo v ii , parece haberse
dejado sentir en la organización y expansión de la liturgia mozárabe.
Pero resulta imposible determinar lo que ellos pusieron de su parte
en los textos que han llegado hasta nosotros. Por lo demás, hay
que reconocer que el análisis de la celebración litúrgica a que se
entrega san Isidoro en su De officiis es tal, que puede dejarnos
bastante perplejos sobre lo que él comprendía todavía de la tradi­
ción que contribuiría a propagar Después de dividir la misa en
siete oraciones, lo que nos dice de la 5.a y 6.a, que parecen corres­
ponder al conjunto de la anáfora, no es ni muy claro ni muy con­
vincente. La 5.a, a la que llama ya illatio, produciría según él la
«santificación de la oblación», y la 6.a, la conformatio sacramenti,
que sería el fruto de la «santificación del Espíritu». A primera vista
se inclinaría uno por de pronto a creer que la 5.a no es, pues, sino
la illatio actual (con el sanctus), mientras que la 6.a cubriría todo
lo que va del postsanctus a la conclusión. O bien, en su terminolo­
gía, la conformatio sacramenti ¿sería únicamente la postpridie,
mientras que la illatio designaría en su pluma todo lo que va hasta
el relato de la institución? No hallando rita de texto alguno, nos
es imposible decidir. Sin embargo, en el caso de que la confor­
matio sacramenti sea efectivamente el postpridie solo, es quizá
prematuro concluir, como lo hace sin vacilar Walter Frere, que este
texto debe ser según san Isidoro un equivalente de la epiclesis
siria plenamente desarrollada, por el mero hecho de ver en él una
«santificación» del Espíritu Santo. El empleo reiterado de la pa­
labra sanctificatio hace dudar sobre el significado que se le ha de
atribuir.10

10. D e ecclestasticis officiis, lib. i, xv; PL 83, col. 752.

119
La eucaristía galicana y mozárabe

N o obstante, pese a estas incertidumbres, es incontestable que


tanto en los libros galicanos como en los mozárabes, pueden hallarse
formularios muy próximos en su desarrollo a las últimas eucaris­
tías orientales que hemos estudiado. Tómese, por ejemplo, la 3.“ de
las misas dominicales del Missaie gothicum. Su immolatio está re­
dactada a s í:

Es digno y justo, verdaderamente equitativo y justo, Dios inefable, in­


comprensible, eterno, que te demos gracias nosotros, a quienes no cesas de
sostener (fovere) por tu inmensa misericordia. ¿Quién, en efecto, podría
alabar dignamente tu poder, de ti, cuya divinidad no puede ser mirada
por ojo mortal y cuya inmensidad no puede ser expresada con palabras?
Es suficiente que te amemos como al Padre, que te veneremos como al
Señor, que te recibamos como al Creador, que te abracemos como al Re­
dentor. Otorga, Señor todopoderoso, que subamos hacia ti por el camino
de esta vía estrecha que tú nos prescribiste, por la que podamos llegar
a la bienaventuranza eterna, sin que ningún obstáculo nos detenga, sino
que el curso de nuestro progreso tienda a la eternidad salvadora, por Cristo
nuestro Señor, por quien los ángeles, etc.

El postsanctus, con su enlace clásico, prosigue:

Verdaderamente santo, verdaderamente bendito en los altos lugares es


Nuestro Señor Jesucristo, el Hijo, el rey de Israel, que, conducido como
oveja al matadero, y como cordero delante del que lo trasquila, ni siquiera
abrió la boca. El mismo, en efecto, la víspera de sufrir...

El postmysterium concluirá:

Grande es este don de misericordia, por el que fuimos instruidos en


la celebración de los sacrificios de nuestra redención, como nuestro Señor
Jesucristo los ofreció en la tierra, él, por quien, Padre todopoderoso, te
regamos mires favorablemente los dones puestos sobre tu altar y los cu­
bras con la sombra del Espíritu Santo de tu Hijo, a fin de que, de lo que
hemos recibido de tu bendición, obtengamos la gloria de la eternidad, por
Jesucristo, etc.11.

Se pueden incluso señalar en los libros galicanos y mozárabes,


textos de postpridie y de postmysterium, en los que es todavía
más llamativa la semejanza verbal con las epictesis desarrolladas en
11. Edición M o h l be r g , p. 117ss.

320
Su parentesco con el tipo sirio occidental

Siria occidental. Por ejemplo, esta oración de una misa mozárabe


para la fiesta de santa Cristina, que se halla casi palabra por palabra
en el Missaie gothicum, en la fiesta de la cátedra de san Pedro:

Guardando, pues, estos preceptos, te ofrecemos los santos dones (muñera)


de nuestra salvación, suplicándote, Dios clementísimo y todopoderoso, te
dignes derramar tu Espíritu Santo sobre estas ofrendas (solemnia) para que
sean para nosotros una eucaristía legítima, en tu nombre, el de tu Hijo
y el de tu Espíritu, bendecida en la transformación en el cuerpo y sangre
de este mismo Jesucristo, nuestro Señor, [tu] Hijo único, para que coma­
mos de ellos para la vida eterna y el reinado sin fin n.

Si fueran más frecuentes tales expresiones, bastarían para hacer


incontestable el origen sirio' de estas liturgias. Pero quienes, como
Gregory Dix, la ponen en duda, no quieren ver en las oraciones de
este género sino testimonios de una influencia siria tardía. Pero a
esta teoría se opone una doble objeción. En primer lugar, difícilmente
se ve otra huella posible de influencia siria tardía en los autores
galicanos o españoles. Eos desarrollos de la teología griega poste­
riores a san Agustín parecen serles desconocidos. Por otra parte,
si textos patrísticos orientales pudieron pasar de este a oeste a lo
largo de toda la edad media (aunque el movimiento apenas si es
sensible antes de la época carolingia y sobre todo en ei siglo x i i ) , en
la misma época no hay vestigio de transmisión de textos litúrgicos.
Por lo demás, ¿quién habría sido capaz de leerlos y de traducirlos
en España o en la Galia entre el siglo v y el ix ?
Sería, pues, necesario que tardíamente hubiese pasado a Occi­
dente algún sacerdote u obispo de Siria, capaz de adaptar allí las
fórmulas que conocía. Pero no conocemos ningún caso de este
género fuera del de Eusebio, obispo de Milán de 451 a 465 ó 4661213.
Eusebio, que fue efectivamente a Siria, podría haber introducido en
la liturgia milanesa ciertas piezas, como el desarrollo, tan caracte­
rístico, de «haced esto como memorial de mí», que reproduce pala­
bra por palabra el texto de la liturgia de Santiago. Sin embargo,
faltando todo testimonio histórico, nada nos permite atribuir a otros

12. Edición F érotik del Líber sacramentorum, col. 379; cf. edición M oklbe &c del
Missaie góthtcum, p. 45.
13. Cf. Gregory D ix, The Shape o f the Liturgy, p. 541.

321
La eucaristía galicana y mozárabe

hipotéticos tránsfugas todo lo aparentemente sirio que hallamos


en las colecciones galicanas o mozárabes.
Muy al contrario, hay indicios positivos que nos inducen a
pensar que fórmulas como las que acabamos de citar cuentan entre
sus elementos más antiguos. De hecho no tardaron en parecer ar­
caísmos tan marcados, que no se osó ni emplearlas sin revisiones
que revelan el estado anterior del texto, ni eliminarlas sin más.
Así se halla un postmysterium galicano para la vigilia de navidad
en un fragmento manuscrito conservado en la biblioteca de Caius
College, en Cambridge, donde la expresión eucharistia legitima
reemplazó a ojos vistas a verum corpus. En efecto, el corrector
inexperto descuidó borrar a continuación el verus sanguis, que no
podía menos de corresponderle, de donde resulta esta frase pere­
grina : «que, por el misterio de tu operación, [los dones] vengan a
ser para nosotros una eucaristía legítima y la verdadera sangre
de tu H ijo...» 14.
En otros muchos casos pudieron producirse transformaciones
de este género, que, operadas con más habilidad, no dejarían huella.
Para admitir esto basta con comparar lo que nos dice san Isidoro,
a saber, que la conformado sacmmenti se efectúa por la santifica­
ción del Espíritu (sea cualquiera el sentido preciso que dé a estas
palabras), con lo que dirá el pseudo-Isidoro algunos siglos más
tarde. Éste no conoce ya sino la teoría latina posterior, de una
consagración sólo por las palabras del relato de la institución. Se
comprende que una vez que se quiere corregir, se corrijan, como
acabamos de verlo, fórmulas antiguas, como también sería inverosí­
mil que las fórmulas de este tipo hubieran podido introducirse
entonces.
En sentido inverso, no hay que concluir precipitadamente con
W alter Frere que, fuera de las veinticinco oraciones, poco más o
menos, del sacramentarlo de Toledo y de sus equivalentes galicanos,
no más numerosos, que contienen una epiclesis, en la que se invoca
al Espíritu Santo más o menos exactamente en el sentido de la
epiclesis siria desarrollada, todas las demás fórmulas de esta parte
de la eucaristía son o bien tardías o resultado de refundiciones.

14. Caius Coli. C&tnbr. M S. 153.

322
Su parentesco con el tipo sirio occidental

Muchas pueden serlo, pero hay otras muchas que tienen tanta o
más probabilidad de ser arcaicas, En primer lugar, a veces se
invoca sencillamente al Espíritu, como en la Tradición apostólica
o en la liturgia de Adday y de Mari, para que produzca en los
participantes todo el fruto de la eucaristía. Tal es ei caso de la misa
dominical dei Missale gothicum, que hemos citado, como también
el de la 6.a de las misas de Mone. Otras veces se le invoca sencilla­
mente para que haga que la eucaristía sea legítima, sin más pun-
tualización. Notemos a este propósito que la frecuencia de esta
expresión en nuestras colecciones, aunque pudiera ser introducida
tardiamente aquí y allá para reemplazar otras expresiones venidas
a ser molestas para la teología que se enseñaba, hace inverosímil la
suposición de que no perteneciera a su más antiguo vocabulario.
Por lo demás, es una fórmula del más arcaico latín cristiano, atesti­
guada ya por san Cipriano (en el sentido de una eucaristía plenamente
conforme con el designio de su institución por Cristo)
Pero hay también otros casos, en los que la transformación
de los elementos se pide formalmente, mas sin atribuirse por ello
al Espíritu- Se atribuirá, por ejemplo, a la «venida de la plenitud
de la majestad divina» 15, o a la «venida de la bendición» 11, o de la
«virtud» divina*18. Pero tenemos también casos en los que se
aguarda expresamente de la venida del Verbo. Un ejemplo llama­
tivo lo proporciona el postpridie de la 3.a feria post Vigésima del
sacramentarlo de Toledo:

Envía tu Verbo del cielo. Señor, para que nuestros pecados sean borra­
dos y nuestras ofrendas santificadas19.

Finalmente, tampoco son más raras las invocaciones de los


ángeles, aun haciendo abstracción de los textos que pudieron haber
sufrido algún influjo del canon romano. Ningún influjo de este
género parece poderse descubrir en los postpridie de las fiestas de
santa Cecilia, el 22 de noviembre, o de santa Eugenia, el 16 de sep­
tiembre 20.
15* C a rta 6S, 9; ed. de Viena, t, 3 ( i -i i ) i p, 708.
16. F írotin » col. 475. 17. F érotik , col, 262.
18. P érotin, col. 177. 19. Fánorirt, col. 200.
20. F ébotin , col. 28 y 427.

323
La eucaristía galicana y mozárabe

Un texto particularmente curioso, en la fiesta de la ascensión,


invoca al Espíritu como el ángel del sacrificio apareado a Manoah,
padre de Sansón21.
La mayoría de estas fórmulas no pueden explicarse sino como
arcaísmos. De aquí se saca la impresión de un estado de cosas que
reproduce lo que podían ser tales oraciones, en Siria y en otras
partes, en vísperas o al comienzo del movimiento de sistematiza­
ción, al mismo tiempo que de reajuste de la liturgia eucarística que
se produjo en Antioquía hacia fines del siglo iv. La invocación
final que se desprendió de la anamnesis es fundamentalmente una
oración para que el misterio conmemorado tenga todo su efecto en
los que lo celebran. Sin embargo, tiende a fijarse en una invoca­
ción del Espíritu, sin que la invocación, ya del Verbo, ya de los
espíritus celestiales o de la simple bendición divina, pueda, no
obstante, ser excluida. Tiende también a atraer hacia sí la petición
de que sea aceptado el sacrificio ofrecido y a prepararla en una
petición explícita de transformación de los elementos. Pero todo
esto es todavía fluido y no halla aún, sino en casos algo excep­
cionales, el género de formulaciones que vendrá a ser definitivo en
la Siria occidental.
En estas condiciones parece imponerse una conclusión: la litur­
gia galicano-hispánica representa una transposición a Occidente, de
la liturgia siria que debió adquirir su autonomía en el momento
preciso en que esta última había entrado en su fase final de reor­
ganización sistemática, pero antes de que llegara a su estabilización
final. En otras palabras: el fondo primero de la liturgia de extremo
Occidente, tal como llegó hasta nosotros en particular en los libros
galicanos y mozárabes, debe corresponder aproximadamente a media­
dos del siglo iv. ¿Hay que subrayar que la obra de un san Hilario
de Poitiers, que representa la última fase de una teología occi­
dental asociada a los desarrollos orientales, es exactamente de este
período?
Esto se ve corroborado por el hecho de que no faltan post-
sanctus galicanos o mozárabes en que reconocemos huellas, y más
que huellas, de la presencia primitiva de la epiclesis consacratoria.
2 1 . F í h o t i k , col. 3 2 S (alusión a Jueces 1 3 ,2 3 ) . Cf, el postpridie de la feria 2.a de
pascua, en que aparecen sucesivamente el ánfi^i y el Espíritu (F érotiií, col, 262).

324
Su parentesco con el tipo sirio occidental

en concreto de la epiclesis por la aceptación del sacrificio, antes de


¡as palabras de la institución. Por supuesto, aquí tampoco hacemos
entrar en la cuenta postsanctus en los que se deja sentir una influen­
cia directa de la liturgia romana, como ios de la misa de rogativas
o de la 5.a misa dominical del Mis sale gotkicum Pero él postsanctus
de la misma colección para la fiesta de san Mauricio no revela ninguna
influencia de este género. No por ello deja de pedir que «nuestro
Señor y Dios santifique estas especies (speciem istam), para con­
sagrarlas por la inspiración de [su] gracia celestial, y añada a la
bendición humana la plenitud del favor divino». Lo mismo ocurre
en el postsanctus de la vigilia de pascua:

Por tu orden, Señor, fueron creadas todas las cosas en el cielo y en


la tierra, en el mar y en todos los abismos. Los patriarcas, los profetas, los
apóstoles, los mártires, los confesores y todos los santos te dan gracias.
Nosotros también, haciendo lo mismo, te rogamos aceptes con favor estas
hostias espirituales, estas ofrendas puras. Te rogamos bendigas este sacri­
ficio con tu bendición y derrames sobre él el rocío de tu Espíritu Santo,
para que sea para todos una eucaristía legítima, por Cristo, nuestro Señor,
que la víspera de sufrir, etc...48.

Otro tanto también el día de pascua:

... Santifica los sacrificios que tú instituiste, no porque te inviten a ello


nuestros méritos, sino porque nosotros los significamos por tu ejemplo, a
fin de que siendo todo realizado como conviene, sepa la muerte que quedó
vencida y la vida reanimada (revocatam) al volver de los infiernos nuestro
Salvador...22324.

Es difícil creer que tales oraciones no sean en este lugar


un testimonio de un tiempo, en el que, incluso en Siria, se hacía
tradicionalmente todavía en dicho lugar la recomendación del sa­
crificio.
Pero hay que reconocer que se hallan también, en particular
en los libros mozárabes, que son más tardíos, algunas oraciones,
o muy breves (como es el caso de numerosos postsanctus y de un
cierto número de postpridie y postmysterium), o, por el contrario,
22. M oblbbbo , p. 86 y 120.
23. M ohubebg, p. 69-70.
24. M ohlbbrg , p. 73.

325
La eucaristía galicana y mozárabe

más o menos prolijas, en las cuales falta absolutamente toda


evocación del sacrificio, toda invocación (consacratoria o no), y
hasta incluso toda anamnesis. Salta a la vista que muchas de ellas
son composiciones tardías, de una época en que se habían perdido
de vista los temas primitivos, y a veces los más esenciales, de la
eucaristía. Pero las hay también (especialmente entre las asigna­
das a las fiestas más antiguas) en las que estas desconcertantes insu­
ficiencias van acompañadas de fórmulas que parecen ser de época
muy remota. Su irregularidad debe achacarse a omisiones e incon­
secuencias, a las que en todo tiempo estaba expuesta la impro­
visación.
De ello tenemos un ejemplo en el postmysterium de la epifanía
(pasado casi tal cual del Mis sede gothieum al romano galicanizado,
en el que vino a ser una secreta):

Rogárnoste, Señor, mires con favor a estos sacrificios que son colo­
cados delante de ti, en los que no se ofrece ya oro, incienso y mirra, sino que
se ofrece, se sacrifica y se recibe lo que estos dones manifestaban...2526.

Aquí la única idea de sacrificio ha como absorbido la anamnesis


y reducido la epiclesis a una invocación muy general. Pero el tema
sacrificial podrá a su vez quedar volatilizado, con todo el contenido
de la anamnesis, por no hablar de la epiclesis, en oraciones, cuya
factura no parece, con todo, reciente. Tal es el caso de la 2.a misa
dominica! del Missale gothieum, en la que el postsanctus se reduce
a estas palabras:

Verdaderamente santo, verdaderamente en lo ntás alto de los cielos, el


Señor nuestro Dios, el Hijo, el rey de Israel, que la víspera de padecer...

mientras que el postsecreta no es menos lacónico:

Por él, Dios, Padre todopoderoso, te rogamos que así como guardamos
la obediencia del santo misterio, su virtud celestial actúe en nosotros para
protegernos, por Cristo, nuestro S eñor...25.

Una última laguna hay que subrayar particularmente, pues vendrá

2$. MOHLBEJtG, p . 26,


26. M o h l b e r g , p. 116.

326
Su parentesco con el tipo sirio occidental

a ser universal en el uso mozárabe tardío: la eucaristía, en lugar


de terminar con un retorno a la acción de gracias en la doxología
final, se concluirá con la sola bendición postrera de las ofrendas
que se halla igualmente al final del canon romano, pero que no
cesó nunca de introducir en él ia doxología misma2728.

De la improvisación a los formularios impuestos

Estas incongruencias que nos parecen deberse a una improvisa­


ción litúrgica dejada siempre, y seguramente hasta demasiado tarde,
a los azares de su antigua libertad, nos llevan a tratar de nuevo y
por última vez de este problema. Podemos, en efecto, hacerlo,
ahora que tenemos ante los ojos testimonios tan patentes, no sólo
de la variedad indefinida, sino también de la confusión casi ilimi­
tada a que tal improvisación debía conducir.
Dom Gregory Dix es uno de los raros autores que se han
interesado por este problema. Pero el enfoque que de él propone
parece poco satisfactorio, Según él la improvisación, en particular
en el caso de la oración eucarística, habría sido la regla casi univer­
sal hasta la transición del siglo iv al V. Entonces, en todas partes
tanto en Oriente como en Occidente, se habría producido, casi simul­
táneamente, una fijación de los formularios. Pero en Occidente, casi
inmediatamente, una nueva proliferación habría acabado con este
resultado que acababa de adquirirse. Sin embargo, no se trataría ya
de una vuelta a la improvisación, sino de la composición de nuevos
formularios, fijados desde un principio por escrito, pero de modo
que se adaptasen a las diferentes fiestas y períodos del año litúrgico.
Así, en Oriente veríamos sucederse dos fases: improvisación y luego
fijación, y en Occidente, tre s : improvisación, fijación y nueva
variedad, producida esta vez no ya por la libertad de improvisa­
ción, sino por la voluntad de acomodar los formularios a los tiempos
litúrgicos
Contra esto se puede objetar, en primer lugar, que no se ve,
especialmente en Occidente, cuándo ni dónde tuvo lugar esta fijación
27. Cf. M is sale mixtum, PL, 85, col. 554.
28. Cf. G regory D i x , T h e S h a p e o f th e L iU tr g y , p. 527$s.

327
La eucaristía galicana y mozárabe

tan efímera. En segundo lugar, que sería muy inverosímil que las
autoridades mismas, suponiendo que la hubieran querido y obtenido,
hubieran destruido, casi inmediatamente, por una nueva variabilidad
la uniformidad impuesta.
De hecho, 'los documentos dan una impresión completamente di­
ferente. La improvisación misma, mucho antes del siglo v, y hasta
antes del siglo iv, dio pronto lugar a textos escritos, primeramente
para uso de los mismos que los escribían. Luego, una vez puestos
en circulación, fueron utilizados por los que estaban francamente
menos dotados para aquel género de composición. Y aun esta utili­
zación, como hemos visto, irá todavía acompañada de sucesivas
reélaboraciones. Cuando la autoridad, en particular para reaccionar
contra la herejía arriana y sus prolongaciones, se preocupe de dar
textos seguros, las más de las veces recurrirá, a lo que parece, a
canonizar composiciones que ya, por el prestigio de sus autores (ver­
daderos o supuestos), y sin duda todavía más por su interés intrín­
seco, tendían, si no a imponerse, por lo menos a generalizarse. Pero,
no obstante no pocas prescripciones reiteradas de prelados indivi­
duales o de concilios, la aceptación a la letra, de las colecciones así
compuestas y teóricamente impuestas, no llegará a imponerse sino
en fecha muy tardía y sólo parcialmente. La repetición misma de
las prescripciones en este sentido es un reconocimiento de las refun­
diciones, de las combinaciones y de las adiciones que durante muy
largo tiempo no se tendrá reparo en practicar. El Oriente bizantino,
no obstante su cesar opapismo, no logrará jamás imponer en todas
partes, en su propio dominio, los dos formularios (e'1 de san Juan
Crisóstomo y el de san Basilio) que pretenderá canonizar exclusi­
vamente. Ni siquiera llegará jamás a ñjar su texto definitivamente.
El Oriente sustraído a la jurisdicción de Bizancio, convertido en
nestoriano o monofisita, no' cesará de crearse nuervos formularios
sino cuando el islam llegue a sofocar progresivamente la cultura
cristiana. Donde no se produzca esta estrangulación, como en Etiopia
o entre los maronitas, la creación de los nuevos formularios se
proseguirá a través de toda la edad media.
En Occidente, Roma y las Iglesias incluidas en su órbita adopta­
ron en fecha temprana una forma fija en cuanto a la mayor parte
de los elementos de la eucaristía que seguían al sane tus. Aunque, por

328
De la improvisación a los formularios impuestos

lo que hace al communicantes y al bañe igitur, esta fijación será


todavía muy tardía, y nunca completa. La primera parte, ia acción
de gracias propiamente dicha, no se encerrará dentro de estos lí­
mites, ni siquiera en nuestros días. En otras partes, en tanto
sobrevivan los ritos locales, no conocerán nada semejante. Es cierto
que lo característico de Occidente será que esta multiplicación de
fórmulas, conservada durante más tiempo, llegará hasta nosotros
en un marco que llevará el sello del año litúrgico más marcadamente
que en otras partes. Pero esto depende primeramente del hecho
de que ia creación de nuevas fórmulas continuó allí hasta después de
la época en que se diversificó el año litúrgico. En la medida en
que, también en Oriente, particularmente, por ejemplo, en Etiopía,
se conservó la improvisación, o por lo menos la facultad de nuevas
composiciones, juntamente con una diversificación más marcada
de las estaciones eclesiásticas, los productos de la primera reflejan
igualmente la evolución de la segunda.
Pero aun en el caso de Occidente, no se debe concluir con precipi ­
tación que todo lo que se ponga finalmente en relación con un dia
determinado se compusiera precisamente a este objeto. Lo que
vemos primeramente en las más antiguas compilaciones es una
clasificación de los formularios de recambio que tiende a estable­
cerse en función de su posible apropiación a un día más bien que
a otro. Pero en numerosos casos hay todavía no poco de arbitrario,
como lo muestra bien el hecho de que de un formulario a otro los
mismos textos reciben asignaciones completamente diferentes. Pa­
rece que sólo muy paulatinamente se pasará de la atribución asig­
nada a formularios más o menos ómnibus (con o sin retoque),
a la composición deliberada de formularios con vistas a un objeto
particular, determinado, ya por el año litúrgico, ya por un oficio
votivo cualquiera. Ya hemos mostrado cómo, por ejemplo, los más
antiguos prefacios que se han mantenido en el misal romano, como
ios de pascua, navidad o epifanía, habían podido en un principio
tener un empleo general y aun ahora podrían intercambiarse sin
gran inconveniente. Con más razón son aquí innumerables los ejem­
plos de secretas o de poscomuniones que no tienen razones especiales
para ser asignadas a una misa más bien que a otra. De hecho, todas
estas oraciones se han cambiado tantas veces de una misa a otra,

329
La eucaristía galicana y mozárabe

que a veces es difícil decir para qué misa pudieron componerse en


los orígenes y hasta si jamás fueron compuestas para un objeto
determinado.
El mismo fenómeno es más palmario en los libros galicanos
o mozárabes. No solamente misas dominicales o feriales de recam­
bio no recibieron nunca aquí una atribución precisa, sino que
puede pensarse que más de la mitad de las misas que tienen alguna
atribución, no fueron evidentemente compuestas a ese objeto, mien­
tras que otras muchas pudieron ser aplicadas a tal objeto más por
una feliz coincidencia que por un designio preconcebido.
La postsecreta de la misa de navidad en el Missale gothicum
parece pertenecer a esta última categoría.

Creemos, Señor, en tu advenimiento (adventum) y recordamos tu pa­


sión. Tu cuerpo fue partido para la remisión de los pecados, tu sangre
derramada como precio de nuestra redención...20.

Fue muy probablemente la presencia de la palabra adventum


la que indujo a colocar allí esta oración. En cambio, parece poco
verosímil que de hecho fuera compuesta con vistas a navidad. Hay
piezas que, aun puestas bajo la rúbrica de una gran fiesta o de un
objeto muy característico, no tienen siquiera ese pretexto para
justificar su presencia en tal lugar más bien que en cualquier
otro. Baste como ejemplo el postmysterium que se lee en la misma
compilación en la fiesta de la asunción de la Virgen. No tiene
evidentemente nada que ver con este misterio y ni siquiera con
M aría:

Descienda, Señor, sobre estos misterios el Espíritu Paráclito, coope­


rador coeterno de tu bendición, para que la oblación que te presentamos
del fruto de la tierra que te pertenece, mediante una permutación celestial
retorne a nosotros una vez santificada. Que este fruto transmutado en tu
cuerpo, y el cáliz en tu sangre, eso que hemos ofrecido por nuestros pecados
se nos convierta en mérito, concédelo, Señor todopoderoso...2930.

Una vez que se ha adquirido conciencia de estos hechos, aparece


iluminada por una nueva luz esta cuestión de la improvisación y
29. M o h l &bkg» p. 7.
30. M o h l b s r g , p. 30.

330
De la improvisación a los formularios impuestos

de la fijación autoritaria de las fórmulas litúrgicas. En primer


lugar, no fue 'la introducción de un año litúrgico abundantemente
ramificado la que mantuvo siempre en Occidente cierta variabilidad
de los formularios. Por el contrario, la persistencia de la improvisa­
ción más o menos vigilada, más o menos frenada por ¡a autoridad,
fue la que produjo, poco a poco, una conformación (a decir verdad,
en gran parte artificial, efectuada posteriormente) de las fórmulas
de la oración eucarística con el diseño detallado de dicho año.
Si, por otra parte, el Oriente bizantino mismo pudo imponer, mejor
o peor, el empleo exclusivo de sólo dos formularios, y Roma, de un
solo formulario, esto se explica primeramente porque se hallaron
ejemplos tan logrados de composiciones, que la autoridad no tuvo
más que apoyar y, cuando mucho, acelerar un movimiento espon­
táneo hacia la unificación. En el extremo Occidente, al igual que
en Etiopía o entre los sirios evadidos de la órbita de Bizancio, la
continuación de la improvisación hasta una fecha tan tardía se
explica por la multiplicidad de formularios pasables, pero ninguno
de los cuales se destacaba por la autoridad de un gran nombre, ni
por un valor excepcional, por lo menos tanto como por la ausencia
de esfuerzos centralizadores por parte de una autoridad imperial
o pontificia. Si Roma misma, hasta nuestros días, ha dejado lugar
en la eucaristía a una multiplicidad y hasta a una multiplicación
continuada, por lo menos de los prefacios, es sencillamente porque
no se ha dispuesto nunca de un texto de una plenitud o de una
autoridad que se impusiera, sino únicamente de una variedad de
textos, que se prestaban más a la complementariedad de su alter­
nancia que al predominio exclusivo de uno de ellos.
Queda, sin embargo, por esclarecer una cuestión que plantean
inevitablemente los sacramentarlos galicanos y mozárabes. En ellos
son numerosas las misas en que faltan algunas de las partes. Se
halla, por ejemplo, una immolatio-contestatio, o una illatio, sin
postsanctus, o sin postpridie o postmysterium, y hasta sin los dos.
En tales casos ¿qué hacía el oficiante? Hay tres hipótesis posibles.
O bien tomaba al azar una pieza suficientemente neutra de otro
lugar de la colección, o bien improvisaba todavía para completar
lo que faltaba, o bien, como lo imagina Eugraf Kowalevsky, podía
recurrir a un hipotético ómnibus: a un formulario anodino apto

331
La eucaristía galicana y mozárabe

para colmar las lagunas del propio. El único fundamento posible


para esta última suposición es el Missaíe omnium offereniium. Pero
sólo existen de él manuscritos muy tardíos, y la Missa omnímoda del
Líber ordinum de Silos, que se acerca a él, no parece ser anterior
al siglo x i 31.
De este Missaíe es del que el cardenal Cisneros sacaría las fórmu­
las fijas del Sanctus y de las palabras de la institución (ausentes
siempre de los libros antiguos) para insertarlas en el Missaíe mix-
tum, que imprimiría en 1500. Pero la fórmula del relato de la cena
comienza aquí por In qua nocte tradebatur, pese a que las oraciones
que siguen en la tradición hispánica se llaman siempre Postpñdie.
Parece dudosa la hipótesis de un influjo de las liturgias orientales,
que todavía habría podido ejercerse el siglo xi. Este abandono del
antiguo uso parece atestiguar sencillamente que en esta época estaba
todavía en España lo suficientemente viva la libertad de improvi­
sación para que el redactor de una misa se creyera con derecho a
utilizar la fórmula paulina más bien que la fórmula de los sinóp­
ticos, aun contrariamente a un viejo uso local. Si ello es así, a for-
tiori habrá que inclinarse a creer que los oficiantes del rito mo­
zárabe, mientras éste se mantuvo1 vivo, tenían la misma libertad
para improvisar en todas las partes no fijadas de una misa, como para
recurrir a las fórmulas de otra misa.

La «oración de los fieles» y las intercesiones del canon

Pero todavía queda otro problema general que se puede esclarecer


mediante el examen de las liturgias galicanas y mozárabes. Es el
de la relación entre las oraciones que acompañan al ofertorio, que
en la tradición latina llevan el nombre de orationes (o de oratio)
fídelium y las intercesiones y conmemoraciones de la anáfora. Eos
liturgistas ignoran la tradición judía y, más o menos fascinados
por la Tradición apostólica■, tienen tendencia a explicar la presencia
de tales oraciones en el canon eucarístico, como un duplicado tar­
dío de la oratio fidelium. Hay, sin embargo, un hecho general, que

3L Cf. Missaíe m ixtum ; P L 85, ooí. 530.

332
La «oración de los fieles» y las intercesiones de! canon

habría debido ponerlos en guardia contra esta hipótesis. Nos refe­


rimos a que los incontestables duplicados que en todas las liturgias
más o menos tardías se observan entre las oraciones del canon y
las del ofertorio, traducen la tendencia a anticipar desde el ofertorio
los temas de la eucaristía, más bien que a trasladar a la eucaristía
propiamente dicha nada que hubiera tenido su puesto primitivo entre
las lecturas y ésta. Sin embargo, a primera vista las liturgias galicanas
y mozárabes, que son las únicas liturgias evolucionadas en que
estas invocaciones e intercesiones están ausentes de la eucaristía,
parecerían justificar la hipótesis en cuestión. Sin embargo, también
aquí hay piezas que implican estas intercesiones y conmemoracio­
nes, como lo observó ya Baumstark3233, todas las cuales no pueden
explicarse por influencia del canon romano. Así pues, éstas inducen
más bien a suponer un estado más antiguo que sólo habría dejado
algunas supervivencias.
La solución de este problema no puede obtenerse sino con un
examen más atento de la misma oratio fidelium. Su estudio completo
exigiría todo un volumen, por lo cual nos limitaremos aquí a esbo­
zarla, en la medida en que es necesario para nuestro objeto. En
las liturgias orientales la oratio fidelium ha revestido en todas
partes la forma de una ektenia, es decir, de una sucesión de mo­
tivos de oraciones enunciados por el diácono, a los que el pueblo
responde con una fórmula estereotipada (generalmente: Kúpts
s X et ]ctov) . L o mismo hallamos en las misas cuaresmales ambro-
sianas y parece que también en esta forma fue finalmente practicada
en nuestras liturgias de extremo Occidente.
Sin embargo, la liturgia romana parece habernos conservado
una forma más antigua. Es la de las orationes sollemnes recitadas
todavía el viernes santo. Hasta fines de la edad media se hallaban
también en la misa de miércoles santo, y dom Maieul Cappuyns
ha demostrado que tal es precisamente la forma antigua de la oratio
fidelium de toda misa romana53. A cada monición (dicha hoy día
por el celebrante, pero que en los orígenes debía serlo por el diá­
cono, después del oretnus del sacerdote) sigue un momento de

32, Cf. B aümstahk , Liturgie comparée, p. 53, n.° 3.


33. M aíeul C appuyns , Les orationes so lem n e s dn Vendredi-Saint, en «Questíons
Liturgíques et pareissiates», febrero 1938, p. 18ss.

333
La eucaristía galicana y mozárabe

oración, en silencio, de todos los fieles que se arrodillan a este


objeto. Después de este tiempo de silencio da el diácono la señal
de levantarse, y el oficiante concluye, resumiendo con una colecta
lo que ha debido ser lo esencial de las oraciones de todos sobre el
tema indicado precedentemente.
Esto basta ya para subrayar que la oratio fidelium debe inter­
pretarse estrictamente. Es la oración de los fieles, en cuanto es una
oración que se invita a los fieles a hacer ellos mismos, cada uno
por su parte, con sus propias palabras. Las intervenciones ya del
diácono antes de la oración, ya del sacerdote después de la misma,
no tienen otro objeto que guiarlos, pero no en modo' alguno el de
reemplazarlos.
Parece, no obstante, que la liturgia del bautismo de los adultos
nos permite remontarnos a un estadio todavía anterior de esta
omito fidelium. En efecto, a cada uno de los escrutinios a que se
somete a los catecúmenos, se les invita a orar. Entonces se arrodillan
y oran en silencio un momento. Después de esto 'los invita el cele­
brante a «completar» su oración. Se levantan y añaden el amén,
sin que el celebrante mismo pronuncie fórmula alguna.
Esto nos induce a suponer que en los orígenes no había más
que la invitación a una oración silenciosa y personal, sin colecta
de conclusión, y hasta quizá sin otra monición inicial que una
invitación general a la oración.
Si ahora comparamos esto con la liturgia judía, no podemos
menos de evocar la práctica, muy antigua, mantenida todavía hoy
por la sinagoga, de hacer que al rezo de las dieciocho bendiciones
de la tefillah, cantada solemnemente por el oficiante, precediera una
recitación silenciosa por parte de cada uno. Pero por los rabinos
mismos sabemos que en los orígenes cada uno, en lugar de recitar
por su cuenta la tefillah, se limitaba a orar libremente en silencio
sobre temas muy conocidos que luego serían enunciados en voz
alta en la oración del Seliah sibbur.
Así descubrimos exactamente lo que habría sido en los orígenes
la relación entre la oratio fidelium y las oraciones del oficiante,
cantadas en conexión con el sane tus y las acciones de gracias que
con él enlazan. Así pues, los formularios ulteriores de la omtio
fidelium proceden de la recitación por el oficiante, de la gran oración

334
La «oración de los fieles» y las intercesiones del canon

que fue en un principio la conclusión del oficio de las lecturas


antes de convertirse en el comienzo de la oración eucarística; y
proceden así como anticipación de la oración sacerdotal y pública,
en una oración, primero silenciosa y privada, de cada uno de los
fieles. La preocupación por guiar esta oración creó el duplicado,
antes de que la oración silenciosa, a la que daban su encuadramien-
to la monición del diácono y la oración del sacerdote, quedara
ahogada entre estas dos fórmulas clericales sobreañadidas.
He aquí la conclusión que se impone: si la restauración de la
oratio fidelium es de lo más deseable, para restaurarla verdadera­
mente no basta con añadir oraciones diaconales o sacerdotales en
el ofertorio, sino que aquí hay que crear de nuevo esa oración
personal que la constituye y que estas fórmulas, también secun­
darias, sólo tenían por objeto suscitar. Con más razón sería absurdo
retirar de la eucaristía, bajo una vana ilusión de primitivismo, una
oración sacerdotal que está en su lugar primitivo, para trasladarla
a donde sólo vino secundariamente, con un simple duplicado peda­
gógico, que se verá privado de su sentido original en tanto ocupe el
puesto de la verdadera oración de los fieles, que debía únicamente
inspirar: oración personal y silenciosa.

335
C a p ít u l o XI

LA EDAD M EDIA: DESARROLLO Y DEFORMACIÓN

La exuberancia de formularios tardíos y su adulteración

La noción de edad media es extremadamente elástica. Recubre


una sucesión de épocas muy variadas. Además, es tan difícil decir
cuándo comienza este período como precisar la fecha en que termina.
Desde el punto de vista que adoptamos aquí, podría decirse que las
Iglesias que se volvieron nestorianas o monofisitas en el Oriente
sirio, copio o armenio, entraron en la edad media en el momento
mismo en que se separaron, tanto espiritual como materialmente,
de la órbita bizantina. En la hora presente no se puede todavía
decir que hayan salido de ella. En Bizancio, por el contrario, si
hay realmente una edad media, sólo se puede desgajar verdadera­
mente de la antigüedad patrística en la época de la caída de Cons-
tantinopla..., es decir, en el momento en que propendemos a dar
por terminada la edad media en Occidente. En Roma misma se
puede fijar el comienzo de la edad media inmediatamente después
de san Gregorio. Pero hacía ya mucho tiempo que había entrado
en ella gran parte del mundo occidental.
Se comprende, pues, que nosotros llamemos aquí edad media
a todo lo que trata todavía de conservar, sea como sea, la tradición
patrística, comenzando ya a no comprenderla. Consiguientemente,
la tradición patrística se prolonga en la edad media por una vege­
tación parasitaria de prácticas y de fórmulas, más bien que por
desarrollos coherentes. Y todavía hay que añadir que éstos no se

337
Bcuyer, eu caristía 22
La edad inedia: desarrollo y deformación

extinguen de un golpe. Y, sobre todo, cuando se piensa en particular


en el Occidente latino, no hay nunca que olvidar que la edad media
no va aquí seguida precisamente de un renacimiento único, sino
que más bien está atravesada por renacimientos sucesivos: en el
siglo ix, en los siglos x ii-x m en particular, teniendo además
en cuenta que este último no es menos importante que el que sobre­
vendrá en los siglos xv-xvi y parecerá (solamente parecerá) barrer
la edad media.
Como aquí sólo estudiamos la oración eucarística, habremos de
hablar en primer lugar de los últimos desarrollos, que son defor­
maciones más bien que desarrollos, que la eucaristía, en su sentido
restringido, pero primitivo, pudo entonces conocer. Luego pasaremos
al problema del silencio del canon, silencio en que de una forma
muy significativa cayó la eucaristía casi en todas partes desde el
comienzo del período en cuestión. Finalmente, llegaremos a todas
nuestras nuevas creaciones que casi inmediatamente se propusieron
colmar este silencio. Primeramente se referirán a los fieles, o a los
simples clérigos, que siguen la misa del sacerdote en lugar de tomar
parte en la misa con él. Pero pronto, dado que el sacerdote, por
la fuerza de las cosas, comenzó por ser un simple clérigo, y pri­
mero un laico más o menos piadoso, no logrará ya entrar en el
silencio del canon, que se le supone reservado a él, sino arrastrando
toda la curiosa impedimenta de una piedad eucarística de reemplazo.
Un este momento, pese a esfuerzos esporádicos de renacimiento
o de simple reacción, la oración eucarística no sobrevivirá ya sino
como una momia venerable, respetuosamente embalsamada y con
la protección de bandas o cintas. Entonces podrán sobrevenir re­
formadores, aunque sólo un poco más impacientes que sus prede­
cesores. Creerán que no hay más que apartar con el pie esa vieja
reliquia para descubrir la eucaristía original. Pero tras este último
golpe no quedará ya nada.
La Iglesia bizantina, como hemos dicho, después de haber adop­
tado sucesivamente las liturgias de san Basilio y de san Juan
Crisóstomo, se atuvo invariablemente a estos dos textos, elimi­
nando poco a poco todos los que les habían hecho competencia.
Aunque las generaciones sucesivas desarrollarían considerablemente
las partes secundarias de la liturgia eucarística, no modificarían ya la

338
Exuberancia de formularios tardíos

oración eucarística sino con variantes de poca importancia1234. T,a


única excepción en este punto es particularmente entre los eslavos,
un recargo de la epiclesis que la redobló mediante la introducción
de una oración al Espíritu Santo, trasladada del oficio divino a la
eucaristía *.
Eos armenios fueron casi tan conservadores en materia de ora­
ción eucarística, no obstante la riqueza de sus propias composiciones
en general y el liberalismo de sus préstamos tomados de otras
tradiciones, desde la antigua tradición bizantina hasta las formas
medievales más evolucionadas de la liturgia romana. Después de
haber utilizado así a Santiago, a san Basilio y a san Juan Crisós-
tomo, se atuvieron a una sola oración eucarística, que atribuyen
a san Atanasio de Alejandría, pero que parece ser una refundición
propiamente armenia de san Basilio, o de Santiago, difícil de
fechar. Sin embargo, utilizaron también en el pasado versiones en
su lengua, de liturgias sirias o egipcias más o menos tardías, como
las llamadas de san Ignacio o de san Gregorio Nacianceno por una
parte, y de san Cirilo por otra, así como una misteriosa liturgia
de san Isaac (¿se trata del obispo nestoriano Isaac de Nínive?),
y otra liturgia más o menos autóctona, atribuida a su gran misionero,
Gregorio el Ilum inador1.
Esta reducción progresiva de la variedad de las oraciones euca-
rísticas a uno o algunos modelos relativamente antiguos no se
produjo en las otras Iglesias separadas de Bizancio, con la única
excepción, en cierta medida, de la Iglesia de los nestorianos. No
solamente la liturgia muy arcaica de Adday y de Mari, que han
conservado en medio de un desarrollo también muy antiguo, sino
también las otras dos oraciones litúrgicas que utilizan, atribuyén­
dolas respectivamente a Nestorio y a Teodoro de Mopsuesta, son
incontestablemente de una época muy antigua (aparte algunas inter­
polaciones) *.

1. Cf. el texto del Coáex B arberini p re se n ta d o p o r P r ig h tm a n y el te x to moderno


que le sigue en su edición. Véase a e s te p ro p ó sito P.N. T r e m b e la s , Las tres Liturgias
según los manuscritos atenienses (en g rie g o ), Atenas 1935.
2. Cf. L-H. D almais, L m liturgies d’O rient t P arís 1959, p. 77.
3. Cf. L H ansshís ,, In stitn iio n e s /iturgicae , t. HT, parte segunda, p. 584ss. Cf. S aij-
g et , op. cit,, p. 44-45.
4. Cf. H atíSS&NS, op. c it., p. ó22ss, y S adget , op. cit., p. 123-124,

339
La edad media: desarrollo y deformación

Los jacobitas de Siria, por el contrario, aun conservando la


anáfora de Santiago, le han añadido numerosas oraciones eucarísti-
cas, gran número de las cuales se han mantenido en uso también
entre los maronitas. Brightman, a fines del siglo pasado, señalaba 43
formularios conocidos, de los cuales sólo 19 se han publicado en el
original siríaco, mientras que los otros son accesibles a través de
las traducciones latinas de Renaudot y de Assemani. Señalaba tam
bien otras 21 anáforas conocidas, aunque no editadas. Basta con dar
una ojeada a las indicaciones más recientes de Hanssens para
comprobar hasta qué punto han aumentado estas cifras en medio
siglo, sin que hayan cesado todavía los nuevos descubrimientos5.
Algo semejante se puede decir de ios coptos de Egipto, La
antigua Iglesia de Egipto utilizaba, fuera de la liturgia de san
Marcos, más o menos influida en sus formas evolucionadas por las
liturgias sirias, una forma arcaica de la liturgia de san Basilio, y
una anáfora atribuida a san Gregorio Nacianceno, que es en todo
caso una anáfora siria llevada al desierto de Escete por monjes
de esta nacionalidad. Los documentos coptos incluyen versiones de
estas tres anáforas (atribuyendo generalmente la de san Marcos
a san Cirilo), que nos permiten con frecuencia remontarnos a un
estado de los textos griegos más antiguo que el que nos es accesible
directamente. Pero encierran una multitud de otras oraciones euca-
rísticas posteriores, como, por ejemplo, la serie de anáforas pu­
blicadas recientemente por dom Emmanuel L anne6.
Los etíopes por su parte, aun tomando su fondo antiguo de los
coptos y algunas otras anáforas de los sirios y hasta de los arme­
nios, no descuidaron añadir composiciones de su propia cosecha.
Tales son la anáfora de nuestro Señor, o la de nuestra Señora, así
como textos atribuidos a los «318 ortodoxos» (los padres del Con­
cilio de Nicea), a san Atanasio, a san Epifanio, etc. También entre
ellos se halla, con el nombre de anáfora de los apóstoles, una
combinación de la eucaristía de Hipólito con el marco y elementos
complementarios tomados de san Marcos-san C irilo7.

5. H anssens, p. 596ss, y Sauget, p. l l l s s y 104.v<».


6. H anssens, p. 635ss, y S auget, p. 82ss. Cf. K mmanuei. I.anne, L e grand Eucho-
}oge A» wtowwt&r* bhmc, t a Patrología oriental™, t. 28* fase. 2, 1958.
7. H anssens , p. 638ss, y S auget, p. 94ss,

340
L a e u c a r is t ía d e N e s t o r io

En Occidente, el canon romano, una vez que se impuso en todas


partes, no varió, excepto los prefacios. Estos, muy variados ya en la
época patrística, enriquecidos todavía con aportaciones galicanas
o mozárabes, no cesaron de proliferar a través de toda la edad media.
No nos es posible examinar aquí en detalle esta enorme literatura,
de la cual sólo una parte se ha publicado. Nos contentaremos con
verificar algunos sondeos. Estos nos revelarán pronto que aquí la
originalidad no consiste ya más que en variaciones más o menos
felices sobre temas que ya conocemos, cuando tal originalidad no es
negativa. De hecho, lo que domina esta enorme producción es una
tendencia general a enterrar bajo vegetaciones parásitas, si ya no
a desintegrar los temas primitivos y fundamentales de la eucaristía.
La tradición que aquí trata de prolongarse reconoce que ya no es
dueña de sí misma sino muy imperfectamente. En los casos en
que no se petrifica, sólo tiende a disolverse.

La eucaristía de Nestarlo

La eucaristía que los nestorianos atribuyen a Nestorio fue


algún tiempo considerada por Baumstark como la antigua liturgia
constantinopolitana, de la que la de san Juan Crisóstomo no sería
sino una forma abreviada. Schermann se hizo cargo de lo invero­
símil de esta hipótesis, y Engberding lo demostró tan claramente
que el mismo Baumstark, con una elegancia poco corriente entre
los críticos, reconoció francamente su e rro rs. Muy al contrario,
el formulario atribuido a san Juan Crisóstomo, o quizá su viejo
antecedente antioqueno, debió sufrir copiosas inyecciones escritu-
risticas y teológicas para dar el formulario llamado de Nestorio.
Y hasta hay que reconocer que entre estas añadiduras hay por
lo menos un fragmento que difícilmente parece poderse atribuir
a un redactor del siglo v.
Veamos primero toda la parte de la oración que va hasta las
palabras de la instrucción inclusive:8

8- B a u m st a h e , Liturgie comparée, p, 60-61.

141
L e e d a d m e d i a : d e s a r r o llo y d e f o r m a c ió n

Señor, fuerte, tú que eres eterno, Dios Padre todopoderoso, que eres
siempre lo que eres, es digno, conveniente y justo que te alabemos, que
te confesemos, que te adoremos, que te ensalcemos siempre y en todo tiem­
po. Tú eres, en efecto, el Dios verdadero, incomprensible, infinito, inexpli­
cable, invisible, simple, no perceptible por los sentidos, inmortal, sublime
y por encima del pensamiento y de la inteligencia de todas las criaturas, tú
que estás en todo tugar y no cabes en ningún lugar, tú, y tu H ijo úni­
co, y tu Espíritu Santo. Tú mismo, Señor, danos la palabra para que
abramos la boca en tu presencia y te ofrezcamos, con corazón contrita y
espíritu humillado, los frutos espirituales de nuestros labios [nuestro]
culto racional: tú eres, en efecto, nuestro Dios y el Padre de nuestro
Señor y salvador Jesucristo, nuestra esperanza, en quien fueron escondidos
todos los tesoros de sabiduria y de la ciencia, y por quien nosotros reci­
bimos el conocimiento del Espíritu Santo, el Espíritu de verdad que procede
de ti, j oh P ad re!, y es de la naturaleza oculta de la divinidad. Por él todas
las naturalezas racionales, visibles o invisibles, son fortalecidas, santificadas
y perfeccionadas. Y a ti, a tu H ijo único, y a tu Espíritu Santo, ofrecen
en todo tiempo alabanzas perpetuas, porque todas son obra tuya. Porque tú
nos produjiste y ordenaste de fa nada a la existencia. Nosotros pecamos
y caímos; mientras nosotros perecíamos en nuestra decadencia tú nos re­
novaste, levantaste y rescataste, tú no cejaste hasta visitarnos a todos en tu
gran solicitud, a fin de hacernos subir al cielo y de darnos por tu misericor­
dia tu reino venidero. Y por todos estos beneficios para con nosotros te
damos gracias en verdad, Dios Padre, así como a tu Hijo único y a tu
Espíritu vivo y santo, y te adoramos por todos estos beneficios que nos
has otorgado, por los que conocemos y por los que ignoramos, por los
manifiestos y por los ocultos. Te damos gracias también por este ministerio,
suplicándote lo recibas de nuestras m anos: ¿quién, en efecto, bastaría para
narrar los milagros de tu poder y para hacer oir todas tus alabanzas?
Aunque todas las criaturas fueran una sola boca y una sola lengua, no
bastarían, Señor, para hablar de tu majestad. Porque delante de tu Trinidad,
Señor, están mil millones y diez mi! miríadas de ángeles: todos juntos
volando sin cesar y para siempre, con voz alta y que no se calla alaban,
exultan, gritando uno a otro, diciendo y respondiendo:
Santo, santo, santo, Señor fuerte, de quien están llenos los cielos y la tierra.
Y con estas potencias celestiales también nosotros, Señor bueno y
Dios misericordioso, gritamos y decimos: tú eres verdaderamente santo,
verdaderamente digno de ser glorificado, exaltado, sublime, tú que a tus
adoradores que están en la tierra los hiciste dignos de ser asimilados a
los que te glorifican en los cielos. Santo es también tu H ijo único, nuestro
Señor Jesucristo, con el Espíritu Santo [tu Hijo] que coexiste contigo
desde toda la eternidad, como quien participa de la misma naturaleza, y
autor de todas las criaturas. Bendecimos, Señor, el Dios Verbo, al Hijo
oculto, que procede de tu seno, que siendo semejante a ti e imagen de tu

342
L a e u c a r is t ía d e N e s t o r io

sustancia, no tuvo como una presa ia igualdad contigo, sino que se ano­
nadó a sí mismo y tomó la semejanza de esclavo, hombre perfecto de
alma racional, inteligente e inmortal, y de cuerpo humano mortal, que unió
a si mismo y !o asoció en la gloria, poder y honor, siendo como era pasible
por naturaleza, él que fue formado por la virtud del Espíritu Santo para
la salvación de todos, hecho de una mujer, sometido a la ley, para rescatar
a los que estaban bajo la ley y vivificar a todos los que habían muerto en
A dán; destruyó el pecado en su carne y destruyó la ley de los preceptos
por sus preceptos; abrió ios ojos de nuestros espíritus cegados y allanó
para nosotros el camino de la salvación, y nos iluminó con la luz del cono­
cimiento divino. A los que le recibieron les dio, en efecto, el poder de
ser hijos de Dios; nos purificó e hizo la expiación por nosotros por el
bautismo de agua santa, y nos santificó por su gracia en el don del Espí­
ritu Santo. A los que fueron sepultados con él por el bautismo los resucitó,
los levantó y los trasladó al ciclo consigo, según su promesa. Y habiendo
amado a los suyos en este mundo, los amó hasta el fin, y habiéndose ofrecido
en nuestro lugar a la pena debida por el pecado de nuestra raza, por la vida
de todos se dio él mismo por todos a la muerte que reinaba sobre nos­
otros y a cuyo poder estábamos sujetos habiéndole sido vendidos por nues­
tros pecados, y por su sangre preciosa nos rescató y salvó, y descendió a
los infiernos, y deshizo las ataduras de la muerte que nos devoraba. Pero
como era justo que no fuera retenido en los infiernos por la muerte el
príncipe de nuestra salvación, resucitó de entre los muertos al tercer día
y vino a ser las primicias de los que duermen, a fin de ser el primero en
todas las cosas; y subió al cielo, y se sentó a la diestra de tu majestad, ¡olí
D io s! Y nos dejó un memorial de nuestra salvación, este misterio que
hemos ofrecido en tu presencia. Porque cuando llegó el tiempo en que era
entregado por la vida del mundo, después de haber cenado, en la pascua
de la ley de Moisés, tomó pan en sus manos santas, inmaculadas y sin man­
cha, lo bendijo, lo partió, lo comió y dio de él a sus discípulos y d ijo ;
Tomad, comed de él todos vosotros, esto es mi cuerpo, partido por vos­
otros para remisión de los pecados. Asimismo mezcló el cáliz de vino y de
agua, bebió de él, dio de él a sus discípulos y d ijo : Bebed de él todos
vosotros, esto es mi sangre de la nueva alianza, que es derramada por
muchos para remisión de los pecados, y haced esto en memorial- de mí
hasta que yo venga. Porque todas las veces que comiereis de este pan y
bebiereis de este cáliz, anunciaréis mi muerte hasta mi parusía. Así a
quienquiera que se acerque, con verdadera fe, para participar, séanle, Se­
ñor, para remisión de los pecados, para gran esperanza de la resurrección
de los muertos, y para la vida nueva en el reino de los cielos9.

9. Véase, en la edición anglicana de O urm ia, 1S90, Liturgia sanctorum Apostalorum,


etcétera, las páginas 40ss, por lo que hace al texto siríaco. Traducción latina en R knau-
po t , t. i t , p. 627ss. Nótese la insistencia en el hecho de que Jesú s mismo comió y behió
de la cena (? ). Cf. p. 275 y 341.

343
L e e d a d m e d i a : d e s a r r o llo y d e f o r m a c ió n

Esta oración tiene sin duda alguna bellos rasgos, como el de


comenzar la segunda parte de la acción de gracias glorificando a Dios
por el hecho mismo de habernos permitido unirnos a la glorificación
que le tributan los espíritus celestiales. Sin embargo, podemos
también hallar aquí como la raíz primera de los desarrollos subjeti­
vos que habían de conducir a las apologías con las que el sacerdote,
antes de desempeñar su función proclamando los mirabilia Dei,
mezclaría súplicas y acciones de gracias por d tremendo favor de
permitirle acercarse al altar. Pero sobre todo, el conjunto de este
texto, si bien evoca evidentemente el otro gran ejemplo de anáfora
teológica y bíblica debido a san Bisilio y del que tomó diferentes
préstamos, ciertamente no gana nada con la comparación. Podría
decirse de la eucaristía de Nestorio que hace el efecto de una aná­
fora basiliana doblemente fallida. Aunque no es menos doctrinal ni
menos escriturística, no llega a fundir las reminiscencias bíblicas
en un todo orgánico ni a hacer que su teología se pliegue a la gran
línea continua de la historia de la salvación. Las citas de los libros
sagrados no son sino un rosario de referencias, como en un mediocre
tratado escolástico. Ni podía menos de ser así, una vez que la
misma teología no era ya ei desarrollo de una contemplación de
la Palabra divina, sino una simple acumulación de digresiones
escolares.
En la anamnesis vamos a descubrir las mismas debilidades,
todavía aumentadas, si cabe. La anamnesis, como otras oraciones
más o menos tardías con que nos hemos encontrado ya, toma el ses­
go de una confesión de fe en regla. Pero además, no logra todavía
resistir a la tentación, ya de acumular referencias, ya de perderse
en digresiones igualmente ociosas. La intercesión que sigue, también
prolija, es de mejor andadura.

También nosotros, Señor Dios, Padre fuerte, conmemoramos esta dispo­


sición y la salvación que se efectuó para nosotros. Ante todo te creemos
y te confesamos, Dios, el Padre verdadero y el Hijo eterno, único de [tul
divinidad, que procede de ti, unido contipo por su consustancialidad, su
economía admirable que se hizo mediante nuestra humanidad y que nos fue
dispensada para nuestra salvación; la cruz y la pasión, la muerte, la se­
pultura, la resurrección al tercer dia, la ascensión al cielo, la sesión a tu
diestra y la segunda venida a nosotros en gloria, de nuestro Señor Jesu-

344
L a e u c a r is t ía d e N e s t o r io

cristel, en la que ha de juzgar a los vivos y a los muertos, y dar a cada


uno según sus obras. Confesamos también al Espíritu Santo, que es de
la sustancia gloriosa de tu divinidad, que contigo y tu fHijo] único sea
adorado y glorificado; y te ofrecemos este sacrificio vivo, santo, aceptable,
glorioso e incruento, por todas las criaturas; y por la Iglesia santa, apos­
tólica y católica, de una extremidad a otra de la tierra, a fin de que tú
la conserves en la tranquilidad y al abrigo de todo escándalo, y para que
no haya en ella mancha, impureza, arruga ni cosa parecida. Tú dijiste,
en efecto, portu Hijo único, nuestro Señor Jesucristo, que las puertas
del infierno no prevalecerían jamás contra ella, Y por todos los obispos
en todo lugar y en toda región, que anuncian la palabra ortodoxa de la
verdadera fe. Y por todos los sacerdotes que desempeñan su sacerdocio
en tu presencia, en la justicia y en la santidad de la verdad. Y por todos lo?
diáconos que conservan el misterio de tu fe en una conciencia pura. Y por
todas las condiciones de tu pueblo piadoso y santo en todo lugar. Y por to­
dos los que a sabiendas o en la ignorancia pecaron y te ofendieron. Y por
tu siervo indigno y culpable al que por tu gracia hiciste digno de ofrecer
delante de ti esta oblación. Y por todos los que ilustran la santa Iglesia
con obras de justicia de manera digna de elogio. Y por todos los que derra­
man sus limosnas sobre los pobres. Y por todos los reyes fieles y por
la estabilidad de su reinado. Y por todos los principes y poderes de este
siglo; te rogamos, Señor, y te suplicamos, confírmalos en el temor, imprime
en ellos tu verdad y somételes todas las naciones bárbaras. Invocamos,
Señor, tu divinidad, para que repelas las guerras a las extremidades de
la tierra y disipes a las naciones que quieren la guerra, a fin de que more­
mos en la tranquilidad y en la Serenidad, en toda templanza y temor de Dios.
Y por los frutos de la tierra, la salubridad del aire, a fin de que bendigas
la corona del año por tu gracia. Y por este lugar y por los que en él
moran, para que tengas piedad de ellos, los bendigas, los guardes y los
protejas con tu clemencia. Y por todos los que viajan, por mar o por los ca­
minos. Y por todos los que están en cadenas, eu angustia, en persecuciones,
opresiones y turbación por causa de tu nombre. Y por todos los que están
en el destierro, en tribulaciones y en cárceles, por los que son enviados
a islas lejanas y a un suplicio sin fin o están sometidos a dura esclavitud.
Y por todos nuestros hermanos cautivos; te suplicamos, Señor, socorras
igualmente a todos los que se ven afligidos por dolores y enfermedades
penosas. Invocamos finalmente tu misericordia, Señor, por tu gracia, por
todos nuestros enemigos y por los que nos odian, y por todos los que
piensan algo malo contra nosotros; no por el juicio ni por la venganza,
Señor, Dios fuerte, sino por las misericordias y la salvación, y por la
remisión de los pecados, pues tú quieres que todos los hombres vivan y
se conviertan para reconocer la verdad. Tú, en efecto, nos prescribiste
por tu H ijo muy amado, nuestro Señor Jesucristo, orar por nuestros ene­
migos y por los que nos dominan violenta e injustamente...

345
L a e d a d m e d ia : d e s a r r o llo y d e f o r m a c ió n

... Señor Dios poderoso, te suplicamos bendiciéndote y adorándote en tu


presencia: convierte a los extraviados, ilumina a los que están en las ti­
nieblas, confirma a los débiles, levanta a los caídos, sostén a los que están
en pie, y todo lo que puede ser conveniente y útil, procúralo a todos por
tus misericordias. Te rogamos y te suplicamos todavía, Señor, que te
acuerdes en esta oblación de los padres, de los patriarcas, de los profetas,
de los apóstoles, de los mártires, de los confesores, de los doctores, de los
obispos, de los diáconos y de todos los que tienen participación en nuestro
ministerio y que han abandonado este siglo, y de todos nuestros hermanos
en Cristo que partieron de este siglo en la verdadera fe, cuyos nombres te
son conocidos: desatando y perdonándoles todos sus pecados, y tod > aquello
en que te ofendieron, como a hombres expuestos al error y a las pasiones,
por la oración y la intercesión de los que fueron hallados agradables a ti.
Míranos y ten piedad de todos tus siervos y siervas, que se hallan ante
tu altar. H az que todos seamos dignos de tener parte en la herencia de
los santos y en la luz, y sanos, en la abundancia de la caridad y en la
pureza de los pensamientos, vivir delante de tí, en este siglo en que pere­
grinamos, en la posesión de un conocimiento preciso de la verdadera fe
en ti, y comulgando en tus misterios temerosos y santos, de modo que no
seamos confundidos y condenados cuando comparezcamos ante el trono
terrible de tu majestad. Y como en este siglo nos has hecho dignos del
ministerio de tus tremendos y santos misterios, otórganos en el siglo ve­
nidero participar con el rostro descubierto en todos los bienes que no pasan
ni perecen. Cuando consumes lo que alcanzamos aquí en figuras y enigmas,
poseamos allá al descubierto al santo de los santos en el cielo,0.

Omitimos una prolija apología del celebrante, que viene a inte­


rrumpir, a lo largo de una página entera, la oración por la Iglesia,
Parece difícil atribuirla al texto primitivo, pese a su tendencia a las
digresiones. La epiklesis, que viene al final de la oración, según
el orden propio de las liturgias sirias orientales, aquí como en la
forma larga de la eucaristía de Adday y de Mari, es introducida
por una reanudación del tema de la anamnesis, que, por el contrario,
en la liturgia de Teodoro se halla entera al comienzo de las inter­
cesiones.

Nosotros, pues, Señor, tus siervos inútiles, débiles y flacos, que está­
bamos lejos de ti, pero que por la muchedumbre de tus bondades nos hiciste
dignos de comparecer y de desempeñar en tu presencia este ministerio
tremendo, glorioso y excelente, suplicamos a tu divinidad adorable y que
restaura todas las criaturas: Venga, Señor, la gracia del Espíritu Santo,10

10. R ehaodot,op. cit„ p. 630ss.

346
L a e u c a r is t ía d e N e s t o r io

permanezca y repose sobre esta oblación que hemos ofrecido en tu pre­


sencia, santifiquéis, y haga de ella, de este pan y de esta copa, el cuerpo
y la sangre de nuestro Señor Jesucristo, transformándolos y santificándolos
tú mismo por la operación del Espíritu Santo, a fin de que la recepción
de estos santos misterios sea para todos los que participen de eilos [fuente del
vida eterna y de resurrección de los muertos, de expiación de los cuerpos
y de las almas, de iluminación del conocimiento; de confianza ante ti y
de la salvación eterna de la que nos hablaste por Jesucristo nuestro Se­
ñor, para que todos juntos seamos unidos en la unanimidad, por un mis­
mo vínculo de caridad y de paz, y seamos un solo cuerpo y un solo E s­
píritu, como hemos sido llamados a una sola esperanza de nuestra vo­
cación. Nadie lo coma ni beba para la condenación de su cuerpo y de su
alma, ni redunde para él en enfermedad o flaqueza por causa de sus pe­
cados, por haber comido de este pan y bebido de este cáliz indignamente.
Sea más bien fortificado y confirmado para todo lo que te es agradable,
de modo que seamos dignos de comulgar con buena conciencia en el cuerpo
y sangre de tu Cristo. Cuando comparezcamos delante de tí, en esc tribu­
nal tremendo y glorioso, en presencia del trono de tu majestad, obtengamos
misericordia y gracia, gocemos de los bienes futuros que no pasarán nunca,
con todos los que durante los siglos te han sido agradables, por la grada
y las misericordias de tu Hijo único, con quien, Señor, sean a ti gloria,
honor, poder y exaltación, así como a tu Espíritu viviente, santo y santi-
ficador, ahora y siempre y por los siglos de los siglos11.

Aquí también, como se ve, algunas ocurrencias felices están des­


graciadamente anegadas en disertaciones exhaustivas que cuadran
más con la cátedra profesional que con el altar. Esto no impide
subrayar en la epidesis que cierra las intercesiones así coim en
la incoación de éstas a partir de la anamnesis, la profunda visión
doctrinal que pone a la Iglesia y su consumación, primero en la
santidad, 'luego en la unidad, al principio y al término de la súplica
incluida en la eucaristía.
Hemos querido citar todavía íntegramente este texto, pese a su
longitud difícil de soportar, o más bien a causa de ella. Aquí se
ve, en efecto, cómo la eucaristía, desde finales del período patrís-
tico, tiende a hincharse en una retórica, que en un principio es me­
ramente pedante, pero que no tardará en degenerar en palabrería
devota.

11. R enaudot, op. cit., p. 633ss.

347
La e u c a r is tía a r m e n ia

Sin embargo, en medio de esta literatura patrística tardía pode­


mos hallar ejemplos más logrados de una nueva expresión de los
temas de siempre. El mejor es quizá el de la eucaristía armenia,
bajo la forma que había de prevalecer y que sus libros atribuyen
(sin sombra de verosimilitud) a san Atanasio de Alejandría. Ya
hemos dicho que la liturgia armenia es una de 'las más eclécticas en
sus fuentes, y, sin embargo, una también de las más creadoras de
piezas o de detalles rituales originales. Pero además posee el raro
privilegio de sintetizar todo esto en conjuntos orgánicos que
mantienen en la profusión más oriental una bella fastuosidad,
aunque siempre ordenada. La emoción piadosa puede llegar aquí
a su colmo sin que se vea nunca turbado el sentimiento de lo
sagrado. Bastaría muy poco para que esta liturgia superbizantina
cayera en lo teatral y en lo patético, pero un sentido estético y
religioso, que nunca falta, la preserva siempre de este peligro. Estos
caracteres no son en ninguna parte más evidentes que en la última
de las antiguas oraciones eucarísticas que citaremos íntegramente.
Generalmente se considera una refundición de la anáfora basi-
Hana, pero, pese a analogías con este texto, nos parece que sigue
más bien el desarrollo de Santiago. Las intervenciones, por una
parte, de los fieles (ahora reemplazados de hecho por el coro) y,
por otra, del diácono, que invadieron todas las liturgias orientales,
no cesan prácticamente de interrumpir la oración del celebrante para
parafrasearla. Este comentario viene ya a recubrir su objeto. Pero es
interesante ver en esta liturgia el raro ejemplo de una evolución
que supo, no obstante, detenerse justamente en el punto en que
amenazaba romperse el equilibrio entre la tradición y la novedad l2.
El sacerdote mismo dice:

1.a grada, el amor y la virtud divina del Padre, del H ijo y del Espíritu
Santo estén con vosotros y con todos.
E l coro: Y con tu espíritu.

12. Seguimos el texto dado en el Ordo divirme Missoe Armenorum, publicado en


Roma en 1644. Traducciones latina y fran cesa en T\ L kbkun, en el tomo m de su
Explicativa... des priores et cérémonics de la Messe, p. tifia s de la reedición de 1843.

348
L a e u c a r is t ía a r m e n ia

El diácono (en lugar del sacerdote) interviene inmediatamente:

¡ Las puertas ! ¡ Las puertas ! ¡ Con sensatez y atención ! Levantad vuestros


espíritus en temor de Dios.
El coro: Los tenemos levantados hacia ti, todopoderoso.
El diácono: Dad gracias al Señor con todo vuestro corazón.
El coro: F.s digno, justo y saludable [darle gracias], pues en todo lugar
es sacrificado este Cristo de Dios. Los serafines se estremecen, los que­
rubines tiemblan, y todos los poderes celestiales claman y dicen:

Ahora el sacerdote, durante este último responso dice en voz


baja todo el comienzo de la eucaristía:

Verdaderamente es digno y justo glorificarte con todo nuestro poder


adorándote siempre, Padre todopoderoso, a ti que rompiste la atadura
de la maldición por tu Verbo inefable, creador contigo, que se formó su
Iglesia de ios pueblos que creen en ti, y que tuvo a bien habitar entre nos­
otros, por la humildad de nuestra naturaleza, según la economía que se
realizó en la Virgen, y así hizo un cielo de la tierra, con una obra nueva,
creación totalmente divina. Él, cuyo esplendor no podían soportar los
ejércitos celestiales, sobrecogidos de temor por la brillante e inaccesible luz
de la divinidad, él mismo se hizo hombre por nuestra salvación y nos
permitió unir nuestras voces a los coros celestiales...

Continúa en voz a lta :

y osar unánimemente, con los serafines y los querubines, clamar con se­
guridad, exclamar y decir : Santo, santo, santo. Señor Dios de las potestades.

El coro canta entonces:

Santo, santo, santo, Señor Dios de las potestades. Los cielos y la tierra
están llenos de tu gloria: bendición en los altos lugares. Bendito eres
tú, que viniste y que vendrás en el nombre del Señor. Hosanna en los
altos lugares.

Dejemos de lado por el momento este ejemplo típico, el


primero que encontramos, de un desarrollo tardío de los cantos
del coro, que ahogan en el silencio un elemento fundamental de la
oración eucarística pronunciada por el celebrante. Parece que
topamos aquí con el primer origen, si ya no el único, de ese silen-

349
i
L a e d a d m e d i a : d e s a r r o llo y d e f o r m a c ió n

ció del canon, que pronto vendrá a ser universal. Volveremos sobre
esto. Notemos más bien por ahora la introducción del tema de la
Iglesia, desde las primeras palabras de la eucaristía sacerdotal,
después de la mención de la oración y de la caída. Va a desarrollarse
magníficamente en la idea, presente igualmente en el texto de Nes-
torio, de la unión de la tierra al culto angélico. Pero aquí no vemos
todavía la menor tendencia a replegar por ello la eucaristía en subje­
tivismo alguno: se abre, por el contrario, a nosotros la visión más
objetiva del misterio, viniendo a ser la tierra el cielo e integrándose
la humanidad en los coros celestiales.
Una consecuencia curiosa de esta visión parece reflejarse en la
fórmula del sanctus, Mientras la antigua qedusah judía sólo hablaba
de la tierra, llena de la gloria de Dios, y los primeros sanctus cris­
tianos (por lo demás, inspirados, como hemos dicho, en los tar-
gumes) le añadían éi cielo, en el sanctus armenio sólo queda el cielo.
I,a bendición seguida, pero no precedida, del Hosanna se abre a su
vez a la visión apocalíptica de aquel «que vino y que vendrá».
El sacerdote continúa en voz baja, mientras el coro canta este
sanctus:

Santo, santo, santo, tú eres verdaderamente santo: ¿quién podría pre­


tender expresar con palabras las tiernas efusiones de tu inmensa bondad
para con nosotros?, ¡oh tú!, que desde el comienzo, levantando de tantas
maneras al hombre caído, lo consolaste por medio de los profetas, con el
don de la ley, con un sacerdocio en el que las víctimas ofrecidas eran figu­
rativas, pero que, al final de los días, rasgando enteramente la cédula de
nuestras deudas, nos diste a tu Hijo único, para que pagara por nosotros,
para que fuera nuestro rescate, para que fuera la víctima, el ungido, el
cordero, el pan celestial, el sumo sacerdote y el sacrificio que, aunque
distribuido siempre entre nosotros, no puede consumirse, porque, habién­
dose hecho verdaderamente hombre, y habiendo tomado verdaderamente
carne por una unión sin confusión, de la divina y santa virgen María, pasó
en los días de su carne por todas las pasiones de la vida humana sin pecado y,
para salvar al mundo y por nuestra salvación, se entregó voluntariamente
a la cruz.
Tomando el pan en sus manos santas, divinas, inmortales, inmaculadas
y creadoras, lo bendijo, dio gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos
elegidos y santos, mientras estaban a la mesa con él, diciendo:
lil diácono interrumpe: ¡Bendice, Señor!

350
La eucaristía armenia

El sacerdote prosigue en voz a lta :

Tomad, comed de él todos: esto es mi cuerpo que es distribuido por


vosotros para expiación de los pecados.
I.U diácono: Amén. ¡Bendice, Señor!

El sacerdote, de nuevo en voz baja:

Asimismo, tomando el cáliz, lo bendijo, dio gracias, bebió de él y lo dio


a sus discípulos elegidos y santos, mientras estaban a la mesa con él,
diciendo (lo que sigue, en voz alta): Tomad, bebed de él todos, esto es mi
sangre de la nueva alianza, que es derramada por vosotros y por muchos
para expiación y remisión de los pecados.

El diácono añade un doble amén, y el coro canta:

Padre celestial, que entregaste por nosotros a la muerte tu H ijo cargado


con nuestras deudas, te suplicamos, por la efusión de su sangre, tengas
piedad de tu grey racional.

Nótese la analogía con la anáfora de san Basilio en la circuns­


tancia de que una letanía de expresiones bíblicas que definen el
papel redentor de Cristo se halla centrada en un texto paulino
capital (pero que aquí es Col 2, como en Santiago), el que evoca la
cédula de nuestros pecados clavada en la cruz. Pero todo ha sido
ahora unificado en una visión de la redención específicamente sacer­
dotal, aunque a las imágenes sacrificiales se superpone sin cesar
la imagen de la deuda pagada. Al mismo tiempo, toda la oración
respira una atmósfera muy particular de ardiente devoción (próxi­
ma a Santiago), pero también de penitencia. Es un bello ejemplo
de lo que la antigua ascesis monástica reunía en el término de com­
punción (xaTavó^i?). Es éste un rasgo marcado de toda la tradi­
ción armenia. La más amplia expresión de esto se halla en el bello
libro de oraciones de Gregorio de Narek, que ha seguido siendo
hasta nuestros días el manual favorito de la piedad popular entre
los armenios.
Veamos ahora la anamnesis, continuada en voz baja durante el
canto del coro. Sólo aquí se acabará, como en la liturgia de Santiago,
la acción de gracias por las altas gestas del Redentor. Como en

351
La edad media: desarrollo y deformación

Nestorio, está muy desarrollada, aunque sin perderse jamás, como


ésta, en un comentario escolar.

Tu Hijo único, nuestro bienhechor, nos prescribió que hiciéramos siem­


pre esto como memorial de li, y descendiendo a la tierra de los muertos
según la carne que tomó de nosotros, y rompiendo las puertas de! infierno
en su poder, nos dio a conocer que tú eres el único Dios verdadero, el
Dios de los vivos y de los muertos.
Nosotros, pues, Señor, según esta prescripción, presentando aquí este sa­
cramento saludable del cuerpo y de la sangre de tu Hijo único, hacemos el
memorial de su pasión salvadora por nosotros, de su crucifixión vivi­
ficadora, de su sepultura durante tres días, de su bienaventurada resurrección,
de su divina ascensión, de su sesión a tu diestra, ¡oh Padre!; confesamos
sil segundo advenimiento temible y glorioso,
El diácono: ¡Bendice, Señor!

El sacerdote continúa en voz alta (la rúbrica armenia añade:


«derramando lágrimas»):

Te ofrecemos lo que es tuyo de lo que es tuyo, por todo y por todos.

El coro interviene inmediatamente:

Tú eres bendito en todas las cosas, Señor: te bendecimos, te alabamos,


te damos gracias, te suplicamos, Señor, Dios nuestro.

Durante este canto inserta el sacerdote una apología sacerdotal


análoga a la que se halla en Nestorio, pero más breve y que
hace cuerpo con el resto de la oración:

Con razón, Señor, Señor Dios nuestro, te alabamos y te tributamos


continuas acciones de gracias a ti, que sin tener en cuenta nuestra indig­
nidad, nos estableciste ministros de este tremendo e inefable sacramento, no
por causa de nuestros méritos, pues somos demasiado pobres y faltos de
todo bien, mas recurriendo siempre a tu gran misericordia osamos ejercer
el ministerio del cuerpo y de la sangre de nuestro Señor y salvador Jesu­
cristo, a quien convienen la gloria, el principado, el honor, ahora y siempre
y por los siglos de los siglos.

El coro, por su p a rte :

352
La eucaristía armenia

Hijo de Dios, que le inmolaste al Padre por nuestra reconciliación, y


que eres distribuido entre nosotros como el pan de vida, por la efusión de
tu sangre te suplicamos, ten piedad de nosotros, de ia grey que tú res­
cataste.

Entretanto el sacerdote pasa a la epiclesis, siempre en voz baja:

i Oh Dios bienhechor!, te adoramos, te suplicamos y te rogamos; envía


sobre nosotros y sobre estos dones presentados, tu Espíritu Santo coexisten­
te y coeterno, a fin de hacer por él de este pan bendecido el cuerpo de
nuestro Señor y Salvador Jesucristo (el diácono dice: Amén) y de este
cáliz bendecido la sangre de nuestro Señor y salvador Jesucristo (nuevo
amén del diácono), a fin de que por él, de este pan y de este vino bendecidos
hagas el verdadero cuerpo en su propia carne, y la sangre realmente de
nuestro Señor y salvador Jesucristo, cambiándolos por tu Espíritu Santo,
a fin de que éste [Jesucristo] sea para todos los que se le acerquen, no
para su condenación, sino para propiciación y remisión de los pecados (último
amén del diácono).

Sigue la intercesión, acompañada sin cesar de moniciones diaco­


nales y de cantos del coro-, que nosotros omitiremos:

Por él otórganos la caridad, la constancia y la paz deseable al mundo


entero, a la santa Iglesia y a todos los obispos ortodoxos, a los sacer­
dotes, a los diáconos, a los reyes del mundo entero, a los príncipes, a los
pueblos, a los viajeros, a los navegantes, a los cautivos, a los condenados,
a los afligidos y a los que luchan contra los bárbaros. Por él otorga la
salubridad del aire, los frutos de la tierra, y una pronta curación a los
que sufren de males diversos.
Por él da el reposo a todos los que duermen en Cristo, a los santos pa­
dres, a los pontífices, a los apóstoles, a los profetas, a los mártires, a los
obispos, a los sacerdotes, a los diáconos, y a todo el clero de su santa Igle­
sia, así como a todos los laicos, hombres y mujeres, que nos dejaron en la fe
(continúa en vos alta), con los cuales te rogamos nos visites, Dios bien­
hechor.
De la Madre de Dios, la santa Virgen María, de* Juan Bautista, de
Esteban el protomártir y de todos los santos sea hecha memoria en este
sacrificio, te suplicamos...

De nuevo en voz baja, continúa:

Acuérdate, Señor, en tu piedad de bendecir a tu santa Iglesia católica


y apostólica que tú rescataste por la sangre preciosa de tu Hijo único y

353
B ouyer, eucaristía 23
La edad media: desarrollo y deformación

la liberaste por la santa cruz; otórgale una paz bien establecida; acuérdate,
Señor, en tu piedad de bendecir a todos los obispos ortodoxos que en la
santa doctrina nos distribuyen la palabra de la verdad (en voz alta) y par­
ticularmente a nuestro archiprelado, el venerable patriarca de los arme­
nios N .; consérvalo largo tiempo en la sana doctrina.

Y continúa en voz baja :

Acuérdate, Señor, en tu piedad, de bendecir a este pueblo aquí presente,


y a los que ofrecen este sacrificio y concédeles lo que les es necesario y útil.
Acuérdate, Señor, y ten piedad de los que te ofrecen votos y llevan
fruto en tu santa Iglesia y se acuerdan de tos pobres con compasión, y
dales el céntuplo, según la largueza de 1u liberalidad, aquí y en e! siglo
venidero.
Acuérdate, Señor, en tu piedad, de ser propicio a las almas de los
difuntos y a aquella por la que te hemos ofrecido este sacrificio... Dales
el descanso, la luz y dales un puesto entre tus santos en tu reino celestial,
y hazlos dignos de tu misericordia.
Acuérdate, Señor, ten piedad del alma de tu siervo... según tu gran
misericordia (si está en vida): libra de toda asechanza a su alma y a
su cuerpo.
Acuérdate, Señor, de todos los que se han encomendado a nuestras ora­
ciones, vivos y m uertos; dirige según tu saludable beneplácito nuestras
oraciones y las suyas y otorga a todos la recompensa, no de bienes pasa­
jeros y perecederos; purifica nuestros pensamientos, haznos templos dignos
de recibir d cuerpo y la sangre de nuestro Señor y Salvador Jesucristo
(en vos alta), a quien contigo, Padre todopoderoso y con el Espíritu Santo
vivificante y liberador, conviene la gloria, el principado y el honor, ahora
y siempre y por los siglos de ios siglos, (El coro: Amén.)

Desde el comienzo de la anamnesis se habrá observado el enlace


explícito entre la presencia sobre el altar, de Cristo mismo, como
eterna víctima propiciatoria, y las intercesiones.
Esta oración eucarística puede considerarse como única por el
equilibrio que supo conservar en el puro diseño de la eucaristía
antigua, aun introduciendo en ella una devoción a la humanidad del
Salvador y una piedad penitencial ya medievales. Estos sentimientos,
que serán preponderantes en e'1 Occidente latino, no oscurecen to­
davía en modo alguno en este venerable texto, la visión gloriosa
de la redención realizada.

354
Anáforas sirias tardías y anáforas etiópicas

Desde este punto de vista se podría comparar con este texto la


eucaristía cara a los monjes de Escete, que ellos atribuyen a san
Gregorio Nacianceno, si no presentara el carácter absolutamente
insólito de estar toda ella dirigida al Hijo. Baumstark se inclinaba,
sin embargo, a tomar en serio esta atribución, pues esta eucaristía
evoca innegablemente las fórmulas de las oraciones a Cristo, que
abundan en los sermones y en los poemas de Gregorio. Nosotros,
por nuestra parte, creeríamos que debió ser compuesta por algún lec­
tor de su obra, penetrado de su piedad cristocéntrica y saturado del
recuerdo de sus expresiones.
Pero si pasamos, por ejemplo, a las anáforas maronitas, aun
a la más tradicional en su desarrollo, la llamada Chorar, o anáfora
de san Pedro, que utilizó elementos de Adday y de Mari, quedamos
desconcertados ante la amplificación exuberante de todas las fórmu­
las, la sobreabundancia de las apologías que las interrumpen a cada
instante, y todo un tono de adjuración patética que nos traslada
decididamente a un mundo distinto del de la eucaristía tradicional1314S.
¿ Qué decir de las anáforas etiópicas, en las que llega a borrarse
toda continuidad dd pensamiento en una sucesión de exclamaciones
y digresiones casi ilimitada1*?
t,a anáfora de nuestro Señor, después de algunas palabras diri­
gidas al Padre, se vuelve al Hijo :

Te damos gracias, dice, Dios santo, fin de nuestras almas, dador de


nuestra vida, tesoro incorruptible, Padre de tu Hijo único nuestro salvador,
que nos anunció tu voluntad. Porque tú quisiste que fuéramos salvados por
ti mismo, y nuestro corazón te da gracias con fervor, Señor. Tú eres el
poder del Padre, la gracia de las naciones, el conocimiento de la rectitud,
la sabiduría de los extraviados, la curación de las almas, la grandeza de los
humildes. Tú eres nuestro asilo, el escudo de los justos, la esperanza de
los desterrados, el puerto tranquilo de los que se ven como agitados por el
13. L a litu rg ia de san G regorio N acianceno se h allará en el t. i de R cn.vudot.
p. 99ss. Sobre la litu rg ia m aronita, v éase M i c h e i , H a y ek , L itu rg ia mar cuite, P a rís 1964,
que d a 1a traducción de numerosos textos ( Ckarar, p. 258ss).
14. C itarem os la litu rg ia de n uestro S eñ o r y la de nuestra Señora según las v e r­
siones inglesas d e J.M . H arden, publicadas en el «Journal o f O riental Studíes», 1917,
p. 61ss, y 1919, p. 67ss. L a prim era se in sp ira visiblem ente en el Testam eníum D om im .

355
La edad media: desarrollo y deformación

mar, la luz de los perfectos, el H ijo del Dios viviente. Irradia sobre nos­
otros por tu gracia inmutable el establecimiento y el consuelo de nuestra
confianza, la sabiduría y la eficacia de una fe indeclinable y de una espe­
ranza inquebrantable. Otorga a nuestra humildad la inteligencia del Espiritu,
para que te sirvamos siempre en pureza y rectitud, Señor, y para que
todos los pueblos te alaben...

De aquí se vuelve al Padre hasta las palabras pronunciadas sobre


el pan. Luego, bruscamente, vuelve a dirigirse la oración al Hijo,
lo que hace que las palabras sobre la copa sólo se mencionen en
estilo indirecto. I^a anamnesis misma sigue interpelando al Hijo,
pero la epicíesis invoca al Padre. L,uego, como en ciertas oraciones
sirias orientales, se presenta la oblación a toda la Trinidad antes
de que el final de la oración vuelva ai Padre. De un extremo a otro,
la misma incoherencia que se ha observado desde el comienzo de la
oración, es reforzada por estos continuos vaivenes.
Todavía será más extravagante la eucaristía de nuestra Señora,
en la que la mayor parte de la oración va dirigida, no a una persona
divina, sino a la Virgen. Además de esto, el desorden del pensa­
miento (?) es completo, con digresiones tan alejadas del tema, que
el autor mismo acaba por exclamar con una ingenuidad que nos
lo hace más simpático que su peregrina composición: «Pero vol­
vamos a lo' que estaba diciendo...»
Veamos algunas muestras de esta curiosa pieza, con las que
seguramente se contentará el lector :

...Levantémonos en temor de Dios para glorificar y celebrar a la que


es llena de gracia, llena de alabanza, expresando una salutación de gozo
a la que es llena de gracia. Más grande es la majestad de tu apariencia
que la majestad de los querubines de múltiples ojos y de los serafines
de ocho (?) alas...

Seguidamente vuelve la oración al Hijo para declarar inefable


su concepción virginal, y se pasa al sanctus, concebido como ala­
banza al Hijo encamado.
huego se vuelve de nuevo a la V irgen:

¡ Oh V irgen!, j oh fecunda, cuyo fruto comemos, fuente manante de la que


bebemos! ¡Oh pan que viene de ti!... ¡Oh copa que deriva de ti!... Y ahora
ofreceremos nuestra alabanza a tu Hijo...

356
Prefacio, «communicantes» y «haiic igitur»

Se vuelve, pues, al Hijo y luego, finalmente, ai Padre, en una


acción de gracias por la encarnación redentora, que desembocará
en el relato de ia institución...
Hay que reconocer que todo esto no tiene pies ni cabeza, y
toda la eucaristía se ha como disuelto en un fárrago sentimental,
en el que ya no sobrenadan sino restos dispersos.
Perderíamos el tiempo acumulando ejemplos de este género. Es
evidente que en Oriente, al igual que en el Occidente galicano y
mozárabe, la improvisación eucarística, sin cesar completamente de
conocer éxitos parciales, se perdió pronto en una exuberancia sin
medida, sumergida en una piadosa verbosidad.

Prefacio, « communicantes* y «hanc igitur*,


a través de los sacramentos

En Occidente, la adopción del canon romano — que viene a ser


poco a poco universal entre los siglos ix y xr, desde las decisiones
de Carlomagno hasta la abolición práctica del rito mozárabe, al igual
que en el Oriente bizantino la de las liturgias de san Basilio y de
san Juan Crisóstomo — opondría un dique a esta delicuescencia
de la oración eucarística. Pero esto no la protegería tan comple­
tamente, ya que el mismo canon romano admitía una cierta persis­
tencia, ya de la improvisación, ya por lo menos de la variabilidad,
en su prefacio. Y, dado que, como hemos visto, todo el elemento
fundamental de acción de gracias por la creación y la redención se
concentró en fecha temprana en este prefacio, este mismo elemento
de base fue el que quedó expuesto a los azares de la inspiración.
Se pueden estimar los riesgos inevitables de esta maleabilidad
así preservada (como también su posible fecundidad), desde los más
antiguos sacramentarlos latinos.
No podemos entrar aquí en todos los problemas históricos que
plantean estas compilaciones, por lo cual nos contentaremos con
recordar lo que hoy día parece establecido suficientemente en
cuanto a su origen y su f o r m a c i ó n E o que se llama el Sacramen-
15. Véase, i » r ejemplo, A.G. J J a h tim o u t , L a Iglesia en oración, H erder, Uarce-
lona 219<57, p. 319ss {el capitulo es de N . M aurice D enis -Boulet).

357
La edad media: desarrollo y deformación

tario Leoniano no es ciertamente el sacramentarlo de san León,


como se imaginó durante algún tiempo una vez que fue descubierto
en el siglo x v m en la biblioteca de Verana. Bsta compilación muti­
lada (lo que nos queda de ella comienza en el mes de abril) parece
ser un fragmento de una copia ecléctica de los libelli usados por los
papas a comienzos del siglo vn, hecha para uso de un obispo desco­
nocido. Bourque, Capelle y Chavasse han creído poder distinguir
en ella la presencia de un fascículo que se remontaría hasta Gela-
sio i (492-496) y de otro debido a Vigilio (fines de la primera mitad
del siglo vi). Sin embargo, un cierto número de piezas pueden, si
no ser atribuidas con toda seguridad a san León mismo, por lo
menos reflejar una influencia visible de su pensamiento y de su
estilo. Esto puede decirse, por lo menos, de un cierto número
de misas del fascículo que debió de ser compilado por GelasioM.
E l sacram en tario lla m a d o Gelasiano a n tig u o , q ue co n o ce m o s p o r
un m a n u scr ito del V a tica n o , q ue d eb ió se r com p ilad o en lo s a lr ed e­
d o res d e P a r ís a co m ie n z o s d el siglo' v m , p e rte n e ce to d a v ía m e n o s
a G e la sio que el L e o n ia n o a L e ó n 11. C h a v a sse h a esta b lecid o q u e su
fo n d o prin cip al e stá co n stitu id o p o r un sa cra m en ta rio p resb itera l,
es d ecir, u tiliza d o , n o p o r él papa, sin o p or lo s sa cerd o tes de lo s
tituM ro m a n o s d e fin es del sig lo v n w.
L o q u e se llam a él Gdasicmo d el s ig lo v m e s u n a sín te sis en tre
Gelasio.no
e s te a n tig u o , u n a re ce n sió n d el Sacramentario Grego­
riano, a n terior cosa d e m e d io sig lo , y fu e n te s g a lican as. E s ta co m ­
p ilación d eb ió de ser elaborada en B o r g o ñ a , p rob ab lem en te en la
abadía d e F la v ig n y . S eria la fu e n te d e o tr o s v a r io s sa cra m en ta rlo s
reco p ila d o s en p aís fra n co h a sta el sig lo x i w.16789

16. Coá. B ib l. Capit. Veron L X X X V [$<?]. P rim era edición por F . B ia n c h in i ,


C o ie x $ acrantentorum vetits Rom anae Ecclesiae, R om a 1735. O tra edición de los h er­
manos B allerins , V enecia 1754, reproducida por M igne en P L 65, col. 2 lss. Ediciones
m odernas de C.L, F eltoe , Sacram entarium Lecm iwtum, Cam bridge 1896, y de L.C. M oh l -
besg , Sactam entarium Verottense, Roma 1956,
17. Cod. Vat. R e g in . 316. Publicado por prim era vez por T o iq ía si en sus Códi­
ces, etc., e n 1860. O tra edición, de M uratqkj, reproducida por M igne en P L 74, col.
1055ss. E diciones m odernas de M.A. W ilson , T h e Gelasian Sacram entary, O xford 1894
y de L.C . M ohlijerg , L íb er Sacram cntorum Rom anac cceJcsiae, Roma 1960.
18. A. C havasse, L e S a c ra m e n ta re gélasien, Totimai 1958.
19. C f. E . B ourque , jttv.de su r les sacram entaires rotnains, t. i i : L e s T extes re­
m antes, L e gélasien du V I I I s ié d e , Qltebec 1952, y A. C havass ^ L e S a cram entare
gélasien d n V I I U siéd e , en «Ephem erides L itúrgicas», vol. 73 (19S9), p. 249ss.

358
Prefacio, «communicantes» y «hanc ígitur»

El sacramentarlo llamado Gregoriano parece tener por base


una colección compuesta por san Gregorio Magno para su uso per­
sonal. Pero el más antiguo testigo que de él nos queda es el manus­
crito conservado en Cambray, llamado el Hadrianum, que parece
ser el que fue enviado a Carlomagno a petición suya. Refleja el
uso papal contemporáneo2021.
Un manuscrito conservado en Padua, pero que debió ser copiado
en Bélgica en el siglo ix, representa por su parte una adaptación
al uso presbiteral romano, de ¡a misma colección básica, adapta­
ción hecha sin duda posteriormente al año 650ai.
No hay que olvidar además que todos los libros galicanos lle­
gados hasta nosotros, excepto las misas de Mone, incluyen cier­
tamente buen número de piezas romanas. En todas estas colecciones,
que nos han conservado el fondo más antiguo de piezas romanas
que nos es accesible, se ve, pues, que están ya mezcladas con piezas
posteriores. En la edición que se prepararía para uso de las Galias
francas sobre la base del Hadrianum, se añadiría un copioso suple­
mento que contuviera la vigilia pascual, con elementos innegable­
mente galicanos, como la bendición del cirio, y propios para los
domingos ordinarios (ausentes del sacramentarlo papal). En esta
ultima parte buen número de oraciones fueron recogidas en otras
colecciones de origen romano, del género del Gelasiano o del Pa-
duano2i!. Este Gregoriano enriquecido constituirá la base de los
sacraméntanos medievales, juntamente con el Gelasiano del siglo v iii ,
cuya influencia persistirá.
Entre las más antiguas de estas compilaciones, el Leoniano
(aunque mutilado) se distingue por el número de sus prefacios (267).
Por lo demás, como los libros galicanos, todos estos libros
presentan, más o menos, piezas de recambio, dejando al oficiante
gran campo de elección. Así, el Leoniano tiene 8 misas para navidad,
28 para san Pedro y san Pablo, etc...
El Gelasiano antiguo es ya notablemente menos rico, puesto

20. Editado por H. L ietzmantí, en Das Sacramentariu m grcgorianum, Munster de


W estfalia 1921 (el manuscrito está en Cambray, 159).
2 1 . Biblioteca Capitolare, M S. D. 47, E d i t a d o p o r L .C . M ohmjerg , Üie álteste
erreichbarc Gestatt des Líber Sacratnent&rumj M u n s t e r d e W e s t f a l i a 1 9 2 7 .
22. E s t e s u p le m e n to s e a t r i b u y e g e n e r a lm e n te a A lc u i n o . I n v e s t i g a c i o n e s r e c i e n te s
p a r e c e n m o s t r a r q u e s e d e b e m á s «bien a s a n B e n i to d e A m a n o .

359
La edad medía: desarrollo y deformación

que sólo contiene 54 prefacios. Pero las diferentes recensiones del


Gelasiano reciente elevan este número hasta unos 200. El Hadrianum,
en cambio, sólo comprende 14 prefacios. Pero el Padxta.no, por su
parte, tiene 46.
El suplemento añadido en la Galia franca al Hadrianum intro­
ducirá en él una mezcla de prefacios de origen tanto romano como
galicano.
Hacia fines del siglo x, el canonista Burchard de Worms in­
tentaría reducir a 9 los prefacios autorizados, alegando una decretal
atribuida a Pelagio ii (muerto en 590), pero que muy probablemente
había sido totalmente fabricada por él. Son los prefacios de navidad,
de la epifanía, de cuaresma, de la cruz, de pascua, de la ascen­
sión, de pentecostés, de la Trinidad y de los apóstoles (sin hablar
del prefacio común), que todavía se hallan en el misal romano
de hoy.
Todos provienen del Hadrianum, excepto el de la cruz (que
no aparece hasta el siglo ix), el de la Trinidad (que figura ya en
el Gelasiano reciente). El prefacio de la Virgen, tal como lo
utilizamos todavía, no hace su aparición hasta el siglo ix, pero
proviene de la elaboración de una fórmula del Gelasiano reciente2324.
Sin embargo, la pseudodecretal de Pelagio no tendrá prácticamen­
te efecto. El sacramentario de Saint-Amand (siglo ix) contiene 283
prefacios; el de Chartres (s. x), 220; el de Moissac (s. xi), 342.
Lo mismo sucede en Italia. El misal de Pío v volvería a los solos
prefacios de Burchard, más el de la Virgen. Pero a través de los
propios locales, no pocos prefacios más o menos antiguos se
abrirían de nuevo camino en la liturgia romana, sin hablar de las
composiciones modernas suscitadas por el culto de san José, del
sagrado Corazón o de Cristo rey. El Misal ambrosiano, por su
parte, contiene todavía hoy un prefacio distinto para cada m isa2*.
La reacción de Burchard, y más tarde la de los reformadores
tridentinos, se explican, sin embargo, muy bien. Hay que recono­
cerlo. Porque ya muy temprano hallamos en los libros romanos, o

23. C f. A . J ungmann, E l sacrificio de la misa, B A C , M a d rid *1965, p. 770. A. C ha-


vasse, o p . c i t , p. 2 5 7 , p ie n s a , s in e m b a rg o , q u e e l p re fa c io d e la T rin id a d es c ie rta ­
m e n te r o m a n o .
24. I b i d ., p . 28ss.

360
Prefacio, «conimunicaiites» y «hanc igitur»

ro m a n o fra n co s (c o m a ta m b ién en lo s lib ro s g a lic a n o s o m o zá ra b es


d e q u e y a h em o s h ab la d o ) fó rm u la s q u e tien en m u y p o co (o n ada)
q u e ver con la eu ca ristía trad icion al. S eg u ra m en te tie n e razón J u n g-
m ann al m o stra r en la « c o n fe sió n » d e la sóyjxpnrríoc. la resp u esta al
súayyéXLov a n te rio r m e n te p roclam ad o. P o d ía , p o r tanto, p arecer
n orm al q u e en cada m isa s e d iera en el p r e fa c io u n cierto eco d e
la n o ta p articu lar su b rayad a en el e v a n g e lio d el d ía, en el in te rio r
d e la gran a rm o n ía del m iste r io cristia n o . P e r o , au n en m u ch a s d e las
co m p o sicio n e s m á s lo g r a d a s a e ste resp ecto , n o ta m o s u na ten d en cia
fatal a n o reten er m á s q u e un a sp e c to se cu n d a rio d el m ister io . Y
con d em asiad a frecu en cia re su lta d e aq uí u n reb a ja m ien to d e la
eu caristía al n iv el d e u n d id a cticism o m o ra liza d o r. ¿ Q u é d ecir e n ­
ton ces d e e s o s p r e fa c io s q ue, a o j o s v ista s, fu e r o n c o m p u e sto s
m u ch o m e n o s para co r re sp o n d er al e v a n g e lio q u e p ara reiterar, con
v ista s al T o d o p o d e r o so , u n tem a d e la h o m ilía q u e in teresa b a a su
au to r, p ero del que u n o s e p reg u n ta p o r q u é in ex p lic a b le ab erra­
ció n p u d o red u cir la m a teria d e su eu ca ristía ? P a p a s com o G e la sio
y V ig ilío caían ya en e sta in co n g ru en cia . D e ah í p r e fa c io s eu ca-
r ístico s q ue n o so n y a sin o d ia trib a s co n tra tal o cual a d v ersa rio
M á s tard e no será y a ta n to la p o lém ica , s in o m á s b ien una
cierta h a g io g r a fía , m ás o m en o s fa n tá stica , la que d esn a tu ra liza rá
la eu caristía. O bien, en lo s p r e fa c io s d o m in ic a les, la ev o ca ció n del
m isterio será su stitu id a p o r un sim p le m o ra lism o .
S in em b argo, lo s p r e fa c io s de io s m á rtires, p a rticu la rm en te en
él v ie jo fo n d o del sa cra m en ta rlo le o n ia n o , se p resta r o n con fr e ­
cu en cia a una sa tisfa c to r ia ev o ca ció n del m ister io redentor.
V ea m o s, p or ejem p lo , e ste te x to :

...P o r Jesucristo, nuestro Señor, que para triunfar más plenamente


del enemigo del género humano, aparte la gloria singular [que se adquirió]
al conculcarlo de manera inefablemente divina, lo sometió todavía a los
santos mártires, de modo que pasara a los miembros aquella misma victoria
que había sido primero reportada en la Cabeza.,,2®.256

25. Cf. G elasio i, Lettre contre ¡es Lupercales et X V I I I mcsses dt> sacramettluiiri?
Monien, ed. F omarés ( « S o u r c e s chrétiennes», n.° £5), París 1959, y A. C h avase ,
M e s s e s dtí- Pape V ig i le dans le Sacramentaire léonien, en «Ephemcrides liturgicae*,
vol, 64, 1950, p. lólss.
26. E d i c ió n F e l t o e , p, 1 8 ; M o h l b k r g , p . 20.

361
La edad media: desarrollo y deformación

Lo mismo, y todavía mejor, se hallará más de una vez en los


prefacios dominicales dél Gelasiano tardío. Así, por ejemplo, en este
prefacio del último domingo de adviento, que dice:

Verdaderamente es digno y juslo, equitativo y saludable, darte gra­


cias siempre y en todas partes. Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y
eterno, santificador y creador del género humano, a ti, que, por tu Hijo,
que reina contigo en la luz eterna, al principio animaste al hombre sacado
del barro de la tierra a imagen de tu gloria y, cuando fue engañado cediendo
a la tentación, quisiste restaurarle el auxilio eterno de la gracia del Espí­
ritu enviándonos a Jesucristo, nuestro Señor, por quien, e tc ...27.

Pero hay que reconocer que no fue mala la elección de Bur-


chard y que los prefacios que conservó, si se comparan unos con
otros, dan sin duda la mejor expresión global dél misterio eucarís-
tico jamás reunida en Occidente. Lo que se puede, en cambio, la­
mentar es que no se haya hallado nada mejor que el prefacio
común para reemplazar los antiguos prefacios dominicales. Este
formulario es ciertamente antiguo, puesto que lo vemos adherido al
canon romano desde los más antiguos testimonios. Pero no es sino
el esquema más común de los prefacios antiguos con aplicación
específica, al que simplemente se le ha amputado esta aplicación.
De ahí que ni la creación ni la redención se expliciten en él como
motivo de la eucaristía, lo cual es una laguna sin duda alguna desas­
trosa. El prefacio mozárabe (?) de la Trinidad que lo sustituyó ios
domingos verdes presenta la misma deficiencia, imposible de sub­
sanar con una cascada de fórmulas abstractas.
No debemos, sin embargo, olvidar que el prefacio no es el único
elemento variable en el canon romano. El communicantes. y el hanc
igitwr lo fueron también largo tiempo, y las variantes del commu­
nicantes tuvieron la preciosa ventaja de mantener, por lo menos en
las grandes fiestas, una evocación explícita del misterio redentor
en la sucesión del canon. Pero aquí la edad media, lejos de aprove­
char las posibilidades que se le dejaban, vio sencillamente disiparse
la riqueza de los antiguos sacramentarios. De los seis communi­
cantes que se hallan en las más antiguas de estas compilaciones, he-

27. En. la edición de L.C. M ohlberg, Das frankische Sacramenlarium gclasianum,


Munster de W cstfalia *1939, n.° 1454.

362
El silencio del canon

m o s p erd id o e l d e la v ig ilia d e P en teco stés, así co m o d o s fó rm u la s


d ife r e n te s resp ectiv a m en te para la a sc e n sió n y p e n te co stés, q u e se
hallab an tam b ién en el I ,e o n ia n o M.
L a va ried a d to d a v ía m a y o r d e lo s hanc igitur p arece h a b erse
red u cid o d esd e san G r e g o r io , n o sin re to rn o s al fo n d o tra d icio n a l
q u e a testig u a en R o m a el Hadrianum a n te s d el su p le m en to rom an o-
fran co. L a ed ad m ed ia co n o cerá , to ca n te a esta ú ltim a ora ció n , una
n u ev a p ro life ra ció n d e fó rm u la s q u e p recisa rá n las in te n c io n es
p articu lares d e la o fre n d a . S e p u ed e se g u ir a tra v é s d e lo s sacra­
m é n ta n o s o d e lo s m isa le s fra n co s, irla n d eses o ita lia n o s. P er o
aq uí tam b ién se d esem b o ca m á s d e u n a v ez en una v erb o sid a d h u e­
ca, cu an d o n o en co n sid er a cio n e s co m p leta m en te ex tr a ñ a s ai ten ia

El silencio del canon

P ero m ien tra s s e a g o ta el d esa r ro llo d e la o ra c ió n eu carística,


la ev o lu ció n litú rg ica h ace a p arecer o tr o s fa c to r e s q u e ten d erán a
sepu ltar lo m ás trad icion al que p o d ía su b sistir to d a v ía e n esta eu ca­
ristía. E l p rim ero de e sto s fa c to r e s es el q ue n o so tr o s llam am os el
silen cio d el can on o, para u sa r una fó rm u la m á s a n tig u a , «el silen cio
d e lo s m isterio s» .
H a y q u e reco n o cer que esta cu estió n es, a su v ez , el m ister io
q u izá m á s o scu ro d e to d a la h isto r ia d e la litu rg ia . N o se tien e
esta im p resión cu an d o s e lee la m a y o r p arte de lo s e stu d io s que
d esd e el sig lo x v n s e h an id o a cu m u lan d o so b re esta m ateria. S ea
cu al sea la p o sició n d e lo s a u to r es, y a ju z g u e n p rim itiv a y esen cia l
esta p ráctica, y a la co n d en en co m o tard ía y d esacertad a, al leerlo s
s e creería q u e la co sa e s clara y q u e p u ed e z a n ja r se sin a m b a g es con
a lg u n o s te x to s irrefra g a b le s. P er o cu an d o u n o s e refiere a la s fu e n ­
tes sin id eas p recon ceb id a s, resu lta d ifíc il co m p a rtir e ste o p tim ism o .
N o n eg a m o s, sin em b a rg o , q u e co n su ex a m e n s e p u ed a lle g a r a
cier ta s c o n clu sio n e s firm es. P e r o , co m o v er em o s, n i so n tan a cc esi­
b le s n i a p ta s para d isip a r la s o sc u r id a d es de u n a h isto r ia d e las
m á s com p lejas. 289

28. C f . A . J un gíían n , El sacrificio de la misa, p, 839.


29. Ibid., p. SSOss.

363
La edad media: desarrollo y deformación

Un punto de partida parece estar asegurado: las grandes bera­


ba th de la liturgia judía eran ciertamente rezadas en voz alta por el
oficiante, o más exactamente, cantadas en una cantinela del género
de nuestro tonus praefationis30. Es, por tanto, verosímil que hubie­
ra la misma práctica entre los primeros cristianos. Hay indicios que
permiten pensarlo efectivamente. Si no existiera el vínculo de con­
tinuidad que hemos establecido entre las berakoth judías y la euca­
ristía cristiana, estos indicios no podrían establecer por sí mismos
sino una probabilidad limitada.
En efecto, en la época patrística no tenemos ninguna declara­
ción tajante sobre la cuestión. Los argumentos que se quieren tener
por probatorios sobre el hecho del rezo de la eucaristía en voz alta
en la antigüedad, no son, en general, sino inferencias sacadas de
la importancia dada por 1os padres al amén final de los fieles 31. Pero
de hecho, desde hace por lo menos doce siglos en Occidente, los
fieles dieron este «amén» como respuesta a algunas palabras pro­
feridas en voz alta por el sacerdote como conclusión, y no parecen
haberse preocupado nunca por oir, y ni siquiera por saber exacta­
mente, lo que aquél había podido decir anteriormente en forma
completamente imperceptible para ellos. La suposición de que anti­
guamente debían ser más exigentes, necesita la confirmación de las
oraciones judías.
El primer punto asegurado, según esto, es que desde el siglo vin
en la liturgia romana y desde comienzos del V I en ciertas liturgias
orientales, hay rúbricas expresas o comentarios formales que nos
certifican que el sacerdote dice en voz baja la mayor parte del ca­
non o de la anáfora. En Occidente se aplica esto a todo lo que
sigue al sanctus, hasta el per omnia mecida saeculorum (con la sola
excepción de las palabras nobis quoque peccatoribus). En Oriente
se dice prácticamente en voz baja todo lo que corresponde incluso
a nuestro prefacio (excepto las últimas palabras) y todo lo que sigue
al sanctus, en general con la sola excepción de las palabras de
Cristo en el relato de la institución y de dos o tres frases de la
anamnesis, de la epiclesis y de las intercesiones, con la conclusión
de la doxología final.
30. Véase E r ic W erner , T h e Saereó Bridge, p. 182.
31. A este propósito se cita siempre la í . n Apología de san J ustino , 65.

364
El silencio del canon

Este estado de cosas venido a ser prácticamente universal no


parece haber existido mucho antes de que se nos presentara así en
los documentos: de ello tenemos algunos indicios que parecen só­
lidos. Pero éstos no nos permiten datar exactamente el cambio y
menos todavía esclarecer perfectamente sus razones.
La homilía xvn del nestoriano Narsay, que puede datarse en
los primeros años del siglo vi, nos aporta un testimonio inequívoco
del hecho de que la práctica actual era ya entonces en su Iglesia
práctica habitual que nadie, a lo que parece, se permitía discutir32.
En la Iglesia bizantina no la hallamos atestiguada en forma tan con­
cluyente hasta dos siglos más tarde. Pero un documento intermedio
nos permite quizá esclarecer la forma como vino a establecerse,
Y todavía hay que reconocer que es delicada su interpretación, pri­
mero textual y luego histórica.
Se trata de la novella n.“ 137 de Justiniano. Tenemos su texto
griego auténtico, pero carecemos de texto latino correspondiente.
Data de 26 de marzo de 565.
Pero de hecho, hasta época muy reciente no se ha invocado en
este debate sino a través de un texto ¡atino posterior, en el que su
contenido se halla amalgamado con el de la novella n,° 123, de l.° de
mayo de 546, Lo más grave es que generalmente no se ha hecho
más que citar algunas líneas. Leídas así, fuera de su contexto ori­
ginal, como las hallamos en el siglo xvm en Lebrun o Robbe, y
luego en todos los que se contentaron con citarlas a través de éstos,
no cabe duda de que dan la sensación de que el emperador quiere
establecer una novedad, pero que esta novedad no es el rezo en voz
baja, sino más bien en voz alta. Parece que el emperador, por ra­
zones pedagógicas, apoyadas únicamente en una cita de san Pablo,
quiere introducir una práctica en contradicción con la que él halla
establecida.
Bishop fue el primero que mostró que es muy distinta la im­
presión que se recibe cuando nos tomamos la molestia de leer la
novella, en cuestión en su texto primitivo y de un extremo a otro.
Pero esto no quiere decir que por el hecho mismo queden disipadas
todas las obscuridades33.
32. The Liturgical H o m ü U s of Narsai, ed. K..H. Conholi.y, Cambridge 1909, p. 12ss.
33. Véase E. B is h o p , SUent R ecitáis »« l/u- M a s of the F oithfuf apéndice v del

365
La edad media: desarrollo y deformación

En efecto, el emperador comienza afirmando que quiere garan­


tizar el respeto de los cánones violados por clérigos, monjes y has­
ta ciertos obispos, en respuesta a determinadas quejas que se le
han dirigido.
Todo esto, explica, depende de la negligencia que ha hecho que se
dejaran de reunir regularmente los sínodos. De ahí una despreocu­
pación que ha inducido a ordenar a personas que no saben siquiera
las oraciones de la anáfora ni del bautismo. No se deberá, pues, ya
ordenar a personas que no hayan puesto previamente por escrito
«la profesión que deben decir en voz alta, al igual que la divina
anáfora en el servicio de la santa comunión, las oraciones en el'
santo bautismo y las otras oraciones». Después de lo cual vienen
disposiciones detalladas sobre la celebración anual de los sínodos.
Finalmente, tenemos la declaración form al: «Además, ordenamos
a todos los obispos y sacerdotes que digan las oraciones utilizadas
en la divina anáfora y en eí santo bautismo, no en forma impercep­
tible, sino con una voz que pueda ser oída por el pueblo fiel, de modo
que el espíritu de los que escuchan pueda ser excitado a mayor
compunción...» Siguen las citas paulinas y la conclusión: «Con­
viene, pues, que las oraciones hechas al Señor Jesucristo, nuestro
Dios, así como al Padre y al Espíritu, en la sagrada anáfora y en
otras partes, sean dichas ¡zsva (panoja: los que se nieguen a hacerlo
deberán responder de ello ante el tribunal de Dios, y cuando encon­
tremos tal caso no lo dejaremos impune.»
El primero de los dos párrafos implica más de una ambigüedad.
¿Quiere decir Justiniano que el candidato a las órdenes debe poner
por escrito una confesión de fe que habrá de recitar en voz alta para
ser ordenado, así como deberá poner por escrito en el mismo examen
las oraciones rituales? ¿O bien quiere decir que debe poner por
escrito su sola confesión de fe para ser ordenado, de la misma
manera que deberá (en el ejercicio de su ministerio) pronunciar en
voz alta las oraciones rituales? ¿O, finalmente, quiere que ponga
simplemente por escrito el conjunto de esos textos (confesión de
fe y oración) que más tarde tendrá que decir en voz alta? Grama­
ticalmente las tres interpretaciones son igualmente posibles. Pero
volumen citado en la nota precedente, p. 121ss. Cf. P. T m iieela s , I.'audition tic l'ana-
phore tucharislique par te peupie, p, 207ss, en L'ÉpHse eí les Égüses, Chevetojne 1055.

366
El silencio del canon

el paralelismo' con el párrafo final induce a pensar que la que se


impone es probablemente Ja segunda, o quizá la tercera.
En efecto, todo este final de la novella no deja la menor duda
sobre este punto : el emperador quiere ver sencillamente en la prác­
tica de la recitación en voz baja por los sacerdotes una negligencia
intolerable, que tiene ciertamente intención de extirpar. Pero su
insistencia revela el hecho de que la práctica debe ser ya bastante
general. Y hasta debe de serlo suficientemente como para que el
emperador, como se echa de ver, no invoque una costumbre inme­
morial contraria, sino recurra más bien a consideraciones exegéti-
cas imperfectamente convincentes y a motivos pedagógicos respe­
tables, pero que no nos enseñan por sí mismos nada sobre el statu
quo ante. El único indicio firme de que restablece, o quiere resta­
blecer, una tradición que se va perdiendo, y no de crear una nueva,
es la referencia a la violación de los cánones al comienzo de ia
novella. Pero si es evidente que la ignorancia de los sacerdotes or­
denados con demasiada facilidad cae bajo esta rúbrica, no es tan
claro que en sí mismo el hecho de decir las oraciones en voz baja
caiga directamente bajo la misma. Esto no se puede concluir con
certeza si no se tiene ya la seguridad de que la prescripción final
apuntaba a restablecer una tradición anterior... Desgraciadamente,
esto es precisamente lo que no se dice con claridad. Nos hallamos,
por tanto, como al principio. Todo lo que se puede concluir de este
texto es que parece favorable a ia antigüedad dél rezo en voz alta,
más bien que a lo contrario. Pero no podemos afirmar que la pruebe.
Cualquiera que hubiera podido ser su efecto inmediato, que ig­
noramos, por lo menos desde fines del siglo v m (como lo prueba
el Codex Barberini de los años 800), la mayor parte de la eucaristía
bizantina, no obstante las prescripciones y las amenazas imperia­
les, se decía pucmxáic, «secretamente», según las rúbricas mismas
que se nos presentan entonces
Sin embargo, si se consideran por un lado las partes en voz
alta, y por otra aquellas en que el sacerdote reza una oración en
voz baja, resulta difícil sustraerse a la impresión de que esta dis­
tinción no se estableció sino poco a poco, y que tiene simplemente34

34. Cf. el te x to dado por B r ig h t u a n , op. cít., p, 32ss.

367
La edad media: desarrollo' y deformación

su origen en una desidia de los celebrantes. Para hablar con más


precisión : la tesis sostenida ya en el siglo x v m por dom Claude de
Vert y reasumida en nuestros días por Hanssens, parece la más
naturalK. Parece que se fue llegando al estado que hoy es casi
universal, sencillamente porque el desarrollo de los cantos colectivos
indujo a los celebrantes a continuar la oración en voz baja cada vez
que cantaba el coro y a no volver al rezo en voz alta sino cuando
las palabras habían de provocar una nueva intervención coral. Así
pues, una negligencia pura y simple: una impaciencia muy clerical,
hay que reconocerlo, de ver terminar antes oficios progresivamente
recargados, sería la que habría originado el «silencio de los mis­
terios».
Para ser absolutamente exactos, hemos de decir que es probable
que bastante temprano se iniciara ya un proceso de causalidad recí­
proca, aunque nos es absolutamente imposible decir exactamente
en qué fecha. L,os cantos corales, al ir desarrollándose, dieron el
primer pretexto para una recitación despachada a media voz por
el celebrante. Pero ésta, a su vez, fomentó una ampliación de ios
cantos del coro, tanto que finalmente no debían quedar ya más que
algunas ekfonesis breves del celebrante que puntuaban una sucesión
de cantos. A lo cual hay que añadir un desarrollo de las monicio­
nes deL diácono, que llenaban, si se daba el caso, todos los huecos
que podían subsistir entre ios cantos del coro y los del sacerdote.
Ciertas observaciones parecen dar una confirmación casi decisiva
a esta nuestra explicación. La más interesante concierne al comien­
zo de la anáfora. Como hemos dicho, mientras en él rito romano fue
siempre cantado el prefacio (o por lo menos rezado en voz alta),
en el rito bizantino vino a ser silencioso lo que corresponde a nues­
tro prefacio. Pero en este rito observamos que la respuesta «es
digno y justo» se desarrolló a sí: «es digno y justo adorar al Pa­
dre, al Hijo y al Espíritu Santo, Trinidad consustancial e indivi­
sible». En este caso se comprende que los sacerdotes bizantinos,
contrariamente a sus colegas romanos, se vieran inducidos a recitar
en voz baja esta misma primera parte de su eucaristía. Es intere­
sante comprobar que él manuscrito Barberini, que no lleva todavía3

3S. I . H aksskms, Insiitutiones lüurgicae, tomo m , parte segunda, p. 484.

368
E l s ile n c io d el can on

la añadidura hecha a ía respuesta, no contiene tampoco la rúbrica


(que se hallara más tarde) de recitar p,ixrrix¿á<; la primera parte de
la eucaristía. Sin embargo, que la cosa comenzara a producirse
entonces, nos lo prueba la continuación del texto, que, no obstante,
introduce la prescripción de decir en voz alta las palabras que pre­
ceden inmediatamente al sanctus...
En Occidente estamos todavía menos informados, si cabe, sobre
la fecha decisiva de la evolución. Algunos autores contemporáneos
afirman, con Jungmann, que se puede situar entre el Ordo roma­
nus i y el Ordo romanus n . En verdad los textos no son tan tajan­
tes, El Ordo romanus n a6 supone ciertamente un canon en voz baja
(por lo menos relativamente). Pero ni el Ordo romanus i nos per­
mite concluir con certeza que, en todo caso, en su época el canon
romano se decía todavía en voz alta desde el principio hasta el fin,
ni los Ordines posteriores nos permiten concluir que el Ordo roma­
nus n acabara de golpe con esta práctica.
Este último texto es sin duda categórico sobre el silencio que
debe seguir al sanctus: Surgit solits pontifex et tacite intrat in ca-
nonem. En otras palabras: mientras todos están inclinados para
cantar el sanctus, «el pontífice solo se levanta y entra en silencio
en el canon». Que esto deba entenderse de un rezo en voz baja, es
cosa confirmada más adelante, sin género de duda, por la prescrip­
ción según la cual debe decir las palabras nobis quoque peccatoribus
saperia ciamans voce» para que los subdiáconos se levanten y co­
miencen la fracción.
Pero, dado que el Ordo romanus i fue evidentemente escrito
por alguien que no podía conocer el Ordo n , no hay que concluir
precipitadamente que todo lo que no menciona y que se hallará en
su sucesor, le es necesariamente desconocido. Después del sanctus
cantado por todos, dice sencillamente: Quem dum expleverint,
surgit pontifex solus [et intrat] in canonem. Asimismo al nobis
quoque se contenta con decir que los subdiáconos se levantan en­
tonces para la fracción. Con nuestro rezo, que llegó a ser tan silen­
cioso que ni siquiera los ministros próximos al altar oían lo que
decía el sacerdote, podría parecer razonable concluir que el Ordo J36

36. Cf. A. J ungmann, E l sacrificio de la misa, p. 759.

369
L a e d a d m e d i a : d e s a r r o llo y d e f o r m a c ió n

excluye implícitamente el silencio impuesto por el Ordo n . Pero


cuando se sabe, como se verá a continuación, que el silencio del ca­
non en la edad media no significaba precisamente un silencio tal
que los ministros no oyeran nada, sino un silencio tal que fueran
ellos los únicos que pudieran oír, no parece tan demostrativa la
comparación de los dos textos. Todo lo que se puede decir es que
el redactor del Ordo i juzgaba inútil prescribir un rezo en voz baja.
Que. lo ignorara no es a lo sumo más que una inferencia probable.
El Ordo m parece inversamente atestiguarnos que el rezo en voz
alta pudo subsistir aun después del Ordo u. En efecto, enfocando
el caso de una concelebración, prescriben a los concelebrantes que
rodean al obispo a derecha e izquierda que «digan el canon al mis­
mo tiempo que él... de modo que domine la voz del obispo>. Pero
si se recuerda el carácter relativo del silencio medieval del canon,
del que vamos a volver a tratar, hay que reconocer que este texto
puede significar simplemente que deben hablar en voz todavía mas
alta que la de ellos.
Sin embargo, el Ordo xv, llamado de Juan el Archicantor, y que
es una refundición franca del siglo vm , del ordo romano, nos per­
mite a la vez ver el silencio del canon establecerse fuera de Roma
y al mismo tiempo definirse. Después del sanctus prescribe al cele­
brante: Et incipit canere dissimili voce et melodía, iia tti o circum-
stantibus cdtari tantum audiatur. Este canto, con tono de voz y me­
lodía diferentes (de los del sanctus y hasta de los del prefacio ante-
riorj no implica evidentemente sino un silencio mitigado. Que toda­
vía en el siglo x m se entendiera así, nos Lo atestigua el canon 36 del
sínodo de Sarum de 1217, que prescribe: ut verba canonis in missa
rotunde et distincte dicantur.
Sin embargo, si leemos las Expositiones Missae, como las que
comienzan por Quotíens contra se, Introitus missae guare, la de
Remigio de Auxerre y otros, resulta claro que a fines del siglo vm ,
tanto en país franco como en Roma, a partir del sanctus no podían
ya los fieles oir nada de lo que decía el sacerdote.
Acerca de lo que podía practicarse en el rito galicano o en el
antiguo rito mozárabe, no sabemos estrictamente nada. La suposi­
ción a veces formulada de que los postmysterium o postsecreta,
por razón de sus títulos, se habrían dicho en voz alta, pero después

370
E l sile n c io del can on

de las palabras de la institución dichas en voz baja, es una mera


inferencia imposible de verificar.
Eo cierto es, por el contrario, que las Expositiones Missae ex­
plican que el canon se dice en voz baja por causa del misterio sa­
grado que en él se realiza y de la reverencia que debe inspirarnos.
Eo mismo se halla ya, aunque menos tajantemente, en Narsay en
el siglo Vi. De aquí se ha querido concluir que el silencio del canon,
o el «silencio del misterio» provendría, por tanto, de una intención
deliberada de sustraer la oración eucaristica a las posibles profa­
naciones y que habría aquí un ejemplo típico de influjo de los mis­
terios paganos de la antigüedad helenística en ¡a liturgia cristiana.
Esto es sacar conclusiones demasiado precipitadas y establecer una
serie de relaciones poco justificables.
En primer lugar, los más antiguos autores en quienes hacen su
aparición en relación con la eucaristía los temas del temor respe­
tuoso y del misterio tremendo y sagrado, no revelan la menor sos­
pecha de correspondencia alguna entre esta concepción «mistérica»
y el rezo de las oraciones en voz baja. En general, parecen incluso
no tener noticia alguna de este uso. Tal es todavía el caso de san
Juan Crisóstomo en sus homilías sobre la inefabilidad divina o en
su tratado Sobre el sacerdocio, o del Pseudo Dionisio y también de
sus comentadores, como san Máximo, en pleno siglo vn. Por lo de­
más, no se ve cómo personas que podían todavía conocer algo de los
misterios helenísticos habrían podido establecer tal asociación. En
efecto, si estos misterios eran llamados así, era precisamente, por
el contrario, porque los iniciados habían podido ver y oir en ellos
lo que no debía ser conocido por los no iniciados. Si no hubieran
podido ver y oír sin trabas, habría sido superfluo prescribirles tan
severamente que no revelaran nada. Ea explicación del silencio del
canon por argumentos de este género revela, pues, su carácter de
cosa postiza y sobreañadida. Así se pudo venir tardíamente a justi­
ficar un estado de hecho cuyas verdaderas razones se habían olvi­
dado ; pero por este camino no se habría podido llegar a crear tal
estado de hecho.
En Narsay mismo se puede observar que las expresiones de
temor respetuoso ante la inefabilidad del misterio envuelven la
pronunciación secreta de las palabras y no pretenden explicarla.

371
L a e d a d m e d i a : d e s a r r o llo y d e f o r m a c ió n

Esta explicación pudo, por tanto, consolidar la evolución, pero no


la determinó. Por lo demás, en Oriente, la extensión de las res­
puestas corales contradice esta explicación. En efecto, dichas res­
puestas detallan a su manera el significado de lo que se realiza en
el momento mismo por las palabras del sacerdote. Lo mismo, con
más razón, debe decirse de las explicaciones cada vez más prolijas
del diácono, que vienen poco a poco (particularmente en el rito
armenio) a colmar los raros momentos en que no dejan oir los
cantores entre las ekfonesis sacerdotales.
Por consiguiente, a esta extensión progresiva de los elementos
corales O diaconales hay sin duda que remontarse, según parece,
para llegar a la fuente de nuestro problema. Una vez m ás: el silen­
cio de la oración sacerdotal extendido progresivamente, halla pro­
bablemente aquí su primer origen, como por su parte el silencio
mismo favoreció el desarrollo de aquellos elementos. Pero ¿ por qué
se introdujeron esos nuevos cantos del coro y esas moniciones del
diácono ?
En los orígenes no había otras intervenciones corales sino las
respuestas introductorias, el sanctus y el amén final. El diácono,
por su parte, se limitaba (a lo sumo) a muy breves moniciones, que
en un principio se referían más bien a la actitud que había que
observar, sin constituir precisamente explicaciones : «Estemos aten­
tos», o en Egipto, ai reanudarse la acción de gracias después de las
intercesiones: «Hacia el Oriente», etc.
Es evidente que en aquella época los cantos o respuestas, todavía
tan sencillos, eran asunto de toda la asamblea. Pero ya en nuestros
más antiguos manuscritos griegos de la liturgia de Santiago, los
diáconos, a las primeras palabras del relato de la institución, ex­
claman: «Para la remisión de los pecados y para la vida eterna.»
Los fieles, por su parte, responden «Amén», no sólo al final de toda
ía eucaristía, sino ya después de las palabras sobre el pan, y luego
después de las que se dicen sobre el cáliz. En seguida, después del
primer desarrollo de las palabras: «Haced esto como memorial de
mí», continúa el pueblo: «Anunciamos tu muerte, Señor, y confe­
samos tu resurrección.»
Antes de la epiclesis, cuando dice el sacerdote: «Tu pueblo y tu
Iglesia te suplican», replica el pueblo: «Ten piedad de nosotros,

372
E l s il e n c i o d e i c a n o n

Señor Dios, Padre todopoderoso», e intercala todavía dos de sus


«amén» en la conclusión de la epiclesis. Después de otras interven­
ciones diaconales que invitan a la oración durante Ja gran interce­
sión final, clama el pueblo: «¡Y de todos y de todas!», y todavía
interrumpirá la doxologia después de las primeras palabras del sa­
cerdote para decir: «Quita, remite, perdona, ¡oh Dios!, nuestras
ofensas voluntarias e involuntarias, conocidas e ignoradas.»
Da mayoría de estas respuestas deben de ser antiguas, pues se
hallan también en ios manuscritos siríacos, y las hay incluso que
tienen ya su equivalente en Serapión.
Asimismo, la liturgia de san Juan Crisóstomo, ya en la forma
que nos revela el Codex Barberini, contiene los cuatro amén de las
palabras de la institución y de la epiclesis, con la respuesta «te can­
tamos» después de la ekfonesis con que termina la anamnesis.
Puede pensarse que estas intervenciones de los fieles serían
introducidas para reanimar una atención languideciente en el trans­
curso de una eucaristía prolongada. ¿No hace ya san Basilio alusión
al hecho de que, incluso entre los monjes, no pocos espíritus diva­
gaban en el transcurso de la oración eucarística?
Pero el desarrollo y la complicación creciente de estas interven­
ciones (por supuesto, del pueblo) hicieron que en fecha temprana
se adjudicaran a un coro de cantores. Este, que en un principio
arrastraba a la muchedumbre, acabó por reemplazarla más o menos
completamente. Los cantos, cada vez más adornados desde el punto
de vista melódico, no fueron pronto posibles sino a especialistas.
Al mismo tiempo su extensión redujo las fórmulas del sacerdote
pronunciadas en voz alta a algunas ekfonesis, que son todo lo que
de ellas queda en Oriente. Las moniciones diaconales, como lo ve­
mos en particular en la liturgia armenia, tendieron por su parte
a desarrollarse hasta el punto de llenar todos los intervalos restan­
tes. Se llega a un comentario de la eucaristía que la sigue paso a
paso. Pero so pretexto de facilitar su inteligencia por los fieles, la
sustituye por un doblaje posterior, de un paralelismo solamente
aproximativo. Es ya el mismo fenómeno que se había reproducido
en nuestra época con ios comentadores, que doblaban en lengua
vulgar una antigua oración latina, pero con tendencia a indepen­
dizarse de ésta.

373
L a e d a d i n e d i a : d e s a r r o llo y d e f o r m a c ió n

En este estadio puede decirse que una oración eucarística ve


nida a ser exclusivamente sacerdotal no mantiene ya sino una
supervivencia de la antigua oración eucarística, privada ya de con­
tacto directo con los fieles. Con ella empalma una liturgia didáctica
para su uso, pero' que de hecho no hace que participen en la acción,
puesto que la escuchan pasivamente. Así recubre la verdadera litur­
gia, en la que ya no tienen participación, con una excrescencia pos­
tiza, cuyo espíritu es cada vez más ajeno. Narsay puede todavía de­
cir que el sacerdote es la voz de todos. Es una voz que habla en su
nombre, desde luego. Sin embargo, no expresa ya su oración común,
sino una oración a la que la de ellos tiende a hacerse paralela,
En Occidente será todavía peor. Aquí no se conocen las moni­
ciones diaconales. Y los cantos del coro se desarrollarán sin el me­
nor enlace directo con la oración del sacerdote. En ios siglos xi-xu,
so pretexto de orar por el sacerdote que ora por nosotros, en mu­
chas iglesias viene el coro a ocupar todo el tiempo del canon con la
recitación de salmos y oraciones que no tienen ya la menor relación
con él. La Missa illyrica, por ejemplo, prescribe la recitación de los
salmos 19, 24, 50, 89 y 90, seguidos de versículos y oraciones por
el sacerdote y por los fieles37. En las órdenes religiosas se enseñará
a los legos a rezar durante este tiempo una serie de padrenuestros.
Puede decirse que el sacerdote se encerró de tal manera en el silencio
del canon, que a los ojos de los fieles parece haberse perdido en él.
EHos oran también por su parte, pero sin cuidarse de la menor
concordancia entre su oración y la de él.
Todavía se iría más lejos en el despego tocante a la eucaristía
tradicional, El celebrante mismo, que se había habituado también
de esa manera tan extrínseca, acabaría pronto por no creer poder
ya entregarse devotamente a ella sino arrastrando consigo toda
suerte de oraciones personales. Evidentemente, éstas respondían
mucho mejor a su propia devoción que el texto oficial, que se limi­
taba a ejecutar funcionalmente. Tales oraciones son las «apologías»
y otras oraciones afines. Después de haberse multiplicado como pre­
ludio de la misa, de la lectura evangélica, de la misma oración euca­
rística, acabarán por invadir a ésta como una vegetación extraña.

37. J otgmank , op. t i t , p. 792s¡».

374
E l silen cio del ca n o n

No dejarán ya intacto nada de la antigua liturgia, a la que no se


considerará ya sino como soporte de una devoción privada que se
inspira en otras fuentes.
El mismo fenómeno aparece ya bastante temprano en Oriente,
aunque no logrará nunca tal desarrollo. La liturgia de Teodoro de
Mopsuesta, en la forma en que ha llegado hasta nosotros, implica
ya una «apología» de este género, manifiestamente sobreañadida,
entre el sanctus y la oración que debe seguirlo. Remontándonos
todavía más atrás, podemos percibir la primera raíz de esta prác­
tica en los formularios de intercesión de las grandes oraciones euca-
risticas sirias, en los que proliferan las invocaciones por los minis­
tros mismos que ofrecen el sacrificio. Se halla ya algo de esto en los
más antiguos manuscritos griegos o siríacos de la liturgia de Santia­
go, y hasta en la forma evolucionada de la liturgia de Adday y de
Mari. Hemos señalado la intrusión de una fórmula de este género,
particularmente desarrollada, en la liturgia de Nestorio, entre la
anamnesis y las intercesiones. Vale la pena de citarla, tanto por su
individualismo como por su carácter penitencial, que anuncian los
rasgos más marcados de la devoción medieval, tanto en Oriente
como en Occidente.

Señor Dios misericordioso, compasivo y clemente, heme que he comenzado


a baldar delante de ti, yo que no soy sino polvo, pecado, impotente y pobre,
culpable delante de ti desde el seno de mi madre, desterrado desde que
salí de sus entrañas, tranagresor desde entonces. Ten piedad de mí, Señor,
según tu misericordia, y arráncame del océano de mis faltas por tu clemencia;
hazme salir del abismo de mis pecados por tu bondad; cura la úlcera de
mis vicios y las llagas de mis ofensas, ¡ oh t ú !, consolador y curador.
Dame que abra mi boca en tu presencia y hazme digno de mover mis
Sabios delante de ti. Otórgame que te haga propicio frente a mis ofensas,
para obtener la remisión de los pecados, el perdón de las faltas, la abolición
de mis propias impurezas y de los pecados de los que son semejantes a mí
y mis compañeros; pídate yo lo que conviene a tu divinidad y lo que se
te debe pedir; porque tú eres rico y tu tesoro no se agota jamás; en todo
tiempo se te ofrecen peticiones diversas, y para responder a ellas es distribuida
por ti una abundancia de dones sin número. En tu bondad y en tu longa
nimidad no te irrites contra mí, pues en tu presencia no tengo tal seguridad
de poder decir estas cosas con buena conciencia delante de tu divina ma­
jestad; sin embargo, acepta de mi esta audacia, pues tu gran nombre ha
sido invocado sobre mí. Recibe este sacrificio de mis manos impotentes,

375
L a e d a d m e d i a : d e s a r r o llo y d e fo r m a c ió r i

por tu pueblo y las ovejas de tu pasto, por lo cual doy gracias a tu nom­
bre y ofrezco la adoración a tu majestad, Señor de todos38.

Fórmulas de este género llegarán a introducirse en todas partes


en Occidente. La célebre Missa illyrica es de ello el ejemplo más
conocido. Pero no es un ejemplo único ni mucho menos. Recibió
su nombre del reformador Flacius Illyricus, que la publicó en 1557,
creyendo ver en ella una liturgia del siglo vm , sin la menor mención
de la presencia ni del sacrificio eucarístico. En realidad data del
siglo x i 3940. Es un conjunto de 35 fórmulas devocionales, que se in­
vita a decir al sacerdote durante todos los cantos de la misa y con
ocasión de todos los ritos que ejecuta, hasta después del sanctus
y durante ¡a comunión. De hecho no refleja ya nada del espíritu de
la antigua eucaristía, limitándose a ser una interpretación del ritual
eucarístico popularizada por las Expositiones tmssae, sobre todo a
partir de Amalario í0. Los primeros esbozos de estas explicaciones
se hallan ya en Teodoro de Mopsuesta y en Narsay. Todos los ritos
reciben aquí una interpretación simbólica, dominada por una con­
cepción dramática del ritual, completamente quimérica, por supues­
to. Según ella, ritos y formularios no serían sino una imitación tea­
tral de todos los gestos y de todas las palabras de Jesús durante su
pasión. Sobre este cañamazo, las nuevas oraciones no expresan ya
más que un patetismo de indignidad personal, mezclada con un en­
ternecimiento por los sufrimientos del Salvador.
En este estadio, aun cuando la eucaristía tradicional esté todavía
presente, puede decirse que una espiritualidad y hasta una teología
eucarísticas sin raíces serias en la tradición la sepultaron y casi
totalmente ahogaron debajo de sus excrescencias parasitarias.

38. R ena Udot , t. 2, p. 632.


39. Cf. JUNCMANM, op. cit., t. I, p. 119.
40. Cf. JVKGMAHH, Op. CÍt., t. I, J>. 129SS.

376
C a p ít u l o X II

LOS TIEMPOS MODERNOS:


DESCOMPOSICION Y REFORMA

La eucaristía sepultada por formularios e interpretaciones


no tradicionales

A partir del siglo x i i , los oficios recitados en Occidente por el


coro durante la oración eucarística, pero prácticamente indepen­
dientes de su contenido, desaparecen. Son progresivamente susti­
tuidos por otro desarrollo, que no carece de analogías con el de los
cantos del coro en Oriente, pero cuya calidad es todavía más du­
dosa. No es que se añadan cantos o respuestas enteramente nuevos,
pero se viene a guarnecer él sanctus y el benedictus (con todos los
otros cantos del ordinario) con eso que se llamarán tropos. Su ori­
gen parece germánico, pero pronto se los ve proliferar a través de
toda la Europa «gótica», con la sola excepción de Italia. Concurren­
temente con los desarrollos melódicos, y muy pronto polifónicos,
de los antiguos cantos, se introducirán palabras intercalares sobre
las vocalizaciones que habían comenzado, prolongando indefinida­
mente las sílabas. Tanto en latín, como en lengua vulgar, son en un
principio una paráfrasis del texto de base. Pero de la paráfrasis se
pasa pronto a una amplificación libre, que se aparta cada vez más
del texto original1.
En estos tropos se refleja la sensibilidad religiosa de la época:
adoración de la humanidad del Salvador presente en la eucaristía,

1. Cí. A. J unüMAnn, B l sacrificio de la misa, p. I74ss.

377
L o s tiem p o s m o d e r n o s: d e sc o m p o sic ió n y reform a

evocación afectiva de su pasión, expresión del sentimiento de indig­


nidad de los que se acercan al misterio augusto : tales son sus temas
mejores. Pero pronto se llegará casi a meter en ello cualquier
cosa. Al final de la edad media, en las composiciones de múltiples
partes, no será raro oir una u otra voz que canta sin empacho las
palabras de una tonada entonces en boga, empleada para el uso
litúrgico y mezclada con las palabras latinas del sanctus.
Por lo que hace a1 sacerdote mismo, las apologías y los actos de
piedad afectiva para con el Salvador presente y sacrificado conti­
núan, sin embargo, hinchando el rezo del canon2.
Un nuevo factor intervendrá a partir del siglo x u i y pesará
gravemente sobre la evolución de la eucaristía. Es ¡a nueva eleva­
ción de las especies que se introduce inmediatamente después del
relato de la institución, y Ja exhibición de la hostia, que es su razón
de ser. Saludada con motetes compuestos ad huc para adorar la
presencia del Salvador, esta ceremonia acabará por atraer hacia sí
toda la devoción popular a la misa. Tenemos aquí un producto de la
teología desarrollada contra Berengario y su negación de la pre­
sencia real del verdadero cuerpo de C risto: por reacción, toda la
misa tenderá a concentrarse en la producción de esta presencia, en­
focada como él resultado de la repetición de las palabras de Cristo
sobre el pan y el vino3.
Al mismo tiempo, a ¡a rarefacción de las comuniones se super­
pondrá et desarrollo de las misas llamadas privadas. Se ofrecen
por las intenciones más diversas, mezcladas con frecuencia con
supersticiones más mágicas que religiosas. Por lo menos, se tiende
a ver en la misa una como reiteración del Calvario, destinada a ob­
tenernos cada vez todo lo que podamos desear más en particular.
La afirmación ulterior de la Confesión de Augsburgo, según la cual
se habría llegado a creer que la cruz sólo había expiado el pecado
original, mientras que cada misa estaría destinada a expiar nuestros
pecados actuales, es quizá una descripción exageradamente sistema­
tizada. Sin embargo, es difícil negar que formule una tendencia
que estaba por lo menos en el aire y que ni siquiera era lo peor que
podía hallarse entre las deformaciones de la época *.
2. Cf. A . JUNGMANN, op, Clt., p. 179.
3. Ibid., ¡>+ 17Qss. 4. Ibid,, p. I80ss.

378
F o rm u la rio s e in te r p r e ta c io n e s no tra d icio n a les

Sin ir hasta estos casos extremos, hay que reconocer que en los
mejores comentarios de la misa producidos para uso de ¡os sacer­
dotes a lo largo de la edad media, como el de Inocencio m 567, o más
tarde en el de Gabriel Biels, en el que se formará Lutero en la pie­
dad eucarística, apenas si se halla ya más que vestigios del sentido
primitivo de la eucaristía como acción de gracias por los mirabilia
Dei, o de la anamnesis como presencia sacramental del misterio
redentor. I,a acción de gracias se reduce a un agradecimiento por
el don de Dios recibido en la comunión o aguardado de la cele­
bración.
La actualidad sacramental del sacrificio cede el. puesto a la con­
sideración de los «frutos» que se esperan de él y que no se cesa
de enumerar. Pero las más de las veces no tienen gran cosa en co­
mún con la antigua visión, expresada tan magníficamente por san
Agustín, de la Iglesia entera que se consuma en su participación
común en el único sacrificio redentor.
En la piedad de los mejores aparece la misa como una «repre­
sentación» del sacrificio, no en el sentido sacramental que podía
adoptar la palabra, por ejemplo, en un Tertuliano, sino a i el sentido
de una piadosa dramaturgia. Debe excitar, mediante su evocación
figurada del Calvario, los sentimientos de compasión y de compun­
ción que la presencia inmediata, tangible de éste habría podido des­
pertar en almas piadosas. Entre las fórmulas del canon, la espiri­
tualidad, al igual que la teología, sólo se fija en las palabras de la
institución, que le parecen resucitar este espectáculo, para el alma
que las medita, en el instante en que renuevan la presencia real del
cuerpo partido, de la sangre derramada por nuestros pecados.
Francis Clark, S.I., ha tratado recientemente de convencer de
error a los historiadores protestantes o anglicanos {...o incluso ca­
tólicos), culpables de haber señalado estas deformaciones. Para ha­
cerlo ha espigado algunas bellas fórmulas en las que sobrevive,
hasta fines de la edad media, algo de la antigua tradiciónT. Es obvio
que ésta no podía morir enteramente en la Iglesia, pero de lo que se
5. INOCENCIO l l l , De sanctissitno aliaris mysterio, PL 217.
6. G&brieHs Biel Caitanis Missae expositio, inspirado en su m aestro E geling Jí e Cxf.k,
y que tiene g ran difusión a p a rtir de sü publicación b a jo el nombre de Jíiel en 1486'.
Fue reeditado por H e ik o A . Q bürmak y W illiam J . C o u r teíía y , W iesbaden 1965.
7. F kanCis C lark, Ruchan Stic Sacrifice att d thc. Reformaron, Londres 1960.

379
L o s tiem p o s m o d e r n o s : d e sc o m p o sic ió n y reform a

trata, es de saber en qué medida estas fórmulas aparecen como real­


mente características de la piedad media, tanto del clero como de
los simples fieles. Un hermano en religión del padre Clark, el padre
Stephenson, ha podido establecer sin dificultad que la cosa dista
mucho de ser a s í8. Ha llegado hasta a sostener que la «representa­
ción» de Cristo en la eucaristía, incluso en santo Tomás, debe en­
tenderse en el sentido puramente imaginativo en que tomamos la
palabra «representación» en el lenguaje moderno. Aun sin estar
plenamente convencidos por esta contrademostración, hemos de reco­
nocer que algunas fórmulas del santo doctor reflejan ciertamente
algo de esta concepción. Lo menos que se puede decir es que era
ya una de las más propagadas en torno a él.
Esto reclamaba una enérgica reforma, con otras muchas cosas
en la práctica y hasta en la teoría de la Iglesia a comienzos del si­
glo xví, y en todo caso se puede decir que lo mejor de los teólogos
y maestros de la vida espiritual estaban convencidos de ello. Tam­
bién lo mejor del humanismo cristiano, con el retorno a las fuentes
que preconizaba, podía hacer esperar un redescubriniiento de lo
esencial, en un nuevo hallazgo de lo primitivo, restituido a su ver­
dadera interpretación, que con tanta sobrecarga y comentarios abe­
rrantes se había olvidado o pervertido. La desgracia de ia reforma
protestante, en este punto, como en tantos otros, fue que una preci­
pitación más entusiasta que perspicaz, lejos de hacer volver siempre
a las fuentes más auténticas, indujo a rechazar con frecuencia indis­
tintamente lo mejor y lo peor. En cambio, se retuvo, no ya lo primi­
tivo y lo esencial, sino lo más secundario y lo más reciente.
La historia de la Missa illyrica, a que ya hemos aludido, es una
ilustración tan perfecta de este fracaso, que parece casi increíble8.
Flacius Illyricus, en lo más vivo de las controversias entre protes­
tantes y católicos sobre la eucaristía, echó mano a un manuscrito
del siglo xi, en el que estaba consignada una serie de devociones
sacerdotales que contenían una oración para cada rito o fórmula
de la misa tradicional. Pero en ella no se hallaba ninguna expresión
clara de la presencia real, mientras que ésta vino a ser una obsesión
en los siglos siguientes, como reacción contra Ratramno y Beren-3
3. V éase «Theological Stiulies», yo }. 22 , 1961 , p. 588sí.
I/. Ct. :¡ui>ra, p. 376.

380
La «Formula Missae» y la «Deutsche Messc» de Lutero

gario. Tampoco se hallaba ninguna expresión del sacrificio euca-


rístico, tal como lo habían concebido los padres. Todo se reducía
a una explicación pueril del ritual, interpretado como una evocación
pormenorizada de todos los detalles de la pasión. Sobre este caña­
mazo se insertaba una serie de oraciones de penitencia y de medita­
ciones emocionales sobre los padecimientos del Salvador. Fiacius
Illyricus creyó haber desenterrado una liturgia primitiva, exenta
de las corrupciones medievales, y publicó su manuscrito como una
justificación de las tesis y de las prácticas protestantes sobre la
eucaristía. En realidad, como tuvo pronto que reconocer, no había
exhumado sino una compilación de fórmulas tardías destinadas a
recargar de añadiduras caprichosas la liturgia tradicional. Pero sin
quererlo había demostrado, a la vez, que las liturgias y las teologías
que pretendían ser las más «reformadas», lejos de volver a la euca­
ristía primitiva, no conservaban ya de ¡a eucaristía medieval sino
sus desarrollos privados de base en la antigüedad cristiana.

La «Formula Missae» y la «Deutsche Messe» de Lutero

La comprobación es tanto más sorprendente cuanto que Lutero


hubiera podido parecer relativamente bien equipado para volver, a
través de la selva de excrescencias medievales, al humus primitivo.
En primer lugar, como ha mostrado Gustaf Aulén en su bello libro
Christus Víctor, Lutero había ciertamente descubierto en fecha
temprana algo de la concepción patrística de la cruz, como victoria
de Dios en Cristo, derribando a todos los poderes de enemistad
entre el hombre y Dios, y restaurando al hombre en una relación
de hijo con el Padre celestial
Por otra parte, Yngve Brilioth ha subrayado no menos justa­
mente las riquezas espirituales, todas ellas también patrísticas, del
sermón Von dem hochwürdigen Sakrament des heiligen wahren
Leichnams Christi und von den Bruderschaften, de 1519. Es una
expresión renovada de la concepción agustiniana, según la cual está
Cristo presente en la eucaristía con todo su cuerpo místico, para ¡n-

10. Cf. í». A ulée, Christus Victor, 1949, torio el capítulo sobre Lulero,

381
Los tiempos modernos: descomposición y reforma

corporarnos a él y hacernos vivir en adelante una vida que no sea


sino la expansión en nosotros de su misterio salvador. Ni tampoco
se equivoca Brilioth al subrayar que bu tero se mantuvo adicto a
las formas de la eucaristía tradicional, no ya por simple conser-
vativismo, sino por la impresión imborrable del encuentro del hom­
bre con el misterio divino, que había dejado en él el uso piadoso
de estas formas u.
Todo esto, sin embargo, cuando a partir de 1523, debido a la
instigación de los que le rodeaban, quiso traducirlo en innovacio­
nes litúrgicas, quedó no solamente falseado, sino desvitalizado. Si
se buscan las razones de ello, salta pronto a la vista que sus preocu­
paciones polémicas, por mucho peso que tuvieran, tuvieron cierta­
mente mucho menos que la inercia de prácticas y de concepciones
medievales, de las que no había logrado emanciparse, como tam­
poco lo lograron los otros protestantes que vinieron después de él.
Desde entonces está sin duda obsesionado por una idea fija, la de
quitar todo pretexto a las falsas concepciones del sacrificio de la
misa que tendían a hacer de ella un sacrificio diferente del de
la cruz, que el hombre podría ofrecer para nuevos fines. Pero a este
objeto no verá otra posibilidad que la de desterrar toda idea de la
presencia del sacrificio de Cristo en la misa y para ello expurgar
el canon de la misa de todo lo que exprese tal idea. Sin embargo, al
hacer esto no hará sino sacar las consecuencias lógicas de la idea
medieval latina de que las palabras solas de la institución, aisladas
de su contexto tradicional, son esenciales para la consagración euca-
rística. Y así cederá sin más resistencia a ¡a devoción concentrada
consiguientemente en la ostensión y en la adoración de la hostia
consagrada.
Otros factores tenderán, sin duda, a compensar en cierta medida
estos dos defectos mayores heredados de la edad media y llevados
hasta sus últimas consecuencias. La reacción de Lutero contra la
multiplicación abusiva de las misas privadas, con la reintegración
de la comunión, tanto de los fieles como del sacerdote, como pieza
esencial de la celebración, tendrá un efecto positivo. Pero éste que­
dará muy atenuado por el hecho de que Lutero, todavía en la línea
11. C f. Y . I3r ij , io t h , Eudtariíiic J'tiitli and Ptdctice, Evangélica! and Caihnlic,
la n d re s 1930, j>. 94ss,

382
La «Formula Missae» y la «Deutsche Messe» de T.utero

medieval, verá en la comunión ante todo la ocasión por excelencia


para hacer actos penitenciales empalmados con la adoración del
Christus passus. La única acción de gracias que conservará será la
acción de gracias medieval por 1a seguridad, así renovada, del
perdón.
Su idea de que la misa es, ante todo, el testamento de Cristo,
que nos entrega su cuerpo y su sangre como testimonio perpetuo
de la remisión de nuestros pecados, con la riqueza que daba a esta
expresión su visión de la redención, habría quizá podido permitirle
alcanzar la idea primitiva del memorial eucarístico 12. En realidad,
la forma polémica en que la opondrá pura y simplemente a la idea
de una presencia del sacrificio de Cristo le impedirá sacar las con­
secuencias más positivas. Verá que la eucaristía debe llevarnos a
un «puro sacrificio de acción de gracias» por el don recibido del
Salvador. Pero ya en él mismo, y más estrechamente en sus discí­
pulos, este don tiende a reducirse a la conciencia subjetiva del per­
dón. Así se llegará a la mayor paradoja de la eucaristía protestante :
para impedir que la misa aparezca como un nuevo sacrificio distinto
de! de Cristo, que los sacerdotes pudieran hacer surgir a discre­
ción, no se admitirá otro sacrificio que la ofrenda subjetiva de sí
mismo que debe hacer el creyente comprometiéndose a servir a
Dios en el reconocimiento suscitado por el sentido renovado de su
perdón. Entre los protestantes estrictos, para quienes esto no será
posible sino sobre la base de una comunión efectiva con Cristo
muerto y resucitado, debía haber aquí un conato virtual de vuelta,
por lo menos embrionaria, a las concepciones patrísticas sobre
nuestra participación en el único sacrificio salvador. Pero como lo
ha observado con razón Eric Mascall, en los otros protestantes, que
rechazan más o menos decididamente la presencia real, no podrá
ya haber en la eucaristía otro sacrificio que el completamente pe1a-
giano que el hombre, y sólo el hombre, ofrece a Dios en reconoci­
miento por sus beneficios u. Y así tenía necesariamente que suceder,
una vez que se había excluido toda idea de participación en el único
sacrificio, completamente divino, al rechazar la comunicación sacra­
mental de su realidad.
12. Cf. B rilioth,op. cit, p. 98.
13. Cf. E. M a sc a ll , Corpus Christt, Londres *1965, p. 106ss.

383
Los tiempos modernos: descomposición y reforma

La Formula Missae que produjo Lutero en 1523 es como el mo­


numento de su fracaso fundamental, aun cuando hasta estos últimos
tiempos se haya tomado de ahí lo mejor de las liturgias luteranas.
Fuera del restablecimiento de la comunión general, no representa
en modo alguno un retorno a la eucaristía primitiva. Es, por el
contrario, el último término de las tendencias más aberrantes que
minaban toda la práctica y teoría medievales de la eucaristía. Con
todo, hay que reconocerle un innegable mérito literario, aunque
éste consiste sencillamente en haber adaptado, con mucha más
habilidad y valentía de como se había hecho hasta entonces, la euca­
ristía antigua a la piedad y a la teología eucarísticas de la edad
media, en lo que éstas tenían de más ajeno a la tradición primitiva.
Para ello era preciso, como iba a hacerlo Lutero, evacuar todos los
elementos de esta tradición, cuyo sentido se tendía a perder ya muy
anteriormente a él, y volver a modelar los otros en un sentido que
les era extraño.
Lutero conserva el prefacio común, pero sólo hasta el per Chris-
tum Dominum nostrum, Aquí, con una ocurrencia ingeniosa, intro­
duce inmediatamente el qui pridie quam pateretur y el resto del
relato de la institución. Sólo entonces viene el sanctus. Durante el
benedictus eleva el sacerdote juntamente la hostia y el cáliz. En este
momento se acaba la eucaristía propiamente dicha en el sentido
primero del término. Luego se pasa al pater nosier y después al
pax Domíni, y se distribuye la comunión durante el agnus Dei,
después que el sacerdote ha dicho en voz alta, pero en plural, la
segunda de las oraciones preparatorias del misal romano moderno:
Domine Iesu Ckriste, Fili Dei viví, qui ex volúntate Patris, etc....
A ésta sigue el canto de la antífona de la comunión (como ya en
la práctica medieval), en lugar de acompañarla. La misa termina con
una poscomunión invariable, hecha de las dos oraciones medievales
de devoción quod ore sumpsimus y corpus tuum (introduciéndose
también en esta última el plural)".

14. JLu t h e r D, R e e d , The Lutkeran Liturgy, FiladelJIa 2J960, i>. 71ss, y Jim.
Cf.
l ig t h cit., p. 114ss. Lo que dice Lutero sobre el mantenimiento de la elevación,
, op.
sobre todo donde Jos fieles hayan sido instruidos sobre su significado, quiere decir que
no ha de ligarse al sacrificio, sino a la sola adoración de la presencia. Puede decirse que
redujo la misa a una «bendición con el santísimo sacramento» un siglo antes de que los
católicos mismos inventaran esta ceremonia (1).

3f¡4
La «Formula Missae» y la «Deutsche Messe» de Lutero

No se puede negar que este servicio es de una composición muy


hábil y plenamente armoniosa. Pero no es en modo alguno una re­
forma de la práctica medieval, si se entiende por ello un retorno a
la eucaristía de los padres y del Nuevo Testamento. Es más bien
una última deformación de aquel tipo que llegó a reducirlo todo a
la presencia real, consagrada por las solas palabras de la institución,
antes de una comunión, en la que el perdón de los pecados absorbe
todas las demás perspectivas de la unión del creyente con el Salva­
dor crucificado. De rechazo, la acción de gracias no es más que un
agradecimiento anticipado por el testimonio que se va a recibir de
este perdón.
Dos años más tarde producía Putero otra liturgia, no ya en
latín, como la Formula Missae, sino en alemán: la Deutsche Messe.
Elevaba todavía más adelante la exclusión de los elementos más pri­
mitivos de la misa. Se puede considerar como la primera de esas
innumerables liturgias protestantes de la eucaristía, que no contie­
nen ya, hablando en rigor, nada eucarístico. El prefacio, en efecto,
ha desaparecido, y no hay otra oración para reemplazarlo, sino una
exhortación a los fieles, que conduce a las Verba Christi. Con todo,
éstas se califican todavía formalmente de «consacratorias» (der-
munge). fia comunión se distribuye inmediatamente, primero con
la hostia, después de las palabras pronunciadas sobre el pan, y con
el cáliz, después de las pronunciadas sobre el vino, al canto del
sane tus y del agnus De-i en paráfrasis alemanas. Pero Putero sub­
raya todavía la conveniencia de la elevación saludada inmediata­
mente por el sanctus-benedictus, como en la Formula Missae. Esta
vez puede decirse que la lógica irresistible de la herencia medieval
había llegado a doblegar definitivamente todo lo que en la eucaris­
tía auténticamente tradicional se negaba todavía a dejarse reducir “.
No hay, sin embargo, que olvidar que esta «misa alemana» no
era, según su prólogo, sino un expediente transitorio destinado a
la instrucción de las poblaciones menos ilustradas. A través de sus
propias explicaciones se deja percibir el sentido confuso de que
aquí se pierden efectivamente elementos de la tradición, cuyo valor
seguía reconociendo Putero, aunque no sabía qué puesto asignarles

15. C f. R eed , op. eít., p. 74ss, y -Br c l i o t h , op. cit., p. 120ss.

385
Los tiempos modernos: descomposición y reforma

en su enseñanza. Confiesa sin ambages que no es partidario del uso


exclusivo de la lengua vulgar en la liturgia, a excepción de las lec­
turas bíblicas y de los cantos corales, que parafrasean más o menos
directamente los himnos tradicionales. Teme que una liturgia com­
pletamente en alemán se convierta en fuente de un provincialismo
religioso y de una ruptura con la tradición de la Iglesia universal.
Más profundamente, desearía que se conservara lo más posible de
las formas tradicionales de la eucaristía. Desea, pues, expresamente
que el tipo de la Formula Missae sea por ello de uso habitual espe­
cialmente de las escuelas y de las universidades.
De hecho, la Deutsche Messe de 1525 soto servirá prácticamente
de modelo a las liturgias de los países renanos, donde el luteranis-
mo recibirá influencia, en fecha temprana, por otra forma de pro­
testantismo mucho más radical en su ruptura con la tradición : la
de las Iglesias llamadas «reformadas», influidas por Zuingiio o por
Calvino. Tales serán los ordines de Wurtemberg (compuesto por
Brenz), de Estrasburgo (por Bucer), de Badén, de Worms, del
Palatinado renano, etc....
Allí como en las liturgias zuínglianas o calvinistas, ha desapa­
recido pura y simplemente la oración eucarística. Pero, contraria­
mente a lo que sucede en éstas, las palabras de ¡a institución siguen
concibiéndose como realizadoras de la presencia real del cuerpo
y de la sangre de Cristo en los elementos del pan y del vino, aun
cuando estas palabras no se sitúen ya en una oración o en una
exhortación dirigida a los fieles.
La mayoría de las otras Iglesias luteranas se atendrán general­
mente a traducciones y a adaptaciones de la Formula Missae, que
con frecuencia la aproximarán más al orden tradicional. Por ejem­
plo, se restablecerá la conexión inmediata entre el prefacio y el
sanctus, o se conservarán los diferentes prefacios propios.
Pero, también con frecuencia, se dejará sentir la influencia de
la Deutsche Messe. Por ejemplo, se pronunciará el padrenuestro
como en ésta, no después, sino antes de la consagración. Es lo que
se halla en la liturgia compuesta en 1528 por Bugenhagen para
Brunswick, que será utilizada casi tal cuai indistintamente en Ham-
burgo y en Lubeck, y luego en Dinamarca. Lo mismo se observa
en la liturgia de Sajonia, compuesta por Joñas en 1539 para las

386
La «Formula Missae» y la «Deutsche Messe» de Lutero

fiestas (por lo demás, se conserva la Deutsche Messe para los do­


mingos ordinarios). Inversamente, la liturgia de Brandemburgo-
Nuremberg, de 1553, sólo conoce el esquema de la Deutsche Messe,
aunque restituyendo el padrenuestro a su puesto tradicional y con­
servando buen número de oraciones y de cantos latinos.
En cambio, en el electorado de Brandeburgo, la liturgia com­
puesta bajo el influjo de Joaquín n , por Stratner, Buchholzer y
Mathias von Jagow, irá mucho más atrás que la Formula Missae.
Los prefacios latinos, seguidos del sanctus, se conservan y durante
el canto de este último dice el oficiante en voz baja cuatro oraciones
en alemán: por e'1 emperador y las autoridades, por el clero, por la
unidad de la Iglesia, por la remisión de los pecados, después de lo
cual dice, o canta, en alemán las palabras de la consagración, seguidas
de la elevación y de un motete latino o de un canto alemán. Siguen
el padrenuestro y el agnus Dei. Luego se intercala una exhortación
inspirada en la Deutsche Messe (tomada tal cual del ordo de Nu-
remberg) antes de la comunión. Todavía en 1571, David Chytraeus
compondrá para ¡os luteranos de Austria una liturgia de inspiración
análoga. Las mismas tendencias se manifiestan en Riga (1530) y
en Palatinado-Neuburgo (1543). Pero en forma general, el modelo
de la Formula Missae se impondrá más o menos completamente en
la Alemania luterana “.
Es interesante y hasta divertido ver la reacción de Lutero ante
estas tendencias divergentes. Interrogado con cierta ansiedad por
Buchholzer, capellán de Joaquín n , sobre el conservativismo litúr­
gico de su señor, no tendrá nada que objetar. Sin embargo, la so­
carronería de su respuesta traduce de manera característica una iro­
nía que no perdona más al ritualismo del elector que a los escrúpu­
los de los reformadores más «avanzados». «Si vuestro señor, el
margrave y elector, deja que se predique abiertamente, claramente
y sin mezcla el Evangelio de Jesucristo y que los dos sacramentos
del bautismo y de la carne y sangre de Cristo se administren y se
den según su institución, ...entonces, id enhorabuena en procesión,
llevad una cruz de plata o de oro, y casulla y alba de terciopelo, de
seda o de lino. Y si a vuestro señor, el elector, no le bastan una

i 6. Sobre todo esto, véase R e ed , op. cit», p. 88ss.

387
Los tiempos modernos: descomposición y reforma

casulla o un alba, poneos tres, una encima de otra, como Aarón...


Porque tales cosas, si no se abusa de ellas, no quitan ni añaden nada
al Evangelio... Y si el papa quisiera dejarnos libres en el particular
y que se predicara el Evangelio, ya podía mandarme que me pusiera
los calzones alrededor del cuello, que yo le daría gusto» ir.

La eucaristía no eucarística de ios reformadores


Esta mezcla, no tan antipática que digamos, de espíritu tradi­
cional y de libertad, no sería en modo alguno del agrado de los otros
reformadores, y en particular de los que se llamarían «reforma­
dos», por oposición tanto a los luteranos como a los católicos, tales
como Zuinglio y Cal vino. Para éstos no era el caso de reformar ¡a
misa, sino sencillamente de aboliría.
Lo que se pondrá en su lugar bajo él nombre de «santa cena»,
aun pretendiendo volver a la eucaristía primitiva, no conservará
de ella sino el relato de la institución, anegado en exhortaciones
cada vez más prolijas y cada vez menos religiosas. Las oraciones
que se le vayan añadiendo se desarrollarán siempre, sin embargo,
en el sentido completamente medieval de las apologías y de ias
meditaciones afectivas de la pasión. Así esta ruptura con la tradición,
en nombre del «Evangelio solo» acabará de hecho por no retener
sino los elementos más exangües de una tradición posterior al si­
glo tx. Raras veces se ha visto que una reforma desembocara en
la práctica en una contradicción tan total de su principio teórico.
Zuinglio en Zurich, como Ecolampadio en Basilea, negarán ra­
dicalmente, no sólo el carácter sacrificial de la misa, sino toda
idea de presencia real en la eucaristía. Para Zuinglio en particular,
«comer la carne y beber la sangre del Hijo del hombre» significa
exclusivamente alimentarse por la fe con ¡a palabra del Evangelio.
La eucaristía sólo es un banquete de comunidad, en el que los
fieles proclaman, en reconocimiento a Dios, su fe común, imitando
y haciéndose presente la última comida tomada por Cristo con
los suyos. Pero no se trata en modo alguno de que el sacramento
en sí mismo, comoquiera que se lo entienda, los una con Cristo.17

17. E íídels, M artin Lníhers Briefwechsei, yol. x ij, p, 316**,

388
La eucaristía no eucarística de los reformadores

Este permanece en el cielo, y explícitamente se afirma que en la


santa cena no está más presente, ni de otra forma, que en cualquier
reunión en que los fieles escuchan juntos su palabra “.
Sin embargo, en una primera fase, lo misino Zuinglio en Zurich
que Ecolampadio en Basilea, se guardarán bien de introducir un
servicio, tan violentamente diferente de la misa, como había de ser
la santa cena reformada. Aquel, en su De amone missae epicheiresis,
de 1523, acepta conservar la misa tal cual, poco más o menos, hasta
el sanctus inclusive. Pero entonces sustituye el canon romano por
cuatro oraciones latinas que llevan al relato de la institución, com­
pletado con las palabras de san Pablo sobre el «anuncio» de la
muerte de Cristo en la eucaristía. Viene luego la comunión, intro­
ducida por el llamamiento de Cristo : «Venid a mí todos los que
estáis fatigados y gravados, que yo os liberaré», y sigue luego el
n u n e d im ittis. La primera de las cuatro oraciones (a las que sigue
el padrenuestro) es una conmemoración de la historia de la salvación
en acción de gracias, que no deja de recordar las antiguas anáforas.
Pero la segunda, en que se mega a Dios que nos alimente con el
pan celestial, puntualiza que este pan es la sola palabra de Cristo.
A pesar de esto, la tercera habla no sólo de Cristo que se da como
alimento a nuestras almas bajo las formas de pan y de vino, sino
también de nuestra participación en su cuerpo y en su sangre. Si
se leyera haciendo abstracción de la precedente, podría creerse
que deja a la eucaristía su sentido tradicional:

...S e nos dio como alimento, de modo que como el venció al mundo,
nosotros, alimentados de el, podamos a nuestra vez vencer al mundo...
Otórganos, pues, ¡oh Padre misericordioso!, por Cristo, tu Hijo, nuestro
Señor, por quien tú das la vida a todos y renuevas y sostienes todas las
cosas, que podamos manifestarlo en nuestra vida de suerte que sea recobrada
la semejanza que perdimus en Adán. Y para que asi sea, otórganos efectiva­
mente a todos los que participamos en el cuerpo y en la sangre de tu Hijo,
que tengamos un solo espíritu y un solo fin, y que nosotros mismos seamos
unos en él, que es uno contigo.

Finalmente, la última oración pide que los comulgantes participen


dignamente por la luz de la gracia en el banquete del Hijo, «donde
18. C f. H r i i . i o t h , op. c it., p. l53$s.

389
L o s tie m p o s m o d e r n o s : d e s c o m p o s ic ió n y r e f o r m a

él mismo es a la vez nuestro huésped y nuestro alimento*, lo cual


conduce directamente al relato de la institución. Hay que reconocer
el hecho paradójico de que esta oración eucarística se acerca a las
fórmulas tradicionales más que ninguna antigua fórmula luterana.
Leída por un lector piadoso, pero poco crítico, podía ciertamente
excitar una devoción eucarística de buena calidad, pese al carácter
vaporoso de sus alusiones al sacrificio, incluso al de la cruz. Pero
leída con discernimiento revela un arte casi renano de no expresar
sino trivialidades racionalizantes bajo las fórmulas tradicionales y
con el tono de unción más apropiado para «dar gato por liebre».
El mismo año tenemos en Basilea un ensayo análogo en Das
Testament Jesu Chrisii de Ecolampadio, aunque en él las oraciones
utilizan más marcadamente los temas sacrificiales, pero exclusiva­
mente para aplicarlos a la ofrenda de sí mismo hecha por el cris­
tiano en la f e ls.
Menos que nadie había de tomar Zuinglio en serio su primera
composición litúrgica, que había concebido únicamente como tran­
sición destinada a preparar los espíritus para lo que quería obtener
de ellos. Ya en abril de 1525, sintiéndose más seguro de sí en la
ciudad, publica su Action oder Bruck des Naehtmahis. Un rasgo
característico del zuinglianismo desarrollado es la exclusión de todo
canto. Aquí el diácono, y no el celebrante, lee una exhortación.
Después de esto se reza el padrenuestro. Luego el celebrante solo
lee el relato de la institución, y a continuación se pasa a la distri­
bución del pan y dél vino que los fieles reciben sentados.
El servicio comienza antes de la comida propiamente dicha, con
una oración en que se pide la gracia de practicar como conviene
«la alabanza y la acción de gracias que tu Hijo, nuestro Señor y
Salvador Jesucristo, nos prescribió a los fieles hacer en memoria
de su muerte». Pero esta alabanza y esta acción de gracias no se
realizan en concreto sino en la recitación del gloria in excelsis, inter­
calada entre la lectura de ICor 11,20-29 y la de Jn 6,47-63, antes
de la comida, y la del salmo 113 (según la numeración hebraica)
después. De oración propiamente eucarística no hay aquí asomo3".
Por otra parte, esta liturgia eucarística sin eucaristía, no está1920
19. Cf. B r il s o t h , op. cit., p. LS9ss.
20, Cf. B x i d o t h , op. cit., p. 160ss,

390
L a e u c a r is t ía n o e u c a r ís t íc a d e lo s r e f o r m a d o r e s

prevista sino para cuatro celebraciones anuales (en navidad, pascua,


Pentecostés y una vez en otoño). Toda ella está concebida como
una fiesta de la comunidad cristiana, en la que ésta se afirma en
ese banquete excepcional. Es ciertamente un acto religioso social,
pero que tiende a ser únicamente social. Con razón se ha subrayado
que consiguientemente persistirá largo tiempo en Zurich el hecho
desconcertante de que la comunión reúne a muchos más participantes
que la asistencia regular a los oficios dominicales.
Calvino, en parte por el influjo sufrido en Estrasburgo, de lo
que Bucer había conservado de luterano, se esforzará por restituir a
esta «cena» un contenido religioso y sacramental. Sin enseñar la
presencia real en los elementos mismos, como seguían haciéndolo
ios luteranos, mantendrá que la manducación no es un men> signo de
nuestra fe común en la palabra del Evangelio, sino un signo' dado
por Dios, de una comunión real en el cuerpo y en la sangre de su
Hijo crucificado por nosotros. Sin embargo, como Zuinglio, mantiene
que el cuerpo de Cristo no existe sino en e! cielo, del que no puede
volver a descender. Pero no por ello deja de afirmar, no menos enér­
gicamente, que los signos dados por Dios nos elevan al cielo, con
tal que los recibamos con fe, y nos incorporan a Cristo glorificado,
de modo que la Iglesia viene a ser, mística pero realmente, su
cuerpo mismo212.
Con todo, no cambiará sustancialmente gran cosa de la cena
zuingliana, recibida en Ginebra en una forma mucho más prolija,
pero no por ello mejorada, debida a Guillermo Farel.
El servicio de Farel comprendía, después de una primera exhor­
tación, una fórmula de confesión de los pecados, la oración domini­
cal, el símbolo de los apóstoles, una segunda exhortación que con­
ducía al relato de la institución, una tercera exhortación, la distri­
bución de la comunión y, finalmente, una cuarta y última exhortación
antes de la bendición y de la despedida. Aquí el didacticismo más
obsesionante ocupó el lugar, no sólo de la oración eucarístíca, sino
de toda oración, fuera de la confesión de los pecadosaa.

21. Cf. B & i m o t h , op. cit»i p. 1 7 5 S S , y sobre todo J. C a d i e f , Le, doctrine caiviniale,
de la Sai-nte-Chie, en Études théolotjiques et reiigieuses, Montpellier 1951.
22. Cf. lÍHiLiOTH, op. cít., p. 172ss. La Maniere el fasson, atribuida a F arel, fue
impresa en Serriéres (cerca de Neuchatel) en 1533.

391
L o s tie m p o s m o d e r n o s : d e s c o m p o s ic ió n y r e f o r m a

El servicio de Calvino, después de una oración por la Iglesia


y la lectura del relato de la institución (según san Pablo) introduce
una excomunión dirigida contra toda una serie de pecadores juz­
gados particularmente escandalosos, que está tomada del ritual de
Estrasburgo, compuesto por Bucer; viene luego una muy larga
exhortación, en la que Calvino trató de exponer completamente su
doctrina de la cena, tal como antes la hemos resumido precisamente
según este texto. Sigue luego la distribución de la comunión, acom­
pañada ya del canto de un salmo, ya de versículos bíblicos recitados
por el ministro. Una oración de acción de gracias, en el sentido
estrecho de agradecimiento por los dones recibidos y de profesión
de una renovada fidelidad, pone fin a todo, con el mine dimitiis
y la bendiciónaa.
Calvino habría querido que esta cena se celebrara cada domingo
después del oficio de lecturas y de oraciones. Pese a su esfuerzo
doctrinal por insuflarle un contenido de que carecía completamente
la cena zuingliana, se comprende que este oficio, casi tan pesada­
mente didáctico como el de Farel, no haya logrado nunca celebrarse
con más frecuencia que el de Zuinglio. El realismo sacramental
teórico de Calvino no cambiaba nada de la realidad exangüe de la
comida ritual a la que ío aplicaba: se tenía sencillamente una
eucaristía no eucarística.

La liturgia sueca desde Olaus Petri hasta Juan III

Por el contrario, la misa luterana, a través de todo el siglo xvn


y hasta muy entrado el siglo xvm , será el foco vivo de la piedad
de los luteranos: una piedad que el renuevo teológico de la gran
tradición nacida de Johann Gerhard alimentará con una verdadera
mística de Cristo en nosotros, tomada en particular de los pa­
dres griegos. Sean los que fueran sus defectos, que, repitámoslo,
son defectos medievales llevados hasta sus últimas consecuencias, esta
misa luterana conservaría para los fieles todo lo mejor que23

23. Cf. B aki> T h o m p s o n , Liturgies of ths Western Ckurek, Cleveland y Nueva


York 1961, p. 185ss. Prim era edición de la liturgia calvinista en Ginebra en 1542 (La
forme de frieres, etc.).

392
L a lit u r g ia s u e c a

hallaban en la misa en la edad media. La ausencia de elementos


de! canon, como la anamnesis, por chocante que sea, pasaba
prácticamente inadvertida. Hacia mucho tiempo que estos elemen­
tos no sólo no eran oídos, sino ni siquiera conocidos por los
laicos, ya que no se tenían en cuenta en la enseñanza sobre la
eucaristía que habían recibido desde hacia siglos. En cambio,
como venía tras un olido sustancioso de lecturas y de cantos, en
el que no se había cambiado nada de la misa anterior a la reforma,
pero en el que todo se había hecho ya comprensible, el prefacio,
las palabras de la consagración pronunciadas en voz alta, la adora­
ción — de rodillas, al son de la campanilla — de la sagrada pre­
sencia saludada con el sane tus y el benedictos, no sólo retenían
— gracias a la lengua vulgar y a la instrucción catequética —, sino
que popularizaban todo lo que había subsistido de propiamente
eucarístico en 1a liturgia de la edad media. Por otra parte, esta
liturgia, desembarazada del invadente recargo de los tropos y de las
devociones adventicias, enriquecida con la piedad tierna y viril de
los cantos corales, ai mismo tiempo que conservaba lo mejor de la
devoción afectiva al Salvador muerto por nosotros, en una implora­
ción del perdón esperado de su gracia salvadora, volvía a centrarla
en la comunión frecuente restituida a su puesto normal en la cele­
bración eucarística. Con el ceremonial, el canto litúrgico, los orna­
mentos sagrados, el crucifijo y las sagradas imágenes, el incienso
y las luces, los luteranos piadosos hallaban aún en su culto toda la
atmósfera de adoración que habían hallado todavía en torno a la sa­
grada presencia y a la evocación de la cruz salvadora los mejores
cristianos de la edad media. Pero sin darse cuenta de ello — aparte
el hecho capital de que ya no se contentaban con asistir a la misa,
sino que comulgaban en la misma — habían ciertamente avanzado, en
lugar de retroceder, por el camino fatal que sin cesar había alejado
a sus predecesores de la tradición de la Iglesia antigua y prim itiva:
por muy rica que fuera con frecuencia su piedad eucarística, ya
no se adhería sino a un muñón de eucaristía2*.
Sin embargo, esta situación en Alemania sobrevivirá con difi­
cultad a las perturbaciones de la guerra de los treinta años y acabará

24. Cf. U e ed , np. c ít., p. 105ss, y I’ r i e i o t h , op. cit., p. I26ss.

393
L o s tiem p o s m o d e r n o s : d e sc o m p o sic ió n y reform a

por descomponerse por la influencia oficial en los Estados en que


la unión de Prusia impondrá una conformidad con las prácticas
«reformadas» más desvitalizadas. Pero esta misma abolición había
de suscitar por reacción un renacimiento consciente del viejo lute-
ranismo, que en nuestros días lo llevará a veces casi a empalmar
con el catolicismo de ios primeros siglos.
Este renacimiento no se desarrollará sino tres siglos después
de la reforma. Sin embargo, había sido por lo menos esbozado desde
fines del siglo xvi en circunstancias que merecen retener nuestra
atención. Es ei primero de los renacimientos litúrgicos en el pro­
testantismo, que había de caracterizar hasta nuestros dias la Iglesia
de Suecia25.
El protestantismo se había introducido en Suecia, como en otros
muchos lugares, por razones principalmente políticas. Pero allí se
había mantenido sumamente moderado en su transformación de las
formas tradicionales de la vida eclesiástica, y particularmente del
culto. Su principal promotor había sido el predicador Olaus Petri,
formado en Wittenberg. Es el autor de la primera misa sueca, pu­
blicada en 1531.
Esta se acerca mucho a la Formula de Lutero, en cuanto
liga inmediatamente las palabras que el sanctus y el benedictus vienen
a saludar la elevación. Pero difiere de ella en un punto capital, al
introducir algo de la anáfora tradicional, no en forma de oraciones
de intercesión más o menos inspiradas en las del canon, como en la
liturgia de Brandemburgo de 1540, sino con una amplificación dei
prefacio mismo.
Esta amplificación combina de manera inesperada, pero a fin de
cuentas muy feliz, la preocupación medieval y protestante por el
perdón de los pecados de los participantes, con una evocación de la
historia de la salud. Briliotli piensa, seguramente con razón, que
esta amplificación debió ser inspirada por el prefacio pascual. Pero
no se puede excluir absolutamente la suposición de un primer
influjo discernióle, si no de las liturgias orientales, por lo menos
de los padres griegos, en una liturgia protestante.
Veamos el tex to :
25. Cf. H k i l i o t h , op. cit., p. 228ss. Véase también L eiiiíun, ojj. cit., t. 4, en la
reedición de 1843, p. 100$s.

394
La litu rg ia su ec a

Es verdaderamente digno y justo, equitativo y saludable que te demos


gracias siempre y en todo lugar, Señor santo, Padre todopoderoso, Dios
eterno, por todos los beneficios, pero muy en particular porque, después que
el pecado nos había reducido a tin estado en el que sólo podíamos aguardar
la perdición y la muerte, sin que criatura alguna en el cielo ni en la tierra
pudiera prestarnos auxilio, enviaste a tu Hijo único, Jesucristo, uno contigo
en la unidad de una sola naturaleza divina, para que, haciéndose hombre
por nosotros, destruyera nuestros pecados, y sufriera la muerte cuando
nosotros hubiéramos debido morir para siempre; él, por el contrario, ha­
biendo vencido a la muerte, resucitó para la vida y ya no volverá a mo­
rir, y así todos los que creen en él, han sido constituidos por él vencedores
del pecado y de la muerte, y herederos de la vida eterna. El mismo, para
que no olvidáramos nunca sus beneficios, la noche en que fue entregado, etc...

D e sp u é s deí sanctus-benedictus se pasa a la co m u n ió n p o r el


p ad ren u estro, el pax Domini y el agnus Dei.. In m ed ia ta m en te an tes
d e la d istrib u ció n se in tro d u ce u n a ex h o r ta c ió n , tom ada de la litu r­
g ia d e N u r em b e rg , c o m o el ca n to del mine dimittis, que acom p aña
a la co m u n ió n m is m a 26.
P o r otra parte, el a sp ec to su b je tiv o y p en iten cial e stá tod avía
p resen te en la fó rm u la de c o n fe sió n co lectiv a q u e p reced e a tod o
el serv icio an tes del in tr o ito (u n o de los p rim er o s e je m p lo s de tales
co m p o sicio n e s en las litu rg ia s p ro testa n tes). P o r el co n trario, está
a u sen te d e 1a p o sco m u n ió n fija q ue term in a el se r v ic io y que es de
un esp ír itu com p letam en te trad icion al, con una n o ta b le referen cia
escatológica.
E s ta m isa su eca n o estaba d estin ad a, a lo q ue p arece, a reem ­
p lazar la m isa m ayor, sin o m á s bien a p ro p o rcio n a r lo q ue n o so tr o s
llam aríam os u na m isa rezada de com u n ión . C uarenta a ñ o s m á s tarde
el a rzo b isp o L a u ren tiu s P etri, h erm a n o d e O iaus, ad aptaría a la
m ism a m isa so lem n e el fo rm u la r io de su h erm an o. P er o m an ten d ría,
ad em ás del co n ju n to d e 1os can tos la tin o s tra d icio n a les, la p o sib i­
lid ad de c o n se rv a r y d e cantar sie m p re en latín lo s p r e fa c io s p ro ­
p ios, p rescrib ien d o q ue en este c a so fu era n se g u id o s in m ed ia ta m en te
por el sanctus, an tes d e las p alabras de la co n sa g ra ció n . E sta s d is ­
p o sicio n e s iban acom p añ ad as de una o rd en a ció n d etallad a, gracias

26. Texto sueco y traducción inglesa en E ,K V klvkrion, The Mass m Sivcdtn


(H enry Bradshaw Society, n.« 57, Londres 1915, p. 37-38), comentario en R eed, op. cit.,
p. 113ss. Nótese que la fórmula final: «Por esto, con los ángeles y los arcángeles, etc»,
será «introducida por Juan il l antes del sanctus.

395
Los tiempos modernos: descomposición y reform a

a la cual la Ig lesia de S u ecia ha co n se rv a d o h asta n u e str o s d ías el


co n ju n to del cerem on ial y del o rn a to litú rg ic o de la tradición
católica. P ero esta d isp o sició n es to d a v ía m ás in teresa n te por su s
en señ a n za s d octrin ales. E l a rz o b isp o L a u re n tiu s, a p o y á n d o se en las
fó rm u la s m ism a s d e O lau s, in te n ta p o r prim era v ez en el p r o te s­
ta n tism o d esa rro lla r una d o ctrin a p o sitiv a del sacriticio eu ca rístico ,
que se a p ro x im a m uch o a las en se ñ a n za s p a trística s.
N o so la m en te a d m ite el «sa crificio de alabanza y de acción de
g ra cia s» , en térm in o s q ue m u estran q ue da a esto m u ch o m ás
sen tid o q ue los re fo rm a d o r es, los cu ales no veían aqui m ás que
una ex p r e sió n m eta fó r ica de n u estra gratitu d p o r los d o n e s reci­
b id os : él n o so la m en te añ ad e el sacrificio que c o n siste en la o fren d a
de n o so tr o s m ism o s a la v o lu n ta d d e D io s, sin o que in clu y e una
fra se capital sin paralelo a lg u n o en los o tr o s a u to r es lu tera n o s de
la é p o c a :

Pero, si queréis también llamar la misa sacrificio porque significa o


representa el sacrificio que Cristo hizo en la cruz, y no en el sentido de
que vosotros os apropiéis, vosotras mismos o los sacerdotes que se dicen
ofrecerlo, el oficio de Cristo, esto se puede aceptar.

Irá hasta el ex tr em o de añ ad ir, en una fó rm u la m uy m edieval


y m u y luterana a la vez, q ue la m isa es en e fe c to un sacrificio
«p orq ue d sa cerd o te y el p u eb lo la p on en en tre su s p ecad os v ¡a
cólera de D ios, com o una p ren d a de paz» 37.
H ab ía aquí com o el g erm en d e una recu p eración a la v ez de la
trad ición litú rgica y d e la tra d ició n teo ló g ica . E s te m o v im ien to había
d e co n tin u a rse b ajo el e p isc o p a d o de su y er n o y su ceso r, el a rzo­
b isp o L a u ren tiu s P etri G o th u s, b a jo el im p u lso del rey Juan m ,
ayu dad o p or su secreta rio P etru s F ec h t, a n tig u o a lu m n o del hum a­
n ista y principal colab o ra d o r de L u tero , M elan ch ton .
E ste «retorn o a las fu en tes» d io su s fr u to s en una liturgia
revisada q u e el rey.. Juan lo g r ó im p o n er p o r a lg u n o s a ñ o s y que
seg u ra m en te rep resen ta la reacción tra d icio n a l m á s o sad a que se
h aya p ro d u cid o en p aís lu te r a n o 2728. N o o b sta n te, e sto n o fu e un

27 . Cf. I í r i l i o t h , op. cit., p. 249ss.


2fi. L ebrun reprodujo todo el texto latino de esta liturgia en el t. 4 de su obra,
p. l l S s s : Liturgia suecanas Ecdésiae, cathoiicae et ottkodoxae couform is, Estccolmo

396
L a lit u r g ia s u e c a

retorn o puro y sim ple al can on rom an o, sin o una tentativa, quizá
m ás in g en io sa q u e lograda, de rein serta r a lg u n o s de su s elem entos
d eja d o s de lado en el esq u em a de la m isa de O laus P etri, sin m o d i­
ficar p or ello su estru ctu ra, h eredad a de la Formula Missae de
L utero. T o d a v ía h ay q u e añ ad ir a esto un e s fu e r z o , esta vez indu da­
ble, p or in sp ira rse en las litu rg ia s o rien ta les. U n a fr a se del nuevo
fo rm u la rio , tom ada literalm en te d e la litu rg ia de san Juan C risós-
tom o, es su ficiente para a testig u a rlo . A d em á s, el rey m ism o había
ju stifica d o an ticip ad am en te su re fo r m a litú rg ica an te ¡a asam blea
del clero en E s to c o lm o el a ñ o 1574, b a sá n d o se en la n ecesid a d de
v olver a lo s m o d e lo s a n tig u o s de las litu rg ia s de S a n tia g o , de san
B a silio , de san Juan C risó sto m o , d e san A m b ro sio y d e san G r e ­
g o rio . La lectura del n u ev o te x to c o n v en ce e fe c tiv a m e n te sin
dificultad de que si las litu rg ia s o rien ta les que O lau s P etri había
in v o ca d o ya en fa v o r de su co m p o sició n , habían p o d id o se r alegad as
p or él con toda con fian za, ah ora no su ced ía y a ciertam en te lo m ism o .
A l igual que en la litu rg ia de U au ren tiu s P e tr i (su e g r o d e Lau-
rentiu s P etri G o th u s), a los a n tig u o s p r e fa c io s p ro p io s, com o al
p r e fa c io de O laus, o al p r e fa c io com ú n (d ad o co m o fó rm u la d e re­
cam bio añadida a éste para los d o m in g o s y lo s d ías o rd in a rio s) se
ligan las palabras de la co n sa g ra ció n p o r m ed io de la fórm u la :
«E l m ism o, para q ue n o o lv id á ra m o s ja m á s su s b en eficios, la n o ch e
en que fu e en tregad o, e t c .,.» D esp u é s de la co n clu sió n trad icional
d e lo s a n tig u o s p r e fa c io s se canta o se reza el sanctus. P er o ,
m ien tra s se canta en la m isa so lem n e, o d esp u és de recitad o en la
m isa rezada, añade el sa cerd o te una a n a m n esis y una ep ic lesis, de
la q ue hasta en to n ces n o ten ia n ada eq u iv a len te n in g u n a litu rg ia
lu teran a, ni siq u iera las m á s co n se rv a d o ra s. E sta s o r a c io n e s para­
fra sea n en fo rm a m u y in teresa n te el unde et memores, el supra quae
y el sup fdices del can o n ro m a n o :

Acordándonos, pues, también nosotros, Señor, de este precepto salu­


dable y de la bienaventurada pasión y muerte, corno también de la resurrec­
ción de los muertos y de la ascensión a los cielos de tu mismo Hijo, nuestro
Señor Jesucristo, al que en tu inmensa misericordia nos otorgaste y diste
para que fuera la víctima de nuestros pecados y con su única oblación en

1576. C f. también Y eí.verton, op. c;t., p. ?8ss, Que cree equivocadamente ser el primero
que reproduce este texto.

39 7
Los tiempos modernos: descomposición y reforma

la cruz pagara por nosotros cerca de ti el precio de nuestra redención,


diera satisfacción a tu justicia y realizara un sacrificio provechoso a los
elegidos hasta el fin d d mundo, por la fe tomamos posesión de este mismo
Hijo tuyo, que nos es así propuesto, y de sil muerte y de su oblación, como
de la hostia pura, de la hostia santa, de la hostia inmaculada, nuestra pro­
piciación, nuestro escudo y nuestra protección contra tu cólera, contra el
terror del pecado y de la muerte, y la ofrecemos a tu gloriosa majestad
por medio de nuestras humildísimas oraciones, dándote gracias por tantos
beneficios de que nos has colmado, desde el fondo del corazón, y con plena
voz, no tanto como debemos, sino tanto como somos capaces.
Y te rogamos, suplicándote por tu mismo Hijo .único, que fue cons­
tituido nuestro intercesor en el secreto consejo de tu divinidad, que dirijas
una mirada propicia y favorable hacia nosotros y hacia nuestras oraciones,
que las recibas en tu altar celestial como agradables y aceptables, en tu
clemencia, y hagas que lodas las veces que, por la participación en este
altar, recibamos el alimento y la bebida benditos y santificados, el sagrado
pan de la vida eterna y el cáliz de la salud perpetua, el cuerpo santísimo
de tu Hijo y su sangre preciosa, seamos llenos de toda gracia y bendición
celestialB,

S ig u e u n no bis quoque, en el q u e se n c illa m en te s e h an su p rim id o


lo s n o m b res d e lo s sa n to s (a u n q u e n o su m en ció n g en er a l), que
con d u ce a la co n clu sió n del can on r o m a n o : Per quem haec omnia,
e tc é te r a ... E l fin del se r v ic io co r re sp o n d e al d e la litu rg ia del a n terior
arzo b isp o , fu era de que se p ro p o n en d iv er sa s p o sco m u n io n es alter­
n ativas.
E s tam b ién in teresa n te n o ta r lo q u e la a n a m n esis co n se rv a del
unde et memores rom an o y lo q ue le añade. C o m ien za en lazan d o el
m em orial al p recep to ( mandatum) de C risto. E sto p arece a prim era
vista trad icional, p ero lo q ue n o lo es, es q u e el m em o ria l se con­
v ierte aquí d e h ech o en una co n m em o ra ció n su b jetiv a d e la últim a
cena a n tes d e ev o ca r como, p o r azar la p a sió n y tod a la obra
salvífica. N o s h allam os d e g o lp e situ a d o s en la co n cep ció n m edieval
y p rotestan te. P er o to d o lo q ue sig u e tratará de fo rz a rla hasta
h acerla co n v erg er, en cu a n to sea p o sib le, con la con cep ción antigua.
La seg u n d a am plificación , que su b raya la m iserico rd ia d iv in a y
ex a lta la u nicid ad d el sacrificio d e la cru z, p u e d e a p o y a r se n o sólo
en la ep ísto la a los H eb reo s, sin o tam b ién en fo rm u la r io s p ró x im o s
a la era p atrística, com o el de T e o d o r o . S in em b argo, no cab e duda 29

29. L eer™, np, cit., p. 142-143; cf. Y ki.vkrtoií, op. cit. , j>. IOCss.

398
L a lit u r g ia s u e c a

de que estas fó rm u la s tien en p or o b jeto sa tisfa c e r a una teo lo g ía


p rotestan te, en la q ue la u n icid ad del sacrificio red en tor se co n fu n d e
con la im p osib ilid ad , no só lo de rep etirlo, sin o de perp etu ar su
p resen cia sacram ental. L a e x p lic a c ió n que se da d e este sacrificio,
com o si se redu jera a la co n cep ció n a n selm ia n a de ía sa tisfa cc ió n
penal, es a b solu tam en te típica, n o só lo d e L u le ro m ism o , sin o d e la
escolástica luterana, la cual había ech ad o m a n o d e esta ex p lic a ció n
para en cerrar estrech a m en te en el p asado toda la red en ció n . L u e g o
al u tiliza r las e x p r e sio n e s hostiam puram, hostiam sanctam, hostiam
immaculatam se ap lican , efe c tiv a m e n te , só lo a la cru z, p ero n o en
m od o a lgu n o al sacram en to m ism o del sacrificio.
P er o el c o n tex to p repara una rein tro d u cció n d e to d o lo q u e
parece, p u es, h ab erse e x c lu id o , lo q u e revela u n a h ab ilid ad co n su ­
m ada. E l v ir a je se efe ctu a r á m ed ia n te u n a a cu m u la ció n d e e x p r e s io ­
n es tom ad as d irectam en te d e L u tero , p ero q ue, co m o lo ha m o stra d o
bien A u lén , p onen su p en sa m ien to en estr ec h a c o n e x ió n co n el d e
los p ad res g rieg o s. E n e fe c to , a C risto cru cificad o s e le califica
d e propitiationem, scutum et umbraculum nostrum contra iram tuam,
contra terrorem peccati et mortis. L a p resen ta c ió n de C r isto m u erto
al P ad re, para q u e n o s p ro teja con tra su có ler a , es u n a e x p r e sió n
fam ilia r a L u tero para d escrib ir el m o d o co m o c o n cib e n u estra
ju stificación p or la fe. L a id ea q ue h allam os aq ui, de la lib era ció n
d e lo s terrores de la m u e rte y del p ecad o, q ue tam b ién e s m u y su ya,
está tom ad a d irecta m e n te del te x to b íb lico m á s fr e cu en te m e n te citad o
p or 1os padres (p or lo s g r ie g o s en p articu lar) para e x p r e sa r el
e fe cto d e la red en ció n (H e b 1 1 ,1 4 -1 5 ). D e ahí e s d e d o n d e la
oración tom ará, en tér m in o s to d a v ía co m p leta m en te lu teran os, su
rein tegración de la idea d e u n a p resen cia o b je tiv a d e la cruz en
la m isa y de u na o fr e n d a co n se cu tiv a del ú n ic o sacrificio, q u e aquí
p o d em o s hacer n u e s tr a : eumdem Filium tuum, eiusdem mortem
et oblationem... nobis propositum fide amplectimur, tuaeque prae-
clarae maiestati humillimis nostris precibus offerimus. N a d a m ás
lu teran o, en cierto sen tid o , q ue esta «a p ro p ia ció n » d e la ú nica
ob lación d e C risto p o r lo s crey en tes, en la o ra ció n de la fe. P er o
el q ue C risto y su o b la ció n sean co n sid er a d o s in sep a ra b lem en te com o
nobis propositum en la celeb ración eu carística, y el q u e se d ig a que
« n o so tr o s lo o fre cem o s» con esa o ra ció n m ism a q u e lo ap reh en d e

399
Los tiempos modernos: descomposición y reforma

por la fe, equivale a introducir en el centro de la visión más irre­


prochablemente luterana de la salud, esa visión tradicional de la
misa, que Lutero mismo no había de hecho logrado nunca integrar.
Ni ¿cómo hubiera podido hacerlo, puesto que el sacrificio eucarís-
tico, según él, había significado siempre un sacrificio distinto del de
la cruz, que evidentemente había que rechazar, o una simple expre­
sión de nuestro reconocimiento por el perdón otorgado a nuestra
fe? Aquí, por el contrario, vuelve a ser la eucaristía el encuentro
sacramental, en el que nuestra fe puede efectivamente apropiarse
la cruz, pero ello porque Cristo muerto y resucitado le es «propuesto»
objetivamente, de modo que nosotros seamos asociados a su ofrenda
única en la oración que se apropia este don celestial. Puede decirse
que se ha conservado todo lo positivo que implicaba la concep­
ción luterana de la salvación, pero todo es reintegrado en la con­
cepción antigua de la eucaristía, a la que Lutero mismo se había acer­
cado a veces, pero sin poderla jamás despojar claramente de sus
caricaturas posteriores.
A fin de cuentas esta composición, tan ingeniosa que llega a
reproducir todas las fórmulas a partir de las cuales había sido
expulsado de la eucaristia el sacrificio para acabar por reintrodu­
cirlo en ellas, es de lo más artificial. En efecto, la deseada reintegra­
ción habría exigido, para no ser facticia, el abandono inicial de la
falsa evidencia según la cual el «memorial» no es sino una conmemo­
ración subjetiva de la última cena de Jesús con los suyos. En
tanto los protestantes no llegaran a despojarse de esta concepción
estrechamente psicológica y anecdótica, herencia — infortunadísi-
maniente no criticada — de la edad media, todos los esfuerzos por
salir de la alternativa : sacrificio único de la cruz o multiplicación
de sacrificios añadidos a la cruz, darían la sensación de querer
conciliar lo inconciliable.
La epiclesis refleja un procedimiento exactamente semejante
al de la anamnesis. Funde en uno el supra quae y el supplices, en
una forma que hubiera podido ser sugerida por el De sacramentis
(recordemos que Juan n r citaba expresamente a san Ambrosio
entre los testigos de la antigua eucaristía a quienes había que re­
tornar). Pero omite, con la mención de los sacrificios antiguos, la
del ángel, para sustituirlos por una evocación (una vez más ins­

400
L a litu rg ia su e c a

pirada por la epístola a los Hebreos) de Cristo que intercede por


nosotros en el santuario celestial. El final repite él del supplices,
introduciendo dos fórmulas desaparecidas del unde et memores
(panem sanctum vita/e aeternae et calicem saintis perpetuae). Pero
es evidente que aquí no se osó prolongar la idea, esbozada en la
oración precedente, del sacrificio único que viene a ser nuestro en
la eucaristía, de modo que todo se reduce a pedir la aceptación de
nuestras oraciones. Sin embargo, dado que estas mismas oraciones
habían recobrado un poco antes un significado sacrificial, no es im­
posible volver a verter en esta epidesis el contenido antiguo de las
fórmulas romanas que la inspiraron.
No hay nada que decir sobre el no bis quoque, pero es notable
que no se osara reintroducir ni el memento de difuntos ni ninguna
oración formal por ellos, por temor de exponerse abiertamente a
la sospecha de que toda oración por los difuntos en la misa implica
una reiteración, y no una simple actualización sacramental, del
único sacrifido.
Pero hay que añadir la particularidad más curiosa de toda esta
liturgia, que consiste no sólo en haber reintroducido una epidesis
propiamente consacratoria antes del relato de la institución y en
haberla dirigido al Espíritu Santo a imitación de las liturgias orien­
tales, sino en haberla situado' antes del comienzo de la eucaristía
propiamente dicha. Ea razón de esta innovación extraña es sencilla:
una vez que se quería guardar intacto' el esquema de la Formula
Missa& adoptado por Olaus Petri, no se le podía ya hallar otro
lugar. Así el ofertorio termina con una sucesión de tres oraciones,
la primera de las cuales es una como «secreta» invariable; la segunda,
una recuperación del te igitur, en el que, una vez más, la mención
del sacrificio es sustituida por la de nuestras oraciones, y la tercera,
que reza a s í:

Señor Dios, que quisiste que la santísima y venerable cena de tu Hijo


fuera la prenda más cierta de tu misericordia para con nosotros, excita nues­
tros espíritus para que, mientras la celebramos, hagan memoria de manera
saludable, de tus beneficios y sean verdaderamente y para siempre agradecidos
por ellos; ayúdanos a tus ministros y a tu pueblo a realizar dignamente el
misterio tan grande del nuevo testamento y de la eterna alianza, haciendo
memoria de esa hostia santa, pura, inmaculada y saludable que tu mismo

401
Los tiempos modernos: descomposición y reforma

H ijo realizó por nosotros en el altar de la cruz. Bendice y santifica por


¡a virtud de tu Espíritu Santo el pan y el vino presentados y destinados
a un uso sagrado, para que asi utilizados sean para nosotros el cuerpo y la
sangre de tu Hijo muy amado, los alimentos de la vida eterna que aguar­
damos y buscamos con todo nuestro deseo, por el mismo Jesucristo, etc...®.

Aquí más que nunca se intentó lo imposible: después de la


formulación más intensamente subjetiva del «memorial», se designa,
sin embargo, la eucaristía con la expresión mysterium peragere,
realzada por su paralelo con el hostia... in ara crucis perada. No
obstante, el final constituye una epiclesis lo más marcada posible,
aunque volviendo todavía a las expresiones sacro usui destinatae e
in vero usu, tan familiares a los oídos protestantes.
Para la escolástica luterana influida por Melanchton y tan preo­
cupada por acercarse lo más posible a los calvinistas, significaban
que la presencia eucarística se reduce a la celebración y hasta a la
sola manducación de las especies. Parece evidente que nada de eso
se entiende ya por estas palabras, sino, cuando mucho, que la misa
no es saludable para los que en ella participan, sino por cuanto
acuden a ella con las disposiciones convenientes. En otras palabras:
en esta oración, quizá más que en ninguna de las otras, se percibe
la doble ambigüedad de toda esta liturgia: todas las fórmulas lute­
ranas vienen ciertamente a ser susceptibles de un sentido perfecta­
mente católico, pero por su parte todas las fórmulas católicas se
presentan en tal forma desarticuladas, que pueden parecer no tener
más sentido que el luterano. De hecho, la intención sincera del rey
parece haber sido la de volver a la tradición antigua, aunque sin
perder nada de los elementos positivos del luteranismo. Pero hay
que reconocer que el procedimiento empleado parecía que, para ca­
muflar una doctrina católica bajo fórmulas luteranas, aparentaba
adaptar las fórmulas católicas a la doctrina luterana. El deseo
incontestable del rey, de restituir a Suecia a la unidad católica, en un
momento en el que los espíritus no estaban preparados para ello,
y más todavía las maniobras ocultas de negociadores demasiado há-30
30, L e b r w , op. cit., p. 137; cf, Y eí.verton, op. cit., p. lOlss, E s probable que el
veni Sanctificator introducido ya en la misa romana medieval animara a insertar esta
verdadera epiclesis en este lugar. De ahí, repitámoslo, la acentuación de una desviación
de la edad medía por la reform a: aquí, el ofertorio tiende a convertirse en un duplicado
anticipado del canon.

402
Cranmer y la eucaristía anglicana

biles que se agitaban en su derredor, convencerían a todo el mundo


— o no andarían muy lejos — de que tal era el verdadero carácter
del texto. Como lo había previsto el arzobispo Eaurentius Petri
Gothus, el «libro rojo» de Juan m , en el momento mismo en que
él había dado el visto bueno, no pudo satisfacer verdaderamente
a los protestantes ni a los católicos. De hecho, inmediatamente des­
pués de la muerte del rey, su liturgia ofreció únicamente un excelente
pretexto al pequeño partido de los teólogos «reformados» radicales,
patrocinado por el duque Carlos, que desempeñaba la regencia, para
tratar de inclinar a Suecia de un lado. Pero los esfuerzos de
éstos no hablan de tener más éxito que los de él, y Suecia no tar­
daría en volver a la liturgia de Olaus Petri, tal como la había puesto
a punto Eaurentius Petri en 1571. Desde entonces la iba a conservar
casi intacta hasta nuestros días31.

Cranmer y la eucaristía anglicana

Un ejemplo muy diferente de una liturgia protestante suscepti­


ble de sentido católico lo había ofrecido^ desde mediados del siglo
la primera liturgia eucarística anglicana. Pero aquí, lejos de tratarse
de reintroducir un sentido católico en las fórmulas luteranas, sólo
se había pensado en la posible introducción de un sentido zuingliano
en fórmulas católicas (cosa que, como hemos visto, había intentado
ya Zuinglio en su primera liturgia, totalmente provisional). Natu­
ralmente, queremos hablar del texto compuesto por Cranmer y
publicado en 1549 en su primer Prayer Book.
Este libro mismo procede a su vez de una liturgia muerta al
nacer: la que había patrocinado el arzobispo de Colonia, Hermann
von Wied, y que había sido redactada por Bucer en colaboración
con Melanchton. Dicha liturgia reflejaba algo de la mayoría de los
ordines luteranos ya publicados, especialmente de los dos ordines
divergentes de Brandemburgo, aunque esforzándose, como las li­
turgias de Suecia, por acercarse también a las liturgias antiguas,
lyi oposición enérgica del capítulo, sostenido por la universidad,

31. Cf. B k il io tk , op. cit,, p. 254ss.

403
Los tiempos modernos: descomposición y reforma

impidió que esta composición publicada en 1543, tuviera aplicación


local alguna. Carlos v prohibió su uso, y Hermann, excomulgado
por Paulo n i en 1546, murió privado de su sede en 1552. Sin
embargo, el libro a que había dado su nombre, aunque no se utilizó
nunca en Colonia, tuvo algún éxito entre los luteranos de Hesse
y del Sarre, y en algunos lugares de Al saciasa.
Cranmer sólo tomará de él, para su liturgia de la misa inglesa,
la confesión general de los pecados al comienzo y los versículos
bíblicos (los confortable words) que acompañan luego a la absolu­
ción. Pero no se inspirará en su prefacio eucarísticO', en el que
parecen haberse combinado influencias galicanas y orientales, y al
que seguía, inmediatamente después del sanetus, el relato de la insti­
tución. En efecto, Cranmer por su gusto literario personal pro­
pendía a conservar lo más posible de las fórmulas tradicionales, a
las que Enrique v m se había mantenido fuertemente adicto, como
también, por su parte, a las doctrinas católicas sobre los sacra­
mentos ; no era, ni había sido jamás más luterano que su señor.
Había, no obstante, abandonado las doctrinas medievales sobre la
eucaristía, aunque guardándose diligentemente de hacerlo notar a
Enrique, para adoptar inmediatamente un zuinglianismo radical. Con
la misma prudencia de que había dado prueba Zuinglio en Zurich,
iba a tratar primero de insinuarlo bajo una fraseología de aparien­
cia todavía católica, comenzando ya desde el final del reinado, y de
expresarlo luego sin rodeos gracias al protestantismo del gobierno
de Eduardo vi.
En efecto, Gregory Dix ha establecido de manera irrefutable
que la interpretación que durante largo tiempo dieron los anglicanos
catoücizantes, de la diferencia entre su eucaristía de 1549 y la que
se produjo en 1552, es absolutamente insostenible. Ea primera, lejos
de ser todavía católica, o cuando mucho «luteranizada», no es
católica sino de apariencia y recubre simplemente bajo un velo de
ambigüedades la misma doctrina, no sólo «reformada», sino propia­
mente zuingiiana, que traduce francamente la segunda. Pero, como la32
32, Cf. R e ed , op. cit., p. 102ss., B r i l i o t h , op. cit., p, 202. Nótese que en. 1548 se
había publicado una traducción inglesa del ordo de Colonia, Véase la introducción del
The First and Second Prayer Books of Edward V I, en la edición de la Everyman's
Library (nueva edición, Londres 1952, con una noticia histórica y bibliográfica de
E.C. R a t c l if f ), p. v m .

404
Cranmer y la eucaristía anglicana

primera liturgia de Zuinglio, y todavía más hábilmente la primera


liturgia de Cranmer retiene todo lo que se podía guardar de las
antiguas fórmulas, haciéndolas susceptibles de un sentido comple­
tamente diferente. La misma prudencia le invitaba a ello, no sólo
frente al rey, sino también frente a los sentimientos todavía funda­
mentalmente católicos de la masa del pueblo y de gran parte del clero
inglés. Solamente hay que añadir que su humanismo refinado le lle­
vaba ciertamente a poner en este juego un gusto de anticuario y de
artista, sin lo cual no se explicaría el sorprendente resultado y el
éxito duradero de aquella equívoca composición®®. Veamos este
texto, fundamental para toda la historia de la liturgia anglicana:

Es verdaderamente digno y justo, y es nuestro deber darte gracias en


todo tiempo y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y
eterno. Por esto, con los ángeles y los arcángeles, y con toda la santa
compañía de los cielos, alabamos y ensalzamos tu nombre glorioso, ala­
bándote sin cesar y diciendo: Santo, santo, santo, Señor, Dios de los
ejércitos. E l cielo y la tierra están llenos de tu gloria. Hosanna en los
altísimos lugares. Bendito es el que viene en el nombre del S eñ or: Gloria
a ti, Señor, en los altísimos lugares.
Dios todopoderoso y que vives para siempre, que por tus santos apósto­
les nos enseñaste a hacerte oraciones y súplicas y a darte gracias por
todos los hombres, te suplicamos humildemente recibas en tu gran misericordia
estas oraciones que ofrecemos a tu divina majestad, suplicándote inspires
continuamente a la Iglesia universal por el Espíritu de verdad, de unidad
y de concordia; otorga a todos los que confiesan tu santo nombre que se
entiendan en la verdad de tu santa palabra y vivan en la unidad y en el
amor divino. Te rogamos especialmente que salves y defiendas a tu siervo
Eduardo, nuestro rey, de modo que bajo él podamos ser gobernados en la
piedad (godly) y en la tranquilidad. Otorga a todo su consejo y a todos
los que ha investido de autoridad debajo de él, que administren la justicia
verdadera y equitativamente, para castigar la maldad y el vicio y mantener
la religión divina y la virtud. Da a todos los obispos, pastores y párrocos,
¡oh Padre celestial!, la gracia, a la vez para su vida y su doctrina, de
exponer tu palabra viva y verdadera y de administrar digna y fielmente
(rightely and duely) tus santos sacramentos; y a todo tu pueblo dale tu
gracia celestial para que con corazón humilde y con la debida reverencia
escuchen y reciban la santa palabra, te sirvan verdaderamente en la san­
tidad y en la justicia todos los dias de su vida; te suplicamos muy humil-3

33. Véase G begory D ije , The Simpe of the Lif.trgy, p. 648ss, y S tella E koom,
The Ltmguage of the Book o f Cotnmon Prayer, Londres 1965.

405
Los tiempos modernos: descomposición y reforma

demente en tu bondad, Señor, que consueles y socorras a todos los que en


esta vida pasajera se hallan en turbación, tristeza, necesidad, enfermedad
o cualquier otra adversidad.
Recomendamos especialmente a tu bondad misericordiosa esta comunidad
aquí reunida en tu nombre para celebrar la conmemoración de la gloriosí­
sima muerte do tu Hijo. Y te tributamos la más alta alabanza y las más
sinceras acciones de gracias por la gracia y la virtud maravillosas que
declaraste en todos tus santos desde el comienzo del mundo; ante todo en
la gloriosa y soberanamente bienaventurada virgen María, madre de tu
H ijo Jesucristo, nuestro Señor y Dios, y en tus santos patriarcas, profe­
tas, apóstoles y mártires: dígnate, Señor, concedernos que sigamos sus
ejemplos, su firmeza en tu fe y en guardar tus santos mandamientos. Re­
comendamos, Señor, a tu misericordia a todos tus otros servidores que
nos dejaron con el signo de la fe y reposan ahora en el sueno de la paz:
otórgales, te suplicamos, tu misericordia y la paz eterna, y que el día
de la resurrección general nosotros y todos los que pertenecer al cuerpo
místico de tu Hijo seamos todos puestos a tu derecha y oigamos tu gozosa
palabra: Venid a mí, vosotros, benditos de mi Padre, y poseed el reino que
os ha sido preparado desde c! principio del mundo; otórganoslo, ¡ oh Pa­
dre!, por el amor de Jesucristo, nuestro único mediador y abogado.
¡ Olí D io s!, Padre celestial, que en tu tierna misericordia diste a tu
H ijo único, Jesucristo, para que sufriera la muerte en la cruz por nuestra
redención, el cual hizo en ella (por su única oblación ofrecida una vez)
un pleno, perfecto y suficiente sacrificio, oblación y satisfacción por los
pecados del mundo entero, e instituyó y nos ordenó en su santo Evan­
gelio que celebráramos una memoria perpetua de su preciosa muerte
hasta que él retorne, escúchanos, ¡oh Padre misericordioso!, te lo supli­
camos, y, por tu Espíritu Santo y por tu palabra, dígnate bendecir y san­
tificar estos dones aquí presentes, estas criaturas de pan y de vino, de
suerte que sean para todos el cuerpo y la sangre de tu muy amado Hijo,
Jesucristo, que, la noche que fue entregado, tomó pan y, habiéndolo ben­
decido y habiendo dado gracias, fo partió y dio a sus discípulos diciendo:
Tomad, comed, esto es mi cuerpo, que es dado por vosotros, haced esto en
memoria de mí. Asimismo, después de cenar, tomó la copa y, habiendo dado
gracias, se la dio diciendo: Bebed de ella todos, porque esto es mi sangre
del Nuevo Testamento, que es derramada por vosotros y por muchos para
remisión de los pecados: haced esto, todas las veces que de ello bebáis, en
memoria mía.

En este lugar, una rúbrica prescribe al sacerdote que, tomando


sucesivamente en la mano el pan y la copa, quede vuelto al altar,
sin elevación ni ostentación del sacramento a los fieles. La oración
continúa :

406
Cramuer y la eucaristía anglicana

Por esto, i oh Señor y Padre celestial!, según la instrucción de tu muy


amado Hijo, nuestro salvador Jesucristo, nosotros, tus humildes servidores,
celebramos y hacemos, en presencia de tu divina majestad, con estos santos
dones que vienen de ti, el memorial que tu Hijo quiso que hiciéramos,
teniendo en la memoria su bienaventurada pasión, su poderosa resurrección
y su gloriosa ascensión, tributándote las más sinceras acciones de gracias
por los innumerables beneficios que así nos has procurado, deseando úni­
camente de tu bondad paterna que tenga a bien aceptar misericordiosamente
este nuestro sacrificio de alabanza y de acción de gracias: suplicándote
muy humildemente nos otorgues, por los méritos y la muerte de tu Hijo,
Jesucristo, y por la fe en su sangre, que nosotros y tu Iglesia entera ob­
tengamos la remisión de todos nuestros pecados y todos los otros benefi­
cios de su pasión. Y te ofrecemos aquí y te presentamos, ¡oh Señor!, a
nosotros mismos, nuestras almas, nuestros cuerpos, como sacrificio ra­
cional, santo y vivo a tus ojos, suplicándote humildemente que todos los
que participen en tu santa comunión reciban dignamente el preciosísimo
cuerpo y sangre de tu Hijo Jesucristo, sean llenos de tu gracia y de [tuj
bendición celestial, y hechos un solo cuerpo con tu Hijo Jesucristo, de
suerte que more en ellos y ellos en él. Y aunque somos indignos (por nues­
tros numerosos pecados) de ofrecerte sacrificio alguno, no obstante, te
suplicamos que aceptes este nuestro deber y servicio y ordenes que estas
oraciones y súplicas sean, por ministerio de tus santos ángeles, llevadas
hasta tu santo tabernáculo, a la vista de tu divina majestad, sin tener
consideración con nuestros méritos, sino perdonándonos nuestras ofensas,
por Cristo nuestro Señor, por quien, y con quien, en la unidad del Espí­
ritu Santo, sean todo honor y toda gloria a ti, ¡oh Padre todopoderoso!,
por los siglos de los siglos. Am én3*.

Esta eucaristía inglesa parece haber sido muy mal acogida por
los laicos, que en general no deseaban entonces, en modo alguno,
que se abandonase la liturgia latina, que les había sido siempre
familiar. Pero es incontestable que la masa del clero con un barniz
de humanismo, por muy adicto que se mantuviera todavía a las
doctrinas católicas, no vio inconveniente en servirse de estas fórmu-
■ las anglicizadas más bien que del canon de la misa romana. El
obispo Gardiner, un poco más tarde, se apoyará en dos pasajes de
este texto para sostener, contra el mismo Cranmer, la legitimidad34

34, En nuestra traducción seguimos el texto de la Everyman’s Librarv antes men­


cionado, p. 22lss. Nótese que los prefacios propios de navidad, de pascua, de la ascen­
sión, de Pentecostés y de la Trinidad son conservados por Cranmer, pero en un texto
parafraseado (a veces reducido, como en el casa del último, pero a veces también pro­
longado, como en el de Pentecostés).

407
Los tiempos modernos: descomposición y reforma

permanente en la Iglesia anglicana, de la enseñanza que había sido


siempre la de la Iglesia católica. En primer lugar, citará estas pala­
bras del canon de Cranmer, inmediatamente anteriores del relato
de la institución: «Escúchanos, ¡ oh Padre misericordioso!, y por
tu Espíritu Santo y tu palabra dígnate bendecir y santificar estos
dones, estas criaturas de pan y de vino, de modo que sean para nos­
otros el cuerpo y la sangre de tu muy amado Hijo Jesucristo.» Con
ello relacionará las palabras que siguen al mismo relato: «supli­
cándote humildemente... que todos los que participen en tu santísima
comunión puedan recibir dignamente el preciosísimo cuerpo y
sangre de tu H ijo...» A lo cual añadía todavía la oración preparatoria
para la comunión: «Otórganos comer la carne de tu muy amado
Hijo Jesucristo y beber su sangre en estos santos misterios de tal
forma, que podamos continuamente permanecer en él.» Pero Cran­
mer replicará secamente que interpretar estos textos como lo hacía
el obispo de Winchester era «una pura falta de verdad» (a plain
untruth).
Hay, en efecto, que estar atentos al sentido que Cranmer, si­
guiendo a Zuinglio, da constantemente a las fórmulas evangélicas
sobre la manducación del cuerpo (o de la carne) de Cristo, y sobre
su sangre, que viene a ser nuestra bebida. Su Defence no se cansa
de repetir que el único sentido posible de estas expresiones es el de
«creer en nuestros corazones que su carne fue rota y desgarrada
por nosotros en la cruz y su sangre derramada por nuestra salva­
ción». Como todavía lo dice él mismo, esta manducación no es en
modo alguno específica de la eucaristía, «se come y se bebe a Cristo,
y se alimenta uno de él en tanto pertenece a su cuerpo [místico,
evidentemente], de modo que se podía comer y beber en el Antiguo
Testamento lo mismo que hoy». En estas condiciones, la cena fue
instituida «para que todo hombre que coma y beba de ella se acuer­
de de que Cristo murió por él y ejerza así su fe y se consuele con
el recuerdo de los beneficios de Cristo». No solamente rechaza
Cranmer expresamente toda idea de una santificación de los ali­
mentos distinta del hecho material de separarlos para la celebra­
ción, sino que le es igualmente extraña la idea de Calvino, de una
manducación espiritual, pero real del cuerpo y sangre de Cristo pre­
sentes en el cielo. Para él «comer la carne y beber la sangre» no es

408
Cramner y la eucaristía anglicana

sino una metáfora que significa creer (a la vista dei pan y del vino,
aunque también sin ello) en los beneficios de la cruz que la sola
palabra del Evangelio nos da a conocer. No se podría pedir más
claridad en este punto.
Lo mismo, y con más razón, se aplica a las expresiones sacrificia­
les de que puede servirse en su oración eucarística. El «sacrificio de
alabanza y de acción de gracias» se opone, todavía en su Defence,
al sacrificio propiciatorio por el que Jesucristo nos reconcilió
con Dios.
Es «otra especie de sacrificio que no nos reconcilia con Dios, pero
que hacen los que están reconciliados con Dios para dar prueba
de nuestros deberes para con Dios y mostrarnos agradecidos con él,
por lo cual tales sacrificios se llaman sacrificios de alabanza y de
acción de gracias. La primera especie de sacrificio fue ofrecida por
Cristo a Dios por nosotros; la segunda la ofrecemos nosotros mis­
mos a Dios por Cristo. Y por la primera especie de sacrificio nos
ofreció Cristo a nosotros también a su Padre, y por la segunda
nos ofrecemos nosotros mismos y todo lo que tenemos a él y a su
Padre. Y este sacrificio, en general, es toda nuestra, obediencia a
Dios, guardando sus leyes y sus mandamientos.»
Asi, no sólo son completamente distintos el sacrificio pro­
piciatorio ofrecido por Cristo solo, y nuestro sacrificio de puro
reconocimiento y de obediencia, sino que no se puede siquiera decir
que Cranmer deje la vía abierta a una presencia cualquiera en la
eucaristía, del sacrificio del Salvador, para que éste venga a ser
la fuente de nuestra acción de gracias obediente. Para él no hay
en la eucaristía presencia alguna de ningún sacrificio fuera de este
último. «En esta manducación, en esta acción de beber, en este uso
de la cena del Señor, no hacemos de Cristo un nuevo sacrificio
propiciatorio para la remisión de los pecados. Mas la humilde con­
fesión de todos los corazones penitentes, su conocimiento de los
beneficios de Cristo, su acción de gracias por esto mismo, su fe y su
consolación en Cristo, su humilde sumisión a la voluntad de Dios
y a sus mandamientos, constituyen un sacrificio de alabanza (laúd
and praise), no menos acepto y agradable a Dios que el sacrificio
del sacerdote.» En otras palabras : según él, en punto a sacri­
ficio no hay sino los solos sentimientos de reconocimiento de los

409
Los tiempos modernos: descomposición y reforma

ñeies y su disposición a obedecer a Dios en todas las cosas, ni su


eucaristía quiere expresar otra cosa
Evidentemente, el hecho de que a él y a tantos otros protes­
tantes no parezca ofrecérseles otra alternativa que la de una reite­
ración de la cruz o un «sacrificio» puramente subjetivo, revela hasta
qué punto en la mentalidad religiosa de fines de la edad medía había
podido descomponerse la noción del memorial sacrificial y sacra­
mental. Pero ¿qué viene a ser en esas condiciones ese «sacrificio»,
único cuya presencia se quiere reconocer todavía en la eucaristía?
Este sacrificio de nuestra alabanza, de nuestro reconocimiento, de
nuestra obediencia, así desconectado de toda relación con el sacri­
ficio de Cristo sobre la base de una presencia sacramental, viene
a ser, como lo subraya Eric Masca!!, un sacrificio completamente
pelagiano : el hombre lo' ofrece tras Cristo y en respuesta al de
Cristo, pero no por la sola virtud del de Cristo.
Una vez que se ha comprendido esta transposición de todas
las nociones tradicionales, se puede admirar el arte, mucho más
consumado que el del mismo Zuinglio en su primera eucaristía, con
el que llegó Cranmer en la suya a conservar el esquema y hasta
los detalles de la antigua eucaristía romana. Adaptando ésta, no
sólo a sus ideas, sino a la lengua y a la retórica de su época, realizó
una obra que literariamente no deja de tener analogías con la re­
fundición de las antiguas eucaristías que hemos visto operarse
en Siria en el siglo iv. Sin embargo, en esta reelaboración no fue
tan osado como lo habían sido entonces. Se limitó a reagrupar
en una sola serie las diferentes intercesiones y conmemoraciones
que parecen desparramadas a través del canon romano. En lugar
de relegarlas al final, las reunió todas en la primera parte, dispo­
niéndolas en torno al te igitur, al memento de vivos, y luego en
torno al communicantes y al harte igitur. Pero dejó subsistir en sus
puestos primitivos lo que nosotros hemos llamado la preepiclesis del
te igitur, la epiclesis consacratoria del quam oblationem, que precede
inmediatamente al relato de la institución, y la segunda epiclesis,
35. Sobre todo esto, véase G r eg o sy D ijc , op. cit., p. 648-658, que nos limitamos
aquí a resumir. E l trabajo más reciente de A. K a VaNa g h , The Concept of Eucharistic
Memorial in tke Canon revised by Tilomas Cranmer archbishop o f Canterbury, St. Mein-
rad, Indiana USA, 1949, m uestra por su parte el carácter puramente subjetivo del
«memorial» tal como lo entiende Cranmer.

410
Cranmer y la eucaristía anglicana

que se desgaja de la anamnesis en el supra quae y el supplices,


e implora que la eucaristía produzca todo su efecto en los que
la celebran.
Si se presta atención a las interpretaciones dadas por Cranmer
mismo a las fórmulas que utiliza, todas estas oraciones y la anam­
nesis misma aparecen como vaciadas de su contenido primitivo.
Pero como conservan, poco más o menos, todas las expresiones
antiguas, con el mínimo de retoques necesarios para que puedan
plegarse al sentido desvitálizado en que las toma, el que no posea
la clave de su lenguaje perpetuamente metafórico, caerá fácilmente
en la trampa. Creerá uno repetir sencillamente el antiguo canon,
en un orden, a todas luces, más coherente y debajo de un envol­
torio de piadosa retórica humanista. Es verdad que los términos
más difíciles de alegorizar de esta manera, tales como oblación o
sacrificio, desaparecieron de los lugares en los que sólo podían
tener un sentido obvio, que ya no se les quería dar. Pero se hallan
en otros lugares, aplicados o sólo a la cruz de Cristo o sólo a la
ofrenda de sí mismos por los cristianos, y hay que estar muy en
guardia para observar que la celebración eucarística no se enfoca
nunca como un vínculo objetivo entre los dos. Si se tuviera alguna
vaga sospecha acerca de la prestidigitación que se ha operado, en­
tonces los detalles secundarios de las antiguas oraciones conservados
en su puesto original, desde el recurso inicial a la clemencia pater­
nal de Dios hasta las referencias al altar celestial y al ángel del
sacrificio, para acabar mediante la oposición entre la insuficiencia
de nuestros méritos y la libertad sin límites de la gracia divina,
todos estos detalles, decimos, podrían bastar para tranquilizar
tocante a las buenas intenciones del autor. Si una fórmula demasiado
clara se ve parafraseada, se hace siempre bajo el paliativo de una
alusión bíblica escogida con tan infalible destreza, y el conjunto está
fundido en una prosopopeya de una unción tan constante y de una
expresión tan melodiosa, que cuesta trabajo — aun después de las
declaraciones tan tajantes de la Defence— convencerse de que
tanto arte, y tan piadoso, no es en fin de cuentas más que un arte
de hablar en tono devoto para no decir nada.
Esto se olvida tanto más fácilmente y de tanto mejor gana cuanto
que cuando Cranmer no tiene empeño en vaciar de su contenido

411
Los tiempos modernos: descomposición y reforma

las fórmulas propiamente sacrificiales o sacramentales, se revela


un liturgista igual a 'los más grandes de la antigüedad. El rasgo
más feliz de su arte consiste en el toque tan delicado con que de un
extremo a otro de la oración supo hacer presente sin cesar, con
una palabra o una expresión, el tema fundamental de acción de gra­
cias, de modo que éste corre, presente en todas partes, a través de
una oración tan copiosa, como el hilo de oro que la mantiene en
cohesión. Lo mismo debe decirse del tema de la Iglesia y de su
unidad: insinuado desde el comienzo de las intercesiones como el
lazo que las encadena, de un extremo a otro de la eucaristía no
cesará de ser traído a la memoria mediante una sucesión de arquea­
das infalibles, hasta llegar a su magnífica emergencia final. La
evocación de la «gracia y bendición celestial» del canon romano se
precisa entonces, efectivamente, en la inolvidable invocación final,
en la que se pide que seamos un solo cuerpo1 con Cristo y que
permanezca él en nosotros y nosotros en él.
Particularmente lograda es también esa retmctatio del quam
obiationem, con la que Cranmer introdujo la mención conjunta
del Espíritu Santo y de la palabra para «bendecir y santificar»
los elementos eucarísticos. ¿Querría acaso con esta adición conducir
una oración que es típicamente romana, a una concordancia sinfó­
nica no sólo con la epiclesis siria, sino también con las antiguas
epic'lesis alejandrinas, como la de Serapión? Parece que no tenía
un conocimiento suficiente de las liturgias orientales como para
concebir explícitamente tal síntesis, y que ésta procede sencillamente
de su gusto instintivo. Dom Gregory Dix está probablemente en
lo cierto al suponer que no hizo aquí más que insertar una explicación
de la consagración eucarística procedente de Pascasio Radberto3S,
pero que toda la edad medía había reproducido atribuyéndola a san
Agustín.
La liturgia eucarística de Cranmer es, por consiguiente, una in­
contestable obra maestra. La perfección ritmica de su lengua y de
su estilo acaba por hacerla tan atractiva que los que la hayan prac­
ticado de buena fe como liturgia plenamente católica, sólo a duras
penas lograrán deshacerse de ella. Pero cuando se ha hecho uno36

36. B e eorpore et sanguine Donwti, 12; P L 120, col. 1310C.

412
Cranmer y la eucaristía anglicana

cargo de las perpetuas ambigüedades que le permite revestir bajo


las expresiones más tradicionales la negación más radical de todo
su contenido, tiene que reconocer que no es sino una obra maestra
del equívoco. No se le hace la menor injusticia a Cranmer al
reconocer que él mismo tenía demasiado mala conciencia de su
gran obra para desear perpetuarla. Apenas habían pasado tres
años cuando el progreso de las ideas protestantes en Inglaterra,
por lo menos en las clases dominantes, le iba a permitir hablar sin
ambages. Su eucaristía de 1552, la del segundo Prayer book, lejos de
ser una infortunada descomposición de una primera liturgia toda­
vía católica, que sucumbiera a la presión de los reformadores con­
tinentales, como durante largo tiempo han tratado de convencerse
los anglicanos conservadores, es una obra plenamente deliberada, en
la que al fin pudo decir francamente lo que sólo había podido
insinuar en la precedente. Sin embargo, si todavía conservó algunos
elementos de su primer texto, esto sólo prueba una cosa, a saber,
hasta qué punto este texto estaba ya impregnado de las ideas que le
eran propias hacía mucho tiempo. Bastaba con hacer saltar el marco
del canon romano, impuesto de manera facticia, para que la pará­
frasis que había dado del mismo se reorganizara conforme a su
propia lógica y dejara al fin aparecer al descubierto su verdadero
sentido.
En la liturgia de 1552, todas las intercesiones, como también
las menciones del sacrificio todavia ligadas a la anamnesis, se ven
excluidas de la oración eucarística, como era natural una vez que
se le negaba todo carácter propiciatorio e impetratorio. Las interce­
siones ocupan simplemente el lugar de la antigua oratio fidelium,
después del sermón. Sin embargo, las menciones del «sacrificio»,
restituidas a su verdadero lugar, declaran su verdadera naturaleza:
no figuran ya sino en la oración de «acción de gracias», en sentido
de agradecimiento, que sigue a la comunión. Y aun con todo, Cran­
mer mismo estaba tan convencido de que su «sacrificio de acción
de gracias», en el sentido en que lo tomaba, no tenía ningún vínculo
necesario con la comunión, que no conservó estas fórmulas sino en
una oración ad Rbitum. Ésta se puede sustituir por la poscomunión
de 1549, que no hablaba de nada de esto. Y aun así, todavía la mo­
dificó para que no dijera ya: «te damos gracias... por habernos

413
Los tiempos modernos: descomposición y reforma

alimentado con tus santos misterios del cuerpo y de la sangre de


nuestro Salvador...», sino solamente: «te damos gracias porque
consientes en alimentarnos a nosotros, que hemos recibido estos
santos misterios del cuerpo y de la sangre de nuestro Salvador...»
En otras palabras: no es siquiera en la comunión donde uno se
alimenta del cuerpo y de la sangre de Cristo (en el sentido muy
especial que toma esta expresión), sino en el único recuerdo de
su pasión, reanimado cuando mucho con la celebración de la cena.
Por otra parte, en esta reelaboración no sólo se cercenó- todo
lo que susbsistía de las antiguas epiclesis, sino también la anam­
nesis, al igual que en las liturgias luteranas. Así no queda ya,
aparte una apología intercalada después del prefacio eucarístico y del
sanctus, sino el solo relato de la institución. Solamente algunas
palabras de enlace se conservaron para introducirlo. Pero ahora
resulta claro que estas palabras, desgajadas de su antiguo contexto,
tienen por fin el de excluir no sólo toda noción de la presencia
sacramental del sacrificio, que los luteranos habían sido los primeros
en rechazar, sino también la idea de la presencia real del cuerpo y
sangre de Cristo, que éstos retenían todavía:

Dios todopoderoso, Padre nuestro celestial, que en tu tierna mise­


ricordia diste a tu Hijo único Jesucristo, para que sufriera la muerte en
la cruz por nuestra redención, el cual hizo en ella (por su única oblación
de sí mismo, ofrecida una vez) un sacrificio pleno, perfecto y suficiente, obla­
ción y satisfacción por los pecados del mundo entero, e instituyó y nos
ordenó en su santo Evangelio guardar perpetua memoria de su preciosa
muerte hasta que él retorne: escúchanos, 1oh Padre misericordioso!, te
suplicamos, otórganos que recibiendo estas criaturas de pan y de vino aquí
presentes, según la santa institución de nuestro Salvador Jesucristo, en
memoria (remembrance) de su muerte y de su pasión, podamos participar
en su preciosísimo cuerpo y [en su] sangre, de él, que la noche en que fue
entregado, e tc ...37.

Basta comparar este texto con el precedente, y en particular


los pasajes subrayados, que fueron modificados de uno a otro,
para convencerse de la intención que dirigió estos cambios y el
mantenimiento de la fórmula introductoria puesta así a punto: se
trata de excluir, con toda idea de presencia sacramental del sacri­
37, En la edición de la Everyman’s Library se hallará el texto en las p. 3S9ss.

414
Redescubrimiento de la tradición entre los calvinistas anglosajones

ficio, la idea misma de una presencia real cualquiera del cuerpo y


sangre de Cristo en el sacramento.
A la sazón de los restablecimientos del angíicanismo, primero
bajo Isabel, tras el intermedio católico de María Tudor, y luego
después de Cromwell, no se osaría ya volver al texto de 1549.
Sólo se conservaría da oración expurgada de 1552, aunque en 1662
se calificaría de «oración de consagración». Cranmer, por su parte,
se había guardado bien de darle este título, pues mejor que nadie
sabia que no podía convenirle si se tomaba la oración en su sentido
obvio. ¿No decía él mismo que no podía haber otra consagración
del pan y del vino en la eucaristía fuera de la separación que,
desde el ofertorio, los reserva a un uso litúrgico, sin ningún otro
cambio ? ss.

Primer redescubrimiento de la tradición entre los calvinistas


anglosajones

Sin embargo, ya en el reinado de Isabel, y más todavía con los


Estuardos, los teólogos anglicanos estarán generalmente insatisfechos
de la teología eucarística de Cranmer, tan patentemente contraria
a toda la tradición. Los treinta y nueve artículos reintroducirán una
doctrina de la presencia real, que no es ni completamente católica
ni propiamente luterana, pero que se puede llamar, según 1a fórmu­
la de Jardine Grisbrooke, un «virtualismo dinámico» ®. Esto, sin
embargo, tendrá lugar no tanto bajo influencias católicas como
bajo la influencia puritana. Los puritanos ingleses y escoceses, bajo
los efectos de su calvinismo, exaltado por una devoción a Cristo
muy medieval de color y de calor, encarecían lo más posible las
expresiones de Calvino concernientes a la presencia real40. Esto
es cosa que se olvida muy fácilmente.
En cambio, los grandes teólogos anglicanos del siglo x v i i , los
teólogos carolinos, comenzando por el arzobispo Laúd, aunque darán

38. Cf. G aegory D i x , op. cít., p. 650.


39. Cf. W. J ahdine A. G risbrooke , A nglican L itu rg ies o f the X V I l t h an d X V I I I t h
C enturias, Londres 1958, p. XV.
40. Ibid., p. l&s.

415
Los tiempos modernos: descomposición y reforma

los primeros pasos en el sentido de un redescubrimiento del sentido


del sacrificio eucarístico en los padres y en las antiguas liturgias,
sin embargo, seguirán aferrados a una concepción simbólica de
la presencia de Cristo en el sacramento. No se puede decir que esqui­
ven completamente una interpretación racionalizante del simbolismo
alejandrino y agustiniano, que los calvinistas, por su parte, sobre­
pasaban. En 1637, reinando Carlos i, cuando se trató de introducir
en Escocia un Prayer Bo-ok revisado, fue rechazado por los calvi­
nistas escoceses no tanto por lo que conservaba de católico, sino
porque era obra de prelados ingleses, a los que detestaban. Pero
si, en Inglaterra misma, los puritanos rechazaban todavía la euca­
ristía de Cranmer, entonces su motivo explícito era el hecho de no
hallar en ella una afirmación tan franca de presencia real como
la que tenían ellos mismos, bajo la influencia escocesa, en su propio
Book of Common Order. «La manera de consagrar los elementos,
dirán, no es bastante explícita o distinta» ll.
En efecto, ya la Form o f Prayers de John Knox, el gran refor­
mador de Escocia, salida a la luz en 1556, contiene una oradón
eucaristica, de la que no hay ningún equivalente en las liturgias
calvinistas francesas:

¡ Oh Padre de misericordia y Dios de toda consolación!, puesto que


todas las criaturas te conocen y te confiesan como [su] gobernador y Se­
ñor, conviene que nosotros, obra de tus manos, reverenciemos y ensalcemos
en todo tiempo a tu divina majestad, primero porque nos creaste a tu pro­
pia imagen y semejanza, pero sobre todo porque nos libraste de la muerte
y condenación eterna a que había arrastrado Satán a la humanidad por
medio del pecado. De esta esclavitud no podía librarnos hombre ni ángel,
pero tú, Señor, rico en misericordia e infinito en bondad, procuraste nues­
tra redención en tu H ijo único y muy amado. En tu amor verdadero nos
lo diste para que se hiciera hombre, semejante a nosotros en todas las cosas,
excepto el pecado, de modo que en su cuerpo pudiera recibir el castigo
de nuestras transgresiones, satisfacer con su muerte a tu justicia y des­
truir con su resurrección al autor de la muerte, y así devolver y restituir
al mundo aquella vida, de la que toda la descendencia de Adán había sido
justamente desterrada. ¡Oh Señor!, reconocemos que ninguna criatura es
capaz de comprender la longitud, la anchura, la altura y la profundidad
de ese amor excelentísimo que te indujo a manifestar una misericordia que41

41. Ibtd., p. 6.

416
Redescubrimiento de la tradición entre los calvinistas anglosajones

no era en modo alguno merecida, a prometer y dar la vida cuando la


muerte había reportado la victoria, a recibirnos en tu gracia cuando nosotros
no éramos capaces sino de rebelarnos contra tu justicia. ¡Oh Señor!, la
ceguera de nuestra naturaleza corrompida no nos permite expresar como
convendría tus beneficios tan grandes; sin embargo, por el precepto de
Jesucristo, nuestro Señor, nos presentamos delante de ti a esta mesa que
él nos dejó para que usáramos de ella en memoria de su muerte hasta que
retorne, para declarar y testimoniar a la faz de! mundo que sólo por él
hemos recibido la libertad y la vida, que sólo por él tú nos reconoces como
tus hijos y tus herederos, que sólo por él tenemos acceso al trono de tu
gracia, que sólo por él somos puestos en posesión de nuestro reino espiri­
tual, para comer y beber a la mesa de aquel con quien ahora ya conversamos
en los cielos y por quien nuestros cuerpos serán resucitados del polvo y
constituidos con éi en ese gozo sin fin que tú, ¡ oh Padre de misericordia 1,
tienes preparado para tus elegidos desde antes de la fundación del mundo.
Y estos beneficios totalmente inestimables, reconocemos y confesamos que
los hemos recibido de tu libre misericordia y gracia, por tu Hijo único y
muy amado, Jesucristo, por lo cual nosotros, tu pueblo congregado (we
thy congregation), movidos por tu Espíritu Santo, te damos toda acción de
gracias, alabanza y gloria para siempre

Obsérvese que en esta oración no figura el relato de la ins­


titución. Ros calvinistas, en efecto, sostenían que, como toda pala­
bra evangélica, debía dirigirse a los creyentes mismos. Así, aun en
las liturgias que, como éstas, reintroducen una eucaristía que pa­
rece un eco directo de las de la antigüedad cristiana, el relato se
sitúa antes de la oración eucarística en una exhortación a los fieles.
No obstante, la liturgia llamada del Savoy, que en 1661 opondrá
Baxter al Prayer Book de Cranmer, permitirá volver a situar este
relato después de la oración eucarística ligándolo con ella mediante
una verdadera epiciesis, cuya noción y contenido habían sido ya
vigorosamente defendidos por teólogos calvinistas escoceses, como
Row, ya en la primera mitad del siglo.
Veamos la fórmula de B axter:

Dios todopoderoso, tú eres el creador y Señor de todas las cosas. Tú


eres la soberana majestad a la que nosotros hemos ofendido. Tú eres
nuestro Padre amantísimo y misericordiosísimo, que nos diste tu Hijo
para reconciliarnos contigo, el cual ratificó el Nuevo Testamento y alianza
de gracia por su preciosa sangre e instituyó este santo sacramento para que42

42, T«xto en B ard THoMPsorí, Liturgies of the Western CkurckJ p. 303-

417
Los tiempos modernos: descomposición y reforma

se celebrara en memoria de él hasta que él venga. Santifica estas tus


criaturas de pan y vino para que vengan a ser sacramentalmente el cuerpo
y la sangre de tu Hijo Jesucristo. Amén.

El ministro dice entonces (caso que no lo haya hecho antes de


la oración que precede):

Oíd lo que dice el apóstol san Pablo.

Sigue el relato de la institución eucaristica según la primera


epístola a los Corintios. Euego añade el m inistro:

Este pan y este vino puestos aparte y consagrados para este santo uso
por orden de Dios, no son ya pan y vino comunes, sino sacramcntalmente
el cuerpo y sangre de Cristo.

Entonces continúa su oración:

Misericordiosísimo Salvador, puesto que nos amaste hasta la muerte y


sufriste por nuestros pecados, tú, justo por los injustos, e instituiste este
santo sacramento para que fuera utilizado en memoria de ti hasta tu venida,
suplicárnoste, por tu intercesión cerca del Padre, en virtud del sacrificio
de tu cuerpo y de tu sangre, danos el perdón de nuestros pecados en tu
Espíritu vivificante, sin el cual la carne no sirve de nada. Reconcilíanos con
el Padre, aliméntanos como a tus miembros para la vida eterna. Amén.

El ministro procede a la fracción diciendo:

El cuerpo de Cristo fue roto por nosotros y ofrecido una vez para siem­
pre para santificamos: he aquí el Cordero de Dios sacrificado, que quita
los pecados del mundo.

«Vierte el vino a la vista de la congregación», dice la rúbrica,


y prosigue;

Hemos sido rescatados por la preciosa sangre de Cristo, como de Cor­


dero sin defecto y sin tacha.

Después de dirigirse sucesivamente al Padre y al Hijo, concluye


su oración dirigiéndose al Espíritu Santo:

418
Restauración de la eucaristía anglicana

Espíritu Santísimo, que procede del Padre y del Hijo, por quien el
H ijo fue concebido, por quien fueron inspirados los profetas y son cali­
ficados y llamados los ministros de Cristo, tú que moras y operas en todos
los miembros de Cristo, a los que santificas a imagen y para el servicio
de su Cabeza y a los que consuelas para que puedan publicar sus alabanzas:
ilumínanos para que, por la fe, podamos ver al que nos es representado
aquí. Funde nuestro corazón y humíllanos por nuestros pecados Santifí­
canos y vivifícanos para que podamos gustar el alimento espiritual y nutrir­
nos de él para alimentarnos y crecer en la gracia. Derrama en nuestros
corazones el amor de Dios y atráelos a amarlo. Llénanos de reconocimiento
y de santo gozo, y de amor de unos a otros. Consuélanos testimoniando que
somos hijos de Dios. Confírmanos para una nueva obediencia. Sé la prenda
de nuestra herencia y séllanos para la vida eterna. A m én434.

Entonces se procede a la distribución de la comunión.


Es incontestable que estas oraciones de Knox y de Baxter,
aunque no tengan el estilo inimitable de la de Cranmer, están
tanto por su doctrina como por su espíritu, mucho más próximas
a las antiguas oraciones eucarísticas que ningún otro texto protes­
tante o anglicano de los que hemos hallado hasta aquí.

La restauración de la eucaristía anglicana en Escocía


y entre los «non jurors>

El Prayer Book compuesto' para Escocia en 1617, si bien tendía


a acercarse a la tradición de la Iglesia antigua sobre la base de
las fórmulas de Cranmer, y a pesar de las tempestades que debía
levantar entre los calvinistas escoceses, en sustancia no les sugería
una fórmula de ¡a eucaristía más católica que las suyas4*.
La puesta a punto de este libro se debía principalmente a un
obispo escocés, Wedderbum. Como la mayoría de sus colegas, pro­
fesaba una teología eucarística próxima a la de Laúd. Quiere decirse
que con una concepción de la presencia más adherente a los elemen­
tos, pero a la vez menos realista que la de los calvinistas — lo que
Jardine Grisbrooke califica de «virtualismo dinámico» —, combina­
ban una noción del sacrificio sensiblemente más tradicional. Laúd
la expresó diciendo:
43. Te*to en B ard T hompson, op. c it, p, 399-400.
44. J a r d in e G risbrooxe , op. cit., p. lss.

419
Los tiempos modernos: descomposición y reforma

Porque en la eucaristía y dentro de ella ofrecemos a Dios tres sacri­


ficios. Uno [es ofrecido] sólo por e! sacerdote; es el sacrificio que conme­
mora la muerte de Cristo, representada en el pan roto y en el vino derra­
mado. Otro lo es juntamente por el sacerdote y por el pueblo: es el sacrificio
de alabanza y de acción de gracias por todos los cristianos y por las gracias
que recibimos por la presencia de la muerte de Cristo. El tercero, por
cada hombre en particular y solamente por é l: es el sacrificio que cada hom­
bre hace de su cuerpo y de su alma para servirle en uno y otra todo el
resto de su vida, por la bendición que así nos ha conferido

Toda la cuestión está evidentemente en esto: ¿en qué medida


esta «conmemoración» y «representación» del único sacrificio es
objetiva y no solamente una conmemoración puramente figurativa?
Parece que los autores de esta liturgia de 1637, como el mismo
Laúd, habrían propendido a responder en el primer sentido, aunque
siguiendo dominados por el temor de introducir algo que supusiera
una actualidad renovada de la cruz. En todo caso, su texto, aun
conservando sin modificación "la mayoría de las fórmulas de Cran-
mer, podía, por lo menos tanto como su primera versión, prestarse
a un sentido plenamente tradicional.
Después el prefacio y el sm ctus de Cranmer, conservados sin
modificación, continúa la oración en estos térm inos:

Dios todopoderoso, Padre nuestro celestial, que en tu tierna misericor­


dia diste tu H ijo único, Jesucristo, para que sufriera la muerte en la cruz
por nuestra redención, el cual hizo en ella (por su única oblación de sí
misino, ofrecida una vez) un sacrificio pleno, perfecto y suficiente, oblación
y satisfacción por los pecados del mundo entero, e instituyó y nos ordenó
en su Evangelio continuar una perpetua memoria de su preciosa muerte
y de su sacrificio hasta que él retorne: escúchanos, ¡oh Padre miseri­
cordioso !, te lo suplicamos humildemente, y en tu bondad todopoderosa
dígnate bendecir y santificar por tu palabra y tu Espíritu Santo estos
dones aquí presentes, estas criaturas de pan y de vino, de modo que sean
para nosotros el cuerpo y la sangre de tu Hijo muy amado, así que, reci­
biéndolos según la santa institución de tu Hijo, nuestro Salvador Jesu­
cristo, en memoria de su muerte y de su pasión, podamos igualmente par­
ticipar en su preciosísimo cuerpo y sangre, de él, que la noche que fue
entregado, e tc ...15.456

45. A Reíation of a Conference between William L aúd... and Mr. Fisher the Jesuit,
e n L aúd , Works, vol. 2, p. 339&s.
46. Texto en J a h d in e G risbkooke, op. cit,( p. I77ss.

420
Restauración de la eucaristía anglicana

Ra continuación reproduce textualmente el texto de 1549, sólo


que las palabras: «y ordenar que estas oraciones y súplicas, por el
ministerio de tus santos ángeles, sean llevadas hasta tu santo taber­
náculo a la vista de tu divina majestad» fueron omitidas, y la
frase central fue aligerada mediante la sustitución del participio de
Cranmer entirely desiring, por and we entirely desire.
Ra primera diferencia que salta a la vista aparte de esto es la
abreviación operada por la disociación de Ja eucaristía y de las ora­
ciones por la Iglesia (el conjunto de las intercesiones tomadas del
canon romano), que ahora son relegadas al ofertorio. Por otra
parte, la primera epiclesis se vio modificada: no solamente se puso la
palabra antes del Espíritu Santo (por un afán de lógica), sino que
todo el texto se recargó con una pesadísima prolepsis de la anam­
nesis, destinada a la vez, a lo que parece, a acentuar el realismo
de la consagración y a precisar bien que la presencia sólo se pide
con vistas a la comunión y para la conmemoración efectiva del
Salvador.
Este texto reelaborado ofrece gran importancia histórica. En
efecto, si el Prayer Book inglés no conoce oficialmente, incluso en
nuestros días, sino el segundo formulario de Cranmer, esta versión
modificada en 1637 de su primer formulario, ha sido desde enton­
ces, en el anglicanismo, la base de todos los proyectos de retorno
a una oración eucarística más tradicional.
Ros non jurors, los herederos de los teólogos carolinos que,
después de la caída de los Estuardo, serán excluidos de la Iglesia
establecida por haberse negado a prestar juramento a Guillermo
de Orange y a la reina Mary, llevarán todavía más lejos la tenden­
cia a recuperar la antigua tradición. Producirán, pues, o inspirarán
toda una serie de liturgias enmendadas en este sentido. Todas ellas
se caracterizan por el mismo esfuerzo por inspirarse en las formas
de la eucaristía siria occidental, ya en la liturgia del libro v m de las
Constituciones apostólicas, ya en la de Santiago. Ra primera es la
de 1718. Según las propias explicaciones de su autor principal,
Thomas Brett, ésta volvía al texto de Cranmer de 1548 en cuanto
a la anamnesis, así como en cuanto a la epiclesis consacratoria y a
las intercesiones (comprendida la conmemoración de los difuntos),
pero desplazaba los dos últimos elementos para situarlos después

421
JvOS tiempos modernos: descomposición y reforma

de la anamnesis. En su lugar, la primera parte de la eucaristía


después del sanctus, abandonando completamente a Cranmer y el
canon romano, reproducía la parte correspondiente del texto de
Santiago
Sin embargo, en 1734, y uno de los non-jurors más arcaizantes,
Thomas Deacon, producirá una liturgia más radical todavía en su
retorno a un modelo juzgado apostólico, puesto que en cuanto al
canon sigue casi palabra por palabra la liturgia del libro v m de las
Constituciones apostólicas *
Pero un obispo escocés (de la pequeña Iglesia episcopaliana,
que había logrado mantenerse al lado de la Iglesia oficial de Escocia,
la presbiteriana), Thomas Ratteray, muy influido a su vez por los
non-jurors; creerá descubrir la forma más antigua de la liturgia
de Jerusalén mediante una comparación entre la liturgia de Santia­
go y la de las Constituciones apostólicas. Esta liturgia de Santiago,
podada no sin perspicacia, es la que propondrá como eucaristía
ideal15. Ea liturgia de Ratteray, publicada después de su muerte,
en 1744, influiría en una nueva refundición de la liturgia de Cran­
mer en la Iglesia episcopaliana escocesa. Esta última, publicada en
1764, es la que proporcionó el punto de partida de la mayoría de las
revisiones modernas de la eucaristía anglicana, desde la de la Iglesia
protestante episcopaliana de los Estados Unidos hasta el proyecto de
revisión del Pmyer Book inglés que el Parlamento británico recha­
zará dos veces, en 1927 y en 1928
En este texto escocés de 1764, el enlace de la segunda parte
de la oración eucarística se restableció conforme al antiguo uso.
Pero la enlaza no a la palabra «santos», sino a la palabra «gloria»,
con la que Cranmer había traducido el segundo hosanna:

Toda gloria sea a ti, Dios todopoderoso, Padre nuestro celestial, porque
en tu tierna misericordia diste tu H ijo único, Jesucristo, para que sufriera
la muerte en la cruz por nuestra redención...

Inmediatamente después tiene lugar otra modificación. Para


descartar de la eucaristía toda oblación del propio sacrificio de4789
47. V é a s e J ardine G risbró Oke, op. c i t., p. 2 7 S ss (texto), y p. 7 Iss (comentario).
48. I b íd .» p . 2 9 9 5 5 y 1 1 3 s s .
49. I b id ., p . 3 1 9 ss y 1 3 6 ss. 50. I b i d . , p . 3 3 S s s y lS O ss .

422
Restauración de la eucaristía anglicana

Cristo, había escrito Cranmer: «él, que por la sola oblación de sí


mismo, una vez allí ofrecida...» El nuevo texto sustituyeonepor own
y suprime there. Así se lee: «él, que por su propia oblación de sí
mismo una vez ofrecida...» Con esto, de un solo golpe se atenuó
el carácter estrictamente protestante de la fórmula y se siguió la
idea, cara a los non-jurors, de que la oblación que hacía de la cruz
un sacrificio, había tenido lugar en la cena.
La epiclesis de Cranmer, con su mención de la palabra y del
Espíritu, se guardó tal cual, sólo que la palabra se menciona en
primer lugar, como en 1637, pero esta epiclesis trasladada después
de la anamnesis. T„a gran oración por la Iglesia se vuelve a situar en
el canon, aunque esta vez después de lo que aquí correspondía a la
segunda epiclesis, que desarrolla la idea del sacrificio de alabanza
y de ofrenda de nosotros mismos a Dios, la cual se conserva tam­
bién (excepto dos adverbios) tal como en 1637. Es evidente que
todos estos desplazamientos no tienen otra finalidad que la de re­
producir el orden sirio occidental, popularizado por las liturgias de
los non-jurors y especialmente por la de Ratteray.
Puede decirse que las revisiones de la liturgia anglicana hasta
hoy estarán todas dominadas por esta eucaristía escocesa de 1764.
Los americanos adoptaron el texto casi tal cual, sólo que una
vez más trasladaron al ofertorio la oración por la Iglesia.
En 1927, W alter Frere y los otros revisores del Prayer Book
pondrán de nuevo one en lugar de own, sustituirán Testament por
Covenant (alianza) en el relato de la institución, modificarán aquí
y allá tíl orden de las palabras, particularmente en la anamnesis, y
trasladarán también las intercesiones al ofertorio. Aparte de esto,
se limitarán a expulsar la palabra de la epiclesis, para hacer de
ésta lo que ellos juzgarán, muy equivocadamente, una más pura
epiclesis primitiva5152.
Cuando se leen los sarcasmos de Frere sobre el canon romano,
fragmentado y desfigurado, según él, hasta el punto de que la anti­
gua oración eucarística romana (se trata, por supuesto, de la de
Hipólito) habría quedado desconocida francamente cuesta trabajo
retener cierta ironía ante este resultado de sus esfuerzos. Queriendo
51, Cf. B renard W igak, The Litw rgy in E n g lish , Londres *1964, p. 68as.
52. Cf. W . F r e s e , The Anaphora, p. 13Sss.

423
Los tiempos modernos: descomposición y reforma

por fin proveer a la Iglesia anglicana de una eucaristía ideal, no


se le ocurrió nada mejor que proponerle a este objeto una eucaristía
neosiria o pseudosiria, fabricada con los elementos previamente
recortados y luego reajustados a este fin y en orden muy distinto,
del canon romano, pasado por el laminador zuingliano de Cranmer...
Todo comentario sería de una crueldad inútil.
Por muy poco satisfactorios que sean todos estos mosaicos
cranmerianos, de los que no han logrado todavía desentenderse los
anglicanos, y por ilusoria que pueda ser la idea según la cual la euca­
ristía siria occidental representaría el tipo de la eucaristía, hay que
reconocer que la evolución de sus liturgias ha llegado por esta vía
tortuosa a alcanzar y reconstituir una eucaristía de intención cier­
tamente tradicional. Tales textos, si se olvida su genealogía, son
ciertamente susceptibles de expresar el misterio eucarístico para
aquellos que han recuperado la noción del mismo. Pero hay cierta­
mente que aplaudir los esfuerzos animosos de liturgistas anglicanos
contemporáneos, fieles a lo mejor de la inspiración de los non-jurors,
por romper por fin el yugo de Cranmer y componer directamente una
oración eucarística tomada de las mejores fuentes. E s cierto que
no se libra uno fácilmente del encanto de la prosa sagrada de aquel
gran humanista, que fue un teólogo decepcionante y un político
muy hábil. Pero puede esperarse que lleguen — quizá conservando
más de una fórmula feliz brotada de su pluma y santificada por
un largo uso que les ha devuelto lo que él deseaba excluir de ellas —
a producir una liturgia anglicana, que sea verdaderamente católica
sin ser por ello menos evangélica.

Recuperación de la tradición entre los reformados de lengua francesa:


de Osterwald a Taizé

Esta evolución tan simpática, pese a sus puntos flacos, que ha


hecho que el anglicanismo volviera poco a poco a las vías tradicio­
nales, se ha producido también, aunque más lenta y penosamente,
en la mayoría de las grandes Iglesias protestantes.
Ya hemos señalado el caso tan interesante de los calvinistas
anglosajones. Bajo la influencia del Prayer Book, aunque también

424
De Osterwald a Taizé

gracias a su conocimiento de la antigüedad patrística, fueron los


primeros «reformados» que introdujeron en la liturgia de la cena
algo de una eucaristía propiamente dicha. Bajo el mismo influjo
anglicano, el primer ejemplo análogo que se halla en una liturgia
reformada del continente, es el de la Iglesia de Neuchatel a prin­
cipios del siglo x v i i i .
En 1713, Osterwald llegó a substituir en ella la Maniére et
fasson de Farei (seguramente, como ya lo hemos visto, la más
indigente de todas las liturgias de la cena) por un texto compuesto
por él. En él reintroducía el prefacio, el sunctus y una «consagra­
ción» que engloba el relato de la institución en un esbozo de canon,
por cierto bastante pálido, en el que súplicas y acciones de gracias
se ven estrechamente unidas. El hecho es tanto más singular cuanto
que Osterwald es puramente zuingliano, y en su liturgia no se
puede hallar nada que evoque el realismo sacramental de Calvino.
No obstante, algo del espíritu de la antigua oración eucarística, en
cuanto glorificación en la acción de gradas por los mirabilia Dei,
hace en esta ocasión una primera reaparición en la liturgia refor­
mada continental
Osterwald mantiene las exhortaciones y las oraciones peniten­
ciales, aunque restringiendo sensiblemente su abundancia. Continúa
haciendo figurar el relato de la institución, primero como una
fórmula de anuncio evangélico, pero más adelante vuelve a repetirlo
en la oración. El ministro, que sigue sentado, pasa de la exhortación
a la oración, después de un sursum corda y de un gratias agamus sin
respuestas. Entonces pronuncia un prefado (la mayoría de los del
Prayer Book se toman casi sin modificación), y luego dice él mismo
el sane tas (sin el benedictas). Continúa con una oración que, como
la primera liturgia de Cranmer, introduce en la eucaristía una
intercesión universal. Aquí se produce una interrupción penitencial
y exhortación. Después del padrenuestro se pasa a una breve con­
fesión de ios pecados y a una absolución bastante vaga. Pero hecho
esto, pasa el ministro, como lo dice el texto, a «la consagración que
se hace a la mesa*. Veámosia:

53. E s ta litu rg ia , e d ita d a en B a s ile a en 1 7 !3 f fu e re p ro d u c id a y c o m e n ta d a por


L e br un e n e l v o L i v d e s u Explicati&n . . . de la Messe ( p . I 6 7 s s d e la r e e d i c ió n d e 1 B 4 3 ).
C f . B k i l i o t i í , o p . c i t ., p. 1 7 9 s s.

425
Los tiempos modernos: descomposición y reforma

i Oh Dios todopoderoso y Padre nuestro celestial!, que por tu gran


misericordia entregaste tu Hijo a la muerte de cruz por nuestra redención,
el cual se ofreció a si mismo en sacrificio por los pecados de todo el
mundo y ordenó que se hiciera en su Iglesia la conmemoración perpetua de
su muerte hasta que él venga el último día: recibe nuestras oraciones y
nuestras alabanzas, joh Dios misericordioso!, que te presentamos por Jesu­
cristo, el cual, la noche en que fue entregado, tomó pan y habiéndote dado
gracias, ¡oh Padre eterno!, lo partió y dijo: Tomad, comed, esto es mi
cuerpo que es partido por vosotros; haced esto en memoria de mí. Asimismo,
después de haber cenado, tomó la copa y dio gracias y la dio diciendo:
Bebed de ella todos, porque esto es mi sangre, la sangre de la nueva alianza,
que es derramada por muchos para remisión de los pecados; cada vez que
de ello bebiereis, haced esto en memoria de mí.

Sigue inmediatamente la comunión.


A principios del siglo xix se verá igualmente introducirse por
lo menos un esbozo de oración eucarística en las Iglesias reformadas
alemanas. A decir verdad, esto no será al principio sino un factor
de compromiso, con el fin de aclimatar a los luteranos en la unión
«evangélica» de Prusia, en la que en 1817 les obligarán los Hohen-
zollem a entrar con los reformados. Así en 1821, Federico Gui­
llermo n i introducirá en su Agende el prefacio seguido del sonctus.
Pero la ausencia de toda verdadera recuperación de la eucaristía
tras esa reforma litúrgica, casi puramente decorativa, se revela
en el hecho de que prefacio y sancfus se dicen igualmente, haya
o no celebración de la santa cena... Es curioso ver cómo el protes­
tantismo germánico, sin notarlo en nada, hace que estas oraciones
retornen poco más o menos a lo que eran en el culto de la sinagoga:
una simple acción de gracias por la palabra escuchada, sin referencia
esencial a la cruz ni a nuestra unión con el Salvador crucificado
Un paso más se dará hacia fines del siglo x ix con la liturgia
francesa de Eugéne Bersier, compuesta por él para su parroquia
reformada parisiense de l'Étoile. Bersier había estado algún tiempo
influido por Irving, célebre predicador presbiteriano escocés. Éste
se había lanzado a la fundación de una Iglesia bastante peregrina,
en la que las especulaciones apocalípticas, la glosolalia y otras sin­
gularidades se combinaban con una restauración litúrgica de un
romanticismo descabellado, Bersier no será el único protestante
54. C f . B h il io t h , op. c i t., p . I 4 6 s s .

426
De Osterwald a Taizé

bastante serio que halle en este medio una iniciación inesperada en


la tradición litúrgica. Por su parte sacará de aquí la inspiración de
una liturgia eucarística, que no es un calco, sino un equivalente
de la de Cranmer, es decir — ella también —, una traducción para­
fraseada y ligeramente arreglada del canon romano. Su prosa re­
dundante y fofa dista desgraciadamente mucho de la incantatio
cranmeriana. Pero es éste como un primer jalón, en el protestantismo
de lengua francesa, hacia un redescubrimiento que resultará lento y
penoso w.
El ejemplo de Bersier debía estimular al pastor Schaffner, en
su parroquia luterana de la Ascensión en París, rué Dulong, a
hacer por su parte que el luteranismo francés (muy poco luterano
hasta entonces en su liturgia), volviera a las tradiciones del lutera­
nismo alemán del siglo xvn, que Eóhe acababa de resucitar en Ale­
mania. Pero en las Iglesias reformadas de lengua francesa habría
que aguardar hasta terminada la guerra de 1914 para ver los frutos
del ejemplo de Bersier.
Un grupo de pastores de Eausana y de sus alrededores, reuni­
dos en torno al pastor Paquier, se lanza entonces a un movimiento
llamado Eglise et Ifiturgie, del que saldrán algunas de las más
interesantes iniciativas ecuménicas del protestantismo, como el mo­
nasterio de Taizé. Ea liturgia eucarística, compuesta por los her­
manos de Taizé y que ha influido notablemente diferentes tenta­
tivas de restauración de la eucaristía en el mundo reformado, será
el último remate de todo esto. Presentaremos su eucaristía, cuya
explicación y justificación es en cierto modo el libro de Max Thurian
que lleva este título.
Después del prefacio y del sanctus, la oración eucarística co­
mienza con la «invocación del Espíritu Santo sobre la santa cena» :

i Oh Padre nuestro, Dios de las fuerzas del cielo!,


llena de tu gloria nuestro sacrificio de alabanza.
Esta ofrenda, bendícela, consúmala, acéptala
como la figura del sacrificio único de nuestro Señor.

55. B rii .ioth, op. cit., p. lS ls s , cu b re de e lo g io s a esta litu rg ia de B e rs ie r, s in


d a r s e c u e n ta » a lo q u e p a r e c e , d e q u e s ig u e p a s o a p aso el can o n d e la m isa ro m a n a ,
c u y a in c o h e r e n c i a h a d e n u n c ia d o é l e n l a p . 7 6 d e l m is m o l i b r o . L a l i t u r g i a d e B e r s i e r
f u e p u b li c a d a e n P a r í s e n 1 8 7 4 .

427
Los tiempos modernos: descomposición y reforma

Envía el Espíritu Santo Creador para que realice


la palabra de C risto: consagre este pan y esta copa
en el cuerpo y en la sangre de tu Hijo muy amado.

Después de lo cual, "la «institución de la santa cena por Cristo»


reproduce el relato paulino. Al «Haced esto como memorial de
mí» se añaden inmediatamente las otras palabras de san Pablo:

Así, cada vez que comemos de este pan


y bebemos de esta copa,
proclamamos la muerte del Señor,
hasta que él retorne.

Sigue la anamnesis, calificada de «memorial de los misterios


de Cristo» :

Por lo cual, Señor, delante de ti


hacemos el memorial de la encarnación,
y de la pasión de tu Hijo,
de su resurrección de la mansión de los muertos,
de su ascensión a la gloria de los cielos,
de su intercesión perpetua en favor nuestro;
aguardamos e imploramos su retorno.
Todo viene de ti, y nuestra sola ofrenda
consiste en recordar tus maravillas y tus dones.
Así te presentamos, Señor de la gloria,
como nuestra acción de gracias y nuestra intercesión,
los signos del sacrificio eterno de Cristo,
único y perfecto, vivo y santo,
el pan de vida cjue desciende del cielo y
la copa de la comida en tu reino.
En tu amor y en tu misericordia,
acoge nuestra alabanza y nuestra oración en Cristo,
como tuviste a bien aceptar
los presentes de tu siervo, el justo Abel,
el sacrificio de Abraham, nuestro padre,
y el de Meiquisedec, tu sumo sacerdote.

Viene luego la «invocación del Espíritu para la comunión»:

Otórganos la fuerza del Espíritu Santo


para discernir el cuerpo y la sangre de tu Cristo.

428
De Osterwald a Taizé

Suplicárnoste, Dios todopoderoso,


hagas llevar esta oración por manos de tu ángel
allá arriba, a tu altar, en tu presencia,
y cuando recibamos, comulgando en esta mesa,
el cuerpo y la sangre de tu Hijo,
seamos todos llenos del Espíritu Santo,
colmados de las gracias y de las bendiciones del cielo,
por Cristo nuestro Señor.

De aquí se pasa a la «conclusión por la alabanza al Señor»:

Por él siempre, Señor,


tú creas, santificas, vivificas,
bendices y nos das todos los bienes.
Por él, con él y en él
séante dados, Padre todopoderoso,
en unidad del Espíritu Santo,
todo honor y toda gloria,
por todos los siglos de los siglos. A m én s6.

Reconozcamos que un teólogo católico que ha pasado múltiples


años desenredando la madeja de la historia y de los avalares de la
oración eucarística a través del catolicismo, de la ortodoxia oriental
y del protestantismo, difícilmente leerá sin profunda emoción
esta oración. Se le pueden formular algunas críticas, se puede en
particular lamentar que haya cedido a la simplificación infortunada,
aunque presente ya en la vieja tradición galicana e hispánica, de
relegar las intercesiones al ofertorio. Fuera de esto, parece que
esta oración ha logrado admirablemente salvaguardar el contenido
esencial del canon romano, expresándolo a la vez en términos muy
apropiados para hacer resaltar todo su sentido para los modernos,
y disipar las prevenciones de los protestantes con respecto a sus
expresiones.
El primer párrafo está evidentemente construido sobre el quam
oblationem. Pero por una parte se ve ligado muy felizmente con
el sanctus mediante un enlace en el que el tema eucarístico está resu­
mido en una evocación de la gloria divina, tema central del himno
de los serafines. En efecto, la gloria de Dios, en sentido bíblico,

56. Texto dado en apéndice por M ax T husiah , op. cit.

429
Los tiempos modernos: descomposición y reforma

como lo ha puesto muy bien de relieve el doctor Ramsey en su gran


libro sobre la gloria de Dios y la transfiguración de Cristo, es a la
vez la manifestación y la comunicación esencial de la vida de Dios
a sus criaturas, consumadas en plenitud en la encarnación reden­
tora. La eucaristía, que nos hace participar en el misterio de ésta,
constituye la realización suprema de esta gloria en la Iglesia y en
el mundo.
Por otra parte, la forma como la Palabra y el Espíritu son in­
troducidos en esta epiclesis consacratoria, explícita excelentemente
los aspectos complementarios de la tradición católica, la de Oriente
y la de Occidente. El Espíritu comunicado por el misterio redentor
es el que realiza el efecto de la palabra creadora y salvadora, anun­
ciada por Cristo y en Cristo. Y en la oradón en que la Iglesia se
apropia por la fe el memorial del Salvador, es donde se realiza
este misterio del Espíritu, precisamente como realización del miste­
rio de la palabra.
La anamnesis, por su parte, desarrollada con la evocación de
Cristo subido al cielo e intercediendo por nosotros en el santuario
celestial, en el que entró como nuestro predecesor hasta la parusía,
expresa la realización de nuestra eucaristía, inseparablemente ala­
banza y súplica, en la presentación a Dios, del memorial que viene
de él por su Hijo.
Luego, para que la celebración del misterio tenga en nosotros
todo su efecto, la epiclesis explícita a su vez el sentido del supra
quae. La conjunción del culto de la tierra con el culto del cielo se
opera por la venida a nosotros del Espíritu, que nos llena de esa
gracia y de esa bendición, cuya única fuente es el Christus passus
et glorificatus. De ahí dimana la bendición de toda la creación y la
glorificación inseparable del Dios trinitario, por esta creación santi­
ficada.
Evidentemente, no habrá que hacerse ilusiones sobre el número
de fieles de las Iglesias reformadas que puedan desde ahora, incluso
en una forma puesta tan bien a su alcance, aceptar esta eucaristía
y asimilarse todo su sentido. Sin embargo, es confortante ver que un
número tan grande, en Taizé o en otras partes, haya podido ya
unirse a ella sin dificultad ni escándalo. Otro indicio de ello es tam­
bién el que todas las revisiones ya efectuadas, de las liturgias refor-

430
La eucaristía de la Iglesia unida de la India

madas oficiales, francesas u otras, reflejan más o menos tímidamente


algo de este texto.

La eucaristía de la Iglesia unida de la India del Sur

Pasemos ahora a otro ejemplo de oración eucarística protestante


moderna, bastante diferente en sus orígenes, pero no menos digno
de notarse. El de la eucaristía que ha sido elaborada por la Iglesia
unida del sur de la India. Es sabido que esta Iglesia ha reunido
recientemente a Iglesias misioneras de origen anglicano, metodista,
presbiteriano o congregacionalista. Su constitución ha dado lugar,
particularmente en la Iglesia anglicana, a muy vivas discusiones.
Hay que reconocer que efectivamente se hallaba en ella, al lado de
tendencias reales a un ecumenismo en profundidad, mucho de ese
ecumenismo diplomático, hecho de simples compromisos, que ca­
racterizó en ei pasado a tantas «uniones» engañosas, como la famosa
«unión de Prusia», varias veces mencionada. Podría creerse, por
consiguiente, que lo que hay de tradicional en esta liturgia no es
sino una concesión de superficie al tradicionalismo anglicano, pero
sin alcance doctrinal. De hecho, este modo de ver sería, a lo que
parece, profundamente injusto y gravemente erróneo.
En el presbiterianismo escocés en particular y hasta en el con-
gregacionalismo moderno, sin hablar del metodismo, en el que no
se ha extinguido nunca la nostalgia de las formas anglicanas, el
redescubrimiento de la eucaristía tradicional, incoado ya en el an­
tiguo Book of Common Order, ha hecho ciertamente grandes pro
gresos estos últimos años. La coalescencia de estos diferentes gru­
pos cristianos en la India del Sur ha podido, por tanto, ser eficaz
para producir una verdadera recuperación de la tradición, que el
uso de la nueva liturgia parece debe enriquecer día tras día.

Es verdaderamente digno y justo y es nuestro deber darte gracias en


todo tiempo y en todo lugar, ¡ oh Señor!, Padre santo, Dios todopoderoso
y eterno, por Jesucristo, tu Hijo, nuestro Señor, por quien creaste los cielos
y la tierra y todo lo que en ellos se halla, hiciste al hombre a tu propia
imagen, y cuando cayó en el pecado te acordaste de él para hacer de él
las primicias de una nueva creación. Por esto, con los ángeles y los arcán-

431
Los tiempos modernos: descomposición y reforma

geles y coon toda la compañía de los cielos, alabamos y ensalzamos tu nom­


bre glorioso, alabándote sin cesar y diciendo: Santo, santo, santo, Señor,
Dios de los ejércitos; el cielo y la tierra están llenos de tu gloria; hosanna
en los altísimos lugares; gloria a ti, altísimo Señor. Bendito sea el que
vino y ha de venir en el nombre del Señor. Hosanna en los altísimos lugares.

El «presbítero* continúa solo:

Verdaderamente santo, verdaderamente bendito eres tú, ¡oh Padre ce­


lestial, que en tu tierno amor a la humanidad diste a tu Hijo único, Jesu­
cristo, para que tomara sobre sí nuestra naturaleza y sufriera la muerte
en la cruz por nuestra redención, que allí, con su sola oblación de sí una
vez ofrecida, llevó a cabo un sacrificio pleno, perfecto y suficiente, oblación
y satisfacción, por los pecados del mundo entero, e instituyó y en su santo
Evangelio nos ordenó continuar una memoria perpetua de su preciosa
muerte hasta que él retorne; el cual, la noche en que fue entregado, tomó
pan y habiendo dado gracias, lo partió, lo dio a sus discípulos diciendo:
Tornad, comed, esto es mi cuerpo que es dado por vosotros: haced esto
en memoria de mí. Asimismo después de cenar tomó la copa, y habiendo
dado gracias se la dio diciendo: Bebed de ella todos, porque esto es mi
sangre de la nueva alianza, que es derramada por vosotros y por muchos
para la remisión de los pecados: haced esto, cada vez que de ello bebiereis,
en memoria de mí.

El pueblo responde:

Amén. Conmemoramos tu muerte, ¡oh Señor!, confesamos tu resurrec­


ción, y aguardamos tu segundo advenimiento. Gloria a ti, ¡ oh C risto!

El «presbítero* continúa:

Por esto, ¡oh Padre!, haciendo memoria de la preciosa muerte y la


pasión, y la gloriosa resurrección y ascensión de tu Hijo, nuestro Señor,
nosotros, tus servidores, hacemos esto en memoria de é!, como él lo ordenó,
hasta su retorno, dándote gracias por la perfecta redención que tú llevaste
a cabo por nosotros en él.

El pueblo:

Te damos gracias, te alabamos, te glorificamos, ¡oh Señor, Dios nuestro!

El «presbítero* :

432
L a e u c a r i s t í a d e la I g l e s i a u n i d a d e la I n d i a

Y te suplicamos humildemente, ¡ oh Padre misericordioso!, santifiques por


tu Espíritu Santo a nosotros y tus propios dones de pan y de vino aquí pre­
sentes, de modo que el pan que partimos sea la comunión en el cuerpo de
Cristo, y la copa que bendecimos sea la comunión en la sangre de Cristo.
Otorga que reunidos todos en él lleguemos a la unidad de la fe y crezcamos
en todas las cosas hacia él, que es la Cabeza, el Cristo, nuestro Señor,
por quien y con quien, en la unidad de¡ Espíritu Santo, todo honor y
toda gloria sean a ti, ¡oh Padre todopoderoso!, por los siglos de los
siglos. A m é n sí.

Aquí de nuevo nos hallamos con el discutible relegamiento de


todas las intercesiones al ofertorio. Por otra parte, se reconocen
fácilmente las fórmulas de Cranmer en la introducción del relato
de la institución y en la anamnesis. Pero a la vez se ha aligerado
cierta redundancia y se han insertado en un contexto de fórmulas
tomadas de las antiguas eucaristías, que tiende a darles mayor cla­
ridad y un contenido más cierto. Todas las objeciones hechas por
parte protestante al sentido tradicional de la eucaristía, se apaci­
guan con la afirmación de la unicidad del sacrificio de la cruz. Pero
las fórmulas de la anamnesis y de la epiclesis, aunque muy discre­
tas, son susceptibles de expresar la creencia en nuestra unión efec­
tiva con el sacrificio de la cruz por la eucaristía, y en nuestra co­
munión real en el cuerpo y sangre de Cristo, que hace de nosotros
un solo cuerpo en él. Todo depende, evidentemente, del contexto
eclesiológico y teológico en que se las sitúe. Si éste se desarrolla
en la línea del libro sobre la Iglesia, del obispo Newbigin, The
HousehoM of God, esta eucaristía muy sobria (que no es pequeño
mérito) se podrá tener por satisfactoria desde el punto de vista
tradicional.
L,a epiclesis, totalmente en el espíritu de las epiclesis sirias
occidentales, está particularmente lograda por la manera como
asocia la santificación de los dones y la de los que los reciben, en
la Iglesia, cuerpo de Cristo, con miras a su consumación.
En una Iglesia como ésta, compuesta de orientales, parece muy
natural la asociación de toda la oración con esta tradición. L,o
mismo se debe decir de algunas intervenciones del pueblo, que afir­
ma su adhesión a la eucaristía del ministro.

57. Texto en B . W igan , T k t l.iturgy ir\ Bngiish, p. 2 l8 s s .

433
L a e u c a r is tía de la I g le s ia lu te r a n a de A m é r ic a

Terminaremos este examen de la eucaristía en el protestantismo


considerando la nueva liturgia luterana que se ha compuesto para
uso de ocho grupos de Iglesias americanas reunidas en la nueva
Iglesia luterana unida de los Estados Unidos.
Esta reunión es un hecho ecuménico muy distinto del de la
unión de las Iglesias del sur de la India. No se trata de una reunión
de Iglesias completamente diferentes, y hasta opuestas, por sus orí­
genes, sino de un estrechamiento de los vínculos, que no se habían
roto nunca completamente, entre Iglesias nacidas de una misma
tradición particular y que han llegado a reunirse para un común
retorno a su origen. Esto no deja de ser un retorno a las fuentes
de lo que había de más positivo en la forma primera del protestan­
tismo. En efecto, estas Iglesias luteranas americanas deben mucho
al movimiento de renacimiento del luteranismo que en la Alemania
del siglo xrx recibió su impulso de la resistencia iluminada contra
los esfuerzos de unión a base de política y de laxismo doctrinal, del
tipo de la unión de Prusia. Un nombre simboliza por sí solo todo
este movimiento : el del pastor bávaro Wilhelm Uohe, de Neuendet-
telsau, Con él y en torno a él sucedió de nuevo lo que había co­
menzado a producirse en el siglo xvn en tomo a Johann Arndt, de
Johann Gerhard y de Paul Gerhardt. Es decir, que la conciencia,
reanimada en los luteranos por la persecución reformada, de lo que
eran casi los únicos en conservar entre los protestantes en punto
a tradición católica, despertó en ellos un sentido más vivo de la
misma. El libro sobre la Iglesia que publicó Wilhelm Uohe en 1845,
Drei Bücher von der Kirche, es como el monumento teológico de
este renacimiento. Este se concretará en una resurrección de la vida
religiosa — la fundación de las diaconisas, que en la mente de Uohe
debían ser en la Iglesia luterana lo que habían sido las vírgenes
consagradas en la Iglesia primitiva— y en una restauración de la
liturgia y de la espiritualidad. Uas Iglesias luteranas de América
del Norte, a donde emigraron buen número de luteranos alemanes
expulsados de su país por la intolerancia reformada, serán todavía
más activas quizá que las de Alemania en desarrollar estas semillas

434
L a e u c a r i s t í a d e la I g l e s i a l u t e r a n a d e A m é r i c a

de vida y de pensamiento. Asi no tiene nada de extraño que sea


en este país donde una gran Iglesia luterana fue la primera en pro­
ducir una liturgia que no se contenta con recobrar todo lo que la
reforma primitiva había guardado de la tradición, sino que se re­
monta animosamente a las fuentes patrísticas para empalmar con
su corriente más fundamental. Ra liturgia eucarística adoptada
en 1958 por la Iglesia luterana unida de América es la primera
que rompe decididamente con la Formula missae para recobrar el
esquema y el contenido de las antiguas anáforas, sin nada de los
rodeos alambicados de la liturgia sueca de Juan ni.
Después del prefado y del sanctus continúa:

Santo eres, Dios todopoderoso y misericordioso, santo eres, y grande


es la majestad de tu gloria. Tanto amaste al mundo que diste tu H ijo único
a fin de que quienquiera que crea en él no perezca, sino que tenga la vida
eterna, el cual, hecho hombre para ejecutar por nosotros tu santa voluntad
y realizarlo todo para nuestra salvación, la noche que fue entregado tomó
pan, y habiendo dado gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo:
Tomad, comed, esto es mi cuerpo dado por vosotros. Asimismo, después
de cenar, tomó la copa, y habiendo dado gracias, se la dio diciendo: Bebed de
ella todos, esta copa es el Nuevo Testamento en mi sangre, que es derra­
mada por vosotros y por muchos para la remisión de los pecados. Haced
esto en memoria mía cada vez que bebáis de ella.
Acordándonos, pues, de su precepto saludable, de su pasión vivificante
y de su muerte, y de la promesa de su retorno, te damos gracias, no tanto
como debemos, sino tanto como somos capaces, y te rogamos humildemente
aceptes en tu misericordia nuestra alabanza y nuestra acción de gracias,
y bendigas y santifiques por tu Palabra y [tu] Espíritu Santo tus propios
dones de pan y de vino, de modo que nosotros y todos los que en ellos
participen seamos llenos de toda gracia y bendición celestial, y recibiendo
la remisión de nuestros pecados seamos santificados en alma y cuerpo y
tengamos parte con todos tus santos. Y a ti, i oh Dios, Padre, H ijo y E s­
pirito Santo!, todo honor y gloria en la Iglesia, por los siglos de los
siglos. A mén 5“.

El doctor Luther D, Reed, que es el autor principal de este


texto, ha explicado su construcción y su contenido en su o b ra: The
Lutheran Liturgy. Una vez más nos hallamos en presencia de una
liturgia que se remonta deliberadamente al patrón sirio occidental,

58. Texto en L uther D. "Reed, op. cít., p. 356-357.

.435
Los tiempos modernos: descomposición y reforma

aunque sin intercesiones. La primera frase es una combinación de


Santiago y de san Juan Crisóstomo, que, por medio de Jn 3,16, al­
canza el tema central de la berakah judía: «Nos has amado con un
amor abundante.» E! paso de la evocación de la encarnación reden­
tora al relato de la institución se hace con una fórmula de san Basi­
lio sobre el cumplimiento perfecto en la cruz, de la voluntad divina,
fórmula inspirada en Jn 19,28. La anamnesis utiliza los términos
de Santiago, inspirándose en una adaptación hallada en el Book of
Common Order de los presbiterianos escoceses. La expresión re­
novada de la acción de gracias, con que termina, se remonta a las
Constituciones apostólicas. La epiclesis, con su mención de la Pa­
labra y del Espíritu, reasume la del primer Prayer Book de Cran-
mer (con el retoque escocés que pone en primer lugar la Palabra).
Su conclusión combina la de! supplices te rogamus, con Santiago
(la santificación del alma y del cuerpo) y san Basilio (nuestra parte
con los santos).
Sería difícil mostrarse más ecuménicos. Pero todos estos ele­
mentos, escogidos con gran discernimiento, se fundieron en una
redacción tan sobria como fácil. Esta oración, dentro de su breve
sencillez, es de una plenitud concisa que no estamos acostumbrados
a hallar, a no ser en la antigüedad cristiana. Aquí, como en la
liturgia del sur de la India, la orientación escatológica hace por otra
parte resonar una nota completamente primitiva. Repitámoslo : esta
liturgia habrá de juzgarse católica y ortodoxa en la medida en que
las fórmulas tradicionales que reemplea, sin el menor eco de las
polémicas de la reforma, se tomen en su sentido pleno y primario
por la Iglesia que las emplee.

*
* *

Tales textos traducen la profundidad de los redescubrimientos


en vías de realización o ya realizados en las partes más vivas de
las Iglesias de la reforma. Si las comunidades cristianas que em­
plean estos formularios llegaran un día a ocupar de nuevo su puesto
originario en la unidad católica, no se ve qué es lo que podría

436
La eucaristía de la Iglesia luterana de América

vedarles que siguieran sirviéndose de ellos. Tales textos, cuya ela­


boración ha sido el resultado de investigaciones honradas y ani­
mosas, son un testimonio tan impresionante de la obra del Espíritu
en estos cristianos de buena fe, que sería lamentable que no los
llevaran consigo e! día que llegaran a integrarse en la única Iglesia.

437
Capítulo X III

RENOVACIÓN

Durante todo el tiempo en que se desarrollaba en las Iglesias


de la reforma este lento trabajo de descubrimiento ¿qué sucedía
con la eucaristía en la Iglesia católica?
Aquí, evidentemente, con el canon eucarístico y su cortejo de
prefacios, la antigua eucaristía estaba siempre presente. Pero si no
tenía necesidad de ser recuperada, la tenía de verse desembarazada
de un cúmulo de revestimientos inadecuados y de lograr una es­
tructuración que se prestara a una utilización inteligente.
En el primer punto la obra del Concilio de Trento y de san
Pío v, no obstante una relativa timidez, llevará a cabo las reformas
más necesarias. El misal romano moderno, sin excluir totalmente
las apologías y las otras oraciones de devoción medievales, las
restringirá por una parte a la preparación del celebrante y de sus
ministros, al ofertorio y a la comunión. Por otra parte, sólo guar­
dará de ello lo mejor. En cuanto a los tropos, desaparecerán sin
remedio, aunque, desgraciadamente, para reaparecer bajo una forma
todavía más abusiva en la época en que nos hallamos, en un exceso
de paráfrasis inadmisibles de los cantos del ordinario, y de comen­
tarios ociosos.
Por lo que hace a la inteligencia de la oración eucarística, le­
yendo comentarios de la misa como los de Lessio, de Lugo y de
otros muchos, podría tenerse la sensación de que la teología de la
contrarreforma, lejos de excluir las concepciones medievales erró­
neas, se aplicó sobre todo a defender y sistematizar algunas de las

439
Renovación

más insostenibles. Con todo, sin desconocer las aportaciones muy


positivas de los Tallhofer, de La Taille, Lepin, Vonier, Masure y
otros, hay quizá que reconocer que éstos caricaturizaron un tanto
las teorías que querían precisamente superar. La. consagración eu-
carística del pan partido y del cáliz implica una referencia inmediata
a la pasión de Cristo, que estas teorías más modernas, por seduc­
toras que sean, no tienen quizá siempre suficientemente en cuenta.
Podría, por tanto, suceder que nuestros sucesores no fuesen más
transigentes con estos sistemas de lo que somos nosotros con los
que les precedieron.
Pero sobre todo no hay que olvidar que la contrarreforma no
es sino una parte de la reforma católica nacida de lo más sólido del
humanismo cristiano de los siglos xv y xvi. En el terreno litúrgico
la obra de los grandes eruditos de fines del Renacimiento y del
siglo xvii dista todavía mucho de ser apreciada como se merece. El
De sacrificio Missae del cardenal Bona es una primera resurrección
del sentido tradicional de la eucaristía fundada en un primer acceso
a los antiguos sacraméntanos. Su publicación por el cardenal Tom-
masi, y luego la de los Ordines rotnani, descubiertos por Mabillon,
hará que se dé un paso decisivo en el redescubrimiento de la euca­
ristía antigua y de su significado. No menos importancia tendrá la
publicación de las liturgias orientales por Renaudot y los Assemani.
Si queremos damos cuenta de las riquezas doctrinales que estos
trabajos restituirían a la teología y a la espiritualidad eucarísticas
desde comienzos del siglo xvm , nos basta con leer la Explicaron...
des priéres de la Messe del padre Lebrun. Lo menos que se puede
decir es que los trabajos modernos no hacen, ni mucho menos,
superflua su lectura.
Los misales para los fieles, con magníficas traducciones y co­
mentarios con frecuencia excelentes, desde la segunda mitad del
siglo xvii ponían todo esto al alcance de un vasto público. Pese a
ciertas precipitaciones y a algunos errores (de los que no hemos
salido todavía), la reforma de los libros y de la práctica litúrgica,
particularmente, pero no exclusivamente, en Francia en los siglos
xvii y x v m serán producto de las mismas investigaciones. Podemos
decir sin exagerar que en éstas se anticipaban ya todas las reformas
esenciales, sin excepción, del concilio Vaticano n.

440
Renovación

Es innegable que lo que se puede llamar el primer movimiento


litúrgico llegó en aquella época a producir, por primera vez en la
iglesia de Occidente desde la más alta edad media, una suficiente
inteligencia de la eucaristía por parte de los sacerdotes y de los
fieles, y una práctica viva de la que todavía podríamos sacar no
pocas sugerencias. El mejor indicio de este hecho se halla quizá en
los nuevos prefacios compuestos entonces y que se han mantenido
en uso. Redactados por personas plenamente familiarizadas con los
tesoros de los sacraméntanos antiguos y de los misales medievales,
tomaron y conservaron de ellos lo que se estimó más duradero, en
oraciones que con frecuencia pueden rivalizar con los más bellos
fonnularios de la antigüedad cristiana.
El prefacio de la dedicación, con su alabanza a Dios por la edi­
ficación de la Iglesia, cuerpo y esposa de Cristo, es quizá la obra
maestra de estos liturgistas modernos. El prefacio de todos los
santos, cuyo augustinisino tan paulino sacaba de sus casillas al
pobre dom Guéranger, no es menos bello ni menos sustancioso, con
su evocación de la nube de testigos lavados y glorificados en la
sangre de Cristo.
Cuando se comparan estas magníficas eucaristías con las mez­
quinas producciones entradas recientemente en el misal romano,
nos llevamos las manos a la cabeza. Algunas expresiones paulinas
salvan el prefacio del sagrado Corazón, pero no así el de Cristo
rey. ¿Qué decir de la indigencia que se observa en el prefacio del
pobre san José ? Aquí se señala el nivel más bajo a que haya podido
descender la liturgia romana. Sin embargo, el que se compuso para
las misas de réquiem en el pontificado de Benedicto xv es una
magnífica excepción. Da prueba de que todavía existe la posibilidad
de expresiones de la eucaristía dignas de los mejores tiempos de
la antigua Iglesia. El tacto con que en este prefacio se recortó y se
retocó una illatio mozárabe, hizo de él, gracias a un anónimo golpe
de genio, el equivalente de las más bellas piezas antiguas, en el que
casi parece descubrirse la mano de un san León.
Pero el legado más precioso de esta reforma católica de los
siglos xvii y xviii es el inmenso esfuerzo de investigaciones, de
análisis, de interpretación de la tradición litúrgica que con ella se
inauguró, Todo lo que hemos podido hacer en nuestro estudio ha

441
Renovación

sido tratar de digerir los resultados a que había de llegar la reanu­


dación de este esfuerzo después de un eclipse de más de un siglo.
Es éste un pensamiento que debería inspirarnos gran reconocimiento
para con nuestros antecesores y... un poco de modestia.
El nuevo brote litúrgico del siglo xx, iniciado por la obra pro-
fética de dom Lambert Beauduin en Bélgica, proseguido en Ale­
mania y en Austria a la vez por dom Odo Casel en Maria-Laach y
Pius Parsch en Klosterneuburg, reanudado y desarrollado después
de la segunda guerra mundial por el Centro de Pastoral litúrgica
fundado en París por los padres Roguet y Duployé, O.P., es el
heredero moderno de estos precursores.
La encíclica Mediator Dei de Pío x n y sobre toda la Constitución
pastoral sobre la liturgia del concilio Vaticano n debían extender
este movimiento a toda la Iglesia. Bajo el impulso del Consüium ad
exsequendam Constitutionem de Sacra Liturgia se aguarda una
refundición que promete ser el resultado de estas iniciativas. Sus
trabajos concernientes a ia celebración de la misa están llegando
a término y desde ahora se puede apreciar ya su alcance.
En un primer tiempo, la restauración de la primera parte de
la celebración eucarística como proclamación y audición de la
palabra divina en la Iglesia ha proporcionado las condiciones nece­
sarias para toda restauración propiamente eucarística, puesto que
la eucaristía no puede comprenderse sino como la respuesta a esta
palabra que sólo ella puede suscitar.
Naturalmente, el Consilittm ha topado en su camino con esas
interpretaciones pseudocríticas del canon romano que tenderían ya
a descartarlo, ya a refundirlo en forma caprichosa y cuya vanidad
hemos mostrado nosotros. Con toda razón se ha negado a meterse
por ese desastroso callejón sin salida. H a puesto, en cambio, empeño
en restituir a la acción de gracias inicial, en los prefacios, toda su
amplitud y su riqueza sustancial. Así pues, ha resuelto descartar
e! prefacio llamado común, del que ya hemos dicho que no es sino
un marco vacío, privado de su contenido esencial — la acción de
gracias —■para sustituirlo, o bien por otros prefacios propios aña­
didos a los que ya están en uso, o bien por una variedad de prefa­
cios comunes, todos los cuales contengan una glorificación explícita
de la obra creadora y de la historia de la salud. Estos prefacios vuel­

442
I
Renovación

ven a poner en vigor, a veces con algunas modificaciones o adapta­


ciones, lo mejor del tesoro de los antiguos sacraméntanos. Y es
posible que tal o cual composición nueva que se ha añadido no
parezca indigna de tal compañía, como, por ejemplo, este prefacio
para las ferias del año, entretejido de fórmulas neotestamentarias:

Es verdaderamente digno y justo, equitativo y saludable, darte gra­


cias en todo lugar y en todo tiempo, Señor, Padre santo, Dios eterno y
todopoderoso, por Cristo nuestro Señor, en quien te plugo establecer todas
las cosas, y de cuya plenitud quisiste comunicarnos gracias a todos; el cual,
hallándose en ía condición divina se anonadó y con la sangre de su cruz
reconcilió al universo; por lo cual fue exaltado por encima de todas las
cosas y vino a ser principio de salud eterna para todos los que le obedecen.
Por el, e tc ...1.

Si a esta reforma, que se imponía, se añaden los nuevos (o anti­


guos) communicantes y harte igitur, que restablecerán en el canon
romano, juntamente con la conmemoración de los magnolia Dei,
una expresión nuevamente diversificada de las intenciones de la
Iglesia que presenta al Padre el único sacrificio del Hijo eterno,
tenemos razón de esperar que se vuelva a captar por fin toda la
belleza imperecedera de esa joya de la tradición eucarística en Occi­
dente, que es el canon romano.
Debemos, sin embargo, felicitarnos por que juntamente con
esta restauración se ha procurado enriquecer la liturgia latina mo­
derna con testimonios complementarios de las riquezas de la tra­
dición católica. Al mismo tiempo se ha puesto la mira en una reno­
vación entre los fieles, del sentido plenario de la eucaristía, propo­
niéndoles formularios tan explícitos y tan directamente accesibles
como era posible, tanto por su estructura como por su lenguaje.
Mucho tiempo se vaciló antes de emprender este camino. Pero e!
hecho de multiplicarse estos últimos tiempos, no sólo en Holanda,
sino también en otras partes, fórmulas improvisadas a la buena de
Dios, imponía imperiosamente una restitución, en los textos litúr­
gicos oficiales, de los elementos fundamentales de la tradición en
toda su diversidad, al mismo tiempo que su presentación a los
fieles en una forma fácilmente asimilable,
1. Cf. Col l,16ss; Jn 1,16; Ftp 2,6 y 7; Col 1,20; Flp 2,9; Heb 5,9.

443
Renovación

Aparte esta necesidad pastoral inmediata, había consideraciones


de mayor alcance que militaban en favor de tal iniciativa. En efec­
to, lo que no cesamos de llamar «la liturgia romana», vino a ser a
partir de Gregorio vn prácticamente la liturgia de casi toda la Igle­
sia latina. En la época moderna la expansión misionera del cato­
licismo la ha implantado en el mundo entero. Cierto que, como hemos
dejado dicho, esto no se efectuó sin que dicha liturgia absorbiera
a su vez elementos de las antiguas liturgias galicanas. Pero precisa­
mente el canon, fuera de algunos prefacios, es uno de los raros
elementos que se ha mantenido exclusivamente romano.
Era, no obstante, muy de desear que, por lo pronto, se reintro­
dujera en ella lo mejor del tesoro tradicional de las liturgias cél­
ticas, hispánicas y galicanas. Era también deseable que esta liturgia,
unlversalizada de hecho en su empleo, se abriera también a lo que
nos ha quedado de las formas de la eucaristía de los primeros siglos
y a los desarrollos más fructuosos de la tradición oriental.
Sin embargo, ha parecido oportuno, para no desconcertar a los
heles, conservar en las liturgias renovadas ciertos caracteres más
salientes de la estructura del canon romano, en particular la distin­
ción (por lo demás, original, como hemos comprobado) entre una
epiclesis propiamente consacratoria, que corresponde a la oración
abodah de la sinagoga, conservada antes del relato de la institución,
v la epiclesis de la comunión como conclusión de la anamnesis.
Aparte esta reserva, se ha creído, sin embargo, más pedagógico
agrupar en las nuevas oraciones todas las intercesiones y conme-
znoraciones en la última parte, como lo había hecho la tradición
siria.
Así pues, sobre este esquema se han establecido ya tres formu­
larios. El primero utiliza la mayor parte de la Tradición apostólica.
El segundo adopta el desarrollo y algunas de las fórmulas más feli­
ces de la tradición galicana y mozárabe. El tercero se inspira direc­
tamente en los grandes formularios sirios, particularmente del li­
bro v iii de las Constituciones apostólicas, de Santiago y de san
Basilio.

444
*

* *

En Sa eucaristía inspirada por san Hipólito se han introducido


eí satu:tus y las intercesiones y conmemoraciones, aunque estas úl­
timas conservan una forma muy concisa. En efecto, una vez que el
tipo de formulario conservado por la Tradición apostólica debía
aplicarse a un ágape eucarístico que seguía inmediatamente, como
sucede hoy día, al oficio de las lecturas, era necesario que los ele­
mentos de oración eucarística procedentes, como hemos visto, de
este otro oñcio y que lo han acompañado siempre, entre los cristia­
nos como entre los judíos, fueran incorporados a la eucaristía del
ágape.
La gran acción de gracias por la creación y la redención se ha
convertido así como la cosa más natural en una especie de prefacio,
pero de excepcional amplitud :

Realmente es justo y necesario, es nuestro deber y salvación, darte gra­


cias, Padre santo, siempre y en todo lugar, por Jesucristo, tu Hijo amado.
Por é¡, que es tu palabra, hiciste todas las cosas; tú nos lo enviaste para
que, hecho hombre por obra del Espíritu Santo y nacido de María la
virgen, fuera nuestro salvador y redentor. Él, en cumplimiento de tu voluntad,
para destruir la muerte y manifestar la resurrección, extendió sus brazos
en la cruz, y así adquirió para ti un pueblo santo. Por eso con los ángeles
y los santos cantamos tu gloria diciendo: Santo, santo, santo...

Basta con remitirnos ai texto de Hipólito para observar que, en


este prefacio; se ha reunido todo lo que dicho texto implicaba
como evocación de la obra creadora y redentora, suprimiendo úni­
camente algunas expresiones arcaicas que hubieran podido extra­
ñar a ¡os fieles sin proporcionarles ninguna ventaja a.
Después de esto, el sanctus-benedictus conduce a la. epiclesis con-
sacratoria mediante un vere sanctus en la tradición galicana, cuyo
núcleo fue reasumido en el postsanctus del Missale Gothicum para
la vigilia pascual23. Este texto se ha escogido por la simplicidad de
su fórmula que se armoniza espontáneamente con ¡as de Hipólito.
2. A sí, ¡>or ejemplo, la expresión pnerf aplicada a Cristo, y su designación como el
Verbo inseparable.
3. Postsanctus 271; ed. M o h l b e r g , p. 69.

445
Renovación

El relato de la institución conserva la introducción de ia Tra­


dición apostólica, pero en esta oración como en las siguientes se
ha vuelto, con algunos retoques, a los verba Christi en la forma
del canon romano. Solamente se han añadido a la mención del cuerpo
las palabras: «que será entregado por vosotros», y en cambio se ha
suprimido el aditamento mysterium fidei. Éste, en efecto, es de ori­
gen y de significado inciertos y complica el quehacer de los traduc­
tores imponiendo repeticiones difícilmente tolerables en la mayoría
de las lenguas modernas.

Santo eres en verdad, Señor, fuente de toda santidad: santifica estos


dones con la efusión de tu Espíritu, de manera que sean para nosotros
cuerpo y sangre de Jesucristo, nuestro Señor, El cual, cuando iba a ser en­
tregado a su pasión, voluntariamente aceptada, tomó pan, dándote gracias,
lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo: Tomad y comed: porque esto
es tni cuerpo, que será entregado por vosotros. Del mismo modo, acabada
la cena, tomó el cáliz, y dándote gracias de nuevo, lo pasó a sus discípulos
diciendo: Tomad y bebed todos de él: porque éste es es el cáliz de mí
sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vos­
otros y por todos los hombres para el perdón de los pecados. Haced esto
en conmemoración mía.

En este lugar se ha introducido una aclamación del pueblo,


como en más de una liturgia oriental. Repite los términos mismos,
inspirados en el relato paulino, en que se la halla en la anáfora de
Santiago, de la que había pasado ya, como hemos visto, al canon
ambrosiano:

Anunciamos tu muerte,
proclamamos tu resurrección,
i Ven, Señor Jesús !

Sigue luego la anamnesis, que se prolonga directamente en !a


segunda epiclesis, la cual conserva de nuevo los términos que pare­
cen mejor atestiguados en el texto de Hipólito. Con las palabras más
sencillas, son fuertemente expresivos de la obra del Espíritu en la
Iglesia, fruto de unidad de la celebración eucarística.

Así, pues, al celebrar ahora el memorial de la muerte y resurrección de


tu Hijo, te ofrecemos, Padre, el pan de vida y el cáliz de salvación, y te

446
Renovación

damos gracias porque nos haces dignos de estar en tu presencia celebrando


esta liturgia. Te pedirnos, humildemente, que el Espíritu Santo congregue
en la unidad a cuantos participamos del cuerpo y sangre de Cristo.

Sigue naturalmente la intercesión por toda la Iglesia, centrada


en la alusión final a ésta del texto mismo de Hipólito:

Acuérdate, Señor, de tu Iglesia extendida por toda la tierra; y con el


papa N., con nuestro obispo N ... llévala a su perfección por la caridad.

Después de una breve pausa en silencio, en la que se ora por los


vivos, se pasa a la súplica por los difuntos:

Acuérdate también de nuestros hermanos que durmieron con la esperanza


de la resurrección y de todos los difuntos: admítelos a contemplar la luz de
tu rostro.

Después de una segunda pausa, la evocación de los santos enlaza


directamente con estas intercesiones y nos conduce a ia perspectiva
escatológica de la doxología final:

Ten misericordia de todos nosotros, y así, con María, la virgen madre


de Dios, los apóstoles y cuantos vivieron en tu amistad a través de los
tiempos, merezcamos, por tu Hijo Jesucristo, compartir la vida eterna y
cantar tus alabanzas. Por Cristo, con él y en él, a ti, Dios, Padre omnipotente,
en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de
los siglos. Amén.

Da claridad y sencillez de las expresiones bíblicas de esta oración


hacen de ella una verdadera catcquesis eucarística en acto, apro-
piada tanto para las celebraciones cotidianas como para las misas
para los niños o los neófitos.

*
* *

Da segunda de las nuevas oraciones eucarísticas — repitámos­


lo — toma su esquema y sus expresiones más características de lo
mejor de la antigua tradición galicana y mozárabe. Conviene par­

447
Renovación i

ticularmente, al igual que el canon romano, a todas las celebraciones


dominicales y festivas. Su primera parte está constituida por uno
de los prefacios variables, que se le adaptarán tan fácilmente como
a la antigua eucaristía romana.
El sanctus va seguido de un postsancius en dos partes estrecha­
mente ligadas entre sí. primera comienza con una fórmula mo­
zárabe (asignada al día de la circuncisión), que asocia la creación en­
tera a la alabanza de los espíritus angélicos y de la Iglesia \ De ahí
se pasa a una mención del Espíritu que opera en la creación para
reunir en ella a la Iglesia de Cristo, de modo que el término de la
historia sea la constitución de ese pueblo de Dios que le ofrecerá
la misma y única oblación pura de un extremo al otro del mundo.
Estas perspectivas son las de la más constante tradición patrística,
insertada a su vez por san Justino en la tradición judía. Su ampli­
tud cósmica y universal da a la Iglesia, al mismo tiempo que a la
eucarística, todas las dimensiones de las grandes berakoth paulinas,
con que se abren las epístolas de la cautividad:

Santo eres en verdad, Señor, y con razón te alaban todas las creatinas, ya
í]ue por Jesucristo, til Hijo, Señor nuestro, con la fuerza del Espíritu Santo,
tías vida y santificas todo, y congregas a tu pueblo sin cesar, para que ofrezca
en tu honor un sacrificio sin mancha desde donde sale el sol hasta el ocaso.

En estas últimas palabras se habrá reconocido la alusión a


Mal 1,11, familiar a las liturgias orientales y especialmente a la egip­
cia. Ofrece una transición natural a la epiclesis consacratoria.

Por eso. Señor, te suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu estos
dones que liemos separado para ti, de manera que sean cuerpo y sangre de
Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro, que nos mandó celebrar estos misterios.

Esta última frase es a su vez una reminiscencia de las fórmulas


de Adday y de Mari, así como de Ja liturgia de Teodoro de Mop-
suesta. Estas nos llevan al relato de la institución. Hallamos aquí las
palabras de Cristo en la misma forma que en la liturgia precedente,
pero con variantes significativas en las fórmulas narrativas:4

4. Cf. Missale miartwn; P L 85, col. 222A.

448
Renovación

Porque él mismo, la noche en que iba a ser entregado, tomó pan, y dando
gracias te bendijo, to partió y lo dio a sus discípulos diciendo: Tomad y
comed todos de él, porque esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros.
Del mismo modo, acabada la cena, tomó el cáliz, dando gracias te bendijo y lo
pasó a sus discípulos diciendo: Tomad y bebed todos de él, porque éste es
el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada
por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados. Haced
esto en conmemoración mía.

Aquí se habrá notado la introducción de la fórmula «lo ben­


dijo», que explícita el sentido consacratorio incluido en la acción
de gracias. Por lo demás, se ha usado aquí la fórmula paulina «la
noche que fue entregado», retenida generalmente por las eucaristías
orientales, así como por la antigua liturgia de extremo Occidente.
La mención del único sacrificio, en el que se realizan las preparacio­
nes de los sacrificios figurativos, expresa el enlace de la antigua
y de la nueva alianza en términos que son un eco de la gran visión
de la historia de la salud desarrollada en el postsanctus.
A la consagración responde la misma aclamación del pueblo
que hemos visto anteriormente. Viene luego la anamnesis, que
introduce, como en diferentes liturgias orientales, un vínculo explí­
cito entre la celebración del memoria] y la espera de la parusía.

Asi, pues, Padre, al celebrar ahora el memorial de la pasión salvadora


de tu Hijo, de su admirable resurrección y ascensión al cielo, mientras espera­
mos su venida gloriosa, te ofrecemos, en esta acción de gracias, el sacrificio
vivo y santo.

La segunda epiclesis conoce aquí un desarrollo particular, que


insiste en la unicidad del sacrificio de la cruz. Su bellísima fórmula,
tomada del postpridie mozárabe de la 4.a feria de pascua, es una
expresión acertada del sacrificio eucarístico5. Es la presentación
por la Iglesia al Padre, del sacrificio mismo de la cruz en la prenda
sacramental que é! mismo nos dio de él. Se alcanza exactamente ei
sentido del «memorial» tal como to interpreta Jeremías. El valor
ecuménico de esta fórmula es evidente. Se puede decir que excluye

S. Cf. Missale mixtutn; P L $5, col. 502A,

449
Renovación

los equívocos y las objeciones más graves que mantienen los pro­
testantes que recelan de la doctrina tradicional.

Dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia, y reconoce en ella la


víctima (hostiam) por cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad, para
que, fortalecidos con el cuerpo y sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu
Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu. Que Él nos
transforme en ofrenda permanente, para que gocemos de tu heredad...

La relación en que se pone en este texto la aceptación de nues­


tra ofrenda conjunta con la de Cristo, y de la que él mismo es el
único oferente, en nosotros como en él mismo, con nuestra incor­
poración a su cuerpo y nuestra participación en el Espíritu, acentúa
también el carácter ecuménico de toda esta oración. Esta unifica
toda nuestra visión de la eucaristía, sacramento, sacrificio y sacra­
mento del sacrificio, fusionando los términos de san Basilio en la
recensión alejandrina con los de una de las más bellas secretas de
la tradición romana.
La frase continúa empalmando sin ruptura con una conmemo­
ración de los santos, de modo que se llega a la gran visión agusti-
niana de la Iglesia entera ofrecida al Padre con Cristo y en Cristo.

Junto con tus elegidos: Con María, la virgen madre de Dios, los apóstoles
y ios mártires, san N. y todos los santos, por cuya intercesión confiamos
obtener siempre tu ayuda.

Las intercesiones, aquí como en la liturgia de san Basilio, no


hacen sino prolongar esta conmemoración de los santos, que a su
vez está asociada, como ya en la tradición judía, con el memorial
de los mirabilia Dei. Observemos su apertura cósmica universal,
que corresponde a la que caracterizaba ya al postsancíus.

Te pedimos, Señor, que esta victima de reconciliación traiga la paz y la


salvación al mundo entero. Confirma en la fe y en la caridad a tu Iglesia,
peregrina en la tie rra : al papa N., a nuestro obispo N., al orden episcopal,
al clero, y a todo el pueblo redimido por ti. Atiende los deseos de esta
familia que has congregado en tu presencia. Reúne en torno a ti, Padre mi­
sericordioso, a todos tus hijos dispersos por el mundo. A nuestros hermanos
difuntos y a cuantos murieron en tu amistad, recíbelos en tu reino, donde
esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria, por Cristo
nuestro Señor, por quien concedes al mundo todos los bienes...

450
R e n o v a ció n

Das pausas, a la mitad y al final de esta frase, se prestan a la


evocación detallada de los vivos y de los difuntos respectivamente,
por quienes se quiere interceder en particular.
Da misma conclusión doxológica que en el canon romano viene
a rematar esta eucaristía :

Por Cristo, con él y en él, a ti, Dios, Padre omnipotente, en la unidad


del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. Amén.

*
* *

Da tercera y última de estas eucaristías es notablemente más


detallada. Como la primera, posee su prefacio propio, o más bien
una primera parte de la acción de gracias, la cual conduce al sane tus,
que se extiende en la evocación del designio creador. Se ha querido
dar, en efecto, plena expresión a la alabanza de Dios creador y
redentor, en el espíritu y con frecuencia en ios términos mismos de
las grandes eucaristías orientales, en particular de la del libro v m
de las Constituciones apostólicas y de la de Santiago.
Así pues, la acción de gracias inicial halla aquí un desarrollo
inusitado en Occidente, a no ser en algunos textos mozárabes o
galicanos. Después del sanctus pasará del designio creador original
a su realización final en la historia de la salud hasta alcanzar su
consumación en el misterio pascual. Si la primera de las tres nuevas
eucaristías presentaba el esquema completo de la eucaristía cris­
tiana en su forma más clara y más sintética, ésta explícita todas sus
implicaciones, pero ateniéndose siempre, a la manera de san Basi­
lio, a expresiones todo lo sobrias y escriturísticas que era posible.
Esta eucaristía debería abrir a los fieles de hoy el camino para pro­
fundizar todas las riquezas tradicionales de la Iglesia cristiana,
puestas a su alcance en un lenguaje que pueden comprender.

Realmente es justo darte gracias, y deber nuestro glorificarte, Padre santo,


porque tú eres el único Dios vivo y verdadero que existes desde siempre y
vives para siempre; luz sobre toda luz. Porque tú solo eres bueno y fuente de
vida, hiciste todas las cosas para colmarlas de tus bendiciones y alegrar su
multitud con la claridad de tu gloria. Por eso, innumerables ángeles en tu

451
Renovación

presencia, contemplando la gloria de tu rostro, te sirven siempre y te glo­


rifican sin cesar. Y con ellos también nosotros, llenos de alegría, y por nuestra
voz las demás criaturas, aclamamos tu nombre cantando: Santo, santo, santo.

Este texto relaciona y une la glorificación de Dios en su ma­


jestad trascendente y en la economía creadora, en que se refleja y
se comunica la bondad sin medida del tres veces santo. Desde estas
primeras palabras podemos observar, con la invocación «Padre
santo», el color joánico que adoptará toda esta oración. Inmediata­
mente se introducen los dos temas ya tradicionales en la acción de
gracias judía: 3a luz y la vida. Ea luz inaccesible de esta gloria
divina que sólo pertenece a Dios es una misma cosa con la vida
que quiso dar al mundo. Ea más perfecta realización de esta vida
en las criaturas conscientes consistirá en ver a Dios a su propia
luz y en reflejar su gloria glorificando su bondad.
Ea segunda parte de la acción de gracias después del sanctus
evoca la historia de la salud, que, pese a la caída original, en la que
parecía hundirse la creación del hombre y de su universo, realizó
en el misterio redentor del Hijo encarnado, el designio primordial.

Te alabamos, Padre santo, porque eres grande, porque hiciste todas las
cosas con sabiduría y amor. A imagen tuya creaste al dombre y le encomen­
daste el universo entero, para que, sirviéndote sólo a ti, su creador, dominara
todo lo creado. Y cuando por desobediencia perdió tu amistad, no lo abando­
naste al poder de la m uerte: sino que, compadecido, tendiste la mano a todos,
para que te encuentre el que te busca. Reiteraste, además, tu alianza a los
hombres; por los profetas los fuiste llevando con la esperanza de salvación.
Y tanto amaste al mundo, Padre santo, que, al cumplirse Ja plenitud de
los tiempos, nos enviaste como salvador a tu único Hijo. El cual se encarnó
por obra del Espíritu Santo, nació de M aría la virgen, y así compartió en
todo nuestra condición humana menos en el pecado; anunció la salvación a los
pobres, la liberación a los oprimidos y a los afligidos (moestis carde) el
consuelo.
P ara cumplir tus designios, él mismo se entregó a la muerte, y, resucitado,
destruyó la muerte y nos dio nueva vida. Y porque no vivamos ya para
nosotros mismos, sino para él, que por nosotros murió y resucitó, envió, Padre,
desde tu seno al Espíritu Santo como primicia para los creyentes, a fin de
santificar todas las cosas, llevando a plenitud su obra en el mundo.

Esta segunda parte subraya la continuidad sin ruptura del de­


signio divino, que, no obstante la caída, asegura la predestinación

452
Renovación

del hombre a dominar sobre toda la creación visible sirviendo a su


creador, en el Hijo de Dios hecho hombre. El llamamiento univer­
sal a la salvación, la atracción de todos los hombres pecadores a
volver a hallar a Dios, que los solicita adelantándose con su gracia,
introduciendo las alianzas sucesivas (de Noé, Abraham, Moisés) y
las enseñanzas proféticas que preparan la plenitud de los tiempos
en que debía tener lugar la encarnación redentora.
Como en la liturgia de san Juan Crisóstomo, la cita del texto
joánico sobre el inmenso amor de Dios al mundo ilumina la venida
en carne del Hijo único. Hecho semejante a nosotros en todas las
cosas, excepto el pecado, según los términos de la epístola a los
Hebreos, su vida terrena se describe con los de la profecía de Isaías
que Cristo se aplicó a sí mismo en la sinagoga de Nazaret. La men­
ción de la realización del designio divino en términos igualmente
joánicos nos lleva a la evocación de su pasión salvadora, descrita
como la victoria sobre la muerte, en una sucesión de expresiones
bíblicas y patrísticas que irradian alegría. El envío del Espíritu
Santo por Cristo resucitado ascendido junto al Padre, según una
última fórmula tomada de las palabras de después de la cena, cierra
el relato de la obra redentora. En el Espíritu se muestra al que
realiza en nosotros la obra misma de Jesús, santificándonos como
él mismo se santificó por nosotros.
La mención final de Pentecostés servirá de transición para la
epiclesis consacratoria.

Que este mismo Espíritu Santifique, Señor, estas ofrendas, para que, sean
cuerpo y sangre de Jesucristo, nuestro Señor, y así celebramos el gran
misterio que nos dejó como alianza eterna.

Después de la evocación de 'las alianzas sucesivas, la invocación


del Espíritu hace, pues, de su descenso sobre los dones eucarísti-
cos la consagración en ellos de la alianza eterna, en nuestra cele­
bración del misterio de salud, gracias al memorial que Cristo mismo
nos dejó de él. Una vez más hay convergencia con las expresiones
antiguas de la liturgia siria oriental, en las perspectivas de la alianza
nueva y eterna trazadas por Jeremías y Ezequiel. La evocación del
precepto de Cristo sirve de introducción al relato de la institución,
que acabará de recoger los temas joánicos del discurso supremo.

453
Renovación

Porque él mismo, llegada la hora en que había de ser glorificado por ti,
Padre santo, habiendo amado a los suyos que estaban en el tnundo, los
amó hasta el extremo. Y mientras cenaba con sus discípulos, tomó pan, te
bendijo, lo partió y se lo dio diciendo: Tomad y comed, porque esto es
mi cuerpo, que será entregado por vosotros. Del mismo modo, tomó el
cáliz lleno del fruto de la vida, te dio gracias, y lo pasó a sus discípulos
diciendo: Tomad y bebed, porque éste es el cáliz de mi sangre, sangre de la
alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los
hombres para el perdón de los pecados. Haced esto en conmemoración mía.

En este relato hay que observar el paralelismo entre bendecir,


la primera vez, y dar gracias, la segunda, así como la mención del
«fruto de la vid», frecuente en las lenguas orientales. Ya hemos
dicho todo el sentido del texto de san Lucas a que hace alusión
esta fórmula.
Después de la aclamación del pueblo viene la anamnesis que,
al igual que la acción de gracias, reviste aquí una forma lo más
completa posible.

Por eso, nosotros, Señor, al celebrar abora el memorial de nuestra reden­


ción, recordamos la muerte de Cristo y su descenso al lugar de los muertos,
proclamamos su resurrección y ascensión a tu derecha; y mientras esperamos
su venida gloriosa, te ofrecemos su cuerpo y sangre, sacrificio agradable
a ti y salvación para todo el mundo.

Así pues, una vez más hallamos, con la insistencia en la uni­


cidad del sacrificio salvador, el enlace formal entre la presentación
al Padre del memorial de la pasión salvadora y la súplica expec­
tante del retomo en gloria.
La segunda epielesis subrayará todavía más la unicidad de la
hostia salvadora, con el hecho de que la Iglesia, al ofrecer, no hace
sino presentar al Padre lo que él mismo nos ha dado.

Dirige tu mirada sobre esta víctima que tú mismo has preparado a tu


Iglesia, y concede a cuantos compartimos este pan y este cáliz, que, con­
gregados en un solo cuerpo por el Espíritu Santo, seamos, en Cristo,
víctima viva para tu alabanza.

La aceptación del sacrificio eucarístico se ve, por tanto, con­


jugada por esta oración con la aceptación de nosotros mismos por

454
Renovación

el Padre, como sacrificio vivo (según la palabra de san Pablo), en


el cuerpo mismo de su Hijo y por la virtud de su Espíritu.
La segunda epiclesis va ahora a prolongarse en las intercesio­
nes, luego en las conmemoraciones, que esta vez, siguiéndolas, nos
llevarán a la orientación escatológica de la doxología final.

Acuérdate, Señor, de todos aquellos por quienes se ofrece este sacrificio:


de tu servidor e! papa N., de nuestro obispo N., del orden episcopal y de
todo el clero, de cuantos aquí reunidos hacemos esta oblación, de todo tu
pueblo santo y de aquellos que te buscan con sincero corazón.

Aquí se puede introducir un memento detallado de los vivos.


A continuación viene el memento de difuntos.

Acuérdate también de los que murieron en la paz de Cristo y de todos


los difuntos, cuya fe sólo tú conociste.

Después de una nueva pausa para una segunda mención nomi­


nal se pasa a la conmemoración de los santos y a la doxología.

Padre de bondad, que todos tus hijos nos reunamos en la heredad de tu


reino, con María, la virgen madre de Dios, con los apóstoles y los santos;
y allí, junto con toda la creación libre ya de pecado y de muerte, te
glorifiquemos por Cristo, Señor nuestro, por quien concedes al mundo
todos los bienes. Por Cristo, con él y en él, a ti, Dios, Padre omnipotente,
en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos
de los siglos. Amén.

Para terminar debemos subrayar un rasgo saliente de esta ter­


cera liturgia: su conformación con el plan trinitario, que es una
característica tan marcada de la eucaristía siria occidental. No obs­
tante, se ha procurado evitar todo esquematismo facticio en la dis­
tinción de las tres partes fundamentales correspondientes respec­
tivamente a las tres personas trinitarias. La persona del Padre es
desde el principio hasta el. fin no sólo aquella a quien se dirige la
oración, sino al mismo tiempo el principio de todas las misiones
divinas y el término explícito al que se remontan. La obra santi-
ficadora del Espíritu aparece igualmente en todas partes como co­
rrelativa de la obra redentora del Hijo.

455
Renovación

Se habría podido, sin embargo, desear que desde la primera


parte apareciera el H ijo como el primogénito y el principio de toda
la creación, y el Espíritu como el hálito de la vida divina que atra­
viesa toda la obra de la palabra creadora y salvadora. Pero ha
parecido más conforme a la progresión de la revelación bíblica no
introducir el H ijo explícitamente sino al final de las alianzas pre­
paratorias, como también el Espíritu sólo en la consumación de
su obra saludable.

*
* *

Si comparamos estas tres oraciones yuxtapuestas, nos sorpren­


derá la constancia con que dan al Espíritu Santo, tanto a propósito
de la consagración como de la comunión, el mismo puesto tan am­
plio que le fueron asignando progresivamente las liturgias orien­
tales. Es éste un nuevo factor ecuménico en la proposición de estos
textos a la Iglesia latina, después de sus expresiones tan bíblicas
y patrísticas del sacrificio. Sin duda alguna contribuirá al acerca­
miento entre Oriente y Occidente, como también a la reunifkación
del Occidente cristiano.
A esto hay que añadir el hecho de que estos textos ponen en evi­
dencia que la consagración de la eucaristía, si bien tiene su fuente
en las palabras mismas del Salvador, como lo atestiguan en Oriente
un san Cirilo de Jerusalén o un san Juan Crisóstomo, sin embargo,
se hace efectiva en cada celebración en el interior de la oración
de la Iglesia, donde esta misma se sirve de estas palabras para im­
plorar al Padre su cumplimiento por la sola virtud de su Espíritu.
Así se puede esperar que las mismas contribuyan a hacer que se
conciben los puntos de vista, más complementarios que contrarios,
que durante tanto tiempo han dividido a las respectivas teologías
de Oriente y de Occidente.
La novedad más radical, y a primera vista insólita, de los nue­
vos textos está en que su estructura se modela hasta cierto punto
conforme a la refundición de los más antiguos esquemas euca-
rísticos elaborada por la liturgia siria occidental, aun conservando
la antigua y más primitiva distinción entre las dos epiclesis, como

456
Renovación

en la tradición tanto egipcia como romana, Es éste un punto que


quizá tenga un interés no meramente pedagógico, con el fin de
permitir a los cristianos familiarizados con esta última tradición
abrirse a las riquezas complementarias de la tradición oriental.
Esta factura particular, que no carece de ciertos antecedentes ates­
tiguados hoy por formas de transición de la antigua liturgia de extre­
mo Oriente, puede con toda razón interpretarse en su canonización
por la Iglesia romana como un reconocimiento de la armonía sub­
yacente a las dos tradiciones que hasta ahora parecen separadas.
Al mismo tiempo, la presencia conservada del canon romano,
al que se ha restituido su pleno significado con el restablecimiento
de una acción de gracias más explícita, gracias a los prefacios, aun­
que también a los communicantes y hancigitur renovados, atestiguará
la continuidad de los desarrollos más fecundos de la tradición cató­
lica con sus fuentes originales.
Vale la pena de señalar que en el momento mismo en que esta
reforma de la liturgia eucarística está en vías de realización en la
Iglesia católica, las diferentes provincias de la Iglesia anglicana,
numerosas Iglesias luteranas e incluso no pocas Iglesias protestan­
tes que habían perdido casi la totalidad de la antigua tradición,
emprenden revisiones de sus eucaristías, cuya convergencia con
este renuevo católico es verdaderamente impresionante. Uno de
los mejores ejemplos es el de la nueva oración eucarística que acaba
de ponerse en práctica ad expeñmentum en la Iglesia episcopaliana
de los Estados Unidos. En presencia de estos hechos no es segura­
mente un mero entusiasmo superficial el que se ha expresado en
la advertencia de más de un observador anglicano o protestante:
las nuevas eucaristías católicas podrían ser muy bien utilizadas
incluso en no pocas Iglesias actualmente separadas de Roma.
Oscar Cullmann ha hecho notar más de una vez que la Biblia,
cuyo estudio en el siglo xvi había separado a los católicos y a los
protestantes, es hoy, por el contrario, lo que más los acerca. El
mismo retorno a la fuente — retorno crítico, pero en la fe — po­
dría producir pronto un acercamiento todavía más inesperado en
la eucaristía. Nada hay más prometedor de una posible reintegra­
ción a la unidad de la Iglesia, querida por Cristo, de las comunida­
des cristianas hoy día desunidas.

457
CONCLUSIÓN

De nuestro estudio deben desprenderse espontáneamente ciertas


iecciones. Sin embargo, creemos conveniente recogerlas y reunirías
en la conclusión. En estas páginas no trataremos de construir una
nueva teología de la eucaristía. Nos limitaremos a señalar sucinta­
mente el desarrollo teológico que hemos podido seguir en el de la
misma oración eucarística y a insinuar algunas consecuencias.
Una primera conclusión que se impone antes que ninguna otra
es que el esquema del oficio litúrgico por excelencia, la misa, como
la llamamos en Occidente, con sus dos partes distintas, que en
los orígenes estaban incluso separadas : el oficio de las lecturas,
e! ágape eucarístico, no es en modo alguno una conjunción for­
tuita de dos elementos sin relación mutua. Muy al contrario, la
eucaristía no puede comprenderse sino como resultado y consecuen­
cia de la audición de la palabra de Dios. Es propiamente la respues­
ta, en palabras o en actos, suscitada en el hombre por una palabra
divina, que es a su vez creadora y salvadora.
La palabra nos descubre un designio divino: sacar de la huma­
nidad caída un pueblo común según el corazón de Dios. Por el
hecho mismo nos revela el nombre divino. En efecto, este designio
se cifra en imprimir este nombre en todo el ser del hombre. En el
Nuevo Testamento, el nombre sagrado se descubrirá finalmente
como el nombre del Padre, y el Pueblo de Dios definitivo será un
pueblo filial.
Ahora bien, la palabra, al proferirse, realiza lo que dice. Porque

459
Conclusión

Dios mismo viene en ella a nosotros, desciende en ella a nuestra


historia y la llena de su presencia. El Evangelio será el anuncio
definitivo de la Palabra creadora y salvadora, en la venida de la
Palabra hecha carne, que es el propio y único Hijo de Dios. Así
nosotros seremos hechos hijos en el Hijo.
Por consiguiente, ya en el Antiguo Testamento suscita la pala­
bra una respuesta que la reconoce en la fe y que por lo mismo acoge
su venida entregándose a ella sin reserva. Esta respuesta será
formulada en la berakah. La berakah es alabanza contemplativa de
los mirabiiui Dei. En la berakah se abre Israel a ia realización en
si mismo del designio de Dios y se ve consagrado por la imposición
del nombre de Dios a toda su vida.
Las berakoth sinagogales del servicio de lecturas antes de la
recitación del semah, glorifican al Creador de la luz, visible e invi­
sible, que nos dio el conocimiento de su ley, por la que somos mar­
cados con su sello personal.
Las dieciocho bendiciones de la tefülah que vienen después, im­
ploran el cumplimiento perfecto de este designio en Israel, con vis­
tas a la perfecta glorificación del nombre divino plenamente revelado.
Todas las berakoth que acompañan paso a paso en su exis­
tencia al israelita piadoso, extienden esta consagración a toda su
vida en el mundo y, consiguientemente, al mundo mismo. Israel
es así establecido como el sacerdote de toda la creación. Por la pa­
labra divina y la oración que la acoge, todas las cosas son restituidas
con el hombre a la pureza y transparencia de su origen, y el uni­
verso viene a ser, a través de la vida del hombre consagrado, un
solo coro de la glorificación divina.
Particularmente las berakoth de la comida glorifican a Dios.
La súplica que de ellas se desprende tiene como secuela natural la
congregación final de los elegidos, en el festín escato'lógico en el
que todos los rescatados celebrarán por siempre esta gloria perpe­
tuamente triunfante.
Así el ágape de comunidad, en la espera mesiánica, expresa
definitivamente el sentido de todos los sacrificios de Israel. Él mis­
mo tiende a convertirse en el sacrificio por excelencia, es decir, en
la ofrenda de toda la vida humana, y del mundo entero con ella,
a la voluntad de Dios reconocida.

460
Conclusión

Todo sacrificio, como Jo pone de relieve la historia comparada


de las religiones, ¿no es en los orígenes un banquete sagrado, en
el que el hombre reconoce que su vida procede de Dios y no se
desarrolla sino en un intercambio incesantemente renovado con él?
Tal era el sentido primero de la pascua, festín que consagraba las
primicias de la recolección. Pero la pascua judía se había cargado
de un sentido renovado al convertirse en el memorial de la libera­
ción por la que Dios había sacado a los suyos de la esclavitud de la
ignorancia y de la muerte para trasladarlos al país de la promesa,
donde le conocerían como ellos mismos habían sido conocidos por
él y vivirían en su presencia.
El memorial constituido- por este banquete atestiguaba la perma­
nente realidad que tenían para Israel las altas gestas divinas, como
prenda dada por Dios de su presencia salvadora, siempre fiel. Eos
israelitas, al representárselo en su berakah, fieles a su vez a su
precepto, podían recordarle con confianza sus promesas y pedirle
eficazmente su cumplimiento: que venga el Mesías para llevar a
término la obra divina y establecer el reinado de Dios, en la Jeru-
salén reconstruida, donde Dios sería alabado sin fin por el pueblo
de Dios llegado a su perfección.
Esto es lo que se realiza la noche de la última cena cuando
Jesús, entregándose a la cruz como al cumplimiento supremo de la
pascua, pronuncia las berakoth sobre el pan y la copa, como con­
sagración de su cuerpo partido, de su sangre derramada, para re­
conciliar en su propio cuerpo «a los hijos de Dios dispersos» y
renovarlos en la eterna alianza de su amor.
Por el hecho mismo hace ya de esta comida el memorial del
misterio de la cruz. Nosotros, dando gracias con él, por él, por su
cuerpo partido y su sangre derramada, que nos son dados como la
sustancia del reino, representamos a Dios este misterio ahora rea­
lizado en nuestra Cabeza, para que tenga su realización última en
todo su cuerpo. Esto quiere decir que consentimos en que se con­
sumen en nuestra carne los sufrimientos de Jesús por su cuerpo,
que es la Iglesia, en la firme esperanza de su parusía, en la que
todos juntos participaremos de su resurrección. Así inauguramos
la eterna glorificación de Dios creador y salvador, que el último día
hará de la Iglesia la panegyris, la asamblea de fiesta, en la que la

461
C o n c lu s ió n

humanidad entera se unirá al culto celestial, arrastrada delante del


trono en seguimiento del Cordero que fue inmolado, pero que ahora
vive ya y reina para siempre.
Toda la sustancia de este sacrificio cristiano está en el único
acto salvador de la cruz, puesto de una vez por todas en la cumbre
de ia historia humana por el Hijo de Dios hecho hombre. Pero la
cruz no cobró su sentido sino por la ofrenda que hizo de sí mismo
Cristo en la cena, en la que además la proclamó haciendo de la be-
rakah sobre el pan y el vino la eucaristía de su cuerpo partido y
de su sangre derramada «para remisión de los pecados». Y la cruz
no es efectivamente redentora para la humanidad sino en cuanto
los hombres se asocian a ella por la manducación eucarística de su
cuerpo y de su sangre, mientras que el Espíritu que los vivifica no
se hace suyo sino por cuanto ellos se adhieren por la fe a la palabra
que se les propone, es decir, por cuanto hacen suya la eucaristía mis­
ma del Hijo. En efecto, en la cena y en la cruz se realizó en plenitud
la palabra de Dios que nos significa eficazmente su amor, y por el he­
cho mismo la perfecta berakah, la perfecta eucaristía de Cristo le dio
la respuesta que solicitaba, que suscitaba. Nosotros no podemos,
por tanto, sino recibir a nuestra vez esta única palabra de la salva­
ción apropiándonos a nuestra vez esta única respuesta.
Ahora bien, esto no nos es posible sino por la omnipotente
voluntad del Mesías, de darnos, en la eucaristía que volveremos
a hacer tras él, conforme a la suya, el memorial de su misterio. Ea
realidad de este memorial es atestiguada perpetuamente por el pan
que partimos como comunión en su cuerpo, por la copa de bendi­
ción que bendecimos como comunión en su sangre.
En la celebración eucarística de este memorial, el pan y el vino
de nuestra comida comunitaria, del festín del ágape, resultan sacri­
ficiales por cuanto se convierten para nuestra fe en lo que repre­
sentan, según la virtud de la palabra y del Espíritu divinos. Y por
cuanto nosotros mismos, en esta fe, somos así asociados a la única
oblación salvadora, venimos a ser con Cristo una sola ofrenda. Así
podemos ofrecer nuestros propios cuerpos con el suyo, en el suyo,
en sacrificio vivo y verdadero, dando al Padre, por la gracia del
Hijo, en la comunicación de su Espíritu, el culto «racional» que
aguarda de nosotros.

462
C o n c lu s ió n

Todo esto no es sino el cumplimiento en nosotros de la palabra


de salvación, que se hizo carne por nosotros en Cristo y nos dijo
como la última palabra del corazón paterno en la cena, palabra
sellada de hecho en la cruz y que nosotros no cesamos de procla­
mar cada vez que celebramos la eucaristía hasta ia parusía. Y esta
palabra se realiza en nuestra asociación por la fe a la oración sacer­
dotal del Salvador que se dirige a la cruz, oración en la que glori­
ficamos tras él al Padre como nuestro creador y salvador, en este
mismo Hijo, por quien habíamos sido creados, en quien hemos
sido rescatados.
Como esta oración, en los labios de Cristo, pasó al acto en la
aceptación efectiva de la cruz, así pasa al acto en nuestra comunión
en el cuerpo partido y en la sangre derramada. Así brota en nos­
otros el Espíritu del Hijo. El Padre lo derrama en nuestros cora­
zones para que en adelante vivamos y muramos ya en su amor, en
el amor que el H ijo nos reveló perfectamente invitándonos a cami­
nar por sus huellas. Repetir esta oración eucarística sin comulgar
en el sacrificio que expresa y consagra no tendría más sentido que
comulgar sin hacer nuestros con la misma oración los sentimientos
que había en Cristo cuando se entregó en la cruz. Éstos se expre­
saron, en efecto, en su suprema acción de gracias y en su suprema
súplica al Padre por la venida de su reino.
Acción de gracias por los mirabilia Dei que llegan a su consu­
mación, súplica por el acabamiento de la Iglesia que será su fruto
en la parusía, memorial de la cruz, comunión en el sacrificio median­
te la comunión en la hostia que es una misma cosa con el sacerdote :
así la unidad de la eucaristía aparece infrangibie. En estas perspec­
tivas hallan su única solución aceptable los problemas no resueltos
que habíamos recordado en las primeras páginas de este libro.
El Oriente y el Occidente se han opuesto largo tiempo acerca
de la cuestión de si la eucaristía era consagrada por la recitación
de las palabras de la institución sobre el pan y el cáliz, o por la in­
vocación, la epiclesis, que pedía descendiera sobre ellos el Espíritu
Santo. Sin duda alguna hay que responder que toda la realidad
de la eucaristía procede de la sola palabra divina proferida en el
Hijo, que nos da su carne como alimento y su sangre como bebida.
Pero esta realidad es dada a la Iglesia como la realidad prometida

463
Conclusión

a su eucaristía, a la oración por la que ella se adhiere en la fe a la


palabra salvadora. Y el objeto último de esta oración es sin duda
alguna que el Espíritu de Cristo haga viva en nosotros la palabra
de Cristo.
En otros térm inos: el consagrante de todas las eucaristías es
siempre Cristo solo, palabra hecha carne, en cuanto que es para
siempre el dispensador del Espíritu, porque se entregó a la muerte
y resucitó por el poder de este mismo Espíritu. Pero en el conjunto
inseparable de la eucaristía, esta Palabra evocada por la Iglesia, y
su propia oración que invoca la realización de la palabra por el po­
der del Espíritu, se conjugan para la realización misteriosa de las
promesas divinas.
El protestantismo se opuso al catolicismo tradicional en un
momento en que éste no daba más que una expresión balbuciente
de la tradición eucarística, para afirmar que la cruz no se había
reiterado, sino que sólo su memorial se celebró entre nosotros. Es
verdad. Pero este memorial precisamente, en la plenitud de su sen­
tido bíblico, implica a la vez una presencia misteriosa continuada
del único sacrificio ofrecido una vez, y nuestra asociación sacra­
mental a éste. De esta manera, venimos a ser oferentes con el único
sacerdote y en él, ofrecidos con la única víctima y en ella. Sólo así
puede la cruz del Salvador convertirse en fuente de ese culto «racio­
nal», en el que ofrecemos nuestros propios cuerpos, todo nuestro
ser, en sacrificio vivo y verdadero, a la voluntad del Padre, recono­
cida, aceptada, glorificada.
Finalmente, por encima de todo, la presencia eucarística de Cris­
to en los elementos, de su sacrificio en las celebraciones renovadas,
viene a ser inteligible.
Como lo comprendieron dom Casel y su escuela, el misterio eu-
carístico es inseparablemente misterio de la presencia del Redentor
mismo y de su acto redentor. Pero la explicación debe buscarse, no
en una analogía, forzada y engañosa, con los misterios paganos,
sino en la noción, completamente bíblica y judía, del memorial.
El memorial es una prenda simbólica dada por la palabra divina
que realiza en la historia los mirabilia Dei, prenda de su presencia
continuada, siempre activa en nosotros y para nosotros, que nos la
apropiamos por la fe. En la antigua alianza estaba presente la pas-

464
Conclusión

cua en cada una de sus celebraciones litúrgicas renovadas, porque


el descenso de Dios y su intervención, tornando al pueblo para li­
brarlo de la ignorancia y de la muerte, se perpetuaban en ellas con
vistas al acabamiento de este pueblo.
En la cena, donde quedó decidida la cruz, donde ésta recibió su
sentido salvador de acto libre y soberano por el que Cristo la aceptó,
en la visión proclamada del designio paterno y de su realización,
halló su propia realización la pascua de la antigua alianza. Ahora
ya todo el pueblo de Dios, toda la humanidad rescatada que ha de
entrar en él, se halla «recapitulada», según se expresa la epístola
a los Efesios, en el cuerpo de Cristo, es decir, en la realidad total
de su humanidad, la cual a su vez se realiza supremamente en esta
ofrenda suprema a la voluntad del Padre. Ahora ya la humanidad
salvada, el pueblo de Dios definitivo, no tiene sustancia sino en esta
humanidad de Cristo, a la que su muerte voluntaria entrega al po­
der de resurrección del Espíritu. El pan y el cáliz, objeto de la eu­
caristía, vienen a ser, pues, inseparablemente el memorial del Sal­
vador y del acto saludable.
Esto quiere decir que nosotros, volviendo a hacer por orden de
Cristo y por la virtud de su palabra aceptada por la fe de la Igle­
sia, su eucaristía sobre el pan y el cáliz, reconocemos en ellos, por
la fe, las prendas eficaces de su cuerpo y de su sangre, los cuales,
entregados por nosotros en la cruz, nos son dados efectivamente
hic et nunc. Venimos, por tanto, a ser un solo cuerpo con él, por el
poder de su Espíritu. Por el hecho mismo, el acto salvador, inmor­
talizado en el cuerpo glorificado, con la respuesta humana perfecta
que es inseparable de él, se hace nuestro, viene a ser, por el Espí­
ritu, el principio de nuestra vida renovada, en vida de hijos en el
Hijo. Esto está presente, objetivamente, en la celebración eucarís-
tica, la cual no hace sino actualizar en nosotros la única ofrenda
consagrada en la cena, como en los elementos sacramentales nos
son objetivamente presentados el cuerpo y la sangre para que no
seamos ya más que uno con el Único. Pero esto no está presente
de esta manera sino para hacerse nuestro por la fe, una fe en la que
todo el ser se entrega a la voluntad del Padre revelada en su pala­
bra, asi como en la Palabra hecha carne se realizó esta voluntad
en nuestro mundo.

465
C o n c lu s ió n

Así pues, los protestantes, siguiendo en particular a Calvino,


no se equivocan al no ver en la eucaristía más que un diálogo entre
la palabra divina y la fe del hombre nuevo en Cristo. Pero este diá­
logo tiene toda ia realidad de la palabra creadora y salvadora, ve­
nida a ser en la cruz el hecho dominador de la historia. De esta
manera, si el pan y el vino siguen siendo pan y vino para los senti­
dos, la fe, que reconoce su significado atestiguado por la palabra,
capta las realidades que esta palabra, en el Espíritu, le comunica. Y
por esta misma razón, la fe nos entrega nosotros mismos, con la mis­
ma realidad del Espíritu que se apodera de nosotros, a la conforma­
ción de nuestro ser con el ser de Cristo, de nuestra vida con su cruz.
Nosotros recibimos el cuerpo de Cristo y somos hechos este cuerpo.
Anunciamos la muerte saludable de Cristo y la llevamos en nos­
otros, crucificados con él para resucitar con él.
Esto equivale a decir que las realidades objetivas del misterio
sacramental no se nos dan tan realmente sino para ser objeto de una
adhesión no menos real en la fe. Por esto no se nos dan en los ele
mentos sacramentales sino en conjunción con la oración eucarística:
la oración que reconoce, en la alabanza exultante, el acto salvador,
re-creador, y que se entrega a él en la invocación de su realización
en nosotros, invocación que tiene la seguridad de ser oída por estar
fundada en la prenda, en el memorial objetivo que nos dio Dios en
Cristo únicamente para que se lo representemos con esta plena se­
guridad de la fe.
Esto nos lleva de la meditación sobre el misterio eucarístico a
su realización concreta en la celebración litúrgica.
Este misterio es el «misterio de la fe». No puede celebrarse sino
en la fe. Su celebración es propiamente el acto de fe por excelencia
de toda la Iglesia. Da Iglesia, puesta en la misa en presencia del ob­
jeto de su fe, total y uno, el «misterio», se lo apropia, o más bien
se entrega a él.
E'l alimento de la fe es la palabra de Dios. Fue, por tanto, una
evolución completamente natural la que llevó a la Iglesia a celebrar
el ágape eucarístico como conclusión del oficio de lecturas bíblicas
desde el momento, o casi, en que los cristianos dejaron de frecuen­
tar las sinagogas. Querer separarlos de nuevo sería, no sólo un
arcaísmo gratuito, sino una regresión absurda. El sentido de la ho-

466
Conclusión

milía, al final del oficio de las lecturas debe consistir en servir de


transición de la palabra anunciada a la palabra que se realiza en
nosotros mismos por el sacramento del sacrificio. Jesús mismo, el
primero, según san Juan, no celebró la eucaristía generadora de
todas las otras sino acompañándola con sus enseñanzas supremas,
en el momento preciso en que todo lo que había anunciado iba a
consumarse en el acto único de la cruz.
Más aún. Para que el misterio eucarístico sea celebrado como
«el misterio de la fe», es preciso que lo sea en un acto de fe, do más
efectivo posible, de la Iglesia en todos sus miembros. De ahí la im­
portancia de una oración eucarística en que se exprese en forma
plena, directa, comprensible, esta fe viva que se abre al misterio.
Hemos visto cómo la tradición judía preparó progresivamente el
molde en que debía verterse esta oración, así como la palabra del
Antiguo Testamento preparaba la palabra del Evangelio. Hemos
visto también cómo poco a poco se fueron desprendiendo las gran­
des fórmulas, hechas clásicas, de la eucaristía de la Iglesia. Puede
decirse que no la expresan perfectamente, en todo su relieve, sino
todas juntas, a la manera como los cuatro evangelios expresan el
Evangelio.
L,a idea propuesta a veces, de volver a formas arcaicas, como
la de la eucaristía de Hipólito, o la de Adday y de Mari, en su for­
ma originaria, es también un arcaísmo regresivo que no se puede
sostener. Estas formas primeras de la eucaristía, por venerables
que sean, no adquieren todo su sentido, al igual que las berakoth
de las comidas, de las que proceden, sino añadidas a ias otras gran­
des berakoth que seguían inmediatamente a las lecturas de la Sa­
grada Escritura. Hemos visto que de hecho, cuando la Iglesia pri­
mitiva no empleaba todavía sino esta eucaristía rudimentaria, su
celebración suponía siempre la recitación anterior, en el oficio de
las lecturas entonces distinto, de estas otras berakoth, con el sanctus
y las intercesiones y conmemoraciones.
Desde el momento en que se reunieron los dos oficios se cons­
tituyó una eucaristía sintética y total mediante la reunión de aque­
llas diferentes eucaristías elementales. Añadamos todavía que, como
ya lo comprendían los judíos, las berakoth litúrgicas, en su con­
junto, no cobran todo su sentido sino cuando se prolongan, en la

467
Conclusión

vida del judío piadoso o del cristiano fiel, con una actitud constante­
mente reanudada, de oración y de sacrificio eucarísticos. Toda
nuestra vida, en efecto, y todas las cosas con nosotros deben ser
consagradas por la eucaristía a la gloria de Dios, en Cristo, por el
poder del Espíritu Santo.
La eucaristía ideal no tiene una forma única en la tradición,
sino formas complementarias que se iluminan mutuamente. El
modelo sirio es más sistemático que el modelo romano y alejan­
drino. Ilustra la unidad profunda de la oración eucarística. Pero
difumina un tanto los elementos primeros, que superpone y fusiona
con peligro de que se borre el relieve original. Éste, por el contra­
rio, queda intacto en Roma como en Alejandría.
La eucaristía completa es siempre una confesión de Dios como
creador y redentor, por Cristo, y más particularmente una glorifi­
cación de Dios que nos ilustra con su conocimiento, nos vivifica con
su propia vida, en el don supremo de su propio Espíritu. Es al
mismo tiempo súplica con que se implora que el misterio celebrado
tenga en nosotros, en la Iglesia consumada en todos sus miembros,
toda su realización. Concluye con la presentación a Dios del mate­
rial de este misterio sagrado, en la invocación que consiguiente­
mente se le dirige para que consagre nuestra unión al sacrificio
de su Hijo y la lleve a su perfección escatológica por la virtud
del Espíritu. Así todos juntos, unos en el Ünico, glorificaremos
eternamente al Padre con las potencias angélicas. Esta invocación
suprema condensa en sí misma todas nuestras súplicas por el creci­
miento de la Iglesia, cuerpo de Cristo, y por la salud del mundo,
y corona la súplica que resumía todas las demás: que el Padre
acepte, en el memorial de su Hijo, todas las oraciones y todos los
sacrificios que le presenta su pueblo, convertidos en una sola ora­
ción, en un solo sacrificio, la propia eucaristía de Cristo y su pro­
pia cruz,
Esta oración es una oración totalmente sacerdotal, es decir, que
no puede ser pronunciada sino en nombre de la Cabeza, por el que
le representa en medio de todos, obispo o sacerdote. Pero se pro­
nuncia por todos nosotros y debe arrastrar a todos los miembros
tras su Cabeza a la presencia inmediata del Padre, en el santuario
celestial. Esto supone normalmente que los fieles se asocian a ella

468
C o n c lu s ió n

lo más perfectamente posible. Hay, por tanto, que regocijarse de la


restauración de su pronunciación por el celebrante, de tal forma
que todos la puedan oir perfectamente, así como de su participación
común, expresada por las respuestas iniciales, por el canto del
sanctus y del benedicíus y, por lo menos, del amén final.
Separar de esta eucaristía las oraciones por la Iglesia so pre­
texto de remitirlas a¡ ofertorio, sería mutilarla, como ya lo hemos
explicado. Si la acción de gracias por el misterio es aquí su motivo
básico, no es menos esencial la súplica por su plena realización en
la Iglesia. Repitámoslo una vez más: ¿No nos muestra san Juan
a Jesús en la cena elevando al Padre su oración sacerdotal por la
consumación de los suyos en él?
El canon romano, restituido a tal uso, refrescado para los fieles
con una explicación penetrada de la tradición que lo produjo — pese
a teorías de fantasía, cuya vanidad creemos haber m ostrado— es
una de las formulaciones más ricas y más puras de esta oración.
El autor de este libro, juntamente con otros liturgistas y con
dom Bernard Botte en cabeza, había sugerido no ha mucho que
además del canon romano y de formularios tomados de lo mejor
de la antigua tradición galicana, se extendiera a la Iglesia occiden­
tal un formulario, por lo menos, de los más típicos de la tradición
oriental, por ejemplo, la eucaristía de san Basilio, preferentemente
en su forma más antigua conservada por la Iglesia de Alejandría.
En cuanto al primer punto (la vuelta a la eucaristía del tipo
galicano antiguo), el segundo de los nuevos formularios eucarís-
ticos romanos responde plenamente a nuestra sugerencia. L,a se­
gunda propuesta ha sido sostenida con el mayor rigor por el Secre­
tariado para la unidad. No cabe, en efecto, la menor duda de que la
Iglesia latina no podría dar paso más decisivo para un acercamiento
con los orientales. Pero además, la eucaristía basiliana utilizada no
solamente para las celebraciones ecuménicas más o menos excepcio­
nales, sino también, como en la Iglesia bizantina, para las ferias de
cuaresma, constituiría una preparación ideal para las celebraciones
pascuales.
Sin embargo, las autoridades romanas, sin descartar esta posi­
bilidad para el futuro, han juzgado conveniente aguardar, antes
de- ponerla en práctica, a que los católicos de rito latino se hayan

469
C o n c lu s ió n

familiarizado con los nuevos formularios de que hemos hablado


en nuestro capítulo primero y que son ciertamente los más apro­
piados para ampliar y profundizar su viva comprensión de toda la
tradición católica tocante a la eucaristía.
Esta renovación será, naturalmente, facilitada en gran manera
por la facultad ampliamente otorgada de celebrar estas eucaristías,
a! igual que el canon romano restaurado, en la lengua del pueblo.
No por ello se ha dejado de poner el mayor empeño en redactar
las nuevas eucaristías en un latín fiel a las expresiones y al estilo
de la gran tradición romana, respetando el cursus que permite
cantarlas solemnemente, al igual que el canon romano. Cuanto
mejor se conozcan y más profundamente se comprendan estos
formularios, y el canon romano con ellos, tanto más fácil será,
cuando se dé el caso, a los fieles bien formados, como a todas las
reuniones católicas internacionales, usar todos estos textos en su
lengua original. Fórmulas que generaciones sucesivas repitieron
antes que nosotros o que serán comunes a todos los católicos de
Occidente, son de un valor demasiado elevado para que vayamos
a desaprovecharlas. No lo olvidemos: la eucaristía no une sola­
mente a los que están materialmente alrededor del altar, sino, con
ellos, también a los de todos los tiempos y de todos los lugares. Así
como un conservativismo muerto se opondría a su vitalidad, así tam­
bién un frenesí de actualización y de localización estrechas sería
contrario a la catolicidad en que debe introducirnos la eucaristía.
Como lo ha declarado tan enérgicamente el Concilio en su Consti­
tución sobre la liturgia, y como lo recordaba el papa hace menos
de un año en una sesión plenaria del Consilium, no hay lugar a op­
ción entre las ventajas de la lengua vulgar y las de una lengua tra­
dicional, cuyo largo uso la ha cargado de valores imperecederos.
Unas y otras ventajas deben completarse armoniosamente en la
práctica. Pero lo que importa por encima de todo, ya se trate de
lengua vulgar o del latín, para una celebración activa, consciente y
fructuosa de toda la liturgia, y especialmente de la eucaristía, es
comprender que las mejores reformas de los textos no servirán
de nada si sólo se aplican como mero' cambio de rúbricas. Es una
renovación en profundidad lo que deben suscitar estos mismos cam­
bios : un redescubriniiento vivo del sentido de la eucaristía, de sus

470
Conclusión

oraciones constitutivas, de sus temas fundamentales, de su unidad


subyacente. Si faltara esto, los mejores textos, tanto por su fidelidad
a la tradición como por la destreza de su adaptación a la inteligencia
de nuestros contemporáneos, no pasarían de ser formas vacías. El
renuevo eucarístico será vano si no es una renovación en espíritu
y en verdad.

University of Notre-Dame, Indiana, U.S.A., en la fiesta de san B a­


silio, 1966.
Brown University, Providence, Rhode Istand, U.S.A., en la fiesta de la
Epifanía, 1968.

471

También podría gustarte