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El espíritu hoy

Autor: Jean-Luc Nancy

Fuente: Strass de la philosophie (diciembre 26 de 2015).

URL original:
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http://strassdelaphilosophie.blogspot.com.co/2015/12/lesprit-aujourdhui-jean-luc-nancy.html
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Disponible en UniNómada:
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http://www.uninomada.co/inicio/index.php/biblio
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Para citar este artículo:
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Nancy, Jean-Luc. « El espíritu hoy ».
URL: http://www.uninomada.co/inicio/index.php/biblio
Fuente: Strass de la philosophie (diciembre 26 de 2015).
http://strassdelaphilosophie.blogspot.com.co/2015/12/lesprit-aujourdhui-jean-luc-nancy.html.
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El espíritu hoy

Jean-Luc Nancy

Traducción: Ernesto Hernández B.


UniNómada, Colombia

Preferiríamos callar. Frente al horror y la emoción. Frente a los efectos de la proximidad.


Pues lo que ha pasado en París sigue pasando desde hace mucho tiempo en Bombay,
Beirut, Kabul, Bagdad, New York, Madrid, Casablanca, Alger, Amman, Karachi, Tunes,
Mossoul, etc., etc. Frente a la miseria de nuestras indignaciones (justificadas pero vacías) o
nuestras protestas (“deberíamos…”, “no hay más qué…”), y el plomo de las perspectivas
(control, reacción…).

Preferiríamos callar también a causa de la conciencia agudizada que nos abraza desde que
nos representamos la inextricable complejidad de las génesis, causas, encadenamientos de
procesos manifiestamente enmarañados y envueltos en una coyuntura mundial de grandes
enfrentamientos económicos y geopolíticos. Sobre el plano del pensamiento, igualmente, la
hora no es la de los “no hay más qué…”.

Es necesario, sin embargo, intentar hablar, por las mismas razones. No sólo porque la
emoción lo reclama, sino también, y sobre todo porque la potencia de esta emoción tiende a
otra cosa distinta que la de amplificar los atentados. Esto último no es menos destacable –
toda la coordinación, esa elección de tiempo y de lugares, dicen mucho sobre el trabajo
previo–, pero en todo esto hay más: la amplitud de una larga secuencia que comienza hace
25 años (para permanecer en los límites de la percepción inmediata), en la Argelia de los
años 90 con la fundación de GIA (Grupo Islámico Armado). Veinticinco años, una
generación, no es simplemente un cálculo simbólico. Esto significa que se despliega un
proceso, que tiene lugar una maduración, que se caracteriza una experiencia. Los perfiles,
las tonalidades, las disposiciones son desarrolladas; nada fijo ni definitivo, seguramente,
nada sobre lo que se disponga un manto de recubrimiento de la historia del tipo “siglo”,

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sino por el contrario una configuración o al menos la forma de un giro, la energía de una
inflexión, de un impulso.

La fuerza de la que está cargada la noche del 13 de noviembre de 2015 en París revela esta
energía. Lo es igualmente porque parece comprometer inmediatamente la perspectiva sea
de un giro decisivo, sea del detonador de una nueva generación: 25 años frente a nosotros
para alcanzar otro escalón o superar otro umbral. Muchos de los que ametrallaban con ese
salvajismo no habían alcanzado los 25 años; entran muertos o heridos en esta oscuridad
amenazante.

La fuerza en cuestión es obtenida, para lo que la constituye esencialmente, por fuera de los
recursos de lo que se llama “fundamentalismo” o “fanatismo”. Ciertamente, el
fundamentalismo activo, vindicativo y agresivo –sea islámico (sunita o chiíta), católico,
protestante, ortodoxo, judío, hinduista (excepcionalmente budista)– caracteriza una parte no
despreciable de los últimos 25 años. Pero, ¿cómo no señalar que este fundamentalismo
respondía a eso que podemos designar como el fundamentalismo económico, inaugurado
con el fin de la bipolaridad y con la extensión de una “globalización” que ya comprometía y
diseñaba casi a dos generaciones anteriores (la “aldea global” de McLuhan data de 1967)?
¿Cómo no señalar también la urgencia por eliminar las experiencias totalitarias como si la
simple democracia representativa acompañada del progreso técnico y social respondiera
perfectamente a las inquietudes planteadas desde hace mucho tiempo por el nihilismo
moderno y el “malestar en la cultura” del que hablaba Freud en 1930?

El fundamentalismo liberal afirma el carácter fundamental de una ley que supone natural: la
de la producción competitiva ilimitada, la de la expansión técnica no menos ilimitada, y
sobre todo, la de la reducción tendencialmente ilimitada de cualquier otra especie de
derecho –del derecho político del jefe, sobre todo, si este último intenta reglamentar la ley
natural según las exigencias particulares de un país, de un pueblo y de una forma de
existencia común–. El Estado llamado “de derecho” representa de manera paradójica la
forma a la vez necesaria y tendencialmente exangüe de una política privada de horizonte y

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de consistencia. Nuestro humanismo productivista y naturalista se disuelve en sí mismo y
abre la puerta a demonios inhumanos, sobrehumanos, demasiado humanos…

El fundamentalismo religioso puede limitarse a la observancia de una doctrina y de un rito


inmutable, sin interferencias con el contexto socio-político. Cuando quiere ser activo en ese
contexto, presenta una doble postulación: de un lado, se trata de encontrar la fuerza de un
fundamento místico; por otro lado, de permitir a esta fuerza cohabitar con intereses técnicos
y económicos a fin de entrar en sus relaciones de poder. El síntoma más elocuente de esta
empresa es la adaptación del funcionamiento bancario a la ley islámica –y recíprocamente–.
Otro síntoma es la guerra de las religiones: la revolución iraní de 1979, al mismo tiempo
que ha marcado el sueño de un islam político, también ha llevado a ese terreno la mayor
división interna del islam. Como las de la antigua Europa, las guerras de religiones
responden a enfrentamientos sociales y políticos. Podríamos decir, simplificando, que los
conflictos actuales del Medio Oriente –diferentes del ligado a Israel– provienen del fracaso
de tentativas al parecer progresistas de revolución postcolonial (Egipto, Siria, Irak,
Argelia).

A una post-colonización, tanto impedida como desviada por los intereses de los
excolonizadores como por las relaciones de fuerza entre excolonizados, se añade una
situación económica trastornada por la demanda energética incrementada y por la
transformación del sistema monetario y financiero. Dicho de otro modo, desde hace dos o
tres generaciones la configuración mundial está envuelta en una transformación mayor de la
cual los problemas del espacio mediterráneo y europeo no son más que uno de los aspectos
–los otros se sitúan en las transformaciones de Oriente y de América Latina–. Así pues, el
fanatismo hoy encuentra posible reclutar por fuera del mundo que delimitamos
simplemente como “árabe-musulmán”.

En cuanto al mundo musulmán mediterráneo, y aquí también al precio de una


simplificación, es necesario reconocer la oposición entre chiísmo y sunismo (que recorta
también la diferencia entre la cultura persa y la cultura árabe) que se traduce por una
diferencia importante en la manera de configurar el lazo entre religión y sociedad. El

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modelo de una impregnación religiosa integral de la existencia, de la cultura y del derecho
que reivindica el fundamentalismo sunita permanece en parte extraño al espíritu mesiánico
del chiísmo (dicho esto sin olvidar el comportamiento efectivo del Estado iraní). Lo cual no
deja de tener consecuencias en las relaciones con los países europeos y americanos.

Basten estos cuantos recuentos demasiado esquemáticos para evocar simplemente el peso
considerable de los datos que una reflexión lúcida debe considerar. Pues ese peso es
precisamente el que debe hacer posible el desencadenamiento de fanatismos tan violentos y
excesivos como los que vemos hoy en día. Cuando un mundo se deshace la demencia se
exacerba. En las mutaciones surgen las posibilidades letales. La inquisición española o los
fanatismos de la época de la Reforma como otros (comenzando por los primeros
cristianismos) están sin duda siempre correlacionados con las situaciones críticas, sea sobre
el plano social o sobre el existencial.

Esta pesadez y esa exasperación renovada no favorecen ciertamente las vías de una
resolución. Al menos podemos y debemos saber que no estamos simplemente frente al
desencadenamiento repentino de una barbarie caída de no se sabe que cielo. Estamos frente
a un estado de la historia, de nuestra historia: la de este “Occidente” vuelto máquina
mundial inquietante para sí misma y por sí misma.

Sería demasiado fácil condenar esta historia, tanto como querer justificarla. Pero nosotros
no podemos no preguntarnos si es posible salir de su propio impase –sea nihilista,
capitalista, islamista o todo esto a la vez–.

Hablando de la toma de Roma por Alarico, Agustín, en Hipona, a donde afluían los
refugiados romanos, declaraba que “de la carne sofocada debería manar el espíritu”.
¿Dónde encontrar el espíritu hoy?

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***

¿Dónde encontrar el espíritu hoy? Es una pregunta doblemente extraña. Por una parte,
¿cómo se puede encontrar “el espíritu”, descubrirlo en alguna parte?... Por otra parte, la
palabra “espíritu” es una de las más usadas, una de las más riesgosas y de las más
peligrosas. Ha servido para lo mejor y para lo peor. No podemos olvidar la palabra de Marx
que calificaba a la religión de “espíritu de un mundo sin espíritu”. Para designar la ausencia
de algo, es necesario conocer esa cosa. Marx tiene entonces al menos una noción, un
sentimiento o un indicio acerca del “espíritu”. Marx es conocido como materialista: ¿cómo
puede hablar de espíritu? Habla porque su materialismo es el de la producción por el
hombre, a través de su trabajo, de su propio sentido (o de su propio valor en tanto que valor
absoluto, ni intercambiable ni simplemente de uso).

Con o sin Marx podemos decir que el espíritu designa la producción de un sentido (como
cuando se habla del “espíritu de Dante” o del “espíritu del arte romano”). Un sentido no es
una significación que se supone completa (como “Dios” o “lo bueno”), es un movimiento
por el cual una existencia se relaciona con el mundo, con los otros y consigo mismo. Esa
relación se renueva sin cesar y no se fija en ninguna parte (cuando se fija, deviene dogma o
ley, ya no es espíritu sino “letra” inerte).

No se trata de encontrar el espíritu pues no está en ninguna parte y no consiste en algo


situable (como un texto o un nombre o una forma, una imagen, etc.). El espíritu está ya ahí
en el solo hecho de interrogarse sobre él y está aún ahí mismo cuando esta pregunta deviene
inquietud y sentimiento de una falta. Está entonces “ahí”, en ese lugar que no es ninguna
parte sino por todas partes a través de nuestros actos, nuestras palabras, nuestras relaciones.
Esta “ahí” como el brote que nos hace exigirlo.

Demasiado frecuentemente se cree hoy poder designarlo como el espíritu del humanismo,
del derecho, de lo que se llama “valores”. Sin embargo es manifiesto que esas palabras,
entre más se las invoca, más vacías suenan. En cambio, se trata del espíritu cuando las
palabras no están vacías. Cuando están vacías es necesario cambiar.

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El “hombre” es una palabra que debe ser cambiada o recargada de sentido. No es un trabajo
lingüístico, es una tarea práctica, concreta, que puede resumirse como la tarea de
transformar toda una cultura, una sociedad o una civilización. Tenemos nuevas
significaciones, como las de “fibra”, “nanosegundo”, “mercado” o “red”. Pero no tenemos
más que una palabra vieja –“Espíritu”– para decir eso de lo que nuestras palabras no
hablan, o al menos no de manera comprensible: como nuestra existencia –la de todos, de
todas las presencias, humanas, vivientes, cósmicas– existe, en el sentido fuerte del término,
es decir, se hace, se forma, se actúa en las relaciones…

Tenemos el sentimiento y aún la conciencia de que nuestra misma civilización ha borrado


el espíritu que había sido suyo. No daremos marcha atrás –o bien, paralizamos la
existencia.

El espíritu hoy está ya ahí, al menos de esta manera: existimos, deseamos e inventamos la
fuerza, los sentidos y las formas de existir.

Inversa y recíprocamente: Cuando Marx habla de espíritu pensando en la producción por el


hombre del valor humano, sabe evidentemente que este valor no es ni un puro ideal
flotando en el aire, ni una simple realidad tangible como un tejido o un fusil. Sabe de hecho
que nada existe bajo lo uno o lo otro de esas formas que son idealidades de significación,
palabras de las que el sentido no hace sentido más que siendo trabajado, elaborado,
transformado en un uso y en un intercambio para los cuales no hay moneda, ni
convertibilidad de valores, no hay equivalente general. Y es esto lo que él puede llamar,
fugitivamente, “espíritu”: la apropiación de lo que no es propiedad de algo, de lo que, por el
contrario, es un ser-propiamente, un propiamente-existir.

La destrucción del hombre por el hombre siempre acompaña la producción humana. No


sólo por la guerra o por la muerte sino por la explotación, el sometimiento, la dominación,
la traición, el robo, y todo lo que podemos llamar “alienación”, ya sea que ponga en juego a
los otros o a sí mismo. La alienación está, en suma, correlacionada con la producción de la

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existencia propia. Lo es porque ese “propio” no está dado, no es identificable ni, en suma,
apropiable.

Este no es un asunto menor y ocupa a los hombres desde que son hombres. Pero una
civilización que, por una parte, ha convertido la dominación en apropiación de todos los
bienes y que, por otra parte, ha construido el ídolo de un dominador universal que reducirá
al hombre a ser el ejecutor de su dominación, es una civilización que se deshace y desasida
de sí misma. Es su espíritu quien entra en convulsión.

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