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{Deshojar una margarita}

Por Peter Bench.


“Hay quienes creen que se puede elegir
en el amor.
Como si no fuera un rayo que parte los
huesos”
-Cortázar.
Para Sofía. Y que sonría.
Peter solía terminar las frases con una ligera entonación al final de la última
palabra, entornaba los ojos levemente, giraba un poco la cabeza a un lado y
suavemente asentía con una sonrisa atenta que, junto a unas cejas sutilmente
arqueadas lograba generar empatía con las niñas con las que hablaba.
Cuando quería, sabía manejar bien esos pequeños detalles que resultan atractivos
en algunas mujeres, y cuando estaba exponiendo su proyecto de Competencias
Digitales, se fijó en una muchacha de tez acaramelada que lo miraba sonriendo
mientras él usaba palabras extrañas y exponía con una pasión fingida que, sin
embargo, hace al individuo más interesante
Pasaron luego varios meses y la muchacha color arequipe, con un acento costeño
suave que era una de las debilidades de Peter, una sonrisa de oreja a oreja y con el
rostro bastante cerca del de él, le tocó suavemente un brazo y le dijo (como tonta
excusa para hablarle).

-Tú estás en mi clase de Digitales ¿cierto?


-Sí señorita, estás en lo correcto-Le dijo él dándose cuenta de que ella sonreía ahora
un poco más.
-Es que (que sonaba más como “ej que”, por su delicioso acento costeño) no vine la
última clase entonces no sé qué fue lo que...
Él dejó de escuchar inconscientemente y se empezó a fijar en su interlocutora. La
joven tenía un pelo impecable que caía como una cascada sobre unos hombros
tonificados, y que envolvía suavemente a lo que quizá era el rostro más atractivo
que él había visto en la universidad. Tenía unos labios perfectos, una nariz
respingada y finísima, y unos ojos verdes que le quitaron inmediatamente a Peter
cualquier capacidad de poner atención a las palabras que salían de su boca.
-¿Entonces tú podrías decirme qué hay para mañana?
Terminó sin parpadear y con los ojos fijados en los de Peter. Él despertó de su
letargo apreciativo y pensó en empezar su juego de gestos y sonrisas mientras
ideaba en poco tiempo una manera de pedirle el teléfono. Sin embargo, algo dentro
de él se lo impidió y despachó a la niña con una amistosa explicación de la tarea y
un “te cuidas”.
Quizá lo que se lo impidió fue una torpeza que, de la mano del cansancio, frustró lo
que pudo haber sido el inicio de un jugueteo coqueto de esos que él provocaba
rápidamente. Seguramente hubiese terminado igual que el de Mónica y Juliana,
con la muchacha endulzada por poemas y detalles, luego confundida por el súbito
silencio de él, y luego enojada al ver que él hacía lo mismo con otra. En lo que a
Peter respecta, olvidaba rápidamente los sentimientos.
El problema es que, si bien no había nadie tan bueno como él iniciando la atracción
en alguien, no había nadie tan malo cerrando relaciones. No era que no pudiese,
pensaba él, sino que nunca quería en realidad.
Claro está, hubo uno de los coqueteos que no terminó así. Mientras los otros
terminaban mal (usualmente con Peter insultado por varios frentes), este terminó
mucho peor. No por la reacción de la niña, sino por la de Peter, pues pasó el
tiempo y no se encontró a sí mismo enamorado, sino amando.
Y no fue nada fácil entender que ella no lo amaba, por lo que un amor que nunca
fue-ya que el amor es recíproco-no llegó a darse nunca.
No fue nada fácil, pero cuando lo entendió se sintió libre, con los pies en la tierra y
se encontró amando a la persona correcta.
Entendió que ella no lo necesitaba, que tenía alguien mejor, y que ella era feliz.
Ella era feliz, y eso era lo único que él quería.
Comprendió que no podía intentar poseer lo que no le corresponde.
Sería como deshojar una margarita.

Ah, y además decidió escribir un cuento narrando cómo fue todo.


El cuento que estás leyendo ahora.
El de su rendezvous amoroso y posterior saudade.

Con Sofía.
Capítulo II. El restaurante escuela

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