Está en la página 1de 8

Robar a un ladrón por Navidad

jotdown.es/2017/12/robar-a-un-ladron-por-navidad/

Jorge Decarlini December 29, 2017

Ian Hamilton, 1951. Foto: Cordon.

Más de medio siglo después, Ian Hamilton lo recordaría así: «Cuando fuerzas con una
palanqueta la puerta lateral de la abadía de Westminster, empiezas a hacerte a la idea de
que ya no hay vuelta atrás». Era el día de Navidad de 1950. Hamilton y sus inexpertos
compinches acababan de colarse chapuceramente en el corazón mismo del imperio. Y
pensaban desmontar la pieza de mobiliario más antigua de cuantas albergaba. Algunos
utilizaron el término robo para describir el suceso. Otros, incluidos ellos mismos, prefirieron
hablar de recuperación.

1/8
Los escoceses tienen dos nombres para referirse a la piedra. Los ingleses, uno. Según
cuenta la leyenda, Jacob reposó la cabeza sobre ella antes de soñar su bíblica escalera y,
a través de Egipto, España e Irlanda, llegó a la abadía de Scone, una pequeña localidad
cercana a Perth. Cuesta creerlo. No obstante, su indudable importancia histórica reside en
que ya desde la Edad Media fue utilizada para la coronación de todos los reyes de
Escocia, y hasta fue bendecida por el patrón irlandés, san Patricio. Se dice que dictaba
sentencia sobre la valía de un monarca para el puesto. Por eso, a la Piedra de Scone
también se la conoce como la Piedra del Destino.

Se trata de una pieza de arenisca con dos argollas. Por sus medidas, casi podría pasar
como equipaje de mano en una aerolínea flexible, de no ser porque pesa ciento cincuenta
kilos. Aunque eso no fue óbice para que Eduardo I la tomara como botín de guerra tras la
batalla de Dunbar, ante la atónita mirada de los monjes que la custodiaban. Fue en 1296, y
la transportaron a Westminster. Allí mandó construir el rey una fastuosa silla de madera,
donde la piedra encajase y sirviera de base. A partir de entonces, los monarcas ingleses
primero, y más tarde los británicos, jurarían su cargo sobre ella. Por eso, en Inglaterra se la
conoce como la Piedra de la Coronación.

Era 1328 la primera vez que los ingleses prometieron devolverla. Desde entonces, fue
convertida en emblema por la resistencia escocesa, que siempre soñó con su regreso.
Nada más lejos de la realidad, porque no se movería de su nueva ubicación durante
siglos. Solo abandonaría el Trono de Eduardo durante la Segunda Guerra Mundial, cuando
los bombardeos alemanes hicieron temer por la integridad de Westminster. Con tanto
mimo resguardaban la piedra que fue enterrada bajo la abadía, y enviaron un mapa con su
localización exacta al primer ministro canadiense. Por si acaso.

Con el fin de la guerra, la piedra retornó a su silla. Por esas fechas nació la Scottish
Covenant Association, una organización con reminiscencias históricas que anhelaba la
independencia. Como tantos otros, Ian Hamilton se afilió mientras estudiaba en la
Universidad de Glasgow. Participó en charlas y debates, y se sumergió de lleno en el
activismo político. A la luz de la poca repercusión obtenida hasta entonces, llegó a una
conclusión: era necesario un gesto que pusiera el foco sobre sus reivindicaciones. Y se le
ocurrió el plan perfecto: traer de vuelta, por fin, la Piedra del Destino. El pequeño problema
es que no tenía ni idea de cómo. Por no hablar del tremendo riesgo que entrañaba. Si su
plan fracasaba, tiraría por la borda la carrera de Derecho que estaba a punto de concluir,
esa que le permitía saber cuántos años pasaría en la cárcel si le cogían.

Para preparar el golpe, Hamilton leyó cada libro que cayó en sus manos sobre la abadía
de Westminster. Historia, arquitectura, curiosidades. Cualquier detalle podía ser
importante. Incluso viajó a Londres para reconocer el terreno, y regresó con el franco
convencimiento de que era posible. Eso sí, necesitaba ayuda. Entre sus conocidos no
encontró a nadie tan temerario como para aceptar el envite. Pero tras revelar su plan a
John MacCormick, político fundador de la asociación nacionalista, este decidió sufragar la
misión (cincuenta libras de presupuesto) y poner en contacto a Hamilton con otros
miembros de su confianza. Así se uniría a la expedición la joven Kay Matheson, y más
tarde Gavin Vernon y Alan Stuart. Hamilton, como mucho, los conocía de vista, de
cruzárselos en alguna reunión o en los pasillos de la universidad.

2/8
Hamilton tenía prisa; se había convencido de que no existía fecha más propicia que las
cercanas fiestas navideñas. Salieron rumbo a Londres en dos Ford Anglia. Veinte horas
por carretera con el inclemente invierno de las islas envolviendo el paso de los coches sin
calefacción. Llegaron tiritando a la capital inglesa, y entraron en un pub para que la
cerveza les calentase el cuerpo y el espíritu. Quizás demasiado, porque se vinieron arriba.
Decidieron no pasar en suelo vecino más tiempo del estrictamente necesario, y
adelantaron la incursión a esa misma noche. Como niños desobedientes incapaces de
esperar para abrir sus regalos bajo el árbol.

El plan era sencillo. Hamilton, tal y como había visualizado en su inspección previa,
entraría en la abadía de Westminster poco antes del cierre. Esperaría a que los visitantes
se marchasen. Y permanecería allí, oculto detrás de un carrito, hasta que en mitad de la
noche sintiera la confianza suficiente como para salir de su escondite y abrirle la puerta al
resto de la expedición. Así pasó las horas, envuelto en la inmensa oscuridad de uno de los
edificios más famosos del mundo. Eso sí, no contaba con el buen desempeño del vigilante
nocturno, que lo sorprendió en posición fetal. Afortunadamente para él, a ojos del guardia
parecía un borracho sin sitio para pasar la noche, así que no solo dejó que se marchara,
sino que le dio una moneda y hasta lo despidió con un «Merry Christmas». Hamilton
reconocería que, de toda aquella aventura londinense, únicamente se arrepiente de haber
aceptado el dinero del trabajador, pero tuvo que salir de allí tan rápido como fuera posible
para no tentar más a la suerte.

Fue un golpe duro. Vale, el plan no era el más sólido del mundo, pero era el único que
tenían. Sin embargo, no se rindieron. Vernon y Stuart y sus aún desconocidos rostros
regresaron al día siguiente, la mañana del 24 de diciembre. Allí descubrieron la
peculiaridad de una de las puertas laterales del edificio, la de Poet’s Corner. Sus
escoceses ojos brillaron con cada palabra. A diferencia del resto, hechas de dura madera
de roble, aquella era de pino. ¿El motivo? Las bombas nazis dañaron la original, y la
solución temporal (1950, recordemos) fue colocar una puerta de otro material.

Así que el nuevo método de acceso sería aún más rudimentario. Confiaron en el horario
reducido del vigilante, que para algo era Christmas Eve. Aparcaron los dos coches en
Westminster. Matheson aguardaba en uno de ellos; ella vigilaría y transportaría la piedra.
Mientras, los demás forzaban la puerta de pino con una palanca. Hamilton ya conocía el
camino mejor que el pasillo de su casa. Tomaron aire ante la Silla de la Coronación, se
agacharon y tiraron con fuerza de la argolla.

El problema es que, rebosantes de ímpetu y adrenalina, jalaron más de la cuenta. La parte


inferior de la silla se rompió, aunque eso entraba en lo esperable. Lo que les pilló
desprevenidos fue que el bloque de arenisca se despedazara. Se cruzaron tres miradas
amedrentadas. Habían roto en dos la Piedra del Destino. Hamilton reaccionó, cogió el
pequeño trozo resultante y corrió hacia el coche. Mejor un pedazo que nada. La
desconcertada Matheson no sabía qué sucedía cuando lo vio llegar. Él, sin demasiado
tiempo para preguntas, dejó el fragmento y le dijo que se marchara.

3/8
Entrega de la Piedra de Scone en la abadía de Arbroath,. Foto: Cordon.

El joven enfilaba el camino de regreso, pero se percató de que un policía patrullaba la


zona. Desanduvo sus pasos y entró en el coche. Cuando el agente se aproximó al
vehículo, Ian no tuvo más remedio que tornarse cliché cinematográfico y besar
apasionadamente a Kay. Pero la autoridad, ya se sabe, no entiende de morreos en la
madrugada. Se libraron del interrogatorio improvisando ser una pareja de tortolitos que no
encontraron ningún bed & breakfast libre. Finalmente, el policía les dijo que se marchasen
de allí. Arrancaron y lo perdieron de vista. Hamilton volvió a la abadía y Matheson huyó
cargando en su maletero un trozo de la historia de Escocia tapado con una manta.

Hamilton encontró el trozo grande, pero no a sus compañeros. Vernon y Stuart atisbaron el
intercambio de pareceres con el agente, y súbitamente se escabulleron hasta el otro
coche. Al llegar y descubrirse sin llaves, buscaron refugio. Así que allí estaba Hamilton,
solo una vez más en la abadía de Westminster. Fuera, el sol amenazaba con salir. Lejos
de amilanarse, echó al suelo su abrigo y concentró toda la fuerza de su cuerpo en colocar
la piedra encima. Luego tiró y tiró. La cosa funcionaba, pero el coche estaba lejísimos.
Deslomado, pero llegó. Tarea aparte fue conseguir introducirla en el vehículo. Pero es que,
llegados a ese punto, flaquear no era una opción. Con el coche cargado, arrancó sin mirar
atrás. Afortunadamente, sí que miró hacia delante, porque poco tiempo después se
cruzaron en su camino Vernon y Stuart. No podían creer que lo hubiera conseguido él solo.
Aunque no había tiempo que perder, tuvieron que volver a parar. El Ford Anglia no tiraba
con tanto peso. Alguien sobraba, y claramente no eran ni Hamilton ni la piedra. Vernon, el
más pesado de la expedición, se ofreció voluntario para regresar a casa en tren.

4/8
No fue necesario ningún Sherlock Holmes para descubrir que algo iba mal aquella mañana
de Navidad, porque ni siquiera se habían deshecho del arma. Sí, dejaron la palanqueta
junto a la puerta forzada. La policía, en cuanto recibió el aviso, organizó controles en todas
las salidas de Londres y cerró las fronteras con Gales y Escocia. Matheson contaba con
ventaja, tanto por la partida prematura como por su perfil, ya que nadie la imaginaría
sospechosa. Llegó a las Midlands, y una amiga escondió su parte. Luego, también cogió
un tren a Glasgow. Hamilton y Stuart, por su parte, sabían que se la jugaban. Condujeron
en dirección contraria hasta las afueras de Kent, a cincuenta kilómetros de la capital. Allí
vieron un lugar propicio y se detuvieron. Dejaron la Piedra del Destino en mitad del campo.
Eso sí, dibujaron un mapa para retornar cuando los ánimos se enfriaran. Aunque dos días
después, The Guardian ya hablaba de robo por parte de nacionalistas escoceses. El
motivo, claro, no era otro que su indisimulable acento.

El revuelo no decayó. Todo lo contrario, y hasta unos tipos tan poco profesionales
comprendieron que era inviable dejar la piedra abandonada mucho más tiempo. Eso sí, de
regreso a Kent se toparon con una sorpresa. Resulta que en aquel terreno solitario ahora
había gente. Mucha. Tanta como cabe en un campamento de gitanos irlandeses que
decidieron instalarse allí, sin sospechar, ni lejanamente, la que había formada con una de
las piedras de su nuevo hogar. Tocaba negociar, pero fue más sencillo de lo esperado.
Pronto entendieron que nada une más a escoceses e irlandeses que su odio a la Corona
inglesa, así que los gitanos les permitieron recuperarla. En cuanto pusieron un pie en
Escocia, como ceremonia de bienvenida, abrieron una botella de whisky. Con el líquido
dorado regaron dos cosas: sus gargantas y el trozo mayor de la Piedra de Scone.

La incesante búsqueda continuaba. No se hablaba de otra cosa en toda la isla. Mientras,


Hamilton contactó con un cantero de Glasgow, que en secreto reparó la piedra. Más tarde,
las autoridades estrecharon el cerco. Comenzaron los interrogatorios a todos los
implicados, especialmente al líder de la banda. El principal indicio fue el registro de la
biblioteca Mitchell, donde aparecía el nombre de un estudiante que había consultado todos
los libros existentes sobre cierto edificio religioso en Westminster.

En total, la piedra estuvo desaparecida cuatro meses y medio. Cuando los jóvenes se
vieron sin escapatoria y con el objetivo más que conseguido (situar su causa en las
portadas de los periódicos, incluso extranjeros), decidieron devolverla. La entrega se
realizó en las ruinas de la abadía de Arbroath, lugar que acogiera la firma de la
apasionada declaración de independencia escocesa en 1320. La policía se encontró la
Piedra del Destino de una pieza. En el altar mayor y envuelta en una bandera de Escocia.
Simbolismo hasta el final.

Ninguno de los cuatro estudiantes fue juzgado. Las autoridades temían provocar un
incremento del sentimiento nacionalista, así que pasaron página. Por eso y porque, de
haberse celebrado el juicio, habría sido complicado defender la legítima propiedad inglesa
de la piedra. Así, los protagonistas de uno de los episodios más recordados de la historia
escocesa reciente siguieron con sus vidas. Tras finalizar sus estudios, Ian Hamilton, Kay
Matheson, Gavin Vernon y Alan Stuart no volvieron a verse nunca.

5/8
En 1953, la piedra se usó para la coronación de Isabel II, la última hasta la fecha. Aunque
eso no significa que el siglo XX no tuviera reservado otro meneo para el pesado bloque de
arenisca. En 1996, de forma inesperada, el primer ministro John Major anunció su
devolución. Lo hizo preservando ese gusto tan inglés por la parafernalia histórica, ya que
justo se cumplían setecientos años desde que Eduardo I se la apropiase como botín de
guerra. El motivo, nunca reconocido públicamente, sonaba familiar en los oídos del norte
de la isla: acallar las reivindicaciones que desde allí llegaban a Londres.

La Piedra del Destino fue trasladada por el ejército con grandes honores y una solemne
ceremonia en la frontera. Llegó a su nueva casa el 30 de noviembre, St Andrew’s Day,
fiesta nacional de Escocia. La reina estaría ocupada, porque envió en su nombre al duque
de York. O quizás pretendía alejar el mal fario, ya que, según lo acordado, la piedra
volverá (temporalmente) a Westminster para coronar al próximo monarca británico.

Los escoceses, orgullosos como ellos solos, reavivaron una vieja polémica: que la piedra
devuelta, la que durante siglos ocupó el corazón de Inglaterra, era falsa. Que la entregada
tras los cuatro meses de búsqueda no era auténtica. O, mejor aún, que ni siquiera lo fue la
capturada por el rey inglés, ya que los monjes de Scone lograron esconder la verdadera.

Sea como fuere, ahora descansa en una pequeña habitación de la zona más elevada del
castillo de Edimburgo, junto a los honores nacionales: la corona, el cetro y la espada del
Estado. Los tres lucen joyas lustrosas. Y a su vera, una piedra remendada. Al otro lado del
cristal, los turistas extranjeros fotografían cada rincón en fila india con su teléfono móvil.
Desconocen cómo ha llegado hasta allí ese feo bloque grisáceo, e incluso intentan que no
aparezca en sus fotos, como si fuera el soporte desnudo de algo importante que están
restaurando. Qué pensará el anciano Ian Hamilton que, al tocar la piedra por vez primera
aquella Navidad de 1950, sintió que «sostenía en sus manos el alma de Escocia».

6/8
La Piedra de Scone bajo custodia en la abadía de Arbroath. Foto: Cordon.

Artículos relacionados
Oliver Cromwell (I): el Darth Vader del siglo XVII
Noche de paz, noche de tregua
Amadeo de Saboya, rey: veni, vidi, fugi
Cisma en el rugby football, o el nacimiento de un deporte
Fermín de la Calle: All Blacks, la leyenda negra
Grandes robos: el atracador que no pudo ser Tony Montana

7/8
8/8

También podría gustarte