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“La división entre los sexos parece estar «en el orden de las cosas», como se dice a
veces para referirse a lo que es normal y natural, hasta el punto de ser inevitable: se
presenta a un tiempo, en su estado objetivo, tanto en las cosas (en la casa por ejemplo,
con todas sus partes «sexuadas»), como en el mundo social y, en estado incorporado, en
los cuerpos y en los hábitos de sus agentes, que funcionan como sistemas de esquemas
de percepciones, tanto de pensamiento como de acción (…) La concordancia entre las
estructuras objetivas y las estructuras cognitivas, entre la conformación del ser y las
formas del conocer, entre el curso del mundo y las expectativas que provoca, permite la
relación con el mundo (…) [la ] «actitud natural» o de «experiencia dóxica», pero
olvidando las condiciones sociales de posibilidad. Esta experiencia abarca el mundo
social y sus divisiones arbitrarias, comenzando por la división socialmente construida
entre los sexos, como naturales, evidentemente, y contiene por ello una total afirmación
de legitimidad (…)” (p. 21).
“El mundo social construye al cuerpo como realidad sexuada y como depositario de
principios de visión y de división sexuantes. El programa social de percepción
incorporado se aplica a todas las cosas del mundo, y en primer lugar al cuerpo en sí, en
su realidad biológica: es el que construye la diferencia entre los sexos biológicos de
acuerdo con los principios de una visión mítica del mundo arraigada en la relación
arbitraria de dominación de los hombres sobre las mujeres, inscrita a su vez, junto con
la división del trabajo, en la realidad del orden social. La diferencia biológica entre los
sexos, es decir, entre los cuerpos masculino y femenino, y, muy especialmente, la
diferencia anatómica entre los órganos sexuales, puede aparecer de ese modo como la
justificación natural de la diferencia socialmente establecida entre los sexos, y en
especial de la división sexual del trabajo (…)” (pp. 22 y 24).
“Cuando los dominados aplican a lo que les domina unos esquemas que son el
producto de la dominación, o, en otras palabras, cuando sus pensamientos y sus
percepciones están estructurados de acuerdo con las propias estructuras de la relación de
dominación que se les ha impuesto, sus actos de conocimiento son, inevitablemente,
1
La Dominación Masculina [1998], Barcelona: Anagrama, 2000.
unos actos de reconocimiento, de sumisión. Pero por estrecha que sea la
correspondencia entre las realidades o los procesos del mundo natural y los principios
de visión y de división que se les aplican, siempre queda lugar para una lucha cognitiva
a propósito del sentido de las cosas del mundo y en especial de las realidades sexuales.
La indeterminación parcial de algunos objetos permite unas interpretaciones opuestas
que ofrecen a los dominados una posibilidad de resistencia contra la imposición
simbólica (...)” (p. 26).
“Así pues, la definición social de los órganos sexuales, lejos de ser una simple
verificación de las propiedades naturales, directamente ofrecidas a la percepción, es el
producto de una construcción operada a cambio de una serie de opciones orientadas o,
mejor dicho, a través de la acentuación de algunas diferencias o de la escotomización de
algunas similitudes. La representación de la vagina como falo invertido, que Marie-
Christine Pouchelle descubrió en los textos de un cirujano de la Edad Media, obedece a
las mismas oposiciones fundamentales entre lo positivo y lo negativo, el derecho y el
revés, que se imponen desde que el principio masculino aparece como la medida de
todo. Sabiendo, por tanto, que el hombre y la mujer son vistos como dos variantes,
superior e inferior, de la misma fisiología, se entiende que hasta el Renacimiento no se
disponga de un término anatómico para describir detalladamente el sexo de la mujer,
que se representa como compuesto por los mismos órganos que el del hombre, pero
organizados de otra manera. Y también que, como muestra Yvonne Knibiehler, los
anatomistas de comienzos del siglo XIX (Virey especialmente), prolongando el discurso
de los moralistas, intenten encontrar en el cuerpo de la mujer la justificación del estatuto
social que le atribuyen en nombre de las oposiciones tradicionales entre lo interior y lo
exterior, la sensibilidad y la razón, la pasividad y la actividad. Y bastaría con seguir la
historia del «descubrimiento» del clítoris tal como la refiere Thomas
Laqueur, prolongándola hasta la teoría freudiana del desplazamiento de la sexualidad
femenina del clítoris a la vagina, para acabar de convencer de que, lejos de desempeñar
el papel fundador que se le atribuye, las diferencias visibles entre los órganos sexuales
masculino y femenino son una construcción social que tiene su génesis en los principios
de la división de la razón androcéntrica, fundada a su vez en la división de los estatutos
sociales atribuidos al hombre y a la mujer (...)” (pp. 27 y 28).
“Economía de los intercambios lingüísticos”
y
“Lenguaje y poder simbólico”.2
Pierre Bourdieu
“Actos de magia social (…) sólo pueden tener efectos si la institución, en el sentido
activo de acto que tiende a instituir a alguien o a algo en tanto que dotado de tal o cual
estatuto o de tal o cual propiedad, está garantizada por todo el grupo o por una
2
¿Qué significa hablar? Economía de los intercambios lingüísticos? [1985], Madrid: Anagrama, 2001.
institución reconocida. Aunque este acto se realice por un agente singular, debidamente
delegado para realizarlo y para realizarlo en las formas reconocidas, es decir, según las
convenciones consideradas como convenientes respecto al lugar, momento,
instrumentos, etc., y cuyo conjunto constituye el ritual legítimo, es decir, socialmente
válido, y, por tanto, eficaz, se funda en la creencia de todo un grupo (que puede estar
físicamente presente). Lo que quiere decir que se funda en las disposiciones socialmente
modeladas para conocer y reconocer las condiciones de un ritual válido (lo que implica
que la eficacia simbólica del ritual variará –simultánea o sucesivamente- según el grado
en que los destinatarios estén más o menos preparados, más o menos dispuestos a
acogerlo)” (p. 86).
“La eficacia del discurso herético reside no en la magia de una fuerza inmanente al
lenguaje, tal como la illocutionary force de Austin, o en la persona de su autor, como el
carisma de Weber, dos conceptos pantallas que impiden preguntarse sobre las razones
de unos efectos que no hacen más que designar sino en la dialéctica entre el lenguaje
autorizante y autorizado y las disposiciones de grupo que le autoriza y se autoriza
autorizándole. En cada uno de los agentes concernidos, y en primer lugar, en el
productor del discurso herético, ese proceso dialéctico se realiza en el trabajo de
enunciación necesario para exteriorizar la interioridad, para nombrar lo innombrable,
para dar a disposiciones pre-verbales y prereflexivas y a experiencias inefables o
inobservables un principio de objetivación en palabras que, por su naturaleza, les hacen
a la vez comunes y comunicables, por consiguiente, sensatas y socialmente sancionadas.
Lo que puede también suceder en la dramatización, particularmente visible en la
profecía ejemplar, único procedimiento capaz de desacreditar las evidencias de la doxa,
y en la transgresión indispensable para nombrar lo innombrable, para forzar las
censuras, institucionalizadas o interiorizadas, que prohiben la vuelta de lo rechazado, en
primer lugar, en el propio heresíaco” (p. 98).