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Donde Los Angeles No Se Atreven - Allen Steele PDF
Donde Los Angeles No Se Atreven - Allen Steele PDF
Cuando el asunto del Lago Center Hill llegó a su fin, después de que las agencias correspondientes
archivaran todos los informes y los diversos subcomités mantuvieran audiencias a puertas
cerradas; después de asegurarles a todos los que disponían de la autorización pertinente que la
situación, aunque no completamente resuelta, al menos ya no era crítica… justo entonces,
mirando en retrospectiva el curso de los acontecimientos, Murphy llegó a darse cuenta de que, en
realidad, todo había comenzado la noche anterior, en el Bullfinch de la Avenida Pennsylvania.
El Bullfinch era un venerable bebedero de Capitol Hill, ubicado, en una dirección, a unas tres
manzanas del Edificio Rayburn y, en la otra, a una caminata de distancia de uno de los vecindarios
más infestados de delincuencia de Washington. Era el lugar preferido por los auxiliares del
Congreso para almorzar y en la hora feliz lo invadían los periodistas, pero al anochecer se
transformaba en la guarida post-oficina de los empleados federales de una decena de
departamentos y agencias diferentes. Después de doce horas de trabajo, con las camisas
manchadas de sudor y las tripas llenas de comida basura, emergían de Comercio y de Agricultura
y de Justicia y recorrían el trayecto hasta el Bullfinch para beberse unas cuantas rondas con los
muchachos, antes de marchar a los trompicones hasta la estación Capitol South para coger el
siguiente Metro a los suburbios de Maryland y Virginia.
El jueves era la noche de cerveza de la Oficina de Ciencias Paranormales. Con frecuencia,
Murphy esquivaba esas sesiones para hombres, pues prefería pasar las veladas en su casa de
Arlington, con su esposa e hijo. Sin embargo, en estos días Donna seguía triste por la muerte de su
madre, ocurrida inmediatamente antes de Navidad, y Steve parecía más interesado en las Cartas
Mágicas que en su padre, de modo que, cuando Harry Cuminsky le golpeó la puerta poco después
de las ocho y le preguntó si quería empinarse un par de cervezas aguadas con los chavales,
Murphy decidió acompañarle. No se tomaba un recreo desde hacía mucho tiempo; si llegaba a
casa una hora tarde y con aliento a Budweiser, que así fuera. De todos modos, Donna no se
acurrucaría junto a él en la cama y a Steve no le importaría, con la condición de que el sábado
papá le llevara a la tienda de tebeos.
Así fue que apagó el ordenador, echó el cerrojo al despacho y emprendió, junto a Harry y Kent
Morris, la difícil caminata de cinco manzanas que los separaba del Bullfinch, atravesando la
nevisca y el hielo fangoso. Fueron los últimos empleados de la OCP en llegar; ya habían agrupado
varias mesas en el salón del fondo y una camarera abrumada de trabajo había aprovisionado al
grupo con jarras de cerveza y cuencos de palomitas de maíz. Aunque todos se sorprendieron
moderadamente de verle, se apresuraron a hacerle sitio en la mesa. Murphy sabía que tenía la
reputación de ser muy convencional; se aflojó la corbata, regañó a un interno de Yale de ojos
desorbitados para que dejara de decirle «señor» y, en cambio, le llamara Zack, y se sirvió la
primera de las que, en principio, se prometió que serían sólo dos cervezas. Un par de tragos con la
pandilla, unas carcajadas y a casa.
Pero eso no iba a ocurrir. Era una noche fría, húmeda, y él estaba en un bar cálido y seco. Las
llamas de gas siseaban bajo los falsos troncos de una chimenea cercana y la luz del fuego se
reflejaba en la superficie de los cuadros con fotos deportivas colgados en las paredes de madera.
La conversación era ligera, abarcando desde la Superbowl de la semana siguiente a las películas
en cartelera, pasando por los últimos chismes de Center Hill. La camarera se llamaba Cindy y,
aunque llevaba un anillo de compromiso, parecía disfrutar del coqueteo con los chicos de la OCP.
Cada vez que el vaso de Murphy estaba por la mitad, Kent o Harry o cualquier otro lo llenaban
rápidamente. Después de su segundo viaje al inodoro, Zack se metió en una cabina telefónica y
llamó a casa para decirle a Donna que no le esperase. No, no estaba borracho; sólo un poco
cansado, nada más. No, no volvería en el coche; lo dejaría en el garaje y cogería un taxi. Sí,
querida. No, querida. Yo también te amo. Dulces sueños, buenas noches. Y luego regresó con
elegancia a la mesa, donde Orson agasajaba a Cindy con el chiste del senador de Texas, la
prostituta y el novillo Longhorn.
Antes de que se diera cuenta, era muy tarde y el bar estaba medio vacío. Una a una, las sillas
se habían quedado solas, a medida que los chavales terminaban sus bebidas, se abrigaban con sus
parkas y sobretodos y marchaban con desgana hacia la noche destemplada. Donde antes había casi
una docena, ahora sólo había tres —Kent, Harry y él—, oscilando en el borde de ese incierto
precipicio que separa la ebriedad del estupor inarticulado. Hacía mucho que Cindy había dejado de
divertirse y ahora sólo estaba disgustada; levantó los vasos vacíos, les llevó una jarra que, según
les dijo con firmeza, era la última, y preguntó quién necesitaba un taxi. Murphy se las apañó para
decirle que sí, señorita, un taxi era una excelentísima idea, muchas gracias, antes de regresar a la
discusión que tenían entre manos. La que, casualmente, trataba sobre los viajes en el tiempo.
Tal vez no era tan raro. Aunque el viaje temporal era un tema al que generalmente se referían
sólo los libros más obtusos de la física teórica, la gente de la OCP estaba vivamente interesada en
lo extravagante; tenía que estarlo, ya que allí radicaba la naturaleza misma de su trabajo. Por lo
que a Murphy no le parecía extraño encontrarse debatiendo con Kent y Harry sobre algo así: era
tarde, estaban borrachos y no se necesitaba nada más.
—Entonces, imaginaos… —Harry eructó contra su puño—. Disculpad, perdón… pos bien,
imaginaos que se pudiera viajar en el tiempo. O sea, digamos que se puede pasar al pasao, ya
sabéis…
—No se puede —dijo Kent llanamente.
—Pos claro, claro, lo sé. —Harry sacudió la mano hacia atrás y adelante—. Sé que no se puede
hacer, ya lo sé, ¿vale? Pero supongamos…
—Que no puedes, te digo. No se puede hacer. He leío los mismos libros que tú, para que sepas,
y te digo que es imposible. Nadie puede hacerlo. Nadie tiene la tecnología…
—No hablo de ahora, maldita sea. Hablo de algún momento en el futuro. Dentro de un par de
cientos, de miles de años, de eso estoy hablaaa… a lo que trato de llegar, entiendes.
—Alguno del futuro que vuelve aquí a visitarnos. ¿Eso? —Cuando niño, Murphy había leído
mucha ciencia ficción y el viaje temporal era un gran tema de aquellos relatos. Hasta tenía unos
cuantos Ace Doubles[2] viejos apilados en el altillo, aunque nunca iba a admitirlo frente a estos
tíos. La ciencia ficción no gozaba del respeto de la OCP, a menos que se tratase de Expediente-X.
—Eso mismo. —Harry asintió vigorosamente—. De eso estoy hablando. Alguno del futuro
que viene a visitarnos.
—Que no se puede —insistió Kent—. Ni en cien millones de años.
—Sí, vale, tal vez no —dijo Murphy—, pero, por el bien de la discusión, de acuerdo.
Supongamos que alguno del futuro…
—No alguno. —Harry cogió la jarra medio vacía y se sirvió más cerveza, copiosamente—. Un
montón de algunos… un montón de gente, volviendo del… ya sabéis, del futuro.
—Sí, claro, por supuesto. —Kent miró la jarra con avaricia; apenas Harry la puso sobre la
mesa, la levantó y vertió la mayor parte de lo que quedaba en su vaso, dejando medio centímetro
en el fondo de la jarra—. Hagamos de cuenta que así es. ¿Dónde están, entonces?
—Ahí tenéis. Ese es el punto. Es lo que algunos físisicos… fífiscos…
—Físicos —dijo Murphy—. Lo que soy yo. Yo soy lo que soy y es lo único que s…
Harry no le hizo caso.
—Si los del futuro pueden retroceder en el tiempo, volver aquí… —apuñaló la mesa con un
dedo— ¿entonces dónde están? Es lo que dice uno de esos britán… el tío de la silla de ruedas, ese
comosellame…
—Hawking.
—Eso, Hawking. Pos bien, así dice él… que si el viaje temporal es posible, ¿entonces dónde
están los viajeros del tiempo?
—Sí, ¿pero acaso no han dicho lo mismo de los extraterrestres? —Kent levantó una ceja; por
un instante, casi pareció recuperar la sobriedad—. Ese otro tío… cómo diablos se llamaba… el
italiano, Fermi… una vez dijo lo mismo de los extraterrestres. Y mirad lo que hacemos ahora:
¡buscamos extraterrestres!
Murphy estaba a punto de añadir que, entre todos los avistamientos de OVNIS y abducciones
que había investigado en los diez años que llevaba en la OCP, todavía no había encontrado uno
que pudiera comprobarse en términos de evidencia incuestionable. Había entrevistado a decenas
de personas que afirmaban haber estado a bordo de naves extraterrestres y había reunido
suficientes fotos desenfocadas de objetos con forma de disco para llenar todo un armario de
expedientes, pero, después de una década de servicio gubernamental, todavía no había tropezado
con un solo extraterrestre ni una sola nave espacial. Pero lo dejó pasar; no era momento ni lugar
para cuestionar la misión ni los métodos de la agencia, ni eran estas las personas ante quienes
debía expresar sus dudas.
—No es lo mismo, hombre. No es lo mismo. —Aunque todavía le quedaba algo de cerveza en
el vaso, Harry estiró la mano hacia la jarra, pero Kent se la arrebató primero—. Si hubiese
viajeros temporales, se oscultarían… ocultarían. Nadie sabría de su presencia. Lo harían por su
propio bien, ¿o no?
Kent ladró una carcajada mientras se servía las últimas gotas de la jarra.
—Sí, vale. Porque seguro estamos rodeaos de gente del futuro ahora mismo…
—Pos… mierda, sí. Podría ser. —Harry se volvió hacia unos sujetos sentados cerca—. ¡Eh,
cabrones! ¿Alguno de vosotros es del futuro?
Los hombres le miraron echando fuego por los ojos, pero no dijeron nada. Cindy limpiaba
mesas y levantaba sillas; les clavó una mirada oscura. Estaba a punto de darles el ultimátum: no
parecía muy feliz de que unos borrachos charlatanes acosaran a los últimos clientes que quedaban.
—¿Quieres calmarte? —murmuró Kent—. Joder, no quise que esto se convirtiera en un asunto
federal…
—¡Eh, es un asunto federal, hombre! A esto nos dedicamos, ¿verdad? Yo digo que rompamos
todo este sitio por admitir viajeros temporales que no tienen… que no tienen… puta madre, no lo
sé… ¿tarjeta de residencia?
Harry metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó el estuche símil piel del distintivo con
el escudo de la OCP grabado en la tapa y comenzó a empujar la silla hacia atrás. Aquello ya era
demasiado para Murphy; cogió a Harry de la muñeca antes de que este pudiera levantarse.
—Anda, vamos… tranquilízate.
Harry comenzó a forcejear para soltarse, pero Murphy siguió sujetándole. Por el rabillo del
ojo, vio que Cindy le hacía al barman una discreta seña con la mano; estaban a un segundo de que
les echaran a la calle.
—Cálmate —murmuró—. Sigue así y acabaremos en la cárcel.
Harry lo miró intensamente y, por un momento, Murphy se preguntó si le lanzaría un
puñetazo. Después Harry sonrió y se dejó caer en la silla. El distintivo se le resbaló de la mano y
cayó sobre la mesa.
—Coño, tío. Estaba bromeando, nada más. Exponiendo mi argumento, ya sabes.
—Sí, claro. —Murphy se relajó y retiró la mano—. Lo sé. Sólo bromeabas.
—Vale. Tú sabes y yo sé… que no existe eso del… joder, cómo se dice…
—Lo sé, lo sé. Ya te entendimos…
Y eso fue todo. Murphy se quedó apenas lo necesario para cerciorarse de que Harry cogiera un
taxi y no causara más problemas; luego, se puso la parka y se encaminó a la puerta, deteniéndose
en el mostrador, con aire culpable, para introducir un billete de cinco en el vaso de propinas de
Cindy. La acera estaba vacía; la noche, glacial y silenciosa. Los pálidos gases de escape del taxi
que le aguardaba se demoraban sobre el borde de la acera como fantasmas blanquecinos; subió, le
dio las indicaciones al conductor para llegar a su casa de Arlington, se reclinó en el asiento
reparado con cinta adhesiva y miró a través de las ventanillas congeladas al pasar junto la cúpula
bañada de luz del Capitolio.
Viajes en el tiempo. Dios. Qué idea más estúpida.
Jueves 6 de mayo de 1937, 7:04 p.m.
El leviatán descendió del cielo gris pizarra. Primero fue un ovoide plateado, pero gradualmente, a
medida que viraba hacia el noreste, se fue expandiendo en tamaño y forma, adoptando las
dimensiones de una enorme semilla de calabaza. Mientras el zumbido de sus cuatro motores
diesel llegaba a la muchedumbre reunida en la pradera de Nueva Jersey, los marinos de la
Armada, con sus gorros blancos, corrieron hacia un mástil de amarre de hierro, situado en el
centro de la pista de aterrizaje. Todos los demás tenían la mirada clavada en el coloso, mientras
sus ciento ochenta metros de longitud pasaban sobre sus cabezas a velocidad de crucero; la
inmensa sombra fue cubriendo los rostros, al tiempo que comenzaba a virar bruscamente hacia el
oeste. Ahora se veían con claridad las esvásticas de los estabilizadores verticales, los anillos
Olímpicos del fuselaje, ubicados por encima de las ventanillas de los pasajeros, y —arriba de la
góndola de comando, a popa de la nariz roma y escrito con enormes letras góticas— el nombre del
gigante.
Dentro de la aeronave, los pasajeros estaban de pie junto a las ventanillas partidas de acero
delgado, paseándose por la planchada del Puente A, mirando el paisaje, mientras el Hindenburg
efectuaba la aproximación final hacia la Estación Aeronaval de Lakehurst. Llegaban trece horas
tarde debido a los fuertes vientos frontales sobre el Atlántico y a una demora adicional por una
tormenta eléctrica que se había abatido sobre el mar, pero a pocos les importaba; en las últimas
horas, habían contemplado desde arriba la aguja del Edificio Empire State, habían obligado a
interrumpir súbitamente un juego de los Dodgers al pasar sobre Ebbet’s Field [3] y habían visto las
olas coronadas de espuma rompiendo contra las costas de Jersey. Los asistentes de vuelo ya
habían llevado sus equipajes a las escaleras de la rampa de descenso, a popa de los camarotes,
donde ahora se apilaban bajo el busto de bronce del Mariscal von Hindenburg. Había sido un viaje
estupendo: tres días a bordo de la aeronave más grande y glamurosa del mundo, un hotel volador
donde las mañanas comenzaban con un desayuno en el comedor y las noches terminaban con
brandy y cigarros en el salón de fumar.
Pero ahora el viaje había terminado y todos querían volver a poner los pies en tierra firme.
Para los norteamericanos, era el regreso a casa; en pocos minutos, se reunirían con los familiares
y amigos que les esperaban en el aeródromo. Para los sesenta y un miembros de la tripulación, era
el séptimo vuelo del Hindenburg a los Estados Unidos, el primero de este año. Para un par de
judíos alemanes, era haber escapado del duro régimen que había tomado el control de su país
natal. Para tres oficiales de inteligencia de la Luftwaffe que se hacían pasar por turistas, era una
parada transitoria en una nación decadente habitada por mestizos.
Para los viajeros que figuraban como John y Emma Pannes en la lista de pasajeros, era el
comienzo de la cuenta regresiva final.
Franc Lu retiró la mano de la barandilla de la planchada y la levantó hasta sus gafas; con aire
distraído, como si estuviese acomodándolas, golpeteó suavemente la montura de alambre. En el
interior de la lente derecha, apareció una lectura: 19:11:31/-13:41(?).
—Trece minutos —murmuró.
Lea Oschner no dijo nada, pero se agarró la barandilla un poco más fuerte. A su alrededor, los
pasajeros charlaban, reían, señalaban a las atónitas vacas que pastaban a lo lejos, allá abajo. La
tenue sombra de la aeronave ahora era más grande y se acercaba; según contaba la historia, el
Hindenburg descendería hasta los 120 metros al volver a virar hacia el este, enfilando nuevamente
hacia el mástil de amarre. Las cubiertas de pasajeros eran a prueba de sonido para que no se
escuchara el ruido de los motores, pero el Capitán Pruss ahora debía de estar ordenando que los
apagaran; dentro de un minuto, los pondrían en reversa para frenar la aeronave y posibilitar la
maniobra de atraque.
—Cálmate —susurró Franc—. Todavía no sucederá nada.
Lea le dedicó una sonrisa forzada, pero le apretó furtivamente el dorso de la mano. Todos los
demás la estaban pasando de maravilla; era importante que ella y Franc aparentaran la misma
despreocupación. Eran John y Emma Pannes, de Manhasset, Long Island. John Pannes era Gerente
de Pasajeros de la empresa Hamburg-American German Lloyd Lines, representante
norteamericana de la flota de aeronaves Zeppelin. Emma Pannes, quince años menor que su
esposo, era oriunda de Illinois. Había acompañado a John y su trabajo desde Filadelfia hasta
Nueva York y ahora estaban regresando de otro viaje de negocios a Alemania.
Personas agradables, tranquilas, de mediana edad, que no estarían nerviosas por hallarse a
bordo del Hindenburg, pese a que dentro de trece… no, mejor digamos doce minutos a partir de
ahora, estaban destinadas a morir.
No obstante, John y Emma Pannes no perecerían en el infierno que se avecinaba. De hecho,
estaban vivitos y coleando en alguna parte del siglo 24. El grupo de avanzada del CIC los había
abducido silenciosamente cuando caminaban del hotel a la ópera, la noche del 2 de mayo de 1937,
depositándolos sanos y salvos en el escondite de la organización, una casa ubicada en las afueras
de Frankfurt; a estas alturas, la Miranda ya debía de haberles recogido y transportado al 2314 d.C.
Franc esperaba que el verdadero John Pannes no se opusiera con demasiada energía a que les
secuestrasen; aunque, considerando cuál era la otra alternativa, dudaba que lo hiciera una vez les
explicaran los hechos a él y a su esposa.
Ahora Franc personificaba al empresario norteamericano de sesenta años y Lea tenía cuarenta
y cinco en lugar de veintinueve. Los implantes de nanopiel y vocodor habían alterado sus aspectos
tan convincentemente que, dos noches antes, habían podido compartir una mesa del salón con un
viejo amigo de los Pannes, Ernst Lehmann, el capitán de dirigible que se encontraba a bordo del
Hindenburg para observar al Capitán Pruss en su primer vuelo transatlántico. Habían cenado con
Lehmann sin que el capitán notara ninguna diferencia, aunque habían tenido la precaución de
mantenerse a distancia durante la mayor parte del viaje, optando por permanecer en el camarote.
Cuanta menos interacción tuvieran con los pasajeros y la tripulación, menos oportunidad tendrían
de influir inadvertidamente en la historia.
Sin embargo, el día anterior habían vivido un momento de riesgo, mientras participaban de
una excursión por la aeronave.
La excursión era necesaria. Los verdaderos John y Emma habían hecho ese paseo por la nave;
por lo tanto, ellos debían respetar el curso de la historia. No obstante, lo más importante era que
les daba a los investigadores la oportunidad de cumplir con el objetivo primordial de la misión:
presentar un informe de lo atestiguado sobre el último viaje del Hindenburg y documentar los
motivos por los que el LZ-129 había sido destruido. Así que, mientras los pasajeros marchaban en
fila india por la pasarela de quilla, jadeando al ver las inmensas celdas de hidrógeno contenidas en
el interior de los gigantescos anillos de duraluminio, Franc y Lea se detenían de vez en cuando
para pegar divots autoadhesivos, no más grandes que los remaches a los que se asemejaban, a las
vigas y conductos. Habían diseminado inteligentemente los divots por todas partes de la aeronave;
los divots transmitían imágenes y sonidos a las grabadoras ocultas dentro de la cigarrera de Franc
y la polvera de Lea, elementos que no habían sido descubiertos por los agentes de la Gestapo que
inspeccionaban todo lo que los pasajeros subían al Hindenburg antes de partir de Frankfurt Hof en
la mañana del vuelo. Por supuesto, los Nazis estaban buscando bombas, no equipo de vigilancia
tan microscópico que podía esconderse en cualquier objeto común y corriente de principios del
siglo 20.
El incidente tuvo lugar cuando la excursión llegó a la popa de la aeronave, justo por debajo del
sitio donde la bomba estaba cuidadosamente cosida al recubrimiento de lona, bajo la Celda Nº 4.
Kart Ruediger, el médico de la nave que dirigía la excursión, se había detenido para señalar el tren
de aterrizaje, ubicado en el estabilizador vertical inferior, cuando, por encima de sus cabezas,
oyeron pisadas que descendían por una escalerilla. Unos segundos después, de la oscuridad surgió
un mecánico que abandonó la escalerilla y se encaminó hacia la nariz.
Cuando quedó bajo la media luz de las lámparas eléctricas que se extendían a lo largo de la
pasarela, Franc y Lea le reconocieron de inmediato: Eric Spehl, a quien la historia señalaba como
el hombre que había plantado la bomba que destruiría al Hindenburg. No tenía mucho aspecto de
saboteador. Aunque ahora estaba a la vista del pequeño grupo, se había escondido en la celda de
gas mientras la nave se encontraba en un hangar de Friedrichshafen. Por cierto, no parecía mucho
más que un mecánico sobrecargado de trabajo: un hombre alto y rubio, vestido con un mono de
algodón pardusco y zapatos con suela de goma. Sin embargo, mientras los pasajeros se apartaban
para dejarlo pasar, Lea titubeó sobre la estrecha pasarela. El collar que llevaba en el cuello tenía
una nanocam: esta era su única oportunidad de grabar la imagen de Spehl.
Pero el tacón del zapato izquierdo se le quedó trabado en la parrilla de aluminio del suelo y
Lea resbaló y tropezó hacia atrás, moviendo ciegamente las manos para aferrarse de la barandilla.
La tensa piel de lona de la aeronave estaba apenas a diez metros debajo de la pasarela; más abajo,
le esperaba una caída de trescientos metros hacia las heladas aguas del Atlántico Norte. Franc
estiró la mano para sujetarle, pero Spehl estaba más cerca. Le cogió de los hombros y le enderezó;
luego, sonrió con cortesía y dijo algo sobre tener más cuidado, Fraulein. Después se dio la vuelta
y se alejó.
Una pequeña eventualidad, que había empezado y terminado en el lapso de pocos segundos,
aunque hacía mucho tiempo que la significación de tales incidentes era motivo de debate en el
Centro de Investigación Cronoespacial. Algunos investigadores argumentaban que las líneas
temporales mundiales eran tan rígidas que hasta la más ligera perturbación podía tener amplias
ramificaciones… y si no, mirad lo que estuvo a punto de suceder cuando el CIC puso a su personal
detrás de un alto vallado, en un aparcamiento cercano a la Plaza Dealy, en Dallas, el 22 de
noviembre de 1963. Otros sostenían que el cronoespacio era más flexible de lo que todos creían;
los accidentes menores que ocurrieran durante las expediciones eran permisibles, porque la
historia ya estaba en movimiento. No importaba cuántas mariposas del Pleistoceno aplastaras de
un pisotón: los dinosaurios morirían igual.
Pese a todo, una vez Franc y Lea regresaron al camarote, expresaron en voz baja su
preocupación por que el incidente pudiese originar una paradoja. Aunque, al parecer, la historia no
había sido perturbada. A la mañana siguiente, vigilando la aeronave desde el camarote, mientras el
Hindenburg se aproximaba a las costas norteamericanas, vieron a Spehl caminando por la pasarela
de quilla, mirando a todos lados sigilosamente y luego subiendo la escalerilla que conducía a la
Celda Nº 4. El divot que Franc había colocado al pie de la escalerilla no podía distinguir a Spehl
en el espectro visible, pero la imagen termográfica le mostraba colgado de la escalerilla, debajo de
la celda, ajustando el temporizador de fotógrafo que enviaría la corriente eléctrica de dos baterías
secas a una pequeña carga de fósforo.
A las 7:25 p.m., más un número indeterminado de segundos, hora local, 203.760 metros
cúbicos de hidrógeno se prenderían fuego. Treinta y siete segundos después, el Hindenburg se
estrellaría contra el suelo, convertido en 241 toneladas de masa en llamas.
Ahora, la poderosa aeronave estaba desacelerando. A través de las ventanillas de la planchada,
vieron el hangar con forma de caja de galletas y el esquelético mástil de amarre, rodeado de
pequeñas figuras de gorro blanco. Franc volvió a golpetear las gafas: 19:17:31/-08:29(?). En
pocos segundos, vaciarían el agua de los tanques de lastre de popa y soltarían las líneas de amarre
de proa.
Pero no eran los próximos ocho minutos los que incomodaban a Franc; eran los treinta y siete
segundos y pico que seguirían a la explosión. Lea y él no habían tenido muchos problemas para
abordar el Hindenburg. Ahora había que ver si podrían volver a bajarse.
Jueves 6 de mayo de 1937, 7:21 p.m.
Una de las cosas más interesantes de principios del siglo 20, concluyó Vasili Metz, era la manera
en que se veía la Tierra desde el espacio.
No se trataba solamente de la pequeñez relativa de sus ciudades, ni de la claridad de los cielos
que las cubrían, ni de las sutiles diferencias de las costas. Era asombroso ver la ciudad de Nueva
York cuando su perfil aún era nuevo y no estaba medio sumergido, pero hasta eso era previsible.
Aquella era su tercera misión como piloto de la Oberon y ya se había acostumbrado a tales
alteraciones. Lo que le impresionaba como algo irreal era lo vacío que estaba el espacio cercano a
la Tierra. Ningún satélite artificial, ni colonias, ni trasbordadores. La Estación Cronos, el puerto
de órbita baja del CIC donde las naves temporales comenzaban y terminaban sus misiones, no se
veía en ningún sitio. Ni siquiera había desechos espaciales; el primer satélite no sería lanzado
hasta dentro de cuarenta años y pasarían otros treinta antes de que los desechos en caída libre
representaran un peligro para la navegación.
Por otro lado, pasarían otros doce años antes de que alguien informara por primera vez haber
visto un platillo volante. Y seguiría siendo así, si de él dependía.
Durante los últimos tres días, después de una breve visita a la Tierra para dejar a Lu y Oschner
en las afueras de Frankfurt y de un corto viaje suborbital para depositar a Tom Hoffman en Nueva
Jersey, Metz había permanecido en órbita geosincrónica sobre Nueva Jersey. Salvo durante la
supervisión de la partida de la Miranda, cuando esta abría el agujero de gusano que enviaría de
vuelta a la Estación Cronos al equipo de apoyo, más dos agradables personas llamadas John y
Emma Pannes, había permanecido casi solo.
Tres horas antes, la Oberon había descendido a una nueva órbita, a 289 kilómetros sobre
Nueva Jersey, y Metz de pronto se había vuelto muy atareado. Mantener el equilibrio adecuado
entre el impulsor de masaneg de la nave temporal y la gravedad de la Tierra, compensando
simultáneamente la rotación del planeta, ya era bastante difícil de por sí; además, tenía que
mantenerse en contacto con Hoffman. Sin satélites de comunicaciones disponibles para asistirles y
con Tom impedido de lanzar un disco transceptor, tenían que confiar en las anticuadas bandas de
EBF[4] que tuvieran menos posibilidad de ser interceptadas por los radioaficionados de la época.
—Oberon, aquí Base Lakehurst —dijo la voz de Hoffman en el auricular de Metz—. ¿Me
copias? Cambio.
Metz le dio un golpecito al micrófono de garganta.
—Te copio, Lakehurst. ¿Cuál es el estado de la misión?
—Estado bueno. El Hindenburg ya está en la torre. Vaciaron agua de lastre; acaban de soltar
líneas de amarre. Se mantiene estable a unos noventa metros. Evento menos tres minutos, dieciséis
segundos y contando.
Hoffman trataba de mantener una indiferencia profesional, pero Metz oía la excitación de su
voz. No podía culparle; el especialista de la misión estaba a punto de ser testigo de uno de los
tecnodesastres clásicos de este siglo, el que pondría fin a los viajes aéreos comerciales durante las
nueve décadas siguientes. Probablemente, lo único que podía hacer Tom era quedarse sentado
dentro del automóvil que había alquilado un par de días antes; no le convenía que le vieran
acarreando un maletín comlink por todo el aeródromo.
—Copiado, Lakehurst. —Una pantalla plana, debajo de la ventanilla, mostraba una imagen de
radar coloreada artificialmente del Hindenburg flotando sobre la Estación Aeronaval de
Lakehurst. El dirigible era un punto azul claro con forma de bala, rodeado de centenares de
diminutos mosquitos blancos. Encima de la imagen se encontraba el temporizador de la misión:
6.05.37/19:22:05/E-02:45(?)—. Mantengo posición; listo para recogerles cuando me aviséis.
—De acuerdo, Oberon. Estoy a punto de… —El resto se perdió en una ola de estática. Las
manos de Metz se desplazaron por la consola, corrigiendo la posición de la nave temporal; la
estática desapareció y retornó la voz de Hoffman—. Es enorme. No creerías lo grande que es.
Casi del tamaño de un carguero de asteroides. Es…
—Concéntrate en el trabajo.
—Tengo el motor en marcha. Listo para partir —otra pausa—. ¿Puedes creer que la gente
usara estas cosas para viajar? Huelen horriblemente.
—Lo sé. No te desconcentres.
Metz echó otro vistazo al cronómetro de la misión. Dos minutos, once segundos y contando,
más/menos unos segundos debido a la inexactitud de los registros contemporáneos. Esos pocos
segundos de diferencia iban a ser la parte más problemática de esta operación.
—Muy bien, Franc —murmuró—. Ahora no metas la pata.
Jueves 6 de mayo de 1937, 7:23 p.m.
Una extraña quietud se había apoderado de la pista de aterrizaje. La ligera llovizna había cesado
un momento y el cielo encapotado de nubes grises se abría aquí y allá, permitiendo que los rayos
del sol perforaran el aeródromo como lanzas y que el crepúsculo verdoso se reflejara en la piel
plateada del Hindenburg. Los hombres de la Armada sujetaban en sus manos las líneas de amarre
del dirigible; clavaban los tacones en el suelo, jugando al tiro de cuerda con el leviatán suspendido
a noventa metros por encima de sus cabezas. En la periferia de la multitud, un periodista radial de
Chicago relataba la llegada de la nave, resoplando frente a un dictáfono portátil.
Mirando la planchada, Franc cayó en la cuenta de que estaba rodeado de gente muerta. Fritz
Erdmann, el coronel de la Luftwaffe que había tratado de desenmascarar al saboteador que se
encontraba entre sus compañeros de viaje, pero que no había logrado detectar a Eric Spehl, pronto
sería aplastado por una viga en llamas. Hermann Doehner y su adorable hija adolescente, Irene,
que iban a tomarse unas vacaciones familiares en los Estados Unidos, también estaban
condenados. Moritz Feibusch, hombre apacible a quien los asistentes de vuelo habían segregado
de los demás pasajeros alemanes simplemente por ser judío, pronto perecería. Edward Douglas,
empresario de la General Motors a quien Erdmann había perseguido durante todo el viaje porque,
según la Gestapo, era un espía norteamericano, también estaba viviendo sus últimos minutos.
Y lo mismo ocurría con John y Emma Pannes. Al menos, así era como la historia guardaría
registro de sus destinos.
Aunque la ropa que Lea y él se habían puesto esa mañana parecía hecha de lana y algodón
contemporáneos, estaba confeccionada con tejidos resistentes al fuego desconocidos en este siglo.
Los pañuelos que guardaban en el bolsillo, una vez desplegados y colocados sobre la boca,
contenían una provisión de oxígeno molecular que alcanzaba para dos minutos. En el equipaje no
habían dejado nada fabricado en el siglo 24; los divots que habían distribuido por toda la aeronave
se disolverían cuando la temperatura ambiente del aire alcanzara los 96º Celsius. Después del
accidente, cuando nadie pudiera hallar sus cuerpos, se presumiría que sus cadáveres se habían
incinerado entre las llamas. Todo aquello no estaba muy lejos de la realidad; algunos de los
cuerpos rescatados del desastre sólo habían podido identificarse por los anillos de boda o por los
grabados de sus relojes.
—Tiempo —susurró Lea.
Franc volvió a golpetear las gafas.
—Sesenta y seis segundos, más/menos unos pocos.
Después, se quitó las gafas y las deslizó al interior de un bolsillo del chaleco. Ella asintió y
volvió a posar la mano en la barandilla.
Sintieron una repentina corriente de aire fresco. A pocos metros por debajo de la planchada,
alguien accionó la manivela de una ventanilla y la abrió. Una mujer saludó con la mano a un
hombre que estaba abajo, en tierra, con una aparatosa filmadora. Fantasmas. Estaba rodeado de
fantasmas.
En el bolsillo del pecho de la chaqueta, Franc guardaba el único souvenir personal de este viaje
que se había permitido coger: una hoja de papel plegada, con un grabado del nombre y la imagen
del Hindenburg, en la que estaba impresa la lista de pasajeros de la aeronave. Esto no era para el
CIC; cuando llegara a casa, la enmarcaría y la colgaría en una pared de su apartamento de Ciudad
Tycho. Lea le había regañado por llevársela, hasta que él le señaló que, de todos modos, quedaría
destruida; más tarde, simuló no advertir que ella se guardaba una cucharilla de té en el liguero de
las medias. Nadie echaría de menos unos objetos pequeños como aquellos. Sólo deseaba haber
podido salvar a los dos perros enjaulados que se encontraban en la bodega de equipaje. Los perros
eran muy escasos en el sitio de donde ellos provenían y detestaba pensar en lo que les sucedería
cuando…
Franc inspiró profundamente. Cálmate, cálmate. Vas a salir de esto. No pierdas la cabeza
justamente ahora…
Se habían ubicado deliberadamente en la planchada de estribor del Puente B, no lejos de la
escalerilla de acceso a la rampa de salida. Muchos de los supervivientes se habían salvado por la
simple razón de que estaban allí y no en la planchada de babor del mismo puente, donde otras
personas quedarían inmovilizadas por los muebles del comedor. El John Pannes original había
muerto por abandonar la planchada un instante antes de la caída para ocuparse de Emma, que
había permanecido en el camarote por motivos desconocidos. ¿Mareos? ¿Una premonición, tal
vez? La historia no registraba las razones exactas por las que habían muerto los Pannes, pero él y
Lea no cometerían el mismo error fatal.
Lo primero que chocaría contra el suelo sería la popa de la aeronave. Aunque les preocupaba el
piano de cola de aluminio, ubicado al fondo de la planchada, ya habían acordado lanzarse hacia la
rampa en cuanto sintieran el primer sacudón fatídico que, en un principio, todos adjudicarían a la
rotura de una de las cuerdas de amarre. Bajar la escalera, pasar el rellano del Puente A, luego otro
tramo de escalones hasta la compuerta de pasajeros… para cuando hubieran llegado tan lejos, la
aeronave ya estaría casi en el suelo. No tendrían que saltar más de cuatro metros.
Treinta y siete segundos. Desde el instante en que apareciera la primera llamarada en el
fuselaje superior de popa, hasta el momento en que el Hindenburg no fuera más que un esqueleto
en llamas, transcurrirían sólo treinta y siete segundos. Tiempo suficiente para hacerle trampa a la
historia…
O tiempo suficiente para perder la apuesta.
Franc sintió que Lea se pegaba contra él.
—Si no podemos…
—Podremos.
La cabeza de ella asintió contra su hombro.
—Pero si no…
—No me vengas con que me amas.
Ella lanzó una carcajada nerviosa y seca.
—No seas engreído.
Franc se las apañó para reír entre dientes y la mano de ella le apretó fugazmente el brazo,
antes de volver a aferrarse de la barandilla. Franc miró a su izquierda; vio la sombra del dirigible
acercándose cada vez más al mástil de amarre.
—Aguanta… en cualquier momento…
La aeronave se desplazó hacia atrás, hacia delante, hacia atrás otra vez. La tripulación de tierra
luchaba contra el viento, mientras remolcaba al coloso hacia el trípode de hierro. Las dos sombras
del suelo convergieron, se volvieron una.
Franc se sujetó de la barandilla; sintió que sus palmas se hundían en ella. Anda, vamos…
¿cuándo va a suceder?
Un sacudón repentino e intenso recorrió toda la nave.
Franc cogió a Lea por los hombros y le hizo girar hacia la puerta que conducía a la rampa.
—¡Vale, andando! —le espetó—. ¡Muévete, muévete!
Lea avanzó un paso; luego, se detuvo. Él se chocó contra su espalda.
—Espera un minuto… —murmuró ella.
—¡Muévete! —Le empujó—. ¡No tenemos…!
Entonces calló y escuchó.
El puente se encontraba estable. No oscilaba bajo sus pies.
No había alaridos. No había gritos. Las sillas y mesas permanecieron donde estaban.
Los pasajeros, divertidos y perplejos, los observaban con la boca abierta. Edward Douglas rio
por lo bajo y se dio la vuelta para decirle algo a su mujer, tapándose la boca con la mano. Moritz
Feibusch miró a Franc con expresión comprensiva. Irene Doehner disfrutó de un breve instante de
condescendencia adolescente. El Coronel Erdmann les echó un vistazo de desprecio.
Entonces, uno de los asistentes de vuelo se paseó tranquilamente por la planchada, anunciando
que el Hindenburg había llegado a destino y que todos los pasajeros debían dirigirse a la
escalerilla de la rampa. Por favor, no olvidéis vuestro equipaje. Por favor, avanzad directamente
hacia la aduana norteamericana.
Franc miró a Lea. Tenía el rostro pálido; su cuerpo temblaba contra él.
—¿Qué fue lo que salió mal? —susurró ella.
Viernes 16 de enero de 1998, 8:12 a.m.
Murphy no oyó sonar el teléfono; estaba en el cuarto de baño, aplicando una barrita astringente
sobre los cortes que se había hecho en el mentón y el cuello con la afeitadora. Últimamente había
estado guardando la afeitadora debajo de una pequeña pirámide de cristal que le había regalado su
esposa para Navidad, pero esa pirámide no estaba preservando el filo de la hoja como afirmaba el
folleto. Era eso, o que se había afeitado con tanta torpeza por culpa de la resaca brutal que sufría
esa mañana.
En todo caso, no advirtió que alguien le llamaba hasta que Donna golpeó la puerta. Su esposa
moduló las palabras silenciosamente, al tiempo que le extendía el inalámbrico: De la oficina.
Murphy hizo una mueca. Ya estaba llegando tarde, gracias a la enceguecedora jaqueca con la que
había despertado; debía de haberse olvidado de alguna reunión de las ocho en punto y alguien de
la OCP le estaba llamando para averiguar por qué estaba retrasado. Donna no se había puesto muy
contenta al verle aparecer en casa borracho y en taxi, y la perspectiva de tener que llevarle en el
coche al trabajo no contribuía a que quisiera perdonarle. Cuando él cogió el teléfono, ella le lanzó
otra mirada de reproche y luego se marchó a seguir viendo el horóscopo matinal por TV.
—Habla Zack. —Se calzó el teléfono debajo del mentón mientras buscaba el desodorante en
barra.
—Zack, soy Roger Ordmann…
El teléfono casi se le cae en el lavabo. Roger Ordmann era el Administrador en Jefe de la
agencia. A lo largo de toda su carrera en la OCP, Murphy había hablado con él exactamente tres
veces: la primera, cuando le contrataron; las otras dos, en acontecimientos sociales. Roger
Ordmann era el hombre al que el Presidente mandaba llamar cuando veían al fantasma de Mary
Lincoln rondando por el segundo piso de la Casa Blanca.
—Sí, señor, señor Ordmann. Lamento la tardanza, pero esta mañana se agotó la batería del
coche. Pero mi mujer está casi lista para llevarme, de modo que…
—Está bien, Dr. Murphy. Perfectamente comprensible. Necesitamos conversar sobre un
pequeño problema que tenemos aquí.
Bajo sus pies descalzos, las baldosas del baño de pronto se sintieron mucho más frías. Oh,
Dios, tiene algo que ver con lo de anoche. Harry se enredó en una pelea en el bar y se lo llevaron
al centro. O Kent destrozó el coche mientras trataba de conducir hasta su casa. Intervino la policía
y mencionaron mi nombre.
—¿Un problema, señor?
—¿Está hablando por una línea segura?
Un momento de perplejidad. ¿Qué le estaba preguntando Ordmann? Entonces recordó que
estaba usando un teléfono inalámbrico.
—Eeeh… no, señor. ¿Quiere que…?
—Por favor.
—Un momento, señor… —Murphy chapuceó con el teléfono hasta que encontró la tecla de
Espera; luego, cruzó la casa sigilosamente hasta llegar al pequeño despacho contiguo a la
despensa. Donna apenas levantó la vista cuando cerró la puerta a sus espaldas; el volumen de la
TV estaba alto, lo que significaba que no podría oír lo que él decía. El astrólogo explicaba por qué
hoy era un buen día para que Capricornio renovara viejas amistades, especialmente con Escorpio.
Murphy se sentó frente al escritorio, levantó el teléfono fijo, apagó el inalámbrico.
—Aquí estoy, señor. Disculpe…
—¿Esta línea sí es segura?
¿Qué era esto?
—Hablo por otra extensión, sí señor, si es eso lo que me pregunta. Antes estaba en el cuarto de
baño, hablando por un inalámbrico. Acabo de salir del… —Murphy cayó en la cuenta de que
estaba empezando a decir tonterías y se interrumpió—. Sí, señor, es segura.
Una pausa. Luego:
—Ha ocurrido un accidente.
¡Oh, Jesús mío! ¡Uno de los muchachos de verdad intentó conducir hasta su casa borracho!
Kent o Harry —probablemente Harry, que era el que estaba más ebrio— se sentó al volante y
después…
Entonces, Murphy recordó con quién estaba hablando, y por qué el asunto podía ser tan
importante como para que el Jefe quisiera mantener una conversación telefónica por una línea que
no pudiera ser intervenida, y lo que significaba aquella frase en particular en un contexto
diferente.
—Sí, señor, comprendo. —Su mente ya funcionaba a toda velocidad—. ¿Dónde ha ocurrido?
—Tennessee. A unos cien kilómetros al este de Nashville. Hace alrededor de hora y media.
—Entiendo… —Murphy recorrió el despacho con la mirada, tratando de localizar el atlas de
carreteras, antes de recordar dónde lo había visto por última vez: en el dormitorio de Steven, que
se lo había llevado para hacer una tarea escolar. Olvídalo—. ¿Alguien ha… es decir, han
encontrado el coche?
—Hemos localizado el vehículo, pero aún no se ha revisado el interior. Estamos enviando una
ambulancia para que lo verifique. ¿Podrá estar listo para salir en diez minutos?
Algo frío le recorrió la espalda.
—¿Diez…? Sr. Ordmann, todavía no he salido de…
—Hemos enviado un coche para que le recoja. Hay un avión aguardando en Dulles y ya
tenemos reunido al resto del equipo. Se le informará detalladamente en el camino. ¿Podrá estar
listo en diez minutos?
Murphy aún tenía puesta la bata. El traje seguía en el perchero y posiblemente le habría
sentado muy bien una cepillada para quitarle la pelusa; ni siquiera había escogido una corbata.
Pero un viejo bolso de gimnasia Adidas, guardado en el armario, contenía ropa limpia que había
quedado del viaje de cacería del otoño pasado y sólo le tomaría un momento empacar el portátil.
—Estaré listo.
—Muy bien. Tiene usted el balón, Dr. Murphy. Que no se le caiga.
—No se me caerá, señor —dijo, logrando, por el momento, sonar mucho más confiado de lo
que se sentía—. Estaremos en contacto.
—Buen karma —dijo Ordmann, y colgó.
Con delicadeza, Murphy colocó el auricular sobre su base, se reclinó en la silla y soltó el
aliento. En algún momento de la noche había caído una ligera nevada sobre Arlington. A través de
la ventana del despacho, veía los sitios donde el jardín trasero de Donna se había congelado y la
capa blanca que había quedado sobre el juego de columpios que Steve ya no usaba. Todo se veía
frío y solitario allá fuera. Se preguntó si en Tennessee el clima sería más cálido.
Suspiró, se puso de pie y fue a decirle a Donna que partía en un viaje de trabajo.
Jueves 6 de mayo de 1937, 8:00 p.m.
El jet era un Grumman Gulfstream II de quince años, una reliquia de los días en que el gobierno
todavía podía comprar aviones civiles fabricados en los Estados Unidos. Por dentro parecía tener
sólo diez años, lo que constituía una mejoría en relación con el último vuelo en un Boeing 727 que
había hecho Murphy. Pero tenía los asientos raídos y los compartimientos para el equipaje estaban
manchados de dedos sucios. Cuando el jet despegó de Dulles, se produjo algo de turbulencia que
hizo crujir un poco el fuselaje, dándole a la mujer sentada del otro lado del pasillo motivo
suficiente para recitar un mantra en voz baja y tensa.
Una vez el jet se niveló a los 10.000 metros y el piloto apagó las luces de los cinturones, un
teniente de la Armada avanzó por el pasillo para preguntar si alguien a bordo deseaba unos
bocadillos antes de comenzar la reunión informativa. Murphy se decidió por un café y una
rosquilla con queso cremoso. La mujer exigió saber si las rosquillas eran kosher, si el queso
cremoso era bajo en grasas y si el café era de Guatemala. Se fastidió mucho cuando el teniente le
informó con cortesía que las rosquillas eran de las congeladas y que no conocía el contenido de
grasas del queso ni sabía de dónde provenían los granos de café. La mujer optó por un té caliente y
llevó a cabo un escrutinio de la etiqueta de la bolsa de té antes de sumergirla en la taza.
Había cinco pasajeros a bordo del Gulfstream, incluido Murphy. La señora malhumorada
también era de la OCP, pero él no sabía cómo se llamaba; le reconocía solamente por haberle visto
en los corredores de la oficina, por lo que suponía que debía de pertenecer a otra sección. Los dos
oficiales militares vestían de civil; también el hombre del FBI, que era el único, además de
Murphy, que llevaba ropa deportiva. Estaba sentado en el fondo del avión, hablando por teléfono
mientras trabajaba con un ordenador portátil. Cuando Murphy se levantó de su asiento y fue a
popa en busca del retrete, el del FBI se volvió hacia el otro lado y tapó el teléfono con la mano
hasta que Murphy terminó de pasar.
Qué raro. Pero ni la mitad de raro que lo que escuchó cuando, media hora después del
despegue, el oficial militar de mayor rango dio inicio a la reunión informativa.
—Caballeros, señora —comenzó, después de que su asistente hubo ayudado a todo el mundo a
girar las butacas, para quedar de frente a la mesa detrás de la cual estaba el oficial—, gracias por
haber venido después de avisaros con tan poca anticipación. Vuestro gobierno aprecia vuestra
disposición a responder a una convocatoria al deber con tanta prontitud y espero que todo esto no
os haya ocasionado ningún inconveniente innecesario.
A continuación, se presentó como el Coronel Baird Ogilvy; le acompañaba el Teniente Scott
Crawford, también perteneciente a la Inteligencia Naval de los EE.UU. El agente del FBI se
llamaba Ray Sánchez; estaba allí principalmente para facilitar todas las cuestiones con los
organismos policiales locales y para actuar como observador oficial. Ogilvy parecía bastante
agradable: un caballero de pelo gris de unos cincuenta y cinco años, a quien uno se imaginaba en
su casa, sobre un carrito de golf; su asistente era más joven y un poco más intenso, pero logró
esbozar una breve sonrisa cuando le presentaron. Sánchez, que había dejado el teléfono de muy
mala gana, parecía tener puesto un supositorio de vidrio; frunció el ceño cuando Ogilvy le llamó
por su nombre, pero no dijo nada. Murphy decidió de inmediato mantenerse bien apartado de él, si
podía. La mayoría de los tíos del FBI que había conocido eran bastante decentes, pero Sánchez era
de los que habían visto demasiadas películas de Steven Seagal.
Después, el Coronel presentó a Murphy, identificándolo como el investigador principal de la
OCP para esta misión, y luego continuó nombrando a las últimas dos personas del avión. Murphy
se cubrió la boca con la mano cuando Ogilvy presentó a la mujer como Meredith Cynthia Luna.
Esbelta y con cara de zorro, con el cabello castaño peinado como una cofia rígida, parecía una
agente inmobiliaria que había renunciado al ácido después de ver el rostro del Todopoderoso en un
croissant del desayuno. Murphy conocía a Luna sólo por su reputación: psíquica de la División
Percepciones Remotas; se suponía que era difícil trabajar con ella, pues aparentemente creía
poseer un sexto sentido que la mantenía en comunicación directa con otra dimensión. Dio
muestras de estar orgullosa cuando Ogilvy mencionó sus habilidades extrasensoriales y Murphy se
preguntó si expondría su talento proclamando que pronto estarían sobrevolando el agua.
No por primera vez, Murphy se preguntó por qué trabajaba en la Oficina de Ciencias
Paranormales; no por primera vez, recordó los motivos. La NASA estaba muerta, los empleos
asalariados de la Fundación Nacional de Ciencia estaban desapareciendo más rápido que las
ballenas jorobadas y los astrólogos, hoy en día, conseguían trabajos más redituables que los
astrofísicos. De modo que Murphy daba lo mejor de sí, tratando de ser la voz de la razón entre
tanto doblador de cucharas y pisador de brasas; y, cuando se descubría evaluando la posibilidad de
renunciar, recordaba que había una hipoteca que pagar y un hijo que enviar a la universidad, y
agradecía a Dios que Carl Sagan ya no estuviese vivo, pues así nunca tendría que contarle a su
antiguo profesor de Cornell qué era lo que estaba haciendo para ganarse la vida.
Mientras el Coronel Ogilvy continuaba, Crawford comenzó a distribuir unas carpetas azules
con fajas de «confidencial» cruzando las tapas.
—Esta mañana, a las 6:42 a.m., hora de la costa este, dos aviones de combate F-15C de la Base
Aérea de Smyrna, en las afueras de Nashville, estaban en misión de entrenamiento sobre la Meseta
de Cumberland, a 100 kilómetros al este-sudeste de la base, cuando se toparon con un objeto no
identificado. —De vez en cuando, Ogilvy echaba rápidos vistazos a su carpeta—. En ese
momento, los aviones estaban a 9.000 metros y el objeto se encontraba sobre ellos, volando con
rumbo este a una altitud aproximada de 14.000 metros, cuando lo avistaron por primera vez, a una
distancia de alrededor de 15 a 25 kilómetros con respecto a la posición de los aviones. Parecía
estar entrando en la atmósfera en un ángulo descendente muy marcado de aproximadamente 47
grados, a una velocidad superior al Mach 2. Aunque ni los radares de los aviones ni los del control
de tráfico aéreo militar y civil detectaban el objeto, ambos pilotos informaron de la clara
confirmación visual del mismo.
Ogilvy dio vuelta la página.
—Tras recibir la autorización de la base, ambos aviones se desplazaron para interceptar al
objeto. Al acercarse, a los 10.000 metros, describieron al objeto como un platillo volador de un
diámetro de aproximadamente 20 metros y una altura de 6, más o menos del tamaño de sus
aviones, que volaba sin medios de propulsión evidentes. En la parte frontal del casco superior del
objeto había una sola ventana.
Meredith Cynthia Luna levantó una mano; Ogilvy le indicó que hablara con un breve
movimiento de cabeza.
—¿Los pilotos vieron algún extraterrestre dentro de la nave?
—No, señora. Los pilotos no detectaron ningún ocupante. Todos sus esfuerzos estaban
centrados en la tarea de seguir el curso y la velocidad del objeto.
—¿Los pilotos informaron haber recibido alguna transmisión psíquica?
—Señora, los pilotos intentaron comunicarse con la nave por radio, tanto en la banda de baja
como de alta frecuencia. No recibieron transmisiones, ni de radio ni de ninguna otra especie. —
¿Murphy estaba imaginándose cosas o acaso Ogilvy estaba tratando de no reírse?
—Pero parecía que el objeto acababa de entrar en la atmósfera. ¿Estoy en lo correcto? —
preguntó.
—Considerando que lo detectaron por primera vez en la capa superior de la atmósfera y que
estaba descendiendo a velocidad supersónica, esa fue la impresión que les dio, señor, sí. —Ogilvy
levantó una mano—. Por favor, dejadme terminar de daros la información; luego responderé a
vuestras preguntas. —El Coronel volvió a consultar sus notas—. Al fracasar el intento de
establecer la comunicación por radio con la nave, ambos pilotos maniobraron sus aviones para
poder observar el objeto más de cerca. A estas alturas, la nave había desacelerado hasta una
velocidad subsónica y parecía estar nivelándose para descender, ya a una altitud de 8.800 metros.
Uno de los pilotos, el Capitán Henry G. O’Donnell, se posicionó a doscientos metros a estribor de
la nave, mientras que su acompañante, el Capitán Lawrence H. Binder, intentó acercarse más al
objeto a fin de inspeccionarlo. Binder estaba pasando por debajo de la parte inferior del objeto
cuando su jet aparentemente se quedó sin energía eléctrica.
—¿Sin energía eléctrica? —Murphy alzó una mano; el Coronel hizo un gesto con la cabeza en
su dirección—. ¿Quiere decir que él… que el jet no respondía a sus comandos?
—Quiero decir, Dr. Murphy, que el avión del Capitán Binder se quedó totalmente sin energía.
Aviónica[5], propulsión, telemetría, todo. Dijo que fue como si lo hubiesen desenchufado. El avión
comenzó a caer girando sobre sí mismo y Binder se vio obligado a eyectarse de la cabina
manualmente.
—Esto ya ha ocurrido antes, según tengo entendido —murmuró Meredith Cynthia Luna—. Un
policía de Florida se quedó sin energía en el coche al encontrarse con una nave espacial.
—¿Y se eyectó? —preguntó el Tte. Crawford.
Murphy se tapó la boca con la mano de un golpe. Oh, Dios… no te rías, no te rías… Entonces
vio a Ogilvy fingiendo toser contra su puño cerrado, al tiempo que apuñalaba a su asistente con la
mirada, y se dio cuenta de que no era la única persona racional a bordo de este avión.
—¡No es gracioso! —El rostro de Luna estaba rojo de virtuosa indignación—. ¡El pobre
policía sufrió una experiencia terrible! ¡Lo mantuvieron cautivo doce horas! —Luego miró al
Coronel—. Dígame… ¿el piloto recibió alguna impresión psíquica cuando ocurrió todo esto?
Murphy garrapateó una nota en el margen de su carpeta: pérdida 100% de elec. F-15 –
¿PEM?[6]
Ogilvy no hizo caso de la mujer.
—El Capitán O’Donnell, al ver a su compañero perder el control del avión en las proximidades
del objeto, consideró que dicho objeto había iniciado acciones hostiles. Siguiendo el reglamento
de la Fuerza Aérea referido a enfrentamientos, descendió 300 metros y apuntó su misil AIM-9
Sidewinder al objeto.
Luna estaba horrorizada.
—¡Oh, no! No habrá…
—Sí, señora. Después de intentar establecer contacto radial con el objeto por última vez, el
Capitán O’Donnell lanzó el misil.
Tiempo desconocido
Desde el helicóptero de la Fuerza Aérea, el Lago Center Hill se veía frío y gris. Las altas nubes se
reflejaban apáticamente en la superficie de sus meandros y afluentes, donde el río Caney Fork
corría hacia profundos valles inundados hacía mucho por una represa de control de inundaciones.
A mediados del invierno, el nivel del agua alcanzaba su punto más bajo; cuando el Blackhawk
UH-60 descendió hasta unos sesenta metros, el ruidoso traqueteo de sus rotores reverberó en los
elevados bancos del lago, a medida que el helicóptero pasaba por sobre las crestas y cimas de las
montañas densamente pobladas de bosques.
Sentado detrás de los pilotos, Murphy examinó el Lago Center Hill con curiosidad. Aunque la
mayoría de las montañas circundantes estaban colmadas de casas de veraneo, algunas casi
mansiones, no había ninguna sobre la costa misma; casi todas parecían estar cerradas durante el
invierno. Cuando salían de la Base Aérea de Smyrna, el Cnel. Ogilvy, que resultó ser oriundo de
Tennessee, le había dicho que el Cuerpo de Ingenieros de la Armada, que había construido la
represa a principios de los años 50 y que actualmente se encargaba de su mantenimiento, tenía
estrictas reglas que prohibían edificar en una franja de ciento cincuenta metros de la costa. Las
pocas casas flotantes que había estaban protegidas por una cláusula de derechos adquiridos que
figuraba en la reglamentación; la mayoría de los residentes de verano atracaban sus
embarcaciones en puertos comerciales diseminados por todo el lago. La reglamentación,
probablemente, les resultaba draconiana a los adinerados médicos, abogados y músicos country de
Nashville que tenían su lugar de retiro veraniego en aquel sitio, pero lo que obtenían a cambio era
uno de los lagos más agrestes que Murphy había visto. Miró los bosques de ramas desnudas y se
preguntó cuántos ciervos podría embolsarse en la temporada de caza.
Entonces el Blackhawk dobló una curva y ante ellos se desplegó el canal principal: una vasta
expansión de agua que se extendía varios kilómetros de costa a costa, con un alto puente vial que
coronaba un cuello de botella en el extremo oriental del canal. El piloto hizo descender más el
helicóptero inclinándose hacia la izquierda y Murphy vio una playa de arena sobre una laguna de
poca profundidad, en el lado opuesto del canal. La playa pertenecía a una zona de picnic; a medida
que el helicóptero se acercaba, vio que esa playa había sido invadida por el Ejército de los EE.UU.
Ya habían instalado una enorme tienda de campaña en el área de picnic cercana; una veintena de
figuras, casi todas con ropa de fajina militar, se movían alrededor de la tienda y de los camiones
de color oliva aparcados en las cercanías.
A pesar de todo, el helicóptero no encaró inmediatamente hacia la playa. En cambio, viró
hacia el medio del canal. En el asiento de al lado, el Cnel. Ogilvy se desabrochó el cinturón de
seguridad y se inclinó por delante de Murphy para señalarle algo a través de la ventanilla.
—¡Allí abajo! —gritó—. ¿Lo ve?
Murphy apartó el protector auditivo de su oreja derecha al tiempo que miraba el sitio que le
señalaba el coronel. Al principio no vio nada; después detectó un islote diminuto, no más grande
que las casas de veraneo que rodeaban el lago. No era un islote, en realidad, sino más bien un
banco de arena bastante grande; un par de robles habían logrado sobrevivir al ascenso y descenso
estacional de las aguas, pero dudaba que allí pudiera vivir algo más que unos cuantos patos.
Sin embargo, no veía nada peculiar, salvo por varias boyas de plástico pequeñas que formaban
un semicírculo alrededor de uno de los lados del islote.
—¿Si veo qué? —gritó también, por encima del ruido de los propulsores—. ¡No veo nada!
Al otro lado de la estrecha cabina, Meredith Cynthia Luna tenía los ojos fuertemente cerrados;
inspiraba profundamente mientras sus manos acariciaban un par de rocas de energía animal: un
armadillo para protección y seguridad, una mariposa para equilibrio y gracia. Ya había vomitado
una vez, poco después de que el Blackhawk despegara de la Base Aérea de Smyrna;
aparentemente, esos pedruscos pintados no servían para curar las náuseas. El Tte. Crawford estaba
sentado junto a ella, bolsa de papel en mano, por si acaso ella necesitaba usarla. El peinado de la
mujer seguía en perfecto estado.
—¡Yo tampoco veo nada! —El Agente Sánchez se había ubicado en otra ventanilla y miraba
fijamente hacia abajo—. ¿Dónde está usted mirando?
—¡Tenéis que mirar con más cuidado! —Ogilvy apuntó al banco de arena con un dedo—.
¿Veis esa distorsión? ¿Cómo si fuera un espejo deformado o algo por el estilo?
Murphy espió por la ventanilla… y sí, ahora que el Coronel lo mencionaba, podía detectar un
objeto extraño, semicircular, que refulgía en las aguas poco profundas encerradas por las boyas. A
primera vista era indetectable, pues se fundía casi a la perfección con el islote y el lago que lo
rodeaba. Entonces sobrevolaron el objeto y Murphy quedó perplejo al ver que la sombra del
helicóptero se abultaba ligeramente hacia fuera, como si se reflejara en una superficie convexa
invisible.
—¡Ese es! —gritó el Coronel—. ¡Ese es el OVNI!
—¿Cómo hace eso que está haciendo?
—¡Maldición, no lo sé! ¡Para eso le llamamos a usted! —Ogilvy estiró la mano para sacudir el
hombro del piloto—. ¡Muy bien, Capitán, pónganos en el suelo! ¡Tenemos trabajo que hacer!
Voló arena blanca cuando el helicóptero se posó sobre una rampa de hormigón para
embarcaciones ubicada en la laguna; el piloto esperó apenas lo suficiente para que sus pasajeros se
alejaran de la aeronave y luego volvió a ascender a los cielos. Ahora que estaba más cerca,
Murphy se percató de que los soldados, en las hombreras de las parkas, llevaban unas cintas
negras encima de los distintivos de su división: Comandos de Choque de la Base Aérea 101 de
Fort Campbell, Kentucky. Todos tenían cascos y armas de mano; algunos llevaban M-16 colgadas
del hombro. Murphy notó que varios soldados llenaban bolsas de arpillera con arena, empleando
herramientas de atrincheramiento, mientras que otros las acarreaban hasta unos pozos poco
profundos diseminados por la playa. Uno de ellos contenía una ametralladora tapada con una lona.
Los militares no estaban dispuestos a correr ningún riesgo.
Un teniente corrió hacia Ogilvy, le hizo el saludo militar y comenzó a hablarle en voz baja.
Sánchez enfiló directamente hacia una mesa de picnic de cemento, donde otros dos civiles habían
desplegado unos mapas topográficos; el FBI ya había ordenado a la policía estatal que clausurara
todos los caminos y carreteras que conducían al lago, bajo el falso pretexto de que un jet
experimental de máximo secreto se había estrellado allí. Meredith Cynthia Luna se encaminó con
paso envarado hacia otra mesa de picnic, donde se sentó y metió la cabeza entre las rodillas.
Por lo tanto Murphy se quedó solo, al menos por el momento. Sin que nadie le prestara
atención, arrastrando los borceguíes por la arena congelada, caminó distraídamente, pasando a los
soldados, los emplazamientos de bolsas de arena, los camiones y los hombres del FBI, hasta llegar
al borde del agua. Ahora no había nada entre él y el islote, que se encontraba a unos ocho
kilómetros, del otro lado del canal, claramente visible por su solitario bosquecillo de robles. No
obstante, el OVNI estrellado era invisible; lo único que marcaba su posición eran las boyas que
oscilaban suavemente en el agua.
¿Qué era lo que le permitía camuflarse así? ¿Una especie de campo de fuerza? Tal era su
primera conjetura, considerando lo que le había ocurrido al jet que se le había acercado
demasiado. El piloto del segundo F-15 afirmaba que el misil había explotado antes de alcanzar el
blanco, aunque también decía que el objeto casi había desaparecido al acercarse al lago; había
podido seguirlo sólo gracias a la sombra que proyectaba sobre el lago y no había vuelto a verlo
claramente hasta que rebotó sobre la superficie de las aguas como una piedra plana, antes de
quedar encallado en el banco de arena. Por ende, si se trataba de un campo de fuerza, quizás no era
completamente impenetrable. Tal vez era capaz de repeler fuentes de energía cinética, como un
misil que se aproximaba, pero no servía para repeler materia inerte como…
—¿Ha encontrado algo interesante, Dr. Murphy?
Sobresaltado por la voz de Ogilvy, Murphy se dio la vuelta tan rápido que perdió el equilibrio.
—¡Joder, no me haga eso! Usted…
—Disculpe. —Al Coronel le causó cierta gracia—. No me di cuenta de que estaba tan
nervioso.
—No estoy nervioso. —Era cierto. Murphy soltó el aliento y señaló el banco de arena con la
cabeza—. Sólo estoy tratando de deducir qué… mmm, qué es lo que le permite desaparecer así.
—Por lo que me han dicho, nadie lo sabe. —Ogilvy señaló un punto más lejano de la playa;
sobre la costa había un par de botes de goma inflables—. Hace media hora, seis hombres remaron
hasta allí. Se aproximaron hasta diez metros de la arena, pero no pudieron distinguir nada, excepto
ese fulgor que vimos desde el aire.
—¿Y también…?
—No. Sólo tenían órdenes de hacer un reconocimiento de la zona y de colocar las boyas. Uno
de los hombres dijo que sintió que el remo golpeaba algo debajo del agua, una superficie lisa, pero
cuando miró hacia abajo no vio nada. Se asustaron y emprendieron la retirada.
Una superficie lisa e invisible debajo del agua.
—¿Qué profundidad hay allí, Coronel?
—La profundidad máxima es de unos quince metros. Alrededor del banco de arena, donde
estaba el bote de goma, apenas tres o cuatro metros. Menos de un metro y medio en la línea de
flotación.
¡Maldición! Estaban exactamente encima de esa cosa y aun así no la veían.
—Antes de que construyeran la represa, estas eran tierras de cultivo —estaba diciendo Ogilvy
—. Por lo tanto, el islote puede ser la cima de un cerro bajo. El OVNI podría haberse hundido por
completo si no hubiese descendido allí.
—Tal vez era eso lo que intentaba hacer.
—Tal vez. ¿Pero por qué querría hundirse?
—Pues… lo estaba persiguiendo un avión de guerra, así que… —Murphy se encogió de
hombros—. No lo sé. Todavía estoy tratando de resolver esa parte. Cuando sepa más, se lo diré.
Ogilvy asintió, pero no dijo nada por unos momentos.
—¿Sabe, Dr. Murphy? —dijo quedamente—. Usted parece tener la cabeza bien puesta. Para
ser un tío de la OCP, quiero decir.
—¿Cómo es eso, Coronel? —preguntó Murphy con desconfianza.
—Puedes tutearme y llamarme Baird.
—Yo me llamo Zack.
—Zack —se dieron un apretón de manos—. Tú eres un científico normal, ¿verdad?
Un científico normal. Como si existiera otra clase de científico…
—Astrofísico, si es eso lo que me estás preguntando.
—Ya me parecía. Haces preguntas, no presupones nada. No te apresuras a sacar conclusiones
para luego hacer que los hechos se ajusten a las respuestas que ya has elaborado. La Sra. Luna, por
otro lado…
No terminó la frase, sino que se apartó para que Murphy lo viera con sus propios ojos.
Meredith Cynthia Luna había recuperado la compostura; ahora estaba sentada a la mesa de picnic
en posición de loto, con las palmas hacia arriba apoyadas en las rodillas, la cabeza inclinada hacia
atrás y los ojos fuertemente cerrados. Un puñado de soldados se detuvieron a observarle, hasta que
un oficial que pasaba les dijo que regresaran a sus tareas.
—Le pregunté qué hacía —murmuró Ogilvy— y me dijo que estaba tratando de establecer la
comunión. No la comunicación… la comunión.
Para colmo de males, la mujer era devota de Strieber[7]. Por Dios…
—No está en mi división. Si ella quiere algo, dáselo. No me importa. Sólo pretendo que la
alejes de mí.
—¿Entonces piensas que ella no…?
—¿Tiene nada que aportar? En realidad, no. Pero tampoco puedo librarme de ella.
—Lo supuse. —Ogilvy hizo una pausa y luego continuó hablando en voz baja—. Francamente,
mi gente no respeta mucho a tu gente. Solemos tildarles de chalados y pirados. Pero tú tienes
buena reputación. Se dice que posiblemente eres la persona más fiable de la OCP. Si crees tener
alguna clave para descifrar esta situación…
—Me siento halagado, pero no la tengo.
—Esto es una novedad para todos nosotros, pero tú eres lo que más se acerca a un experto. —
Ogilvy respiró hondo—. Mira, Zack, estamos improvisando sobre la marcha. El Sr. Sánchez está
trabajando con la gente local para tapar este asunto el mayor tiempo que se pueda. Hasta ahora
hemos tenido suerte… casi nadie vio caer a esta cosa y tenemos toda la zona vallada. Pero no
podremos sostener la situación mucho más tiempo.
—¿Cuánto tiempo?
—Seis, doce horas. Veinticuatro como máximo. Mi gente está lista para enviarnos por aire
más personal y equipo, pero primero necesitamos saber con qué nos enfrentamos aquí. ¿Crees que
puedes hacerlo, Dr. Murphy?
Ogilvy lo planteó como una pregunta, pero en realidad no lo era. Ambos debían responder a
una autoridad superior y ninguno de los de arriba iba a aceptar un no como respuesta.
—Sí, puedo hacerlo —dijo Murphy.
Tiempo desconocido
La segunda vez que los comandos visitaron el banco de arena, se aproximaron al platillo desde el
lado opuesto del islote, con cuatro hombres en cada uno de los dos botes inflables. Remaron con la
lentitud suficiente para no producir ondas al hundir los remos en el agua y guardaron un estricto
silencio durante el viaje, comunicándose por medio de gestos con las manos. Iban armados y dos
de los soldados llevaban cámaras de 35mm y de vídeo.
El Cnel. Ogilvy puso al Tte. Crawford al cargo de la operación; Murphy acompañaba a la
partida en el rol de asesor civil. No sorprendió a nadie que Meredith Cynthia Luna objetara que no
le dejaran ir con ellos. Después de dos horas de meditación psíquica, declaró que el OVNI estaba
habitado por alienígenas de un planeta ubicado en alguna parte de la Nebulosa del Cangrejo; en
vísperas del Tercer Milenio, habían venido a invitar a la Tierra a integrarse a la Federación
Galáctica. Ogilvy la escuchó y luego le entregó un M-16 y le preguntó si necesitaba un curso de
actualización sobre cómo utilizarlo. Fue una buena maniobra: la mujer dejó caer al suelo el rifle
descargado como si fuese una chuleta a medio cocer y, aunque rezongó porque iban a acercarse a
esos pacíficos emisarios de otro sistema estelar blandiendo armas, la discusión terminó con toda
efectividad.
Murphy sintió que el fondo del bote se deslizaba sobre las aguas poco profundas y arenosas, a
pocos metros del islote. Crawford señaló el banco de arena; luego cerró un puño y movió el brazo
de atrás hacia delante dos veces. Los dos comandos ubicados a ambos extremos del bote saltaron
fuera; apenas metieron las botas en el agua helada, cogieron las cuerdas de amarre y comenzaron a
remolcar el bote a la playa. A unos cinco metros de distancia, los cuatro soldados del segundo bote
estaban haciendo lo mismo. Todos estaban bien agachados, rifles en mano, y eran tan silenciosos
que el grupito de patos que holgazaneaban en unos altos pastizales, en la punta del islote, casi no
advirtió su presencia.
No fue hasta que las tropas tomaron posición detrás de dos robles que Crawford le hizo señas a
Murphy para que saliera del bote. El banco de arena estaba sucio de latas de cerveza, desteñidos
envoltorios de bocadillos y señuelos de pesca extraviados. Entre los dos árboles había un pequeño
círculo de roca ennegrecida: una fogata rudimentaria dejada por excursionistas náuticos. Los
troncos de los árboles tenían unas iniciales talladas; cuando Murphy se arrodilló detrás de uno de
los robles, algo se le clavó en la rodilla. Miró hacia abajo, entrevió una manita que sobresalía del
suelo, estiró el brazo y desenterró un muñeco articulado de Darth Vader cubierto de costras de
arena. Un juguete abandonado allí el verano pasado por algún niño… la ironía era inevitable.
Sonrió y se lo metió en el bolsillo del pecho de la parka; quizás a Steven le gustaría tenerlo.
Sin embargo, pasando los árboles, del otro lado del islote, no se veía nada. Al menos nada que
se pareciese a una nave extraterrestre, ya fuera de la Nebulosa del Cangrejo o de cualquier otro
sitio. Pero, cuando observó con más detenimiento, le pareció que la orilla del agua estaba
distorsionada de un modo muy raro y que el sol de las últimas horas de la tarde proyectaba
sombras extrañas e incoherentes sobre la playa. Si pudiera acercarse sólo un poco más…
Murphy miró a un lado, luego al otro. A izquierda y derecha, los comandos estaban tendidos
boca abajo, escudriñando nerviosamente por encima de los rifles, como si esperasen que un
monstruo surgido de alguna película de ciencia ficción de los años ’’50 de pronto saliera del agua
a puro rugido. Crawford le palmeó el hombro, levantó una mano puesta en posición horizontal, la
bajó hacia el suelo y luego señaló el extremo opuesto del banco de arena. ¿Qué demonios esperaba
que hiciese? ¿Arrastrarse hasta el otro lado del islote?
—Bah, chalados —dijo Murphy en voz alta—. Esto es una tontería. —Luego, antes de que
Crawford pudiera detenerle, se puso de pie y comenzó a caminar hacia la zona de distorsión.
El teniente gritó su nombre y los comandos levantaron la vista para mirarle, confundidos y
escandalizados, pero Murphy no se detuvo. Avanzando de a un paso por vez, levantó las manos a
la altura de los hombros, con las palmas apuntando hacia delante. El corazón se le salía del pecho;
sentía que la parka le abrigaba demasiado. De pronto, se preguntó si su idea era tan buena, después
de todo. Pero ya no había retorno; si emprendía la retirada ahora, Crawford posiblemente le haría
amarrar de pies y manos y le enviaría de regreso al campamento en uno de los botes. Y ya había
pasado los árboles; faltaban unos pocos metros para llegar a la orilla.
La zona de distorsión parecía redondeada. Al aproximarse más, se enfrentó abruptamente con
su propia imagen, pero achatada, como si la reflejase un espejo deformado. Estiró la mano derecha
para tocar ese reflejo…
Sus dedos se toparon con una superficie fresca e invisible. Se sorprendió tanto que,
involuntariamente, retiró la mano de un sacudón.
—¡Eh! —exclamó—. ¡Encontré algo!
—¡Vuelva aquí, Dr. Murphy! —gritó Crawford.
Murphy no le hizo caso. Apoyó ambas palmas contra la superficie y las movió suavemente
hacia delante y atrás. Había esperado sentir un cosquilleo y quedó moderadamente pasmado
cuando no lo percibió. Lo que fuera que estuviese originando el efecto de invisibilidad, no era un
campo de fuerza. Echó un vistazo al reloj de pulsera y observó que la manecilla de los segundos
continuaba moviéndose. Si alguna especie de fuente electromagnética había deshabilitado al
primer F-15 y detonado el misil del segundo, ahora no estaba activa.
Detrás de él, escuchó que los soldados se acercaban rápidamente. Crawford estaba hablando
por radio:
—Gruñón a Hermanastra Uno, Gruñón a Hermanastra Uno. Blancanieves se ha acercado a la
nave no identificada, ha establecido presencia. Enanos en posición. Instrucciones, por favor.
Cambio…
Murphy deslizó las manos por la superficie oblicua, explorándola cuidadosamente a medida
que iba trazando un mapa mental del objeto. Parecía llegar hasta sus tobillos; luego se interrumpía
súbitamente, como si hubiese alcanzado una especie de borde. Su reflejo se hacía más nítido
cuanto más se acercaba y se deformaba al alejarse. Fascinado, levantó la pierna derecha con
cuidado y apoyó la rodilla contra la superficie. Si, definitivamente era un casco metálico de algún
tipo. Reclinándose contra este con todo su peso, fue avanzando de a poco, centímetro a centímetro,
en cuatro patas…
Casi lanzó una carcajada cuando se dio cuenta de lo que seguramente aparentaba estar
haciendo: gateando en el aire, por lo menos a un metro y medio por encima de la arena y el agua.
En algún sitio detrás de él, oyó el suave ronroneo y el clic de un obturador automático. El soldado
que llevaba la cámara le estaba tomando fotografías. Murphy estaba dando tal espectáculo que no
quería perderse la oportunidad. Cuidando de no perder el equilibrio, Murphy desplazó su centro de
gravedad hacia las caderas, apoyó las suelas de los borceguíes contra la superficie invisible y
luego, lentamente, se puso de pie. Por todos los cielos, estaba…
En ese instante, el OVNI se materializó.
En un momento no estaba. Al momento siguiente, sí: un enorme cuenco plateado puesto boca
abajo, incrustado en el banco de arena y sumergido en el agua casi hasta la mitad.
Sobresaltado, Murphy se dio la vuelta demasiado rápido; perdió pie y cayó contra el costado
del platillo. Casi se le cortó la respiración; resbaló hasta la mitad del casco, pero abrió los brazos
y fue frenando la caída por fricción. Mientras caía, su cabeza se sacudió hacia arriba y…
En la cima de la nave había una gran torreta redonda, muy parecida a la parte superior de un
sombrero. En el centro de la torreta había una ventanilla pequeña y cuadrada. Al tiempo que
Murphy seguía resbalando por el casco, la persiana exterior de la ventanilla se abrió rápidamente
hacia un costado y volvió a cerrarse tan de prisa que apenas alcanzó a verla, antes de que se
fundiera tan perfectamente con el resto del casco que resultaba imposible determinar si realmente
estaba allí.
Pese a todo, en esa brevísima fracción de segundo, Murphy llegó a divisar que algo le estaba
espiando. No, algo no… alguien.
Un ser humano.
Tiempo desconocido
La ambarina luz invernal le prendió fuego al lago por un breve instante, antes de que el sol se
pusiera detrás de las colinas, pero la oscuridad todavía no era total. La nave temporal relucía,
brillante, dentro del halo de reflectores portátiles colocados a lo largo del banco de arena; unas
diminutas siluetas se movían por el islote, algunas instalando equipos, otras haciendo guardia,
armas en mano. Los botes de goma iban y venían por el canal; los helicópteros los orbitaban casi
constantemente, barriendo las aguas oscuras con sus luces de búsqueda.
Franc esperó hasta que la noche hubo caído por completo antes de emerger de su escondite.
Durante la última media hora había permanecido oculto bajo las aguas poco profundas, en el
extremo más alejado de la laguna; levantó la cabeza por encima de la superficie solamente cuando
pensó que la oscuridad ocultaría el voluminoso casco del traje AEV. El campamento estaba a poco
más de cincuenta metros de su posición, pero nadie se había aproximado a este sitio ni una sola
vez. Siempre y cuando se mantuviera en silencio, nadie sabría que se encontraba tan cerca.
Era un plan peligroso, seguro, pero hasta ahora había funcionado muy bien. Metz había
desactivado el camaleón de la Oberon en el mismo instante en que él salía de la nave temporal. La
repentina aparición había aterrado tan completamente a los soldados que acababan de invadir la
isla que nadie reparó en las burbujas de aire delatoras, producidas por la apertura de la cámara de
descompresión. Franc había caído menos de tres metros antes de que sus botas se hundieran en el
cieno lodoso; aguardó unos minutos, mirando hacia arriba a través del agua para ver si alguien
había detectado su presencia y luego inició su larga caminata por el fondo del lago.
Había tardado casi dos horas en llegar al final de la laguna. No encendió las linternas del casco
hasta que estuvo a cinco metros de la superficie; ya se había detenido un rato para permitir la
ecualización de la presión. Lea había programado la pantalla del casco con un mapa del lago, pero
este sólo le mostraba lo que había encima del agua, no debajo de esta. El fondo del lago estaba
cubierto de desechos fabricados por el hombre de todas las formas y tamaños: latas de gaseosa
oxidadas, neveras portátiles llenas de barro, pedazos informes de madera pintada, fibra de vidrio y
metal, cañas de pescar rotas y hasta un automóvil viejísimo que sobresalía del limo marrón como
el cadáver de un dinosaurio. Artefactos de una época negligente.
El traje sería la nueva adquisición de la colección del lago. Cuando salió del agua, ya a salvo
entre los bosques que bordeaban la costa, Franc se echó de espaldas y abandonó laboriosamente su
caparazón de cerámica. El traje de lana que había usado en el Hindenburg le ofrecía una magra
protección contra el aire helado de la noche, pero tendría que conformarse con eso; era la única
ropa del siglo 20 que había rescatado de 1937. Se tomó unos minutos para arrastrar la armadura
AEV de vuelta hasta la costa del lago y lanzarla a las aguas poco profundas; escuchó un suave
glub cuando el traje tragó agua, para luego desaparecer de la vista. Con suerte, no lo encontrarían
hasta dentro de unos diez años, si es que alguna vez lo encontraban.
Franc levantó las solapas de la chaqueta y metió las manos bajo las axilas. Sintió el pequeño
cuadrado del compad que guardaba en el bolsillo de la camisa y consideró brevemente utilizarlo
para contactarse con la Oberon. No, era una mala idea; los locales podrían estar vigilando las
frecuencias de amplitud modulada, incluidas las microondas. Mejor no arriesgarse a ser
descubierto hasta que estuviera bien preparado. Lea y Vasili tendrían que sudar un rato más. Al
menos ellos sí estaban lo bastante abrigados como para sudar…
Tratando de no pensar en el frío, Franc comenzó a abrirse paso a través de los densos
matorrales, cuidándose de no pisar ninguna rama congelada. Escuchó las voces apagadas de los
soldados en la playa cercana; cuando se detuvo para mirar atrás, apenas pudo distinguir las luces
que rodeaban a la Oberon. Contempló la distante nave temporal un momento, lo suficiente como
para poner en duda su propia y lunática idea, y luego se dio la vuelta y comenzó a ascender con
dificultad por la pendiente arbolada.
Le rodeaban decenas de casas construidas en las laderas que miraban al lago, pero no se veía
luz en ninguna. Consideró brevemente la posibilidad de irrumpir en alguna, pero decidió
reservarlo como último recurso. Aunque actualmente estuviesen desocupadas, aquellas casas
podían tener alarmas contra intrusos y no poseía las herramientas necesarias para anularlas.
Además, a partir de ahora su tarea era relativamente sencilla. Lo único que debía hacer era
localizar un teléfono público. Si podía llegar a una carretera pavimentada, sabía que no muy lejos
encontraría un teléfono. Después de todo, estaba en los EE.UU. a finales del siglo 20. Los locales
adoraban los teléfonos.
Carretera. Teléfono. Información. No podía ser más fácil.
Preguntándose por qué Lea no podría haber hecho esto en lugar de él, Franc luchó contra la
noche oscura y gélida para seguir avanzando.
6:11 p.m.
La cena era una bolsa de vinilo marrón que contenía un ALC: Alimento Listo para Comer o
Alimento Rechazado por los Etíopes, según la definición que uno deseara aplicar[8]. Dentro había
envoltorios de papel de aluminio verde que contenían cubos de pavo frío sumergidos en una salsa
pardusca y viscosa, una insípida hamburguesa de patata, un puñado de galletas, un paquete de café
instantáneo y un trozo de papel azul e insustancial que Murphy al principio tomó por una
servilleta, hasta que le informaron que se trataba de papel higiénico. Comiendo en la mesa de
picnic, bajo la luz de un farol, logró tragarse la mitad del ALC antes de llevar el resto al bote de
basura. Tendría que haber estado famélico, pero los acontecimientos del último par de horas le
habían dejado sin mucho apetito.
Poco después de que él y Crawford regresaran del islote, el Cnel. Ogilvy había convocado a los
asesores civiles a una reunión informativa en la tienda de comando. Los hechos en sí estaban muy
claros: aunque el platillo, inexplicablemente, se había vuelto visible a las 15:05, había
permanecido en completo silencio desde entonces. El equipo de detección de sonido instalado
alrededor de la nave no había revelado ninguna información nueva; no se habían descubierto otras
compuertas y, apartando lo que únicamente Murphy había observado en aquel brevísimo instante,
antes de que se cerrara la ventanilla, los ocupantes de la nave habían optado por no dejarse ver.
Meredith Cynthia Luna seguía obstinada en que el objeto era una espacionave alienígena
oriunda de un lejano sistema estelar e insistía con que contenía emisarios de una federación
interestelar. La posibilidad de que estos viajeros fuesen humanos, o al menos de apariencia
humana, sólo sirvió para que ella adornara un poco más su revelación: la forma humana no era
exclusiva del planeta Tierra, sino que estaba ampliamente difundida a lo largo y a lo ancho del
universo, y estos «parahumanos» estaban buscando deliberadamente a otros de su especie. No
debíamos confrontarles con armas, atacó ella, sino encontrar un medio de comunicación más
pacífico. Sugirió que todos los comandos se retiraran inmediatamente del islote para permitir que
ella y otros psíquicos de la OCP se congregaran allí con el fin de intentar la comunicación
telepática.
Fue allí cuando Ogilvy puso las cartas sobre la mesa. Puesto que el Pentágono creía que el
objeto representaba una posible amenaza para la seguridad nacional, se había decidido hacer el
intento de entrar allí por la fuerza. En ese momento, les estaban enviando por vía aérea desde
Groton, Connecticut, sopletes cortametales utilizados por la Armada para las tareas de rescate
submarino, junto con varios técnicos entrenados en su utilización. A las 24:00 horas les llevarían
al islote, donde tratarían de penetrar el casco del objeto.
Luna planteó sus objeciones y, por una vez, Murphy estuvo de acuerdo con ella, si bien por
motivos diferentes. No sabían lo que había allí, pero el hecho de que hubiesen desactivado la capa
protectora voluntariamente daba a entender que los ocupantes de la nave no tenían intención de
hacerles daño. Necesitaba más tiempo para examinar el objeto; tal vez no había venido de la
Nebulosa del Cangrejo, pero tampoco era de Tennessee.
Ogilvy se mantuvo firme: no habría más debates sobre este punto. Esta misión contaba con los
auspicios del Departamento de Defensa y las órdenes provenían de los más altos niveles. El
Coronel finalizó el informe diciéndoles a todos que pronto servirían la vianda en el furgón de las
provisiones, y luego cerró la libreta y se marchó.
Sánchez acometió contra Murphy justo antes de que saliera a buscar su sabroso ALC caliente.
Aunque los militares estaban manejando la investigación, el FBI tenía jurisdicción sobre los
civiles que trabajaban en el incidente, lo que significaba que ahora la OCP trabajaba para el FBI.
Como Murphy aún no había recibido la autorización de seguridad necesaria para acceder a los
asuntos de máximo secreto, tendría que firmar un documento por el que se comprometía a no
revelarle nada de lo que había visto y oído a quien no contara con una autorización similar. En
cuanto al público en general, el incidente del Lago Center Hill nunca había sucedido.
Sánchez recibiría el documento por fax en breve. Una vez en sus manos, se lo traería para que
lo firmase. A Murphy le bastó un solo vistazo al rostro del agente para darse cuenta de que no
tenía otra opción que firmar. A menos que quisiera arriesgarse a perder su empleo, por no
mencionar que le enviarían a la cárcel.
Por lo tanto, la cena le cayó indigesta y la compañía aún peor, y después se quedó nuevamente
solo. La noche estaba fría y el viento arreciaba, ahora que había caído el sol. Se puso la capucha de
la parka y buscó un sitio donde ocultarse. Ogilvy y Sánchez se habían adueñado de la tienda de
comando y no quería verles en ese momento. Consideró brevemente la posibilidad de echarse una
siestecilla en alguno de los camiones del Ejército, pero advirtió que no estaba cansado. Sus ojos
vagaron hacia el distante banco de arena y el platillo plateado capturado en el interior del círculo
de reflectores. Considerando todos los factores, ya estaba harto de mirar a esa maldita cosa; quería
escapar de todo aquello por un rato.
Entonces decidió salir a pasear.
Le resultó asombrosamente fácil abandonar el campamento. Después de todo, nadie le estaba
vigilando y tampoco le dijo a nadie que se marchaba. Un estrecho camino pavimentado conducía
montaña arriba, partiendo desde la entrada de la zona de picnic; aunque había un soldado solitario
haciendo guardia en el portón, este no puso objeciones cuando Murphy le dijo que quería dar un
paseo corto y regresar enseguida. El centinela estaba allí para impedir que la gente entrara sin
permiso; puesto que Murphy sólo pretendía estirar un poco las piernas, ¿qué problema había? El
sargento le informó que había una tienda de artículos de campamento a ochenta metros camino
arriba, cerca de la cima del cerro. Estaba cerrada, desde luego, pero en la puerta había una
máquina de Coca. ¿Le molestaría a Murphy traerle un refresco? A Murphy no le molestaba: Dr.
Pepper helada para uno.
La brisa pareció amainar un poco una vez estuvo lejos del agua, pero sacudía las ramas
desnudas que le rodeaban. Saboreó el aroma a pino invernal mientras la noche se cerraba a su
alrededor; las luces a sus espaldas desaparecieron por completo y echó atrás la cabeza para mirar
las constelaciones. Habría sido un placer poco frecuente, ya que la contaminación lumínica del
D.C. impedía cualquier avistamiento de estrellas que se preciara, pero el cielo seguía cubierto.
Una noche oscura: incluso después de que sus ojos se acostumbraron a la penumbra, apenas
lograba verse la mano cuando estiraba el brazo hacia delante. Qué pena.
Antes de darse cuenta, había alcanzado el final del camino, donde el tenue resplandor de una
lamparilla de cuarenta vatios iluminaba una encrucijada encerrada entre dos cerros bajos. En el
cruce había una tienda de ramos generales que, indudablemente, en la temporada ofrecía
pececillos para carnada, golosinas y naranjada Crush. Las ventanas tenían las persianas cerradas y
la puerta estaba con llave, pero habían dejado encendida la luz del porche, que iluminaba la
destartalada máquina de Coca-Cola ubicada entre un tanque de carnada vacío y un teléfono
público.
Alguien estaba usando el teléfono.
Primero pensó que se trataba de uno de los soldados, quizás hablando furtivamente con su
esposa o novia, allá en casa, pero cuando se acercó vio que la figura no vestía ropa militar. A decir
verdad, parecía llevar una indumentaria muy escasa para el clima reinante: un traje oscuro de lana
y nada más… ni siquiera un sobretodo. Estaba de espaldas, pero, ya desde cierta distancia,
Murphy se percató de que temblaba de frío.
Qué extraño. Tal vez era un autoestopista perdido. Sin embargo, todas las carreteras que
llevaban a esa zona estaban bloqueadas por la policía estatal; además, la autopista más cercana se
encontraba a varios kilómetros de distancia. Murphy estudió al hombre del teléfono mientras
avanzaba hacia el porche. Quizás venía de alguna de las casas junto al lago; Ogilvy les había dicho
que eran residencias de verano, pero tal vez alguna estaba ocupada todo el año. Aunque, si ese era
el caso, ¿por qué un habitante permanente iba a usar un teléfono público para…?
—Gracias… sí, me sería de mucha utilidad.
En la quietud de la noche, Murphy escuchó claramente la voz del extraño. Tenía un acento raro
que no podía ubicar: británico-americano, pero con una leve inflexión asiática…
—Sí, operadora, ¿sería tan amable de decirme la fecha exacta? Sí, señorita… la fecha de hoy.
Y el año, por favor.
¿La fecha? ¿El año? ¿Es que acaso no tenía un almanaque?
Los escalones del porche crujieron cuando Murphy se posó en ellos con todo su peso.
Sobresaltado por su repentina aparición, el extraño levantó la vista de golpe, dejando caer el
auricular que tenía en la mano.
—Disculpe —dijo Murphy automáticamente—. No quise interrumpir.
El hombre del teléfono tenía un aspecto vagamente euro-asiático. Miró a Murphy a través de
sus gafas con armazón de metal y luego pareció recordar lo que había estado haciendo un
momento antes. Volvió a levantar el auricular.
—Perdón, señorita… ¿podría repetírmelo, por favor?
Murphy se acercó a la máquina de Coca; escarbó en los bolsillos del pantalón, buscando
calderilla. Sintió la mirada del extraño clavada en él, al tiempo que encontraba un par de monedas
de veinticinco y las metía en la ranura. Tenía que ser un vagabundo; su ropa era tan anticuada que
tenía que ser del Ejército de Salvación. No obstante, hasta los desposeídos más pobres que había
visto en el centro del D.C., acurrucados sobre las alcantarillas de salida de vapor, vestían abrigos
de segunda mano o viejas chaquetas de béisbol. La última vez que Murphy había visto
indumentaria masculina de este estilo había sido en fotos viejas de su abuelo cuando era joven.
—Gracias, señorita. Ha sido muy atenta. —El extraño golpeteó el armazón de las gafas como
para acomodárselas y luego colgó el teléfono. Se sopló las manos, le lanzó una mirada disimulada
a Murphy y después comenzó a andar hacia los escalones.
—Qué noche fría —dijo Murphy.
El extraño vaciló.
—¿Disculpe?
—Qué noche fría. —Murphy oprimió el botón de la Dr. Pepper; en las profundidades de la
máquina expendedora se oyó un fuerte golpe metálico y luego una lata descendió ruidosamente
por el conducto dispensador—. Menos cinco, por lo menos.
—¿Menos cinco qué?
—Menos cinco grados. De temperatura.
—Oh… pues… —Cerrando más las solapas de la chaqueta, el hombre señaló con la cabeza
más o menos en la dirección en que se encontraba el camino, detrás de él—. No me molesta. No
vivo lejos. Carretera abajo. Vine para usar la carretera… digo, el teléfono.
¿Era su imaginación, o acaso la voz del hombre ahora sonaba un poco distinta? Murphy se
agachó para recoger la lata de refresco y el extraño pasó junto a él rápidamente.
—No sabía que había gente viviendo aquí todo el año —añadió Murphy—. Pensé que todas las
casas pertenecían a veraneantes.
—Algunos nos quedamos todo el invierno. —El hombre se quitó las gafas y las cerró con
cuidado, para luego guardarlas en el bolsillo de la chaqueta—. Perdone, pero quisiera…
—Volver a casa. Por supuesto. —Murphy deslizó el refresco sin abrir al interior de un bolsillo
de la parka—. Vaya tranquilo.
—Sí… eh, sí. —El hombre bajó los escalones del porche al trote—. Iré tranquilo. Vaya
tranquilo usted también.
Murphy contempló al extraño mientras este se arrebujaba y se alejaba a toda prisa, alejándose
del tenue resplandor de la luz del porche a medida que ascendía por el camino que conducía a la
cima del cerro más cercano. Puede que este pobre cabrón viva en una casa rodante, musitó para sí.
No puede darse el lujo de tener un teléfono propio y tiene que caminar hasta aquí cuando quiere
hacer una llamada. Espero que tenga un buen calentador o algo que lo mantenga abrigado.
¿Pero por qué una persona tenía que llamar a una operadora para averiguar qué fecha era hoy?
Qué gente loca. Gente loca en Washington, gente loca en Tennessee. Gente loca que todavía
trabajaba en la OCP, aunque sabía que había cosas mejores. Murphy se encogió de hombros y bajó
los escalones. Mejor regresar al campamento antes de que Ogilvy o Sánchez o cualquier otro le
echaran de menos. El sargento encargado del puesto de vigilancia probablemente tenía sed y
anhelaba su Dr. Pepper.
Apenas había caminando una corta distancia cuando se percató de que a él también le sentaría
bien un refresco. No tenía sentido regresar con una sola bebida; iba a ser una noche muy larga. Y
bien podía coger otra más para el camino. De modo que se dio la vuelta y fue hacia la solitaria
máquina de Coca.
Cuando buscó en los bolsillos, sin embargo, descubrió que tenía una sola moneda de
veinticinco. Mala suerte… Entonces le echó un vistazo al teléfono público adyacente y cayó en la
cuenta de que el tío que acababa de conocer había estado hablando con la operadora.
¿Por qué una persona tenía que caminar hasta aquí sólo para…?
No importaba. El asunto era que no había recogido las monedas del compartimiento donde
caía el cambio. Posiblemente tenía demasiado frío para recordar que el aparato le devolvería el
dinero. Y dado que el teléfono aceptaba monedas de veinticinco centavos, allí podía haber
suficientes para que Murphy se comprara una Sprite.
Murphy se acercó al teléfono y metió un dedo inquisitivo en el cajoncillo. Tal como lo
suponía: dos monedas de diez y una de cinco. Las retiró, las sacudió en el puño y volvió a la
máquina de Coca. Metió su moneda de veinticinco en la ranura y estaba a punto de hacer lo mismo
con una de las de diez cuando, sorprendido, volvió a mirarla.
Era una Mercury[9].
No había visto una moneda Mercury desde que estaba en la escuela primaria.
Luego abrió la mano y vio otra Mercury y una Buffalo de cinco[10].
¿Qué probabilidades había de que el extraño fuese un coleccionista de monedas raras? Sí, por
supuesto. Un coleccionista de monedas raras que no podía comprarse ropa de invierno decente,
pero que dejaba abandonadas en teléfonos públicos monedas Mercury y Buffalo en impecable
estado. En fin, quizás se trataba de un coleccionista distraído, que usaba monedas raras para
llamar a operadoras desde teléfonos públicos, para preguntarles qué fecha…
Y en ese momento le vino a la mente algo que Harry Cuminsky había dicho la noche anterior,
en el Bullfinch.
Viernes 16 de enero de 1998, 6:48 p.m.
Con cuidado de no apagarlo, Franc plegó el compad y lo arrojó al interior de su bolsillo; luego
apretó la chaqueta contra su cuerpo aún más. El viento en la cima del cerro era feroz y congelaba
los huesos; sus piernas temblaban involuntariamente y tenía que apretar la mandíbula para no
castañetear los dientes. Comenzó a golpear los pies contra el pavimento, en un vano intento de
calentarse los dedos congelados.
—Apúrate —murmuró, lanzando una mirada al cielo opaco—. Apúrate, apúrate, apúrate,
apúrate…
El frío no era lo único que le impacientaba. El encuentro fortuito con el hombre local lo había
enervado, al punto de que casi había olvidado lo que debía hacer; almacenar la fecha y la hora
exactas en la memoria de sus falsas gafas le había demandado un esfuerzo consciente. El sujeto
que había venido a usar la máquina expendedora había demostrado un interés más que casual en su
presencia junto al teléfono y no se trataba de un simple entrometido de finales del siglo 20. Quizás
provenía de alguna de las casas cercanas, pero Franc sospechaba otra cosa.
Bueno, ahora ya no importaba mucho. Metz probablemente estaba despegando en este mismo
instante; una vez en el aire, encontraría a Franc rastreando la señal de su compad, aún activo.
Volvió a mirar arriba, aunque sabía que Metz debía de haber reactivado el camaleón y que no
podría ver la nave temporal hasta que estuviese…
—Muy bien… ¿quién es usted…?
La voz surgida de la oscuridad sonaba agitada y sin aliento, pero, a pesar de todo, conocida.
Franc se dio la vuelta rápidamente, escudriñando el camino a sus espaldas.
—¿Quién es usted, he dicho?
El hombre de la tienda.
Franc finalmente pudo distinguirle. A pocos metros de distancia, subiendo el cerro con
dificultad, caminando hacia él.
—Nadie que usted conozca, señor —respondió—. Vivo por aquí.
—Yo… tengo dudas sobre eso. —El extraño se detuvo; se inclinó hacia delante y dejó
descansar las manos sobre las rodillas, resoplando. Seguramente había subido corriendo—. Nadie
vive… por aquí… en invierno. Y si viviera… tendría… tendría… su propio teléfono.
—Pues yo no. —La mente de Franc funcionaba a toda velocidad. La Oberon aparecería en
cualquier instante; no podía permitir que un local fuera testigo de su partida—. Uso el teléfono
público para ahorrar dinero.
—Sí… por supuesto. —Un suave tintineo de monedas sueltas—. ¿Dinero como este?
A Franc se le congeló la sangre. La CIC entrenaba a sus investigadores para que evitaran
cometer exactamente este tipo de error anacrónico: había dejado dinero de 1937 en un teléfono
público de 1998.
—Creo que olvidé eso, sí —dijo con cautela—. Gracias por devolvérmelo. —Estiró la mano
—. Si me lo entrega, me…
—Se irá a casa… claro. Eso fue lo que me dijo antes. —El extraño no siguió acercándose—.
Lo que me remite a… a mi pregunta. ¿Quién es usted?
—John Pannes. —La respuesta le surgió automáticamente, como si otra vez le estuviese
interrogando el agente de la Gestapo en el hotel de Frankfurt.
—Vale… ¿y de dónde es usted, Sr. Pannes?
—Señor, creo que no es asunto suyo. —Consciente de que la visión nocturna del desconocido
probablemente era tan buena como la suya, Franc luchó contra el impulso de mirar al cielo—.
Ahora, si me disculpa…
—Creo que… creo que no me está diciendo la verdad. —El hombre se enderezó e inspiró
profundamente—. Usted no es de aquí… y pienso que tampoco es de… —Tosió con fuerza y
expulsó una flema—. Tampoco es de este tiempo —dijo por fin—. ¿Lo es, Sr. Pannes?
Franc sintió que su rostro se quedaba sin sangre. Quienquiera que fuese este hombre —aunque
era casi seguro que estaba con los soldados que acampaban cerca—, había inferido demasiado.
Pasara lo que pasara, no podía permitirle ser testigo del descenso de la Oberon. Sin embargo,
estaba sin aliento por haber corrido hasta la cima del cerro y Franc tenía a la oscuridad de su lado.
Si actuaba lo bastante rápido…
—Puede que tenga razón —contestó Franc con cuidado—. Desde luego, para mí es un poco
difícil responderle, considerando que no sé quién es usted.
—Me llamo Murphy… Dr. Zack Murphy. —El hombre pareció relajarse un poco—.
Astrofísico. Oficina de Ciencias Paranormales, Gobierno de los Estados Unidos.
Un científico. Sin embargo, pese a su extensiva investigación sobre el siglo 20, Franc nunca se
había enterado de la existencia de una Oficina de Ciencias Paranormales. ¿Una manifestación de
esta nueva línea mundial? Pero ahora no había tiempo para reflexionar en ello.
—Un placer conocerle, Dr. Murphy —dijo, avanzando un paso con prudencia, mientras
extendía la mano—. ¿Debo suponer que ha estado buscándome?
—Bueno, en realidad no, pero… —Murphy levantó una mano, comenzó a caminar hacia él—.
Aún no me ha dicho…
En ese momento titubeó y, por un instante, Franc se preguntó si Murphy tendría alguna
corazonada acerca de sus intenciones. Luego, Murphy bufó sonoramente y, a pesar de la
oscuridad, Franc se dio cuenta de que estaba mirando hacia arriba, hacia algo que estaba en el
cielo.
—¿Qué diablos es…?
Era la oportunidad que necesitaba. Agachando la cabeza, lanzando los brazos y hombros hacia
delante, Franc arremetió contra Murphy.
Cubrió la distancia que los separaba con unos cuantos pasos rápidos. Sorprendió al astrofísico,
que estaba distraído y con la guardia completamente baja. Dos golpes veloces y fuertes en el
estómago, y el hombre se dobló en dos. Franc oyó que el aire salía dolorosamente de sus pulmones
y luego Murphy se lanzó contra él a los tropezones; sus manos se aferraron de la ropa de Franc, ya
fuese en un débil intento de responder el golpe o simplemente para evitar caerse.
Franc no estaba dispuesto a dejarle hacer ninguna de las dos cosas: hundió un puño
directamente en la mandíbula de Murphy. Cuando este cayó hacia atrás, se oyó un sonido
enfadado de tela desgarrada. Franc sintió el aire frío contra su pecho desnudo. Luego, el científico
se golpeó contra el asfalto y se quedó allí tendido, quieto.
Ahora las ramas de los árboles circundantes se agitaban de aquí para allá, como si las azotara
una ráfaga sobrenatural. Un fuerte zumbido rodeó a Franc y luego un brillante haz de luz se enfocó
sobre él. Por un instante, divisó el rostro de Murphy —no parecía tener mucha más edad que él—
y después se dio la vuelta y vio el enorme óvalo negro flotando a pocos metros del suelo.
Metz estaba con prisa; no había bajado los alerones de aterrizaje ni vuelto a encender el
camaleón. La luz provenía de la compuerta abierta de la cámara de descompresión; Lea estaba
arrodillada en la compuerta, extendiendo un brazo hacia él.
—¡Muévete! ¡Tenemos que salir de aquí!
El viento hacía flamear su chaqueta rota: Murphy se las había apañado para desgarrarla al
caerse. Presa del pánico, Franc palpó los bolsillos de la chaqueta; las gafas seguían allí. Pero
todavía no había terminado…
—¡Esperad! —gritó; luego se tomó un momento para arrodillarse junto a Murphy. El
científico no estaba completamente inconsciente y lanzó un suave gemido cuando Franc le dio la
vuelta, pero estaba muy mareado para ofrecer resistencia. Franc palpó su parka hasta que sintió las
monedas y escuchó el suave tintineo de la calderilla. Metió la mano en un bolsillo y recuperó las
dos monedas de diez y la de cinco que había dejado abandonadas irresponsablemente en el
teléfono público. Ahora el científico no disponía de ninguna prueba tangible de haberse
encontrado alguna vez con un crononauta.
Comenzaba a ponerse de pie cuando oyó que Murphy le susurraba algo:
—¿Las cosas… mejorarán… en algo?
Franc sabía a qué se refería.
—Depende de lo que hagáis, amigo mío —murmuró. Luego se levantó de un salto y se lanzó
hacia la nave temporal que le aguardaba.
7:02 p.m.
Los focos de los coches ya estaban trepando el cerro a toda velocidad cuando Metz llevó a la
Oberon de vuelta al cielo. Minutos más tarde, la nave temporal perforó la densa capa de nubes que
cubría el paisaje de Tennessee. Esta vez no había aviones hostiles en el cielo: sólo las capas más
delgadas de la estratosfera y, mucho más arriba, el titilar de las estrellas.
Para entonces, Lea ya había llevado las gafas de Franc al pedestal biblioteca y transferido a la
IA las cifras cronológicas registradas por el nanochip. Ella y Franc se dirigieron rápidamente a la
sala de control y retuvieron el aliento hasta que Metz les informó que ya había establecido los
parámetros para lograr un salto temporal exitoso. La Oberon continuaba herida, pero estaba
sanando rápidamente; unas cuantas órbitas y sería capaz de abrir un túnel.
—Pero no podemos regresar a casa. —Los dedos de Metz golpeteaban nerviosamente la
consola ubicada debajo de la pantalla plana, que exhibía la imagen de dos círculos temporales
cerrados paralelos—. Volveremos a nuestro año, de eso no hay duda. Pero seguiremos en un
continuum diferente.
—Y la Estación Cronos no existirá. —La voz de Lea sonaba inexpresiva, casi desesperanzada.
—Puede que sí. Puede que no. —El piloto se encogió de hombros—. No tendremos idea hasta
que lleguemos. Pero no podemos quedarnos aquí, y ni siquiera consideréis la posibilidad de volver
a 1937…
—Lo sé —dijo Franc—. No podemos cambiar lo que ya está hecho. Y menos sin crear otra
paradoja, como mínimo.
—Lo lamento, pero así es. —Metz sacudió la cabeza—. Lo hecho, hecho está. Debemos
atenernos a los resultados, sean cuales sean. —Les miró por encima del hombro—. Por otro lado,
siempre nos queda la opción de regresar a algún punto anterior a 1938. Encontrar un sitio donde
establecernos, en el pasado. ¿Una granja pequeña de Kansas, más o menos en 1890? ¿Un chateau
del sur de Francia, alrededor del 1700? ¿Un viñedo modesto de la Antigua Grecia…?
—No me tienta en lo más mínimo. —Franc sonrió—. Este es un nuevo universo, con toda
seguridad, pero creo que no será tan diferente. —Su sonrisa se ensanchó—. De hecho, puede que
nos resulte asombrosamente similar.
La expresión de Metz era de un escepticismo desvergonzado, pero Lea le clavó la mirada.
—¿Qué te hace pensar eso?
Con aire ausente, Franc jugueteó con la tela desgarrada de la chaqueta.
—Sólo un presentimiento.
Viernes 16 de enero de 1998, 7:09 p.m.