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Resumen.- Hay una paradoja inherente a la educación, por la que esta es la a vez conservadora –pues
tiene por función preservar la continuidad social- y crítica –pues debe propiciar individuos autónomos y
libres-. Este ensayo trata de reformular esa paradoja atendiendo a la manera contradictoria en que la
modernidad trata el binomio individuo-comunidad, y del papel que espacio público, la cultura y la
educación juegan en ello. Esa reformulación nos permite preferir la expresión de mundo común –en el
sentido arendtiano de mundo- en lugar de comunidad; y proponer la educación como la vía para permitir
el acceso al (y enseñar el amor del) mundo común a individuos que, por ello se hacen singulares, sujetos
libres capaces de vivir en la cultura, definida como la capacidad de saberse acompañado cuando se está
solo, y de preservar la propia soledad y autonomía cuando se está en compañía.
1. Comenzaré con una obviedad. Y es que la educación ha sido siempre una tarea
paradójica, contradictoria. Por un lado, la educación existe de hecho para asegurar la
continuidad de los grupos sociales, y su misión es transmitir a los nuevos individuos del
grupo, todavía inmaduros, todos los saberes, intereses y destrezas que constituyen el
tejido social de ese grupo y en el que se desarrolla la vida de los adultos1. En esa
medida, la educación tiene que integrar a los individuos dentro del grupo, insertarlos en
un sistema de creencias y un modo de vida, y el éxito de esa tarea requiere una fuerte
dosis de desindividualización y de homogeneización. Incluso en grupos que pretenden
definirse por la pluralidad y diversidad de sus miembros –como es el caso de las
sociedades modernas-, la educación tiene que consistir en un adiestramiento que
requiere una alta docilidad de los educandos. Más, todavía, cuando se trata de
sociedades complejas y muy tecnificadas, como es el caso de las sociedades modernas.
Este primer lado de la paradoja es el que hace que la educación sea considerada como
eminentemente conservadora, y que para muchos críticos, al menos desde el
Romanticismo –si no desde el Gorgias platónico-, la educación sea un mecanismo de
opresión y de destrucción de las posibilidades individuales de acción y de pensamiento.
1
Así,
considerando
la
educación
como
una
“necesidad
de
la
vida”
empieza,
justamente,
el
libro
de
2
La
cita
de
Goethe
está
en
Dichtung
und
Wahrheit,
I,
2.
Ver,
también
Gadamer,
„Sprache
und
Verstehen“,
en
Wahrheit
und
Methode,
II,
Tübingen,
Mohr,
1991,
pág.
189.
3
“Razonad,
pero
obedeced”,
era,
también,
el
paradójico
lema
de
Kant
al
final
de
su
ensayo
“Respuesta
a
la
pregunta
¿Qué
es
la
Ilustración”,
en
Werke
in
12
Bände,
Francfort,
Suhrikamp,
vol.
11,
pág.
61.
tragarse su propia contradicción, el educador consiga llevar adelante la práctica
educativa.
La vida es conflicto. Es la teoría, que nace de la vida misma, de la reflexión sobre sus
experiencias negativas, la que conceptualiza ese conflicto como contradicción, haciendo
visibles sus dos extremos, exacerbándolos. La práctica, que es el tejido de las acciones
humanas continuadas, deshace las contradicciones ignorándolas o, como es el caso de
los educadores que he señalado, haciéndolas suyas. Pero es el papel de la teoría hacer
más visible la contradicción, explotar la paradoja tensando sus extremos, para que el
conflicto que es la vida se haga más visible y, quizá, quién sabe, podamos entender
mejor nuestras prácticas. En este caso, la de la educación y su paradoja. Es lo que voy a
hacer en esta intervención.
A favor del individuo, puede expresarse como la singularidad de uno mismo frente a la
impersonalidad de la masa social, o como la voluntad propia frente a la abulia dócil del
rebaño, o como la sacralidad del mundo privado frente a la corrupción de lo público, o
como la nobleza del aristócrata frente a la vulgaridad agresiva del hombre-masa. O
como una minoría selecta frente a las mayorías amorfas, o como la libertad del
individuo frente a las imposiciones, tendencialmente totalitarias, del Estado. A favor de
lo colectivo, en cambio, se expresaría como la bestia asocial frente a la ley común de la
pólis, o como el excéntrico frente a la medida consensuada de la comunidad, o como el
egoísmo privado frente al interés general, o como el individualismo particularista frente
al bien común.
Ningún otro tiempo ha declarado tan radicalmente la autonomía del individuo, ninguno
ha instado a cada uno a ser él mismo, o ella misma, al margen de todas las tradiciones y
de todos los grupos, salvo los que él mismo eligiese. Pero, a la vez, ningún otro tiempo
ha entregado al individuo con tanta inclemencia a las fuerzas ciegas de la economía, de
la burocracia, de los cataclismos políticos y sociales. Para luego –en las sociedades
modernas más desarrolladas- reducir la autonomía del individuo a la banalidad del
capricho consumista; y a la vez, ofrecerle al individuo desamparado el acogimiento de
la identidad compacta de algún grupo: una nación, un fundamentalismo religioso o
político, un simple equipo de fútbol o, de modo genérico, la masa.
Sin duda, las masas no tienen ya ni la importancia, ni la realidad que se les atribuyó
durante el siglo XX por parte de muchos críticos de la cultura, como germen de los
sistemas totalitarios. Puede, además, que, como enseñaba Hannah Arendt, el problema
de la sociedad de masas estuviera más en la llamada sociedad que en las masas
mismas.4 Pero en ellas se daba algo que las permitía ser moldeadas por los
totalitarismos y que, seguramente, no ha desaparecido todavía. Arendt lo describía
como la eliminación de la distancia, la desaparición del espacio vacío que permite
respirar dentro de una comunidad: en los totalitarismos, las masas apretaban a los
hombres unos contra otros hasta hacer del grupo “un solo hombre”5.
3. Ciertamente, esta visión tan pesimista que presento de la sociabilidad humana es solo
un lado del asunto. Viene a decir, un poco para seguir el modelo freudiano, que el
hombre, para salir del desamparo y la angustia que conlleva su condición de viviente,
busca refugio sometiéndose al grupo cerrado y homogéneo, el cual le acoge al precio de
la exclusión más o menos violenta del otro y de la anulación de las diferencias internas.
Así es como se agrupan los hombres para no hacer el bien. Pero, como digo, es solo un
lado del asunto; el lado de la barbarie, que no se debe a una maldad innata del ser
humano, sino a su forma más inmediata de socializarse.
Es, insisto, sólo un lado del asunto. Del otro, está eso que Aristóteles llamó la política, y
que Hannah Arendt nos ha descrito en el siglo XX como el espacio público. En la polis,
los ciudadanos no aparecían como miembros de un ethnos, de una tribu o familia
particular, sino que formaban parte de un grupo plural y diverso6. Se creaba así una
esfera pública, un espacio abierto, común porque no es de nadie, donde los hombres,
desatados de su pertenencia étnica, o de clan, o de tribu, se encuentran para deliberar y
para actuar juntos manteniendo su singularidad. Para formar parte de esa polis hace falta
una educación, una paideía, cuyo objeto no es ya insertar a un individuo en un grupo
cerrado y así garantizar la pervivencia del grupo, sino formar un sujeto capaz de vivir en
ese espacio abierto común. Estos dos inventos, tan preciosos y frágiles, que son el
espacio público y la cultura como formación, como educación, no resuelven la enorme
tensión entre los polos del individuo y la comunidad que he descrito-no pueden hacerlo,
4
“The
Crisis
of
Culture.
Its
Social
and
its
Political
Significance”,
in
Between
Past
and
Future,
London,
7
No
entro
en
ellos
aquí.
Pero
el
lector
puede
consultar:
Agamben,
La
comunidad
que
viene,
Valencia,
Pre-‐textos,
1998;
de
Esposito,
entre
otros,
Comunidad,
inmunidad
y
biopolítica,
Barcelona,
Herder,
2009,
y
de
Maurice
Blanchot,
La
communauté
inavouable,
Patris,
Editions
de
Minuit,
2004
8
Kant,
Crítica
del
Juicio,
§
40.
una de las definiciones más certeras que se ha dado de la educación.9 En todo caso, ese
acto del juicio requiere de la distancia, de un alejamiento entre los individuos que es lo
contrario de la intimidad forzada propia de la comunidad excluyente. De lo que se
deduce, y sobre ello volveremos al final, que la verdadera educación debe ser una
educación para la distancia, más que para la pertenencia a una comunidad.
Ciertamente, esa esfera pública, que en gran medida es un espacio inhóspito, a veces
hostil para el individuo, requiere en Arendt del contrapeso de un mundo privado, un
mundo de la intimidad que sea refugio y acogida frente a la intemperie de lo público.
Así era el en el mundo griego, en el oikos, así era en el siglo de las luces, cuando la
familia, el lugar privado de la intimidad y de las emociones, surge paralelamente a la
esfera pública que impulsaba las transformaciones del mundo moderno. El mundo
público necesita del mundo privado, pero, “la esfera pública empieza allí donde el amor
y los vínculos de sangre se terminan.”10 Y, desde luego, la difícil relación entre lo
público y lo privado ha sido uno de los argumentos de la historia del mundo moderno.
También de su fracaso. Últimamente, no tanto porque lo público –o el Estado- haya
tomado posesión de las vidas individuales, como a veces se quejan los
autodenominados liberales, sino porque el espacio público se ve continuamente
invadido por las vidas privadas y las intimidades de personajes más o menos célebres, o
porque los argumentos para la discusión pública se extraen del mundo privado de las
emociones.11
En el esquema que estoy proponiendo, el espacio público, espacio vacío, lugar de la
acción y de la libertad, se distingue de la comunidad, entendida como denso lugar de los
vínculos más estrechos. Sin embargo, las acciones de los hombres en el espacio público
son, como también sabían los griegos, efímeras, y no tienen más consistencia que la de
la memoria. La actividad de los hombres requiere de una infraestructura duradera sobre
la que sus acciones puedan desarrollarse y en la que pueda realmente escenificarse lo
público. La vida humana, decía Arendt,
“en sí misma requiere un mundo, porque necesita un espacio sobre la tierra mientras
dure su estancia en ella. Cualquier cosa que hagan los hombres para darse un cobijo y
9
Gadamer
la
resume
así:
“Bildung
significa
poder
ver
las
cosas
desde
el
punto
de
vista
de
otro”,
en
2002,
p.55
11
Véase,
al
respecto,
la
crítica
de
Arendt
a
Rousseau
en
On
Revolution,
London,
Penguin,
2006,
pág.
49
sigs.
O,
más
recientemente,
Pascal
Brückner,
La
tentación
de
la
inocencia,
Barcelona,
Anagrama,
1996
poner un techo sobre sus cabezas –incluso las tiendas de las tribus nómadas- puede
servir como un hogar sobre la tierra para lo que vivan en esos momentos […]. En
sentido propio de la palabra, ese hogar mundano se convierte en mundo caundo la
totalidad de las cosas fabricadas se organiza de modo que pueda resistir el proceso
consumidor de la vida de las personas que habitan en él y, de esa manera, sobrevivirlas.
Hablamos de cultura en el caso exclusivo de que esa supervivencia esté
asegurada[…].”12
Las cosas fabricadas son el resultado de la obra humana, ese tipo de actividad que
produce cosas objetivas, concretas, con un principio y un fin, a diferencia de la labor,
que produce para el consume para el mantenimiento de la vida biológica en contacto
con la naturaleza, y a diferencia de la acción, la más propiamente humana de las
actividades, pero efímera e incontrolable. Las cosas duraderas: una herramienta, una
mesa, un edificio, pero también una catedral, una novela, una sinfonía, todo lo que
llamamos cultura, proporcionan el entablado en el que los hombres se reconocen, se
encuentran e interactúan.
Frente a una noción de comunidad que se constituye sobre la violencia y que
proporciona el consuelo de la pertenencia al precio de la individualidad más propia,
quiero entender el mundo común, obra tangible y duradera de los hombres, “en el que
entramos cuando nacemos y que dejamos atrás cuando morimos”13 como el lugar sobre
el que los individuos establecen los vínculos sociales y se acercan unos a otros. El
mundo común no es todavía el espacio público, ese área donde de despliegan y
difuminan las grandes acciones de los individuos; tampoco es estrictamente necesario
para el mantenimiento de la vida: de hecho, los animales se desenvuelven perfectamente
sin él, y por eso podía decir Heidegger, el maestro de Arendt (al menos en esto), que el
animal no tiene mundo, sino solo entorno (Umwelt). Y por eso es el mundo, el mundo
común, más que la comunidad, lo que le proporciona una casa al hombre en el
desamparo de su existencia. Una casa que, en la cultura, en el arte, en la memoria, en
los saberes acumulados y filtrados por el tiempo colectivo, le permiten al ser humano
comprender algo de sí mismo y proceder a actuar.
Por eso, lo que la educación transmite al individuo nuevo que llega no es la pertenencia
a una comunidad, sino la disponibilidad de este mundo común y, a la vez, el amor de
12
“Crisis
of
culture”,
o.c.
pág.
206
13
Arendt,
Human
Condition,
University
of
Chicago
Press,
p.55
él.14 Más que insertarlo en una comunidad pre-existente instilándole una serie de
destrezas, rituales y rasgos identitarios para que ésta se reproduzca, lo que la educación
en este sentido hace es ponerle sobre una construcción objetiva de sentido, en cierto
modo impersonal, en la que el individuo puede ganar orientación. Es impersonal –pues
no consta de personas a las que amar, sino de obras humanas, en gran medida artísticas-,
pero es reconocida como digna de durar y ser transmitida; y no es todavía el espacio
público, el lugar para la acción, pero es sobre él, orientándose en él, como el individuo
puede actuar en público y llegar a ser él mismo. Por eso, la educación y la cultura, como
la política del espacio público que se despliega sobre ella, es el único remedio –frágil
remedio, fina capa sobre el fondo de la barbarie- que se ha inventado para sostener la
brutal tensión de lo individual con lo comunitario.
Así, sin duda alguna, la educación sigue siendo eminentemente conservadora, como
decíamos al principio, en el primer lado de nuestra paradoja. Pero ya no como opresión
de lo individual, sino como posibilitación del desarrollo de la individualidad dentro de
un mundo duradero que sirve de referencia y orientación.
14
“Por
amor
al
mundo”
es
el
título
de
la
biografía
de
Hannah
Arendt
por
Elizabeth
Young-‐Bruehl.
Hannah
Arendt.
For
the
Love
of
the
World,
Yale
UP.
2006.
intercambiables.15 Cuando hablamos de sujetos humanos en cuanto individuos, hemos
de tener en cuenta que “el individuo tiene el destino de llevar su vida de manera
universal”16: es decir, que su vida, su actividad, su comportamiento tiene lo “universal
como su punto de partida y como resultado”: no se actúa en cuanto mero individuo
abstracto, sino en cuanto miembro de una nación, o de una profesión, o de cualquier
otra colectividad: cada uno está atravesado de esa universalidad y la realiza
concretamente en su existencia individual singular. Por eso, con Hegel, la noción de
singular para a expresar un “ser humano completamente individualizado”17, un sí-
mismo singular plenamente diferente, en cuanto que es él mismo, de los otros
individuos que forman parte de una especie particular. En la singularidad de cada uno se
concretiza la universalidad en la que vive, de la que parte, y se produce la subjetividad
absoluta que cada uno es. Por eso, no es un individuo abstracto, sino un “singular”, en
tanto que tal, un sujeto libre.
Dejo aquí de lado los muchísimos problemas, no sólo de interpretación, que esta noción
de singularidad tiene dentro de la Lógica y de la Filosofía política de Hegel. Por
supuesto, no dejarían de tener importancia para nuestro tema de hoy, y para la filosofía
política actual. Pero, para los efectos de nuestra discusión, quisiera retener que la noción
de singularidad es más rica y compleja que la de individuo, en tanto que este se da como
una simple abstracción –objeto ya no divisible, resultado último de una división o
separación a partir de lo general-; mientras que lo singular implica la realización
concreta y subjetiva de una condición universal.
Dicho de otro modo: no se educan tanto a individuos como a “singulares”, y la tarea de
cada uno al formarse, al educarse, es realizarse dando libremente concreción a las
determinaciones universales que tiene, o que le tocan: la de ser un ser humano, un
brasileño o un español, un ser sexuado, un ciudadano…
Mi propuesta entonces, es que el camino de la educación no puede ser guiar individuos
para integrarlos en un colectivo que, o bien puede ser un agregado impersonal de
individualidades más o menos intercambiables y atomizadas (como en la llamada
sociedad), o bien puede ser la comunidad densa y cerrada con la que el individuo tiene
que identificarse. Tampoco se trata de “formar singularidades”, en la medida en que la
15
Véase
Enzyklopaedie
der
philosophischen
wissenschaften,
Hamburgo,
Félix
Meiner,
1996,
§
303,
pág.
473
16
Grundlinien der Philosophie des Rechts, Frankfurt, Suhrkamp, § 258, p.399.
17
Habermas,
“Wege
der
Detranszentalizierung.
Von
Kant
zu
Hegel
und
zurück“,
en
Wahrheit
und
18
Nietzsche,
Morgenröthe,
Kritische
Studienausgabe,
Frankfurt,
DTV,
3.
§443,
pág.
270.
Puede
verse
también,
sobre
esto,
el
estudio
de
Elenilton
Neukamp,
Nietzsche,
o
profesore,
Portoalegre,
2008,
pág.
56.
CV breve
Antonio
Gómez
Ramos
es
profesor
titular
de
Filosofia
en
la
Universidad
Carlos
III
de
Madrid,
España.
Ha
sido
director
del
Programa
de
Postgrado
en
Humanidades
de
la
Universidad
Carlos
III
de
Madrid.
Ha
publicado
libros
y
artículos
sobre
Hermenéutica
y
sobre
Filosofía
de
la
historia,
y
ha
editado
en
castellano
autores
cásicos
alemanes
y
angloamericanos.
Su
campo
de
investigación
abarca
la
teoría
de
la
subjetividad,
la
hermenéutica
y
la
teoría
de
la
interpretación,
especialmente
en
lo
que
se
refriere
a
los
problemas
de
traducción
y
de
comprensión
intercultural.
También
el
problema
de
la
historicidad
y
de
la
comprensión
del
tiempo
histórico
y
del
pasado
como
memoria,
especialmente
en
su
importancia
para
la
formación
de
los
sujetos
individuales
y
para
la
política
democrática.
Ha
editado
y
traducido
a
autores
clásicos
alemanes
y
angloamericanos.
Entre
sus
libros
publicados
se
encuentran:
Entre
las
líneas.
Gadamer
y
la
pertinencia
de
traducir,
2000,
Dilthey:
dos
escritos
sobre
hermenéutica,
2002,
Diálogo
y
deconstrucción:
los
límites
del
encuentro
entre
Gadamer
y
Derrida,
1998,
Figuras
del
tirano
(coed.
Con
Guido
Cappelli),
2007.
Su
última
publicación
importante
ha
sido
una
traducción,
en
edición
bilingüe
y
anotada,
de
la
Fenomenología
del
Espíritu
de
Hegel
(Madrid,
2010).