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John Ford: Caballos galopando y un vals

Posted by Jordi Bernal

“Dos de las cosas más bellas del mundo son un caballo galopando y una pareja bailando un
vals”
John Ford
Todo aquel que sienta un gusto por el cine rayano en la patología o directamente
enfermizo se ha visto envuelto alguna vez en una discusión de patio de colegio sobre
filias enfrentadas. Recuperando la infancia, que, por regla general, es la edad de incubar
pasiones pero también odios acérrimos, uno se encuentra de pronto defendiendo la obra
de individuos que no solo no conoce, sino que además murieron hace años y, en no
pocos casos, en el otro lado del mundo. Todavía peor: la vindicación, para ser absoluta,
debe tener una buena dosis de maniqueísmo, arbitrariedad y mucha víscera
ensangrentada en el debate de opuestos. Fue así como una vez, discutiendo con un
crítico de cine sobre John Ford (al que para mi más estupefacta indignación
consideraba menor a Alfred Hitchcock, e incluso a Ingmar Bergman), di con una de
las claves fundamentales de mi admiración por el director de Pasión de los fuertes. En
un momento de nuestra conversación, y creyendo tenerle contra las cuerdas dialécticas,
soltó, con fatigada displicencia, el crítico: “Ya, pero no me negarás que Ford rodó
mucha mierda”. Mucha mierda. ¡Pues claro! Para Ford el cine era, por encima de todo,
una manera de ganarse la vida. Pero también una manera de estar en el mundo. De
entretener la espera. Su rigor artístico no era óbice para cumplir con deberes
contractuales que le obligaban a coger proyectos en los que no creía, que le fastidiaban
y que, por regla general, sacaban lo peor (y era mucho) de su carácter. En contadas
ocasiones, también es cierto, optó por la vía rápida: se piraba del rodaje y cogía una de
sus célebres cogorzas, que duraban semanas, desentendiéndose por completo del
proyecto. De ahí que durante años luchara por su independencia creativa sin abandonar,
no obstante, una conciencia profesional forjada en una industria (la del cine) que, tal y
como dice Ilya Ehrenburgen el ensayo La fábrica de sueños, fabricaba películas en
una cadena de montaje: “[Henry] Ford fabrica automóviles. Gillette, cuchillas de afeitar.
La Paramount fabrica sueños. El cine es el producto del nuevo siglo. Su espíritu radica
en la velocidad”.
Así que John Ford, más allá del genio artístico, era un currela de una fábrica de sueños
producidos en cadena y a una gran velocidad. Sueños, como intentaré explicar,
maravillosos, notables, prescindibles y también nefastos. La mierda. Porque Ford tenía
muy clara la valía de su obra, pero su realismo y pragmatismo vitales le impedían
comportarse como un artista a la manera de Baudelaire. En nada era un sublime sin
interrupción, sino todo lo contrario y más. Su oficio significaba a un tiempo condena y
redención. Estos son unos apuntes de aproximación a la figura del realizador desde la
subjetividad del espectador curioso. Son, por lo tanto, unos apuntes fragmentarios sin
ánimo de exhaustividad erudita.
Me estoy contradiciendo
“Era más contradictorio que el demonio”
Peter Bogdanovich
“Si, como dijo Scott Fitzgerald, la señal de una inteligencia es la capacidad de mantener dos
ideas contradictorias en la cabeza al mismo tiempo, entonces Ford tuvo una inteligencia de
primera clase durante toda su vida”
Scott Eyman
“¿Me estoy contradiciendo? Muy bien, me estoy contradiciendo, soy amplio, contengo
multitudes”.
La pregunta retórica de Walt Whitman y su consiguiente explicación valen para definir
la personalidad de John Ford. Nacido en 1894, en el seno de una familia de inmigrantes
irlandeses y católicos en Maine (Nueva Inglaterra), su infancia tiene el sabor irlandés
que los Monty Python tan bien caricaturizaron en el Sentido de la vida. Prole
numerosa, por imperativos papales, escasez y un acento áspero que delataba su
procedencia (y que, a lo largo de los años, exageró o atenuó según interés y contexto).
Su nombre verdadero era Sean Feeney y su actitud de desplazado se formó en la
infancia, cuando le tocó ser el católico pobre entre benditos críos protestantes. A las
maneras de hurón huraño añadió una coraza emocional de la que llegaba a deshacerse
en contadas ocasiones. A Ford le daba pánico mostrar sus debilidades, sus complejos
(que no eran pocos) e, incluso, sus sentimientos. Son abundantes los testimonios y
pruebas que demuestran su generosidad, empatía y valentía moral, pero al mismo
tiempo podía llegar a ser un verdadero cabrón. Mezquino y amargado. Prueba de ello es
que, por una disputa política (la participación de Ford en un acto de Richard Nixon),
llegó a desheredar a su propio hijo. Aunque también es verdad que, a diferencia del
fariseo Hitch, Ford acabó sus días con un capital modesto (teniendo en cuenta su valía
profesional), con escasas pertenencias y con pocos derechos sobre su propia obra.
Fantaseó con ser cura primero, y luego quiso alistarse a la marina, pero parece ser que
por sus problemas de vista no fue aceptado. La clásica dicotomía entre armas y letras se
resolvió a favor de las segundas, aunque Ford siempre mantuvo una nostalgia imposible
por el hombre de acción que quiso ser. De hecho, su cine se alimenta de esa nostalgia,
de proyecciones fantaseadas en otros hombres y en otras épocas. Pero vayamos por
partes. Ford llega a Hollywood en 1913. Su hermano mayor, Francis, había empezado a
dirigir películas en la incipiente industria del cine unos años atrás. Así que el joven John
se subió al carro desempeñando distintas labores, entre las que se contaban hacer de
doble de los actores en secuencias más o menos peligrosas. De aquellos tiempos
primigenios guardó una especial simpatía por los llamados especialistas, tipos duros que
se ganaban la vida arriesgando la propia crisma para mayor gloria de los protagonistas
de los films. Ford también vio peligrar su crisma cuando, en 1915, trabajó de extra en la
mítica El nacimiento de una nación, de D.W. Griffith. Según contaba el realizador
de La Diligencia, interpretaba a un jinete del Ku Klux Klan en una escena tumultuosa
cuando, con el trote, se le movió el caparazón impidiéndole ver nada y acabó cayendo
del caballo. La anécdota la aderezó, alguna que otra vez (hay que advertir que Ford era
un embustero monumental, sobre todo en las entrevistas), con una breve charla con
Griffith después de la caída:
—¿Alguien puede traer un whisky? —preguntó el director dirigiéndose al equipo, que
había suspendido la acción después del incidente.
—No bebo, señor —mintió el extra magullado.
—El whisky es para mí —repuso Griffith.
El corte de Griffith es puro Ford. No es difícil imaginarse a Ford haciéndole la misma
broma a algún extra o a cualquier actor bisoño. No figuraría, sin embargo, en la lista de
las bromas más pesadas ni crueles de las que era capaz. Más allá de la anécdota, Ford
siempre citaba El nacimiento de una nación como una de sus películas predilectas y a
Griffith como uno de sus directores de cabecera (junto a sus amigos William
Wellman, Frank Capra, Raoul Walsh, Leo MacCarey y Jean Renoir). No en vano
Griffith pone las bases de la narrativa clásica del cine estadounidense, el nervio de la
acción con el montaje paralelo, el realismo en la forma y la sencillez conceptual.

Después del aprendizaje junto a su hermano, con quien mantuvo a lo largo de los años
una relación de admiración no exenta de competitividad (el carácter veleta e inconstante
de Francis acabó por dar al traste con su prometedora carrera detrás de la cámara, y
básicamente se dedicó a actuar en films de su hermano John), Ford inicia su andadura
como director. Se curte en el género del western. “Hago westerns”, gustaba de repetir a
lo largo de los años, con el orgullo del que se fogueó en una temática que nació menor,
popular y que, gracias en gran parte a él, fue engrandeciéndose con el paso de las
décadas. Con la Universal se hincha a hacer películas del oeste con el actor y
amigo Harry Carey. La colaboración con Carey es fundamental en la evolución del
cineasta, puesto que en estos primeros años empieza a perfilar los personajes
desclasados, marginados e incluso sociópatas que, un par de décadas más tarde,
empezaría a encarnar John Wayne. De hecho, en la escena final deCentauros del
desierto, Wayne se lleva la mano al codo derecho en un gesto típico de Carey. Un
homenaje al amigo muerto. Pero, como siempre en Ford, nada era fácil ni simple. Con
Harry Carey, al igual que con los pocos pero buenos amigos que conservó, mantuvo una
amistad entrecortada. De ser totalmente encantador y generoso con una persona, Ford
podía pasar a ser inmisericorde, retorcido, atribuir ofensas a comentarios casuales, ver
traiciones en actos sin intención alguna. Pero al final siempre acababa arrepintiéndose.
En el funeral de Harry Carey, el hijo de este, Harry Carey Jr., recuerda que Ford se
desplomó literalmente entre sollozos. Una estampa que impresionó a muchos. El
inescrutable y terrible Jack hecho un amasijo de lágrimas y mocos en el suelo de la
iglesia. Al pequeño Carey lo incorporó a su compañía (actores y técnicos que trabajaban
siempre en sus películas) como muestra de lealtad. Años después, en el aniversario de la
muerte de su padre, Carey Jr. pidió permiso a Ford para ausentarse del rodaje y visitar la
tumba de su padre: “Ve, querido, y llévale un ramo de lilas. Tu padre adoraba las lilas”,
respondió con aparente emoción y exceso de solemnidad el director. Cuando llegó a su
casa, el joven le comentó a su madre que había puesto un ramo de lilas a los pies de la
tumba paterna por requerimiento de Ford. “¿Que le llevaras lilas, te ha dicho? ¡Si a tu
padre le importaban un rábano las flores!”. La necesidad de ahogar las emociones
mediante el distanciamiento humorístico. En la vida llevó la contradicción como una
losa, en su cine fue un toque de genialidad.
En los primeros años veinte del pasado siglo, empieza a trabajar para la Fox. Rueda su
primera superproducción, El caballo de hierro (1924), centrada en la construcción del
célebre ferrocarril transcontinental entre 1863 y 1869. Ford demuestra su habilidad para
domeñar grandes equipos, una madurez técnica consolidada y una profesionalidad
reñida con el despilfarro. La historia, además, le permite ahondar en una temática que
desarrollará a lo largo de su filmografía: la construcción de la sociedad estadounidense
moderna, los sacrificios individuales por el bien colectivo y el progreso, la solidaridad
frente a las adversidades. En este escenario los héroes solitarios quedan apartados. En
Ford se produce la tensión interna entre el orden colectivo y la libertad individual. Le
fascina el ejército por su estructura jerarquizada, por ser una unidad férrea, pero, al
mismo tiempo, se identifica con los antihéroes, los marginados, con los tipos fuera de
época y de lugar. La síntesis de todas las contradicciones llegará con Ethan Edwards
de Centauros… y Tom Doniphon de El hombre que mató a Liberty Valance.
Es un tipo raro, al decir incluso de los que le conocieron mejor. Un solitario, un
sentimental vergonzante de una sensibilidad tensa, como cuerda de violín, un inseguro
presto a los halagos y un tímido ensimismado que busca reconocimiento social. Harry
Carey Jr lo diseccionó a la perfección: “Era un hombre único y complejo. Era un
hombre machista, pero también delicado y artístico, tierno y cariñoso. Sus manos y sus
ojos eran muy delicados. Pero había una parte de él que le impelía a desear ser
físicamente como John Wayne. Quería ser un irlandés fortachón, pendenciero, bebedor:
hacer lo que John Wayne hacía y resolver con sus puños una pelea, cosa de la que no
era capaz. Así que llevó ese deseo a la pantalla. Eso formaba parte de su genialidad”.
Testarudo, trabajador y corriente
“Recibí una carta divina de Jack”
Katharine Hepburn
“Cuando alguien llamaba a Ford el mayor poeta de la saga de los westerns, este
replicaba: No soy un poeta y no sé qué es la saga de los westerns. Diría que no es más
que una gilipollez. Solo soy un director testarudo, trabajador y corriente”,
escribe Ronald L. Davis en The Glamour Factory. Los grandes estudios de
Hollywood. En los años treinta la afirmación de Ford no puede ser más cierta. Hace el
tránsito del silente al sonoro sin problemas. De hecho, pese a ser un director de acción,
los diálogos enriquecen el relato y potencian la coreografía de las escenas. En esa etapa
toca todos los palos e incorpora el cuadro humorístico, los personajes secundarios que
ofrecen un contrapunto de humor a la narración y que se convertirán en rúbrica
personal. Todavía no domina la creación de emociones. Le falta el estilo singular. Está a
un paso de convertirse en un eficiente artesano, en un director de estudio a la manera
de Victor Fleming o Henry King. Según sostiene el crítico y director Peter
Bogdanovich (buen conocedor de la obra fordiana) será una mujer quien, a mediados de
los años treinta, le infunda la confianza necesaria para que finalmente encuentre su
propio camino en el cine. Esa mujer es Katharine Hepburn. Con ella rueda María
Estuardo (1936), melodrama histórico de escaso interés (tanto es así que el
actor Thomas Mitchell, cuando Ford se ponía borde, le replicaba: “Recuerda, vi María
Estuardo”), y con ella vive una historia extramatrimonial. A juzgar por los parámetros
morales de la época en Hollywood, Ford no es ni mucho menos un promiscuo ni tan
siquiera un mujeriego. Su principal problema (y que arrastra toda su vida) es el
alcoholismo, que se niega a aceptar, como Hemingway, ya que le resulta una
enfermedad poco viril. Sea como fuese, con Hepburn traba una amistad que se prolonga
toda la vida. Los dos son independientes, con un gran sentido del humor y testarudos.
La actriz ve en Ford una sensibilidad especial y es de las pocas personas que llega a
conocer bien al hombre detrás del personaje. De hecho, en la correspondencia que
mantuvieron a lo largo de los años, ella siempre le llama Sean, su nombre real.
Bogdanovich: “Los dos debieron darse cuenta del grado de felicidad que abandonaban.
La decisión, una especie de sacrificio glorioso e idealista, tiene su eco en la mayoría de
las películas posteriores de Ford: el peso del deber, la tradición, el honor y la familia
están entre sus principales temas. La atracción entre ellos, la explosividad e
independencia de sus caracteres, puede verse reflejada en varias de las relaciones
románticas claves de las películas posteriores de Ford, sobre todo en la interacción
emocional extraordinariamente rica entre Maureen O’Hara y Walter Pidgeon como
amantes prohibidos en ¡Qué verde era mi valle!, entre Wayne y O’Hara en El hombre
tranquilo, Río Grande y Escrito Bajo el sol”.
Además del efecto Hepburn, otros factores ayudan a conformar el estilo artístico de
Ford. Primero, su descubrimiento de las raíces irlandesas y su compromiso con la causa
independentista. Nunca esconderá el realizador sus simpatías por el Sinn Féin. Y luego
también será decisiva la llegada de Murnau a Hollywood, que propiciará una
revolución artística en el cine estadounidense. De esos años es El delator (1935), donde
Ford apuesta por un estilo sombrío y torturado, con claras influencias expresionistas.
Con el paso del tiempo, sin embargo, optará por la sencillez formal y el montaje directo.
Tampoco fue baladí la irrupción en el cine de aquel jugador de fútbol alto y fuerte
llamado Marion Morrison, que Raoul Walsh rebautizará para el cine como John
Wayne. Pese a que Wayne debutó con La gran jornada (1930) de Walsh, no será hasta
1939 cuando cimiente una iconografía que se mantendrá a lo largo de cuatro décadas
consecutivas. La diligencia supone un bautismo inmejorable en medio del paisaje
imponente de Monument Valley, escenario que servirá de marco impertérrito de gran
parte de los westerns de Ford.
Wayne sabe bien que aguantar todas las humillaciones en público a las que le somete
Ford es el precio que tiene que pagar para ser una estrella de cine. Para hacer algo
grande. Todavía queda mucho para convertirse en Duke, pero llegará a ser Duke gracias
a Ford. No está solo en eso. Son innumerables las víctimas del látigo verbal del
cineasta. Scott Eyman ofrece una explicación plausible a la paciencia de santo Job
“¿Por qué merecía la pena soportar su mal carácter? Además de la sensación, rara en
Hollywood, de crear algo que quizá realmente merecía la pena, estaba el humor, la feroz
lealtad, la envolvente sensación de familia y la enternecedora característica de Ford de
revelar una debilidad que siempre pretendía no tener”. También James Stewartabordó
la peculiaridad de que muchos actores quisieran seguir trabajando con él pese a su mala
leche: “Jack tenía la particularidad de conseguir que quisieras gustarle: querías caerle
bien”.
Antes de la guerra, pasados los cuarenta, realiza un puñado de films soberbios: El joven
Lincoln (1939), Hombres intrépidos (1940), Las uvas de la ira (1940), La ruta del
tabaco (1941), ¡Qué verde era mi valle! (1941). Aprende a canalizar su sensibilidad
artística mediante una mirada cercana sobre el mundo. Al igual que Yasujiro
Ozu,Roberto Rossellini o Murnau, el cine de Ford es ante todo una mirada de la
creación, una plasmación plástica (en los encuadramientos de sus westerns la influencia
de pintores como Frederic Remington y Charles Schreyvogel es evidente) de la vida
y sus emociones. Es un humanista que mira por la cámara a la altura de los ojos. No se
sitúa en la perspectiva dominante del creador (Hitchcock, King Vidor, Von Stroheim)
sino en la del observador próximo. El control emocional, los contrapuntos humorísticos
evitan la sensiblería e incluso la demagogia. No es un manipulador a la manera de
Hitchcock, e incluso Capra, sino que la emoción que despierta en el espectador es fruto
más de una exposición que de una tesis premeditada. Tal y como contó el propio
director al crítico y cineasta Bertrand Tavernier:
“No muchos movimientos de cámara. Todos los jovencitos que empiezan quieren hacer
locuras con la cámara. Es inútil. La continuidad más simple es la más eficaz: un plano y
un contraplano. Debes pasar más tiempo con los actores y el diálogo que con la cámara.
Cualquiera puede pensar en un movimiento difícil de la cámara, pero muy poca gente
consigue retener la misma sensación entre un plano general y un primer plano para
conservar la calidad de la emoción”.
Demócrata liberal y republicano de Maine
“Soy un demócrata liberal. Sobre todo soy un rebelde”
John Ford a Bertrand Tavernier
“Soy un republicano de Maine”
John Ford
“Mandadme al maldito comunista. Lo contrato”
John Ford cada vez que se enteraba de que alguien había sido incluido en una lista negra del
Comité de Actividades Antiamericanas
Siempre reconoció admiración por Abraham Lincoln, Franklin D. Roosevelt y John
F. Kennedy. Hasta los cuarenta años flirteó con principios socialistas haciendo gala de
una moral católica. Tal vez muy sensibilizado con la causa irlandesa, pone pasta de su
bolsillo (en principios en los que creía y en obras de caridad su generosidad fue
importante y supuso uno de las principales motivos de que su legado económico acabara
siendo una birria) para los defensores del orden democrático en la guerra civil española.
Costea unas ambulancias. Su sobrino Bob Ford se alista en las Brigadas Internacionales
y lucha en España. Se cartean. Es una correspondencia interesante. A John empiezan a
llegarle noticias de asesinatos de sacerdotes, de quemas de iglesias y conventos, de
violaciones de monjas. Se desmarca inmediatamente de la causa republicana. Se olvida
de España. En cualquier caso, abomina de los fascismos y encabeza un frente antinazi
en EUA por allá el 38. Cuando el pacto de no agresión entre soviéticos y nazis, recibe
críticas por parte de los comunistas por su acérrimo rechazo a los totalitarismos. Recae
sobre él la acusación de pequeño burgués liberal. Guarda, valga la anécdota, una foto
dedicada de Leni Riefenstahl. Le fascina la energía, el talento y el atractivo de aquella
mujer, pero sabe bien que es el demonio. Sí, Ford, aunque a muchos sorprenda, fue un
liberal convencido. Acusado de racista, machista, belicista, reaccionario, de facha para
abreviar, si uno lee mínimamente (su biografía) se da cuenta de sus profundas
convicciones demócratas. Sorprende (en el gruñón mezquino) una capacidad de empatía
por las causas nobles y los oprimidos. Tiene muchísimos defectos, pero su catolicismo
no adolece del más mínimo atisbo de hipocresía. Cree y cultiva la gracia y la caridad. El
perdón vale más que la culpa, la redención no cuenta sin alegría. También está esa
irremediable fascinación por llevar la contraria. Por incordiar. Conocidos suyos
comoWard Bond o John Wayne se quejan de los impuestos que pagan con Roosevelt
(¿les suena?). Ford es tajante: “Habéis ganado mucha pasta mientras él ha estado
gobernando”. Al mismo tiempo carga contra los rojos pacifistas y cierra filas con
Estados Unidos. Su única fricción con los patriotas irlandeses se produce en esa
encrucijada histórica. Hay que ayudar a los imperialistas ingleses y acabar con los
fascistas. Llega así su oportunidad de formar parte del ejército. Mueve hilos con el fin
de ocuparse de una unidad de información audiovisual y así consigue rango de oficial
(le pirran las condecoraciones y la vida militar). Participa en el conflicto bélico y
rueda La batalla de Midway (1942), uno de los documentales bélicos más valientes,
hórridos y apasionantes.
La Segunda Guerra Mundial sirve, además, para disipar sus temores y dudas. No es un
cobarde. Le pone toda esa farándula y constata su fascinación por el estamento militar.
Eso no quiere decir que sea belicista, sino que admira los códigos de conducta de la vida
castrense.
Como homenaje a los soldados sin mención en los libros de historia, rueda No eran
imprescindibles (1945) con el actor Robert Montgomery, otro veterano de guerra.
Durante el rodaje martiriza a John Wayne por no haber participado en el conflicto (de
hecho el Duke, tan presto a apoyar cualquier iniciativa bélica de su país, nunca pisó un
frente de batalla) y por desconocer detalles básicos de los protocolos militares. La
búsqueda del realismo se intensifica, tal y como prueban los westerns que dirigirá desde
entonces. Consigue dos obras maestras conPasión de los fuertes (1946) y La Legión
Invencible (1949). La primera consolida el mito de Wyatt Earp y eleva a categoría de
leyenda el tiroteo de OK Corral. Con este film, inaugura la tendencia de westerns duros
y oscuros, cortantes y a la vez líricos. Conoce bien el periodo histórico, de ahí que sepa
cuándo puede traicionar los hechos en beneficio de la ficción cinematográfica. Como
dijo una vez el productor Darryl F. Zanuck a propósito de una anécdota contada por
Ford: “Estoy convencido de que los hechos no ocurrieron de esa manera”. Por su
parte, La legión Invencible, perteneciente junto a Fort Apache (1948) y Río
Grande (1950) a la llamada “trilogía de la caballería”, posee en su ocre luz y en sus
texturas polvorientas y brumosas el anuncio de las últimas y definitivas genialidades del
director.
En aquellos años es un cineasta cotizado y de importante popularidad. Cuida su imagen
de rudo artesano hasta el desaliño. A partir de entonces pasa a ser el temible tipo del
parche que muerde un pañuelo para vencer, en los rodajes, la tensión y la tortura de las
dudas. Durante el periodo de la llamada “caza de brujas” del
senadorMcCarthy protagoniza un sonado enfrentamiento con el director Cecil B.
DeMille en una reunión del gremio de directores. A Ford le puede más el atropello a las
libertades individuales que sus fobias comunistas. Además, en el Comité de Actividades
Antiamericanas, hay larvado el antisemitismo, ya que muchos de los que están en el
punto de mira son europeos que huyeron del nazismo. Sin embargo, mantiene su
amistad con John Wayne o Ward Bond, cabezas visibles de toda aquella paranoia. De
este último llegará a decir después de su funeral: “Era un mierdas, pero era nuestro
mierdas”. De hecho, tan desquiciada fue aquella campaña que hasta un patriota
irredento como Frank Capra sufrió una investigación por parte del comité. Ford, con
todas sus condecoraciones a cuestas, intercedió por él.
Let’s Go Home, Debbie
“El poeta cinematográfico supremo de los regresos a casa y las despedidas, de las últimas
paradas y de las causas perdidas”
Andrew Sarris
“Y tendré algo de paz allí, porque la paz viene goteando con calma”
W.B. Yeats
La filmografía de Ford, en la década de los cincuenta, está marcada por el regreso y la
despedida. Regreso a Irlanda con El hombre tranquilo (1952) y The Rising of the
Moon (1957), y el desarraigo ambulante, la despedida deCentauros del desierto. Alterna
algún trabajo de estudio con sus proyectos personales. Y muy personal e intransferible
es la adaptación que encarga a su guionista habitual Frank S. Nugent de una narración
menor deMaurice Walsh. Su productora Argosy consigue contrato con Republic y así
se traslada a la tierra de sus ancestros para rodar una comedia dichosa y jovial, vitalista
y luminosa, con veladas referencias autobiográficas. El protagonista, que interpreta John
Wayne, se llama Sean, y el personaje de Maureen O’Hara, Mary Kate, síntesis nominal
de sus dos grandes amores: su mujer Mary y Katharine Hepburn. A ello hay que añadir
que Ford, en ese momento, tenía una especie de rollo con O’Hara, así que la proyección
ficticia se complica. El mismo Wayne se percató de la identificación del director con el
protagonista, cuando le pedía más intensidad en las secuencias de tensión sexual entre
los dos personajes. Más que nunca Ford vivía en la piel de Wayne. Vivía en el cine.
Pero en esta comedia telúrica (en la vuelta al Innisfree de Yeats) la enseñanza es dura y
realista. La felicidad se gana a puñetazos. Así que aquel boxeador que huyó de la
miseria emigrada deberá demostrar que se merece (según los códigos morales de los
ancestros) a la mujer que quiere. El hombre tranquilo devuelve el placer puro del cine
en una estruendosa pelea final que retorna a los orígenes más anárquicos y felizmente
descerebrados del medio.
En grandeza, Centauros del desierto no le va a la zaga a El hombre tranquilo. Definida
como “una especie de epopeya psicológica” por el propio Ford, la historia del hombre
que busca a su sobrina/hija, secuestrada por los indios, con el único fin de matarla se
abre y se cierra con la misma puerta. Y en el medio el tortuoso viaje de Ethan Edwards,
un racista derrotado que acaba sacrificándose en aras de la comunidad. Sabe bien que es
un tipo fuera de la historia, apartado de la sociedad, pero, al mismo tiempo, respeta el
esfuerzo colectivo. En eso no se diferencia en nada del propio Ford. En John Ford. El
hombre y su cine, Tag Gallagher recoge declaraciones del realizador en este sentido:
“Me gusta hacer películas sobre gente humilde que empieza a sentir cómo crece en su
fuero interno la necesidad de respetarse a sí misma y se va volviendo consciente de su
pertenencia a una comunidad”.
Todo el odio y el ansia asesina de Ethan Edwards se disipan en el momento en el que
alza en brazos a Debbie. El contacto físico despierta el recuerdo. Ya no es un
estereotipo despreciado, sino que le devuelve la imagen infantil de su sobrina/hija. La
escena es toda una declaración de principios del cineasta.
La puerta por fin puede cerrarse. Los personajes entran en la estancia. Se mueven como
sombras en una sala de cine a oscuras, en nuestra sala, y dejan a Ethan en el umbral de
la puerta, allí donde empieza la ficción luminosa de Monument Valley, su mito y sus
historias. Pero también la condena de un tipo torturado y errante. Un peregrino eterno
que vuelve a cabalgar hacia la puerta cada vez que nosotros, desde esta sala oscura,
volvemos a invocarlo. Y hemos perdido la cuenta de las veces que lo hemos hecho.
Con esta despedida, Ford seguiría siendo el más grande. Pero se empeña en dirigir más.
Su salud empieza a debilitarse. No para, sin embargo, de buscar nuevos proyectos.
Dirige algunas películas notables —Escrito bajo el sol (1957), Un crimen por
hora (1958), El sargento negro (1960), Dos cabalgan juntos (1961)— pero cada vez le
cuesta más encontrar financiación. A pesar de todo, en los sesenta rueda su última obra
maestra: El hombre que mató a Liberty Valance (1962). A diferencia de la minuciosa
odisea (física y psicológica) de Centauros…, este film se desarrolla básicamente en
interiores y en decorados de estudio. Tiene todos los tintes de aquello que ha dado
enllamarse “obra testamentaria”. Rodada en blanco y negro, El hombre… aglutina los
grandes temas que Ford ha ido desbrozando durante medio siglo: la construcción de la
sociedad moderna (el film se abre y se cierra con el ferrocarril), el sacrificio colectivo e
individual, la leyenda que se impone a la historia (por cierto, el discurso final de El
caballero oscuro (2008) de Christopher Nolan debe mucho al célebre apotegma
fordiano “cuando los hechos se convierten en leyenda, imprime la leyenda”), el
desarraigo de aquellos para los cuales el presente ya es futuro. En este aspecto, Tom
Doniphon y Liberty Valance son las dos caras de la misma moneda. Su enfrentamiento
marca una secuencia memorable, de una puesta en escena canónica y vibrante.
Antes de la retirada aún tiene tiempo para filmar la libérrima comedia La taberna del
irlandés (1963), un canto a la dignidad del pueblo indio en El gran combate (1964), El
soñador rebelde (1965), que tuvo que terminar Jack Cardiff, y Siete mujeres (1966),
una de sus obras más incomprendidas y que bien merece tener un sitio entre sus grandes
obras.
Sus últimas palabras inteligibles, el 31 de agosto de 1973, fueron para pedir un cigarro.
El primero en llegar a su funeral fue el actor Woody Strode. El crítico Joseph
McBride, autor del monumental Tras la pista de John Ford, cuenta que se acercó a
John Wayne en el cementerio para preguntarle por su amistad con el cineasta. Con ojos
enrojecidos, el actor consiguió articular un: “Bueno, llegué a conocerle un poco” y se
fue alejando con el singular y perezoso movimiento de cadera, arrastrando los pies (tal y
como le había enseñado “el capitán”: “Duke, no des saltitos como un marica”) en un
postrer homenaje al viejo hijo de perra irlandés. Antes del fundido en negro final.

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