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SINGULARIDAD ENTRE EL MUNDO Y EL ESPACIO PÚBLICO: PARADOJAS Y


TAREAS DE LA EDUCACIÓN
Antonio Gómez Ramos
Universidad Carlos III de Madrid

Resumen.- Hay una paradoja inherente a la educación, por la que esta es la a vez conservadora –pues
tiene por función preservar la continuidad social- y crítica –pues debe propiciar individuos autónomos y
libres-. Este ensayo trata de reformular esa paradoja atendiendo a la manera contradictoria en que la
modernidad trata el binomio individuo-comunidad, y del papel que espacio público, la cultura y la
educación juegan en ello. Esa reformulación nos permite preferir la expresión de mundo común –en el
sentido arendtiano de mundo- en lugar de comunidad; y proponer la educación como la vía para permitir
el acceso al (y enseñar el amor del) mundo común a individuos que, por ello se hacen singulares, sujetos
libres capaces de vivir en la cultura, definida como la capacidad de saberse acompañado cuando se está
solo, y de preservar la propia soledad y autonomía cuando se está en compañía.

1. Comenzaré con una obviedad. Y es que la educación ha sido siempre una tarea
paradójica, contradictoria. Por un lado, la educación existe de hecho para asegurar la
continuidad de los grupos sociales, y su misión es transmitir a los nuevos individuos del
grupo, todavía inmaduros, todos los saberes, intereses y destrezas que constituyen el
tejido social de ese grupo y en el que se desarrolla la vida de los adultos1. En esa
medida, la educación tiene que integrar a los individuos dentro del grupo, insertarlos en
un sistema de creencias y un modo de vida, y el éxito de esa tarea requiere una fuerte
dosis de desindividualización y de homogeneización. Incluso en grupos que pretenden
definirse por la pluralidad y diversidad de sus miembros –como es el caso de las
sociedades modernas-, la educación tiene que consistir en un adiestramiento que
requiere una alta docilidad de los educandos. Más, todavía, cuando se trata de
sociedades complejas y muy tecnificadas, como es el caso de las sociedades modernas.
Este primer lado de la paradoja es el que hace que la educación sea considerada como
eminentemente conservadora, y que para muchos críticos, al menos desde el
Romanticismo –si no desde el Gorgias platónico-, la educación sea un mecanismo de
opresión y de destrucción de las posibilidades individuales de acción y de pensamiento.

                                                                                                               
1  Así,  considerando  la  educación  como  una  “necesidad  de  la  vida”  empieza,  justamente,  el  libro  de  

Dewey,  Democracy  and  Education,  Nueva  York,  Free  Press,  1997.  


Por el otro lado de la paradoja, sin embargo, la educación tiene sentido para la
formación de individuos libres y autónomos. El ser inmaduro, recién llegado al mundo,
no sólo tiene que alcanzar autonomía física para sostenerse por sí solo en un mundo de
adultos. La diferencia entre que esté realmente educado o no es que, en el primer caso,
recibir una educación le abre las vías para desarrollar su propia subjetividad, para ser
más rico y pleno interiormente, y por eso, para estar más formado y ser, por ello, más
libre. O bien, con esa expresión ilustrada sobre la que volveré luego: para pensar por sí
mismo. En esa medida, al menos desde la perspectiva subjetiva, la educación no
homogeneiza, como parecía al principio, sino que enseña al individuo a distanciarse del
grupo social en el que ha nacido y en el que, de un modo natural, había de llevar su
vida, o de ser llevado. En este segundo lado de la paradoja, entonces, la educación no es
conservadora, sino crítica, y lleva en su seno la posibilidad de la liberación.
Todo educador en sentido amplio (los maestros, los padres) es consciente de esta
paradoja, y trata de mediar en ella con su práctica. Sabe que Goethe tenía razón cuando
decía que “si los niños siguieran crecieran del modo en que apuntan, no tendríamos
nada más que genios”, y sabe que la escuela (o la vida misma, con la escuela como
medio) tiene que asfixiar las genialidades de los niños de tres años2; pero sabe, también,
que una comunidad de puros genios sería inhabitable, y que la buena educación consiste
en darle al futuro adulto los medios para desarrollar y madurar algo de lo que se apunta
en esas genialidades, las cuales, en todo caso, las iba a abortar la vida misma, o el
sistema de disciplina social en el que ese adulto habría de vivir. De ese modo, el
individuo educador traslada dentro de sí la paradoja, y quiere, como padre, que sus hijos
sean libres pero que obedezcan3; o quiere, como profesor, que sus alumnos piensen por
sí mismos pero sigan sus instrucciones, que se alejen pero que se lleven su marca. Es
posible que la internalización de esa paradoja sea lo que hace del educador una figura
un poco cómica, si no ridícula, a ojos del educando (por eso, la crueldad de los alumnos
con sus profesores) e incluso del observador externo (por eso, la incomprensión que
muchas veces tienen los ciudadanos y sus gobernantes para con la labor del profesor).
Pero puede ser, también, que merced a ese sacrificio de internalizar la paradoja, o de

                                                                                                               
2   La   cita   de   Goethe   está   en   Dichtung   und   Wahrheit,   I,   2.   Ver,   también   Gadamer,   „Sprache   und  
Verstehen“,  en  Wahrheit  und  Methode,  II,  Tübingen,  Mohr,  1991,  pág.  189.  
3   “Razonad,   pero   obedeced”,   era,   también,   el   paradójico   lema   de   Kant   al   final   de   su   ensayo  

“Respuesta  a  la  pregunta  ¿Qué  es  la  Ilustración”,  en  Werke  in  12  Bände,  Francfort,  Suhrikamp,  vol.  
11,  pág.  61.  
tragarse su propia contradicción, el educador consiga llevar adelante la práctica
educativa.

La vida es conflicto. Es la teoría, que nace de la vida misma, de la reflexión sobre sus
experiencias negativas, la que conceptualiza ese conflicto como contradicción, haciendo
visibles sus dos extremos, exacerbándolos. La práctica, que es el tejido de las acciones
humanas continuadas, deshace las contradicciones ignorándolas o, como es el caso de
los educadores que he señalado, haciéndolas suyas. Pero es el papel de la teoría hacer
más visible la contradicción, explotar la paradoja tensando sus extremos, para que el
conflicto que es la vida se haga más visible y, quizá, quién sabe, podamos entender
mejor nuestras prácticas. En este caso, la de la educación y su paradoja. Es lo que voy a
hacer en esta intervención.

2. Lo que he llamado la paradoja de la educación no es intrínseca a ella, sino que nace


de la tensión entre las dos realidades a las que ella sirve: el individuo y la comunidad.
Al servicio de la comunidad, hace que esta se reproduzca transmitiendo el saber
colectivo e integrando en ella a los nuevos individuos. Al servicio del individuo, le hace
crecer hasta sí mismo y le da medios para tener un lugar en el mundo, también para
enfrentarse a la comunidad. La tensión brota luego entre ellos mismos, entre el
individuo y el grupo, y puede expresarse de diversas formas, a favor de uno o de otro.

A favor del individuo, puede expresarse como la singularidad de uno mismo frente a la
impersonalidad de la masa social, o como la voluntad propia frente a la abulia dócil del
rebaño, o como la sacralidad del mundo privado frente a la corrupción de lo público, o
como la nobleza del aristócrata frente a la vulgaridad agresiva del hombre-masa. O
como una minoría selecta frente a las mayorías amorfas, o como la libertad del
individuo frente a las imposiciones, tendencialmente totalitarias, del Estado. A favor de
lo colectivo, en cambio, se expresaría como la bestia asocial frente a la ley común de la
pólis, o como el excéntrico frente a la medida consensuada de la comunidad, o como el
egoísmo privado frente al interés general, o como el individualismo particularista frente
al bien común.

No es difícil vislumbrar en cada una de estas expresiones a un filósofo y su concepción


correspondiente de la educación. Pero si la educación es contradictoria, es porque los
polos del individuo y de la colectividad no significan una alternativa, sino una oposición
inevitable. No es o lo uno o lo otro, sino que siempre hay los dos polos, cada uno de
ellos pudiendo tensarse hasta el extremo. Ni tampoco hay un punto intermedio. En el
buscado término medio no hay nada, salvo el hombre, el ser humano, que, una vez
situado allí, tiene a reproducir los dos extremos. Pues lo cierto es que a este animal
social que es el hombre le cuesta mucho vivir su socialidad sin entregarse a la brutalidad
exclusivista de un grupo, sin sacrificar su particularidad a una totalidad comunitaria –un
clan, un partido, una secta, una religión, una tribu, una nación- que excluye todas las
particularidades. Aristóteles enseñaba que fuera de la polis sólo puede vivir una bestia o
un dios. Pero, luego, vemos con qué facilidad, en lugar de pólis, lo que hay es un grupo
que se autodiviniza y convierte en bestias a sus miembros.

No es pesimismo antropológico lo que estoy expresando. El hombre no es por


naturaleza agresivo, o malo; más bien, como enseñaba Pascal, todas sus calamidades le
vienen de su incapacidad para estarse quieto y a solas; pero luego, cuando se junta con
otros, decía también Pascal, nunca es para hacer el bien, y el mal que hace un grupo, en
grupo, consiste en la exclusión de otro, y en su persecución. Es decir, la brutalidad no le
viene al animal social humano de su individual animalidad (de lo que él fuera antes de
entrar en el grupo), sino de su pertenencia grupal, a la vez que nadie puede ser individuo
sin tener algún vínculo social, de cualquier modo que se construya este. Sobre esta
tensión, que está en la relación misma del individuo con el grupo, en la sociabilidad del
hombre, trabaja la educación. Pero antes de examinar cómo puede hacerlo, será
interesante detenerse brevemente en el significado de esta época que llamamos
modernidad, porque en ella esa tensión se ha hecho mucho más fuerte.

Ningún otro tiempo ha declarado tan radicalmente la autonomía del individuo, ninguno
ha instado a cada uno a ser él mismo, o ella misma, al margen de todas las tradiciones y
de todos los grupos, salvo los que él mismo eligiese. Pero, a la vez, ningún otro tiempo
ha entregado al individuo con tanta inclemencia a las fuerzas ciegas de la economía, de
la burocracia, de los cataclismos políticos y sociales. Para luego –en las sociedades
modernas más desarrolladas- reducir la autonomía del individuo a la banalidad del
capricho consumista; y a la vez, ofrecerle al individuo desamparado el acogimiento de
la identidad compacta de algún grupo: una nación, un fundamentalismo religioso o
político, un simple equipo de fútbol o, de modo genérico, la masa.
Sin duda, las masas no tienen ya ni la importancia, ni la realidad que se les atribuyó
durante el siglo XX por parte de muchos críticos de la cultura, como germen de los
sistemas totalitarios. Puede, además, que, como enseñaba Hannah Arendt, el problema
de la sociedad de masas estuviera más en la llamada sociedad que en las masas
mismas.4 Pero en ellas se daba algo que las permitía ser moldeadas por los
totalitarismos y que, seguramente, no ha desaparecido todavía. Arendt lo describía
como la eliminación de la distancia, la desaparición del espacio vacío que permite
respirar dentro de una comunidad: en los totalitarismos, las masas apretaban a los
hombres unos contra otros hasta hacer del grupo “un solo hombre”5.

3. Ciertamente, esta visión tan pesimista que presento de la sociabilidad humana es solo
un lado del asunto. Viene a decir, un poco para seguir el modelo freudiano, que el
hombre, para salir del desamparo y la angustia que conlleva su condición de viviente,
busca refugio sometiéndose al grupo cerrado y homogéneo, el cual le acoge al precio de
la exclusión más o menos violenta del otro y de la anulación de las diferencias internas.
Así es como se agrupan los hombres para no hacer el bien. Pero, como digo, es solo un
lado del asunto; el lado de la barbarie, que no se debe a una maldad innata del ser
humano, sino a su forma más inmediata de socializarse.
Es, insisto, sólo un lado del asunto. Del otro, está eso que Aristóteles llamó la política, y
que Hannah Arendt nos ha descrito en el siglo XX como el espacio público. En la polis,
los ciudadanos no aparecían como miembros de un ethnos, de una tribu o familia
particular, sino que formaban parte de un grupo plural y diverso6. Se creaba así una
esfera pública, un espacio abierto, común porque no es de nadie, donde los hombres,
desatados de su pertenencia étnica, o de clan, o de tribu, se encuentran para deliberar y
para actuar juntos manteniendo su singularidad. Para formar parte de esa polis hace falta
una educación, una paideía, cuyo objeto no es ya insertar a un individuo en un grupo
cerrado y así garantizar la pervivencia del grupo, sino formar un sujeto capaz de vivir en
ese espacio abierto común. Estos dos inventos, tan preciosos y frágiles, que son el
espacio público y la cultura como formación, como educación, no resuelven la enorme
tensión entre los polos del individuo y la comunidad que he descrito-no pueden hacerlo,
                                                                                                               
4  “The  Crisis  of  Culture.  Its  Social  and  its  Political  Significance”,  in  Between  Past  and  Future,  London,  

Penguin,  1957,  pág.  197  


5  Origins  of  Totalitarianism,  London,  Harcourt,  pág.  466  
6  Aristóteles,  Política,  1261a  
porque en esa tensión consiste la sociabilidad humana-; pero gracias a esos dos inventos
algunos individuos, algunos grupos, pueden mantenerse en esa tensión y vivir en común
sin volverse locos ni producir bestias.
Dicho de otro modo: la educación, de la que he partido diciendo que es contradictoria -
porque a la vez quiere anular al individuo insertándolo dentro del grupo y darle la
ocasión de su realización liberándolo de él-, es también la que permite que haya una
vida, y una vida en común que soporte la enorme tensión de la sociabilidad humana, su
“sociable insociabilidad”, como la llamaba Kant. Seguramente, esto solo puede
entenderse si hacemos algunas precisiones conceptuales que, de algún modo, expliquen
la distancia que hay entre el propio título de este congreso: “interactividad, singularidad,
mundo común”, y el tema de esta mesa “Individuo, comunidad, educación”. En
concreto, me interesa aclarar el camino que va de la comunidad a la idea de un mundo
común, y del individuo a su singularidad. Pues ese es el camino en el que puede tener
sentido la educación como formación de individuos… singulares.

4. La comunidad, la reivindicación de la comunidad amenazada por la desintegración


moderna, ha sido un motivo frecuente del siglo XX, al menos desde la célebre
distinción por el sociólogo Ferdinand Tönnies entre comunidad y sociedad, o
Gemeinschaft y Gesellschaft. Mientras que la comunidad se definía como un tipo de
agrupación colectiva basada en estrechas vinculaciones humanas (de sangre, de nación,
de espíritu), la sociedad se caracterizaba por la separación y atomización que producía
entre los individuos. En la recepción alemana y tardorromántica, sobre todo a partir de
la Jugendbewegung, la comunidad se valoró siempre de manera positiva, mientras que
la sociedad se identificaba con las tendencias desintegradoras y alienantes del
capitalismo y de la atomizada sociedad moderna. Evidentemente, planteado así, tal
como se recibió en la Alemania de la primera postguerra mundial, el pensamiento de la
comunidad (no el de Tönnies) iba a estar asociado los movimientos de Blut und Boden
que desembocarían en el nazismo (o en el comunismo como espejo de este). Pero la
reivindicación de la comunidad ha estado presente siempre como remedio para el
aislamiento y desarraigo del hombre moderno, y pervive todavía hoy en la disputa de
filosofía política entre comunitarismo y liberalismo, al igual que hay muchos intentos
de pensar la comunidad sin caer en la nostalgia de un mundo premoderno (Agamben,
Esposito, Blanchot, etc.).7
Con todo, la noción de comunidad va unida a un tipo de vinculación emocional e íntima
entre sus miembros que los aproxima hasta unificarles. Puede adoptar la forma del
amor, pero también puede simularla, y dejar de ella sólo la disolución del individuo en
una unidad mayor, pero no su efecto vivificante. De hecho, la pregunta es si lo que se
puede alcanzar, y de hecho se desea, en el mundo privado e íntimo de dos seres –el
amor-, es pensable para un colectivo amplio de seres humanos, ya sea este un grupo
limitado, un pueblo, una nación o la humanidad entera. Precisamente, es la pretensión
de que sea así la que desata toda la brutal tensión y violencia excluyente de lo colectivo
a la que me he referido al comienzo.
Los críticos de esta concepción estrecha de la comunidad siempre han reivindicado la
distancia, sin la cual ninguna convivencia es posible. Arendt reconocía en el
totalitarismo la asfixia, la clausura de todo espacio entre los ciudadanos, precisamente
para hacer de ellos “un solo hombre”. Y proponía como alternativa (basándose en el
modelo de la polis griega) un espacio público, abierto, necesariamente vacío –un ágora-
en el que los ciudadanos, como sujetos plurales e iguales, podían salir a actuar, a la
interacción política donde podían hacerse un nombre y ser reconocidos como tales entre
sus conciudadanos. Es en ese espacio donde tiene lugar la política, donde los individuos
compiten entre ellos por brillar y existir, pero también donde comparten palabras y
acciones, y donde hacen grandes cosas juntos. No es un espacio de exclusión, donde el
individuo se somete a la violencia de la comunidad, sino la apertura de la pluralidad y
de la diferencia. Y la pluralidad sólo puede darse por la capacidad que tienen los
sujetos, en tanto que animales políticos, para pensarse en el lugar de otros. Pensarse en
el lugar de otro, decía Kant, lo que corresponde a la facultad de juzgar, significa poder
abstraerse de las propias condiciones particulares, subjetivas, y mirar las cosas desde un
punto de vista general, que solo es posible porque “uno puede imaginarse en el lugar de
otro”8. Y la elevación hasta un punto de vista general, esa salida del mundo propio para
conocer mundos ajenos y así, también, un modo no particular de ver las cosas, ha sido

                                                                                                               
7  No  entro  en  ellos  aquí.  Pero  el  lector  puede  consultar:  Agamben,  La  comunidad  que  viene,  Valencia,  

Pre-­‐textos,  1998;  de  Esposito,  entre  otros,  Comunidad,  inmunidad  y  biopolítica,  Barcelona,  Herder,  
2009,  y  de  Maurice  Blanchot,  La  communauté  inavouable,  Patris,  Editions  de  Minuit,  2004    
8  Kant,  Crítica  del  Juicio,  §  40.  
una de las definiciones más certeras que se ha dado de la educación.9 En todo caso, ese
acto del juicio requiere de la distancia, de un alejamiento entre los individuos que es lo
contrario de la intimidad forzada propia de la comunidad excluyente. De lo que se
deduce, y sobre ello volveremos al final, que la verdadera educación debe ser una
educación para la distancia, más que para la pertenencia a una comunidad.
Ciertamente, esa esfera pública, que en gran medida es un espacio inhóspito, a veces
hostil para el individuo, requiere en Arendt del contrapeso de un mundo privado, un
mundo de la intimidad que sea refugio y acogida frente a la intemperie de lo público.
Así era el en el mundo griego, en el oikos, así era en el siglo de las luces, cuando la
familia, el lugar privado de la intimidad y de las emociones, surge paralelamente a la
esfera pública que impulsaba las transformaciones del mundo moderno. El mundo
público necesita del mundo privado, pero, “la esfera pública empieza allí donde el amor
y los vínculos de sangre se terminan.”10 Y, desde luego, la difícil relación entre lo
público y lo privado ha sido uno de los argumentos de la historia del mundo moderno.
También de su fracaso. Últimamente, no tanto porque lo público –o el Estado- haya
tomado posesión de las vidas individuales, como a veces se quejan los
autodenominados liberales, sino porque el espacio público se ve continuamente
invadido por las vidas privadas y las intimidades de personajes más o menos célebres, o
porque los argumentos para la discusión pública se extraen del mundo privado de las
emociones.11
En el esquema que estoy proponiendo, el espacio público, espacio vacío, lugar de la
acción y de la libertad, se distingue de la comunidad, entendida como denso lugar de los
vínculos más estrechos. Sin embargo, las acciones de los hombres en el espacio público
son, como también sabían los griegos, efímeras, y no tienen más consistencia que la de
la memoria. La actividad de los hombres requiere de una infraestructura duradera sobre
la que sus acciones puedan desarrollarse y en la que pueda realmente escenificarse lo
público. La vida humana, decía Arendt,
“en sí misma requiere un mundo, porque necesita un espacio sobre la tierra mientras
dure su estancia en ella. Cualquier cosa que hagan los hombres para darse un cobijo y

                                                                                                               
9  Gadamer  la  resume  así:  “Bildung  significa  poder  ver  las  cosas  desde  el  punto  de  vista  de  otro”,  en  

Koselleck&Gadamer,  Historia  y  Hermenéutica,  Barcelona,  Paidós,  pág.  125.    


10  Plessner,  Grenzen  der  Gemeinschaft.  Eine  Kritik  des  sozialen  Radikalismus,  Frankfurt,  Suhrkamp,  

2002,  p.55  
11  Véase,  al  respecto,  la  crítica  de  Arendt  a  Rousseau  en  On  Revolution,  London,  Penguin,  2006,  pág.  

49  sigs.  O,  más  recientemente,  Pascal  Brückner,  La  tentación  de  la  inocencia,  Barcelona,  Anagrama,  
1996  
poner un techo sobre sus cabezas –incluso las tiendas de las tribus nómadas- puede
servir como un hogar sobre la tierra para lo que vivan en esos momentos […]. En
sentido propio de la palabra, ese hogar mundano se convierte en mundo caundo la
totalidad de las cosas fabricadas se organiza de modo que pueda resistir el proceso
consumidor de la vida de las personas que habitan en él y, de esa manera, sobrevivirlas.
Hablamos de cultura en el caso exclusivo de que esa supervivencia esté
asegurada[…].”12

Las cosas fabricadas son el resultado de la obra humana, ese tipo de actividad que
produce cosas objetivas, concretas, con un principio y un fin, a diferencia de la labor,
que produce para el consume para el mantenimiento de la vida biológica en contacto
con la naturaleza, y a diferencia de la acción, la más propiamente humana de las
actividades, pero efímera e incontrolable. Las cosas duraderas: una herramienta, una
mesa, un edificio, pero también una catedral, una novela, una sinfonía, todo lo que
llamamos cultura, proporcionan el entablado en el que los hombres se reconocen, se
encuentran e interactúan.
Frente a una noción de comunidad que se constituye sobre la violencia y que
proporciona el consuelo de la pertenencia al precio de la individualidad más propia,
quiero entender el mundo común, obra tangible y duradera de los hombres, “en el que
entramos cuando nacemos y que dejamos atrás cuando morimos”13 como el lugar sobre
el que los individuos establecen los vínculos sociales y se acercan unos a otros. El
mundo común no es todavía el espacio público, ese área donde de despliegan y
difuminan las grandes acciones de los individuos; tampoco es estrictamente necesario
para el mantenimiento de la vida: de hecho, los animales se desenvuelven perfectamente
sin él, y por eso podía decir Heidegger, el maestro de Arendt (al menos en esto), que el
animal no tiene mundo, sino solo entorno (Umwelt). Y por eso es el mundo, el mundo
común, más que la comunidad, lo que le proporciona una casa al hombre en el
desamparo de su existencia. Una casa que, en la cultura, en el arte, en la memoria, en
los saberes acumulados y filtrados por el tiempo colectivo, le permiten al ser humano
comprender algo de sí mismo y proceder a actuar.
Por eso, lo que la educación transmite al individuo nuevo que llega no es la pertenencia
a una comunidad, sino la disponibilidad de este mundo común y, a la vez, el amor de

                                                                                                               
12  “Crisis  of  culture”,  o.c.  pág.  206  
13  Arendt,  Human  Condition,  University  of  Chicago  Press,  p.55  
él.14 Más que insertarlo en una comunidad pre-existente instilándole una serie de
destrezas, rituales y rasgos identitarios para que ésta se reproduzca, lo que la educación
en este sentido hace es ponerle sobre una construcción objetiva de sentido, en cierto
modo impersonal, en la que el individuo puede ganar orientación. Es impersonal –pues
no consta de personas a las que amar, sino de obras humanas, en gran medida artísticas-,
pero es reconocida como digna de durar y ser transmitida; y no es todavía el espacio
público, el lugar para la acción, pero es sobre él, orientándose en él, como el individuo
puede actuar en público y llegar a ser él mismo. Por eso, la educación y la cultura, como
la política del espacio público que se despliega sobre ella, es el único remedio –frágil
remedio, fina capa sobre el fondo de la barbarie- que se ha inventado para sostener la
brutal tensión de lo individual con lo comunitario.
Así, sin duda alguna, la educación sigue siendo eminentemente conservadora, como
decíamos al principio, en el primer lado de nuestra paradoja. Pero ya no como opresión
de lo individual, sino como posibilitación del desarrollo de la individualidad dentro de
un mundo duradero que sirve de referencia y orientación.

5. Esto me lleva al otro recorrido que quería hacer hoy, de la individualidad a la


singularidad. “Singular” es un precioso término lógico cuya relación con “individuo”,
en tanto que son cuasi sinónimos, no está clara a primera vista. En la lógica tradicional,
el singular es el término más bajo dentro de la serie species, genus, ens singularis,
donde ese ente singular es un ejemplar individual más entre todos los ejemplares
pertenecientes a la especie (un gato entre todos los gatos individuos de la especie gato,
que pertenece a su vez al género felino). Como tal, esos entes singulares son
perfectamente intercambiables. Si cada uno de ellos es un individuo, ya depende de
cómo se entienda esta noción.
Pero, al menos desde Hegel, la relación entre lo universal, lo particular y lo singular no
es la de una simple subsunción, de mayor a menos generalidad. Visto así, lo universal
sólo se entiende de modo abstracto, y los entes singulares son individuos concretos en
cuanto que cada uno se da como un objeto, pero sin relación interna con la
universalidad, salvo la de formar un conjunto de seres indiferenciados e

                                                                                                               
14  “Por  amor  al  mundo”  es  el  título  de  la  biografía  de  Hannah  Arendt  por  Elizabeth  Young-­‐Bruehl.    

Hannah  Arendt.  For  the  Love  of  the  World,  Yale  UP.  2006.  
intercambiables.15 Cuando hablamos de sujetos humanos en cuanto individuos, hemos
de tener en cuenta que “el individuo tiene el destino de llevar su vida de manera
universal”16: es decir, que su vida, su actividad, su comportamiento tiene lo “universal
como su punto de partida y como resultado”: no se actúa en cuanto mero individuo
abstracto, sino en cuanto miembro de una nación, o de una profesión, o de cualquier
otra colectividad: cada uno está atravesado de esa universalidad y la realiza
concretamente en su existencia individual singular. Por eso, con Hegel, la noción de
singular para a expresar un “ser humano completamente individualizado”17, un sí-
mismo singular plenamente diferente, en cuanto que es él mismo, de los otros
individuos que forman parte de una especie particular. En la singularidad de cada uno se
concretiza la universalidad en la que vive, de la que parte, y se produce la subjetividad
absoluta que cada uno es. Por eso, no es un individuo abstracto, sino un “singular”, en
tanto que tal, un sujeto libre.
Dejo aquí de lado los muchísimos problemas, no sólo de interpretación, que esta noción
de singularidad tiene dentro de la Lógica y de la Filosofía política de Hegel. Por
supuesto, no dejarían de tener importancia para nuestro tema de hoy, y para la filosofía
política actual. Pero, para los efectos de nuestra discusión, quisiera retener que la noción
de singularidad es más rica y compleja que la de individuo, en tanto que este se da como
una simple abstracción –objeto ya no divisible, resultado último de una división o
separación a partir de lo general-; mientras que lo singular implica la realización
concreta y subjetiva de una condición universal.
Dicho de otro modo: no se educan tanto a individuos como a “singulares”, y la tarea de
cada uno al formarse, al educarse, es realizarse dando libremente concreción a las
determinaciones universales que tiene, o que le tocan: la de ser un ser humano, un
brasileño o un español, un ser sexuado, un ciudadano…
Mi propuesta entonces, es que el camino de la educación no puede ser guiar individuos
para integrarlos en un colectivo que, o bien puede ser un agregado impersonal de
individualidades más o menos intercambiables y atomizadas (como en la llamada
sociedad), o bien puede ser la comunidad densa y cerrada con la que el individuo tiene
que identificarse. Tampoco se trata de “formar singularidades”, en la medida en que la

                                                                                                               
15  Véase  Enzyklopaedie  der  philosophischen  wissenschaften,  Hamburgo,  Félix  Meiner,  1996,  §  303,  

pág.  473  
16   Grundlinien der Philosophie des Rechts, Frankfurt, Suhrkamp, § 258, p.399.  
17  Habermas,  “Wege  der  Detranszentalizierung.  Von  Kant  zu  Hegel  und  zurück“,  en  Wahrheit  und  

Rechtfertigung.  Philosophische  Aufsätze,  Frankfurt,  Suhrkamp,  1999, pág.  200  


tarea de la autorrealización, como sujeto singular libre compete a cada uno, y puede por
eso también fracasar. De lo que se trata, más bien, es de proporcionar un acceso a las
determinaciones universales con las que cada individuo singular debe formar su propia
subjetividad, y tales determinaciones se encuentran depositadas en ese mundo común
que más arriba hemos descrito y hemos llamado, en el sentido más amplio, la cultura.
Toda esa infraestructura de la vida pública, esa casa de lo humano que se da en las
prácticas sociales y políticas, en la memoria y en la historia, en la forma de proyectar las
expectativas, en un patrimonio material y espiritual de arquitecturas, artes, literaturas,
pero también de prejuicios heredados, tiene un carácter universal y meramente abstracto
antes de que el individuo se acerque a ellos para apropiárselos en su singularidad. Es esa
apropiación la que debe facilitar la educación. Y es por esa apropiación continuada por
parte de los individuos nuevos que van llegando por la que el mundo común sigue
siendo mundo, y no una estructura muerta.
Como he sugerido más arriba, de la mano de Hannah Arendt, es la tangibilidad y
permanencia del mundo común lo que permite que el espacio público no se disuelva ni
se desarticule como un fenómeno efímero. Es el espacio de los sujetos que entran en
escena para realizar su propia identidad, para hacerse un nombre: y es un espacio que, a
diferencia de la comunidad en su noción más densa, se constituye como distancia y
vacío. Dicho de otro modo, la solidez del mundo común sostiene la ligereza de lo
público, sus espacios vacíos por los que los ciudadanos se encuentran sin identificarse,
sin hacerse comunión, para poder hacer cosas en común. En ese sentido, la educación
del mundo común es también una educación para la distancia, para la soledad del que ha
de transitar por el mundo público de la pluralidad con los otros. Es una educación para
pensar por sí mismo, o para ser libre, en un espacio plural en el que el singular se ha
apropiado de la universalidad en tanto que es capaz “de pensarse en el lugar de otros”.
Así, la paradoja de la que partíamos no se ha eliminado; pero creo que la hemos
formulado de una manera más refinada y compleja.
La apropiación del mundo común para alcanzar la propia singularidad contiene a la vez
la noción de lo común y de la propia individualidad que tiene que realizarla. Esa
apropiación, que la educación facilita, permite el acceso al a espacio público donde el
individuo, a distancia de los otros con los que interactúa, va a tener que aceptarse
inevitablemente solo, en tanto que su distancia a los otros permite que haya tal espacio.
Por eso se ha pedido a veces, por los teóricos más radicales de la educación, como
Nietzsche, que está debe enseñar, sobre todo, a “soportar la soledad”18. Pero no es
exactamente la soledad del eremita –que, por cierto, suele construirse sobre un
sentimiento fortísimo de pertenencia a una comunidad, aunque sea una comunidad
imaginaria. Es, más bien, la soledad que viene con ese mundo común de la cultura, y
que me gustaría definir, para acabar, como la capacidad para saberse acompañado
cuando se está solo, y para preservar la propia soledad e independencia cuando se está
en compañía.

                                                                                                               
18  Nietzsche,  Morgenröthe,  Kritische  Studienausgabe,  Frankfurt,  DTV,  3.  §443,  pág.  270.  Puede  verse  

también,  sobre  esto,  el  estudio  de  Elenilton  Neukamp,  Nietzsche,  o  profesore,  Portoalegre,  2008,  pág.  
56.  
CV breve

Antonio  Gómez  Ramos  es  profesor  titular  de  Filosofia  en  la  Universidad  Carlos  III  
de  Madrid,  España.  Ha  sido  director  del  Programa  de  Postgrado  en  Humanidades  
de  la  Universidad  Carlos  III  de  Madrid.  

Ha  publicado  libros  y  artículos  sobre  Hermenéutica  y  sobre  Filosofía  de  la  historia,  
y  ha  editado  en  castellano  autores  cásicos  alemanes  y  angloamericanos.  Su  campo  
de  investigación  abarca  la  teoría  de  la  subjetividad,  la  hermenéutica  y  la  teoría  de  
la   interpretación,   especialmente   en   lo   que   se   refriere   a   los   problemas   de  
traducción  y  de  comprensión  intercultural.  También  el  problema  de  la  historicidad  
y   de   la   comprensión   del   tiempo   histórico   y   del   pasado   como   memoria,  
especialmente   en   su   importancia   para   la   formación   de   los   sujetos   individuales   y  
para  la  política  democrática.  Ha  editado  y  traducido  a  autores  clásicos  alemanes  y  
angloamericanos.  
Entre   sus   libros   publicados   se   encuentran:   Entre   las   líneas.   Gadamer   y   la  
pertinencia   de   traducir,   2000,   Dilthey:   dos   escritos   sobre   hermenéutica,   2002,  
Diálogo  y  deconstrucción:  los  límites  del  encuentro  entre  Gadamer  y  Derrida,  1998,  
Figuras   del   tirano   (coed.   Con   Guido   Cappelli),   2007.   Su   última   publicación  
importante   ha   sido   una   traducción,   en   edición   bilingüe   y   anotada,   de   la  
Fenomenología  del  Espíritu  de  Hegel  (Madrid,  2010).

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